Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
l^
l-%
^^
MOSCAS
NEKRASOV
Losadd
JEANPAUL SARTRE
LAS MOSCAS
NEKRASOV
QUINTA EDICIÓN
EDITORIAL LOSADA, S. A.
BUENOS AIRES
Edición expresamente autorizada para la
BIBLIOTECA CLÁSICA Y CONTEMPORÁNEA
ISBN 950-03-0284-5.
Quinta Edición
Tapa:
Baldessari
Foto:
Alcides Duartf
IMPRESO EN LA ARGENTINA
PRINTED IN ARGENTINA
Este libro se tenninó de imprimir
el día 17 de junio de 1983
en los talleres Color Efe,
Belgrano 4569, Villa Dominico,
Provincia de Buenos Aires.
Traducción de
AURORA BERNÁRDEZ
A Charles Dullin !
Título original
Les mouches
(c^ Librairie Gallimard, Paris, 1947
© Editorial Losada, S. A., Buenos Aires, 1948
.
PERSONAJES
JÚPITER
ÜRESTES
Egisto
El pedagogo
Primer guardia
Segundo guardia
El Gran Sacerdote
Electra
Clitemnestra
Una Erinia
Una joven
Una vieja
Hombres y mujeres del pueblo
Erinias. Servidores
ACTO PRIMERO
ESCENA I
JÚPITER. es
Orestes. — Creo haberos en barco
visto última quincena.
el la
JÚPITER. — También yo os he visto.
en
(Gritos horribles el palacio.)
El pedagogo. — ¡Vaya! Todo
jVaya! no me huele nada
esto
y en mi opinión, mi amo, haríamos mejor en
bien, irnos.
Orestes. — Cállate.
JÚPITER. — No nada que temer. Hoy
tenéis de es la fiesta los
'
muertos. Esos señalan
gritos comienzo deel ceremonia. la
Orestes. — Parece que conocéis muy bien Argos. a
JÚPITER. — Vengo con Estaba aquí
frecuencia. a la vuelta 4^1
rey Agamenón, cuando la flota victoriosa de los griegos ancló
en larada de Nauplia. Podían verse las velas blancas desde
lo alto de las murallas. (Espanta las moscas.) Aún no había
moscas, entonces. Argos sólo era una pequeña ciudad de pro-
vincia que se aburría indolentemente al sol. Subí al camino
de ronda con los demás, los días siguientes, y miramos lar-
gamente el cortejo real que marchaba por la llanura. La tarde
del segundo día la reina Clitemnestra apareció en las mura-
llas, acompañada de Egisto, el rey actual. Las gentes de Argos
11
poco harta de la muerte. Las gentes de aquí no dijeron nada
porque se aburrían y querían ver una muerte violenta. No
dijeron nada cuando vieron aparecer a su rey en las puertas
de la ciudad. Y cuando vieron que Clitemnestra le tendía sus
hermosos brazos perfumados, no dijeron nada. En aquel mo-
mento hubiera bastado una palabra, una sola palabra, pero
callaron, y cada uno tenía, en la cabeza, la imagen de un gran
cadáver con la cara destrozada.
Orestes. —
Y vos, ¿no dijisteis nada?
JÚPITER. —
¿Os molesta, joven? Yo estoy muy cómodo, lo cual
prueba vuestros buenos sentimientos. Pues bien, no, no ha-
blé; no soy de aquí, y no eran asuntos míos. £n cuanto a las
gentes de Argos, al día siguiente, cuando oyeron aullar de
dolor al rey en el palacio, siguieron sin decir nada, bajaron
los párpados sobre los ojos en blanco de voluptuosidad, y
la ciudad entera estaba como una mujer en celo.
Orestes. —
Y el asesino reina. Ha conocido quince años de
felicidad. Yo creía justos a los dioses.
JÚPITER. — ¡Eh! No
incriminéis tan pronto a los dioses. ¿Hay
3ue castigar ¿No era preferible que este tumulto
siempre?
erivara en beneficio del orden moral?
Orestes. — ¿Qué hicieron?
JÚPITER. — Enviaron moscas. las
El pedagogo. — ¿Qué tienen que ver las moscas?
JÚPITER. — Oh, son un símbolo. Pero juzgad por esto lo que
han hecho: aquella vieja cochinilla que allá veis, corretean-
do sobre sus patitas negras, rozando las paredes, es un
hermoso espécimen de una fauna negra y chata que hor-
miguea en las grietas. Salto sobre el inseao, lo cazo y os
lo traigo. (Salta sobre la ViEjA y la trae al proscenio.) Aquí
está mi presa. ¡Mirad qué horror! ¡Oh! Guiñáis los ojos,
y sin emoargo estáis habituados a las espadas del sol al
rojo blanco. Mirad qué sobresaltos de pez en la punta de
la línea. Dime, vieja, habrás perdido docenas de hijos, pues
andas de negro de la cabeza a los pies. Vamos, habla y
quizá te suelte. ¿Por quién llevas luto?
La vieja. —
Es el vestido de Argos.
JÚPITER. —
¿El vestido de Argos? Ah, comprendo. Llevas luto
por tu rey, por tu rey asesinado.
La vieja. —¡Calla! ¡Por el amor de Dios, calla!
Júpiter. —
Pues eres bastante vieja para haber oído aquellos
gritos que recorrieron toda una mañana las calles de la ciu-
dad. ¿Qué hiciste?
La vieja. —
Mi marido estaba en los campos, ¿qué podía ha-
cer yo? Corrí el cerrojo de la puerta.
12
.
13
. .
desiertas,
se golpean
un dios con cara de asesinado,
el pecho en el fondo de las
larvas aterradas
casas, y esos gritos,
^
que
mada Electra.
JÚPITER. — Vive Sí. En de
aquí. en el palacio Egisto, aquél.
Orestes. — ¡Ah! ¿Es de Egisto? ¿Y que piensa
ése el palacio
Eleara de todo esto?
JÚPITER. — Es una
¡Bah! Había también un niña. un hijo, tal
Dicen que murió.
Orestes.
Orestes. — ¡Que murió! Diablos. .
qué?
JÚPITER. — ¡Bah! Mirad, si lo encontrara en ese momento, le
diría..., le diría: "J^^^^ • • ^
llamaría joven, pues tiene
más o menos vuestra edad, si vive. A propósito, señor, ¿me
diréis vuestro nombre?
Orestes. —
Me llamo Filebo y soy de Corinto. Viajo para ins-
truirme con un esclavo que fue mi preceptor.
JÚPITER, —Perfecto. Entonces diría: "¡Joven, marchaos! ¿Qué
buscáis aquí? ¿Queréis hacer valer vuestros derechos? ¡Ah!
Sois ardiente y fuerte, seríais valiente capitán de un ejército
batallador, podéis hacer algo mejor que reinar sobre una
ciudad medio muerta, una carroña de ciudad atormentada
por las moscas. Los hombres de aquí son grandes pecadores,
pero están empeñados ya en el camino de la redención. De-
jadlos, joven, dejadlos, respetad su dolorosa empresa, alejaos
de puntillas. No podríais compartir su arrepentimiento, pues
no habéis tenido parte en su crimen, y vuestra inocencia im-
pertinente os separa de ellos como un foso profundo. Mar-
chaos, si los amáis un poco. Marchaos, porque vais a per-
derlos: por poco que los detengáis en el camino, que los
apartéis, aunque sea un instante, de sus remordimientos, todas
14
sus faltas se cuajarán en ellos como grasa fría. Tienen la
conciencia intranquila, tienen miedo, y del miedo y la con-
ciencia intranquila emana una fragancia deliciosa para las na-
rices de los dioses. Sí, esas almas lastimosas agradan a los
dioses. ¿Quisierais despojarlos del favor divino? ¿Y qué les
daríais en cambio? Digestiones tranquilas, la taciturna paz
provinciana y el hastío, ;ah! el hastío tan cotidiano de la
felicidad. Buen viaje, joven, buen viaje; el orden de una ciu-
dad y el orden de las almas son inestables; si los tocáis, pro-
vocaréis una catástrofe. (Mirándolo a los ojos.) Una terrible
catástrofe que recaerá sobre vos."
Orestes. —
¿De veras? ¿Eso es lo que le diríais? Pues bien, si
yo fuera ese joven, os respondería ... (Se miden con la mi-
rada; El pedagogo tose.) ¡Bah! No sé qué os respondería.
Quizás tengáis razón, y por lo demás, esto no me incumbe.
JÚPITER. — Enhorabuena. Desearía que Orestes fuera igual-
mente razonable. Entonces, la paz sea con vos; tengo que
atender mis asuntos.
Orestes. —
La paz sea con vos.
JÚPITER. —A propósito, moscas os molestan, éste es el
si las
medio de de ellas: mirad el enjambre que zumba
libraros
a vuestro alrededor, hago un movimiento con la muñeca, un
ademán con el brazo y digo: "Abraxas, galla, galla, tse,
tse". Y
ya veis: ruedan y se arrastran por el suelo como
orugas.
Orestes. —
¡Por Júpiter!
JÚPITER. —
No es nada. Un jueguito de sociedad. Soy encanta-
dor de moscas en mis horas libres. Buenos días. Volveré
a veros.
(Sale.)
escena ii
Orestes - El pedagogo
15
leía en vos ¿Me diréis por fin qué meditáis? ¿Por qué me
. . .
16
aprecio como conviene. (Pausa,) Hay hombres que nacen com-
prometidos: no tienen la facultad de elegir; han sido arro-
jados a un camino; al final del camino los espera un acto, su
acto; van, y sus pies desnudos oprimen fuertemente la tierra
y se desuellan en los guijarros. ¿Te parece vulgar la alegría
de ir a alguna parte? Hay otros, silenciosos, que sienten en
el fondo del corazón el peso de imágenes confusas y terre-
nas; su vida ha cambiado porque un día de su infancia, a
los cinco, a los siete años.. Está bien: no son hombres su-
.
17
.
El pedagogo. — ¡Señor!
Orestes. —
Sí. Son sueños. Partamos. Mira si pueden propor-
cionarnos caballos y seguiremos hasta Esparta, donde tengo
amigos.
{Entra Electra.)
escena iii
ESCENA IV
Orestes - Electra
19
.
20
. .
Orestes. — Ya no sé.
Electra. — ¿Corinto es una hermosa ciudad?
Orestes. — Muy^ hermosa.
Electra. — ¿La quieres mucho? ¿Estás orgulloso de ella?
Orestes. — Sí.
Electra. — A mí me parecería raro estar orguUosa de mi ciu-
dad natal. Explícamelo.
Orestes. — Bueno No sé. No puedo explicártelo.
—
. . .
Orestes. ¿A ti?
Electra. — El odio. ¿Y qué hacen todo el día las muchachas
de Corinto?
Orestes. — Se adornan, y cantan o tocan el laúd, y visitan a
sus amigas y a la noche van a bailar.
Electra. — ¿Y no tienen ninguna preocupación?
Orestes. — Las tienen muy pequeñas.
Electra. — ¿Sí? Escúchame: ¿las gentes de Corinto no tienen
remordimientos?
Orestes. — A veces. No muchas.
Electra. — Entonces, ¿hacen lo que quieren y después no lo
piensan más?
Orestes. — Así es.
Electra. — Qué raro. (Pausa.) Y dime también, porque nece-
sito saberlo a causa de alguien. de alguien a quien espe-
. .,
21
.
ESCENA V
Orestes - Electra - Clitemnestra
Electra. —
No te enternezcas, Filebo; la reina se divierte con
nuestro juego nacional: el juego de las confesiones públicas.
Aquí cada uno grita sus pecados a la cara de todos; y no es
raro, en los días feriados, ver a algún comerciante que des-
pués de bajar la cortina metálica de su tienda, se arrastre
de rodillas por las calles, frotando el pelo en el polvo y
aullando que es un asesino, un adúltero o un prevaricador.
Pero las gentes de Argos comienzan a hastiarse: cada uno co-
noce de memoria los crímenes de los otros; los de la reina en
particular no divierten ya a nadie; son crímenes oficiales, crí-
menes de fundación, por así decirlo. E>ejo que pienses en su
alegría cuanto te vio, joven, nuevo, ignorante hasta de su
nombre: ¡qué ocasión excepcional! Le parece que se con-
fiesa por primera vez.
Clitemnestra. —
Calla. Cualquiera puede escupirme a la cara,
llamándome criminal y prostituida. Pero nadie tiene el dere-
cho de juzgar mis remordimientos.
Electra. —
Ya ves, Filebo; es la regla del juego. Las gentes te
implorarán que las condenes. Pero mucho cuidado; júzgalas
sólo por las faltas que te confiesan: las otras no interesan a
nadie, y te tendrían mala voluntad si los descubrieras.
Clitemnestra. —
Hace quince años yo era la mujer más bella
de Grecia. Mira mi cara y juzga lo que he padecido. Te lo
digo sin tapujos: no lamento la muerte del viejo cabrón;
cuando lo vi sangrar en el baño canté de alegría, bailé. Y
todavía hoy, después de pasados quince años, no puedo pen-
sarlo sin un estremecimiento de placer. Pero tenía un hijo,
sería de tu edad. Cuando Egisto lo entregó a los mercena-
rios, yo
—
. . .
24
bargo, estará cien veces renegado, siempre allí tirándote
allí,
hacia atrás. Y
sabrás por fin que has comprometido tu vida
sin más ni más, de una vez por todas, y que lo único que
te queda es arrastrar tu crimen hasta la muerte. Tal es la
ley, justa e injusta, del arrepentimiento. Veremos entonces
qué quedará de tu juvenil orgullo.
Electra. - - ^Mi juvenil orgullo.^ Vamos, lamentáis vuestra ju-
ventud aun más que vuestro crimen; odiáis mi juventud, más
aún que mi inocencia.
Clitemnestra. — En ti, Electra, me odio a mí misma No tu
juventud, ¡oh, no!, la mía.
Electra. — Y yo a vos, a vos os odio.
Clitemnestra. —
¡Qué vergüenza! Nos injuriamos como dos
mujeres de la misma edad que se enfrentan por una rivali-
dad amorosa. Y
sin embargo soy tu madre. No sé quién eres,
joven, ni lo que vienes a hacer entre nosotros, pero tu pre-
sencia es nefasta. Electra me detesta y no lo ignoro. Pero
hemos guardado silencio durante quince años, y sólo nuestras
miradas nos traicionaban. Viniste, nos hablaste, y ya estamos
mostrando los dientes y gruñendo romo perras. Las leyes de
la ciudad nos obligan a ofrecerte hospitalidad, pero no te lo
oculto, deseo que te vayas. En cuanto a ti, hija, imagen harto
fiel de mí misma, no te quiero, es cierto. Pero me cortaría
la mano derecha antes de perjudicarte. Lo sabes demasiado,
abusas de mi debilidad. Pero no te aconsejo que levantes
contra Egisto tu cabecita venenosa; de un palazo sabe des-
lomar a las víboras. Créeme, liaz lo que él te ordena, si no
te deslomará.
Electra. —
Podéis responder al rey que no apareceré en la
fiesta.¿Sabes lo que hacen, Filebo? Hay en lo alto de la
ciudad una caverna cuyo fondo jamás han encontrado nues-
tros jóvenes; dicen que se comunica con los infiernos; el Gran
Sacerdote la ha hecho obstruir con una gran piedra. Pues
bien, ¿lo creerás?, cada aniversario el pueblo se reúne delante
de la caverna, los soldados empujan
a un lado la piedra que
tapa la entrada, muertos, según dicen, suben de
y nuestros
los infiernos y se desparraman por la ciudad. Se les ponen
cubiertos en las mesas, se les ofrecen sillas y lechos, todos
se apretujan un poco para dejarles lugar en la velada, corren
por todas partes, todos los pensamientos son para ellos. Ya
adivinas las lamentaciones de los vivos. "Mi querido muerto,
mi querido muerto, no quise ofenderte, perdóname." Ma-
ñana por la mañana, al canto del gallo, volverán bajo tierra,
la piedra rodará hasta la entrada de la gruta, y se acabó hasta
2$
año próximo. No quiero participar en esas mojigangas.
el
Son los muertos de ellos, no los míos.
Clitemnestra. —
Si no obedeces de buen grado, el rey ha
dado orden de que te lleven por fuerza.
Electra. —
¿Por fuerza?... ¡Ah! ¡Ah! Por fuerza. Está bien.
Mi buena madre, si gustáis, asegurad al rey mi obediencia.
Me presentaré en la fiesta, y puesto que el pueblo quiere
verme, no quedará decepcionado. En cuanto a ti, Filebo, te
lo ruego, difiere tu panida, asiste a nuestra fiesta. Quizá en-
cuentres ocasión de risa. Hasta luego, voy a arreglarme. (Sale.)
Clitemnestra (a Orestesj. —
Vete. Estoy segura de que nos
traerás desgracia. No puedes odiarnos, no te hemos hecho
nada. Vete. Te lo suplico por tu madre, vete. (Sale.)
Orestes. — Por mi madre . . .
ESCENA VI
Orestes - Júpiter
26
ACTO SEGUNDO
PRIMER CUADRO
ESCENA I
El primero. ¡Terribles!
El segundo. — ¡Ay!
El tercero. — Cuando
hayan vuelto al agujero y estemos so-
los,entre nosotros, treparé aquí, miraré esta piedra y me diré:
"Ahora se acabó por un año."
Un cuarto. —
¿Sí.^ Bueno, para mí eso no es un consuelo. A
partir de mañana empezaré a decirme: "¿Cómo estarán el
año próximo?" De un año a otro se vuelven más malos.
27
El segundo. —
desdichado. Si uno de ellos se hubiera
Calla,
infiltrado por alguna grieta
de la -roca y rondara ya entre no-
sotros. Hay muertos que se adelantan a la cita.
. .
28
.
ESCENA II
29
Egisto {a los Guardias). — Que vayan a buscar a Electra
al palacio y la traigan aquí de grado o por (Los
fuerza.
Guardias salen, A la Multitud). A vuestros lugares. Los
hombres a mi derecha. A mi izquierda las mujeres y los ni-
ños. Está bien.
(Un silencio. Egisto aguarda).
El Gran Sacerdote. —
Las gentes no pueden más.
Egisto. — Lo sé. Si mis guardias. .
(Los GuARDLASvuelven).
Un guardia. —
Señor, hemos buscado por todas partes a la
princesa. Pero el palacio está desierto.
Egisto. — Está bien. Mañana arreglaremos esa cuenta. (Al
Gran Sacerdote). Empieza.
El Gran Sacerdote. — Retirad la piedra.
La multitud. — ¡Ah!
(Los Guardias retiran la piedra. El GRAN SACERDOTE se ade-
lanta hasta la entrada de la caverna).
El Gran Sacerdote. —
{Vosotros, los olvidados, los abando-
nados, los desencantados, vosotros que os arrastráis por el sue-
lo, en la oscuridad, como fumarolas, y que ya no tenéis nada
propio fuera de vuestro gran despecho, vosotros, muertos, de
pie: es vuestra fiesta! ¡Venid, subid del suelo como un
enorme vapor de azufre empujado por el viento; subid de
las entrañas del mundo, oh muertos, vosotros, muertos de
nuevo a cada latido de nuestro corazón, os invoco mediante
la cólera y la amargura y el espíritu de venganza; venid a
saciar vuestro odio en los vivos! Venid, desparramaos en
bruma espesa por nuestras calles, deslizad vuestras cohortes
apretadas entre la madre y el hijo, entre la mujer y su amante,
hacednos lamentar que no estemos muertos. De pie, vampi-
ros, larvas, espectros, harpías, terror de nuestras noches. De
pie los soldados que murieron blasfemando, de pie los hom-
bres de mala suerte, los humillados, de pie los muertos de
hambre cuyo grito de agonía fue una maldición. ¡Mirad, ahí
están los vivos, las gordas presas vivas! ¡De pie, caed sobre
ellos en remolino y roedlos hasta los huesos! ¡De pie! ¡De
pie! ¡De pie! . .
3í»
JÚPITER. — Lo sabrás más tarde.
fEGiSTO baja lentamente las escaleras del palacio).
Egisto. — ¡Ahí están! (Un silencio). Ahí está, Aricia, el esposo
a quien escarneciste. Ahí está, junto a ti, te besa. ¡Cómo
te aprieta, cómo te ama, cómo te odia! Ahí está, Nicias, ahí
está tu madre muerta por falta de cuidados. Y ahí, Segesto,
usurero están todos tus infortunados deudores,
infame, ahí
los que murieron en la miseria y los que se ahorcaron por-
que los arruinabas. Ahí están, y ellos son, hoy, tus acree-
dores. Y
vosotros, padres, tiernos padres, bajad un poco los
ojos, mirad más abajo, hacia el suelo: ahí están los niños
muertos, tienden sus manecitas; y todas las alegrías que les
habéis negado, todos los tormentos que les habéis infligido
pesan como plomo en sus almitas rencorosas y desoladas.
La multitud. —
¡Piedad!
Egisto. —¡Ah, sí! ¡Piedad! ¿No sabéis que los muertos jamás
tienen piedad? Sus agravios son imborrables, porque para
ellos la cuenta se ha detenido para siempre. ¿Con buenas
obras, Nicias, piensas borrar el mal que hiciste a tu madre?
¿Pero qué obra buena podrá alcanzarla nunca? Su alma es un
mediodía tórrido, sin un soplo de viento, donde nada se mue-
ve, nada cambia, nada vive; un gran sol descarnado, un sol
inmóvil la consume eternamente. Los muertos ya no son
— ¿comprendéis esta palabra implacable? — ya no son, y por
,
31
desaparecidos, que nos habéis arruinado la vida.
Los HOMBRES. — Perdonad que vivamos mientras vosotros es-
táis muertos.
Los NIÑOS. —
¡Piedad! No nacimos a propósito, y nos aver-
gonzamos mucho de creer. ¿Cómo hubiéramos podido ofen-
deros? Mirad, apenas vivimos, somos flacos, pálidos y muy
pequeños; no hacemos ruido, nos deslizamos sin agitar siquie-
ra el aire anuestro alrededor. ¡Y os tenemos miedo!, ¡oh!,
¡tanto miedo!
Los HOMBRES. —
Perdonad que vivamos mientras vosotros es-
táis muertos.
Egisto. —
¡Paz! ¡Paz! Si vosotros os lamentáis aquí ¿qué diré
yo, vuestro rey.^ Pues ha comenzado mi suplicio: el suelo
tiembla y el aire se ha oscurecido; aparecerá el más grande
de los muertos, aquel a quien he matado con mis manos:
Agamenón.
Orestes (sacando la espada), —
¡Rufián! No te permitiré que
mezcles el nombre de mi padre con tus maulerías.
JÚPITER (tomándolo por la cintura), — ¡Deteneos, joven; de-
teneos!
Egisto (volviéndose), —
¿Quién se atreve? fELECTRA ha apa-
recido vestida de blanco en las gradas del templo. EgiSTO
la ve), ¡Electra!
La multitud. — ¡Electra!
ESCENA III
32
poco de orden. Ten un poco de paciencia, perra, y ya verás
si sé castigar. No te bastarán los ojos para llorar.
La multitud. — Sacrilega!
Egisto. — I
Otras voces. —
¡No, dejadla hablar! Dejadla hablar. Es Aga-
menón quien la inspira.
Electra. —
Hace buen tiempo. Por todas partes, en la llanura,
los hombres alzan la cabeza y dicen: "Hace buen tiempo",
y están contentos. Oh, verdugos de vosotros mismos, ¿ha-
béis olvidado el humilde contento del campesino que camina
por su tierra y dice: "Hace buen tiempo"? Andáis con los
33
brazos colgando, la cabeza baja, respirando apenas. Vuestros
muertos se os pegan y permanecéis inmóviles, con el temor
de atropellarlos al menor movimiento. .Sería horrible, ¿ver-
dad?, que vuestras manos atravesaran de pronto un humito
mojado, el alma de vuestro padre o de vuestro abuelo. Pero
miradme: extiendo los brazos, me dilato y me estiro como un <
34
. .
35
(Sale seguido por el Pedagcxx>.)
ESCENA IV
Electra en los peldaños del templo. - Orestes.
Orestes. — ¡Electra!
Electra (alza la cabeza y lo mira). — ;Ah! ¿Estás ahí, Fi-
lebo?
Orestes. — No puedes seguir en esta ciudad, Eleara. Estás en
peligro.
Electra. — ¿En peligro? ¡Ah, es cierto! Ya viste cómo erré
el golpe. Es un poco culpa tuya, ¿sabes?, pero no te lo re-
procho.
Orestes. — ¿Pero qué yo? hice
Electra. — Me has engañado. (Baja hacia Déjame él.) verte
la cara. me apresaron
Sí, tus ojos.
Orestes. — tiempo apremia, Eleara. Escucha: huiremos
El jun-
tos.Alguien ha de conseguirme encaballos, te llevaré grupas.
Electra. — No.
Orestes. — ¿No quieres huir conmigo?
Electra. — No quiero huir.
Orestes. — Te a Corinto.
llevaré
Electra — ¡Ah! Corinto... ¿Ves?, no haces
(riendo). lo a
propósito, pero sigues engañándome. ¿Qué haré yo en Co-
rinto? Tengo que ser razonable. Todavía ayer alentaba deseos
tan modestos: cuando servía la mesa, con los párpados bajos,
miraba entre las pestañas a la pareja real, a la linda vieja
de cara muerta, y a él, gordo y pálido, con su boca floja y
esa barba negra que le corre de una oreja a la otra como
un regimiento de arañas, y soñaba ver un día un humo, un
humito derecho, semejante al aliento en una mañana fría,
subiendo de sus vientres abiertos. Es todo lo que pedía, Fi-
lebo, te juro. No sé lo que quieres, pero no debo creerte;
no tienes ojos modestos. ¿Sabes qué pensaba antes de cono-
certe? Que el sabio no puede desear en la tierra nada más
que devolver un día el mal que le han hecho.
Orestes. —
Electra, si me sigues verás que pueden desearse
muchas otras cosas sin dejar de ser sabio.
Electra. —
No quiero seguir escuchándote; me has hecho mu-
cho daño. Llegaste con tus ojos hambrientos en tu suave
rostro de mujer y me hiciste olvidar mi odio; abrí las manos
y dejé deslizar hasta mis pies mi único tesoro. Quise creer
que podía curar a la gente de aquí con palabras. Ya viste
lo que ha sucedido: les gusta su mal, necesitan una llaga
familiar que conservan cuidadosamente rascándola con las uñas
36
,
37
soo ios ojos de mi hcrnuíK) Orcsics. ¡Ah! Hubiera pre- . .
39
.
Elbctra —
Vete rápido, vete rápido. No decepciones a la
juicKMa tKxiriza que se inclina sobre ti desde lo alto del
Olimpo. (Se detiene, cortada.) ^Qué tienes.^
40
Orestes (con voz cambiada). Hay otro camino.—
Electra (aterrada). —
No te hagas el malo, Filebo. Has pedi-
do las órdenes de los dioses: bueno, ya las conoces.
Orestes. — ¿órdenes.^. Ah, sí. . ¿Quieres decir esa luz al-
. . .
Electra. — Filebo . .
— ¿Vas
.
42
eres mi hermano mayor y el jefe de nuestra familia, tómame
en tus brazos, protégeme porque vamos al encuentro de pa-
decimientos muy grandes.
("Orestes la toma en sus brazos. Júpiter sale de su escondite.
y se va con paso furtivo.)
TELÓN
SEGUNDO CUADRO
ESCENA I
Orestes. —
¡Viene alguien!
{Echa mano a la espada.)
Electra. —
Son soldados que hacen la ronda. Sigúeme: va-
mos a escondernos por aquí.
{Se esconden detrás del trono.)
ESCENA lí
43
. .
Oye, quizás sea por eso que flotan en esta cámara olores
tan singulares.
Segundo SOLDADO. ¡Bah! — A
una sala de mil pies cuadrados
como ésta, bastan algunos muertos humanos para apestarla.
Dicen que nuestros muertos tienen mal aliento.
Primer soldado. ¡Escucha! —
Esos hombres se sacan los
ojos . .
Segundo soldado. — Te
digo que hay algo: el piso cruje.
(Van a mirar detrás del trono por la derecha; Orestes y
Electra salen por la izquierda, pasan delante de las gradas
del trono y vuelven a su escondite por la derecha, en el mo-
mento en que los soldados salen por la izquierda.)
Primer soldado. —
Ya ves, no hay nadie. ¡Es Agamenón, te
lo dije, maldito Agamenón! Ha de estar sentado sobre esos
cojines, derecho como una estaca, y nos mira; no tiene otra
cosa en qué emplear el tiempo sino en mirarnos.
44
Segundo soldado. —
Haríamos bien en rectificar la posición;
paciencia moscas hacen cosquillas en la nariz.
si las
Primer soldado. —
Preferiría estar en el cuerpo de guardia,
jugando una buena partida. Allá los muertos que vuelven
son compañeros, simples gorrones como nosotros. Pero cuan-
do pienso que el difunto rey está aquí y que cuenta los
botones que faltan a mi chaqueta, me siento raro, como
cuando el general pasa revista.
(Entran Egisto, Clitemnestra, servidores con lámparas.)
Egisto. —
Que nos dejen solos.
ESCENA III
45
Egisto. — Tienes razón, mujer. Bueno, ¿ves qué cansado es-
toy? Déjame, quiero recogerme.
fCLITEMNESTRA sale.)
ESCENA IV
ESCENA V
Los mismos - Júpiter
46
Egisto. — ¡Veinte años más!
JÚPITER. — ¿Deseas morir?
Egisto. — Sí.
JÚPITER. — alguien
Si aquí
entrara con una espada desnuda,
pecho a
¿ofrecerías el espada?
esa
Egisto. — No sé.
47
Egisto — ¿Quién os lo pidió? ¿Y a Agamenón le habéis
avisado? Sin embargo, él quería vivir.
JÚPITER. — Ah, índole ingrata, ah, caráaer desdichado: me
más querido que Agamenón,
eres te lo pruebo y te quejas.
Egisto. — ¿Más querido que Agamenón? ¿Yo? A Orestes es
a quien queréis. Habéis tolerado que me pierda, me habéis
dejado correr derecho al baño del rey con hacha en la
el
mano —y sin duda os relamíais allá arriba, pensando que
el alma del pecador es deliciosa —
Pero hoy protegéis a Ores-
.
48
te, asesinato apacible, ligero como un vapor en el alma
un
del asesino? ;Lo impediré! ¡Ah! Odio los crímenes de la
nueva generación: son ingratos y estériles como la cizaña.
El dulce joven te matará como a una gallina, y se irá con
las manos rojas y la conciencia pura; en tu lugar, yo me
sentiría humillado. ¡Vamos! Llama a los guardias.
Egisto. — Os he dicho que no. El crimen que se prepara os
desagrada demasiado para no gustarme.
JÚPITER (cambiando de tono). —
Egisto, eres rey y a tu con-
ciencia de rey me dirijo, porque te gusta reinar.
Egisto. — ¿Y qué.>
JÚPITER. — Me odias, pero somos parientes, te hice a mi ima-
gen: un rey es un dios sobre la tierra, noble y siniestro
como un dios.
Egisto. —
¿Siniestro.^ ¿^os>
JÚPITER. —Mírame. (Largo silencio.) Te he dicho que fuiste
creado a mi imagen. Los dos hacemos reinar el orden, tú en
Argos, yo en el mundo; y el mismo secreto pesa gravemente
en nuestros corazones.
Egisto. — No tengo secreto.
JÚPITER. — El mismo que yo. El secreto doloroso de los
Sí.
dioses y de los reyes: que ios hombres son libres. Son libres,
Egisto. Tú lo sabes, y ellos no.
Egisto. —Diablos, si lo supieran pegarían fuego a las cuatro
esquinas de mi palacio. Hace quince años que represento
una comedia para ocultarles su poder.
JÚPITER. — Ya ves que somos semejantes.
Egisto. — ¿Semejantes.^ ¿Por qué ironía ha de decir un dios
que es mi semejante? Desde que reino, todos mis actos y
palabras tienden a componer mi imagen; quiero que cada
uno de mis subditos la lleve en sí y sienta pesar, aun en
la soledad, mi mirada severa en sus pensamientos más se-
cretos. Pero soy yo mi primera víctima: yo no me veo como
me ven, me inclino sobre el pozo abierto de sus almas y
mi imagen está allí, en el fondo; me repugna y me fascina.
Dios todopoderoso, ¿quién soy yo si no el miedo que los
demás tienen de mí?
JÚPITER. —¿Y quién crees que soy? (Señalando la estatua.)
También yo tengo mi imagen. ¿Crees que no me da vértigo?
Hace cien mil años que danzo delante de los hombres. Una
danza lenta y sombría. Es preciso que me miren: mientras
tienen los ojos clavados en mí, olvidan mirar en sí mismos.
Si me olvidara un solo instante, si los dejara apartar la
mirada . . .
Egisto. — /Qué.-'
49
.
JÚPITER. •
—
Nada. Es cosa mía. Estás cansado, Egisto, ¿pero
de qué te quejas.^ Morirás. Yo no. Mientras haya hombres
en esta tierra, estaré condenado a danzar delante de ellos.
Egisto. — ¡Ay! ¿Pero quién nos ha condenado?
JÚPITER. — Nadie más que nosotros mismos, pues tenemos la
misma pasión. Tú amas el orden, Egisto.
Egisto. —El orden. Es cierto. Por el orden seduje a Clitem-
nestra, por el orden maté a mi rey; quería que el orden rei-
nara y que reinara por mi intermedio. He vivido sin deseo,
sin amor, sin esperanza; implanté el orden. ¡Oh, terrible
y
divina pasión!
JÚPITER. — No podríamos tener otra: yo soy dios y tú na-
ciste para ser rey.
Egisto. —¡Ay de mí!
JÚPITER. — Egisto, criatura mía y hermano mortal, en nom-
bre de este orden al que servimos los dos, te lo mando: apo*
dérate de Qrestes y de su hermana.
Egisto. —¿Son tan peligrosos?
JÚPITER. — Orestes sabe que es libre.
Egisto (vivamente). —
Sabe que es libre. Entonces no basta
cargarlo de cadenas.Un hombre libre en una ciudad es co-
mo una oveja sarnosa en un rebaño. Contaminará todo mi
reino y arruinará mi obra. Dios todopoderoso, ¿qué esperas
para fulminarlo?
JÚPITER (lentamente). —
¿Para fulminarlo? (Una pausa. Con
cansancio, agobiado.) Egisto, los dioses tienen otro secreto.
Egisto. — ¿Qué vas a decirme?
.
ESCENA VI
Egisto permanece solo un momento, luego Electra y Orestes.
50
Egisto. — No me
defenderé. Es demasiado tarde para llamar
y me que sea demasiado tarde. Pero no me defen-
alegra
deré: quiero que me asesines.
Orestes. —
Está bien. El medio poco me importa. Seré ase-
sino. (Lo hiere con la espada.)
Egisto {vacilando), —
No has errado el golpe. (Se aferra a
Orestes.^ Déjame mirarte. ¿Es cierta que no tienes remor-
dimiento?
Orestes. —
¿Remordimiento? ¿Por qué? Hago lo que es justo.
Egisto. —
Justo es lo que quiere Júpiter. Estabas escondido
aquí y lo has oído.
Orestes. —
¿Qué me importa Júpiter? La justicia es un asunto
de hombres y no necesito que un dios me la enseñe. Es justo
pillo inmundo, y arruinar tu imperio sobre las
aplastarte,
gentes de Argos; es justo restituirles el sentimiento de su
dignidad.
(Lo rechaza.)
Egisto. —
Me duele.
Electra. — su
Vacila, rostro está descolorido. ¡Horror! Qué
feo es un hombre moribundo.
Orestes. — Calla. Que no lleve otro recuerdo a la tumba que
el de nuestra alegría.
Egisto. — Malditos seáis los dos.
Orestes. — ¿Pero no terminarás de morir?
(Lo EGISTO
hiere. cae.)
Egisto. — Ten cuidado con las moscas, Orestes, ten cuidado
con las moscas. No ha terminado todo.
(Muere.)
Orestes (empujándolo con el pie). — Para él, en todo caso,
todo ha terminado. Guíame hasta la cámara de la reina.
Electra. —
Orestes. .
Orestes. -— ¿Qué?
—
. .
ESCENA VII
Electra^ sola
Electra. —
¿Gritará? (Una pausa. Presta atención.) Gimina
por el corredor. Cuando haya abierto la cuarta puerta . .
51
dolo.(Mira a Egisto.) Ha muerto. Esto es, entonces, lo que
yo quería. No me daba cuenta. (5"^ le acerca.) Cien veces
lo he visto en sueños, extendido en este -mismo lugar, con
una espada en el corazón. Tenía los ojos cerrados, parecía
dormir. ¡Cómo lo odiaba, cómo me alegraba odiarlo! No
parece dormido, y sus ojos están abiertos; me mira. Está
muerto, y mi odio ha muerto con él. Y
estoy aquí; y es-
pero, y la otra sigue viva aún, en el fondo de su aposento,
y dentro de un instante gritará. Gritará como un animal.
jAh! Ya no puedo soportar esta mirada. (Se arrodilla y echa
una capa sobre el rostro de EGiSTO.j ¿Pero qué es lo que yo
quería? (Silencio. Luego gritos de ClitemnestrA.J La ha
herido. Era nuestra madre, y la ha herido. (Se levanta.) Mis
enemigos han muerto. Durante años enteros he gozado an-
ticipadamente de esta muerte y ahora tengo el corazón apre-
tado. ¿Acaso me he mentido durante quince años? ¡No es
cierto! ¡No es cierto! No puede ser cierto: ¡no soy cobarde!
Quise este minuto y lo quiero aún. Quise ver a este puerco
inmundo acostado a mis pies. (Arranca la capa,) Qué me
importa tu mirada de pescado muerto. Quise esta mirada
y gozo de ella. (Gritos más débiles de CLlTEMNESTRA.j ¡Que
grite! ¡Que grite! Quiero sus gritos de horror y quiero sus
padecimientos. (Los gritos cesan.) ¡Alegría! ¡Alegría! Lloro
de alegría; mis enemigos han muerto y mi padre tstí ven-
gado.
TOrestes vuelve con una espada sangrienta en la mano.
Electra corre hacia él.)
ESCENA VIII
Electra - Orestes
Electra. — ¡Orestes!
(Se arroja en sus brazos.)
Orestes. — ¿De qué tienes miedo?
Electra. — No tengo miedo, estoy ebria. Ebria de alegría.
¿Qué ¿Imploró
dijo? largo rato tu gracia?
Orestes. — no
Electra, me arrepentiré de lo que hice, pero
no me
parece bien hablar de ello: hay recuerdos que no se
comparten. Sabe solamente que ha muerto.
Electra. —
¿Maldiciéndonos? Dime tan sólo esto: ¿maldicién-
donos?
Orestes. — Maldiciéndonos.
Sí.
Electra. — Tómame en tus brazos, bienamado, estréchame con
M
todas tus fuerzas. ¡Qué espesa es la ncxrhe y con qué difi-
cultad la traspasan esas antorchas! ¿Me quieres?
Orestes. — No es de noche: es el amanecer. Somos libres,
Electra. Meparece que te he hecho nacer y que acabo de
nacer contigo; te quiero y me perteneces. Todavía ayer es-
taba solo y hoy me perteneces. La sangre nos une doble-
mente, pues somos de la misma sangre y hemos derramado
sangre.
Electra. — Arroja espada. Dame esa mano. (Le toma la
la
mano y Tus dedos son cortos y cuadrados. Están
se la besa.)
hechos para tomar y conservar. ¡Querida mano! Es más
blanca que la mía. ¡Qué pesada se ha vuelto para herir a
los asesinos de nuestro padre! Espera. (Va a buscar una an-
torcha y la acerca a Orestes.) Tengo que iluminar tu rostro,
pues la noche es espesa y ya no te veo bien. Necesito verte:
cuando no te veo, tengo miedo de ti; no debo quitarte los
ojos de encima. Te amo. Tengo que pensar que te amo. ¡Qué
aire extraño el tuyo!
Orestes. — Soy libre, Eleara; la libertad ha caído sobre mí
como el rayo.
Electra. — ¿Libre.^ Yo no me siento libre. ¿Puedes hacer que
todo esto no haya sido? Ha sucedido algo que ya no somos
libres de deshacer. ¿Puedes impedir que seamos para siem-
pre los asesinos de nuestra madre?
Orestes. —¿Crees que querría impedirlo? He realizado mi
aao, Electra, y este acto era bueno. Lo llevaré sobre mis
hombros como el vadeador lleva a los viajeros, lo pasaré a
la otra orilla y rendiré cuenta de él. Y
cuanto más pesado
sea de llevar, más me regocijaré, pues él es mi libertad. To-
davía ayer andaba al azar sobre la tierra, y millares de caminos
huían bajo mis pasos, pues pertenecían a otros. Los tomé
todos prestados: el de los haladores, que corre a lo largo del
río y la senda del arriero y la ruta empedrada de los carre-
teros; pero ninguno era mío. Hoy no hay más que uno, y
Dios sabe a dónde lleva: pero es mi camino. ¿Qué tienes?
Electra. —Ya no puedo verte. Estas lámparas no iluminan.
Oigo tu voz, pero me hace daño, me corta como un cuchillo.
¿Estará siempre así negro, en adelante, aun de día? ¡Ores-
tes! ¡Ahí están!
Orestes. —¿Quiénes?
Electra. —¡Ahí están! ¿De dónde vienen? Cuelgan del techo
como racimos de uvas negras, y son ellas las que oscurecen
las paredes; se deslizan entre las luces y mis ojos, y son
sus sombras las que me hurtan tu rostro.
Orestes. —
Las moscas . .
55
Electra. — ¡Escucha!... Escucha el ruido de sus alas, seme-
jante al ronquido de una forja. Nos rodean, Orestes. Nos
espían: dentro de un instante caerán sobre nosotros, y sen-
tirémil patas pegajosas sobre mi cuerpo. ¿Dónde huir, Ores-
Se hinchan, se hinchan, ya son grandes como abejas, nos
tes.'^
TELÓN
54
ACTO TERCERO
ESCENA I
55
pero pronto la sed y el hambre los harán salir de este asilo.
Entonces los morderás con todos los dientes.
Tercera Erinia. —
Espera un poco: pronto tus uñas de hie-
rro trazarán mil senderos rojos en la carne de los culpables.
Acercaos, hermanas mías, venid a verlos.
Una Erinia. —
¡Qué jóvenes son!
Otra Erinia. —
Regocijaos: harto a menudo los criminales
son viejos y feos; es demasiado rara la alegría exquisita de
destruir lo bello.
Las Erinias. — ¡Eia! ¡Eia!
Tercera Erinia. — Orestes es casi un niño. Mi odio tendrá
para él dulzuras maternales. Tomaré sobre mis rodillas su
cabeza pálida, le acariciaré los cabellos.
Primera Erinia. — ¿Y después.^
Tercera Erinia. — Y después hundiré de golpe estos dos de-
dos en sus ojos.
(Todas se echan a reír.)
Primera Erinia. —
Suspiran, se agitan; se acerca el desper-
Vamos, hermanas mías, hermanas moscas, saquemos
tar. del
sueño a los culpables con nuestro canto.
Coro de las Erinias. —
Bzz, bzz, bzz, bzz.
Nos posaremos sobre tu corazón podrido como las moscas
sobre un dulce,
corazón podrido, corazón ensangrentado, corazón deleitable.
Saquearemos como abejas el pus y la sanies de tu corazón.
Haremos con ellos miel, ya verás, hermosa miel verde.
¿Qué amor nos colmaría tanto como el odio.^
Bzz, bzz, bzz bzz.
Seremos los ojos fijos de las caras,
el gruñido del mastín que mostrará los dientes a tu paso,
el zumbido que volará por el cielo sobre tu cabeza,
los rumores de la selva,
los silbos, los crujidos, los bisbíseos, el ulular,
seremos la noche,
la espesa noche de tu alma.
Bzz, bzz, bzz, bzz.
;Eia! ¡Eia! ¡Eiaaa!
Bzz, bzz, bzz, bzz.
Somos los sorbedores de pus, las moscas.
Lo compartiremos todo contigo,
iremos a buscar el alimento a tu boca y el rayo de luz al
fondo de tus ojos,
te escoltaremos hasta la tumba,
56
y sólo cederemos el lugar a los gusanos.
B22, bzz, bzz, bzz.
(Danzan,)
ElectrA (que se despierta). — ¿Quién habla? ¿Quiénes sois?
Las EriniAS. — Bzz, bzz, bzz.
Electra. — ¡Ah, estáis aquí! ¿Y qué? ¿Los hemos matado de
verdad?
Orestes (despertando), —
¡Electra!
Electra. —¿Quién eres tú? ¡Ah! Eres Orestes. Vete.
Orestes. —
¿Pero qué tienes?
Electra. —Me das miedo. Soñé que nuestra madre había
caído boca arriba y que sangraba, y su sangre corría en re-
gueros por debajo de todas las puertas del palacio. Toca mis
manos, están frías. No, déjame. No me toques. ¿Sangró
mucho?
Orestes. — Calla.
Electra (completamente despierta). —
Deja que te mire: los
has matado. Eres tú quien los ha matado. Estás aquí, acabas
de despertar, no hay nada escrito en tu rostro y sin em-
bargo los has matado.
Orestes. —¿Y qué? ¡Sí, los he matado! (Una pausa.) Tú tam-
bién me das miedo. Eras tan hermosa, ayer. Se diría que
una bestia te ha destrozado la cara con sus uñas.
Electra. — ¿Una bestia? Tu crimen. Me arranca las mejillas
y los párpados: me parece que tengo los ojos y los dientes
desnudos. ¿Y éstas? ¿Quiénes son?
Orestes. —No pienses en ellas. No pueden nada contra ti.
Primera Erinia. —
Que venga en medio de nosotras, si se
atreve, y ya verás si no podemos nada contra ella.
Orestes. —Silencio, perras. ¡A la perrera! (Las Erinias gru-
ñen.) ¿Es posible que fueras tú la que ayer, vestida de blan-
co, danzaba en las gradas del templo?
Electra. — Envejecí. En una noche.
Orestes. —Todavía eres hermosa, pero... ¿dónde he visto
esos ojos muertos? Electra..., te pareces a ella; te pareces
a aitemnestra. ¿Valía la pena matarla? Me horroriza mi
crimen cuando lo veo en esos ojos.
Primera Erinia. —
Es porque a ella le horrorizas.
Orestes. —¿Es cierto? ¿Es cierto que te horrorizo?
Electra. — Déjame.
Primera Erinia. —
Bueno. ¿Te cabe la menor duda? ¿Cómo
no había de odiarte? Vivía tranquila con sus sueños; Uegaste
tú con la carnicería y el sacrilegio. Y ahora comparte tu fal-
ta, clavada en ese pedestal, el único pedazo de tierra que
le queda.
57
.
Orestes. — No escuches.
la
Primera Erinia. —
¡Atrás! ¡Atrás! Échalo, Electra, no te de-
jes tocar por su mano. ¡Es un carnicero! Tiene encima el
olor insulso de la sangre fresca. Mató a la vieja suciamente,
golpeando varias veces.
¿sabes?,
Electra. — ¿No
mientes?
Primera Erinia. —
Puedes creerme, yo estaba allí, zumbando
alrededor de los dos.
Electra. —
¿Y dio varios golpes?
Primera Erinia. —
Unos diez. Y cada vez la espada hacía
"cric" en la herida. Ella se protegía el rostro y el vientre
con las manos, y le acuchilló las manos.
Electra. —
¿Padeció mucho? ¿No murió en seguida?
Orestes. —
No la mires más, tápate las orejas, sobre todo no
las interrogues; estás perdida si las interrogas.
Primera Erinia. —
Padeció horriblemente.
Electra (tapándose la cara con las manos), — ¡Ah!
Orestes. — Quiere
separarnos; levanta a tu alrededor los mu
ros de la soledad. Ten cuidado: cuando estés bien sola, sola
Electra. —
¡Suelta mi mano! Estas perras negras a mi alre-
dedor me espantan, pero menos que tú.
Primera Erinia. —
¡Ya ves! ¡Ya ves! ¿No es cierto, muñequi-
ta? ¿Te damos menos miedo que él.^ Nos necesitas, Electra,
eres nuestra hija. Necesitas nuestras uñas para revolver tu
carne, necesitas nuestros dientes para morder tu pecho, ne-
cesitas nuestro amor caníbal para apartarte del odio que te
inspiras, necesitas padecer en tu cuerpo para olvidar los su-
frimientos de tu alma. ¡Ven! ¡Ven! No tienes más que ba-
jar los escalones, te recibiremos en nuestros brazos, nuestros
besos desgarrarán tu carne frágil, y será el olvido, ei olvido
en gran fuego puro del dolor.
el
Las Erinias. —
¡Ven! ¡Ven!
(Danzan muy lentamente como para fascinarla. Electra se
levanta.)
Orestes (tomándola del brazo). — No vayas, te lo suplico,
sería tu perdición.
Electra (desprendiéndose con violencia). ¡Ah! ¡Te odio! —
(Baja los escalones; las Erinias se arrojan todas sobre ella.)
Electra. — ¡Socorro!
(Entra Júpiter.)
ESCENA II
JÚPITER. — ¡A la perrera!
Primera Erinia. — ¡El amo!
(Las /EsiiNiAS se apartan con pesar, dejando a ELECTRA ten-
dida en el suelo.)
JÚPITER. —
Pobres niños. (Se acerca a Electra.) ¿Veis vues-
tro estado? La cólera y la piedad se disputan mi corazón.
Levántate, Eleara: mientras yo esté aquí, mis perras no te
harán daño. (La ayuda a levantarse.) ¡Qué rostro terrible!
¡Una sola noche! ¡Una sola noche! ¿Dónde está tu fres-
cura campesina? En una sola noche tu hígado, tus pulmo-
nes y tu bazo se han gastado, tu cuerpo ya no es sino una
gran miseria. ¡Ah, juventud presuntuosa y loca, cuánto daño
os habéis hecho!
Orestes. —
Abandona ese tono^ buen hombre: sienta mal al
rey de los dioses.
59
JÚPITER. —Y tú abandona ese tono orgulloso: no conviene
nada a un culpable que está expiando su crimen.
Orestes. — No soy culpable, y no podrías hacerme expiar lo
que no reconozco como crimen.
JÚPITER. — Quizá te equivoques, pero paciencia; no te dejaré
mucho tiempo en el error.
Orestes. — Atorméntame todo que no lamento
lo quieras: nada.
JÚPITER. — ¿Ni abyección en que
siquiera la sumida está tu
hermana por culpa?
tu
Orestes. — Ni siquiera.
JÚPITER. — Eleara, oyes? iste
¿lo que que
es el decía te
amaba.
Orestes. — La amo más que a mí mismo. Pero sus sufrimien-
tos proceden de ella, puede
sólo ella desecharlos: es libre.
JÚPITER. — ¿Y tú?¿Acaso también
eres libre?
Orestes. — Bien lo sabes.
JÚPITER. — Mírate, desvergonzada y
criatura estúpida: tienes
un gran aspecto, en verdad, todo encogido entre las piernas
de un dios caritativo, con esas perras hambrientas que te
sitian. Si te atreves a afirmar que eres libre, entonces habrá
que ensalzar la libertad del prisionero cargado de cadenas,
en el fondo de un calabozo, y la del esclavo crucificado.
Orestes. —¿Por qué no?
JÚPITER. —Ten cuidado: fanfarroneas porque Apolo te pro-
tege. Pero Apolo es mi muy obediente servidor. Si alzo un
dedo, te abandonará.
Orestes. — ¿Y qué? Alza el dedo, alza la mano entera.
JÚPITER. — ¿Para qué? ¿No te dije que me repugnaba casti-
gar? He venido a salvaros.
Electra. — ¿A salvarnos? Deja de burlarte, amo de la ven-
ganza y de la muerte, pues no está permitido — ni siquiera
a un dios— dar a los que sufren una esperanza engañosa.
JÚPITER. — Dentro de un cuarto de hora puedes estar fuera
de aquí.
Electra. — ¿Sana y salva?
JÚPITER. — Te doy mi palabra.
Electra. — ¿Qué de mí en cambio?
exi^iris
JÚPITER. — No pido nada,
te mía. hija
Electra. — ¿Nada? ¿Te he oído dios bueno, dios ado-
bien,
rable?
JÚPITER. — O Algo que puedes darme con toda
casi nada. fa-
cilidad:un poco de arrepentimiento.
Orestes. — Ten cuidado, nada pesará sobre
Electra: esa tu
alma como una montaña.
JÚPITER (a Electra). — No Contéstame en cam-
lo escuches.
60
bio: ¿cómo no aceptarías negar ese crimen? Otro lo ha co-
metido. Apenas puede decirse que fuiste su cómplice.
Orestes. — ¡Electra! ¿Vas a renegar de quince años de odio
y esperanza.^
JÚPITER. — ¿Quién habla de renegar.? Ella nunca quiso ese
acto sacrilego.
Electra. — ¡Ay de mí!
JÚPITER. — ¡Vamos! Puedes depositar tu confianza en mí. ¿Aca-
so no leo en los corazones?
Electra (incrédula), —
¿Y lees en el mío que no quise ese
crimen, cuando he soñado quince años con crimen y ven-
ganza?
JÚPITER. — jBah! Esos sueños sangrientos que te acunaban
tenían una especie de inocencia: te ocultaban tu esclavitud,
curaban las heridas de tu orgullo. Pero nunca pensaste en
realizarlos. ¿Me equivoco?
Electra. — ¡Ah, dios mío, dios mío querido, cómo deseo que
no te equivoques!
JÚPITER. — Eres una niñita, Electra. Las otras niñitas desean
llegar a ser las más ricas o las más bellas de todas las mu-
jeres. Y tú, fascinada por el destino atroz de tu raza, de-
seaste llegar a ser la más dolorosa y la más criminal. Nunca
quisiste el mal; sólo quisiste tu propia dicha. tu edad, lasA
niñas juegan aún con la muñeca o a la rayuela; y tú, pobre-
cita, sin juguetes ni compañeras, jugaste al crimen, porque
es un juego que se puede jugar sola.
Electra. — ¡Ay, ay! Te escucho y veo claro en mí.
Orestes. — ¡Electra! ¡Electra! Ahora eres culpable. Lo que
quisiste, ¿quién puede saberlo si no tú? ¿Dejarás que otro lo
decida? ¿Por qué deform^ar un pasado que ya no puede de-
fenderse? ¿Por qué renegar de esa Electra irritada que fuis*
te, de esa joven diosa del odio, que tanto he amado? ¿Y
no ves que este dios cruel se burla de ti?
JÚPITER. — ¿Burlarme de vosotros? Escuchad lo que os pro-
pongo: Si repudiáis vuestro crimen, os instalo a los dos en
el trono de Argos.
Orestes. — ¿En el lugar de nuestras víctimas?
JÚPITER. — No hay más reniedio.
Orestes. — ¿Y me pondré las ropas tibias aún del difunto rey?
JÚPITER. — Esas u otras, poco importa.
Orestes. — Sí, con tal que sean negras, ¿no es cierto?
JÚPITER. — ¿No estás de duelo?
Orestes. — De duelo por mi madre, lo olvidaba, a mis sub- Y
ditos, ¿tendré que vestirlos de negro?
JÚPITER. — Ya lo están.
61
Orestes. — Es cierto. Dejémosles tiempo para que gasten sus
viejas ropas. Bueno. ¿Comprendiste, Electra? Si derramas al-
gunas lágrimas, tendrás las enaguas y las camisas de Clitem-
nestra — esas camisas hediondas y manchadas que has lava-
do durante quince años con tus propias manos —
También te
.
JÚPITER. —
Anda, no te llenes de orgullo. A la soledad del des-
precio y del horror te han arrojado, a ti, más cobarde
el
de los asesinos.
Orestes. — El más cobarde de los asesinos es el que tiene re-
mordhnientos.
JÚPITER. — ¡Orestes! Te he creado y he creado toda cosa: mira.
(Los muros del teyíiplo se abren. Aparece el cielo, constelado
de estrellas que giran. JÚPITER está en el fondo de la escena.
Su voz se ha hecho enorme — micrófono — pero apenas se lo
distingue.) Mira esos planetas que ruedan en orden, sin chocar
nunca: soy yo quien ha reglado su curso, según la justicia. Es-
cacha la armonía de las esferas, ese enorme canto mineral de
gracia que repercute en los cuatro rincones del cielo. (Melodra-
ma.) Por mí las especies se perpetúan, he ordenado que un
hombre engendre siempre un hombre, y que el cachorro de
perro sea un perro; por mí la dulce lengua de las mareas viene
a lamer la arena y se retira a hora fija, hago crecer las plantas,
y mi aliento guía alrededor de la tierra a las nubes amarillas
del polen. No estás en tu casa, intruso; estás en el mundo
como la astilla en la carne, como el cazador furtivo en el bos-
que señorial, pues el mundo es bueno; lo he creado según mi
voluntad, y yo soy el Bien. Pero tú, tú has hecho el mal, y las
cosas te acusan con sus voces petrificadas; el Bien está en to-
das partes, es la médula del saúco, la frescura de la fuente, el
grano de sílex, la pesadez de la piedra; lo encontrarás hasta
62
en la naturaleza del fuego y de la luz; tu cuerpo mismo te
traiciona, pues se acomoda a mis prescripciones. El Bien está
en ti, fuera de ti: te penetra como una hoz, te aplasta como
una montaña, te lleva y te arrastra como un mar; él es el que
permite éxito de tu mala empresa, pues fue la claridad de
el
las antorchas, la dureza de tu espada, la fuerza de tu brazo.
Y eseMal del que estás tan orgulloso, cuyo autor te consi-
deras, ¿qué es sino un reflejo del ser, una senda extraviada,
una imagen engañosa cuya misma existencia está sostenida por
el Bien? Reconcéntrate, Orestes; el universo te prueba que
estás equivocado, y eres un gusanito en el universo. Vuelve a
la naturaleza, hijo desnaturalizado: mira tu falta, aborrécela,
arráncala como un diente cariado y maloliente. O teme que
el mar se retire delante de ti, que las fuentes se sequen en tu
camino, que las piedras y las rocas rueden fuera de tu senda
y que la tierra se desmorone bajo tus pasos.
Orestes. —¡Que se desmorone! Que las rocas me condenen y
las plantas se marchiten a mi paso: todo tu universo no bas-
tará para probarme que estoy equivocado. Eres el rey de los
dioses, Júpiter, el rey de las piedras y de las estrellas, el rey
de las olas del mar. Pero no eres el rey de los hombres.
(Los muros se juntan. JÚPITER reaparece, cansado y agobiado;
ha recobrado su voz natural,)
JÚPITER. — No soy tu rey, larva desvergonzada. Entonces, ¿quién
te ha creado?
Orestes. — Tú. Pero no debías haberme creado libre.
JÚPITER. — Te he dado la libertad para que me sirvas.
Orestes. — Es posible, pero se ha vuelto contra ti y nada po-
demos ninguno de los dos.
JÚPITER. — ¡Por fin! Ésa es la excusa.
Orestes. — No me excuso.
JÚPITER. — ¿De veras? ¿Sabes que esa libertad de la que te di-
ces esclavo se asemeja mucho a una excusa?
Orestes. — No soy ni el amo ni el esclavo, Júpiter. ¡Soy mi li-
bertad! Apenas me creaste, dejé de pertenecerte.
Electra. — Por nuestro padre, Orestes, te conjuro, no añadas
la blasfemia al crimen.
JÚPITER. — Escúchala. Y
pierde la esperanza de convencerla con
tus razones: este lenguaje parece bastante nuevo para sus
oídos, y bastante chocante.
Orestes. —
Para los míos también, Júpiter. Y
para mi garganta
que emite las palabras y para mi lengua que las modela al
pasar: me cuesta comprenderme. Todavía ayer eras un velo
sobre mis ojos, un tapón de cera en mis oídos; ayer tenía
yo una excusa: era mi excusa de existir porque me habías
63
puesto en el mundo para servir cus designios, y el mundo era
una vieja alcahueta que me hablaba sin cesar de ti. Y luego
me abaiidonaste.
JÚPITER. — ¿Abandonarte, yo?
Orestes. — Ayer yoestaba cerca de Eleara; toda tu naturaleza
se estrechaba a mi
alrededor; tu Bien, la sirena, cantaba y
me prodigaba consejos. Para incitarme a la lenidad, el día
ardiente se suavizaba como se vela una mirada; para predi-
carme el olvido de las ofensas, el cielo se había hecho suave
como el perdón. Mi juventud, obediente a tus órdenes, se había
levantado, permanecía frente a mis ojos, suplicante como una
novia a punto de ser abandonada: veía mi juventud px^r última
vez. Pero de pronto la libertad cayó sobre mí y me traspasó,
la naturaleza saltó hacia atrás, y ya no tuve edad y me sentí
completamente solo, en medio de tu mundito benigno, como
quien ha perdido su sombra; y ya no hubo nada en el cielo,
ni Bien, ni Mal, nadie que me diera órdenes.
JÚPITER. —
;Y qué.^ ¿Debo admirar a la oveja a la que la sar-
na aparta del rebaño, o al leproso encerrado en el lazareto?
Recuerda, Orestes: has formado parte de mi rebaño, pacías la
hierba de mis campos en medio de mis ovejas. Tu libertad
sólo es una sarna que te pica, sólo es un exilio.
Orestes. — Dices verdad: un exilio.
la
JÚPITER. — mal
El no es tan profundo: data de ayer. Vuelve
con nosotros. Vuelve: mira qué solo te quedas, tu propia her-
mana te abandona. Estás pálido y la angustia dilata tus ojos.
¿Esperas vivir? Te roe un mal inhumano, extraño a mi natu-
raleza; extraño a ti mismo. Vuelve: soy el olvido, el reposo.
Orestes. — Extraño a mí mismo, lo sé. Fuera de la naturaleza,
contra la naturaleza, sin excusa, sin otro recurso que en mí.
Pero no volveré bajo tu ley; estoy condenado a no tener otra
ley que la mía. No volveré a tu naturaleza; en ella hay mil
caminos que conducen a ti, pero sólo puedo seguir mi ca-
mino. Porque soy un hombre, Júpiter, y cada hombre debe
inventar su camino. La naturaleza tiene horror al hombre, y
tú, soberano de los dioses, también tienes horror a los hombres.
JÚPITER. —No mientes: cuando se parecen a ti los odio.
Orestes. —Ten cuidado; acabas de confesar tu debilidad. Yo
no te odio. ¿Qué hay de ti a mí? Nos deslizamos uno junto
al otro sin tocarnos, como dos navios. Tú eres un dios y yo
soy libre; estamos igualmente solos y nuestra angustia es
semejante. ¿Quién te dice que no he buscado el remordi-
miento en el curso de estt larga noche? El remordimiento, el
sueño. Pero ya no puedo tener remordimientos. Ni dormir.
(Silencio.)
64
JÚPITER. — ¿Qué hacer?
piensas
Orestes. — Los hombres de Argos son mis hombres. Tengo que
abrirles los ojos.
JÚPITER. — ¡Pobresgentes! Vas de
a hacerles el regalo la sole-
dad y la vergüenza, vas a arrancarles las telas con que yo
los había cubierto, y les mostrarás de improviso su existen-
cia, su obscena e insulsa existencia, que han recibido para
nada.
Orestes. —¿Por qué había de rehusarles la desesperación que
hay en mí, si es su destino?
JÚPITER. —^-Qué harán de ella?
Orestes. —Lo que quieran; son libres y la vida humana em-
pieza del otro lado de la desesperación.
(Silencio,)
Júpiter. —Bueno, Orestes, • todo estaba previsto. Un hombre
debía venir a anunciar mi crepúsculo. ^'Eres tú? /Quién lo
hubiera creído, ayer, viendo tu rostro femenino?
Orestes. —
;Lo hubiera creído yo mismo? Las palabras qu*"
digo son demasiado grandes para mi boca; la desgarran; el
destino que llevo es harto pesado para mi juventud; la ha roto.
JÚPITER. —No te quiero y sin embargo te compadezco.
Orestes. — Yo también compadezco.te
JÚPITER. — Adiós, (Da unos pasos.) En cuanto a
Orestes. ti,
ESCENA III
65
.
Electra.
Orestes. — No
sé; hacia nosotros mismos. Del otro lado de los
ríos y montañas hay un Orestes y una Electra que nos
de las
aguardan. Habrá que buscarlos pacientemente.
Electra. —
No quiero oírte más. Sólo me ofreces la desdicha
y el hastío. (Saha sobre la escena. Las Erinias se acercan
lentamente.) ¡Socorro! Júpiter, rey de los dioses y de los
hombres, mi rey, tómame en tus brazos, llévame, protégeme.
Seguiré tu ley, seré tu esclava tu cosa, besaré tus pies y
y
rus rodillas. Defiéndeme de las moscas, de mi hermano, de
mí misma, no me dejes sola, consagraré mi vida entera a la
expiación. Me arrepiento, Júpiter, me arrepiento.
(Sale corriendo.)
ESCENA IV
66
cuerdas de un arpa bajo los arpegios exquisitos del terror.
Segunda Erinia. —
Pronto el hambre lo arrojará de su asilo;
conoceremos el gusto de su sangre antes de esta noche.
Orestes. —
¡Pobre Electra!
(Entra el Pedagogo.)
FSCENA V
Orestes - Las Erinias - El Pedagogo
El pedagogo. —
Vaya, mi amo, ¿dónde estáis? No se ve nada.
Os traigo un poco de alimento; las gentes de Argos sitian
el templo y no podéis pensar en salir; esta noche trataremos
de huir. (Las Erinias le obstruyen el camino.) ¡Ah! ¿Quié-
nes son éstas? Más supersticiones. ¡Cómo echo de menos el
dulce país del Ática donde era mi razón la que tenía razón!
Orestes. — No de trates mí, desgarrarán
acercarte a te vivo.
El pedagogo. — Despacito, Vaya, tomad viandas
lindas. estas
y mis ofrendas pueden calmaros.
estos frutos, si
escena vi
Los mismos - La multitud
67
Orestes (sin oírlos). —
¡El sol!
La multitud. —
¡Sacrflego! ¡Asesino! ¡Carnicero! Serás des-
cuartizado. Te echaremos plomo derretido en las heridas.
Una mujer, —
Te arrancaré los ojos.
Un hombre —
Te comeré el hígado.
Orestes (se ha erguido), —
¿Estáis pues, aquí, muy fieles sub-
ditos míos? Soy Orestes, vuestro rey, el hijo de Agamenón,
y éste es el día de mi coronación.
(La MULTITUD gruñe, desconcertada.)
Orestes. —¿No gritáis más.^ (La multitud calla.) Ya sé: os
doy miedo. Hace quince años justos, otro asesino se irguió
delante de vosotros; llevaba guantes rojos hasta el codo,
guantes de sangre, y no le tuvisteis miedo porque leísteis
en sus ojos que de los vuestros y que no tenía el valor
era
de sus aaos. Un
crimen que su autor no puede soportar ya
ro es el crimen de nadie, ¿verdad.^ Es casi un accidente.
Habéis acogido al criminal como rey, y el viejo crimen se
echó a rodar entre los muros de la ciudad, gimiendo des-
pacito, como un perro que ha perdido a su amo. Me miráis,
gentes de Argos, habéis comprendido que mi crimen es muy
mío; lo reivindico cara al sol; es mi razón de vivir
y mi or-
gullo, no podéis castigarme ni compadecerme,
y por eso me
tenéis miedo. Y sin embargo, oh, mis hombres, os amo,
y por
vosotros he matado. Por vosotros. Había venido a reclamar
mi reino y me habéis r^hazado porque no era de los vues-
tros. Ahora soy de los vuestros, oh, subditos
míos, estamos
ligados por la sangre, y merezco ser vuestro rey. Vuestras
faltas y remordimientos, vuestras angustias nocturnas, el cri-
men de Egisto, todo es mío, lo cargo todo sobre mí. No
temáis a vuestros muertos; son 7nis muertos. Y mirad: vues-
tras fieles moscas os han abandonado por mí.
Pero no te-
máis, gente de Argos, no me sentaré, todo ensangrentado,
en
el trono de mi víctima; un dios me lo ha
ofrecido y he dicho
que no. Quiero ser un rey sin tierra y sin subditos. Adiós,
mis hombres, intentad vivir; todo es nuevo aquí, todo está
por empezar. También para mí la vida empieza. Una vida
extraña. Escuchad, además, esto: un verano,
Scyros se in-
festó de raras. Era una lepra horrible, lo roían
todo; los ha-
bitantes de la ciudad creyeron morir. Pero un
día llegó un
flautista. Se puso de pie en el corazón
de la ciudad —así—.
(Se pone de pie.) Empezó a tocar la flauta
y todas las ratas
fueron a apretarse a su alrededor. Luego se puso
en marcha a
largos trancos, así (baja del pedestal), gritando
a las gentes
68
.
TELÓN
69
NEKRASOV
Traducción de
MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS
Título original
Nekrasov
© Librairie Gallimard, París, 1955.
© Editorial Losada, S.A., Buenos Aires, 1957
PERSONAJES
PRIMER CUADRO
ORILLAS DEL SENA
SEGUNDO CUADRO
DESPACHO DE PALOTLX
TERCER CUADRO
SALA DE SlBILOT
CUARTO CUADRO
DESPACHO DE PALOTIN
Tavernier MOUTON
Perigord Lerminier
Secretaria Charivet
PALOTIN Nerciat
De Valera Bergerat
SlBILOT
QUINTO CUADRO
UN DEPARTAMENTO EN EL HOTEL JORGE V
SEXTO CUADRO
SALÓN EN CASA DE LA SRA. BOUNOUMI
Baudoin Primera invitada
Chapuis Segunda invitada
Sra. Bounoumi Tercera invitada
Nerciat Cuarta invitada
Perdriere Palotin
Charivet MOUTON
Bergerat Demidov
Lerminier Goblet
Perigord De Valera
Secretaria SiBILOT
Fotógrafo Primer guardaespaldas
Primer invitado Segundo guardaespaldas
Segundo invitado
SÉPTIMO CUADRO
sala de SIBILOT
Nerciat Chapuis
Charivet MOUTON
Bergerat SiBILOT
Lerminier Tavernier
Palotin Perigord
Baudoin
PRIMER CUADRO
ESCENA I
Vagabunda. — ;Oh!
Vagabundo (medio despierto). ¡Eh! —
Vagabunda. —
¡Qué linda es!
Vagabundo. —
^Qué?
Vagabunda. —
La luna.
Vagabundo. —
La luna no es linda; se la ve todos los días.
Vagabunda. —
Es linda porque es redonda.
Vagabundo. —
De todas maneras es para los ricos. Y las estre-
llas también. (Se vuelve a acostar y se duerme.)
Vagabunda. — {Mira! ¡Mira! (Le zarandea.)
Vagabundo. — ¿Me vas a dejar en pa2.>
Vagabunda (muy excitada). —
¡Allí, allí, allí!
Vagabundo (frotándose los ojos), —
¿Dónde?
Vagabunda. — ¡En puente, junto
el a la farola! ¡Es uno de ésos!
Vagabundo. — No nada de
tendría extraordinario. Ésta es la
época.
Vagabunda. — Está mirando a la luna. Eso me divierte porque
yo, hace un momento, la miraba también. Se quita la chaqueta.
La dobla. Oye, no está mal.
Vagabundo. —
De todas maneras es un flojo.
'•
que no sale de París. Duerme bajo los puentes del Sena. Vive sin tra-
bajar, pero no mendiga nunca.
75
me abriría y el agua me entraría por todas partes, como si fuera
su amante.
Vagabundo. —
Tú parque eres mujer. Un macho de verdad,
cuando se va de este mundo, tiene que ser reventado. A mí . .
Vagabunda.
Vagabundo. — No me gusta eso.
Vagabunda. — ¿Pero qué? el
Vagabundo. — nadando!
¡Está
Vagabunda. — ¡Ah! Tú nunca estás contento.
Vagabundo. — ¡No me gustan los chiflados!
Vagabunda. — Chiflado o no, clavará el pico.
Vagabundo. — Eso no quita: es un chalao. Y
luegc^la chaqueta
se Yo, al menos, espero la defunción. Pero te apuesto
jodio.
a que el primero que pase por el puente no tendrá mi delica-
deza. (Se acerca a una bita de amarre y desenrolla la cuerda
que la rodea.)
Vagabunda. — Roberto, ¿qué estás haciendo?
Vagabundo — Desliar
{desenrollando la cuerda). esta cuerda.
Vagabunda. — ¿Para qué?
Vagabundo (haciendo mismo). — Para
lo echársela.
Vagabunda. — ¿Y para qué quieres echársela?
Vagabundo. — Para que la agarre.
Vagabunda. — desgraciado! Deja
¡Párate, eso a los profcsio-
7fí
Nosotros, los vagabundos, somos un indiferente arriate
nales.
de metes en andanzas, te puede costar caro.
flores. Si te
—
Vagabundo (convencido). Vieja, hablas como un libro.
Vagabunda. — Entonces no le eches la cuerda.
Vagabundo. — Tengo que echársela.
Vagabunda. — ¿Por qué.^
Vagabundo. — Porque nadando. está
Vagabunda (se acerca al borde del muelle). ¡Párate! ¡Pára- —
te! Ya ves; es demasiado tarde: se ha hundido. Más tranquili-
dad.
Vagabundo (mira a su alrededor), —
¡Miseria nuestra! (se acues-
ta de nuevo.)
Vagabunda. — Y
la chaqueta ¿no vas a buscarla?
Vagabundo. —
Ya no tengo coraje "pa" la faena. Un hombre
muerto por falta de socorros; eso me hace pensar en mí: si me
hubieran ayudado, en la vida... (Bosteza.)
Vagabunda. —
¡Apúrate, Roberto, apúrate!
Vagabundo. — Déjame dormir.
Vagabunda. — De ¡La cuerda! Sale otra vez del
prisa, te digo.
agua. (Levanta al vagabundo.) ¡Canalla! Serás capaz de dejar
a un hombre ahogarse.
Vagabundo (se levanta bostezando), ¿Has cambiado de pa- —
recer.^
Vagabunda. — Sí.
Vagabundo (terminando de desenrollar la cuerda). ¿Por qué.^ —
Vagabunda. — Porque ha vuelto a flotar.
Vagabundo. — ¡Vaya usted a comprender a las mujeres! (Echa
la cuerda.)
Vagabunda. — ¡Buena puntería! (Indignada.) ¿Te das cuen-
ta.^ ¡No ia agarra!
Vagabundo (recogiendo lacuerda). —
¡Todas iguales! ¡Un
hombre acaba de agua y tú quietes que se deje sacar sin
tirarse al
protestar! ¿No sabes lo que es el honor (Echa la cuerda otra
.^
vez.)
Vagabunda. — ¡La agarró! ¡La agarró!
Vagabundo (decepcionado), —
Y no ha hecho muchos aspa-
Te
vientos. dije que era medio afeminado, femenino.
Vagabunda. — ¡Se alza él solo! ¡Salvado! ¿No estás orgulloso
de ti.^ Yo me siento orgullosa; es como si me hubieras hecho
un niño.
Vagabundo. —
¿Ves? No sólo hay malas gentes en la vida. Si
yo hubiera encontrado alguien como yo mismo para sacarme
de la mierda (Aparece JORGE, que sale del agua chorrean-
. . .
do,)
77
.
B8CE-NA II
78
chaqueta que dejé allí y hubieras hecho tres personas felices:
yo, que estaría muerto, y vosotros dos, que habríais ganado
tres mil francos.
Vagabundo. — ¡La chaqueta vale tres mil francos! (quiere es-
caparse, pero Jorge lo alcanza^
Jorge. — Tres mil por lo bajo; puede que cuatro. (El vagabun-
do quiere de nuevo escapar y JORGE lo agarra.) ¡Quédate aquí I
79
.
Vagabundo. — ¿A empezar? . .
Vagabundo. —
¡Ah! Por eso no tenga cuidado. Yo le juro que
no le salvaremos otra vez.
Jorge. —
¿Y si yo me agito?
Vagabundo. —
Nos frotaremos las manos.
Jorge. —
¿Y si pido socorro?
Vagabunda. —
Cantaremos para que no se oiga su voz.
Jorge. —
¡Perfecto! ¡Está perfecto! (No se mueve.)
80
. . .
Vagabundo. —
Buenas noches.
Jorge. —
¡Qué de tiempo perdido! Debiera estar muerto desde
hace diez minutos.
Vagabundo (tímidamente). —
¡Oh!, señor, diez minutos, ¿eso
qué es?
Vagabunda. — Cuando se tiene, como usted, la Eternidad por
delante.
Jorge. —
¡Ahí quisiera veros! La Eternidad estaba ante mí,
eso es un hecho. Solamente que la he dejado escapar por culpa
vuestra y no sé cómo volver a alcanzarla.
Vagabundo. — No debe estar lejos.
Jorge (designando el río). — No busquéis: está ahí. La cuestión
es reunirse con ella. Comprendedme: yo
tenía la suerte poco
común de pasar por el puente y de estar desesperado al mismo
tiempo; esas coincidencias se vuelven a presentar muy difícil-
mente. La prueba es que ya no estoy en el puente. espero Y
— digo bien^ espero —
estar aún desesperado. ¡Ah! ¡Ahí
están!
Vagabundo (sobresaltado). — ¿Quiénes?
Jorge. — Mis razones para morir. (Cuenta con los dedos.) Aquí
están todas.
Vagabundo (rápidamente). —
No queremos entretenerlo, señor,
pero ya que las ha vuelto a encontrar
— no
. .
Vagabunda. —
Pero, ¿por qué morir?
Jorge. —
Porque ya estáis caídos. La vida es como un pánico
en un teatro en llamas. Todo el mundo busca la salida y nadie
la encuentra, todos golpean sobre todos. Desgraciados de los
que caen: allí mismo son pisoteados. ¿No sentís el peso de
cuarenta millones de franceses que os pisan los hocicos.^ No
pisarán los míos. He pisoteado a mis vecinos; hoy estoy por
los suelos; bien, ¡buenas noches! Prefiero mejor tragar tagar-
nina que suelas de zapato. ¿Sabes que durante mucho tiempo
llevé veneno en el engarce de una sortija.^ Qué ligereza; yo
estaba muerto de antemano, me elevaba por encima de la em-
presa humana y la consideraba como un desapego de artista.
¡Y qué orgullo! Mi muerte y mi nacimiento, todo lo he sa-
cado de mí; hijo de mis obras, soy mi propio parricida. Sal-
temos, compañeros: la única diferencia entre el hombre y el
animal es que el primero puede darse la muerte y el segundo
no. (Intenta arrastrar al VAGABUNDO.)
Vagabundo. — Salte yo
primero, señor: le pido un poco de
tiempo para reflexionar.
Jorge. —
Entonces, ¿no te he convencido?
Vagabundo. — No del todo.
Jorge. —- Ya de que yo me suprima; pierdo categoría.
es hora
Otras veces, para convencer no tenía más que hablar. ( A la VA-
GABUNDA.) ¿Y tú?
Vagabunda. — ¡No!
Jorge. — ¿No?
Vagabunda. — No, francamente.
Jorge. — ¡Ven! Morirás en los brazos de un artista. (Quiere
de
tirar ella.)
Vagabundo. — Mi vieja. ¡Dios mío! . . . ¡Mi vieja! ¡Es mía!
¡Es mi mujer! ¡Socorro! ¡Socorro!
Jorge (soltando a la VAGABUNDA). — Cállate. Te van a oír.
(Se ven luces en el puente y a lo lejos. Silbatos.)
Vagabundo las antorchas eléctricas).
(al ver ¡Los polis! —
Jorge. — mí
a quien buscan!
¡Es a
Vagabundo. —
¿Es usted un matón?
—
. .
82
.
ESCENA III
83
Vagabunda. — ¿Cuándo^
Inspector. — Hace un momento.
Vagabunda (señalando a su marido). — Era él.
84
prohibirse despertar a las gentes de sopetón.
Inspector (presentándose). —
Inspector Goblet. Sé correcto.
Jorge. —¿Correcto.^ Yo no he hecho nada; demasiado honra-
do para serlo. (Á la VAGABUNDA.) Estaba soñando, mamá.
Inspector. — ¿No te han despertado los gritos de tu padre?
Jorge. — ¿Ha gritado?
Inspector. — Como un cerdo cuando lo degüellan.
Jorge. — Grita siempre; acostumbrado.
estoy
Inspector. — ¿Siempre? ¿Por qué?
Jorge. — Porque mi madre pega siempre. le
Inspector. — ¿Le pega y no impides? ¿Por qué?
tú lo
Jorge. — Porque yo soy de mamá.
partidario
Inspector. — ¿Has un moreno grande de
visto a ojos grises,
con un de "tweed"?
traje
Jorge. — que Sí Me quería
lo vi, a ese granuja. tirar al agua.
Inspector. — ¿Cuándo? ¿Dónde?
Jorge. — En mi sueño.
Inspector. — (Entra un Agente
¡Imbécil! corriendo,)
Agente. — Encontramos chaqueta en su puente. el
Inspector. — Se ha O nos quiere hacer
tirado al agua. creer
eso. (A Vagabundos J ¿No habéis oído nada?
los
Vagabunda. — No.
Inspector Agentes). — ¿Creen ustedes que
(a los ha se aho-
gado?
Agente — Me
1- extrañaría.
Inspector. — A mí también. Ese un tipo es león: se batirá
mientras tenga un poco de aliento. (Se sienta al borde del
agua.) Sentarse, muchachos. Sí, sí, sentarse: somos todos igua-
les ante el fracaso. (Los Agentes se sientan.) Saquemos fuer-
zas del espectáculo de la naturaleza. ¡Qué claro de luna! ¿Veis
la Osa Mayor? ¡Oh! ¡Y la Menor! En esta noche maravillosa
la caza delhombre debería ser un placer.
Agente 1- — ¡Ay!
Inspector. —
Se lo he dicho al jefe, vosotros lo sabéis. Le he
dicho: "Patrón, prefiero decirle que no le echaré el guante".
Yo soy una mediocridad y no me da vergüenza decirlo: los
mediocres son la sal de la tierra. Dadme un asesino mediocre
y lo engancho en un dos por tres; entre mediocres todo se
comprende, se prevé. Pero a ese hombre, qué queréis, yo no
lo huelo. Es el estafador del siglo, el hombre sin rostro; ciento
dos estafas y ni una sola condena. ¿Qué puedo hacer yo? El
genio me estropea todo: no lo preveo. (A los Agentes.) ¿Dón-
de está? ¿Qué hace? ¿Cuáles son sus reacciones? ¿Cómo quie-
re usted que yo lo sepa? Esas gentes no son como nosotros.
85
. . .
—
. .
Vagabundo. ¿Irma.^
Vagabunda. — ^ Roberto.^
Vagabundo. — ^Te diste cuenta?
Vagabunda. — Sí sí Dame la mano
—
. . . . . . . .
TELÓN
SEGUNDO CUADRO
ESCENA I
Julio, la Secretaria
Julio. —
¿Cuándo.^
86
Secretaria. — Ayer.
JliLio. — ¿Sin avisarme? No me parece buen indicio. ¿Qué
han dicho?
Secretaria. —
Luciano trató de escucharlos, pero hablaban muy
bajo. Al salir presidente dijo que pasaría hoy a verlo a usted.
el
Julio. —¡Me da mala espina! ¡Fifí, me da mala espina! Ese
viejo roñoso me quiere hacer saltar. (El teló joño.)
Secretaria. —
Aló. sí. muy bien, señor presidente.
. . . . (A . .
ESCENA II
87
SlBlLOT. — Me da vergüenza confesar que gano. lo
Julio. — ¿Es demasiado?
SiBiLOT. — Demasiado poco.
Julio. — Veamos eso.
SiBiLOT. — Setenta mil francos.
Julio. — ¿Al año.^
SiBiLOT. — Al mes.
Julio. — Pero un es muy decente, no veo
salario que da y lo
vergüenza.
SiBiLOT. — Yo digo letodo mundo que gano
a el cien.
Julio. — Bueno, continúa. Mira: permito aumentar te hasta cien-
to veinte; creerán que ganas por menos noventa. lo
SiBlLOT. — patrón... (Lapso.) ¿No podría usted
Gracias, dár-
melos de verdad.^
Julio — ¿Los ciento veinte?
(sobresaltado).
SiBlLOT. — ¡Oh! No: noventa. Desde hace cinco
los mi arios
mujer estáen la ya no doy abasto para mantenerla.
clínica y
Julio (tocándose —
La frente). fSiBlLOT hace un signo
Está. . .
le pasará.
SiBlLOT. — Pero mientras completo mi presupuesto con
tanto, yo
el oro de Moscú. Para un profesional del anticomunismo es vio-
lento.
Julio. — Al contrario: cumples con tu deber. Mientras ese oro
queda entre tus manos, no pue^e ser perjudicial.
SiBlLOT. — ¡Incluso con el oro de Moscú, los finales de mes son
una pesadilla!
Julio (sospechando). —
Mírame, Sibilot. A los ojos. Fijamente a
los ojos. ¿Tienes cariño por tu oficio?
Sibilot. — patrón.Sí,
%%
SiBiLOT. — Usted, sabe, patrón, el amor, en la quinta plana, no
tengo a menudo la ocasión.
— ¡Qué
. .
ESCENA III
Julio, la secretaria
ESCENA IV
89
Julio. — Me habéis saboteado primera plana poniéndole
la tí-
que
tulos para mueran de se papúes.
risa hasta los
Perigord. — c'Qué había que poner, patrón.^
Julio. — Eso que os pregunto, muchachos. ¡Proponed!
es lo
Buscad bien: yo quiero una locomotora, un título
(Silencio.)
atómico. Hace ochodías que estamos estancados.
Tavernier. — Hay lo de Marruecos.
Julio. —¿Cuántos muertos.^
Perigord. — Diecisiete.
Julio. — ¡Vaya! Dos más auc ayer. A segunda página. Y pon-
dréis como título: "Marraxech: emocionantes manifestaciones
de lealtad". Y como subtítulo: "Los elementos sanos de la po-
blación condenan a los facciosos". ¿Tenemos una foto del ex
Sultán jugando a los bolos.'^
Tavernier. —
Está en los archivos.
Julio. —Ésa, en primera página. Y conK) pie: "El ex Sultán de
Marruecos parece habituarse a su nueva residencia".
Perigord. — Con todo eso no tenemos el gran titular.
Julio. — En efeao. (Reflexiona.) ¿Y Adenauer.^
Tavernier. — Buena bronca nos ha echado ayer.
Julio. — Le desdeñamos: ni una p>alabra. ¿Y la guerra? ¿Cómo
es hoy.^ ¿Fría o caliente?
Perigord. — Buena.
Julio. — Tibia, en resumen. Se parece a vosotros. (Perigord le-
vanta dedo.) ¿Tienes un
el título?
Perigord. — "La guerra se aleja."
Julio. — No, ¡por Dios!, no. Que se aleje lo que quiera. Pero
no en primera plana. En la primera, las guerras se acercan.
¿Y en Washington? ¿No ha rechistado nadie? ¿lice? ¿Dulles?
Perigord. — Mudos.
Julio. — No sé qué hacen. (Tavernier levanta el dedo.) Anda.
Tavernier. — "Silencio inquietante de América."
lULIO. — No.
Tavernier. — América no inquieta, sino que tranquiliza.
Perigord. — "Silencio tranquilizador de América."
Julio. — 'Tranquilizador". Pero, viejo, yo no soy solo: tengo de-
beres para con los accionistas. ¿Crees que voy a divertirme en-
cajando un "tranquilizador" en grandes titulares para que la
gente pueda verlo de lejos? Si se tranquilizan de antemano,
¿para qué quieres que me compren el diario?
Tavernier (levantando el dedo). —
"Silencio inquietante de la
U. R. S. S."
90
. .
¡No me da vergüenza
vaselina! autodidac- ser
91
to! Traed el mapamundi. (Lo traen. JULIO se errodilla ante él.)
No encuentro el Perú.
Tavernier. —
Arriba y a la izquierda. No tan arriba: ¡ahí!
Julio. —
Dime, rsto es un pwñuclo de bolsillo. ¿Y Travadja?
Tavernier. —
Es ese punto negro, a la derecha.
Julio i seco). —
Tienes mejor vista que yo, Tavernier.
Tavernier. —
Te pido perdón, Julio. (Entra el alcalde De
Travadja seguido de los fotógrafos.)
B8CENA V
£/ ALCALDE DE TRAVADJA. JuLK), TAVERNIER, la SECRETARIA,
el INTÉRPRETE y ¡OS FOTÓGRAFOS
Julio (a los
(A SECRETARIA.^ Tomen como pie: "El alcalde de Travadja
la
llorade gratitud ante nuestro directoi". {Los fotógrafos han
tomado sus fotos. El ALCALDE sigue llorando. Al INTÉRPRETE.)
Dile que se pare. Ya tomaron las fotos.
—
. .
Intérprete. O ca r¡.
Alcalde. —
Ou pe ca mi neu.
Intérprete. —
Preparó un discurso en el avión y llora porque
no se lo dejan pronunciar.
Julio —
Usted lo traducirá y nosotros lo publicaremos "in ex-
tenso".
Intérprete. — ¡Ra ca cha pour!
Alcalde. — ¡Paim-pon!
Intérprete. — Se empeña en pronunciarlo. Me permito hacerle
la observación de que la ciudad de Travadja está situada a 38 10
metros de altura y el aire está allí rarificado Los oradores, que
se ahogan fácilmente, han aprendido a ser concisos.
Julio. — ¡E)e prisa! .Entonces, de prisa!
92
Alcalde (leníaf/iente). —
Na vo k¡. No vo ka. Ka Ko re.
Intérprete. —
Los hijos de Travadja no olvidarán jamás la
generosidad del pueblo francés. (Lapso.)
Julio. —¿Y luego?
Intérprete. Eso es todo. —
Julio (dando la señal para los aplausos). ¡Maravilloso discur- —
so! (Á PERiGORD.y Ahora, nosotros dos, Travadja. (Le tiende el
cheque. El ALCALDE lo toma.) ¡Tómenselo otra vez! ¡De prisa!
Es para los fotógrafos. {Le tonian de nuevo el cheque al AL-
CALDEj
Fotógrafo (poniendo una guia de teléfonos en el suelo.) —
Julio
—
. . .
Julio. ^Eh.^
Fotógrafo. — Si hicieras el favor de subirte encima de la
guía.
— ¿Por qué?
. .
Julio.
Fotógrafo. — La generosidad se practica de arriba abajo.
Julio. — Entonces, pongan dos guías. (Sube sobre las guias y
tiende cheque. El ALCALDE
el cheque. Flash.) tor?ia el
Fotógrafo. — ¡Todavía! (Le vuelve a tomar el cheque al AL-
CALDE y se lo tiende a Julio. Sigue el mismo juego.) ¡Una
vez más! (El mismo juego. El alcalde se pone a llorar.)
Julio. —
¡Basta, voto a tal! ¡Basta! (Pone el cheque en la mano
del alcalde. j ¿Cómo se dice, hasta la vista?
Intérprete. La pi da. —
Julio (al alcalde). ¡Lapida! —
Alcalde. —
La pi da. (Se abrazan.)
Juno (estrechando al alcalde en sus brazos). — Hijos míos, yo
creo que estoy llorando. ¡Rápido, un flash!
(Foto. Julio enjuga una lágrima y muestra sonriendo su dedo
húmedo al ALCALDE. El ALCALDE hace lo mismo y toca el dedo
de Julio con su dedo. Foto.)
Julio (a los fotógrafos). - - Paseadle: el Sacré-Coeur, el Sol-
dado Desconocido, Folies Bergéres. (Al alcalde.J ¡Lápida!
Alcalde (sale andando de espaldas e inclinándose). La pi da, —
la pi da.
(Salen los FOTÓGRAFOS y el INTÉRPRETE.)
ESCENA VI
Julio. —
Muchachos, ¿hay mayor placer que el de hacer el bien?
(Bruscamente.) ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
Perigord (inquieto). — Julio...
93
.
Julio. —
¿A qué día estamos?
Perigord. —
A martes.
Julio. —
Perfeao. Quiero un día de bondad por semana: será
el miércoles. Cuento contigo, Rogelio: a partir del viernes en-
cuentras refugiados, escapados, supervivientes, huérfanos com-
pletamente desnudos. El sábado abres la colecta y el miércoles
anuncias los resultados ¿Comprendido, chaval? ¿Qué nos pre-
paras para el próximo miércoles?
Perigord. —
Pues bien. yo. ¿Por qué no los sin hogar?
—
. . . .
Julio. ¿Los sin hogar? ¡Excelente! ¿Dónde viven tus sin ho-
gar? ¿En Caracas? ¿En Puerto Rico?
Perigord. —
Yo pensaba en los de nuestro país.
Julio. —
¡Estás loco! Nuestros siniestrados tienen que ser víc-
timas de catástrofes estrictamente naturales; si no, vas a echar
a perder el anK)r en sórdidas historias de injusticia social. ¿Os
acordáis de nuestra campaña "Todo el mundo es feliz"? No
hemos convencido por completo a todo el mundo en aquella
época. Pues bien, si este año lanzamos una nueva campaña
'Todo el mundo es bueno", ya veréis, todo el mundo nos creerá.
He ahí lo que yo llamo la mejor propaganda contra el comu-
nismo. ¡Vamos al título, muchachos! ¡Al título! ¿Qué propo-
néis?
Tavernier. — No proponíamos nada, Estábamos en Julio. las
nubes.
Perigord. — Aparte de marroquíes muertos.
los diecisiete
Tavernier (prosiguiendo). —
.
95
con perplejidad; luego, pasado un instante de vacilación, se la
pone.)
nCBNA VII
Julio. —
¡Como usted quiera! (Se sienta.)
MoUTON. —
Vengo a anunciarle una excelente noticia: el mi-
nistro del Interior me telefoneó ayer y me ha dado a entender*
que planeaba concedernos la exclusividad de los Anuncios del
Trabajo.
Julio. —
^Los Anuncios del Trabajo.^ Eso es. ¡eso es inespe- . .
rado!
MouTON. —
^;No es verdad.'^ Después de esta conversación tele-
fónica me he preocupado de reunir al Consejo y todos nues-
tros amigos están de acuerdo en subrayar la suma importancia
de esta decisión: podremos mejorar la calidad del diario re-
duciendo los gastos.
Julio. —
Publicaremos veinte páginas: ¡hundiremos a "Paris-
Presse" y a "France-Soir"!
MoUTON. — Seremos el primer diario que publique fotos en
color.
Julio. — /Y qué
pide el ministro, a su vez?
MoUTON. —
¡Pero querido amigo! Nada. Absolutamente nada.
Nosotros aceptamos el favor cuando reconoce el mérito y lo
rechazamos cuando pretende comprar las conciencias. El mi-
nistro es joven, emprendedor, deportivo: quiere galvanizar a
sus colegas, hacer un gobierno verdaderamente moderno. co- Y
mo "La Tarde de París" es un pericxhco gubernamental, se le
dan los medios de modernizarse. El propio ministro ha dicho
esta palabra deliciosa: "Que la hoja de repollo se convierta en
una hoja de apoyo" ^
Julio (riendo a carcajadas, luego bruscamente serio). ;Me ha —
tratado de hoja de repollo?
96
MOUTON. — Erauna humoraJa Pero debo decirle que algunos
de mis colegas me han
hecho observar que "La Tarde de París"
se duerme un poco. La altura del diario es perfecta, pero ya no
se encuentra en él esa mordacidad, ese gancho que apasiona al
público.
Julio. — Hay quetener en cuenta el relajamiento de la tensión
me decía muy justamente hace un mo-
internacional. Perigord
mento que no pasa nada.
MouTON. —
¡Claro! ¡Claro! Usted sabe que yo lo defiendo siem-
pre. Pero yo comprendo al ministro. "La virulencia —me ha
dicho — será el 'New-Look' de la política francesa". Y él nos
hará avanzar sobre nuestros colegas cuando hayamos hecho nues-
tras pruebas. He aquí que se nos presenta la ocasión de demos-
trar que tenemos la "virulencia" requerida. En sustancia, he
aquí lo que el ministro ha tenido a bien hacerme saber: se van
a celebrar elecciones parciales en Seine-et-Marne. Es la circuns-
cripción elegida por ios comunistas para intentar una prueba de
fuerza. El gabinete acepta el reto: las elecciones se harán por
o contra el rearme alemán. Usted conoce a la señora Bounou-
mí: es la candidata del gobierno. Esta esposa cristiana, madre
de doce hijos que viven todos, siente latir el corazón de las
muchedumbres francesas. Su propaganda sencilla y emocionante
debiera servir de ejemplo a nuestros políticos y a los direao-
res de nuestros grandes diarios. Mire este cartel (saca un car-
tel de su cartera y lo desenrolla. Lee:} "Hacia la Fraternidad
por el Rearme", y más abajo: "Para proteger la paz, todos los
medios son buenos, incluso la guerra". ¡Qué directa es! Me gus-
taría verlo en la pared de su despacho.
Julio (a la secretaria j. —¡Fifí! ¡Chinches! (La secretaria
clava el cartel en la pared.)
MouTON. —Si el mérito ganase siempre, la señora Bounoümi
triunfaría sin esfuerzo. Desgraciadamente, la situación no es muy
brillante: en principio sólo podemos contar con trescientos mil
votos; los comunistas tienen otros tantos, puede que algo más;
como de costumbre, la mitad de los electores se abstendrán.
Quedan unos cien mil votos que deben ir al candidato radical,
Perdriere. Eso significa que no habrá quorum y que el comu-
nista puede pasar en la segunda vuelta.
Julio (que no comprende). — ¡Ah! ¡Ah!
MouTON. —El ministro, para evitar lo que no vacila en llamar
un desastre, sólo ve un medio; obtener que Perdriere se retire
en favor de la señora Bounoümi. Sólo que Perdriere no quiere
retirarse.
Julio. — ¿Perdriere? Pero si yo le conozco: es enemigo jurado
de los Soviets. Hemos comido juntos.
97
^
MOUTON.
Julio. — ^fCómo quiere usted que yo haga eso? No tengo
/Yo.^
sobre
influencia él.
98
MouTON. — Precisamente. (Ligero silencio.) Mi querido Palotin,
el Consejo me ha encargado decirle que su quinta plana no
vale absolumente nada, Julio se levanta.) Amigo mío, le
f
99
.
100
Julio (dando un salto y gritando). — ¡Déjeme en paz! ;La Paz!
¡La Paz! ¡La Paz!
MOUTON. — ^Ve usted cómo la desea? (Silencio. JU-
¡La Paz!
LIO Vamos, siéntese y recobremos nuestra
salta sobre el suelo.)
calma. (Julio se sienta.) Nadie desconoce sus grandes cualida-
des. Yo lo decía ayer en el Consejo: "Usted es el Napoleón
de la Información Objetiva". Pero, ¿será el de la virulencia.^
Julio. — También lo seré.
MoUTON. — Pruébelo.
Julio. — ¿Cómo.^
í MoUTON. — Consiga que Perdriere se retire. Lance una cam-
paña gigantesca, desgarre los sueños mórbidos de su
terrible,
clientela. Demuestre que la supervivencia material de Francia
depende del ejército alemán y de la supremacía americana.
Métanos miedo de vivir, más todavía que de morir.
Julio. — Lo. lo haré.
—
. .
ESCENA VIH
Julio. — Acércate.
Sibilot. — Muchas gracias, patrón.
Julio. — No me des las gracias, no me des las gracias todavía,
Sibilot. — ¡Ah! Quiero hacerlo p>or adelantado cualquiera que
sea su decisión. Ve usted; yo no creía que usted me llamaría
tan pronto.
101
. .
Julio. — Te equivocas.
SiBiLOT. — Me ec^uivoco. Me equivoco por falta de amor. A
fuerza de denunciar el Mal he acabado por verlo en todas par-
tes 7 ya no creía en la generosidad humana. Para decirlo todo,
es el Hombre, patrón, d Hombre mismo, quien había llegado
a serme sospechoso.
TüLlO. — ^'Esrás traiKjuiliíado?
SmiLOT. — Q)mpletmmente. Desde este momento quiero al
Hombre y creo en el.
Julio. — Suene que tienes. (Se pasea por la habitación,) Ami-
go mío, nuestra conversación me ha abieno los ojos. ¿No me
has dicho oue tu oficio reclamaba la inventiva?
SiBlLOT. — Para eso, si que hace falta,
Julio. — ¿Y setisibilidad, taao e incluso poesía?
SiBiLOT. — ¡Claro que sí!
Julio. — —
En resumen 00 temamos las palabras ^una especie — ,
de genio?
SiBiLOT. — Yo no me había atrevido.
Julio. — No
.
dé vergüen».
te
SiBlLOT. — Pues en cieno modo
bien,
Julio. —
. . .
102
.
Julio. —
Te creeré si me das una idea ahora mismo.
Sibilot. — Una idea para la campaña
. . . .
—
. .
TELÓN
10)
TERCER CUADRO
B8CBNA I
Jorge y Verónica
Jorge. — Sí.
Verónica. — ;Y por qué pone manos enusted las alto?
Jorge. — Precisamente: porque de noche. Un es visitante noc-
turno levanta las manos cuando es sorprendido; esa es la cos-
tumbre.
Verónica. — Pues bien, la cortesía está hecha; bájelas.
JORGF^ — Eso no sería prudente.
Verónica. — En ese casí), levántelas bien alto, haga como si
U)4
cómodo. fJORGH se sienta con las manos en alto. VERÓNICA lo
observa.) Tiene usted razón: no hubiera debido tomarle nunca
por un ladrón.
Jorge. — Gracias.
Verónica. — De nada.
Jorge. — Sí, Las apariencias están contra mí
sí. me agrada y
que usted consienta en creerme.
Verónica. — Creo en manos. Vea cómo
sus un aspecto tiene
tonto: usted no ha hecho nunca nada con diez dedos. sus
Jorge (entre — Yo
dientes). con lengua.
trabajo la
105
.
Verónica. —
Pues bien, ¡buenas noches! Vuelva usted cuando
mi padre haya regresado.
Jorge. —¡Buenas noches! ¡Buenas noches! (Se levanta perezo-
samente. Se oyen silbatos juera. Se vuelve a sentar.) Si no la
molesto, prefiero esperar aquí.
Verónica. —Usted no me molesta, pero yo iba a salir. No me
importa dejarlo solo en el departamento, pero me gustaría al
menos saber qué ha venido usted a hacer aquí.
Jorge. —Nada de ilegítimo... {Pausa.) He aquí... (Pausa.)
Verónica. —¿Y qué.^ (Jorge estornuda y da golpes con el
pie.)
Jorge. — ¡Un catarro! ¡Un catarro! Ünico y ridículo vestigio
del acto frustrado: quería enfriarme, he agarrado un resfriado.
Verónica {tendiéndole un pañuelo). ¡Suénese! —
Jorge (qsie sigue con las manos en alto).— ¡Imposible!
Verónica. — ¿Por qué.^
Jorge. — Porque no puedo manos. bajar las
Verónica. — Levántese. Horge levanta y cuelga
se ella se de
sus brazos conseguir
sin usted
bajarlos.) ¿Está paralizado.^
Jorge. — Es elde desconfianza.
efecto la
106
tras tenga usted las manos encima de la cabeza. ^Verónica
baja las m-anos.) ¡Bien!
Verónica. —
Le escucho.
Jorge. — ¡Cómo deploro la ausencia de su padre! Me gustan
las mujeres, adoro cubrirlas de joyas y de caricias; les daría
todo con gran alegría menos explicaciones.
—
. . .
Jorge. — ¡Y
.
eso es todo!
Verónica. — ¿No (Breve
es eso lo esencial.^ silencio.) Me pa-
rece que es lástima.
Jorge. — usted
¿Prefiere ladrones? los
Verónica. — porque
Sí, con manos.
trabajan sus
Jorge. — ¿Es usted obrerista?En todo (Pausa.) caso la expe-
concluyente. Usted ha comprendido todo
riencia es al revés.
Verónica. — ¿No usted un
es estafador?
Jorge. — ¡No! ¡Eso no Lo esencial es que tengo
es lo esencial!
los policías tratandode echarme el guante. Un hombre no se
habría equivocado. (Gritando súbitamente.) Los polizontes quie-
ren echarme el guante. ¿Comprende?
Verónica. —
Bueno, bueno. No grite. (Pausa.)
Jorge. —
Y bien. ¿Qué va a hacer usted de mí?
Verónica. —
Correr las cortinas. (Va hacia las ventanas y las
corre.)
Jorge. — ¿Y de mí?
Verónica. — ¿De usted? ¿Qué puedo hacer yo? ¿Es usted una
guitarra, para tocarla? ¿O una mandolina, para rascar sus cuer-
das? ¿O un
clavo, para golpearle en la cabeza?
Jorge. —
¿Entonces?
Verónica. —
Entonces, nada. No tengo nada que hacer de us-
ted.
Jorge. —
Nada, es la respuesta más imprecisa. Nada, eso quiere
decir cualquier cosa. Puede pasar todo, puede que usted se ane-
gue en llanto o que me salte los ojos con su alfiler de som-
brero. ¡Ah! ¿Por qué no habré encontrado a su señor padre?
¿Sabe usted lo que me habría respondido?
Verónica. — Voy a entregarlo a la policía.
107
.
Jorge. ¿Agrada?
Verónica. — Hay dos resortes a t(Kar: el rozamiento para los
hombres y el desafío para las mujeres. Se finge pensar que
todas nosotras somos iguales porque se cree saber que cada una
quiere ser única. "Usted es mujer, lt4efí^o usted me entregará".
Usted contaba hacerme entrar en el juego y que yo tuviera
como cuestión de pundonor probarle que no me parezco a na-
die. Trabajo perdido, mi pobre amigo: no tengo ninguna gana
de ser única, me parezco a tcxlas las mujeres y estoy contenta
de parecerme.
(Uaman a la puerta de calle.)
Iü8
. . .
Jorge. — Es
— Tengo miedo. CJorge levanta manos,)
. .
Verónica. las
Torce. — ¿Va usted a entregarme.^
Verónica. — ¿Qué cree usted (Ve manos en .^ sus alto.) Baje
las manos, me hace usted perder la cabeza, f Jorge se mete las
manos en los bolsillos.)
Jorge. —
¿Qué va usted a hacer?
Verónica. —
Lo que todas las mujeres harían en mi lugar. (Pau-
sa.) ¿Qué es lo que harían?
Jorge. — No sé.
Jorge. . .
ESCENA 11
Inspector. —
Por supuesto, señora, usted no ha visto a un hom-
bre moreno de un metro setenta y ocho
—
. . .
109
.
KSCBNA III
Verónica y Jorge
Verónica. —
Puede usted volver.
f Jorge entra envuelto en una manta roja. Ella se echa a reír.)
Jorge (digno). —
No veo la risa. Intento entrar en calor. (Se
sienta.)¡Usted ha mentido!
Verónica. — ¡Esas tenemos!
Jorge. — ¡Muy bonito!
Verónica. — He mentido por usted.
Jorge. — Eso no quita nada.
Verónica. — demasiado! ¿Acaso usted no miente?
¡Es
Jorge. — Yo, yo no
es diferente: honrado. Perosoytodas si las
personas honradas como usted
hicieran
Verónica. — ¿Qué?
. .
110
nosotros dos tiene derecho a estar descontento! Pues bien, yo
no lo estoy. En absoluto: jamás me he quejado; no me he
manifestado en mi vida. Acepto el mundo en el umbral de la
prisión y de la muerte; usted tiene veinte años, es libre y
lo rechaza. (Sospechando.) En resumen, usted es roja.
Verónica. — Rosa.
Jorge. — Tanto mejor. ¿Y padre ¿Qué su .'^
dice de todo eso.^
Verónica. — Está
desesperado, pobre hombre. el
Jorge. — lado?
¿Está del otro
Verónica. — en "La Tarde de
Escribe París".
Jorge. — Eso me mi Una gran
encanta;- es diario. persona, tiene
que ser su padre. Queuna debilidad: usted. (Se es-
se tiene
tremece, estornuda y se envuelve más apretadamente en la
manta.) ¡Encantadora velada! Le debo la vida a un vagabundo
aficionado a los actos gratuitos y la libertad a una revolucio-
naria que practica el culto del género humano: ¡tenemos que
estar en la semana de la bondad! (Pausa.) Usted debe estar
contenta: ha sembrado el desorden, traicionado a su clase, men-
tido a sus protectores naturales, humillado a un macho.
—
. .
Verónica. ¡Humillado!
Jorge. — ¡Canastos! Ha hecho de mí un objeto.
El desgraciado
objeto de su filantropía.
Verónica. —
¿Sería usted menos objeto en el camión de los
presos?
Jorge. —No, pero podría odiarla y refugiarme en mi fuero
interno. ¡Ah! ¡Me ha jugado usted una mala pasada!
Verónica. —
¿Yo?
Jorge (con fuerza). —
¡Una verdadera mala pasada! Usted no
ve más allá de la punta de su nariz. Pero yo reflexiono, vislum-
bro el Es sombrío, el porvenir es muy sombrío. Todo
porvenir.
no pequeña: hay que darle el medio de
es salvar a la gente,
vivir. ¿Se ha preguntado usted lo que iba a ser de mí?
Verónica. — Volverá a ser un estafador; me lo imagino.
Jorge. — Pues ¡precisamente no!
. . .
111
. . . . .
Jorge. — Sólo pido dos trajes, una docena de camisas, tres cor-
batas y un par de zapatos. Se me puede pagar en especie.
(Se levanta.) En 1919 nacía en Moscú un niño "azul", hijo de
un guardia negro y de una rusa blanca . .
Verónica. — No.
Jorge. — ^No eso?
le interesa
Verónica. — No tengo tiempo: he dicho que a le iba aalir.
T ,K — ;Y más tarde?
I
B8CBNA IV
Verónica, Sibilot
¡Canallas!
Verónica. — ^Quiénes?
Sibilot. — Todo mundo. Tengo vergüenza de
el hombre. ser
Dame de beber.
Verónica — Figúrate...
(sirviéndole).
Sibilot. — Desagradecidos, embusteros, cobardes malvados, eso y
es lo que somos. La única justificación de la especie humana
es la protección de los animales.
Verónica. — Hace un momento estaba
—
. .
113
. . . .
114
Verónica. — Eso lo lees todos los meses en "Preuves".
SiBiLOT. — Tienes razón. ¡Que se vaya al diablo!
Verónica. — ¿Quién?
SiBlLOT. — Hombre!
¡El También tengo yo ganas de echar los
bofes: por setenta mil francos al mes. ¡Después de todo los
comunistas no me han hecho nada! ¡Con setenta mil francos
al mes, sería incluso legítimo que estuviese de su parte!
Verónica. — Yo no te exijo que lo digas.
SiBiLOT. — No, hija, no: no me tientes. Soy un hombre chapado
a la antigua; tengo demasiado amor a la libertad, tengo dema-
siado respeto a la dignidad humana. (Se yergue bruscamente.)
¡Bonito está el respeto a la dignidad humana, bueno está! ¡Va-
ciado como un marrano! ¡Un veterano del oficio! ¡Un padre
de familia a la calle, con un mes de salario, sin jubilación! . .
115
SiBiLOT. — Entonces, ¿qué me importa?
Verónica. — perseguido por Está la policía,
SiBlLOT. — Pues telefonea Comisaría bien, a la y pide que pasen
a aprehenderlo.
Verónica. — Pero papá, yo quiero ampararlo.
SiBlLOT. — ¿Qué que ha hecho es lo ese individuo.^ Si ha roba-
do hay que castigarlo.
Verónica. — No ha robado. Sé amable; no te ocupes de él.
Busca tu idea tranquilamente. Por la mañana se irá sin hacer
ruido y no le veremos nunca más.
SiBiLOT. —
¡Bueno! Si se está bien tranquilo, cerrare los ojos
sobre su presencia. ¡Pero si la policía viene a buscarle, no cuen-
tes conmigo para mentir!
Verónica {entreabriendo la puerta de su cuarto). Me voy. —
Puede usted quedarse aquí toda la noche pero no salga de mi
cuarto. ¡Adiós! ( Cierra la puerta.) Hasta mañana, papá. no Y
te inquietes por tu siempre es la misma
idea; la que te sale,
estás obligado 3. encontrarla de nuevo.
ESCENA V
SiBiLOT, Jorge
SiBiLOT. —
Vete al diablo. ("Verónica sale.) ¡La misma ¡dea!
¡Claro que es la misma idea! ¿Y qué? ¿Qué gano con eso si
cada vez hay que vestirla con un nuevo ropaje? (Se coge la
cabeza entre las manos.) La vida de Stalin en imágenes. ¡No . .
po ese.
Jorge {entre bastidores). — ¡Dios y rediós!
SiBlLOT. —
¡Lx) entregaré! ¡Santo Dios! ¡Lo entregaré! (Va ha-
cia el teléfono, marca un número.)
^Oiga? ^La Comisaría?
Aquí, Rene Sibilot, periodista; calle Goulden, número trece,
bajo izquierda. Un individuo acaba de entrar en mi casa. Pa-
rece que la Policía lo busca. Eso es; envíeme a alguien. {La
puerta se abre al pronunciar estas últiinas palabras y aparece
JORGE.j
escena vi
Sibilot, Jorge
Jorge. —
¡Al fin una reacción sana! Señor; es usted un hombre
normal. Permítame que le estreche la mano. (Avanza con la
niano extendida.)
Sibilot (saltando hacia atrás). ¡Socorro! —
Jorge (arrojándose sobre SiBlLOTJ. ¡Chitón! (Le pone una—
mano en la boca.) Tengo cara de asesino.'^ ¡Qué equivocación!
^-
Sibilot.
Jorge. — ¿Qué usted? diría
Sibilot. — Pues miserable ha
diría: "El se suicidado".
Jorge. — ¡Tranquila conciencia de una conciencia sin tacha! Se
que nunca ha dudado usted
ve, señor, Bien del .
Sibilot. —
.
¡Pardiez!
Jorge. — que no escucha
. .
.y esas doctrinas subversivas que
hacen criminal un producto de
del la sociedad.
Sibilot. — Un criminal un es criminal,
Jorge. — ¡Mejor que mejor! Un criminal un es criminal: ¡qué
117
bien dicho está eso! ¡Ah! No es a usted a quien yo intentaría
enternecer evocando mi infancia desgraciada.
SiBiLOT. — Perdería el tiempo; yo fui un niño mártir.
Jorge. —Y poco le importa, ¿verdad?, que yo sea una víaima
de la segunda guerra mundial, de la Revolución rusa y del ré-
gimen capitalista.
SiBiLOT.— Hay otros muchos que son víctimas de todo eso. . .,
ejemplo.
yo, p)or que no rebajan a
., y se robar.
Jorge. — Tiene usted respuesta para
.
118
que nuestro acuerdo tenga una significación profunda. Yo co-
nozco esta significación, y voy a decírsela: los dos respetamos
la propiedad privada.
SlBiLOT. — c;Que usted respeta la propiedad?
Jorge. — ¿Yo? ¡Pero si vivo de ella, caballero! ¿Cómo no voy
a respetarla? Vaya, señor, su hija quería salvarme; usted me ha
denunciado, pero yo me siento más cerca de usted que de ella.
La conclusión que saco de todo esto es que, usted y yo, tenemos
el deber de trabajar juntos.
SiBiLOT. — ¿Trabajar juntos? ¿Quién? ¿Nosotros? ¡Usted está
loco!
Jorge. — ¡Yo puedo hacerle un gran servicio!
SiBiLOT. — Me extraña.
Jorge. — Hace un rato, yo escuchaba detrás de la puerta y no
he perdido nada de lo que usted decía a su hija. Creo que
usted buscaba una idea. Pues bien, yo estoy en condiciones de
servirle esa idea.
SiBiLOT. — ¿Una ¿Sobre
idea? comunismo? el
Jorge. — Sí.
Jorge. — La La
policía, va sí. Vienepolicía a venir. ya. Estará
ahí dentro de dos minutos. Tengo, pues, el tiempo de pre-
sentarme: huérfano de padre y madre, obligado desde la in-
fancia a elegir entre el genio o la muerte, no he tenido ningún
mérito en elegir el genio. Soy genial, señor, como usted es
honrado. Con la misma despiadada superabundancia. ¿Se ha
imaginado usted nunca lo que puede hacer la alianza del genio
y de la honradez, de la inspiración y de la testarudez, de la luz
y de la ceguera? Seríamos los amos del mundo. Yo tengo ideas,
las produzco a cada minuto por docenas: desgraciadamente, no
convencen a nadie; no insisto lo bastante. Usted no las tiene,
sino que ellas le tienen a usted; le tienen entre sus garras, le
moldean el cráneo y le tapan los ojos; precisamente por eso
convencen a los demás; son como sueños de piedra, fascinan
a todos los que tienen la nostalgia de la petrificación. Supón-
gase, ahora, que un pensamiento nuevo sale de mí y se apodera
de usted: el pobre tomaría en seguida su aspecto, tendría un
119
.
al universo.
(Llaman a la puerta. SiBiLOT, que escuchaba fascinado, se so-
bresalta.)
SiBILOT. —Es
—
. . .
ESCENA Vil
SiBiLOT, el Inspector
!20
1925?
SiBiLOT. —
Usted sabe, uno acaba por no verlas. (Sacudiendo la
cabeza.) Para mí, esto era una instalación provisional . .
Inspector. —
¡Naturalmente! ¿Y qué no es provisional? Y
luego, un buen día, veinte años más tarde...
SiBiLOT. —
Se da uno cuenta de que se morirá pronto y de que
lo provisional era definitivo.
Inspector. —
Moriremos como hemos vivido: en 1925. (Se le-
vanta bruscamente.) ¿Qué tiene usted ahí? ¿Un cuadro de un
maestro?
SiBiLOT. —
No, es una reproducción.
Inspector. —
Tanto mejor. Detesto los cuadros y los grandes
automóviles, porque los ricos hacen colección de ellos y nos
obligan a conocer todas las marcas.
SiBiLOT. — ¿A quiénes, a ustedes?
Inspector. —A nosotros, los de la policía mundana.
SiBlLOT. — ¿Para qué?
Inspector. — Para ser amenos en la conversación. (Acercán-
dose al cuadro.) Éste es un Constable. No hubiera creído que
a usted le gustaran los Constables.
SiBiLOT. —
Los prefiero a las manchas de humedad . .
SiBlLOT. — ¡Caramba!
Inspector. — La humedad, ¿no verdad? es
SiBlLOT. — Es proximidadla del Sena.
Inspector. — No me yo vivo en
hable: Gennevilliers. ("Jorge
estornuda pone a
varias veces y se ¿Qué blasfemar.) es eso?
SiBiLOT. — No puede
El vecino. humedad: soportar la lo aca-
tarra.
Inspector. — Y aún de que
tiene usted suerte sea el vecino. En
Gennevilliers soy yo quien está acatarrado. (Se vuelve a sentar.)
Señor mío, el hombre es un animal extraño: me encanta su
departamento porque me recuerda el mío, del que estoy ho-
rrorizado.
SiBiLOT. —
¡Vaya usted a explicar eso!
Inspector. —
Claro, resulta que mis funciones me llevan a los
barrios elegantes. En otros tiempos yo era de la Mundana; me
han encargado de los J 3 trágicos y de los estafadores: todo
eso nos lleva a Passy. Yo hago mis investigaciones en un ran-
go más elevado que el mío y eso me lo dejan sentir. Hay que
subir por la escalera de servicio, esperar entre un piano y una
planta, sonreír a las damas de piel de terciopelo y a los señores
perfumados que me tratan como si fuera un criado; y mientras
121
tanto, como meten espejos por todas partes, estoy viendo mi
px)bre cara en todas las paredes.
SiBiLOT. — ¿Y no puede usted tenerlos a raya? ^En su sitio?
Inspector. —
¿En su sitio? ¡Pero si están en él! Yo soy quien
no estoy en el mío. Pero usted debe conocer todo eso en su
campo.
SiBiLOT. — ¿Yo? ¡Si le dijera que cada día debo besar las po-
saderas de mi director!
Inspector. —
¡No es posible! ¿Le obligan a ello?
SiBlLOT. — Es una manera de hablar.
Inspector. —
Vaya, yo sé lo que quiere decir manera de hablar,
y yo, éste que le habla, ha besado más de mil veces las del
director de Seguridad. Mire lo que me agradó en su interior:
aquí se siente la escasez y la humildad orgullosa. Por fin yo
investigo en casa de un igual; en mi casa, en cierto modo. Si
me diese por enchironarle o por sacudirle el polvo nadie pro-
testaría.
SiBiLOT. — ¿Piensa usted hacerlo?
Inspector. —
¡Por los dioses, no! Tiene usted una cara dema-
siado simpática. ¡Una cam como la mía! A sesenta mil fran-
cos por mes.
SiBlLOT. — Setenta.
Inspector. —
Sesenta o setenta, se parece mucho, ¡vamos! Se
cambia de cara a partir de los cien billetes. (Emocionado.)**
¡Pobre Sibilot!
SiBlLOT. — ¡Pobre inspector! (Se estrechan las manos.)
Inspector. —
Solamente nosotros podemos medir nuestra mise-
ria y nuestra grandeza. Déme de beber.
Sibilot. — De buena gana. (Llena dos vasos.)
Inspector (brindando). —
A los guardianes de la cultura occi-
dental. (Bebe.)
Sibilot. — Que la victoria sea para los que defienden a los ricos
sin quererlos. (Bebe.) A propósito. ¿No tendría usted una
idea?
Inspector. — ¿Contra quién?
Sibilot. — Contra comunistas.
los
Inspector. — ¡Ah! ¡Usted
está la propaganda!
en Pues bien,
usted no encontrará su idea; es demasiado maliciosa para usted.
Lo mismo que yo no encontraré a mi Valera.
Sibilot. — ¿Es demasiado astuto?
Inspector. —
;Ése? Si no temiese las grandes palabras, le diría
que es un genio. A propósito, ¿usted me ha dicho que se había
refugiado en su departamento?
Sibilot. —
Yo... yo he dicho que un individuo...
Inspector. —
Es él sin duda alguna. Si estaba aquí hace un
122
rato, debiera estar aquí todavía: todas las ventanas del inmue-
ble están vigiladas. Tengo hombres en el pasillo y en la esca-
lera. Bueno. Pues bien, mire lo que va a probarle la estima
que tengo por usted: no registraré en esta habitación ni siquiera
penetraré en las otras. ^;Y sabe usted por qué.^ Porque sé que
se las ha compuesto para pasar desconocido o para haberse lar-
gado. ¿Quién sabe dónde está.^ ¿Y con qué disfraz.^ Puede
que sea usted mismo.
SiBILOT. — ¿Yo.^
Inspector. — Tranquilícese: la mediocridad no se imita. Ter-
minemos con esto, señor mío. Dígame dos palabras para mi
informe. Usted loha entrevisto; se precipitó al teléfono para
prevenirnos y él aprovechó esos minutos de descuido para des-
aparecer. ¿No es eso.^
SiBILOT. — Yo . .
Inspector. —
¡Perfecto! (Pausa.) No me queda más que reti-
rarme, guardando el recuerdo encantador de estos instantes de-
masiado breves. Deberíamos volver a vernos.
SiBILOT. —Por mí con mucho gusto.
Inspector. —
Me permitiré telefonearle de vez en cuando. Cuan-
do los dos estemos libres, iremos al cine, como unos muchachos.
No me acompañe. (Sale.)
ESCENA Vni
SiBILOT, Jorge
123
.
TELÓN
CUARTO CUADRO
ESCENA I
125
Julio. — jLadroncs!
Tavernier (tolvienJo en si sobresaUsdo) ¿Qué pasa? —
—
.
126
.
puede. se
Perigord. — Creo que hay que encontrar alguien para.
. .
Tavernier. — En
. .
para.fin, .
ESCENA II
lado.
Julio (furioso). — ¿No tienes idea?
127
SiBILOT. —
Es decir. /Jorge, que está detrás de JULIO, le
. .
—
. .
Sibilot (obedeciendo a
Julio (señalando a JORGEJ. — En /quién fin, es?
Sibilot. — Un. un . extranjero.
Julio. —
.
qué nacionalidad?
/E)e
SiBiLCT. — ¡Ah! (Cerrando los ojos.) Soviética.
Julio (decepcionado). — Ya veo.
Sibilot (lanzado). — Un funcionario que ha soviético atravesa-
do Cortina de Hierro.
la
Julio. — /Un funcionario? ^JORGE hace señas a SiBlLOT de
alto
decir que si.)
Sibilot. — (Dominado
Sí. . . vez por Es otra el terror.) decir,
no. Mediano. Muy mediano Un funcionario de poca impor-
tancia.
Julio. — En resumen, un cero izquierda a la
Sibilot. — ¡Eso (Gestos furiosos de Jorge.)
es!
128
Julio. — ¿Qué?
SiBiLOT. — Informaciones.
Julio. — ¡Informaciones! ¿Sobre qué.^ ¿Sobre las máquinas de
escribir soviéticas? ¿Sobre las lámparas de oficina o los venti-
ladores? Sibilot, te he encargado de lanzar una campaña de gran
estilo y tú me propones chismes que no los querría publicar
ni "Paix et Liberté". ¿Sabes tú cuántos funcionarios soviéticos
que habían elegido la libertad he visto desfilar desde lo de
Kravchenko? Ciento veintidós, amigo mío, verdaderos o fal-
sos. Hemos recibido choferes de embajada, niñeras, un fonta-
nero, diecisiete peluqueros y he tomado la costumbre de pasár-
selos a mi colega Robinet, del "Fígaro", que no desdeña la
pequeña información. Resultado: baja general sobre los Krav-
chenkos. El último, un tal Demidov, gran administrador, eco-
nomista distinguido, apenas si ha escrito cuatro articulillos y
ni el mismo Bidault le invita más a cenar. (Va hacia JORGE.j
¡Ah! El señor ha atravesado la Cortina de Hierro. ¡Ah! ¡Ha
elegido la libertad! Pues bien, dadle una sopa y enviadlo de
mi parte al Ejército de Salvación.
SiBiLOT. — ¡Bravo,
patrón!
Julio. — ¡Eh!
Sibilot. — No sabe usted contento que lo estoy. (A Jorge, ven-
gativo,) de
¡Al Ejército Salvación! ¡Al Ejército de Salvación!
Julio. — ¿Eso todo? ¿No
es tienes otra idea?
Sibilot (frotándose manos), — ¡Ninguna!
las ¡Absolutamente
ninguna!
Julio. — ¡Quedas despedido!
¡Imbécil!
Sibilot. — ¡Sí, ¡Hasta
patrón! Gracias, patrón. la vista, patrón!
(Va a salir, Jorge lo detiene y lo lleva de nuevo al centro de
la escena,)
129
JVLK) (coiocjnUou- dtlante de él). —
Conozco bien a mi colej^
Lazarev y puedo aí>c>;urarle que no hará nada por usted.
Jorge. —Estoy convencido; no espero nada de nadie y nadie
puede ayudarme. Pero yo puedo hacer mucho por su periódico
y por su país.
Julio. — ¿Usted?
Jorge. — Yo.
Julio. — ¿Que haría usted.^
Jorge. — Usted va a perder su tiempo.
SiBlLOT.— Sí, patrón, sí: va usted a perder su tiempo. (Á JOR-
QE.) Marchemos.
Julio. — ¡Sibilot! ¡Qué diablos! (Á Jorge.) Al fin y al cabo
dispongo de cinco minutos; que no se diga que he echado a
un hombre sin oírle.
Jorge. — ¿Es quien me ruega que me
usted quede.-*
Julio. — Soy yo quien se lo ruega.
Jorge. — Sea.
(Se echa debajo de mesa y la pasea a se cuatro patas.)
Julio. — ¿Qué hace usted?
Jorge. — ¿No hay ningún magnetófono escondido? ¿No hay
micrófono? Bueno. ¿Es
(Se levanta.) usted valiente?
Julio. — Así lo creo.
Jorge. — hablo usted
Si en de muerte.
estará peligro
Julio. — ¡En de muerte! ¡No
peligro Hable hable! ¡Sí, hable!
de prisa.
Jorge. — Míreme mejor. ¿Pues bien
(Pausa.)
Julio. — Pues bien ¿qué?
Jorge. — Usted ha publicado mi en primera página de
foto la
su diario.
Julio. — Usted (Mirándole.) Yo no
sabe, las fotos. las veo.
—
. .
130
. .
de un cualquiera?
cara ser
Julio. — Ya han dicho que usted en estaba Italia
Jorge. —
. .
maleta.)
Jorge. — ¡Desgraciado! ¡No toque la maleta!
Julio (gritando). —
¡Ah! (Mirando la maleta.) ¿Qué tiene den-
tro?
Jorge. — Lo sabrá más tarde. Aléjese. fJULio se arrincona.)
Lo ve: tiene usted miedo. ¡Ya! ¡Ah! ¡Les voy a hacer morirse
de miedo a todos y ya verá si soy Nekrasov!
Julio. —
Tengo miedo, pero dudo todavía. ¿Si usted me en-
gañase?
131
Jorge. — <jQué?
Julio. — Se iría a pique el diario. (Suena el teléfono. Descuel-
ga.) Buenos días» mi querido ministro. Sí. Sí. ¡Natural-
¡Alió!
mente! No tomo nada más a pecho que esa campaña. Sí. Sí.
De ningún modo; no tengo ninguna desgana. Sólo unas cuan-
tas horas. Sí, algo nuevo. No puedo explicarle por telefono.
Pero, por favor, no se enfade. ¡Ha colgado! (Cuelga a su. .
pez.)
Jorge t irónico). — Usted tiene verdadera necesidad de que yo
sea Nekrasov.
Julio. — ¡Ay!
Jorge. — Pues lo soy.
Julio. —¿CónK) dice.^
Jorge. — ¿Ha olvidado* usted el catecismo.-^ Se prueba a Dios
por la necesidad que el hombre tiene de él.
Julio. —¿Conoce usted el catecismo.^
Jorge. — Nosotros conocemos todo. Vamos, Julio, ya ha oído
usted al ministro; si yo no soy Nekrasov, usted no es ya Palo-
tin, el Napoleón de la prensa. ¿Es usted Palotin?
Julio. —Sí.
Jorge. — ¿Quiere seguirlo siendo?
Julio. —Sí.
B8CBNA III
Jorge, Julio
132
Jorge. — ¡No más! faltaba
Julio. — ¡Y es. . terrible!
— ¡Ah!
.
133
. .
Jorge.
Julio. — Pero.
— ¡Aún no usted bastante endurecido para soportar
.
Jorge. está
la verdad! Haré mis revelaciones poco a poco.
Julio. — ¿Conoce usted Pcrdriere? a
Jorge. — ¿Perdriere?
Julio. — Nos que
gustaría en figurase la lista.
es ése.
Jorge. — Tanto mejor, porque no en ése está la lista.
Julio. — nuestro
El Enrique. Un es radical-socialista.
Jorge. — ¿Enrique? ¡Ése No conozco más que
es! ¿Es a ése. di-
putado?
Julio. — No. Lo ha Pero ya no sido. Se presenta en lo es. las
elecciones de Seine-et-Marne.
parciales
Jorge. — Es Ya él. usted que no van
se figura a perdonarle.
Incluso debe en primera hornada.
ir la
de Administración?
134
Jorge. — No tiene más que decirme el nombre de sus miembros
y le diré la suerte que tienen reservada.
Julio. — ¡Aquí están!
ESCENA IV
1 u
MOUTON — ^Es un
(riendo). "lapsus"?
Jorge. — No.
MouTON. — Usted quiere decir: ejecutado.
Jorge. — Yo quiero que decir lo digo.
MouTON. — ¡Vamos, Mouton! Mou-ton. Como un "mouton" '.
señor Mouton no
Inútil, el en está la lista.
Mouton. — Me habrá olvidado usted.
Jorge. — No olvido nada.
Mouton. — ¿Quiere decirme, entonces, por qué no dignan se
ejecutarme?
Jorge. — Lo ignoro.
Mouton. — ¡Ah, Eso demasiado cómodo. Yo no
no! es le co-
nozco a usted, se permite deshonrarme y se niega a dar expli-
caciones. Exijo.
—
. .
—
.
Julio. —
¿Adonde va usted?
Jorge. — A "France-Soir".
Nerciat. — ¿A "France-Soir"? Pero.
—
. .
'
Juego de palabras intraducibie a causa de que "mouton" quiere
decir carnero o cordero en francés. (N. del T.)
136
.
ESCENA V
Los mis7)20s críenos MouTON. La secretaria de Julio Palotin
Nerciat. — ¡Fíjense!
Charivet. — ¡Fíjense! ¡Fíjense!
Lerminier. — ¡Miren, miren, miren!
Bergerat. — ¡Miren! ¡Miren! ¡Miren! ¡Miren!
Jorge. — Otros
¡Ah!, señores. quedan por
casos les ver.
Nerciat. — No pedimos sino ver.
Bergerat. — ¡Hable! ¡Hable pronto!
Jorge. — ¡Un momento, Tengo explicaciones que
señores! dar-
les y condiciones que poner.
Lerminier. — Le escuchamos.
Jorge. — Para equívocos me
evitar los en interesa precisar, pri-
mer lugar, que los desprecio a ustedes.
137
Nebciat. — jCAramba! Eso es natural.
BeeGEKAT. — Y no comprenderíamos que no fuera así.
138
Jorge. — Y considero que hay que aumentarle el sueldo. ¿Cuán-
to cobra?
Julio. —Oh. setenta billetes al mes.
—
. .
139
Nerciat. —
Por supuesto: Palotin, telefonee a nuestros cole-
gas de tarde y la mañana para comunicarles la lisu: esos
la
ílamencos tienen que ser elimmados de la profesión.
Lerminihr. — ¡Que desaparezcan!
Charivet. — ¡Que revienten de hambre, esos piratas!
Bergerat. — Desgraciadamente, partido dará de comer. su les
Charivet. — ^Su partido? Los abandonará en cuanto sepa que
están "quemados".
Nerciat. — ¿No temen ustedes que unas bombas para ven- tiren
gar se.>
140
NerciAT. — Se podría jurar que está hecha en Francia.
Jorge. — No está hecha en Francia. Pero usted puede procurarse
una parecida en el Bazar del Hotel de Ville por la suma de
tres mil quinientos francos.
Lerminier (asombrado). —
¡Oh!
Bergerat. — ¡Es terrible!
Jorge. — ¿Es lo bastante terrible, este objeto neutro y frío, sin
ningún rasgo distintivo? Parece tan vulgar que se hace sospecho-
so; su insignificancia lo sustrae a las investigaciones, a las fichas
signaléticas, su presencia horroriza al momento, pero pronto se
olvida su forma y hasta su color. (Un silencio.) ¿Saben ustedes
lo que se mete ahí.^ Siete kilos de pólvora radioactiva. En cada
una de sus grandes ciudades hay un comunista establecido con
una valija semejante a ésta. Lo mismo es un sacristán, que un
inspector de Finanzas, un profesor de baile y distinción, que
una solterona que vive con sus gatos o sus pájaros. La valija
queda en la bohardilla, bajo otras maletas, en medio de los
baúles, de las estufas viejas y de los maniquíes de mimbre.
¿Quién va a preocuparse de ir a buscar allí.^ Pero en un día
señalado, un mismo mensaje cifrado será distribuido en todas
las ciudades de Francia y todas esas valijas se abrirán a la vez.
Adivinen el resultado: cien mil muertos por día.
Todos (aterrorizados). —
;Ah!
Jorge. — Mejor, vean. (Va a abrir la valija.)
Bergerat (en un grito). —
¡No la abra!
Jorge. — No tema, ¡está vacía! (La abre.) Aproxímense; miren
la etiqueta, observen las correas, toquen los fuelles . . .
141
Nerciat. —
Y mirar el peligro cara a cara.
Jorge. —
Bueno. E>e acuerdo. Pero seguirán mis instrucciones al
pie de la letra. Acabo de encontrar el medio de hacerlos ino-
fensivos,
Bergerat. —
/Cuál es el medio?
Jorge. —
Aumentarles el sueldo. (Rumores.) Digan por todas
panes que están ustedes encantados de sus servicios y que les
conceden un aumento sustancial.
Bergerat. —
¿Cree usted que se les puede corromper?
Jorge. —
No es por eso, pero los desconsideran ante sus jefes.
Este favor inexplicable les hará creer que han traicionado.
Lerminier. —
¿Está usted seguro?
Jorge. —
Es la pura evidencia. E>e golpe y porrazo no tendrán
que preocuparse más de ellos. La mano de Moscú se encargará
de liquidarlos. (Va a la mesa, se sienta y pone puntos sobre siete
nombren de la lista.)
Nerciat. — ¡No! ¡No, no y no! ¡Yo no quiero que se les suba
el sueldo a esos canallas!
Lerminier. — .Vamos, Nerciat!
Bergerat. — ¡Puesto que usted dice que es lo mejor para per-
derlos!
Charivet. — Los abrazamos para ahogarlos.
Nerciat. — ¡Bueno! ¡Hagan ustedes que quieran! Jorge
lo f
TELÓN
QUINTO CUADRO
142
de baño, la tercera a la derecha, a un recibidor. Enormes ramos de
flores amontonados junto a la pared. Sobre todo muchas rosas.
ESCENA I
ESCENA II
Jorge. —
¿Qué es eso?
Primer guardaespaldas. — Flores.
Jorge (bostezando, se acerca a las flores). — ;Aún rosas! Abran
el balcón.
Primer guardaespaldas. — No.
Jorge. — ¿Cómo que no?
Primer guardaespaldas. — Peligroso.
Jorge. — ¿No que sientes esas rosas apestan?
Primer guardaespaldas. — No.
Jorge. — Suerte que y lo' abre.) "Con la
tienes. (To??ia el sobre
admiración apasionada de un grupo de mujeres francesas". ¿Me
admiran? ¡Je, je!
Primer guardaespaldas. — Sí.
143
Jorge. — Demasiado tarde; aquí está todo envenenado, puesto
que yo trabajo en el odio.
Primer guardaespaldas [incomprensivo). ¿El odio? —
Jorge. — ¡Ah! ¡Es una pasión maloliente! Pero si quieres ma-
nejar el tinglado tienes que agarrar sus hilos aunque sea entre
el fango. Yo tengo todos los hilos en mi mano, es mi día de
gloria y viva el odio, ya que al odio debo mi poder. No me
miréis con esos ojos: soy px)eta; ¿estáis encargados de compren-
derme o de protegerme?
Primer guardaespaldas. — De protegerle.
Jorge. —
Pues bien, protegedme, protegedme. ¿Qué hora es?
Primer guardaespaldas {mirando su reloj de pulsera). Die- —
cisiete horas y treinta minutos.
Jorge. — ¿Qué tiempo hace?
Segundo guardaespaldas {va a consultar el barómetro junto al
balcón). —
Buen tiempo estable.
Jorge. —
¿Qué temperatura?
Primer guardaespaldas (va a consultar un termómetro colga-
do de la pared). —
Veinte grados Réaumur.
Jorge. — ¡Hermosa tarde de primavera! Cielo puro, el sol in-
cendia los cristales: una muchedumbre tranquila, con vestidos
claros, sube y baja por los Campos Elíseos y la luz del atardecer
suaviza los rostros. Pues bien, estoy contento de saberlo. (Bos-
teza.) ¿Empleo del tiempo?
Primer guardaespaldas (consultando una lista). — A las
17.40, Sibilot, para sus memorias.
Jorge. — ¿Y después?
Primer guardaespaldas. — A las 18.30, una periodista del
"Fígaro".
Jorge. —La registraréis cuidadosamente. No se sabe nunca lo
que puede pasar. ¿Y después?
Primer guardaespaldas. — Reunión danzante.
Jorge. —¿En casa de quién?
Primer guardaespaldas. — En casa de la señora Bounoumi.
Jorge. — ¿Da reunión?
ella esa
Primer guardaespaldas. — Para festejar la retirada de su
competidor, señor Perdriere.
Jorge. — Yo la festejaré; ésa es mi obra. Desapareced, f^^i/^w.
Jorge cierra la puerta y bosteza.)
ESCENA III
Jorge, solo
144
.
ESCENA IV
SiBiLOT, Jorge
145
—
a prevenirte: mañana por la mañana, a las once, me echo t
los pies de Julio y le confieso todo: tienes diecisiete horas"
para preparar tu fuga.
JoaCE. —
^Estás loco? Perdriere se retira, "La Tarde de París"
ha duplicado su tirada, tú ganas 210.000 francos al mes...
<fY quieres denunciarte.^
SiBILOT. — ¡Sí!
Jorge. — ¡Piensa en mí, desgraciado! Tengo el máximo pode-
río, soy la eminencia gris del Pacto Atlántico, tengo en mis
nunos la guerra y la paz. escribo la historia, Sibilot.
^escribo
la historia y ése es el momento que tú
para echarme eliges
las cascaras de banana a los pies? /Sabes que he soñado toda
mi vida con este momento? Aprovéchate de mi poder: tú
serás mi Fausto. ¿Quieres dinero, belleza, juventud?
Sibilot (abundo los hombros). —
Juventud.
Jorge. — ¿Por qué no? Es cuestión de dinem
. .
r<;iBi!OT jr va
para marcharse.) ¿Adonde vas?
Sibilot. — A denunciarme.
Jorge. — Ya denunciarás, no
te te preocupes, ya te denunciarás,
pero no corre prisa: tenemos tiempo de conversar. (Irae a
Sibilot hasta el centro de la escena.) Estás muerto de miedo,
amigo mío. ¿Qué pasa?
Sibilot. —
Pasa que Mouton quiere tu cabeza y por consiguien-
te la mía. Ha
contratado los servicios de Demidov, un verda-
dero Kravchenko. autenticado por la Agencia Tass,
y que te
busca. Si te encuentran —
y necesariamente te encontrarán
Demidov denunciará tu impostura, y estaremos perdidos.
Jorge. —
¿Y eso es todo? Que me traigan a tu Demidov. yo
me encargo de él. Yo los agarro a todos: industriales y ban-
queros, magistrados y ministros, colonos americanos y refugia-
dos soviéticos y los hago bailar. ¿Eso es todo?
Sibilot. — No. Hay algo mucho peor.
Jorge. — Tanto mejor; me así divertiré
Sibilot. — Hay que Nekrasov acaba de una hacer declaración
por la radio.
146
JüRGí:. — ^Perdidos? ¿Porque un bolchevique ha estado pero-
rando tonterías delante del micrófono? ¿Tú, Sibilot? ¿Tú, el
campeón del anticomunismo, les das crédito a esas gentes? Mi-
ra: me estás decepcionando.
Sibilot. —Menos decepcionado estarás el viernes cuando todos
los embajadores y periodistas extranjeros, invitados a la Ópera
de Moscú, vean a Nekrasov en persona, en el palco del go-
bierno.
Jorge. — ¡Ah! Porque el viernes. . .
SlEILOT. — Sí.
147
.
SiBiLOT. — yo soy
Sí, yo
Sibilot, padre de familia
sí, soy este
infortunado que tú has corrompido, miserable, y que está des-
honrando sus canas.
Jorge. — Pruébalo.
Sibilot. — Tengo mis papeles.
Jorge. — Yo también los tengo.
Sibilot. — Los míos son verdaderos.
Jorge. — Los míos también. ¿Quieres ver la autorización de re-
sidenciaque me ha dado de la Prefectura Policía.'^
Sibilot. — No vale nada.
Jorge. — ¿Me por
quieres decir qué.^
Sibilot. — Porque no tú Nekrasov.
eres
Jorge. — ¿Y son
tus papeles, válidos.^
Sibilot. — Sí.
148
. .
Jorge. —
Mil personas te toman por Sibilot y tú quieres que
yo les crea bajo palabra, ¿mientras que tú rechazas el testimo-
nio de dos millones de lectores que me toman por Nekrasov?
Sibilot. — No es lo mismo. .
149
ncs Us fcikitaciooes de Franco, de la United Fruit Company,
un saludo cordial de Adenaucr, una carta autógrafa del senador
Borgeaud. En Nueva York, mis revelaciones han hecho subir
las cociíacioDes en la Bolsa; por todas partes, se produce el
"boom" en las industrias de guerra. Hay grandes intereses en
juego; Nekrasov no soy solamente yo: es un hombre genérico
para los dividendos que cobran los accionistas de las fábricas
de armamento. He ahí la objetividad, viejo, ¡ésa es la realidad!
¿Qué puedes hacer contra eso? Tú has puesto la maquinaria en
marcha, eso es verdad. Pero te triturará si intentas detenerla.
Hasta la vista, mi pobre amigo. Te había tomado afecto. íSl-
BlLOT no se nuá€ve.) ¿A qué esperas?
SiBiLOT (con voz ahogada). —¿Será posible curarme?
Jorge. — ¿De tu locura?
SlBILOT. — Sí.
no
SiBlLOT. — ¡Déjame tranquilo... Nikita!
Jorge. — Cada vez mejor. Levántate.f^SlBlLOT se levanta, dando
la espalda a JORGE. JORGE le hace cosquillas.)
SiBlLOT {retorciéndose y riendo a pesar suyo). ¡VanrK)s, ter- —
mina. ¡Nikita!
—
. . !
de manos.
—
. .
ESCENA V
Jorge, Sibilot, Sra. Castagnie
MI
. j
Jorge. —
cPero. por qué? ¿Cuál es d motivo?
Sra. CastAGNIE. —
Cuando quise saberlo creí que me iban ti
morder. Se pusieron todos a gritarme: "Pregúntele a Nekra-
sov. Nekrasov le dirá".
Jorge. — ¡Canallas! ¡Canallas!
Sra. Castagnie. —
No quisiera ofenderle, p>ero si usted ha dado
'
Sra. Castagnie. —
Yo no me he mezclado en política. Y mi
pobre marido no quería oír hablar de ella. Señor mío, yo no
tengo instrucción, pero no soy completamente idiota y nada
tengo que hacer en sus charlatanerías.
Jorge ( de scolfiando el teléfono). —
Déme "La Tarde de París".
(A la Sra. Castagnie.) ¡Es una mala interpretación! ¡Una
simple incomprensión! (Al aparato.) Alió, ¿"Tarde de París"?
Quisiera hablar con el director. Sí. De parte de Nekrasov. (A
la Sra. Castagnie.; Iji restituirán en su empleo. Se lo garan-
\S2
SrA. CastAGNIE. —
No tengo necesidad de excusas. Quiero que
me vuelvan a dar mi empleo.
JORGH. —
¿Alió? ¿No está en su despacho? ¿Pero está en la ca-
sa? ¿Dónde? Dígale que me llame urgentemente en cuanto
vuelva. (Cuelga.) Todo se arreglará. En espera de ello, usted
va a permitirme. iSe lleva la mano a la cartera.)
—
. .
paldas.)
Guardaespaldas. — No.
Jorge. — ¿Cómo que no? Quiero salir!
Guardaespaldas. — Prohibido.
i
H3
.
ESCENA VI
Jorge, el Guardaespaldas
ESCENA VII
Jorge, Verónica
garo".^
Verónica. — Sí.
Jorge. — Yo comunizante.
la creía
Verónica. — Uno cambia. ¿Dónde está Nekrasov?
Jorge. — Ha . . . salido.
Verónica. — Lo (Se esperaré. sienta.) ¿Usted lo espera tam-
bién.^
Jorge. — No. ¿Yo.^
Verónica. — «iQué hace usted aquí.^
Jorge. — ¡Oh! Sabe yo nunca usted, hago gran cosa. (Pausa. Se
Empiezo a creer que Nekrasov no volverá esta tarde.
levanta.)
Sería mejor que volviese usted mañana.
Verónica. —
De acuerdo. fJORGE parece aliviado. VERÓNICA
saca de su bolso un bloc de notas.) Pero, ahora que le tengo a
usted, va a decirme lo que sabe de él.
Jorge. —
Yo no sé absolutamente nada.
Verónica. —
¡Vamos, vamos! Para que sus guardaespaldas le
M4
.
Verónica. Y
consigue usted verle, le habla de la familia; él
le abre los brazos.
—Y
. .
ni palabra.
Verónica. — Te compran para las ensartárselas a los pobres.
Jorge. — ¿A pobres? ¿Quién piensa en
los los pobres?
Verónica. — ¿Te has creído que los lectores de "La Tarde de
París" son millonarios? (Sacando un diario de su bolso.) "Ne-
krasov declara: el obrero ruso es el más desgraciado de la tie-
rra".¿Has dicho tú eso?
Jorge. — Sí, ayer.
Verónica. — ¿Para quién lo has dicho? ¿Para los pobres o para
los ricos?
Jorge. —
¿Qué sé yo? ¡Para todo el mundo! Para nadie. Es una
broma sin consecuencias.
Verónica. —
Aquí sí. En medio de las rosas. De todas maneras,
nadie ha visto nunca obreros en el "Georges V". Pero, ¿sabes
lo que quiere decir en Billancourt? ^
Jorge. — Yo . .
Verónica. —
"No toquéis al capitalismo o caeréis en la barba-
rie. El mundo burgués tiene sus defectos, pero es el mejor de
los mundos posibles. Miseria por miseria, más vale arreglarse
con la vuestra, convenceos de que jamás veréis su fin y dad
gracias al cielo de no haber nacido en la U.R.S.S."
Jorge. — No me digas que se creen eso: no son tan tontos.
Verónica. — Afortunadamente. Si no, no tendrían otra solu-
ción que la borrachera hasta tirarse por los suelos o abrir la
157
.
lUvc del gas. Pero btsta con que haya uno sobre mil que se
trague rus peroratas, para que seas un asesino.
Jorge. —
¿Quién? ¿Yo?
Verónica. —
Caramba: creías robar el dinero de los ricos, pero
tú les ganas. ;Con qué altivez desdeñaste la otra mxhe el em-
pleo que yo te propuse! "¡Yo, trabajar!" Pues bien, ahora tie-
nes tus patronos y te hacen trabajar en firme.
Jorge, —
No es verdad.
Verónica. —
Vamos, vamos; tú sabes muy bien que te pagan
para desesperar a los pobres.
Jorge. — Escucha . .
Verónica. —
¿Ijo ves, Jorge? ¿Ves cómo empiezas a volverte
un nrulvado?
Jorge. —
Bueno o malo, yo me río de eso. Yo cargo sobre mí
el Bien o el Mal: soy responsable de todo.
Verónica (enseñándole un articulo en "La Tarde de París"). —
¿Incluso de me
anículo?
Jorge. —
Desde luego ¿De qué se trata? (Lo lee.) "El señor
Nekrajov declara que coíKKe perfectamente a Roberto LXival
y a Carlos Maiscre". Yo no he dicho nunca nada semejante
Verónica —
Me lo figuraba por eso he venido a verte
MI
Jorge. —
^Roberto Duval? ^Carlos Maistrc? Jamás he oído esos
nombres.
Verónica. —
Son dos periodistas de nuestro diario. Han escrito
contra el rearme de Alemania.
Jorge. —
¿Y qué.^
Verónica. —
Quieren hacerte decir que están pagados por la
U.R.S.S.
Jorge. — ¿Y si yo lo digo?
Verónica. — Comparecerán por traición ante un tribunal mi-
litar.
ESCENA VIII
Jdrge (solo). —
pequeña no entiende nada de política.
Esta
Una parvulita: que es! (Dirigiéndose a la puerta.)
¡he ahí lo
¿Crees que voy a caer en sus trampas? Yo hago lo contrario
de lo que esperan de mí. (Atraviesa la habitación y va a bus-
car su s7f¡oking.) ¡Desesperemos a Billancourt! ¡Encontraré
"slogans" terribles! (Va a buscar una camisa y un cuello. Can-
turrea.) ¡Desesperemos a Billancourt! ¡Desesperemos a Billan-
court! (Suena el telefono. Descuelga el aparato.) ¿Eres tú, Sibi-
lot?. ¿Entonces?.
. . ¿Eh?. ¡Pero vamos! No es posi-
. . . .
159
buscando! ¡Me están buscando! jPues bien, me parece que me
vto a encontrar! Acepto la prueba de fuerza. Incluso estoy muy
oociicnto; es la ocasión de establecer mi autoridad. (Rundo,)
Les Toy a hacer meterse debajo de la tierra. (Teléfono. Des-
emelga) Alió! ¿Eres tú, otra vez?... Perdón, /pero quién es
I
TELÓN
SEXTO CUADRO
BSCBNA I
160
ChAPUISJ. — Chapuis.
ChAPUIS (presentando a Baudoiin). — Baudouin.
(Baudouin y Chapuis sacan sus tarjetas y las presentan al
mismo tiempo.)
Baudouin y Chapuis. — Inspectores de la Defensa del Terri-
torio.
Baudouin. — Especialmente encargados por Presidencia. la .
Baudouin. — Y usted
si permite, vamos
lo dar órdenes. a . .
ESCENA II
161
.
Perdrierf. —
Aprovecho la ocasión para pedirles perdón a to-
dos por mi obstinación, mi ceguera, mi. (Se echa a llorar. . .
Todos lo rodean.)
Sra. BoünOUMI. — Mi buen Perdriere. . .
BSCBNA III
162
invitados. Dirige una sonrisa y tiende la mano a cada uno de
éstos. Pero todo el inundo le vuelve la espalda. Se inclina ante
la Sra. BounoumiJ
MOUTON. Señora — . .
ESCENA IV
MOUTON, Demidov
MouTON. —
La acogida ha sido más bien fría.
Demidov (comiendo). —
No me he dado cuenta.
MouTON. —
¡Usted no se da cuenta nunca de nada!
Demidov. —
¡Nunca! Estoy aquí para denunciar el régimen so-
viético y no para observar los usos sociales de Occidente. (Bebe
y come.)
MouTON. —
Me toman por comunista.
Demidov. —
Es curioso.
MouTON. —
No, no es curioso: es trágico, pero no es curioso,
hay que ponerse en su lugar. (Bruscamente.) ¡Fiodor Petro-
vich!
Demidov. — ¿Eh.^
MoUTON. — Esa lista es falsa, ^;no es verdad.^
Demidov. — ¿Qué lista?
MouTON. — La de Futuros Fusilados
los
Demidov. — Lo
. .
ignoro.
MoUTON — ;Cómo?
(sobresaltado).
Demidov. — Lo cuando haya
sabré Nekrasov. visto a
MouTON. — ¿Podría que verdadera?
ser fuese
Demidov. — Nekrasov
Sí: verdaderamente Nekrasov.
si es
MouTON. — Entonces, yo (Demidov encoge
estaría perdido. se
de hombros.) ¡Desgraciados! Si los rusos me perdonan, es
que les sirvo.
Demidov. — Evidentemente.
MouTON. — vamos, Pero, absurdo! Fiodor¡eso es Petrovich,
usted no puede de todo
creer, a pesar .
Demidov. — Yo no
.
nada creo . .
163
.
164
señal? ¿A quién? ¡Puede que a usted! ^Quién me dice que
usted no es su agente? (Demidov se encoge de hombros.) Ve
usted: me vuelvo loco. ¡Yo le conjuro, Fiodor Petrovich, des-
comuníceme usted!
Demidov. —^Cómo?
MouTON. —
¡Desenmascare a esc miserable!
Demidov. —Lo desenmascararé si es un impostor.
MoUTON (irufuieío de nuevo). —
^;Y si fuera verdaderamente
Nekrasov?
Demidov. —Le apostrofaré delante de todos.
MoUTON (meneando la cabeza). — Apostrofarle...
Demidov. —Considero cómplices del régimen a todos los que
han abandonado la U.R S.S. después de mí.
(GOBLET aparece por el fondo.)
ESCENA V
I ted?
MouTON.
Busquémosle.
— He convocado a un inspector de la Seguridad. Si
el pretendido Nekrasov es un impostor, tiene que pertenecer
al hampa internacional. Haré que lo metan en la cárcel por
toda su vida. (Viefido a GOBLET.j ¡Bien, Goblet! Entre. /"Go-
BLET se aproxiyna.) Va usted a mirar cuidadosamente al hom-
bre que yo le indicaré. Si es un reincidente de la justicia,
deténgalo inmediatamente.
Goblet. — ¿Delante de todo el mundo?
MouTON. — Naturalmente.
Goblet. — ;Es guapo?
MouTON. — No está mal.
Goblet (desconsolado). — Van a hacer la comparación, una vez
más.
Mouton. — <Qué comparación?
Goblet. — De mía.
su cara a la
Mouton. — ;Se negaría usted?
Goblet. — No me niego a nada. Prefiero detenerlos cuando son
feos, eso es todo.
\6S
nCINA VI
B8CBNA VII
Baudouin. — un
Déjalo, es misterioso. (A Goblet.^ Busca a
quien pero no
quieras, intentes doblarnos.
Goblet — ¿Doblaros?
(atontado).
Chapuis. — No molestes Nekrasov. a
Goblet (Montado). — ¿Eh?
Baudouin. — No le molestes, viejo, si quieres conservar tu ma-
nera de ganarte la vida.
Goblet (que sigue intentando comprender). /A — Nekrasov?
Chapuis. — Sí, a Nekrasov. ¡A ése nn !#. fí^^ues!
166
GOBLET. — Colegas: no tengo por qué órdenes recibir vuestras.
Soy de la obedezco
P. mis y a jefes.
Chapuis. — Es
J.
pero obedecen
posible, tus jefes a los nuestros.
Hasta la vista, colega.
Baudouin — ;Hasta
{sonriente). ¡Hasta la vista! la vista!
ESCENA VIII
ESCENA IX
GoBLET, Jorge, Sibilot, los dos Guardaespaldas, un Invitado
167
GOBLET (yendo hacia él). — jPobre hombre!
Invitado (abriendo un ojo). — ;Qué cara! Déme el tiro de
gracia.
{Se duerme. GOBLET, furioso, le empuja bajo el " buffet" pone
y
el mantel encitria.JORGE lo ve.)
Jorge (a Sibilotj. —
¡Goblet! (Da la espalda bruscamente a
GOBLETj
SiBiLOT. — ^Eyónde?
Jorge. — Detrás de ti. Esto empieza mal.
SiBiLOT (seguro de si). —
Yo sé cómo arreciarme
Jorge. —¿Tú?
SiBiLOT. — Me quiere mucho. (Va hacia el inspector, con los
brazos abiertos.) ¡Ven a mis brazos!
Goblet (aterrorizado). —
¡No le conozco!
SiBiLOT. —
¿Me vas a dar ese disgusto.^ Vamos, soy Sibilot.
¿No te acuerdas?
Goblet (que sigue desconfiando). — Sí.
Sibilot. — ¿Entonces? ¡Abracémonos!
Goblet. — ¡No!
Sibilot (reproche —
desgarrador). ¡Goblet!
Goblet. — Usted no mismo. es el
Sibilot. — ¡Vamos! ¡Vamos!
Goblet. — Ha cambiado de usted traje.
Sibilot. — ¿No más que es eso?
Estoy aquí por orden de mi
direaor me han prestado
y para este traje
buen tener
Goblet. — ¡Pero no
aspecto.
han prestado le la cara!
Sibilot. — ¿Qué mi tiene cara?
Goblet. — Es una de doscientos
cara billetes.
Sibilot. — ¿Estás loco?
Es de mi la cara
(Agarra a Go- traje.
blet por Ya no
el brazo.) ¿Tienes sed?te dejo.
Goblet. — pero no me pasa nada!
¡Sí,
Sibilot. — El gaznate,
¿eh? ¿Atragantado? Conozco que lo es.
¡Ah! No estamos en nuestro medio. ¿Sabes lo que
deberíamos
hacer? El "office" es claro, bien aireado, espacioso,
lleno de
doncellitas encantadoras: vamos a tomar un trago.
Goblet. —
Pero estoy esperando
Sibilot. — .
EHCENA X
168
Baudouin (por la otra puerta). — ¡Psch!
Jorge. — ¿Eh?
Baudouin. — Somos los Inspectores de la Defensa del Terri-
torio.
Chapuis. — Y damos le la bienvenida...
Baudouin. — Sobre que defendemos.
el territorio
Jorge. — Gracias.
Chapuis. — Sobre todo no tenga usted cuidado.
Baudouin. — Confíe plenamente en nosotros.
Chapuis. — En momento deel aquí estamos peligro, nosotros.
Jorge. — ¿En momento de
el ¿Es que hay peligro? peligro?
Baudouin. — No excluida está de un la posibilidad atentado.
Jorge. — ¿Un atentado contra quién?
Baudouin — Contra
(sonriente). usted.
Chapuis (riendo abiertamente). — ¡Contra usted!
Jorge. — ¡Ah, Perosí! me... diga,
Baudouin. — ¡Estamos
¡Chitón, chitón! vigilantes!
Chapuis. — ¡Estamos vigilantes!
(Desaparecen en el mismo momento en que la SrA. Bounoumi
entra con los invitados.)
ESCENA XI
Sra. Bounoumi. —
¡He aquí nuestro salvador!
Todos. — ¡Viva Nekrasov!
Un invitado. —
¡Señor, usted es un hombre!
Una invitada. —
¡Qué guapo es usted!
Jorge. —
Es para agradarles.
Otra invitada. —
Estaría orgullosa de tener un hijo de usted.
Jorge. —Señora, pensaremos en ello.
Sra. Bounoumi. —
Querido amigo,* ¿quiere usted decir unas
palabras?
Jorge. — Con muchogusto. (Alzando la voz.) Señoras y seño-
son mortales; en Europa no se piensa más
res, las civilizaciones
en términos de libertad sino en términos de destino; el mila-
gro griego está en peligro: salvémosle.
Todos. —¡Es preciso morir por el milagro griego! ¡Morir por
el milagro griego!
(Aplausos. La Sra. Bounoumi empuja a Perdriere hacia
Jorge.;
169
Sra. BounOUMI (a JORGty. —
He aquí una persona que le
admira,
Jorge. —
¿Usted me admira, señor? Eso basta para que yo le
quiera.
Perdriere. —
Estoy obligado a usted y lo estaré toda mi vida.
Jorge —
¿Pero he obligado yo a alguien?
iestupejacto),
Perdriere. —
Me ha obligado usted a retirarme.
Jorge. —
¡Perdriere! (Perdriere quiere besarle la ftmno y Jor-
ge lo impide.) ¡Vamos, abracémonos! Se abrazan.)
—
i
Jorge. No, viejo; ¡yo tengo mi público! Las gentes que com-
pran tu diario para recortar mi fotografía tienen derecho a . .
Julio. —
Puede que tú tengas tu público. Pero yo tengo mis
fotógrafos y me parece inadmisible que les prohibas que me
retraten.
Jorge. — ¡Bueno, de prisa! (Flash.) ¡Así! ¡Así! Basta. Ven a
conversar. {Se lo lleva a la parte delantera de la escena.)
Julio. —
¿Qué tienes contra mí?
Jorge. —
Quiero aue repongas en su puesto a los siete colabo-
radores que has despedido.
Julio. —
¡Y dale! ¡Pero eso no te interesa, viejo! Es un asunto
estrictamente interior.
Jorge. —
Todos los asuntos del diario me interesan.
Julio. —
¿Quién es el director? ¿Tú o yo?
Jorge. —
Tú; pero no seguirás siéndolo mucho tiempo si conti-
núas haciendo ese juego. Pediré tu cabeza al Consejo.
Julio. •
—
Pues bien, ahí está Nerciat, elegido presidente el jue-
ves, en sustitución de Mouton; no tienes más que dirigirte a él.
Jorge (tomando a Nerciat por el brazo y llevándolo a JULIO).
— Mi querido Nerciat
—
. .
170
Nerciat. — ¡Ah! Perfectamente. Era comunista.
Jorge. — Es mi querido
viuda, Nerciat.
Nerciat. — Viuda de un comunista.
Sí.
171
Perigoro. —¿Una rectificación?
(Se mksrn entre ellos.)
Jl'LlO. —Pero Nikita, eso sería la mayor torpeza.
ÍPerigord. —Todo el mundo se prcí;untaría qué bicho nos ha
picado.
Nerciat. —^'Ha visto usted nunca que un diario desmienta sus
propias informaciones si no es obligado a ello por los tri-
bunales?
Jl'Lio. — Así llamaríamos la atención del puhlifí sobre este la-
mentable "entrefilet".
Perigord. —
Que nadie ha leído, estoy seguro
Julio (a Nerciatj. —
¿Usted se había dado cuenta, querido
presidente?
Nerciat. —¿Yo? En absoluto. Y sin embargo leo el diario de
la primera a la última línea.
Julio. —
Si empezamos con ese jueguecito, ¿hasta dónde ¡remos?
¿Habrá que dedicar cada número a desmentir el precedente?
Jorge. —Muy bien. ¿Qué piensan hacer ustedes?
Nerciat. — ¿Sobre qué asunto?
Jorge. —Sobre esas declaraciones.
Julio. —
Sencillamente, no hablar más de ellas; sepultar la noti-
cia bajo las noticias del día siguiente. Sigue siendo el mejor
método. ¿Crees que nuestros lectores se acuerdan de lo que
han leído de un día para otro? ¡Pero, viejo, si tuvieran buena
memoria no se podría publicar ni siquiera el boletín meteoro-
lógico!
Nerciat (frotándose las víanos). — Muy bien. Todo está arre-
glado.
Jorge. — No.
Nerciat. — ¿No?
Jorge. — ¡No! Yo que ustedes publiquen una
exijo rectifica-
ción.
Nerciat. — ¿Lo usted?
exije
Jorge. — En nombre de
Sí. que he prestado
los servicios les . .
Julio. — Caerá hasta 900.000; ¿qué habrás sido tú? Una subida
172
.
ESCENA XII
ESCENA XIII
Demidov, Jorge
\7}>
íUdo ementa de tuda). —
Esc hombre no es Nekrasov.
Jorge. — No estamos solos.
te fatigues:
Demidov. —Tú no eres Nekrasov. Nekrasov es pequeño, for-
nido; cojea levemente.
Jorge. — ^fCojea.^ Siento no haberlo sabido antes. (Pausa.) De-
midov, hace tiempo que quería hablarte.
Demidov. — Yo no te conozco.
Jorge. — Pero yo te conozco muy bien: he tomado mis infor-
mes sobre ti. Llegaste a Francia en 1950; en aquella época
eras len i no- bolchevique y te sentías muy solo. Durante cierto
tiempo te acercaste a los rrotskistas y te hiciste trotskista-bol-
chevique. Después de disgregarse ese grupo, te volviste hacia
Tito y te hiciste llamar titista-bolchevique. Cuando Yugosla-
via se ha reconciliado con la U.R.S.S. has puesto tus esperanzas
en Mao-Tse-Tung y te has declarado tungista-bolchevique. Conno
la China no ha roto con los Soviets, te has apartado de ella
174
^
centralización?
Jorge. — Lo sé.
ESCENA XIV
17S
Jorge (a los invitados). —
¡Les tomo como testigos de que este
individuo hace el juego a los comunistas!
Invitados (a Mouton). —
¡A Moscú! ¡A Moscú!
MouTON —
Miserable, me empujas al suicidio, pero yo te arras
traré a la muerte. fSaca una pistola y apunta contra JORGF
¡Agradézcanme, señores, que desembarace la tierra de un canalla
y de un comunista objetivo!
Sra. BoiNOlMl. ¡El atentado! — ;E1 atentado!
fBAUDOUlN y Chapuis se abalanzan sobre MoUTON y lo desar-
man. Los dos THatones antran corriendo por la puerta de la derecha
Chapuis (a los dos guardaespaldas, desigrumdo á Mouton^
— Hagan salir a ese señor.
Mouton { debatiendo se K — ¡Déjenme! ¡Déjenme!
Invitados. — ¡A Moscú! ¡A Moscú!
(Los guardaespaldas lo levantan en vilo y se lo llevan por la
puerta de la derecha,)
Baudouin (a los invitados). — Señoras y señores: habíamos pre-
visto este atentado; el peligro ha desaparecido; pueden volver
a los salones. Nosotros les privamos por unos momentos de la
BSCENA XV
176
.
—
. .
177
nales que los ocros no conocen. Busquen en la Propaganda, en
Información o tal vez en Asuntos Extranjeros. Yo, como uste-
des saben, estaba en el Interior.
Bai^DOUIN. —Comprendemos perfectamente sus escrúpulos...
Chapuis. — .y tendríamos los mismos en su lugar.
.
—
.
a nues-
tro deber
Chapuis. —
. . .
178
. . .
.
.y para los belgas con prohibición de residen-
.
cia.
BauiX)UIN. — ...pero francamente,
. .
179
Baudouin. — Queremos la cabeza de los dos periodistas y eso
es todo.
Chapuis. —Y nos si tú Nekrasov todo
las das, serás el tiem-
po que quieras.
Baudouin. — Nos harás pequeños favores.
Chapuis. — vez en cuando
E>e enseñaremos algunas te gentes.
Baudouin. — Y que tú dirás para darnos los conoces, ese gusto.
Chapuis. — Ya cambio de nosotros cerramos eso el pico.
Baudouin. — Somos únicos que sabemos los ¿com- la cosa,
prendes?
Chapuis. — ha dicho
Fíjate, se le presidente Consejo. al del
Baudouin. — Eso no importa: no lo sabe.
Chapuis. — Ha dicho: "No quiero saberlo".
Baudouin. — ¡Y hombre sabe
ese que lo quiere!
Chapuis. — ¿Comprendes cabeza de el trlico, chorlito?
Baudouin. — jueves vendremos
El llevaremos a buscarte y te
al de instruccióa
juez
Chapuis. — Que preguntará te conoces Duval. si a . .
otra cosa.
Chapuis. — Buenas compadrito; mucho
noches, gusto.
Baudouin. — Hasta Totó. No el jueves, lo olvides. (Salen,)
ESCENA XVI
Jorge. —
¡Bueno! ¡Bueno, bueno, bueno!
. . . ¡Bueno, bue- . . .
ISO
.
ESCENA XVII
Es su jefe de oficina.
Demidov (bebiendo). —
¡Porque ahorquen a Orlov!
Los INVITADOS. —
¡Porque lo ahorquen!
Jorge (dándole un vaso). —
Es la ocasión de brindar por el
partido bolchevique-bolchevique.
Demidov. — ,Tc parece.^
Jorge. — ¡Otra! Lo darás a conocer: hay que pensar en la pu
blicidad.
Demidov ^bebiendo). — Por el partido bolchevique-bolchevi
que.
Los INVITADOS. —
Por el partido bolchevique-bolchevique.
(La mayoría de los invitados están francamente borrachos.
Aparecen sombreritos de papel, pitos de fiesta y serpentinas. Du
ranie la escena que sigue las peroratas de DEMIDOV serán corea
das por sonidos de los pitos.)
Demidov (a Jorgej. —
¿Por quién debo beber ahora.^
Jorge (dándole un vaso). —
Por tu jilguero.
Demidov. —Por mi jilguero.
Los INVITADOS. — Por su jilguero, f JORGE le da un vaso más.)
Demidov. — ¿Y ahora.^
Jorge. — No sé, pero. quizás por Francia; eso sería de bue-
. .
na educación.
Demidov. —¡No! (Alzando su vaso.) Brindo por el buen pue-
blo ruso encadenado por los malos pastores.
Los INVITADOS. —
¡Por el pueblo ruso!
Demidov. —¿Ustedes lo liberarán, no es verdad.^ ¿Van a li-
berar a mi pobre pueblecito ruso.^
Todos. — ¡Lo liberaremos! ¡Lo liberaremos! (Suenan los pitos.)
Demidov. —Gracias. Brindo por el diluvio de hierro y fueg<^
que se abatirá sobre mi pueblo.
fODOS. — ¡Por el diluvio! ¡Por el diluvio!
Hemidov Jorges —
(a ¿Qué es esto que bebo.^
lORGE. — Vodka.
Demidov. — ¡No!
182
Jorge. — Mira. (Agarra la botella y se la enseña.)
Demidov. — ¡Sálvese quien pueda! ¡Es vodka francesa! ¡Soy
un traidor!
Jorge. — ¡Vamos, Demidov!
Demidov. — ¡Calíate, militante! Todo ruso que bebe vodka
francesa es un traidor a su pueblo; ¡hay que ejecutarme! {A to-
dos.) ¡Vamos! ¿A qué esperan ustedes?
Sra. Bounoumi (intentando calmarlo). — ¡Mi querido De-
midov, no podíamos figurarnos!
Demidov (rechazándola). —
Entonces, libérenlos a todos. ¡A to-
dos los rusos! Si queda un superviviente, tan sólo uno, me se-
ñalará con el dedo para decirme: Fiodor Petrovich, has bebido
vodka francesa, Respondiendo a un interlocutor imaginario.)
i
183
mienlM €scabmUifS€.) ^Adonde vas, militante? ¡Bebe, por la
luna!
Jorge. — ¡Por la luna!
Demidov (bebe y escupe con asco). —
¡Puaf! (A JORGE.) ;Tc
das cuenta, militante? Estoy en la futura luna bebiendo vodka
francesa. Señoras y señores: ¡soy un traidor! La historia gana-
rá, yo voy a morir y mis hijos pondrán mi nombre en los li-
bros: Demidov, el traidor, bebía vodka francesa en casa de la
señora Bounoumi. Estoy equivocado, señoras y señores, estoy en
un error ante los siglos venideros. Brindemos: me siento muy
solo. (A Ferdrierf.) Y tú, chacal, grita conmigo: ¡Viva el pro-
ceso histórico!
Perdriere —
¡Viva el proceso histcSrico!
(aterrorizado).
Demidov. — proceso histórico que me aplastará como
¡Viva el
ESCENA XVIII
184
fBAUDOUiN y ChApuis f^ lanzan en persecución de GOBLET;
Demiekdv logra desasirse de los GUARDAESPALDAS y va en perse-
cución de los Inspectores; los GUARDAESPALDAS se recobran y
se lanzan en persecución de DemidovJ.
TELÓN
SÉPTIMO CUADRO
ESCENA I
1X6
.
hijita. Y me
sacuden todos los días acabaré por cansarme.
s¡
Verónica. —
^Crees que van a golp>earte?
Jorge. —¡Como que van a tener miramientos! (Pausa.) ¡Oh!
Puedes despreciarme: soy demasiado artista para tener coraje
físico.
Verónica. — No te desprecio. ¿Y quién habla de coraje físico.^
Hace falta saber lo que prefieres.
Jorge. — ¡Si lo supiera!
Verónica. — ¿No querrás convertirte en un entregador?
Jorge. — No, pero tampoco me gustaría que me estropearan
la fisonomía. Anda a elegir.
Verónica. — Tienes demasiado orgullo para hablar.
Jorge. — ¿Todavía tengo orgullo.^
Verónica. — reventando de
¡Estás orgullo!
Jorge. — ¡Que el Eso no yo
cielo te oiga! un quita: tendría
buen alivio si Duval y Maistre
supiera a de fuera peligro.
Verónica. — ¿Qué cambiar eso? iba a
Jorge. — un momento en que no soporto más, puedo
Si llega
acusarlos: de maneras,
todas que no sé irán a la prisión.
Verónica. — Si serán condenados.
los acusas,
Jorge. — La condena no porque no podrán
cuenta, encerrarlos.
Verónica (desarmada.) — ¡Pobre Jorge!
Jorge — ¿Has comprendido,
(sin escuchar). Yo chiquilla? desa-
parezco y tú que escapen.
les dices se
Verónica. — No
. .
escaparán. se
Jorge. — ¿Con
.
de
los polis detrás cinco años en los talones y
el tubo colgándoles?
Verónica. — No esconderán porque son
se inocentes.
Jorge. — Y mí, ¿me apurabas para que huyese porque soy
a
culpable? ¡Hermosa lógica! Si te hicieran caso, todos los cul-
pables de Francia se irían a pescar truchas mientras que los
inocentes morirían en prisión.
Verónica. — Es poco más o menos lo que pasa.
Jorge. — ¡Menos cuento, ratoncitp! ¡La verdad es que los aban-
donáis!
Verónica. —
Espera a que los detengan y ya verás.
Jorge. — Está todo visto: iréis a vociferar a la calle. Carteles,
mítines, manifestaciones: una verdadera verbena. ¿Y dónde es-
tarán vuestros dos camaradas? En la celda. ¡Cáspita! Vuestro
interés es guarden allí el mayor tiempo posible. (Ríe.)
que los
Y yo, pobre que me meto en la boca del lobo para pre-
idiota,
venirles. ¿Prevenirles? ¡Pero si sois vosotros a quienes no os
interesa! ¡Qué metedura de pata! No os critico: cada uno
para sí. Sólo que, me asqueáis un poco, a pesar de todo: por-
que yo voy a ir al tubo; y me siento solidario de los dos pobres
187
muchachos que sacrificáis. fVERÓNlCA marca un número en
¿Qué estás haciendo?
el teléjono.)
Verónica (al aparato). —
¿Eres tú, Roberto? Te paso a un tipo
que quiere hablarte. (A Jorge.) Es Duval.
Jorge. —
Puede que su línea esté vigilada.
Verónica. —
No tiene ninguna importancia. (Le pasa el apa-
rato.)
Jorge (al teléjono). —¿Alió, Duval? Escúcheme bien, viejo:
lo van a detener mañana, pasado mañana lo más tarde, y muy
probablemente será condenado. No tiene usted tiempo ni para
hacer la maleta: largúese en cuanto cuelgue. ¿Eh? ¡Oh! ¡Oh!
¡Oh! (Dejando el aparato.) ¡Pero si me está echando la bronca!
Verónica {al teléjono). —
No, Roberto, no: cálmate; no es
un provocador. No, nada de eso. Ya te explicaremos. (Á JOR-
GE.) ¿Quieres que llame a Maistre?
Jorge. —No hagas nada: he comprendido. (Se echa a reír.)
Era la primera vez en mi vida que quería hacer un favor. Y
será seguramente la última. (Pausa.) No tengo más que irme.
¡Buenas noches y perdón por todo!
Verónica. — Buenas noches.
Jorge (estallando bruscamente). —
¡Son unos cretinos, eso es
todo! ¡Unos pobres tipos sin imaginación! ¡Y ni siquiera sa-
ben lo que es la cárcel! ¡Yo sí que lo sé!
Verónica. — Tú no has estado.
Jorge. —No, pero soy poeta. La prisión se pega a mí esta no-
che y la siento en los huesos. ¿Saben que hay dos posibilidades
sobre cinco de salir de allí?
Verónica. — Duval entró el 17 de octubre de 1939. Salió el
30 de agosto de 1944.
Jorge. —Entonces es inexcusable.
Verónica. — No, mi buen Jorge, él hace como tú: sigue su
interés.
Jorge. — ¿Su interés o el vuestro?
Verónica. —
El suyo, el mío, el nuestro: no hay más que uno.
Tú no eres mucho más que tu propio pellejo. Lo quieres librar
y nada más natural. Duval querrá salvar su pellejo, pero no
piensa en eso todos los días. Tiene su Partido, su actividad, sus
lectores:si quiere salvar todo lo que él es, es preciso que se
quede. (Pausa.)
Jorge (con violencia). —
¡Asquerosos egoístas!
Verónica. — ¿Cómo dices?
Jorge. — Todo el mundo estarácontento: él tendrá su corona
de espinas y vosotros vuestras verbenas. Pero yo, banda de gra-
nujas, ¿qué llego a ser en todo esto? Un traidor, un confiden-
te, un entregador. . .
ISH
. .
das, ¿eh.^ Mira, pobre Judas, he aquí uno que debiera tener
de qué quejarse. Yo comprendo a ese hombre. lo estimo. Y
Si no me rajo... ¡Pues bien! También yo soy quien recibe
las caricias. ¿Y cuál será mi recompensa? Unos escupitajos: tu
padre habrá llenado "La Tarde de París" de mis falsas declara-
ciones; vuestros papeles celebrarán al mismo tiempo la abso-
lución de Duval y la derrota ignominiosa del calumniador
Nekrasov. Llevaréis a vuestros amigos en triunfo y, con el mis-
mo paso, vuestras cohortes me pisarán las narices. ¡Manejado
como un juguete! ¡Manejado como un niño! ¡Y por todo el
mundo! Allí, era el instrumento del odio; aquí, ¡soy el ins-
trumento de la historia! (Pausa.) ¡Verónica! ¿Y si les explica-
ses mi caso a tus compañeros? ¿Puede que tuvieran la bondad
de huir?
Verónica. — Temo que no.
Jorge. — ¡Canallas! Debería matarme ante tus ojos y
¡Mira!
manchar de sangre tu Tienes suerte de que no tenga va-
piso.
lor para ello. (Se sienta.) Ya no comprendo nada de naaa. Yo
tenía mi pequeña filosofía, que me ayudaba a vivir: he per-
dido incluso mis principios. ¡Ah! ¡Nunca debí hacer política!
Verónica. — Vete, Jorge, vete. No te pedimos nada, no debes
nada a nadie. Pero vete.
Jorge (en la ventana, entreabriendo las cortinas). La noche. —
Las calles desiertas. Habrá que bordear las paredes hasta la
mañana. Después... (Pausa.) ¿Quieres saber la verdad? He
venido a que me detengan aquí. Cuando se toman los hábitos,
tiene valor la última cara que se ve: se la recuerda mucho tiem-
po. He querido que sea la tuya. (Verónica sonríe.) Deberías
sonreír más a menudo. Eso te embellece.
Verónica. — ¡Sonrío a las gentes que me agradan!
Jorge. — No tengo nada para agradarte y tú no me agradas.
(Pausa.) Si pudiera impedir a esos infelices de ir a chirona,
qué faena os iba a hacer a todos. (Anda,) ¡Ayúdame, genio
mío! ¡Demuéstrame que existes aún!
Verónica. — El genio, sabes.
—
.
189
¡Gracias: '
Snnrc Vironicaj Lamento decirte que tus amigui-
tos no serán detenidos. Adiós a las verbenas y a la palma del
nunirio. La señora Castagnie volverá a su puesto y jquién sa-
be si ios cien mil votosde Perdriere no irán a parar el domin-
go al candidato comunista! Ya os enseñaré que no se puede
manejarme impunemente. .
—
.
Verónica. — iJorge!
Jorge. — Puedo quedarme quince en días casa de tu camarada:
me fotografiáis por los cuatro costados, con venda y sin venda.
Conozco a todos los Palotin, Nerciat, Mouton y compañía. Ha-
ré revelaciones irrefutables.
Verónica. —
Después del primer artículo nos enviarán la poli-
cía. Si nos negamos a entregarte escribirán en todas panes que
tu testimonio es una invención.
Jorge. —
^Crees que se atreverán a detenerme después del pri-
mer artículo.^ Sé demasiado. ^Y luego, qué.^ Si insisten, les dais
mi dirección. Me estáis cargando con vuestros mártires: si ha-
ce falta uno, ^por qué no seré yo.^
Verónica. —
E)e acuerdo. (Le da un beso.)
Jorge. —
Guarda tus distancias. (Rie.) He acabado por ganar:
tu diario progresista publicará la prosa de un estafador. Para
mí apenas significa un cambio: antes dictaba al papá, ahora
dictaré a su hija. ^Baudouin y ChAPUIS entran por la ven-
tana.)
ESCENA II
IVÜ
BAUDOUIN. — Quizás la han encargado de asesinarte.
enfermeros.)
ESCENA III
ESCENA IV
Los mismos. Goblet
—
.
191
Chapuis (tkando). — ¡Suéltalo tú!
GOBLET. — ¡Jamás!
Baudouin. — ¡Haremos que te suspendan de empleo!
GOBLET. — armará un buen
¡Intentadlo; se lío!
ESCENA V
Los mismos, Dbmidov
TELÓN
OCTAVO CUADRO
192
ESCENA I
193
(Tira el gorro con rabia y se yergue.) ¡Un poco de compostura,
señores! ¡Estamos en sesión! ¡Quítense esas serpentinas! (Ber-
GERAT deja su fUíáta d€ caña m
la mesa. Los otros se cepillan.)
¡Bien! (Julio, que no ha cesado de dar paseos, sumido en sus
preocupaciones, va al escritorio^ lo abre y toma una botella de
licor y un taso. Va a llenar el vaso para heber.) ¡Ah, no! ¡Que-
rido amigo, usted no! Yo creía que usted no bebía nunca.
Julio. — Bebo para olvidar.
NERCIAT. — olvidar qué?
<fPara
Jl^LIO. — Para olvidar que tengo la más estupenda información
de mi carrera y que se me prohibe publicarla: 'Nekrasov era
de Valera ¿Eh? ¡Y que eso no tiene categoría! Dos hombres
'.
célebres en una misma p>ersona, un gran titular que vale fx)r dos.
Las Filipinas del p>eriodismo.
Nerciat. —
Querido amigo, es usted un inconsciente.
JlTlO. — Se pasea.) ¡Ser un diario de izquier-
¡Estaba soñando! i
da, por un día! ¡Por un solo día! ¡Qué inmenso titular! fSe
para estático.) Lo estoy viendo: llena toda la primera plana
y se extiende a la segunda, invade la tercera . . .
Nerciat. —
No se lamente, amigo mío. Nekrasov es Nekrasov.
¡Se ha fugado hace un rato porque creyó ser víctima de un
atentado comunista! Mirando fijamente a los pies de JULlOJ
i
Esa es la verdad.
Palotin {suspirando). —
Es menos hermosa qMe en sueños.
i LLman a la puerta.) ¡Adelante!
ESCIENA II
¡Imbéciles!
Charivet. — ¡Cretinos!
Bergerat. — ¡Idiotas!
Baudouin (mostrando — somos víctimas
sus muletas). Señores,
del deber.
Nerciat. — Aún no han bastante y lamento que no
lo sido les
hayan roto el espinazo. ¡Nos quejaremos . al presidente del
Consejo!
Bergerat. — Ya Jean Paul David.
Nerciat. — ¡Márchense!
(Salen.)
ESCENA III
195
Julio [a si mismo, con melancolía). — ¡Ése tiene suene!
Nerciat. —<;Qu¡én?
JtLio. — Mi colega del "Libertador".
Nerciat {violentamente). —
¡Basta! {Torna la botella y el va-
so de Julio y los tira al suelo. A los otros tres.) ¡Animt),
amigos! Hagamos frente al porvenir con lucidez,
Bergerat. —
Ya DO hay porvenir. Mañana es la ejecución ca-
pital: "El Libertadoi" publicará confesión de De Valera y
la
nuestros competidores de la tarde se darán el gustazo de re-
producirla "in extenso". Nos hundiremos en el ridículo.
Charivet. —
¡En lo odioso, querido amigo! ¡En lo odioso!
Lerminier. —
Se nos acusará de haber hecho el juego a los
comunistas.
Bergerat. —
Estamos arruinados y deshonrados.
Charivet. — ¡Me voy a acostar! ¡Me voy a acostar! (Va a saltr
y Nerclat lo retiene.)
Nerciat. — Qué manía de irse a la cama. No corre prisa, ya
aue está seguro de morir en ella. (Bergerat sopla en su pito
ae caña.) ¡Y usted, querido amigo, por última vez, deje esa
flauta ... esa trompeta
—
. . .
Nerciat. ¡Hable!
Julio.— Ganemos de mano al "Libertador" y publiquemos la
196
. .
197
Nerciat (a la valija). — ¡Que porquería! {Da un puntapié a
la valija,)
Bergerat {a la valija). — ¡Ya te daré yo pólvora radioactiva!
(Le da un puntapié.)
Charivet {mostrando la valija). —
¡Ésta tiene la culpa de todo!
Lerminier. — ¡A muerte, de Valera! (Da un puntapié a la va-
lija. }
Todos. —
¡A muerte! ¡A muerte! . . .
ESCENA IV
— ^Cómo
. .
199
ESCENA V
MOUTON. —
>s() se lamenten pir nada, es una operación de sa-
nidad pública. {Señalando a la ventana.) Miren, Palotin nos
abtndona y el sol aparece. Diremos la verdad, señores, la vo
cetremos sobre todos los techos. ¡Qué hermoso oficio el núes
tro! Nuestro diario y cl sol tienen el mismo oficio, la misma
misión: alumbrar a los hombres, Se acerca a ellos.) Juren de-
i
ESCENA ÚLTIMA
Sibilot, solo, luego Tavernier y Perigord
SiBiLOT. —
Tavernier, Perigord, ¡conferencia de primera pla-
na! (Entran corriendo Tavernier y Perigord, ven a Sibilot
y se detienen estupefactos. Sibilot les mira a los ojos.) Va-
mos, muchachos. ¿Me queréis mucho?
TELÓN
Fin de la obra
201
ÍNDICE
LAS MOSCAS 7
NEKRASOV 71
Jean-Paul Sartre nació en París el 21 de junio de 1905;
se graduó en la Escuela Normal Superior y obtuvo
después la licenciatura en filosofía Profesor en
El Havre de 1931 a 1933. fue becado en el
Instituto Francés de Berlín y. a su regreso, continuo
la docencia hasta que lo movilizaron en 1939
un tanto de la fecha de su
sibilinas a !a actualidad
estreno; y Nekrasov, una suerte de bufonada
sainetesca que tiende a ndiculizar la obsesión
anticomunista de ciertos medios representada
.