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Boecio y el desprecio por los

intérpretes de música
Pablo Rodríguez Canfranc

Generalmente se acepta la afirmación de que los monjes


medievales aprendieron todo lo que sabían de música del
patricio romano Boecio.

Su libro De institutione musica se convirtió en el tratado de


referencia musical durante toda la Alta Edad Media.

Y este habitante del imperio romano otoñal en decadencia


del siglo VI transmitió a la posteridad una visión clasista y
sibarita de la música y de la figura del músico.

Resulta más corriente leer sobre Boecio en tratados sobre


la historia del pensamiento que en relación con la música,
dado que sus comentarios sobre Aristóteles tienen gran
influencia sobre la filosofía medieval, en concreto, le aporta
el dogma de la razón y la utilización de la dialéctica con
rigor.

Pero también lega la a nueva era, junto con su discípulo


Casiodoro, la aritmética, la geometría y la música.

Ambos son bisagra intelectual entre un mundo que muere y


otro que nace: Boecio está considerado como el último
pensador romano, mientras que Casiodoro es el primer
sabio medieval, que transmite sus conocimientos a los
monjes, los nuevos guardianes de la cultura clásica.

Centrándonos en los aspectos meramente musicales, el


concepto que tenía Boecio de la música se basaba en la
contemplación.

Era una visión asociada a la tradición clasista de la nobleza


romana que despreciaba como bajo cualquier trabajo físico,
incluida la interpretación de la música en un instrumento.

De esta forma, el verdadero músico para Boecio era el


musicus,que en sus palabras es el que “tiene la habilidad
para juzgar, medir ritmos, melodías y toda la música”.

Es decir, es el teórico
musical que no se
mancha las manos
tocando o cantando,
como los cantantes e
instrumentistas, a los
que tilda de vulgares y
afirma que están
“enteramente exiliados del verdadero entendimiento
musical”.

Boecio vivió en un mundo que desaparecía ante sus ojos, de


hecho en su época ya había un godo sentado en el trono de
Roma, y se afanaba por mantener la tradición romana
ancestral en unos tiempos de decadencia y disolución del
orden social preestablecido.

Los monjes medievales heredaron de Boecio no solamente


conocimientos de distintas disciplinas sino también esa
actitud de superioridad moral.

De hecho, algunos autores consideran a los moradores de


los monasterios del principio de la Edad Media como los
sucesores del patriciado romano, que igualmente se recluía
en sus villas, apartándose del mundanal ruido, para
dedicarse a la contemplación y la reflexión.

En el plano más operativo, los monjes compartían con el


filósofo romano su odio y desprecio por el músico
profesional, el joculator, scurra, histrio, etc, cuya obra
consideraban amoral y peligrosa para la fe católica.

Esto empeoró con la aparición de los goliardos, es decir, los


propios estudiantes de la Iglesia “ajuglarados”, convertidos
en músicos ambulantes para poder financiarse sus
estudios.

Otro de los puntos de intersección entre los monasterios y


Boecio era la defensa de la gramática y la retórica en latín,
elementos que para el romano simbolizaban la superioridad
de la teoría sobre la práctica que habilitaba a un mandatario,
alguien de gran responsabilidad en la sociedad, a dirigirse
con éxito a las masas.

Los monjes heredaron estas técnicas romanas de análisis y


aprendizaje de textos en latín, prácticas que cimentan la
vida contemplativa.

Sin embargo, el clasismo que implica la figura del musicus


de Boecio sufre transformaciones, suavizándose, en el seno
de las abadías y monasterios.

En primer lugar, las diferencias sociales en el mundo


romano no se reproducen, o no de forma tan acentuada,
dentro de las órdenes religiosas.

En principio y asumiendo que existe una jerarquía efectiva,


todos los monjes comparten juntos los hitos principales de
la vida monacal, como pueden ser los rezos y las comidas.
Por otra parte, los monjes de los monasterios cantaban
dentro de la liturgia, que se concebía como una obra de
Dios.

El canto era una parte fundamental de la vida monacal y una


forma de devolverle al Creador sus propias palabras, dado
que los textos estaban extraídos de las Sagradas Escrituras,
en suma de la palabra de Dios.

Por ello no podían equiparar


sus cantos con el desprecio
que sentían hacia la actividad
de juglares y ministriles,
aunque probablemente para
Boecio todo hubiese sido uno.

Sin embargo, a partir del año


800 comienza a cobrar
importancia la teoría del canto
llano y las antiguas divisiones
entre conocedores e
ignorantes de Boecio parecen
reproducirse en el seno de la
Iglesia.

En los reinos carolingios no se escatiman esfuerzos para


registrar los textos de los cantos y en la medida de los
posible la música que los acompaña, lo que da lugar a una
primitiva teoría musical.

El conocimiento teórico cobra importancia ente los monjes.

Aparece entonces la división entre cantor y musicus.

El primer término hacía alusión a cualquier monje que


cantase, independientemente de los conocimientos teóricos
de los que hiciese gala, es decir que todos los monjes eran
cantores.

Pero el monje que conocía la teoría del canto llano y que lo


afrontaba como una disciplina de estudio académico, ése
era el musicus, muy en la línea de la definición de Boecio.

Ser considerado como un mero cantor llegó a ser un insulto.

Se suponía que dicho monje era tan simple de


entendederas que no sentía la menor curiosidad por
aprender sobre la técnica de los cantos que interpretaba.

Una máxima de alrededor del año 1000 rezaba que un


cantor que no conoce nada de la base racional de su arte
no es mejor que una bestia.

Pues los monjes saben que existen bestias que pueden


cantar, especialmente los pájaros, pero que no tienen
ningún conocimiento racional de por qué y cómo lo hacen.

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