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MOSCAS
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JEANPAUL SARTRE

LAS MOSCAS
NEKRASOV

QUINTA EDICIÓN

EDITORIAL LOSADA, S. A.

BUENOS AIRES
Edición expresamente autorizada para la
BIBLIOTECA CLÁSICA Y CONTEMPORÁNEA

Qiieda hecho el depósito que previene la ley 11.723

Marca y características gráficas registradas


en la Oficina de Pateyítes y Marcas de la Nación

© Editorial Losada, S.A.


Moreno 3362,
Buenos Aires, 1948 y 1957.

ISBN 950-03-0284-5.

Quinta Edición

Tapa:
Baldessari
Foto:
Alcides Duartf

IMPRESO EN LA ARGENTINA
PRINTED IN ARGENTINA
Este libro se tenninó de imprimir
el día 17 de junio de 1983
en los talleres Color Efe,
Belgrano 4569, Villa Dominico,
Provincia de Buenos Aires.

La edición consta de cinco mil ejemplares.


LAS MOSCAS
Drama en tres actos

Traducción de

AURORA BERNÁRDEZ

A Charles Dullin !

en prueba de agradecimiento y amistad

Título original
Les mouches
(c^ Librairie Gallimard, Paris, 1947
© Editorial Losada, S. A., Buenos Aires, 1948
.

PERSONAJES
JÚPITER

ÜRESTES
Egisto

El pedagogo
Primer guardia
Segundo guardia
El Gran Sacerdote
Electra
Clitemnestra
Una Erinia

Una joven
Una vieja
Hombres y mujeres del pueblo
Erinias. Servidores

Guardias del palacio

Esta obra fue estrenada en el Teatro de la Cité (Dirección Charles


Dullin) por los señores Charles Dullin, Joffre, Paul CEtly, Jean Lannier,
Norbert, Lucíen Arnaud, Marcel d'Orval, Hender, y las señoras Perret,
Olga Dominique, Cassan.
. .

ACTO PRIMERO

Una plaza de Argos, Una estatua de Júpiter^ dios de las mos-


cas y de la muerte. Ojos blancos, rostro embadurnado de sangre,

ESCENA I

{Entran en procesión Viejas vestidas de negro, y hacen liba-


Al fondo, un Idiota sentado en el
ciones delante de la estatua,
suelo. Entran Orestes y el Pedagogo, luego JúpiterJ

Orestes. — ¡Eh, buenas mujeres!


(Todas Viejas se vuelven lanzando un grito,)
ías
El pedagogo. —
¿Podéis decirnos? . .

(Las Viejas escupen el suelo dando un paso atrás.)


El pedagogo. —
Escuchad, somos viajeros extraviados. Sólo os
pido una indicación.
(Las Viejas huyen dejando caer las urnas.)
El pedagogo. —
¡Viejas piltrafas! ¿No se diría que me derrito
por sus encantos.^ ¡Ah, mi amo, qué viaje agradable! qué Y
buena inspiración la vuestra de venir aquí cuando hay más
de quinientas capitales, tanto en Grecia como en Italia, con
buen vino, posadas acogedoras y calles populosas. Parece
que estos montañeses nunca han visto turistas: cien veces
he preguntado por el camino en este maldito caserío que se
achicharra al sol. Por todas partes los mismos gritos de espan-
to y las mismas desbandadas, las pesadas carretas negras por
las calles enceguecedoras. ¡Puf! Estas calles desiertas, el aire
que tiembla, y este sol . . . ¿Hay algo más siniestro que el
sol.>
Orestes. — He nacido aquí.
— Así
.

El pedagogo. Pero en vuestro


parece. lug^r, yo no me
de
jactaría ello.
Orestes. — He nacido aquí y debo preguntar por mi camino
como un viajero. ¡Llama a esa puerta!
El pedagogo. —
¿Qué esperáis? ¿Que os respondan? Mirad un
poco esas casas y decidme qué parecen. ¿Etónde están las
ventanas? Las abren a patios bien cerrados y bien sombríos,
me lo imagino, y vuelven el trasero a la calle. (Gesto de . .

Orestes.j Está bien. Llamo, pero sin esperanza.


(Llama. Silencio. Llama de nuevo; la puerta se entreabre.)
Una voz. —
¿Qué queréis?
El pedagogo. —
Una sencilla pregunta. ¿Sabéis dónde vive ? . . .

(La puerta vuelve a cerrarse bruscamente.)


El pedagogo. —
¡Idos al infierno! ¿Estáis contento, señor Ores-
tes, y os basta la experiencia? Puedo, si queréis, llamar a
todas las puertas.
Orestes. —
No, deja.
El pedagogo. — ¡Toma! Pero si aquí hay alguien. (Se acerca
al Idiota. j ¡Señor mío!
El pedagogo (nuevo saludo). — ¡Señor mío!
El —
idiota. ¡Eh!
El pedagogo. — ¿Os dignaréis indicarnos la casa de Egisto?
El idiota. — ¡Eh!
El pedagogo. — De Egisto, el rey de Argos.
El Idiota. — ¡Eh! ¡Eh!
(JÚPITER pasa por el fofulo.)
El pedagogo. — ¡Mala suerte! El primero que no se escapa es
idiota. ("JÚPITER vuelve a pasar.) ¡Vaya! Nos ha seguido has-
ta aquí.
Orestes. — ¿Quién?
El pedagogo. — barbudo. El
Orestes. — soñando.
Estás
El pedagogo. — Acabo de verlo pasar.
Orestes. — Te habrás equivocado.
El pedagogo. — En mi
Imposible. vida he visto semejante bar-
ba, salvo una de bronce que orna el rostro de Júpiter Ahe-
nobarbus, en Palermo. Mirad, ahí vuelve a pasar. ¿Qué nos
quiere?
Orestes. — Viaja, como nosotros.
El pedagogo. —
¡Cómo! Lo hemos encontrado en el camino
de Delfos. Y cuando nos embarcamos en Itea, ya ostentaba
su barba en el barco. En Nauplia no podíamos dar un paso
sin tropezar con él, y ahora está aquí. Os parecerán, sin duda,
simples coincidencias. (Espanta las moscas con la mano.) Ah,
encuentro a las moscas de Argos mucho más acogedoras que
las personas. ¡Mirad ésas, miradlas! (Señala el ojo del IDIOTA.J
Tiene doce en el ojo como en una tartina, y sin embargo
sonríe transportado, como si le gustara que le chupen los ojos.
Y en realidad le sale por esas mirillas un jugo blanco que
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parece leche cuajada. (Espanta a las moscas.) jEh, basta ya,
basta ya! Mirad, ahora las tenéis encima. (Las espanta.) Bueno,
estaréis cómodo vos que tanto os quejabais de ser extranjero
en vuestro propio país, y estas bestezuelas os hacen fiestas,
como os reconocieran. (Las espanta.) ¡Vamos, paz, paz, nada
si

de efusiones! ¿De dónde vienen? Hacen más ruido que carra-


cas y son más grandes que libélulas.
JÚPITER (que se había acercado), —
No son sino moscas de la
carne, un poco gordas. Hace quince años un poderoso olor
de carroña las atrajo a la ciudad. Desde entonces engordan.
Dentro de quince años tendrán el tamaño de ranitas.
(Un silencio.)
El pedagogo. — ¿Con quién tenemos honor el .}
— Mi nombre Demetrio, Vengo de Atenas.
. .

JÚPITER. es
Orestes. — Creo haberos en barco
visto última quincena.
el la
JÚPITER. — También yo os he visto.
en
(Gritos horribles el palacio.)
El pedagogo. — ¡Vaya! Todo
jVaya! no me huele nada
esto
y en mi opinión, mi amo, haríamos mejor en
bien, irnos.
Orestes. — Cállate.
JÚPITER. — No nada que temer. Hoy
tenéis de es la fiesta los
'
muertos. Esos señalan
gritos comienzo deel ceremonia. la
Orestes. — Parece que conocéis muy bien Argos. a
JÚPITER. — Vengo con Estaba aquí
frecuencia. a la vuelta 4^1
rey Agamenón, cuando la flota victoriosa de los griegos ancló
en larada de Nauplia. Podían verse las velas blancas desde
lo alto de las murallas. (Espanta las moscas.) Aún no había
moscas, entonces. Argos sólo era una pequeña ciudad de pro-
vincia que se aburría indolentemente al sol. Subí al camino
de ronda con los demás, los días siguientes, y miramos lar-
gamente el cortejo real que marchaba por la llanura. La tarde
del segundo día la reina Clitemnestra apareció en las mura-
llas, acompañada de Egisto, el rey actual. Las gentes de Argos

vieron sus rostros enrojecidos por el sol poniente; los vieron


inclinarse sobre las almenas y mirar largo rato hacia el mar;
y pensaron: "Pasará algo malo". Pero no dijeron nada. Egisto,
debéis de saberlo, era el amante de la reina Clitemnestra. Un
rufián ya por entonces propenso a la melancolía. Parecéis
cansado.
Orestes. —
Es el largo camino que he hecho y este maldito
calor. Pero me interesáis.
JÚPITER. —
Agamenón era un buen hombre, pero cometió un
gran error, ¿sabéis? No había permitido que las ejecuciones
capitales se realizaran en público. Es una lástima. En pro-
vincia, un buen ahorcamiento distrae y deja a la gente un

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poco harta de la muerte. Las gentes de aquí no dijeron nada
porque se aburrían y querían ver una muerte violenta. No
dijeron nada cuando vieron aparecer a su rey en las puertas
de la ciudad. Y cuando vieron que Clitemnestra le tendía sus
hermosos brazos perfumados, no dijeron nada. En aquel mo-
mento hubiera bastado una palabra, una sola palabra, pero
callaron, y cada uno tenía, en la cabeza, la imagen de un gran
cadáver con la cara destrozada.
Orestes. —
Y vos, ¿no dijisteis nada?
JÚPITER. —
¿Os molesta, joven? Yo estoy muy cómodo, lo cual
prueba vuestros buenos sentimientos. Pues bien, no, no ha-
blé; no soy de aquí, y no eran asuntos míos. £n cuanto a las
gentes de Argos, al día siguiente, cuando oyeron aullar de
dolor al rey en el palacio, siguieron sin decir nada, bajaron
los párpados sobre los ojos en blanco de voluptuosidad, y
la ciudad entera estaba como una mujer en celo.
Orestes. —
Y el asesino reina. Ha conocido quince años de
felicidad. Yo creía justos a los dioses.
JÚPITER. — ¡Eh! No
incriminéis tan pronto a los dioses. ¿Hay
3ue castigar ¿No era preferible que este tumulto
siempre?
erivara en beneficio del orden moral?
Orestes. — ¿Qué hicieron?
JÚPITER. — Enviaron moscas. las
El pedagogo. — ¿Qué tienen que ver las moscas?
JÚPITER. — Oh, son un símbolo. Pero juzgad por esto lo que
han hecho: aquella vieja cochinilla que allá veis, corretean-
do sobre sus patitas negras, rozando las paredes, es un
hermoso espécimen de una fauna negra y chata que hor-
miguea en las grietas. Salto sobre el inseao, lo cazo y os
lo traigo. (Salta sobre la ViEjA y la trae al proscenio.) Aquí
está mi presa. ¡Mirad qué horror! ¡Oh! Guiñáis los ojos,
y sin emoargo estáis habituados a las espadas del sol al
rojo blanco. Mirad qué sobresaltos de pez en la punta de
la línea. Dime, vieja, habrás perdido docenas de hijos, pues
andas de negro de la cabeza a los pies. Vamos, habla y
quizá te suelte. ¿Por quién llevas luto?
La vieja. —
Es el vestido de Argos.
JÚPITER. —
¿El vestido de Argos? Ah, comprendo. Llevas luto
por tu rey, por tu rey asesinado.
La vieja. —¡Calla! ¡Por el amor de Dios, calla!
Júpiter. —
Pues eres bastante vieja para haber oído aquellos
gritos que recorrieron toda una mañana las calles de la ciu-
dad. ¿Qué hiciste?
La vieja. —
Mi marido estaba en los campos, ¿qué podía ha-
cer yo? Corrí el cerrojo de la puerta.

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.

JÚPITER. —Sí, y entreabriste la ventana para oír mejor, y te


quedaste al acecho detrás de las cortinas, con el aliento
entrecortado y un cosquilleo raro en el hueco de los ríñones.
LA VIEJA. — ¡Calla!
JÚPITER. — Has de haber hecho estupendamente bien el amor
aquella noche. Era una fiesta, ¿eh?

. .

La VIEJA. Ah, señor, era. una fiesta horrible.


. .

JÚPITER. — Una fiesta roja cuyo recuerdo no habéis podido en-


terrar.
La VIEJA. — ¡Señor! ¿Sois un muerto?
JÚPITER. — ¡Un muerto! ¡Anda, vieja loca! No te cuides de lo
que soy, será mejor que te ocupes de ti misma y ganes el
perdón del Cielo con tu arrepentimiento.
La vieja. —
Ah, me arrepiento, señor, si supierais cómo me
arrepiento, y mi hija también se arrepiente, y mi yerno sa-
crifica una vaca todos los años, y a mi nieto, que anda por
los siete años, lo hemos educado en el arrepentimiento; es
juicioso como una imagen, todo rubio y penetrado por el sen-
timiento de su pecado original.
JÚPITER. —Está bien, vieja basura, y trata de reventar en el
arrepentimiento. Es tu única posibilidad de salvación. (La
Vieja huye.) O
mucho me equivoco, señores míos, o es ésta
piedad de la buena, a la antigua, sólidamente asentada en
el terror.
Orestes. — ¿Qué hombre sois?
JÚPITER. — ¿A quién leHablábamos de
interesa? los dioses.
Bueno, fulminar
¿era necesario a Egisto?
Orestes. — Era Ah, no
necesario . qué
.sé . era necesario, y
no me importa; no soy de ¿Y Egisto se arrepiente?
aquí.
JÚPITER. — Me
¿Egisto? mucho. Pero qué
extrañaría importa.
Toda una ciudad se arrepiente por él. El arrepentimiento
se mide por el peso. (Gritos horribles en el palacio.) ¡Escu-
chad! Para que no olviden jamás los gritos de agonía de su
rey, un boyero escogido por su fuerte voz lanza esos ala-
ridos cada aniversario, en la sala principal del palacio. (Ores-
tes hace un gesto de desagrado.) ¡Bah! Esto no es nada;
¿qué diréis dentro de un rato, cuando suelten a los muertos?
Hace quince años justos que Agamenón fue asesinado. ¡Ah,
cómo ha cambiado desde entonces el pueblo ligero de Argos,
y qué cerca está ahora de mi corazón!
Orestes. —¿De vuestro corazón?
JÚPITER. —Dejad, dejad, joven. Hablaba para mí. Hubiera de-
bido decir: cerca del corazón de los dioses.
Orestes. —¿De veras? Paredes embadurnadas de sangre, mi-
llones de moscas, olor a carnicería, calor de horno, calles

13
. .

desiertas,
se golpean
un dios con cara de asesinado,
el pecho en el fondo de las
larvas aterradas
casas, y esos gritos,
^
que

esos gritos insoportables: ¿eso place a Júpiter?


JÚPITER. — Ah, no juzguéis a los dioses, joven; guardan secre-
tos dolorosos.
(Un silencio.)
Orestes. — Agamenón una ¿verdad?, una
tenía hija, hija lla-

mada Electra.
JÚPITER. — Vive Sí. En de
aquí. en el palacio Egisto, aquél.
Orestes. — ¡Ah! ¿Es de Egisto? ¿Y que piensa
ése el palacio
Eleara de todo esto?
JÚPITER. — Es una
¡Bah! Había también un niña. un hijo, tal
Dicen que murió.
Orestes.
Orestes. — ¡Que murió! Diablos. .

El pedagogo. — Pero mi amo, bien sí, que murió. Las sabéis


gentes de Nauplia nos han contado que Egisto había dado
orden de asesinarlo poco después de la muerte de Agamenón.
JÚPITER. —
Algunos afirman que está vivo. Sus asesinos, com-
padecidos, lo habrían abandonado en el bosque. Habría si-
do recogido y educado por burgueses ricos de Atenas. Por
mi parte, deseo que haya muerto.
Orestes. — ¿Por qué, si no os incomoda?
JÚPITER. — Imaginad que se presenta un día a las puertas de
esta ciudad
Orestes. — ¿Y
. .

qué?
JÚPITER. — ¡Bah! Mirad, si lo encontrara en ese momento, le
diría..., le diría: "J^^^^ • • ^
llamaría joven, pues tiene
más o menos vuestra edad, si vive. A propósito, señor, ¿me
diréis vuestro nombre?
Orestes. —
Me llamo Filebo y soy de Corinto. Viajo para ins-
truirme con un esclavo que fue mi preceptor.
JÚPITER, —Perfecto. Entonces diría: "¡Joven, marchaos! ¿Qué
buscáis aquí? ¿Queréis hacer valer vuestros derechos? ¡Ah!
Sois ardiente y fuerte, seríais valiente capitán de un ejército
batallador, podéis hacer algo mejor que reinar sobre una
ciudad medio muerta, una carroña de ciudad atormentada
por las moscas. Los hombres de aquí son grandes pecadores,
pero están empeñados ya en el camino de la redención. De-
jadlos, joven, dejadlos, respetad su dolorosa empresa, alejaos
de puntillas. No podríais compartir su arrepentimiento, pues
no habéis tenido parte en su crimen, y vuestra inocencia im-
pertinente os separa de ellos como un foso profundo. Mar-
chaos, si los amáis un poco. Marchaos, porque vais a per-
derlos: por poco que los detengáis en el camino, que los
apartéis, aunque sea un instante, de sus remordimientos, todas

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sus faltas se cuajarán en ellos como grasa fría. Tienen la
conciencia intranquila, tienen miedo, y del miedo y la con-
ciencia intranquila emana una fragancia deliciosa para las na-
rices de los dioses. Sí, esas almas lastimosas agradan a los
dioses. ¿Quisierais despojarlos del favor divino? ¿Y qué les
daríais en cambio? Digestiones tranquilas, la taciturna paz
provinciana y el hastío, ;ah! el hastío tan cotidiano de la
felicidad. Buen viaje, joven, buen viaje; el orden de una ciu-
dad y el orden de las almas son inestables; si los tocáis, pro-
vocaréis una catástrofe. (Mirándolo a los ojos.) Una terrible
catástrofe que recaerá sobre vos."
Orestes. —
¿De veras? ¿Eso es lo que le diríais? Pues bien, si
yo fuera ese joven, os respondería ... (Se miden con la mi-
rada; El pedagogo tose.) ¡Bah! No sé qué os respondería.
Quizás tengáis razón, y por lo demás, esto no me incumbe.
JÚPITER. — Enhorabuena. Desearía que Orestes fuera igual-
mente razonable. Entonces, la paz sea con vos; tengo que
atender mis asuntos.
Orestes. —
La paz sea con vos.
JÚPITER. —A propósito, moscas os molestan, éste es el
si las
medio de de ellas: mirad el enjambre que zumba
libraros
a vuestro alrededor, hago un movimiento con la muñeca, un
ademán con el brazo y digo: "Abraxas, galla, galla, tse,
tse". Y
ya veis: ruedan y se arrastran por el suelo como
orugas.
Orestes. —
¡Por Júpiter!
JÚPITER. —
No es nada. Un jueguito de sociedad. Soy encanta-
dor de moscas en mis horas libres. Buenos días. Volveré
a veros.
(Sale.)

escena ii

Orestes - El pedagogo

El pedagogo. — Desconfiad. Ese hombre sabe quién sois.


Orestes. — ¿Pero un hombre?es
El pedagogo. — ¡Ah, mi amo, qué pena me dais! ¿Qué hacéis
de mis lecciones y de ese escepticismo sonriente que os en-
señé? **¿Es un hombre?" Diablos, sólo hay hombres, y ya
es bastante. Ese barbudo es un hombre, algún espía de
Egisto.
Orestes. — Deja Me ha hecho demasiado daño.
tu filosofía.
El pedagogo. —
¡Daño! Entonces es perjudicar a la gente, dar-
le libertad de espíritu. ¡Ah! ¡Cómo habéis cambiado! Antes

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leía en vos ¿Me diréis por fin qué meditáis? ¿Por qué me
. . .

habéis arrastrado aquí? ¿Y qué queréis hacer?


Orestes, —¿Te he dicho que tenía algo que hacer? ¡Vamos!
Calla. (Se acerca al palacio,) Ése es mi palacio. Allí nació mi
padre. Allí una ramera y su rufián lo asesinaron. También yo
nací Tenía casi dos años cuando me llevó la soldadesca
allí.

de Egisto. Seguramente pasamos por esa puerta; uno de ellos


me cargaba en sus brazos, yo tenía los ojos muy abiertos y
sin duda lloraba. ¡Ah! Ni el menor recuerdo. Veo un gran
. .

edificio mudo, inflado en su solemnidad provinciana. Lo veo


por primera vez.
El pedagogo. —
¿Ni un recuerdo, amo ingrato, cuando he con-
sagrado diez años de mi vida a dároslos? ¿Y todos los viajes
que hicimos? ¿Y las ciudades que visitamos? ¿Y los cursos
de arqueología que profesé para vos solo? ¿Ni un recuerdo?
Había aquí hace poco tantos palacios, santuarios y templos
para poblar vuestra memoria que hubierais podido, como el
geógrafo Pausanias, escribir una guía de Grecia.
Orestes. —¡Palacios! Es cierto. ¡Palacios, columnas, estatuas!
¿Por qué no soy más pesado, yo que tengo tantas piedras en
la cabeza? Y
de los trescientos ochenta y siete peldaños del
templo de Éfeso, ¿no me hablas? Los he subido uno por uno,
y los recuerdo todos. El decimoséptimo, creo, estaba roto. Ah,
un perro, un viejo perro que se calienta acostado cerca del
hogar y se incorpora un poco, a la entrada de su amo, gi-
miendo suavemente para saludarlo, un perro tiene más me-
moria que yo: reconoce a su amo. Su amo. ¿Y qué es lo mío?
El pedagogo. —
¿Dónde dejáis la cultura, señor? Vuestra cul-
tura os pertenece, y os la he compuesto con amor, como un
ramillete, a justando los frutos de mi sabiduría y los tesoros
de mi experiencia. ¿No os hice leer temprano todos los li-
bros, para familiarizaros con la diversidad de las opiniones
humanas, y recorrer cien Estados, demostrándoos en cada
circunstancia cuan variables son las costumbres de los hom-
bres? Ahora sois joven, rico y hermoso, prudente como un
anciano, libre de todas las servidumbres y de todas las creen-
cias, sin familia, sin patria, sin religión, sin oficio, libre de
todos los compromisos y sabedor de que no hay que com-
prometerse nunca; en fin, un hombre superior, capaz además
de enseñar filosofía o arquitectura en una gran ciudad uni-
versitaria, ¡y os quejáis!
Orestes. —No, hombre, no me quejo. No puedo quejarme: me
has dejado la libertad de esos hilos que el viento arranca a
las telas de araña y que flotan a diez pies del suelo; no peso
más que un hilo y vivo en el aire. Sé que es una suerte y la

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aprecio como conviene. (Pausa,) Hay hombres que nacen com-
prometidos: no tienen la facultad de elegir; han sido arro-
jados a un camino; al final del camino los espera un acto, su
acto; van, y sus pies desnudos oprimen fuertemente la tierra
y se desuellan en los guijarros. ¿Te parece vulgar la alegría
de ir a alguna parte? Hay otros, silenciosos, que sienten en
el fondo del corazón el peso de imágenes confusas y terre-
nas; su vida ha cambiado porque un día de su infancia, a
los cinco, a los siete años.. Está bien: no son hombres su-
.

periores. Yo sabía ya, a los siete años, que estaba exiliado;


dejaba deslizar a lo largo de mi cuerpo, dejaba caer a mi
alrededor los olores y los sonidos, el ruido dé la lluvia en los
techos, los temblores de la luz; sabía que pertenecían a los
demás, y que nunca podría convertirlos en mis recuerdos.
Porque los recuerdos son manjares suculentos para los que
poseen las casas, los animales, los criados y los campos. Pero
yo... Yo soy libre, gracias a Dios. ¡Ah, qué libre soy!
¡Y qué soberbia ausencia mi alma! (Se acerca al palacio,)
Hubiera vivido ahí. No habría leído ninguno de tus libros
y quizá no hubiera sabido leer; es raro que un príncipe sepa
leer. Pero por esa puerta hubiera entrado y salido diez mil
veces. De niño habría jugado con sus hojas, me hubiera
apoyado en ellas, hubieran crujido sin ceder y mis brazos
habrían conocido su resistencia. Más tarde las hubiera em-
pujado, de noche, a escondidas, para ir en busca de mu-
jeres.Y más tarde aún, al llegar a la mayoría de edad, los
esclavos habrían abierto la puerta de par en par y hubiera
franqueado el umbral a caballo. Mi vieja puerta de madera.
Sabría encontrar, a ojos cerrados, tu cerradura. Y
ese raspón,
ahí abajo, quizá te lo hubiera hecho yo, por torpeza, el pri-
mer día que me hubieran confiado una lanza. (Se aparta,)
Estilo dórico menor, ¿no es cierto? ¿Y qué dices de las in-
crustaciones de oro? Las he visto semejantes en Dodona;
es un hermoso trabajo. Vamos, te daré el gusto; no es mi
palacio ni mi puerta. Y no tenemos nada que hacer aquí.
El pedagogo. — Ahora sois razonable. ¿Qué hubierais ganado
viviendo aquí? Vuestra alma, a esta hora, estaría aterrorizada
por un abyecto arrepentimiento.
Orestes (con brusquedad), —
Por lo menos sería mío. Y este
calor que me chamusca el pelo sería mío. Mío el zumbido
de estas moscas. A est^ hora, desnudo en una habitación
oscura del palacio, observaría por la hendedura de un pos-
tigo el color rojo de la luz, esperaría que el sol declinara, y
que subiera del suelo, como un olor, la sombra fresca de un
crepúsculo de Argos, semejante a otros cien mil y siempre

17
.

nuevo, la sombra de un crepúsculo mío. Vamonos, pedagogo;


¿no comprendes que estamos a punto de pudrirnos en el
calor ajeno?
El pedagogo. —
Ah, señor, cómo me tranquilizáis. Estos últi-
mos meses —
para ser exacto, desde que os revelé vuestro naci-
miento— os veía cambiar día a día, y ya no lograba dormir.
Temía ...
Orestes. — ¿Qué.?
El pedagogo. — Vais a enfadaros.
Orestes. — No. Habla.
El pedagogo. — Temía — es inútil haberse adiestrado desde
temprano en la ironía escéptica, a veces a uno se le ocurren
—Egisto
ideas estúpidas en una , palabra, me preguntaba si no me-
echar
ditaríais a y ocupar su puesto.
Orestes (lentamente). — ¿Echar (Pausa.) Puedes
a Egisto?
tranquilizarte, buen hombre, demasiado tarde. No es que
es
me falten ganas de coger por la barba a ese rufián de sacris-
tía y arrancarlo del trono de mi padre. Pero ¿qué? ¿Qué
tengo que ver con esas gentes? No he visto nacer uno solo
de sus hijos, ni he asistido a las bodas de sus hijas, no com-
parto sus remordimientos y no conozco uno solo de sus nom-
bres. El barbudo dice bien: un rey debe tener los mismos
recuerdos que sus subditos. Dejémoslos, buen hombre. Va-
yámonos. De puntillas. ;Ah! Si hubiera un acto, mira, un
acto que me diera derecho de ciudadanía entre ellos; si pu-
diera apoderarme, aun a costa de un crimen, de sus memo-
rias, de su terror y de sus esperanzas para colmar el vacío de
mi corazón, aunque tuviera que matar a mi propia madre. .

El pedagogo. — ¡Señor!
Orestes. —
Sí. Son sueños. Partamos. Mira si pueden propor-
cionarnos caballos y seguiremos hasta Esparta, donde tengo
amigos.
{Entra Electra.)

escena iii

Los mismos - Electra

Electra (que lleva un cajón, se acerca sin verlos a la estatua


de Júpiter). — ¡Basura! Puedes mirarme, sí, con esos ojos
redondos en la cara embadurnada de jugo de frambuesa; no
me asustas. Dime, vinieron esta mañana las santas mujeres,
los cascajos de vestido negro.
Hicieron crujir sus zapatones
a tu alrededor. Estabas contento, ¿eh, cuco?, te gustan las
viejas; cuanto más se parecen a los muertos más te gustan.
Desparramaron a tus pies sus vinos más preciosos porque
es tu fiesta, y de sus faldas subían a tu nariz tufos enmo-
hecidos; todavía halaga tu nariz ese perfume deleitable. (Fro-
tándose contra él,) Bueno, ahora huéleme, huele mi olor a
carne fresca. Yo soy joven, estoy viva, esto ha de horro-
rizarte. También yo vengo a hacerte ofrendas mientras toda
la ciudad reza. Mira: aquí tienes mondaduras. y toda la ce-
niza del hogar, y viejos restos de carne bullente de gusanos,
y un pedazo de pan sucio que no han querido nuestros cer-
dos; a tus moscas les gustarán. Feliz fiesta, anda, feliz fiesta,
y esperemos que sea la última. No soy muy fuerte y no
puedo tirarte al suelo. Puedo escupirte, es todo lo que soy
capaz de hacer. Pero vendrá el que espero, con su gran es-
pada. Te mirará regodeándose, con las manos en las cade-
ras y echado hacia atrás. Y luego sacará el sable y te hen-
dirá de arriba abajo, ¡así! Entonces las dos mitades de Jú-
piter rodarán, una a la izquierda, la otra a la derecha, y todo
el mundo verá que es de madera blanca. Es de madera toda
blanca, el dios de los muertos. El horror y la sangre del
rostro y el verde oscuro de los ojos no son sino un barniz,
¿verdad.^ Tú sabes que eres todo blanco por dentro, blanco
como el cuerpo de un nene; sabes que un sablazo te abrirá
en seco y que ni siquiera podrás sangrar. ¡Madera blanca!
Buena madera blanca: arde bien. (Ve a Orestes.j ¡Ah!
Orestes. — No tengas miedo.
Electra. — No tengo miedo. Absolutamente ninguno. ¿Quién
eres?
Orestes. — Un extranjero.
Electra. — Sé bienvenido. Todo extraño lo a esta ciudad me
es caro.¿Cuál nombre.^
es tu
Orestes. — Me llamo Filebo y soy de Corinto.
Electra. — ¿Eh? ¿De Corinto? A mí me llaman Electra.
Orestes. — (Ál Pedagogo.) Déjanos.
Electra.
(El Pedagogo sale.)

ESCENA IV
Orestes - Electra

Electra. — ¿Por qué me miras así?


Orestes. — Eres No
bella. gentes de
te pareces a las aquí.
Electra. — seguro de que soy
¿Bella? ¿Estás ¿Tan bella? bella
como de Corinto?
las hijas
Orestes. — Sí.
Electra. — Aquí no me No quieren que
lo dicen. lo sepa.

19
.

Además, ¿de qué me sirve si no soy más que una sirvienta?


Orestes. —
¿Sirvienta, tú?
Electra. —
La última de las sirvientas. Lavo la ropa del rey
y de la reina. Es una ropa muy sucia y llena de porquerías.
Toda la ropa interior, las camisas que han envuelto sus cuer-
pos podridos, las que se pone Clitemnestra cuando el rey
comparte su lecho; tengo que lavar todo eso. Cierro los ojos
y froto con todas mis tuerzas. También lavo la vajilla. ¿No
me crees? Mira mis manos. Hay grietas y rajaduras, ¿eh?
Qué ojos raros pones. ¿Por casualidad parecen manos de
princesa?

. .

Orestes. Pobres manos. No. No parecen manos de princesa.


Pero sigue. ¿Qué más te obligan a hacer?
Electra. —
Bueno, todas las mañanas debo vaciar el cajón de
Lo arrastro fuera del palacio y luego.
basuras. Ya has . .

que hago con las basuras. Este monigote de madera


visto lo
es Júpiter, dios de la muerte y de las moscas. El otro día,
el Gran Sacerdote, que venía a hacerle genuflexiones, pisó
troncos de coles y nabos, conchas y almejas. Creyó perder
el sentido. Dime, ¿me denunciarás.^
Orestes. —
No.
Electra. —
Denuncíame si quieres, tanto me da. ¿Qué más
pueden hacerme? ¿Pegarme? Ya me han pegado. ¿Encerrar-
me en una gran torre, muy arriba? No sería una mala idea,
no les vería más la cara. Imagínate que a la noche, cuando
he terminado mi trabajo, me recompensan; tengo que acer-
carme a una mujer alta y gorda, de pelo teñido. Tiene labios
gruesos y manos muy blancas, manos de reina, que huelen
a miel. Apoya sus manos en mis hombros, pega sus labios a
mi frente, dice: "Buenas noches, Electra." Todas las noches.
Todas las noches siento vivir contra mi piel esa carne ca-
liente y ávida. Pero yo resisto, nunca he caído. Es mi madre,
¿comprendes? Si estuviera en la torre, no me besaría más.
Orestes. — ¿Nunca has pensado en escaparte?
Electra. — Me falta valor; tendría miedo, sola en los caminos.
Orestes. — ¿No tienes una amiga que pueda acompañarte?
Electra. — No, sólo cuento conmigo. Soy la sarna, la peste:
gentes de aquí
las No tengo amigas.
te lo dirán.
Orestes. — ¡Cómo! ¿Ni una una
siquiera que
nodriza, vieja te
haya nacer y
visto quiera un poco?
te
Electra. — Ni Pregúntale
eso. mi madre: desalentaba
a a los
corazones más tiernos.
Orestes. — ¿Y quedarás aquí toda
te vida? la
Electra (en un — ¡Ah! ¡Toda
grito). No; la vida, no! escu-
cha: espero algo.

20
. .

Orestes. — ¿Algo o alguien?


Electra. — No te lo diré. Habla tú, mejor. Tú también eres
hermoso. ¿Te quedarás mucho tiempo?
Orestes. — Debía marcharme hoy mismo. Pero ahora
Electra. — ¿Ahora?
. .

Orestes. — Ya no sé.
Electra. — ¿Corinto es una hermosa ciudad?
Orestes. — Muy^ hermosa.
Electra. — ¿La quieres mucho? ¿Estás orgulloso de ella?
Orestes. — Sí.
Electra. — A mí me parecería raro estar orguUosa de mi ciu-
dad natal. Explícamelo.
Orestes. — Bueno No sé. No puedo explicártelo.

. . .

Electra. ¿No puedes} (Pausa.) ¿Es cierto que hay plazas


sombreadas en Corinto? ¿Plazas donde la gente -se pasea al
crepúsculo?
Orestes. — Es cierto.
Electra. — ¿Y todo mundo el sale? ¿Todo el mundo pasea?
Orestes. — Todo mundo.el
Electra. — ¿Los muchachos con las muchachas?
Orestes. — Los muchachos con las muchachas.
Electra. — ¿Y siempre tienen algo que decirse? ¿Y están con-
tentos unos con otros? ¿Y a horas avanzadas de la noche se
los oye reír juntos?
Orestes. — Sí.
Electra. — ¿Te parezco boba? Es que me cuesta tanto ima-
ginar paseos, cantos, sonrisas. A
las gentes de aquí las roe
el miedo. Y
a mí.

.

Orestes. ¿A ti?
Electra. — El odio. ¿Y qué hacen todo el día las muchachas
de Corinto?
Orestes. — Se adornan, y cantan o tocan el laúd, y visitan a
sus amigas y a la noche van a bailar.
Electra. — ¿Y no tienen ninguna preocupación?
Orestes. — Las tienen muy pequeñas.
Electra. — ¿Sí? Escúchame: ¿las gentes de Corinto no tienen
remordimientos?
Orestes. — A veces. No muchas.
Electra. — Entonces, ¿hacen lo que quieren y después no lo
piensan más?
Orestes. — Así es.
Electra. — Qué raro. (Pausa.) Y dime también, porque nece-
sito saberlo a causa de alguien. de alguien a quien espe-
. .,

ro: supon que un mozo de Corinto, uno de esos mozos que


ríen a las noches con las mujeres, encuentra al volver de un

21
.

viaje, a su padre asesinado, a su madre en el lecho' del ase-


sino, y a su hermana en la escf^ivitud; ¿el mozo de Corinto
se escaparía sin ruido, retrocedería haciendo reverencias a
buscar consuelo junto a sus amigas? ¿O sacaría la espada y
golpearía al asesino hasta hacerle estallar la cabeza? ¿No
respondes?
Orestes. — No lo sé.
Electra. — ¿Cómo? ¿No lo sabes?
Voz de Clitemnestra. — ¡Electra!
Electra. — Sh . . sh
Orestes. — ¿Qué hay?
. . .

Electra. — Es mi madre, la reina Clitemnestra.

ESCENA V
Orestes - Electra - Clitemnestra

Electra. — ¿Qué, Filebo? ¿Te da miedo?


Orestes. — Esa cabeza cien veces intenté imaginarla y ha-
. . .

bía acabado por verla, fatigada y blanda bajo el brillo de


los afeites. Pero no me esperaba esos ojos muertos.
Clitemnestra. —
Electra, el rey te ordena que te prepares
para la ceremonia. Te pondrás el vestido negro y las joyas.
Bueno, ¿qué significan esos ojos bajos? Aprietas los codos
contra las caderas delgadas; tu cuerpo te estorba ... Mu-
chas veces estás así en mi presencia; pero ya no me dejaré
engañar por esas monerías; hace un rato, por la ventana, vi
otra Electra de ademanes amplios, de ojos llenos de fue-
go... ¿Me mirarás a la cara? ¿Me responderás, al fin?
Electra. —
¿Necesitáis una fregona para realzar el esplendor
de vuestra ¡Fiesta?
Clitemnestra. —
Nada de comedia. Eres princesa, Electra, y
el pueblo te aguarda, como todos los años.
Electra. —
¿Soy princesa, de veras? ¿Y lo recordáis una vez
al año, cuando el pueblo reclama un cuadro de vuestra vida
de familia para su edificación? ¡Linda princesa, que lava la
vajilla y guarda los cerdos! ¿Egisto rodeará mis hombros con
su brazo, como el año pasado, y sonreirá junto a mi mejilla,
murmurando a mi oído palabras de amenaza?
Clitemnestra. —
De ti depende que sea de otro modo.
Electra. —
Sí, si me dejo infectar por vuestros remordimientos

y si imploro el perdón de los dioses por un crimen que no


he cometido. Sí, si beso las manos de Egisto llamándolo pa-
dre. ¡Puah! Tiene sangre seca bajo las uñas.
Clitemnestra. —
Haz lo que quieras. Hace mucho he renun-
ciado a darte órdenes en mi nombre. Te transmití las del rey.
Electra. — ¿Qué me importan órdenes de las Egisto? Es vues-
tromarido, madre, muy
vuestromarido, caro no el mío.
Clitemnestra. — No tengo nada que decirte, Electra. Veo que
buscas tu perdición y la nuestra. Pero ¿cómo había de acon-
sejarte yo, que arruiné mi vida en una sola mañana? Me
odias, hija mía, pero lo que más me inquieta es que te pa-
reces a mí; yo he tenido ese rostro puntiagudo, esa sangre
inquieta, esos ojos socarrones, ¡y no salió nada bueno!
Electra. —¡No quiero parecerme a vos! Dime, Filebo, tú que
nos ves a las dos, una junto a la otra, no es cierto, ¿verdad.'*,
no me parezco a ella.
Orestes. —¿Qué decir Su rostro se asemeja a un campo de-
.^

vastado por el rayo y el granizo. Pero hay en el tuyo algo


como una promesa de tormenta: un día la pasión lo quemará
hasta los huesos.
Electra. — ¿Una promesa de tormenta? Acepto Sea. ese pare-
cido. Ojalá digas la verdad.
Clitemnestra. — ¿Y Tú que miras
tú? ¿quién
así a las gentes,
eres?Déjame mirarte mi a ¿Y qué haces aquí?
vez.
Electra (vivamente), — Es un llamadocorintio Anda Filebo.
de viaje.
Clitemnestra. — ¡Ah!
¿Filebo?
Electra. — temer
¿Parecíais nombre?
otro
Clitemnestra. — ¿Temer? he ganado
Si perderme, algo al es
que ahora ya no puedo temer nada. Acércate, extranjero, sé
bienvenido. ;Qué joven eres! ¿Qué edad tienes?
Orestes. —
Dieciocho años.
Clitemnestra. —¿Tus padres viven todavía?
Orestes. —
Mi padre ha muerto.
Clitemnestra. —¿Y tu madre? Ha de tener mi edad, más o
menos. ¿No dices nada? Sin duda te parece más joven que
yo; puede reír y cantar aún en tu compañía. ¿La quieres?
¡Pero responde! ¿Por qué la has abandonado?
Orestes. —
Voy a Esparta a alistarme en las tropas mercenarias.
Clitemnestra. —Los viajeros hacen de ordinario un rodeo de
veinte leguas para evitar nuestra ciudad. ¿No te avisaron?
Las gentes de la llanura nos han puesto en cuarentena; mi-
ran nuestro arrepentimiento como una peste, y tienen miedo
de contaminarse.
Orestes. Lo— sé.
Clitemnestra. —
¿Te han dicho que un crimen inexplicable,
cometido hace quince años, nos aplasta?
Orestes. —
Me lo han dicho.
2}
Clitemnestra. —
cQuc la reina Qitemnestra es la más culpa-
ble? ¿Que su nombre es maldito entre todos?
Orestes. — Me han dicho.
lo
Clitemnestra. — ¿Y
sin embargo viniste? Extranjero, yo soy
la reina Qitemnestra .

Electra. —
No te enternezcas, Filebo; la reina se divierte con
nuestro juego nacional: el juego de las confesiones públicas.
Aquí cada uno grita sus pecados a la cara de todos; y no es
raro, en los días feriados, ver a algún comerciante que des-
pués de bajar la cortina metálica de su tienda, se arrastre
de rodillas por las calles, frotando el pelo en el polvo y
aullando que es un asesino, un adúltero o un prevaricador.
Pero las gentes de Argos comienzan a hastiarse: cada uno co-
noce de memoria los crímenes de los otros; los de la reina en
particular no divierten ya a nadie; son crímenes oficiales, crí-
menes de fundación, por así decirlo. E>ejo que pienses en su
alegría cuanto te vio, joven, nuevo, ignorante hasta de su
nombre: ¡qué ocasión excepcional! Le parece que se con-
fiesa por primera vez.
Clitemnestra. —
Calla. Cualquiera puede escupirme a la cara,
llamándome criminal y prostituida. Pero nadie tiene el dere-
cho de juzgar mis remordimientos.
Electra. —
Ya ves, Filebo; es la regla del juego. Las gentes te
implorarán que las condenes. Pero mucho cuidado; júzgalas
sólo por las faltas que te confiesan: las otras no interesan a
nadie, y te tendrían mala voluntad si los descubrieras.
Clitemnestra. —
Hace quince años yo era la mujer más bella
de Grecia. Mira mi cara y juzga lo que he padecido. Te lo
digo sin tapujos: no lamento la muerte del viejo cabrón;
cuando lo vi sangrar en el baño canté de alegría, bailé. Y
todavía hoy, después de pasados quince años, no puedo pen-
sarlo sin un estremecimiento de placer. Pero tenía un hijo,
sería de tu edad. Cuando Egisto lo entregó a los mercena-
rios, yo

. . .

Electra. También tenías una hija, madre, me parece. Ha-


béis hecho de ella una fregona. Pero esta falta no os ator-
menta mucho.
Clitemnestra. —
Eres joven, Electra. Le es fácil condenar a
quien es joven y no ha tenido tiempo de hacer daño. Pera
paciencia: un día, arrastrarás tras de ti un crimen irreparable.
A cada paso creerás alejarte de él, y sin embargo seguirá
siendo siempre igualmente gravoso llevarlo. Te volverás y
lo verás a tus espaldas, fuera de alcance, sombrío y puro
como un cristal negro. Y ni siquiera lo comprenderás ya;
dirás: "No soy yo, no soy yo quien lo ha cometido." Sin em-

24
bargo, estará cien veces renegado, siempre allí tirándote
allí,

hacia atrás. Y
sabrás por fin que has comprometido tu vida
sin más ni más, de una vez por todas, y que lo único que
te queda es arrastrar tu crimen hasta la muerte. Tal es la
ley, justa e injusta, del arrepentimiento. Veremos entonces
qué quedará de tu juvenil orgullo.
Electra. - - ^Mi juvenil orgullo.^ Vamos, lamentáis vuestra ju-
ventud aun más que vuestro crimen; odiáis mi juventud, más
aún que mi inocencia.
Clitemnestra. — En ti, Electra, me odio a mí misma No tu
juventud, ¡oh, no!, la mía.
Electra. — Y yo a vos, a vos os odio.
Clitemnestra. —
¡Qué vergüenza! Nos injuriamos como dos
mujeres de la misma edad que se enfrentan por una rivali-
dad amorosa. Y
sin embargo soy tu madre. No sé quién eres,
joven, ni lo que vienes a hacer entre nosotros, pero tu pre-
sencia es nefasta. Electra me detesta y no lo ignoro. Pero
hemos guardado silencio durante quince años, y sólo nuestras
miradas nos traicionaban. Viniste, nos hablaste, y ya estamos
mostrando los dientes y gruñendo romo perras. Las leyes de
la ciudad nos obligan a ofrecerte hospitalidad, pero no te lo
oculto, deseo que te vayas. En cuanto a ti, hija, imagen harto
fiel de mí misma, no te quiero, es cierto. Pero me cortaría
la mano derecha antes de perjudicarte. Lo sabes demasiado,
abusas de mi debilidad. Pero no te aconsejo que levantes
contra Egisto tu cabecita venenosa; de un palazo sabe des-
lomar a las víboras. Créeme, liaz lo que él te ordena, si no
te deslomará.
Electra. —
Podéis responder al rey que no apareceré en la
fiesta.¿Sabes lo que hacen, Filebo? Hay en lo alto de la
ciudad una caverna cuyo fondo jamás han encontrado nues-
tros jóvenes; dicen que se comunica con los infiernos; el Gran
Sacerdote la ha hecho obstruir con una gran piedra. Pues
bien, ¿lo creerás?, cada aniversario el pueblo se reúne delante
de la caverna, los soldados empujan
a un lado la piedra que
tapa la entrada, muertos, según dicen, suben de
y nuestros
los infiernos y se desparraman por la ciudad. Se les ponen
cubiertos en las mesas, se les ofrecen sillas y lechos, todos
se apretujan un poco para dejarles lugar en la velada, corren
por todas partes, todos los pensamientos son para ellos. Ya
adivinas las lamentaciones de los vivos. "Mi querido muerto,
mi querido muerto, no quise ofenderte, perdóname." Ma-
ñana por la mañana, al canto del gallo, volverán bajo tierra,
la piedra rodará hasta la entrada de la gruta, y se acabó hasta

2$
año próximo. No quiero participar en esas mojigangas.
el
Son los muertos de ellos, no los míos.
Clitemnestra. —
Si no obedeces de buen grado, el rey ha
dado orden de que te lleven por fuerza.
Electra. —
¿Por fuerza?... ¡Ah! ¡Ah! Por fuerza. Está bien.
Mi buena madre, si gustáis, asegurad al rey mi obediencia.
Me presentaré en la fiesta, y puesto que el pueblo quiere
verme, no quedará decepcionado. En cuanto a ti, Filebo, te
lo ruego, difiere tu panida, asiste a nuestra fiesta. Quizá en-
cuentres ocasión de risa. Hasta luego, voy a arreglarme. (Sale.)
Clitemnestra (a Orestesj. —
Vete. Estoy segura de que nos
traerás desgracia. No puedes odiarnos, no te hemos hecho
nada. Vete. Te lo suplico por tu madre, vete. (Sale.)
Orestes. — Por mi madre . . .

ESCENA VI

Orestes - Júpiter

Júpiter. — Vuestro criado me diceque os vais. En vano busca


caballos por toda la ciudad. Pero yo podré conseguiros dos
jumentos enjaezados a buen precio.
Orestes. —
Ya no me marcho.
Júpiter {lentainente). —
¿Ya no os marcháis.^ (Pausa. Viva-
mente.) Entonces no os dejo, sois mi huésped. Al pie de la
ciudad hay una posada bastante buena donde nos alojaremos
juntos. No lamentaréis haberme escogido por compañero. En
primer lugar —
abraxas, galla, galla, tse, tse os libro de las— ,

moscas. Y además, un hombre de mi edad suele dar buenos


consejos: podría ser vuestro padre, me contaréis vuestra his-
toria. Venid, joven, dejaos estar: encuentros como éstos son
a veces más provechosos de lo que se cree al principio. Ved
el ejemplo de Telémaco, el hijo del rey Ulises, como sabéis.
Un buen día encontró a un anciano caballero llamado Men-
tor, que se unió a sus destinos y lo siguió por todas partes.
Bueno, ¿sabéis quién era el tal Mentor.^

Lo lleva hablando y cae el


TELÓN

26
ACTO SEGUNDO

PRIMER CUADRO

Una plataforma en la montaña. A la derecha, la caverna. Cie-


rra la entradauna gran piedra negra. A la izquierda, gradas
que conducen a un templo.

ESCENA I

La multitud - Luego Júpiter - Orestes y el Pedagogo

Una mujer (se arrodilla delante de su chiquillo). — La cor-


bata. Ya hice tres veces el nudo. {Cepilla con la mano.)
te
Así. Estás limpio. Sé juicioso y llora con los demás cuando
te lo digan.
El niño. —
¿Por ahí han de venir.^
La mujer. — Sí.
El niño. — Tengo miedo.
La mujer. — Hay que
tener miedo, querido mío. Mucho mie-
do. Así es como se llega a ser un hombre honrado.
Un hombre. -— Tendrán buen tiempo hoy.
Otro. —
¡Afortunadamente! Hay que convencerse de que son
aún sensibles al calor del sol. El año pasado llovía y estu-
vieron terribles.

. . .

El primero. ¡Terribles!
El segundo. — ¡Ay!
El tercero. — Cuando
hayan vuelto al agujero y estemos so-
los,entre nosotros, treparé aquí, miraré esta piedra y me diré:
"Ahora se acabó por un año."
Un cuarto. —
¿Sí.^ Bueno, para mí eso no es un consuelo. A
partir de mañana empezaré a decirme: "¿Cómo estarán el
año próximo?" De un año a otro se vuelven más malos.

27
El segundo. —
desdichado. Si uno de ellos se hubiera
Calla,
infiltrado por alguna grieta
de la -roca y rondara ya entre no-
sotros. Hay muertos que se adelantan a la cita.
. .

(Se miran con inquietud).


Una mujer joven. —
Si por lo menos pudiera empezar en
seguida. ¿Qué es lo que hacen los del palacio? No se dan
prisa. Para mí lo más duro es esta espera: una está aquí,
pataleando bajo un cielo de fuego, sin quitar los ojos de esa
piedra negra. ¡Ah! Están ahí, detrás de la piedra, esperan
. .

como nosotros, regocijándose con la idea del daño que van


a hacernos.
Una vieja. —
¡Bien está, maldita ramera! Ya se sabe lo que
la asusta. Su marido murió la primavera pasada, y hacía diez
años que le ponía los cuernos.
La mujer joven. —
Bueno, sí, lo confieso, lo engañé mien-
traspude; pero lo quería y le hacía la vida agradable; nunca
sospechó nada y murió mirándome con ojos de perro agrade-
cido. lo sabe todo, le han aguado su placer, me odia,
Ahora
padece. Y
dentro de un rato estará junto a mí, su cuerpo de
humo desposará mi cuerpo más estrechamente de lo que lo
hizo nunca ningún ser vivo. ¡Ah! Lo llevaré a mi casa, en-
roscado alrededor del cuello como una piel. Le he preparado
buenos tortas de harina, una colación como las que
platitos,
le Pero nada suavizará su rencor y esta noche.
gustaban. .

esta noche estará en mi cama.


Un hombre. —
Tiene razón, diablos. ¿Qué hace Egisto? ¿En
qué piensa.^ No puedo soportar esta espera.
Otro. — ¡Quéjate! ¿Crees que Egisto tiene menos miedo que
nosotros? ¿Quisieras estar en su lugar, eh, y pasar veinticuatro
horas a solas con Agamenón?
La mujer joven. —
Horrible, horrible espera. Me parece que
todos vosotros os alejáis lentamente de mí. Todavía no han
quitado la piedra y cada uno es ya presa de sus muertos,
solo como una gota de lluvia.
(Entran JÚPITER, Orestes, el Pedagogo.J
Júpiter. —
Ven por aquí, estaremos mejor.
Orestes. —
¿Son éstos los ciudadanos de Argos, los muy fieles
subditos del rey Agamenón?
El pedagogo. —
¡Qué feos son! ¡Mirad, mi amo, la tez ce-
rúlea, los ojos cavernosos! Estas gentes están a punto de mo-
rirse de miedo. He aquí el efecto de la superstición. Mi-
radlos, miradlos. Y si aún necesitáis una prueba de la exce-
lencia de mi filosofía, mi tez floreciente.
considerad en seguida
JÚPITER. —
Linda cosa una tez floreciente. Unas amapolas en
las mejillas, buen hombre, no te impedirán ser basura, como

28
.

codos éstos, a los ojos de Júpiter. Anda, apestas y no lo sabes.


En cambio ellos tienen las narices llenas de sus propios olo-
res; se conocen mejor que tú.
(La MULTITUD gruñe).
Un hombre (subido a las gradas del templo, se dirige a la
Multitud). —
¿Quieres volvernos locos? Unamos nuestras
voces, camaradas, y llamemos a Egisto: no podemos tolerar
que difiera más tiempo la ceremonia.
La multitud. — ¡Egisto! ¡Egisto! ¡Piedad!
Una mujer. — ¡Piedad! ¡Piedad! ¡Pero nadie se apia-
¡Ah, sí!

dará de mí! ¡El hombre que tanto he odiado vendrá con la


garganta abierta, me encerrará en sus brazos invisibles y vis-
cosos, será mi amante toda la noche, toda la noche! ¡Ah!
(Se desvanece),
Orestes. — ¡Qué locuras! Es preciso decir a estas gentes...
JÚPITER. — Y qué, una mujer que
joven, ¿tanto aspaviento por
pone en blanco? Ya veréis otros.
los ojos
Un hombre (poniéndose de rodillas), —
¡Hiedo! ¡Hiedo! Soy
una carroña inmunda. ¡Mirad, las moscas me cubren como
cuervos! Picad, cavad, taladrad, moscas vengadoras, revolved
mi carne hasta mi corazón obsceno. He pecado, he pecado
cien mil veces, soy un albañal, un retrete

. .

JÚPITER. ¡Buen hombre!


Dos HOMBRES (levantándolo). —
Bueno, bueno. Ya lo contarás
más tarde, cuando estén aquí.
(El HOMBRE permanece atontado; resopla revolviendo los
ojos).
La multitud. —
¡Egisto! ¡Egisto! Por compasión, ordena que
empiecen. No podemos más.
fEGiSTO aparece en las gradas del templo. Detrás de él Cli-
temnestra y el Gran Sacerdote. Guardias.)

ESCENA II

Los MISMOS - Egisto - Clitemnestra - El Gran Sacer-


dote - Los GUARDIAS

Egistc). — ¡Perros! ¿Os atrevéis a quejaros? ¿Habéis perdido


la memoria de vuestra abyección? Por Júpiter, refrescaré vues-
tros recuerdos. (Se vuelve hacia Clitemnestra.J Tendremos
que decidirnos a empezar sin ella. Pero que tenga cuidado.
Mi castigo será ejemplar.
Clitemnestra. — Me había prometido que obedecería. Se está
arreglando, estoy segura; ha de haberse demorado delante del
espejo.

29
Egisto {a los Guardias). — Que vayan a buscar a Electra
al palacio y la traigan aquí de grado o por (Los
fuerza.
Guardias salen, A la Multitud). A vuestros lugares. Los
hombres a mi derecha. A mi izquierda las mujeres y los ni-
ños. Está bien.
(Un silencio. Egisto aguarda).
El Gran Sacerdote. —
Las gentes no pueden más.
Egisto. — Lo sé. Si mis guardias. .

(Los GuARDLASvuelven).
Un guardia. —
Señor, hemos buscado por todas partes a la
princesa. Pero el palacio está desierto.
Egisto. — Está bien. Mañana arreglaremos esa cuenta. (Al
Gran Sacerdote). Empieza.
El Gran Sacerdote. — Retirad la piedra.
La multitud. — ¡Ah!
(Los Guardias retiran la piedra. El GRAN SACERDOTE se ade-
lanta hasta la entrada de la caverna).
El Gran Sacerdote. —
{Vosotros, los olvidados, los abando-
nados, los desencantados, vosotros que os arrastráis por el sue-
lo, en la oscuridad, como fumarolas, y que ya no tenéis nada
propio fuera de vuestro gran despecho, vosotros, muertos, de
pie: es vuestra fiesta! ¡Venid, subid del suelo como un
enorme vapor de azufre empujado por el viento; subid de
las entrañas del mundo, oh muertos, vosotros, muertos de
nuevo a cada latido de nuestro corazón, os invoco mediante
la cólera y la amargura y el espíritu de venganza; venid a
saciar vuestro odio en los vivos! Venid, desparramaos en
bruma espesa por nuestras calles, deslizad vuestras cohortes
apretadas entre la madre y el hijo, entre la mujer y su amante,
hacednos lamentar que no estemos muertos. De pie, vampi-
ros, larvas, espectros, harpías, terror de nuestras noches. De
pie los soldados que murieron blasfemando, de pie los hom-
bres de mala suerte, los humillados, de pie los muertos de
hambre cuyo grito de agonía fue una maldición. ¡Mirad, ahí
están los vivos, las gordas presas vivas! ¡De pie, caed sobre
ellos en remolino y roedlos hasta los huesos! ¡De pie! ¡De
pie! ¡De pie! . .

(Tam-tam. Baila delante de la entrada de la caverna, primero


lentamente, luego cada vez más rápido y cae extenuado).
Egisto. — ¡Ahí están!
i La multitud. — ¡Horror!
Orestes. — Es demasiado y voy
JÚPITER. — ¡Mírame,
. .
\

joven, mírame a la cara, así, así! Has


comprendido. Silencio ahora.
Orestes. — ¿Quién sois?

3í»
JÚPITER. — Lo sabrás más tarde.
fEGiSTO baja lentamente las escaleras del palacio).
Egisto. — ¡Ahí están! (Un silencio). Ahí está, Aricia, el esposo
a quien escarneciste. Ahí está, junto a ti, te besa. ¡Cómo
te aprieta, cómo te ama, cómo te odia! Ahí está, Nicias, ahí
está tu madre muerta por falta de cuidados. Y ahí, Segesto,
usurero están todos tus infortunados deudores,
infame, ahí
los que murieron en la miseria y los que se ahorcaron por-
que los arruinabas. Ahí están, y ellos son, hoy, tus acree-
dores. Y
vosotros, padres, tiernos padres, bajad un poco los
ojos, mirad más abajo, hacia el suelo: ahí están los niños
muertos, tienden sus manecitas; y todas las alegrías que les
habéis negado, todos los tormentos que les habéis infligido
pesan como plomo en sus almitas rencorosas y desoladas.
La multitud. —
¡Piedad!
Egisto. —¡Ah, sí! ¡Piedad! ¿No sabéis que los muertos jamás
tienen piedad? Sus agravios son imborrables, porque para
ellos la cuenta se ha detenido para siempre. ¿Con buenas
obras, Nicias, piensas borrar el mal que hiciste a tu madre?
¿Pero qué obra buena podrá alcanzarla nunca? Su alma es un
mediodía tórrido, sin un soplo de viento, donde nada se mue-
ve, nada cambia, nada vive; un gran sol descarnado, un sol
inmóvil la consume eternamente. Los muertos ya no son
— ¿comprendéis esta palabra implacable? — ya no son, y por
,

eso se han erigido en guardianes incorruptibles de vuestros


crímenes.
La multitud. — ¡Piedad!
Egisto. —¿Piedad? Ah, farsantes, hoy tenéis público. ¿Sentís
pesar en vuestros rostros y en vuestras manos las miradas de
esos millones de ojos fijos y sin esperanzas? Nos ven, nos
ven, estamos desnudos delante de la asamblea de los muertos.
¡Ah! Ah! Ahora estáis muy confundidos; os quema esa mi-
¡

rada invisible y pura, más inalterable que el recuerdo de una


mirada.
La multitud. — ¡Piedad!
Los HOMBRES. — Perdonad que vivamos mientras vosotros es-
táismuertos.
Las mujeres. — Piedad. Nos rodean vuestros rostros y los ob-
jetos que os pertenecieron, eternamente llevamos luto por
vosotros y lloramos del alba a la noche y de la noche al alba.
Es inútil, vuestro recuerdo se deshilacha y se nos desliza
entre los dedos; cada día palidece un poco más y somos un
poco más culpables. Nos abandonáis, nos abandonáis, os es-
currís de nosotros como una hemorragia. Sin embargo, por si
ello pudiera aplacar vuestras almas irritadas, sabed, oh caros

31
desaparecidos, que nos habéis arruinado la vida.
Los HOMBRES. — Perdonad que vivamos mientras vosotros es-
táis muertos.
Los NIÑOS. —
¡Piedad! No nacimos a propósito, y nos aver-
gonzamos mucho de creer. ¿Cómo hubiéramos podido ofen-
deros? Mirad, apenas vivimos, somos flacos, pálidos y muy
pequeños; no hacemos ruido, nos deslizamos sin agitar siquie-
ra el aire anuestro alrededor. ¡Y os tenemos miedo!, ¡oh!,
¡tanto miedo!
Los HOMBRES. —
Perdonad que vivamos mientras vosotros es-
táis muertos.
Egisto. —
¡Paz! ¡Paz! Si vosotros os lamentáis aquí ¿qué diré
yo, vuestro rey.^ Pues ha comenzado mi suplicio: el suelo
tiembla y el aire se ha oscurecido; aparecerá el más grande
de los muertos, aquel a quien he matado con mis manos:
Agamenón.
Orestes (sacando la espada), —
¡Rufián! No te permitiré que
mezcles el nombre de mi padre con tus maulerías.
JÚPITER (tomándolo por la cintura), — ¡Deteneos, joven; de-
teneos!
Egisto (volviéndose), —
¿Quién se atreve? fELECTRA ha apa-
recido vestida de blanco en las gradas del templo. EgiSTO
la ve), ¡Electra!
La multitud. — ¡Electra!

ESCENA III

Los mismos - Electra

Egisto. — Eleara, responde, ¿qué significan esas ropas?


Electra. — Me he puesto mi vestido más hermoso. ¿No es
un día de fiesta?
El Gran Sacerdote. — ¿Vienes a burlarte de los muertos?
Es la fiesta de ellos, lo sabes muy bien, debías presentarte con
vestiduras de luto.
Electra. —¿De luto? ¿Por qué de luto? ¡No temo a mis
muertos y nada tengo que ver con los vuestros!
Egisto. —
Has dicho la verdad; tus muertos no son nuestros
muertos. Mirad en su vestido de ramera a la nieta de Atreo,
Atreo que degolló cobardemente a sus sobrinos. ¿Qué eres,
si no el último retoño de una raza maldita? Te he tolerado

por compasión en mi palacio, pero hoy reconozco mi falta,


porque sigue corriendo por tus venas la vieja sangre podrida
de los Atridas y nos infectarías a todos si no pusiera yo un

32
poco de orden. Ten un poco de paciencia, perra, y ya verás
si sé castigar. No te bastarán los ojos para llorar.
La multitud. — Sacrilega!
Egisto. — I

¿Oyes, desdichada, los gruñidos del pueblo al que has


ofendido, oyes el nombre que te da? Si no estuviera yo para
poner freno a su cólera, te destrozaría, aquí mismo.
La multitud. — ¡Sacrilega!
Electra. — ¿Es un sacrilegio ser alegre? ¿Por qué no son ale-
gres ellos?¿Quién se lo impide?
Egisto. — Se y su
ríe padre muerto está ahí, con la sangre
coagulada en la cara.
Electra. — ¿Cómo os atrevéis a hablar de Agamenón? ¿Qué
sabéis no viene por la noche a hablarme al oído? ¿Qué
si
sabéis las palabras de amor y de pesar que me cuchichea con
su voz ronca y quebrada? Me río, es cierto, por primera vez
en mi vida, me río, soy feliz. ¿Afirmáis que mi felicidad no
regocija el corazón de mi padre? ¡Ah! Si está aquí, si ve a
su hija vestida de blanco, a su hija a quien habéis reducido
al rango abyecto de esclava; si ve que lleva la frente alta y
que la desgracia no ha humillado su orgullo, no se le ocurre,
estoy segura, maldecirme; le brillan los ojos en su rostro
ajusticiado y sus labios sangrientos tratan de sonreír.
La mujer joven. —
¿Y si dijera la verdad?
Voces. —No, miente, está loca. Electra, vete, por favor, si no
tu impiedad recaerá sobre nosotros.
Electra. — ;Pero de qué tenéis miedo? Miro a vuestro alre-
dedor y sólo veo vuestras sombras. Pero escuchad lo que
acabo de saber y que quizá ignoréis: hay en Grecia ciudades
dichosas. Ciudades blancas y tranquilas que se calientan al
sol como lagartos. A esta misma hora, bajo este mismo cielo,
hay niños que juegan en las plazas de Corinto. sus madres Y
no piden perdón por haberlos echado al mundo. Los miran
sonriendo, están orguUosas de ellos. Oh, madres de Argos,
/•comprendéis? ¿Podéis comprender aún el orgullo de una mu-
jer que mira a su hijo y piensa: 'Yo lo he llevado en mí
seno"?
Egisto. —
Callarás, al fin, o te haré tragar las palabras.
Voces (en la multitud). —
¡Sí, sí! Que se calle. ¡Basta, basta!

Otras voces. —
¡No, dejadla hablar! Dejadla hablar. Es Aga-
menón quien la inspira.
Electra. —
Hace buen tiempo. Por todas partes, en la llanura,
los hombres alzan la cabeza y dicen: "Hace buen tiempo",
y están contentos. Oh, verdugos de vosotros mismos, ¿ha-
béis olvidado el humilde contento del campesino que camina
por su tierra y dice: "Hace buen tiempo"? Andáis con los

33
brazos colgando, la cabeza baja, respirando apenas. Vuestros
muertos se os pegan y permanecéis inmóviles, con el temor
de atropellarlos al menor movimiento. .Sería horrible, ¿ver-
dad?, que vuestras manos atravesaran de pronto un humito
mojado, el alma de vuestro padre o de vuestro abuelo. Pero
miradme: extiendo los brazos, me dilato y me estiro como un <

hombre al despertar, ocupo mi lugar al todo mi lugar.


sol,
¿Acaso el cielo se me viene encima.^ Bailo, mirad, bailo, y j

mis cabellos. ¿Dónde están


sólo siento el soplo del viento en
los muertos.^ ¿Creéis que danzan conmigo, al compás.^
El Gran Sacerdote. —
Habitantes de Argos, os digo que esta ;

mujer es sacrilega. Desdichada de ella y de los que entre


vosotros la escuchan.
ElectrA. —Oh, mis queridos muertos, Ifigenia, mi hermana
mayor, Agamenón, mi padre y único rey, escuchad mi ruego.
Si soy sacrilega, si ofendo a vuestros manes dolorosos, haced
una señal, hacedme una señal en seguida para que lo sepa.
Pero si me aprobáis, queridos míos, entonces callaos, os lo
ruego, que no se mueva una hoja ni una brizna de hierba,
que ni un ruido venga a turbar mi danza sagrada: porque
bailo por la alegría, bailo por la paz de los hombres, bailo
por la felicidad y por la vida. Oh, muertos míos, reclamo
vuestro silencio, para que los hombres que me rodean sepan
que vuestro corazón está conmigo.
(Baila.)
Voces (en la multitud). — ;Baila! ¡Miradla, ligera como una
llama danza al sol como la tela restallante de una bandera,
y los muertos callan!
La mujer joven. —
Mirad su cara en éxtasis; no, no es el
de una impía. ¡Pues bien, Egisto, Egisto! ¿No dices
rostro
nada.^ ¿Por qué no respondes.^
Egisto. —
¿Se discute con las bestias hediondas.^ ¡Se las des-
truye! Ha sido un error mío perdonarla antes; pero es un
error reparable; no tengáis miedo, voy a aplastarla contra el
suelo y su raza desaparecerá con ella.
La multitud. —
¡Amenazar no es responder, Egisto! ¿No tie-
nes ninguna otra cosa que decirnos?
La mujer joven. —
Baila, sonríe, es feliz, y los muertos pa-
recen protegerla. ¡Ah, Eleara envidiable, mira, yo también
aparto los brazos y ofrezco mi pecho al sol!
Voces (en la multitud). —
Los muertos callan: ¡Egisto, nos
has mentido!
Orestes. —
¡Querida Electra!
JÚPITER. —
Diablos, destruiré la chachara de esta chiquilla.
(Extiende el brazo.) Posidón caribú caribón luUaby.

34
. .

(La gran piedra que obstruía la entrada de la caverna rue-


da con estrépito contra los peldaños del templo. Electra deja
de bailar.)
La í^ULTiTUD. —
¡Horror!
(Largo silencio.)
El Gran Sacerdote. —;Oh, pueblo cobarde y demasiado li-
gero: los muertos se vengan! ¡Mirad cómo caen sobre no-
sotros las moscas en espesos remolinos! ¡Habéis escuchado
una voz sacrilega y estamos malditos!
La multitud. — ¡No hemos hecho nada, no es culpa nuestra;
ella vino y nos sedujo con sus palabras envenenadas! ¡Al
río, bruja, al río! ¡A la hoguera!
Una vieja (señalando a la Mujer jovenJ. — Ya
ésta, que
bebía sus palabras como miel, arrancadle las ropas, desnu-
dadla y azotadla hasta hacerle sangre.
(Se apoderan de la Mujer joven; los hombres suben los
peldaños de la escalera y se precipitan hacia ElectraJ
Egisto. — Silencio, perros. Volved a vuestros lugares en orden
y dejad el castigo por mi cuenta. (Silencio.) Pues bien, ¿ha-
béis visto lo que cuesta no obedecerme? ¿Dudaréis ahora de
vuestro jefe.^ Volved a vuestras casas; los muertos os acom-
pañan, serán vuestros huéspedes todo el día y toda la noche.
Hacedles un lugar en vuestra mesa, en vuestro hogar, en
vuestro lecho, y tratad de que vuestra conducta ejemplar les
haga olvidar todo esto. En cuanto a mí, aunque vuestras sos-
pechas me hayan herido, os lo perdono. Pero tú, Electra . .

Electra. — Bueno, ¿qué? Erré el golpe. La próxima vez sal-


drá mejor.
Egisto. — No te daré ocasión. Las leyes de la ciudad me
prohiben castigar en este día de fiesta. Lo sabías y has abu-
sado. Pero ya no formas parte de la ciudad, te echo. Par-
tirás descalza y sin equipaje, con ese vestido infame sobre el
cuerpo. Si todavía estás dentro de estos muros mañana al
alba, doy la orden a quienquiera que te encuentre de ma-
tarte como a una oveja sarnosa.
(Sale, seguido por los GUARDIAS. La Multitud desfila de-
lante de Electra mostrándole el puño.) •

JÚPITER (a OrestesJ. — Pues bien, mi señor, ¿habéis apren-


dido? O mucho me equivoco o es ésta una historia moral:
los malos han sido castigarlos y los buenos recompensados.
(Señalando a Electra.j Esa n)ujer
Orestes. — . .

¡Esa mujer es mi hermana, buen hombre! Vete,


quiero hablarle.
JÚPITER (lo mira un instante, luego se encoge de hombros).
— Como quieras.

35
(Sale seguido por el Pedagcxx>.)

ESCENA IV
Electra en los peldaños del templo. - Orestes.

Orestes. — ¡Electra!
Electra (alza la cabeza y lo mira). — ;Ah! ¿Estás ahí, Fi-
lebo?
Orestes. — No puedes seguir en esta ciudad, Eleara. Estás en
peligro.
Electra. — ¿En peligro? ¡Ah, es cierto! Ya viste cómo erré
el golpe. Es un poco culpa tuya, ¿sabes?, pero no te lo re-
procho.
Orestes. — ¿Pero qué yo? hice
Electra. — Me has engañado. (Baja hacia Déjame él.) verte
la cara. me apresaron
Sí, tus ojos.
Orestes. — tiempo apremia, Eleara. Escucha: huiremos
El jun-
tos.Alguien ha de conseguirme encaballos, te llevaré grupas.
Electra. — No.
Orestes. — ¿No quieres huir conmigo?
Electra. — No quiero huir.
Orestes. — Te a Corinto.
llevaré
Electra — ¡Ah! Corinto... ¿Ves?, no haces
(riendo). lo a
propósito, pero sigues engañándome. ¿Qué haré yo en Co-
rinto? Tengo que ser razonable. Todavía ayer alentaba deseos
tan modestos: cuando servía la mesa, con los párpados bajos,
miraba entre las pestañas a la pareja real, a la linda vieja
de cara muerta, y a él, gordo y pálido, con su boca floja y
esa barba negra que le corre de una oreja a la otra como
un regimiento de arañas, y soñaba ver un día un humo, un
humito derecho, semejante al aliento en una mañana fría,
subiendo de sus vientres abiertos. Es todo lo que pedía, Fi-
lebo, te juro. No sé lo que quieres, pero no debo creerte;
no tienes ojos modestos. ¿Sabes qué pensaba antes de cono-
certe? Que el sabio no puede desear en la tierra nada más
que devolver un día el mal que le han hecho.
Orestes. —
Electra, si me sigues verás que pueden desearse
muchas otras cosas sin dejar de ser sabio.
Electra. —
No quiero seguir escuchándote; me has hecho mu-
cho daño. Llegaste con tus ojos hambrientos en tu suave
rostro de mujer y me hiciste olvidar mi odio; abrí las manos
y dejé deslizar hasta mis pies mi único tesoro. Quise creer
que podía curar a la gente de aquí con palabras. Ya viste
lo que ha sucedido: les gusta su mal, necesitan una llaga
familiar que conservan cuidadosamente rascándola con las uñas

36
,

sudas. Hay que curarlos por la violencia, pues no se puede


vencer el mal sino con otro mal. Adiós, Filebo, vete, déjame
con mis malos sueños.
Orestes. —
Te matarán.
Electra. — Hay aquí un santuario, el templo de Apolo; a ve-
ces los criminales se refugian en él y mientras están dentro
nadie puede tocarles un pelo. Allí me esconderé.
Orestes. —¿Por qué rechazas mi ayuda.^
Electra. — No te corresponde ayudarme. Otro vendrá para li-

bertarme. (Pausa.) Mi hermano no ha muerto, lo sé. Y lo


espero.
Orestes. — ¿Y no viniera?
si

Electra. — Vendrá, no puede dejar de venir. Es de nuestra


raza, ¿comprendes.^; lleva elcrimen y la desgracia en la san-
gre, como yo. Es algún soldado, con los grandes ojos rojos
de nuestro padre, siempre fermentando una cólera; sufre, se
ha enredado en su destino como los caballos destripados en-
redan las patas en sus intestinos, y ahora, con cualquier mo-
vimiento que haga, se arranca las entrañas. Vendrá; esta
ciudad lo atrae, estoy segura, porque aquí es donde puede
hacer más daño. Vendrá con la frente baja, sufriendo y pia-
fando. Me da miedo: todas las noches lo veo en sueños y me
despierto gritando. Pero lo espero y lo amo. Tengo que que-
darme aquí para guiar su ira —
^porque yo tengo cabeza —
para señalarle con el dedo a los culpables y decirle: "¡Pega,
Orestes, pega, aquí están!".
Orestes. — ¿Y si no fuera como tú lo imaginas.'*
Electra. — ¿Cómo quieres que sea el hijo de Agamenón y
de Clitemnestra.^
Orestes. — ¿Si estuviera cansado de toda esa sangre, por ha-
ber crecido en una ciudad dichosa?
Electra. — Entonces le escupiría en la cara y le diría: "Vete,
perro, vete con las mujeres, porque no eres otra cosa que
una mujer. Pero haces un mal cálculo: eres el nieto de At«-eo,
no escaparás al destino de los Atridas. Has preferido la ver-
güenza al crimen, eres libre. Pero el destino irá a buscarte
a tu lecho: Tendrás primero la vergüenza y luego cometerás
el crimen, ¡a pesar de ti mismo!"
Orestes. — Electra, soy Orestes.
Electra (dando un grito), —¡Mientes!
Orestes. — Por los manes de mi padre Agamenón, te lo juro:
soy Orestes. (Silencio.) Bueno, ¿qué esperas para escupirme
en la cara.**
Electra. — ¿Cómo podría hacerlo? (Lo mira.) Esa hermosa
frente es la frente de mi hermano. Esos ojos que brillan

37
soo ios ojos de mi hcrnuíK) Orcsics. ¡Ah! Hubiera pre- . .

ferido que siguieras siendo Filebo y que mi hermaiK) hu-


biese muerto. {Ttmidanunit.) ¿Es cieno que has vivido en
Corinco?
OftESTBS. —
No. Fueron unos burgueses de Atenas quienes me
educaioa
Electra. —
Qué joven pareces. ¿NuiKa has luchado.^ La es-
pada que llevas al costado, ¿nunca sirvió?
OuasTES. —
Nunca.
ELfiCTRA. —
Me sentía menos sola cuando no te conocía: es-
peraba al otro. Sólo pensaba en su fuerza y nuiKa en mi
debilidad. Ahora estás aquí; Orestes, eras tú. Te miro y
veo que somos dos huérfanos. {Una pausa.) Pero te quiero,
¿sabes? Más de lo que lo hubiera querido a él.
0R£STES. —
Ven si me quieres; huyamos juntos.
Electra. —
¿Huir? ¿Conmigo? No. Aquí es donde se juega
la suene de los Atridas y yo soy una Acrida. No te pido
nada. No quiero pedir nada más a Filebo. Pero me quedo
aquí,
f JÚPrTER aparece en el fondo de la escena y se oculta para
escucharlos.)
Orjestes. — Electra, soy Orestes. . . tu hermano. Yo también
Kj un Atrida, y tu lugar está a mi lado.
ELfiCTRA. —
No. No
eres mi hermano y no te conozco. Ores-
tes ha mueno, mejor para él; en adelante honraré a sus
manes junto con los de mí padre y los de mi hermana.
Pero tú que vienes a reclamar el nombre de Atrida, ¿quién
eres para decine de los nuestros? ^Te has pasado la vida
a la sombra de un asesinato? Debías de ser un niño tran-
auilo con un aire suave y reflexivo, el orgullo de tu padre
de adopción, un niño bien lavado, con los ojos brillantes
de confianza. Tenías confianza en todos porque te h.u í:in
grandes sonrisas en las mesas, en la3 camas, en los \k
de las escaleras, porque son fieles servidores del huí . .

en la vida, porque eras rico y tenías muchos juguetes; de-


bías de pensar a veces que el mundo no estaba tan mal

Lque era un placer abandonarse en él como en un buen


ño tibio, suspirando de satisfacción. Yo a los seis años
era sirvienta y desconfiaba de todo. (Pausa.) Vete, alma be-
lla. Nada tengo que hacer con las almas bellas: lo que yo
quería era un cómplice.
OtESTES. —
Piensas que te dejaré sola? ;Qué harías aquí, una
<f

vez perdida hasta tu última esperanza?


Elbctra. -— Eso es asunto mío. Adiós, Filebo.
Orestes. —
<;Me echas? (Da unos pasos y se detiene.) ¿Es cul-
pa mía si no me parezco al bruto irritado que esperabas?
Lo hubieras tomado de la mano y le hubieras dicho: "¡Pe-
ga!". A mí no me has pedido nada. ¿Quién soy yo, Dios
mío, para que mi propia hermana me rechace sin haberme
probado siquiera?
Electra. —
Ah, Filebo, nunca podrá cargar con semejante pe-
so tu corazón sin odio.
Orestes (abrumado), —
Dices bien; sin odio. Sin amor tampo-
co. A hubiera podido quererte. Hubiera podido... Para
ti

amar, para odiar, hay que entregarse. Es hermoso el hom-


bre de sangre rica, sólidamente plantado en medio de sus
bienes, que se entrega un buen día al amor, al odio, y que
entrega con él su tierra, su casa y sus recuerdos. ¿Quién soy
y qué tengo para dar? Apenas existo: de todos los fantasmas
que ruedan hoy por la ciudad, ninguno es más fantasma que
yo. He conocido amores de fantasmas, vacilantes y ralos co-
mo vapores; pero ignoro las densas pasiones de los vivos.
(Pausa.) ¡Vergüenza! He vuelto a mi ciudad natal y mi her-
mana se ha negado a reconocerme. ¿Dónde iré? ¿Qué ciudad
he de frecuentar?
Electra. —¿No hay alguna donde te espere una mujer de
hermoso rostro?
Orestes. —
Nadie me espera. Voy de ciudad en ciudad, extran-
jero para los demás, y para mí mismo, y las ciudades se cie-
rran tras de mí como el agua tranquila. Si me voy de Argos,
¿qué quedará de mi paso si no el amargo desencanto de tu
corazón?
Electra. —Me has hablado de ciudades felices...
Orestes. —
Poco me importa la felicidad. Quiero mis recuer-
dos, mi suelo, mi lugar en medio de los hombres de Argos.
(Un silencio.) Electra, no me iré- de aquí.
Electra. — Filebo, vete, te lo suplico: me das lástima, vete
Si me quieres; pueden sucederte cosas malas, y tu ino-
sólo
cencia haría fracasar mis proyectos.
Orestes. —
No me iré.
Electra. —¿Y crees que te dejaré así, en tu pureza inoportu-
na, juez intimador y mudo de mis actos? ¿Por qué te empe-
cinas? Aquí nadie quiere saber nada de ti.
Orestes. —
Es mi única posibilidad. Electra, no puedes negár-
mela. Compréndeme: quiero ser un hombre de algún lado,
un hombre entre los hombres. Mira, un esclavo, cuando pa-
sa cansado y ceñudo, con una pesada carga, arrastrando las
piernas y mirando a sus pies, exactamente a sus pies para
evitar una caída, está en su ciudad, como una hoja en el fo-
llaje, como el árbol en la selva; Argos lo rodea, pesada y

39
.

aüiente, llena de sí misma; quiero ser ese esclavo. Electra,


quiero arrimar la ciudad a mi alrededor y envolverme en
ella como en una manta. No me iré.

Electra. — Aunque te quedes cien aiíos entre nosotros. nucKa


dejarás de ser un extranjero, más solo que en un camino.
Las fiemes te mirarán de soslayo, entre sus párpados semi
cerrados» y bajarán la voz cuando pases junto a ellos.
Orestes. — <;Entonces es tan difícil serviros? Mi brazo puede
defender la ciudad, y tengo oro para aliviar a vuestros pobres.
Electra. — No nos faltan capitanes ni almas ptadcMu para
hacer el bien.
Orestes. — Entonces . .

(Da anos pasos con U cahwxs bajs. JÚPITER apar€C9 y lo mi'


ra frotándose Us manos.)
Orestes (alzando la cabera). —
¡Si por lo meiK>s viera daxo!
I
Ah. Zeus, Zeus, dios del cielo, rara vez he recurrido a ti, y
no me has sido favorable, pero eres testigo de que nunca
he querido otra cosa que el Bien. Ahora estoy cansado, ya
no distingo el Bien del Mal y necesito que me señalen el ca-
mino. Zeus, <en verdad el hijo de un rey, expulsado de su
ciudad natal, habrá de resignarse santamente al exilio y a
largarse con la cabeza gacha, como un cordero.^ <;Es ésa tu
voluntad.^ No puedo creerlo. Y sin embargo. ., sin embargo .

has prohibido el derramamiento de sangre. ¡Ah! Quién . .

habla de derramar sangre, ya no sé lo que digo. Zeus, te . .

lo imploro: si la resignación v la abyecta humildad son las


leyes que me impones, manifiéstame tu voluntad mediante
alguna señal, porque ya no veo nada claro.
JÚPITER (para si). —
¡Pero vamos, hombre: a tus órdenes 1

¡Abraxas, abraxas, tsé-tsé!


(La luz forma una aureola alrededor de la piedra.)
Electra (se echa a reir). —
¡Ah! ¡Ah! ¡Hoy llueven milagros!
¡Mira, piadoso Filebo, mira lo que se gana consultando a
los dioses! (Suelta una risa destemplada.) Buen muchacho. . .

Piadoso Filebo: "¡Hazme una señal, Zeus, hazme una se


nal!" Y la luz resplandece alrededor de la piedra sagrada
¡Vete! ¡A Corinto! ¡A Corinto! ¡Vete!
Orestes (mirando la piedra). —
EntorKes... eso es el Biea
(Una pausa; sigue mirando la Agachar el lomo. Bien
úiedra.)
afiachado. Decir siempre "Perdón" y "Gracias" ... ;es eso?
(Una pausa; sigue mirando ¡a piedra.) El Bien. £1 Bien
ajeno. . (Otra pausa.) ¡Electra!
.

Elbctra —
Vete rápido, vete rápido. No decepciones a la
juicKMa tKxiriza que se inclina sobre ti desde lo alto del
Olimpo. (Se detiene, cortada.) ^Qué tienes.^

40
Orestes (con voz cambiada). Hay otro camino.—
Electra (aterrada). —
No te hagas el malo, Filebo. Has pedi-
do las órdenes de los dioses: bueno, ya las conoces.
Orestes. — ¿órdenes.^. Ah, sí. . ¿Quieres decir esa luz al-
. . .

rededor del guijarro grande.*^ Esa luz no es para mí; y nadie


puede darme órdenes ya.
Electra. — Hablas con enigmas.
Orestes. — ¡Qué lejos estás de mí, de pronto. ., cómo ha .

cambiado todo! Había a mi alrededor algo vivo y cálido. Algo


que acaba de morir. Qué vacío está todo. ¡Ah! Qué vacío . .

inmenso, interminable. (Da unos pasos.) Cae la noche.


. . . .

¿No te parece que hace frío.*^. ¿Pero qué es. qué es lo


. . . .

que acaba de mor ir .^

Electra. — Filebo . .

Orestes. — Te digo que hay otro camino..., mi camino...


¿No lo ves.^ Parte de aquí y baja hacia la ciudad. Es preciso
bajar, ¿comprendes?, bajar hasta vosotros, estáis en el fondo
de un agujero, bien en el fondo. (Se adelanta hacia Elec- . .

tra.) Tú eres mi hermana, Electra, y esta ciudad es mi ciu-


dad. ¡Hermana mía!
{La torna del brazo.)
Electra. — ¡Déjame! Me haces daño, me das miedo y no te
pertenezco.
Orestes. — Ya Todavía no:
lo sé. demasiado soy ligero. Tengo
que lastrarme con un crimen bien pesado que me haga ir

a pique hasta el fondo de Argos.


Electra. — ¿Qué vas a intentar?
Orestes. — Espera. Déjame decir adiós a esta ligereza sin tacha
que fue la mía. Déjame decir adiós a mi juventud. Hay no-
ches, noches de Corinto o de Atenas, llenas de cantos y de
olores, que ya no me pertenecerán nunca más. Mañanas lle-
nas de esperanzas también. ¡Vamos, adiós! ¡Adiós! (Se
. .

acerca a ELECTRA.) Ven, Electra, mira nuestra ciudad. Allí


esta, roja bajo el sol, con hombres y moscas que zumban, en
el embotamiento obstinado de una tarde de verano; me re-
chaza con todos sus muros, con todos sus relatos, con todas
sus puertas cerradas. Y sin embargo está para que la tomen,
lo sé desde esta mañana. Y tú también, Electra, estás para
que te tomen. Os tomaré. Me convertiré en hacha y hendiré
en dos esas murallas empecinadas, abriré el vientre de esas
casas santurronas, exhalarán por sus heridas abiertas un olor
a bazofia y a incienso; me convertiré en destral y me hundiré
en el corazón de esa ciudad como el destral en el corazón
de una encina.
Electra. — Cómo has cambiado: ya no brillan tus ojos; están
41
.

apagados y sombríos. ¡Ay! Eras tan dulce, Filebo. ahora Y


me hablas como me hablaba el otro en sueños.
Orestes. —Escucha: supon que asumo todos los crímenes de
todas esas gentes que tiemblan en cuartos oscuros, rodeados
por sus queridos difuntos. Supon que quiero merecer el
nombre de "ladrón de remordimientos" y que instalo en mí
toda su contrición: la de la mujer que engañó a su marido,
la del comerciante que dejó a su madre, la del usurero que
esquilmó hasta la muerte a sus deudores. Dime, ese día,
cuando esté atormentado por remordimientos más numero-
sos que las moscas de Argos, por todos los remordimientos
de la ciudad, ¿no habré adquirido derecho de ciudadanía
entre vosotros? ¿No estaré en mi casa, entre vuestras mura-
llas ensangrentadas como el carnicero de delantal rojo está
en su casa en la tienda, entre los bueyes sangrientos que
acaba de degollar?
Electra. — ¿Quieres expiar por nosotros?
Orestes. — ¿Expiar? He dicho que instalaré en mí vuestros
arrepentimientos, pero no he dicho lo que haré con esos pa-
jarracos vocingleros: quizá les tuerza el pescuezo.
Electra. — ¿Y cómo podrías cargar con nuestros males?
Orestes. —No pedís otra cosa que deshaceros de ellos. Sólo
el rey y la reina los mantienen a la fuerza en vuestros cora-
zones.
Electra. — rey
El y la reina. . . ¡Filebo!
Orestes. — Los dioses son testigos de que yo no quería derra-
mar sangre.
(Largo silencio.)
Electra. — Eres demasiado joven, demasiado débil .

— ¿Vas
.

Orestes. a retroceder, ahora? Escóndeme en el pala-


cio, llévame esta noche al lecho real y ya verás si soy de-
masiado débil.
Electra. — ¡Orestes!
Orestes. —¡Electra! Me has llamado Orestes por primera vez.
Electra. — Sí. Eres tú. Eres Orestes. No te reconocía porque
no te esperaba así. Pero este gusto amargo en la boca, este
gusto a fiebre, mil veces lo he sentido en mis sueños, me
encuentro en el umbral de un acto irreparable, y tengo mie-
do, como en sueños. ¡Oh, momento tan esperado y tan 'temi-
do! Ahora los instantes se encadenarán como los engranajes
de un mecanismo, y ya no tendremos descanso hasta que es-
tén acostados los dos de espaldas, con rostros semejantes a
muros derruidos. ¡Toda esa sangre! Y eres tú quien la derra-
mará, tú, que tenías ojos tan dulces. Ay, nunca volveré a
ver aquella dulzura, nunca volveré a ver a Filebo. Orestes,

42
eres mi hermano mayor y el jefe de nuestra familia, tómame
en tus brazos, protégeme porque vamos al encuentro de pa-
decimientos muy grandes.
("Orestes la toma en sus brazos. Júpiter sale de su escondite.
y se va con paso furtivo.)

TELÓN

SEGUNDO CUADRO

En el palacio; la sala del trono. Una estatua de ]úpiter, te-


rrible y ensangrentada. Cae el día.

ESCENA I

("Electra. Llega primero y hace una señal a Orestes para


que entre.)

Orestes. —
¡Viene alguien!
{Echa mano a la espada.)
Electra. —
Son soldados que hacen la ronda. Sigúeme: va-
mos a escondernos por aquí.
{Se esconden detrás del trono.)

ESCENA lí

Los MISMOS {escondidos) - Dos soldados

Primer soldado. — No qué sé tienen las moscas hoy: están


enloquecidas.
Segundo soldado. — Huelen alos muertos y eso las alegra. Ya
no me atrevo a bostezar por miedo de que se me hundan en
el hocico abierto y vayan a hacer un tiovivo en el fondo de
mi gaznate. (Electra aparece un instante y se oculta.) Oye,
algo ha crujido.
Primer soldado. — Es Agamenón que en se sienta el trono.
Segundo soldado. — ¿Y anchas nalgas hacen
sus crujir las
maderas del asiento.^ Imposible, colega, losmuertos no pesan.
Primer soldado. — La plebe es la que no Pero
pesa. él, antes

de ser un muerto real, era un real vivo que pesaba, un año


con otro, sus ciento veinticinco kilos. Es muy raro que no le
queden algunas libras.

43
. .

Segundo soldado. — Entonces... ¿crees que está ahí?


Primer soldado. — ¿Dónde quieres que esté? Si yo fuera un
rey mueno
y tuviera todos los años un permiso de veinticua-
tro horas, seguro que volvería a sentarme en mi trono y me
pasaría allí el día repasando los buenos recuerdos sin hacer
daño a nadie.
Segundo soldado. — Dices
eso porque estás vivo. Pero si no
como los demás. (El Pri-
lo estuvieras, tendrías tantos vicios
mer Soldado le da una bofetada.) ¡Epa! ¡Epa!
Primer soldado. — Es por tu bien; mira, maté siete de un
golpe, todo un enjambre.
Segundo soldado. — ¿De muertos?
Primer soldado. — No. De moscas. Tengo manos las lle-
nas de limpia en
sangre. (Se Moscas los calzones.) muertas.
Segundo soldado. — Ojalá hubieran nacido muertas. Mira to-
dos los hombres muertos que están aquí: no dicen esta boca
es mía, se las arreglan para no molestar. Si las moscas re-
ventaran sería lo mismo.
Primer soldado.— pensara que había
Calla; si aquí, moscas
fantasmas.
Segundo soldado. — ¿Por qué no?
.

Primer soldado. — ¿Te das cuenta? Revientan millones de


estos animalitos por día. Si hubieran soltado por la ciudad
todas las que murieron desde el verano pasado, habría tres-
cientas sesenta y cinco muertas por una viva dando vueltas a
nuestro alrededor. ¡Puah! El aire estaría azucarado de mos-
cas, comeríamos moscas, respiraríamos moscas, bajarían en
chorros viscosos por nuestros bronquios y nuestras tripas. . .

Oye, quizás sea por eso que flotan en esta cámara olores
tan singulares.
Segundo SOLDADO. ¡Bah! — A
una sala de mil pies cuadrados
como ésta, bastan algunos muertos humanos para apestarla.
Dicen que nuestros muertos tienen mal aliento.
Primer soldado. ¡Escucha! —
Esos hombres se sacan los
ojos . .

Segundo soldado. — Te
digo que hay algo: el piso cruje.
(Van a mirar detrás del trono por la derecha; Orestes y
Electra salen por la izquierda, pasan delante de las gradas
del trono y vuelven a su escondite por la derecha, en el mo-
mento en que los soldados salen por la izquierda.)
Primer soldado. —
Ya ves, no hay nadie. ¡Es Agamenón, te
lo dije, maldito Agamenón! Ha de estar sentado sobre esos
cojines, derecho como una estaca, y nos mira; no tiene otra
cosa en qué emplear el tiempo sino en mirarnos.

44
Segundo soldado. —
Haríamos bien en rectificar la posición;
paciencia moscas hacen cosquillas en la nariz.
si las
Primer soldado. —
Preferiría estar en el cuerpo de guardia,
jugando una buena partida. Allá los muertos que vuelven
son compañeros, simples gorrones como nosotros. Pero cuan-
do pienso que el difunto rey está aquí y que cuenta los
botones que faltan a mi chaqueta, me siento raro, como
cuando el general pasa revista.
(Entran Egisto, Clitemnestra, servidores con lámparas.)
Egisto. —
Que nos dejen solos.

ESCENA III

Egisto - Clitemnestra - Orestes y Electra (escondidos)

Clitemnestra. — ¿Qué tenéis?


Egisto. —
¿Habéis visto? Si no los hubiera aterrorizado, se li-
braban en un santiamén de sus remordimientos.
Clitemnestra. —
¿Sólo eso os inquieta? Siempre sabréis en-
friarles el coraje en el momento deseado.
Egisto. — Es Soy harto hábil para esas comedias.
posible.
(Pausa,) Lamento haber tenido que castigar a Electra.
Clitemnestra. —
¿Porque ha nacido de mí? Habéis querido
hacerlo, y encuentro bien todo lo que hacéis.
Egisto. —
Mujer, no lo lamento por ti.
Clitemnestra. —
¿Entonces por qué? Vos no amáis a Electra.
Egisto. —
Estoy cansado. Hace quince años que sostengo en
el aire, con el brazo tendido, el remordimiento de todo un
pueblo. Hace quince años que me visto como un espantajo;
todas estas ropas negras han terminado por desteñir sobre
mi alma.
Clitemnestra. Pero — señor, yo misma...
Egisto. —
Lo sé, mujer, vas a hablarme de tus remordi-
lo sé:
mientos. Bueno, te los envidio, te amueblan la vida. Yo no
los tengo, pero nadie en Argos es tan triste como yo.
Clitemnestra. — Mi querido señor. .

(Se acerca a él.)


Egisto. — ¡Déjame, ramera! ¿No tienes vergüenza, delante de
sus ojos?
Clitemnestra. — ¿Delante de sus ojos? ¿Y quién nos ve?
Egisto. — ¿Quién? El rey. Han soltado a los muertos esta
mañana.
Clitemnestra. —
Señor, os lo suplico Los muertos están
. . .

bajo tierra y no nos molestarán tan pronto. ¿Habéis olvidado


que vos mismo inventasteis esas fábulas para el pueblo?

45
Egisto. — Tienes razón, mujer. Bueno, ¿ves qué cansado es-
toy? Déjame, quiero recogerme.
fCLITEMNESTRA sale.)

ESCENA IV

Egisto - Orestes y El^ctra (escondidos)

Egisto. -— ¿Es éste, Júpiter, el rey que necesitabas para


Argos?
Voy, vengo, sé gritar con voz fuerte, paseo por todas partes
mi alta y terrible apariencia, y los que me ven se sienten
culpables hasta la médula. Pero soy una cascara vacía:
un
animal me ha coitiido el interior sin que yo me diera cuenta.
Ahora niiro en mí mismo y veo que estoy más muerto que
Agamenón. ¿Dije que estaba triste? Mentí. El desierto, la
nada innumerable de las arenas bajo la nada lúcida del cielo
no es triste ni alegre: es siniestra. ¡Ah, daría mi reino por
derramar una lágrima!

ESCENA V
Los mismos - Júpiter

JÚPITER. — Quéjate: eres


semejante un rey
todos a los reyes.
Egisto. — ¿Quién ¿Qué vienes a hacer aquí?
eres?
JÚPITER. — ¿No me reconoces?
Egisto. — de aquí o hago apalear por
Sal te los guardias.
JÚPITER. — ¿No me reconoces? Sin embargo me has visto. Fue
en sueños. Es cierto que tenía un porte más terrible. (True-
nos, relámpagos. JÚPITER adopta el porte terrible.)
¿Y así>
Egisto. — ¡Júpiter!
JÚPITER. —
Aquí estamos. (Vuelve a la sonrisa, se acerca a la
¿Soy yo, esto? ¿Así me ven los habitantes de Argos
estatua.)
cuando rezan? Diablos, es raro que un dios pueda contem-
plar su imagen cara a cara. (Una pausa.) ¡Qué feo soy! No
han de quererme mucho.
Egisto. — Os temen.
JÚPITER. — De nada me
¡Perfecto! sirve que me quieran. ¿Tú
me quieres?
Egisto. — ¿Qué deseáis de mí? ¿No he pagado bastante?
JÚPITER. — ¡Nunca bastante!
Egisto. — Echo los bofes.
JÚPITER. — ¡No
exageres! Lo pasas bastante bien y estás gordo.
Por demás, no te lo reprocho. Es grasa real de la buena,
lo
amarilla como sebo de vela, como debe ser. Tienes pasta
para vivir veinte años más.

46
Egisto. — ¡Veinte años más!
JÚPITER. — ¿Deseas morir?
Egisto. — Sí.

JÚPITER. — alguien
Si aquí
entrara con una espada desnuda,
pecho a
¿ofrecerías el espada?
esa
Egisto. — No sé.

JÚPITER. — Escúchame bien; si te dejas degollar como un ter-

nero serás castigado de manera ejemplar; seguirás siendo


rey en el Tártaro por toda la eternidad. Eso es lo que he
venido a decirte.
Egisto. —¿Alguien trata de matarme?
JÚPITER. — Así parece.
Egisto. —¿Electra? -

JÚPITER. — Otro también.


Egisto. ~¿Quién?
JÚPITER. — Orestes.
Egisto. —¡Ah! (Una pausa,) Bueno, está escrito, ¿qué puedo
hacer?
JÚPITER. — "¿Qué puedo hacer?'* (Cambiando de tono.) Or-
dena de inmediato la captura de un joven extranjero que se
hace llamar Filebo. Que lo arrojen con Electra a alguna maz-
morra y te permito que los olvides. Bueno, ¿qué esperas?
Llama a los guardias.
Egisto. — No.
JÚPITER.— ¿Me harías el favor de decirme las razones de tu
negativa?
Egisto. — Estoy cansado.
JÚPITER.— ¿Por qué te miras los pies? Vuelve hacia mí tus
grandes ojos estriados de sangre. ¡Bueno, bueno! Eres noble
y estúpido como un caballo. Pero tu resistencia no es de las
que me irritan: es la pimienta que hará en seguida aún
más deliciosa tu sumisión. Pues sé que acabarás por ceder.
Egisto. — Os digo que no quiero entrar en vuestros planes.
Ya hice demasiado.
JÚPITER.— ¡Coraje! ¡Resiste! ¡Resiste! ¡Ah! ¡Qué aficionado
soy a Jas almas como la tuya! Tus ojos echan chispas, aprie-
tas los puños y arrojas tu negativa a la cara de Júpiter. Pero
sin embargo, cabecita, caballito, caballito malo, hace mu-
cho que tu corazón me ha dicho que sí. Vamos, obedecerás.
¿Crees que dejo el Olimpo $in motivo? He querido avisarte
ese crimen porque me agrada impedirlo.
Egisto. — ¡Avisarme! ... Es muy extraño.
JÚPITER. — Al contrario, nada más natural: quiero apartar ese
peligro de tu cabeza.

47
Egisto — ¿Quién os lo pidió? ¿Y a Agamenón le habéis
avisado? Sin embargo, él quería vivir.
JÚPITER. — Ah, índole ingrata, ah, caráaer desdichado: me
más querido que Agamenón,
eres te lo pruebo y te quejas.
Egisto. — ¿Más querido que Agamenón? ¿Yo? A Orestes es
a quien queréis. Habéis tolerado que me pierda, me habéis
dejado correr derecho al baño del rey con hacha en la
el
mano —y sin duda os relamíais allá arriba, pensando que
el alma del pecador es deliciosa —
Pero hoy protegéis a Ores-
.

tes de sí mismo, y a mí, a quien impulsasteis


a matar al
padre, me habéis escogido para retener el brazo del hijo.
Tenía exaaamente pasta de asesino. Yo era exactamente
adecuado para ser asesino. Pero para él, perdón, hay otros
proyectos para él, sin duda.
JÚPITER.. —
Qué celos extraños. Tranquilízate: no lo quiero
más que a ti No quiero a nadie.
Egisto. —
Entonces, ved lo que habéis hecho de mí, dios in-
y responded: si impedís hoy el crimen que medita
justo,
¿por qué habéis permitido el mío?
Orestes,
JÚPITER. —
No todos los crímenes me desagradan por igual.
Egisto, estamos entre reyes y te hablaré francamente:
el pri-
mer crimen lo cometí yo creando mortales a los hombres.
Después de esto, ¿qué podíais hacer vosotros los asesinos?
¿Dar^ la muerte a vuestras víctimas? Vamos; ya la
llevaban
en sí; a lo sumo apresurabais su florecimiento. ¿Sabes
qué
habría sido de Agamenón si no lo hubieras matado?
Hu-
biera muerto de apoplejía tres meses más tarde sobre
el seno
de una hermosa esclava. Pero tu crimen me servía.
Egisto. — ¿Os servía? ¡Lo expío desde hace quince años y
os servía! ¡Maldición!
JÚPITER. — Bueno, ¿y qué? Me sirve porque lo expías; me gus-
tan los crímenes que se pagan. Me gustó el tuyo
porque
era un asesinato ciego y sordo, ignorante de
sí mismo, anti-
guo, más semejante a un cataclismo que a una empresa
hu-
mana. Ni un instante me desafiaste; heriste arrebatado de
rabia y miedo, y una vez desaparecida la fiebre,
consideraste
tu acto con horror y no quisiste reconocerlo.
;Sin embargo,
qué provecho saqué de él! Por un hombre muerto, veinte mil
sumidos en el arrepentimiento; ése es el balance. No hice un
mal negocio.
Egisto. —
Ya veo lo que esconden todos esos discursos: Ores-
no tendrá remordimientos.
tes
JÚPITER. —
Ni la sombra de uno. A esta hora prepara sus pla-
nes con método, fría la cabeza, modestamente. ¿De qué me
sirve un asesinato sin remordimientos, un asesinato
insolen-

48
te, asesinato apacible, ligero como un vapor en el alma
un
del asesino? ;Lo impediré! ¡Ah! Odio los crímenes de la
nueva generación: son ingratos y estériles como la cizaña.
El dulce joven te matará como a una gallina, y se irá con
las manos rojas y la conciencia pura; en tu lugar, yo me
sentiría humillado. ¡Vamos! Llama a los guardias.
Egisto. — Os he dicho que no. El crimen que se prepara os
desagrada demasiado para no gustarme.
JÚPITER (cambiando de tono). —
Egisto, eres rey y a tu con-
ciencia de rey me dirijo, porque te gusta reinar.
Egisto. — ¿Y qué.>
JÚPITER. — Me odias, pero somos parientes, te hice a mi ima-
gen: un rey es un dios sobre la tierra, noble y siniestro
como un dios.
Egisto. —
¿Siniestro.^ ¿^os>
JÚPITER. —Mírame. (Largo silencio.) Te he dicho que fuiste
creado a mi imagen. Los dos hacemos reinar el orden, tú en
Argos, yo en el mundo; y el mismo secreto pesa gravemente
en nuestros corazones.
Egisto. — No tengo secreto.
JÚPITER. — El mismo que yo. El secreto doloroso de los
Sí.
dioses y de los reyes: que ios hombres son libres. Son libres,
Egisto. Tú lo sabes, y ellos no.
Egisto. —Diablos, si lo supieran pegarían fuego a las cuatro
esquinas de mi palacio. Hace quince años que represento
una comedia para ocultarles su poder.
JÚPITER. — Ya ves que somos semejantes.
Egisto. — ¿Semejantes.^ ¿Por qué ironía ha de decir un dios
que es mi semejante? Desde que reino, todos mis actos y
palabras tienden a componer mi imagen; quiero que cada
uno de mis subditos la lleve en sí y sienta pesar, aun en
la soledad, mi mirada severa en sus pensamientos más se-
cretos. Pero soy yo mi primera víctima: yo no me veo como
me ven, me inclino sobre el pozo abierto de sus almas y
mi imagen está allí, en el fondo; me repugna y me fascina.
Dios todopoderoso, ¿quién soy yo si no el miedo que los
demás tienen de mí?
JÚPITER. —¿Y quién crees que soy? (Señalando la estatua.)
También yo tengo mi imagen. ¿Crees que no me da vértigo?
Hace cien mil años que danzo delante de los hombres. Una
danza lenta y sombría. Es preciso que me miren: mientras
tienen los ojos clavados en mí, olvidan mirar en sí mismos.
Si me olvidara un solo instante, si los dejara apartar la
mirada . . .

Egisto. — /Qué.-'

49
.

JÚPITER. •


Nada. Es cosa mía. Estás cansado, Egisto, ¿pero
de qué te quejas.^ Morirás. Yo no. Mientras haya hombres
en esta tierra, estaré condenado a danzar delante de ellos.
Egisto. — ¡Ay! ¿Pero quién nos ha condenado?
JÚPITER. — Nadie más que nosotros mismos, pues tenemos la
misma pasión. Tú amas el orden, Egisto.
Egisto. —El orden. Es cierto. Por el orden seduje a Clitem-
nestra, por el orden maté a mi rey; quería que el orden rei-
nara y que reinara por mi intermedio. He vivido sin deseo,
sin amor, sin esperanza; implanté el orden. ¡Oh, terrible
y
divina pasión!
JÚPITER. — No podríamos tener otra: yo soy dios y tú na-
ciste para ser rey.
Egisto. —¡Ay de mí!
JÚPITER. — Egisto, criatura mía y hermano mortal, en nom-
bre de este orden al que servimos los dos, te lo mando: apo*
dérate de Qrestes y de su hermana.
Egisto. —¿Son tan peligrosos?
JÚPITER. — Orestes sabe que es libre.
Egisto (vivamente). —
Sabe que es libre. Entonces no basta
cargarlo de cadenas.Un hombre libre en una ciudad es co-
mo una oveja sarnosa en un rebaño. Contaminará todo mi
reino y arruinará mi obra. Dios todopoderoso, ¿qué esperas
para fulminarlo?
JÚPITER (lentamente). —
¿Para fulminarlo? (Una pausa. Con
cansancio, agobiado.) Egisto, los dioses tienen otro secreto.
Egisto. — ¿Qué vas a decirme?
.

JÚPITER. — Una vez que ha estallado la libertad en el alma


de un hombre, los dioses no pueden nada más contra ese
hombre. Pues es un asunto de hombres, y a los otros hom-
bres —sólo a ellos —
les corresponde dejarlo correr o es-
trangularlo.
Egisto (mirándolo). —
¿Estrangularlo? Está bien. Te obe-
. . .

deceré, sin duda, Pero no agregues nada y no te quedes aquí


más tiempo, porque no podré soportarlo.
("JÚPITER sale.)

ESCENA VI
Egisto permanece solo un momento, luego Electra y Orestes.

Electra (saltando hacia la puerta). — ¡Pégale! No le dejes


tiempo de gritar: yo defiendo la puerta.
Egisto. — Eres tú, Orestes.
Orestes. — ¡Defiéndete!

50
Egisto. — No me
defenderé. Es demasiado tarde para llamar
y me que sea demasiado tarde. Pero no me defen-
alegra
deré: quiero que me asesines.
Orestes. —
Está bien. El medio poco me importa. Seré ase-
sino. (Lo hiere con la espada.)
Egisto {vacilando), —
No has errado el golpe. (Se aferra a
Orestes.^ Déjame mirarte. ¿Es cierta que no tienes remor-
dimiento?
Orestes. —
¿Remordimiento? ¿Por qué? Hago lo que es justo.
Egisto. —
Justo es lo que quiere Júpiter. Estabas escondido
aquí y lo has oído.
Orestes. —
¿Qué me importa Júpiter? La justicia es un asunto
de hombres y no necesito que un dios me la enseñe. Es justo
pillo inmundo, y arruinar tu imperio sobre las
aplastarte,
gentes de Argos; es justo restituirles el sentimiento de su
dignidad.
(Lo rechaza.)
Egisto. —
Me duele.
Electra. — su
Vacila, rostro está descolorido. ¡Horror! Qué
feo es un hombre moribundo.
Orestes. — Calla. Que no lleve otro recuerdo a la tumba que
el de nuestra alegría.
Egisto. — Malditos seáis los dos.
Orestes. — ¿Pero no terminarás de morir?
(Lo EGISTO
hiere. cae.)
Egisto. — Ten cuidado con las moscas, Orestes, ten cuidado
con las moscas. No ha terminado todo.
(Muere.)
Orestes (empujándolo con el pie). — Para él, en todo caso,
todo ha terminado. Guíame hasta la cámara de la reina.
Electra. —
Orestes. .

Orestes. -— ¿Qué?

. .

Electra. Ella ya no puede perjudicarnos



. .

Orestes. ¿Y qué? No te reconozco. No hablabas


. . . así
hace un momento.
Electra. —
Orestes..., yo tampoco te reconozco.
Orestes. —
Está bien, iré solo.
(Sale.)

ESCENA VII

Electra^ sola

Electra. —
¿Gritará? (Una pausa. Presta atención.) Gimina
por el corredor. Cuando haya abierto la cuarta puerta . .

¡Ah! Yo lo quise! Lo quiero, es preciso que siga querién-


I

51
dolo.(Mira a Egisto.) Ha muerto. Esto es, entonces, lo que
yo quería. No me daba cuenta. (5"^ le acerca.) Cien veces
lo he visto en sueños, extendido en este -mismo lugar, con
una espada en el corazón. Tenía los ojos cerrados, parecía
dormir. ¡Cómo lo odiaba, cómo me alegraba odiarlo! No
parece dormido, y sus ojos están abiertos; me mira. Está
muerto, y mi odio ha muerto con él. Y
estoy aquí; y es-
pero, y la otra sigue viva aún, en el fondo de su aposento,
y dentro de un instante gritará. Gritará como un animal.
jAh! Ya no puedo soportar esta mirada. (Se arrodilla y echa
una capa sobre el rostro de EGiSTO.j ¿Pero qué es lo que yo
quería? (Silencio. Luego gritos de ClitemnestrA.J La ha
herido. Era nuestra madre, y la ha herido. (Se levanta.) Mis
enemigos han muerto. Durante años enteros he gozado an-
ticipadamente de esta muerte y ahora tengo el corazón apre-
tado. ¿Acaso me he mentido durante quince años? ¡No es
cierto! ¡No es cierto! No puede ser cierto: ¡no soy cobarde!
Quise este minuto y lo quiero aún. Quise ver a este puerco
inmundo acostado a mis pies. (Arranca la capa,) Qué me
importa tu mirada de pescado muerto. Quise esta mirada
y gozo de ella. (Gritos más débiles de CLlTEMNESTRA.j ¡Que
grite! ¡Que grite! Quiero sus gritos de horror y quiero sus
padecimientos. (Los gritos cesan.) ¡Alegría! ¡Alegría! Lloro
de alegría; mis enemigos han muerto y mi padre tstí ven-
gado.
TOrestes vuelve con una espada sangrienta en la mano.
Electra corre hacia él.)

ESCENA VIII

Electra - Orestes

Electra. — ¡Orestes!
(Se arroja en sus brazos.)
Orestes. — ¿De qué tienes miedo?
Electra. — No tengo miedo, estoy ebria. Ebria de alegría.
¿Qué ¿Imploró
dijo? largo rato tu gracia?
Orestes. — no
Electra, me arrepentiré de lo que hice, pero
no me
parece bien hablar de ello: hay recuerdos que no se
comparten. Sabe solamente que ha muerto.
Electra. —
¿Maldiciéndonos? Dime tan sólo esto: ¿maldicién-
donos?
Orestes. — Maldiciéndonos.
Sí.
Electra. — Tómame en tus brazos, bienamado, estréchame con

M
todas tus fuerzas. ¡Qué espesa es la ncxrhe y con qué difi-
cultad la traspasan esas antorchas! ¿Me quieres?
Orestes. — No es de noche: es el amanecer. Somos libres,
Electra. Meparece que te he hecho nacer y que acabo de
nacer contigo; te quiero y me perteneces. Todavía ayer es-
taba solo y hoy me perteneces. La sangre nos une doble-
mente, pues somos de la misma sangre y hemos derramado
sangre.
Electra. — Arroja espada. Dame esa mano. (Le toma la
la
mano y Tus dedos son cortos y cuadrados. Están
se la besa.)
hechos para tomar y conservar. ¡Querida mano! Es más
blanca que la mía. ¡Qué pesada se ha vuelto para herir a
los asesinos de nuestro padre! Espera. (Va a buscar una an-
torcha y la acerca a Orestes.) Tengo que iluminar tu rostro,
pues la noche es espesa y ya no te veo bien. Necesito verte:
cuando no te veo, tengo miedo de ti; no debo quitarte los
ojos de encima. Te amo. Tengo que pensar que te amo. ¡Qué
aire extraño el tuyo!
Orestes. — Soy libre, Eleara; la libertad ha caído sobre mí
como el rayo.
Electra. — ¿Libre.^ Yo no me siento libre. ¿Puedes hacer que
todo esto no haya sido? Ha sucedido algo que ya no somos
libres de deshacer. ¿Puedes impedir que seamos para siem-
pre los asesinos de nuestra madre?
Orestes. —¿Crees que querría impedirlo? He realizado mi
aao, Electra, y este acto era bueno. Lo llevaré sobre mis
hombros como el vadeador lleva a los viajeros, lo pasaré a
la otra orilla y rendiré cuenta de él. Y
cuanto más pesado
sea de llevar, más me regocijaré, pues él es mi libertad. To-
davía ayer andaba al azar sobre la tierra, y millares de caminos
huían bajo mis pasos, pues pertenecían a otros. Los tomé
todos prestados: el de los haladores, que corre a lo largo del
río y la senda del arriero y la ruta empedrada de los carre-
teros; pero ninguno era mío. Hoy no hay más que uno, y
Dios sabe a dónde lleva: pero es mi camino. ¿Qué tienes?
Electra. —Ya no puedo verte. Estas lámparas no iluminan.
Oigo tu voz, pero me hace daño, me corta como un cuchillo.
¿Estará siempre así negro, en adelante, aun de día? ¡Ores-
tes! ¡Ahí están!
Orestes. —¿Quiénes?
Electra. —¡Ahí están! ¿De dónde vienen? Cuelgan del techo
como racimos de uvas negras, y son ellas las que oscurecen
las paredes; se deslizan entre las luces y mis ojos, y son
sus sombras las que me hurtan tu rostro.
Orestes. —
Las moscas . .

55
Electra. — ¡Escucha!... Escucha el ruido de sus alas, seme-
jante al ronquido de una forja. Nos rodean, Orestes. Nos
espían: dentro de un instante caerán sobre nosotros, y sen-
tirémil patas pegajosas sobre mi cuerpo. ¿Dónde huir, Ores-
Se hinchan, se hinchan, ya son grandes como abejas, nos
tes.'^

seguirán por todas partes en espesos remolinos. ¡Horror! Veo


sus ojos, sus millones de ojos que nos miran.
Orestes. — ;Qué nos importan las moscas?
Voces (detrás de la puerta). —
¡Abrid! ¡Abrid! Si no abren
será preciso derribar la puerta.
{Golpes sordos en la puerta.)
Orestes. —
Los gritos de Clitemnestra han atraído a los guar-
dias. ¡Ven! Condúceme al santuario de Apolo; allí pasaremos
la noche, al abrigo de los hombres y de las moscas. Mañana
hablaré a mi pueblo.

TELÓN

54
ACTO TERCERO

ESCENA I

(El templo de Apolo. Penumbra. Una estatua de Apolo en


medio de la escena. Orestes y Electra duermen al pie de la
estatuaj rodeando sus piernas con los brazos. Las EriniAS, en
círculo, los rodean; duermen de pie, como zancudas. Al fondo,
una pesada puerta de bronce.)

Primera Erinia (estirándose). — ¡Ahhh! He dormido de pie,


erguida de cólera, y tuve enormes sueños irritados. ¡Oh, her-
mosa flor de rabia, hermosa flor roja en mi corazón! (Gira
alrededor de Orestes y de Electra.) Duermen. ¡Qué blan-
cos son, qué dulces! Rodaré sobre sus vientres y sus pechos
como un torrente sobre los guijarros. Puliré pacientemente es-
ta carne fina, la frotaré, la rasparé, la gastaré hasta el hueso.
(Da algunos pasos.) ¡Oh, pura mañana de odio! ¡Qué esplén-
dido despertar! Duermen, están húmedos, huelen a fiebre; yo
velo, fresca y dura; mi alma es de cobre, y me siento sagrada.
Electra (dormida). —
;Ay!
Primera Erinia. —
Gime. Paciencia; pronto conocerás nues-
tros mordiscos, te haremos aullar con nuestras caricias. En-
traré en ti como el macho en la hembra, porque eres mi
esposa, y sentirás el peso de mi amor. Eres bella, Electra, más
bella que yo; pero ya verás, mis besos hacen envejecer; antes
de seis meses habré quebrantado como una vieja, y yo
te
seguiré siendo joven. (Se inclina sobre ellos.) Son hermosas
presas perecederas y buenas para comer; las miro, respiro
su aliento y la colero me ahoga. ¡Oh, delicias de sentirse una
mañanita de odio, delicias de sentirse garras y mandíbulas,
con fuego en las venas! El odio me inunda y me sofoca,
sube a mis senos como leche. Despertad, hermanas mías,
despertad; ya es la mañana.
Segunda Erinia. —
Soñaba que mordía.
Primera Erina. —
Ten paciencia: un dios les protege hoy,

55
pero pronto la sed y el hambre los harán salir de este asilo.
Entonces los morderás con todos los dientes.
Tercera Erinia. —
Espera un poco: pronto tus uñas de hie-
rro trazarán mil senderos rojos en la carne de los culpables.
Acercaos, hermanas mías, venid a verlos.
Una Erinia. —
¡Qué jóvenes son!
Otra Erinia. —
Regocijaos: harto a menudo los criminales
son viejos y feos; es demasiado rara la alegría exquisita de
destruir lo bello.
Las Erinias. — ¡Eia! ¡Eia!
Tercera Erinia. — Orestes es casi un niño. Mi odio tendrá
para él dulzuras maternales. Tomaré sobre mis rodillas su
cabeza pálida, le acariciaré los cabellos.
Primera Erinia. — ¿Y después.^
Tercera Erinia. — Y después hundiré de golpe estos dos de-
dos en sus ojos.
(Todas se echan a reír.)
Primera Erinia. —
Suspiran, se agitan; se acerca el desper-
Vamos, hermanas mías, hermanas moscas, saquemos
tar. del
sueño a los culpables con nuestro canto.
Coro de las Erinias. —
Bzz, bzz, bzz, bzz.
Nos posaremos sobre tu corazón podrido como las moscas
sobre un dulce,
corazón podrido, corazón ensangrentado, corazón deleitable.
Saquearemos como abejas el pus y la sanies de tu corazón.
Haremos con ellos miel, ya verás, hermosa miel verde.
¿Qué amor nos colmaría tanto como el odio.^
Bzz, bzz, bzz bzz.
Seremos los ojos fijos de las caras,
el gruñido del mastín que mostrará los dientes a tu paso,
el zumbido que volará por el cielo sobre tu cabeza,
los rumores de la selva,
los silbos, los crujidos, los bisbíseos, el ulular,
seremos la noche,
la espesa noche de tu alma.
Bzz, bzz, bzz, bzz.
;Eia! ¡Eia! ¡Eiaaa!
Bzz, bzz, bzz, bzz.
Somos los sorbedores de pus, las moscas.
Lo compartiremos todo contigo,
iremos a buscar el alimento a tu boca y el rayo de luz al
fondo de tus ojos,
te escoltaremos hasta la tumba,

56
y sólo cederemos el lugar a los gusanos.
B22, bzz, bzz, bzz.
(Danzan,)
ElectrA (que se despierta). — ¿Quién habla? ¿Quiénes sois?
Las EriniAS. — Bzz, bzz, bzz.
Electra. — ¡Ah, estáis aquí! ¿Y qué? ¿Los hemos matado de
verdad?
Orestes (despertando), —
¡Electra!
Electra. —¿Quién eres tú? ¡Ah! Eres Orestes. Vete.
Orestes. —
¿Pero qué tienes?
Electra. —Me das miedo. Soñé que nuestra madre había
caído boca arriba y que sangraba, y su sangre corría en re-
gueros por debajo de todas las puertas del palacio. Toca mis
manos, están frías. No, déjame. No me toques. ¿Sangró
mucho?
Orestes. — Calla.
Electra (completamente despierta). —
Deja que te mire: los
has matado. Eres tú quien los ha matado. Estás aquí, acabas
de despertar, no hay nada escrito en tu rostro y sin em-
bargo los has matado.
Orestes. —¿Y qué? ¡Sí, los he matado! (Una pausa.) Tú tam-
bién me das miedo. Eras tan hermosa, ayer. Se diría que
una bestia te ha destrozado la cara con sus uñas.
Electra. — ¿Una bestia? Tu crimen. Me arranca las mejillas
y los párpados: me parece que tengo los ojos y los dientes
desnudos. ¿Y éstas? ¿Quiénes son?
Orestes. —No pienses en ellas. No pueden nada contra ti.
Primera Erinia. —
Que venga en medio de nosotras, si se
atreve, y ya verás si no podemos nada contra ella.
Orestes. —Silencio, perras. ¡A la perrera! (Las Erinias gru-
ñen.) ¿Es posible que fueras tú la que ayer, vestida de blan-
co, danzaba en las gradas del templo?
Electra. — Envejecí. En una noche.
Orestes. —Todavía eres hermosa, pero... ¿dónde he visto
esos ojos muertos? Electra..., te pareces a ella; te pareces
a aitemnestra. ¿Valía la pena matarla? Me horroriza mi
crimen cuando lo veo en esos ojos.
Primera Erinia. —
Es porque a ella le horrorizas.
Orestes. —¿Es cierto? ¿Es cierto que te horrorizo?
Electra. — Déjame.
Primera Erinia. —
Bueno. ¿Te cabe la menor duda? ¿Cómo
no había de odiarte? Vivía tranquila con sus sueños; Uegaste
tú con la carnicería y el sacrilegio. Y ahora comparte tu fal-
ta, clavada en ese pedestal, el único pedazo de tierra que
le queda.

57
.

Orestes. — No escuches.
la
Primera Erinia. —
¡Atrás! ¡Atrás! Échalo, Electra, no te de-
jes tocar por su mano. ¡Es un carnicero! Tiene encima el
olor insulso de la sangre fresca. Mató a la vieja suciamente,
golpeando varias veces.
¿sabes?,
Electra. — ¿No
mientes?
Primera Erinia. —
Puedes creerme, yo estaba allí, zumbando
alrededor de los dos.
Electra. —
¿Y dio varios golpes?
Primera Erinia. —
Unos diez. Y cada vez la espada hacía
"cric" en la herida. Ella se protegía el rostro y el vientre
con las manos, y le acuchilló las manos.
Electra. —
¿Padeció mucho? ¿No murió en seguida?
Orestes. —
No la mires más, tápate las orejas, sobre todo no
las interrogues; estás perdida si las interrogas.
Primera Erinia. —
Padeció horriblemente.
Electra (tapándose la cara con las manos), — ¡Ah!
Orestes. — Quiere
separarnos; levanta a tu alrededor los mu
ros de la soledad. Ten cuidado: cuando estés bien sola, sola

y sin recurso, te caerán encima. Eleara, hemos decidido jun-


tos este crimen y debemos soportar juntos las consecuencias.
Electra. —
¿Insinúas que lo quise?
Orestes. — ¿No es cierto?
Electra. — No, no es cierto. . . Espera. . . ¡Sí! ¡Ah! Ya no
lo sé. He
soñado con ese crimen. ¡Pero tú, tú lo cometiste,
verdugo de tu propia madre!
Las Erinias (riendo y gritando). — ¡Verdugo! ¡Verdugo!
¡Carnicero!
Orestes. — detrás de esa puerta está el mundo. El
Electra,
mundo ymañana. Afuera nace el sol sobre los caminos.
la
Pronto saldremos, iremos por los caminos soleados, y estas
hijas de la noche perderán su poder: los rayos de luz las
traspasarán como espadas.
Electra. — El sol
— Nunca
. .

Primera Erinia. volverás a ver el sol, Electra. Nos


amontonaremos entre él y tú como una nube de langostas
y llevarás a todas partes la noche sobre tu cabeza.
Electra. —
¡Dejadme! ¡No me torturéis más!
Orestes. —
Tu debilidad es lo que les da fuerza. Mira: a mí
no se atreven a decirme nada. Escucha: un horror sin nom-
bre se ha asentado sobre ti y nos separa. Sin embargo, ¿qué
viviste túque yo no haya vivido? ¿Crees que mis oídos de-
jarán de oír jamás los gemidos de mi madre? sus ojos in- Y
mensos —
dos océanos agitados —
en su rostro de tiza, ¿crees
que mis ojos dejarán jamás de verlos? la angustia que te Y
58
devora, ¿crees que dejará jamás de roerme? Pero qué me
importa: soy libre. Más allá de la angustia y los recuerdos.
Libre. Y de comnigo mismo. No debes odiarte,
acuerdo
Electra. Dame
mano: no te abandonaré.
la

Electra. —
¡Suelta mi mano! Estas perras negras a mi alre-
dedor me espantan, pero menos que tú.
Primera Erinia. —
¡Ya ves! ¡Ya ves! ¿No es cierto, muñequi-
ta? ¿Te damos menos miedo que él.^ Nos necesitas, Electra,
eres nuestra hija. Necesitas nuestras uñas para revolver tu
carne, necesitas nuestros dientes para morder tu pecho, ne-
cesitas nuestro amor caníbal para apartarte del odio que te
inspiras, necesitas padecer en tu cuerpo para olvidar los su-
frimientos de tu alma. ¡Ven! ¡Ven! No tienes más que ba-
jar los escalones, te recibiremos en nuestros brazos, nuestros
besos desgarrarán tu carne frágil, y será el olvido, ei olvido
en gran fuego puro del dolor.
el
Las Erinias. —
¡Ven! ¡Ven!
(Danzan muy lentamente como para fascinarla. Electra se
levanta.)
Orestes (tomándola del brazo). — No vayas, te lo suplico,
sería tu perdición.
Electra (desprendiéndose con violencia). ¡Ah! ¡Te odio! —
(Baja los escalones; las Erinias se arrojan todas sobre ella.)
Electra. — ¡Socorro!
(Entra Júpiter.)

ESCENA II

Los MISMOS - JÚPITER

JÚPITER. — ¡A la perrera!
Primera Erinia. — ¡El amo!
(Las /EsiiNiAS se apartan con pesar, dejando a ELECTRA ten-
dida en el suelo.)
JÚPITER. —
Pobres niños. (Se acerca a Electra.) ¿Veis vues-
tro estado? La cólera y la piedad se disputan mi corazón.
Levántate, Eleara: mientras yo esté aquí, mis perras no te
harán daño. (La ayuda a levantarse.) ¡Qué rostro terrible!
¡Una sola noche! ¡Una sola noche! ¿Dónde está tu fres-
cura campesina? En una sola noche tu hígado, tus pulmo-
nes y tu bazo se han gastado, tu cuerpo ya no es sino una
gran miseria. ¡Ah, juventud presuntuosa y loca, cuánto daño
os habéis hecho!
Orestes. —
Abandona ese tono^ buen hombre: sienta mal al
rey de los dioses.

59
JÚPITER. —Y tú abandona ese tono orgulloso: no conviene
nada a un culpable que está expiando su crimen.
Orestes. — No soy culpable, y no podrías hacerme expiar lo
que no reconozco como crimen.
JÚPITER. — Quizá te equivoques, pero paciencia; no te dejaré
mucho tiempo en el error.
Orestes. — Atorméntame todo que no lamento
lo quieras: nada.
JÚPITER. — ¿Ni abyección en que
siquiera la sumida está tu
hermana por culpa?
tu
Orestes. — Ni siquiera.
JÚPITER. — Eleara, oyes? iste
¿lo que que
es el decía te
amaba.
Orestes. — La amo más que a mí mismo. Pero sus sufrimien-
tos proceden de ella, puede
sólo ella desecharlos: es libre.
JÚPITER. — ¿Y tú?¿Acaso también
eres libre?
Orestes. — Bien lo sabes.
JÚPITER. — Mírate, desvergonzada y
criatura estúpida: tienes
un gran aspecto, en verdad, todo encogido entre las piernas
de un dios caritativo, con esas perras hambrientas que te
sitian. Si te atreves a afirmar que eres libre, entonces habrá
que ensalzar la libertad del prisionero cargado de cadenas,
en el fondo de un calabozo, y la del esclavo crucificado.
Orestes. —¿Por qué no?
JÚPITER. —Ten cuidado: fanfarroneas porque Apolo te pro-
tege. Pero Apolo es mi muy obediente servidor. Si alzo un
dedo, te abandonará.
Orestes. — ¿Y qué? Alza el dedo, alza la mano entera.
JÚPITER. — ¿Para qué? ¿No te dije que me repugnaba casti-
gar? He venido a salvaros.
Electra. — ¿A salvarnos? Deja de burlarte, amo de la ven-
ganza y de la muerte, pues no está permitido — ni siquiera
a un dios— dar a los que sufren una esperanza engañosa.
JÚPITER. — Dentro de un cuarto de hora puedes estar fuera
de aquí.
Electra. — ¿Sana y salva?
JÚPITER. — Te doy mi palabra.
Electra. — ¿Qué de mí en cambio?
exi^iris
JÚPITER. — No pido nada,
te mía. hija
Electra. — ¿Nada? ¿Te he oído dios bueno, dios ado-
bien,
rable?
JÚPITER. — O Algo que puedes darme con toda
casi nada. fa-
cilidad:un poco de arrepentimiento.
Orestes. — Ten cuidado, nada pesará sobre
Electra: esa tu
alma como una montaña.
JÚPITER (a Electra). — No Contéstame en cam-
lo escuches.

60
bio: ¿cómo no aceptarías negar ese crimen? Otro lo ha co-
metido. Apenas puede decirse que fuiste su cómplice.
Orestes. — ¡Electra! ¿Vas a renegar de quince años de odio
y esperanza.^
JÚPITER. — ¿Quién habla de renegar.? Ella nunca quiso ese
acto sacrilego.
Electra. — ¡Ay de mí!
JÚPITER. — ¡Vamos! Puedes depositar tu confianza en mí. ¿Aca-
so no leo en los corazones?
Electra (incrédula), —
¿Y lees en el mío que no quise ese
crimen, cuando he soñado quince años con crimen y ven-
ganza?
JÚPITER. — jBah! Esos sueños sangrientos que te acunaban
tenían una especie de inocencia: te ocultaban tu esclavitud,
curaban las heridas de tu orgullo. Pero nunca pensaste en
realizarlos. ¿Me equivoco?
Electra. — ¡Ah, dios mío, dios mío querido, cómo deseo que
no te equivoques!
JÚPITER. — Eres una niñita, Electra. Las otras niñitas desean
llegar a ser las más ricas o las más bellas de todas las mu-
jeres. Y tú, fascinada por el destino atroz de tu raza, de-
seaste llegar a ser la más dolorosa y la más criminal. Nunca
quisiste el mal; sólo quisiste tu propia dicha. tu edad, lasA
niñas juegan aún con la muñeca o a la rayuela; y tú, pobre-
cita, sin juguetes ni compañeras, jugaste al crimen, porque
es un juego que se puede jugar sola.
Electra. — ¡Ay, ay! Te escucho y veo claro en mí.
Orestes. — ¡Electra! ¡Electra! Ahora eres culpable. Lo que
quisiste, ¿quién puede saberlo si no tú? ¿Dejarás que otro lo
decida? ¿Por qué deform^ar un pasado que ya no puede de-
fenderse? ¿Por qué renegar de esa Electra irritada que fuis*
te, de esa joven diosa del odio, que tanto he amado? ¿Y
no ves que este dios cruel se burla de ti?
JÚPITER. — ¿Burlarme de vosotros? Escuchad lo que os pro-
pongo: Si repudiáis vuestro crimen, os instalo a los dos en
el trono de Argos.
Orestes. — ¿En el lugar de nuestras víctimas?
JÚPITER. — No hay más reniedio.
Orestes. — ¿Y me pondré las ropas tibias aún del difunto rey?
JÚPITER. — Esas u otras, poco importa.
Orestes. — Sí, con tal que sean negras, ¿no es cierto?
JÚPITER. — ¿No estás de duelo?
Orestes. — De duelo por mi madre, lo olvidaba, a mis sub- Y
ditos, ¿tendré que vestirlos de negro?
JÚPITER. — Ya lo están.
61
Orestes. — Es cierto. Dejémosles tiempo para que gasten sus
viejas ropas. Bueno. ¿Comprendiste, Electra? Si derramas al-
gunas lágrimas, tendrás las enaguas y las camisas de Clitem-
nestra — esas camisas hediondas y manchadas que has lava-
do durante quince años con tus propias manos —
También te
.

aguarda su papel, no tendrás más que reanudarlo; la ilusión


será perfecta, todo el mundo creerá ver de nuevo a tu ma-
dre, porque empiezas a parecerte a ella. Yo estoy más as-
queado: no me pondré los calzones del bufón a quien he
muerto.
JÚPITER. —Alzas mucho la cabeza: heriste a un hombre inde-
fenso y a una vieja que pedía gracia; pero el que te oyera
hablar sin conocerte podría creer que has salvado a tu ciu-
dad natal combatiendo solo contra treinta.
Orestes. —Tal vez, en efecto, he salvado a mi ciudad natal.
JÚPITER. —¿Tú? ¿Sabes qué hay detrás de esa puerta.^ Los
hombres de Argos —todos los hombres de Argos Esperan— .

a su salvador con piedras, horcas y garrotes para probarte su


agradecimiento. Estás solo como un leproso.
Orestes. — Sí.

JÚPITER. —
Anda, no te llenes de orgullo. A la soledad del des-
precio y del horror te han arrojado, a ti, más cobarde
el
de los asesinos.
Orestes. — El más cobarde de los asesinos es el que tiene re-
mordhnientos.
JÚPITER. — ¡Orestes! Te he creado y he creado toda cosa: mira.
(Los muros del teyíiplo se abren. Aparece el cielo, constelado
de estrellas que giran. JÚPITER está en el fondo de la escena.
Su voz se ha hecho enorme — micrófono — pero apenas se lo
distingue.) Mira esos planetas que ruedan en orden, sin chocar
nunca: soy yo quien ha reglado su curso, según la justicia. Es-
cacha la armonía de las esferas, ese enorme canto mineral de
gracia que repercute en los cuatro rincones del cielo. (Melodra-
ma.) Por mí las especies se perpetúan, he ordenado que un
hombre engendre siempre un hombre, y que el cachorro de
perro sea un perro; por mí la dulce lengua de las mareas viene
a lamer la arena y se retira a hora fija, hago crecer las plantas,
y mi aliento guía alrededor de la tierra a las nubes amarillas
del polen. No estás en tu casa, intruso; estás en el mundo
como la astilla en la carne, como el cazador furtivo en el bos-
que señorial, pues el mundo es bueno; lo he creado según mi
voluntad, y yo soy el Bien. Pero tú, tú has hecho el mal, y las
cosas te acusan con sus voces petrificadas; el Bien está en to-
das partes, es la médula del saúco, la frescura de la fuente, el
grano de sílex, la pesadez de la piedra; lo encontrarás hasta

62
en la naturaleza del fuego y de la luz; tu cuerpo mismo te
traiciona, pues se acomoda a mis prescripciones. El Bien está
en ti, fuera de ti: te penetra como una hoz, te aplasta como
una montaña, te lleva y te arrastra como un mar; él es el que
permite éxito de tu mala empresa, pues fue la claridad de
el
las antorchas, la dureza de tu espada, la fuerza de tu brazo.
Y eseMal del que estás tan orgulloso, cuyo autor te consi-
deras, ¿qué es sino un reflejo del ser, una senda extraviada,
una imagen engañosa cuya misma existencia está sostenida por
el Bien? Reconcéntrate, Orestes; el universo te prueba que
estás equivocado, y eres un gusanito en el universo. Vuelve a
la naturaleza, hijo desnaturalizado: mira tu falta, aborrécela,
arráncala como un diente cariado y maloliente. O teme que
el mar se retire delante de ti, que las fuentes se sequen en tu
camino, que las piedras y las rocas rueden fuera de tu senda
y que la tierra se desmorone bajo tus pasos.
Orestes. —¡Que se desmorone! Que las rocas me condenen y
las plantas se marchiten a mi paso: todo tu universo no bas-
tará para probarme que estoy equivocado. Eres el rey de los
dioses, Júpiter, el rey de las piedras y de las estrellas, el rey
de las olas del mar. Pero no eres el rey de los hombres.
(Los muros se juntan. JÚPITER reaparece, cansado y agobiado;
ha recobrado su voz natural,)
JÚPITER. — No soy tu rey, larva desvergonzada. Entonces, ¿quién
te ha creado?
Orestes. — Tú. Pero no debías haberme creado libre.
JÚPITER. — Te he dado la libertad para que me sirvas.
Orestes. — Es posible, pero se ha vuelto contra ti y nada po-
demos ninguno de los dos.
JÚPITER. — ¡Por fin! Ésa es la excusa.
Orestes. — No me excuso.
JÚPITER. — ¿De veras? ¿Sabes que esa libertad de la que te di-
ces esclavo se asemeja mucho a una excusa?
Orestes. — No soy ni el amo ni el esclavo, Júpiter. ¡Soy mi li-
bertad! Apenas me creaste, dejé de pertenecerte.
Electra. — Por nuestro padre, Orestes, te conjuro, no añadas
la blasfemia al crimen.
JÚPITER. — Escúchala. Y
pierde la esperanza de convencerla con
tus razones: este lenguaje parece bastante nuevo para sus
oídos, y bastante chocante.
Orestes. —
Para los míos también, Júpiter. Y
para mi garganta
que emite las palabras y para mi lengua que las modela al
pasar: me cuesta comprenderme. Todavía ayer eras un velo
sobre mis ojos, un tapón de cera en mis oídos; ayer tenía
yo una excusa: era mi excusa de existir porque me habías

63
puesto en el mundo para servir cus designios, y el mundo era
una vieja alcahueta que me hablaba sin cesar de ti. Y luego
me abaiidonaste.
JÚPITER. — ¿Abandonarte, yo?
Orestes. — Ayer yoestaba cerca de Eleara; toda tu naturaleza
se estrechaba a mi
alrededor; tu Bien, la sirena, cantaba y
me prodigaba consejos. Para incitarme a la lenidad, el día
ardiente se suavizaba como se vela una mirada; para predi-
carme el olvido de las ofensas, el cielo se había hecho suave
como el perdón. Mi juventud, obediente a tus órdenes, se había
levantado, permanecía frente a mis ojos, suplicante como una
novia a punto de ser abandonada: veía mi juventud px^r última
vez. Pero de pronto la libertad cayó sobre mí y me traspasó,
la naturaleza saltó hacia atrás, y ya no tuve edad y me sentí
completamente solo, en medio de tu mundito benigno, como
quien ha perdido su sombra; y ya no hubo nada en el cielo,
ni Bien, ni Mal, nadie que me diera órdenes.
JÚPITER. —
;Y qué.^ ¿Debo admirar a la oveja a la que la sar-
na aparta del rebaño, o al leproso encerrado en el lazareto?
Recuerda, Orestes: has formado parte de mi rebaño, pacías la
hierba de mis campos en medio de mis ovejas. Tu libertad
sólo es una sarna que te pica, sólo es un exilio.
Orestes. — Dices verdad: un exilio.
la
JÚPITER. — mal
El no es tan profundo: data de ayer. Vuelve
con nosotros. Vuelve: mira qué solo te quedas, tu propia her-
mana te abandona. Estás pálido y la angustia dilata tus ojos.
¿Esperas vivir? Te roe un mal inhumano, extraño a mi natu-
raleza; extraño a ti mismo. Vuelve: soy el olvido, el reposo.
Orestes. — Extraño a mí mismo, lo sé. Fuera de la naturaleza,
contra la naturaleza, sin excusa, sin otro recurso que en mí.
Pero no volveré bajo tu ley; estoy condenado a no tener otra
ley que la mía. No volveré a tu naturaleza; en ella hay mil
caminos que conducen a ti, pero sólo puedo seguir mi ca-
mino. Porque soy un hombre, Júpiter, y cada hombre debe
inventar su camino. La naturaleza tiene horror al hombre, y
tú, soberano de los dioses, también tienes horror a los hombres.
JÚPITER. —No mientes: cuando se parecen a ti los odio.
Orestes. —Ten cuidado; acabas de confesar tu debilidad. Yo
no te odio. ¿Qué hay de ti a mí? Nos deslizamos uno junto
al otro sin tocarnos, como dos navios. Tú eres un dios y yo
soy libre; estamos igualmente solos y nuestra angustia es
semejante. ¿Quién te dice que no he buscado el remordi-
miento en el curso de estt larga noche? El remordimiento, el
sueño. Pero ya no puedo tener remordimientos. Ni dormir.
(Silencio.)

64
JÚPITER. — ¿Qué hacer?
piensas
Orestes. — Los hombres de Argos son mis hombres. Tengo que
abrirles los ojos.
JÚPITER. — ¡Pobresgentes! Vas de
a hacerles el regalo la sole-
dad y la vergüenza, vas a arrancarles las telas con que yo
los había cubierto, y les mostrarás de improviso su existen-
cia, su obscena e insulsa existencia, que han recibido para
nada.
Orestes. —¿Por qué había de rehusarles la desesperación que
hay en mí, si es su destino?
JÚPITER. —^-Qué harán de ella?
Orestes. —Lo que quieran; son libres y la vida humana em-
pieza del otro lado de la desesperación.
(Silencio,)
Júpiter. —Bueno, Orestes, • todo estaba previsto. Un hombre
debía venir a anunciar mi crepúsculo. ^'Eres tú? /Quién lo
hubiera creído, ayer, viendo tu rostro femenino?
Orestes. —
;Lo hubiera creído yo mismo? Las palabras qu*"
digo son demasiado grandes para mi boca; la desgarran; el
destino que llevo es harto pesado para mi juventud; la ha roto.
JÚPITER. —No te quiero y sin embargo te compadezco.
Orestes. — Yo también compadezco.te
JÚPITER. — Adiós, (Da unos pasos.) En cuanto a
Orestes. ti,

Electra, piensa en esto: mi reino no ha llegado todavía al


fin, tanto se necesita para ello, y no quiero abandonar la
lucha. Mira si estás conmigo o contra mí. Adiós.
Orestes. —
Adiós.
(JÚPITER sale.)

ESCENA III

Los MISMOS menos JÚPITER

(Electra se levanta lentamente.)

Orestes. — /Dónde vas?


Electra. — Déjame. No tengo nada que decirte.
Orestes. — A a quien conozco desde
ti, /tengo que ayer, per-
derte para siempre?
Electra. — no me hubieran permitido cono-
¡Ojalá los dioses
certenunca!
Orestes. — ¡Hermana mía, mi querida
¡Electra! Mi Electra!
único amor, única dulzura de mi vida, no me dejes solo,
quédate conmigo.
Electra. — ¡Ladrón! No tenía casi nada mío, fuera de un poco

65
.

de calma y algunos sueños. Te lo has llevado todo, has ro-


bado a una mendiga. Eras mi hermano, el jefe de nuestra
familia, debías protegerme, pero me has sumergido en la
sangre, estoy roja como un ouey degollado; ¡todas las mos-
cas me siguen, voraces, y mi corazón es una colmena ho-
rrible!
Orestes. —
Amor mío, es cierto, te lo he quitado todo y no
tengo nada que dane fuera de mi crimen. Pero es un pre-
sente inmenso. ^Crees que no pesa como plomo sobre mi
alma? Éramos demasiado ligeros, Electra: ahora nuestros pies
se hunden en la tierra como las ruedas de un carro en un
surco. Ven, partiremos y caminaremos con paso pesado, en-
corvados bajo nuestro precioso fardo. Me darás la mano c
iremos.
— ¿Adonde?
. .

Electra.
Orestes. — No
sé; hacia nosotros mismos. Del otro lado de los
ríos y montañas hay un Orestes y una Electra que nos
de las
aguardan. Habrá que buscarlos pacientemente.
Electra. —
No quiero oírte más. Sólo me ofreces la desdicha
y el hastío. (Saha sobre la escena. Las Erinias se acercan
lentamente.) ¡Socorro! Júpiter, rey de los dioses y de los
hombres, mi rey, tómame en tus brazos, llévame, protégeme.
Seguiré tu ley, seré tu esclava tu cosa, besaré tus pies y
y
rus rodillas. Defiéndeme de las moscas, de mi hermano, de
mí misma, no me dejes sola, consagraré mi vida entera a la
expiación. Me arrepiento, Júpiter, me arrepiento.
(Sale corriendo.)

ESCENA IV

Orestes - Las Erinias

(Las Erinias hacen un movimiento para seguir a EleCTRA,


La Primera Erinia las detiene.)

Primera Erinia. — Dejadla, hermanas, se nos escapa. Pero nos


queda éste, y por mucho tiempo, creo, pues su almita es
tenaz. Sufrirá por dos
(Las Erinias empiezan a zumbar y se acercan a OrestesJ
Orestes. —
Estoy completamente solo.
Primera Erinia. —
Pero no, ah, tú, el más lindo de los asesi-
nos, te quedo yo; ya verás qué juegos inventaré para dis-
traene.
Orestes. — Estaré solo hasta la muerte. Después . .

Primera Erinia. — Valor, hermanas mías, cede. Mirad, sus


ojos se agrandan; pronto resonarán sus nervios como las

66
cuerdas de un arpa bajo los arpegios exquisitos del terror.
Segunda Erinia. —
Pronto el hambre lo arrojará de su asilo;
conoceremos el gusto de su sangre antes de esta noche.
Orestes. —
¡Pobre Electra!
(Entra el Pedagogo.)

FSCENA V
Orestes - Las Erinias - El Pedagogo

El pedagogo. —
Vaya, mi amo, ¿dónde estáis? No se ve nada.
Os traigo un poco de alimento; las gentes de Argos sitian
el templo y no podéis pensar en salir; esta noche trataremos
de huir. (Las Erinias le obstruyen el camino.) ¡Ah! ¿Quié-
nes son éstas? Más supersticiones. ¡Cómo echo de menos el
dulce país del Ática donde era mi razón la que tenía razón!
Orestes. — No de trates mí, desgarrarán
acercarte a te vivo.
El pedagogo. — Despacito, Vaya, tomad viandas
lindas. estas
y mis ofrendas pueden calmaros.
estos frutos, si

Orestes. — ¿Los hombres de Argos, amontonados dices, están


delante templo?
del
El pedagogo. — ¡Ya Yo no podría
lo creo! quiénes son
deciros
los más perversos y los más encarnizados en perjudicaros:
si estas lindas muchachas que están aquí o vuestros queridos
subditos.
Orestes. — Está (Una bien.Abre pausa.) esa puerta.
El pedagogo. — ¿Os habéis vuelto loco? Están ahí detrás, con
armas.
Orestes. — Haz que lo te digo.
El pedagogo. — Por vez me esta autorizaréis a desobedeceros.
Os lapidarán, digo.
Orestes. — Anciano, soy amo y ordenotu te que abras esa
puerta.
^El Pedagogo entreabre la puerta.)
El pedagogo. —¡Ay, ay, ay! ¡Ay, ay, ay!
Orestes. — ¡De par en par!
(El Pedagogo abre la puerta y se esconde detrás de una de
las hojas. La MULTITUD empuja vivamente las dos hojas y se
detiene desconcertada en el umbral. Viva luz.)

escena vi
Los mismos - La multitud

Gritos de la multitud. — ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Lapidadlo!


¡Desgarradlo! ¡Muerte!

67
Orestes (sin oírlos). —
¡El sol!
La multitud. —
¡Sacrflego! ¡Asesino! ¡Carnicero! Serás des-
cuartizado. Te echaremos plomo derretido en las heridas.
Una mujer, —
Te arrancaré los ojos.
Un hombre —
Te comeré el hígado.
Orestes (se ha erguido), —
¿Estáis pues, aquí, muy fieles sub-
ditos míos? Soy Orestes, vuestro rey, el hijo de Agamenón,
y éste es el día de mi coronación.
(La MULTITUD gruñe, desconcertada.)
Orestes. —¿No gritáis más.^ (La multitud calla.) Ya sé: os
doy miedo. Hace quince años justos, otro asesino se irguió
delante de vosotros; llevaba guantes rojos hasta el codo,
guantes de sangre, y no le tuvisteis miedo porque leísteis
en sus ojos que de los vuestros y que no tenía el valor
era
de sus aaos. Un
crimen que su autor no puede soportar ya
ro es el crimen de nadie, ¿verdad.^ Es casi un accidente.
Habéis acogido al criminal como rey, y el viejo crimen se
echó a rodar entre los muros de la ciudad, gimiendo des-
pacito, como un perro que ha perdido a su amo. Me miráis,
gentes de Argos, habéis comprendido que mi crimen es muy
mío; lo reivindico cara al sol; es mi razón de vivir
y mi or-
gullo, no podéis castigarme ni compadecerme,
y por eso me
tenéis miedo. Y sin embargo, oh, mis hombres, os amo,
y por
vosotros he matado. Por vosotros. Había venido a reclamar
mi reino y me habéis r^hazado porque no era de los vues-
tros. Ahora soy de los vuestros, oh, subditos
míos, estamos
ligados por la sangre, y merezco ser vuestro rey. Vuestras
faltas y remordimientos, vuestras angustias nocturnas, el cri-
men de Egisto, todo es mío, lo cargo todo sobre mí. No
temáis a vuestros muertos; son 7nis muertos. Y mirad: vues-
tras fieles moscas os han abandonado por mí.
Pero no te-
máis, gente de Argos, no me sentaré, todo ensangrentado,
en
el trono de mi víctima; un dios me lo ha
ofrecido y he dicho
que no. Quiero ser un rey sin tierra y sin subditos. Adiós,
mis hombres, intentad vivir; todo es nuevo aquí, todo está
por empezar. También para mí la vida empieza. Una vida
extraña. Escuchad, además, esto: un verano,
Scyros se in-
festó de raras. Era una lepra horrible, lo roían
todo; los ha-
bitantes de la ciudad creyeron morir. Pero un
día llegó un
flautista. Se puso de pie en el corazón
de la ciudad —así—.
(Se pone de pie.) Empezó a tocar la flauta
y todas las ratas
fueron a apretarse a su alrededor. Luego se puso
en marcha a
largos trancos, así (baja del pedestal), gritando
a las gentes

68
.

de Scyros: "¡Apartaos!" (La Multitud se aparta.) Y las ratas


levantaron la cabeza vacilando — como lo hacen las moscas —
¡Mirad! ¡Mirad las moscas! Y luego, de golpe, se precipitaron
sobre sus huellas.Y el flautista con las ratas desapareció para
siempre. Así.
(Sale; las Erinas lo siguen aullando)

TELÓN

69
NEKRASOV

Traducción de
MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS

Título original
Nekrasov
© Librairie Gallimard, París, 1955.
© Editorial Losada, S.A., Buenos Aires, 1957
PERSONAJES

PRIMER CUADRO
ORILLAS DEL SENA

El Vagabundo Inspector Goblet


La Vagabunda Primer agente
Jorge de Valera Segundo agente

SEGUNDO CUADRO
DESPACHO DE PALOTLX

JULES PALOTIN Tavernib


Secretaria Perigord
SlBILOT MOUTON

TERCER CUADRO
SALA DE SlBILOT

Jorge de Valera SlBILOT


Un agente Goblet
Verónica

CUARTO CUADRO
DESPACHO DE PALOTIN

Tavernier MOUTON
Perigord Lerminier
Secretaria Charivet
PALOTIN Nerciat
De Valera Bergerat
SlBILOT
QUINTO CUADRO
UN DEPARTAMENTO EN EL HOTEL JORGE V

Primer guardaespaldas SiBILOT


Segundo guardaespaldas Sra.Castagnie
Botones de una florería Verónica
De Valera

SEXTO CUADRO
SALÓN EN CASA DE LA SRA. BOUNOUMI
Baudoin Primera invitada
Chapuis Segunda invitada
Sra. Bounoumi Tercera invitada
Nerciat Cuarta invitada
Perdriere Palotin
Charivet MOUTON
Bergerat Demidov
Lerminier Goblet
Perigord De Valera
Secretaria SiBILOT
Fotógrafo Primer guardaespaldas
Primer invitado Segundo guardaespaldas
Segundo invitado

SÉPTIMO CUADRO
sala de SIBILOT

Jorge de Valera Primer enfermero


Verónica Segundo enfermero
Chapuis Goblet
Baudouin Demidov
OCTAVO CUADRO
DESPACHO DE PALOTIN

Nerciat Chapuis
Charivet MOUTON
Bergerat SiBILOT
Lerminier Tavernier
Palotin Perigord
Baudoin
PRIMER CUADRO

Decorado: Orillas del Sena, cerca de un puente. Claro de luna.

ESCENA I

Vagabundo^, dormido. Vagabunda, sentada y soñando.

Vagabunda. — ;Oh!
Vagabundo (medio despierto). ¡Eh! —
Vagabunda. —
¡Qué linda es!
Vagabundo. —
^Qué?
Vagabunda. —
La luna.
Vagabundo. —
La luna no es linda; se la ve todos los días.
Vagabunda. —
Es linda porque es redonda.
Vagabundo. —
De todas maneras es para los ricos. Y las estre-
llas también. (Se vuelve a acostar y se duerme.)
Vagabunda. — {Mira! ¡Mira! (Le zarandea.)
Vagabundo. — ¿Me vas a dejar en pa2.>
Vagabunda (muy excitada). —
¡Allí, allí, allí!
Vagabundo (frotándose los ojos), —
¿Dónde?
Vagabunda. — ¡En puente, junto
el a la farola! ¡Es uno de ésos!
Vagabundo. — No nada de
tendría extraordinario. Ésta es la
época.
Vagabunda. — Está mirando a la luna. Eso me divierte porque
yo, hace un momento, la miraba también. Se quita la chaqueta.
La dobla. Oye, no está mal.
Vagabundo. —
De todas maneras es un flojo.
'•

Vagabunda. —;Por qué.^


Vagabundo. —
Porque quiere ahogarse.
Vagabunda. —
Sin embargo, eso de ahogarse sería mi especiali-
dad. A condición de no zambulh'rme. Me echaría boca arriba,

1 "Clochard" en el original francés. No es verdadero vagabundo, ya

que no sale de París. Duerme bajo los puentes del Sena. Vive sin tra-
bajar, pero no mendiga nunca.

75
me abriría y el agua me entraría por todas partes, como si fuera
su amante.
Vagabundo. —
Tú parque eres mujer. Un macho de verdad,
cuando se va de este mundo, tiene que ser reventado. A mí . .

no me extrañaría de ese muchacho que hasta sea un poco afe-


minado. (Se vuelve a acostar.)
Vagabunda. — <;No esperas a verlo tirarse?
Vagabundo. — Tengo tiempo. Ya me despertará cuando se de-
cida. {Se duerme).
Vagabunda {a ella misma). — ¡Éste es el momento que pre-
fiero! Justo antes de la zambullida. Tienen el aire tierno. Se
inclina, está mirando la luna en el agua. El agua corre, la luna
no corre. {Zarandeando al VAGABUNDO.) ¡Ya está! ;Ya está!
(Ruido de zambullida.) ¡Qué buena zambullida! . . .

Vagabundo. — ¡Bah! (Se levanta.)


Vagabunda. — ^Dónde vas.^
Vagabundo. — ¡Su chaqueta! Se ha quedado allí arriba.
Vagabunda. — ¡No me vas con ese ahogado!
a dejar sola
Vagabundo. — No tienes qué temer. Se ha quedado en el fondo.
{Se va para salir.) ¡Diablo! No está muerto.
Vagabunda. — ¿Cómo?
Vagabundo. — Nada; la cabeza que volvía a salir. Sólo la ca-
beza; es normal. (Se sienta otra vez.) Tengo que esperar un
poco. Mientras esté vivo no toco la chaqueta; eso sería un robo.
(Chasquea la lengua en señal de disgusto.) ¡Ttttt!
— ¿Qué pasa?
. . .

Vagabunda.
Vagabundo. — No me gusta eso.
Vagabunda. — ¿Pero qué? el
Vagabundo. — nadando!
¡Está
Vagabunda. — ¡Ah! Tú nunca estás contento.
Vagabundo. — ¡No me gustan los chiflados!
Vagabunda. — Chiflado o no, clavará el pico.
Vagabundo. — Eso no quita: es un chalao. Y
luegc^la chaqueta
se Yo, al menos, espero la defunción. Pero te apuesto
jodio.
a que el primero que pase por el puente no tendrá mi delica-
deza. (Se acerca a una bita de amarre y desenrolla la cuerda
que la rodea.)
Vagabunda. — Roberto, ¿qué estás haciendo?
Vagabundo — Desliar
{desenrollando la cuerda). esta cuerda.
Vagabunda. — ¿Para qué?
Vagabundo (haciendo mismo). — Para
lo echársela.
Vagabunda. — ¿Y para qué quieres echársela?
Vagabundo. — Para que la agarre.
Vagabunda. — desgraciado! Deja
¡Párate, eso a los profcsio-

7fí
Nosotros, los vagabundos, somos un indiferente arriate
nales.
de metes en andanzas, te puede costar caro.
flores. Si te

Vagabundo (convencido). Vieja, hablas como un libro.
Vagabunda. — Entonces no le eches la cuerda.
Vagabundo. — Tengo que echársela.
Vagabunda. — ¿Por qué.^
Vagabundo. — Porque nadando. está
Vagabunda (se acerca al borde del muelle). ¡Párate! ¡Pára- —
te! Ya ves; es demasiado tarde: se ha hundido. Más tranquili-
dad.
Vagabundo (mira a su alrededor), —
¡Miseria nuestra! (se acues-
ta de nuevo.)
Vagabunda. — Y
la chaqueta ¿no vas a buscarla?
Vagabundo. —
Ya no tengo coraje "pa" la faena. Un hombre
muerto por falta de socorros; eso me hace pensar en mí: si me
hubieran ayudado, en la vida... (Bosteza.)
Vagabunda. —
¡Apúrate, Roberto, apúrate!
Vagabundo. — Déjame dormir.
Vagabunda. — De ¡La cuerda! Sale otra vez del
prisa, te digo.
agua. (Levanta al vagabundo.) ¡Canalla! Serás capaz de dejar
a un hombre ahogarse.
Vagabundo (se levanta bostezando), ¿Has cambiado de pa- —
recer.^
Vagabunda. — Sí.
Vagabundo (terminando de desenrollar la cuerda). ¿Por qué.^ —
Vagabunda. — Porque ha vuelto a flotar.
Vagabundo. — ¡Vaya usted a comprender a las mujeres! (Echa
la cuerda.)
Vagabunda. — ¡Buena puntería! (Indignada.) ¿Te das cuen-
ta.^ ¡No ia agarra!
Vagabundo (recogiendo lacuerda). —
¡Todas iguales! ¡Un
hombre acaba de agua y tú quietes que se deje sacar sin
tirarse al
protestar! ¿No sabes lo que es el honor (Echa la cuerda otra
.^

vez.)
Vagabunda. — ¡La agarró! ¡La agarró!
Vagabundo (decepcionado), —
Y no ha hecho muchos aspa-
Te
vientos. dije que era medio afeminado, femenino.
Vagabunda. — ¡Se alza él solo! ¡Salvado! ¿No estás orgulloso
de ti.^ Yo me siento orgullosa; es como si me hubieras hecho
un niño.
Vagabundo. —
¿Ves? No sólo hay malas gentes en la vida. Si
yo hubiera encontrado alguien como yo mismo para sacarme
de la mierda (Aparece JORGE, que sale del agua chorrean-
. . .

do,)

77
.

B8CE-NA II

Los mismos y JORGE

Jorge (furioso). — ¡Banda de cretinos!


Vagabunda ( tristemente) —
¿Oís esto?

.

Vagabundo. Lo que es la ingratitud humana.


Jorge (agarrando al vagabundo por la chaqtáeta y zarandeándo-
lo). —
¿Quién te manda mezclarte en esto, saco de piojos? ¿Te
has creído que eres la Providencia?
Vagabundo. — Yo había creído

. .

Jorge. La noche está clara como el


¡Absolutamente nada!
día y no podías equivocarte sobre mis intenciones. Yo quería
matarme, ¿lo oyes? ¿Habéis caído tan bajo que no respetáis
la última voluntad de un moribundo?
Vagabundo. —
Usted no estaba moribundo.
Jorge. —Sí, lo estaba, porque iba a morir.
Vagabundo. —
Usted no iba a morir puesto que no está muerto.
Jorge. —No estoy muerto porque habéis violado mi última
voluntad.
Vagabundo. — ¿Cuál?
Jorge. — La de morir.
Vagabundo. — No era la última.
Jorge. — ¡Sí!
Vagabundo. — No, porque nadaba. usted
Jorge. — ¡Bonita Yo nadaba un poquito esperando hun-
cosa!
dirme. no Si echado cuerda
hubierais la . . .

Vagabundo. — Y usted no hubiera agarrado.


¡Eh! si la

Jorge. — La agarré porque no


. .

más remedio. tenía


Vagabundo. — ¿Y por qué? eso
Jorge. — Mira; por humana. la naturalezacontra ¡El suicidio es
natura!
Vagabundo. — ¡Ya ve lo usted!
Jorge. — ¿Q^c que veo? ¿Túes lo Yo
eres naturista? que
sabía
mi naturaleza protestaría, pero me había arreglado para que
protestara demasiado tarde: el frío se encargaba de entumecer-
me y el agua de amordazarme. Todo estaba previsto: todo,
salvo que un viejo estúpido iría a especular con mis bajos ins-
tintos.
Vagabundo. —
No queríamos hacer daño.
Jorge. —¡Eso es lo que os reprocho! Todo el mundo piensa
hacer daño; ¿no podías hacer como todo el mundo? Si hubie-
ras pensado mal, habrías esperado amablemente a que me
hundiese, habrías subido al puente sin ruido, para recoger la

78
chaqueta que dejé allí y hubieras hecho tres personas felices:
yo, que estaría muerto, y vosotros dos, que habríais ganado
tres mil francos.
Vagabundo. — ¡La chaqueta vale tres mil francos! (quiere es-
caparse, pero Jorge lo alcanza^
Jorge. — Tres mil por lo bajo; puede que cuatro. (El vagabun-
do quiere de nuevo escapar y JORGE lo agarra.) ¡Quédate aquí I

Mientras yo viva, mi ropa me pertenece.


Vagabundo. —
¡Ay!
Jorge. —
Una hermosa chaqueta nueva, de abrigo, a la última
moda, forrada de seda, con bolsillos interiores. Te pasará de-
lante de la nariz; la llevaré conmigo a la muerte. ¿Compren-
des, imbécil? Tú tenías interés en que yo muriera.
Vagabundo. — Eso lo sabía yo, señor, pero sólo me preocupé
de usted.
Jorge (violento). — ¿Qué dices? Embustero.
Vagabundo. — Yo
quería hacerle un favor.
Jorge. — ¡Mientes! (El Vagabundo quiere protestar,) Ni una
palabra más o te "sacudo".
Vagabundo. — Pegúeme si quiere: yo digo la verdad.
Jorge. — Mira, viejo, he vivido treinta y cinco años, he experi-
mentado todas las bajezas y creo conocer el corazón del hom-
bre. Pero ha sido necesario que espere a mi último día para
que una criatura humana se atreva a decirme en la cara y
{señalando el río) ante mi lecho de muerte, que *ha querido
hacerme un favor. Nadie, me oyes bien, nadie ha hecho nunca
un favor a nadie. ¡Felizmente! ¿Sabes que sería deudor tuyo?
¿Yo, tu deudor? Ves: me río; prefiero reírme. (Asaltado por
una sospecha.) Sácame de una duda: ¿por casualidad, te ima-
ginas que te debo la vida? (Le zarandea.) ¡Contesta!
Vagabundo. — ¡No, señor, no!
Jorge. — ¿De quién es mi vida?
Vagabundo. — Suya. Completamente suya.
Jorge (soltándole). — Sí, viejo, no se la debo a nadie,
es mía;
ni siquiera a mis padres que fueron víctimas de un error de
cálculo. ¿Quién me alimentó y educó? ¿Quién consoló mis pri-
meras penas? ¿Quién me protegió contra los peligros del mun-
do? Yo. ¡Yo solo! No tengo que dar cuentas más que a mí.
Soy hijo de mis obras. {Agarra de nuevo al VAGABUNDO por
el pescuezo.) Dime cuál fue la verdadera razón que te impulsó.
Quiero saberla antes de morir. El dinero, ¿eh? ¿Creías que os
daría dinero?
Vagabundo. — Señor, cuando uno se mata es que no tiene
dinero.
Jorge. — Entonces, tenía que ser otra cosa. (Iluminado brus-

79
.

camente.) ¡Caramba! Lo que sois es unos monstruos de orgullo.


Vagabundo estupefacto
i ¿Nosotros?i. —
Jorge. —
Tú te has dicho: "He aquí un hombre de importan-
cia, bien puesto, bien presentado, cuyo rostro, sin ser regular-
mente hermoso, respira inteligencia y energía: seguro este
señor sabe lo que quiere; si ha decidido poner fin a sus días,
debe ser por razones capitales. ¡Muy bien! Yo, una rata de
alcantarilla, una cochinilla, un topo infecto de cerebro podrido,
veo más claro que ese hombre, conozco sus intereses mejor
que él y decido por él que viva". ¿Si eso no es orgullo.'*
Vagabundo. — Francamente...
Jorge. — Nerón arrancaba los esclavos a sus esposas para echar-
los a los peces; y tú, que él, me arrancas de los
más cruel
peces para echarme a los hombres. ¿Te has preguntado, sola-
mente, lo que los hombres quieren hacer de mí? No; has segui-
do tu capricho. ¡Pobre Francia; qué va a ser de ella si sus
vagabundos se regalan con placeres de emperador romano!
Vagabundo (espantado). — Señor...
Jorge. —
¡De emperador romano! Vuestro supremo goce es
hacer que fracase la muerte de los que fracasaron en su vida.
Agazapados en la sombra, acecháis al desesperado del día para
tirar de sus hilos.
Vagabundo. —
¿De qué hilos?
Jorge. —
No te hagas el inocente, Calígula. Hilos tenemos to-
dos y bailamos cuando saben tirarnos de ellos. Tengo razones
para saberlo: he jugado diez años a ese juego. Sólo que yo no
me dedicaba, como
hacéis vosotros, a los niños mártires, a las
muchachas seducidas o a los padres de familia en paro. Yo *

iba a encontrar a los ricos en su casa, en medio de su poder,


y les vendía hasta el aire. ¡Ah! ¡La vida es una partida de
poker en que el doble siete gana al as de picos, puesto que un
Calígula piojoso puede hacerme bailar al claro de luna a mí
que manejaba a los grandes de la tierra! (Lapso de tiempo.)
Bueno, muy bien, ahora voy a ahogarme Buenas noches.
Vagabundo y Vagabunda. —
Buenas noches.
Jorge (volviéndose hacia ellos). —
¿No volverán a empezar?. . .

Vagabundo. — ¿A empezar? . .

Jorge. — La cuerda, ahí, no vais a.


¡Sí! . .

Vagabundo. —
¡Ah! Por eso no tenga cuidado. Yo le juro que
no le salvaremos otra vez.
Jorge. —
¿Y si yo me agito?
Vagabundo. —
Nos frotaremos las manos.
Jorge. —
¿Y si pido socorro?
Vagabunda. —
Cantaremos para que no se oiga su voz.
Jorge. —
¡Perfecto! ¡Está perfecto! (No se mueve.)

80
. . .

Vagabundo. —
Buenas noches.
Jorge. —
¡Qué de tiempo perdido! Debiera estar muerto desde
hace diez minutos.
Vagabundo (tímidamente). —
¡Oh!, señor, diez minutos, ¿eso
qué es?
Vagabunda. — Cuando se tiene, como usted, la Eternidad por
delante.
Jorge. —
¡Ahí quisiera veros! La Eternidad estaba ante mí,
eso es un hecho. Solamente que la he dejado escapar por culpa
vuestra y no sé cómo volver a alcanzarla.
Vagabundo. — No debe estar lejos.
Jorge (designando el río). — No busquéis: está ahí. La cuestión
es reunirse con ella. Comprendedme: yo
tenía la suerte poco
común de pasar por el puente y de estar desesperado al mismo
tiempo; esas coincidencias se vuelven a presentar muy difícil-
mente. La prueba es que ya no estoy en el puente. espero Y
— digo bien^ espero —
estar aún desesperado. ¡Ah! ¡Ahí
están!
Vagabundo (sobresaltado). — ¿Quiénes?
Jorge. — Mis razones para morir. (Cuenta con los dedos.) Aquí
están todas.
Vagabundo (rápidamente). —
No queremos entretenerlo, señor,
pero ya que las ha vuelto a encontrar
— no
. .

Vagabunda (de prisa). Si fuera indiscreción.


— Nos
.

Vagabundo (de prisa). divertiría conocerlas.


Vagabunda (de prisa). — Vemos muchos ahogados estos úl-
timos tiempos.
— Pero no tenemos
.

Vagabundo (de prisa). todos los días oca-


sión de hablarles.
Jorge. —¡Zbzobrad, estrellas! ¡Cielo, llévate tu luna! Hace fal-
ta un doble sol para alumbrar el fondo de la tontería humana.
(A los Vagabundos.) ¿Os atrevéis, de veras, a preguntarme
mis razones para morir? ¡Soy yo, desgraciados, soy yo quien
debe preguntaros vuestras razones para vivir!
Vagabundo. — Nuestras razones ... (A la Vagabunda.) ¿Tú
las conoces?
Vagabunda. — No.
Vagabundo. — Se vive. Es así.
Vagabunda. — Ya que
. .

ha empezado, vale más seguir.


se
Vagabundo. — Ya llegaremos, de todos modos, ¿para qué
apearseen marcha?
Jorge. — Llegaréis, pero, ¿en qué estado? Seréis carroña antes
de ser cadáveres. la ocasión que os ofrezco; dadme
Aprovechad
la mano y saltemos; entre tres, la muerte resulta un juego pla-
centero.
81
.

Vagabunda. —
Pero, ¿por qué morir?
Jorge. —
Porque ya estáis caídos. La vida es como un pánico
en un teatro en llamas. Todo el mundo busca la salida y nadie
la encuentra, todos golpean sobre todos. Desgraciados de los
que caen: allí mismo son pisoteados. ¿No sentís el peso de
cuarenta millones de franceses que os pisan los hocicos.^ No
pisarán los míos. He pisoteado a mis vecinos; hoy estoy por
los suelos; bien, ¡buenas noches! Prefiero mejor tragar tagar-
nina que suelas de zapato. ¿Sabes que durante mucho tiempo
llevé veneno en el engarce de una sortija.^ Qué ligereza; yo
estaba muerto de antemano, me elevaba por encima de la em-
presa humana y la consideraba como un desapego de artista.
¡Y qué orgullo! Mi muerte y mi nacimiento, todo lo he sa-
cado de mí; hijo de mis obras, soy mi propio parricida. Sal-
temos, compañeros: la única diferencia entre el hombre y el
animal es que el primero puede darse la muerte y el segundo
no. (Intenta arrastrar al VAGABUNDO.)
Vagabundo. — Salte yo
primero, señor: le pido un poco de
tiempo para reflexionar.
Jorge. —
Entonces, ¿no te he convencido?
Vagabundo. — No del todo.
Jorge. —- Ya de que yo me suprima; pierdo categoría.
es hora
Otras veces, para convencer no tenía más que hablar. ( A la VA-
GABUNDA.) ¿Y tú?
Vagabunda. — ¡No!
Jorge. — ¿No?
Vagabunda. — No, francamente.
Jorge. — ¡Ven! Morirás en los brazos de un artista. (Quiere
de
tirar ella.)
Vagabundo. — Mi vieja. ¡Dios mío! . . . ¡Mi vieja! ¡Es mía!
¡Es mi mujer! ¡Socorro! ¡Socorro!
Jorge (soltando a la VAGABUNDA). — Cállate. Te van a oír.
(Se ven luces en el puente y a lo lejos. Silbatos.)
Vagabundo las antorchas eléctricas).
(al ver ¡Los polis! —
Jorge. — mí
a quien buscan!
¡Es a
Vagabundo. —
¿Es usted un matón?

. .

Jorge (ofendido). ¿Tengo cara de matasiete, pobre viejo?


Yo soy estafador. (Silbidos. Pensativamente.) ¿La muerte o cin-
co años en chirona? He aquí la cuestión.
Vagabundo (mirando
puente). el —
Parece que quieren bajar.
Vagabunda. —
Si te lo había dicho, Roberto. Nos van a tomar
por sus cómplices y nos van a golpear hasta sacarnos sangre.
(A Jorge.) Por favor se lo pido, señor, si aún tiene usted la
intención de matarse, no se preocupe por nosotros. Incluso le
agradeceríamos mucho si usted se decidiese antes de que ten-

82
.

gamos la policía en las costillas. Por favor, señor, háganos ese


servicio.
Jorge. — Yo no he hecho nunca un favor a nadie y no es el
día de mi muerte cuando voy a empezar a hacerlos. (El VAGA-
BUNDO y la Vagabunda se consultan con la mirada, luego
se lanzan sobre JORGE e intentan empujarlo al agua.) ¡Eh, eh!
¿Qué estáis haciendo.^
Vagabundo. — Queremos darle una mano, señor.
Vagabunda. — Como el primer paso es el que más cuesta

. . .

Vagabundo. Queremos facilitárselo.


Jorge. — ¿Queréis soltarme?
Vagabundo (empujando). —
No se olvide de que está usted
caído por los suelos.
Vagabunda. — Caído, liquidado, rematado.
Vagabundo. — Y van a pisarle en las narices.
Jorge. — ¿Vais a ahogar a vuestro hijo.^
Vagabunda. — ¿Nuestro hijo.>
Jorge. — Yo soy vuestro hijo. Eres tú quien lo ha dicho hace
un momento. (Los empuja, haciéndolos caer.) ¡Tengo derechos
sobre vosotros, infanticidas! ¡Tenéis que proteger al hijo que
habéis traído al mundo contra su voluntad! (Mirando a de-
recha e izquierda.) ¿Tengo tiempo de huir?
Vagabundo. — Vienen por los dos lados.
Jorge. — Sime agarran os pegarán; luego mis intereses son los
vuestros. He aquí lo que quiero; al salvarme os salvaréis voso-
tros y yo no os deberé nada; ni siquiera un poco de agradeci-
miento. ¿Qué es eso? (Señala una mancha oscura en el muelle.)
Vagabundo. —Es mi traje de repuesto.
Jorge. — Dámelo. (El Vagabundo
se lo da.) ¡Perfecto! (Se
quita su pantalón y se pone el traje.) ¡Qué porquería; está
lleno de piojos! CTira el pantalón al Sena.) Rásquenme

. .

Vagabundo, No somos sus criados.


Jorge. — Sois mi padre y mi madre. Rásquenme o los gol-
peo. (Le refriegan.) Ahí están. Yo me acuesto y duermo.
Decid que soy vuestro hijo. (Se acuesta.)
Vagabundo. —
No van a creernos.
Jorge. — Os creerán si dejáis hablar al corazón.

ESCENA III

Los mismos. El INSPECTOR GoBLET. Dos Agentes.

Inspector. — Buenas noches, pimpollos.


Vagabundo (gruñido impreciso). — ¡Hon!
Inspector. — ¿Quién ha gritado?

83
Vagabunda. — ¿Cuándo^
Inspector. — Hace un momento.
Vagabunda (señalando a su marido). — Era él.

Inspector. — ¿Voi qué gritaba.^


Vagabunda. — Yo pegaba.
le
Inspector. — ¿Es verdad que lo (Le
dice.-^ ¡Contesta! zarandea.)
Vagabundo. — ¡No me toque! Estamos en una república y
tengo derecho de
el cuando mi mujer me
gritar pega.
Inspector. — ¡Chut! ¡Chut! Sé paciente de y suave: soy la
policía.
Vagabundo. — No tengo miedo de la policía.
Inspector. — Es un error.
Vagabi'NDO. — ¿?ot Yo no he hecho nada malo.
qué.^
Inspector. — Pruébalo.
Vagabundo. — Es usted quien que probar que yo soy
tiene
culp>able.
Inspector. — Yo de acuerdo pero
estaría pobre; la policía es
mejor que las pruebas que tienen mucho
preferimos precio,
la confesión que no cuesta nada.
Vagabundo. — Yo no he confesado nada.
Inspector. —Estáte tranquilo; ya confesarás: todo pasará den-
tro de la legalidad. (Á los agentes.) Embarcadles.
Agente 1^ — <Qué hay que hacerle confesar, patrón.'^
Inspector. —Oh, el crimen de Pontoise y el robo de Charen-
ton. (Arrastran a los VAGABUNDOS.) ¡Deteneos! (Va hacia los
Vagabundos. Arfiable mente.) ^;No podríamos entendernos,
como amigos, los tres.*^ Sentiría mucho que os hicieran daño.
Vagabunda. — Por mí, de acuerdo, Inspector.
Inspector. — Busco a un hombre. Treinta y cinco años, un
metro setenta y ocho, pelo negro, ojos grises, traje de "twecd",
muy elegante. ¿Lo habéis visto.^
Vagabundo. — ;Cuándo.^
Inspector. — Esta noche.
Vagabundo. — Francamente, no. (A ella.) ¿Y tú?
Vagabunda. — ¡Ah, no! Un hombre tan guapo, figúrese si yo
me hubiera dado cuenta. ("JORGE estornuda.)
Inspector. — ;Quién es ése.^
Vagabunda. — Nuestro mayor. hijo
Inspector. — ¿Por qué castañetean
le dientes? los
Vagabunda. — Porque duerme.
Vagabundo. — Cuando duerme castañetean le los dientes; le
pasa eso desde niño.
Inspector Agentes). — Sacudidlo. (Zarandean a Jorge
(a los
que selevanta y se restriega los ojos.)
Jorge. — Cuando una pinta como
se tiene vuestra debería la

84
prohibirse despertar a las gentes de sopetón.
Inspector (presentándose). —
Inspector Goblet. Sé correcto.
Jorge. —¿Correcto.^ Yo no he hecho nada; demasiado honra-
do para serlo. (Á la VAGABUNDA.) Estaba soñando, mamá.
Inspector. — ¿No te han despertado los gritos de tu padre?
Jorge. — ¿Ha gritado?
Inspector. — Como un cerdo cuando lo degüellan.
Jorge. — Grita siempre; acostumbrado.
estoy
Inspector. — ¿Siempre? ¿Por qué?
Jorge. — Porque mi madre pega siempre. le
Inspector. — ¿Le pega y no impides? ¿Por qué?
tú lo
Jorge. — Porque yo soy de mamá.
partidario
Inspector. — ¿Has un moreno grande de
visto a ojos grises,
con un de "tweed"?
traje
Jorge. — que Sí Me quería
lo vi, a ese granuja. tirar al agua.
Inspector. — ¿Cuándo? ¿Dónde?
Jorge. — En mi sueño.
Inspector. — (Entra un Agente
¡Imbécil! corriendo,)
Agente. — Encontramos chaqueta en su puente. el
Inspector. — Se ha O nos quiere hacer
tirado al agua. creer
eso. (A Vagabundos J ¿No habéis oído nada?
los
Vagabunda. — No.
Inspector Agentes). — ¿Creen ustedes que
(a los ha se aho-
gado?
Agente — Me
1- extrañaría.
Inspector. — A mí también. Ese un tipo es león: se batirá
mientras tenga un poco de aliento. (Se sienta al borde del
agua.) Sentarse, muchachos. Sí, sí, sentarse: somos todos igua-
les ante el fracaso. (Los Agentes se sientan.) Saquemos fuer-
zas del espectáculo de la naturaleza. ¡Qué claro de luna! ¿Veis
la Osa Mayor? ¡Oh! ¡Y la Menor! En esta noche maravillosa
la caza delhombre debería ser un placer.
Agente 1- — ¡Ay!
Inspector. —
Se lo he dicho al jefe, vosotros lo sabéis. Le he
dicho: "Patrón, prefiero decirle que no le echaré el guante".
Yo soy una mediocridad y no me da vergüenza decirlo: los
mediocres son la sal de la tierra. Dadme un asesino mediocre
y lo engancho en un dos por tres; entre mediocres todo se
comprende, se prevé. Pero a ese hombre, qué queréis, yo no
lo huelo. Es el estafador del siglo, el hombre sin rostro; ciento
dos estafas y ni una sola condena. ¿Qué puedo hacer yo? El
genio me estropea todo: no lo preveo. (A los Agentes.) ¿Dón-
de está? ¿Qué hace? ¿Cuáles son sus reacciones? ¿Cómo quie-
re usted que yo lo sepa? Esas gentes no son como nosotros.

85
. . .

I Agachándose.) Mire, ¡que es esto! {Leí untando un pantn


lón.) ¡Su pantalón!
Agente —
Se lo habrá quitado para nadar.
1'
Inspector. —
¡Imposible! Lo encontré en el tercer escalón,
lejos del agua, f Jorge, arrastrándose por la izquierda, desapa-
rece.) Espere un ¡xko. él se ha desvestido aquí, debe haber . .

encontrado un traje de repuesto y ese traje. ¡Caramba! (Se . .

da vuelta hacia el lugar que JORGE acaba de abandonar.) ¡De-


ténganlo! ¡Deténganlo!. . {Los AGENTES corren detrás.) . .


. .

Vagabundo. ¿Irma.^
Vagabunda. — ^ Roberto.^
Vagabundo. — ^Te diste cuenta?
Vagabunda. — Sí sí Dame la mano

. . . . . . . .

Vagabundo. Adiós, Irma



. .

Vagabunda. Adiós, Roberto...


Inspector (volviéndose hacia ellos). En cuanto a vosotros, —
mugrientos. (Los dos Vagabundos, como si se los tragara la
. .

tierra tomados de las manos.) ¡Alcanzadlos! ¡Alcanzad- . . .

los! (Los Agentes corren y se echan al agua. El INSPECTOR,


. . .

secándose la frente.) ¡Ya decía yo que no lo agarraría nunca!

TELÓN

SEGUNDO CUADRO

Decorado: El despacho de JULIO Palotin, director de "La


Tarde de Parts". Un gran escritorio para él. Uno más pequeño
para la SECRETARIA. Sillas, teléfono, etc. Dos "ajjiches*' de "La
Tarde de Parts". En el muro tres fotos de Palotin.

ESCENA I

Julio, la Secretaria

Julio (mirando las fotografías que lo representan). — ¡Estoy


bastante parecido! ¿Qué te parece.^
Secretaria. — Yo prefiero aquélla.
Julio. —
Busca unas chinches. Vamos a colocarlas en la pared.
(Colocan las fotografías en la pared.)
Secretaria. —
El Consejo de Administración se ha reunido. .

Julio. —
¿Cuándo.^

86
Secretaria. — Ayer.
JliLio. — ¿Sin avisarme? No me parece buen indicio. ¿Qué
han dicho?
Secretaria. —
Luciano trató de escucharlos, pero hablaban muy
bajo. Al salir presidente dijo que pasaría hoy a verlo a usted.
el
Julio. —¡Me da mala espina! ¡Fifí, me da mala espina! Ese
viejo roñoso me quiere hacer saltar. (El teló joño.)
Secretaria. —
Aló. sí. muy bien, señor presidente.
. . . . (A . .

JULio.j ¿Qué le decía yo? Pregunta si puede usted recibirlo


dentro de una hora.
Julio. —¡Claro que sí, puesto que no puedo impedirlo!
Secretaria. —
Sí, señoj presidente. Bien, señor presidente.
(Cuelga el teléfono.)
Julio. —¡Mezquino! ¡Roñoso! ¡Tacaño! (Llaman a la puerta.)
¿Qué pasa? (Se abre la puerta y aparece SiBlLOT.j

ESCENA II

SiBiLOT, Julio y la secretarla

Julio. —¿Eres tú, Sibiiot? Entra. ¿Qué quieres? Te concedo tres


minutos. fSiBiLOT entra.) Siéntate, f Julio no se sienta nunca.
_

Se pasea de un lado a otro de la habitación.) Bueno, habla.


SiBiLOT. — Patrón, hace siete años que usted decidió consagrar
la página cinco a combatir la propaganda comunista y me hizo
el honor de confiármela por entero. Desde entonces me he ago-
tado en este trabajo: no cuento para nada el haber perdido mi
salud, mi pelo, mi buen humor, y si por servir hiciera falta po-
nerse más triste y más maniático aún, yo no vacilaría un ins-
tante. Pero hay un bien al que no puedo renunciar sin que el
mismo periódico no sufra: se trata de la seguridad material. La
lucha contra los separatistas ^yivg^ inventiva, tacto y sensibilidad;
no temo decir que, para llamar la atención, hay que ser un
poco visionario. No carezco de esas cualidades pero, ¿cómo
conservarlas preocupaciones exteriores me consumen? ¿Có-
si las

mo encontrar el epigrama vindicativo, la observación vitriolesca,


la palabra que no perdona, cómo pintar el Apocalipsis que nos
amenaza y profetizar el fin del mundo ú el agua entra tn mis
zapatos y no puedo echarles medias suelas?
Julio. —¿Cuánto ganas?
SiBlLOT (señalando a la mecanógrafa). —
Dígale que salga, f Ju-
lio lo mira con sorpresa.) Se lo ruego: sólo un minuto.
Julio (a la secretaria). —
Vete a buscar la prueba de la pri-
mera plana. (Sale la SECRETARIA.) ¿Qué te impide hablar de-
lante de ella?

87
SlBlLOT. — Me da vergüenza confesar que gano. lo
Julio. — ¿Es demasiado?
SiBiLOT. — Demasiado poco.
Julio. — Veamos eso.
SiBiLOT. — Setenta mil francos.
Julio. — ¿Al año.^
SiBiLOT. — Al mes.
Julio. — Pero un es muy decente, no veo
salario que da y lo
vergüenza.
SiBiLOT. — Yo digo letodo mundo que gano
a el cien.
Julio. — Bueno, continúa. Mira: permito aumentar te hasta cien-
to veinte; creerán que ganas por menos noventa. lo
SiBlLOT. — patrón... (Lapso.) ¿No podría usted
Gracias, dár-
melos de verdad.^
Julio — ¿Los ciento veinte?
(sobresaltado).
SiBlLOT. — ¡Oh! No: noventa. Desde hace cinco
los mi arios
mujer estáen la ya no doy abasto para mantenerla.
clínica y
Julio (tocándose —
La frente). fSiBlLOT hace un signo
Está. . .

(Nuevo signo de asentimiento.) ¡Poorc


ajirm4ttivo.) ¿Incurable?
viejo! (Lapso.) ¿Y tu hija? Yo creía que te ayudaba.
SiBlLOT. — Hace lo que puede, pero no es rica. Y luego, no
tiene mis ideas.
Julio. — ¡Vamos! dinero no El tiene ideas.
SiBlLOT. — Es que. es progresista.
Julio. — ¡Vaya! ¡Vaya! Eso
. .

le pasará.
SiBlLOT. — Pero mientras completo mi presupuesto con
tanto, yo
el oro de Moscú. Para un profesional del anticomunismo es vio-
lento.
Julio. — Al contrario: cumples con tu deber. Mientras ese oro
queda entre tus manos, no pue^e ser perjudicial.
SiBlLOT. — ¡Incluso con el oro de Moscú, los finales de mes son
una pesadilla!
Julio (sospechando). —
Mírame, Sibilot. A los ojos. Fijamente a
los ojos. ¿Tienes cariño por tu oficio?
Sibilot. — patrón.Sí,

Julio. — ¡Hum! Y mí, hijo mío, ¿me quieres?


a
Sibilot. — patrón.
Sí,

Julio. — Dilo de forma mejor.


otra
Sibilot. — ¡Lo quiero!
Julio. — ¡Eso blando! ¡Blando! ¡Blando!
es Sibilot, nuestro dia-
rio es un acto de anwr, el signo de unión entre las clases y yo
quiero que mis colaboradores trabajen en él por amor. No te
tendría un minuto más si sospechase que haces tu oficio por
apetito de ganancia.

%%
SiBiLOT. — Usted, sabe, patrón, el amor, en la quinta plana, no
tengo a menudo la ocasión.
— ¡Qué
. .

Julio. error, Sibilot! En la quinta, el amor está entre


líneas. Tú por amor del amor contra los granujas que
te bates
quieren retrasar la fraternización de clases impidiendo a la bur-
guesía que integre su proletariado. Es una tarea grandiosa: co-
nozco algunos que considerarían su cumplimiento como un de-
ber sin ninguna recompensa. Y
tú, tú que tienes la suerte de
servir la más noble de las causas y encima de que te paguen,
¡te atreves a reclamarme un aumento! (La secretaria vuelve
con el diario.) Déjanos. Estudiaré tu caso con benevolencia.
SiBlLOT. — Gracias, patrón.
Julio. —No te prometo nada.
Sibilot. — Gracias, patrón.
Julio. —Te llamaré cuando haya tomado mi decisión. Adiós,
amigo.

ESCENA III

Julio, la secretaria

Julio (a la secretaria}. — Gana setenta billetes por mes y


quiere que le aumente. ¿Qué te parece?
Secretara (indignada). ¡Oh! —
Julio. — Cuida de que no ponga más los pies aquí. (Tofna el
diario y le da una hojeada.) ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! (Abre la puerta de
su oficina.) ¡Tavernier! ¡Perigord! ¡Conferencia de primera pla-
na! (Entran Tavernier y Perigord. La secretaria sale.)

ESCENA IV

Julio, la secretaria, Tavernier, Pericx)rd

Julio. — ¿Qué hay, muchachos.*^ ¿Mal de amores.*^ ¿Problemas de


salud .^

Tavernier (extrañado). — Francamente, no.


— Nome
. .

Perigord (extrañado). creo...


Julio. — Entonces, ¿ya no queréis.^
Tavernier. — ¡Hombre, Julio!
Perigord. — Sabes muy bien que todo el mundo te adora.
Julio. — No: vosotros no me adoráis. Me queréis un poco, por-
que soy amable, pero no me adoráis. No carecéis de celo, pero sí
de ardor. Ésta es mi mayor desgracia: ¡yo tengo fuego en las
venas y estoy rodeado de tibios!
Tavernier. — Pero, Julio. ¿Qué es lo que hemos hecho?

89
Julio. — Me habéis saboteado primera plana poniéndole
la tí-
que
tulos para mueran de se papúes.
risa hasta los
Perigord. — c'Qué había que poner, patrón.^
Julio. — Eso que os pregunto, muchachos. ¡Proponed!
es lo
Buscad bien: yo quiero una locomotora, un título
(Silencio.)
atómico. Hace ochodías que estamos estancados.
Tavernier. — Hay lo de Marruecos.
Julio. —¿Cuántos muertos.^
Perigord. — Diecisiete.
Julio. — ¡Vaya! Dos más auc ayer. A segunda página. Y pon-
dréis como título: "Marraxech: emocionantes manifestaciones
de lealtad". Y como subtítulo: "Los elementos sanos de la po-
blación condenan a los facciosos". ¿Tenemos una foto del ex
Sultán jugando a los bolos.'^
Tavernier. —
Está en los archivos.
Julio. —Ésa, en primera página. Y conK) pie: "El ex Sultán de
Marruecos parece habituarse a su nueva residencia".
Perigord. — Con todo eso no tenemos el gran titular.
Julio. — En efeao. (Reflexiona.) ¿Y Adenauer.^
Tavernier. — Buena bronca nos ha echado ayer.
Julio. — Le desdeñamos: ni una p>alabra. ¿Y la guerra? ¿Cómo
es hoy.^ ¿Fría o caliente?
Perigord. — Buena.
Julio. — Tibia, en resumen. Se parece a vosotros. (Perigord le-
vanta dedo.) ¿Tienes un
el título?
Perigord. — "La guerra se aleja."
Julio. — No, ¡por Dios!, no. Que se aleje lo que quiera. Pero
no en primera plana. En la primera, las guerras se acercan.
¿Y en Washington? ¿No ha rechistado nadie? ¿lice? ¿Dulles?
Perigord. — Mudos.
Julio. — No sé qué hacen. (Tavernier levanta el dedo.) Anda.
Tavernier. — "Silencio inquietante de América."
lULIO. — No.
Tavernier. — América no inquieta, sino que tranquiliza.
Perigord. — "Silencio tranquilizador de América."
Julio. — 'Tranquilizador". Pero, viejo, yo no soy solo: tengo de-
beres para con los accionistas. ¿Crees que voy a divertirme en-
cajando un "tranquilizador" en grandes titulares para que la
gente pueda verlo de lejos? Si se tranquilizan de antemano,
¿para qué quieres que me compren el diario?
Tavernier (levantando el dedo). —
"Silencio inquietante de la
U. R. S. S."

Julio. — ¿Inquietante? ¿La U. R. S. S te inquieta, ahora? ;Y


entonces, la bomba H, qué es? ¿Pamplinas "pa" los canarios?
Perigord. — Propongo un sobretítulo: "América no toma por

90
. .

lo trágico el..." y debajo: "Silencio inquietante de la


U. R. S. S.".

Jorge. — ¡Estás gastando bromitas con América, buscándole las


pulgas!
Perigord. — ¿Yo?
Julio. — ¡Canastos! Si ese silencio es inquietante, América se
equivoca al no inquietarse.
Perigord. — "Washington no toma ni a lo trágico ni a la ligera
el SILENCIO INQUIETANTE DE LA U. R. S. S."

Julio. —¿Y eso qué es? ¿Un título de diario o la carga de


los elefantes salvajes? Que haya ritmo, |X)r Dios, ritmo. ¡Hay
que ir de prisa! ¡De prisa! ¡De prisa! No se escribe un diario
conK) se baila. ¿Sabes cómo se escribiría tu titular donde los
gringos?^: "U. R. S. S.: Silencio; U. S. A.: Sonrisas". Eso es
"swing". ¡Ah! ¡Que no tenga yo colaboradores americanos! (En-
tra la SECRETARIA.; ¿Qué hay?
Secretaria.— El alcalde de Travadja.
Julio (a Perigord.) — ¿Están ahí los fotógrafos?
Perigord. — No.
Julio. — ¡Cómo! ¿No has llamado a los fotógrafos?
Perigord. — Pero yo no si sabía . .

Julio. — Que esperen un poco y reunís a todos los fotógrafos de


la casa. (A Perigord.) ¿Cuántas veces he dicho que quiero te
un diario humano? Estamos demasiado
(Sale la SECRETARIA.)
lejos del lector: de ahora en adelante "La Tarde de París" tiene
que estar asociado en todas las memorias a un rostro familiar,
sonriente, tierno. ¿Qué rostro, Tavernier?
Tavernier. —
El tuyo, Julio.
Julio (a Perigord). —
Travadja ha sido destruida por una ava-
lancha y su alcalde viene a recibir el producto de la colecta
que hemos organizado; ¿cómo no has comprendido, Perigord,
que ésta era la ocasión para mí de aparecer por primera
vez ante nuestra clientela y de reflejarle su propia generosidad?
(Entra la secretaria.)
Julio. — Di que entre el alcalde. (Sale la secretaria.) ¿Dónde
está Travadja? ¡De prisa!
Perigord. — En el Perú.
Julio. — ¿Estás seguro? Yo creía que estaba en Chile.
Perigord. — Tú debes saberlo mejor que yo.
TULIO. — ¿Y ¿Qué parece?
a ti? te
Tavernier. — Yo me hubiera por Perú pero
inclinado el segu-
ramente tú tienes razón: esto es.
Julio. — ¡Menos
.

¡No me da vergüenza
vaselina! autodidac- ser

^ Gringo: traducción del término peyorativo "amerloques". (N del T.)

91
to! Traed el mapamundi. (Lo traen. JULIO se errodilla ante él.)
No encuentro el Perú.
Tavernier. —
Arriba y a la izquierda. No tan arriba: ¡ahí!
Julio. —
Dime, rsto es un pwñuclo de bolsillo. ¿Y Travadja?
Tavernier. —
Es ese punto negro, a la derecha.
Julio i seco). —
Tienes mejor vista que yo, Tavernier.
Tavernier. —
Te pido perdón, Julio. (Entra el alcalde De
Travadja seguido de los fotógrafos.)

B8CENA V
£/ ALCALDE DE TRAVADJA. JuLK), TAVERNIER, la SECRETARIA,
el INTÉRPRETE y ¡OS FOTÓGRAFOS

Julio. — ¡Dios, dónde cheque! (Se está el registra.)


Tavernier. — En chaqueta. tu
Julio. — Pero dónde ^mi chaqueta.^ está
Alcalde (como comenzase una alocución). — Na.
si
— Buenos
. .

Julio (con prisa.) Póngase (A días, señor. ahí. los


Fotógrafos.) Es de Aprovéchenlo. ustedes.
Alcalde. — Na. (Los Fotógrafos
. . rodean. Fogonazos de lo
magnesio.)
Julio. — ¡Tavernier, Perigord! (Anda a gatas bajo mesas.) las
Alcalde. — Na... Na... (Fotos.) (Fotos.)
Julio su chaqueta de debajo de una mesa
(saca de un y ella
cheque. Grito de — ¡Ya tengo!
victoria). lo
Alcalde. — Na. ¡Oujdja! . (Rompe a
(Fotos.) . . . sollozar.)
fotógrafos). — ¡Adelante! ¡Por Dios! ¡Adelante!
.

Julio (a los
(A SECRETARIA.^ Tomen como pie: "El alcalde de Travadja
la
llorade gratitud ante nuestro directoi". {Los fotógrafos han
tomado sus fotos. El ALCALDE sigue llorando. Al INTÉRPRETE.)
Dile que se pare. Ya tomaron las fotos.

. .

Intérprete. O ca r¡.
Alcalde. —
Ou pe ca mi neu.
Intérprete. —
Preparó un discurso en el avión y llora porque
no se lo dejan pronunciar.
Julio —
Usted lo traducirá y nosotros lo publicaremos "in ex-
tenso".
Intérprete. — ¡Ra ca cha pour!
Alcalde. — ¡Paim-pon!
Intérprete. — Se empeña en pronunciarlo. Me permito hacerle
la observación de que la ciudad de Travadja está situada a 38 10
metros de altura y el aire está allí rarificado Los oradores, que
se ahogan fácilmente, han aprendido a ser concisos.
Julio. — ¡E)e prisa! .Entonces, de prisa!

92
Alcalde (leníaf/iente). —
Na vo k¡. No vo ka. Ka Ko re.
Intérprete. —
Los hijos de Travadja no olvidarán jamás la
generosidad del pueblo francés. (Lapso.)
Julio. —¿Y luego?
Intérprete. Eso es todo. —
Julio (dando la señal para los aplausos). ¡Maravilloso discur- —
so! (Á PERiGORD.y Ahora, nosotros dos, Travadja. (Le tiende el
cheque. El ALCALDE lo toma.) ¡Tómenselo otra vez! ¡De prisa!
Es para los fotógrafos. {Le tonian de nuevo el cheque al AL-
CALDEj
Fotógrafo (poniendo una guia de teléfonos en el suelo.) —
Julio

. . .

Julio. ^Eh.^
Fotógrafo. — Si hicieras el favor de subirte encima de la
guía.
— ¿Por qué?
. .

Julio.
Fotógrafo. — La generosidad se practica de arriba abajo.
Julio. — Entonces, pongan dos guías. (Sube sobre las guias y
tiende cheque. El ALCALDE
el cheque. Flash.) tor?ia el
Fotógrafo. — ¡Todavía! (Le vuelve a tomar el cheque al AL-
CALDE y se lo tiende a Julio. Sigue el mismo juego.) ¡Una
vez más! (El mismo juego. El alcalde se pone a llorar.)
Julio. —
¡Basta, voto a tal! ¡Basta! (Pone el cheque en la mano
del alcalde. j ¿Cómo se dice, hasta la vista?
Intérprete. La pi da. —
Julio (al alcalde). ¡Lapida! —
Alcalde. —
La pi da. (Se abrazan.)
Juno (estrechando al alcalde en sus brazos). — Hijos míos, yo
creo que estoy llorando. ¡Rápido, un flash!
(Foto. Julio enjuga una lágrima y muestra sonriendo su dedo
húmedo al ALCALDE. El ALCALDE hace lo mismo y toca el dedo
de Julio con su dedo. Foto.)
Julio (a los fotógrafos). - - Paseadle: el Sacré-Coeur, el Sol-
dado Desconocido, Folies Bergéres. (Al alcalde.J ¡Lápida!
Alcalde (sale andando de espaldas e inclinándose). La pi da, —
la pi da.
(Salen los FOTÓGRAFOS y el INTÉRPRETE.)

ESCENA VI

Julio, Tavernier, la secretaria

Julio. —
Muchachos, ¿hay mayor placer que el de hacer el bien?
(Bruscamente.) ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
Perigord (inquieto). — Julio...

93
.

Jl'LlO. — muchachos: siento venir una idea.


Silencio,
Perigord SECRETARIA).
(a la —
Detente, Fifí, detente: ¡he aquí
la Idea! (Silencio. JULIO se pasea a lo largo de la pieza.)

Julio. —
¿A qué día estamos?
Perigord. —
A martes.
Julio. —
Perfeao. Quiero un día de bondad por semana: será
el miércoles. Cuento contigo, Rogelio: a partir del viernes en-
cuentras refugiados, escapados, supervivientes, huérfanos com-
pletamente desnudos. El sábado abres la colecta y el miércoles
anuncias los resultados ¿Comprendido, chaval? ¿Qué nos pre-
paras para el próximo miércoles?
Perigord. —
Pues bien. yo. ¿Por qué no los sin hogar?

. . . .

Julio. ¿Los sin hogar? ¡Excelente! ¿Dónde viven tus sin ho-
gar? ¿En Caracas? ¿En Puerto Rico?
Perigord. —
Yo pensaba en los de nuestro país.
Julio. —
¡Estás loco! Nuestros siniestrados tienen que ser víc-
timas de catástrofes estrictamente naturales; si no, vas a echar
a perder el anK)r en sórdidas historias de injusticia social. ¿Os
acordáis de nuestra campaña "Todo el mundo es feliz"? No
hemos convencido por completo a todo el mundo en aquella
época. Pues bien, si este año lanzamos una nueva campaña
'Todo el mundo es bueno", ya veréis, todo el mundo nos creerá.
He ahí lo que yo llamo la mejor propaganda contra el comu-
nismo. ¡Vamos al título, muchachos! ¡Al título! ¿Qué propo-
néis?
Tavernier. — No proponíamos nada, Estábamos en Julio. las
nubes.
Perigord. — Aparte de marroquíes muertos.
los diecisiete
Tavernier (prosiguiendo). —
.

.dos .un milagro en


. suicidios,
cambios de notas diplomáticas, un robo de
Trouville, alhajas. . .

Perigord (prosiguiendo). — .cuatro accidentes de


. . carretera y
dos incidentes de frontera...
Tavernier (prosiguiendo). — ...no ha pasado absolutamente
nada.
Julio. — ¡Nada de nuevo! ¿Y os quejáis? ¿Qué os hace falta?
¿La toma de la Bastilla? ¿El Juramento del Juego de Pelota?
Hijos míos, yo soy un periodista gubernamental y no soy yo
quien va a escribir la historia puesto que el gobierno se obs-
tina en no hacerla y al público no le interesa. A cada uno su
oficio: la gran historia para los historiadores, y para los gran-
des diarios, lo diario. Y
lo diario es lo contrario de lo nuevo:
es lo que se reprodiice todos los días desde la creación de!
mundo: homicidios, robos, corrupción de menores, gestos bo-
nitos y premios de virtud. (Teléfono.) ¿Qué hay?
Secretaria (que ha descolgado). Es Lancelot, patrón. —
94
Julio. —
¿Alió? ¡Oh! ¡Ah! ¿A qué hora? Bueno, bueno, bueno.
(Cuelga.) Ya está vuestro titular, muchachos: Jorge de Valera
acaba de escaparse.
Perigord. —
¿El estafador?
Taví.kmir. —
¿El hombre de los cincuenta millones?
Julio. —
1:1 mismo. Es el Genio del siglo. Pongan su foto en
primera plana al lado de la mía.
Tavernier. —
El bien y el mal, patrón.
Julio. —
El enternecimiento y la indignación son sentimientos
digestivos: no olvidéis que nuestro diario sale por la tarde.
(Teléfono.) ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? ¡No! ¡No! ¿No hay detalles?
¡Oh! ¡Oh! Bueno. (Cuelga.) ¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios!
Tavernier. —
¿Lo agarraron de nuevo?
Julio. —
No, pero los grandes titulares no vienen nunca solos.
Hace un momento me faltaban; ahora, me sobran.
Tavernier. — ¿Qué ha pasado?
Julio. — ministro
El del Interior soviético ha desaparecido.
Perigord. — ¿Nekrasov? ¿Está a la sombra?
Julio. — Mucho más gracioso; parece que ha elegido la libertad.
Perigord. — ¿Qué se sabe de eso?
Julio. — dsi y nada, eso es lo que me fastidia. Se sabe que no
estaba en la Ópera el martes pasado y desde entonces, nadie
lo ha visto.
Tavernier. — ¿De dónde viene la noticia?
Julio. — De Reuter y de A. la F. P.
Tavernier. — ¿Y Tass?
Julio. — Ni una palabra.
Tavernier. — ¡Hum!
Julio. — Pues ¡hum! sí:
Tavernier. — ¿Entonces? ¿Qué hacemos? ¿Nekrasov o Valera?
Julio. — Nekrasov. Pongan "Nekrasov desaparece", y como sub-
título: "El ministro del Interior soviético parece que ha ele-
gido la libertad". ¿Tenéis una foto?
Perigord. —
Ya la conoces, Julio: parece un pirata con una
cortinilla sobre el ojo derecho.
Julio. — La pondréis junto mía para guardar a la el contraste
del Bien y del Mal.
Perigord. — ¿Y de Valera? la
Julio. — ¡En páginala (Teléfono.) otro gran
cuatro! Si es titu-
lar mato a alguien.
Secretaria. — ¿Alió? señor Sí. EnSí, presidente. seguida, se-
ñor (Cuelga.)
presidente.
Julio Tavernier y PerigordJ. — Desaparezcan, muchachos.
(a
Hasta luego.
(Salen PERIGORD y TAVERNIER. Julio contempla su chaqueta

95
con perplejidad; luego, pasado un instante de vacilación, se la
pone.)

nCBNA VII

Julio, Mouton, la secretaria

Julio. — Buenas mi querido


tardes, presidente.
MOUTON. — Buenas mi querido
tardes, Palotin. (Se sienta.) Sién-
tese usted.
Julio. — no inconveniente,
Si usted tiene quedar de prefiero pie.
MoUTON. — tengo inconveniente. ¿G3mo quiere
Sí que usted le
hable si tengo que buscarlo incesantemente por los cuatro rin-
cones del despacho .'^

Julio. —
¡Como usted quiera! (Se sienta.)
MoUTON. —
Vengo a anunciarle una excelente noticia: el mi-
nistro del Interior me telefoneó ayer y me ha dado a entender*
que planeaba concedernos la exclusividad de los Anuncios del
Trabajo.
Julio. —
^Los Anuncios del Trabajo.^ Eso es. ¡eso es inespe- . .

rado!
MouTON. —
^;No es verdad.'^ Después de esta conversación tele-
fónica me he preocupado de reunir al Consejo y todos nues-
tros amigos están de acuerdo en subrayar la suma importancia
de esta decisión: podremos mejorar la calidad del diario re-
duciendo los gastos.
Julio. —
Publicaremos veinte páginas: ¡hundiremos a "Paris-
Presse" y a "France-Soir"!
MoUTON. — Seremos el primer diario que publique fotos en
color.
Julio. — /Y qué
pide el ministro, a su vez?
MoUTON. —
¡Pero querido amigo! Nada. Absolutamente nada.
Nosotros aceptamos el favor cuando reconoce el mérito y lo
rechazamos cuando pretende comprar las conciencias. El mi-
nistro es joven, emprendedor, deportivo: quiere galvanizar a
sus colegas, hacer un gobierno verdaderamente moderno. co- Y
mo "La Tarde de París" es un pericxhco gubernamental, se le
dan los medios de modernizarse. El propio ministro ha dicho
esta palabra deliciosa: "Que la hoja de repollo se convierta en
una hoja de apoyo" ^
Julio (riendo a carcajadas, luego bruscamente serio). ;Me ha —
tratado de hoja de repollo?

^ En francés, juego de palabras entre "feuüle de chou" y "feuille de


choc". Adopto la expresión libremente. (N. del T.)

96
MOUTON. — Erauna humoraJa Pero debo decirle que algunos
de mis colegas me han
hecho observar que "La Tarde de París"
se duerme un poco. La altura del diario es perfecta, pero ya no
se encuentra en él esa mordacidad, ese gancho que apasiona al
público.
Julio. — Hay quetener en cuenta el relajamiento de la tensión
me decía muy justamente hace un mo-
internacional. Perigord
mento que no pasa nada.
MouTON. —
¡Claro! ¡Claro! Usted sabe que yo lo defiendo siem-
pre. Pero yo comprendo al ministro. "La virulencia —me ha
dicho — será el 'New-Look' de la política francesa". Y él nos
hará avanzar sobre nuestros colegas cuando hayamos hecho nues-
tras pruebas. He aquí que se nos presenta la ocasión de demos-
trar que tenemos la "virulencia" requerida. En sustancia, he
aquí lo que el ministro ha tenido a bien hacerme saber: se van
a celebrar elecciones parciales en Seine-et-Marne. Es la circuns-
cripción elegida por ios comunistas para intentar una prueba de
fuerza. El gabinete acepta el reto: las elecciones se harán por
o contra el rearme alemán. Usted conoce a la señora Bounou-
mí: es la candidata del gobierno. Esta esposa cristiana, madre
de doce hijos que viven todos, siente latir el corazón de las
muchedumbres francesas. Su propaganda sencilla y emocionante
debiera servir de ejemplo a nuestros políticos y a los direao-
res de nuestros grandes diarios. Mire este cartel (saca un car-
tel de su cartera y lo desenrolla. Lee:} "Hacia la Fraternidad
por el Rearme", y más abajo: "Para proteger la paz, todos los
medios son buenos, incluso la guerra". ¡Qué directa es! Me gus-
taría verlo en la pared de su despacho.
Julio (a la secretaria j. —¡Fifí! ¡Chinches! (La secretaria
clava el cartel en la pared.)
MouTON. —Si el mérito ganase siempre, la señora Bounoümi
triunfaría sin esfuerzo. Desgraciadamente, la situación no es muy
brillante: en principio sólo podemos contar con trescientos mil
votos; los comunistas tienen otros tantos, puede que algo más;
como de costumbre, la mitad de los electores se abstendrán.
Quedan unos cien mil votos que deben ir al candidato radical,
Perdriere. Eso significa que no habrá quorum y que el comu-
nista puede pasar en la segunda vuelta.
Julio (que no comprende). — ¡Ah! ¡Ah!
MouTON. —El ministro, para evitar lo que no vacila en llamar
un desastre, sólo ve un medio; obtener que Perdriere se retire
en favor de la señora Bounoümi. Sólo que Perdriere no quiere
retirarse.
Julio. — ¿Perdriere? Pero si yo le conozco: es enemigo jurado
de los Soviets. Hemos comido juntos.

97
^

MOUTON. — Yo lo conozco todavía mejor. Es mi vecino en el


campo.
Julio. — Me ha dicho cosas muy sensatas.
MOLTON. — (.'Usted quiere decir que condenaba la política de
la U. R. S. S ?
Jtlio. — Eso mismo.
MuOTON. — ¡Ése es el hombre! Detesta a los comunistas y no
quiere el rearme de Alemania.
Julio. — ¡Sorprendente contradicción!
MouTON. — Su actitud es puramente sentimental. <;Sabe usted
el fondo del asunto.^ Los alemanes destrozaron su ficKa el año
40 y el 44 lo deportaron.
Julio. — ¿Entonces.'*
MoUTON. — Eso es todo. No quiere aprender nada ni olvidar
nada.
Julio. — ¡Oh!
MCUTON. —Y
se trataba, fíjese bien, de una pequeña deporta-
ción que sólo duró ocho o diez meses.
Julio. —
La prueba es que volvió.
MoUTON (alzando los hombros). —
Pues bien, se encierra en los
recuerdos; está hecho un germanófobo. Lo que es tanto más
absurdo, cuanto que la historia no se repite: en la próxima
Mundial, es la tierra rusa la que los alemanes destrozarán y
será a los rusos a quienes deportarán.
Julio. —¡Canastos!
MoUTON. — Usted comprende que él sabe todo eso.
Julio. —¿Y no le quebranta sus convicciones.^
MouTON. — ¡Al contrario! Pretende que no admitiría que en-
cerrasen a los rusos en Buchenwald. (Ligera sonrisa.) Cuando
se le habla de los alemanes puede decirse que ve todo rojo.
(Risa cortés de JULIO.) Pues bien, ¡esto es! Ya sabe usted
todo: Perdriere teme a los alemanes más que a los rusos; sólo
se retirará si usted le hace temer a los rusos más que a los
alemanes.
Julio. — Si usted le hace. Quién
— Usted.
. . <-

MOUTON.
Julio. — ^fCómo quiere usted que yo haga eso? No tengo
/Yo.^
sobre
influencia él.

MoUTON. — Hay que adquirirla.


Julio. — ¿Voz qué medio?
MouTON. — Sus cien mil eleaores "La Tarde de leen París".
Julio. — ¿Y qué.>
MouTON. — Sea Métales miedo.
virulento.
Julio. — ;Miedo? Pero no hago si mi quinta plana otra cosa:
está consagrada por completo al peligro rojo.

98
MouTON. — Precisamente. (Ligero silencio.) Mi querido Palotin,
el Consejo me ha encargado decirle que su quinta plana no
vale absolumente nada, Julio se levanta.) Amigo mío, le
f

conjuro a que se quede sentado. (Insistentemente.) Hágame ese


favor, f Julio se vuelve a sentar.) En otro tiempo leíamos la
quinta plana con provecho. Me acuerdo de su estupenda en-
cuesta: "Mañana la Guerra". Se sudaba angustia. Y sus mon-
tajes fotográficos: ¡Stalin entrando a caballo en Notre-Dame en
llamas! Puras obras maestras. Pero desde hace más de un año
noto una dejadez sospechosa, unos olvidos criminales. Usted
habla y no habla dtl hambre en la U. R. S. S. ¿Por qué.^ ¿Pre-
tende usted que los rusos comen para saciar su hambre.^
Julio. — ¿Yo.^ Ya me cuido de negarlo.
MoUTON. — El otro día veo su foto: "Amas de casa soviéticas
haciendo la cola delante de un almacén de alimentación" y
compruebo con estupor que algunas de esas mujeres sonríen y
que todas llevan zapatos. ¡Zapatos, en Moscú! Evidentemente,
se trataba de una foto de propaganda soviética que usted tomó,
equivocadamente, por una foto de la A. F. P. ¡2Lapatos! Pero,
Santo Dios, de madera; por lo menos tenía usted que haberles
cortado los pies. ¡Y sonrisas! ¡En la U. R. S. S.! ¡Sonrisas!
Julio. — No podía cortarles la cabeza.
MouTON. — ¿Por qué no? Se lo digo francamente. Me he pre-
guntado si no habría usted cambiado de opiniones.
Julio (dignamente). — Yo soy de un diario objetivo, un diario
gubernamental y mis opiniones son inmutables mientras que el
gobierno no cambie las suyas.
MouTON. — Muy
Bien. ¿Y no
bien. usted inquieto?
está
Julio. — ¿Por qué razón?
MouTON. — Porque gente comienza
la a intranquilizarse.
Julio. — ¿A Mi querido
intranquilizarse? ¿no
presidente, cree
usted que exagera un poco?
MouTON. — Yo no exagero nunca. Hace dos años daba se un
baile al aire libre en Rocamadour. Un
rayo cayó inesperada-
mente a cien metros del lugar. Corrió el pánico: hubo cien
muertos. Los supervivientes declararon cuando se hizo la en-
cuesta que se habían creído bombardeados por un avión so-
viético. Eso prueba que la prensa objetiva hacía bien su tra-
bajo. Bueno. Ayer el I. F. O. P. ^ ha publicado los resultados de
sus últimos sondeos. ¿Los conoce usted?
Julio. —Aún no.
MouTON. —
Los realizadores de la encuesta han interrogado a
diez mil personas de todos los medios y de todas las condicio-

1 Instituto Francés de la Opinión Pública. (N. del T.)

99
.

nes. A U pregunta: ^*l>ánde morirá usccd?' el diez por ciento


de los incerrogados ha respondido que no sabían y los demás,
esto es, la casi (iKalidad. que nx)ririai) en su cama.

Jl LIO. — ^En su cama?


MoiJTON. —
En su cama. Y se trataba de franceses medios, de
Icaores de nuestrt) diario. ¿Ah, qué lejos está Rocamadour, y
qué retroceso, en dos años!
Julio. —
¿No ha habido tan sólo uno que conteste que moriría
calcinado, pulverizado, volatilizado.^
MouTüN. —
¡En su canu!
Julio. —^Cómo.^ ¿h¡i uno solo para meiKÍonar la bomba H,
el rayo que mata, las nubes radiaaivas, las cenizas de la muer-
te, las lluvias de vitriolo.^
MOUTON. —
En su cama. ¡En pleno si/^lo veinte, con los asom-
brosos progresos de la técnica, se creen que morirán en su
cama como en la edad media! ¡Ah!. mi querido Palotin. per-
mítame decirle, con ttxJa amistad, que usted es un gran cul-
pable de eso.
JULK) Ufansándose). —
¡Pero yo no tengo nada que ver con
eso!
MouTON {qas también /# Uvanta). — ¡Su periódico es blando!
¡Tibio! ¡Soso! ¡Llorón! Aún ayer hablaba usted de la paz.
{Avanza hacia JULlO.y
Julio (retrocediendo). — No.
MotnrON (mnmiámdo). — ¡Sí! ¡En primera plana!
Julio sigue el mismo juego f. — No soy yo, es Molotov: yo no
he hecho más que reproducir su discurso.
MoUTON atanzando )
( Lo ha reproducido .
— *'in extenso". Ha-
bía que publicar un extracto.
Julio. — Las exigencias de la información. . .

MouTON. — /Qué cuentan esas exigencias cuando el Universo


está en Las potetKias del Oeste están unidas por el
peligro.-'
terror. Si usted les devuelve la seguridad, ¿de dónde sacarán la
fuerza para preparar la guerra.^
Julio ^encajonado contra su mesa). — ¿La guerra? ¿Qué guerra?
MouTON. — La próxima
Julio. — Pero yo no quiero
si la guerra,
MoUTON. — ¿Que no quiere usted guerra? la Pero dígame, Pa-
lotin:¿dófkie piensa usted morir/'
Julio. — En mi.
MoUTON. — En su . . .

Julio. — En una ¿qué yo de eso?


. . . sé
MouTON. — Usted un que es neutralista se ignora, un pacifista
vergonzante, un mercader de ilusiooes.

100
Julio (dando un salto y gritando). — ¡Déjeme en paz! ;La Paz!
¡La Paz! ¡La Paz!
MOUTON. — ^Ve usted cómo la desea? (Silencio. JU-
¡La Paz!
LIO Vamos, siéntese y recobremos nuestra
salta sobre el suelo.)
calma. (Julio se sienta.) Nadie desconoce sus grandes cualida-
des. Yo lo decía ayer en el Consejo: "Usted es el Napoleón
de la Información Objetiva". Pero, ¿será el de la virulencia.^
Julio. — También lo seré.
MoUTON. — Pruébelo.
Julio. — ¿Cómo.^
í MoUTON. — Consiga que Perdriere se retire. Lance una cam-
paña gigantesca, desgarre los sueños mórbidos de su
terrible,
clientela. Demuestre que la supervivencia material de Francia
depende del ejército alemán y de la supremacía americana.
Métanos miedo de vivir, más todavía que de morir.
Julio. — Lo. lo haré.

. .

MoUTON. Si la tarea le asusta aún es tiempo de retroceder.


Julio. — No me asusta. (A la SECRETARIA.) I)iga que suba Si-
bilot urgentemente.
Secretaria (al teléfono). — Envíen a Sibilot.
Julio. — ¡Ah! ¡pobres diablos! ¡pobres diablos!
MouTON. — ¿Quiénes?
Julio. — ¡Los Pescan con caña tranquilamente, juegan
lectores!
a las cartas todas las noches y gozan del amor dos veces por
semana esperando que morirán en su cama. yo voy a echar- Y
les a perder la fiesta.
MoUTON. —
No se enternezca, querido amigo. Piense en usted,
cuya situación está muy amenazada; en mí, que le defiende sin
cesar. ¡Piense sobre todo en el país! Mañana, a las diez de la
mañana, va a reunirse el Consejo de Administración: sería de-
seable que usted pudiera someternos sus nuevos proyectos. No,
no, siga sentado. No me acompañe. (Sale. Julio salta sobre sus
pies y se pasea por la habitación casi corriendo.)
Julio. —
¡Ay, Dios! ¡Recontradiós! (erura SiBiLOT.;

ESCENA VIH

Julio, Sibilot, la secretaria

Julio. — Acércate.
Sibilot. — Muchas gracias, patrón.
Julio. — No me des las gracias, no me des las gracias todavía,
Sibilot. — ¡Ah! Quiero hacerlo p>or adelantado cualquiera que
sea su decisión. Ve usted; yo no creía que usted me llamaría
tan pronto.

101
. .

Julio. — Te equivocas.
SiBiLOT. — Me ec^uivoco. Me equivoco por falta de amor. A
fuerza de denunciar el Mal he acabado por verlo en todas par-
tes 7 ya no creía en la generosidad humana. Para decirlo todo,
es el Hombre, patrón, d Hombre mismo, quien había llegado
a serme sospechoso.
TüLlO. — ^'Esrás traiKjuiliíado?
SmiLOT. — Q)mpletmmente. Desde este momento quiero al
Hombre y creo en el.
Julio. — Suene que tienes. (Se pasea por la habitación,) Ami-
go mío, nuestra conversación me ha abieno los ojos. ¿No me
has dicho oue tu oficio reclamaba la inventiva?
SiBlLOT. — Para eso, si que hace falta,
Julio. — ¿Y setisibilidad, taao e incluso poesía?
SiBiLOT. — ¡Claro que sí!
Julio. — —
En resumen 00 temamos las palabras ^una especie — ,

de genio?
SiBiLOT. — Yo no me había atrevido.
Julio. — No
.

dé vergüen».
te
SiBlLOT. — Pues en cieno modo
bien,
Julio. —
. . .

Perfecto, Eso prueba que


i Pausa.) tú no eres en abso-
luto el hombre que me hace falta. (SiBlLOT se levanta confun-
dido.) ¡Sigue sentado! Aquí quien se pasca soy yo, el patrón.
Y si quiero estaré dando paseos hasta mañana.

SiBlLOT. — ¿Decía usted ? . . .

Julio. — (Sibilot se sienta de nuevo.) Te he dicho


¡Siéntate!
que eres un incapaz, un fullero v un saboteador. ¿Tacto? ¿Fi-
nura? ¿Tú? ¡Dejas pasar fotos cíe mujeres soviéticas con abri-
gos de pieles, calzadas como reinas y sonriendo de oreja a
oreja! ¡La verdad, Sibilot, es que has encontrado un enchufe,
una sopa boba, un retiro para tu vejez! Has tom'Udo la quinta
plaiu de "La Tarde de París" por un asilo de ancianos. Y
desde lo alto de tus setenta billetes desprecias a tus compa-
ñeros que se revientan trabajando. (A la secretaria^ Porque
gana...
Sibilot (f^o desgarrador). —
¡No lo diga, patrón!
Julio (despiadado). —
¡Setenta billetes al mes, por dar vaselina,
en mi diario, a la Rusia soviética!
Sibilot.— ¡Eso no verdad! es
Julio. — A veces me pregunto si rx) eres un agente submarino.
Sibilot.— Le juro.
— ¡Un submarino, un
.

Julio. un cripto, para!


Sibilot.— ¡Deténgase, patrón! Oeo que me voy a volver loco.
Julio. — ¿Es que no me has confesado tú mismo que recibías
oro moscovita?

102
.

SiBiLOT. — Pero es mi hija . .

Julio. — ¡Bueno, sí, ¿Y qué? Alguien tenía que


es tu hija!
dártelo.(Sibilot quiere levantarse.) ¡Sigue sentado! Y elige;
eres un vendido o un incapaz.
Sibilot. — Le doy mi palabra de que no soy ni lo uno ni lo
otro.
Julio. — ¡Pruébalo!
Sibilot. — ¿Cómo.^
Julio. — Mañana lanzo una campaña contra el Panido G)mu-
nista, quiero ponerlo de rodillas dentro de auince días. Nece-
sito un destructor de primera clase, un peleador, un hombre de
empuje. ¿Lo serás tú.^
Sibilot. — Sí, patrón.

Julio. —
Te creeré si me das una idea ahora mismo.
Sibilot. — Una idea para la campaña
. . . .


. .

Julio. Tienes treinta segundos.


Sibilot. — ¿Treinta segundos para una idea.^
Julio. —
Ya no tienes más que quince. ¡Ah! Vamos a ver si
eres un hombre de genio.
Sibilot. — ¡Pues. la vida de Stálin en imágenes!

. .

Julio. ¿La vida de Stalin en imágenes.^ ¿Y por qué no la de


Mahoma.*^ Sibilot, los treinta segundos han pasado. Estás des-
pedido.
Sibilot. — Patrón, se lo suplico, usted no puede... (Pausa.)
Tengo una mujer, tengo una hija.

Julio. — ¡Unahija! Canastos, es ella quien te mantiene.


Sibilot. —Escuche bien lo que voy a decirle, patrón: si usted
me despide, vuelvo a mi casa y abro el gas.
Julio. —
¡Para lo que se iba a perder! (Pausa.) Estoy dispuesto
a darte de plazo hasta mañana. Pero si mañana, a las diez de la
mañana, no entras en mi despacho con una idea estrepitosa,
puedes hacer tus maletas.
Sibilot. — ¿Mañana por la mañana?
Julio. —
Tienes toda la noche para ti. ¡Lárgate!
Sibilot. —Usted tendrá su criterio, patrón. Pero yo prefiero
decirle que ya no creo más en el Hombre.
Julio. —
Para la faena que vas a hacer, está recomendado no
creer en él. fSiBlLOT se va, abrumado.)

TELÓN

10)
TERCER CUADRO

Decorado: Un salón. Es de noche.

B8CBNA I

Jorge y Verónica

^JORGK entra por la ventana, está a punto de derribéf mm jé-


rrón. pero lo agarra a tiempo. Silbatos. Se pega junto a péftd. U
n agente pasa la cabeza efitre las contraventanas, alumbra el in-
'.rior con su lampara eléctrica. JORGE aguarda conteniendo el

¡liento. El agente desaparece. JORGE respira. Al cabo de un vio-


>'¡cnto se ve que lucha contra las gartas de estornudar. Se pellizca
Li turiz. abre la boca y acaba por estorntádar ruidosamente.)

Verónica (voz lejana). — ¿Qué pasa?


f'JORGE estornuda una vez más. Se precipita hacia la ventana
y pasa la pierna sobre la balaustrada. Silbatos muy cercanos. JOR-
GE vuelve precipitadamente a la habitación. En este momento
entra Verónica y enciende la luz. JORGE retrocede y se pone
junto a la pared.)
Jorge (con las manos en alto I ¡Perdido! . —
Verónica. —
^Quicn está perdido? (Mira a Jorge.) ¡Anda! Un
ladrón,
Jorge. — ^Un ladrón? ^I>')nde?
Verónica. — ;No un ladrón?
es usted
Jorge. — Ni mucho menos: yo ven^o a visitarla.
Verónica. — ¿A horas de
estas noche? la

Jorge. — Sí.
Verónica. — ;Y por qué pone manos enusted las alto?
Jorge. — Precisamente: porque de noche. Un es visitante noc-
turno levanta las manos cuando es sorprendido; esa es la cos-
tumbre.
Verónica. — Pues bien, la cortesía está hecha; bájelas.
JORGF^ — Eso no sería prudente.
Verónica. — En ese casí), levántelas bien alto, haga como si

estuviera en su casa. ^Verónica se sienta.) Tome asiento:


pondrá usted los codos sí)brc los brazos del sillón; eso es más

U)4
cómodo. fJORGH se sienta con las manos en alto. VERÓNICA lo
observa.) Tiene usted razón: no hubiera debido tomarle nunca
por un ladrón.
Jorge. — Gracias.
Verónica. — De nada.
Jorge. — Sí, Las apariencias están contra mí
sí. me agrada y
que usted consienta en creerme.
Verónica. — Creo en manos. Vea cómo
sus un aspecto tiene
tonto: usted no ha hecho nunca nada con diez dedos. sus
Jorge (entre — Yo
dientes). con lengua.
trabajo la

Verónica (prosiguiendo). — Por manos de un


el contrario, las
ladrón son ágiles, nerviosas, espirituales. .

Jorge (ofendido). — ¿Qué sabe usted de eso?


.

Verónica. — He estado en Tribunales.


los
Jorge. — ¿Estuvo usted? Pues no la felicito.
Verónica. — He estado dos Ahora años. en estoy política ex-
terior.
Jorge. — ¿Periodista?
Verónica. — Eso ¿Y usted?
es.

Jorge. — ¿Yo? Me atraen más bien las carreras artísticas.


Verónica. — ¿Qué hace usted?
Jorge. — ¿En vida? Hablo.
la
Verónica. — ¿Y en salón?
este
Jorge. — En salón también.
este
Verónica. — ¡Bueno! Pues hable.
Jorge. — ¿De qué?
Verónica. — Usted debe Diga que tenga que
saberlo. lo decir.
Jorge. -^ ¿A usted? ¡Oh! ¡No! Llame su marido. a
Verónica. — Soy divorciada.
Jorge (señalando una pipa en mesa). — ¿Es usted quien
la
fuma en pipa?
Verónica. — Es mi padre.
Jorge. — ¿Vive usted con él?
Verónica. — Vivo en su casa.
Jorge. — Llámele.
Verónica. — Está en su periódico.
Jorge. — ¡Ah! ¿Los dos son periodistas?
Verónica. — pero en periódicos
Sí, diferentes.
Julio. — De manera que estamos en departamento.
solos este
Verónica. — ¿Le molesta eso?
Jorge. — Es una comprometida para
situación falsa: usted, des-
agradable para mí.
Verónica. — No encuentro comprometedora.
la
Jorge. — Razón de más para que yo encuentre desagradable.
la

105
.

Verónica. —
Pues bien, ¡buenas noches! Vuelva usted cuando
mi padre haya regresado.
Jorge. —¡Buenas noches! ¡Buenas noches! (Se levanta perezo-
samente. Se oyen silbatos juera. Se vuelve a sentar.) Si no la
molesto, prefiero esperar aquí.
Verónica. —Usted no me molesta, pero yo iba a salir. No me
importa dejarlo solo en el departamento, pero me gustaría al
menos saber qué ha venido usted a hacer aquí.
Jorge. —Nada de ilegítimo... {Pausa.) He aquí... (Pausa.)
Verónica. —¿Y qué.^ (Jorge estornuda y da golpes con el
pie.)
Jorge. — ¡Un catarro! ¡Un catarro! Ünico y ridículo vestigio
del acto frustrado: quería enfriarme, he agarrado un resfriado.
Verónica {tendiéndole un pañuelo). ¡Suénese! —
Jorge (qsie sigue con las manos en alto).— ¡Imposible!
Verónica. — ¿Por qué.^
Jorge. — Porque no puedo manos. bajar las
Verónica. — Levántese. Horge levanta y cuelga
se ella se de
sus brazos conseguir
sin usted
bajarlos.) ¿Está paralizado.^
Jorge. — Es elde desconfianza.
efecto la

Verónica. — Desconfía usted de mí.


Jorge. — Desconfío de mujeres. las
Verónica (secamente). — (Le toma pañuelo y
Bien. el le sue-
na.) ¡Más fuerte! Así. (Dobla el pañuelo y lo mete en
¡Sople!
el bolsillo de JORGE.j
Jorge (jurioso). —
¡Qué desagradable! ¡Dios mío, qué desagra-
dable es esto!
Verónica. — Relájese los músculos.
Jorge. —
Eso es fácil de decir.
Verónica. —
Eche la cabeza hacia atrás, cierre los ojos y cuen-
te hasta mil.
Jorge. — ¿Y qué hará usted, cuando yo tenga los ojos cerrados.^
Se escurrirá para llamar a la policía o irá a buscar una pistola
en una gaveta . .

Verónica. — ¿Quiere aue me ponga manos arriba? (Levanta


las manos. JORGE baja lentamente las suyas.) ¡Al fin! ¿Se sien-
te usted mejor?
Jorge. —Sí. Más a mis anchas.

Verónica. — Entonces, ¿podrá usted responder?


Jorge. —Naturalmente. ¿A qué?
Verónica. — Hace un hora que le pregunto qué hace usted
aquí.
Jorge. — ¿Que que hago yo aquí? Nada más sencillo. Pero, va-
mos, baje las manos. ¡Es insoportable! No podré hablar mien-

106
tras tenga usted las manos encima de la cabeza. ^Verónica
baja las m-anos.) ¡Bien!
Verónica. —
Le escucho.
Jorge. — ¡Cómo deploro la ausencia de su padre! Me gustan
las mujeres, adoro cubrirlas de joyas y de caricias; les daría
todo con gran alegría menos explicaciones.

. . .

Verónica. ¡Qué curioso es usted! ^;Por qué?


Jorge. — Porque no las comprenden, señora. Mire, supongamos
a título de ejemplo, naturalmente —
que yo le dijera así: "Soy
un me
perseguía, su ventana estaba abierta
estafador, la policía
y he entrado por ella". Algo que parece sencillo y claro. Pues
bien. ¿Qué ha comprendido usted .^

Verónica. — ¿Que qué he comprendido.^ No sé, yo.



. .

Jorge. ¿Ve usted ¡Ni siquiera lo sabe!


.^

Verónica. — He comprendido que era usted un estafador. .

Jorge. — ¡Y
.

eso es todo!
Verónica. — ¿No (Breve
es eso lo esencial.^ silencio.) Me pa-
rece que es lástima.
Jorge. — usted
¿Prefiere ladrones? los
Verónica. — porque
Sí, con manos.
trabajan sus
Jorge. — ¿Es usted obrerista?En todo (Pausa.) caso la expe-
concluyente. Usted ha comprendido todo
riencia es al revés.
Verónica. — ¿No usted un
es estafador?
Jorge. — ¡No! ¡Eso no Lo esencial es que tengo
es lo esencial!
los policías tratandode echarme el guante. Un hombre no se
habría equivocado. (Gritando súbitamente.) Los polizontes quie-
ren echarme el guante. ¿Comprende?
Verónica. —
Bueno, bueno. No grite. (Pausa.)
Jorge. —
Y bien. ¿Qué va a hacer usted de mí?
Verónica. —
Correr las cortinas. (Va hacia las ventanas y las
corre.)
Jorge. — ¿Y de mí?
Verónica. — ¿De usted? ¿Qué puedo hacer yo? ¿Es usted una
guitarra, para tocarla? ¿O una mandolina, para rascar sus cuer-
das? ¿O un
clavo, para golpearle en la cabeza?
Jorge. —
¿Entonces?
Verónica. —
Entonces, nada. No tengo nada que hacer de us-
ted.
Jorge. —
Nada, es la respuesta más imprecisa. Nada, eso quiere
decir cualquier cosa. Puede pasar todo, puede que usted se ane-
gue en llanto o que me salte los ojos con su alfiler de som-
brero. ¡Ah! ¿Por qué no habré encontrado a su señor padre?
¿Sabe usted lo que me habría respondido?
Verónica. — Voy a entregarlo a la policía.

107
.

Jorge (con — ¿Va usted entregarme


sobresalto). a a la policía?
Verónica. — ¡No! Le digo que habría respondido mi
lo padre.
Jorge. — ¡Vaya un hombre!
¡Preciosa respuesta!
Verónica. — Puede que pero sea así, si él estuviese aquí, ya
tendría usted esposas en las manos. las
Jorge. — ¡No!
Verónica. — /No?
Jorge. — No. Yo convencer séhombres. Son a los espíritus ló-
gicos; gracias a la lógica puedo teleguiar sus pensamientos.
¡Pero usted, señora, usted! ¿Dónde está su lógica? ¿Dónde está
su sentido común? Si yo no he comprendido mal, usted no
tiene intención de entregarme.
Verónica. —
Usted me ha comprometido.
Jorge. — He aquí precisamente por lo que me entregará us-
ted. No proteste: usted es como todas las mujeres, impulsiva
y convulsiva; me sonreirá, me halagará y luego tendrá miedo
de mis orejas o de un pelo que me salga de la nariz y se pon-
drá a gritar.
Verónica. —
/He gritado cuando lo descubrí?
Jorge. —Precisamente: tiene usted un grito de retraso. yo Y
conozco a las mujeres. Todos los gritos que tienen que dar los
dan, sin perdonarnos uno solo. Usted contiene aún el suyo,
pero bastará que la policía llame a su puerta; entonces tendrá
mucho gusto en soltarle. Qué desgracia que no sea usted un
hombre: usted habría podido ser mi suerte. Mujer, es usted
por naturaleza mi destino.
Verónica. —
/Yo, su destino?
Jorge. — ¿Y qué si no? Una puerta que se cierra, un nudo que
se aprieta, una guillotina que cae: siempre es la mujer.
Verónica (irritada). —
Se equivíKa usted de piso: para el des-
tino diríjase a la señora del segundo que ha arruinado a dos
padres de familia. Yo dejo todas las puertas abiertas y (Se . . .

detiene y se echa a reír.) Ha estado usted a punto de caer en


el garlito

. .

Jorge. ¿Agrada?
Verónica. — Hay dos resortes a t(Kar: el rozamiento para los
hombres y el desafío para las mujeres. Se finge pensar que
todas nosotras somos iguales porque se cree saber que cada una
quiere ser única. "Usted es mujer, lt4efí^o usted me entregará".
Usted contaba hacerme entrar en el juego y que yo tuviera
como cuestión de pundonor probarle que no me parezco a na-
die. Trabajo perdido, mi pobre amigo: no tengo ninguna gana
de ser única, me parezco a tcxlas las mujeres y estoy contenta
de parecerme.
(Uaman a la puerta de calle.)

Iü8
. . .

Jorge. — Es
— Tengo miedo. CJorge levanta manos,)
. .

Verónica. las
Torce. — ¿Va usted a entregarme.^
Verónica. — ¿Qué cree usted (Ve manos en .^ sus alto.) Baje
las manos, me hace usted perder la cabeza, f Jorge se mete las
manos en los bolsillos.)
Jorge. —
¿Qué va usted a hacer?
Verónica. —
Lo que todas las mujeres harían en mi lugar. (Pau-
sa.) ¿Qué es lo que harían?
Jorge. — No sé.

Verónica. — ¿No que cree usted se pondrían a gritar?


Jorge. — Le digo que no sé nada.
Verónica. — Hace un momento estaba usted más seguro. (Lla-
man de nuevo.) Una sola palabra de usted y me pongo impul-
siva; convulsiva.
Jorge. —¿Tan bajo he caído para que mi suerte esté en las
manos de una mujer?
Verónica. —
Basta con un gesto que usted haga y lo pongo en
manos de esos hombres. (Llaman a la puerta: "Abran a la
policía".)
Jorge (tomando una decisión). — Está claro que en ningún caso
quedo obligado con usted.
Verónica. — Entendido
— Que usted no contará con mi agradecimiento
. .

Jorge. . .

Verónica. — No tan estoy loca.


Jorge. — Y yo devolvería mal por
le bien.
Verónica. — Comprendido.
Jorge. — escóndame! (Bruscamente apurado.)
¡Entonces, ¡De
prisa!¿Qué espera usted?
Verónica. — Entre ahí.
f Jorge desaparece y ella va a abrir. El INSPECTOR asoma la
cabeza por la puerta entreabierta.)

ESCENA 11

Verónica, el Inspector Goblet

Inspector. —
Por supuesto, señora, usted no ha visto a un hom-
bre moreno de un metro setenta y ocho

. . .

Verónica (vivamente). ¡Por supuesto que no!


Inspector. —
Estaba seguro.
(Se inclina y desaparece. Verónica cierra la puerta.)
I

109
.

KSCBNA III

Verónica y Jorge

Verónica. —
Puede usted volver.
f Jorge entra envuelto en una manta roja. Ella se echa a reír.)
Jorge (digno). —
No veo la risa. Intento entrar en calor. (Se
sienta.)¡Usted ha mentido!
Verónica. — ¡Esas tenemos!
Jorge. — ¡Muy bonito!
Verónica. — He mentido por usted.
Jorge. — Eso no quita nada.
Verónica. — demasiado! ¿Acaso usted no miente?
¡Es
Jorge. — Yo, yo no
es diferente: honrado. Perosoytodas si las
personas honradas como usted
hicieran
Verónica. — ¿Qué?
. .

Jorge. — ¿Qué orden


sería del social?
Verónica. — ¡Bah!
Jorge. — ¿Cómo "¡Bah!"? ¿Qué quiere "¡Bah!"? decir ese
Verónica. — Ese orden...
Jorge. — ¿Conoce usted otro mejor?
Verónica. — Sí.

Jorge. — ¿Cuál? ¿Dónde?


Verónica. — Demasiado largopara Digamos
explicárselo. sen-
cillamente que he mentido a los "polis" porque no les tengo
simpatía.
Jorge. — ¿Es usted buscona? ¿O cleptómana?
Verónica. — Le he dicho que soy periodista y honrada.
Jorge. — Entonces le tienen que ser simpáticos. El hombre hon-
rado ama a los polizontespor definición.
Verónica. — ¿Por qué voy yo a quererlos?
Jorge. — Porque la protegen.
Verónica. — Me protegen tan poco que me han apaleado la
semana pasada. (Re?t¡angándose.) Mire estos cardenales.
Jorge. — ¡Oh!
Verónica. — Esto es que han hecho.
lo
— ¿Era un
Jorge (sorprendido). error?
Verónica. — No.
Jorge. — ¿Entonces usted culpable?
era
Verónica. — Estábamos en una manifestacióa
Jorge. — ¿Quién? ¿Usted?
Verónica. — Yo manifestantes.
y otros
Jorge. — ¿qué manifestaban?
Pero,
Verónica. — Nuestro descontento.
Jorge. — ¡Increíble! míreme luego
¡Mírese,dígame y cuál de

110
nosotros dos tiene derecho a estar descontento! Pues bien, yo
no lo estoy. En absoluto: jamás me he quejado; no me he
manifestado en mi vida. Acepto el mundo en el umbral de la
prisión y de la muerte; usted tiene veinte años, es libre y
lo rechaza. (Sospechando.) En resumen, usted es roja.
Verónica. — Rosa.
Jorge. — Tanto mejor. ¿Y padre ¿Qué su .'^
dice de todo eso.^
Verónica. — Está
desesperado, pobre hombre. el

Jorge. — lado?
¿Está del otro
Verónica. — en "La Tarde de
Escribe París".
Jorge. — Eso me mi Una gran
encanta;- es diario. persona, tiene
que ser su padre. Queuna debilidad: usted. (Se es-
se tiene
tremece, estornuda y se envuelve más apretadamente en la
manta.) ¡Encantadora velada! Le debo la vida a un vagabundo
aficionado a los actos gratuitos y la libertad a una revolucio-
naria que practica el culto del género humano: ¡tenemos que
estar en la semana de la bondad! (Pausa.) Usted debe estar
contenta: ha sembrado el desorden, traicionado a su clase, men-
tido a sus protectores naturales, humillado a un macho.

. .

Verónica. ¡Humillado!
Jorge. — ¡Canastos! Ha hecho de mí un objeto.
El desgraciado
objeto de su filantropía.
Verónica. —
¿Sería usted menos objeto en el camión de los
presos?
Jorge. —No, pero podría odiarla y refugiarme en mi fuero
interno. ¡Ah! ¡Me ha jugado usted una mala pasada!
Verónica. —
¿Yo?
Jorge (con fuerza). —
¡Una verdadera mala pasada! Usted no
ve más allá de la punta de su nariz. Pero yo reflexiono, vislum-
bro el Es sombrío, el porvenir es muy sombrío. Todo
porvenir.
no pequeña: hay que darle el medio de
es salvar a la gente,
vivir. ¿Se ha preguntado usted lo que iba a ser de mí?
Verónica. — Volverá a ser un estafador; me lo imagino.
Jorge. — Pues ¡precisamente no!
. . .

Verónica. — ¿Cómo? ¿Va a ser un hombre honrado?


Jorge. — No digo eso. Digo que no tengo ya los medios para
no ser honrado. La estafa necesita un cierto capital, una inver-
sión de fondos: dos trajes, un "smoking", si es posible un frac,
doce camisas, seis pares de calzoncillos, seis pares de calcetines,
tres pares de zapatos, un juego de corbatas, un alfiler de oro,
una cartera de cuero, un par de gafas de concha. Yo no poseo
más que estos harapos y no tengo un centavo. ¿Cómo quiere
usted que estafe? ¿Puedo presentarme con esta facha ante el
director del Banco de Francia? Me han hecho caer muy bajo.
Demasiado bajo para poder rehacerme. Todo es por su culpa:

111
. . . . .

usted me ha salvado de las icja^ para precipitarme en la


abyección. En prisión, hubiera guardado mi empaque; nccho
un vagabundo, pierdo el tipo. ^Vagabundo, yo? Seden, no le
do^ \as gracias.
Verónica, —
;Y si yo le procurase un empleo.^
Jorge. — Un
empleo: ^treinta mil fraiKos al mes, trabajo y un
patrón? Guárdeselo: yo no me vendo.
Veiónica. — ^Cuánto le haría falta para reponer su guardarropa?
Jorge. —
No lo sé.
Verónica. — Tengo un poco de dinero aquí

. .

Jorge. Ni una palabra. £1 dinero es sagrado; yo no lo acepco


nunca; lo tonx).
Vfrónica. — Tómelo.
Jorge, —
No puedo tomarlo, puesto que usted me lo da. (Btmi-
C4imenteJ Le propongo un negocio. Evidentemente, es un ne-
gocio honrado, p)ero yo no tengo derecho a hacerme rogar. Le
concedo la exclusiva mundial de una interviú.
Verónica. — ;Usted.^ ;A mí?
J()F(,E. —
Usted es periodista. Hágame preguntas.
\'i KÓNICA. — ;Pero sobre qué?
|( Kf.H. —
Sobre mi ane.
\\ HONICA. — ;Pero si le digo que me ocupo de la política exte-
rior! Y luego mi diario no se interesa por los estafadores.
Jorge. —
¡Caramba, un diario progresista! ;Qué aburrido debe
ser! (Pausa.) Yo soy Jorge de Valera.
Verónica (sorprendida a pesar de todo). El. — .

Jorge. — El gran Valera, sí.


Verónica (vaciUme). —
Evidentemente...
Jorge. — Su p)eriodicucho es poljre, me ímagirK) . .

Verónica. — Bastante, sí.

Jorge. — Sólo pido dos trajes, una docena de camisas, tres cor-
batas y un par de zapatos. Se me puede pagar en especie.
(Se levanta.) En 1919 nacía en Moscú un niño "azul", hijo de
un guardia negro y de una rusa blanca . .

Verónica. — No.
Jorge. — ^No eso?
le interesa
Verónica. — No tengo tiempo: he dicho que a le iba aalir.
T ,K — ;Y más tarde?
I

oNiCA. — Francamente, Los sabe no. estafadores, usted, ge-


o no geniales...
niales
Jorge — ¡Vayase (Se oye
al fmertemente
diablo! cerrar la puer-
de
ta ;Qué
la calle.) eso? es
Verónica. — Patatrás... Es mi padre.
Jorge — Voy a . .
VfcRÓNlCA. — S¡ lü ve lo entrega. Entre ahí un momento. Voy
a engatusarlo.
f Jorge desaparece en el momento en que se abre la puerta.)

B8CBNA IV

Verónica, Sibilot

SiBlLOT. — ^Todavía estás aquí?


Verónica. — Iba a marcharme. No creía que volverías tan
pronto.
Sibilot (amargo).— Yo tampoco.
Verónica. — Escucha, papá, tengo que te decir
Sibilot. —
. .

¡Canallas!
Verónica. — ^Quiénes?
Sibilot. — Todo mundo. Tengo vergüenza de
el hombre. ser
Dame de beber.
Verónica — Figúrate...
(sirviéndole).
Sibilot. — Desagradecidos, embusteros, cobardes malvados, eso y
es lo que somos. La única justificación de la especie humana
es la protección de los animales.
Verónica. — Hace un momento estaba

. .

Sibilot. un perro! Esos animales nos dan ejem-


¡Quisiera ser
plo de amory de fidelidad. Pero tamp(KO; los canes son vícti-
mas hombre, cometen la tontería de querernos. Quisiera
del
ser gato. No, gato tampoco: todos los mamíferos se parecen;
¡ojalá fuera tiburón para seguir el rumbo de los navios y co-
merme a los marineros!
Verónica. — ¿Qué han hecho aún, pobre
te papiro.^
Sibilot. — Me han puesto de en patitas la calle, hija mía.
Verónica. — Te ponen en cada quince la calle días.
Sibilot. — vez de
¡Esta Verónica, veras! tú eres testigo de que
soy un tragacomunistas desde hace cerca de diez años. Es un
alimento indigesto y monótono. ¡Cuántas veces he deseado
cambiar de régimen alimenticio, comer curas, para cambiar, o
francmasones, millonarios, mujeres! Todo en vano; el menú
está hecho para siempre. Nunca refunfuñé en mi trabajo. Ape-
nas había terminado de digerir a Malenkov cuando ya tenía que
emprenderla con Jrushchov. ;Acaso no he inventado.^ Cada
día inventaba una nueva salsa: ^quién escribió lo del sabotaje
del "Dixmude"? ¿Y
complot antinacional? ^Y el gol-
lo del
pecito de las palomas mensajeras? Yo, siempre yo. Diez años
defendiendo Europa desde Berlín a Saigón; he tragado viet, he
tragado chinos, he tragado ejércitos soviéticos con aviones y
tanques. Pues bien, hija mía, date cuenta de la ingratitud hu-

113
. . . .

mana: al primer desfallecimiento de mi estómago el patrón me


ha echado a la calle.
Verónica. — ¿Te ha despedido verdaderamente?
SiBiLOT. — Como a un cochino. A menos que encuentre una
idea de aquí a mañana.
Verónica (sin ninguna simpatía). —
La encontrarás, no tengas
miedo.
SiBiLOT. — No, esta vez no. Qué quieres, yo no soy un titán,
soy un hombre corriente que ha dilapidado su materia gris por
setenta mil francos al mes. Durante diez años me he lucido,
eso es verdad; era un Pegaso, tenía las alas. Las alas se han
quemado; sólo queda un burro viejo, bueno para el matadero.
(Anda a través de la pieza.) Diez años de leales servicios:
podrías esperar una palabra humana, un gesto de gratitud. Na-
da, la censura y la amenaza. Eso es todo. Mira, voy a terminar
por odiar a tus comunistas. (Tímidamente. ) ¿Mi hijita?
Verónica. — ¿Papá?
SiBiLOT. — ¿No tendrías tú — lo digo por decir — , no tendrías
tú una idea? ¿No sabes nada contra ellos?
Verónica. — ¡Pero, papá!
SiBiLOT. — Escúchame, nenita: jamás he alzado mi voz contra
tus relaciones aunque me hayan comprometido y tal vez sean
el origen de mi desgracia. Siempre te he dejado libre, desde la
enfermedad de tu pobre madre, encargándote tan sólo de evi-
tarme lo peor cuando tus amigos tomen el poder. ¿No vas a
recompensar mi tolerancia? ¿Dejarás que tu anciano padre que-
de en la estacada? Te pido un pequeño esfuerzo, hija mía, un
esfuerzo pequeñito. Tú ves de cerca a los comunistas: debes
estar asqueada

. .

Verónica. Pero no, papá



. .

SiBiLOT. ¡Vamos, vamos!


Verónica. — ¡Si son mis amigos!
SiBlLOT. — Razón de más. ¿Qué taras puedes conocer mejor que
las de tus amigos? Yo no tengo amigos más que en la redac-
ción del periódico. Bueno, ¡te juro que si yo quisiera hablar! . .

Mira, te propongo un cambio: tú me dices lo que sepas de


Duelos y yo te digo todo sobre Julito-Tirantes; tendrás un tema
terrible para tu periódico. ¿Quieres?
Verónica. — ¡No, papá!
SiBiLOT. — Yo soy Job. Mi propia hija me abandona en mi
estercolero. ¡Vete de aquí!
Verónica. — Me voy, me voy. Pero quisiera decirte

. .

SiBiLOT. ¡Verónica! ;Sabes quién se está muriendo? El Hom-


bre. Trabajo, Familia, Patria, todo se va a hacer gárgaras. Mira,
he aquí un diario: El Crepúsculo del Hombre. ¿Qué te parece?

114
Verónica. — Eso lo lees todos los meses en "Preuves".
SiBiLOT. — Tienes razón. ¡Que se vaya al diablo!
Verónica. — ¿Quién?
SiBlLOT. — Hombre!
¡El También tengo yo ganas de echar los
bofes: por setenta mil francos al mes. ¡Después de todo los
comunistas no me han hecho nada! ¡Con setenta mil francos
al mes, sería incluso legítimo que estuviese de su parte!
Verónica. — Yo no te exijo que lo digas.
SiBiLOT. — No, hija, no: no me tientes. Soy un hombre chapado
a la antigua; tengo demasiado amor a la libertad, tengo dema-
siado respeto a la dignidad humana. (Se yergue bruscamente.)
¡Bonito está el respeto a la dignidad humana, bueno está! ¡Va-
ciado como un marrano! ¡Un veterano del oficio! ¡Un padre
de familia a la calle, con un mes de salario, sin jubilación! . .

Mira, eso puede ser un tema: en la U.R.S.S. los trabajadores


viejos no tienen derecho al retiro. (Mirándose el pelo en el
espejo.) Haría falta algo sobre las canas.
Verónica. — Pero tienen jubilación, papá.
SiBiLOT. — Cállate: déjame reflexionar. (Pausa.) Así no. El
lector tendría el derecho de decirnos: "Puede que el obrero ruso
no tenga retiro, pero eso no es una razón para rearmar a Ale-
mania". (Pausa.) Verónica, hay que rearmar a Alemania. ¿Pero
por qué.^ ¿Cuál es la razón?
Verónica. — No existe.
SiBiLOT. — ¡Sí, hay una!
hija mía, Y
es que yo he echado los
hígados toda mi vida como si fuera un ruso y ya estoy hasta
la coronilla: ahora quiero que les toque el turno de echarlos a
los demás. Y los echarán, si rearman, te lo juro. ¡Rearmen!
¡Rearmen! ¡Rearmen a Alemania y al Japón, peguen fuego al
mundo por los cuatro costados! ¡Setenta mil francos por defen-
der al Hombre: te das cuenta! ¡Por ese precio ya pueden re-
ventar todos los hombres!
Verónica. — Tú reventarás también.
SiBiLOT. — ¡Tanto mejor! Mi vida no ha sido más que un largo
entierro en que nadie seguía al cortejo. Pero mi muerte, ¡ah!,
mi muerte será sonada. ¡Qué apoteosis! ¡No me importa salir
disparado en cohete atómico, si veo criando ortigas al padrecito
Julio! ¡Setenta mil billetes al mes, setenta puntapiés en el día!
¡Reventemos todos juntos y viva la guerra! (Se atraganta y
tose.)
Verónica. — Bebe. (Le da de beber.)
SiBILOT.— ¡Uf!
Verónica. — Hay un vagabundo en mi cuarto.
SiBiLOT.— ¿Es comunista?
Verónica. — En absoluto.

115
SiBiLOT. — Entonces, ¿qué me importa?
Verónica. — perseguido por Está la policía,
SiBlLOT. — Pues telefonea Comisaría bien, a la y pide que pasen
a aprehenderlo.
Verónica. — Pero papá, yo quiero ampararlo.
SiBlLOT. — ¿Qué que ha hecho es lo ese individuo.^ Si ha roba-
do hay que castigarlo.
Verónica. — No ha robado. Sé amable; no te ocupes de él.
Busca tu idea tranquilamente. Por la mañana se irá sin hacer
ruido y no le veremos nunca más.
SiBiLOT. —
¡Bueno! Si se está bien tranquilo, cerrare los ojos
sobre su presencia. ¡Pero si la policía viene a buscarle, no cuen-
tes conmigo para mentir!
Verónica {entreabriendo la puerta de su cuarto). Me voy. —
Puede usted quedarse aquí toda la noche pero no salga de mi
cuarto. ¡Adiós! ( Cierra la puerta.) Hasta mañana, papá. no Y
te inquietes por tu siempre es la misma
idea; la que te sale,
estás obligado 3. encontrarla de nuevo.

ESCENA V
SiBiLOT, Jorge

SiBiLOT. —
Vete al diablo. ("Verónica sale.) ¡La misma ¡dea!
¡Claro que es la misma idea! ¿Y qué? ¿Qué gano con eso si
cada vez hay que vestirla con un nuevo ropaje? (Se coge la
cabeza entre las manos.) La vida de Stalin en imágenes. ¡No . .

la quieren, los imbéciles, no sé por qué! (JORGE estornuda.) Sa-


botaje. ., complot. ., traición. ., terror. ., (A cada palabra
. . . .

reflexiona y mueve la cabeza.) Hambre... ¿Hambre? ¡Eh!


(Pausa.) No; demasiado gastado; se utiliza desde mil nove-
cientos dieciocho. (To7fia unos periódicos y los hojea.) ¿Qué
han hecho los rusos? (Hojeando los periódicos.) ¿Nada? ¡No
es posible! ¿A quién se le hará creer que no se comete cada
día una injusticia o un crimen crapuloso en un país de dos-
cientos millones de habitantes? He ahí el telón de acero...
(Reflexiona de nuevo.) Sabotaje. Complot. f JORGE estor- . . . .

nuda. Irritado.) ¡Si al menos pudiera trabajar tranquilo! Trai-


ción Complot
. . . . . . Tomemos el otro lado. Cultura occiden-
tal. . . Derechos del espíritu.
Misión de Europa. f JORGE . . . .

estornuda.) ¡Basta! (Vuelve a meditar.) La vida de Sta-


¡Basta!
lin en imágenes. (Silbatos en la calle. Mortificado.) ¡Oh! (Tor-
na a hundir la cabeza- en las manos. Iluminado.) La vida de
Stalin sin imágenes. ("JORGE estornuda.) Lo mataré al ti- . .

po ese.
Jorge {entre bastidores). — ¡Dios y rediós!
SiBlLOT. —
¡Lx) entregaré! ¡Santo Dios! ¡Lo entregaré! (Va ha-
cia el teléfono, marca un número.)
^Oiga? ^La Comisaría?
Aquí, Rene Sibilot, periodista; calle Goulden, número trece,
bajo izquierda. Un individuo acaba de entrar en mi casa. Pa-
rece que la Policía lo busca. Eso es; envíeme a alguien. {La
puerta se abre al pronunciar estas últiinas palabras y aparece
JORGE.j

escena vi
Sibilot, Jorge

Jorge. —
¡Al fin una reacción sana! Señor; es usted un hombre
normal. Permítame que le estreche la mano. (Avanza con la
niano extendida.)
Sibilot (saltando hacia atrás). ¡Socorro! —
Jorge (arrojándose sobre SiBlLOTJ. ¡Chitón! (Le pone una—
mano en la boca.) Tengo cara de asesino.'^ ¡Qué equivocación!
^-

Le muestro mi admiración y usted cree que voy a degollarlo.


Sí, lo admiro; su llamada telefónica fue sublime; debería ser-
vir de ejemplo a todas esas buenas gentes descarriadas por un
falso liberalismo y que están perdiendo el sentimiento de sus
derechos. No tema que me escape; quiero contribuir a su glo-
ria: los peridicos publicarán mañana que me han detenido en
su casa. Usted me cree, ¿no es así? ^Me cree? (Amordazado,
Sibilot hace una señal de aquiescencia.) ¡Está bien! (Suelta a
Sibilot y da un paso hacia atrás.) ¡Déjeme contemplar al
hombre honrado en su alta y plena majestad! (Pausa.) /Si yo
le dijera que he intentado matarme hace poco para escapar a
mis perseguidores?

. .

Sibilot. ¡No trate de ablandarme!


Jorge. — ¡Muy bien! ¿Y si sacara de mis andrajos una bol sita
de polvos, si me tragara su contenido, si cayese muerto a sus
pies?
— ¿Y qué?
. .

Sibilot.
Jorge. — ¿Qué usted? diría
Sibilot. — Pues miserable ha
diría: "El se suicidado".
Jorge. — ¡Tranquila conciencia de una conciencia sin tacha! Se
que nunca ha dudado usted
ve, señor, Bien del .

Sibilot. —
.

¡Pardiez!
Jorge. — que no escucha
. .
.y esas doctrinas subversivas que
hacen criminal un producto de
del la sociedad.
Sibilot. — Un criminal un es criminal,
Jorge. — ¡Mejor que mejor! Un criminal un es criminal: ¡qué

117
bien dicho está eso! ¡Ah! No es a usted a quien yo intentaría
enternecer evocando mi infancia desgraciada.
SiBiLOT. — Perdería el tiempo; yo fui un niño mártir.
Jorge. —Y poco le importa, ¿verdad?, que yo sea una víaima
de la segunda guerra mundial, de la Revolución rusa y del ré-
gimen capitalista.
SiBiLOT.— Hay otros muchos que son víctimas de todo eso. . .,
ejemplo.
yo, p)or que no rebajan a
., y se robar.
Jorge. — Tiene usted respuesta para
.

todo.Nada socava sus con-


vicciones. ¡Ah! Señor, para tener esa frente de bronce, esos
ojos de esmalte y ese corazón de piedra es menester que sea
usted antisemita.
SiBlLOT. —Debería habérmelo imaginado. ¿Es usted judío.^
Jorge. —No, señor, no. Y, para ser sincero, comparto su anti-
semitismo. (Aníe un gesto de SiBiLOT.j No se ofenda: com-
partir es mucho decir, digamos que recojo las migajas. Como
no tengo la dicha de ser honrado, no gozo de sus certidumbres.
Yo dudo, señor, dudo: es lo típico de las almas sin paz. Yo soy,
si usted quiere, un antisemita (Con gesto de con-
probabilista.
fidencia.) ¿Y los "hicots"? ^ ¿Usted los detesta, no es verdad.^
SiBiLOT. —¡Basta ya! No tengo ni tiempo ni ganas de escuchar
su palabrería. Le ruego que pase inmediatamente a esa habi-
tacióo y espere ahí, sin hacer ruido, la llegada de la policía.
Jorge. — ¡Me retiro! ¡Me retiro a sus habitaciones! Dígame
solamente que detesta a los "bicots".
SiBlLOT. — ¡Pues, sí!

Jorge. — Mejor dicho. Para agradarme. Le juro que es mi úl-


tima pregunta.
SiBiLOT. — No tiene que hacer más que volver a su tierra.

Jorge. — A mil las maravillas. ¿Me permite usted una reveren-


cia? Es usted un hombre honrado hasta la ferocidad. Después
de este breve cambio de impresiones, nuestra identidad de pun-
tos de vista es manifiesta, lo que no puede extrañarme: ¡qué
personas más honradas seríamos, nosotros los granujas, si la
p)olicía de ustedes nos dejase tiempo para ello!
SiBlLOT. — ¿No me va a dejar usted tranquilo?
Jorge. — Aún una una sola y me voy. ¡Vamos!
palabra, señor,
Usted, francés, hijo y nieto de campesinos franceses, y yo, el
apatrida, el huésped provisional de Francia; usted, la honradez
personificada, y yo, el crimen, por encima de todos los vicios
y de todas las virtudes, nos damos la mano, condenamos juntos
a los judíos, a los comunistas, las ideas subversivas. Es preciso

1 "Bicot", expresión despectiva para designar a los norteamericanos.


(N. del T.)

118
que nuestro acuerdo tenga una significación profunda. Yo co-
nozco esta significación, y voy a decírsela: los dos respetamos
la propiedad privada.
SlBiLOT. — c;Que usted respeta la propiedad?
Jorge. — ¿Yo? ¡Pero si vivo de ella, caballero! ¿Cómo no voy
a respetarla? Vaya, señor, su hija quería salvarme; usted me ha
denunciado, pero yo me siento más cerca de usted que de ella.
La conclusión que saco de todo esto es que, usted y yo, tenemos
el deber de trabajar juntos.
SiBiLOT. — ¿Trabajar juntos? ¿Quién? ¿Nosotros? ¡Usted está
loco!
Jorge. — ¡Yo puedo hacerle un gran servicio!
SiBiLOT. — Me extraña.
Jorge. — Hace un rato, yo escuchaba detrás de la puerta y no
he perdido nada de lo que usted decía a su hija. Creo que
usted buscaba una idea. Pues bien, yo estoy en condiciones de
servirle esa idea.
SiBiLOT. — ¿Una ¿Sobre
idea? comunismo? el

Jorge. — Sí.

SiBiLOT. — ¿Usted . conoce


. . usted la cuestión?
Jorge. — Un debe conocer
estafador todo.
SiBiLOT. — Bueno, déme démela pronto reclamaré para
su idea, y
usted laindulgencia del tribunal.
Jorge. — ¡Imposible!
SiBiLOT. — ¿Por qué?
Jorge. — Sólo puedo ayudarle tengo manos si las libres.
SiBiLOT. — La policía . .

Jorge. — La La
policía, va sí. Vienepolicía a venir. ya. Estará
ahí dentro de dos minutos. Tengo, pues, el tiempo de pre-
sentarme: huérfano de padre y madre, obligado desde la in-
fancia a elegir entre el genio o la muerte, no he tenido ningún
mérito en elegir el genio. Soy genial, señor, como usted es
honrado. Con la misma despiadada superabundancia. ¿Se ha
imaginado usted nunca lo que puede hacer la alianza del genio
y de la honradez, de la inspiración y de la testarudez, de la luz
y de la ceguera? Seríamos los amos del mundo. Yo tengo ideas,
las produzco a cada minuto por docenas: desgraciadamente, no
convencen a nadie; no insisto lo bastante. Usted no las tiene,
sino que ellas le tienen a usted; le tienen entre sus garras, le
moldean el cráneo y le tapan los ojos; precisamente por eso
convencen a los demás; son como sueños de piedra, fascinan
a todos los que tienen la nostalgia de la petrificación. Supón-
gase, ahora, que un pensamiento nuevo sale de mí y se apodera
de usted: el pobre tomaría en seguida su aspecto, tendría un

119
.

aire tan cerrado, tan tonto y tan verdadero que se impondría |

al universo.
(Llaman a la puerta. SiBiLOT, que escuchaba fascinado, se so-
bresalta.)
SiBILOT. —Es

. . .

Jorge. Sí. De usted depende. Si me entrega pasará una noche


en claro y mañana por la mañana será despedido. Vuelven a (

llamar.) Si me salva, mi genio le hará rico y célebre.


SiBiLOT (tentado). —
¿Quién me prueba que usted tiene genio.^
Jorge (volviéndose a la habitación del fondo). Pregúntele al —
inspector. (Desaparece yuientras que SlBiLOT va a abrir.)

ESCENA Vil

SiBiLOT, el Inspector

Inspector. — señor ¿El Sibflot.^


SiBiLOT. — Soy yo.
Inspector. — ¿Dónde está?
SiBlLOT. — ¿Quién.^
Inspector. — Jorge de Valera.
SiBiLOT (impresionado). — ¿Busca usted a Jorge de Valera?
Inspector. — ¡Oh! Sin Sí. esperanza. Es una anguila. ¿Per-
mite usted que me siente? (Se sienta.) Veo que no tiene usted
piano de cola. Le felicito.
SiBiLOT. — ¿No le gustan los pianos de cola?
Inspector. — He visto demasiados.
SiBlLOT. — ¿Dónde?
Inspector. — En de Inspector
las casas los ricos. (Se presenta.)
Goblet.
SiBiLOT. — ¡Encantado de conocerle!
Inspector. — ¡Cómo me gusta de Siento el interior su casa!
que no la dejaría sin pena.
SiBiLOT. — Está en usted su casa.
Inspector. — No sabe cómo verdad: "living-room"
usted es su
es una mío. ¿1925?
réplica exacta del
SiBiLOT. — ¿Eh?
Inspector — Los muebles: ¿1925?
(gesto circular).
SiBiLOT. — ¡Ah! ¿1925? En efecto, sí.

Inspector. — La exposición de artes decorativas, nuestra ju-


ventud . .

SiBlLOT. — año de mi boda.


El
Inspector. — Y de mía. Nuestras mujeres la mue- eligieron los
bles con sus madres; nosotros no teníamos nada que decir, los
suegros adelantaban el dinero. ¿Le gustan a usted las sillas

!20
1925?
SiBiLOT. —
Usted sabe, uno acaba por no verlas. (Sacudiendo la
cabeza.) Para mí, esto era una instalación provisional . .

Inspector. —
¡Naturalmente! ¿Y qué no es provisional? Y
luego, un buen día, veinte años más tarde...
SiBiLOT. —
Se da uno cuenta de que se morirá pronto y de que
lo provisional era definitivo.
Inspector. —
Moriremos como hemos vivido: en 1925. (Se le-
vanta bruscamente.) ¿Qué tiene usted ahí? ¿Un cuadro de un
maestro?
SiBiLOT. —
No, es una reproducción.
Inspector. —
Tanto mejor. Detesto los cuadros y los grandes
automóviles, porque los ricos hacen colección de ellos y nos
obligan a conocer todas las marcas.
SiBiLOT. — ¿A quiénes, a ustedes?
Inspector. —A nosotros, los de la policía mundana.
SiBlLOT. — ¿Para qué?
Inspector. — Para ser amenos en la conversación. (Acercán-
dose al cuadro.) Éste es un Constable. No hubiera creído que
a usted le gustaran los Constables.
SiBiLOT. —
Los prefiero a las manchas de humedad . .

Inspector (levantando el cuadro). —


¡Ah! porque bajo el Cons-
table . .

SiBlLOT. — ¡Caramba!
Inspector. — La humedad, ¿no verdad? es
SiBlLOT. — Es proximidadla del Sena.
Inspector. — No me yo vivo en
hable: Gennevilliers. ("Jorge
estornuda pone a
varias veces y se ¿Qué blasfemar.) es eso?
SiBiLOT. — No puede
El vecino. humedad: soportar la lo aca-
tarra.
Inspector. — Y aún de que
tiene usted suerte sea el vecino. En
Gennevilliers soy yo quien está acatarrado. (Se vuelve a sentar.)
Señor mío, el hombre es un animal extraño: me encanta su
departamento porque me recuerda el mío, del que estoy ho-
rrorizado.
SiBiLOT. —
¡Vaya usted a explicar eso!
Inspector. —
Claro, resulta que mis funciones me llevan a los
barrios elegantes. En otros tiempos yo era de la Mundana; me
han encargado de los J 3 trágicos y de los estafadores: todo
eso nos lleva a Passy. Yo hago mis investigaciones en un ran-
go más elevado que el mío y eso me lo dejan sentir. Hay que
subir por la escalera de servicio, esperar entre un piano y una
planta, sonreír a las damas de piel de terciopelo y a los señores
perfumados que me tratan como si fuera un criado; y mientras

121
tanto, como meten espejos por todas partes, estoy viendo mi
px)bre cara en todas las paredes.
SiBiLOT. — ¿Y no puede usted tenerlos a raya? ^En su sitio?
Inspector. —
¿En su sitio? ¡Pero si están en él! Yo soy quien
no estoy en el mío. Pero usted debe conocer todo eso en su
campo.
SiBiLOT. — ¿Yo? ¡Si le dijera que cada día debo besar las po-
saderas de mi director!
Inspector. —
¡No es posible! ¿Le obligan a ello?
SiBlLOT. — Es una manera de hablar.
Inspector. —
Vaya, yo sé lo que quiere decir manera de hablar,
y yo, éste que le habla, ha besado más de mil veces las del
director de Seguridad. Mire lo que me agradó en su interior:
aquí se siente la escasez y la humildad orgullosa. Por fin yo
investigo en casa de un igual; en mi casa, en cierto modo. Si
me diese por enchironarle o por sacudirle el polvo nadie pro-
testaría.
SiBiLOT. — ¿Piensa usted hacerlo?
Inspector. —
¡Por los dioses, no! Tiene usted una cara dema-
siado simpática. ¡Una cam como la mía! A sesenta mil fran-
cos por mes.
SiBlLOT. — Setenta.
Inspector. —
Sesenta o setenta, se parece mucho, ¡vamos! Se
cambia de cara a partir de los cien billetes. (Emocionado.)**
¡Pobre Sibilot!
SiBlLOT. — ¡Pobre inspector! (Se estrechan las manos.)
Inspector. —
Solamente nosotros podemos medir nuestra mise-
ria y nuestra grandeza. Déme de beber.
Sibilot. — De buena gana. (Llena dos vasos.)
Inspector (brindando). —
A los guardianes de la cultura occi-
dental. (Bebe.)
Sibilot. — Que la victoria sea para los que defienden a los ricos
sin quererlos. (Bebe.) A propósito. ¿No tendría usted una
idea?
Inspector. — ¿Contra quién?
Sibilot. — Contra comunistas.
los
Inspector. — ¡Ah! ¡Usted
está la propaganda!
en Pues bien,
usted no encontrará su idea; es demasiado maliciosa para usted.
Lo mismo que yo no encontraré a mi Valera.
Sibilot. — ¿Es demasiado astuto?
Inspector. —
;Ése? Si no temiese las grandes palabras, le diría
que es un genio. A propósito, ¿usted me ha dicho que se había
refugiado en su departamento?
Sibilot. —
Yo... yo he dicho que un individuo...
Inspector. —
Es él sin duda alguna. Si estaba aquí hace un

122
rato, debiera estar aquí todavía: todas las ventanas del inmue-
ble están vigiladas. Tengo hombres en el pasillo y en la esca-
lera. Bueno. Pues bien, mire lo que va a probarle la estima
que tengo por usted: no registraré en esta habitación ni siquiera
penetraré en las otras. ^;Y sabe usted por qué.^ Porque sé que
se las ha compuesto para pasar desconocido o para haberse lar-
gado. ¿Quién sabe dónde está.^ ¿Y con qué disfraz.^ Puede
que sea usted mismo.
SiBILOT. — ¿Yo.^
Inspector. — Tranquilícese: la mediocridad no se imita. Ter-
minemos con esto, señor mío. Dígame dos palabras para mi
informe. Usted loha entrevisto; se precipitó al teléfono para
prevenirnos y él aprovechó esos minutos de descuido para des-
aparecer. ¿No es eso.^
SiBILOT. — Yo . .

Inspector. —
¡Perfecto! (Pausa.) No me queda más que reti-
rarme, guardando el recuerdo encantador de estos instantes de-
masiado breves. Deberíamos volver a vernos.
SiBILOT. —Por mí con mucho gusto.
Inspector. —
Me permitiré telefonearle de vez en cuando. Cuan-
do los dos estemos libres, iremos al cine, como unos muchachos.
No me acompañe. (Sale.)

ESCENA Vni
SiBILOT, Jorge

SiBILOT (va a abrir la puerta de la habitación). —


Déme su idea
y tome las de Villadiego.
Jorge. —¡No!
SiBILOT. — ¿Por qué?
Jorge. —
Sin mí, mis ideas se marchitan. Somos inseparables.
SiBILOT. —En esas condiciones prescindiré de usted. ¡Fuera!
Jorge. —¿No has oído lo que te ha dicho el inspector? ¡Soy
un genio, papá!
SiBILOT (resignado). —
Entonces, ¿qué quiere usted?
Jorge. —
Poca cosa. Que me tengas junto a ti hasta que la policía
haya evacuado el inmueble.
SiBILOT. — ¿Y luego? ¿No quiere dinero?
Jorge. —No. Pero me prestarás uno de tus trajes viejos.
SiBILOT. — Bueno. Quédese. (Pausa.) Vamos a su idea, ahora.
Jorge (va a sentarse; se sirve un vaso de vino, llena y enciende,

123
.

sm éfirésmrsrse, mna ¿4 las pipas de SiBlLOTA — Pues bien, he


•quf. .

TELÓN

CUARTO CUADRO

Decorado: El despacho de JULK) Palotin

ESCENA I

Julio, Tavernier, Perigord, la secretaria

Julio. — ¿Qué hora es?


Tavernier. — Las diez menos dos minutos.
Jorge. — ¿No ha venido Sibilot?
Tavernier. — No.
Julio. — Siempre llegaba antes de la hora
Perigord. — Todavía no
. . .

con está retraso.


Julio. — ¡No! Pero hoy no vino adelantado No me secundan.
(Teléfono.)
Secretaria (al telefono). —
¿Alló.'^ Sí, sí, señor presidente. (A
Julio.) El Consejo de Administración acaba de reunirse. El
presidente pregunta si hay algo de nuevo.
Julio. —¿De nuevo? ¡Que se deje de fastidiar! Dile que he
salido.
Secretaria. — No, señor presidente: debe estar en los talleres.
(A Julio.) No parece muy contento.
Julio. — Dile tengo preparada una buena sorpresa.
que le
Secretaria (al teléjono). —
Al salir del despacho ha dicho que
le tenía preparada una buena sorpresa. Bien.
Julio. —¿Qué ha contestado?
Secretaria. —
Que el Consejo esperaba que usted llame por
teléfono.
Julio. —¡Viejo roñoso! ¡Avaro! Ya te daré sorpresas. (A la se-
cretaria.) Pídeme Sibilot en seguida.
Secretaria (al teléfono). — Sibilot, que lo llama el patrón. (A
Julio.) No ha llegado.
JulK). —
¿Qué hora es?
Secretaria. —
Las diez y cinco.
. . .

Julio (a los otros). — Ya


os lo había dicho; se empieza Dor no
llegar adelantado acaba por llegar retrasado. (Pausa.)
y se
¡Bien! ¡Bien, bien, bien! ¡Esperemos! (Se sienta y adopta una
actitud reposada.) Esperemos con calma. [Toma otra actitud re-
posada.) Con la mayor calma. (Á Tavernier y PerigordJ Cál-
mense. (La SECRETARIA empieza a escribir a máquina. JULIO
grita.) ¡He dicho que con calma! (Saltando bruscamente sobre
los pies.) No estoy hecho para esperar. (Anda.) ¡Han ma-
tado a alguien!
Tavernier. —
¿Dónde, patrón.^
Julio. —
¿Qué sé yo.^ En El Cairo, en Hamburgo, en Valparaí-
so, en París. Un avión a chorro explota sobre Burdeos. Un
campesino descubre las huellas de un marciano. Yo soy la
actualidad, muchachos: la actualidad no espera. (Teléfono.) ¿Es
Sibilot.^
Secretaria (en el teléfono). —
¿AUó.^ ¿Sí.^ Sí, señor ministro. .

(Á Julio.) Es el ministro del Interior. Pregunta si hay alguna


novedad.
Julio. —
Yo no estoy

. .

Secretaria. No, señor ministro, el señor director no está.


(Entre paréntesis, a Julio.) Está furioso.
Julio. —
Dile que le reservo una sorpresa.
Secretaria. —
El señor director dejó dicho que le reservaba
una sorpresa. Bien, señor ministro. (Cuelga el tubo.) Volverá
a llamar dentro de una hora.
Julio. —
¡Una hora! Una hora para encontrar esa sorpresa...
Perigord. — ¡Ya la encontrarás, Julio!
Julio. —
¿Yo.^ Sería el primer sorprendido. (Deja de pasearse.)
Recobremos la calma. ¡Fuegos y centellas! Esforcémonos por
pensar en otra cosa. (Pausa.) ¿Y bien?
Tavernier (sorprendido). — ¿Y bien?
Julio. — ¡Piensen!
Perigord. — Bien, patrón. ¿En qué?
Julio. — Ya os he dicho: en
lo otra cosa.
Perigord. — Estamos pensando.
Julio. — ¡Pensad en alta voz!
Perigord (pensando). — Me pregunto si el propietario va a re-

parar el tejado. Mi abogado me aconseja llevarlo a los Tribu-


nales. Dice que yo ganaría el pleito, pero no estoy seguro de
ello...
Tavernier ( pensando). —
¿Dónde he podido meter esc carnet
del "Metro"? He buscado por todos mis bolsillos. Sin embar-
go, me parece que me estoy viendo, como si fuese ahora, de-
lante de la taquilla del "Metro" esta mañana: tomo la vuelta
con la mano derecha y con la izquierda . .

125
Julio. — jLadroncs!
Tavernier (tolvienJo en si sobresaUsdo) ¿Qué pasa? —

.

Julio. Al fin veo dentro de vuestros corazones; ^y que es


k) que encuentro? Tejados y tickets del "Metro". ¡Vuestros
pCQsamienos son míos: yo los pago y vosotros me los robáis!
(A U SECRETARIA.) ¡Quiero a Sibilot! Telefonea a su domicilio
personal.
Secretaria. —
Bien, Julio. (Marca un número. Espera. JULIO
dejé dé émdésr y también espera.) No contestan.
JULKX —¡Lo voy a poner de patitas en la calle! ¡No, no, no escu-
cho nada! ¡Lo pongo en la calle! ¿Por quién reemplazarlo?
Tavernier. — ¿Thierry Maulnier?
JULK). —No.
Ta/ernier. — Es un espíritu distinguido, que tiene mucho mie-
do al comunismo.
Julio. —Sí, pero no tiene el miedo comunicativo y yo sé de
dos personas que por haber leído sus artículos se han ido dere-
chitas a afiliarse al P. C (Bruscamente.) ¿Y Neicrasov? ¿Qué
noticias hay?
Perigord. —Dicen que csti en Roma.
Julio. — ¿En Roma? ¡Qué reventada! La Democracia Cristia-
na lo retendrá.
Tavernier. — Por otra parte, Tass lo ha desmentido; parece
que está en Crimea desde hu^^e quince días.
Julio. — ¿Por qué no? No hablemos demasiado de él por el
nwmento. Esperar confirmación y sobre todo no digamos que
está en Roma: con la crisis hotelera francesa no es el momento
de hacerle la propaganda al turismo italiano. Veamos, mu-
chachos: agarremos el toro por los cuernos. ¿Estáis en ello?
Tavernier y Perigord. — Estamos, Julio.
Julio. — <Qué hace falta para una campaña?
lanzar
Perigord. — Capitales.
Julio. — Los tenemos. ¿Y luego?
Tavernier. — Una víctima.
Julio. — También tenemos. ¿Y qué más?
la
Perigord. — Un tema.
lULlO. — Un tema, eso ¡Un tema!
es.
Tavernier. — Un tema que haga mucho ruido.
Perigord. — ¡Explosivo!
Tavernier. — ¡Terror y sex-appeal!
Perigord. — ¡Un poco de esqueleto un poco de y nalgas!
Julio. — ¡Ah! ¡Ya tema, ya
lo veo, esc lo veo!
Tavernier. — Nosotros también vemos, patrón...
lo
Julio. — Ya tengo...
lo
Perigord. — ¡Lo tenemos! ¡Lo tenenws!

126
.

lULio.— ¿También vosotros?


lo tenéis
lAVERNiER. — ¡Caramba!
Julio. — Pues decidme
bien, que lo es.
Perigord. — ¡Ah! Es una visión de conjunto, ¿no es verdad.-^.
Tavernier. — Es un todo que difícilmente
. .

puede. se
Perigord. — Creo que hay que encontrar alguien para.
. .

Tavernier. — En
. .

para.fin, .

Julio. — ¡Eso (Sees! abrumado. Bruscamente.) ¿Os


sienta, reís,
muchachos.'^
Tavernier (indignado). — ¡No, ¿Cómo puedes Julio! creer eso.^
Julio. — Hacéis mal en yo vosotros
reíros: si salto, saltáis con-
migo. (Teléfono.)
Secretaria. — Que suba en
¿Sí? (A JULio.J Es seguida. Sibilot.
Julio. -^ ¡Al fin!
(Se inmovilizan los cuatro con la mirada fija en la puerta de
cristales.)

ESCENA II

Julio Palotin, Sibilot, Jorge

Julio. — Mi buen ¿Sabes que


Sibilot. he estado esperando? te
Sibilot. — ¡Hay que dispensarme, patrón!
Julio. — Bueno, bueno. ¡Olvidado! ¿Quién señor? es ese
Sibilot. — Es un señor.
Julio. — Ya lo veo.
Sibilot. — Le hablaré de en él seguida.
Julio. — Buenos fJORGE no responde.) ¿Es
días, caballero. sor-
do?
Sibilot. — No comprende el francés.
Julio Jorge, indicándole un
^a — (Hace sillón). Siéntese. el
gesto de sentarse. Jorge sigue impasible.) ¿Tampoco com-
prende los gestos?
Sibilot. —
Porque usted los hace en francés.
("Jorge se aleja y torna de la mesa un diario que lleva en
grandes titulares "DESAPARECIÓ NEKRASOV".)
Julio. —¿Lee?
Sibilot. — No, no, no. Mira las fotos.
Julio {poniendo las manos sobre los hombros de SiBlLOTJ. —
¿Entonces, viejo?
Sibilot (sin comprender). ¿Entonces?—
Julio. —¿Tu idea?
Sibilot. — ¡Ah! Mi idea. (Pausa.) Patrón, estoy desconso-
. .

lado.
Julio (furioso). — ¿No tienes idea?

127
SiBILOT. —
Es decir. /Jorge, que está detrás de JULIO, le
. .

hace señas de hablar.) ¡Oh! Sí, parrón. Claro que sí.


Julio. —
No tienes cara de estar muy orgulloso de ella.
SlBlLOT. —
No. Gesto de JoRGEJ Fero
i yo soy modesto. .


. .

Julio. ¿Es buena, por lo menos.-^ (Gesto de JORGEj


SiBlLOT (como en un murmullo). ¡Ahí ¡Demasiado buena! —
Julio. — ¿Y te eres un original,
quejas.^ Pausa.)
Sibilot, tú i

Veamos de SiBiLOT.; Pero no dices nada. iExhor-


eso. {Silencio
íéciones mudas de JORGE. Sibilot se calla.) Ya veo de qué se
trata: tu viejo aumento. Escucha, viejo. Ld tendrás, te lo pro-
meto. Lo tendrás, si me agrada tu idea
Sibilot. — ¡Oh! ¡No! No, no.
Julio. — ;Qué es eso.^
Sibilot. — ¡No quiero que me suba el sueldo!
Julio. — Pues bien, no te lo subiré. /Estás contento? (Irritado.)
¿Vas a hablar, por fin? ^SlBlLOT señala a JORGE con el dedo.)
¿Y qué?
SiBlLOT. — Es ella
Julio. — /Quién, ella?
Sibilot. — Él.
Julio comprender). —
(sin /Él, es ella?
Sibilot. — Él, es la idea.
Julio. — /Tu idea, es él?
Sibilot. — ¡No mi ¡No,
es ¡No mi
idea! no, no! es idea!
Julio. — /Entonces suya? JORGE dice que no por
es la señas.)
Jorges — Tampoco.
í

Sibilot (obedeciendo a
Julio (señalando a JORGEJ. — En /quién fin, es?
Sibilot. — Un. un . extranjero.
Julio. —
.

qué nacionalidad?
/E)e
SiBiLCT. — ¡Ah! (Cerrando los ojos.) Soviética.
Julio (decepcionado). — Ya veo.
Sibilot (lanzado). — Un funcionario que ha soviético atravesa-
do Cortina de Hierro.
la
Julio. — /Un funcionario? ^JORGE hace señas a SiBlLOT de
alto
decir que si.)

Sibilot. — (Dominado
Sí. . . vez por Es otra el terror.) decir,
no. Mediano. Muy mediano Un funcionario de poca impor-
tancia.
Julio. — En resumen, un cero izquierda a la
Sibilot. — ¡Eso (Gestos furiosos de Jorge.)
es!

Julio. — ¿Y qué quieres que haga amigo yo, mío, de tu fun-


cionario soviético?
Sibilot. — Nada, absolutamente p>atrón, nada.
Julio. — /Cómo nada? /Por qué me lo has traído?
Sibilot (recobrándose). — Pensaba que podría facilitarnos...

128
Julio. — ¿Qué?
SiBiLOT. — Informaciones.
Julio. — ¡Informaciones! ¿Sobre qué.^ ¿Sobre las máquinas de
escribir soviéticas? ¿Sobre las lámparas de oficina o los venti-
ladores? Sibilot, te he encargado de lanzar una campaña de gran
estilo y tú me propones chismes que no los querría publicar
ni "Paix et Liberté". ¿Sabes tú cuántos funcionarios soviéticos
que habían elegido la libertad he visto desfilar desde lo de
Kravchenko? Ciento veintidós, amigo mío, verdaderos o fal-
sos. Hemos recibido choferes de embajada, niñeras, un fonta-
nero, diecisiete peluqueros y he tomado la costumbre de pasár-
selos a mi colega Robinet, del "Fígaro", que no desdeña la
pequeña información. Resultado: baja general sobre los Krav-
chenkos. El último, un tal Demidov, gran administrador, eco-
nomista distinguido, apenas si ha escrito cuatro articulillos y
ni el mismo Bidault le invita más a cenar. (Va hacia JORGE.j
¡Ah! El señor ha atravesado la Cortina de Hierro. ¡Ah! ¡Ha
elegido la libertad! Pues bien, dadle una sopa y enviadlo de
mi parte al Ejército de Salvación.
SiBiLOT. — ¡Bravo,
patrón!
Julio. — ¡Eh!
Sibilot. — No sabe usted contento que lo estoy. (A Jorge, ven-
gativo,) de
¡Al Ejército Salvación! ¡Al Ejército de Salvación!
Julio. — ¿Eso todo? ¿No
es tienes otra idea?
Sibilot (frotándose manos), — ¡Ninguna!
las ¡Absolutamente
ninguna!
Julio. — ¡Quedas despedido!
¡Imbécil!
Sibilot. — ¡Sí, ¡Hasta
patrón! Gracias, patrón. la vista, patrón!
(Va a salir, Jorge lo detiene y lo lleva de nuevo al centro de
la escena,)

Jorge. — ¿Ustedes permiten?


Julio. — ¿Entonces, usted habla francés?
Jorge. — Mi madre era francesa.
Julio. — ¡Y encima embustero! ¡Quítate de mi vista!
Jorge Sibilot^. — Lo había ocultado por precaución.
(a
Julio. — Caballero, por manejar
le felicito bien tan nuestra
hermosa lengua, pero en francés como en hace
ruso, usted me
perder tiempo, y le agradecería mucho que abandonase mi
el
despacho inmediatamente.
Jorge. —Es lo que pienso hacer. (A Sibilot. j ¡A "France-Soir",
de prisa!
Julio. — ¿A "France-Soir"? ¿Por qué?
Jorge (dirigiéndose a la salida). — Como su tiempo es muy pre-
cioso no pienso importunarle más.

129
JVLK) (coiocjnUou- dtlante de él). —
Conozco bien a mi colej^
Lazarev y puedo aí>c>;urarle que no hará nada por usted.
Jorge. —Estoy convencido; no espero nada de nadie y nadie
puede ayudarme. Pero yo puedo hacer mucho por su periódico
y por su país.
Julio. — ¿Usted?
Jorge. — Yo.
Julio. — ¿Que haría usted.^
Jorge. — Usted va a perder su tiempo.
SiBlLOT.— Sí, patrón, sí: va usted a perder su tiempo. (Á JOR-
QE.) Marchemos.
Julio. — ¡Sibilot! ¡Qué diablos! (Á Jorge.) Al fin y al cabo
dispongo de cinco minutos; que no se diga que he echado a
un hombre sin oírle.
Jorge. — ¿Es quien me ruega que me
usted quede.-*
Julio. — Soy yo quien se lo ruega.
Jorge. — Sea.
(Se echa debajo de mesa y la pasea a se cuatro patas.)
Julio. — ¿Qué hace usted?
Jorge. — ¿No hay ningún magnetófono escondido? ¿No hay
micrófono? Bueno. ¿Es
(Se levanta.) usted valiente?
Julio. — Así lo creo.
Jorge. — hablo usted
Si en de muerte.
estará peligro
Julio. — ¡En de muerte! ¡No
peligro Hable hable! ¡Sí, hable!
de prisa.
Jorge. — Míreme mejor. ¿Pues bien
(Pausa.)
Julio. — Pues bien ¿qué?
Jorge. — Usted ha publicado mi en primera página de
foto la

su diario.
Julio. — Usted (Mirándole.) Yo no
sabe, las fotos. las veo.

. .

Jorge (poniéndose una cortinilla negra sobre el ojo derecho).


¿Y así?
Julio. —
¡Nekrasov!
Jorge. —Si grita, está perdido. Hay siete comunistas armados
en sus oficinas.
Julio. —
¿Cuáles son sus nombres?
Jorge. —¡Más tarde! El peligro no es inmediato.
Julio. —
¡Nekrasov! (A Sibilot.) ¡Y no me lo habías dicho!
Sibilot. —Le juro que no lo sabía, patrón. Se lo juro.
Julio. —
¡Nekrasov! ¡Mi viejo Sibilot, eres genial!
Sibilot. — ¡Patrón, yo soy indigno! ¡Indigno! ¡Indigno!
Julio. —
¡Nekrasov! ¡Te adoro! (Le besa.)
Sibilot (dejándose caer en un sillón). ¡Todo está consuma- —
do! (Se desvanece.)

130
. .

Jorge {mirándole con desprecio). — ;Al fin solos! {A JULIO.y


Hablemos.
Julio. — No pero..»
quisiera herirlo,
Jorge. — No aunque
podría, quisiera.
Julio. — ¿Qué me prueba que usted es Nekrasov.'^
Jorge — ¡Nada!
(riendo).
Julio. — ¿Nada.^
Jorge. — ¡Absolutamente nada! Regístreme usted.
Julio. — Yo no.
— ¡Le digo que me
.

Jorge (violento). registre!


Julio. — ¡Bueno! ¡Bueno! {Le registra.)
Jorge. — ¿Qué ha encontrado usted?
Julio. — Nada.
Jorge. — Esa prueba
es la ¿Qué haría un irrefutable. impostor?
Le enseñaría su pasaporte, una cartilla familiar, una tarjeta de
identidad soviética. Pero usted, Palotin, si fuese Nekrasov y se
propusiera atravesar la Cortina de Hierro, no sería tan imbécil
como para guardar encima todos sus papeles.
Julio. — Claro que no.
Jorge. — Eso es lo que había que demostrar.
Julio. — Es luminoso. (Preocupado.) Pero de esa manera, cual-
quiera podría.
Jorge. — ¿Tengo yo
. .

de un cualquiera?
cara ser
Julio. — Ya han dicho que usted en estaba Italia
Jorge. —
. .

Y también dirán mañana que


¡Canastos! estoy en Gre-
cia, en España, en Alemania Occidental. Pero dígales que ven-
gan a esos impostores; dígales que vengan todos y la verdad
los deslumhrará. El verdadero Nekrasov ha vivido treinta y
cinco años en el Infierno Rojo: tiene los ojos de un hombre
que viene de muy lejos. ¡Mire mis ojos! ¡El verdadero Nekra-
sov ha matado ciento dieciocho personas con su propia mano!
Mire mis manos. ¡El verdadero Nekrasov ha hecho reinar el
terror durante diez años! Convoque a los falsarios que han ro-
bado mi nombre y verá quién de nosotros es el más terrible.
(Bruscamente, sobre JULIO.J ¿Tiene usted miedo?
Julio. — Yo. (Retrocede y está a punto de tropezar con la
. .

maleta.)
Jorge. — ¡Desgraciado! ¡No toque la maleta!
Julio (gritando). —
¡Ah! (Mirando la maleta.) ¿Qué tiene den-
tro?
Jorge. — Lo sabrá más tarde. Aléjese. fJULio se arrincona.)
Lo ve: tiene usted miedo. ¡Ya! ¡Ah! ¡Les voy a hacer morirse
de miedo a todos y ya verá si soy Nekrasov!
Julio. —
Tengo miedo, pero dudo todavía. ¿Si usted me en-
gañase?
131
Jorge. — <jQué?
Julio. — Se iría a pique el diario. (Suena el teléfono. Descuel-
ga.) Buenos días» mi querido ministro. Sí. Sí. ¡Natural-
¡Alió!
mente! No tomo nada más a pecho que esa campaña. Sí. Sí.
De ningún modo; no tengo ninguna desgana. Sólo unas cuan-
tas horas. Sí, algo nuevo. No puedo explicarle por telefono.
Pero, por favor, no se enfade. ¡Ha colgado! (Cuelga a su. .

pez.)
Jorge t irónico). — Usted tiene verdadera necesidad de que yo
sea Nekrasov.
Julio. — ¡Ay!
Jorge. — Pues lo soy.
Julio. —¿CónK) dice.^
Jorge. — ¿Ha olvidado* usted el catecismo.-^ Se prueba a Dios
por la necesidad que el hombre tiene de él.
Julio. —¿Conoce usted el catecismo.^
Jorge. — Nosotros conocemos todo. Vamos, Julio, ya ha oído
usted al ministro; si yo no soy Nekrasov, usted no es ya Palo-
tin, el Napoleón de la prensa. ¿Es usted Palotin?
Julio. —Sí.
Jorge. — ¿Quiere seguirlo siendo?
Julio. —Sí.

Jorge. —Entonces, yo soy Nekrasov.


SiBiLOT (volviendo en si). —
Miente, patrón, miente.
Julio (abalanzándose sobre él). —
¡Imbécil! ¡Incajxiz! ¡Cretino!
¿Quién te manda mezclane en esto? Este hombre es Nekrasov
y acaba de probármelo.
SiBlLOT. — ¿Se lo ha probado?
Julio. —Irrefutablemente.

. .

SiBlLOT. Pero yo le juro. . .

Julio. —¡Márchate de aquí! ¡Inmediatamente!


Jorge. — Márchate, mi buen Sibilot. Espérame fuera. (Le em-
pujan.)
SiBlLOT (desapareciendo). —
¡Yo no soy responsable de nada!
¡Yo me lavo las manos en todo este asunto!
(La puerta se cierra tras de él.)

B8CBNA III

Jorge, Julio

Jorge. — ¡Manos obra! a la


Julio. — Usted sabe lo todo, ¿verdad?
Jorge. — ¿Sobre quién?
Julio. — Sobre la U.R.S.S.

132
Jorge. — ¡No más! faltaba
Julio. — ¡Y es. . terrible!
— ¡Ah!
.

Jorge (penetrado de su papel).


Julio. — ¿Podría usted decirme. . .?
Jorge. — Nada. Llame Consejo de Administración:
al tengo que
poner condiciones.
Julio (tomando — Mi querido
el teléfono). ;Alló! presidente, ya
Lo está esperando. Sí. Sí. Sí. ¡Que sí! Ya ve
llegó la sorpresa.
usted que yo cumplo siempre mis promesas. (Cuelga.) ¡Está
furioso, el viejo asqueroso!
Jorge. — ¿Por qué?
Julio. —Esperaba ponerme en la calle.
Jorge. — ¿Cómo se llama?
Julio. —Mouton.
Jorge. — Retendré su nombre. (Pausa.)
Julio. —Sin embargo, yo hubiera querido, mientras que los
esperamos.

. .

Jorge. Una muestra de lo que yo sé. Bueno. Bien; puedo re-


velarle detalladamente el famoso plan C para la ocupación de
Francia en caso de guerra mundial.
Julio. — ¿Hay un plan C para la ocupación de Francia?
Jorge. — Usted habló de él en su periódico el año pasado.
ÍULIO. — ¿Sí? ¡Ah! Sí... Pero yo desearía una confirmación.
Jorge. — ¿No escribió usted, en aquel momento, que el plan
C contenía la lista de los futuros fusilados? Pues bien, tenía
usted razón.
Julio. — ¿Fusilarán a franceses?
Jorge. — ¡A cien mil!
Julio. — ¡Cíen mil!
Jorge. — ¿Usted lo ha escrito, sí o no?
Julio. — Ya sabe usted, se escribió eso sin pensar en ello. ¿Y
tiene usted la lista?
Jorge. — Me sé de memoria los veinte mil primeros nombres.
Julio. — Dígame algunos de ellos. ¿Quién será fusilado? ¿He-
rriot?
Jorge. — Naturalmente.
Julio. — Y que siempre
eso amable con fue ustedes — en fin,
¡con —
ellos! me
. ¡Esto mucho! ¿Quién divierte otro? ¿Todos
los ministros? Creo yo.
Jorge. — Y todos ex los ministros.
Julio. — Es un diputado por cada
decir, cuatro.
Jorge. — ¡Perdón! Un diputado por cada cuatro será pasado por
las armas a título de ex ministro. Pero los tres restantes pueden
ser ejecutados por otras razones.
Julio. — Ya veo: ¿toda la Asamblea pasará salvo los comunistas?

133
. .

Jorge. — comunistas? ^Por qué?


^.SalvD los
Julio. — jAh! ¿Asi que comunistas también. los .?
— ¡Chitón!
.

Jorge.
Julio. — Pero.
— ¡Aún no usted bastante endurecido para soportar
.

Jorge. está
la verdad! Haré mis revelaciones poco a poco.
Julio. — ¿Conoce usted Pcrdriere? a
Jorge. — ¿Perdriere?
Julio. — Nos que
gustaría en figurase la lista.

Jorge. — ¡Anda! ¿Por qué?


Julio. — ¡Porque Para que sí! no ¡qué
reflexione. Si está, le
vanws a hacer!
Jorge. — Yo conozco dos Uno llama Rene
Perdriere. se
Julio. — No
. .

es ése.
Jorge. — Tanto mejor, porque no en ése está la lista.

Julio. — nuestro
El Enrique. Un es radical-socialista.
Jorge. — ¿Enrique? ¡Ése No conozco más que
es! ¿Es a ése. di-
putado?
Julio. — No. Lo ha Pero ya no sido. Se presenta en lo es. las
elecciones de Seine-et-Marne.
parciales
Jorge. — Es Ya él. usted que no van
se figura a perdonarle.
Incluso debe en primera hornada.
ir la

Julio. — Eso me ¿Y en periodismo? ¿Quiénes?


agrada. el

Jorge. — Mucha gente.


Julio. — Pero, por ejemplo, ¿quién?
Jorge. — ¡Usted!
Julio. — ¿Yo? (Se abalanza sobre Perigord, el telefono.) titular
a seis columnas: "Nekrasov en París: Nuestro director en la
lista negra". ¿Es divertido, eh? ¡Sí, muy divertido! (Cuelga.
De repente.} ¿Yo? ¡Fusilado! Eso es. . . intolerable.
Jorge. — ¡Bah!
Julio. — Pero yo soy de un diario gubernamental, ¡caramba! ¡Y
cuando los Soviets (Kupen París tendrán que hacer un gobierno!
Jorge. — Sin duda.
Julio. — ¿Entonces?
Jorge. — Conservarán "I-a Tarde de París", pero liquidarán el
personal.
Julio. — ¡Fusilado! Ijü más chusco es que no me desagrada por
completo. Eso da cierta categoría, cierta talla. Crece uno. (Se
pone fretUe al espejo.) ¡Fusilado! ¡Fusilado! Esc hombre (se-
ñalándose en el espejo) será fusilado. ¡Je! Ya me veo con otros
ojos. Sabe usted, esto me recuerda el día en que me impusieron
la Legión de Hotwr. (Vnltivndo\c hacia JoRGE.) ;Y el Consejo

de Administración?

134
Jorge. — No tiene más que decirme el nombre de sus miembros
y le diré la suerte que tienen reservada.
Julio. — ¡Aquí están!

ESCENA IV

Julio, Jorge, Mouton, Nerciat, Lerminier, Charivet, Ber-


GERAT

Mouton. — Mi querido Palotin...


Julio. — he aquí mi sorpresa!
¡Señores,
Todos. — ¡Nekrasov!
Julio. — ¡Sí, Nekrasov! Nekrasov, que me ha dado pruebas
irrefutables de su identidad, que habla francés y que se dispone
a hacer al mundo entero revelaciones asombrosas. Se sabe de
memoria, entre otras cosas, los nombres de las veinte mil per-
sonas que el mando soviético se dispone fusilar cuando las tro-
pas rusas ocupen Francia.
El Consejo (rumores). — ¡Los nombres! ¡Los nombres! ¿Esta-
mos nosotros?
Jorge. — Quisiera conocer señores por
a esos nombre. su
Julio. — Naturalmente. (Designando miembro más al cercano.)
El señor Lerm.inier.
Lerminier. — Encantado.
Jorge. — Ejecutado.
Julio. — El señor Charivet.
Charivet. — Encantado.
Jorge. — Ejecutado.
Julio. — señor Nerciat.
El
Nerciat. — Encantado.
Jorge. — Ejecutado.
Nerciat. — Señor, eso me honra.
Julio. — señor
El Bergerat.
Bergerat. — Encantado.
Jorge. — Ejecutado.
Bergerat. — Eso prueba, que soy un buen
caballero, francés.
Julio. — Y he aquí nuestro señor Mouton.
presidente, el
Jorge. — ¿Mouton.^
Julio. — Mouton.
Jorge. — ¡Ah!
Mouton (adelantátidose).— Encantado.
Jorge. — Encantado.
Mouton. — usted
¿I>ecía .^

Jorge. — Digo que encantado.

1 u
MOUTON — ^Es un
(riendo). "lapsus"?
Jorge. — No.
MouTON. — Usted quiere decir: ejecutado.
Jorge. — Yo quiero que decir lo digo.
MouTON. — ¡Vamos, Mouton! Mou-ton. Como un "mouton" '.

Julio. — M como María, O como Octavio.


Jorge. —
. .

señor Mouton no
Inútil, el en está la lista.
Mouton. — Me habrá olvidado usted.
Jorge. — No olvido nada.
Mouton. — ¿Quiere decirme, entonces, por qué no dignan se
ejecutarme?
Jorge. — Lo ignoro.
Mouton. — ¡Ah, Eso demasiado cómodo. Yo no
no! es le co-
nozco a usted, se permite deshonrarme y se niega a dar expli-
caciones. Exijo.

. .

Jorge. Lanegra de la prensa nos fue facilitada por el


lista
ministro sin ningún comentario.
Nerciat. —
Mi querido Mouton. .


.

Mouton. Se trata de una broma, señores, de una broma de


mal gusto.
Jorge. —
Un ministro soviético no bromea nunca.
Mouton. — ¡Esto es infinitamente desagradable! Vamos a ver,
amigos míos, digan al señor Nekrasov que mis actos de servicio
hacen de mí la víctima indicada del gobierno soviético: antiguo
combatiente del 14, Cruz de Guerra, presido cuatro consejos de
administración y. . . (se detiene.) ¡En fin, díganle algo! (Silen-
cio violento.) Palotin, ¿piensa usted publicar esa lista?
Julio. — Haré lo que ustedes decidan.
BergERAT. — Naturalmente que hay que publicarla.
Mouton. — Pues hagan favor de
bien, el incluir mi nombre.
El público no comprendería que se me olvidase. ¡Habría pro-
testas!
^ Jorge tovia su soynhrero y va a salir.)

Julio. —
¿Adonde va usted?
Jorge. — A "France-Soir".
Nerciat. — ¿A "France-Soir"? Pero.

. .

Jorge. Yo no miento nunca, ése es mi fuerte. Ustedes re-

producen mis declaraciones sin alterarlas o me dirigiré a otros.


Mouton. — ¡Vayase diablo! ¡No al lo necesitamos!
Nerciat. — ¡Está querido ustc^l loco, amigo!
Charivet. — ¡Completamente loco!
Bergerat (a Jorge;. — Tenga la bondad de dispensarnos, señor.

'
Juego de palabras intraducibie a causa de que "mouton" quiere
decir carnero o cordero en francés. (N. del T.)

136
.

Lerminiek. — Nuestro presidente muy es nervioso.


Charivet. — Y emoción su es legítima.
Nerciat. — Pero nosotros queremos Verdad. la
Bergerat. — Toda Verdad. la
Lerminier. — Nada más que Verdad. la

Julio. — Y publicaremos todo que usted lo quiera.


MOUTON. — Les digo que hombre un impostor.
este es (Rumo-
res de desaprobación.)
Jorge. — Caballero, yo si en su lugar no
estuviera hablaría de
impostura; porque al fin y al cabo no es a mí sino a usted a
quien han excluido de la lista negra.
MouTON (a los miembros del Consejo). ^'Dejarán que insul- —
ten a su presidente? (Silencio.) El corazón del hombre está
hueco y lleno de basura: ustedes me conocen hace veinte años,
pero ¿qué importa.^ Basta una palabra pronunciada por un des-
conocido para que ya desconfíen de mí. ¡De mí, de su amigo!
Charivet. — Mi querido Mouton

. .

MoUTON. ¡Atrás! ¡Su alma está gangrenada por el apetito


de lucro! ¡Piensan deslumbrar a las porteras con revelaciones
sensacionales y desprovistas de fundamento, esperan doblar la
venta, sacrifican veinte años de amistad al becerro de oro!
Pues bien, señores. ¡Hagan las revelaciones, háganlas! Yo les
dejo y me voy a buscar la prueba de que este hombre es un
embustero, un falsario, un Pídanle a Dios que le
estafador.
encuentre antes de que mundo
entero se ría de su locura
el
Hasta la vista. ¡Cuando nos volvamos a ver, tendrán ustedes
una bolsa de ceniza encima de la cabeza y se darán golpes de
pecho implorando mi perdón! (Sale,)

ESCENA V
Los mis7)20s críenos MouTON. La secretaria de Julio Palotin

Nerciat. — ¡Fíjense!
Charivet. — ¡Fíjense! ¡Fíjense!
Lerminier. — ¡Miren, miren, miren!
Bergerat. — ¡Miren! ¡Miren! ¡Miren! ¡Miren!
Jorge. — Otros
¡Ah!, señores. quedan por
casos les ver.
Nerciat. — No pedimos sino ver.
Bergerat. — ¡Hable! ¡Hable pronto!
Jorge. — ¡Un momento, Tengo explicaciones que
señores! dar-
les y condiciones que poner.
Lerminier. — Le escuchamos.
Jorge. — Para equívocos me
evitar los en interesa precisar, pri-
mer lugar, que los desprecio a ustedes.

137
Nebciat. — jCAramba! Eso es natural.
BeeGEKAT. — Y no comprenderíamos que no fuera así.

Jorge. — Ustedes representan ante mis ojos los abyectos agen-


tes del capitalismo.
Charivet. — ¡Bravo!-
Jorge. — He
abacklonado mi patria cuando he comprendido que
los amos del Kremlin traicionan el principio de la Revolución,
pero no se engañen ustedes: sigo siendo comunista, ji-rre-
duc-ti-ble-men-te!
Lerminier. — Eso le honra.
Nerciat. — Y agradecemos
le su franqueza.
Jorge. — Al darles los medios para derribar al régimen so-
viético, no igrx>ro que prolongo por un siglo la sociedad bur-
guesa.
Todos. — ¡Bravo! ¡Muy bien! ¡Muy bien!
Jorge. — Me resigno con dolor porque mi objetivo prin-
a ello
cipal es purificar el movimiento revolucionario. Que muera, si
es preciso: dentro de cien años renacerá de sus cenizas; en-
tonces, reemprenderemos nuestra marcha hacia adelante y quie-
ro decirles que esa vez ganaremos.
Nerciat. — ¡Dentro de cien años, eso es!
Charivet. — ¡Dentro de cien años! ¡El diluvio!
Nerciat. — En cuanto a mí, siempre he dicho que íbamos al
socialismo. La cuestión es ir suavemente.
Bergerat. — De aquí a entonces no tenemos más que una
preocupación, liquidar a la U.R.S.S.
Charivet. — ¡Liquidar a la U.R.S.S., bravo!
Lerminier. — ¡Liquidar a la U.R.S.S! ¡Liquidar a la U.R.S.S!
¡Aplastar al Partido Comunista Francés!
(La SECRETARIA (rae copas de champaña en urui bandeja.)
Nerciat (levantando su copa). —
¡A la salud de nuestro querido
enemigo!
Jorge. —¡A la (Brindan y beben.) He aquí mis condi-
suya!
ciones. Para mí, no quiero nada.
Lerminier. —^Nada?
Jorge. — Nada: un departamento en el Georges V", dos guar- '

daespaldas, trajes decentes y un poco de dinero para los gastos


corrientes.
Nerciat. — De acuerdo.
Jorge. — Dictaré mis memorias y mis revelaciones a un perio-
distaexperimentado.
Julio. — ^Quiere que usted sea Cartier.-'
Jorge. — Quiero que sea Sibilot.
Julio. — Perfecto

138
Jorge. — Y considero que hay que aumentarle el sueldo. ¿Cuán-
to cobra?
Julio. —Oh. setenta billetes al mes.

. .

Jorge. ¡Hambreador! Triplicará usted la suma.


Julio. —Se lo prometo.
Jorge. — ¡Manos a la obra!
Julio. —¿Y los siete comunistas.'*
Jorge. — ¿Qué comunistas.''
Julio. —
Los que están armados en mis oficinas.
Jorge. — ¡Ah! ¡Ah! Sí.

. . .

Nerciat. ¿Hay comunistas en "La Tarde de París"?


Julio (a Jorge). —
¡Siete! ¿No es verdad?
Jorge. —
Sí. Sí. Sí. Es la cifra que he dado.
Nerciat. —
¡Increíble! Cómo se han deslizado.

. .

Jorge ( riendo). ¡Ja, ja, ja! ¡Qué ingenuos son ustedes!


Lerminier. —
¿Armados? ¿Con qué armas?
Jorge. — El arsenal ordinario: granadas, bombas de plástico,
pistolas. Y luego, puede que haya algunas ametralladoras de-
bajo del entarimado.
Nerciat. —
Pero eso es muy peligroso.
Jorge. — Ca, no; no lo es por ahora. Volvamos a nuestro
asunto.
Bergerat. — Pero nuestro ése es asunto.
Nerciat. — Y permítame que su primera tarea debe
decirle
ser impedir la masacre del Consejo de Administración.
Jorge. —No piensan en asesinarlos.
Nerciat. — Entonces ¿para qué esas armas?
Jorge. —¡Chitón!
Nerciat (extrañado). ¿Chitón? —
Jorge. —Ya sabrán cada cosa a su debido tiempo.
Julio. —
De todas maneras, hay que sanear el personal. El se-
ñor Nekrasov va a darnos esos siete nombres.
Lerminier (riendo). —
Ya lo creo que nos los va a dar. Será in-
cluso un placer para él.
Bergerat. — ¡Canallas! ¡Canallas! ¡Canallas! ¡Canallas!
Lerminier. — Los echará usted misma mañana.a la calle esta
Julio. — ¿Y contra mí?
si tiran
Bergerat. — ¡Prevenga y pida un camión con po-
a la policía
licías!
Nerciat. — ¡Al menor gesto se les encierra!
Charivet. — Como ustedes comprenden no intentarán hacer
nada.
Lerminier. — De todas maneras, bueno comunicar sería sus di-
recciones al Ministerio del Interior: es una pista que no hay
que descuidar.

139
Nerciat. —
Por supuesto: Palotin, telefonee a nuestros cole-
gas de tarde y la mañana para comunicarles la lisu: esos
la
ílamencos tienen que ser elimmados de la profesión.
Lerminihr. — ¡Que desaparezcan!
Charivet. — ¡Que revienten de hambre, esos piratas!
Bergerat. — Desgraciadamente, partido dará de comer. su les
Charivet. — ^Su partido? Los abandonará en cuanto sepa que
están "quemados".
Nerciat. — ¿No temen ustedes que unas bombas para ven- tiren
gar se.>

Charivet. — Haremos que guarden los C.R.S. el edificio.


Lerminier. — La tropa, si es preciso.
Charivet. — ¡Durante meses! seis
Lerminier. — ¡Durante un año! ¡Durante un año!
Bergerat. — ¡Ah! Esos señores quieren bronca; pues bien, ¡les
garantizo que van la a tener!
Nerciat (volviéndose hacia Jorge). — Le escuchamos, querido
amigo.
Jorge. — Temo. temo no acordarme de nombres. tcxlos los
secretarias —
. .

Julio 'a la Trae ¡Fifí! la lista del personal. í Fi-


fí trae la lista, Jl'Lio la torfia. A JORGE.) Esto le refrescará la
memoria. No tiene usted más que marcarlos con un punto.
(Pone la lista en su mesa e indica a JORGE que se siente, JORGE
se sienta ante la mesa. Largo silencio.)
Bergerat — ¿Entonces?
Jorge (pi u a si mismo). —
Yo no soy un entregador.
Lerminiir sorprendido.) ¿Decía usted? —
Jorge (agarrado en la trampa). Quiero decir. —
— ¿Se niega usted
. .

Bergerat (sospechando.) a dar los nombres?


Jorge (rehaciéndose). — ¿Yo.^ Tendrá usted nombres por mi-
llares. Pero son ustedes unos niños: por desenmascarar a un
puñado de enemigos van ustedes a poner sobre aviso a todos
los demás. La situación es mucho más brava que lo aue us-
tedes se creen. Sepan ustedes que el Mundo está falseado, que
han vivido en el error, y que, si el destino no me hubiese pues-
to en su camino, morirían ustedes en la ignorancia.
Bergerat. —
¿En la ignorancia de qué?
Jorge. —
¡Ah! ¿Cómo hacerme comprender? Los espíritus no
están preparados para recibir la verdad y yo no puedo descu-
brirles todo de una vez. (Bruscamente.) Fíjense en esta valija.
(Toma la valija y la pone sobre la mesa de Juno.j ¿Qué tiene
de particular?
lULlO. — Nada.
Jorge. — Usted perdone: tiene de particular que se parece a
rodas las demás valijas.

140
NerciAT. — Se podría jurar que está hecha en Francia.
Jorge. — No está hecha en Francia. Pero usted puede procurarse
una parecida en el Bazar del Hotel de Ville por la suma de
tres mil quinientos francos.
Lerminier (asombrado). —
¡Oh!
Bergerat. — ¡Es terrible!
Jorge. — ¿Es lo bastante terrible, este objeto neutro y frío, sin
ningún rasgo distintivo? Parece tan vulgar que se hace sospecho-
so; su insignificancia lo sustrae a las investigaciones, a las fichas
signaléticas, su presencia horroriza al momento, pero pronto se
olvida su forma y hasta su color. (Un silencio.) ¿Saben ustedes
lo que se mete ahí.^ Siete kilos de pólvora radioactiva. En cada
una de sus grandes ciudades hay un comunista establecido con
una valija semejante a ésta. Lo mismo es un sacristán, que un
inspector de Finanzas, un profesor de baile y distinción, que
una solterona que vive con sus gatos o sus pájaros. La valija
queda en la bohardilla, bajo otras maletas, en medio de los
baúles, de las estufas viejas y de los maniquíes de mimbre.
¿Quién va a preocuparse de ir a buscar allí.^ Pero en un día
señalado, un mismo mensaje cifrado será distribuido en todas
las ciudades de Francia y todas esas valijas se abrirán a la vez.
Adivinen el resultado: cien mil muertos por día.
Todos (aterrorizados). —
;Ah!
Jorge. — Mejor, vean. (Va a abrir la valija.)
Bergerat (en un grito). —
¡No la abra!
Jorge. — No tema, ¡está vacía! (La abre.) Aproxímense; miren
la etiqueta, observen las correas, toquen los fuelles . . .

(Los miembros del Consejo se aproximan uno tras otro y tocan


tímidamente la valija.)
Bergerat (tocándola). —
¡Es verdad! ¡Sin embargo, es verdad!
Lerminier (haciendo lo mismo). —
¡Qué pesadilla!
Charivet. — ¡Canallas!
Nerciat. —¡Canallas! ¡Canallas! ¡Canallas!
Bergerat. — ¡Ah! ¡Cómo los odio!
Lerminier. — ¡A pesar de todo, no vamos a reventar como ratas!
¿Qué hacer?
Jorge. — Construir aparatos detectores: todavía tenemos algu-
nos meses. (Pausa.) ¿Me han comprendido? ¿Están ustedes con-
vencidos de que la partida será dura y que se corre el riesgo de
comprometer todo por castigar a unos subalternos sin impor-
tancia?
Charivet. — Sin embargo, dénos usted nombres.
sus
Lerminier. — Le prometemos que no se les molestará.
Bergerat. — Pero queremos con quien tenemos que
saber vér-
noslas.

141
Nerciat. —
Y mirar el peligro cara a cara.
Jorge. —
Bueno. E>e acuerdo. Pero seguirán mis instrucciones al
pie de la letra. Acabo de encontrar el medio de hacerlos ino-
fensivos,
Bergerat. —
/Cuál es el medio?
Jorge. —
Aumentarles el sueldo. (Rumores.) Digan por todas
panes que están ustedes encantados de sus servicios y que les
conceden un aumento sustancial.
Bergerat. —
¿Cree usted que se les puede corromper?
Jorge. —
No es por eso, pero los desconsideran ante sus jefes.
Este favor inexplicable les hará creer que han traicionado.
Lerminier. —
¿Está usted seguro?
Jorge. —
Es la pura evidencia. E>e golpe y porrazo no tendrán
que preocuparse más de ellos. La mano de Moscú se encargará
de liquidarlos. (Va a la mesa, se sienta y pone puntos sobre siete
nombren de la lista.)
Nerciat. — ¡No! ¡No, no y no! ¡Yo no quiero que se les suba
el sueldo a esos canallas!
Lerminier. — .Vamos, Nerciat!
Bergerat. — ¡Puesto que usted dice que es lo mejor para per-
derlos!
Charivet. — Los abrazamos para ahogarlos.
Nerciat. — ¡Bueno! ¡Hagan ustedes que quieran! Jorge
lo f

se levanta y tiende la lista.)


Julio — ¿Samivel? ¡No
^leyendo). es posible!
Bergerat. — ¿La señora Castagnie? ¿Quién hubiera creído?lo
Jorge (interrumpiéndolos con un — Eso no
gesto). Yo es nada.
iré levantando los velos, uno a uno, y verán cómo es el mundo.
Cuando lleguen a desconfiar de su hijo, de su mujer, de su pa-
dre; cuando se miren ustedes en el espejo preguntándose si no
son ustedes comunistas a pesar suyo, comenzarán a percibir la
verdad. (Se sienta en la mesa de JULIO y les invita a sentarse.)
Tomen asiento, señores, y trabajemos: no tenemos mucho tiem-
po si queremos salvar a Francia.

TELÓN

QUINTO CUADRO

Decorado: Un departamento en el "Georges V". El salón. Las


contraventanas están cerradas. Cortinas corridas. Tres puertas: una
a la izquierda que da a la alcoba, la segunda al fondo, al cuarto

142
de baño, la tercera a la derecha, a un recibidor. Enormes ramos de
flores amontonados junto a la pared. Sobre todo muchas rosas.

ESCENA I

Un botones entra, llevando un ramo de rosas, seguido por dos


guardaespaldas que le ponen sus pistolas en la cintura. Deja la
cestilla y sale retrocediendo por la puerta de la derecha, con las
manos en alto. Se abre la puerta de la izquierda y aparece JORGE
en bata. Bosteza.

ESCENA II

Jorge, los dos guardaespaldas

Jorge. —
¿Qué es eso?
Primer guardaespaldas. — Flores.
Jorge (bostezando, se acerca a las flores). — ;Aún rosas! Abran
el balcón.
Primer guardaespaldas. — No.
Jorge. — ¿Cómo que no?
Primer guardaespaldas. — Peligroso.
Jorge. — ¿No que sientes esas rosas apestan?
Primer guardaespaldas. — No.
Jorge. — Suerte que y lo' abre.) "Con la
tienes. (To??ia el sobre
admiración apasionada de un grupo de mujeres francesas". ¿Me
admiran? ¡Je, je!
Primer guardaespaldas. — Sí.

Jorge. — ¿Me quieren?


Primer guardaespaldas. — Sí.

Jorge. — ¿Un poco, mucho o apasionadamente?


Primer guardaespaldas. — Apasionadamente.
Jorge. — Para querer tan hay que odiar fuerte, hasta más no
poder.
Primer guardaespaldas. — ¿Odiar quién? a
Jorge. — A sobre
(Se inclina
los otros. las flores.) Respiremos
el perfume del odio. (Respira.) Es potente, vago y corrompido.
(Mostrando las flores.) ¡He aquí el peligro! (Los guardaes-
paldas sacan sus pistolas y apuntan contra las flores.) ti- No
réis: es la hidra de mil cabezas. Mil cabecitas rojas de cólera,
que se desgañifan y lanzan su olor como un grito antes de
morir. Estas rosas exhalan veneno.
Segundo guardaespaldas. — ¿Veneno?
Primer guardaespaldas (al segundo). — Laboratorio de To-
xicología, Gutenberg 66-21. (El otro se dirige hacia el teléfono.)

143
Jorge. — Demasiado tarde; aquí está todo envenenado, puesto
que yo trabajo en el odio.
Primer guardaespaldas [incomprensivo). ¿El odio? —
Jorge. — ¡Ah! ¡Es una pasión maloliente! Pero si quieres ma-
nejar el tinglado tienes que agarrar sus hilos aunque sea entre
el fango. Yo tengo todos los hilos en mi mano, es mi día de
gloria y viva el odio, ya que al odio debo mi poder. No me
miréis con esos ojos: soy px)eta; ¿estáis encargados de compren-
derme o de protegerme?
Primer guardaespaldas. — De protegerle.
Jorge. —
Pues bien, protegedme, protegedme. ¿Qué hora es?
Primer guardaespaldas {mirando su reloj de pulsera). Die- —
cisiete horas y treinta minutos.
Jorge. — ¿Qué tiempo hace?
Segundo guardaespaldas {va a consultar el barómetro junto al
balcón). —
Buen tiempo estable.
Jorge. —
¿Qué temperatura?
Primer guardaespaldas (va a consultar un termómetro colga-
do de la pared). —
Veinte grados Réaumur.
Jorge. — ¡Hermosa tarde de primavera! Cielo puro, el sol in-
cendia los cristales: una muchedumbre tranquila, con vestidos
claros, sube y baja por los Campos Elíseos y la luz del atardecer
suaviza los rostros. Pues bien, estoy contento de saberlo. (Bos-
teza.) ¿Empleo del tiempo?
Primer guardaespaldas (consultando una lista). — A las
17.40, Sibilot, para sus memorias.
Jorge. — ¿Y después?
Primer guardaespaldas. — A las 18.30, una periodista del
"Fígaro".
Jorge. —La registraréis cuidadosamente. No se sabe nunca lo
que puede pasar. ¿Y después?
Primer guardaespaldas. — Reunión danzante.
Jorge. —¿En casa de quién?
Primer guardaespaldas. — En casa de la señora Bounoumi.
Jorge. — ¿Da reunión?
ella esa
Primer guardaespaldas. — Para festejar la retirada de su
competidor, señor Perdriere.
Jorge. — Yo la festejaré; ésa es mi obra. Desapareced, f^^i/^w.
Jorge cierra la puerta y bosteza.)

ESCENA III

Jorge, solo

Jorge (se acerca al espejo, se mira y saca la lengua.) — Sueño

144
.

intranquilo, lengua sucia, falta de apetito: demasiados ban-


quetes oficiales, y luego, apenas salgo. (Bosteza.) Sospecha de
aburrimiento: es normal; está uno siempre solo cuando llega a
la cima del poder. Hombrecillos transparentes, yo veo vuestros
corazones y vosotros no veis el mío. (Teléfono.) ¿Alló.'^ Soy
yo. ¿Un canalla? ¡Ah! Es usted quien me considera un canalla.
Es la trigesimoséptima vez que tiene usted la bondad de co-
municármelo. Crea usted que, a partir de ahora, estoy perfec-
tamente informado sobre sus sentimientos y no se tome usted
el trabajo. Ha colgado. (Camina.) Un canalla, un traidor al
. .

Partido, eso se dice pronto. ¿Quién es un canalla? No soy


yo, Jorge de Valera, que no he sido nunca comunista y no he
traicionado a nadie. No es Nekrasov, que descansa en Crimea
sin malos pensamientos. Mi interlocutor anónimo habla para
no decir nada. (Va hacia el espejo.) ¡Vamos con mi infancia!
¡Oh! El lindo trineo de madera barnizada. Mi padre me sienta
en él: ¡adelante! Campanillas, chasquidos de látigo, la nieve. .

fSiBiLOT ha entrado desde hace unos instantes.)

ESCENA IV

SiBiLOT, Jorge

SiBiLOT. — ¿Qué haces ahí?


Jorge. — Mis ensayos.
SiBiLOT. — ¿Qué ensayos?
Jorge. — Me miento mí a mismo.
SiBiLOT. — ¿A también? ti

Jorge. — A mí en primer lugar. Tengo demasiada inclinación


por cinismo: es indispensable que yo sea mi primer enga-
el
ñado. Sibilot, me muero. Me sorprendes en plena agonía.
SiBILOT. — ¿Cómo?
Jorge. — Valera se muere para que renazca Nekrasov.
Sibilot. — ¡Tú no eres Nekrasov!
Jorge. — Lo soy de pies a cabeza, desde la madurez hasta la
infancia.
Sibilot. — ¡De pies a cabeza, eres un miserable farsante que
va hacia el desastre arrastrándome a mí si no pongo orden
en este asunto!
Jorge. — ¡Oh! ¡Oh! (Se miran.) Estás rumiando un golpe de
honestidad idiota que nos perderá. ¡Bueno, habla! ¿Qué quie-
res hacer?
Sibilot. —
¡Denunciarnos!

^

Jorge. ¡Imbécil! Si va todo bien.


Sibilot. — He tomado la resolución hace un momento y vengo

145

a prevenirte: mañana por la mañana, a las once, me echo t
los pies de Julio y le confieso todo: tienes diecisiete horas"
para preparar tu fuga.
JoaCE. —
^Estás loco? Perdriere se retira, "La Tarde de París"
ha duplicado su tirada, tú ganas 210.000 francos al mes...
<fY quieres denunciarte.^
SiBILOT. — ¡Sí!
Jorge. — ¡Piensa en mí, desgraciado! Tengo el máximo pode-
río, soy la eminencia gris del Pacto Atlántico, tengo en mis
nunos la guerra y la paz. escribo la historia, Sibilot.
^escribo
la historia y ése es el momento que tú
para echarme eliges
las cascaras de banana a los pies? /Sabes que he soñado toda
mi vida con este momento? Aprovéchate de mi poder: tú
serás mi Fausto. ¿Quieres dinero, belleza, juventud?
Sibilot (abundo los hombros). —
Juventud.
Jorge. — ¿Por qué no? Es cuestión de dinem
. .

r<;iBi!OT jr va
para marcharse.) ¿Adonde vas?
Sibilot. — A denunciarme.
Jorge. — Ya denunciarás, no
te te preocupes, ya te denunciarás,
pero no corre prisa: tenemos tiempo de conversar. (Irae a
Sibilot hasta el centro de la escena.) Estás muerto de miedo,
amigo mío. ¿Qué pasa?
Sibilot. —
Pasa que Mouton quiere tu cabeza y por consiguien-
te la mía. Ha
contratado los servicios de Demidov, un verda-
dero Kravchenko. autenticado por la Agencia Tass,
y que te
busca. Si te encuentran —
y necesariamente te encontrarán
Demidov denunciará tu impostura, y estaremos perdidos.
Jorge. —
¿Y eso es todo? Que me traigan a tu Demidov. yo
me encargo de él. Yo los agarro a todos: industriales y ban-
queros, magistrados y ministros, colonos americanos y refugia-
dos soviéticos y los hago bailar. ¿Eso es todo?
Sibilot. — No. Hay algo mucho peor.
Jorge. — Tanto mejor; me así divertiré
Sibilot. — Hay que Nekrasov acaba de una hacer declaración
por la radio.

Jorge. — ¿Yo? Te que no he hecho ninguna.


juro
Sibilot. — No de he dicho Nekrasov.
se trata ti;

Jorge. — Nekrasov soy yo.


Sibilot. — Yo hablo de Crimea. del
Jorge. — ¿Por qué mezclas en te Tú eso? eres francés, Sibilot:
pon orden en no ocupes de
tu casa y quete lo pasa en Crimea.
Sibilot. — Pretende que curado queestá y volverá a Moscú
hacia fines de semana.
esta
Jorge. — ¿Y luego?
Sibilot. — ;Y luego? ¡Que estamos perdidos!

146
JüRGí:. — ^Perdidos? ¿Porque un bolchevique ha estado pero-
rando tonterías delante del micrófono? ¿Tú, Sibilot? ¿Tú, el
campeón del anticomunismo, les das crédito a esas gentes? Mi-
ra: me estás decepcionando.
Sibilot. —Menos decepcionado estarás el viernes cuando todos
los embajadores y periodistas extranjeros, invitados a la Ópera
de Moscú, vean a Nekrasov en persona, en el palco del go-
bierno.
Jorge. — ¡Ah! Porque el viernes. . .

SlEILOT. — Sí.

Jorge. — ¿Está anunciado?


Sibilot. — Sí.

Jorge. — Pues verán


bien, a mi "doble". Porque yo tengo un
"doble" allí, como lo tienen otros ministros. Tememos tanto
los atentados que nos hacemos reemplazar de ese modo en las
ceremonias oficiales. Mira, anota eso: está bien para publicarlo
mañana. Espera: hay que dar la pequeña pincelada, de verdad
jocosa, inventar la anécdota que no se inventa. Ya está: mi
"doble" se me parece tanto que no se nos puede distinguir al
uno del otro a diez pasos de distancia. Desgraciadamente,
cuando me lo presentaron, me di cuenta de que tenía un ojo
de cristal. ¡Figúrate mi compromiso! Tuve que hacer correr el
ruido de que un mal incurable me consumió el ojo derecho:
ése es el origen de esta cortinilla. Y
pondrás este título: "Por-
que su doble era tuerto, Nekrasov lleva una venda sobre el
ojo". ¿Has anotado?
Sibilot. — ¿Para qué?
Jorge (con autoridad). —
¡Apunta! /"Sibilot alza los hombros,
saca un lápiz y torna algunas notas.) Concluirás con este desa-
fío: cuando el pretendido Nekrasov entre en el palco del go-
bierno, que se quite su venda, si se atreve. Yo me quitaré la mía,
a la misma hora, ante oculistas y médicos que verán cómo
tengo los dos ojos en buen estado. En cuanto al otro, si no"
tiene más que un ojo, ¡ahí tenemos la prueba irrefutable de
que ese hombre no soy yo! ¿Lo escribes?
Sibilot. — Lo escribo, pero no servirá para nada.
Jorge. — ¿Por qué?
Sibilot. — ¡Porque quiero denunciarme! Yo soy un hombre
honrado, ¿comprendes? ¡Honrado! ¡Honrado! ¡Honrado!
Torge. — ¿Quién te dice lo contrario?
Sibilot. — ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!
Jorge. — ¿Tú?
Sibilot. — ¡Yo, que me cien veces
repito al día que soy un
hombre deshonesto! Estoy mintiendo, Jorge; miento como res-
piro. ¡Miento a mis lectores, a mi propia hija, a mi patrón!

147
.

Jorge. — ¿Y no mentías antes de conocerme?


SiBiLOT. — Incluso mentía, si lo hacíacon la aprobación de mis
superiores. Hacía mentiras controladas, estampilladas, mentiras
de gran información, mentiras de interés público.
Jorge. — ¿Y tus mentiras actuales ya no son de interés público?
¡Vamos, son las mismas!
SiBiLOT. — Las mismas, sí: pero las hago sin la garantía del
gobierno. Sólo yo sé en el mundo quién eres tú; eso es lo
que me ahoga; mi crimen no es mentir, sino mentir solo.
Jorge. — ¡Pues bien, anda! ^A qué esperas.^ ¡Corre a denun-
ciarte! íSiBiLüT da un paso.) Una sola pregunta, una sola y te
devuelvo la libertad. ¿Qué vas a decirle a Julio.^
SiBlLOT. — ¡Todo!
Jorge. — ¿E\ qué, todo.^
SiBiLOT. — ¡Bien que lo sabes!
Jorge. — Palabra que no.
SiBiLOT. — Pues que he mentido
bien, le diré que no y tú eres
verdaderawente Nekrasov.
Jorge. — No comprendo.
SiBiLOT. — Sin embargo está claro.
Jorge. — ¿Qué quiere verdaderamente? (SiBlLOT
decir alza los
hombros.) ¿Eres verdaderamente
tú Sibilot.-^

SiBiLOT. — yo soy
Sí, yo
Sibilot, padre de familia
sí, soy este
infortunado que tú has corrompido, miserable, y que está des-
honrando sus canas.
Jorge. — Pruébalo.
Sibilot. — Tengo mis papeles.
Jorge. — Yo también los tengo.
Sibilot. — Los míos son verdaderos.
Jorge. — Los míos también. ¿Quieres ver la autorización de re-
sidenciaque me ha dado de la Prefectura Policía.'^
Sibilot. — No vale nada.
Jorge. — ¿Me por
quieres decir qué.^
Sibilot. — Porque no tú Nekrasov.
eres
Jorge. — ¿Y son
tus papeles, válidos.^
Sibilot. — Sí.

Jorge. — ¿Por qué?


Sibilot. — Porque yo soy Sibilot.
Jorge. — Ya no son
lo ves: que prueban
los papeles los la iden-
tidad.
Sibilot. — Bueno, no son
no, los papeles.
Jorge. — ¿Entonces? Pruébame que eres Sibilot.
Sibilot. — Todo mundoel te lo dirá.
Jorge. — ¿Cuántas personas son todo mundo? el
Sibilot. — Cien, doscientas, no sé, mil . .

148
. .

Jorge. —
Mil personas te toman por Sibilot y tú quieres que
yo les crea bajo palabra, ¿mientras que tú rechazas el testimo-
nio de dos millones de lectores que me toman por Nekrasov?
Sibilot. — No es lo mismo. .

Jorge. — ¿Pretendes imponer silencio al inmenso rumor que


hace de mí
héroe de la verdad, el campeón del Occidente?
el
¿Opones tu miserable convicción individual a la fe colectiva
que galvaniza a los buenos ciudadanos? Tú, cuya identidad no
está siquiera establecida, vas a empujar irreflexivamente a la
desesperación a dos millones de hombres. Ánimo: ¡arruina a
tu patrón! Haz algo mejor: provoca la caída del Ministerio. Yo
sé quiénes reirán a sus anchas.
Sibilot. — ¿Quiénes?
Jorge. — ¡Los comunistas, caramba! ¿Vas a trabajar para ellos?
Sibilot — ¡Vamos,
(inquieto). Jorge!
Jorge. — ¡Ah! ¡No primero quien han pagado para
serías el a
que desmoralice opinión! la

Sibilot. — Te que. juro . .

Jorge. — ¿Cómo quieres que cuando acabas de confe- te crea,


sarme profunda deshonestidad?
tu
Sibilot (perdiendo — Tienes que creerme: soy
el control). ¡yo
un honesto hombre deshonesto, pero no soy un hombre des-
honesto!
Jorge. — Admitámoslo. Pero entonces Pero entonces
. . . . .

iJo, jo! ¿Qué te pasa? Desgraciado amigo, ¿puedo sacarte


del apuro?
Sibilot. — ¿Qué pasa aún?
Jorge. — ¿Cómo hacerte comprender? Mira: pon de un lado
cuarenta millones de franceses, nuestros contemporáneos, se-
guros de vivir en plena mitad del siglo XX y, del otro lado,
un individuo, uno solo que se obstina en declarar que es el
emperador Carlos V. ¿Cómo llamas a ese hombre?
Sibilot. — Un loco.
Jorge. — He ahí precisamente que pretendiendo lo tú eres, ne-
gar verdades fundadas en
las consentimiento el universal.
Sibilot. — ¡Jorge!
Jorge. — ¿Sabes que va hacer
lo cuando vea a más Julio, a su
viejo empleado de rodillas a sus pies, suplicándole que entierre
el diario con sus propias manos?
Sibilot.— ¡Va a echarme a la calle!
Jorge. — ¿Ése? ¡De ningún modo! ¡Hará que te encierren!
Sibilot —
(aterrado). ¡¡Oh!!
Jorge. — Toma; lee este telegrama: es de Mac-Carthy, que me
propone un contrato de testigo de cargo permanente. Ahí tie-

149
ncs Us fcikitaciooes de Franco, de la United Fruit Company,
un saludo cordial de Adenaucr, una carta autógrafa del senador
Borgeaud. En Nueva York, mis revelaciones han hecho subir
las cociíacioDes en la Bolsa; por todas partes, se produce el
"boom" en las industrias de guerra. Hay grandes intereses en
juego; Nekrasov no soy solamente yo: es un hombre genérico
para los dividendos que cobran los accionistas de las fábricas
de armamento. He ahí la objetividad, viejo, ¡ésa es la realidad!
¿Qué puedes hacer contra eso? Tú has puesto la maquinaria en
marcha, eso es verdad. Pero te triturará si intentas detenerla.
Hasta la vista, mi pobre amigo. Te había tomado afecto. íSl-
BlLOT no se nuá€ve.) ¿A qué esperas?
SiBiLOT (con voz ahogada). —¿Será posible curarme?
Jorge. — ¿De tu locura?
SlBILOT. — Sí.

Jorge. — Temo que demasiadosea tarde.


SiBiLOT. — ¿Pero me si Jorge?
tú cuidaras, ¿Si tú quisieras cui-
darme?
Jorge. — ¡Ah! No un soy Verdad que
psiquiatra. (Pausa.) es se
trata más bien de una reeducación. ¿Deseas que reeduque? te
SlBlLOT. — haces ¡Si el favor!
Jorge. — Empecemos. Toma una aaitud de honradez.
SiBlLOT. — No sé tomarla.
Jorge. — bien en
Instálate Pon sobre
esa butaca. los pies el ta-

burete. Pon esta rosa en tu ojal. Toma este cigarro. (PraenJa


un espejo a SiBlLOT.)
SlBILOT mirándose).
i ¿Eh? —
Jorge. —¿Te sientes más honrado, ahora?
SlBILOT. — Puede que un p(KO más.
Jorge. —Bien. Deja a un lado tus certidumbres personales y
convéncete de que son falsas, ya que nadie las comparte. Son
ellas quienes te alejaban. Vuelve al rebaño; acuérdate de que
eres un buen francés. Mírame con los múltiples ojos de los
franceses que nos leea ¿Que es lo que ves?
SiBiLcyr. — ¡Nekrasov!
Jorge. — Ahora, salgo y vuelvo a entrar. Ponte en estado de
sinceridad. De sinceridad colectiva, claro está. Cuando yo abra
la puerta, me dirás: "Buenas tardes, Nikita. .

(Sale. SiBILOT se instala, bebe y furtia. JüRGE vuelve.)


SiBlLOT. —Buenas tardes, Nikita.
Jorge. —
Buenas tardes, Sibilot.
SiBiLor. — ¿Lo he dicho bien?
Jorge. —No estuvo mal. (Da la vtáelta en tomo a la butaca de
SlBILOT, se inclina bruscamenSe sobre él y le pone las manos
en los ojos.) ¡Cu-cu!

no
SiBlLOT. — ¡Déjame tranquilo... Nikita!
Jorge. — Cada vez mejor. Levántate.f^SlBlLOT se levanta, dando
la espalda a JORGE. JORGE le hace cosquillas.)
SiBlLOT {retorciéndose y riendo a pesar suyo). ¡VanrK)s, ter- —
mina. ¡Nikita!

. . !

Jorge. ¡Curarás! Pausa.) Basta por hoy:


i ¡trabájennos! Capí-
tulo VIII. Entrevista trágica con Stalin.
SiBlLOT {tomando notas). — Entrevista trágica con Stalin. {Sue-
na el teléfono.)
JORGF (descolgando). ¡Alió! — ¿Sí.^ ^Señora Castagnie.'' Espere.
(A SiBiLOT.) Ese nombre me dice algo.
SiBlLOT. — Es una mecanógrafa de "La Tarde de París".
Jorge. — ¡Ah! una de que querían echar las siete a la calle y
que que
hice subieran ^Qué quiere de mí?
les el sueldo.
SiBlLOT. — ¡Debe quien ha enviado!
ser Julio la
Jorge — Que
ial aparato). (Volviendo SiBlLOT después suba. a
de haber colgado.) Entrevista trágica con Stalin. Como subtí-
tulo: "Me escapo del Kremlin en una silla de manos".
SiBlLOT. — ¡Nikita! ;Es posible.^
Jorge. — Nada más natural. Me persiguen. Me refugio en una
sala del museo, atestada de carrozas. En un rincón, una silla

de manos.

. .

Un guardaespaldas. La señora Castagnie.


Jorge. — Que entre. Y sobre todo no asustarla con las pistolas.

ESCENA V
Jorge, Sibilot, Sra. Castagnie

SiBiLOT (yendo hacia ella). Buenas tardes, señora Castagnie.—


Sra. Castagnie. —
Buenas tardes, señor Sibilot. No creía en-
contrarle aquí. (Señalando a JORGE. J ¿Es él, Nekrasov.^
Sibilot. — Es él. Nuestro Nikita.
Jorge. — Mis respetos, señora.
Sra. Castagnie. — Quisiera saber por qué ha hecho usted que
me despidan.
Jorge. — ¿Eh.^
Sibilot. —¿La han despedido?
Sra. Castagnie (a Jorge). — ¡Muy bien lo sabe usted, se-
ñor! No se haga el que no sabe.
Jorge. — Le juro que.

. .

Sra. Castagnie. El señor Palotin me ha llamado hace un


rato. Los señores esos del Consejo estaban allí, con cara de
pocos amigos.
Jorge. — ¿Y entonces?
Sra. Castagnie. —
¿Y entonces? Pues me han despedido.

MI
. j

Jorge. —
cPero. por qué? ¿Cuál es d motivo?
Sra. CastAGNIE. —
Cuando quise saberlo creí que me iban ti
morder. Se pusieron todos a gritarme: "Pregúntele a Nekra-
sov. Nekrasov le dirá".
Jorge. — ¡Canallas! ¡Canallas!
Sra. Castagnie. —
No quisiera ofenderle, p>ero si usted ha dado
'

malos informes sobre mí es usted aún más canalla que ellos.


Jorge. —
¡Pero si no he dicho nada! ¡No he hecho nada! N¡
siquiera la conozco a usted.
Sra. Castagnie. — Me han dicho que me dirija a usted: luego
usted sabe algo.
Jorge. — En Tin, señora, ¿usted no me ha visto nunca hasta
hoy?
Sra. Castagnie. —
Nunca.
Jorge. — ¡Ve usted bien!
Sra. Castagnie. — ¿Y eso qué prueba? Puede que usted qui-
siera mi puesto.
Jorge. —
¿Y qué haría yo con él? Eso es una broma, señora,
una broma de mal gusto.
Sra. Castagnie. —
Soy viuda, con una hija enferma: si pierdo
mi empleo nos veremos en la calle, no hay motivo de bromear.
Jorge. —
Tiene usted razón. (A SiBlLOT.; ¡Esos canallas!
Sra.* Castagnie. — ¿Qué tiene usted contra mí?
Jorge. —
Nada. Al contrario, Sibilot es testigo de que he que-
rido que le suban el sueldo.
Sra. Castagnie. — ¿Qué me suban el sueldo?
Jorge. — Sí.
Sra. Castagnie. — ¡Embustero! Hace un momento decía usted
que fK) me conocía.
Jorge. — La conozco un poco. Yo sabía los leales servicios que
usted había prestado desde hace más de veinte años. .

Sra. Castagnie. — Hace cinco años que estoy ahí.


Jorge. — Voy a confesarle todo. Importantes razones políti-
cas. . .

Sra. Castagnie. —
Yo no me he mezclado en política. Y mi
pobre marido no quería oír hablar de ella. Señor mío, yo no
tengo instrucción, pero no soy completamente idiota y nada
tengo que hacer en sus charlatanerías.
Jorge ( de scolfiando el teléfono). —
Déme "La Tarde de París".
(A la Sra. Castagnie.) ¡Es una mala interpretación! ¡Una
simple incomprensión! (Al aparato.) Alió, ¿"Tarde de París"?
Quisiera hablar con el director. Sí. De parte de Nekrasov. (A
la Sra. Castagnie.; Iji restituirán en su empleo. Se lo garan-

tizo. Y con excusas.

\S2
SrA. CastAGNIE. —
No tengo necesidad de excusas. Quiero que
me vuelvan a dar mi empleo.
JORGH. —
¿Alió? ¿No está en su despacho? ¿Pero está en la ca-
sa? ¿Dónde? Dígale que me llame urgentemente en cuanto
vuelva. (Cuelga.) Todo se arreglará. En espera de ello, usted
va a permitirme. iSe lleva la mano a la cartera.)

. .

SrA. CastaGNIE. No quiero que me den limosna.


Jorge. —
<Qué se cree usted? Nada de limosna, desde luego,
sino un donativo amistoso.

. .

Sra. Castagnie. Usted no es mi amigo.


Jorge. — Hoy no. Pero lo seré cuando haya recobrado su em-
pleo. ¡Usted verá! {Bruscamente impresionado.) ¡Oh! {Pausa.)
¿Y los otros?
Sra. Castagnie. — ¿Qué otros?
Jorge. —
¿Sabe usted si han despedido a otros?
Sra. Castagnie. — Eso se decía.
Jorge. —
¿Quiénes? ¿Cuántos?
Sra. Castagnie. — No A mí me han despedido, he
sé. aga-
rrado mis y me he marchado.
bártulos
Jorge Sibilotj. — ¡Ya
{a cómo han despedido! ¡Cha-
verás los
cales! ¡Bribones! ¡Escarabajos! Yo que creía haberles metido
miedo. Aprovecha la lección, mi buen
miedo es más Sibilot: el
fuerte que el odio. (Toma su sombrero.) Hace falta que ter-
mine comedia. Venga con nosotros, señora. ¿Atacar yo a
esta
los pobres? Sería la primera vez en mi vida. Voy a agarrar a
Julio por el cuello. (Abre la puerta. Aparece un guardaes-
. .

paldas.)
Guardaespaldas. — No.
Jorge. — ¿Cómo que no? Quiero salir!
Guardaespaldas. — Prohibido.
i

Jorge. — ¿Y de todo quiero


si a pesar salir?
Guardaespaldas (breve mueca — irónica). ¡Ja!
Jorge. — No:Vete! (A Sibilot.) Vete con
saldré. la señora a
buscar a Julio y dile que yo no bromeo: si el personal despe-
dido no ha sido reintegrado dentro de veinticuatro horas, doy
la continuación de mis memorias al "Fígaro". Anda. Señora,
puede que vo le haya causado perjuicio, pero ha sido contra
mi voluntad y le juro que se le indemnizará. (Salen Sibilot
)' la Sra. Castagnie.) <.No me dices adiós, Sibilot?
Sibilot. — Hasta luego.
Jorge. —¿Hasta luego y qué?
Sibilot. — Hasta luego, Nikita.
Jorge. —En cuanto veas a Julio me telefoneas.
Jorge (solo). —
Despedidos... (Se pone a pasear.) ¡Ah! No
tengo la culpa. El odio es una pasión que no siento; estoy obli-

H3
.

gsdo 1 manejar fuerzas terribles que conozco imperfectamente.


Ya me ¡Despedidos!... Sólo tenían su salario]
adaptaré...
para vivir —
puede que veinte mil francos de ahorros!
;

Los cubriré de oro y el Consejo de Administración los esperará
en la puerta, con rosas, con brazadas de rosas. . .

ESCENA VI

Jorge, el Guardaespaldas

Guardaespaldas {entrando}. — La periodista del "Fígaro*.


Jorge. — ¡Qve pase! Espere: ¿es bonita.^
Guardaespaldas. Puede pasar. —
(Jorge va hacta el espejo, levanta el pedazo de tela ne^ra sobre
el ojo, se contempla un momento, se lo quita y lo mete en el
bolsillo.)
Jorge. — Dígale que pase.
(Eníra VERÓNICA.;

ESCENA VII

Jorge, Verónica

Jorge (al darse cuenta que es VERÓNICA). ¡Ah! (Pone las —


manos en alto.)
Verónica. —
Veo que me reconoce.
Jorge (besándole las manos). —
Sí. ¿Está usted ahora en el "Fí-

garo".^
Verónica. — Sí.

Jorge. — Yo comunizante.
la creía
Verónica. — Uno cambia. ¿Dónde está Nekrasov?
Jorge. — Ha . . . salido.
Verónica. — Lo (Se esperaré. sienta.) ¿Usted lo espera tam-
bién.^
Jorge. — No. ¿Yo.^
Verónica. — «iQué hace usted aquí.^
Jorge. — ¡Oh! Sabe yo nunca usted, hago gran cosa. (Pausa. Se
Empiezo a creer que Nekrasov no volverá esta tarde.
levanta.)
Sería mejor que volviese usted mañana.
Verónica. —
De acuerdo. fJORGE parece aliviado. VERÓNICA
saca de su bolso un bloc de notas.) Pero, ahora que le tengo a
usted, va a decirme lo que sabe de él.
Jorge. —
Yo no sé absolutamente nada.
Verónica. —
¡Vamos, vamos! Para que sus guardaespaldas le

M4
.

dejen ocupar sus salones en su ausencia, ¡hace falta que sea


usted de sus íntimos!
Jorge {desconcertado). —
¿De sus íntimos? Evidentemente,
es. es lógico. (Pausa.) Soy su primo.

. .

Verónica. ¡Ah! ¡Ah!


Jorge. —
La hermana de mi madre se quedó en Rusia: Nekra-
sov es su hijo. El otro día encontré un diario encima de un
banco, lo leo, y me entero de que mi primo acaba de llegar

. . .

Verónica. Y
consigue usted verle, le habla de la familia; él
le abre los brazos.
—Y
. .

Jorge. me toma como secretario.


Verónica. — ¿Secretario? ¡Puaf!
Jorge. — Soy
¡Espere! para divertirme: antes de
su secretario
quince me esfumo con
días, el dinero.
Verónica. — Mientras ayuda en asquerosa
tanto, le su faena.
Jorge. — ¡Asquerosa Oye, pequeña, ¿no
faena! en estás tú el
"Fígaro"?
Verónica. — ¿Yo? Desde luego que no.
Jorge. — Has mentido una vez más.
Verónica. — Sí.

Jorge. — ¿Es quien envía?


tu diario progresista te
Verónica. — No. He venido por mí misma. (Un ¿En- silencio.)
tonces? Habíame de ¿Qué hace cuando
él. estáis juntos?
Jorge. — Bebe.
Verónica. — ¿Qué dice?
Jorge. — Se calla.
Verónica. — ¿Eso todo? es
Jorge. — Eso es todo.
Verónica. — ¿Y no habla nunca de mujer? ¿Ni de su sus hi-
josque ha dejado allí?
Jorge. — Déjame en Me ha dado
paz. (Pausa.)confianza su y
no quiero traicionarle.
Verónica. — No quiere usted va traicionarle y a estafarle.
Jorge. — Voy pero eso no impide
a estafarle, sentimientos. los
Siempre he tenido simpatía por mis víctimas; es una exigencia
del oficio;¿cómo estafar sin agradar y cómo agradar sin ser
agradado? Todos mis negocios han empezado por un flechazo
4 recíproco.
Verónica. — ¿Tuvo usted flechazo con Nekrasov?
Jorge. — ¡Oh! Una cosa pequeñita. Como una chispa.
Verónica. — ¿Con basura? esa
Jorge. — Te prohibo.
Verónica. — ¿Le defiendes?
.

Jorge. — No Esle defiendo. la palabra que me hace mal efecto


en tu boca.
. y

Verónica. — ^Pcro íx) es una basura?


Jorge. — Puede que sí. Pero no tienes derecho a condenar a un
hombre a quien ni siquiera conoces.
Verónica. —
Lo conozco muy bien.
Jorge. —^Le conoces?
Verónica (suavemente). —
¡Vamos! Si eres tú.
Jorge (repitiendo sin comprender). —
¡Ah! Sí: soy yo. (Saltan-
do sobre los pies.) ¡No soy yo! ¡No soy yo! (VERÓNICA le
mira sonriendo.) ¿De dónde has sacado eso?
Verónica. — De mi padre . .

Jorge. — ¿Te lo ha dicho?


Verónica. — No.
Jorge. — ¿Entonces?
Verónica. — Mi como todos
padre, los especialistas de la raen-
miente muy mal en
tira pública, privado.
Jorge. — ¡Tu padre chocheando!
está (Se pasea a lo largo de
la pieza.) ¡Vaya! Voy un mo-
a darte gusto y a suponer por
mento que yo sea Nekrasov.
Verónica. — Gracias.
Jorge. —¿Qué harías, si lo fuese? ¿Me entregarías a la poli?
Verónica. — ¿Acaso te entregué la otra noche?
Jorge. —¿Publicarías mi verdadero nombre en tu diarucho?
Verónica. — Por el momento sería una torpeza: nos faltan
pruebas y no nos creería a
Jorge (tranquilizado). —
En resumen, ¿he reducido a mis adver-
sarios a la impotencia?
Verónica. —Por el momento, sí; somos impotentes.
Jorge (riendo). —
Izauierda, derecha, centro: a todos os tengo
en mi mano. ¡Te debes estar muriendo de rabia, chiquilla lin-
Nekrasov soy yo. ¿Te acuer-
da! Qjnfidencia por confidencia:
vagabundo que recibiste en tu habitación?
das, del miserable
¡Qué camino he recorrido desde entonces! ¡Qué salto vertigi-
noso! (Se detiene y la mira.) En realidad, ¿qué vienes a hacer
aquí?
Verónica. — He venido a decirte que eres una basura.
Jorge. —
Deja las palabras teatrales; estoy blindado. Todas las
mañanas "L'Humanité" me trata de rata viscosa.
Verónica. — Hace mal.
Jorge. — Me agrada oírtelo decir.
Verónica. — Tú no eres una rata viscosa: eres una basura.
Jorge. — ¡Ah! ¡Me cargas! (Da algunos pasos y vuelve hacia
Verónica.) Te admito que un alto funcionario soviético que
viniese a París especialmente para dar armas a los enemigos
de su pueblo y de su partido sería una basura e incluso —
156
.

voy más lejos que tú —


un estercolero. Pero yo no he sido
nunca ministro, ni miembro del P. C. y cuando salí de la
U.R.S.S. tenía seis meses y mi padre era ruso blanco; no debo
nada a nadie. Cuando tú me conociste, era un estafador genial
y solitario, hijo de mis obras. Y lo sigo siendo: ayer vendía
falsos inmuebles y falsos títulos; hoy vendo falsos informes so-
bre Rusia. ¿Dónde está la diferencia? (Ella no responde.) En
fin, a ti no te agradan especialmente los ricos: ¿es un crimen
tan grande engañarlos?
Verónica. —
¿Crees verdaderamente que engañas a los ricos?
Jorge. —¿Quién paga mis cuentas del sastre y del hotel?
¿Quién ha pagado mi "Jaguar"?
Verónica. — ¿Por qué lo pagan?
Jorge. — Para que yo les venda mis ensaladas.
Verónica. — ¿Y por qué te las compran?
Jorge. — Porque. francamente, eso es asunto suyo. Yo no sé
. .

ni palabra.
Verónica. — Te compran para las ensartárselas a los pobres.
Jorge. — ¿A pobres? ¿Quién piensa en
los los pobres?
Verónica. — ¿Te has creído que los lectores de "La Tarde de
París" son millonarios? (Sacando un diario de su bolso.) "Ne-
krasov declara: el obrero ruso es el más desgraciado de la tie-
rra".¿Has dicho tú eso?
Jorge. — Sí, ayer.
Verónica. — ¿Para quién lo has dicho? ¿Para los pobres o para
los ricos?
Jorge. —
¿Qué sé yo? ¡Para todo el mundo! Para nadie. Es una
broma sin consecuencias.
Verónica. —
Aquí sí. En medio de las rosas. De todas maneras,
nadie ha visto nunca obreros en el "Georges V". Pero, ¿sabes
lo que quiere decir en Billancourt? ^
Jorge. — Yo . .

Verónica. —
"No toquéis al capitalismo o caeréis en la barba-
rie. El mundo burgués tiene sus defectos, pero es el mejor de
los mundos posibles. Miseria por miseria, más vale arreglarse
con la vuestra, convenceos de que jamás veréis su fin y dad
gracias al cielo de no haber nacido en la U.R.S.S."
Jorge. — No me digas que se creen eso: no son tan tontos.
Verónica. — Afortunadamente. Si no, no tendrían otra solu-
ción que la borrachera hasta tirarse por los suelos o abrir la

^ Lugar de los alrededores de París donde están situadas


Billancourt.
las fábricas"Renault", que emplean 45.000 obreros. Úsase como sinónimo
de clase obrera. (N. del T.)

157
.

lUvc del gas. Pero btsta con que haya uno sobre mil que se
trague rus peroratas, para que seas un asesino.
Jorge. —
¿Quién? ¿Yo?
Verónica. —
Caramba: creías robar el dinero de los ricos, pero
tú les ganas. ;Con qué altivez desdeñaste la otra mxhe el em-
pleo que yo te propuse! "¡Yo, trabajar!" Pues bien, ahora tie-
nes tus patronos y te hacen trabajar en firme.
Jorge, —
No es verdad.
Verónica. —
Vamos, vamos; tú sabes muy bien que te pagan
para desesperar a los pobres.
Jorge. — Escucha . .

Verónica (prosigmUndo). — Eras un estafador inocente, sin


maldad, un poco fantástico y un poco poeta. ¿Sabes lo que han
hecho de ti? Un trabajador de la m. da. Si no quieres des- .

preciarte, tendrás que con\ertirte en un malvado.


Jorge (entre —
dientes). ¿Canallas!
Verónica. — ¿Quién tiene tinglado, vez?
los hilos del esta
Jorge. — ¿Los hilos?
Verónica. — Sí.

Jorge. — Pues bien... (Recobrándose.) Soy Siempre yo. yo.


Verónica. — ¿Así que interción fornul de desesperar
tienes la
a pobres?
los
Jorge. — No.
Verónica. — Entonces, ¿quién maneja? te

Jorge. — Nadie puede manejarme: nadie en murnlo. el

Verónica. — Y embargo, hay que


sin un enga- elegir: eres
ñado o un criminal.
Jorge. —
La elección es rápida: ¡viva el crimen!
Verónica. — ¡Jorge!
Jorge. — ¿Desesperar yo, a los pobres? /Y luego? ¡Que se las

arregle cada uno: rx) tiene más que defenderse! ¿Calumniar yo


a la U R S.S ? Lo hagí^ voluntariamente: quien) destruir el co-
munisnrK) en Occidente Y en cuanto a tus obreros, ya sean de
Billancoun o de Moscú, yo les. . .

Verónica. —
¿Ijo ves, Jorge? ¿Ves cómo empiezas a volverte
un nrulvado?
Jorge. —
Bueno o malo, yo me río de eso. Yo cargo sobre mí
el Bien o el Mal: soy responsable de todo.
Verónica (enseñándole un articulo en "La Tarde de París"). —
¿Incluso de me
anículo?
Jorge. —
Desde luego ¿De qué se trata? (Lo lee.) "El señor
Nekrajov declara que coíKKe perfectamente a Roberto LXival
y a Carlos Maiscre". Yo no he dicho nunca nada semejante
Verónica —
Me lo figuraba por eso he venido a verte
MI
Jorge. —
^Roberto Duval? ^Carlos Maistrc? Jamás he oído esos
nombres.
Verónica. —
Son dos periodistas de nuestro diario. Han escrito
contra el rearme de Alemania.
Jorge. —
¿Y qué.^
Verónica. —
Quieren hacerte decir que están pagados por la
U.R.S.S.
Jorge. — ¿Y si yo lo digo?
Verónica. — Comparecerán por traición ante un tribunal mi-
litar.

Jorge. — Estaré tranquila No me arrancarán una palabra. ¿Me


crees?
Verónica. — Te creo. Pero yxm cuidado: ya no se contentan
con tus mentiras; comienzan a atribuirte las que no has dicho
nunca.
Jorge. —
¿Te refieres a este entreíilet? Debe ser un subalterno
que quiere hacer méritos; diré que le den un buen jabón. Voy
a ver en seguida a Julio y le ordenaré que publique una recti-
ficación.
Verónica (sin convicción). —
Haz lo que puedas.
Jorge. — ¿Es todo lo que tenías que decirme?
Verónica. — Eso es todo.
Jorge. — Buenas tardes.
Verónica. — Buenas tardes. {Con la mano sobre el picaporte de
la puerta.) ¡Deseo que no te vuelvas demasiado malvado!
(Sale.)

ESCENA VIII

Jdrge (solo). —
pequeña no entiende nada de política.
Esta
Una parvulita: que es! (Dirigiéndose a la puerta.)
¡he ahí lo
¿Crees que voy a caer en sus trampas? Yo hago lo contrario
de lo que esperan de mí. (Atraviesa la habitación y va a bus-
car su s7f¡oking.) ¡Desesperemos a Billancourt! ¡Encontraré
"slogans" terribles! (Va a buscar una camisa y un cuello. Can-
turrea.) ¡Desesperemos a Billancourt! ¡Desesperemos a Billan-
court! (Suena el telefono. Descuelga el aparato.) ¿Eres tú, Sibi-
lot?. ¿Entonces?.
. . ¿Eh?. ¡Pero vamos! No es posi-
. . . .

ble. . ¿Has visto personalmente a Julio? ¿Le has dicho que


.

yo lo exigía?... ¡Imbécil! ¡No habrás sabido hablarle! Tiem-


blas delante de él; hacía falta intimidarle. ¿Va a casa de mamá
Bounoumi, esta noche? Bueno; soy yo quien le hablará. (Cuel-
ga.) Me niegan una cosa, ¿a mi? (Se deja caer en una butaca,
m o juentáneamenté abrumado.) ¡Estoy hasta la coronilla de po-
lítica! ¡Hasta la coronilla! (Se levanta bruscarnente.) ¡Me están

159
buscando! ¡Me están buscando! jPues bien, me parece que me
vto a encontrar! Acepto la prueba de fuerza. Incluso estoy muy
oociicnto; es la ocasión de establecer mi autoridad. (Rundo,)
Les Toy a hacer meterse debajo de la tierra. (Teléfono. Des-
emelga) Alió! ¿Eres tú, otra vez?... Perdón, /pero quién es
I

usted.' ¡Ah! Perfeao. Precisamente estaba pensando en usted.


¿Un canalla.' Perfectamente, señor mío, el más redomado de
los canallas. Mejor dicho: una basura. Hago que despidan a
empleados subalternos. Entrego pericxlistas a la "poli", deses-
pero a los pobres, y esto rK) es más que el principio. Mis pró-
ximas revelaciones provocarán suicidios en serie. Usted, rutu-
ralmente, usted es un hombre honrado. Lo veo desde aquí; tiene
el traje raído, toma el "Metro" cuatro veces al día, huele usted
a pobre. ¡El mérito do está recompensado! Yo, tengo dinero,
gloria y mujeres. Si usted me encuentra en mi "Jaguar", ponga
cuidado: voy rozando a propósito las aceras para salpicar a las
personas honradas. (Cuelga.) Esta vez, he sido yo quien ha col-
gado primero. (Rie.) Tiene razón la chiquilla; me voy a volver
malo. (Dando puntapiés a las canastillas de rosas que vé défti-
bémdo una tras otra.) ¡Malo! ¡Malo! ¡Muy malo!

TELÓN

SEXTO CUADRO

Decorado: Un saloiKÍto que da a un gran salón y sirve de


"buffet". A la izquierda, un balcón amedio abrir. Es de noche.
Al fondo, uru puerta abierta de par en par que da al gran salóa
Entre el balcón v la puerta hay dispuestas grandes mesas cubier-
tas de nunteles blancos. Platos con pastas y emparedados. Por la
puerta del fondo se ven pasar los invitados: gran gentío en el
gran talón. Unos pasan delante de la puerta del saloncito sin en-
trar, otros entran y van a tomar algo al "buffet". A la derecha, una
puena cerrada. Algunos muebles, butacas, mesas, pero muy es-
casos: han sido apartados para que los invitados puedan circular
libremente.

BSCBNA I

SRA- BOUNOUMI, BAUDOUIN, CHAPUIS, Grupos déf invitados

Baudouin (deteniendo s U Sra. Bounoumi y presentándole s

160
ChAPUISJ. — Chapuis.
ChAPUIS (presentando a Baudoiin). — Baudouin.
(Baudouin y Chapuis sacan sus tarjetas y las presentan al
mismo tiempo.)
Baudouin y Chapuis. — Inspectores de la Defensa del Terri-
torio.
Baudouin. — Especialmente encargados por Presidencia. la .

Chapuis. — De por Nekrasov.


velar
Baudouin. — ¿Ha llegado.^
SrA. Bounoumi. — Todavía no.
Chapuis. — imprudente que entrase por
Sería puerta grande. la

Baudouin. — Y usted
si permite, vamos
lo dar órdenes. a . .

Chapuis. — Para que pase por entrada la del servicio. . .

Baudouin (señalando puerta de


la derecha). — Que entre
la di-
rectamente por aquí.
Sra. Bounoumi. — ¿Por qué esas precauciones.^
Chapuis (en tono — No
confidencial). excluida está la posibi-
lidad de un atentado.
Sra. Bounoumi (impresionada). — ¡Ah!
Baudouin. — No tema nada, señora.
Chapuis. — ¡Estamos aquí nosotros!
Baudouin. — ¡Estamos aquí (Desaparecen. Los
nosotros! invi-
tados han entrado ya y entre ellos, Perdriere, Julio, Nerciat.j

ESCENA II

Sra. Bounoumi, Perdriere, Julio Palotin, Nerciat, Invita-


dos, Fotógrafos, Perigord

Nerciat (rodeando a Perdriere con el brazo). — ¡Aquí está


el hijo pródigo! ¡Brindo por Perdriere!
Todos. —¡Por Perdriere!
Perdriere. —
Señoras y señores, estaba hecho un tonto. Brindo
por el hombre providencial que me ha abierto los ojos.
Julio (sonriendo). —
Gracias.
Perdriere (sin oírle). —
¡Por Neicrasov!
Todos. —¡Por Nekrasov!
Julio (ofendido, a Nerciat). —
¡Nekrasov! (Alza los hom-
bros.) ¿Qué sería de él sin mí.^ (Se aleja.)
Nerciat (a Perdriere j. —
Diga algo sobre Palotin.
Perdriere. — Brindo por Palotin que. que ha tenido el valor
. .

de publicar las revelaciones de Nekrasov.


Algunos invitados. —
Por Palotin.
Julio (ofendido). —
La gente no conoce el poder de la prensa.

161
.

Perdrierf. —
Aprovecho la ocasión para pedirles perdón a to-
dos por mi obstinación, mi ceguera, mi. (Se echa a llorar. . .

Todos lo rodean.)
Sra. BoünOUMI. — Mi buen Perdriere. . .

Perdriere (debatiéndose). — ¡Quiero pedir perdón! ¡Quiero pe-


dir perdón . . . !

Sra. Bounoumi. — Olvidemos el pasado. Abráceme. (Ella le


abraza.)
Julio [a los joto grajos). — ¡Fotos! (Perigord pasa con un vaso.
Julio le agarra por el brazo. El contenido del vaso se derra-
ma.) ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
Perigord. —
¿La idea, patrón.^
Julio. —Sí, la idea. Toma nota de todo lo que digo. (A todos.)
Queridos amigos. (Se hace el silencio.) Ustedes, yo, Per-
. .

driere: todos los que estamos aquí somos futuros fusilados.


¿Quieren ustedes transformar esta velada ya memorable en un
verdadero momento de la conciencia humana.^ Fundemos el
club de los F. F.
Todos. — ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Vivan los F. F.!
Julio. —En el transcurso de esta velada elegiremos una direc-
tiva provisional para que redacte los estatutos. Yo me pro-
pongo para la presidencia. (Aplausos. PerigordJ Maña- A
na, en primera plana, con mi retrato. (Entra MoUTON.j ¿Qué
es .eso.^ ¿Mouton? (Se une a Nerciat y Sra. BouNOUMl.y
¿Han visto ustedes?

BSCBNA III

Los mismos, más Mouton y Demidov

Sra. Bounoumi. — ¡Oh!


Nerciat. — ¿Quién le ha invitado.^
Sra. Bounoumi. Yo no he — sido. ¿Con quién viene?
Julio. —
Con Demidov.
Nerciat. — ¿Ese ruso? ¡Qué tupé tienen!
Sra. Bounoumi. —
¡Dios mío! ¡El atentado!
Nerciat. —
¿Cómo dice?
Sra. Bounoumi. —
No está excluida la posibilidad de un aten-
tado.
Nerciat. — Vendrán para . .

Sra. Bounoumi. — ¡Ah! Yo no sé nada, pero tengo dos ins-


pectores ahí lado y voy a prevenirlos.
al

(Durante este diálogo, Mouton ha avanzado en medio de los

162
invitados. Dirige una sonrisa y tiende la mano a cada uno de
éstos. Pero todo el inundo le vuelve la espalda. Se inclina ante
la Sra. BounoumiJ
MOUTON. Señora — . .

Sra. Bounoumi. — ¡No, señor, no! \Nosotros vamos a morir,


deseamos una larga vida, pero no
le le saludamos!
Los INVITADOS (al salir). ¡Vivan — los F. F.! (Aludiendo a
MouTON.j ¡Abajo los futuros fusiladores! (Salen.)

ESCENA IV

MOUTON, Demidov

MouTON. —
La acogida ha sido más bien fría.
Demidov (comiendo). —
No me he dado cuenta.
MouTON. —
¡Usted no se da cuenta nunca de nada!
Demidov. —
¡Nunca! Estoy aquí para denunciar el régimen so-
viético y no para observar los usos sociales de Occidente. (Bebe
y come.)
MouTON. —
Me toman por comunista.
Demidov. —
Es curioso.
MouTON. —
No, no es curioso: es trágico, pero no es curioso,
hay que ponerse en su lugar. (Bruscamente.) ¡Fiodor Petro-
vich!
Demidov. — ¿Eh.^
MoUTON. — Esa lista es falsa, ^;no es verdad.^
Demidov. — ¿Qué lista?
MouTON. — La de Futuros Fusilados
los
Demidov. — Lo
. .

ignoro.
MoUTON — ;Cómo?
(sobresaltado).
Demidov. — Lo cuando haya
sabré Nekrasov. visto a
MouTON. — ¿Podría que verdadera?
ser fuese
Demidov. — Nekrasov
Sí: verdaderamente Nekrasov.
si es
MouTON. — Entonces, yo (Demidov encoge
estaría perdido. se
de hombros.) ¡Desgraciados! Si los rusos me perdonan, es
que les sirvo.
Demidov. — Evidentemente.
MouTON. — vamos, Pero, absurdo! Fiodor¡eso es Petrovich,
usted no puede de todo
creer, a pesar .

Demidov. — Yo no
.

nada creo . .

MouTON. — Mi vida testimonia en mi No he hecho más favor.


que combatirlos.
Demidov. — ¿Qué sabe usted?
MouTON (abrumado). — ¿Qué yo? Para com-
¡Eso es! se ser

163
.

plctamence franco, le digo que a veves tengo U impresión de ser


nunejado; nne acuerdo de he<.hi)s inquietantes... iPémsd,) Mi
secretaria era comunista; cuaodo me di cuenu la despedí
DEJ4IDOV.— ^Y hubo ejcáodalo?
MOUTON. — Sí.
Demidov. — Les hiio usted el juego.
Moi^TON. — ¿También usted Yo no me atrevía a con-
k) cree?
fesar meio. Ourante las últimas huelgas fui el único
(PéUUM,)
de mi profesión que no concedí nada a los huelguistas. Resul-
tado: tres meses después, en Us elecciones sindicales

. .

DEJ4IDOV. Todo el personal votaba por la T. CG


MouTON. — ¿Cómo sabe lo usted?
Demidov. — Eso es clásico.
MoUTON. — En resumen, les he facilitado su reclutamiento.
(Demidcw hace un de asentimienso.) ¡Ay! (Pausa.)
tiesto Ff<>

dor Petrovich, míreme: ¿tengo cara de hombre honrado


Demidov. — De un honrado.
occidental
MouTON. — ¿Incluso una hermosa cabeza de anciano?
Demidov. — un anciano
E>e occidental.
MouTON. — ¿Puedo comunista con
ser esta cara?
Demidov. — ¿Por qué no?
MouTON. — He subido de puños. Gracias
a fuerza mi a trtb«jo.
Demidov. — Gracias también.
a la suerte,
.MoLTON brete
( — He tenido
sonrisa a sus recuerdos). suerte, sí.

Demidov. — Eran ellos la suerte.


MouTON —
(sohresaliado). ¿Ellos?
Demidov. — Puede que hayan hecho fortuna porque su usted
era su instrumento sm saberlo. Puede que se apañaran de tal

manera para aue cada uno de sus gestos produjera, contra su


voluntad, el efecto deseado por Moscú.
MoUTON. —
¿Y mi vida estaría falseada He cabo a rabo? (Gesto
¿4 astntimUnso de Demidov. Bruscatuente.) Contésteme fran-
camente: si todo el mundo me toma por un revolucionario y si
yo obro en todas las circunstancias como lo exige el Partido,
¿qué me distingue de un militante afiliado?
Demidca^. —
¿A usted? Nada. Usted es un comunista objetivo.
MoUTON. — ¡Objetivo! (Saca el pañuelo y se seca
¡Objetivol
el sudor de ¡Ah!
Lt frente ) Estoy endemoniado! (Mirando
;

brmcsmente el pañuelo.) ¿Qué es esto? EstábaníK)s hablando


los dos y ahora me encuentro agitando un pañuelo. ¿Cómo
me ha venido a las manos?
Demidov. —
Lo ha sacado usted del bolsillo.
MouTON (alucinado). —
Lo he... ¡.Ah! Es peor de lo que pen-
saba. Se han arreglado para que yo mismo dé la ^ñal. ¿Qué

164
señal? ¿A quién? ¡Puede que a usted! ^Quién me dice que
usted no es su agente? (Demidov se encoge de hombros.) Ve
usted: me vuelvo loco. ¡Yo le conjuro, Fiodor Petrovich, des-
comuníceme usted!
Demidov. —^Cómo?
MouTON. —
¡Desenmascare a esc miserable!
Demidov. —Lo desenmascararé si es un impostor.
MoUTON (irufuieío de nuevo). —
^;Y si fuera verdaderamente
Nekrasov?
Demidov. —Le apostrofaré delante de todos.
MoUTON (meneando la cabeza). — Apostrofarle...
Demidov. —Considero cómplices del régimen a todos los que
han abandonado la U.R S.S. después de mí.
(GOBLET aparece por el fondo.)

ESCENA V

MouTON, Demidov, Goblet

MouTON. — En todo caso, sería mucho más eficaz tratarlo de


impostor.
Demidov. — No. (Gesto de MoutonJ No insista: soy inco-
rruptible. ("MouTON suspira.) ¡Pero bueno! <Qué espera us-

I ted?
MouTON.
Busquémosle.
— He convocado a un inspector de la Seguridad. Si
el pretendido Nekrasov es un impostor, tiene que pertenecer
al hampa internacional. Haré que lo metan en la cárcel por
toda su vida. (Viefido a GOBLET.j ¡Bien, Goblet! Entre. /"Go-
BLET se aproxiyna.) Va usted a mirar cuidadosamente al hom-
bre que yo le indicaré. Si es un reincidente de la justicia,
deténgalo inmediatamente.
Goblet. — ¿Delante de todo el mundo?
MouTON. — Naturalmente.
Goblet. — ;Es guapo?
MouTON. — No está mal.
Goblet (desconsolado). — Van a hacer la comparación, una vez
más.
Mouton. — <Qué comparación?
Goblet. — De mía.
su cara a la
Mouton. — ;Se negaría usted?
Goblet. — No me niego a nada. Prefiero detenerlos cuando son
feos, eso es todo.

\6S
nCINA VI

MOUTON. Demidov. Goblet. Baudouin, Chapuis

Baudouin (ensebando su tárjete a MouTOnJ. — Defensa del


Territorio. ¿S\is papeles?
MouTON. — Soy Carlos Mouton.
<^
HAPUIS. — ¡Precisamente! Sospechoso.
' Mouton se encoge de hombros y enseria su tarjeta de iden-
íJadj
Baudouin. —
Bueno. (A Demidov.) A ti, te conocennos. Mar-
chate y no olvides que eres huésped de Francia.
Chapuis. —
Retírese. Queremos decir unas palabras al inspector
Goblet.
Mouton (a GobletA —
Vamos a dar una vuelta por los salo-
nes para ver si nuestro hombre ha llegado. Espérenos aquí.
(Salen MouTON y Demidov.;

B8CBNA VII

Baudouin, Chapuis, Goblet

Baudouin (cerrando el paso a Gobleta — ¿A qué vienes a


meterte aquí, colega.^
Goblet. — Estoy invitado.
Chapuis. — ; Invitado.^ /Con esa cara.^
Goblet. — Si vosotros estáis invitados con las vuestras, /por qué
no lo estaré yo con la mía.**
Chapuis. — íÑíosotros no estamos invitados: estamos de servicio.
Goblet. — ¡Pues bien, yo también!
Baudouin. — ¿Acaso buscas alguien? a
Goblet. — Eso no os interesa.
Chapuis. — Pero colegamira, . .

Baudouin. — un
Déjalo, es misterioso. (A Goblet.^ Busca a
quien pero no
quieras, intentes doblarnos.
Goblet — ¿Doblaros?
(atontado).
Chapuis. — No molestes Nekrasov. a
Goblet (Montado). — ¿Eh?
Baudouin. — No le molestes, viejo, si quieres conservar tu ma-
nera de ganarte la vida.
Goblet (que sigue intentando comprender). /A — Nekrasov?
Chapuis. — Sí, a Nekrasov. ¡A ése nn !#. fí^^ues!

166
GOBLET. — Colegas: no tengo por qué órdenes recibir vuestras.
Soy de la obedezco
P. mis y a jefes.
Chapuis. — Es
J.
pero obedecen
posible, tus jefes a los nuestros.
Hasta la vista, colega.
Baudouin — ;Hasta
{sonriente). ¡Hasta la vista! la vista!

ESCENA VIII

GOBLET solo, luego Invitados

GOBLET (entre dientes). —¡Que os lleve el diablo! (Soñador.)


Nekrasov... Yo he visto ese nombre en el periódico...

ESCENA IX
GoBLET, Jorge, Sibilot, los dos Guardaespaldas, un Invitado

Jorge (a los Guardaespaldas). — Vayan a jugar. (Cierra la


puerta tras ellos. A SiBlLOT.j ¡Tente bien derecho! ¡Con alti-
vez, Dios mío! (Desgreñándole el pelo.) Y una cierta negli-
gencia. ¡Así!
Sibilot. — Entremos. (Jorge lo retiene.) ¿Qué te pasa?
Jorge. — mal de las cumbres. Voy a entrar y se echarán a
El
mis pies, me besarán las manos: eso me da vértigo. ¿Es posible
que un solo hombre pueda ser objeto de todo ese amor y de
todo ese odio.-^ Tranquilízame, Sibilot: no es a mí a quien
quieren, no es a mí a quien detestan; sólo soy una imagen.
fMouTON >' Demidov pasan por el fondo.)
Sibilot. — He... (Viendo a MouTON.j ¡Date vuelta!
Jorge. — ¿Qué pasa?
Sibilot. — Te digo que des la vuelta o estamos perdidos. (JOR-
GE da media vuelta poniéndose de cara a la escena.) Acaba
de pasar Mouton con Demidov. Te buscan.
Jorge. — Me trae sin cuidado Demidov. Los que cuentan son
Julio y Nerciat. Esos imbéciles creen que me manejan.
Sibilot. — Escucha, Nikita.

.

Jorge. ¡Cállate! Ya les demostraré quién es aquí el amo.


O la Sra. Castagnie vuelve mañana a su puesto o si no . .

(Golpea con el pie, irritado.) ¡Que me lleve el diablo!


Sibilot. — ¿Qué hay aún?
Jorge. — Hay que tengo que jugar esta noche la partida deci-
siva y no me siento con humor para ganarla. ¿Qué es eso?
(Un invitado, titubeante, acaba de entrar. Se agrega a la mesa
del "buffet", toma un vaso, lo bebe, y lo mantiene en el aire como
si estuviese brindando.)
Invitado. —
¡Apunten! ¡Fuego! ¡Viva Francia! (Se desploma.)

167
GOBLET (yendo hacia él). — jPobre hombre!
Invitado (abriendo un ojo). — ;Qué cara! Déme el tiro de
gracia.
{Se duerme. GOBLET, furioso, le empuja bajo el " buffet" pone
y
el mantel encitria.JORGE lo ve.)
Jorge (a Sibilotj. —
¡Goblet! (Da la espalda bruscamente a
GOBLETj
SiBiLOT. — ^Eyónde?
Jorge. — Detrás de ti. Esto empieza mal.
SiBiLOT (seguro de si). —
Yo sé cómo arreciarme
Jorge. —¿Tú?
SiBiLOT. — Me quiere mucho. (Va hacia el inspector, con los
brazos abiertos.) ¡Ven a mis brazos!
Goblet (aterrorizado). —
¡No le conozco!
SiBiLOT. —
¿Me vas a dar ese disgusto.^ Vamos, soy Sibilot.
¿No te acuerdas?
Goblet (que sigue desconfiando). — Sí.
Sibilot. — ¿Entonces? ¡Abracémonos!
Goblet. — ¡No!
Sibilot (reproche —
desgarrador). ¡Goblet!
Goblet. — Usted no mismo. es el
Sibilot. — ¡Vamos! ¡Vamos!
Goblet. — Ha cambiado de usted traje.
Sibilot. — ¿No más que es eso?
Estoy aquí por orden de mi
direaor me han prestado
y para este traje
buen tener
Goblet. — ¡Pero no
aspecto.
han prestado le la cara!
Sibilot. — ¿Qué mi tiene cara?
Goblet. — Es una de doscientos
cara billetes.
Sibilot. — ¿Estás loco?
Es de mi la cara
(Agarra a Go- traje.
blet por Ya no
el brazo.) ¿Tienes sed?te dejo.
Goblet. — pero no me pasa nada!
¡Sí,
Sibilot. — El gaznate,
¿eh? ¿Atragantado? Conozco que lo es.
¡Ah! No estamos en nuestro medio. ¿Sabes lo que
deberíamos
hacer? El "office" es claro, bien aireado, espacioso,
lleno de
doncellitas encantadoras: vamos a tomar un trago.
Goblet. —
Pero estoy esperando
Sibilot. — .

Un trago, inspector, un trago. Estaremos como en


.

nuestra casa. (Se lo lleva.)

EHCENA X

Jorge solo, luego Baudouin y Chapuis

Jorge (solo). — ¡Uf!


Chapuis (aparece por una puerta). — ¡Psch!

168
Baudouin (por la otra puerta). — ¡Psch!
Jorge. — ¿Eh?
Baudouin. — Somos los Inspectores de la Defensa del Terri-
torio.
Chapuis. — Y damos le la bienvenida...
Baudouin. — Sobre que defendemos.
el territorio
Jorge. — Gracias.
Chapuis. — Sobre todo no tenga usted cuidado.
Baudouin. — Confíe plenamente en nosotros.
Chapuis. — En momento deel aquí estamos peligro, nosotros.
Jorge. — ¿En momento de
el ¿Es que hay peligro? peligro?
Baudouin. — No excluida está de un la posibilidad atentado.
Jorge. — ¿Un atentado contra quién?
Baudouin — Contra
(sonriente). usted.
Chapuis (riendo abiertamente). — ¡Contra usted!
Jorge. — ¡Ah, Perosí! me... diga,
Baudouin. — ¡Estamos
¡Chitón, chitón! vigilantes!
Chapuis. — ¡Estamos vigilantes!
(Desaparecen en el mismo momento en que la SrA. Bounoumi
entra con los invitados.)

ESCENA XI

Jorge, Sra. Bounoumi, Nerciat, Perdriere, Invitados, Invita-


das, Fotógrafos, Perigord

Sra. Bounoumi. —
¡He aquí nuestro salvador!
Todos. — ¡Viva Nekrasov!
Un invitado. —
¡Señor, usted es un hombre!
Una invitada. —
¡Qué guapo es usted!
Jorge. —
Es para agradarles.
Otra invitada. —
Estaría orgullosa de tener un hijo de usted.
Jorge. —Señora, pensaremos en ello.
Sra. Bounoumi. —
Querido amigo,* ¿quiere usted decir unas
palabras?
Jorge. — Con muchogusto. (Alzando la voz.) Señoras y seño-
son mortales; en Europa no se piensa más
res, las civilizaciones
en términos de libertad sino en términos de destino; el mila-
gro griego está en peligro: salvémosle.
Todos. —¡Es preciso morir por el milagro griego! ¡Morir por
el milagro griego!
(Aplausos. La Sra. Bounoumi empuja a Perdriere hacia
Jorge.;

169
Sra. BounOUMI (a JORGty. —
He aquí una persona que le
admira,
Jorge. —
¿Usted me admira, señor? Eso basta para que yo le
quiera.
Perdriere. —
Estoy obligado a usted y lo estaré toda mi vida.
Jorge —
¿Pero he obligado yo a alguien?
iestupejacto),
Perdriere. —
Me ha obligado usted a retirarme.
Jorge. —
¡Perdriere! (Perdriere quiere besarle la ftmno y Jor-
ge lo impide.) ¡Vamos, abracémonos! Se abrazan.)

i

Sra. Bounoumi. ¡Fotos! {Flash. La Sra. agarra a JORGE de


un brazo y a PERDRIERE del otro.) Ahora, nosotros tres. To-
men el grupo.
Julio divamente). —
¿Ustedes p>ermiten?
Jorge. — No, Julito. Dentro de un momento.
Julio. — ¿Por qué te niegas sistemáticamente a que te retraten
conmigo?
Jorge. — Porque tienes el baile de San Vito: estropearías la
película.
Julio. —
Permíteme

. .

Jorge. No, viejo; ¡yo tengo mi público! Las gentes que com-
pran tu diario para recortar mi fotografía tienen derecho a . .

Julio. —
Puede que tú tengas tu público. Pero yo tengo mis
fotógrafos y me parece inadmisible que les prohibas que me
retraten.
Jorge. — ¡Bueno, de prisa! (Flash.) ¡Así! ¡Así! Basta. Ven a
conversar. {Se lo lleva a la parte delantera de la escena.)
Julio. —
¿Qué tienes contra mí?
Jorge. —
Quiero aue repongas en su puesto a los siete colabo-
radores que has despedido.
Julio. —
¡Y dale! ¡Pero eso no te interesa, viejo! Es un asunto
estrictamente interior.
Jorge. —
Todos los asuntos del diario me interesan.
Julio. —
¿Quién es el director? ¿Tú o yo?
Jorge. —
Tú; pero no seguirás siéndolo mucho tiempo si conti-
núas haciendo ese juego. Pediré tu cabeza al Consejo.
Julio. •

Pues bien, ahí está Nerciat, elegido presidente el jue-
ves, en sustitución de Mouton; no tienes más que dirigirte a él.
Jorge (tomando a Nerciat por el brazo y llevándolo a JULIO).
— Mi querido Nerciat

. .

Nerciat. Mi querido Nekrasov



. . .

Jorge. ¿Podría pedirle un favor?


Nerciat. — Concedido de antemano.
Jorge. — ¿Se acuerda usted de esa pobre señora Castagnie?
Nerciat. — Palabra que no.
Jorge. — La secretaria que usted ha despedido.

170
Nerciat. — ¡Ah! Perfectamente. Era comunista.
Jorge. — Es mi querido
viuda, Nerciat.
Nerciat. — Viuda de un comunista.
Sí.

Jorge. — Tiene una hija inválida.


Nerciat. — ¿Inválida? Una amargada. Semilla comunista.
Jorge. — Sólo contaba con trabajo para ¿Va
su tener vivir. a
que abrir la llave del gas.'*

Nerciat. — Con eso tendremos dos comunistas menos, Pau- i

sa.) ¿Qué quiere usted?


Jorge. — Que devuelva usted su empleo.
le
Nerciat. — Pero, mi querido Nekrasov. Yo no puedo hacer
nada por mí mismo. (Pausa.) Créame, voy a transmitir su
proposición al Consejo de Administración. (Jorge está ebrio
de cólera pero se contiene.) ¿Eso es todo?
Jorge. —
No. (Sacando de su bolsillo "La Tarde de París".)
¿Qué es esto?
Nerciat (leyendo). — "Nekrasov declara: Conozco personalmen-
te a los periodistas Duval y Maistre". Pues, es una declara-
ción que usted ha hecho.
Jorge. — Precisamente, no.
Nerciat. — ¿No la ha hecho usted?
Jorge. — En absoluto.
Nerciat. — ¡Oh! ¡Oh! (A Julio, severaf/iente.) Mi querido
Julio, esto me extraña. Usted conoce bien la divisa del diario:
la verdad desnuda.
]VLlO (agarrando a Perigord que pasa). ¡Perigord! (Peri- —
GORD se acerca.) Estoy muy sorprendido: aquí hay expresiones
atribuidas a Nekrasov que él no ha manifestado nunca.
Perigord (toma el diario y lo lee). —
¡Ah! ¡Ah! Debe ser la
pequeña Tapinois.
Julio. — ¡La pequeña Tapinois!
Perigord. — Habrá creído que hacía bien.
Julio. — Eso no es posible en nuestra casa, Perigord. La verdad
desnuda. Pon en la calle a la Tapinois.
Jorge. — Yo no pido eso.
Juuo. — ¡A ¡A
la calle! la calle!
Jorge. — No, Te
Julito. de
lo aseguro. ¡Basta despidos!
Julio. — Entonces, échale una buena bronca y que conserva dile
su puesto intervención personal de Nekrasov.
gracias a la
Jorge. — Eso es. En que
(Pausa.) mí me conten-
lo a respecta,
taríacon una rectificación.
]VUO — ¿De qué?
(estupefacto).
Jorge. — Una que
rectificación mañana.se publicaría
Julio. — ¿Una rectificación?
Nerciat. — ¿Una rectificación?

171
Perigoro. —¿Una rectificación?
(Se mksrn entre ellos.)
Jl'LlO. —Pero Nikita, eso sería la mayor torpeza.
ÍPerigord. —Todo el mundo se prcí;untaría qué bicho nos ha
picado.
Nerciat. —^'Ha visto usted nunca que un diario desmienta sus
propias informaciones si no es obligado a ello por los tri-
bunales?
Jl'Lio. — Así llamaríamos la atención del puhlifí sobre este la-
mentable "entrefilet".
Perigord. —
Que nadie ha leído, estoy seguro
Julio (a Nerciatj. —
¿Usted se había dado cuenta, querido
presidente?
Nerciat. —¿Yo? En absoluto. Y sin embargo leo el diario de
la primera a la última línea.
Julio. —
Si empezamos con ese jueguecito, ¿hasta dónde ¡remos?
¿Habrá que dedicar cada número a desmentir el precedente?
Jorge. —Muy bien. ¿Qué piensan hacer ustedes?
Nerciat. — ¿Sobre qué asunto?
Jorge. —Sobre esas declaraciones.
Julio. —
Sencillamente, no hablar más de ellas; sepultar la noti-
cia bajo las noticias del día siguiente. Sigue siendo el mejor
método. ¿Crees que nuestros lectores se acuerdan de lo que
han leído de un día para otro? ¡Pero, viejo, si tuvieran buena
memoria no se podría publicar ni siquiera el boletín meteoro-
lógico!
Nerciat (frotándose las víanos). — Muy bien. Todo está arre-
glado.
Jorge. — No.
Nerciat. — ¿No?
Jorge. — ¡No! Yo que ustedes publiquen una
exijo rectifica-
ción.
Nerciat. — ¿Lo usted?
exije
Jorge. — En nombre de
Sí. que he prestado
los servicios les . .

Nerciat. — Se hemos pagado.


los
Jorge. — En nombre de que he adquirido
la gloria . .

Julio. — Tu mi pobre Nikita, no quería


gloria, pero decírtelo,
está en baja. El jueves hemos llegado al tope con dos millones
de ejemplares vendidos. Pero desde entonces hemos vuelto a
1.700.000.
Jorge. — Aún muy por eiKima de vuestra tirada habitual.
está
Julio. — Espera semana próxima.
a la
Jorge. — ¿Y qué, scnuna próxima?
la

Julio. — Caerá hasta 900.000; ¿qué habrás sido tú? Una subida
172
.

vertiginosa de nuestras ventas, una caída vertical y luego nada:


la muerte.

Jorge. — No vayas tan de prisa. ¡Tengo en reserva revelaciones


sensacionales!
Julio. — Demasiado tarde. Lo que cuenta es el efecto de la pri-
mera impresión. El lector está saturado; si mañana nos demues-
tras que los rusos se comen a los niños, no reaccionaría ya nadie.
(Entran MoUTON y DEMlDOV.j

ESCENA XII

Los mismos, MouTON, Demidov

MouTON (con voz fuerte). —


¡Señores! (Todo el mundo se ca-
llay se vuelve hacia él.) Ustedes son víctimas de una traición.
(Rumores. Los invitados se agitan.)
NerciAT. —
¿Qué viene usted a hacer aquí, Mouton.^
MouTON. — Vengo
a desenmascarar a un traidor. (Señalando a
Demidov.J He
aquí a Demidov, el economista soviético, que ha
trabajado diez años en el Kremlin. Escuchen lo que va a de-
cirles. (Á Demidov, señalando a JORGE.j Mire usted bien al
hombre que se hace pasar por Nekrasov. ¿Lo reconoce usted.'*
Demidov. —
Hace falta que me cambie de gafas. (Quítase las
gafas, se pone otras y mira en derredor suyo.) ¿Dónde está?
Jorge (echándose sobre él y abrazándole). ¡Por fin! ¡Tanto —
tiempo buscándote! fMoUTON tira de él hacia atrás.)
MouTON (a Demidovj. —
¿Lo reconoce usted?
Jorge. —
Que salga todo el mundo: le traigo un mensaje se-
creto.
MouTON. —
No saldremos antes de que este asunto se arregle.
(Los Inspectores de la Defensa del Territorio han entrado en
escena.)
Baudouin (surgiendo ante MOUTONJ. — ¡Oh! Sí, señor, usted
va a salir.
MouTON. — Pero
— Defensa
. .

Baudouin. del Territorio. Es una orden.


Chapuis (a los demás). — Ustedes también, señores; hagan el
favor.
(Hacen salir a los invitados. Demidov y Jorge quedan solos.)

ESCENA XIII

Demidov, Jorge

Demidov (que no ha cesado de examinar a JORGE y no se ha

\7}>
íUdo ementa de tuda). —
Esc hombre no es Nekrasov.
Jorge. — No estamos solos.
te fatigues:
Demidov. —Tú no eres Nekrasov. Nekrasov es pequeño, for-
nido; cojea levemente.
Jorge. — ^fCojea.^ Siento no haberlo sabido antes. (Pausa.) De-
midov, hace tiempo que quería hablarte.
Demidov. — Yo no te conozco.
Jorge. — Pero yo te conozco muy bien: he tomado mis infor-
mes sobre ti. Llegaste a Francia en 1950; en aquella época
eras len i no- bolchevique y te sentías muy solo. Durante cierto
tiempo te acercaste a los rrotskistas y te hiciste trotskista-bol-
chevique. Después de disgregarse ese grupo, te volviste hacia
Tito y te hiciste llamar titista-bolchevique. Cuando Yugosla-
via se ha reconciliado con la U.R.S.S. has puesto tus esperanzas
en Mao-Tse-Tung y te has declarado tungista-bolchevique. Conno
la China no ha roto con los Soviets, te has apartado de ella

y te titulas bolchevique- bolchevique. ;Es exacto.^


Demidov. —Exacto
Jorge. — Esos grandes cambios se han producido en tu cabeza y
tú no has dejado nunca de estar solo. Antes, "La Tarde de París"
publicaba tus artículos; ahora, ya no los quieren en ninguna
parte. Vives en una bohardilla con un jilguero. El jilguero se
morirá pronto, el propietario te echará a la calle y tendrás que
dormir en la barcaza del "Ejército de Salvación".
Demidov. —La miseria no me da miedo; sólo tengo un fin;
aniquilar la burocracia soviética.
Jorge. — Pues bien ... es el fin . . . Occidente te ha devorado;
ya no eies nadie.
Demidov (agarrándole por el cuello). — ¡Víbora lúbrica!
Jorge. — Suéltame, Demidov, anda, suéltame. Voy a darte un
medio para salir del apuro.
Demidov (soltándolo. — Inútil.

Jorge. — ¿Por qué.>


Demidov. — Tú no eres Nekrasov y yo estoy aquí para decirlo.
Jorge. — No lo digas, desgraciado: servirías a tus enemigos.
Bien débil tiene que ser tu odio por los Soviets para que no
hagas callar en ti el amor de la verdad. ¡Reflexiona! Mouton
te ha sacado del olvido para ponerme en evidencia; cuando
hagas tu trabajo te abandonará de nuevo. Un día te encontrarás
en la cuneta de una carretera, muerto de impotencia y de odio
reconcentrado y, ¿quién va a desternillarse de risa.^ ¡Los buró-
cratas de todas las Rusias!
Demidov. —Tú no eres Nekrasov. Nekrasov cojea. . .

174
^

Jorge, — Sí, sí. Lo sé. ( Pausa, i Demidov, yo quisiera entrar en


el partido bolchevique-bolchevique.
Demidov. — ¿Tú.^
Jorge. —
Yo. ¿Te das cuenta del paso gigante que acabas de
dar.*^ Cuando un partido no tiene más que un miembro hay

pocas posibilidades para que jamás tenga dos. Pero, si tiene


dos, ¿quien le impide que cuente mañana con un millón.''
¿Aceptas.^
Demidov (aturdido por la noticia). — ¿Mi partido tendría dos
miembros.^
Jorge. — Sí. Dos.
Demidov (desconfiado). — ¿Sabes que nuestro principio es la

centralización?
Jorge. — Lo sé.

Demidov. — El dirigente soy yo.


Jorge. — Yo militante de
seré el base.
Demidov. — ¡A menor actividad la divisionista te expulso!
Jorge. — No temas; Pero te seré fiel. eltiempo apremia. Hoy
soy célebre; mañana, puede que se me haya olvidado. ¡Aprove-
cha la ocasión, rápido! Mis artículos dan la vuelta al mundo.
Escribiré lo que me dictes.
Demidov. —
¿Denunciarás a la generación de técnicos que han
suplantado a los viejos revolucionarios.^
Jorge. — En cada columna.
Demidov. — ¿Dirás todo malo que pienso de Orlov? lo
Jorge. — ¿Quién es Orlov.^
Demidov. — Mi antiguo de Un jefe oficina. chacal.
Jorge. — Mañana hazmerreír de Europa.
será el
Demidov. — (Le da mano.) Chócala, Nekrasov. TJOR-
Perfecto. la
GE le estrecha la niano. Los invitados aparecen tímidamente en
el umbral de la puerta.)

ESCENA XIV

Invitados, Jorge, Demidov, Mouton, Baudouin, Chapuis

MOUTON. — Bueno, Demidov. ¿Quién hombre.^ es este


Demidov. — Nekrasov! (Aclamaciones.)
¿Éste.^ ¡Es
McuTON. — ¡Miente! ¿Qué han combinado mientras estaban
solos.
Jorge. —
Le daba noticias de la resistencia clandestina que se ha
organizado en la U.R.S.S.
Mouton. — ¡Impostor!

17S
Jorge (a los invitados). —
¡Les tomo como testigos de que este
individuo hace el juego a los comunistas!
Invitados (a Mouton). —
¡A Moscú! ¡A Moscú!
MouTON —
Miserable, me empujas al suicidio, pero yo te arras
traré a la muerte. fSaca una pistola y apunta contra JORGF
¡Agradézcanme, señores, que desembarace la tierra de un canalla
y de un comunista objetivo!
Sra. BoiNOlMl. ¡El atentado! — ;E1 atentado!
fBAUDOUlN y Chapuis se abalanzan sobre MoUTON y lo desar-
man. Los dos THatones antran corriendo por la puerta de la derecha
Chapuis (a los dos guardaespaldas, desigrumdo á Mouton^
— Hagan salir a ese señor.
Mouton { debatiendo se K — ¡Déjenme! ¡Déjenme!
Invitados. — ¡A Moscú! ¡A Moscú!
(Los guardaespaldas lo levantan en vilo y se lo llevan por la
puerta de la derecha,)
Baudouin (a los invitados). — Señoras y señores: habíamos pre-
visto este atentado; el peligro ha desaparecido; pueden volver
a los salones. Nosotros les privamos por unos momentos de la

compañía del señor Nekrasov para establecer con él los medios


de asegurar su protección, pero no teman nada: se lo devolve-
remos muy pronto, Los tntiíados salen.) i

BSCENA XV

Jorge, Baudouin, Chapuis

Baudouin. — Confiese, señor, que somos sus ángeles de la


guarda.
Chapuis. — Y que,
sin nosotros, ese miserable le habría mata-
do a bocajarro.
Jorge. —Muchas gracias, señores.
Bal^douin. —No hay de qué; no hemos hecho más que cumplir
con nuestro deber.
Chapuis. —
Y tenemos gusto en haberle sacado del apuro.
^ Jorge se inclina ligeramente y va a salir. BAUDOUIN le agarra
por el brazo.)
Jorge. — Pero . . .

Chapuis. — Estamos un poco fastidiados, sabe usted...


Baudouin. — Y tendríannos necesidad de que nos echase usted
una marx).
Jorge (sentándose), — ¿En qué puedo serles útil.^ (Los inspecto-
res se sientan.)

176
.

Chapuis. — He aquí: estamos ante un asunto grave de desmora-


lización nacional.
Jorge. — ¿Está Francia desmoralizada?
Chapuis. — Aún ¡estamos
no, señor: vigilantes!
Baudouin. — Pero caso el que es se intenta sabotearle la moral.
Jorge. — ¡Pobre ¿Y quién
Francia! se atreve. .? .

Chapuis. — Dos periodistas.


Jorge. — ¿Dos cuarenta millones de
entre habitantes? Este país
se deja 'abatir fácilmente.
Baudouin. — Esos dos hombres no son más que símbolos. Y el

gobierno quiere atacar en sus personas a una prensa detestable


que desorienta a sus lectores.
Chapuis. —
Hay que golpear de prisa y fuerte.
Baudouin. —
Pensamos detenerlos mañana. Pasado mañana lo
m6z tarde.
Chapuis. —
Pero se nos pide que probemos que los dos acusa-
dos han participado conscientemente en una empresa de desmo-
ralización nacional...
Baudouin. — Lo que para nuestra manera de ver es perfecta-
mente inútil .


. .

Chapuis. Pero el legislador cree que debe exigirlo.


Baudouin. — Y, por una vez, la suerte nos favorece

. .

Chapuis. lUsted está aquí!


Jorge. — ¿Yo aquí?
estoy
Baudouin. — ¿No usted aquí?está
Jorge. — Palabra que aquí Estoy todo
sí, que puedo
estoy. lo
estar.
Chapuis. — Pues usted nos
bien, de servirá testigo.
Baudouin. — En de ministro
calidad usted ha em- soviético,
pleado seguramente a esos periodistas.
Chapuis. — Y agradeceríamos mucho que nos
le confirmase. lo
Jorge. — ¿Cómo llaman? se
Chapuis. — Roberto Duval Carlos y Maistre.
Jorge. — Maistre y Duval Duval y . Pues, no
. . Maistre. les
conozco.
Baudouin. — ¡Imposible!
Jorge. — ¿Por qué?
Chapuis. — Usted declaró ayer en "La Tarde de que París" los
conocía muy bien.
Jorge. — Me han atribuido declaraciones que no he hecho nunca.
Baudouin. — Es Pero posible. Y además, de
el artículo está ahí.
todas maneras, se trata de comunistas: Duval es miembro in-
fluyente del P.C.
Chapuis. — ¡Vamos, Duval, es seguro que usted le conoce!
Jorge. — En la U.R.S.S. cada ministro tiene sus agentes perso-

177
nales que los ocros no conocen. Busquen en la Propaganda, en
Información o tal vez en Asuntos Extranjeros. Yo, como uste-
des saben, estaba en el Interior.
Bai^DOUIN. —Comprendemos perfectamente sus escrúpulos...
Chapuis. — .y tendríamos los mismos en su lugar.
.


.

Baiidouin. Pero puesto que Duval es comunista.



. .

Chapuis. No es necesario que haya visto usted su nombre


con sus propios ojos.
Bai'DOUIN. —Y usted tiene la certidumbre moral de que es un
agente soviético.
Chapuis. —
Puede usted testimoniar con toda tranquilidad de
espíritu, diciendo que ha sido pagado para realizar su trabajo
JORGF. —Lo lamento, p>ero no haré ese testimonio. (Un silencio
Baudouin. — Muy bien.
Chapuis. — ¡Perfeao!
Baudouin. — Francia de aquí todo
es el país la libertad; el
mundo es libre de o de hablar callarse.
Chapuis. — ¡Nos inclinamos! ¡Nos inclinamos!
Baudouin. — Y deseamos que nuestros jefes se inclinen a su
vez. (Pausad
Baudouin Chapuis;. — ^Se
ia inclinaran?
Chapuis Baudouin). — ;Quién
(a Lo malo que sabe? es el
señor Nekrasov numerosos enemigos. tiene
Jorge; — Gentes
. .

Baudouin (a quienes molesta a su gloria. .

Jorge). — Y que pretenden que


.

Chapuis (a ha usted sido en-


viado por Moscú.
Jorge. — absurdo!
¡Es
Chapuis. — Desde levantan encuadran.)
luego. {Se y lo
Baudouin. — Pero hay que hacer calumniadores. callar a los
Chapuis. — Por un que demuestre seriamenteacto que lo es
usted.
Baudouin. — Después de mes pasado un
todo, el usted era
enemigo jurado de nuestro país.
Chapuis. —
. .

nada prueba que haya dejado de


.y serlo.
Baudouin. — Nos han dicho menudo que desconocíamos
. .

a nues-
tro deber
Chapuis. —
. . .

que . . ponerlo urgentemente en


.y hacía falta la
frontera.
Baudouin. — ¡Imagínese que entregamos lo a la policía sovié-
tica!
Chapuis. — ¡Después de un mal
sus declaraciones, pasaría usted
rato!
Jorge. — ^Serían capaces de expulsarme, mí que he
ustedes a
puesto mi confianza en la hospitalidad francesa?
Chapuis. — ¡Ja, ja!

178
. . .

Baudouin {riendo). — ¡La hospitalidad!


Chapuis {a Baudouina —
¿Y por qué no el derecho de asilo?
Se cree en la edad media.
Baudouin. — Nosotros somos hospitalarios para los ingleses.

. .

Chapuis. ... para los turistas alemanes


Baudouin. —
. .

.para los soldados norteamericanos.


Chapuis. —
. . . .

.
.y para los belgas con prohibición de residen-
.

cia.
BauiX)UIN. — ...pero francamente,
. .

querrá que ¡no usted lo


seamos también para ciudadanos los soviéticos!
Jorge. — En resumen, un chantaje? ¿esto es
Chapuis. — No un dilema. señor:
Baudouin. — Yo una diría incluso, alternativa. (Silencio.)
Jorge. — Pónganme en la frontera. (Pausa.)
Baudouin (cambiando de — ¿Entonces, ¿En- tono). Jor-gi-to?
tonces va por malas?
a ser las
Chapuis. — Vamos que duros a tener ser
— ¿Qué?
. .

Jorge (levantándose sobresaltado).


Baudouin. — (Le obligan a
Siéntate. sentarse.)
Chapuis. — ¡No nos das miedo!
. .

Baudouin. — Nosotros hemos hombres de pelo en pecho. visto


Hombres de verdad.
Chapuis. — Un ya no más que un
estafador, se sabe, es pelele.
Baudouin. — Una mujercita.
Chapuis. — En cuanto un poco de te hicieran cosquillas.
Baue>ouin. — No
.

rogar para te harías cantar.


Jorge. — No entiendo que quieren lo decir.
Chapuis. — que ¡Sí, sí lo entiendes!
Baudouin. — ¡Queremos que Jorge de decir eres Valera, delin-
cuente internacional, y que podemos entregarte inmediatamen-
te al inspector Goblet que te busca!
Jorge (esforzándose por reír). ¿Jorge de Valera? Se trata de —
un error. Un error muy divertido. Yo.

. .

Chapuis. No te calientes la cabeza. Hace ocho días que tus


guardaespaldas te fotografían prudentemente por los cuatro
costados. Incluso han tomado tus huellas digitales. No hemos
tenido más que compararlas con las fichas antropométricas.
Estás listo

. . .

Jorge. M... (Silencio.)


Baudouin. — Fíjate bien: nosotros no somos malas personas.
Chapuis. — Y además, la estafa no es de nuestra especialidad.
Baudouin. — Eso es cosa de la P. J. la P. J. no tiene mu- Y
cho cartel entre nosotros.
Chapuis. — Al inspector Goblet nos lo pasamos por donde te
figuras.

179
Baudouin. — Queremos la cabeza de los dos periodistas y eso
es todo.
Chapuis. —Y nos si tú Nekrasov todo
las das, serás el tiem-
po que quieras.
Baudouin. — Nos harás pequeños favores.
Chapuis. — vez en cuando
E>e enseñaremos algunas te gentes.
Baudouin. — Y que tú dirás para darnos los conoces, ese gusto.
Chapuis. — Ya cambio de nosotros cerramos eso el pico.
Baudouin. — Somos únicos que sabemos los ¿com- la cosa,
prendes?
Chapuis. — ha dicho
Fíjate, se le presidente Consejo. al del
Baudouin. — Eso no importa: no lo sabe.
Chapuis. — Ha dicho: "No quiero saberlo".
Baudouin. — ¡Y hombre sabe
ese que lo quiere!
Chapuis. — ¿Comprendes cabeza de el trlico, chorlito?
Baudouin. — jueves vendremos
El llevaremos a buscarte y te
al de instruccióa
juez
Chapuis. — Que preguntará te conoces Duval. si a . .

Baudouin. — Y que porque no puedes hacer


tú contestarás sí,

otra cosa.
Chapuis. — Buenas compadrito; mucho
noches, gusto.
Baudouin. — Hasta Totó. No el jueves, lo olvides. (Salen,)

ESCENA XVI

Jorge, solo, luego Demidov

Jorge. —
¡Bueno! ¡Bueno, bueno, bueno!
. . . ¡Bueno, bue- . . .

no, bueno, bueno, bueno! (Va hacia el espejo.) Adiós, gran


. . .

estepa rusa de mi infancia, ¡adiós la gloria! ¡Adiós, Nekrasov!


¡Adiós, pobre y querido gran hombre! ¡Adiós traidor, basura,
adiós canalla! ¡Viva Jorge de Valera! (Se registra,) Siete mil
francos. He conmovido el universo y eso me da siete mil fran-
cos: qué perro oficio. (Ál espejo.) ¡Jorge, mi viejo Jorge, no te
imaginas el placer que tengo de volver a encontrarte! (Subien-
do). Señoras y señores, como Nekrasov ha muerto, Jorge de Va-
lera se les va a eclipsar a la inglesa. (Reflexiona.) ]^ puerta
grande: imp)Osible; los polis la vigilan. La entrada de servi-
cio. . (Va a abrir la puerta de la derecha.) Diablo: mis dos
.

matones guardan el pasillo. (Atraviesa la sala.) ¿La ventana?


(Se asoma.) Está a diez metros del suelo: me voy a romper los
huesos. ¿No hay ningún canalón a la vista? (Se sube sobre el
borde de la ventana.) Demasiado lejos. Buen Dios, si 'encon-
trase un medio de ocuparme de mis dos matones. . .

ISO
.

CDemidov ha entrado, lo agarra por las caderas y le hace ba-


jar de la ventana.)
Demidov. — Eso no, militante. Te lo prohibo.
Jorge. —
Es que
Demidov. — Se piensa
. .

en el suicidio los tres primeros meses.


Luego, se va haciendo uno, ya verás. He pasado por eso. (Confi-
dencialmente.) Me he marchado del salón grande porque he
bebido un poco. No debo emborracharme, militante. Con el
trago me pongo terrible.
Jorge (rnuy —
interesado). ¡Ah! ¡Ah!
Demidov. — Sí.

Jorge. — ¿Verdaderamente terrible?


Demidov. — Rompo todo. A veces hasta mato.
Jorge. — muy¡Es interesante eso que me dices!
(Irrupción de los invitados y de la Sra. BouNOUMi.j

ESCENA XVII

Jorge, Demidov, Sra. Bounoumi, Perdriere, todos los invi-


tados.

Sra. Bounoumi (a Jorge). —


Por fin podemos acercarnos a
usted. Espero que no se vaya todavía. Vamos a empezar los
juegos de salón.
Jorge. —
¿Los juegos de salón?
Sra. Bounoumi. — Sí.

Jorge. — Conozco uno que hacía llorar de risa a todo el per-


sonal del Kremlin.
Sra. Bounoumi. — Me está usted intrigando. ¿En qué con-
siste?
Jorge. —En esto: los días de buen humor teníamos costumbre
de hacer beber a Demidov. No puede usted figurarse las ideas
deliciosas que le vienen a la cabeza cuando está ebrio. Es un
verdadero poeta.
Sra. Bounoumi. — ¡Pero eso es encantador! ¿Y si intentá-
ramos?
Jorge. — Haga correr la idea y yo me encargo del resto.
Sra. Bounoumi (a un invitado).a De- — Hay que embriagar
midov, parece que es divertidísimo cuando ha bebido.
(Los INVITADOS se van comunicando el proyecto.)
Jorge (a Demidov). —
Nuestros amigos quieren brindar con-
tigo.
Demidov. —
Sea. (Mirando las copas que un criado trae en
una bandeja.) ¿Qué es eso?
Jorge. — Dry Martini.
181
DliMiDOV. — Nada de bebida
americana. ¡Vodka!
Sra. BounOUMI ¡Vodka!
(a los criados}. —
tUm crúuio trae vasos de vodka en una bandeja,)
Demidov ihnndando), —
¡Bebo por la destrucción de los bun^
cratas soviéticos!
Sra. BoiJNOiJMi y los invitados. — ¡Por el aniquilamiento de
los burócratas!
Jorge (toffiando un vaso dé la batuUjs y dándoselo a Demidov
— Olvidas los iccnócratts.
Dkmiixív. — ¡Por la destrucción de los tecnócratas! Bebe.) i

Jorge (dándole otro vaso más). —


<Y Orlov? A sus invitados i

Es su jefe de oficina.
Demidov (bebiendo). —
¡Porque ahorquen a Orlov!
Los INVITADOS. —
¡Porque lo ahorquen!
Jorge (dándole un vaso). —
Es la ocasión de brindar por el

partido bolchevique-bolchevique.
Demidov. — ,Tc parece.^
Jorge. — ¡Otra! Lo darás a conocer: hay que pensar en la pu
blicidad.
Demidov ^bebiendo). — Por el partido bolchevique-bolchevi
que.
Los INVITADOS. —
Por el partido bolchevique-bolchevique.
(La mayoría de los invitados están francamente borrachos.
Aparecen sombreritos de papel, pitos de fiesta y serpentinas. Du
ranie la escena que sigue las peroratas de DEMIDOV serán corea
das por sonidos de los pitos.)
Demidov (a Jorgej. —
¿Por quién debo beber ahora.^
Jorge (dándole un vaso). —
Por tu jilguero.
Demidov. —Por mi jilguero.
Los INVITADOS. — Por su jilguero, f JORGE le da un vaso más.)
Demidov. — ¿Y ahora.^
Jorge. — No sé, pero. quizás por Francia; eso sería de bue-
. .

na educación.
Demidov. —¡No! (Alzando su vaso.) Brindo por el buen pue-
blo ruso encadenado por los malos pastores.
Los INVITADOS. —
¡Por el pueblo ruso!
Demidov. —¿Ustedes lo liberarán, no es verdad.^ ¿Van a li-
berar a mi pobre pueblecito ruso.^
Todos. — ¡Lo liberaremos! ¡Lo liberaremos! (Suenan los pitos.)
Demidov. —Gracias. Brindo por el diluvio de hierro y fueg<^
que se abatirá sobre mi pueblo.
fODOS. — ¡Por el diluvio! ¡Por el diluvio!
Hemidov Jorges —
(a ¿Qué es esto que bebo.^
lORGE. — Vodka.
Demidov. — ¡No!

182
Jorge. — Mira. (Agarra la botella y se la enseña.)
Demidov. — ¡Sálvese quien pueda! ¡Es vodka francesa! ¡Soy
un traidor!
Jorge. — ¡Vamos, Demidov!
Demidov. — ¡Calíate, militante! Todo ruso que bebe vodka
francesa es un traidor a su pueblo; ¡hay que ejecutarme! {A to-
dos.) ¡Vamos! ¿A qué esperan ustedes?
Sra. Bounoumi (intentando calmarlo). — ¡Mi querido De-
midov, no podíamos figurarnos!
Demidov (rechazándola). —
Entonces, libérenlos a todos. ¡A to-
dos los rusos! Si queda un superviviente, tan sólo uno, me se-
ñalará con el dedo para decirme: Fiodor Petrovich, has bebido
vodka francesa, Respondiendo a un interlocutor imaginario.)
i

La culpa es de Orlov, padrecito: ¡yo no podía soportarlo! (Be-


be.) ¡Brindo por la bomba liberadora! (Silencio aterrorizado.
A Perdriere, en tono amenazador.) ¡Y tú, bebe!
Perigord. — ¡Por la bomba!
Demidov. — ^Por cuál.^
Perdriere. — No sé Por la bomba H.
. . .

Demidov. — ¡Tiburón! ¿Quieres hacernos ¡Chacal! creer que


se detendrá con un
la historia petardo.'^
Perdriere. — ¡Pero yo no quiero que si detenga! se
Demidov. — Y yo quiero que detenga inmediatamente. se ¡Por-
que sé quién Mi
pueblecito con sus malos pastores.
la escribe!
/Comprenden ustedes.^ El mismo Orlov está escribiendo la his-
toria, y yo, yo me he caído fuera de ella como un pajarito se
cae del nido. (Sigue con los ojos un objeto invisible que atra-
viesa la sala a gran velocidad.) ¡Qué de prisa va! ¡Deténganla!
¡Deténganla! {Tomando un vaso.) ¡Brindo por la bomba Z
que hará saltar la tierra! (A Perdriere.; ¡Bebe!
Perdriere (medio atragantado). — No.
Demidov. —
¿No quieres que salte la tierra?
Perdriere. —
No.
Demidov. — ¿Y cómo detendrás la historia de los hombres si
no destruyes la humana? (A la ventana.) ¡Miren! ¡Mi-
especie
ren la luna! En otros tiempos fue una tierra. Pero los capita-
listas lunáticos tuvieron más garra que vosotros; cuando com-
prendieron. que aquello olía a rojillo se merendaron su atmós-
fera a bombazos de cobalto. Eso es lo que nos explica el silcn^
cío de los cielos; millones de lunas giran por el espacio, millo-
nes de relojes que se detuvieron en el mismo momento de la
historia. Sólo hay un reloj que sigue haciendo tic-tac del lado
del sol, pero si tenéis coraje ese ruido escandaloso va a termi-
narse. Brindo por la próxima luna; ¡por la tierra! f" Jorge

183
mienlM €scabmUifS€.) ^Adonde vas, militante? ¡Bebe, por la
luna!
Jorge. — ¡Por la luna!
Demidov (bebe y escupe con asco). —
¡Puaf! (A JORGE.) ;Tc
das cuenta, militante? Estoy en la futura luna bebiendo vodka
francesa. Señoras y señores: ¡soy un traidor! La historia gana-
rá, yo voy a morir y mis hijos pondrán mi nombre en los li-
bros: Demidov, el traidor, bebía vodka francesa en casa de la
señora Bounoumi. Estoy equivocado, señoras y señores, estoy en
un error ante los siglos venideros. Brindemos: me siento muy
solo. (A Ferdrierf.) Y tú, chacal, grita conmigo: ¡Viva el pro-
ceso histórico!
Perdriere —
¡Viva el proceso histcSrico!
(aterrorizado).
Demidov. — proceso histórico que me aplastará como
¡Viva el

una boñiga y que romperá las viejas sociedades como yo rom-


po esta mesa!

ESCENA XVIII

Los mismos. Los dos GUARDAESPALDAS, GOBLET, SiBILOT

Jorge (abriendo la puerta de la derecha a los dos GUARDAESPAL-


WiS). — ¡Se vuelve loco! ¡Sujétenlo!
(Los GUARDAESPALDAS se precipitan sobre DEMIDOV e intentan
sujetarlo. JORGE va a huir, pero se da de narices con GOBLET que
entra por la puerta de la derecha llevando a SiBlLOT completa-
mente borracho sobre los hombros.)
GoBLET (dejando a SiBiLOT en una butaca). ¡Escucha, viejo, —
escucha! Te voy a poner una compresa.
SiBiLOT. —
Mi buen Goblet, eres mi madre. (Rompiendo a so-
llozar.) He traicionado a mi madre. ¡Le he atraído a las coci-
nas para impedir que detenga a un estafador!
Goblet. — ¿Qué estafador?
SiBiLOT. — ¡Jorge de Valera!
(Mientras tanto JORGE da un rodeo para alcanzar la puerta de
laderecha sin pasar delante de SiBlLOT y GOBLET.j
Goblet. —
Jorge de Valera? ¿Dónde está?
c*

f Jorge llega a la puerta de la derecha.)


SiBILOT (señalándole con el dedo). ¡Ahí! ¡Ahí! ¡Ahí! —
Goblet. —
¡Santo Dios! {Saca la pistola y sale en persecución
de Jorge disparando varios tifos.)
Los invitados (aterrorizados). — ¡Los fusileros! ¡Los fusileros!
Demidov (extático). — ¡Al fin! ¡Al fin! ¡He aquí la historia!

184
fBAUDOUiN y ChApuis f^ lanzan en persecución de GOBLET;
Demiekdv logra desasirse de los GUARDAESPALDAS y va en perse-
cución de los Inspectores; los GUARDAESPALDAS se recobran y
se lanzan en persecución de DemidovJ.

TELÓN

SÉPTIMO CUADRO

Decorado: El salón 1925 de SiBlLOT

ESCENA I

(Es de noche. JORGE entra por la ventana. Verónica entra a


su vez y enciende la luz. Lleva los mismos vestidos que en el
Cuadro Tercero y se dispone a salir. JORGE se coloca detrás de
ella, con las manos en alto, sonriendo.)

Jorge. — Buenas noches.


Verónica (volviéndose). — ¡Anda! Nekrasov.
Jorge. — Nekrasov ha muerto. Llámame Jorge y corre las cor-
tinas. (Le besa las manos.) Nunca me has dicho tu nombre,
hijita.
Verónica. —
Verónica.
Jorge. —¡Dulce Francia! (Se deja caer en una butaca.) Yo es-
taba sentado en esta misma butaca, tú ibas a salir, los "polis"
merodeaban en torno a la casa; todo empieza de nuevo. ¡Qué
joven era! (Aguzando la oreja.) ¿Un silbato?
Verónica. —
No. ¿Te persiguen?
Jorge. —
Desde la edad de veinte años. (Pausa.) Acabo de de-
jarlos con un palmo de narices. ¡Oh! No será por mucho
tiempo.
Verónica. —
;Y si vienen aquí?
Jorge. —
Vendrán. Goblet por costumbre y la D. T. por olfato
Pero no será antes de diez minutos.
Verónica. —
¿Te has puesto a la D.T. en contra tuya?
Jorge. —
El inspeaor Baudouin y el inspector Chapuis. ¿Los
conoces?
Verónica. —
No. Pero conozco a la D.T. Estás en peligro.
Jorge (irónicamente). —
¡Un poco!
Verónica. —
No te quedes aquí.
185
Jorge. — Tengo que hablarte.
Verónica. — ¿De ú?
Jorge. — De amigos.
tus
Verónica. — Te veré mañana: donde quieras, a la hora que
¡Pero
quieras. lárgate!
Jorge saciédtcndo
í cabeza —
Kla dejo
Si te no me verás más:
van a echarmeguante. (A un gesto de VERÓNICA.) No dis-
el
cutas: son cosas que se sienten cuando se es del oficio. Ade-
más, ;adónde quieres que vaya? No tengo un solo amigo para
esconderme. A mediancKhe, un tipx) en smoking pasa inadver-
tido, pero espera a mañana, bajo el sol del mediodía. [Cap- . .

tando una idea.) Dónde están los trajes viejos de tu padre.-^


^'

Verónica. — Se los ha dado al p>ortero.


Jorge. —
¿Y los nuevos.^
Verónica. — Aún no están listos, excepto el que lleva.
Jorge. —
Ya ves: la suerte me abandona. Verónica, mi estrella
se ha apagado, mi genio se oscurece; soy hombre al agua. [An-
da.) A alguien detendrán esta noche, estoy seguro. ¿Pero a
quién.'' ¿Puedes decirme quién será detenido? Goblet persigue a
de Valera y la D.T. a Nekrasov. El primero que me ponga las
manos encima, hace que yo sea quien él quiera. ¿Por quién
apuestas? ¿P.J. o D.T.? ¿Jorge o Nikita?
Verónica. — Apuesto por la D.T.
Jorge. — Yo también. (Pausa.) Debes prevenir a Maistre y
Duval.
Verónica. — ¿De qué quieres que los prevenga?
Jorge. — Escucha, hijita, y trata de comprender. (Pacientemente.)
¿Qué hará conmigo la Defensa del Territorio? ¿Meterme en
la cárcel? No está tan loca: Nekrasov es huésped de Francia.
Habrán alquilado para mí un hotelito en las afueras, un poco
solitario, con hermosas habitaciones soleadas. Me instalarán en
la mejor de las piezas y guardaré cama noche y día. Porque el
pobre Nekrasov está muy débil; ¡ha sufrido tanto! Lo que no
impedirá a tu padre proseguir el curso de mis sensacionales
revelaciones; ya se ha habituado al tono y puede fabricarlas sin
mí. (Imitando al vendedor de duirios.) "Maistre y Duval iban
secretamente a Moscú. Nekrasov les pagaba en dólares." Es lo
que se llama, me parece, crear el clima psicológico: cuando se
les haya arrastrado en el lodo, el público encontrará natural que
se les acuse de traición.
Verónica. — El tribunal se ríe de los artículos de mi padre: ne-
cesita testigos.
Jorge. — ¿Sabes tú si no iré yo a testimoniar?
Verónica. — ¿Tú?
Jorge. — Yo. En
Sí. una camilla. No me agradan los golpes,

1X6
.

hijita. Y me
sacuden todos los días acabaré por cansarme.

Verónica. —
^Crees que van a golp>earte?
Jorge. —¡Como que van a tener miramientos! (Pausa.) ¡Oh!
Puedes despreciarme: soy demasiado artista para tener coraje
físico.
Verónica. — No te desprecio. ¿Y quién habla de coraje físico.^
Hace falta saber lo que prefieres.
Jorge. — ¡Si lo supiera!
Verónica. — ¿No querrás convertirte en un entregador?
Jorge. — No, pero tampoco me gustaría que me estropearan
la fisonomía. Anda a elegir.
Verónica. — Tienes demasiado orgullo para hablar.
Jorge. — ¿Todavía tengo orgullo.^
Verónica. — reventando de
¡Estás orgullo!
Jorge. — ¡Que el Eso no yo
cielo te oiga! un quita: tendría
buen alivio si Duval y Maistre
supiera a de fuera peligro.
Verónica. — ¿Qué cambiar eso? iba a
Jorge. — un momento en que no soporto más, puedo
Si llega
acusarlos: de maneras,
todas que no sé irán a la prisión.
Verónica. — Si serán condenados.
los acusas,
Jorge. — La condena no porque no podrán
cuenta, encerrarlos.
Verónica (desarmada.) — ¡Pobre Jorge!
Jorge — ¿Has comprendido,
(sin escuchar). Yo chiquilla? desa-
parezco y tú que escapen.
les dices se
Verónica. — No
. .

escaparán. se
Jorge. — ¿Con
.

de
los polis detrás cinco años en los talones y
el tubo colgándoles?
Verónica. — No esconderán porque son
se inocentes.
Jorge. — Y mí, ¿me apurabas para que huyese porque soy
a
culpable? ¡Hermosa lógica! Si te hicieran caso, todos los cul-
pables de Francia se irían a pescar truchas mientras que los
inocentes morirían en prisión.
Verónica. — Es poco más o menos lo que pasa.
Jorge. — ¡Menos cuento, ratoncitp! ¡La verdad es que los aban-
donáis!
Verónica. —
Espera a que los detengan y ya verás.
Jorge. — Está todo visto: iréis a vociferar a la calle. Carteles,
mítines, manifestaciones: una verdadera verbena. ¿Y dónde es-
tarán vuestros dos camaradas? En la celda. ¡Cáspita! Vuestro
interés es guarden allí el mayor tiempo posible. (Ríe.)
que los
Y yo, pobre que me meto en la boca del lobo para pre-
idiota,
venirles. ¿Prevenirles? ¡Pero si sois vosotros a quienes no os
interesa! ¡Qué metedura de pata! No os critico: cada uno
para sí. Sólo que, me asqueáis un poco, a pesar de todo: por-
que yo voy a ir al tubo; y me siento solidario de los dos pobres

187
muchachos que sacrificáis. fVERÓNlCA marca un número en
¿Qué estás haciendo?
el teléjono.)
Verónica (al aparato). —
¿Eres tú, Roberto? Te paso a un tipo
que quiere hablarte. (A Jorge.) Es Duval.
Jorge. —
Puede que su línea esté vigilada.
Verónica. —
No tiene ninguna importancia. (Le pasa el apa-
rato.)
Jorge (al teléjono). —¿Alió, Duval? Escúcheme bien, viejo:
lo van a detener mañana, pasado mañana lo más tarde, y muy
probablemente será condenado. No tiene usted tiempo ni para
hacer la maleta: largúese en cuanto cuelgue. ¿Eh? ¡Oh! ¡Oh!
¡Oh! (Dejando el aparato.) ¡Pero si me está echando la bronca!
Verónica {al teléjono). —
No, Roberto, no: cálmate; no es
un provocador. No, nada de eso. Ya te explicaremos. (Á JOR-
GE.) ¿Quieres que llame a Maistre?
Jorge. —No hagas nada: he comprendido. (Se echa a reír.)
Era la primera vez en mi vida que quería hacer un favor. Y
será seguramente la última. (Pausa.) No tengo más que irme.
¡Buenas noches y perdón por todo!
Verónica. — Buenas noches.
Jorge (estallando bruscamente). —
¡Son unos cretinos, eso es
todo! ¡Unos pobres tipos sin imaginación! ¡Y ni siquiera sa-
ben lo que es la cárcel! ¡Yo sí que lo sé!
Verónica. — Tú no has estado.
Jorge. —No, pero soy poeta. La prisión se pega a mí esta no-
che y la siento en los huesos. ¿Saben que hay dos posibilidades
sobre cinco de salir de allí?
Verónica. — Duval entró el 17 de octubre de 1939. Salió el
30 de agosto de 1944.
Jorge. —Entonces es inexcusable.
Verónica. — No, mi buen Jorge, él hace como tú: sigue su
interés.
Jorge. — ¿Su interés o el vuestro?
Verónica. —
El suyo, el mío, el nuestro: no hay más que uno.
Tú no eres mucho más que tu propio pellejo. Lo quieres librar
y nada más natural. Duval querrá salvar su pellejo, pero no
piensa en eso todos los días. Tiene su Partido, su actividad, sus
lectores:si quiere salvar todo lo que él es, es preciso que se

quede. (Pausa.)
Jorge (con violencia). —
¡Asquerosos egoístas!
Verónica. — ¿Cómo dices?
Jorge. — Todo el mundo estarácontento: él tendrá su corona
de espinas y vosotros vuestras verbenas. Pero yo, banda de gra-
nujas, ¿qué llego a ser en todo esto? Un traidor, un confiden-
te, un entregador. . .

ISH
. .

Verónica. — No tienes más que.



.

Jorge. ¡De ninguna manera! Me amarrarán en un catre de


tijera, y los "polis" me atizarán tres veces por día; de vez en
cuando, para tomar aliento, me preguntarán: "¿testimoniarás.^"
No tendré salida: la cabeza me dará vueltas y estará más gor-
da que una calabaza, pensaré en esos dos mártires, en esos dos
puros que me están haciendo la faena de no huir y me diré:
"si te rajas tienen para cinco años". ¿Y si me rajo? ¡Córcho-
lis! Os pondríais demasiado contentos. No hay Cristo sin Ju-

das, ¿eh.^ Mira, pobre Judas, he aquí uno que debiera tener
de qué quejarse. Yo comprendo a ese hombre. lo estimo. Y
Si no me rajo... ¡Pues bien! También yo soy quien recibe
las caricias. ¿Y cuál será mi recompensa? Unos escupitajos: tu
padre habrá llenado "La Tarde de París" de mis falsas declara-
ciones; vuestros papeles celebrarán al mismo tiempo la abso-
lución de Duval y la derrota ignominiosa del calumniador
Nekrasov. Llevaréis a vuestros amigos en triunfo y, con el mis-
mo paso, vuestras cohortes me pisarán las narices. ¡Manejado
como un juguete! ¡Manejado como un niño! ¡Y por todo el
mundo! Allí, era el instrumento del odio; aquí, ¡soy el ins-
trumento de la historia! (Pausa.) ¡Verónica! ¿Y si les explica-
ses mi caso a tus compañeros? ¿Puede que tuvieran la bondad
de huir?
Verónica. — Temo que no.
Jorge. — ¡Canallas! Debería matarme ante tus ojos y
¡Mira!
manchar de sangre tu Tienes suerte de que no tenga va-
piso.
lor para ello. (Se sienta.) Ya no comprendo nada de naaa. Yo
tenía mi pequeña filosofía, que me ayudaba a vivir: he per-
dido incluso mis principios. ¡Ah! ¡Nunca debí hacer política!
Verónica. — Vete, Jorge, vete. No te pedimos nada, no debes
nada a nadie. Pero vete.
Jorge (en la ventana, entreabriendo las cortinas). La noche. —
Las calles desiertas. Habrá que bordear las paredes hasta la
mañana. Después... (Pausa.) ¿Quieres saber la verdad? He
venido a que me detengan aquí. Cuando se toman los hábitos,
tiene valor la última cara que se ve: se la recuerda mucho tiem-
po. He querido que sea la tuya. (Verónica sonríe.) Deberías
sonreír más a menudo. Eso te embellece.
Verónica. — ¡Sonrío a las gentes que me agradan!
Jorge. — No tengo nada para agradarte y tú no me agradas.
(Pausa.) Si pudiera impedir a esos infelices de ir a chirona,
qué faena os iba a hacer a todos. (Anda,) ¡Ayúdame, genio
mío! ¡Demuéstrame que existes aún!
Verónica. — El genio, sabes.

.

Jorge. ¡Silencio! (Da la espalda a Verónica y se inclina.)

189
¡Gracias: '
Snnrc Vironicaj Lamento decirte que tus amigui-
tos no serán detenidos. Adiós a las verbenas y a la palma del
nunirio. La señora Castagnie volverá a su puesto y jquién sa-
be si ios cien mil votosde Perdriere no irán a parar el domin-
go al candidato comunista! Ya os enseñaré que no se puede
manejarme impunemente. .


.

Verónica (encogwnJose de hombros). No puedes hacer nada.


Jorge. —
Encuentra a alguien que me esconda. Mañana vienes
a verme y te concedo una interviú en exclusiva mundial.
Verónica. —
¡Todavía con ésas!
Jorge. — ^No la quieres.^
Verónica. — No.
Jorge. — Sin embargo,
.

un buen tenía título: "Como me hice


pasarpor Nekrasov, por Jorge de Valera ".

Verónica. — iJorge!
Jorge. — Puedo quedarme quince en días casa de tu camarada:
me fotografiáis por los cuatro costados, con venda y sin venda.
Conozco a todos los Palotin, Nerciat, Mouton y compañía. Ha-
ré revelaciones irrefutables.
Verónica. —
Después del primer artículo nos enviarán la poli-
cía. Si nos negamos a entregarte escribirán en todas panes que
tu testimonio es una invención.
Jorge. —
^Crees que se atreverán a detenerme después del pri-
mer artículo.^ Sé demasiado. ^Y luego, qué.^ Si insisten, les dais
mi dirección. Me estáis cargando con vuestros mártires: si ha-
ce falta uno, ^por qué no seré yo.^
Verónica. —
E)e acuerdo. (Le da un beso.)
Jorge. —
Guarda tus distancias. (Rie.) He acabado por ganar:
tu diario progresista publicará la prosa de un estafador. Para
mí apenas significa un cambio: antes dictaba al papá, ahora
dictaré a su hija. ^Baudouin y ChAPUIS entran por la ven-
tana.)

ESCENA II

Jorge, Verónica. Baudouin, Chapuis

Chapuis. — ¡Buenas noches, Nikita!


Baudouin. — inspector Goblet
El te busca.
Chapuis. — Pero no temas nada, vamos a protegerte.
Verónica. — ¡Todo perdido! está
Jorge. — ;Quién He vuelto encontrar mi genio;
sabe.^ a pue-
de que mi no haya apagado.
estrella se
Baudouin. — Ven con Nikita. Estás en
nosotros, peligro.
Chapuis — chica relaciona con
Esta comunistai.
se los

IVÜ
BAUDOUIN. — Quizás la han encargado de asesinarte.

Jorge. — soy Jorge de Valera y pido que me entreguen al


Yo
inspector Goblet.
Chapuis (a Verónica^. ¡Pobre Nikita! —
Baudouin (a Verónica;. —
Tus amigos rusos acaban de en-
carcelar a su y a sus hijos mayores.
mujer
Chapuis (a Verónicas —
El dolor lo perturba y le hace decir
disparates,
Baudouin va a la puerta de entrada y la abre. Entran dos
f

enfermeros.)

ESCENA III

Los mismos. Dos enfermeros

Baudouin (a los enfermeros). — Aquí está. Trátenlo suave-


mente.
Chapuis. — Nikita, necesitas reposo.
Baudouin. — Estos señores van a conducirte a una linda clínica.

Chapuis. — Con un hermoso jardín lleno de sol.

Jorge Verónica). — Mira


(a lo que han encontrado; es aún
más que
hábil en
el hotelito los alrededores.
Baudouin enfermeros). —
(a los ¡Llévense el bulto!
(Los enfermeros se acercan dejando la puerta abierta. Agarran
a Jorge. Entra Goblet.J

ESCENA IV
Los mismos. Goblet

Goblet. — Señoras y señores: naturalmente, ustedes no han


visto a un hombre de un metro setenta y ocho . .


.

Jorge (con voz fuerte). ¡Aquí, Goblet! Yo soy Jorge de Va-


lera.
Goblet. — ¡Valera!
Jorge. — ¡Confieso
doscientas estafas! Serás inspector princi-
. .

pal antes de fin de año.


Goblet (avanzando fascinado). ¿Valera? —
Baudouin (cerrándole el paso). —
Error, colega: es Nekrasov.
Goblet (lo esquiva y se lanza sobre Jorge, a quien tira de un
brazo.) —
¡Hace años que lo busco!
Chapuis (tirando de Jorge por el otro brazo.) ¡Te están —
diciendo que es un loco que se cree Valera!
Goblet (tirando del brazo de JORGEJ. —
¡Soltadle! ¡Es mi bien,
mi vida, mi hombre, mi presa!

191
Chapuis (tkando). — ¡Suéltalo tú!
GOBLET. — ¡Jamás!
Baudouin. — ¡Haremos que te suspendan de empleo!
GOBLET. — armará un buen
¡Intentadlo; se lío!

Jorge, — ¡AninK), Goblet! contigo!


¡Estoy
Baudouin enfermeros). —
{a los ¡Llévenselos a los dos!
Verónica. — ¡Socorro!
f Chapuis U amoríLza con la mano y ella se debate fmiosé-
mente. En ese momento aparece Demidov, loco furioso.)

ESCENA V
Los mismos, Dbmidov

Demidov. — ¿Dónde mi está militante?


Jorge. —
¡A mí, Demidov!
Demidov. — mi
¡Diablos, ¡Devuélvanme mi
militante! mili-
tante!¡Quiero mi militante!
Baudouin Demidov). — ¿Por qué
(a mezcla en se esto?
Demidov. — ¿Por qué me mezclo? ¡Toma! (Lo hace rodar por
sierra de un golpe. Los demás se lanzan sobre él.) ¡Viva el
partido bolchevique-bolchevique! ¡Mantente firme, militante!
¡Abajo los polizontes! (Echa por tierra a un enfermero.) ¡Ah!
¡Queríais fraccionar el partido bolchevique-bolchevique! (De-
rriba a Chapuis.) ¡Ah! ¡Intentabais detener la revolución en
marcha! (Derriba a GoBLET. JORGE y VERÓNICA se consultan
con la mirada y huyen por la ventana. Demidov derriba al
otro enfermero, mira en torno suyo y sale por la puerta gri-
tando.) ¡Mantente firme, militante! ¡Ya voy!
Goblet (se incorpora melancólicamente). —
Ya sabía yo que
íK) lo detendría. (Vuelve a caer desvanecido.)

TELÓN

OCTAVO CUADRO

El despacho de Palotin. Amanece. Luz gris, las lámptns es-


tán encendidas.

192
ESCENA I

Nerciat, Charivet, Bergerat, Lerminier, Julio

íNerciat llera un gorriío de papel. BergERAT sopla en un pito


de caña. Charivet y Lerminier están sentados, abrumados, mien-
tras las serpentinas se enredan en sus smokings. Julio se pasea un
Íoco al margen. Todos tienen aspecto siniestro y de fatiga. Llevan
í insignia de los Futuros Fusilados, grandes escarapelas sobre
las que el espectador puede leer las letras doradas F. F. En el
transcurso de este cuadro la escena se irá iluminando poco a poco,
el sol alumbrará francamente después de marcharse JULiO.j

Charivet. — ¡Me duele la cabeza!


Lerminier. — ;A mí también!
Bergerat. — ¡A mí también!
Nerciat — A mí también, queridos amigos. ¿Y qué?
(seco).
Charivet. — Me voy a acostar.
Nerciat. — ¡No, ¡Esperamos Nekrasov
Charivet, no! usted a y
esperará con
lo nosotros!
Charivet. — ¡Nekrasov! ¡Vaya usted dónde a saber está!
Nerciat. — Nos han prometido antes de que ama- traérnoslo
nezca.
Charivet {señalando hacia ventana). — ¿Antes amane-
la del
Está amaneciendo.
cer?
Nerciat. — Precisamente, dentro de un todo habrá rato aca-
bado bien.
Charivet {seha acercado a la ventana. Retrocede con repugnan-
cia.) — ¡Qué horror!
Nerciat. — ¿El qué?
Charivet. — ¡El alba! No la había vuelto a ver desde hace
veinticinco años; ¡lo que ha envejecido!
{Pausa.)
Nerciat. —
Queridos amigos (Bergerat sopla en su pito
. . .

de caña.) ¡Por el amor de Dios, Bergerat, no sople usted en


esa flauta!
Charivet. — Es una trompeta.
Nerciat —
Lo admito, querido amigo. ¿Por qué no
{paciente}.
me da
gusto de tirarla?
el
Bergerat {indignado). —
¡Tirar mi trompeta! {Después de re-
flexionar.) ¡La tiraré si usted se quita su gorro de papel!
Nerciat {estupefacto). - ¿Mi...? Está usted ebrio, querido
amigo. {Se lleva la mano a la cabeza y toca el gorro.) ¡Ah! . . .

193
(Tira el gorro con rabia y se yergue.) ¡Un poco de compostura,
señores! ¡Estamos en sesión! ¡Quítense esas serpentinas! (Ber-
GERAT deja su fUíáta d€ caña m
la mesa. Los otros se cepillan.)
¡Bien! (Julio, que no ha cesado de dar paseos, sumido en sus
preocupaciones, va al escritorio^ lo abre y toma una botella de
licor y un taso. Va a llenar el vaso para heber.) ¡Ah, no! ¡Que-
rido amigo, usted no! Yo creía que usted no bebía nunca.
Julio. — Bebo para olvidar.
NERCIAT. — olvidar qué?
<fPara
Jl^LIO. — Para olvidar que tengo la más estupenda información
de mi carrera y que se me prohibe publicarla: 'Nekrasov era
de Valera ¿Eh? ¡Y que eso no tiene categoría! Dos hombres
'.

célebres en una misma p>ersona, un gran titular que vale fx)r dos.
Las Filipinas del p>eriodismo.
Nerciat. —
Querido amigo, es usted un inconsciente.
JlTlO. — Se pasea.) ¡Ser un diario de izquier-
¡Estaba soñando! i

da, por un día! ¡Por un solo día! ¡Qué inmenso titular! fSe
para estático.) Lo estoy viendo: llena toda la primera plana
y se extiende a la segunda, invade la tercera . . .

Nerciat. —¡Bueno, basta!


Julio. — ¡Bueno, bueno! i Doloro sámente.) Después de la ba-
talla de Tsoushina se planteó un caso de conciencia análogo
al director de un gran diario japonés: se hizo el hara-lciri.

Nerciat. —
No se lamente, amigo mío. Nekrasov es Nekrasov.
¡Se ha fugado hace un rato porque creyó ser víctima de un
atentado comunista! Mirando fijamente a los pies de JULlOJ
i

Esa es la verdad.
Palotin {suspirando). —
Es menos hermosa qMe en sueños.
i LLman a la puerta.) ¡Adelante!

ESCIENA II

Los mismos. Baudouin y ChAPUIS

(Los dos inspectores tienen la cabeza rodeada de vendajes.


CHAPUIS lleva el brazo en cabestrillo. hAVUOVlN se apoya en
unas muletas.)

Todos. — ¡Al fin!


Nerciat. — ¿Dónde está?
Baudouin. — Lo hemos sorprendido en
.
de casa Sibilot...
Chapuis. — En conversación galante con -una comunista...
Julio. — Con una. (Va
. .descolgar
¡Sensacional! a el telé-
joño pero NerciAT le detiene.)
Nerciat inspectores^ — ¡Continúen!
(a los
. .

Baudouin. — Se disponía vender informaciones "Liber- a al


tador".
ChaPUIS. — "Cómo me hice pasar por Nekrasov, por Jorge de
Valera".
Lerminier. — ¿Al "Libertador"?
BergerAT. — ^Por Jorge de Valera?
ChArivet. — ¡De buena nos hemos librado!
Nerciat. — ¿Naturalmente, han apresado ustedes? lo
ChAPUIS. — Naturalmente. .

Todos (menos Julio, que sigue sonador). — ¡Bravo, señores,


bravo!
Charivet. — en una ¡Enciérrenlo fortaleza!
Lerminier. — ¡Depórtenlo Diablo! a la Isla del
Bergerat. — ¡Pónganle una máscara de hierro!
Baudouin. — Es que. . . (Vacila.)
Nerciat. — ¡Vamos, ¡Hable! hable!
Chapuis. — Ya habíamos dominado cuando unos
lo veinte co-
munistas . .

Bergerat. — han lanzado sobre nosotros


... se nos han mo- y
lido a garrotazos.
Chapuis (mostrando — Vean sus vendajes). nuestras heridas.
Nerciat. — Sí... ¿Y Nekrasov? sí...
Chapuis. — Nekrasov ha huido con ellos.
Lerminier. —
.

¡Imbéciles!
Charivet. — ¡Cretinos!
Bergerat. — ¡Idiotas!
Baudouin (mostrando — somos víctimas
sus muletas). Señores,
del deber.
Nerciat. — Aún no han bastante y lamento que no
lo sido les
hayan roto el espinazo. ¡Nos quejaremos . al presidente del
Consejo!
Bergerat. — Ya Jean Paul David.
Nerciat. — ¡Márchense!
(Salen.)

ESCENA III

Los mismos menos Baudouin y Chapuis

Bergerat (se quita con tristeza su escarapela y la mira). — ¡Se


acabó! (La tira.)
Lerminier [la misma acción). — acabó!
¡Se
Charivet (la ?nis??ia acción). — ¡Moriremos en nuestra cama!
(Silencio, i

195
Julio [a si mismo, con melancolía). — ¡Ése tiene suene!
Nerciat. —<;Qu¡én?
JtLio. — Mi colega del "Libertador".
Nerciat {violentamente). —
¡Basta! {Torna la botella y el va-
so de Julio y los tira al suelo. A los otros tres.) ¡Animt),
amigos! Hagamos frente al porvenir con lucidez,
Bergerat. —
Ya DO hay porvenir. Mañana es la ejecución ca-
pital: "El Libertadoi" publicará confesión de De Valera y
la
nuestros competidores de la tarde se darán el gustazo de re-
producirla "in extenso". Nos hundiremos en el ridículo.
Charivet. —
¡En lo odioso, querido amigo! ¡En lo odioso!
Lerminier. —
Se nos acusará de haber hecho el juego a los
comunistas.
Bergerat. —
Estamos arruinados y deshonrados.
Charivet. — ¡Me voy a acostar! ¡Me voy a acostar! (Va a saltr
y Nerclat lo retiene.)
Nerciat. — Qué manía de irse a la cama. No corre prisa, ya
aue está seguro de morir en ella. (Bergerat sopla en su pito
ae caña.) ¡Y usted, querido amigo, por última vez, deje esa
flauta ... esa trompeta

. . .

Bergerat. ¡A pesar de todo tengo derecho a buscar con-


suelo en la música! (Á una mirada de NERCIAT.^ ¡Bueno,
bueno! (Tira el pito.)
Nerclat (a todos). — Nada se ha perdido, pero hay que re-
flexionar. ¿GSmo salvar el diario?
(Largo silencio.)
Julio. — Si yo pudiera permitirme.

. .

Nerciat. ¡Hable!
Julio.— Ganemos de mano al "Libertador" y publiquemos la

noticia en nuestro número de esta tarde.


Nerciat. — ;Eh.^
Julio (recitando su gran titular). — "Más fuerte que Arsenio
Lupin, de Valera ha engafíado a toda Francia".
Nerciat. — Le ruego que se calle.
Julio. — Venderíamos tres millones de ejemplares.
Todos. — ¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!
Julio. — ¡Bueno! ¡Bueno! (Suspira,) ;Hc aquí el suplicio de
Tántalo!
(Pausa.)
Nerciat. — Después de reflexionar retengo la proposición de
Palotin. Pero completándola: nuestras revelaciones desatarán
la cólera del público ...
Bergerat. —¡Ah!
Nerciat. —
Calmémosle con un sacrificio humano. Diremos
que nuestra buena fe ha sido sorprendida, uno de nosotros

196
. .

se echará todas las culpas. Denunciaremos en el periódico su


criminal ligereza y lo expulsaremos ignominiosamente.
(Silencio.)
Charivet. —
¿En quién piensa usted?
Nerciat. — Consejo de Administración no se ocupa de la
El
información propiamente dicha. Ninguno de sus miembros se-
ría culpable.
Todos. — ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo! (Aplauden.)
Julio (cesando de aplaudir). —
En ese caso, no veo. (Se . . in-
terrumpe. Todos lo miran. Da un paso. Las miradas lo si-

guen.) ¿Por qué me miran ustedes. '^

Nerciat (acercándose a él). — ¡Valor, mi querido Palotin!


Bergerat. — Consideramos al diario un poco como si fuera
nuestro hijo.
Charivet. —
No es la primera vez que un padre ha dado su
vida por salvar la de su hijo.
Julio. — ¡Ah! ¡Ah! Ustedes quieren que... (Pausa.) Acepto.
Todos. — ¡Bravo!
Julio. — Acepto, pero apenas servirá para nada. ¿Quién soy yo.^
Un modesto empleado; el público ignora hasta mi nombre.
Si quieren un modesto consejo, para impresionar a la gente
sacrifiquen más bien a su presidente.
Bergerat (impresionado). — ¿Cómo?
Lerminier. — ¡Cómo! ¡Cómo!
Charivet. — no
Palotin completamente equivocado
está . .

Nerciat. — Querido amigo . .

Charivet. — ¡Ah! ¡Haría usted un hermoso! gesto


Nerciat. — ¿Y usted me reemplazaría en Presidencia? Lo la
lamento, pero Palotin quien nos ha presentado a de
es Valera.
Charivet. — pero usted ha aceptado
Sí, afirmaciones sus sin
controlarlas.
Nerciat. — Usted también.
Charivet. — Yo no Consejo.
presidía el
Nerciat. — Yo tampoco. presidente ElMouton. era
Charivet (avanzando Nerciatj. — ¡Nuestro pobre Mou-
hacia
ton no se fiaba!
Lerminier. — No culpa dees hemos caído en él si esta treta.
Bergerat. — quien
¡Es usted, Nerciat, ha impulsado con lo sus
intrigas!
(Nerciat, retrocediendo, tropieza con la maleta.)
Charivet (gritando). — ¡Cuidado!
Todos. —¡La valija!
(De pronto la consideran con terror. Luego se encolerizan brus-
camente.)

197
Nerciat (a la valija). — ¡Que porquería! {Da un puntapié a
la valija,)
Bergerat {a la valija). — ¡Ya te daré yo pólvora radioactiva!
(Le da un puntapié.)
Charivet {mostrando la valija). —
¡Ésta tiene la culpa de todo!
Lerminier. — ¡A muerte, de Valera! (Da un puntapié a la va-
lija. }

Todos. —
¡A muerte! ¡A muerte! . . .

(Siguen dando puntapiés a la valija. Entran MOUTON y Si-


BILOTJ

ESCENA IV

Los mismos, MouTON, SiBlLOT

MouTON. — ¡Bravo, Aprendan, señores! es cosa de su edad.


— ¡Mouton!
Bergerat.
Todos.— ¡Mouton! ¡Mouton!
Mouton. — queridos amigos, Mouton,
Sí, su antiguo presiden-
te, a quien el honrado Sibilot acaba de confesar todo. Entre,
Sibilot, no tenga miedo.
Sibilot (entrando). —
Pido perdón a todo el mundo.
Julio. —
¡Estúpido!
Mouton. —
¡Silencio! Mi buen Sibilot, no pida excusas. Usted
nos ha hecho un gran favor, si salvamos el diario será gra-
cias a usted.
Charivet. — ^Podemos salvarlo?
Mouton. — ^Estaría yo entre ustedes si no estuviera seguro de
ello?
Bergerat. — ^Y tiene usted el medio?
Mouton. — ¡Sí!
Charivet (agarrándole la vuino). — Hemos sido unos crimi-
nales .

— ^Cómo
. .

Bergerat. podrá usted perdonarnos?


Mouton. — Yo no
perdono nunca; olvido cuando se sabe
hacerme olvidar. "La Tarde de París" es un bien cultural; si
desapareciera, Francia se empobrecería; por eso he acallado mis
rencores.
Charivet. — <Qué propone usted?
Mouton. — No propongo nada. ¡Exijo!
Bergerat. — ¡Exija usted!
Mouton (primera — Desde que
exigencia). luego, sigo siendo
presidente.
Nerciat. — Permítame, querido amigo, ha tenido lugar una vo-
tación regular. . .
.

MOUTON (a los oíros). —


Piensen sólo en el diario. Si Nerciat
puede salvarlo, yo me retiro.
Charivet. —
¿Nerciat.^ Es un incapaz.
Nerciat. —
Tengo que decir.

. .

Todos (menos Julio y Moutonj. ¡Dimisión! ¡Dimisión!


(Nerciat se encoge de hombros y se retira del grupo.)
MouTON (segunda exigencia). —
Ustedes han despedido a siete
colaboradores inocentes. Quiero que se les reintegre y que se
les indemnice.
Lerminier. — ¡No faltaba más!
MouTON. —Y llego a lo esencial. Señores, desde hace un año
el diario se deslizaba por una pendiente peligrosa, sólo pensá-
bamos en aumentar la venta, el personal se lanzaba a la bús-
queda frenética de informaciones sensacionales. Habíamos ol-
vidado nuestra hermosa y severa divisa: "La verdad desnuda".
(Señala el cartel en la pared.)
Lerminier. —
¡Ay!
MouTON. —
¿De dónde viene el mal.^ ¡Ah, señores! Sucede que
habíamos confiado la dirección de nuestro diario a un aven-
turero, a un hombre sin principios y sin moralidad: hablo de
Palotin.
Palotin. — ¡Ya está! ¡Caramba! ¡Usted siempre ha querido
hundirme!
MouTON. — ¡Hay que elegir, señores, o él o yo!
Todos. — ¡Usted! ¡Usted!
Julio. — Yo era el corazón del diario. Se me sentía latir en
todas sus líneas. ¿Qué harán ustedes, desgraciados, sin el Na-
poleón de la prensa objetiva?
MouTON. — ¿Qué ha hecho Francia después de Waterloo? Vi-
vir, señor mío. Nosotros viviremos.
Julio. —¡Vivirán mal! ¡No se fíen! (Señalando a MoUTON.j
He aquí a Luis XVIIL He aquí la Restauración. Yo me voy
para Santa Elena. ¡Pero acuérdense de las Revoluciones de
Julio!
MouTON. — ¡Márchese!
Julio. —¡Con mucho gusto! ¡Púdranse, caballeros! ¡Púdranse!
A partir de esta mañana la actualidad está a la izquierda. ¡La
sensación diaria está a la izquierda! ¡La vibración nueva está
a la izquierda! Y como están a la izquierda yo me voy a reu-
nirme con ellas. ¡Fundaré un diario progresista que les arrui-
nará!
SiBlLOT.— ¡Patrón! ¡Patrón! Le pido perdón, la mentira me
ahogaba . .

Julio. — ¡Atrás, Judas! ¡Vete a ahorcarte! (Sale.)

199
ESCENA V

MOLnnON, Sihmot Tmarimt Ni-RriAr

MOUTON. —
>s() se lamenten pir nada, es una operación de sa-
nidad pública. {Señalando a la ventana.) Miren, Palotin nos
abtndona y el sol aparece. Diremos la verdad, señores, la vo
cetremos sobre todos los techos. ¡Qué hermoso oficio el núes
tro! Nuestro diario y cl sol tienen el mismo oficio, la misma
misión: alumbrar a los hombres, Se acerca a ellos.) Juren de-
i

cir la verdad. Toda la verdad. Nada más que la verdad.


Todos. — Juramos.
MOLTON. — Acerqúese, Sibilot. I>es pido que se confíe la di-
rección del peritxiico a este hombre honradísimo, a nuestro
salvador.
SiBlLOT. — ;A mí? (Se desvanece.)
MouTON. — He aquí mi He telefoneado hace un
plan. momen-
to al ministro; naturalmente que abandona el proceso contra
Duval y Maistre; el terreno no es seguro.
Charivet. — Debe estar furioso.
MoUTON. — I-o estaba, pero lo he calmado; hemos convenido
las medidas a adoptar. Mañana al amanecer se reunirán tres
mil p>ers<^)nas delante de la embajada sí)viética. A las diez,
habrá treinta mil. El servicio de orden será desbordado tres
veces y se romperán diecisiete cristales de las ventanas. A las
tres de la tarde un diputado de la mayoría hará una petición
de interpelación en la Asamblea, pidiendo que se haga un
registro en la embajada.
Charfvet. — ;No teme usted un incidente diplomático?...
MouTON. — Lo deseo.
Charivet. — ¡Corremos riesgo de unel conflicto!
MoUTON. — /Que cree usted? La U.R.S.S. y FrarKÍa no
se tie-

nen frontera común.


Nerciat. — ;A que viene armar todo eso y part qué armar
todo ese barullo?
MouTON. — Para ahogar por adelantada barullo que hará
el
"El Libertador". Porque, queridos amigos, somos nosotros quie
nes comenzaremos el baile. El furor p)opular y las maniíesta
dones antisoviéticas serán provocados por nuestro número de
hoy. (Zarandea a SiBlLOT.^ ¡Sibilot!
SiBlLOT (volviendo en si). ^^Eh? —
MouTON. —
Al trabajo, amigo mío. Hay que rehacer la primera
plana. Ante todo póngame como subtítulo: "Jorge de Valera
se vende a los comunistas". Y que el gran titular ocupe la
mitad de la página; Nckrasov raptado por los Soviets durante
"

una reunión en casa de la señora Bounoumi Y termine con


".

este subtítulo: "Después de haber pasado doce horas en los


sótanos de la embajada parece ser que el desgraciado ha sido
expedido a Moscú en un baúl". ¿Ha comprendido?
SiBiLOT.— señor Sí, presidente.
MOUTON. — Tome columnas
seis y trabaje según su fantasía.
Charivet. — ¿Pero van a creernos.'*
MouTON. — No, pero tampoco creerán al "Libertador"; esto
(A SiBiLOTj A propósito, amigo mío, la policía
es lo esencial.
ha encontrado una lista suplementaria en los papeles de Ne-
krasov.
Charivet. —
De futuros fusilados, naturalmente. (A SibilotJ
Publique los primeros nombres en primera plana: Gilbert,
Béceaux, Georges Duhamel y Mouton, su presidente. (Se aga-
cha para recoger una escarapela del Futuro Fusilado y se la
pone en el ojal.) ¿Puedo ir a acostarme?
Mouton. —Claro, querido amigo, yo vigilo. (Empuja a sus
colegas hacía la puerta. Nerciat hace el gesto de resistir.) Us-
ted también, Nerciat, usted también, cuando tenga la cabeza
en la almohada estoy seguro de que no hará tonterías. (Desde
la puerta se vuelve hacia SiBiLOT.j Sibilot, si necesita algo
de mí estoy en mi despacho.
(Salen.)

ESCENA ÚLTIMA
Sibilot, solo, luego Tavernier y Perigord

f Sibilot se levanta y pasea: primero lentamente, luego fitas


de prisa. Al final, se quita la chaqueta y la tira al boleo sobre
una butaca, abre la puerta y llama.)

SiBiLOT. —
Tavernier, Perigord, ¡conferencia de primera pla-
na! (Entran corriendo Tavernier y Perigord, ven a Sibilot
y se detienen estupefactos. Sibilot les mira a los ojos.) Va-
mos, muchachos. ¿Me queréis mucho?

TELÓN

Fin de la obra

201
ÍNDICE

LAS MOSCAS 7

NEKRASOV 71
Jean-Paul Sartre nació en París el 21 de junio de 1905;
se graduó en la Escuela Normal Superior y obtuvo
después la licenciatura en filosofía Profesor en
El Havre de 1931 a 1933. fue becado en el
Instituto Francés de Berlín y. a su regreso, continuo
la docencia hasta que lo movilizaron en 1939

Participo luego activamente en la Resistencia y. en


el año 1945. dejo la enseñanza en el Liceo Condorcet.

fundo Les Temps Modernas —que be convertiría


en una de las revistas mas influyentes de la cultura

contempQranea 'y se consagró en forma definitiva a
sus tareas de agitación política y a su obra filosófica
(El ser y la nada, Crítica deja razón dialéctica, etc ).
ensayistica (en particular los volúmenes de
Sítuatíons), literaria (La náusea, Los caminos de
la libertad, Las palabras, eic.) y teatral. En 1964.
laAcademia Sueca le concede el Premio Nobel
de Literatura, que Sartre rechaza.
La Editorial Losada, que en sus diversas colecciones
ha publicado la mayoría de los trabajos sartreanos,
incorporo a su Biblioteca Clasica y Contemporánea
dos de sus obras teatrales: Las moscas, pnmera
pieza de Sartre que subió a escena (el 3 de junio
de 1943) y que constituye una muy singular
recreación de Orestíada de Esquilo, cor^ alusiones
la

un tanto de la fecha de su
sibilinas a !a actualidad
estreno; y Nekrasov, una suerte de bufonada
sainetesca que tiende a ndiculizar la obsesión
anticomunista de ciertos medios representada
.

pe primera vez el 8 de jumo de 1955 en el teatro


Antoine y publicada ese mismo ano en vanos
. números de Les Temps Modernes

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