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Gabriel Jiménez Emán

MUNDO TÓRRIDO Y CARIBE


Cultura y Literatura en Venezuela
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Mundo Tórrido y Caribe. Cultura y literatura en Venezuela


Gabriel Jiménez Emán

1ª Edición Fábula Ediciones 2019

Ilustración de portada: Obra de Mario Abreu

© Copyright, Gabriel Jiménez Emán, 2019

© De esta edición: Ediciones Fábula, Venezuela 2019

Santa Ana de Coro, estado Falcón,


República Bolivariana de Venezuela.
Email: gjimenezeman@gmail.com
ISBN 980-12-2075-9
RIF: J-31218464-F
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INDICE

MUNDO TÓRRIDO Y CARIBE. CULTURA Y LITERATURA EN


VENEZUELA

Primera parte. Repasos críticos


 El drama de la cultura venezolana, 5
 Simón Bolívar en dos tiempos: el estadista y el poeta, 14
 Paradojas del intelectual, 32
 La crítica y el encuentro con lo otro, 43
 Poesía y filosofía en Ludovico Silva, 50
 Metáforas de lo real en la escritura de Marx. Glosa a un libro de
Ludovico Silva, 63
 Gustavo Pereira: los cuatro horizontes de una poética, 71
 Caupolicán Ovalles y la República del Este, 93
 La utopía novelesca de Carlos Noguera, 105
 Manuel Díaz Rodríguez y Pedro Emilio Coll vistos por Miguel de
Unamuno, 111
 El lúcido mensaje de Mario Briceño Iragorry, 121
 Rafael Zárraga y la historia menuda, 126
 Dos símbolos culturales del Estado Yaracuy, 129

Segunda parte. Visiones de conjunto


 Libro, lectura y escritura: principios interactivos, 138
 Clásicos y románticos. Ensayistas literarios venezolanos del siglo XIX,
151
 Poesía venezolana, signos claves en las décadas de los años 70 y 80, 168
 Confluencias de la poesía venezolana, 182
 Momentos clave de la cultura en Venezuela, 192
 La filosofía venezolana y su lugar en Hispanoamérica, 232
 El vals venezolano, itinerario de un sentimiento, 254
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Primera parte
REPASOS CRÍTICOS
5

EL DRAMA DE LA CULTURA VENEZOLANA

Es un drama de contenido, para decirlo de una buena vez y en términos


convencionales. Nada de elucubraciones teóricas ni políticas: la cultura
venezolana nace de una deformación, de una desviación conceptual
proveniente de una desviación histórica. No estoy calificando esta desviación;
sólo situándola en un terreno natural de contradicciones sobre las cuales fueron
erigidas sus principales nociones. Contradicciones que vinieron
profundizándose por doscientos años hasta producir el híbrido actual; un
híbrido interesante, es cierto, pero que produce demasiadas paradojas al
confrontarse con su tradición. Porque eso sí tenemos: tradición. No muy
antigua, también es cierto, pero tradición al fin. Si no fuera así, en vez de un
drama tendríamos una serie de fenómenos sociológicos aislados de los
precarios momentos culturales donde convivieron.
¿De dónde proviene este drama? Primeramente, del proyecto, --así
llamado por la historia oficial-- de la Primera República, ligado al proceso de
Independencia, desde que Francisco de Miranda, el venezolano más ilustre de
su tiempo, esgrimió algunas ideas sobre nuestra Independencia, y luego Simón
Bolívar, pensador criollo mantuano de ideas europeas, intentó librar a su país
del poderío español. Justamente, nuestras ideas parten de la Ilustración, del
Siglo de las Luces, de las ideas universalistas que concebían la historia de los
pueblos como algo predeterminado o predestinado, a través de altos ideales de
nobleza o progreso, de acuerdo a las ideas del enciclopedismo positivista, según
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las cuales los pueblos poseen de por sí un destino noble, escrito con la sangre de
héroes militares, ungido luego por dioses, prohombres y héroes civiles.
Miranda, pese a haberse movido en ese enjambre de ideas, resultó un
personaje sui generis de la Ilustración, un criollo culto y aventurero, que fundó,
sin proponérselo, nuestra cultura. Digamos que estaba haciendo historia
mientras estudiaba y reflexionaba con precisión sobre esa cultura: su Colombeia
no es sino la reflexión vívida de un americano en las cortes europeas. Miranda
vivió todo aquello como aventura precisamente porque no era europeo, tenía
una perspectiva diferente que enriquecía aquel legado. Pero la vida misma de
Miranda fue un drama histórico --no digamos ya un drama existencial o
individual, que es el de todos nosotros-- sino un drama registrado
minuciosamente en su tiempo, el cual adquirió al final rasgos de tragedia. Basta
revisar el ciclo de su vida para comprobarlo; se halla pleno de visos novelescos -
-que nuestro Denzil Romero se dio gusto recreando en sus novelas--, y le
permitieron a Mariano Picón Salas tejer una biografía que poco le falta para ser
novela también.
Digamos que la Colombeia es la primera obra realmente ilustrada de
América, por el aliento universalista y enciclopédico que mostró, por su
carácter de libro-compendio. Si se le revisa bien, tenemos ya nuestro primer
gran drama cultural, y la posterior tragedia personal que culmina con el
encarcelamiento y muerte de Miranda en Cádiz. Miranda vivió y murió como
un verdadero romántico; su existencia arropa casi todos los rasgos de este
movimiento literario y los ofrece como paradigmas al resto del mundo. Sin
embargo, estos paradigmas no son precisamente los ideales de la Ilustración:
ideales que Simón Bolívar sí encarnó mejor en su empeño de fundar una
República, desde un concepto pan-americano que resultó históricamente
imposible, pues las condiciones políticas, económicas y sociales no estaban
dadas para ello, para impulsar y hacer realidad ese sueño llamado la Gran
Colombia. Sin embargo Bolívar se esfuerza, y en ese esfuerzo crea leyes, legisla,
combate y congrega a los mejores estrategas para derrotar a los españoles en la
guerra y en la legalidad. Las ideas de Bolívar son francesas e inglesas --como las
de Miranda-- sólo algunos españoles utopistas --como Pedro Mártir de
Anglería-- logran entusiasmarle. No olvidemos jamás que Bolívar era un
mantuano caraqueño, y que, precisamente por serlo, por conocer las prebendas
de los criollos mantuanos, su manera de pensar y su tendencia a hacer negocios
en detrimento de la nación, se tomó el riesgo de sacrificar su riqueza y se trazó
un itinerario para realizar sus sueños. Los logró en parte, pese a su fracaso
político: logró crear nuestra nacionalidad, pero esa nacionalidad estuvo luego
fracturada constantemente en su base cultural, como ocurrió con Miranda.
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Pongámoslo de otro modo: la ideología de Bolívar tiene su fundamento


en ideas europeas, amasadas con el primer ideal criollo de libertad intelectual y
moral de que se tenga noticia en Hispanoamérica; por eso se transforma ipso-
facto en símbolo cultural, pese a que ese símbolo haya nacido resquebrajado en
su base, pues sus corolarios son errantes, se nutren de un pensamiento
universalista que reclama para sí, ante todo, la atención de los países de
América, incluyendo a los de América sajona, y la mirada de las naciones
europeas que, como Inglaterra, cayeron bajo la fascinación de los ideales de
Bolívar. Recuérdese la famosa referencia del barco de Lord Byron --llamado
"Bolívar"-- en honor precisamente al ideal que encarnaba el caraqueño para
muchos románticos ingleses.
Pese al desastroso estado del país luego de la muerte de Bolívar, éste
logra sentar las bases de una conciencia de nación --sumamente vejada, es
verdad, pero conciencia al fin-- la cual es justamente la que van retomar
nuestras conciencias civiles, en contra de las tendencias autoritarias y
militaristas de José Antonio Páez y la secuela de caudillos que le siguieron,
llámensele Castro, Guzmán Blanco, Gómez o Pérez Jiménez. Como sabemos,
estas conciencias civiles se llaman Andrés Bello, Simón Rodríguez, Fermín Toro,
Cecilio Acosta, Lisandro Alvarado, Arístides Rojas. J.V. González y otros,
quienes cultivan el sustrato estético del Romanticismo, mientras sus ideas
políticas se mantienen en un plano bastante digno de responder a los
requerimientos de la política internacional, esto es, de modernizar al país cueste
lo que cueste, mientras sabios errantes como Lisandro Alvarado, Arístides Rojas
o Cecilio Acosta creaban las bases empíricas de nuestro conocimiento científico,
recolectando datos arqueológicos, históricos o lingüísticos, que constituirán a la
postre nuestro primer legado cultural propiamente dicho.
Aquí radica, justamente, el tercer momento dramático de nuestra cultura,
hecha de los tropiezos y miserias de sus protagonistas, quienes arriesgaron sus
felicidades personales y renunciaron a sus familias y amores para dedicarse al
estudio de las peculiaridades históricas, lingüísticas y culturales de nuestra
tradición; allí aparece, justamente, por primera vez (estudiado por Arístides
Rojas, Lisandro Alvarado y Adolfo Ernst) el legado indígena y su aporte
cultural, que hasta ese momento ningún criollo había reflejado en sus ideas y
escritos. Hasta ese instante todos los aportes sobre las etnias indias habían sido
emprendidos por españoles y viajeros de Indias, curas, frailes o soldados que
veían con piedad a los indígenas, y cuando les era posible, les defendían de los
azotes de los conquistadores españoles, unos tipos ciertamente brutos e
inescrupulosos. A quien desee conocer mejor esta personalidad bárbara
recomiendo el libro El conquistador español del siglo XVIII, de Rufino Blanco
Fombona.
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En un sentido estrictamente cronológico este es nuestro primer drama: el


cuasi exterminio cultural de nuestras etnias, sin lo cual no podríamos
entendernos nunca, y cuya observación lúcida nos corresponde ahora. Un
drama que quizá nunca llegaremos a calibrar lo suficiente.
Bolívar funda nuestro primer periódico --el Correo del Orinoco-- crea
nuestro primer cuerpo jurídico con la Carta de Jamaica, y Fermín Toro nuestro
primer conjunto factible de leyes; Cecilio Acosta las refuerza con un proyecto
educativo siempre en ascuas, siempre interrumpido, como las ideas errantes de
Simón Rodríguez. Pero las de Rodríguez son errantes en un sentido positivo de
estar distribuidas simultáneamente en varios continentes, y de ser puestas en
escena con criterios distintos, lamentablemente sin suerte. Rodríguez creó un
idiolecto casi impenetrable para sus propias ideas, pues desafía la razón
cartesiana europea, e impone un discurso vertical y escalonado, donde los
vocablos son hilados sin secuencia gramatical, sino con una disposición propia
que era difícil de comprender a sus contemporáneos, y ahora parece casi
indescifrable. Fijándose bien, contiene muchos elementos novedosos y hasta
humorísticos.
Luego de la época de primeros caudillos fuertes como Páez o Castro,
arribamos a lo que podría llamarse una post-ilustración con Antonio Guzmán
Blanco, un hombre que imita los modelos franceses de la cultura y crea una
ilusión de estar viviéndola. Por primera vez en la historia de Venezuela se crea
un cierto refinamiento social asociado al concepto de cultura, es decir, de
elegancia y buen gusto, donde la gente habla sobre libros, teatro, ópera o
música. Se escuchan y bailan valses vieneses, se leen los libros de Hugo o
Dumas, se comentan novelas de las hermanas Brönte. La mujer, elemento
principal de la sociedad, aparece en escena bien vestida, pícara y coqueta, y ello
crea realmente el espacio de la cultura, en cualquier época o país. Mientras no
exista esta aparición de la mujer en el mundo de la sensibilidad o el arte, la
cultura estará adormecida, o francamente muerta. Con este logro de Guzmán
Blanco aparece la cultura de salón, las primeras revistas y editoriales, las
páginas literarias que proliferarán bajo la protección del Romanticismo, y luego
del Modernismo. La cúspide de este vuelco hacia el gusto literario y estético en
general es El Cojo Ilustrado, revista que en su intención aglutinante, no ha
podido ser superada históricamente por ninguna otra publicación venezolana.
Durante este período la cultura venezolana fue puramente "social", sólo servía
como terapia o método de relajamiento entre las clases sociales, que intentaban
por primera vez y sin suerte mezclarse.
Pero este espejismo cultural se desvanece con la llegada de Juan Vicente
Gómez al poder. Su ignorancia cultural y su cruel manera de ejercer el poder
desmantelan casi por completo cualquier intento de dar continuidad a la
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cultura venezolana. Tanto así, que todos los intelectuales venezolanos de esa
época se definen por su alianza u oposición a Gómez, y lo más curioso, llegan a
expresar con su crítica lo mejor del pensamiento y el arte nacionales hasta ese
momento. Me atrevería a decir que de esta contrariedad ingresamos a nuestra
primera modernidad estética; de hecho, un escritor como José Rafael Pocaterra
escribe un gran fresco histórico -Memorias de un venezolano de la decadencia-
justamente por este contraste. Pocaterra, probablemente nuestro primer escritor
moderno junto a Teresa de la Parra, es moderno porque contiene la crítica y la
anulación del propio estatus que inaugura. Se exila en Canadá a causa de la
persecución gomecista. Sus Cuentos grotescos fundan nuestro cuento también
moderno, pues la mayoría de sus personajes se mueven en Caracas y expresan
por primera vez las contrariedades urbanas --ya que no metropolitanas-- de la
gran ciudad.
No olvidemos nunca esto: la modernidad siempre es urbana. Ello no
significa que la modernidad siempre sea de avanzada (como piensan quienes
no leen los textos post-modernos y creen que ser moderno es ser actual o estar
todo el tiempo en la cresta de la ola) sino que expresan la duda y la
contrariedad de las ciudades, aun cuando éstas sean pequeñas, como la Caracas
de entonces. Pocaterra, Leoncio Martínez, Blanco Fombona, Díaz Rodríguez y la
mayoría de los modernistas, no hacen sino defenderse del autoritarismo y la
crueldad de Gómez, y allí radica otro de nuestros dramas culturales: el de
expresar casi siempre una cultura del contragolpe. Pese a la expresión cabal de
sus autores, ni la literatura ni la cultura venezolanas pudieron entonces florecer:
o estaban embozalados o estaban comprados y atornillados al régimen. El
máximo escritor modernista, Manuel Díaz Rodríguez, calló ante los desafueros
de Gómez y aceptó cargos diplomáticos: todo ello por necesidad política y no
por dinero, pues Díaz Rodríguez era rico de cuna y no necesitaba de cargos
públicos para viajar; lo hacía con su dinero, pues era dueño de la mayoría de las
haciendas de Chacao, en Caracas. En cambio, la mayoría de los escritores de la
época adversaron a Gómez. A medida que el gobierno reprimía, acosaba o
mataba, sus intelectuales iban alejándose de su tierra natal, para hablar desde
un "afuera" que demarcaba claramente un espacio dramático y relacionaba una
serie de hechos históricos y sociales con un tinte francamente esencialista, el
cual basaba su efectividad en el hecho de ser anti-gomecista, lo cual constituía a
su vez y de por sí una desviación.
Luego de la muerte de Gómez, (por primera vez en Venezuela un
régimen muere con la muerte de un gobernante) el país entra en una etapa de
modernidades ilusorias, de la mano de López Contreras e Isaías Medina
Angarita. Digo ilusorias porque luego de los vientos benignos de Medina
Angarita, --que aun siendo militar funda nuestra primera civilidad-- se
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pretende entrar en el camino del progreso de manos de la prosperidad


económica y social con proyectos puntuales, pero aquél no se logra. En lugar de
Medina queda Marcos Pérez Jiménez, un general chapado a la antigua que
encuentra a un país con las arcas rebosantes de dinero y tiene el tino de
encargar a varios ingenieros, artistas y arquitectos nacionales y extranjeros de
vanguardia, proyectos de vialidad, ornato, plazas y edificios que pronto se
convierten, durante los años 50, en símbolos de entrada a la civilidad. Se
produce en el mundo el auge de la TV, la radio y el automóvil. Se propugna con
este despertar industrial un espejismo de libertades, de tinte positivista, que
refleja aspectos puramente externos de comportamiento: eficiencia en las
transacciones, auge del teléfono, el cine o el automóvil como símbolos de poder
y estatus: todo ello logra borrar algunas confusiones anteriores de los códigos
culturales, provenientes los más de los EE.UU y de una mixtura --una hibridez
sería mejor decir-- de la cultura argentina o mexicana, que van escamoteando
poco a poco el legado propio, tan incipiente. Así, llegan al país actrices como
Juana Sujo (de Argentina) a fundar salas de teatro, mientras en el cine, la
literatura o la música sucede otro tanto, tal el fenómeno de las canciones
"rancheras" mexicanas, el tango o las milongas argentinas, el cine cómico de
Cantinflas o Tin-Tan, que no tienen correlatos de esa difusión en Venezuela.
Vivimos en los 50 de espectáculos prestados, aunque la arquitectura y las
artes plásticas vivieran su mejor momento con El Círculo de Bellas Artes, la
arquitectura de Carlos Raúl Villanueva, la escultura de Francisco Narváez y
Alejandro Colina o la pintura de Armando Reverón. El caso de Reverón es
atípico en el contexto del arte venezolano, pues recoge el legado del
impresionismo europeo tamizándolo con la luz del trópico, a tiempo que
anuncia una primera toma de conciencia venezolana en las artes plásticas,
aprovechando elementos mestizos para refundirlos en una actitud vital donde
lo indígena, lo español, lo telúrico y lo mágico convivieron con lo académico, lo
católico y el propio trauma psíquico de Reverón, que a la postre se tradujo en
un drama humano y cultural, el cual como pocos ilustra el carácter azaroso de
nuestra identidad, al tiempo que lo emblematiza, para arrojar sobre él una
especie de mito popular donde se dan cita el santo, el alquimista y el artista. El
drama de Reverón cumple una especie de ciclo para la primera mitad del siglo
XX; en la segunda mitad será imposible imitarlo.
Los artistas que habrían de adaptarse a las influencias internacionales
pasaron por una prueba mejor, digamos, de mayores retos estéticos, como
nunca se había producido antes. Las tendencias vanguardistas europeas y
norteamericanas (cubismo, muralismo, nueva figuración, abstracción
geométrica, constructivismo, pintura de acción) se tropicalizan, sobre todo
debido a la fuerza del muralismo mexicano y luego con el poderoso influjo de
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Rufino Tamayo, para producir ciertas cifras en los nombres de Héctor Poleo,
Jacobo Borges, Oswaldo Vigas, Jesús Soto y Carlos Cruz Diez, cada uno por su
lado investigando las posibilidades de su arte.
En el terreno de la música y la literatura la situación es más dramática. Ni
la música culta ni la popular han tenido suficiente arraigo en la conciencia de lo
cotidiano; se disfruta de música o se lee en escaso grado, y se perciben ambas
como algo elitista. Excepción hecha de algunos temas musicales del Llano con
arreglos "modernos", nuestra música popular no se disfruta ni divulga como
debiera. Las disqueras y la radio sólo divulgan la música comercial, mientras
que la de expresión verdaderamente popular --es decir, la que se identifica en el
fondo con lo folklórico o con lo típico-- se recibe sólo en pequeños comités.
Mientras tanto, el estruendo del mal rock norteamericano toma el lugar de la
música.
Otro tanto sucede con la literatura. El venezolano poco lee, no concibe el
hábito de leer como un acto placentero, en una gran medida. Leer es para
nosotros casi una obligación, un deber. Los libros se conciben para ser
consultados en bibliotecas, archivos o centros de estudio, pero raramente se
opta por ellos como objetos de aprendizaje voluntario, de cultivo de la
sensibilidad o la inteligencia, o como instrumentos para ayudar a pensar mejor.
Se les consulta más para aprobar exámenes, "pasar" materias o llenar
requerimientos académicos. Prefiere el venezolano los periódicos, devora
literalmente los diarios y los programas de TV, los videos buenos y malos. En
espacios públicos, parques, plazas, estaciones o bulevares no se ve a casi nadie
leyendo libros; en cambio se ve a los estudiantes llevando una pesada carga en
sus morrales los libros de texto, pero se han venido librando de ellos con la
ayuda del Internet y los discos multimedia. No voy a entrar aquí en el tema de
la pugna entre libros y formatos digitales, pues ya suena trillada y se ha dicho
sobre ésta casi todo.
El asunto de la cultura oficial es igualmente dramático. Mariano Picón
Salas funda el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (Inciba), hace ya
medio siglo, funda también la Revista Nacional de Cultura y la Escuela de
Filosofía en La Universidad Central. El Inciba cumplió bien su cometido al
principio, logró conjugar los logros de algunos de nuestros mejores artistas,
escritores e intelectuales. Se diseñaron departamentos culturales a objeto de
difundir nuestros valores; pero el Instituto fue crecientemente politizado por los
principales partidos de la democracia representativa: Acción Democrática y
Copei. Esto no fue nada raro; es una consecuencia natural del gigantismo del
Estado, el cual expresa a través de los partidos sus líneas estratégicas de acción,
donde la cultura se maneja como un aditamento, como algo superfluo o
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accesorio, como la "guinda que se le pone a la torta" al decir de Cabrujas, no


como elemento imprescindible de la educación.
Durante los años 80 y 90 se vivieron ciertamente años productivos en la
producción de obras literarias, artísticas o cinematográficas, mientras las
instituciones que se habían fundado en los años 70, como el Centro de Estudios
Latinoamericanos Rómulo Gallegos, la Cinemateca Nacional, el Museo de Arte
Contemporáneo, Biblioteca Ayacucho, Librería Kuai Mare o Fundarte se iban
debilitando en su interior, y eran objeto de fuertes críticas por parte de muchos
intelectuales, mientras otra parte de éstos disfrutaban del estatus de poder que
éstas le prodigaban; sin embargo, escritores, artistas y cineastas pudieron dar
corpus a sus obras, más no así a proyectos institucionales, que estaban aún en
manos de los mismos actores culturales que las habían manejado desde los años
60 o 70.
Otra característica de nuestra cultura reside en eludir sistemáticamente el
alto perfil. No nos interesa figurar en primeros planos de nada, triunfar, tener
éxito o reconocimiento internacional en materia cultural, ni situarnos en la
cresta de la ola. Preferimos el bajo o a lo sumo el mediano perfil, y a veces los
buscamos a toda costa. Quienes han logrado el alto perfil lo han hecho yéndose
al exterior --Francia, España o Estados Unidos principalmente-- logrando allá el
reconocimiento y luego regresando aquí con el paquete completo de la
consagración a recibir glorias, lauros, premios y homenajes.
Históricamente es como si no nos sintiéramos merecedores de nada. Hay
algo en nosotros, un bendito complejo de inferioridad que nos impide tomar
una posición de vanguardia, dar entrevistas a medios importantes, sentirnos
portavoces del conocimiento, tener garra para hablar sobre nosotros mismos. En
todo nos creemos mejores menos en cultura: en deportes, negocios, moda,
cocina o espectáculos; y en política, sobre todo. Pero cuando se trata de cultura
bajamos la cabeza, nos agachamos o escondemos. Lo contrario de lo que hacen
los argentinos o mexicanos, por ejemplo, que organizan foros, mesas redondas,
congresos y todo tipo de eventos para darse la razón, o para denigrar
elegantemente de otros (un claro ejemplo de esto: un flamante nuevo escritor
argentino opina que Octavio Paz como ensayista en apenas un buen periodista
de la literatura) o para promocionarse, venderse, proyectarse o consagrarse. Por
TV y prensa vemos espacios enteros dedicados a foros donde escritores,
músicos, cineastas o pintores argentinos, colombianos, cubanos, uruguayos o
chilenos viajan, son publicitados y promocionados, vendidos o asediados por
famosos, editados, traducidos, nombrados embajadores, agregados culturales
(una tradición muy mexicana), cónsules o demás cargos a objeto de subirles y
subirles la autoestima, la fama y la cartera.
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Nada de eso hacemos aquí. Al pobre ego nuestro le damos duro, lo


aplastamos o saltamos encima hasta dejarlo hecho trizas. ¿Campañas
editoriales? ¿Exposiciones o conciertos itinerantes? No. Los libros, cuadros,
partituras o grabaciones se pudren en depósitos universitarios o editoriales;
todo se queda en intención proyecto, plan irrealizado. A lo sumo, le damos
promoción en el pequeño círculo de amigos de nuestras regiones.
Nos gusta, no se sabe por qué, apiadarnos de nosotros mismos, y hasta
nos divertimos con ello; sentimos una especie de placer masoquista que
alimenta uno de los más notables rasgos de nuestra idiosincrasia: la
impresionante capacidad de quejarnos. En cafés, fiestas, bares, reuniones
sociales o familiares nos quejamos y nos quejamos interminablemente, pero no
hacemos nada. ¿A qué se debe esto? Es un misterio, un enigma que vale la pena
encargar de hacer analizar a psiquiatras, historiadores, sociólogos o brujos.
Mientras tanto, nos resignamos y seguimos refocilándonos en nuestro bajo
perfil. Padecemos de un síndrome endogámico de consumo interno, que nos
gusta cultivar con esmero.
Todo ello lo hemos podido percibir con claridad en los años 90, cuando
recae sobre la cultura una marca ministerial que en realidad carece de rango
real, pues tiene sólo un estatus político y se maneja para administrar cargos,
rangos y dinero, no para difundir valores. El Inciba pasa a Consejo Nacional de
la Cultura (Conac) y éste luego a Viceministerio de Cultura luego de la
transición del gobierno de Rafael Caldera al de Hugo Chávez Frías; éste al
principio vuelve a perder su rango ministerial al ser adjuntado al Ministerio de
Educación. Pronto se dan cuenta de este error y vuelven a otorgarle el rango de
Ministerio, donde se encuentra actualmente, luego de un largo proceso de
reestructuración por donde han pasado los nombres de Luis Britto García,
Alejandro Armas, Manuel Espinoza y finalmente Francisco Sesto, asesorados
todos por un nutrido grupo de intelectuales y escritores que han tenido entre
ellos diferencias radicales y a veces irreconciliables. Poco a poco se han ido
clarificando las metas; creo que ha sido la etapa más difícil que ha vivido la
institución cultural en el momento de despejar metas, objetivos y programas, a
un ritmo similar a cómo ha venido desenvolviéndose la situación política,
signada por la lucha entre clases necesitadas y clases pudientes, medios de
comunicación y partidos políticos tradicionales versus movimientos sociales
populares de tinte bolivariano y nacionalista; y las pugnas naturales entre
capitalismo, liberalismo y conciencia social nacional, lo cual ha dado origen a
las batallas más encarnizadas en el plano de los intereses económicos creados
de grandes corporaciones transnacionales de la comunicación, y las necesidades
más urgentes del pueblo que son salud, educación y convivencia, erigidas éstas
sobre valores morales y culturales.
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Mientras estos asuntos no se entiendan así, mientras no se dé prioridad a


la educación y a la cultura como pilares de la salud espiritual de un pueblo
--más aún de un pueblo joven y emprendedor como el venezolano-- no se
lograrán tampoco metas económicas ni proyectos sociales, pues los bienes
materiales por sí solos, y menos aún aquellos provenientes del trabajo alienado,
producirán bienestar, sobre todo si esos bienes no se comparten en una
sociedad donde trabajadores, obreros y campesinos convivan con empresarios,
profesionales y educadores sin voluntad de insana competencia económica,
sino con un espíritu de pertenencia a una nación robusta, rica y llena de sueños
como Venezuela, donde sus artistas y escritores, sus educadores y
profesionales, sus ancianos y jóvenes, sueñen compartir con sus respectivas
familias el bien de la cultura, no como un drama de diferencias de clase o de
conflictos políticos, sino como un espacio de liberación de espíritu que nos
permita compartir el pan cotidiano con honestidad y felicidad, y conjugarlo
siempre en el tiempo posible del futuro.

[1995]
15

SIMÓN BOLÍVAR EN DOS TIEMPOS:


EL ESTADISTA Y EL POETA

EL DISCURSO DE ANGOSTURA:
LEYES PARA UNA REPÚBLICA VIRTUOSA

Antes de pronunciar su célebre Discurso de Angostura, Simón Bolívar venia


de ejercer primero una intensa vida diplomática. En los primeros años, ejerció
de Comisionado en Londres, como representante de la Corte Suprema de
Caracas, donde luego estaría con Andrés Bello y Luis López Méndez. Después
de hacer el juramento de consagrar su vida a la independencia de
Hispanoamérica en el Monte Sacro de Roma en 1805, y de rendir cuentas de sus
gestiones en Inglaterra da, a su regreso a la patria, su primer discurso ante la
recién fundada Sociedad Patriótica en 1807, año en que justamente comienza la
guerra contra los realistas. Miranda lo encarga del batallón Aragua; luego
participa de la toma de Valencia. Después en 1812 es designado comandante de
la plaza de Puerto Cabello, cuando la refriega lo obliga a refugiarse en la
residencia del marqués Casa León. Regresa a Colombia a organizar sus ideas y
sus tácticas; en Cartagena despliega las razones que condujeron a Venezuela a
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su destrucción, realizando los diagnósticos respectivos acerca de aquella


situación.
Inicia una verdadera lucha para organizar los ejércitos patriotas,
haciendo grandes arengas y sólidas intervenciones públicas que lo señalan no
sólo como a un gran intelectual y escritor, sino como a alguien dueño de una
enorme lucidez histórica y un impresionante genio militar. Gana su primera
batalla en Cúcuta y desde esta ciudad inicia, con los ejércitos patrios, una
marcha incansable hacia Venezuela que se conoce con el nombre de Campaña
Admirable. La campaña se lleva a cabo con tal éxito y en un lapso tan breve que
es proclamado en la ciudad de Mérida Libertador en ese mismo año de 1812, --
en que se produce el infausto terremoto en varias ciudades del país-- y en el que
firma el conocido Decreto de guerra a muerte. Ocupa entonces las ciudades de
Guanare, Barinas y Araure. Sin embargo, después sufre su primera gran derrota
junto a Santiago Mariño en el oriente de Venezuela, propinada por los ejércitos
realistas de José Tomás Boves. Entonces escribe uno de sus primeros grandes
manifiestos, el Manifiesto de Carúpano, en el cual exhorta a los ciudadanos de
Nueva Granada a que evalúen su gestión frente a los ejércitos: les dice que
nuestros adversarios están librando una descarnada guerra contra los pueblos,
signada por el fanatismo religioso y la anarquía devoradora. Nos aclara que no
siempre la guerra y la política van parejas en estas contiendas.
Después, Bolívar es designado Capitán General de la Confederación de
Nueva Granada. Se embarca en el bergantín "La Descubierta" hacia Kingston,
Jamaica, donde es asistido por el presidente Alexandre Petion. Desde allí
redacta otro de sus manifiestos más importantes conocido como La Carta de
Jamaica. Luego marcha a la isla de Margarita, toma Carúpano y decreta la
libertad de los esclavos. Pero, ante la superioridad cuantitativa de los españoles,
debe regresar a Haití a preparar mejor tu táctica de guerra. Logra entonces
embarcarse otra vez a Venezuela: llega a Barcelona, pasa por Guayana a través
del Orinoco e instala el Congreso de Cariaco. Consigue tomar Angostura, ahora
ciudad Bolívar en su honor. Por tal proeza es aclamado allí Jefe Supremo de la
República. Después de pronunciar su Discurso de Angostura frente a un nutrido
grupo de legisladores, se prepara para un nuevo período de su campaña
libertadora, y dar así la segunda y más decisiva etapa de la lucha sin tregua con
la que habría de terminar su plan independentista. Le espera un duro trabajo
por hacer.
La primera voluntad que expresa Bolívar en el Discurso de Angostura (15
de febrero de 1819) es la de librarse de toda la inmensa autoridad que lo agobia
y de la responsabilidad ilimitada que pesa sobre sus hombros en ese momento.
Al renunciar a ésta, Bolívar se está despojando de la posibilidad de convertirse
en un dictador, en un poseedor de poder absoluto, el cual debe transferirse al
17

pueblo, en momentos de la grave crisis social que atraviesa el país por entonces.
Aclara Bolívar que no se trata de un asunto meramente político (aunque su
discurso en esencia lo sea) sino en la anarquía recién creada, convertida en un
torrente infernal que amenaza al país. Bolívar ha ganado una primera fase de la
gran batalla por la libertad al organizar una guerra, pero ello no basta; hace
falta organizar una República y hacer sus leyes. Se encuentra bastante agotado
(se siente un vil juguete del huracán revolucionario), luego del régimen de antiguos
mandatarios basados en las leyes de Indias y en el dominio extranjero,
deseando dar los primeros pasos para consultar con el pueblo qué se debe
hacer.
Por ello convoca el Congreso de Angostura, para designar a los
representantes que puedan evaluar cuales serían las necesidades reales de la
nueva república; él se conformaría con el humilde título de buen ciudadano.
Transfiere a los legisladores el mando supremo, pero alertando que si hubiere
nuevos enemigos de la patria en el horizonte, él estaría dispuesto a volver a las
armas. Como en efecto hizo.

El peligro de la concentración de poder

Bolívar advierte del peligro de que todo el poder esté concentrado en un solo
individuo, y de la necesidad de que haya elecciones regulares. Llama la
atención sobre el hecho de que la concentración de poder en una sola persona se
convierte a la larga en tiranía, y que los magistrados también deben convocar
regularmente a elecciones. Dice que él se debe a las decisiones del Congreso.
Pero antes de llegar a esta conclusión y a esta situación, Bolívar recapitula la
historia, invita a dar una ojeada a lo ocurrido antes: América se libera de la
monarquía española, llamando la atención sobre el desmembramiento del
poder que dio origen a naciones independientes, conforme cada una de ellas a
sus propios intereses. Aquellos países dominantes se asociarían entre ellos; pero
nosotros los americanos, no, quedamos en una especie de limbo histórico. Dice:
No somos europeos, ni indios, sino una especie de media entre los aborígenes y los
españoles, americanos por nacimiento y europeos por derechos.
Empieza el conflicto por disputar a los naturales los títulos de posesión, y
de mantenernos aquí contra los invasores. Todo ello apunta hacia una
complejidad distinta, nunca vista antes. Habíamos sido más o menos pasivos
ante esas situaciones y esas políticas nulas, lo cual nos colocaba entre la
servidumbre y dos tipos de tiranía: la tiranía activa y la tiranía doméstica; todo
ello emanado de la autoridad absolutista de déspotas sin límites, en un poder
ejecutado por subalternos crueles, más que realizando actos civiles, religiosos,
políticos o militares. Se establece entonces una dependencia de España;
quedamos inmersos en un falso estado de complacencia, abstraídos, ausentes de
18

los modelos reales de gobierno. A todo ello agrega Bolívar otros elementos
negativos: la ignorancia y el vicio.
En medio de esta situación, era muy difícil avanzar. El engaño por la
fuerza, las supersticiones y los vicios se impusieron, y así surgió la esclavitud. Y
aquí se patentiza entonces le célebre frase del Libertador: Un pueblo ignorante es
instrumento ciego de su propia destrucción. Todas estas desviaciones nos van
alejando rápidamente de una verdadera libertad: la traición sustituye al
patriotismo; la venganza a la justicia y la licencia a la libertad. Cuando un
pueblo perverso alcanza una cierta libertad, pronto vuelve a perderla. También
llega a otra gran conclusión: la felicidad consiste en la práctica de la virtud. Es
decir, la felicidad no es como un espíritu fantástico que llega de los cielos o por
arte de magia, con sólo invocarla. Las leyes son importantes porque son
inflexibles, y todo debe someterse a su benéfico vigor. Finalmente, el ejercicio
de la justicia vendría a ser el ejercicio de la libertad. Libertad y verdad van
juntas.
Continúa buscando el Libertador razones históricas que evalúen la
situación de Venezuela por entonces; la dominación, vuelta un hábito
pernicioso, nos obliga a mirar de nuevo hacia la democracia, por sobre
monarquías y aristocracias que conforman imperios: Francia China, España,
Esparta o Inglaterra, la más fuerte. Se felicita en nombre de los venezolanos al
separarse al independizarse de España, con aspiraciones democráticas. Debe
producirse una reforma profunda a través de nuevos principios, y debemos ser
audaces para lograrlo.
Admira la excelencia de la Constitución Federal de Venezuela, pero no
ve posible su aplicación al Estado venezolano. En los Estados Unidos puede
funcionar quizá, pero no aquí, y se pregunta cómo el régimen federal nuestro
resulta complicado y débil respecto al régimen federal de la nación
norteamericana. Recordamos que años después de la guerra de independencia
y de muerto Bolívar, el país ingresó a una voluntad federalista a través de las
guerrillas encabezadas por Ezequiel Zamora, que intentaron implementar los
Estados Federales en Venezuela como una solución para la corrupción y el
latifundio, pero no lo consiguieron debido a la traición de varios generales,
entre ellos José Antonio Páez. Zamora combatió también invocando los ideales
libertarios de Bolívar, pero también fue traicionado, como aquél.
Por aquel entonces la Constitución de los Estados Unidos estaba
considerada la más "perfecta" de todas, pero Bolívar sigue teniendo dudas
acerca de las atribuciones del Poder Ejecutivo, subdividiéndolo y
convirtiéndolo en un cuerpo colectivo sujeto a la periodicidad del gobierno,
suspenderla, disolverla siempre que se separen sus miembros. Carecíamos de
responsabilidades inmediatas, de vida continua.
19

El Libertador nos llama a no deslumbrarnos ante el brillo de felicidad del


pueblo americano, o que éste se desvíe de su sistema de gobierno, sin el carácter
y costumbres de sus ciudadanos. Admite que es gobierno inteligente, al legar
los derechos particulares a los derechos generales. El sistema federativo
norteamericano parecía tan perfecto para ser adoptado, que era como un sueño:
no estábamos preparados para él: el bien, como el mal, da la muerte cuando es súbito
y excesivo, dice. Eso nos ocurrió con el petróleo, tal cual; súbito y excesivo, y nos
hundió en un mar de contradicciones sociales y económicas que se convirtieron
primero en un paraíso, y luego en un infierno, originando buena parte de la
quiebra moral del siglo XX y de lo que va del XXI.

Nuestro linaje mestizo


Luego entra Bolívar en su discurso a una consideración sobre la naturaleza
cultural de nuestro linaje o raza, lo que luego llamaríamos nosotros mestizaje, y
daría lugar a una vasta antropología y filosofía sobre lo americano. Nos recalca
que nuestro pueblo no es el europeo ni el americano del norte, sino más bien un
compuesto de África y América; aclara que la misma Europa tiene también
sangre africana. Es imposible asignar a qué familia humana pertenecemos, recalca.
José Vasconcelos llegó a hablar de "la raza cósmica". Desde José Enrique Rodó, a
comienzos del siglo XX, se fue tejiendo un conjunto de obras que meditaron
sobre este fenómeno del mestizaje, y cuenta con diversos enfoques polémicos,
matices sobre nuestra especial mixtura étnica que ha producido a su vez una
cultura y un arte peculiares, con rasgos distintos en cada país. La mayor parte
de la población indígena se ha aniquilado. El europeo se ha mezclado con el
americano y el africano, y éste se ha mezclado con el indio y con el europeo. Nacimos
todos del seno de una misma madre, nuestros padres diferentes en origen y en sangre,
son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis, y ésta desemejanza trae
consigo un resto de la mayor trascendencia.
Deja Bolívar este asunto en vilo y aterriza en el urgente tema de la
igualdad política, y que el principio fundamental de este sistema depende de la
igualdad establecida y practicada en Venezuela. Practicar la virtud. Ser
valerosos. Poseer talentos. Pero no todos poseen estas cualidades: surgen
naturalmente las diferencias, las desigualdades.

La importancia de las leyes


Las leyes corrigen estas diferencias, nos explica, porque colocan al individuo en
la sociedad para que la educación, la industria, las artes, los servicios le den una
igualdad ficticia (en el sentido de impalpable) de naturaleza política y social. La
diversidad se multiplica; una diversidad de origen que implicaría firmeza, tacto
para manejarse en la heterogeneidad. Esta "teoría" sobre la diversidad es lo que
20

hemos venido practicando los venezolanos a lo largo de los años, abriendo las
puertas de nuestro país a numerosos extranjeros que se han alojado en ella.
De todo ello se desprende otro de los apotegmas más conocidos de
Bolívar: el mejor sistema de gobierno es aquel que produce la mayor suma de felicidad
posible. Seguridad social y estabilidad política también. Bolívar confía en que
esto será así para Venezuela. Ya hicimos bien la primera parte del trabajo, la
primera tarea: hacer una guerra y librarnos del yugo español, pero ahora nos
corresponde fundar una república amparados en las leyes. Fundar un gobierno
republicano con la soberanía del pueblo a través de la división de los poderes.
Nos invita entonces a darle una (h)ojeada a la historia y ver qué podemos
aprovechar de ella. Nos remite a la antigua Grecia, a la democracia ateniense y a
su debilidad, pues no pudo sostenerse en el tiempo. Solón no pudo dar ejemplo
al mundo desde Atenas.
Luego nos remite a Esparta con la legislación de Licurgo; también cita al
tirano Pisístrato y al doble reinado en Grecia, Pericles, Pelópidas y
Epaminondas, cuyas sabidurías no se tradujeron en algo concreto para sus
sociedades, nos dice. Sin embargo admite que la Constitución romana es la más
completa de aquella época, la de mejor distribución de los poderes, pero con el
problema de un país empeñado en la conquista de territorios, por lo cual no
podía cimentar la felicidad de su nación. Roma, la guerrera, la poderosa, es
también una de las instituciones más indiferentes.

La Constitución británica
Luego están Inglaterra y Francia con sus revoluciones, pretendiendo aleccionar
al mundo, darle luces políticas como Roma, que nacieron para ser libres, dice.
De hecho, Bolívar recomienda a los futuros legisladores del Congreso de
Angostura el estudio de la Constitución Británica, mas no imitarla de modo
servil. Destaca el republicanismo de los ingleses, y cree que podemos imitarles
en muchos aspectos. Francisco de Miranda pensaba lo mismo; Bolívar opina
que el republicanismo está sostenido por una Constitución cuyo origen y forma
radican en el pueblo. Dice Bolívar que los senadores en Roma y los lores en
Londres han sido las columnas más firmes sobre las que se ha fundado el
ejercicio de la libertad política y civil. De ahí que llame la atención a los
primeros senadores de Venezuela, para crear un colegio de instrucción en esta
materia. Bolívar hace hincapié en la manera de implementarse los poderes
británicos y la relación de los ministros con sus subalternos, pero con la
advertencia de que hay que meterles la lupa en cuanto a sus responsabilidades
y competencias. El rey inglés tiene contendores naturales en la política: un
Gabinete que debe responder al Parlamento y un Senado que defiende los
intereses del pueblo, mientras que la llamada Cámara de los Comunes sirve de
órgano y tribuna al pueblo británico.
21

Sigue asombrado el Libertador acerca de la Constitución británica, a su


modo de ver la más perfecta, contrastada con la de Venezuela, que mezcla
todos los poderes; escribe algo clarividente: el pueblo es un hombre solo resistiendo
el ataque combinado de las opiniones, de los intereses y de las pasiones del Estado social,
que como dice Carnot, no hace más que luchar continuamente entre el deseo de dominar
y el deseo de substraerse a la dominación.
En esta parte del discurso, Bolívar abunda en los detalles más complejos
de los modos de legislar y hacer gobierno, con los mejores métodos y los
procedimientos más idóneos. Es posiblemente el texto fundador en nuestro país
en materia de legislación y diferenciación de poderes, el cual merece una
relectura y una puesta al día de sus nociones, pues allí está dirimida la
naturaleza de la libertad. Exhorta a los legisladores a no ser presuntuosos sino
moderados, pues piensa que la libertad indefinida y la democracia absoluta no
existen y mucho menos la perfección social; tampoco poseemos toda la
sabiduría necesaria ni toda la virtud, lo cual nos permitiría moderar nuestras
excesivas pretensiones.
Si podemos, en cambio, legitimar nuestros derechos y aspirar a la
democracia teniendo en cuenta que la democracia perfecta tampoco existe;
mucho menos en la actualidad, donde la llamada democracia representativa se
ha tragado casi totalmente a la democracia participativa. La democracia griega
ideal funcionaba en ciudades pequeñas y con pocas personas. Las actuales
democracias en las megalópolis son prácticamente imposibles bajo un formato
neoliberal capitalista.
También nos recuerda el padre de la patria que, para aquella época, era
inviable el régimen federal, optando más bien por un presidente para que se
mantenga luchando contra los inconvenientes junto a gabinetes de hombres
preclaros, y que los poderes no se mezclen, esto es importante: que el poder
Legislativo se desprenda de las atribuciones del Ejecutivo para que haya un
equilibrio. Que los jueces sean independientes con el fin de que la sociedad se
vaya cohesionando e integrando. Bolívar ve, atisba, la verdadera oportunidad
de integrar la nación.
No le gustan los absolutos, que conducen a la tiranía. Ni los de la libertad
ni los del poder. Hagamos que la fuerza pública se contenga en los límites que la razón
y el interés prescriben; que la voluntad nacional se contenga en los límites que un justo
poder les señala.
Impresiona ver como Bolívar se coloca en un plano visionario acerca de
un gobierno estable sobre la base de un espíritu nacional, sobre la práctica y el
estudio. Sólo así se lograría el respeto por la patria, por las leyes, por las
autoridades. De lo contrario, sobrevendría la confusión. Y es por ello que
Bolívar insiste --como luego insistió el cantor del pueblo Alí Primera e insistió el
22

presidente Hugo Chávez-- en la Unidad como divisa. Elevemos un templo a la


justicia, dice, pero construyendo un código de leyes venezolanas.
Luego entra de nuevo en el asunto de la educación, amparado por la
moral. Moral y luces son los polos de la República, moral y luces son nuestras primeras
necesidades, asegura, en una de las máximas suyas. Entonces saca a relucir otro
elemento: además de libres y fuertes tenemos que ser virtuosos, donde quepa el
espacio para las buenas costumbres y la moral republicana, empezando con la
educación de los niños y la instrucción nacional para que desterremos así al
egoísmo, a la ingratitud, al ocio, y a la negligencia, que son los padres de la
corrupción. Por ello sería necesario construir el respeto público para la
instrucción y la educación y no sólo para penas y castigos, cuyos espejos son las
acciones de los ciudadanos.
¿Y cuáles serían las herramientas? El trabajo y el saber, únicos garantes
de la honradez y la felicidad. Insiste en el poder moral, no sin antes repasar las
nociones facultativas de los poderes Ejecutivo y Legislativo. Nos dice que la
moral mantiene la virtud y la cohesión del poder central, y a la reunión de
todos los Estados de Venezuela en una República sola e indivisible, será
regenerativa. Insiste en que estas resoluciones serán de primera importancia.
Después de preparar el terreno para salir del yugo de la esclavitud y de
comprometerse a continuar la refriega contra España, Bolívar se dispone a
entregar sus poderes a los hombres que guiarán el país por los senderos de la
legalidad, el juicio y la justicia social. Ya hemos deslumbrado a Europa con
nuestra valentía, y ahora nos toca declararnos República en plena libertad.

América, y su visión en el futuro


Compara las tropas antiguas con las actuales, e invita a observar cuantas
ventajas se tienen entonces para fundar una República virtuosa. Aspira a la
constitución de una, la Nueva Granada, el sueño, la aspiración a la Unidad. Al
hacer esto, Bolívar está llevando a cabo un ejercicio de imaginación para mirar
en el futuro, y asombrarse ante el hermoso espectáculo que verán sus ojos, al
distinguir allí la prosperidad y el esplendor. Arrebatado de alegría, la ve como
centro de la Humanidad, la observa como a los tesoros naturales, y sus
riquezas compartidas con las de otras naciones, junto a las riquezas espirituales
que de ellas se desprendan. La ve empuñando el cetro de la justicia, coronada por la
gloria, mostrando su majestad al mundo moderno.
Después de la muerte del Libertador, las naciones de América se fueron
atomizando, sufriendo un proceso de balcanización debido a intereses
individualistas y egoístas, marcados por el ansia de concentración de poder y
capital, bienes, latifundio, traiciones y complicidades automáticas que fueron
desdibujando la patria grande en pequeñas comarcas con intereses distintos.
Aparecieron los tiranos autoritarios, los monopolios, los negocios turbios con
23

las colonias de ultramar, que se mantuvieron en el siglo veinte bajo las formas
del capitalismo neoliberal, tornado en un nuevo imperialismo de consecuencias
devastadoras. La figura de Bolívar fue invocada en la mayor parte del siglo XX
bajo la forma de una estatuaria, de un símbolo pétreo en plazas públicas que
sólo servía de fondo a discursos y celebraciones vacías, sin contenido
revolucionario. Hugo Chávez Frías hizo aparición en los albores del siglo actual
invocando a un socialismo del siglo XXI bajo la égida del Libertador y
reviviendo el pensamiento de Bolívar, lo cual causó y causa aún mucha
incomodidad a las burguesías nacionales, enquistadas en casi todos los países
de América Latina. Vivió su mejor período entre los años 2001- 2010, durante
los gobiernos de Lula da Silva y Dilma Roussef (Brasil), Rafael Correa
(Ecuador), Fidel Castro (Cuba), Néstor y Cristina Kirchner (Argentina), Evo
Morales Ayma (Bolivia), José Mujica (Uruguay), Daniel Ortega (Nicaragua) y
Hugo Chávez Frías (Venezuela), con amplio apoyo de las sociedades indígenas
históricamente desasistidas, comunidades afroamericanas, sexo diversas,
feministas y movimientos sociales, campesinos, trabajadores e intelectuales de
todo el mundo, y apoyos eventuales de los gobiernos de China, Rusia, India e
Irán.
Bolívar lanza sus ideas a los legisladores del Congreso de Angostura y a
la conciencia nacional. Ideas provenientes de una lucha infatigable por su
patria: es nuestra obligación sembrarlas, practicarlas, verlas encarnadas en
realidades palpables.
El sueño de Bolívar, su aspiración última --cuya idea debemos compartir
y poner en práctica, ahora más que nunca-- fue ver a la Patria unida en un
gobierno eminentemente popular, justo, moral, que luchara contra la opresión y
la anarquía. Un gobierno de paz y de leyes inexorables de igualdad y libertad.

[2018]
24

EL RAPTO DE UNA REVELACIÓN:


MI DELIRIO SOBRE EL CHIMBORAZO

Los ideales de Bolívar


Pienso que las herramientas críticas de acercamiento a un poema debe
brindarlas el propio poema; no deberían ser externas a él ni sustentadas por una
teoría previa. Al poema se le interpreta mejor con el ensayo, si tomamos de él
los elementos no para explicarlo ni racionalizarlo, sino para comprenderlo en su
vastedad simbólica y significante.
El poema de Simón Bolívar Mi delirio sobre el Chimborazo (1822) ofrece una
gama de interpretaciones muy ricas, concatenadas siempre a la vida de Bolívar
como hombre de acción y pensamiento, y no sólo como poeta o "autor"
interesado en llevar a cabo una obra literaria, sino lo contrario: poniendo sus
cartas, proclamas o manifiestos al servicio de una causa humana que defendió a
capa y espada, crónicas y partes de guerra, informes a los que entreveró
sutilmente ideas, para constituir con sus escritos una verdadera filosofía
política, donde ingresaron por supuesto fundamentos éticos, estéticos y
sociales.
Lo primero que hace Bolívar es forjarse un ideal: la libertad y la unidad
de América; ideal que había compartido con sus maestros Simón Rodríguez,
Francisco de Miranda y Andrés Bello; para ello articuló un pensamiento forjado
en las ideas de la Ilustración europea del siglo XVIII, llamado Siglo de las Luces
debido a que en éste florecieron el conocimiento libre, las Universidades y los
grandes avances de la ciencia que luego darían origen al Positivismo ilustrado y
25

al concepto de progreso material. Rousseau, Diderot y otros enciclopedistas,


naturalistas y geógrafos --como Alexander Von Humboldt-- escritores
neoclásicos y románticos aportaron ideas al conocimiento científico (Goethe,
por ejemplo, forjó una teoría de los colores). Recordemos que la fotografía aún
no se había inventado, como tampoco las máquinas, los motores ni la luz
eléctrica, aunque la ciencia andaba en ello. Sin embargo las ciencias naturales,
con Humboldt y Bonpland a la cabeza, habían alcanzado una reputación
mundial; sus descubrimientos impactaron toda la cultura universal, influyendo
en Goethe --uno de los grandes humanistas de Europa-- y en todo el
movimiento neoclásico y romántico de la época; mientras Humboldt era toda
una autoridad europea y de relevancia mundial no sólo como geógrafo sino
como naturalista, siendo el primero en explorar en detalle las bocas del Orinoco
y el Chimborazo, y fue amigo personal de Bolívar. Mientras que Charles Marie
de La Condamine, el otro nombre citado por Bolívar en su poema, determinó la
longitud de un arco de meridiano junto a Quito, en la línea del Ecuador.

Una gran mixtura de ideas


En el caso de Simón Bolívar, sus lecturas filosóficas y científicas se acrisolaron
en un ideal americano donde concurrieron elementos de lo aborigen y lo
indígena, fundamentalmente, y luego de lo africano: etnias que compartirían en
América el lado nefasto del sistema de explotación imperial del feudalismo y la
esclavitud por parte de los blancos europeos, atornillados a imperios y
monarquías. Cuando Humboldt recorrió las que él llamó Regiones Equinocciales
del Nuevo Continente --es decir, América-- halló aquí algo que ya se había
prefigurado desde los viajes de Cristóbal Colón a la Tierra de Gracia, los
cronistas de Indias y Tomás Moro en su Utopía: la presencia de un mundo
virgen, intocado, dotado de otra flora y otra fauna, de otra organización social,
creencias distintas y cosmogonías en las que fundamentaban sus religiones
politeístas, lo cual permitía pensar en el nacimiento de una nueva civilización, y
por ende de nuevas formas de convivencia social, dados los ya agotados
modelos de entonces: matanzas y exterminios de negros y aborígenes
propiciados por imperios europeos, y justificados por guerras santas como las
Cruzadas. Es difícil ubicarse bien en este complejo contexto histórico, que
muchas veces los mismos europeos no entendían del todo. Cuando líderes,
políticos y prohombres de América se confrontaron a aquéllos procesos sociales
e históricos no pudieron evitar sus contradicciones; las ideas eran tomadas de la
civilizada Europa, pero al intentar aplicarlas a América, éstas adquirían otros
rasgos y se convertían en paradojas de convivencia.
Esto lo comprendió perfectamente Bolívar. Pudo hacerlo porque ya tenía
el bagaje de la cultura grecolatina clásica, del Siglo de las Luces, el positivismo,
26

la Ilustración y el enciclopedismo, sobre todo de filósofos y literatos como


Auguste Comte, Denis Diderot, J.J. Rousseau, Charles Montesquieu y John
Locke, quienes inspirarían y luego darían paso a otras generaciones, sobre todo
a una llamada "moderna", que era una verdadera ensalada de tendencias y
abarcaba filósofos dispares entre ellos Lessing, Schopenhauer, Kierkegaard,
Kant, Schelling, Fichte, Nietzsche, Hegel o Marx, entre muchos otros.

El Chimborazo en el iris del crepúsculo

Bolívar, que era un hombre culto y versado --como lo eran Miranda, Bello y
Rodríguez-- había absorbido ideas filosóficas y literarias de la Europa
tamizadas sobre todo por las novedosos principios educativos de Simón
Rodríguez; Bolívar estaba empeñado en comprender su momento histórico y su
lugar en el mundo; era un mantuano caraqueño cuyos padres y esposa habían
fallecido siendo muy jóvenes, dejándolo huérfano y solo; amamantado y criado
por un aya humilde, la negra Matea; Bolívar niño presencia la humillación de
los esclavos negros. Todo ello le hizo tomar conciencia de su momento; un
momento crucial para sí mismo, para su país y el resto de los países de América
(reflejado ello con claridad en su Discurso de Angostura) con situaciones
similares y aún peores que las de la Venezuela colonial de entonces. Cuando
digo "colonial" asumo éste término con todas las ambigüedades y
contradicciones conceptuales que pueda sufrir en el contexto actual.

Un poema fundador
Dicho esto, puedo iniciar un relativo examen del único poema conocido de
Simón Bolívar (el cual padece, de paso, de un complicado y confuso arqueo
bibliográfico, que omitiremos aquí), y a mi modo de ver configura un rapto de
revelación producto de una necesidad anímica y espiritual, y no de un mero
objeto verbal o literario. Mi opinión es que se trata de una pieza surgida de una
27

urgencia interior, expresada con los mejores recursos de la prosa romántica, --


aún sin tener el mismo Bolívar plena conciencia de pertenecer a este
movimiento--, pues el Libertador aún se valía de recursos y símbolos del
clasicismo para transmitir sus preocupaciones, con una escritura muy suya, un
estilo literario muy personal y peculiar. Algún día tendré quizá la ocasión de
escribir --como ha hecho Ludovico Silva con Carlos Marx-- un estudio sobre la
prosa de Bolívar, en la que se dan cita los elementos más audaces: elegancia
verbal, concisión, claridad conceptual, ironía, dominio del tema, giros musicales
inesperados. Habría que ver quiénes eran sus músicos preferidos y los
escritores que más admiró y pudieron haberle influido, para luego intentar
explayarse acerca de las características estructurales de su prosa.
En este caso nos encontramos frente a un verdadero creador, quien
muchas veces dictaba sus cartas acostado en hamacas, colgadas en casonas y
campamentos, o en medio de campañas; no pudo permitirse nunca la ocasión
de "hacer" una obra literaria, consciente como estaba del rol histórico de su
momento, por lo cual tuvo el mayor de los cuidados en el instante de componer
sus textos.
Esta breve introducción debe servir para prepararnos a la lectura de Mi
delirio sobre el Chimborazo, por constituir tal texto una meditación alegórico-
simbólica de un hacer político--social, en una suerte de síntesis espiritual de sus
aspiraciones como ser humano y como ser histórico. Lo cual no es poca cosa, si
tomamos en cuenta la empresa humana que trató de llevar a cabo al lado de su
pueblo y de los valerosos militares y humanistas que le acompañaron.
La data del poema nos dice que éste fue escrito luego de la victoria en la
batalla de Ayacucho, donde ya se había logrado la Independencia de Venezuela
del yugo español. El país se encontraba celebrando tal acontecimiento, pero
también diezmado por los estragos de la guerra. Las metas militares se han
alcanzado; pero hay que lograr la constitución de un parlamento moderno, la
aplicación de leyes que permitieran la justicia social y la composición de una
sociedad justa y libre. Ese ideal estaría lejos de lograrse, pues las traiciones a su
causa tuvieron lugar y le hicieron sentir desamparado: el Libertador debió
marchar a Colombia, donde murió pobre, enfermo y entregado por los más
allegados.
En su poema, con un lenguaje elíptico y acudiendo a los más atrevidos
símbolos, alegorías y recursos de una lengua literaria sembrada en el primer
romanticismo, pues habría que considerarlo un completo representante de este
movimiento en su fundación; tanto, que inspiró al mismo Lord Byron le pusiera
el nombre de "Bolívar" a uno de sus pequeños barcos, en homenaje al
caraqueño.
28

Unas imágenes poderosas


Ahora vayamos al texto. El manto del Iris con que se cubre el sujeto hablante
del poema es nada menos que la capa celeste del arco iris, tomada del mito
griego de Iris, mensajera de los dioses, en este caso de Zeus y Hera, a la cual se
adjudica un movimiento muy veloz, pues va dejando a su paso la estela
luminosa del arco iris, bajo cuya protección ascendió hasta la cumbre del
Chimborazo, una de las montañas más altas e imponentes de la cordillera
occidental de los Andes americanos situada en Ecuador, a cuyos pies se
encuentra la ciudad de Riobamba, visitada por Bolívar, quien realiza partir de
ella un poema donde mixtura simbologías griegas con el mundo americano,
para buscar ahí interlocutores de éstas con las deidades nuestras americanas.
A una altura de casi 6300 metros --la del Chimborazo-- el frío forma
sobre los cuerpos una capa de hielo que refracta la luz y crea, en este caso, el
particular efecto del arco iris, y el espectro luminoso deja ver en el aire sus
impresionantes colores. Esa capa de hielo es la que originaría también, al final
del poema, la imagen del gran diamante donde se encuentra acostado el poeta:
"quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me
servía de lecho", dice. Esta imagen del manto de Iris le permite protegerse antes
de su encuentro con los dioses y el tiempo, como veremos en los párrafos
siguientes de este poema.
Se trata de una imagen poderosa, de un personaje dotado de una fuerza
de la naturaleza americana, compuesta por imágenes surgidas del agua y el
aire, inyectadas primero con los torrentes de los ríos Amazonas y Orinoco, los
más grandes y caudalosos del mundo, que harían palidecer a los de Europa.
Tales ríos le conceden al sujeto poético, --voz hablante de este poema-- la
síntesis elocuente de un Ideal. Nos dice expresamente que "el río Orinoco paga
su tributo al Dios de las aguas", esto es, a Poseidón, después de lo cual aspira
ascender a lo más alto a objeto de sostener un diálogo con los dioses, en lo que
llama la Atalaya del Universo. Para lograr esto, ha seguido las huellas físicas
señaladas por Humboldt y Condamine, hasta llegar a los polos, completamente
sofocado por el éter de las alturas. Nos refiere, en medio de este delirio, que
nadie antes había llegado hasta ahí. Bolívar logra una imagen ecléctica de dos
culturas, una simbiosis simbólica a través de un recurso metafórico: se siente
dotado para lograr la misión de coronar la cabeza de un Dios que ostenta el
dominio de los Andes. Se trata de algo creado por Bolívar para el poema,
volviendo a hacer alusión al manto de Iris que lo protege en su recorrido por
ríos y mares hasta "sobre los hombros gigantescos de los Andes". Por fin entra
en materia histórica: "la tierra se ha allanado a los pies de Colombia", agregando
29

luego un juicio de valor: "el tiempo no ha podido detener la marcha de la


libertad". Inmediatamente después realiza la aseveración concluyente: "Sí
podré."
Surge aquí luego la idea central del poema, cuando advertimos que el
sujeto hablante decide enfrentar el reto que tiene frente a sí. El texto se vuelve
narrativo en la medida en que cuenta una historia que están representando
unos personajes; el vehículo ideal para éstos es en este caso la prosa y no el
verso. El delirio aparece en el mismo momento en que el sujeto hablante lo
increpa, o --mejor dicho-- en el instante en que éste reta al tiempo mientras
observa al Chimborazo, el cual funciona aquí como un símbolo o como un Dios
del tiempo. Ese espíritu divino le conmina a abandonar las huellas que
Humboldt le ha señalado con certeza geográfica, para aspirar a otros niveles y
"empañan los cristales eternos que circuyen el Chimborazo". Ese empañamiento
humano --falible, mortal-- provocado por el impulso del Dios, lo hace
desfallecer cuando su cabeza alcanza y roza el cielo, y luego observa a sus pies
los umbrales del abismo.
Esta última es otra de las imágenes poderosas que contiene el poema,
hijas directas todas ellas de la concepción romántica de la creación, y recuerdan
a veces a las imágenes del gran poeta francés Víctor Hugo por su grandiosidad,
sobre todo al advertir que el personaje central tiene a sus pies nada menos que
"los umbrales del abismo". De inmediato, el escritor declara estar poseso de una
imaginación delirante y del fuego que la embarga, para luego encarnar tales
fuerzas en un dios: el Dios de Colombia, su ideal máximo. La aspiración de
Bolívar es nada menos que crear un nuevo Dios para una nueva mitología
americana. A ese nuevo Dios le sale al paso, de inmediato, el Tiempo.
Bolívar nos presenta aquí el tiempo bajo la forma de una alegoría
convencional: ceñudo, calvo, reclinado, piel mustia y hoz en mano; sin embargo
es padre de los siglos, depositario de los secretos. Imágenes derivadas del
clasicismo y del romanticismo: Arcano de la Fama y el Secreto increpan al
personaje creado por Bolívar, o acaso se trata del mismo Bolívar doblado en
emisario de los dioses, acosando al Tiempo con las preguntas más inquietantes
e inescrutables.
Algo notorio aquí es el "terror sagrado" que experimenta el sujeto
principal del poema al intentar el ascenso a lo trascendente, --como en cualquier
operación sagrada de importancia-- sea mística, espiritual o religiosa. Bolívar
acude a la simbología general de los arcanos: aquí la Santa Verdad
correspondería a la religión, experimentando las debidas sensaciones ante la
presencia de lo Infinito. En este instante el poeta alcanza a describir prisiones
infernales, astros, soles, espacios, asombros ante la materia, y hasta se atreve a
30

inferir que lee la historia de todo el Pasado y puede vislumbrar los


pensamientos del Destino.

Un adelantado de la prosa lírica


El ritmo del poema es emocionante porque conduce al lector a una narración
simbólica sobresaliente, creando un universo muy sugerente de referencias y
conformando un tipo de poema que vindica a la prosa como vehículo de
conocimiento lírico, pudiéramos decir, tal como lo previeron Baudelaire,
Rimbaud, Nerval, Lautreámont y los surrealistas; en Venezuela tenemos al
cumanés José Antonio Ramos Sucre como su principal cultivador. No
olvidemos que Mi delirio sobre el Chimborazo es el primer poema en prosa
conocido de la literatura venezolana --de tradición occidental, aclaramos-- y ello
reviste una importancia especial, sobre todo para quienes nos sentimos alejados
de las definiciones genéricas y parceladas de la sensibilidad y la imaginación.
En este sentido el poema en prosa, la novela lírica y el microrrelato, entre otras
formas creativas de la modernidad y la vanguardia, propician más bien los
sentidos eclécticos de la creación literaria. El propio Bolívar se alejaba cuanto
podía de las expresiones grandilocuentes y exageradas, y experimentó rubor
cuando el ecuatoriano José Joaquín Olmedo le dedicó en 1823 unos prolijos
versos comparándolo con algunos dioses del olimpo en su poema La victoria de
Junín. "Usted es poeta y sabe bien, tanto como Bonaparte, que de lo heroico a lo
ridículo no hay más que un paso, y que Manolo y el Cid son hermanos, aunque
hijos de distintos padres. Un americano leerá el poema de usted como un canto
de Homero, y un español lo leerá como un canto del Facistol de Boileau”, le
escribe Bolívar en una carta que también puede ser tomada como una pieza de
crítica literaria.
Extrañamente, el poema en prosa no ha contado con muchos
cultivadores en Venezuela; su ausencia en la mayoría de las antologías de
poesía es notable (se le llama eufemísticamente "prosa poética" para justificar tal
ausencia, cuando en verdad se trata de ignorancia), cuestión que aún perdura.
Pero concentrémonos ahora en el tema central de nuestra aproximación.
De súbito, en las próximas líneas de Mi delirio sobre el Chimborazo, Bolívar
hace desaparecer a este fantasma, que no había sido referido bajo esta forma a
lo largo del poema; entendemos entonces que éste era hijo directo del delirio.
Un fantasma posee distintas características; mientras aquí es símbolo y luego
puede ser una alegoría cuando incluimos en él al Tiempo: al final encarna en un
alter ego, en una otredad que le reclama e increpa. Luego de hacerle estos
reclamos, desaparece. Después, vemos al sujeto hablante permanecer yerto,
absorto, exánime, tendido sobre un inmenso diamante.
31

Después de este acontecimiento, "la tremenda voz de Colombia" le grita


y el poeta resucita, se levanta y abre --con sus propios dedos-- sus párpados,
volviendo a ser el hombre que era, para poder así referir su relato, su delirio. En
ningún momento se nos dice que se trata de un sueño o de una alucinación; se
trata más bien de un rapto que le ha hecho delirar para posibilitarle una
revelación. El texto está concebido de manera cíclica, redonda; se trata de una
revelación espiritual acorde con los tiempos donde es concebida, una voluntad
de dimensionar el texto hacia lo futuro: "La tremenda voz de Colombia me
grita", dice.

Coherencia de pensamiento
Bolívar no permanece encerrado en sí mismo como individuo, pese a su
desilusión o su derrota personal, sino que aspira dirigir sus pasos hacia un bien
colectivo. Se observa una completa coherencia de pensamiento, desde que hizo
su Juramento en el Monte Sacro en Roma en 1805 hasta su postrera proclama de
1830. Sobre las ruinas de Roma y frente a su maestro Simón Rodríguez,
evocando sus ilustres letrados, filósofos, poetas y gobernantes, en aquel
juramento concluye: " (…) más en cuanto a resolver el gran problema del
hombre en libertad, parece que el asunto ha sido desconocido y que el despeje
de esta misteriosa incógnita no ha de verificarse sino en el Nuevo Mundo. Juro
delante de usted, juro por el Dios de mis padres, juro por ellos, juro por mi
honor, y juro por mi Patria que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi
alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder
español".

Vista nevada de El Chimborazo

Ya en su última proclama, siete días antes de fallecer en Colombia, nos dice: "Al
desaparecer de en medio de nosotros, mi cariño me dice que debo hacer la
32

manifestación de mis últimos deseos. No aspiro a otra gloria que la


consolidación de Colombia. Todos debéis trabajar por el bien inestimable de la
Unión: los pueblos obedeciendo al actual gobierno para libertarse de la
anarquía; los ministros del santuario dirigiendo sus oraciones al cielo; y los
militares empleando su espada en defender las garantías sociales."
En Mi delirio sobre el Chimborazo destaca el peso específico de cada palabra
en el logro de una pieza unitaria donde se conjugan el mito, el símbolo y la
alegoría en un solo movimiento verbal, teniendo como norte una hermenéutica
individual que aspira hacerse colectiva, mediante una utopía de unidad
americana. Utopía que tiene dos siglos de haber emergido y aún no ha sido
posible, debido a la balcanización de las naciones americanas, que ha ido cada
una de ellas defendiendo intereses divergentes por distintos motivos,
fundamentalmente económicos e ideológicos, propiciados a mi entender por el
desarrollo casi grotesco del capitalismo.
Después de los aconteceres trascendentes que el texto expresa y hemos
glosado aquí brevemente, el autor del texto le recuerda al lector que el ser
humano que habita en su autor revela también un universo moral muy notable,
donde radica una Verdad. Lo hace empleando el lenguaje como un adelantado
en materia literaria, además del genio militar y político que mostró a las
naciones del mundo.

[2019]
33

PARADOJAS DEL INTELECTUAL

Muchas cosas nos fueron prometidas en el siglo anterior para este nuevo
siglo, la mayoría de ellas promesas incumplidas. Muchas apuestas y
expectativas se hicieron para ver si podíamos superarnos como naciones
civilizadas, en convivencia de humanidad con otras en muchos órdenes, pero
sobre todo se nos dijo que iban –los gobiernos, los estados, los presidentes— a
conceder un espacio a cierta concordia para las naciones. Se habló en tono
esperanzador sobre la tecnología, que ésta iba a proveernos no sólo de
comodidad o confort, sino que podía facilitarnos el conocimiento de cosas,
fenómenos o realidades esenciales. Creímos que la ciencia, guiada por la razón,
nos iba a prodigar –como una panacea-- todo tipo de ventajas. Ahora sabemos
que esas ventajas son sólo de tipo instrumental, nos sirven para ganar tiempo o
esfuerzo, pero luego no sabemos en qué invertir ese tiempo o esfuerzo ganados;
a menudo los lanzamos nuevamente a las mandíbulas de un tiempo distinto,
surgido no ya de los relojes, sino creado por el frenesí de la mente.
Nos dijeron también –los gobiernos, los estados, los presidentes— que
para este nuevo tiempo inaugurado por el siglo XXI el hambre se reduciría en el
mundo, que la producción de alimentos de primera necesidad se iba a
incrementar y su distribución a ser más equitativa, más justa. Se firmaron
tratados y convenios de cooperación para ayudar a las naciones pobres; se nos
34

aseguró que la violencia –si apelábamos a la conciencia política de las naciones


civilizadas— se iba reducir, o al menos se iba a poder negociar en buena lid. Se
harían cruzadas por la salud, se tomarían medidas para que las catástrofes
ecológicas producidas por el hombre pudieran impedirse. Ese era al menos el
discurso central de los portavoces de las naciones poderosas, que apelaban muy
a menudo a la civilidad y a la convivencia en sus propios países, y fuera de
ellos.
Se nos ha prometido mucho más, quizá, pero nos hemos conformado con
poco. Y a veces con nada. Resignados, vimos morir el siglo XX sin mucho brillo,
--pese a algunos notables acontecimientos de índole cultural y tecnológica en él
acaecidos—asomándonos al nuevo siglo con cierto escepticismo. Porque el
escepticismo es, cuando se lo sabe emplear como herramienta, la mejor vía para
conocer algo; sus engranajes se han venido engastando en nuestra percepción
sin que apenas nos demos cuenta. No es posible ignorar las propias carencias,
los hurtos legalizados e ilegales que hemos sufrido como naciones y como
individuos, los desalojos culturales y territoriales, las humillaciones
económicas, los autoritarismos e imposiciones políticos, o los sismos sociales
producidos por la violencia legalizada, por la corrupción y la perversidad de
tanto funcionario público doblado en mafioso; de la publicidad dirigida a la
enajenación mental y al chantaje, donde se mueven tantos forjadores de
democracia. Repetirlo resulta como volver a sorber el trago amargo, llover sobre
mojado, incurrir en las falacias o las viejas ingenuidades de la libertad de
expresión o la felicidad, la igualdad o la justicia social.
No seamos idealistas, aterricemos. Estamos en países reales, en pedazos
de tierra que otros ansían. Ejercemos cargos, posiciones y oficios que otros
desearían para ellos, en nombre de una elemental sobrevivencia o figuración
pública. Si algo se probó en las últimas décadas del siglo XX y se sigue
probando en la primera década de este, ha sido la asombrosa incapacidad del
hombre para tratar con su semejante el hombre, la mujer con la mujer, la
humanidad con la humanidad, pero en cambio sí ha mostrado una asombrosa
capacidad para manejar aparatos.
Debe dispensárseme este proemio un tanto sombrío. De las pocas cosas
que aun nos quedan están los sueños, los ideales, la imaginación en busca de
cierta elegancia inteligente que podemos llamar arte si se nos permite hacerlo,
sin experimentar demasiadas culpas. No se trata de un arte superior ni de una
cultura exquisita. Se trata de un arte, a secas, que nos permita vivir, escribir,
pintar, componer, crear cosas nuevas para que alegren o hagan pensar al
mundo de otra manera. Se trata de gozar del amor, de hacer cosas placenteras
sin tener que sentir remordimientos luego. Se trata a veces de perder el tiempo
en cierto ocio para desde él construir mundos, partituras, lienzos, páginas
35

literarias. Se trata ni más ni menos de decir o pensar lo que deseamos con un


algo de delicadeza, para compartir con los otros o con lo otro, con la otredad
individual imaginada que llamamos el fantasma. O de objetar, hacer reparos o
críticas de algo, a ejercer el criterio, a realizar ese “libre y público examen” como
escribió alguna vez el viejo Emmanuel Kant.
Tal examen sería llevado a cabo, hoy y en todas las épocas por escritores
tornados en grafómanos que han metido sus narices en todos lados, incluso ahí
donde no los llaman. No se conforman con escribir novelas o poemas, relatos o
dramas. También quieren opinar sobre política, sociedad, economía, leyes,
gastronomía, historia. Los escritores bajan de su Parnaso a veces, dejan su torre
de marfil y comparten con el resto de los mortales una cerveza caliente, un mal
trago, una situación desagradable. El escritor se siente herido en su sensibilidad
personal pero no dice nada, se lo guarda, no va a bajar de su nivel a escuchar la
cháchara de la sociedad, la vulgaridad de la plebe. Le ha costado mucho
superar el mal gusto y ponerse e leer, a estudiar, a escribir en las madrugadas
sin ningún estímulo monetario, para luego venir a negociar sus ideas con un
atajo de mercaderes. Hay algo dentro de él que se resiste a dar el paso dentro
del círculo del consumismo, o del poder.
Aquí, justo en este punto, hace su aparición el intelectual: el vigilante de
la conciencia cívica, el hombre ilustrado que maneja códigos, referencias,
informaciones actualizadas. Es en cierto modo un radar del acontecer mundial y
plasma sus preocupaciones en artículos de prensa, en entrevistas y juicios
públicos. El intelectual imprime a su voz un tono grave y habla de los pueblos
oprimidos, de la responsabilidad, del compromiso. Casi siempre va en contra
del poder. A veces hasta se pone de ejemplo, sin advertirlo siquiera. Defiende
su posición hasta el fin y por ello merece respeto y admiración.
No hay ironía en esto último. Son éstas, simplificadas, las posiciones del
intelectual, o de lo que queda de la imagen del intelectual o los intelectuales.
Poco a poco estas funciones fueron disminuyendo a medida que avanzaba el
siglo XX, porque a principios de este siglo y yendo más atrás en el XIX estas
funciones eran importantes, solían ser señales válidas para orientarse en la selva
social, donde el conocimiento tenía un peso específico, donde la educación
podía aliarse al humanismo para producir cultura. El intelecto –entendido como
capacidad de discernir y procesar conceptos, de afinarlos para mejorar la vida
humana-- tenía una misión: marcar ciertas pautas y caminos, estar atentos a
injusticias y atropellos, cualquiera que fuese su signo o procedencia, allí donde
se violase la libertad de expresión o la dignidad de la condición humana.
Poco a poco estas posiciones fueron suplantadas por necesidades básicas
de sobrevivencia. No se trataba sólo de salir a dar la cara por las injusticias en el
Tercer Mundo o por el hambre en la India, el extermino en los campos de
36

concentración nazi, o los desafueros de las dictaduras en la América Latina. Se


trataba también de pensar bajo qué reglas del juego se estaba existiendo en estas
sociedades. Ya no era cuestión de ver si era posible nuestro ideal de Revolución
socialista, o si el comunismo como expresión última de la justicia social, podía
ser realizado algún día. Se trataba también de vivir al pulso de lo cotidiano, bajo
las implacables leyes del mercado o de las pautas civiles, laborales o morales
trazadas por las instituciones. Después ver y observarse uno mismo formando
parte de ese juego viviendo, por qué no, momentos placenteros,
experimentando a ratos ciertos goces en medio de la llamada sociedad de
consumo, una sociedad que no deja mucho tiempo para pensar, pero sí para
actuar rápidamente, para resolver el universo práctico de la sobrevivencia, y,
por qué no, para disfrutar de algunos favores del progreso. Una desilusión
amorosa, una disensión política o una polémica con un “camarada” del partido
te podían hacer cambiar de opinión y colocarte radicalmente del otro lado. Pero
eso no era fácil. El intelectual estaba atornillado a su responsabilidad de
demócrata convencido, a su izquierda revolucionaria, a un cambio en todos los
órdenes que había que hacer para poder alcanzar cierto grado de justicia o
felicidad.
Mientras esto ocurría, el intelectual experimentaba las más profundas
contradicciones con su familia, sus amigos o colegas, que le podían llevar al
desvarío o a la duda profunda. En un momento dado, el escritor-intelectual, el
filósofo-profesor, el catedrático- ilustrado estaba viviendo en el medanal de las
contradicciones, la paradoja era su esencia. El socialismo real se convertía en
socialismo utópico, la revolución en la inmolación de camaradas guerrilleros
que vivían sacrificados en montañas, mientras llegaba la toma de conciencia y
un cambio profundo en el status.
Transcurrieron dos Guerras Mundiales, después vinieron la Guerra Fría,
la Guerra Civil Española, las revueltas latinoamericanas, entre ellas las
revoluciones mexicana y cubana. Todo ello abonó un terreno para volver a
hablar de revolución y de intelectuales comprometidos. De la brillante
Generación de 1927 opuesta al gobierno fascista de Franco surgieron figuras
combatientes como la de un Rafael Alberti. Franco era deudo de Mussolini en
Italia, y éste a su vez había servido de inspiración a Hitler en Alemania. Por su
parte, la revolución cubana amonedó la imagen del intelectual latinoamericano
de izquierdas, del profesor universitario beligerante, del crítico que ejercía la
cátedra en el aula o el periódico. Éste atizaba sus ideas contra las democracias
representativas, genuflexas ante el poder imperial de Inglaterra o Estados
Unidos, países que permanecen más o menos satanizados en la mente del
intelectual, y del otro lado las de la Unión Soviética o China canonizadas en una
verdad revolucionaria que pronto cesó. El Mayo Francés, la rebelión juvenil de
37

los hippies en EE.UU., el jazz, el rock, las drogas y los cantautores de protesta
no fueron sino respuestas culturales a una omnipresencia política que trató de
imponer modos sociales, estilos de vida, gustos. La rebelión cultural fue
inmediata, y aprovechada a su vez por el consumo esnobista de EE.UU. e
Inglaterra para devolver algunos símbolos culturales –como el Che Guevara o
Los Beatles— a la arena del consumismo mercantil.
Surge así, en cierto modo, la imagen del escritor desmañado, irreverente,
nómada, solitario, que busca sus verdades en la calle y en la aventura más que
en la familia, la sociedad o el trabajo, como los beatnicks en Nueva York o Los
Ángeles. Las verdades del escritor, entonces, parecen estar “fuera” de la
sociedad, el escritor es un outsider, un marginado a conciencia: no es que la
sociedad lo haya echado de su seno, sino que él ha escogido su propio camino y
sabe, seguro lo sabe, que un día lo pagará caro, y no le importa. Ese es su
precio. En otro caso, el intelectual puede observar esto y comprenderlo, pero no
se atreve a vivirlo: él está en la cátedra universitaria o en el periódico, haciendo
críticas. En Estados Unidos y Europa ha habido siempre un status para el
intelectual en universidades públicas y privadas donde alumnos, estudiantes,
profesores o periodistas se reúnen a discutir ideas y a confrontarlas con las de la
vida pública, a poner el dedo en la llaga de la sociedad civil, del aparato legal o
económico del poder. Existe intercambio, polémica, discusión, alegatos que se
encauzan hacia la vida práctica. El reto de las Universidades latinoamericanas
entonces es participar de ese debate a través de foros, libros, reflexiones, y de
una enseñanza más abierta y consciente de los problemas sociales, y no de
graduandos buscadores de títulos académicos que apenas sirven para conseguir
un “puesto” en el sistema educativo.
Luego de la caída del Muro de Berlín, que significó un avance, viene el
fracaso de la Perestroika en la Unión Soviética, que pone en jaque la naturaleza
burocrática del marxismo soviético, el cual no tarda en desmoronarse.
Depuestos sus líderes y derribados sus ídolos, no queda sino la ruina y la
desolación. Ya no hacía falta apelar a la opinión de intelectuales para obtener
una visión de la realidad política, los resultados saltaban a la vista: poco a poco
el poder de los medios de comunicación, el terrorismo disfrazado de revolución
y hasta las más encendidas revueltas sociales (como la del Comandante Marcos
en Chiapas, México) fueron ante todo fenómenos mediáticos. En las dos últimas
décadas del siglo XX, la política y la sociedad se volvieron eminentemente
mediáticos (empiezan con la Guerra de las Islas Malvinas entre Argentina e
Inglaterra, se continúa con el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York y
culminan con la invasión de Irak por parte de EE. UU) no han dejado dudas
acerca de por qué ya no necesitamos intelectuales que piensen por nosotros, o a
lo mejor sí, si con ello lográramos deshacernos del aluvión de opiniones
38

periodísticas superficiales y de los análisis manipulados que padecemos a


diario por prensa y TV.
Hay, sí, diferencias conceptuales o históricas. La primera de ellas es
llamar intelectual al escritor o, en su caso, al escritor comprometido, engagé. Con
este adjetivo, amonedado en Francia en los años 50 durante el auge de los
pronunciamientos políticos de Jean Paul Sartre, se intentaba apuntar al escritor
doblado en crítico social, comprometido para siempre con causas nobles y
justas. Antes, Antonio Gramsci había hablado en Italia del intelectual orgánico,
del intelectual generado por la clase dominante en un momento determinado y
que asegura, mediante la ideología, la cohesión del sistema a través de diversos
órganos como escuelas, partidos políticos, asociaciones o periódicos. A su vez,
la ideología permite a la clase dominante reunir a un conjunto de fuerzas
sociales diferentes. El intelectual orgánico de Gramsci no se reduce al simple
trabajador especializado de las ideas, sino que imprime homogeneidad y
conciencia de sí a un grupo social, le permite ejercer su dictadura y asegurar su
hegemonía; puede ser sacerdote, periodista, jurista. Éste, lejos de ser neutral o
autónomo, es el servidor de la clase en el poder, al elaborar esa hegemonía en el
marco de las ciencias. Este intelectual puede darse el lujo de emitir críticas hacia
ese status sólo para que ese status se mantenga saludable; un intelectual cuyo
contrapeso es sólo aparente, es indispensable para que la clase dominante se
perpetúe.
Por supuesto, está la diferencia entre “trabajador intelectual” e
“intelectual” a secas. La primera una sutileza propuesta por el marxismo y que
nos dice más o menos que los trabajadores intelectuales son elementos
integrados al sistema donde trabajan y para el cual trabajan, en tanto que los
intelectuales a secas son los elementos rebeldes. Trabajadores intelectuales son
todos aquellos individuos que trabajan con su mente y no con los músculos, que
viven de sus ideas y no de sus manos. Sin embargo puede aducirse que, desde
el punto de vista socialista, esa capa de trabajadores intelectuales es la
manifestación de un vasto proceso histórico que culmina con el capitalismo: la
división del trabajo. El mismo Carlos Marx escribe en La ideología alemana: “la
división del trabajo sólo se convierte en verdadera división a partir del
momento en que se separan el trabajo físico y el trabajo intelectual.”
Los trabajadores intelectuales no son, pues, escritores en abstracto: son
los médicos, los propagadores de cultura, los corredores de bolsa y, sobre todo,
los profesores universitarios, si tomamos en cuenta que los intelectuales nacen,
en un sentido cultural, en las universidades. Tampoco se ve mucho hoy a las
universidades como emporios de intelectuales, sino más bien de especialistas.
Los intelectuales se producen no como una necesidad de reflexionar para una
vasta sociedad, sino como una élite de tesistas que ascienden en el escalafón
39

cerrado de una microsociedad, para el disfrute de unos pocos estudiantes, que a


su vez se convertirán en tesistas algún día, fenómeno que ha dado pie a que se
hable incluso de un “capitalismo académico” regido por la ciencia mercantil,
acelerado por el financiamiento corporativo y las relaciones cada vez más
íntimas entre universidad e industria. Entonces los escritores no son
obligatoriamente intelectuales ni los intelectuales escritores.
Mientras tanto, en un plano marxista se nos dice que “un intelectual sería
un hombre que utiliza sistemáticamente su pensamiento para distinguir y
denunciar la estructura del sistema y no sus apariencias, para atacar
frontalmente y destruir todos los mitos que el sistema elabora y difunde, a fin
de justificarse entre la conciencia de los hombres, para restituir la verdadera
noción de conciencia que implica la idea de crítica, y elevar a la percepción
lúcida de las gentes el significado de todo ese mundo de imágenes-fetiches y
representaciones-ídolos que el Estado ha instalado en su pre-conciencia”, como
ha escrito Ludovico Silva. Tamaña responsabilidad ya no es asumida por nadie
individualmente. Por el contrario, las colectividades trabajan cotejando
experiencias continuamente. Un individuo, por más lúcido que sea, no puede
revelar todas las fallas de una sociedad y llamar a otros a resolverlas.
Hay definiciones más elementales. Por ejemplo, la del Pequeño Larousse:
“persona que se ocupa, por gusto o por profesión, de cosas del espíritu”. Pero
ese gusto por las cosas del espíritu ¿es tal en función del nivel de instrucción?
En ese caso, ¿se podrían considerar como intelectuales a todas aquellas
personas que han realizado estudios superiores –incluso secundarios— sin
olvidar a los autodidactas? Por el contrario ese “gusto” no se ha formado sino
de un pequeño nombre, de una élite de filósofos, de escritores, artistas, hombres
de ciencia. Tales juicios de valor pueden también intervenir dentro de una
evaluación de este tipo: el “gusto” será bueno o malo, y en consecuencia
aceptado o rechazado: las “cosas del espíritu” serán estimadas tales en función
de una sensibilidad, de una estética, de una escuela. Las “actividades
intelectuales” por su parte, pueden ser concebidas de manera restrictiva: las
actividades de creación (literatura, pintura, música, arquitectura y en cierta
manera las ciencias) serían intelectuales, mientras que de manera más extensiva
toda persona donde predomine el uso de la escritura, en cualquier soporte o
formato, puede optar a la calificación de intelectual, y en tal sentido, ya no se
definiría en oposición a la actividad manual. Ese “gusto por las cosas del
espíritu” se manifiesta más habitualmente por la lectura de libros, periódicos,
revistas mensuales o semanales de tendencia literaria. Es decir, el término
“intelectual” está dominado siempre por la ambigüedad, y su ejercicio por la
paradoja.
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Se ha producido hoy una verdadera fractura entre el intelectual y el


escritor. La función del escritor se ha desplazado. Primero, está la creencia de
que el escritor está allí para redimir la sociedad, para ser su guía o para crearle
una conciencia cívica. José Ortega y Gasset se refirió a esta tendencia a hablar a
la humanidad entera con las siguientes palabras: “Esta costumbre de hablar a la
humanidad, que es la costumbre más sublime, y por lo tanto más despreciable
de la demagogia, fue adoptada hacia 1750 por intelectuales descarriados,
ignorantes de sus propios límites y que siendo, por su oficio, los hombres del
decir, del logos, han usado de él sin respeto ni precauciones, sin darse cuenta de
que la palabra es un sacramento de muy delicada administración”.
Ni los escritores ni los intelectuales tendrían por qué volverse conciencias
morales de la humanidad; la supuesta “misión” ética de un escritor se produce
siempre en segundo o tercer plano, es sucedánea e involuntaria. La ficción
narrativa, el drama o la poesía son creaciones autónomas que forjan sus
mundos con lenguajes propios no dependientes de los primeros, y mucho
menos de los principios, creencias o suposiciones del escritor.
Todo esto me vino a la cabeza mientras leía el ensayo de Vicente Lecuna
“Los deudos del intelectual” (Revista Conciencia Activa, Nº 1, Caracas, julio de
2003). En este trabajo, la principal sensación de su autor es la nostalgia del
intelectual, el hecho de que haya desaparecido o lo esté haciendo, o que ya no
contemos con él. Hay en este artículo varios aspectos sobresalientes: primero, el
de la supuesta independencia del intelectual, desde la cual debe juzgar al poder,
o como nos dice Lecuna: “argumentando contra los poderes; tal ausencia le
parece “catastrófica para la figura del intelectual, para la democracia y la
modernidad en general”, de tal modo que “la postmodernidad viene a ser una
modernidad sin intelectuales.”
Tal independencia, a mi modo de ver, es ilusoria, o al menos utópica.
Pretender que el sentido del deber, la justicia o la democracia deban estar más
desarrollados en el intelectual que en los demás y que éste se encuentre
blindado al poder del mercado, los medios y sus tentaciones. A menudo
muchos intelectuales usan el poder para sobrevivir, y a veces para disfrutar de
un modo delirante. Aunque sí hay razón para la siguiente aseveración: “el
intelectual se creyó mejor que los demás porque fue precisamente el que
provocó esta idea. La muerte del intelectual, la pérdida de poder entonces
podría ser vista al revés, como otro paso de la caminata hacia la
modernización”, dice Lecuna. Sí, definitivamente el intelectual se creyó mejor
que los demás y sin embargo se creyó también vocero de los pobres, de los
humillados, de los regímenes de izquierda, de las guerrillas revolucionarias;
talvez en el fondo se creyó un héroe, pero terminó siendo siempre un héroe
41

caído, o en todo caso, “un pensador descarriado, ignorante de sus propios


límites”, como lo observó Ortega y Gasset en una oportunidad.
Lo otro concierne al dominio de la razón. De una razón utilizada como
instrumento de barbarie y violencia, con la ciencia y la tecnología avalando esa
barbarie, y las guerras fratricidas, históricas o religiosas. Allí está siempre la
razón, participando de la sinrazón, aunque no logro encontrar que papel juega
aquí “la metafísica escondida tras la razón”. La metafísica no tiene nada que
hacer aquí, la pobre. Ella es tan sólo un subterfugio artístico de carácter
especulativo, uno de los pocos que tenemos –lúdico e imaginativo, que hemos
tomado prestado de la filosofía teológica--- y de no ser por la metafísica, creo,
nos habríamos vuelto locos a fuerza de tanto raciocinio.
La metafísica no es ningún truco medieval, ni un dispositivo para
producir atrocidades, sino una ciencia que estudia los “principios primeros y
las causas más elevadas” (Aristóteles) y merece por ello ser llamada filosofía
primera, pues se ocupa del ser en tanto ser (una suerte de ontología), de sus
determinaciones y principios, que luego sufrió un sinfín de percances durante el
auge de las tendencias idealistas y positivistas (sobre todo el positivismo,
siempre creyendo en un progreso que nunca llegó) para después extenderse a la
literatura y producir nuevos imaginarios, fundando en la modernidad literaria
obras como las de Giovanni Papini, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, José
Lezama Lima, Italo Calvino y otros; y en la modernidad plástica las obras de
Carlo Carrá, Alberto Savinio, Giorgio de Chirico, Paul Delvaux y Emerio Darío
Lunar. A menos que nos reduzcamos, como quería aquel viejo y aburrido
manual de Georges Politzer, a considerar a la metafísica como una fuerza
contrapuesta a la dialéctica, una dialéctica que servía de comodín para hacer
algo tan pretencioso como “una lectura científica de la realidad”, una
arbitrariedad descomunal aplicada a las ciencias llamadas sociales, sobre todo
la sociología y la antropología.
Por un lado, el intelectual puede tejer una obra literaria, poemas, novelas
o dramas, y por el otro fungir de orientador político o social –basado ante todo
en un esquema tomado del positivismo— mientras a él se le exige mayor grado
de radicalización con la izquierda, cualquiera que sea su naturaleza, izquierda
de cafetín o bares o izquierda confusa de comunidades deprimidas. Hay
también intelectuales de profesión, oráculos casi, que siempre están ahí
revelándonos miserias políticas: Noam Chomsky en EE.UU.; Humberto Eco y
Gianni Vattimo en Italia; Paul Virilio e Ignacio Ramonet en Francia; Fernando
Savater en España; Adolf Muschg, Richard Rorty y Gadamer en Alemania; ahí
están intelectuales postmodernos como Derrida, Habermas o Laclau fijando
posiciones, siempre en la palestra. Ahora mismo lo más urgente para ellos es la
reforma del Derecho Internacional y de sus instituciones, especialmente de las
42

naciones Unidas, para que una política exterior común pueda ser eficaz; hacer
un contrapeso a la unilateralidad hegemónica de EE.UU., llevar el control
administrativo de la política de la Unión Europea; hacer frente al peligro del
“encierro” económico europeo; fortalecer las identidades nacionales, que
puedan rescatar a una cultura desgarrada por los conflictos entre el Estado y la
población rural; eliminar en lo posible los antagonismos entre fe y ciencia, y
estabilizar tanta tensión política. Y los medios de comunicación no ayudan
precisamente a ello, más bien exaltan fallas y fracasos para asegurar audiencia.
Otro punto es el de la fractura de la modernidad. La modernidad ha
estado fracturada desde que nació, traía su veneno en si misma, tal como lo
plantea Antoine Compagnon en su libro Las cinco paradojas de la modernidad.
Habrá que aceptar que el espíritu moderno ha muerto varias veces, perdió su
territorio de certezas, sus límites y hasta sus voceros; tanto así que la
premodernidad, la modernidad, la postmodernidad y hasta la ultramodernidad
son cosa del pasado: deseamos volver a una modernidad reluciente que no
sabemos cómo llamar, porque ya perdió su sentido.
Por otra parte, es claro que el lugar del intelectual lo han tomado
cantantes populares, periodistas y empresarios y hasta animadores de TV, por
decir algo. Mientras los cantantes sustituyen a los trovadores (o mejor dicho, a
la función social que éstos realizaban en pasadas épocas), los periodistas y
animadores sustituyen a los escritores y profesores. Los periodistas invitan a
foros a intelectuales y especialistas para que éstos digan lo que los primeros
desean oír, convocan ruedas de prensa y paneles de TV para que éstos les hagan
ganar rating en los programas: ahora toda credibilidad se reduce a ser personaje
mediático. Lejanos están los tiempos en que el intelectual se paraba frente a las
cámaras o la prensa y decía: “Esta boca es mía”. Lo que ha venido luego ha sido
un reacomodo conservador por parte de muchos. Borges y Álvaro Mutis
siempre fueron conservadores, mientras Vargas Llosa juega a ser conciencia
cívica del Occidente liberal, políticamente correcto, repudiado o admirado, es el
arquetipo del intelectual moderno y mediático.
En Venezuela, luego de la desaparición física de pensadores o
intelectuales como Ludovico Silva, Juan Nuño, José Ignacio Cabrujas, Juan
Liscano o Arturo Uslar Pietri (a quienes habían antecedido figuras señeras
como Mariano Picón Salas, Isaac Pardo, Ignacio Burk, Augusto Mijares o David
García Bacca), el panorama luce desolador. Carlos Monsiváis o García Canclini
en México; Eduardo Galeano en Uruguay; Vladimir Acosta y Rigoberto Lanz en
Venezuela son algunos de los que intentan reflexionar desde un plano más
palpable. Pero ya van siendo cada vez menos. Espero que en un futuro no muy
lejano los intelectuales tengamos como misión algo un poco más noble que el
penoso papel de denunciar o poner en evidencia la carencia de intelectuales, o
43

de aconsejar a tal o cual escritor que debe tomar una posición política similar a
la suya (por ejemplo, hace varios años Susan Sontag demandó a García
Márquez su posición pública frente a presuntos asesinatos de disidentes
cubanos). El papel del intelectual hoy no está muy claro, en el mundo ultra
globalizado que tenemos. A mediados del siglo XXI probablemente el rol de los
intelectuales seguirá siendo difuso, si no se aboga por cuestiones esenciales en
los terrenos ético, ecológico y humanístico.

[2004]
44

LA CRÍTICA Y EL ENCUENTRO CON LO OTRO

Harold Bloom

Hace poco el azar volvió a poner en mis manos algunos libros de ensayos y
crítica de autores diversos y entrañables: Ángel Rosenblat, Picón Salas, Harold
Bloom, Juan Liscano, Octavio Paz… La verdad, tenía unas ganas secretas de leer
ensayos y me di verdadero gusto leyendo textos al azar de estos escritores; me
sentí de nuevo inmerso en prosas de interpretación que, como las de estos
autores, se disfrutan desde un plano estético o de placer escritural, a la par de la
lucidez que puedan comportar como obras de pensamiento o reflexión. El
ensayo, como forma literaria que es, narra a la vez que interpreta; su manera de
experimentar está implícita en su propio nombre, su núcleo es más la duda
metódica que la certeza; un género (en caso de que lo sea) nutrido más de las
preguntas que de las respuestas; juega con diversas referencias culturales,
coloca a quien lo ejerce en un territorio de intuiciones y figuraciones más que de
confirmaciones o afirmaciones; el ensayo es en sí mismo una prueba, una
apuesta de la libertad de pensamiento en estrecha relación con el ejercicio del
criterio, esto es, de la crítica, que cuando se la denomina así a secas intenta
trazar vínculos, comparar, buscar analogías y correspondencias y finalmente
sopesar qué estamos leyendo, porqué lo hacemos o cómo lo hacemos. A través
de la crítica tratamos de ser más asertivos, al ubicar y valorar las obras
producidas en el seno de una sociedad, y de asociarlas al conjunto de
fenómenos sociales, científicos, humanísticos o económicos donde éstas se
producen.
Me gusta, por ejemplo, leer los libros de crítica del escritor
estadounidense Harold Bloom; los escribe de una manera sencilla y atractiva:
Cómo leer y por qué y ¿Dónde se encuentra la sabiduría? se titulan dos de ellos; me
gusta el modo con que Bloom va abordando autores de diferentes países y
épocas, agrupándolos temáticamente por géneros; por supuesto no nos da
45

recetas o métodos para leer, sino de cómo podemos leer a ciertos autores
tratando de sacar de ellos lo mejor. Tampoco nos dice cómo leerlos
precisamente, sino cómo ubicarnos mejor en el momento de leerlos, dándonos
ciertas pistas significativas. En Cómo leer y por qué, en la sección Cuentos, los
autores van desde Iván Turguéniev o Antón Chéjov, pasando por Maupassant,
Hemingway, Nabokov, Borges o Italo Calvino, mientras en Poesía asistimos al
examen de Tennyson, Browning, Whitman, Milton, Shakespeare, Coleridge,
Shelley, Keats; en Novela asistimos al abordaje de Dickens, Cervantes,
Dostoievski, Proust y Mann, para aterrizar en contemporáneos como Pynchon,
Ralph Ellison o Toni Morrison.
Pongo el ejemplo de Bloom porque es quizá lo mejor que he leído en
materia de crítica literaria en los últimos años, y porque exhibe varios rasgos
notables en favor de la lucidez crítica: claridad, precisión, capacidad de
relacionar y trazar analogías, sinceridad, y sobre todo, recuperación de la ironía
como método de observación. En su prefacio a Cómo leer y porqué, Bloom nos
dice que “leer bien es uno de los mayores placeres que puede proporcionar la
soledad, porque, al menos en mi experiencia, es el placer más curativo. Lo
devuelve a uno a la otredad, sea la de uno mismo, la de los amigos o a la de
quienes pueden llegar a serlo. La lectura imaginativa es encuentro con lo otro, y
por eso alivia la soledad”, nos dice, agregando que “la mejor forma de ejercitar
la buena lectura es tomarla como una disciplina implícita; en última instancia
no hay más método que el propio, cuando uno mismo se ha moldeado a fondo.
Como yo he llegado a entenderla, la crítica literaria debería ser experiencial y
pragmática antes que teórica.”
Luego también nos da una clave de lo que ha aprendido de sus maestros
Samuel Johnson y William Hazlitt, quienes practican su arte “a fin de hacer
explícito, con cuidado y minuciosidad, lo que está implícito en un libro.” Bloom
no hace elogios ni se pierde en impresiones, sino que afirma, explica, razona, y
a su vez, tiene como maestro al doctor Samuel Johnson, probablemente el crítico
literario más célebre de la lengua inglesa, que despojó a la crítica de los oficios
académicos, y se lanzó al ruedo con sus opiniones y juicios certeros. En este
sentido, el libro de Harold Bloom es un ejemplo de qué o cómo hacer para
contextualizar rápidamente a los autores, y en pocos párrafos extrae de ellos
datos significativos (y muchas veces desconocidos) de los escritores, tratándolos
como si les conociera de cerca. Tiene el don Bloom de relacionar la época, la
obra, la vida y las flaquezas de los escritores para acercarlos al entorno de
lectura y hacerlos más tangibles, sin perderse en lucubraciones textualistas o
exageraciones de sus vidas, como lo hacen los biógrafos profesionales. Y es que
en Estados Unidos los críticos tienen la virtud de ser polémicos y
46

controversiales en el buen sentido, poseen la cualidad de disparar sus ideas en


varios sentidos, para que la crítica adquiera su carácter polisémico.
En Hispanoamérica también tenemos hoy a una sólida constelación de
ensayistas y críticos que nos han legado páginas perdurables, como Fernando
Alegría (Chile) Rubén Barreiro Saguier (Paraguay), Jorge Enrique Adoum
(Ecuador), Antonio Candido (Brasil), César Fernández Moreno (Argentina),
Noé Jitrik (Argentina) José Luis Martínez (México), José Miguel Oviedo (Perú),
Haroldo de Campos (Brasil), Rafael Humberto Moreno-Durán (Colombia), José
Antonio Portuondo (Cuba), Emir Rodríguez Monegal (Uruguay), Augusto
Tamayo Vargas (Perú), Julio Ortega (Perú), Estuardo Núñez (Perú), Ramón
Xirau (México), Enrique Anderson-Imbert (Argentina) Octavio Paz (México),
Luis Hars (Argentina), Juan José Saer (Argentina), Ángel Rama (Uruguay),
entre otros; en Venezuela nombres relevantes son Jesús Semprum, Santiago Key
Ayala, César Zumeta, Juan Liscano, Mariano Picón Salas, Guillermo Sucre.

Jesús Semprum

Particularmente en Venezuela ha habido un movimiento crítico y


ensayístico no completamente reconocido, practicado desde la época
modernista por Pedro Emilio Coll y Manuel Díaz Rodríguez, y luego en quienes
escribieron sobre el Modernismo y el Romanticismo, como Fernando Paz
Castillo y Mariano Picón Salas. Tenemos críticos a tiempo completo como Jesús
Semprum, Julio Planchart o Felipe Tejera, hasta quienes practicaron la crítica en
el ámbito del idioma, como es el caso de un Ángel Rosenblat o Edoardo Crema.
Pero la mayor parte de quienes han hecho crítica, ensayo crítico o ensayo-
ensayo, han sido novelistas, cuentistas o poetas, como quedó demostrado en
una compilación de este género que realicé algunos años para La casa de Bello1.

1
El ensayo literario en Venezuela. Cinco Tomos. Antología. Selección, prólogo y notas de Gabriel
Jiménez Emán. Lay Casa de Bello, Caracas, 1985.
47

De la tradición crítica ejercida por poetas contamos a Paz Castillo con sus libros
De la época Modernista y Reflexiones de atardecer; José Antonio Ramos Sucre en
Sobre las huellas de Humboldt. De los novelistas citamos a Díaz Rodríguez, Pedro
Emilio Coll, Julián Padrón, Rufino Blanco Bombona; desde mediados del siglo
XX destacan las obras ensayísticas de poetas como Guillermo Sucre: su libro La
máscara, la transparencia es uno de los textos más completos y orgánicos sobre la
poesía hispanoamericana; justamente es Guillermo Sucre quien anota:
“Búsqueda de esa revelación es la mirada crítica; esa mirada, en su presente y
en su discurrir, es múltiple, así como es múltiple la naturaleza misma de la
obra. (…) En efecto, la crítica no vive sino de las obras, aunque también es
verdad que las hace vivir (…) El crítico no pretende imponer un código de
referencias inamovible y eterno; sabe por el contrario que su comprensión de la
obra no sólo no es la única sino también personal, y hasta la asume como
aventura (…) No parece cierto que pueda hablar sobre la obra sino habla desde
ella. (…) No descubrir la obra, dice Roland Barthes, sino cubrirla con su propio
lenguaje. En efecto, la intuición del crítico no es un alarde invención; cuando es
eficaz está en sintonía con la intuición que hizo posible a la obra.”2
Es precisamente Sucre quien considera a Alfonso Reyes, Jorge Luis
Borges, Octavio Paz y José Lezama Lima como fundadores de la nueva crítica
en América Latina, herederos de otros como Rodó, García Calderón, Rubén
Darío, Sanín Cano, Jaimes Freyre o Blanco Fombona.
Otros críticos venezolanos son Mariano Picón Salas en su Formación y
proceso de la literatura venezolana, Hispanoamérica posición crítica, Pequeño tratado de
la tradición, Estudios de literatura venezolana y De la conquista a la Independencia,
como obras capitales en este campo; Juan Liscano en su Literatura y
espiritualidad, Sobre poesía y poetas, Panorama de la literatura venezolana actual; las
relaciones históricas de nuestra literatura practicadas por José Ramón Medina
en su libro Ochenta años de literatura venezolana. O las reflexiones de Ludovico
Silva, que trazan analogías o discrepancias con la tradición clásica o moderna
de la poesía, como puede observarse en sus ensayos sobre Juan Liscano (Los
astros esperan), Vicente Gerbasi, Juan Calzadilla, Alfredo Silva Estrada, Juan
Sánchez Peláez, Teófilo Tortolero y otros poetas más posteriores. También en
ensayos fragmentarios como los que componen los volúmenes Filosofía de la
ociosidad, Clavimandora o Poesía y revolución, Silva expone permanentemente sus
ideas sobre teoría poética, desde las nociones poéticas esgrimidas en la
antigüedad clásica griega o latina, hasta las obras de Albert Beguin (El alma
romántica y el sueño) y Hugo Friedrich (Estructura de la lírica moderna), donde se
exponen ideas sobre la poesía moderna.

2
Guillermo Sucre, “La nueva crítica”. En: América latina en su literatura. Coordinación e introducción
por César Fernández Moreno. Siglo XXI Editores. Unesco, México, 1980.
48

En lo que atañe a los narradores que han abordado de modo crítico


nuestra prosa de ficción se cuentan principalmente Orlando Araujo en Narrativa
venezolana contemporánea, y José Napoleón Oropeza en Para fijar un rostro. Otros
críticos de referencia obligada por su sostenido trabajo sobre narrativa
venezolana son Julio Miranda y Oscar Rodríguez Ortiz, Víctor Bravo, Juan
Carlos Santaella, Luis Barrera Linares y Antonio López Ortega, que han
examinado la producción narrativa de los años 70, 80 y 90 con indudables
aciertos.
Es de hacer notar que para esas décadas había más revistas
especializadas y páginas de diarios para acoger comentarios críticos que hoy,
aparte de las publicaciones auspiciadas por el Estado que siempre han existido,
como la Revista Nacional de Cultura e Imagen. Por entonces también los diarios
“El Universal”, “El Nacional” y “Últimas Noticias” tenían dossiers dominicales
donde se localizaban buenas columnas críticas, inexistentes hoy, así como
algunos diarios del interior como “El Carabobeño”, “Panorama”, “El Impulso”
poseían estos encartes, mientras que revistas literarias independientes o
universitarias aparecían con más regularidad y daban cabida a reflexiones
críticas sobre literatura, muy escasas en la actualidad. No obstante, se han
venido publicando excelentes libros de ensayos y crítica en Monte Ávila
Editores, Biblioteca Ayacucho y en Fundaciones privadas como Polar y Bigott.
Aun así, seguimos echando de menos libros lúcidos y frescos que
amplíen los horizontes de la crítica. Tomo como ejemplo un libro de Luís
Barrera Linares situado dentro de este orden de ideas: La negación del rostro,
cuyo tema es precisamente la insólita tendencia visible en muchos de nuestros
escritores de negar la existencia, desde los años 70, de una narrativa venezolana
que pueda competir en buena lid con la de otros países, en una especie de
posición negativa que un psicólogo elemental llamaría de “complejo de
inferioridad”. Barrera Linares siguió la pista de esta tendencia en declaraciones
de los mismos escritores en reportajes, entrevistas, artículos, críticas en diversos
formatos y las acopió, para luego darse a la tarea de refutarlas.
Este resulta un tema más que interesante dentro de nuestra tradición
reciente, una suerte de síndrome cultural que nos hace vulnerables a los ojos de
las demás naciones en materia literaria, y apela a una especie de incapacidad
innata que tendríamos para cotejarnos frente a grandes figuras extranjeras.
Barrera Linares demuestra exactamente lo contrario: que buena parte de
nuestra narrativa ha venido conquistando un espacio justo a partir de los años
70; espacio sistemáticamente escamoteado por intereses extra-literarios, en este
caso políticos o de figuración pública, propiciados los más de ellos por
profesionales doblados en literatos, los cuales se impusieron usando diarios,
ateneos, museos e instituciones públicas y privadas, buscando ciertamente
49

acuñar imágenes, protagonismos y comportamientos narcisistas apegados a


viejos modelos autocráticos, disfrazados de democráticos que luego, con la
llegada de Chávez a la Presidencia del país, se hicieron en su momento y aún se
hacen víctimas perfectas de los supuestos abusos de un “régimen” que no les
comprende.
Así, poco a poco, aquellas instituciones de la democracia representativa
comenzaron a degradarse internamente y a mostrar sus mecanismos viciados.
Transcurridos unos pocos años –apenas los primeros del siglo XXI—
comenzaron a emerger obras de muchos escritores –entre ellos las de algunos
de los años 70— que estaban represadas en las gavetas de las editoriales o de los
escritorios domésticos. En la actualidad asistimos a un auge de las
publicaciones masivas –o mejor populares— propiciadas desde el Ministerio de
la Cultura, y un nuevo empuje a las de los escritores jóvenes, que han visto su
publicación en las editoriales del estado: Biblioteca Ayacucho, Monte Ávila
Editores y El perro y La rana. A la par, se ha creado una red de librerías más
amplia --las Librerías del Sur— se ha fundado una Distribuidora Nacional del
Libro y un Sistema de Imprentas Regionales que apuntan todas hacia una
nueva conciencia social de la literatura, más participativa e incluyente. También
vemos cómo las editoriales privadas han venido colocando sus títulos con
relativa comodidad y libertad de mercadeo, y creado incluso revistas de calidad
que dan cabida a buenos reportajes y reseñas. Es decir, que ni la producción
editorial del estado ha obstaculizado la actividad de las editoriales y librerías
privadas, ni éstas han impedido que las publicaciones independientes posean
su radio de lectores y difusión.
Lo que haría falta entonces es que haya una crítica más valorativa y
sistemática y una mayor profundidad en los enfoques, y más desenfado en el
momento de ejercerlos. No se trataría ya de la mera reseña que casi calca el
texto de contratapa del libro, ni el comentario impresionista, sino una
meditación sopesada acerca de las obras literarias que entran en circulación. Tal
cosa es ciertamente algo utópica de lograr, pues a la par de necesaria, los
críticos (y no la crítica) tienen una pésima fama entre los escritores, algunos de
los cuales se ufanan en despreciarlos o ignorarlos. Acaso sin saber que el mejor
crítico es el lector, quien con un solo gesto de aprobación o desaprobación,
puede generar una cadena de reacciones adversas o positivas. Porque todo
buen lector, en el fondo, es un crítico literario.
Hay otro aspecto abordado por Bloom que parece importante resaltar: el
de la lectura solitaria. Pese al auge de los talleres, de las lecturas compartidas y
en equipo, y a los esfuerzos que podamos hacer para cotejar nuestros textos y
lecturas colectivamente en talleres, en Universidades o fuera de ellas, hemos de
saber que lectura y la escritura son actos solitarios, y que como dice Bloom,
50

“todavía hay en todas partes, aún en las universidades, lectores solitarios


jóvenes y viejos. Si existe en nuestra época una función de la crítica, será la de
dirigirse a la lectora y el lector solitarios, que leen por sí mismos y no por los
intereses que supuestamente los trascienden. Tal lectura solitaria comporta un
placer, un fortalecimiento del sí mismo, de los valores estéticos. Con su peculiar
desenfado, Bloom nos dice que los puritanos y los moralistas siempre nos han
reprobado ese placer, desde Platón a nuestros actuales puritanos de campus
universitario. “Sin duda –nos dice—los placeres de la lectura son más egoístas
que sociales. Uno no puede mejorar directamente la vida de nadie leyendo
mejor o más profundamente.” Este escepticismo acerca de la “lectura social”
también habrá que tomarlo en cuenta, digo, en el momento de evaluar qué
leemos y por qué leemos en esta era dominada por la tecnología: primero el
niño frente al televisor, luego el adolescente frente a la computadora, y luego
recibir en la universidad un estudiante que está poco preparado para la lectura,
que apenas tiene tiempo para discernir ideas extraídas de libros.
Por otra parte, en la mayoría de periódicos y revistas venezolanos no se
estimula el ejercicio de la crítica creando espacios para ella y emolumentos a
quienes la practiquen. Con ello se le está negando una valiosa guía al lector, y a
la vez se le está cercenando la libertad de ejercer “el libre y público examen”
(como lo llamaba Kant) y de cotejar sus ideas con las de otro. Con razón Harold
Bloom nos dice que la crítica “lo devuelve a uno a la otredad, sea la de uno
mismo, la de los amigos, o la de quienes quieren llegar a serlo”. Por ello quizá
me ha resultado tan gratificante encontrarme de nuevo con los críticos y
ensayistas de mi país que hace tres décadas atrás estábamos descubriendo por
vez primera, y que ahora hallamos algunos de ellos tan jóvenes como antes. Ese
encuentro con la otredad del país crítico, vuelto a leer y a apreciar, seguramente
no sólo alivia la soledad, sino que nos ayuda a comprender mejor la infinita
marea de las ideas y de los sentimientos humanos.

[2004]
51

POESÍA Y FILOSOFÍA EN LUDOVICO SILVA

Si hoy he decidido venir a este auditorio a decir unas palabras, ha sido


primero por un acto de amistad, y luego para poner de relieve el profundo
significado que encierra la cultura cuando se concentra en la conciencia de un
hombre lúcido, que a su vez interpreta la conciencia de muchos hombres.
Primero, me remito a la amistad del médico y luchador social Eddy Gómez,
hombre afecto a la cultura, a la sensibilidad poética y al buen decir, que ha
propuesto este homenaje a uno de nuestros más preclaros pensadores y poetas.
Me parece que la Asamblea Nacional adquiere un brillo diferente cuando
pronunciamos aquí en su seno el nombre de Ludovico Silva, y cuando ésta
aprueba una nueva edición de su libro El estilo literario de Marx. También, por
supuesto, al afecto que me une a los familiares de Ludovico Silva, a su esposa y
sus hijos y también a la amistad que tuve la suerte de mantener con él.
Me parece oportuno destacar aquí la cita que encabeza el pequeño afiche
que anuncia este acto: “En lugar de repetir o parafrasear a los grandes filósofos,
de lo que se trata es de transformarlos, superarlos para adecuarlos a las nuevas
realidades sociales.” Es decir, los filósofos no son unos señores que dicen cosas
abstractas, abstrusas o comprensibles sólo para unos pocos elegidos; los
filósofos pueden ser útiles para comprender la vida social y alumbrar los
52

enigmas individuales. La filosofía puede servir para mejorar la vida cotidiana,


la convivencia, a ser seres éticos, cargados de sensibilidad y esperanza.
La segunda razón es que sin cultura y sin poesía no pueden existir
cambios profundos en el ser humano, y tampoco en ninguna sociedad. Estoy
aquí hoy en cierto modo ejerciendo mi esperanza de hombre de letras, que
quizá pudiera ver cumplidos los sueños de un país educado, un país decente,
un país culto y justo. Un país lleno de sueños fértiles alumbrados por la poesía.
No crean ustedes que la poesía se reduce a los bellos versos o a las palabras
elocuentes, no; la poesía es la voz que nos habla desde el fondo de nosotros
mismos para decirnos que podemos ser más nobles y más dignos cuando
actuamos en el mundo. La poesía es algo así como la gran madre de nuestro
espíritu, la que engendra mejores deseos y voluntades para nuestros
semejantes, para nuestro país, para nuestros hijos, para los amigos que nos
esperan para darnos un poco más de felicidad. La poesía es la esencia que
incendia secretamente nuestras almas.
Ludovico Silva, poeta, ensayista, humanista, ha impregnado también
nuestras almas en este mismo sentido. Espero que las palabras que diré sobre él
a continuación puedan darles algunas pistas sobre el campo de conocimiento y
sensibilidad de este escritor.

El poeta como ensayista

Sólido conocedor de las ideas que dominan el mundo contemporáneo,


este mundo le sirvió a Ludovico para meditar sobre la naturaleza de la cultura,
sobre la esencia misma del fenómeno cultural en todas sus variantes implícitas
y todos sus riesgos: allí donde el universo conceptual parece regenerarse
indefinidamente. Ludovico no era un obsedido de lo contemporáneo por lo
contemporáneo; no hizo de la modernidad un fetiche ni se consagró a especular
–como lo hacen tantos filósofos hoy—sobre lo actual, como si lo actual tuviera
siempre que ser joven, como si no tuviese padre ni madre o hubiese surgido por
generación espontánea. Ludovico se consagró, en cierto modo, a investigar las
raíces de lo moderno, a escarbar en el origen mismo de los fenómenos sociales y
estéticos, a hurgar en el pensamiento clásico hasta dar con algunas pistas
teóricas a las que siempre fue fiel: pasión por las ideas prístinas del mundo
griego; el marxismo como modelo para desmontar gran parte de los
mecanismos viciados que imperan en el orden capitalista. Todo ello sin dejar de
realizar una crítica e muchas desviaciones marxistas como las que se estudian
en el Anti-manual para uso de marxistas, marxólogos y marcianos, (1975), y en las
que atañen al concepto de ideología, concepto que fustigó desde La plusvalía
53

ideológica (1970), Teoría y práctica de la ideología (1971) hasta Teoría de la ideología


(1980) y el concepto de alienación trabajado en Marx y la alienación (1974) y La
alienación como sistema (1983). No creo que exista en este terreno nada más
completo, una lección tan auténtica de solidez conceptual, contrapuesta a esa
vociferación tendenciosa sobre el fin del marxismo y de la historia.
Indagando en las raíces del pensamiento grecolatino, Ludovico Silva
pudo asociarlo a lo que él llamó humanismo marxista, y también a los
fenómenos contra culturales que aparecieron en la década de los años sesenta,
los cuales tendrían sus raíces en las actitudes de los poetas maudites, con
Rimbaud, Baudelaire y Poe a la cabeza. Nada, para él, nace de la noche a la
mañana, todo posee una raíz histórica y obedece a cambios dialécticos dentro
de esa historia. Ludovico examina más bien la historia de las ideas y –sin hacer
historiografía ni trazar panorámicas— busca en ellas alianzas que rebasan la
óptica analítica de las ciencias sociales, para ir en busca del terreno estético y,
sobre todo, de la poesía. Y es precisamente a este vínculo con lo poético a lo que
deseo referirme.
Ludovico comenzó a escribir sobre poesía en los periódicos. En el diario
“El Nacional”, principalmente, anotó sus primeras impresiones sobre poetas
venezolanos. Poeta él mismo, se había iniciado en la escritura con Tenebra (1964)
–libro inadvertido en nuestro panorama poético— y Boom (1965), que mereció
un prólogo del prestigioso filósofo Thomas Merton; no publicó más poesía
hasta In vino veritas (1977). De aquí en adelante decide publicar otros libros en
este campo: Piedras y campanas (1979), Cuaderno de la noche (1979), La soledad de
Orfeo (1980) y Cadáveres de circunstancias (1979), sin dejar de ofrecer por este
tiempo algunos de sus mejores ensayos sobre estética y literatura: Belleza y
Revolución (1979), Humanismo clásico y humanismo marxista (1983), y finalmente el
que considero la obra más representativa del modo libre de ensayar en nuestro
autor: Filosofía de la ociosidad (1987), donde deja asentada su voluntad de
transgredir la metodología objetiva y lógica, y opta por los recursos del
fragmento o la crónica, siempre matizada por anotaciones eruditas, citas, glosas,
comentarios entre líneas. O como él mismo anota entre paréntesis: “Aforismos,
sentencias, petit essais, fragmentos, diarios perdidos, oraciones, poemas,
jaculatorias, rendición de cuentas.” (…) “Este es un libro entre dos mundos.(…)
Esos dos mundos podrían ser el mundo del vino y el mundo de la sobriedad, pero esa
distinción es superficial, porque en el mundo del vino yo estaba completamente sobrio, y
en el mundo sin vino estoy completamente ebrio, de modo que al vino nadie lo entiende
como tampoco nadie entiende a las mujeres, mucho menos ellas a si mismas, ya que las
mujeres tienen la extraña virtud de ser objetos artísticos que a veces pretenden ser
consideradas desde el punto de vista humano, y son también seres humanos que desean
con toda su alma, si es que la tienen y es cosa que los griegos ponían en duda (…)” y así
continúa divagando ociosamente Ludovico hasta componer párrafos
54

larguísimos que compara a los de Miguel de Cervantes: “Acabo de escribir el más


grande párrafo que haya escrito en toda mi vida; creo que por lo menos igualé a los
párrafos cervantino (…) En fin creo que he hecho otro párrafo largísimo, que entra en
contradicción con este libro (…) Este libro ocioso, fragmentado y sólo a duras penas
logrado en el aspecto estético y musical”. En efecto, Ludovico intenta anunciar para
este libro una estructura musical en cuatro movimientos que no dejan de
contener en si una buena dosis de humor delirante. Tampoco es ocioso anotar
que Ludovico se deja llevar por una suerte de delirio alcohólico cuando escribe
muchos de sus párrafos, que es justamente uno de los ingredientes que
determinan buena parte de su obra poética, en especial del poema “In vino
veritas” (en la verdad del vino) cuando escribe:

Mi estirpe es la de los lobos.


Aúllo por doquier, lanzo mordiscos al universo,
Me muerdo a veces a mi mismo
Creyendo que soy otro
Pero luego descanso en mis propios brazos.
(…)
Ríome desmadejado, peludo y loco,
Y ay, me duele este cuerpo y lo recuerdo,
Lo recuerdo muy bien. Era peludo,
Desmadejado y loco.
(…)
Adiós, adiós, ya he muerto. Te observo desde un mundo
Donde los seres tienen un sabor más profundo.

Todo ello habla de la terrible relación que Ludovico mantuvo con la bebida, con
el alcohol que le llevó a experimentar las situaciones de salud más difíciles y
críticas, las dolorosas reclusiones en sanatorios, hospitales y clínicas. Parte de
esta experiencia fue expresada en las cartas que le enviaba a su esposa Beatriz
desde un sanatorio, recogidas bajo el título de Papeles desde el amonio (2002).
“Estoy en la desesperación, y si te he escrito algo sobre Cervantes es por un
presentimiento que tengo: deberé hacer lo posible para reflexionar cuerdamente en esta
casa de empeñados, que por lo demás yo conocía, pues estuve aquí hace trece años,
aunque aquellos sólo fueron cinco días que no me dejaron huella. Debo reflexionar,
luchas por mantener mi mente sana, porque estoy rodeado de enajenados, de dementes,
de enfermos brutales y de doctores y doctoras que te pasan caritativamente la mano por
la frente como si fueras un muñeco o un trozo de carne podrida.” Hacia el final de su
vida, Silva nos sorprende con el último de sus poemarios, Crucifixión del vino,
donde realiza justamente un ajuste de cuentas con la bebida. Para éste libro,
Ludovico me solicitó el prólogo, del que extraigo este párrafo: “Hay dos caras
55

del sacrificio en Crucifixión del vino: el estrago que el vino puede haber causado
al poeta y la renuncia que el poeta debe llevar a cabo para escapar de los
embates del vino y curarse en salud. Tal renuncia se va produciendo mediante
el ejercicio de la memoria y merced a dos elementos claves en Crucifixión del
vino: el humor y el tono narrativo. En efecto, los tres textos iniciales,
“Crucifixión del vino”, “Recuerdos y lluvias” e “In artículo mortis” contienen
historias entretejidas de nombres y citas en idiomas originales. El primero
aspira ser una “Carta” al hermano (Héctor), con quien desea compartir sus
dolencias terrestres, y también con su mujer (Beatriz), el poeta los inserta en un
contrapunto de historias sórdidas. Pues hay otro recurso: el prosaísmo
intencional, el feísmo ex profeso para lograr efectos precisos. Al principio nos
golpea, después se va introduciendo en el texto gracias a un humor muy sutil
que suene atenuar la brutalidad de ciertas imágenes. Seres y situaciones
extramuro articulan la anécdota, aparecen y desaparecen como fantasmas, pero
sirven de motivos de reflexión:
Tú vivirás eternamente
Pero antes debes morir.

La forma de estos poemas iniciales es la del verso escalonado, ideada por


Mallarmé y después difundida por la primera vanguardia (llamada por algunos
neo-tipografismo). Pero Ludovico juega con nuestra imaginación formal, y
luego de enfrentarnos a esta configuración nos entrega piezas adecuadas al
molde clásico, como el soneto “Héctor vino de París”, y otro a su primo Carlos
rodeado de obras pictóricas; también la “Sonata para Elizabeth Schön” y un
“Feliz año” escrito en versos alejandrinos son los textos más resaltantes. En su
“Feliz año” Ludovico nos abraza brindándoos consuelo, y desde ese abrazo él
también parece renacer como el Ave Fénix:

El dolor de estar vivos y contemplar el río


Que avanza delicado, sereno, limpio y frío
Vida-río que avanza con sus túmulos frescos

(…)

Del año que se muere con nuestras ilusiones


Para renacer, vivo, sangrante, como un niño
Sobre la faz del mundo, sobre el cálido armiño
De unos brazos que sufren y que gozan cantando
Todas las cosas buenas que el tiempo va dejando.
56

El ensayista como poeta

Llegado este punto, se produce entonces una circunstancia que quiere


convertirse en norma cuando los ensayos y la obra teórica se imponen
cuantitativamente a la obra de creación (¿y no es la crítica, cuando es
reveladora, un acto de creación?), y terminan por opacarla. En el caso de
Ludovico, es muy sencillo advertir cómo el poeta casi desaparece para dar paso
al ensayista, lo cual no deja de ser una suerte de sombra para el propio poeta.
No es difícil constatarlo, por ejemplo, en el caso del gran escritor mexicano
Octavio Paz: cómo el público, para no tomarse la molestia de leer al poeta,
simplifica las cosas (“Como poeta no me convence; él es sobre todo ensayista”,
se oye decir) y prefieren quedarse, quizá por comodidad, con una imagen
unilateral del escritor. Con Ludovico ocurre algo similar. Su obra poética no ha
merecido hasta ahora un estudio orgánico. Por supuesto, no todos sus libros
alcanzan plenos niveles de expresión.
Esa pasión por la poesía le viene a Ludovico de un profundo
conocimiento del mundo clásico, un mundo donde el orden intelectual, el
sensible y el político están íntimamente unidos, y donde no existía esa división
entre los orbes humanos de conocimiento que hoy llamamos “especialidades”,
en las que cada quien conoce de lo suyo, no quiere ni siquiera asomarse al
campo del otro y niega el saber interdisciplinario.
Ludovico pasa de la crítica periodística al ensayo estético cuando aborda
la mayoría de los autores que aparecen en el libro La torre de los ángeles (1991),
donde remarca un valor universal para la poesía venezolana, cuestión que muy
pocos habían realizado hasta ese momento. Como se sabe, la literatura
venezolana había permanecido rezagada por un buen tiempo respecto a la
literatura hispanoamericana en general, por motivos que valdría la pena
examinar bien; Ludovico no sólo da muestras de conocerla a fondo, sino de
abarcar mucho más, ubicando a cada poeta en un tiempo y un contexto
universales. En este libro estudia a los poetas José Antonio Ramos Sucre,
Vicente Gerbasi, Juan Sánchez Peláez, Rafael Cadenas, Juan Calzadilla, Alfredo
Silva Estrada, Alfredo Chacón, Francisco Pérez Perdomo, Ramón Palomares y
Elizabeth Schön.
Cuantitativamente, sus escritos sobre poesía triplicarían a los contenidos
en La torre de los ángeles, libro en el que pudo haberse incluido uno de los
trabajos más lúcidos de cuantos escribió el autor de In vino veritas, y éste es el
dedicado al poema “Myesis” de Juan Liscano, titulado Los astros esperan. El estilo
suelto de Ludovico, la manera que el escritor utiliza para irnos introduciendo
en los distintos ámbitos, es un ejercicio brillante de cultura y erudición. No
desea hacer análisis estructurales, semióticos, sociológicos, ideológicos o
57

textualistas, ni permite que su “cultura” enturbie el discurso interpretativo;


tampoco se “alza” con una sola idea ni está obsedido con una ideología
preexistente; ni está interesado en preparar al lector para hacerlo partícipe de
un sentimiento particularizado. El Yo ensayístico es ilusorio: se reafirma sólo
como invitación y no ejerce nunca el argumento de autoridad, esa fórmula
suficiente del paternalismo intelectual. Por lo contrario, el Yo se siembra en una
duda enriquecedora, que poco a poco va encontrando en su camino ciertas
claves y, de la mano de ellas, nos va familiarizando, discreta y sutilmente, con el
mundo de cada poeta. Como él mismo lo dice, obra con amor intellectualis, un
fervor que se traduce en un marco amplio de referencias universales, al que
suele hacernos acceder a través de uno de los recursos mejor empleados por el
ensayista: el arte de la cita. Sin abrumarnos, sin demostrarnos cuánto sabe, el
poeta se vale de citas en idiomas originales, tratando siempre de acercarnos al
regusto por las lenguas, a la sonoridad y belleza propias de cada idioma, y lo
hace de un modo tan oportuno, que, aunque no conozcamos a cabalidad el
significado de una frase en un idioma extranjero, podemos disfrutarla en su
dimensión musical, en su perfección formal.
“Siempre me ha gustado escribir sobre temas universales”—nos dice--. “Pero
los años me han hecho aprender lo que, tarde o temprano termina por averiguar todo
creador, a saber, que la puerta hacia lo universal es una puerta muy particular y muy
concreta. En el presente caso, los poetas venezolanos me han servido para elevarme a
reflexiones que atañen a todos los poetas del mundo.” Tomaría de Ludovico el verbo
“elevarse” para definirlo a él: un verdadero artista es alguien que siempre está
intentando un estado de elevación, deseando acercarse a los estadios sublimes
de lo real; tanto a su parte visible como invisible, e intentando hacer ver que los
aspectos sensiblemente hermosos son tan importantes como los aspectos
mórbidos o negativos, que la belleza siempre se halla escondida entre los
pliegues de lo humano.
Este “amor intelectual” implica también un acto de discreción, que viene
a ser uno de los rasgos distintivos de todo discurso que se precie de
auténticamente crítico. Dice esta vez el poeta: “Toca a los lectores dictaminar si en
estas páginas hay algo de eso que ambiguamente se llama “crítica literaria”.
Personalmente, no creo que haya mucho. Yo no hago crítica filológica, sino que trato de
evocar mundos poéticos, empleando en ocasiones en ocasiones la propia arma de los
poetas”. Sinceramente creo que Ludovico lo logra, alcanza a fertilizar la palabra
de los otros poetas con la suya.

***

Existen dos tallos de fecundidad germinativa en el árbol literario de


Ludovico Silva. Uno se dirige al espacio de comprensión del hombre en tanto
58

ser social, el otro hacia el interior de un planeta desconocido, que es como si el


árbol buscara su propia raíz en los meandros de su sueño con una desesperada
ilusión trascendente, situada más allá de lo visible. Al mismo tiempo, Ludovico
desearía que su ilusión se cumpliera aquí en la tierra, quisiera ver a los hombres
ocupando un lugar de dignidad, y esto sería posible rescatando su fuerza de
trabajo y observando su poder real, mirando objetivamente los fenómenos
sociales y analizándoles a la luz del humanismo. El humanismo de Ludovico
Silva es de índole marxista, pero su terreno se halla abonado de un profundo
conocimiento del humanismo clásico, pues ha sabido hacer converger el anhelo
de la perfección clásica con el análisis de las ideologías, en una tentativa de
encontrar claves rigurosas, muy alejadas del idealismo y mejor dirigida a
encontrar un hombre integral, capaz de forjar un equilibrio con su entorno, y a
la vez ser capaz de evaluar su propia soledad. Al fin y al cabo, la sociedad
podría ser una suma de soledades armónicas y no ese conjunto de soledades sin
norte ni refugio a donde parecen conducirnos las urbes modernas. En tal
sentido, la naturaleza cognoscitiva de Ludovico es la de un auténtico ensayista,
pues asimila su acontecer personal al colectivo en un acto que podríamos llamar
de compromiso planetario de esencia poética, el cual absorbe el legado de la
historia estética para incorporarlo a la reflexión sobre la ciencia, la filosofía y la
literatura. Este compromiso involucra al hombre en su propia forma y con tal
intensidad, que no vacilaría en señalar a Ludovico como el primer prosista de
nuestra modernidad, al lado de Mariano Picón Salas, tal es su fluidez, precisión
y elegancia. En el artículo periodístico, la crónica cotidiana o en el estudio
compacto del tratado, Ludovico nos muestra que siempre tiene algo nuevo por
decir, se mantiene alerta desde un faro desde donde vigila los distintos destellos
que le son enviados desde los otros océanos.
El otro tallo de este fértil crecimiento ha producido ciertas hojas: los
poemas. La savia de las ramas y el jugo de los frutos le han donado los
elementos para la fabricación de un excelente vino de espíritu. La presencia del
licor ha sido una constante en la poética de Ludovico, y, como en el mito griego
de Dionisos, le ha servido para transportarlo a las zonas del delirio místico. Ese
ceremonial nocturno celebrado bajo el signo de la embriaguez y de las carreras
orgiásticas a través de los bosques se ha transfigurado, en la poética de
Ludovico, en ritual doloroso por medio del cual busca penetrar una especie de
tiniebla personal: Tenebra, Cuaderno de la noche e In vino veritas, tres de sus libros
capitales, anuncian ya este espacio desde una perspectiva específica de alquimia
verbal: la de lograr un equilibrio aúrico3 en la cadencia del verso, presente de
modo orgánico en su libro Piedras y campanas, en donde los objetos aspiran

3
Sobre este libro y este aspecto escribí un trabajo que puede consultarse, “Ludovico Silva, la palabra de
oro”, en mi libro Diálogos con la página, Academia Nacional de la Historia, El libro menor, No 53,
Caracas, 1984, Pág. 103.
59

convertirse en gemas simbólicas y los sonidos en canciones dramáticas. Quizá


es oportuno que yo cite aquí algo de lo que escribí para entonces con motivo de
la aparición de estos libros: “En Cuaderno de la noche (1979) Ludovico inicia el
ciclo áurico antes mencionado, propugnando de alguna manera la articulación
de Le mot juste, es decir, de la palabra que congregue el anhelo de dibujar un
arte poética de lo terrible, tal y como se advierte en los dos primeros poemas del
Cuaderno: ponzoña, horror, huesos abominables, materia sangrienta, y al mismo
tiempo máscara:

Y para algo me ha servido la poesía: para disimularme


Cuando era un inocente imbécil ilusionado, cuando creía
En los dioses y en mi destino.

Un ars que le sirve para exorcizar a quienes, bajo la máscara de la teología,


escondían precisamente esa parte de la noche que Ludovico procura enaltecer:
la noche de la desnudez; una desnudez que en su acepción moderna debe estar
respaldada por las fuerzas del mal, o al menos de la impureza. En ella se
alcanza a medias esa libertad, estampada en el verso:

Mi libertad es una tumba de oro

El continuo andar de Ludovico en medio de esta sombra le ha deparado


a la poesía venezolana una de las voluntades más fieles a sus enigmas
primordiales: la de ir dibujando un Yo afantasmado, que va buscando sus
perfiles en los ambiguos espejos órficos o en los misterios paganos. Su Ópera
poética (1988), --recoge los libros citados anteriormente y otros inéditos como
Pararrayos celestes (1981) dedicado éste último a músicos y poetas--, nos constata
tal fidelidad y nos permite detenernos en los intersticios de un verbo que,
mientras recorre los vaivenes de un ánima reconcentrada y una conciencia
dividida, también nos permite observar con cuánta verdad se ha efectuado el
camino y cuáles son los signos vitales de su razón de ser.

El último humanista

Voy a referir, de aquí en adelante, la crónica de mi experiencia personal con


Ludovico Silva. Cuando yo era un muchacho de veinte años, veía sus trabajos
en la prensa, leía sus artículos y sus poemas en periódicos y revistas. Me
formaba yo una idea grandiosa de este escritor, lo veía como a un Titán, como a
una especie de gigante que podía hablar con propiedad sobre cualquier cosa.
Un día leía un trabajo suyo sobre poesía y otro día un trabajo sobre marxismo o
ideología, escuchaba sus programas de radio o diversas opiniones suyas en
60

entrevistas que le hacían, con lo cual su figura crecía. Sus libros eran leídos y
discutidos por cientos de estudiantes y profesores en Universidades de todo el
país, cuando en Venezuela existía lo que pudiéramos llamar una vida
humanística.
Ludovico Silva es probablemente el último de los humanistas
venezolanos justamente porque él es quien reúne las condiciones más
completas para merecer tal título: pensador, poeta, filósofo, ensayista, crítico,
erudito, intelectual, historiador, cronista, traductor, editor, profesor, y por si
fuera poco, bohemio de alto rango. En todas estas facetas, Ludovico apostaba a
algo significativo; lo asombroso es que las desempeñaba todas de manera cabal.
Debo mi primer estímulo real como escritor a un artículo de Ludovico
sobre mi libro Los dientes de Raquel, publicado un domingo de 1973 en el Papel
Literario de “El Nacional”. Ese trabajo me comprometió, me hizo tomar
conciencia de oficio. A partir de allí, o me decidía a continuar escribiendo o no
lo hacía, me conformaba con ser el autor de un solo libro, para luego tratar de
adaptarme a ciertas reglas de sobrevivencia. No quería convertirme en un
sobreviviente más de la hecatombe capitalista, ni en triunfador social en medio
de gente infeliz. Lo menos que yo deseaba era ser un profesional elegante;
quería más bien ser un escritor irreverente y viajar, conocer mundo, leer,
escribir más, tener aventuras con bellas mujeres, estallar de alegría frente al
mar, confundirme entre la gente para oír, charlar y llevar todo aquello al papel,
lo cual era justamente lo que había hecho Ludovico. Él, además, había
estudiado lenguas antiguas y modernas en Universidades de Alemania y
España, y visitaba otras ciudades llenas de historias asombrosas.
Para colmo, Ludovico era bien parecido, un rompecorazones fuerte y
bien plantado. No tenía pelos en la lengua para decirles a sus adversarios por
dónde iba la cosa. Poseía una capacidad especial para absorber conocimiento,
para extraer lo esencial de las obras, para analizar textos y apreciar en ellos su
hueso estético o filosófico. Glosaba ideas con una facilidad enorme; podía
abordar, en ensayos breves o extensos, cualquier tópico o autor de la literatura
con una claridad que nos dejaba pasmados. Ya sabemos que esa facilidad no es
tal, que se llama talento o genio, y es producto de la lucidez unida a la pasión
perseverante. Ella es capaz, cuando se enciende con la llama de la claridad de
pensamiento, de producir frutos extraordinarios.
Una de las grandes felicidades de mi vida fue haber conocido un día a
Ludovico Silva, y de ser su amigo. Ocurrió en un restaurante de Sabana Grande
en Caracas; me hallaba yo acodado a una barra y de pronto alguien me espetó:
“¿Tú eres Jiménez Emán, verdad?” “Sí”, le dije yo, ¿y tú eres Ludovico, no?
Comenzamos a tomar copas y él me invitó luego a su casa a oír música y a
conocer su familia. Seguí frecuentándolos hasta un punto en que hice de aquella
61

familia un afecto completo: sus hijos, su mujer, los vecinos y hasta el loro de
aquella casa se hicieron mis amigos. Allí acudíamos varios poetas en tropel a
terminar con el contenido de su nevera o de su cava, en una época que no dudo
en percibir como una de las más brillantes que hayamos vivido. No fue brillante
esa época porque haya sido históricamente mejor que la actual, sino porque las
cosas que hacíamos tenían más sentido, más brillo, más esperanza.
Ludovico era un hombre callado, con sonrisa de niño bueno. Se acodaba
en una barrita de aquel apartamento de Santa Eduvigis a escuchar piezas
clásicas transmitidas por la Radio nacional de Venezuela, mientras fumaba (se
apreciaba en su dedo anular una gran sortija de piedra negra, y colgando de su
cuello un medallón de plata) bebía su cerveza, leía, charlaba o miraba hacia el
Ávila, donde se divisaban siempre pequeñas cascadas de agua. Mientras tanto,
su esposa Beatriz y sus hijos Ikay y Thaís, el señor Martínez, Pepe Sellán –
habituales de aquella casa— hacían diligencias, entraban y salían. Era un
mosaico de gente afectuosa trayendo noticias; algo muy difícil de ver ahora.
En el pequeño espacio del comedor Ludovico tenía una pequeña
máquina de escribir y numerosos cuadernos, libros en varios idiomas. En
aquellos cuadernos, con letra menuda, se apreciaba la hermosa y apretada
grafía de Ludovico, la letra y el espíritu de un escritor. Ahí estaban Ernst Robert
Curtius, Hugo Friedrich; las obras de Mallarmé, Verlaine y Hölderlin, los
poetas franceses y alemanes que tanto admiraba. Por ahí también andaba Carlos
Marx en su lengua original, y escritores españoles, latinoamericanos y
venezolanos que eran amigos suyos: Jorge Guillén y Rafael Alberti, Miguel
Otero Silva, Julio Cortázar o Salvador Garmendia. Ludovico nos asombraba
mostrándonos sus cartas, el pulso de sus letras originales. Ahí solíamos charlar
de grandes y pequeños acontecimientos de Caracas, desde lo que ocurría en
Miraflores hasta lo que acontecía en nuestra República del Este. Ahí
tumbábamos gobiernos y los volvíamos a construir, mezclando el ideal de la
literatura con el ideal del país, de la mano de muchas lecturas realizadas por
Ludovico, y de las frecuentes polémicas que sostenía por la prensa con otros
colegas a través de la disensión, y sobre todo a través de la defensa de ideas
socialistas y vanguardistas, las cuales había que salvaguardar de los embates de
una derecha recalcitrante, o de las directrices más delirantes del capitalismo
moderno, que ahora llaman salvaje con toda razón.
Ludovico estaba preocupado por Venezuela, por su realidad social y
política ineficaz, por todos los tropiezos y dificultades que había que salvar
para realizar proyectos nobles, para implementar mecanismos y modelos
económicos o sociales que pudieran sacarnos del atolladero. A menudo, se
atormentaba mucho con esto; ello explicaba a mi entender parte de su
temperamento reservado y reconcentrado; la imposibilidad de hacer algo
62

práctico que pudiese ir en busca de una solución. Me atrevo a decir que sufría
por los demás, intensificaba su dolor personal con el dolor colectivo, lo cual le
llevaba a experimentar la más terrible de las soledades: la soledad social.
Ludovico intentó siempre mantener en pie los postulados básicos del
humanismo marxista, llevando a cabo una crítica permanente de los espejismos
de la ideología, aclarando conceptos, siempre en contra de las ortodoxias y de
los simplismos, siempre atento a actualizar los contenidos del humanismo
marxista y, a la vez, buscando en el humanismo clásico ideas que le ayudaran a
sostenerlo, haciendo hincapié en un maridaje entre poesía y sociedad, llevando
a cabo reflexiones estéticas que pudiesen fundirse en un núcleo societario más
amplio, susceptibles de ser puestas en práctica y disfrutadas por un amplio
espectro de ciudadanos, pues eran ciudadanos y no habitantes, seres sensibles y
no funcionarios lo que Ludovico deseaba. Precisamente a través de su cátedra
universitaria y de sus columnas periodísticas, de sus libros y de sus programas
radiales, de su labor editorial en la revista Papeles en el Ateneo de Caracas, y
luego desde la revista Lamigal, Ludovico intentó hacer confluir una
preocupación integral de signo humanista: la de lograr un cambio significativo
en el estamento económico que redundara en la vida social y, a su vez, que los
valores éticos pudiesen ser asumidos a través del arte, para ver así cumplido
buena parte de su ideal humano.
De su poesía siempre me gustaron Piedras y campanas y La soledad de
Orfeo. De sus tratados sobre Marxismo elijo el Anti-manual y Humanismo clásico y
humanismo marxista; de sus ensayos compilados prefiero Contracultura (1979),
Belleza y Revolución y Filosofía de la ociosidad (1987); éste último un libro abierto,
un mosaico donde se dan cita comentarios de todo tipo; como curiosidad
intelectual me gusta El estilo literario de Marx (1971), libro único en su tipo,
elogiado por Humberto Eco; aunque sospecho que para saborearlo bien habría
que saber alemán.
Ludovico me confió al final dos obras suyas: Clavimandora (1992) --
ensayos diversos y su libro más extenso— y Crucifixión del vino, libro de
poemas; para ellos redacté sendos prólogos y los hice publicar en la Academia
Nacional de la Historia y Fundarte, respectivamente. Clavimandora posee dos
prólogos, uno del autor y otro mío. El de Ludovico empieza así: “Este libro no es
ningún libro, sino un agregado de ensayos de variada índole que he publicado en los
últimos treinta años. Sería descortés conmigo mismo si no dijera que estos ensayos me
parecen oportunos como para hacerse imprescindibles para el venezolano de hoy, ahíto
de dólares petrificados y de carne cara. De modo que he compuesto esta obra en dos
partes: la primera, sobre los años duros de los sesenta, y la segunda sobre el resto. En
ambas partes, el lector observará mi sentido de la proyección o el pronóstico histórico: en
efecto, hay allí frases que dicen cosas tan evidentes como ésta:”Esta década del setenta
me parece que no va a conducir a desarrollo alguno, sino a una profundización del
63

subdesarrollo.” Tal fue y sigue siendo la verdad”. Y el prólogo mío cierra así:
“Clavimandora, ese personaje barrigón que sintetiza mucho del alma de la
provincia española, descrito por Camilo José Cela en sus crónicas como “un hijo
de Andalucía de quien he aprendido muchas cosas nunca suficientemente
agradecidas”, el cual “pinta en medio de esa pitanza que debe paladearse en su
propio escabeche, aunque venga a resultar indigesto para algunos estómagos
delicados, y hasta rebañando de la cazuela el último diente de ajo y la más
olvidada brizna de tomillo”. Posee Clavimandora (a quien llaman así por su
voz muy armoniosa y persuasiva) una barriga noble y rotunda, de acuerdo a la
tradición de sus antepasados. La sabiduría y gracia espontánea de este
personaje cautivaron la sensibilidad del Ludovico bohemio, a pie, deambulador
de las tabernas europeas, especialmente de las barras de Alemania y España,
que solía recordar con alegría, describiendo todas las peripecias vividas en ellas.
Quizá Ludovico deseó unirse a ese desparpajo en estas notas periodísticas, pero
también, creo, a una palabra que en si misma contiene una gran cualidad
sonora, y trae a la memoria las notas de una melodía entonada con pasión y
delicadeza en los secretos recintos del idioma.” Son setecientas cincuenta
páginas de artículos y ensayos breves.
Otro libro que se suma a este conjunto de reflexiones libres y
heterogéneas donde caben filosofía, literatura, economía o sociología es De lo
uno a lo otro. Ensayos filosófico-literarios (1975). También tengo por allí inéditos los
originales de las notas que Ludovico escribía para la Radio Nacional de
Venezuela con el título de La palabra libre.
Un temperamento desprendido de todo afán material, la generosidad
vital, una lucidez visionaria para pensar y sentir la literatura y el arte y una
honestidad intelectual a toda prueba, caracterizaron la existencia de Ludovico
Silva. Pocas veces podía uno calibrar tanta entereza en un solo ser. Me
considero su discípulo, su hermano, su amigo, y así lo invoco aquí hoy.
Aprendí, tanto de él como de sus libros, una lección de inteligencia y lucidez, de
sensibilidad y poesía que me ha de seguir hasta el último momento de mi vida.
Reunirme aquí en la Asamblea Nacional para evocar su memoria y hacer su
elogio junto a sus amigos, sus lectores y su familia, es un acto que subleva para
siempre mi corazón y mi espíritu
[2004]

(Discurso pronunciado en la Asamblea Nacional de Venezuela en sesión especial en homenaje a


Ludovico Silva, el 24 de noviembre de 2004)
64

METÁFORAS DE LO REAL EN LA ESCRITURA DE MARX.


GLOSA A UN LIBRO DE LUDOVICO SILVA

La mayor parte de la obra interpretativa de Ludovico Silva se abocó al


estudio de la obra de Carlos Marx, aun cuando el escritor caraqueño fue autor
de varias colecciones de artículos sueltos --tanto periodísticos como
ensayísticos-- las cuales versaron sobre diversas obras literarias y filosóficas que
dieron cuenta de una versatilidad comprensiva en el terreno de la poesía,
especialmente, aunque también se volcó al estudio de narrativa, pintura,
escultura, música y otros asuntos estéticos. Además de ello, Ludovico es autor
de una vasta obra poética que no ha conseguido suficientes exégetas, y a la cual
me he referido en varios de mis ensayos.4

Sobre la obra marxista propiamente dicha destacan La plusvalía ideológica (1970),


Teoría y práctica de la ideología (1971), Marx y la alienación (1974), Humanismo
clásico y humanismo marxista (1982), La alienación como sistema: Teoría de la
alienación en la obra de Marx (1983), Anti -manual para uso de marxistas, marxólogos
y marxianos (1975), un libro póstumo del autor que edité con el título de El
combate por el Nuevo Mundo (2016), donde hay una amplia referencia a los
Grundrisse5 y el ensayo al que voy a referirme en esta ocasión, El estilo literario de

4
Puede consultarse "Poesía y filosofía en Ludovico Silva". Gabriel Jiménez Emán, Agulha Revista de
Cultura, Brasil, 2017 arcagulharevistadecultura.blogspot.com
65

Marx (1971), por pensar que éste posee buena parte de las mejores cualidades
de la prosa de Ludovico, tanto desde el punto de vista filosófico como del
literario. El libro mereció una reedición6 , de la cual deseo hacer una breve
glosa. Anotemos de entrada que la obra marxista de Silva siempre se caracterizó
por despojar a la obra del filósofo alemán de las interceptaciones manualescas y
rígidas de los académicos, y por actualizar y aclarar varios conceptos suyos que
podían ser objeto de confusión cuando se los intentaba adaptar a la realidad de
los nuevos tiempos.

El estilo literario de Marx es una de las obras más audaces de toda la bibliografía
sobre Marx, pues trata nada menos que de las particularidades estilísticas y
literarias de la escritura del filósofo alemán, asunto para que el que hay que
conocer a fondo el idioma original, las particularidades de la figuras retóricas y
conceptuales de la lengua germana --amén de la castellana-- también por
supuesto de las categorías de Marx y de las diferencias que éstas mantienen con
las metáforas usadas por el escritor en el momento de establecer los diferentes
giros idiomáticos, lexicales y prosódicos constitutivos de su lengua literaria, de
un peculiar estilo que es justamente el que llama la atención de Silva en este
libro, y cuyos detalles pasaremos brevemente a revisar.

Nos encontramos, en primer término, frente a un autor --Marx-- para quien la


escritura (Silva la llama el estilo) y la práctica de las ideas se conjugan en una
sola unidad semántica --llamada por Marx estructura arquitectónica-- dotada de
una peculiar capacidad para diseñar artísticamente las frases, dotándolas de
plasticidad y musicalidad, para lo cual dispone de un buen arsenal capaz de
generar una gran altura conceptual y una rotunda expresión. Nos dice
Ludovico que Marx se aleja de las frías fenomenologías y de los
enrevesamientos sintácticos para lograr su peculiar forma de decir, en la cual
acude a una suerte de juego lingüístico y de otros ingentes recursos que
observará en los distintos apartes de esta obra.

En la primera parte ("El origen literario de Marx") Ludovico nos dice que Marx
desde su juventud era como una "auténtica máquina de devorar libros" --tal
decía de él su padre Heinrich Marx-- y que prefería las obras literarias y
mitológicas a las filosóficas; esta formación clásica sería de primera importancia
para él. Puntualiza sobre la verdadera diferencia entre ideología occidental y
cultura occidental, y sobre el hecho de estudiar literatura y lenguas clásicas --
sobre todo del griego-- y que ello no debe confundirse con esa especie de
5
Ludovico Silva, El combate por el Nuevo Mundo. Edición, prólogo y notas de Gabriel Jiménez Emán,
Fábula Ediciones, Coro, estado Falcón, 2016.
6
Ludovico Silva, El estilo literario de Marx, Fondo Editorial Fundarte, Alcaldía de Caracas, 2011,
Prólogo de Nelson Guzmán, Caracas, 2011.
66

"cultura universal" que pretendió posicionar occidente para sus desafueros


económicos: son algunos de los basamentos del joven Marx para consolidar un
estilo donde destaca una solidez científica bien engastada a un edificio verbal,
merced a imágenes y metáforas atrevidas e iluminadoras.

De hecho Marx, en su juventud, escribió numerosos poemas que, aun cuando


no poseían mucho valor literario7, sirvieron como ejercicios previos para ir
cocinando un estilo. Ludovico nos dice que Marx "se curó" de literatura, para
luego pasar a revisar algunos rasgos de su estilo en la parte segunda de la obra.

Merced a una oportuna metaforización de las ideas y de una implacable


autocrítica Marx entraría, según Ludovico, a considerar la arquitectura de la
ciencia (la obra científica como obra de arte, retomando una idea de Kant) lo
cual le permitiría hablar del "arte de los sistemas" y donde coincidirían la
ciencia y el arte en beneficio de la claridad conceptual. "El pensamiento, para
ser ciencia, debe ser sistemático; la expresión, para ser artística, debe ser
arquitectónica", dice. Y todo ello arribando a una dialéctica de la expresión, a una
suerte de utopía verbal donde el estilo le permitiría mostrar un específico
movimiento de las palabras simultáneo al movimiento real, esto es, las
relaciones formales y lógicas en las que Marx hace encajar los signos verbales.
Cita Ludovico los ejemplos donde Marx ataca las posiciones de Hegel y
Proudhone a través de un estilo "redondo", acabado, perfecto en su
contundencia, engastado en un "secreto" muy propio de una manera que le
permitía formular primero una frase y hacerla seguir de una segunda en la que dice lo
inverso, pero vigilando los mismos vocablos en una relación sintáctica invertida, lo cual
da una impresión muy buena de redondez estilística. Pone los respectivos
ejemplos en alemán (relativos a los conceptos de alienación y enajenación) para
que no queden dudas.

También alude a las llamadas contradicciones objetivas (Capital vs. Trabajo;


Burguesía vs. Proletariado, etc.) realizando lo que él llama el juego de los
opuestos y hacen de este rasgo estilístico una elaborada y consciente
correspondencia con los contenidos conceptuales. Ludovico ejemplifica:
"Veíamos que el proceso de cambio de las mercancías encierra aspectos que se
contradicen y excluyen entre sí. El desarrollo de la mercancías no sigue estas
contradicciones, lo que hace es crear la forma en que suelen desenvolverse." La
dialéctica, aquí, no sería sino el método marxista para el estudio de la historia.

7
Para el lector interesado en el tema de la poesía en Marx podrá consultar el volumen Poemas, Karl
Marx, Prólogo de Francisco Fernández Buey. Traducción de Francisco Jaimes y Marco Fon, El Viejo
Topo, México, 2000.
67

En la sección de las metáforas empleadas por Marx para enriquecer su estilo, le


hace afirmar a Ludovico que el lenguaje de Marx es el teatro de su dialéctica y
que la metáfora en este caso es fuente de conocimiento --un conocimiento
analógico, más precisamente-- tomando en cuenta que ésta aumenta la potencia
expresiva del lenguaje, y toda ciencia necesita de ese lenguaje.

Las grandes metáforas de Marx serían:

1. Metáfora de la superestructura

2. Metáfora del reflejo

3. Metáfora de la religión

4. Metáfora del fetiche

Es necesario diferenciar estas metáforas de las categorías; confundirlas es un


error en el que suelen incurrir varios intérpretes de Marx. Valiéndose de los
recursos de su estilo literario y del juego de los opuestos ya mencionado,
Ludovico indica que la Superestructura es en este caso el edificio de andamios
que van superponiéndose para lograr una estructura final: los andamios
desaparecerán cuando el edificio esté terminado, así como no se verá el trabajo
del obrero cuando el edificio sea vendido o convertido en mercancía,
constituyendo éste uno de los puntos más complejos de desmenuzar por parte
de nuestro filósofo, y le trae no pocas dificultades de demostración en unos
breves párrafos.

En la metáfora del reflejo están presentes las llamadas formaciones nebulosas, las
cuales operarían como sublimaciones sucesivas del proceso material de vida en
las formas de la ideología, y luego pierden la apariencia de su propia
sustantividad. Esta metáfora estaría desarrollada ante todo en la obra de Marx
La ideología alemana (1846) y vendría asociada a un mundo en el que las ideas
manejan a los hombres y no los hombres a las ideas, similar a lo que ocurre en
el interior de una cámara oscura, donde aparece un reflejo invertido de la
realidad física (la fotografía estaba recién inventada en aquellos años, de ahí su
analogía) y también cuando Marx nos habla del reflejo ideológico, con la
advertencia de que en este caso debemos distinguir las expresiones metafóricas
de las explicativas. Buena parte del marxismo del siglo veinte cayó en el error
de confundir estas metáforas con teorías científicas, como lo hicieron a veces los
autores George Thompson y Georgy Lukács

Sigue abundando Ludovico en el concepto de ideología, el cual es uno de los


temas medulares del autor venezolano y de toda la literatura marxista nuestra,
pues Silva se encargó de aportar nuevas ideas sobre el tema en su obra La
68

plusvalía ideológica. El asunto de la ideología aparece desarrollado en El estilo


literario de Marx con otros aportes, desde filosóficos y científicos hasta literarios.
Especialmente importante resulta el aspecto de la religión como metáfora, tal
vez uno de los más atrevidos y de los más usados por Marx para ir contra la
mistificación de la religión, de aquellas zonas nebulosas de la religión donde los
productos de la mente humana aparecen dotados de vida propia, y
relacionados entre sí. En este caso establece una comparación entre Cristo y el
Dinero bastante atrevida, y que le trajo a Marx y a sus seguidores no pocos
inconvenientes personales y fuertes controversias. Ahí Ludovico saca a relucir
el delicado tema de la religión y de la alienación de Dios a través de las
respectivas representaciones del dinero, y de las diversas metáforas que lo
sustentan, entre las que destaca la figura de Cristo como mediador entre Dios y
el Hombre y como instrumento de circulación entre uno y otro, donde a veces
los Sacerdotes cobran más importancia que los Santos y los Santos más
importancia que Cristo; mientras la Iglesia y sus necesidades administrativas se
imponen sobre la Religión, de la misma manera en que el Estado cobra más
importancia que el Hombre mismo, que el Ser Humano.

En el último aparte de este capítulo Ludovico pone de resalto otros rasgos:


Espíritu Concreto; Espíritu Polémico y Espíritu Burlón. El espíritu aquí
correspondería a la capacidad de abstracción combinada con una notable
capacidad de concreción, o lo que Althusser llamaba "una sensibilización ante
lo concreto tan extraordinaria en él (en Marx) que prestaba a cada uno de los
encuentros con lo real una gran fuerza de convicción y de revelación", es decir,
lo que el mismo filósofo llama la totalidad concreta.

Ludovico nos dice que Marx no se inventó el capitalismo "pensando", sino


estudiando fenómenos específicos y concretos Mientras tanto, el espíritu
polémico y el espíritu burlón surgen a raíz de la comprobación de la miseria
obrera, ética y política, confundiendo entonces muchos críticos a Marx con un
redentor mesiánico (a través de lo cual se convertiría también en una ideología)
y olvidando que fue él justamente "el más grande impugnador de la ideología".
Esta indignación originaría en Marx su espíritu polémico; espíritu que llega a
cuestionar incluso el carácter ideológico y mistificador del propio concepto de
filosofía hasta entonces, reflejado en su magna obra Teorías de la plusvalía.
Asimismo, el concepto de cultura le merece el mote de "fetiche intelectual" en el
momento mismo en que la cultura y el trabajo se divorcian; la cultura se opone
al trabajo como una forma de capital, de artículo de lujo.

Hacia la parte final de libro, Silva lleva a cabo un "balance estilístico" donde
pone nuevos ejemplos para comprobar su alegato central acompañándolo de un
"Epilogo sobre la ironía y la alienación" que me han llevado ahora a admitir mi
69

error de considerar a Marx como un filósofo sin sentido del humor. Por el
contrario, podemos considerar a Marx como un maestro de la ironía, que a
veces puede ser muy gráfico y con alto sentido de la crueldad, como lo prueba
esta frase: "La hipoteca que el campesino tiene sobre los bienes celestiales
garantiza la hipoteca que tiene la burguesía sobre los bienes del campesino".
Esta impresionante ironía le viene a Marx, según Ludovico, de "mirar del revés
o por el reverso todos los fenómenos sociales de los que los economistas,
filósofos o políticos veían sólo la apariencia, el anverso"; justamente la ironía de
Marx es una pieza clave para entender su concepción de la historia. También,
por supuesto, para ir desmenuzando cómo operan las formas de la mercancía o
cómo descubrir lo que hay detrás --o por debajo-- de las apariencias ideológicas
propiciadas desde el Estado, el Derecho, la Religión o la Moral-- en lugar de
observar los hechos en su estructura material; al respecto, piensa que la ironía o
la burla están ahí en Marx para hacer ver lo que está oculto bajo la costra de lo
que ocurre. Hay otra frase de Marx que Ludovico pone como ejemplo: "Un
tomo de Propercio y ocho onzas de rapé pueden aspirar al mismo valor de
cambio a pesar de la disparidad de los valores de uso del tabaco y de la elegía",
para referirse a cómo se encuentra subestimada en el capitalismo la cultura,
frente a un producto cualquiera.

En fin, la propiedad privada como causa histórica de la alienación se alimenta


en el fondo de la expropiación pública, por cuanto --como dice Ludovico-- no se
destina realmente a satisfacer las necesidades humanas sino las del mercado;
mientras que la cultura y la ciencia en el capitalismo no se destinan al desarrollo
humano sino a la parcelación del hombre y a la guerra; las fuerzas productivas
pueden, en efecto, generar una riqueza inmensa en determinado momento que,
al caer bajo el régimen de apropiación privada, se pierde, se diluye en una
abstracción. La alienación vendría a ser para Marx (y para Ludovico Silva) una
metáfora espectral que nos hace vivir en un mundo invertido, regido por
estructuras que se hallan enajenadas de sí mismas.

Las teorías de Marx siguen teniendo hoy plena vigencia, sobre todo cuando se
aplican a la fase actual de degradación civilizatoria mundial, como la ha llamado
Jorge Veraza, uno de los marxistas contemporáneos más contundentes en el
siglo XXI 8, como lo muestra una antología de su obra con el título Del encuentro
de Marx con América Latina en la época de la degradación civilizatoria mundial (2012),
que recibió en Caracas en Premio Libertador de Pensamiento Crítico; a la cual
podemos añadir una lista de obras sobresalientes sobre marxismo editadas en el

8
Ver el libro Del reencuentro de Marx en América Latina, (Antología de la obra de Jorge Veraza),
Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2011, Ministerio del Poder Popular para la Cultura, Caracas,
2012, 639 pp.
70

siglo XXI tales como Más allá del capital (2001) y El desafío y la carga del tiempo
histórico: el socialismo del siglo XXI (2008) de Iván Métsarós; El fin de las pequeñas
historias. De los estudios culturales al retorno (imposible) de lo trágico (2002), de
Eduardo Gruner; Imperio (2002), de Antonio Negri y Michael Hardt; Negatividad
y revolución (2007), de John Holloway; y El hombre de hierro. Los límites sociales y
naturales del capital (2008), de Armando Bartra.

Tanto las ideas de Carlos Marx como las de Ludovico Silva adquieren hoy tanta
más actualidad en la medida en que el desenvolvimiento del capitalismo se ha
tornado más crudo, más aplastante, más letal, y está causando un gran daño al
planeta, al hombre, a la humanidad. Las formas políticas del capitalismo se han
hecho más feroces, más frontales y brutales (salvajes) contra todo aquello que se
les interponga: no acepta el diálogo constructivo, ni los matices, ni las
soluciones eclécticas, sino los pactos y las transacciones financieras de capital
acumulado de dinero contante y sonante, en beneficio de pocos. O si no, la
guerra.

[2019]
71

GUSTAVO PEREIRA:
LOS CUATRO HORIZONTES DE UNA POÉTICA

Aventura por los horizontes

El de Gustavo Pereira (Punta de Piedras, estado Nueva Esparta, 1940) es


uno de los trayectos poéticos que mejor desenvolvimiento han mostrado en la
tradición contemporánea de la literatura venezolana. Lo digo porque desde la
aparición de Preparativos de viaje (1964), cuando el poeta apenas contaba 24 años,
su fuerza lírica ha venido en ascenso. Ya se advertían en este primer volumen
algunos de los rasgos que ulteriormente irían tomando cuerpo. Este viaje, el
viaje por el bosque de las palabras, venía en Pereira signado por la voluntad de
un largo desvelo, un proyecto trocado en aventura:

Un día de mayo me dio por soñar


Y de cada sueño
bajo un cuarto trastornado
y lejano
hice una aventura igual a mí

(…)

(“Tema para un día de mayo”)


72

Aventura singularizada por una voluntad de transgresión que no le


abandonaría nunca; una transgresión que, preciso es decirlo, viene formulada
por varios espacios de reflexión, cristalizados tanto en la configuración de su
lenguaje como en los matices de su abordaje. Parafraseando uno de los títulos
del poeta, pienso que se dirigen esencialmente a cuatro horizontes
conceptuales: el erótico, el histórico, el social y el filosófico. No puedo abarcar
aquí la totalidad de sus libros, aunque si insistiré en ciertas constantes de
algunos de éstos que consideramos medulares.
En efecto, el poeta muestra desde su juventud el tono de su voz:
volcánico y desenfadado, irreverente, deudor de los movimientos
vanguardistas europeos que tanto influyó en Latinoamérica, como el
surrealismo, el dadaísmo, el cubismo o la patafísica. El verso vanguardista de
largo aliento dispensa a Pereira una libertad inusual para acercarse a sus
preocupaciones humanas y filosóficas. Las asociaciones insólitas presentes en
versos o títulos (“Techo pelado de risa”, “Trompeta que muerde los huesos”)
son algunos ejemplos de esta voluntad de transgresión que le permitirá avanzar
en su indagación estética. En este libro inicial, Pereira ya anuncia su capacidad
crítica para observar el fenómeno social: la injusticia, la corrupción, los abusos
imperiales, la explotación de los oprimidos; y por otra parte la celebración
erótica, la vida como viaje permanente y la reflexión interior.
En su segundo libro, En plena estación (1966) Pereira vuelve con su verbo
exultante:

Escribo país mío sonoro como un claxon


Para que te destornilles riéndote de mi pecho crucificado a un poste de luz

(…)

(“Pan abierto sobre la mesa”)

Tono que va a cultivar con mayor amplitud en uno de sus libros centrales: Hasta
reventar (1966). Pereira intensifica su entonación eruptiva, pero llevándola a una
mayor concentración significante, hasta producir un texto de hallazgos
novedosos y personales como “Zapato que llora bajo el pie”:

Para mí el ladrido del ojo de vidrio de mi mujer en la cama


El susurro de su boca
Para mí el escape abierto de su pecho
girando sobre mí veinticuatro horas diarias
la mueca de muerto del muerto
la mueca muerta sobre la boca muerta.
73

Para mí el polvo de las radiaciones


De todas las bombas del siglo 21
Para mi la sartén donde se fríen al mismo tiempo
Los amores de hoy los bistecs
Para mí el zapato que llora bajo el pie
Con llanto horriblemente seco.

Para mí únicamente tus labios


Únicamente tus labios.

Este poema contiene varios elementos que le convierten en referenciales por


aludir, primero, a la presencia femenina, pasando luego de inmediato a la
“mueca muerta sobre la boca muerta” (¿de quién?), luego a la guerra atómica,
de seguidas a una suerte de cotidianidad cruda --con la debida alusión al
cuerpo humano-- (el zapato que llora) y finalmente a la presencia de la mujer
como elemento reconfortante (sintetizada en la imagen de los labios). En fin,
este texto es indicador de una serie de recursos desarrollados en otros textos
por separado; por ejemplo, en el poema titulado “Rosa contaminada” el motivo
central es la basura, en contraste con una rosa blanca; ambas, metáforas del
rostro de la ciudad, de la urbe terrible que puede asomar destellos de ternura. A
la vez, me parece uno de los textos fundadores de la poesía urbana de
Venezuela en el siglo XX.
Hay otro texto rotundo en cuanto a la tradición de las Artes Poéticas,
“Cómo se hace el poema”, y es inaugural en el momento de señalar signos de
renovación en nuestra poesía:

Dicen que las gavetas están llenas de sugerencias


Pero yo sé de qué están llenas las gavetas
De tus ojos de tus ojos
Tienes el espionaje de la tierra colando de tu perfume
Hasta en los senos se adivina tu gran capacidad de detectar

Cómo se hace el poema


Te enseñaré
Una buena dosis
De barata porquería de entusiasmo y esas cosas

Otra de humo
Agarras las palabras las pones y ellas se aman.
74

Observamos cómo el texto resume la concepción del poeta sobre su oficio y lo


que debe significar para sí mismo, noción que se mantendría así hasta el final y
es aplicable, creo, a toda su obra. El libro, pleno de piezas logradas, es
referencia central de un ejercicio verbal donde quedan señaladas direcciones
posteriores de los textos integradores de El interior de las sombras (1968), los
cuales a menudo se presentan más ceñidos, más concentrados. En unos domina
la imagen surreal y las asociaciones asombrosas; mientras otros se valen de la
reiteración o de las sonoridades rítmicas o musicales de sus versos, al asumir
una polarización en la imagen de tipo onírico, rozando de manera alternativa
cada uno de los cuatro horizontes conceptuales antes mencionados, presentes
tanto en Poesía de qué (1970) como en Los cuatro horizontes del cielo (1973), donde
apreciamos inflexiones paródicas y las reiteraciones a través de leit motivs en
oraciones religiosas y en indagaciones acerca de la soledad, el abandono o la
derrota. Se acentúa también la reflexión sobre el país y sus contextos de lucha
social:

Y este país
Que amo con rabia
Y desprecio hasta adentro
Este país vasallo sediento y sin embargo apagado
Este país que carece del más elemental sentido de su interior

(…)

Pasa en otros textos a hacer la acerba crítica del mundo fastuoso de lo burgués,
donde un personaje se halla rodeado de infinidad de objetos o personas:

Rodeado por esta gente rodeado por esta manada de buitres


Que persigue satisfacer los intersticios de su alma
(…)
(XXV)

Un poema que es muchos

Los cuatro horizontes del cielo se lee como si se tratara de un solo poema dividido
en estancias o partes; de hecho, los textos no poseen títulos sino números, y
cada uno de ellos se ofrece como una especie de complemento del otro, nunca
como una continuación. En el proceso estético del fenómeno poético no priva lo
continuo cronológico, sino lo complementario. En este caso son 36 textos donde
se tocan tópicos esenciales: la muerte, la sobrevivencia, las heridas del amor o el
75

combate político. En el poema XIX los asuntos de la sobrevivencia y el


desprecio se plasman de modo soberbio:

Cuando el labio taje el pensamiento


Desprendido a golpes
Descomunal como muerto que abrigué y creció
Bajo mis pies como una raíz
Cuando alguien camine por la ciudad masticando sangriento desprecio
Tal como yo anduve por años
Cuando la última campana suene en la última iglesia
Yo sacaré mi hígado vivo
Y lo mostraré orgulloso a todos
En prueba de haber sobrevivido a la hecatombe del siglo.

Se trata, digamos, de la sobrevivencia de la especie humana. El hecho de


mostrar orgulloso el hígado vivo después de una hecatombe, y que sea el
hígado y no el corazón, (como pudo haber escrito un romántico), revela la
visceralidad de su posición (“páncreas desnudo metido hasta el alma”, dice en
otro poema), frente a un mundo en peligro de extinción. El texto VI es otro
poema a la mujer, donde no es únicamente la mujer la destinataria de todos los
versos; ahí vuelven a aparecer los órganos viscerales (“recorres mis glándulas
rebosadas sin hallar la risa buscada”) para indagar en una imagen de más
impacto vanguardista.
A primera vista la construcción verbal “los cuatro horizontes del cielo”
pareciera pertenecer al dominio de belleza lírica pura, pero no. La imagen está
referida a un país:

Este país que no tiene un punto fijo sino los cuatro horizontes del cielo
Para perderse o salvarse.
(XII)

Se trata de una imagen vasta, de una enorme posibilidad, ofrecida a un país


para encontrar su independencia o su soberanía de paz y justicia. Recuerda por
su intencionalidad al “maravilloso país en movimiento” en el cual creyó Víctor
Valera Mora, otro poeta comprometido con las luchas de liberación de la
izquierda revolucionaria, con quien Pereira tiene afinidades vitales, poéticas y
humanas.
76

Vanguardismo y revolución

A este respecto, quizá sería oportuno reseñar de dónde proviene esta


preocupación en Pereira, quien formó parte durante los años 60 del siglo XX de
un grupo que hizo historia en la literatura del oriente del país: Trópico Uno.
Puerto La Cruz y Barcelona fueron las ciudades donde se movieron sus
integrantes Jesús Enrique Barrios, Carlos Hernández Guerra, Rita Valdivia,
Eduardo Sifontes o José Lira Sosa. Por ejemplo, Lira Sosa es a mi juicio el
surrealista más puro con que cuenta la poesía venezolana; su libro Vicios
ceremoniales está inscrito en el más ortodoxo espíritu bretoniano; otro tanto
ocurre con Carlos Contramaestre (Tanatorio) y Dámaso Ogaz (Anverso y reverso
del número 8 es, creo, el único libro de cuentos completamente surrealista escrito
en Venezuela), surrealistas sustentados en el espíritu de la revolución permanente
de cambiar la vida; mientras Juan Sánchez Peláez es el poeta que mejor digiere
y asimila esta primera resonancia surrealista, en su libro Elena y los elementos,
para ir luego en otros libros en busca de registros más sosegados o matizados,
alcanzados en la obra maestra Por cual causa o nostalgia. Pereira acusa, en mayor
o menor grado, los ecos de todos ellos, así como los de grupos de escritores de
la vanguardia de izquierdas de esos años, incluyendo a Trópico Uno, como el
Techo de la Ballena, Sardio, Cal, Tabla Redonda y otros serian sensibles a estos
influjos, haciéndose sentir en el escenario venezolano. En varias ciudades
nuestras se fraguaron grupos, revistas literarias y manifiestos se conectaron con
movimientos insurgentes y renovadores, donde destacó, entre otros, el
surrealismo con su consiga de revolución permanente. Recordemos que el
surrealismo también está influenciado por la revolución francesa, la revolución
rusa y la revolución mexicana, y que desde Guillaume Apollinaire, Tristan
Tzara o Robert Desnos hasta Vicente Huidobro, César Vallejo, Pablo Neruda o
César Moro todos los poetas esenciales de aquel tiempo se vieron fuertemente
influenciados por ese potente eco vanguardista. Uno de los poetas más
admirados por Pereira es el rumano y dadaísta Tristan Tzara, a quien hace
alusión muchas veces en sus escritos, comentando sus lecciones de poesía como
acción: “para ayudarle a superar sus apremios interiores, de orden moral, y
exteriores, de orden social.”
El surrealismo (quizá debiéramos ponerlo entre comillas) de Pereira está
perfectamente atemperado a las texturas del trópico; es solar, barroco,
exultante, pero también magmático, desordenado, deliberadamente caótico;
absorbe cosas, sensaciones, colores, formas; se arma de un poderoso arsenal
sinestésico, se siembra en los sentidos y desde ahí despliega su ojo indagador,
una suerte de escáner que todo lo escruta.
77

No olvidemos algo importante: en la década de los años 60 se produjeron


acontecimientos definitorios tanto en el plano cultural como en el político a
escala mundial, y en América Latina se fraguan la Revolución cubana, la
Revolución chilena; los movimientos de la izquierda intentaron insurgir en
Venezuela, Chile, Colombia, Bolivia o Argentina, y un poderoso movimiento
contracultural intentaba ganar terreno en los Estados Unidos. Todos estos
países intentaban recuperar su legado indígena o afroamericano, plasmado en
expresiones populares o del folklore; más tarde llegarían el blue, el jazz o el
rock, el movimiento hippie o el camp en las universidades; el arte pop, los
trovadores y cantautores de toda América se dejarían sentir como expresiones
emergentes, y Venezuela no podía ser la excepción. El movimiento de guerrillas
no pudo cristalizar en Colombia, Bolivia ni Venezuela, y los ideales de
izquierda se esfumaron en medio de los partidos políticos reformistas de
entonces.
Pereira estudió Derecho en la Universidad Central de Venezuela, y si
apenas ejerció la profesión de abogado fue para defender a presos políticos, o a
clientes humildes maltratados por el poder. También cumplió una carrera
académica y universitaria bastante notable, de fundador de centros de estudios
literarios y cátedras humanísticas, sobre todo en la Universidad de Oriente,
donde se mantiene como profesor por un cuarto de siglo, a la vez que funda al
suplemento cultural del diario Antorcha en la ciudad de Barcelona en el estado
Anzoátegui y merece varios premios literarios en la Universidad del Zulia.
Luego, en la década de los años 70 comienzan los viajes por América Latina,
especialmente a Cuba; luego en los años 80 esos viajes serían por Europa y la
Unión Soviética. Justo en 1980 está en París con el fin de hacer un doctorado en
literatura en la Universidad de La Sorbona (recuerdo bien que a su llegada a la
ciudad-luz, lo recibimos allá ese año el poeta trujillano José Barroeta, quien por
entonces vivía allá, y yo, que vivía en Barcelona de España, y estaba allá de
visita). A su regreso a Venezuela en 1982 comienza trabajar en Historias del
paraíso, y funda el Centro de Investigaciones Humanísticas en la Universidad de
Oriente.

Ideas en movimiento

No podemos dejar de lado las ideas que el propio Pereira tiene acerca del
fenómeno poético. En varios de sus libros éstas se hallan presentes, como es el
caso de El peor de los oficios (1990) notas y ensayos publicados en el diario “El
Nacional” y que constituyen prodigiosas síntesis sobre poetas y poesía de todo
el mundo, recogidos luego en un volumen editado por la Academia Nacional
de la Historia. Tanto en este libro como en otros apuntes y notas recogidos en
78

su libro Cuentas (2007), así como algunos artículos editados en la revista “A


Plena Voz”, Pereira nos refiere varias de sus posiciones y concepciones acerca
del oficio de poeta. Me gustaría referirme a uno de ellos, titulado “Poesía e
injusticia” (A Plena Voz, Caracas, 2004) que me parece sustancial en el momento
de acercarse a su concepción sobre este ejercicio. En primer lugar, partimos de
la circunstancia de que nuestro autor piensa que “explicar el sentido de la
poesía será siempre un contrasentido”. Teniendo esta premisa inicial,
reconociendo a la vez que la poesía “pertenece y pertenecerá al habla de los
grandes misterios”, y admitiendo sólo la consecución de sus “insondables
armonías”, hemos de consentir un método puramente lúdico, como cuando
Pereira acude al Tao Te King y sustituye en éste a la palabra “Tao” por la
palabra “Poesía”, con lo cual logra notables efectos de correspondencias entre
los que pudieran ser correlatos de la poesía para ambas tradiciones. Admitamos
primero este principio lúdico, para luego ir en pos de una significación más
acorde con la historia y la cultura occidentales, mediante la siguiente pregunta:
“Será verdad que los seres humanos hemos finalmente arrinconado a la
conciencia sensible que hace posible las artes y la poesía, y cuanto ellas
significan y han significado en la historia del mundo?”
Esta pregunta nos permite inferir que para Pereira la poesía es ante todo
la conciencia sensible de la humanidad, capaz de hacer resurgir, cada cierto
tiempo, a más seres sensibles en condiciones de luchar por la dignidad humana.
Admitamos que este es su norte conceptual, es su esperanza y es a la vez la de
quienes, sintiéndonos o creyéndonos poetas, asumamos la interpretación sobre
algo que ya está dicho de una manera superior, lo que de otra manera
equivaldría a decir que estamos pensando la poesía con un metalenguaje.
Después de hacer una relación estadística de hambre, pobreza,
prostitución, mortalidad infantil, desnutrición, crímenes ecológicos y otros
horrores sociales o ambientales del mundo contemporáneo, Pereira nos dice
que un poeta no puede hacer “más ni menos que cualquier hombre o mujer
capaz de sentir indignación ante toda injusticia (…) o de lo que el más humilde
de los mortales sensibles debe alegar contra el oprobio, el cinismo o la
indiferencia”. Más adelante nos refiere que “ser poeta latinoamericano es hoy
por hoy todo un estado de conciencia, el descubrimiento de cuanto la vida
interior puede oponer a los intentos de desvincularla a su esencia humana, a su
sed de justicia, de cuanto el hombre tiene de sensitivo y solidario”.
Esta es sólo una de las ideas centrales de este escrito, contentivo, me
parece, del más completo ideario de Gustavo Pereira en relación a este
fenómeno, y donde podemos calibrar, en las cinco secciones que lo componen,
cómo se va gestando tal estado de conciencia en espíritus iluminados como los de
Li Po, Tristán Tzara, Horacio, Federico Schiller, Ki No Tsurakuyi, Percy Bishe
79

Shelley o el sabio maya Tochihuitzin. Es un ensayo referencial para entender


por dónde andan las ideas de nuestro poeta cuando se confronta (y en cierto
modo se cumple y redime), con sus palabras al mundo. Y nosotros no podemos
menos que identificarnos con él.
Me parecen aquí oportunas las palabras de otro gran poeta y filósofo, mi
maestro y amigo Ludovico Silva, cuando nos recuerda en su ensayo “Vida
literaria” (Teoría poética, Editorial Equinoccio, Universidad Simón Bolívar,
Caracas, 2006), que

“(…) no se trata de que los poetas hagan política con sus versos. Eso vamos a dejárselo
al falso socialismo, al estúpido “compromiso de izquierda”. Se trata de que los poetas
escriban en prosa sus opiniones políticas, que digan lo que piensan, para que no sea
verdad aquello de que “el talento poético se aloja en cerebros casi imbéciles”. El
rescate de la poesía, en nuestro país, tiene que venir aparejado con un rescate de la
inteligencia. La síntesis tiene que acompañarse del análisis. El entendimiento necesita
de la sensibilidad, como diría Kant. La intuición necesita de la conciencia. Y el poeta,
que en nuestras sociedades modernas es un hombre que vive en perpetua guerra
contra las grandes ciudades capitalistas, tiene que aprender racionalmente qué es eso
del capitalismo, y es más, tiene que denunciarlo, porque la sociedad está en guerra
contra él”.

Traigo estas líneas a colación por considerar que poseen hoy una
tremenda actualidad, dado el momento histórico por el cual atravesamos, y que
nos requiere no sólo como meros constructores verbales o individuos
merecedores de reconocimientos “sociales” o en el rol de “creadores”, sino
también como individuos con una responsabilidad ética y con la obligación
común de luchar por la libertad y la belleza, por la revolución y la paz no como
meros rótulos ideológicos, sino como estandartes de emancipación social,
prestos a construir una nueva historia y un hombre nuevo, deslastrado de
tantas matanzas e ignominias.
Otra referencia significativa del compromiso de Pereira con la
construcción de un nuevo país, de una Venezuela que pueda andar por mejores
caminos de participación colectiva y con voz política de sus indígenas,
afroamericanos y clases trabajadoras y productivas, es el haber participado en
la redacción del texto introductorio de la Constitución venezolana de 1999,
después de haber sido sometida ésta a una amplia consulta popular. Él se
mantuvo siempre vigilante en cuanto a que el pueblo fuese parte protagónica
de esta cultura en los escenarios del Estado, ya fuera a través de las actividades
de los diversos ministerios, en ferias del libro, festivales de poesía y otras áreas
de la cultura, pero sobre todo formando parte sustantiva del entramado social,
de las actividades que conforman nuestro legado tradicional y popular. En tal
80

sentido, es importante citar aquí el texto íntegro de este preámbulo de Pereira


para esta Constitución. Nos dice:

El pueblo de Venezuela, en ejercicio de sus poderes creadores e invocando la


protección de Dios, el ejemplo histórico de nuestro Libertador Simón Bolívar y el
heroísmo y sacrificio de nuestros antepasados aborígenes y de nuestros precursores y
forjadores de nuestra Patria libre y soberana; con el fin supremo de refundar la
República para establecer una sociedad democrática, participativa y protagónica,
multiétnica y pluricultural en un Estado de justicia, federal y descentralizado, que
consolide los valores de la libertad, la independencia, la paz, la solidaridad, el bien
común, la identidad territorial, la convivencia y el imperio de la ley para esta y las
futuras generaciones; asegure el derecho a la vida, al trabajo, a la cultura, a la
educación, a la justicia social y a la igualdad sin discriminación y subordinación
alguna; promueva la cooperación pacífica entre las naciones e impulse y consolide la
integración latinoamericana de acuerdo con el principio de no intervención y
autodeterminación de los pueblos, la garantía universal e indivisible de los derechos
humanos, la democratización de la sociedad internacional, el desarme nuclear, el
equilibrio ecológico y los bienes jurídicos ambientales como patrimonio común e
irrenunciable de la humanidad; en ejercicio de su poder originario representado por la
Asamblea Nacional Constituyente mediante el voto libre y en referendo democrático,
decreta la siguiente CONSTITUCIÓN

Se trata, en efecto, de una síntesis admirable de su ideario y de su condición de


humanista.

El cuerpo de los Somaris

En Libro de amor se encuentran las piezas más representativas del autor referidas
a los avatares del sentimiento mayor, de los vaivenes, tribulaciones y
sentimientos del deseo o ternura que nos presenta este poeta, al que debiéramos
considerar referencia ineludible en este difícil terreno. Si alguien quisiera
adentrarse en este territorio de lo amoroso, le bastaría con abrir al azar en
cualquiera de sus páginas. Para muestra, el botón más breve del conjunto:

Desgraciado aquel que ante los muslos desnudos


De la amante en el lecho
Es capaz de mandarse un discurso.

Luego de esta fase de verbo exultante y extenso, vendrá en Pereira otra: la de


contención reflexiva que representan los Somaris, desde El libro de los Somaris
(1974), Pereira se da a la tarea de crear un concepto para imprimir un sello a su
81

trabajo y crear su propio idiolecto. Son poemas sintéticos, relampagazos


verbales, condensaciones de sentido que atraen hacia sí las plurales verdades
del mundo; sus despliegues están en el poema y a la vez son una forma propia
que le permite una particular concisión en la voz, es decir, su manera de asumir
el poema. En adelante, Pereira cultivará su creación intentando emular las
creaciones poemáticas chinas, persas, japonesas, mayas, pemonas o guayús,
lográndolo con creces.
Los Somaris se localizan invariablemente en el resto de sus libros: en
Segundo libro de los Somaris (1979), Vivir contra morir (1988), hasta el punto de
organizar un Sumario de Somaris (1988); luego en La fiesta sigue (1992) y más de
una década después en Sentimentario (2004), este último una especie de summun
de su poesía erótico-amorosa. Sería interesante emprender un estudio detallado
de éstos a la luz de su significación unitaria. Por ahora señalaremos solamente
algunos rasgos: epigramáticos, sentenciosos, a veces aforísticos; por momentos
oraculares o lúdicos, siempre reflexivos o abiertamente celebratorios. Veamos
por ejemplo uno referido a la cotidianidad, “Somari del periódico”:

Cada mañana recojo el periódico en la esquina


¿Cuánta mala noticia abatirá
las esperanzas del día?
¿Cuánta basura enterrará
los sueños del amanecer?
Los diarios viven como buitres
de muerte y de carroña.

Otro referido a la política, “Somari de los barrotes”:

Si los barrotes pudieran atrapar también los deseos de libertad


No servirían de nada.

Veamos ahora uno amoroso, “Somari de la imposibilidad de tus ojos”:

La clase de tus ojos es la imposibilidad de ver en ellos


algo distinto al deseo
de llevarte a la cama.

La variedad de los Somaris es vasta, dijimos. Estimula un acercamiento a éstos


en bloque, como la poesía de Pereira a través de sus horizontes temáticos, como
una manera de ir develando (nunca revelando, pues de ello se encargarían los
poemas en si mismos) con minucia algunos de sus rasgos constitutivos, cosa
que no es posible en este breve ensayo. Pero sí lo es señalar ciertos elementos de
82

libros en particular. En Sentimentario, por ejemplo, se localizan otras de las


preocupaciones medulares de Pereira: el legado prehispánico, tanto en
Venezuela como en Latinoamérica, constatable en la profusa investigación de
Historias del paraíso (1997), donde nuestro autor ofrece una relación asombrosa
de los atropellos e iniquidades realizadas en tierras americanas por parte de los
imperios europeos, en tiempos de conquista y colonización. En el momento de
su aparición, reseñé esta obra señalándola de importancia capital para el
conocimiento de nuestra historia, lo cual desmiente la creencia corriente de que
los poetas no tienen la suficiente capacidad para el análisis sistemático.
La otra obra que da fe de esta preocupación es la serie de textos
agrupados bajo el título de Costado Indio (2001), donde Pereira se da a la tarea de
traducir textos de la mitología wayú, acercarnos a su perspectiva cultural y
observar en ellos la afirmación de una cosmogonía propia, un mundo y una
cultura raigales, con rasgos definidos, que no requieren de la intromisión de
una cultura externa para expresarse. Antes bien, revelan valores, mitos y
costumbres de mayor claridad y humanidad. Veamos cómo expresa Pereira esta
preocupación en algunos de sus textos:

Érase en verdad que los mayas soñaban con el tiempo.


Obsesivos, lo pensaban dormidos y despiertos bajo el sol y bajo el oscuro
ulular del infinito.
Imaginaban algo imponderable de eterno fluir, sin comienzo ni fin advenido
como océano ilimitado entre cuyas olas el misterio del cosmos se enunciaría en
lengua secreta.
Noche tras noche los sabios escudriñaban los cielos en procura de concebir
aquella estructura espacial y hallar sentido a la existencia. Así crearon las ruedas
de los katunes, sus ciclos de veinte años, para trazar significaciones y destinos e
interpretar la secuencia de las fuerzas del tiempo en el espacio.
(…)
(“Chichén Itzá”)

Y en otro, dedicado al pueblo Warao:

Llámeme usted diara tororo (temblor de fiebre)


Dígame denokobutu (que pregunta mucho)
Pero no me diga inaguaja (sequía)
Nómbreme domu (pájaro) o akuajabari (fronda de los árboles)
Dígame jarakobe (pulsación) o kojaka (movimiento de una cosa en el aire)
Pero no me llame jani (montaña deshabitada)
Dokotu-roko (cantor) Aroko turu (el deseoso de cantar)
Dokotu-guará-tu (cantor)
83

hasta ver seco mi corazón.


(…)
(“Canción del Dokutu-guará-tu”)

O este otro, conmovedor, acerca de un piache entre llamas:

(…)
Lo que fue esmalte del alma ya no vive
El río corre como si se deshiciera en sollozos
Y me pesan los pies como antaño la desventura
Allá voy al encuentro de los míos
Allá voy precipicio de mi mismo
Allá voy para volverme de nuevo el que fui.

(“Adagio del piache entre las llamas”)

Un Somari que a través de la reiteración de un leit motiv sirve como un buen


ejemplo del rechazo del autor a la ideología del capitalismo, dice en sus versos
iniciales:
(…)
Tal vez sobrevivan los metales relucientes pero no las mariposas.
Los plásticos y los escombros pero no los pétalos bajo el rocío.
Los gremios de rufianes pero no los solitarios
Los banquetes y festines pero no la alegría.

(“Fin de la historia”)

Hay un Somari que me gusta especialmente, por su significación múltiple,


“Somari con desilusiones”:

Pregunto en la esquina por la muerte


“Está en los cerros” –dicen—
Se acurruca en el pecho de los pobres”
Pregunto en casa por el mediodía
“Se llevó hasta la sopa en el pellejo”
¿Y el fulgor de la noche?
“No viene por aquí”
“Viaja en primera”.

Aquí la noche, el mediodía y la muerte son abordados en sólo ocho


versos a través del recurso de lo coloquial.
84

En Tiempos oscuros tiempos de sol (1981) es muy visible el tema de la inutilidad de


la literatura frente a la realidad política o social, o a la crudeza de los
acontecimientos. En el texto “La estupidez de escribir poemas” está presente
esto, desde el ritmo y el leit motiv:

Qué estupidez escribir un poema cuando todo nos deja


Sus rabias frías en cada hueso
y la dura
realidad nos golpea
(…)

La responsabilidad política y ética se colocan, en lo humano, por encima de la


búsqueda estética, pero al mismo tiempo lo estético puede incorporarlas a
aquellas en el espacio del poema como un ejercicio crítico de la imaginación. En
uno de los Somaris también se lee en su primer verso:

Un ridículo poema en tu nombre señora

Se insiste aquí, de paso, en el elemento amoroso como salvación última: “Esta


desconocida sustancia de desdichas / me lleva hasta tu vientre.”) como puede
observarse en varios de los Somaris que integran este libro, el cual no excluye el
horizonte filosófico permanente –como se puede constatar en otros Somaris—
sobre todo en lo concerniente al discurrir sobre el tiempo: el tiempo como
torbellino, el tiempo de los días locos de la juventud (“Pasaron los días de
locura”), el tiempo que permanece reconocerse en las imágenes infantiles (por
ejemplo, a la remembranza del paisaje marinero en el poema “Velas”). En el
primero de los poemas Pereira depura su expresión en favor de lo filosófico,
para concluir:

Todo se ha limitado a un inútil orgullo


Que siendo polvo somos
la vida que se agita.

Pudiera afirmarse que en este libro también se produce una depuración de las
imágenes: mayor nitidez, más concisión y menos enumeración; por ejemplo, en
el verso:

Vengo de la lengua polvorienta de una calle perdida


85

Las identidades poéticas, los regresos

En cambio, el asunto de las artes poéticas domina buena parte de Vivir contra
morir (1988) no de una manera consciente, claro está, sino como ejercicio de
pensar sobre el oficio de poeta, o sobre el ejercicio cotidiano. Está también el
tópico de la “tristeza”, un tópico que Pereira no siempre maneja con eficacia,
más bien incurre en un énfasis innecesario, junto al de varias torpezas, odios o
histerias que no agregan nada significativo a los textos. En cambio la
permanencia o no en lo poético le hace reflexionar hondamente sobre el gesto
de lanzar una piedra a un estanque:

No tengo dioses Ni humanos ni divinos


Conozco el destino de la piedra lanzada al estanque
Conservo en mis papeles una página en blanco
Para tener presente lo que quedará de mí.

Esta veta me parece la más rica en la poesía de Pereira, cuando éste


inquiere sobre el mundo, el amor, la soledad o la infancia desde el gesto o desde
el núcleo de la experiencia, afincado en una indagación casi visceral del acto de
existir, y ello es lo que le confiere una impronta especial, cuando el poema deja
de ser puramente lírico o descriptivo, o bellamente construido, para convertirse
en una inquisición sobre el propio ser. Pasa de un “Cartel de esteta” donde

Hay un poema
Que se escribe
Con tinta vacía

a otra de sus poéticas, concentrada en un Somari donde

La poesía debe ser vista como un cuerpo


al que todos desean besar.

En otros textos, más extensos, el autor registra otra de sus indagaciones


principales: la de la perdida identidad, escamoteada desde los orígenes
prehispánicos. Ello lo detectamos en la obra maestra “Carta de (des)identidad”,
donde realiza un itinerario cultural desde la “derrota” histórica de una raza
proveniente de la esclavitud: de sus sombras, de su maíz amargo, de las flechas
indias, de “los viejos coágulos de aquellas sombras”. Otros poemas extensos
como “Fin de partida” o “En pie” ventilan las temáticas del viaje, la movilidad,
86

el partir a un nuevo derrotero. Al final del texto, éste cierra con la eficaz imagen
del rasgueo de una guitarra:

Así partí otra vez


hacia ninguna parte
hacia donde rasguear una guitarra
era un riesgo apacible
sin vanidad
ni orgullo
ni amargura.

En otros poemas largos como “Cuentos y otros sueños” y “En pie” Pereira
intenta en el primero narrarnos algo haciendo parodias de relatos franceses,
españoles, chinos o árabes con la sola intención de ironizar o saludar las nuevas
invitaciones a soñar, mientras en el segundo, ya lo dije, el tema de la tristeza no
logra ser manejado de forma convincente.
En La fiesta sigue (1992) –el título no es fortuito, remite a la exaltación del
existir— esta poesía sigue adentrándose en sus núcleos, a través de un peculiar
sentimiento de exacerbación del ser donde asoman diversos motivos: la infancia
y sus personajes entrañables, el hogar, los viejos mercados, las historias íntimas,
los ardores por las mujeres hermosas, los amigos. Entre ellos destaco el titulado
“La eterna batalla”, una suerte de narración de la lucha con la cotidianidad
resuelta en la búsqueda, dentro de un tacho de la basura donde cae por
accidente un juego de ajedrez. En su busca surgen papeles, panes viejos,
medias, colillas, jabones gastados, juguetes descompuestos y hasta las hojas
marchitas de un mal poema, y finalmente aquel rey negro (“invencible y
demacrado”) del ajedrez. Este poema con su naturalidad expresiva y su nitidez
narrativa nos pone frente a otra de las obras maestras de Pereira. Me gustan
mucho también el “Somari de los soñadores” y “Cuando se dice la palabra
amigo” donde el poeta hace una hermosa declaración de lo que para él es la
amistad: “Se tiene una lámpara encendida en los ojos / y un resplandor adentro”, dice.
Escrito de salvaje (1993) es el libro donde Pereira asume la responsabilidad
literaria de recrear el mundo indígena de la cultura warao o de la cultura wayú.
El poeta radicaliza su expresión para comunicarnos su “costado indio”,
contrapunteándolo con los otros mundos no occidentales de la cultura hindú o
un paseo por Samarkanda; pero los más notorios son los textos que aluden a lo
warao y wayú. En efecto, uno de éstos, “Sobre salvajes”, se ha convertido en el
texto más conocido de Pereira, referido y citado de continuo, recordado por la
belleza y concisión de las imágenes que glosa de la cultura pemona de la Gran
Sabana en el estado Bolívar. El poema constituye una requisitoria contra
Occidente, en la medida en que éste ha ignorado el legado de la literatura
87

prehispánica. Entre las hermosas metáforas que allí se registran bastará citar
sólo cuatro: rocío: “saliva de las estrellas” (pemones); lágrima: “guarapo de los
ojos” (pemones); alma: “sol del pecho” (waraos); amigo: “mi otro corazón”
(Waraos). Ironizando, Pereira escribe al final:

Tienen tal confusión de sentimientos


Que con toda razón
Las buenas gentes que somos
Les llamamos salvajes.

El Somari favorito mío de este libro es aquel que concluye con la meditación:

Ignora que todo lugar


bajo el cielo
es siempre el mismo
y sólo son otros en el sueño y la imaginación.

En Oficio de partir (1999) el tono de los Somaris se intensifica, reflexionando


sobre el carácter efímero y fugaz de la existencia:

Nótese como la vida se escurre


Cómo entre nada y todo Entre estar y no estar En subir y bajar
naufragan viejos sueños proyectos insensatos amores en
cuyo temblor no viviremos
(…)

(“Somari de la vida que se escurre”)

Fugacidad confirmada en el mismo título del libro, o expresado en apenas dos


versos:

Asciendo al cielo donde hago mis planes


Después desciendo al mundo y los deshago

En numerosos ejemplos se alude a este sentimiento de lo efímero donde


aparecen los licores que embriagan, lo perdido, los navíos que parten, la
presencia de la casa vacía (que es en el fondo una ausencia); por cierto, este
regreso a la casa de la infancia está plasmado en los poemas “La abatida” y
“Memorial de la casa vacía” son temas propios de este libro acaso porque el
poeta, ya instalado en su edad de madurez, siente la necesidad del regreso a sus
raíces. En efecto, Pereira logra aquí expresar un estremecedor tono lírico sin
88

abandonar el poder de sus imágenes e indica un nuevo giro en su poesía, un


tema hasta ese momento no abordado. Escribe, por ejemplo:

Hay un sentimiento humano tapiado para siempre


sin que ningún poeta descifre su terrible poder
(…)

Hay nubes y frutos desconectados de todo egoísmo


Y una ventana que sólo sirve para ignorar el mundo
(…)

Por supuesto, Pereira no olvida nunca el horizonte amatorio, carnal, erótico el


cual es siempre variable, se cumple en circunstancias o tiempos diversos, desde
la sola mención de un nombre de mujer; los amantes que esperan su
reencuentro en un restaurant; la amante furiosa que concentró su acto erótico en
16 minutos; la hermosa mujer de negro que cruza sus bellas piernas en la
estación del Metro; las metáforas que no pueden asir completamente el amor
pleno, aunque esa imposibilidad se desmiente ante el “Somari de lo imposible”
cuando el poeta nos dice: “cada mañana salgo a la calle con tu vientre a cuestas”,
para citar a sólo uno de esos “imposibles posibles” que sólo tienen lugar en la
experiencia amoroso-erótica. También el tono filosófico se intensifica hacia
nuevos sentidos, y en apenas dos versos el poeta puede dar cuenta de
sugerencias múltiples. Por ejemplo:

Por favor
tener conciencia de la propia ignorancia
es un gran peso.

(“Somari con gran peso”)

O:
Los huevos de paloma son como los cohetes
Todo el mundo presume que volarán algún día.

(“Somari de los huevos de paloma”)

Éstos alcanzan límites máximos en los llamados Antiproverbios, los cuales


poseen un claro contenido sarcástico o de crítica social, y son, como dijimos, dos
de los horizontes que sustentan esta poesía. Pongo tres ejemplos solamente,
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pero le aseguro a los lectores que vale la pena disfrutarlos todos, tal es su poder
de condensación.

10
El hombre superior vive en paz con todos los hombres. ¿Y los otros?

13
Lo que tú das a los demás te lo das a ti mismo. Sigamos repartiendo golosinas.

27
Hasta el día más largo tiene fin. Menos en el tercer mundo.

La mordedura del tiempo

Se pudiera decir que el discurrir del tiempo es el tema central del libro
Equinoccial (2007) y que en éste se cumplen y compendian otros. El tiempo en
este libro adquiere varias fases y formas: peregrinaciones, viajes, pasajeros,
partidas, amigos idos, trayectos solitarios, el salitre marino que desgasta las
cosas y los pronósticos del tiempo físico aquí se vuelven tormentas interiores;
en fin, aquí el tiempo ejerce su dominio y lo va tejiendo de modo meticuloso en
los diversos poemas. Así lo percibimos de manera expresa en “El viaje
solitario”, “Relojería”, “La partida”, “En la nada de ahora”, “La pasajera”, “Los
amigos no llegan” o “Memorial de la pobreza”. Como no disponemos de
espacio para citar todos estos poemas completos, nos referiremos a una parte
mínima de éstos.

Fluye suelta en el aire la vida que vivimos la muerte que abrigamos


(“La casa sepultada en la arena”)

Cada equipaje sirvió para el regreso pero estaba vacío


(“En la nada de ahora”)

Los amigos no llegan


Cuando vengan
La desdicha se habrá vuelto magnolia.

(“Los amigos no llegan”)


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El peregrino siempre vuelve a casa.


(“Memorial de la pobreza”)

¿Quién inventó las horas? ¿Quién dividió los días en minutos


segundos
angustias
zozobras y simplezas?
(“Relojería”)

Yo había luchado en vano contra viento y salitre


En el peñasco de océano donde erigí mi casa
(“Memoria del salitre”)

Aunque este elemento temporal sea lo dominante como veta de la


reflexión filosófica, no pueden excluirse los demás horizontes que he venido
remarcando. Me atrevería a decir que en Equinoccial esta palabra parece
adquirir un tono de compactación donde el itinerario de voces y latencias
despliega un singular poder expresivo. Tenemos aquí por ejemplo el Somari
más concentrado de Gustavo Pereira, un Somari a secas de apenas cinco
palabras:

Lo imperceptible ama el silencio.

El equinoccio es, como bien sabemos, la época del año en que los días y las
noches tienen la misma duración en todo el globo terrestre, por hallarse el sol
sobre el ecuador. Según parece, el sol no piensa moverse mucho del ecuador
aquí en las regiones de este trópico absoluto, como bien le decía nuestro gran
poeta Eugenio Montejo, y mucho menos aquí en Venezuela, donde ciudades
como Porlamar, Barcelona o Coro pareciera que el sol no quisiera tomarse
nunca unas vacaciones, para fijar aquí su residencia permanente. Aquí, cuando
el sol alumbra los médanos o el mar, y el mar ruge al cielo y el cielo amontona
las nubes para crear lluvias o tormentas, entonces podemos decir que somos
seres equinocciales, que nuestras pieles han sido curtidas por ese sol, que somos
hombres y mujeres solares. Creo que esto es lo que se percibe en este libro de
Gustavo Pereira, donde ha dibujado un itinerario o un repertorio muy acabado
de su periplo vital. Entre otras, ha vuelto a insistir sobre la imagen urbana del
“pipote de basura” presente en uno de sus primeros libros de poemas, a la cual
señalé como fundamental en la construcción de su mundo.

No hay como
un pipote
91

de basura
en la noche
para remedar
en la calle
la triste
derrota
del esplendor.

Deseo insistir en la sección intitulada “Declaración de amor con tormentas”


donde el poeta exhibe un tono melancólico, elegíaco o nostálgico, un tono que
lo reconcilia con el tiempo y en el tiempo. En elegías a su madre, en oraciones,
inventarios, Somaris, declaratorias o tonadas, el poeta vuelve sobre la idea de la
poesía como herramienta de justificación existencial, moral o estética. Por
ejemplo, nos dice en “Tonada de la gran dama” preguntándose al final ¿La
poesía será la inadvertida que nos persigue entre las sombras? Si, en efecto, ella
parece encarnar la mejor forma de otorgar una razón de ser a lo vivido, lo
pensado o lo sentido.

Abrazo desde el horizonte amistoso

A través de este breve repaso por algunos textos de Gustavo Pereira en sus
libros principales, he querido indicar cuatro de las propuestas de este escritor
en el momento de acercarse tanto al mundo que le rodea, como a su mundo
interior, el mundo de los sentimientos, y por el otro al orbe de sus
preocupaciones éticas y estéticas, valga decir, humanas y literarias. Para Pereira
todos estos horizontes se hallan todos interconectados, despliegan su poder
comprensivo en varias direcciones pero mantienen el vigor de su tono, ese
vínculo de sobre-realidad que le viene del surrealismo y del cubismo
vanguardista, y evidentemente mixturado al de todas sus lecturas de autores
venezolanos e hispanoamericanos de cualquier tendencia, pero sobre todo a las
expresiones de la cultura de su región natal del oriente del país, donde destacan
la tradición musical y la tradición plástica, el folklore, los bailes, el contacto con
esa hermosa música de polos margariteños y el roce directo de sus gentes, con
sus labores y afanes cotidianos, que reinventan de continuo la realidad en ese
mar, en ese sol y ese cielo, y con esa habla veloz y graciosa que modulan a
diario. Legado que muta en el trópico del Caribe mediante un lenguaje
cromático, poblado de una riqueza sensorial considerable, que ha hecho de él
uno de los más sólidos exponentes de nuestra poesía, con pleno derecho a
conquistar un espacio en el ámbito hispanoamericano. Al lograrlo, Gustavo está
92

convirtiendo su palabra en un arma cargada de futuro, como bien nos lo proponía


el poeta español Gabriel Celaya.
Él es amigo de los amigos y ha hecho de ese noble sentimiento una suerte
de apostolado, un valor esencial del ser humano, lo cual nos lleva a retribuírselo
a él dándole un fraterno abrazo, situados siempre en el horizonte
complementario de los afectos.
[2014]
93

CAUPOLICÁN OVALLES Y LA REPÚBLICA DEL ESTE

Crónica de una Pandilla de ilusos

El boulevard de Sabana Grande fue en Caracas, durante los años 70, uno de
los lugares que más acogió movimientos de escritores, artistas e intelectuales
que se reunían a conversar acerca de sus preocupaciones estéticas o sociales. La
cercanía de la Universidad Central de Venezuela y de sus escuelas de
periodismo, letras, filosofía, antropología o sociología fueron conformando,
junto a otras agrupaciones y revistas académicas, movimientos importantes
dentro de la literatura del país, donde el ya mencionado El Techo de la Ballena
fue uno de los más destacados, y al que pertenecieron Juan Calzadilla, Daniel
González, Edmundo Aray, Carlos Contramaestre, Francisco Pérez Perdomo, y
por supuesto Caupolicán Ovalles. Conocí a Caupolicán en Sabana Grande a
mediados de los años 70, cuando nos reuníamos en barras y cafés a compartir
lecturas literarias, históricas o filosóficas. Éramos todos un grupo de ilusos con
94

ganas de cambiar el mundo, un grupo nada homogéneo de amigos vinculados


por el amor al arte y al país, que bien frecuentábamos cafés como el Chicken Bar
o La Vesubiana, visitábamos librerías como “Suma” o “Cruz del Sur” muy
cerca de aquéllos, y en muchas calles y avenidas aledañas como la Francisco
Solano, la Libertador, Los Mangos, en los sectores de Chacaíto y El Rosal --si se
seguía hacia el Este--, y hacia el norte La Campiña, hacia donde estaba la
funeraria Vallés. Pero en la Avenida Francisco Solano era donde estaban
concentrados restaurantes como la Cervecería Lara, el restaurante Franco, el
Vecchio Mulino, La Bajada, El Rugantino y Da Guido; tres cuadras más allá nos
encontrábamos con El Maní es Así; mientras que a lo largo del boulevard
estaban Las Cancelas y el Broadway; hacia Bello Monte la Galería Viva México
o el Rincón del Tango, y hacia la Plaza Venezuela, El Gran Café, La Vesubiana,
El Ebro, el Tic Tac o el Radio City. La famosa Calle de la Puñalada (que hoy se
conoce con el nombre de Callejón Víctor Valera Mora) tenía un ambiente
maravilloso y peligroso porque a altas horas de la madrugada se poblaba de
gente extraña, de personajes que parecían salir de ultratumba, pero ahí estaban
siempre bellas mujeres y poetas y músicos rebeldes, pintores, dibujantes,
cineastas, periodistas; recuerdo de tantos a Víctor Antonioni, Juan Ramón Pino,
Ricardo Domínguez, Humberto Márquez, Eleazar León, Earle Herrera, Luis
Sutherland, Nancy Villarroel, Douglas Palma, Ennio Jiménez Emán, Ismael
Medina, Nelson Hernández, Miguel Ángel Buonaffina, Ángel Eduardo
Acevedo, Héctor Myerston, El Chivo Acosta y Alberto Sánchez.

También eran muy concurridos el Centro Comercial Chacaíto y su restaurante


al aire libre El Papagayo y la Librería Lectura, y el Centro Comercial Cediaz en
la avenida Casanova donde estaban bares nocturnos donde iban mujeres
adorables; en fin, todo era un maravilloso laberinto de tascas, pizzerías, cafés,
cines, librerías, galerías y hoteles donde podíamos dar rienda suelta a nuestra
capacidad vital y creativa.

En el Vechhio Mulino podían estar acodados a la barra Caupolicán Ovalles,


Rafael Brunicardi, Rubén Osorio Canales, Francisco Vera Izquierdo, Luis
Alfonzo Puertas, Adriano González León, Reinaldo Espinoza Hernández,
David Alizo, Mary Ferrero, Ludovico Silva, Marcelino Madrid, Elisa Maggi,
Manuel Alfredo Rodríguez, o Elí Galindo. Y en el bar La Bajada podían estar
Jorge Nunes, Carlos Noguera, William Osuna, Elías Vallés, Rafael Franceschi,
Humberto Castillo Suárez y se reunían los poetas Vicente Gerbasi, Eleazar
León, Luis Salazar o Román Leonardo Picón. Por los lados del Franco podíamos
ver a Alfredo Lugo, Orlando Araujo, Junio Pérez Blasini, Miguel Ángel
Buonaffina, Miyó Vestrini, Salvador Garmendia o Francisco Massiani; sentados
a las mesas del bulevar los cafés y pizzerías al aire libre el Gran Café y La
95

Vesubiana donde conversaban amablemente Pedro Francisco Lizardo, Oswaldo


Trejo o Francisco Pérez Perdomo. Por cierto, parece que fue en La Vesubiana, en
el año 1968 que Caupolicán empezó a dar una especie de mitin al aire libre y la
gente se detenía a oírlo, empezó a hablar de repente de la República del Este y
nombró en ese momento a sus primeros Ministros: Mario Abreu, José Barroeta,
Carlos Noguera, Ángel Eduardo Acevedo, Víctor Valera Mora… En algún
momento Caupolicán estaba aburrido de cierta pasividad dentro del grupo y
entonces los nombró “el brazo armado” de la República y los bautizó a algunos
de ellos “La Pandilla Lautréamont”. No olvidemos nunca el aspecto político de
la República, su lado revolucionario, su ideal marxista y su empatía con los
ideales de redención de los pueblos y su lucha para quitarse de encima al
imperialismo.

También en el Chicken Bar –donde se disfrutaba del mejor pollo del este de
Caracas y de unos buenos cafés y pasteles— quedaba justo al lado de la Librería
Suma y podían estar allí en amena conversa Guillermo Sucre, Raúl Betancourt,
Jorge Castillo, Luis Salazar, Eleazar León, Raúl Fuentes, Simón Alberto
Consalvi, José Agustín Catalá, Luis Alberto Crespo, Manuel Felipe Sierra, Tania
Sarabia. En el Tic-Tac las caras más visibles eran las de José Vicente Abreu,
Carlos Noguera, Jorge Nunes, Inocente Carreño, Luis Camilo Guevara, Pascual
Navarro o Argenis Rodríguez. En la cervecería Lara se daban cita Víctor Valera
Mora, Ramón Palomares, José Barroeta, el doctor Manuel Matute, Federico
Moleiro, Alfonso Montilla, Américo Rivero Unda, Edmundo Aray, Germania
Ledezma, Tania Ruiz. También solíamos desplazarnos hacia Las Mercedes,
donde estaba el restaurante Hereford Grill y al frente la Galería Durban
regentada por César Segnini, donde se reunían los poetas Vicente Gerbasi, Baica
Dávalos, Alfredo Silva Estrada, Juan Sánchez Peláez y Francisco Pérez
Perdomo, y donde Adriano González León tenía una habitación para pernoctar;
a veces se quedaba también por ahí Orlando Araujo. Allí en la Galería Durban
solíamos asistir a extraordinarias exposiciones de pintores amigos como Hugo
Baptista, Manuel Quintana Castillo, Marco Miliani, Daniel González, Rafael
Franceschi, Ángel Ramos Giugni, Gabriel Morera, Carlos Cruz Diez, Jesús Soto,
Alberto Brandt o Francisco Massiani, con curadurías de Juan Liscano o Carlos
Silva. Y de muchos otros artistas venezolanos o latinoamericanos.

Por la avenida Paris de Las Mercedes se encontraba el edificio Macanao, donde


funcionaba una sede de la Biblioteca Nacional, el Inciba y las revistas Imagen y
Revista Nacional de Cultura, y al lado se encontraba una casa donde funcionaba
el Taller de Diseño Gráfico dirigido por Santiago Pol; cerca de ahí estaba la
pollera de Los Hermanos Rivera., donde siempre almorzábamos, y una cuadra
más allá, en el edificio Las Teresas, vivían (cada uno en su respectivo
96

apartamento y familia) Juan Calzadilla y Ramón Palomares. De manera que


todo aquello se convirtió en un ambiente muy propicio para la creación. Al lado
de donde funcionaban las revistas se había instalado Caupolicán Ovalles con
parte de La Gran Papelería del Mundo, la gran biblioteca del abuelo de Caupo,
Víctor Manuel Ovalles, y ahora él la manejaba como podía; ahí Caupolicán se
reunía mucho con el Chino Valera Mora, Aquiles Valero y Elí Galindo a revisar
viejos papeles, manuscritos y documentos.

Caupolicán siempre fue un tipo muy locuaz y teatral; hacía gesticulaciones


extraordinarias e imitaba el modo de hablar de quien fuera, para hacer de ello
una especie de mueca humorística; imitaba a Uslar Pietri de manera graciosa y a
amigos o contrincantes suyos; pero todo lo hacía de modo inteligente y
divertido, engolaba la voz, se mesaba el bigote, abría los ojos detrás de sus
anteojos y se reía con distintos tipos de voz, y eso era un espectáculo de
comicidad que nos hacía reír hasta reventar; hacía de clown y daba discursos
luminosos sobre historia, política o literatura. En aquellos días nos reuníamos
para llevar a cabo las próximas elecciones en la República del Este entre los
candidatos de ese momento: Caupolicán y Manuel Alfredo Rodríguez. Las
votaciones se efectuarían en el Vechio Mulino. Caupolicán hacía sus discursos
donde parodiaba y se mofaba de los discursos políticos tradicionales,
burlándose de la retórica a través de otra retórica inventada por él para burlarse
de los partidos y líderes de entonces.

Por supuesto, en la República no había un proyecto político propiamente dicho;


más bien se trataba de propuestas aisladas, contestarías o anarquistas que
podrían prestarse a equívocos o críticas justificadas; todo se resolvía en un
juego inteligente, en desplantes audaces, burlas sangrientas, en una creatividad
desbordada que pretendía enfrentar el burocratismo, la corrupción, las
complicidades partidistas, las manipulaciones del poder y la hipocresía.
Muchos de aquellos protagonistas venían de la izquierda universitaria o del
movimiento estudiantil socialista, como son los casos del propio Caupolicán y
de Víctor Valera Mora, Orlando Araujo. Miyó Vestrini o José Vicente Abreu, en
cuyas obras se ven reflejadas tales ideas: ¿Duerme usted, señor presidente? de
Caupolicán Ovalles; Se llamaba S.N. de José Vicente Abreu; Entre las breñas de
Argenis Rodríguez; Canción del soldado justo, de Víctor Valera Mora; Historias de
la calle Lincoln de Carlos Noguera; Venezuela violenta de Orlando Araujo o La
plusvalía ideológica de Ludovico Silva. En la novela de Noguera, por cierto, se
encuentra dibujada buena parte de la travesía de la bohemia de Sabana Grande
y tuvo mucha repercusión entonces; incluso ganó un premio de novela
otorgado por Monte Ávila Editores.
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La producción literaria de los escritores de la República era incesante, tanto en


creación como en periodismo: poesía, cuento, novela o ensayos que se editaban
en las universidades, Monte Ávila, el Ateneo de Caracas y en suplementos
literarios de los diarios El Nacional, El Universal, Últimas Noticias y El Diario
de Caracas. También en el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes
(INCIBA) que luego se convertiría en Consejo Nacional de la Cultura (CONAC)
se abrirían espacios en la editorial Monte Ávila y en las revistas Imagen y la
Revista Nacional de Cultura, o la revista Escena para contribuir con los espacios
de crítica cultural, además de revistas independientes importantes como Zona
Franca editada por Juan Liscano, la revista Cine al día dirigida por Ambretta
Marrosu o la revista Papeles, en el Ateneo de Caracas, dirigida por Ludovico
Silva. Y la fama de la República se había extendido y venían a visitar Sabana
Grande poetas y escritores de todo el país, a disfrutar allí sus conversas y a
compartir sus ideas.

Caupolicán Ovalles resultó ganador en las elecciones de la República del Este.


La celebración fue apoteósica. El poeta decía sus poemas y sus discursos en los
principales bares de la República, estaba exultante, magnífico, se metamorfoseó
en todos los líderes políticos del país, habló como Miranda, como Bolívar, como
Páez, como Uslar, como Gallegos, como Picón Salas, como Andrés Eloy Blanco,
brindó, festejó, prometió a la patria lo que nadie antes soñó. Todos disfrutamos
con él, le seguimos la corriente. Otro de los dones de Caupo fue su prodigiosa
memoria y el profundo conocimiento de la historia de Venezuela. Cuando se
ponía a conversar sobre historia patria con Manuel Alfredo Rodríguez aquello
era para “coger palco”, una verdadera cátedra. Era un apasionado de Bolívar, le
tenía una devoción inmensa, tal la tienen hoy poetas como Edmundo Aray o
Gustavo Pereira. Llevaba tiempo escribiendo una novela sobre Bolívar que
anunciaba como el más grande acontecimiento literario de todos los tiempos; la
reescribía una y otra vez hasta que la novela se convirtió en un poema y le puso
el título de Yo, Bolívar Rey, [1] que presentamos en Sabana Grande en la Librería
Suma. La edición, que él mismo me firmó (“De Caupolicán Ovalles para Gabriel
Jiménez Emán, hermano y poeta, este Yo, Bolívar Rey, con el afecto de un
Grancolombiano, en Bogotá, el 5. 2. 87. Caupolicán”) es una novela río, una
novela creacionista muy parecida a las novelas de Vicente Huidobro como Mío
Cid Campeador (Hazaña) y Cagliostro (novela-film), donde lo importante no es lo
que ocurre en la novela, sino lo que acaece fuera de ella, lo central aquí no es la
anécdota ni los sucesos históricos sino el mundo interior de los personajes, sus
sueños o pensamientos.

Caupolicán había adquirido ese conocimiento de la Historia en La Gran Papelería


del Mundo, la inmensa colección de folletos, libros, revistas, panfletos, fotos,
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encartados y avisos de su abuelo Víctor Manuel. Vale la pena recordar la


anécdota que nos narra el año 1959, cuando Pablo Neruda llega a Caracas a
visitar a Rómulo Gallegos, y en el Comité de Recepción estaba programada una
visita a la colección del farmaceuta Ovalles, y Neruda al ver la hemeroteca,
impresionado, la bautizó como “La Gran Papelería del Mundo”. Caupolicán
haría más tarde una Antología de la literatura marginal basada en parte de este
material y creó una colección de La Papelería para editar diversos libros y
folletos. Uno de los que más me gustó fue la Autobiografía de Braulio Fernández,
¡Alto esa patria hasta segunda orden!, escrita por un soldado de la Guerra de
Independencia. Caupo fue uno de los poetas más graciosos y mejor dotados
para el humor inteligente, con sus ocurrencias y chistes, y nos hacía reír a todos,
y también hacía juicios muy certeros y lúcidos sobre libros y obras. Compartí
con él viajes, tragos, barras, canciones, poemas, lecturas, serenatas. Recuerdo
una vez que estando yo laborando en la Dirección de Relaciones Culturales de
la Cancillería me solicitaron que propusiera a unos poetas para viajar a Bogotá a
asistir a un ciclo de lecturas y yo propuse a Caupolicán, Luis Camilo Guevara,
Elí Galindo y Luis García Morales. Disfrutamos mucho de ese viaje colombiano.
Recorrimos varios escenarios leyendo nuestros poemas y hablando con la gente
en liceos, en la Casa de la Poesía José Asunción Silva de Bogotá, en centros
culturales de Sipaquirá y otras instituciones. Caupolicán desplegó todo su
histrionismo y su capacidad humorística. Elí y Luis Camilo fueron siempre muy
cercanos a él, y cuando Caupo se fue a dirigir la Asociación de Escritores
Venezolanos (AEV) se los llevó a ambos para allá, y Elí dirigió el Departamento
de Publicaciones donde editaron, entre muchos otros títulos, un volumen
antológico de los Poemas de Elisio Jiménez Sierra, mi padre, un gesto que
siempre les agradecí.

De las cosas que recuerdo también está una noche en que mi padre, larense de
cepa, otros músicos y poetas nos enteramos de que Caupolicán se encontraba en
Barquisimeto por casualidad y se nos ocurrió la idea de ir a brindarle un
concierto nocturno de valses larenses, con un guitarrista amigo de mi padre
llamado Martin Jiménez, Elisio en la mandolina y yo en el cuatro. Caupolicán
una vez también se acercó por nuestra casa en San Felipe a visitarnos. Fueron
varias las ocasiones en las que, por una u otra razón, el azar nos reunió en la
bohemia, donde estaban siempre presentes la música, los tragos y la poesía.
Recuerdo también las tenidas bohemias en los departamentos donde vivió el
Caupo, desde uno situado cerca de la Avenida Panteón en Caracas cerca del
Foro Libertador, y en otro donde vivía con su esposa Josefa en la urbanización
Sebucán; también visitó mi departamento varias veces cuando yo vivía en La
Candelaria. Solía verlo acompañado de amigos y amigas haciendo sus
performances en Sabana Grande, al lado de sus grandes amigos Elías Vallés,
99

Junio Pérez Blasini, Adriano González León, Elí Galindo, Marcelino Madrid y
Aquiles Valero en el Vechhio Mulino, El Camilo’ s y La Bajada. En El Camilo’ s
atendía la caja una mujer española que era la propietaria del bar, junto con su
hermano Camilo, y Caupolicán la llamaba “Isabel La Católica”, por sus rasgos
típicamente castellanos y su manera fastuosa de vestir; en aquel bar había un
piano que nosotros siempre aporreábamos para acompañar nuestras canciones,
cantábamos coros desafinados pero efusivos hasta el delirio, y poníamos en
ellas lo mejor de nosotros.

De la frondosidad a la síntesis

Me contenta sobremanera que hoy se estén reeditando de manera digna las


obras de Caupolicán y se les esté abriendo ámbito en España –un país que él
tanto amó— y en Venezuela entre los jóvenes, porque en ambos países existe
una juventud consciente de los complejos problemas políticos, sociales y
económicos que atravesamos. Caupolicán estudió Derecho en Salamanca y tenía
una pasión especial por los clásicos españoles, sobre todo por los del llamado
Siglo de Oro; creo que recorrió toda España en su juventud y a menudo sacaba
a relucir su lectura de los escritores españoles y decía que a los venezolanos no
era posible comprendernos si no se buscaba dentro de nosotros nuestras raíces
hispanas. Nadie que haya vivido y sentido España creo que pudiese negar esto.
Allá en Salamanca se encontró con el doctor Carlos Contramaestre y empezaron
a urdir ideas nuevas para cuando regresasen a Venezuela, entre ellas fundar el
grupo El techo de la ballena, que tomaron de las metáforas escandinavas las
kennigar –comentadas por Jorge Luis Borges--, donde la imagen “techo de la
ballena” corresponde sencillamente al mar. Carlos Contramaestre fue uno de
los principales animadores culturales del surrealismo y las vanguardias en
Venezuela, en Caracas y en Mérida, donde lo conocí al mando de las ediciones
La draga y el dragón y siendo profesor de Centro Experimental de Arte (CEA)
en Mérida y en las reuniones que hacíamos en su casa de La Pedregosa, un
verdadero centro cultural y poético donde nos reuníamos Salvador Garmendia,
Víctor Valera Mora, Pedro Parayma, Enrique Hernández D’Jesús y muchos
otros. Caupolicán hacía desplantes españoles a la manera de Francisco de
Quevedo y Villegas. Usaba lentes ovalados y unos bigotones de espadachín. Me
gustaría también anotar que esta filiación surrealista entre nosotros tiene una
raíz muy profunda, traducida en la actitud vital de poetas y artistas como
Carlos Contramaestre, José Lira Sosa, Dámaso Ogaz y Juan Sánchez Peláez,
quienes le imprimieron una vitalidad inusual a nuestra lírica a través de una
nueva imaginería, de la mano de los surrealistas franceses, especialmente de
Tzara, Artaud, Breton, Eluard, Aragon y Robert Desnos, pero también de
100

artistas como Magritte, Ernst, Tanguy, De Chirico, Dalí, Carrá, Chagall, y de la


vanguardia cubista española de Juan Gris y Pablo Picasso.

Lo bueno de dar a conocer la obra de Ovalles entre los jóvenes se debe


justamente a la capacidad subversiva de su poesía, a sus contenidos liricos y
políticos. Ello lo pone de relieve Francisco Ardiles, autor del epílogo de la
reciente edición de ¿Duerme usted señor presidente? (2017), cuando escribe: “Su
vida y su obra siempre anduvieron de la mano, una era la sombra de la otra.
Resulta que en el caso de su poesía esta asociación no es tan arbitraria como
parece porque las experiencias de su vida fueron determinantes para el
desarrollo de su obra. Cuando hizo política escribió poemas políticos, cuando se
enclavó en sus recuerdos, reconstruyó la muerte de su padre, cuando se
enamoró escribió poemas de amor. En una ocasión Antonio Machado dijo que
la patria es la niñez. Si aplicamos esta afirmación aparentemente sobrevenida
para acercarnos al sentido de la poesía de Ovalles, podremos distinguir que hay
varios motivos, recurrentes y definitivos, que conectan todas las vertientes de
sus poemas y las constantes de su obra. La muerte y la niñez fueron sus
obsesiones fundamentales, esas que dan arraigo metafísico a sus poemas”. [2]

Me gusta la expresión “arraigo metafísico” aplicada a Ovalles, pues explicita


bien acerca de las dos ideas centrales, tanto para aproximarse a sus poemas
amorosos como políticos, existenciales como familiares. Otra cuestión sería la
relativa a los recursos utilizados: el humor que descompone y recompone
merced a la sátira; la imaginería vanguardista usada como arma critica o
manera de abandonarse a los sentimientos profundos; el dato documental para
hacer la crónica cotidiana; en fin, Ovalles usa una amplia gama de recursos en
la construcción de su lenguaje, que lo convierten en uno de los creadores más
personales de la poesía nuestra. Y todo ello habría que subrayarlo si deseamos
cumplir una valoración crítica de su obra. También sería necesario subrayar el
carácter colectivista de su proyecto vital, su necesidad de abrirse a los espacios
de reflexión social y política. El fenómeno de la República del Este constituiría
entonces algo más que un mero escenario ideológico, para convertirse en
espacio intelectual de afianzamientos afectivos y culturales. A casi cuarenta
años de distancia, la República se nos presenta como un espacio de terapia
colectiva ante la frustración social, de un ideal de país más justo que no pudo
realizarse, un sueño de justicia que no pudo cumplirse, pero al menos sirvió de
plataforma creadora para deslizar ideas innovadoras en el plano de la literatura,
lo individual, lo amoroso o lo ético. En este sentido, creo que todos pusimos
algo de nosotros en esa ilusa república para forjar una ínfima parte de nuestros
sueños. En el caso de mi generación, la más joven entonces (la misma de Luis
Sutherland, Eli Galindo, Eleazar León, William Osuna, Sael Ibáñez, Enrique
101

Hernández D’Jesús, Douglas Parra o Antonio Urdaneta, entre otros) fue que
vimos en Adriano, Ludovico, Orlando, Salvador, Carlos, Edmundo, Ramón o
Caupolicán una suerte de héroes literarios o intelectuales, recibiendo de ellos,
en todo caso, una lección de vida.

Los libros del Caupo, o el vademécum de la vanguardia

Un apretado recorrido por los libros de Caupolicán Ovalles nos habla primero
del virulento ¿Duerme usted, señor Presidente? (1962) ya aludido, la primera
sátira política en verso de aquel momento en el país, en vivo, en caliente. En el
contexto venezolano el presidente en cuestión es evidentemente Rómulo
Betancourt, pero podría ser cualquier presidente que haya traicionado los
ideales socialistas de justicia un país para, una vez logrado el poder, negociarlos
con el gobierno de USA. El enemigo ideológico continúa siendo el mismo,
aunque los actores políticos cambien. Las formas de dominación son ahora más
sofisticadas, pero igual de letales y ejercidas desde los mismos centros de poder.
El libro valió la persecución y cárcel tanto a su autor como a su prologuista,
Adriano González León, lo cual no deja campo a ninguna duda respecto de sus
destinatarios.

La Elegía en rojo a mi padre, Guatimocín, alias el Globo (1967), un canto al padre


muerto al modo vanguardista, es una obra que contrasta con su antecesora
tanto por el tema como por el tono: si aquella es un panfleto minuciosamente
estructurado en verso, el segundo es una crónica sentimental, una elegía (acaso
el más antiguo de los géneros clásicos) que es al mismo tiempo un alarde de
humor e inteligencia donde concurre, desde luego, la situación familiar, la
anécdota, el suceso cotidiano tratados por el poeta con el mayor desparpajo,
imponiéndole al léxico un tono juguetón, aún en medio del dolor de la pérdida,
y también sirve de catarsis ante la figura del padre y la del abuelo. Ovalles
incluye prosaísmos, diálogos, fragmentos, mezcla la prosa al verso, realiza
“versiones” del mismo tema o poema. Una de las cualidades del texto es que
narra diversas historias del padre; en estas versiones el poeta cambia de
ángulos para ofrecer una suerte de caleidoscopio (el Ministerio, la Segunda
Guerra, la Tierra) y ejecuta versos escalonados, palabras en mayúsculas, todo
un alarde de técnicas vanguardistas que nos hablará de lo que marcará su estilo
en lo futuro: el desenfado, el humor crítico, la ruptura permanente de la
sintaxis.

Según se observa en la organización del volumen En (des) uso de razón. Antología


poética y otros textos (2016) [3] notamos que han sido incorporados varios textos
de la primera etapa de Ovalles, a saber: “Yo, poeta (1961), “Carta a Ahab”
102

(1961), “Señas y contraseñas” (1963), “La bruja de veinte años” (1962), y uno de
los textos más extensos y de los que mejor definen la estética de Ovalles. “En
uso de razón” (1963). Ciertamente éste último es un texto central porque en él se
dibujan muchos de los elementos definitorios de su poética: los ludismos, el
coloquialismo y la parodia; en cuanto al tratamiento del lenguaje tenemos
claros ecos surrealistas y vanguardistas. Vale la pena citar un fragmento
completo: “Con desuso de razón Ordeno que se quemen / el lugar de los senos
Que salga el humo rojo / Para mi contento Ordeno que se quemen todas / las
ciencias De modo que pueda surgir el amor debajo del tapiz Ordeno que se
retiren los criados de mi presencia Que vengan / Sin sus vestidos habituales
todas las criadas Ordeno / que se quemen en ningún sitio / del cuerpo Pues el
amor pensamos adviene a sus / cuerpos no quemados por mis órdenes / como
si se tratase de un sentimiento inexorable / de herencia o de magia Bajo / los
efectos de mi clarividencia me quemo yo / en medio de una pira de agua-
champaña-es- / su-llama de mejores-comidas-es-su-leño”.

Desuso de razón: irracionalidad, insania, locura, intuición que funciona como


una suerte de poética, de declaración de principios. Proliferación,
desbordamiento, frondosidad, barroquismo, gula verbal, tales son los
ingredientes en el plano del lenguaje, mientras que la herramienta principal en
este caso sería la lucidez para someter la realidad a una observación
pormenorizada de imágenes; más que metáforas, surgen asociaciones insólitas,
construcciones absurdas, yuxtaposiciones y encadenamientos del tipo cubista.
“Un ingeniero todo él ingenioso / pero con todo gaguea / y se derrumba el
edificio como una diputado / del gobierno / Vieja como una perra / Puta
como una vaca / Fea como un cataclismo de heces fecales / anti diluvio / En
uso de Razón el Diluvio y da su golpe de fuerza / y no se emborracha”.

Tales textos pasarían luego a formar parte de un volumen organizado por el


propio Ovalles bajo el título de Copa de huesos. Profanaciones (1972), que el
propio Caupolicán me obsequiara en la barra del Camilo’s en Sabana Grande.
De la cuidada edición recuerdo la foto de Caupo recostado leyendo, y una nota
elogiosa acerca de su poesía firmada por el notable ensayista uruguayo Emir
Rodríguez Monegal, uno de los mejores críticos de narrativa del continente. En
algunos de los poemas de este libro tenemos al Ovalles en uno de sus
momentos más definidos: “Estamos”, “Tengo”, “Un anoche”, “Estamos en una
tumba” y el especialmente gracioso “Una copa de huesos para la inocente
academia”, dedicado a Rita Valdivia, Irma Salas, Antonieta Madrid, Nancy
Rodríguez y Emira Rodríguez, escritoras amigas de la bohemia y la revolución.
Quiero llamar la atención sobre la expresión “copa de huesos”: una copa plena
de huesos humanos, rebosante, con la que se brinda, es a la vez una suerte de
103

símbolo vital de celebración por la vida fugaz, la poesía, una invitación al amor,
a la fascinación o al encanto de lo fugaz con la soterrada alusión a a muerte.

¡Ha muerto un colmenar de la colmena! (1973) es una elegía a José Rafael


Colmenares Paredes, familiar suyo por parte materna (la madre del poeta fue
Elba Rosa Colmenares, de El Tocuyo, estado Lara) que se ha ido, el poeta le
rinde homenaje y con éste a su familia, a su casa materna, a la tierra larense, al
arraigo en una geografía humana. El poeta hace alardes técnicos, despliega un
arsenal verbal considerable en un texto de extenso desarrollo. Es de hacer notar
la notable musicalidad del texto, en clave de tamunangue, música ancestral de
la región larense con la cual el poeta se sintió identificado toda su vida.

Muy distintos son los poemas de Sexto sentido u Diario de Praga (1973), breves,
concentrados, reflexivos. Aquí el poeta se interroga a si mismo observando la
propia interioridad, desde una soledad reflexiva. En efecto, los primeros veinte
poemas están encabezados con el “Pienso”, los siguientes seis con él “Estoy” o
“Estamos”, los once que siguen con el “Doy fe”; luego cinco con el “Sin duda”,
los cuales implicarían los puntos de partida del hecho filosófico, intelectual o
religioso, esto es, el ser, el pensar, la certeza, pero también la fe, la convicción
(“Sin duda”), lo circunstante (“A veces”), “Si algún día”, “No sé quién soy”), el
sueño (“Soñé”), la duda (“A lo mejor”). En fin, Caupolicán ensaya un libro
dotado de la mayor posibilidad expresiva, reflexionando no ya desde la fiesta
verbal del vanguardismo y la experimentación, sino desde lo magro y la
síntesis. Eleazar León nos dice, en el prólogo a una nueva edición de este libro,
que “el poeta observa con atención de físico del cuerpo la armadura de los
huesos, sus carnes armadas o maltratadas y el irreversible efecto de sus actos,
cosas todas que le llevan a una melancolía que aún se atreve a sonreír a una
tristeza que no se concede una lágrima, sino una pirueta de saltimbanqui a las
audiencias futuras”. [4] Por su parte, Ennio Jiménez Emán nos dice que en este
libro “estamos ante una subjetividad que explora simbólica y visionariamente el
pensamiento en su altura y profundidad existenciales, y concretiza esa
búsqueda en el logro de un lenguaje de clara intensidad y contundencia
poéticas, el cual, a su vez, acusa su mayor acierto en la expresión transparente
del instante y lo subjetivo (…) asistimos a una aventura expresiva que tiene que
ver con la médula misma del pensamiento en su alta expansión imaginante y
poética”. [5]

Para muchos, Sexto sentido u Diario de Praga es el libro más “serio” de


Caupolicán, donde se detiene a reflexionar con mayor nitidez sobre el mundo y
a poetizar con más tino. Veamos algunos ejemplos: “Pienso / que nunca había
tenido tal /conocimiento / de / mi / mismo / que he muerto en la / apariencia
/ de / una forma de / conocerme / YO. Otro de la serie “Pienso” dice: “Pienso
104

/ que como no divierto / lo suficiente / me convertiré en el transcurrir /


plácido / de / los / siglos / en un mágico objeto de / RISA. “ De la serie
“Estoy”: “Estoy / tan seguro de mí mismo / que hoy he visto / mi penacho
volar por el / CIELO:”. O: “Estoy / pero tan alienado / que el pozo de mi amor
/ es tan profundo que / soy el AHOGADO. O. “Estoy / con tanta paz interior
/ que nada me parece mío.” De la serie “Sin duda”: “Sin duda / que cada día
que pasa/ tiene mayor hechizo / el perderme aún más / en mis investigaciones
/ del cielo.”. Del grupo de “Soñé” tenemos: “Soñé / que iba en mi entierro / y
comencé a hablar / tan bien de mi persona / que me corrieron por escandaloso
/ y enemigo del difunto. “ O: “Soñé / que había descubierto / tus ojos / y hoy
al ir a buscarlos / me he hundido en la arena.” Finalmente van dos del grupo
“A lo mejor”: “A lo mejor / si llego a convertirme en inventor / seré recordado
yo como el / inventor.” Y: “A lo mejor / si algún día llego a dominar la ley /
seré prohibido por la / verdad“.

Pero la producción de Ovalles no se detiene. Avanza con Canción para Evita


Paraíso. Los mil picos de agua (1980), donde el autor vuelve por sus fueros con su
humor volcánico y su capacidad lúdica. El personaje de Evita Paraíso le sirvió el
poeta para continuar jugando teatralmente por las barras de Sabana Grande, y
buscando nuevas conquistas eróticas. Es uno de los más extensos y sugerentes
del autor. En cambio, Convertido en pez viví enamorado del desierto (1989) apuesta
por la síntesis verbal en textos no tan breves como los de Sexto sentido… son un
tanto más extensos pero de versos más cortos, --a veces de una sola palabra—
escritos en ciudades árabes como Bagdad o Constantinopla, dotados de un
intenso lirismo: “Tu / cintura / de agua / tus piernas de agua / tus nalgas de
agua / y tu boca / de agua plateada / del monte de Venus / y yo / sobre la
viña del aire / El pámpano eres”

En Alfabetarium (2001) encontramos de nuevo al Ovalles social e intelectual,


usando la parodia fonética, las disonancias sonoras, las desgarraduras
sintácticas propias del surrealismo y de otras expresiones de la vanguardia,
como el Dadaísmo, del cual por cierto Caupolicán toma la actitud provocadora
del poeta rumano Tristan Tzara, para quien la actitud ante la realidad también
forma parte de la poesía, rebasando el perfil tradicional del “hombre de letras”;
por ejemplo, cuando dice: “Parado sobre mi cristina / del Séptimo Batallón de
Caballería / y viendo caer la esquina de El Conde / lanzo mi añil carcajada /
sobre la Lecuna Avenue. De puros ricos se mueren los ricos / de meros pobres
/ se ricos se pobres. (…) / Un aire de nevera enamorada / un circuito de
veneno japonés / que llanta el soplo de un inaudible gas / que entona el baile”.
El poeta aquí ve el país que nace con el siglo desde Caracas, con una mirada de
sorna, observa cómo transcurren los acontecimientos sociales. Vemos cómo el
105

poeta vuelve a la liviandad, al lirismo, a la desnudez de los vocablos, quiere


afirmarse en lo lírico, en las imágenes primigenias del amor, en la meditación
sobre la muerte y el tiempo: “El gong / de Góngora / volverá/ en el gong-hora
/ del tiempo.” O este otro que leemos al final del volumen y pudiera funcionar
como leyenda o epitafio en la tumba imaginaria del poeta: “Vuelvo al fin /
iluminado mi cuerpo por tus besos / piel izada / copa de abrazos / demonio de
artificio. / Vuelvo al fin / como azul matutino / y rojo atardecido / Vuelvo al
fin / a los espejos / al anhelo / a la piedra”.

La de Caupolicán Ovalles fue y es para nosotros una fervorosa aventura


poética, que nuestro amigo amplió con una travesía vital de permanente
juventud, de exultante jocosidad. Aún disfrutamos en el recuerdo de la lozanía
de sus libros, sus boutades teatrales, sus desplantes ingeniosos, su comicidad
inteligente, los divertidos y a la vez hondos momentos que nos hizo pasar en la
República del Este y en la Gran Papelería del Mundo, en medio de exaltados
tragos y carcajadas ardientes recordaremos siempre al gran Caupo, su risa
contagiosa, sus poemas geniales y sus bigotes infinitos. Salud, maestro, padre
de la República, desde aquí te saludamos con una copa en la mano. ¡Salve en las
alturas, poeta hostias!

(2017)

NOTAS

1. Caupolicán Ovalles, Yo, Bolívar Rey, Contexto Audiovisual 3, Asociación de Escritores de


Venezuela, Caracas, 1986.

2. Ardiles, Francisco, “Epílogo para un poema sin Presidente” En: Caupolicán Ovalles, ¿Duerme
usted, señor Presidente?, Fundación Caupolicán Ovalles, Ediciones La Palma, España, 2017.

3. Caupolicán Ovalles, En (Des) uso de razón. Antología poética y otros textos, Rayuela Taller
de Ediciones-Fundación Caupolicán Ovalles, Caracas, 2016. Presentación J.J. Armas Marcelo.
Selección y notas y texto introductorio Miguel Chillida. Epilogo Francisco Ardiles y Miguel
Marcotrigiano.

4. Eleazar León, “Prólogo” En: Caupolicán Ovalles, Sexto sentido u Diario de Praga, Rayuela
Taller de Ediciones, Caracas, 208.

5. Ennio Jiménez Emán, “Sexto sentido u Diario de Praga de Caupolicán Ovalles: Fragmentos
del mito del pensamiento”. En: Las voces ocultas, Monte Ávila Editores, Caracas, 1992.
106

LA UTOPÍA NOVELESCA DE CARLOS NOGUERA

La novela vive hoy un proceso de experimentación constante, que la ha


convertido en un género híbrido, en la forma literaria que cuenta con más
posibilidades de renovarse a sí misma, inmersa como está en las voces plurales
del mundo, en una polifonía que proviene de la parodia cervantina de las
novelas de caballería (o si buscamos más allá, quizá en El Satiricón, de Petronio
o El asno de oro de Apuleyo), sigue en siglos posteriores en una propuesta
mayor de mostrar el fresco fidedigno de una sociedad; o de cumplir con la
misión de investigar esa sociedad, reencontrándose con las voces interiores de
lo humano, a la vez que describe los personajes que la pueblan; adentrándose
en la alteridad o explorando las variables imaginarias de la historia; o bien
reflexionando sobre el propio lenguaje; siempre abierta la posibilidad de jugar
con cualquiera de las tendencias constituidas (realismo en cualquiera de sus
vertientes; sátira social; naturalismo, positivismo; novela lírica y monólogo
interior; novela fantástica; realismo mágico o maravilloso; textualismo-
objetualismo) para acrisolarlas a una, lo cual ha hecho que cada novelista cree
un idiolecto propio y una particular forma de narrar, ya sea con un estilo de
línea limpia o de interpolaciones y juegos, parodias, fabulaciones, e incluso del
propio lenguaje implosionando merced al fluir de la oralidad a la velocidad de
la mente, como lo hizo James Joyce en su Finnegans wake.
107

La novela puede darse el lujo hoy de presentarse a los lectores de la


forma más proteica, ofreciendo un mosaico de tendencias en el fluir de un
mismo tiempo histórico. En América Latina la novela ha transitado un camino
acorde a sus apremios de crisis social, desde las llamadas novelas de la tierra, —
con el indigenismo y el criollismo— hasta los naturalismos costumbristas que
intentaron emanciparse del romanticismo y el modernismo importados de
Europa, para volver con otras propuestas textuales que se centraron en la
complejidad de las ciudades en expansión empleando materiales culturales
novedosos, tales como recursos cinematográficos, plásticos, musicales y
tecnológicos, para seguir explorando en la cultura popular como en un árbol
nutricio.

Así tenemos en Venezuela que, a partir de Manuel Díaz Rodríguez,


existe una conciencia literaria para la novela, que se continúa en Teresa de la
Parra, Rómulo Gallegos, Ramón Díaz Sánchez, y Arturo Uslar Pietri, para luego
abrirse a nuevos compases, que van a ser explorados por Guillermo Meneses,
Miguel Otero Silva, Salvador Garmendia, Adriano González León, José Balza,
Luis Britto García, Eduardo Liendo, Victoria de Stefano, Oswaldo Trejo, Denzil
Romero, Francisco Herrera Luque y Carlos Noguera, entre otros. Justamente,
son los narradores que publican sus primeras novelas en los años sesenta y
setenta quienes van a insertarse en un contexto de indagación del lenguaje
mucho más exigente. Garmendia, Balza, Herrera Luque, Britto García, Liendo,
Romero y Noguera son posiblemente los narradores que cuentan hoy con una
obra suficientemente acreditada en el terreno de la novela; en el caso de Carlos
Noguera dedicado a ésta casi exclusivamente desde Historias de la calle Lincoln
(1971), Inventando los días (1979), hasta Juegos bajo la luna (1994), La flor escrita
(2003), Los cristales de la noche (2005) y recientemente Crónica de los fuegos celestes
(2010), con las cuales ha tejido una suerte de saga sobre temas urbanos donde se
dan cita la vida universitaria y la vida bohemia; los ideales y las luchas sociales
de una generación, con los dilemas existenciales y psicológicos que se operan en
los personajes; sus expectativas, frustraciones, logros y sueños.

Sin ponerse a dirimir hasta donde podría conectarse Crónica de los fuegos
celestes a las anteriores novelas suyas, en cuanto a temática o continuidad de
desarrollo de personajes, quisiera ahora detenerme en esta última, por
considerarla una pieza digna de figurar no sólo entre las obras más logradas de
las publicadas en la primera década del siglo XXI —donde se ha producido un
número considerable de novelas— sino también en uno de los libros que mejor
ha dado cuenta del ideal social de una generación y de un país. Me refiero al
hecho de que Noguera diseña en esta obra una amplia indagación de Venezuela
en lo relacionado al diseño de una utopía, de una sociedad justa e integrada,
108

libre, independiente, simbolizada en la Comuna de Loma de León, una comuna


pacífica de luchadores sociales antibelicistas, organizada con el objeto de
movilizar un conjunto de transformaciones profundas en varios órdenes. Como
contraparte, aparece un grupo de sicarios, mercenarios que traman todo tipo de
estratagemas y acciones para dar un golpe de Estado al gobierno con la ayuda
del imperio estadounidense, y en este caso representan a la mafia organizada, al
mercantilismo capitalista y a la depravación. Luz del Amanecer se hace llamar
este grupo a donde pertenecen Ronald, el Consejero y líder del grupo;
Edmundo (Mundo) Morales, llamado el Líder Obrero, ex trabajador petrolero;
Melchor, mentado El Oscuro, paramilitar; el llamado El Caimán, sicario
contratado; Marcos, otro sicario; mientras Pablo Blanco Martorelli funge como
industrial propietario de un emporio capitalista, que financia a este grupo y lo
estimula a cometer acciones criminales, propiciadas por grupos políticos de
derecha y el gobierno de los Estados Unidos, en este caso el de George Bush y
su secretaria de Estado Condoleeza Rice.

Por su parte, el grupo de la comuna de Loma de León está integrado


entre otros por Aníbal, profesor universitario y filósofo; su compañera Claudia,
diseñadora; su hija Milita; la ingeniera Estela y su marido Eduardo, agrónomo y
agrimensor; Octavio, politólogo amigo de Aníbal; Valeria, la bailarina; Melisa,
administradora de la comuna; María de las Begonias, quien dona el terreno de
Loma de León a la comuna, y por ello recibe el epíteto de la Benefactora; la
cineasta Tamaira, que realiza una película sobre el movimiento de Loma de
León. Ellos y otros más movilizan la trama de esta novela, que se ha propuesto
urdir, con lujo de detalles, el contexto donde se desarrolla la historia, desde la
construcción de la Casa Comunal para el proyecto del movimiento, hasta los
entresijos del nacimiento y expansión del grupo de comuneros, logrando, en un
difícil juego de yuxtaposiciones narrativas, la descripción pormenorizada de esa
agrupación, como la de su antagónica Luz del Amanecer. Aquí se exploran
sentimientos, ideas y pareceres de personajes de ambos bandos, así como sus
posiciones ideológicas, dramas personales, acciones políticas e incursiones
eróticas. Capitulo tras capitulo, Noguera da cuenta de esto sin decaer, pues ha
sabido engranar en cada uno de ellos propuestas individuales, posiciones éticas
y políticas de cada personaje, lo cual le ha dado como resultado una obra
compleja y asimismo fluida, dotada de un desarrollo narrativo eficaz, en
muchos casos con soberbias descripciones de variados ambientes,
especialmente del mundo del sicariato y de las manipulaciones políticas.
También ha sabido describir el ideal de la Comuna a través de unos personajes
rotundos y tremendamente humanos.
109

Primero, Noguera se ha enfrascado en presentarnos las ideas de una


sociedad utópica, donde sean posibles la justicia, la nobleza, el amor y la
amistad. Luego, en una segunda parte, nos introduce en los sentimientos y
altibajos íntimos de las parejas (separación de Alicia y Ernesto), en momentos
de seducción y escenarios de encuentros amorosos (Claudia, Alicia, el italiano),
iniciaciones eróticas (en los capítulos 17 y 18, especialmente), en las nostalgias
anticipadas de la mujer amada (capitulo 19), interpolando estos momentos con
eventos tan contrastantes como el Golpe de Estado en abril de 2002, y el
subsecuente manejo mediático de las marchas que tuvieron lugar en aquella
ocasión, alternados con reuniones bohemias en Paris o Caracas (en el Café Cajín
de La Candelaria, o en el Café Rosa Azul de Sabana Grande), e imbricarlos
todos en una yuxtaposición de planos con los sucesos de Puente Llaguno y el
mundo de maquinaciones políticas del gobierno de George Bush desde la Casa
Blanca.

Poco a poco, sin tregua, el escritor nos va preparando el terreno hacia un


punto de suspenso donde se va a generar el plan para desmantelar al grupo de
Loma de León, y con ello poder alarmar a la sociedad; posteriormente tiene
lugar un proceso de sabotaje, traición y deserción en el seno del grupo
reaccionario, mientras en otro plano observamos los respectivos movimientos
de los comuneros para defenderse, y alcanzar librarse de las fuerzas oscuras y
violentas de aquella organización criminal, cuyos miembros terminan
desertando de sus intenciones por dinero, y perpetrando el secuestro de tres de
las mujeres de Loma de León, lo cual va a servir de elemento detonante para
una de las acciones novelescas centrales, y de este modo otorgarle movilidad y
credibilidad narrativa a la historia. Otras virtudes que posee Noguera en esta
novela son el pleno dominio del lenguaje oral urbano; el uso virtuoso del
recurso del narrador-testigo, en este caso encarnado en el personaje de la
cineasta Tamaira que, al realizar sus documentales y registrar sus entrevistas,
nos hace mirar a través del ojo de su filmadora el contexto político-social de los
sucesos, y nos introduce con eficacia en ambos mundos, creando una
perspectiva de objetividad que otorga a la novela una buena dosis de
verosimilitud.

Al mismo tiempo, Noguera se inserta con esta obra en la línea de la


refriega ideológica contemporánea, al dinamizar sus personajes en un tiempo
de luchas de emancipación latinoamericana y de sus sueños de independencia,
llevados a cabo por la izquierda que ha renacido en nuestros países, al poner en
evidencia las fuerzas negativas que escamotean tales sueños: los desajustes
mentales, distorsiones ideológicas, vicios, ópticas fallidas de militarismo,
armamentismo y manipulación mediática y política para intervenir países con
110

la anuencia de organizaciones internacionales, en franca pugna con aquellos


movimientos libertarios. Y también, acaso, funcione como una sátira hacia todo
ese proceso de pugnas y guerras, en cuanto se calibran sus nefastas
consecuencias humanas y se consideran los equívocos, accidentes y peligros
mortales que acarrean tales fuerzas sociales enfrentadas a los movimientos
oscuros, formando todos parte de la naturaleza humana.

Al arribar la novela a lo que llamamos en lenguaje coloquial un “final


feliz” (sin caer en maniqueísmos ni panfletos), el autor se niega a usar el humor
como elemento deformante, sino más bien como un arma critica de fuegos bien
dosificados. Todo en beneficio de una eficaz tensión anecdótica, de ese
necesario suspense que mantiene la atención del lector. No voy a describir aquí
situaciones, y mucho menos a anticiparme a describir los pormenores de
eventos como el secuestro, la deserción, la deslealtad y la posterior desbandada
de los plagiarios, mucho menos a registrar el desenlace de los acontecimientos,
ni a explicar cómo se efectúa la rendición del grupo paramilitar de derechas en
los capítulos finales de la historia, donde Noguera se toma la licencia de
entreverar cartas, historias chamánicas o iniciáticas usando subterfugios
cinematográficos, para lograr un final nada convencional, que no hace
concesiones a moralismos, lecciones o mensajes ideológicos preconcebidos.

Pudiéramos decir que esta novela ingresa por derecho propio al proyecto
de una obra ambiciosa tanto en su entramado formal (desarrollado en un prolijo
cuerpo de 760 páginas), como en los álgidos temas que quiere poner en el
tapete. Difíciles temas, en efecto, tan difíciles como el mundo que desea
expresar y los conflictos donde desea profundizar, corriendo con todos los
riesgos implícitos que tal aventura conlleva, pero que Noguera ha sabido
sortear para entregarnos una apuesta narrativa compleja en su exigencia
interna, y quizá, por ello mismo, digna de ser asumida por este narrador
venezolano, que ha alcanzado en esta obra una evidente madurez y una
rotunda maestría. [2012]
111

MANUEL DÍAZ RODRÍGUEZ Y PEDRO EMILIO COLL


VISTOS POR MIGUEL DE UNAMUNO

Manuel Díaz Rodríguez

El diseño de un posible canon para la literatura hispanoamericana comienza


con algunos escritores que tal vez nunca pensaron en ser sus fundadores: los
peruanos el Inca Garcilaso de la Vega, Pedro de Oña y Juan Espinoza Medrano;
los mexicanos Carlos de Sigüenza y Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz, Joaquín
Fernández Lizardi y Juan Ruiz de Alarcón, a quienes se entreveran la Madre
Francisca Josefa del Castillo en Colombia, Manuel José Lavardén en Argentina,
José Joaquín Olmedo en Ecuador y Rafael Landívar en Guatemala, autores que
preparan el terreno a los ejercicios escriturales de Esteban Echeverría en Buenos
Aires, Andrés Bello en Caracas y José de la Luz y Caballero en La Habana, para
citar sólo algunos ejemplos. De ahí en adelante escritores como Domingo
Faustino Sarmiento y José Hernández en Argentina, Juan Montalvo en Ecuador
y Ricardo Palma en Perú configurarían, en sus países de origen y en diversas
tradiciones, la que vendría a ser la naciente literatura hispanoamericana, con
sus múltiples influjos europeos y criollos, indígenas y africanos. Comienza a
producirse en América el simultáneo diálogo --apareado a la fricción o al
rechazo del legado europeo-. foráneo o vernáculo, que se advierte en poetas
posteriores como César Vallejo, Vicente Huidobro, Pablo Neruda o José
Antonio Ramos Sucre.
112

Esta dicotomía –-o si se lo prefiere, este doble ramal nutriente— va a ser


uno de los sellos distintivos de nuestros escritores cuando abordan la realidad a
través de la poesía, la novela o el ensayo, el artículo o el cuento. Ya sea merced a
la irradiación del clasicismo o el romanticismo europeos, o intentando regresar
a las raíces criollas o precolombinas, asumiendo al paisaje de la propia tierra
con sus dilemas y luchas sociales y en una tentativa por autenticar una
expresión, nuestros escritores se inclinarían a atender los llamados, primero del
romanticismo y luego del modernismo, movimiento éste que tomaba un
impulso del primero para retomar los mitos grecolatinos y elaborar con ellos su
discurso.
Si en algún movimiento estas dobles resonancias se pusieron de
manifiesto fue en el Modernismo, movimiento que por su sólido y diverso
basamento cultural, hubo de absorber parte de la tradición clásica europea.
Estamos hablando de la década final del siglo XIX, cuando se abona el terreno
para una discusión entre Europa y América acerca de obras que tienden
puentes unas, --o divergen otras— pero siempre acusan estas contradicciones
o convulsiones internas.
En esta ocasión quiero referirme a dos escritores venezolanos de la época
modernista: Manuel Díaz Rodríguez y Pedro Emilio Coll, y a la decisiva
repercusión que tuvieron en el país y fuera de él, debido a la permanente
actividad editorial y periodística que se estableció por entonces, entre cuyos
adalides se cuenta el caraqueño Rufino Blanco Fombona, novelista y poeta que
sufrió exilio en Europa por oponerse férreamente al régimen del dictador Juan
Vicente Gómez, fundando en Madrid la Editorial América.
Manuel Díaz Rodríguez es el primer novelista del modernismo
venezolano, autor de las novelas Ídolos rotos (1901) y Sangre patricia (1902), que
impresionaron a Miguel de Unamuno. Justamente, a los juicios de Unamuno
sobre estas novelas deseo referirme, por pensar que trazan un diálogo entre
Europa y América en términos tanto históricos como culturales; ambas tienen
que ver con el tema de la tolerancia, la paz y la necesaria concordia entre
nuestros pueblos, por encima de las intervenciones bélicas acordadas en
organismos como el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones
Unidas (ONU).
En el caso de Portugal, el diálogo con este país ha sido fructífero, desde
que estamos recibiendo en tierra venezolana un importante contingente de
inmigrantes que vinieron a reforzar nuestra productividad en el agro, el
comercio, la industria y ---por supuesto--- a ensanchar nuestro horizonte
cultural con la presencia permanente en nuestra literatura de escritores como
Juan de Camoes, Rosalía de Castro, Eca de Queiroz, Fernando Pessoa, ---el más
influyente poeta portugués, epónimo de esta Universidad en Oporto---, y en
113

años recientes, con la frecuente presencia en Venezuela del novelista José


Saramago, fallecido hace poco, ---posiblemente el último gran novelista de
Europa--- que, siendo él un convencido socialista, estrechó lazos de amistad
con el gobierno revolucionario del Presidente Hugo Chávez Frías.
Pero retomemos el hilo. Justo naciendo el siglo XX, en 1901 y 1903
respectivamente, Unamuno reseña ambas novelas de Díaz Rodríguez (1),
introduciendo en sus comentarios varias consideraciones que estimo
significativas, y me parecen válidas para varios contextos y épocas. Empieza
Unamuno a glosar las Notas sobre la evolución literaria en Venezuela, de Pedro
Emilio Coll, “notas tan juiciosas y sugestivas como cuanto Coll hace”, dice, y
prosigue citando unas palabras de Coll: “…los libros de los enciclopedistas
preparaban en Venezuela no sólo la revolución política, sino la literaria”, y
como “después de la Independencia quedó casi roto el cordón umbilical que les
unía a España. Desde entonces, la literatura francesa ha ejercido
preponderancia en las letras venezolanas, y muy pocos serán los que, desde don
Andrés Bello hasta hoy, no se hayan embriagado alguna vez, cuando no con
puro vino de Champaña, con agua del Sena”. (…) Entre los nuevos de quienes
Coll en sus Notas nos habla, está Manuel Díaz Rodríguez, de quien Rubén
Darío, en una carta a “La Nación” de Buenos Aires, sobre La novela americana en
España, publicada con las demás en el interesantísimo y reciente libro España
contemporánea, había dicho: “Venezuela ha tenido novelistas locales cuya obra
total se esfuma ante un solo cuento de Díaz Rodríguez. Este escritor podría
darnos la novela venezolana, americana; pero se queda en su jardín de cuentos,
de innegable filiación europea”, dice Darío. Prosigue Unamuno: “Y he aquí que
Díaz Rodríguez, dejando su jardín de cuentos, nos ha dado una novela
venezolana, americana: Ídolos rotos”, remata diciendo Miguel de Unamuno.
De ahí en adelante no cesa el escritor vasco en elogiar al escritor
venezolano y a su opera prima en el campo novelístico, de donde resaltan los
apuntes acerca de la sensualidad. En un aparte, haciendo distingos entre
españoles y americanos, anota: “la raíz de la diferencia entre nosotros, los
españoles, por la mayor parte de altas mesetas de duro clima, y los
hispanoamericanos de fértil suelo, y la raíz de la fascinación que sobre ellos el
espíritu, profundamente sensual, ejerce. Porque nosotros, en nuestras montañas
o en el duro suelo, y bajo bruscos extremos de calor y frío, nos hemos hecho
austeros y graves, no tenemos la obsesión afrodisíaca- nada en el fondo menos
erótico que la genuina literatura castellana; la joie de vivre no la conocemos como
en las grasas llanuras, en las plaines plantureuses de Francia la conocen; nuestra
vida es sueño y nuestra obsesión ha sido la muerte. Llega el español al
misticismo, pero no es sensual; le ha costado mucho vivir, y vivir entre duelos y
114

quebrantos y ayunando. El honor calderoniano no se nutre de celos carnales.


No somos ni lógicos ni sensuales como el francés.”
El personaje principal de Ídolos rotos, Alberto Soria, llega a París enviado
por su padres a completar estudios de ingeniería, pero los abandona para
dedicarse a la escultura; se posiciona de cierto prestigio con una pieza llamada
“Fauno robador de ninfas”, con lo cual se vincula rápido a los temas del
modernismo americano. Cuando se encuentra entusiasmado en París dedicado
a su nuevo oficio y enamorado de una hermosa mujer, es requerido en
Venezuela, y tiene que regresar a atender a su padre enfermo y a sus hermanos
Pedro, que está medio loco, y a Rosa, desengañada de un fracasado matrimonio.
En este regreso de Alberto Soria a su patria natal, se produce esa fricción
cultural, donde no se puede eludir el comparar el ambiente de Europa con el
ambiente criollo. Se encapricha Alberto con María, amiga de su hermana; a la
que abandona también para luego entrar en brazos e Teresa Faría, mujer
casada. Aquí, observa Unamuno, se producen “los inevitables dulzuras del
pecado, y donde alcanza su mayor tensión el cuento, en el relato de estos
amores y en la presentación de Teresa Farías, la pagana de alma católica, la
beata sensual que para su amor necesitaba de una atmósfera mística, porque sin
ella no era ni bastante sensual ni bastante profundo, pues como observa Díaz
Rodríguez en su novela, “cuando más blancas y numerosas sus plegarias, más
numerosos y encendidos los deseos” hallando Teresa, “su más alto gozo en
sentirse deslizar y caer en la culpa, después que la oración y las penitencias
limpiaban su alma de inmundicias”.
Todo esto lo ve Unamuno relacionado con la novela francesa, tanto en los
temas como en el tratamiento; sólo que aquí, por primera vez en Venezuela,
estamos frente a una obra cumplida, que coloca a su personaje en un contexto
completamente verosímil en cuanto a religión, política, sociedad o arte. El
argumento de la novela (al que Unamuno llama “cuento” a lo largo de todo su
ensayo) se desarrolla para el escritor español “en una novela venezolana
americana, porque lo importante aquí es el modo de contarlo, su
desenvolvimiento, y sobre todo, la orquestación, o si se quiere el fondo del
cuadro (…) un cuento parisiense, la protesta de un artista lleno de ansias de
ideal y de patrióticos anhelos, contra un pobre pueblo entregado a la más baja
de las políticas y a las concupiscencias de generalotes y aventureros.”
Alberto Soria, ante este dilema, va modelando a su mujer en barro,
poniéndola de Venus, con lo cual va matando, dice el novelista, “los audaces
alientos del artista y los nobles alientos del patriota. La escena donde se justifica
el título de la novela surge cuando estalla la Revolución en Venezuela y
“Alberto tiene que huir, y en su ausencia entra María en su taller y en la alcoba
del adulterio, y presa de furor lo rompe todo, y la revolución triunfa, y
115

conviértese en cuartel la Escuela de Bellas Artes, y cuando al volver Alberto ve


las profanaciones de la soldadesca, se enfurece y acaba vencido.” (…) --¡Y
nosotros, que teníamos la candidez de pensar en el arte como en un medo de
regeneración política! ¡Blasfemos! ¿Ves? ¿Ves? Por aquí pasó la bestia, la gran
Bestia impura. ¿Ah, la Democracia! ¡Nuestra Democracia! ¡Nuestra Santísima
Democracia!”
Concluye Alberto Soria comprendiendo que “nadie tiene derecho a
sacrificar su ideal.”
Hay muchas otros pasajes de esta novela, donde Unamuno ve que Díaz
Rodríguez ha logrado momentos de penetración sociológica. También están los
fragmentos referidos a París, una Cosmópolis vista no sólo como “el acabado
resumen de cuantas delicias y primores abarca el Universo”, sino también como
una ciudad de mal, vicios y seducciones que sintetiza a todas las ciudades, en
evidente contraste con lo que ocurre en las ciudades criollas. Dice Unamuno
que “pocas veces se ha llegado tan hondo como aquí llega Díaz Rodríguez al
señalar entre las causas de desamor a la patria “el perpetuo bochorno de los
mediodías y el polvo de las calles.”
Después pasa a examinar Miguel de Unamuno la naturaleza de los
sentimientos americanos o venezolanos contenidos en Ídolos rotos, como los del
llamado dios indígena, o el de la fiebre de la tierra, donde Alberto Soria “creyó
ver la explicación de la vida alborotada de las gentes de su país, y creyó
penetrar en el secreto del alma de aquella comarca triste, ardorosa y enferma.
Pero aún más se entusiasma Unamuno con la segunda novela de Díaz
Rodríguez, Sangre patricia, que le parece incluso más lograda que Ídolos rotos.
Aquí ya no cabe en Unamuno el entusiasmo para celebrar dicha obra, a la cual
considera “más cuidada de estilo, más concisa, más poética”. Me permito citar
dos párrafos completos del comentario de Unamuno (con los debidos
entrecomillados de Díaz Rodríguez) que puede compendiar mejor lo que
intento subrayar:

“El argumento de la novela es sencillísimo. Julio Arcos es un venezolano de pura raza


española que vive en París, expatriado. Es un soñador. “Desde su origen, su familia
había venido en hazañas múltiples despilfarrando su capacidad para la acción; y así
como ésta disminuía, bien podría en grado igual, y de insensible modo, haber venido
aumentando su capacidad para el sueño. Porque su estirpe guerrera, al través de
muchas generaciones, apenas había consagrado al sueño breves pausas y raros
individuos.” La historia de algunos de sus antepasados llena de hermosas páginas.
Julio se había casado por poder con una novia que tuvo en su patria, Belén
Montenegro, a la que nos describe el autor con complacencia, y que viene de Caracas a
París a unirse con su marido. Más en la travesía muere y va su cuerpo al mar y cuando
el buque llega a Europa, se encuentra Julio viudo antes de haber sido marido. Hay que
116

leer el relato, sobrio y sencillo, de su dolor, y como llega a su casa de París y arroja por
el balcón a la calle las flores con que esperaba a su desposada. El resto de la novela es el
dolor de Julio y cómo se le encalma y va a recorrer la Corniza, y en Niza se hace al mar
en un bote repleto de flores para celebrar la fiesta del desagravio de éstas tendiéndolas
sobre la tumba de Belén. Al cabo regresa a su patria, obsesionado por el recuerdo de su
novia, y soñándola como sirena que vive en el seno del Océano, acaba por arrojarse al
mar, a juntarse con ella antes de llegar a Caracas.”

Insiste Unamuno en que, a partir de este solo argumento, Díaz Rodríguez


construye una obra admirable con añadidos, episodios y argumentos
adicionales, entre ellos el de Alejandro Martí, místico y músico lleno de ideales,
cuya historia constituye por sí misma “un admirable trozo literario.” El dibujo
de este personaje ejerce una fascinación especial en Unamuno, llegándole a
dedicar buena parte de su ensayo, y me parece de suprema importancia para
entender nuestra filiación con España. Vale la pena volver a citar in extenso: “En
una conversación entre Martí y sus amigos se hallan, en Boca de Borja y
Ocampo, los hermosos pasajes en que el autor nos habla de España, que debe
ser “la reserva de ilusión” para los americanos. Ocampo opina que todos loa
americanos de lengua española deberían empezar por España su peregrinación
en Europa, y que ganaría su patriotismo poniéndose en contacto con tierra
española. “Y quizás no esté lejos el día –-dice— en que consideremos como
nuestro deber más perentorio el ir en peregrinación, uno por uno, siquiera con
el pensamiento, a robustecernos en las mismas fuentes de la raza.” Habla luego
de las vestiduras que, a título de préstamo, pidieron de otras naciones, para
ocultar sus vagos tanteos primerizos, refiriéndose a “ciertas influencias de
pueblos extraños, que si un día pudieron servirnos de aguijón, --dice--, apenas
pueden ya servirnos sino de rémora.” Y añade: “es un repugnante lugar común,
cuando se habla de nuestras miserias, en particular de nuestras miserias
políticas, valerse del socorrido argumento de nuestro origen español, como si
este solo origen contuviese en germen todos nuestros males.”
Vuelve Unamuno a hacer una reflexión sobre el predominio del espíritu
francés en nuestra política, y del sentimentalismo francés, llevado a todas partes
por la revolución, que nos ha causado más daño que bien, según él. Luego, más
adelante insiste en que estas ideas, dichas en boca del personaje Ocampo,
merecen reproducirse en las revistas españolas de su tiempo, insistiendo en que
las páginas de Sangre patricia “encierran una robusta voz de ánimo y consuelo
que de América nos viene; de aquella pobre Venezuela, patria del Libertador,
de Simón Bolívar, que sufre ahora, con la corrosión de las disensiones
interiores, el constreñimiento del bloqueo de algunas potencias europeas.”
Insiste Unamuno en describir las virtudes narrativas de Díaz Rodríguez,
llegando en un momento a afirmar que esta novela acusa algo de tropicalismo,
117

noción donde me gustaría detenerme, pues ese “tropicalismo” se remarca


precisamente con el afrancesamiento de la literatura americana, justamente
porque muchos de nuestros literatos se han ido a vivir a París para recibir el
influjo de ésta, pues “es indudable que la literatura francesa es una gran
educadora de todo literato profesional, pero a condición de saber desligarse a
tiempo de su fascinación y de no dejarla que tuerza nuestro natural, aunque lo
corrija.”, pasando luego a señalar “cierto extraño hibridismo entre la expresión
tropical y eso que llaman decadentismo francés”, poniendo algunos ejemplos,
sobre todo uno, muy poético, con el cual termina el comentario del libro, donde
Alejandro Martí ejecuta una música al piano; este constituye de veras un
ejemplo elocuente del arte escritural de Díaz Rodríguez. Sólo citaré una
pequeña frase de éste, referido al mar: “El mar no replicaba si no cantando su
eterna antífona ronca, dilatando su eterna sonrisa, indiferente bajo el cárdeno
suplicio del crepúsculo.”

Miguel de Unamuno

Como dijimos, Unamuno realiza estos comentarios, uno en 1901 y otro en


1903 en el diario “La Lectura” de Madrid. En otro artículo de 1902 (2) intercala
varias aseveraciones sobre la condición del ser europeo en América, que tienen
que ver con ese decadentismo al que hace referencia Pedro Emilio Coll cuando
hace observar que lo que llamamos decadentismo en América “no es quizás
sino el romanticismo exacerbado por las imaginaciones americanas. La infancia
de un arte que no ha abusado del análisis y que se complace en el color y en la
novedad de las imágenes, en la gracia del ritmo, en la música de las frases, en el
perfume de las palabras, y que como los niños ama las irisadas pompas de
jabón”, encontrando en todo esto una razón poderosa para que la literatura
francesa ejerza grande influjo sobre los pueblos que empiezan a hacerse
118

tradición de cultura, y es que la literatura francesa es la que menos esfuerzo de


comprensión exige, la más clara y diáfana, la más brillante, la que nos da en
papilla el pensamiento universal, aunque sea debilitándolo”.
Es de hacer notar el fino humorismo de que hace gala Unamuno, cuando
apunta que “fueron los franceses los que me introdujeron el pensamiento
europeo, sacándome de este camaranchón de España, pero hace ya tiempo que
los tengo casi olvidados.”
Se vale pues, Unamuno de este comentario que realiza a “Hojas en un
diario”, ensayo del libro El castillo de Elsinor (Caracas, 1901) de nuestro Pedro
Emilio Coll, para introducir sus ideas sobre la literatura americana, francesa y
española, dando la razón a Coll al suponer que “las influencias extranjeras, lejos
de ser un obstáculo para el americanismo, le favorecen.”
Con la observación de estas ideas parece quedar claro que la mirada de
los hispanoamericanos al resto del mundo supera con creces la mirada que el
resto del mundo obtiene o arroja sobre nosotros: esos síndromes eurocentristas,
egotistas o titanistas de EE.UU con que solemos toparnos a diario se han
venido desvaneciendo en un mundo multipolar, que ha dejado lejos aquella
época donde las superpotencias parecían destinadas a gobernarnos y a decidir
nuestros gustos culturales, han venido cesando pese al acelerado peso de la
globalización; han venido palideciendo las tendencias informativas donde se
nos imponen a la fuerza modelos y formatos de crear o producir. Poco a poco
los países nuestros van saliendo del marasmo al que los han querido conducir
la mundialización de la información y la estandarización de los códigos
culturales; nuestros nacionalismos ya no son vacíos ni retóricos, sino modos de
emanciparnos y de otorgar dignidad a una idea más cabal de patria. Liberados
de mesianismos y quintaesencias, tenemos la opción de ir educándonos desde
adentro, desde las voces íntimas y hondas que nos lega la literatura, insertas en
el norte de la emancipación cultural Si la paz es tolerancia, inclusión,
participación, respeto a las diferencias y aceptación de la diversidad cultural; si
éstas hacen posible la convivencia y el equilibrio social a través del ejercicio de
la libertad individual para el bien colectivo, más allá de la limitación de las
ideologías, superando la política de las invasiones bélicas a otros países,
orquestadas la mayoría de ellas en los laboratorios del capitalismo “avanzado”;
si la paz da origen a una cultura del diálogo entre estos conceptos para superar
las carencias de un mundo donde aún se verifican genocidios y fratricidios,
entonces es sensato apostar por un nuevo concepto de paz entre escritores de
Europa y Venezuela, de Venezuela y el mundo, de España, Portugal y
Venezuela tal como lo hicieron en su momento Miguel de Unamuno, Manuel
Díaz Rodríguez y Pedro Emilio Coll, los cuales son, de hecho, puntos de
referencia para continuar construyendo ese diálogo.
119

NOTAS

(1) “Una novela venezolana”. Ídolos rotos. Novela por Manuel Díaz Rodríguez, Paris. Imprenta
española de Garnier Hermanos, 1901. 3,50 francos. Crítica aparecida en: La Lectura, Madrid,,
julio 1901. Pp63-72.

“Otra novela venezolana”. Sangre Patricia. Por Manuel Díaz Rodríguez, Caracas, 1902. Crítica
aparecida en La Lectura, Madrid, abril, 1903.Ambos artículos reproducidos en el libro: Miguel de
Unamuno. Americanidad, Selección y prólogo de Nelson R. Orringer, Biblioteca Ayacucho,
Colección La Expresión Americana, Carcas, 2002.

(2) Miguel de Unamuno. Obras completas, Tomo IV, Madrid, Escelicer, 1968, pp. 783-786.

(3) Nuestra América. Revista de Estudios sobre la Cultura Latinoamericana. Nº 4- Cultura


Venezolana. Porto Agosto-diciembre 2007.

[2012]
120

EL LÚCIDO MENSAJE DE MARIO BRICEÑO IRAGORRY

Debo confesar que me he sentido muy motivado con la lectura de Mensaje sin
destino, el breve pero sustancioso libro que Mario Briceño Iragorry publicó en
1950. Leído hoy nos parece de una actualidad sorprendente; las ideas están ahí
sostenidas con sinceridad y contundencia, movidas por una “angustia de lo
nacional”, que va a movilizarse en buena parte de las páginas de este denso
libro que Iragorry subtitula Ensayo sobre nuestra crisis de pueblo. Si al principio
del volumen se advierte una cierta reiteración y un dar vueltas gracias a ciertos
giros retóricos, luego se despeja en los diecisiete capítulos siguientes, donde su
autor logra dibujar buena parte de un sentimiento genuino de preocupación
ante el país, su historia, sus modos de ser y de una gama considerable de
perspectivas donde el autor empieza dibujando una serie de conceptuaciones
polémicas, pues atañen a Venezuela y los venezolanos, bien contextualizadas
dentro de la primera mitad del siglo XX, pero que podrían aplicarse al resto del
siglo. Ahora, en los albores del XXI, pudieran también éstas recobrar una
significación mayor.
Las cavilaciones de Briceño Iragorry cobran su sentido más cabal dentro
de una óptica que pudiera denominarse pesimista; pesimista no porque de
antemano Iragorry posea una posición fatalista o negativa de Venezuela, o se
adelante a vaticinar catástrofes sociales o económicas, sino porque se adelanta
121

en el rumbo de recuperar la voluntad para la reconstrucción nacional. Y esto es


precisamente lo que me ha llamado a glosar algunas de las ideas de este libro,
que pudieran ser fecundas dentro del debate que se lleva a cabo en la sociedad
venezolana actual.
En primer lugar, Iragorry asoma lo que él llama quiebra de la cultura, la
cual a su vez tiene que ver con la crisis de hombres asomada por el presidente
Eleazar López Contreras en 1937, cuestión que alarmó al mundo político de
entonces, pues los políticos aspiraban a cargos del gobierno. Briceño Iragorry
señala mas bien una crisis del sentido de responsabilidad de los funcionaros
públicos; sentido que a su vez apunta a la citada crisis de pueblo, la cual viene
expresada en varias facetas: crisis de igualdad; crisis de presunción; crisis de
egoísmo y crisis de libertad, entre otras, las cuales a su vez nos empujarían a
desconocer el deber con la Historia, así con mayúsculas. Nos dice que a través
de una puesta en escena retórica (“la comedia de las palabras”) no es posible la
concordia entre nosotros, no permite realizar el derecho ni dar otro sitio a la
justicia. Justo por esto, Iragorry insiste en retornarle a la Historia su carácter de
disciplina funcional, con la fuerza suficiente para elaborar las estructuras que
hacen la unidad conciencial del pueblo.
Sobre esta unidad conciencial descansaría un canon que da fuerza a las
naciones y “evita la relajación que provocaría en el genio nacional el sucesivo
cambio de las condiciones de vida.” Nos habla el autor trujillano de genio
colectivo, y no sólo de una historia cuajada de hechos portentosos. Sólo ese genio
colectivo daría sentido a una historia “que sirva como espina dorsal para la
estructura del pueblo.” Nos dice sin ambages que el hombre venezolano carece
de conciencia colectiva para el delito; ha vivido en trance permanente de
olvidar; no hemos sabido dar seriedad reflexiva a quienes han querido
compensar la desgracia cotidiana con el festivo ejercicio del chiste y la burla.
Mudado al olvido, recalca, puso de lado “los hechos sublimes de sus varones
ilustres y se dio a destruir en la disputa cantinal y caciqueril los signos que
debían haberlo conservado unido para el rédito del sacrificio. Otro rasgo que
señala es la pobreza de cultura, que sólo oye la voz de caudillos y demagogos,
sumergido en la tragedia dolorosa de la política, y desoye la de nuestros héroes
civiles como Fermín Toro, Cecilio Acosta, José María Vargas, Juan Germán
Roscio, Manuel Palacio Fajardo, Miguel José Sanz, López Méndez y Arévalo
González, entre otros. Concluye diciendo que el pueblo no ha podido asimilar
sus pensamientos, como tampoco ha asimilado la realidad integral de su
pasado, olvidando que él mismo es historia viva, y reclama voces que le
faciliten su genuina expresión; por ello pide ayudar al pueblo, sin olvidar que
somos una mínima parte de él. Debemos ayudarle, dice, “no a que grite como
aconsejan los demagogos, ni a que olvide sus desgracias, como vindicar a los
122

conformistas del pesimismo, sino a que reflexione sobre si mismo, sobre su


dolor y su destino.”
Para llegar a estas conclusiones, Iragorry ha debido organizar sus ideas
en capítulos breves, cuyas notas al pie suelen ser más extensas que el texto
principal, lo cual puede ser tomado como un artilugio formal que, a la postre, le
da buenos resultados, pues las notas ilustran con ejemplos cuanto ha dicho, y lo
hace en voz baja, remitiéndose a pruebas, estadísticas o testimonios. Nos llama,
en primer término, a incorporar a nuestro acervo fundamental nuevos valores
de cultura, y a ir contra los demasiado entusiastas historiadores, preocupados
en celebrar fastos, fechas y efemérides; o a la historia de tipo litúrgico dotada de
un esplendor rígido, con la que se ha pretendido compensar nuestras carencias
sociales. Tal carencia de densidad histórica revelaría a la vez una ausencia de
metodología, fijándose casi siempre en cabecillas que guían masas aguerridas
(para la libertad o el despotismo, los mismo da), dejando a un segundo plano lo
que podría llamarse la historia menuda, pequeña, la del pueblo civil como
factor de hechos constructivos. Se efectúa para él una suerte de “policía
histórica”, al estilo de Juan Domingo Perón en Argentina, aceptando unas
premisas sociopolíticas de tipo pesimista, erigidas sobre una supuesta
insuficiencia vocacional del venezolano para ejercer el poder de la nación.
Nos advierte asimismo del culto sentimental a Bolívar y a los padres de
la patria, en vez de hacerlos materia de reflexión. Llega al extremo de
ridiculizar la devoción hacia el Libertador, como si fuese la prolongación de una
fiesta a un santo patrono, para cubrir con su gloria lo mediocre y menguado de
nuestra realidad cívica, y de creernos con el derecho de poner sus pensamientos
por encima de todos, y al servicio de intereses extranjeros. Se trata del culto a
Bolívar, peligroso cuando se practica de modo mecánico y pragmático. Llama
la atención sobre Bolívar, a quien invita a abordar despojándole de sus aires de
arcángel, como lo hace según nos cita Iragorry en un ensayo, nuestro insigne
Santiago Key Ayala.
Quizá los capítulos más polémicos de Mensaje sin destino son los que se
refieren a observar nuestro pasado colonial, y a la tendencia de satanizar a
España como culpable de todos nuestros males. Nos dice ahí que practicamos
“la diatriba sin examen”, sin ejercicio de la crítica, “así sea ella dura e injusta”,
pues sin ésta no habría progreso en ninguno de los órdenes sociales. Nos dice
que es preciso remontar los momentos prístinos de nuestra gestación como
pueblo para poder comprenderlos, invitándonos de paso a releer la magistral
obra de José Oviedo y Baños. Nos dice el escritor que quizá sufrimos de
amnesia cuando se trata del imperialismo inglés (que despojó gran parte de
nuestra Guayana) durante el siglo XIX; nos invita entonces a considerar que el
pueblo venezolano es pueblo de trasplante y confluencia, cuyas raíces
123

fundamentales se hunden en el suelo histórico de España. Complementa esta


idea diciendo que nuestro país no puede obtener, ---con una mera
superposición de sucesos tribales--- la densidad social necesaria para aspirar a
ser nación, y que esas “pequeñas Venezuelas” pueden entonces explicar en
parte esa mentalidad anárquica, esa falta de continuidad, las cuales explican en
parte esa crisis de pueblo que nos hace sustituir un fracaso por otro fracaso, y
que vivamos en una crisis permanente de desorientación e inseguridad.
Después de una lúcida reflexión sobre el sentido de la tradición, donde
valoriza por igual las épocas donde hemos fallado como pueblo, y donde se ha
otorgado sólo un valor a la historia actual y desdeñado todo aquello que no se
identifica con nuestra ideología; hace un llamado a la conciencia histórica de la
tradición para luego entrar de lleno en el caso de la sociedad norteamericana, a
los antiguos pobladores del estado de Virginia en 1607, es decir, a una sociedad
puritana que incorpora elementos de la vieja Inglaterra, para reabrir con ello el
capítulo de revisión de la historia de España, insistiendo en la sobrevaloración
de Francia e Inglaterra como países dominantes y olvidando la funesta cultura
corsaria de éstos, usada para destruir las ciudades hispánicas de América.
Reconocer lo español no es, pues, necesariamente, volver a lo colonial.
Por ello, Briceño Iragorry rechaza tanto la leyenda negra como la leyenda
dorada, por lo cual se adelanta a decir: “Jamás me ha movido la idea de servir a
una desentonada hispanidad que pudiera alterar nuestra característica
americana”, pues considera que ese gran árbol hispánico se halla dividido por
la aventura del pueblo español, no por la Corona de Castilla.” Así, examina la
obra de la colonia de un modo polémico, sabiendo los riesgos que comporta tal
posición, y seguramente aceptando las críticas que puedan formulársele, pero
decidido a convenir en que “nuestro país surgió a la vida histórica cuando los
españoles comenzaron la conquista”, razón que le lleva por igual a buscar la
raíz de la vida venezolana, no en la selva que habitó el aborigen americano ni
en la jungla donde fue traído el esclavo doliente, ambos conjugados con el
español dominador para producir nuestro vivaz y calumniado mestizaje.”
Iragorry se queja de que las ideologías hayan hipertrofiando el
sentimiento hacia la patria, y que ello tenga una consecuencia en la visión que
se tiene de quienes forjaron esa patria, al endiosar a los próceres y alejarlos de
una valoración seria, llegando afirmar que “Ello engendró una enclenque prole
de enanos, incapaces de tomar por ejemplo sus acciones heroicas”. Revisa luego
la pretensión de los linajes llamados “puros” que, en una actitud racista,
desestiman la aportación africana, la ascendencia negra, otorgando valor a las
sangres mezcladas que corren por las venas de los venezolanos, llegando a
proponer “un examen de la aportación negra a la intelectualidad venezolana.”
124

En el capítulo séptimo del libro, Briceño Iragorry puntualiza acerca de las


condiciones requeridas para que haya un país político: formaciones morales y
espirituales que arranquen del suelo histórico para la vida de la colectividad; es
decir, el pueblo histórico que conforma el pensamiento y el carácter nacionales
por medio de la asimilación del patrimonio, y la posesión de un piso interior
“donde descansen las líneas que dan fisonomía continua y resistencia de tiempo
a los valores comunes de la nacionalidad. El conjunto social debe ser pueblo en
si mismo.”
Luego pasa a revisar la importancia de los partidos políticos
venezolanos. En la parte final del capítulo reseña también los vicios de estos
partidos: el personalismo, los jefes de turno, el incondicionalismo, la colocación
de los amigos (amiguismo), los funcionarios “toeros” que pueden ocupar
cualquier cargo sin contar con las condiciones. En la parte de las Notas a estos
capítulos Iragorry desarrolla de modo magistral los ejemplos: los grupos
oligárquicos que han operado en el país, los “cachos gordos” de los círculos
políticos, las antesalas ministeriales, las franquicias de la política personalista,
los traficantes de influencias (los llamados “contactos” o a las que se alude con
la expresión “tener una palanca” en los años 60), las parcelas de influencias, la
obtención de cupos en instituciones y universidades; la política como
revanchismo y en fin, la política como refugio de mediocres o incapaces que, a
la postre, son quienes protagonizan los peores vicios de nuestra sociedad.
En el capítulo catorce se aborda ante todo la desarticulación económica
debida a la hipertrofia de la riqueza petrolera; las influencias extranjerizantes
(especialmente en la cultura, en la música), la sustitución de la navidad
tradicional por la navidad norteamericana (que incluye la sustitución de la
hallaca por el pavo gringo) donde se aclara que la expresión “multisápida”
pertenece a Mario Briceño Iragorry y no a Rómulo Betancourt, quien la
popularizó.
En los capítulos finales se observan algunas otras ideas, como la de los
inmigrantes en nuestro país. Iragorry pasa a anotar otras manifestaciones de
desequilibrio en la vida nacional, y la crítica de sus valores sustantivos, una
conciencia del deber: la defensa de nuestro canon histórico, la necesidad de una
unidad conciencial del pueblo que ya e mencionó al principio de esta glosa,
para pasar luego al grave problema de la guerra y la quiebra de valores que
padece la cultura universal, en la cercanía del nuevo milenio (Iragorry le llama
“milenario”). En este sentido, el escritor trujillano se nos presenta como un
adelantado y un visionario, pues es lo que está sucedido justo ahora, cuando
acabamos de arribar al inicio de la segunda década del nuevo siglo y milenio,
donde se producen nuevas invasiones bélicas por parte de las grandes
potencias europeas y norteamericanas a países africanos como Libia, Egipto o
125

Costa de Marfil, precedidas por las invasiones a Irak o Afganistán. En 1950,


cuando Iragorry publico Mensaje sin destino, se acababa de decidir el ataque a
Corea del Norte en el seno del Consejo de Seguridad de la Organización de las
Naciones Unidas; tampoco se había producido la invasión de Estados Unidos al
Vietnam, hecho que dejó en ridículo al gobierno de los Estados Unidos ante la
conciencia política mundial.
Briceño Iragorry estaría hoy decepcionado de lo que ocurrió en
Venezuela durante la segunda mitad del siglo XX, cuando los partidos políticos
venezolanos, en vez de cohesionarse internamente y dar respuesta a los
problemas del país, fueron debilitándose, debido justamente a muchos de los
vicios que se apuntan en Mensaje sin destino. A estos graves problemas de la
guerra se agregan dos problemas mayores: el del cambio climático producido
por la contaminación del medio ambiente y el flagelo de la droga. A estos le
siguen la corrupción administrativa en el ámbito de poder, que apunta hacia el
lucro individual. Como bien dice Briceño Iragorry en su ensayo: “El lucro ha
quebrantado la lógica de la reflexión, y la política y la guerra se miran como
felices oportunidades de pingues ganancias.”
A este estado de cosas se agrega “una crisis espantosa de fe” y la quiebra
de valores que padece la cultura universal, especialmente de valores morales,
alimentada por una cultura de la comodidad y el facilismo, de unos seres ultra
civilizados que practican el racismo de modo coordinado, como es el caso de la
llamada globalización, la mundialización tecnológica del planeta que está
llevando al hombre a un delirio cibernético.
Cierra Briceño Iragorry su ensayo en el nublado tiempo de crisis de la
civilización universal, y del curso fatal de la crisis de lo privativo venezolano,
en medio de un oleaje amenazante de la guerra en gestación. A todo esto, dice
Briceño, debemos deshacernos de toda actitud milenarista para “seguir
discurriendo como si la nube cargada de tormenta fuese a parar sin daño
alguno sobre nuestro destino.” Y prosigue: “Habrá una generación que
comprenderá nuestro dolor”, nos dice. “A tantas crisis como azotan a nuestro
pueblo no agreguemos la crisis de la desesperación y de la angustia, remata el
escritor andino, dejándonos así un poco de esperanza para continuar.
Creo que, en este ensayo, Mario Briceño Iragorry se ha jugado su carta
principal, haciendo en ella una síntesis de su pensamiento. Nosotros,
venezolanos de hoy, podemos asimilar buena parte de estas ideas para otorgar
sentido a una lucha moral y cultural donde puede estar la clave para la
reconstrucción nacional y la superación de nuestro destino de pueblo.

[2012}
126

RAFAEL ZÁRRAGA Y LA HISTORIA MENUDA

Rafael Zárraga, sentado, junto a Elisio Jiménez Sierra

Valle feraz, planicie mojada, montaña irisada, el Yaracuy siembra en si


misma sus semillas, hace volar su polen para autoprocrear su paisaje en aldeas
y pequeños pueblos donde la memoria se niega a desaparecer. Cocorote es uno
de ellos. Cocorote, con su nombre de pájaro invisible y su cacofonía extraña,
siempre ha estado ahí con sus “cerritos” donde se fundó por primera vez el
estado, siempre fue una ciudad entrañable y cercana. Sus largas calles nos
transportan siempre a un frescor, a una brisa fría que nos hace sonreír.
En el último año, cada vez que entro a Cocorote, siento que algo falta. No
es algo, es alguien, es Rafael Zárraga. Verlo a él en su pueblo era visitar la
historia menuda, las anécdotas donde los personajes surgían espontáneos,
tocados por la naturalidad. Con gracia, Zárraga sabía evocar y narrar historias
de gente del pueblo, cualquiera que fuese su oficio, les sacaba brillos y los hacía
vívidos, con un toque de humor donde saltaban chispas de ironía, de sarcasmo
ácido o escatológico.
La misma naturalidad la tenía Zárraga para escribir. Poseía una
capacidad innata para crear personajes, que es quizá lo más arduo de la
escritura narrativa. Del personaje, Zárraga hacía germinar todo, además de los
diálogos: el paisaje, el entorno, las descripciones. Con fluidez incomparable,
Zárraga nos hace ver, desde sus personajes, el mundo; los seres y las cosas
127

encarnan pronto en sus historias y se hacen palpables, visibles, verosímiles. El


poder de la ficción radica aquí en la reinvención por el lenguaje, en la capacidad
que tiene el narrador para internarse en los meandros de un lenguaje muy
plástico, rico en imágenes, en brillos poéticos, y en extraer sonidos o visos de un
mundo donde cada cosa posee un color peculiar, y puede ser trabajado al
amparo de una anécdota, con un paisaje de fondo muy preciso e identificable.
Desde sus primeros cuentos contenidos en libros como Nubarrón o en La
brasa duerme bajo la ceniza, Zárraga demostró esa capacidad para manejar un
lenguaje que se adapta perfectamente a las necesidades de la anécdota, que hace
visibles a los personajes de inmediato y los hace moverse o pensar o sentir con
una naturalidad admirable. En otros libros de relatos suyos como Casi tan alto
como el campanario y Cuatro cuentos, Zárraga sigue profundizando en su trabajo
como cuentista, deteniéndose esta vez en renovar las estructuras narrativas del
relato, como lo muestra en textos como “Concierto Para muchas vidas y un
ánima sola” y “Esa mañana un gato”.
No olvidemos que Zárraga es un experimentado dramaturgo, que ha
logrado en sus piezas Al fondo del espejo, Aquel Faustino Parra y Elisa morirá esta
noche momentos memorables dentro del teatro regional, y que ahora deben ser
vistas desde una perspectiva más vasta dentro del teatro venezolano y
latinoamericano, y que esa circunstancia aporta elementos para construir sus
personajes desde adentro, desde los conflictos internos. A estos personajes los
aprovechará en adelante en el ámbito de la novela: La última oportunidad de
Magallanes y Las rondas del obispo constituyen ciertamente obras significativas
dentro de esta línea. En la primera de éstas vemos cómo Zárraga intenta narrar
historias simultáneas dentro de una voluntad experimental; un partido de
béisbol jugado por el equipo Magallanes y una travesía marina ejecutada por el
famoso navegante Fernando de Magallanes. Dentro del formato de la novela
breve, Zárraga logra salir airoso con una obra fresca, que trabaja tanto el
lenguaje contemporáneo y la jerga deportiva, como la recreación del lenguaje de
la época del Renacimiento. Lo más notable de La última oportunidad de
Magallanes es quizá su carácter lúdico, su voluntad de acercarse a los registros
del argot popular, para hacerlos dialogar con las circunstancias históricas de un
personaje sustantivo en el proceso de los viajes europeos al Nuevo Mundo
durante el siglo XVI, y que cumple la proeza de dar por primera vez la vuelta al
mundo.
Las rondas del obispo, en cambio, opera de otro modo. Se trata de una
novela profusa, ambiciosa no solo en su estructura sino en su prosa aluvional,
que aborda una gama enorme de personajes y situaciones, amalgamadas en una
obra que luce a veces desmesurada o caótica, forzada o recargada, desbordada
en su ambición argumental y poco cuidada en el tratamiento de su lenguaje;
128

muchos de sus personajes no tienen resolución posterior ni continuidad dentro


de la trama. Sin embargo, la novela ofrece un buen fresco de escorzos o bocetos,
o se apodera de momentos verbales eficaces.
Otra de las actividades sustantivas de las ejercidas por Zárraga durante
su vida fue el periodismo, un periodismo que le sirvió para foguearse en los
medios radiales o impresos como locutor y guionista de sus propios programas,
y dentro del medio impreso como articulista o cronista. Primero en diarios
regionales y luego en “El Nacional” de Caracas; después en San Felipe en los
diarios “Porqué” y “Yaracuy al día” Zárraga cultivó la crónica como una forma
literaria digna, que continuaba acercándolo a sus gentes y a su terruño, a sus
costumbres, y a identificarse con las luchas sociales del pueblo venezolano.
Zárraga se hizo acreedor dos veces del prestigioso Concurso Anual de
Cuentos de “El Nacional” con los relatos “Nubarrón” y “La brasa duerme bajo
la ceniza”. Por ese motivo, el periódico le premió con una beca de estudios en
Italia, que el escritor aprovechó para iniciar o culminar otras obras suyas.
Siempre atento a la pequeña historia local, Zárraga supo serle fiel a los
personajes cotidianos de esquina, de bodega, de acera de calle, campesinos,
sumergiéndose cada vez más en ellos sin caer en la tentación de las modas
narrativas. No formó parte de grupos ni se dejó deslumbrar por los honores
metropolitanos.
Fue igualmente conocida su afición por la música de tango y por el
ajedrez. En su famosa “pagoda” de Cocorote acopió una rica biblioteca y la hizo
lugar cálido, para reunirse con sus amigos a leer literatura, jugar ajedrez, a
escuchar música y a interpretar tangos, a cantar o a tomarse sus whiskies para
celebrar la vida. Allí acudimos varias veces sus amigos bohemios, guitarristas,
músicos, poetas, escritores, profesores, pintores: todos a compartir la alegría de
las cosas sencillas, la buena música, la buena lectura, el buen trago, el bocado
exquisito y la sabrosa conversa. En el Yaracuy se le recordará a Rafael Zárraga
por su capacidad de disfrutar, por escribir sin prisa pero si pausa, de compartir
con las gentes del pueblo, de cantar y de crear, de viajar con nosotros por todo
este verdor asombrado que se llama el Yaracuy, a quien él dio y legó lo mejor
de su sincera humanidad.

[2008]
129

DOS SÍMBOLOS CULTURALES DEL ESTADO YARACUY

María Lionza, de Alejandro Colina

El cacique Yaracuy

Ya todos los historiadores oficiales saben hasta la saciedad (algunos se


solazan en ello) que la figura histórica llamada Cacique Yaracuy, certificada por
documentos que prueben su existencia, no tiene entidad real. No hubo un
Cacique Yaracuy como sí hubo un Cacique Guaicaipuro, un Cacique Tiuna, un
Cacique Chacao o uno Guaicamacuto. Como todos saben, el Cacique Yaracuy
fue una invención de Rafael Bolívar Coronado, uno de los polígrafos más
divertidos y humorísticos que ha tenido Venezuela, quien asumió numerosos
seudónimos para sobrevivir como escritor. Ya es harto conocida también la
circunstancia: Bolívar Coronado llama a su amigo Héctor Blanco Fombona, a la
sazón Gobernador del Estado Yaracuy, para decirle que anda mal
económicamente y le encuentre algo qué hacer. Blanco Fombona le dice que se
ponga a escribir una historia de los Caciques de Venezuela; Coronado replica
que él no sabe nada de Historia ni de Caciques y Fombona le dice con su
peculiar estilo: “Pues invéntela, Coronado, invéntela”. Ni corto ni perezoso,
Coronado se puso a trabajar y escribió un magnífico perfil del Cacique Yaracuy,
con el que nace este Jefe Indio. Y esto me parece una maravilla.
Años después el Gobierno Nacional, durante la Presidencia de Pérez
Jiménez, contrató al gran artista Alejandro Colina para que realizara varias
esculturas de caciques en Caracas y el interior, así que hizo a Tiuna, Chacao y
Guaicaipuro entre otros; para no quedarse atrás, el gobernador Héctor Blanco
Fombona contrató a Colina para que hiciera la escultura del Cacique Yaracuy,
130

que fue inaugurada el 28 de marzo de 1952, en cuyo pedestal se inscribió el


siguiente texto de Bolívar Coronado: “Jefe Supremo de las tribus que poblaban la
región de Uadabacoa. Se enfrentó a los conquistadores en defensa del suelo natal.
Organizó un inmenso ejército y derrotó a los invasores en la batalla campal de
Cuycutúa. Atacado por García de Darciles y Diego de Lozada, fue vencido y hecho
prisionero. Murió arcabuceado en lucha con sus guardianes.”

El Cacique Yaracuy

Este extraordinario texto apócrifo le otorga identidad simbólica al


Cacique, identidad avalada por dos grandes artistas que jamás podrá ser
borrada por nadie, por la sencilla razón de que una colectividad y un pueblo
necesitan de sus mitos y de sus símbolos para afianzarse como tales. Por lo
demás, resulta imposible que no haya habido ningún indio bravío –fuese
cacique o no— que no haya deseado adoptar un nombre tan bello como
Yaracuy para ponérselo él o dárselo a alguno de sus hijos, es improbable que no
haya existido un grupo de indios con ese nombre, como también es imposible
que ningún indio caquetío haya tenido los cojones de hacerle frente a algún
conquistador español. Si éste fue anónimo o no, recogido o no por los cronistas
españoles (que de paso reseñaban sólo lo que le interesaba a la Corona), eso es
otra cosa.
Lo que sí no pudieron obviar fue la presencia del Negro Miguel de Buría
y de su mujer la India Guiomar (su nombre es un apócope de María La
Guiadora), una verdadera jefa de tribus que se alió al Negro Miguel para
defenderse del conquistador Juan de Villegas, que había llegado al Valle de
Uadabacoa buscando oro en las minas de Buría y fundó a Barquisimeto por
pura casualidad. Villegas usó a Miguel para que le sirviera de guía o mas bien
131

de sabueso –pues era el único hombre que podía oler el oro— lo usaba como un
animal humillándole, hasta que Miguel se cansó, se rebeló e internó en la selva
de Buría con un pequeño grupo de indios y negros. Entonces Villegas comenzó
a enviarle hombres para que lo apresaran, pero Miguel ya estaba organizado
con su pequeño séquito, se defendió y se coronó Rey junto a su esposa la Reina
Guiomar. Sólo hay que imaginarse un Reino así, rodeado de animales, pieles,
flores, oro, soldados criollos, para darse cuenta de la gran poesía que esto
encierra, un verdadero símbolo de resistencia y de belleza frente a la crueldad
espantosa de los conquistadores españoles. Miguel les hacía frente a los
hombres de Villegas y los aniquilaba. Villegas le enviaba cada vez más hombres
y Miguel se los seguía echando al pico, hasta que Villegas se cansó y le envió un
ejército que los tomó por sorpresa en la noche y los diezmó. La india Guiomar
logró escapar y se lanzó desde un altísimo risco y cayó al abismo de un río y la
dieron por muerta. Pero Guiomar estaba malherida y se fue recuperando poco a
poco, se hizo a amiga de los animales, a los que encantó y domó y convirtió en
sus protectores. Se cubrió con pieles, comió frutas, construyó chozas y montó en
una danta o en una onza. Así Guiomar, María La Guiadora, María de la Onza,
se transformó en María Lionza. Ahí empezó la leyenda y el mito. Leyenda que
por su belleza y representatividad se va difundiendo y alcanzando carácter
sagrado entre los indígenas; mito que por su profundidad lunar, acuática y
femenina, va adquiriendo rasgos de extraordinaria belleza; los mismos monjes
capuchinos y prelados de la iglesia lo protegen, así como protegieron al indio
Coromoto en Guanare. En Nirgua, los monjes capuchinos protegieron a María
Lionza de los asedios de los conquistadores, asociándola eclécticamente a la
imagen de la virgen María, en un acto de sincretismo religioso le otorgaron el
nombre de María de la Onza de Talavera de Nívar. El mito se extiende por todo
el país y por toda Latinoamérica, y es hoy posiblemente el mito pagano
femenino más importante del país y de América Latina.
De modo que el Negro Miguel de Buría alcanzó rangos de mito, fue el
primer negro en rebelarse abiertamente contra la Corona (1552), mucho antes
de Andresote en Marín, que era un hombre arrojado y valiente pero un
contrabandista sin ideales. Y el Cacique Yaracuy también lo logra en el nombre
de una etnia y de una raza que simboliza a todos los indios de estos valles de
Lara y Yaracuy que antes eran uno solo, a toda la fuerza indígena rebelde que
lucha por su tierra y por su libertad, un símbolo ingenuamente acuñado por el
escritor Bolívar Coronado y por el escultor Alejandro Colina, en una poderosa
simbiosis encarnada en la imagen de un indio que junto a un jaguar se empina
dirigiendo un brazo hacia el cielo, hacia el porvenir con una fuerza prodigiosa.
Gracias también a la arbitrariedad del viejo Héctor Blanco Bombona, que por
algo era hermano del gran escritor modernista Rufino Blanco Fombona, una de
132

las plumas más notables del continente, quien por cierto escribió un brillante
ensayo sobre El conquistador español del siglo XVII, donde muestra el sinfín de
crueldades y engaños que estos seres cegados por la codicia propinaban a
nuestros indígenas. Rufino Blanco Fombona había sido a su vez Presidente del
Estado Bolívar, después de la caída de Juan Vicente Gómez, tirano a quien se
opuso acérrimamente.
De modo que poco importa la existencia documental del Cacique
Yaracuy. Lo que importa en este caso es lo que simboliza e identifica: a un
Estado que lleva su nombre con orgullo, encarnado en una de las imágenes más
hermosas con que cuentan el arte y el imaginario venezolanos.

María Lionza de vuelta

Con el correr del tiempo, María Lionza se ha venido acuñando como el


mito pagano más importante de Venezuela; tal importancia no ha sido gratuita
ni sencilla. El mito ha sido examinado por historiadores, mitólogos,
antropólogos, sociólogos, novelistas, poetas y trovadores; su difusión ha salido
de las fronteras nacionales y encontrado exegetas en otros países,
investigadores y escritores serios que han hablado de su significación. Para
llegar al rango de mito ha debido llenar una serie de requisitos; primero ha sido
imagen, luego leyenda. Pero el mito es la categoría mayor, y como tal cumple
las condiciones simbólicas necesarias para alcanzar ese rango. Se trata de un
mito lunar, acuático, femenino y sincrético que sintetiza una serie de fuerzas
naturales y cósmicas provenientes de nuestros indígenas caquetíos y jirajaras
habitantes del Valle de Vararida; éstos se hicieron eco de una fuerte influencia
133

mesoamericana y la fueron transmitiendo de generación en generación, como


forma de resistencia de esas etnias frente a los desmanes de los conquistadores
españoles. A la vez, fue usada como símbolo sensual y natural (Federmann
llamó a Vararida “Valle de las Damas” por la enorme belleza de sus mujeres
indias) frente a la imposición por la fuerza de símbolos que la iglesia católica
quiso hacer a los antiguos pobladores del valle.
También posiblemente esté ligada a la imagen del Negro Miguel de
Buría. Elisio Jiménez Sierra sostiene que la Reina Guiomar (María la que guía,
María la guiadora) era esposa del negro Miguel, que se declaró Rey de Buría
como modo de rebelarse contra el conquistador español Juan de Villegas (que
había venido a buscar oro y se encontró por casualidad a Barquisimeto), quien
le tenía como esclavo. Tras una serie de arremetidas que Villegas había hecho a
Miguel a objeto de atraparle, y ante la negativa de éste de continuar “oliendo
oro” como un sabueso para saciar la codicia de Villegas, Miguel se internó en la
selva de Buría y fundó su propio reino y formó un pequeño ejército de indios y
negros que fueron dando pelea a los grupos de hombres armados que le
enviaba Villegas. Así que una noche el ejército de Villegas decidió emboscarle,
masacrando a la mayoría de sus hombres y matando a Miguel; pero Guiomar
logró escapar esa noche y sobrevivir sola a duras penas entre animales salvajes:
jaguares, boas, pumas, pájaros. Un día montó desnuda sobre una danta y fue
vista por un soldado de Nirgua. Ahí comienza la leyenda. Y el mito cuando esa
imagen se acuña para servir a una serie de rituales que poco a poco van
ganando fuerza en la población indígena, hasta adquirir el rango de diosa. Ella
habita las montañas de Sorte y Quibayo, y ya no anda desnuda por la selva sino
sentada en su trono, vestida con un manto azul de bellas pieles, ataviada de
plumas de colores y joyas de oro, acompañada de tapires hembras, pumas,
boas, jaguares y chivos. La danta donde monta es invulnerable a todo tipo de
armas. Tiene el poder de petrificar a la gente mala, a los avaros, a los ladrones y
saqueadores. Cuenta con una legión de sacerdotes indígenas, --llamados los
piaches— y acepta ofrendas y tributos. Su belleza era tal que tenía prohibido
por los piaches mirarse en los espejos del agua, pero un día se miró en un lago
sin querer y quedó hipnotizada por la propia magia de sus ojos azul índigo, y
entonces comenzó a tronar en el cielo y la tierra a abrirse y vino un torbellino y
un terremoto y un diluvio y comenzaron a salir montañas de la tierra y se
formaron la montañas de Chivacoa llamadas Sorte y Quibayo, donde habitan
pájaros e insectos maravillosos y las heliconias más bellas de la tierra, ríos
mágicos, grutas hechizadas, parajes edénicos que dan cobijo a los duendes y
seres y personas humanas que rinden pleitesía al espíritu de la diosa que vive
para siempre en esos parajes.
134

Del mito participan tres culturas: la de recolectores, cazadores y


pescadores: otra de agricultores de la cultura amazónica, y una tercera cultura
andina cuya base es el agro cultivo. Según Gilberto Antolinez “sincretiza estas
capas espirituales en el terreno de la religión y la magia.” Luego de la
Conquista, continúa absorbiendo fábulas de la tradición europea, para
refundirlas a su centro original aborigen. Su poder de madre lunar y acuática se
ha mezclado a las de las imágenes benefactoras de las vírgenes cristianas,
estableciendo un nuevo sincretismo. Puede sanar enfermedades o procurar
fortuna, sola o con la ayuda de otros santos o de héroes históricos o populares,
o del panteón africano o de los santos de la iglesia.
Recientemente, se ha traído a Chivacoa una réplica de la escultura de
María Lionza que el gran escultor venezolano Alejandro Colina (1902-1975)
realizara en 1951. En un loable gesto, el Alcalde de Caracas Freddy Bernal ha
donado esta magnífica réplica al pueblo del Municipio Bruzual cuya capital es
Chivacoa y al pueblo de Yaracuy, gesto que debemos agradecer. Alejandro
Colina trabajó una escultura que muestra una india de formas extraordinarias,
de líneas fuertes que la presentan completamente desnuda montada a
horcajadas sobre una danta, con los brazos en alto sosteniendo una pelvis
femenina (es decir, reforzando su feminidad). Se trata de una representación
inédita entre nosotros: ningún escultor antes había tenido la osadía de presentar
una figura femenina de tales dimensiones y con tal contenido sen(x)sual; hasta
ahora habían sido caciques y próceres civiles o militares, pero nunca una mujer-
símbolo. Colina se valió una piedra especial utilizada en la construcción de
edificios; no se trata del tradicional vaciado en bronce ni del tallado en piedra,
por lo cual ha de considerarse una innovación, pues se trata de una piedra
artificial altamente resistente.
María Lionza había sido concebida para ser pebetero de los Juegos
Bolivarianos en 1951 y estaba destinada a formar parte de una obra
arquitectónica para el área deportiva de la Ciudad Universitaria de Caracas;
pero el proyecto no tuvo lugar y la escultura fue colocada en la autopista
Francisco Fajardo de la ciudad capital. Desde entonces no ha dejado de ser
objeto de adoración y culto; miles de personas le han hecho allí ofrendas,
tributos, ritos, dejándole flores, coronas, oraciones escritas, cartas de
agradecimiento, velas, monedas; convirtiéndola en la diosa con más adeptos en
Caracas y el resto del país. A fuerza de estar colocada en una autopista de tanto
tránsito de automóviles recibiendo smog, humedad, sol, lluvia, contaminación,
la estatua se resintió y comenzó a deteriorarse gravemente, por lo cual hubo de
ser restaurada pieza a pieza por el gobierno bolivariano, en un loable esfuerzo
de reconstrucción jamás antes intentado. Durante la Semana Santa acuden a los
santuarios de Sorte y Quibayo en Chivacoa de diversos puntos del país y de
135

países extranjeros, cientos de fieles a rendirle reverencia y darle gracias. María


Lionza se transforma así por vía de los rituales indígenas y de los rituales
cristianos del pueblo en una deidad pluricultural, que responde a necesidades
religiosas tanto cristianas como paganas de los cultos indígenas, africanos y
occidentales. Pese a que existe la parte problemática de la superchería o magia
negra que da origen a una serie de supersticiones nefastas asociadas a la
brujería, no debemos ver a María Lionza en ese sentido, pues se trata más bien
de un mito raigal, fundador. Hay cristianos serios que aún quieren ver en María
Lionza una encarnación del mal o un culto satánico cuando no es así; se trata
primero de una leyenda proveniente de la historia y luego de un mito surgido
de la imaginación y de las necesidades espirituales de nuestros indígenas;
rasgos indios que mantenemos hasta hoy. Era tan importante María Lionza para
nuestros indígenas que los frailes capuchinos la protegieron de las agresiones
de los conquistadores, asociándola a la imagen de la virgen María, en este caso
la Virgen María de la Onza de Talavera de Nívar (Nirgua). Lo que ocurre es que
ahora está la situación de los ritos mágicos, los médiums, los despojos y todo
eso, y la iglesia no puede aprobar tales prácticas. Pero tampoco la ha atacado en
demasía; hay cierta reverencia y respeto por parte del clero. De cualquier modo,
se trata de un símbolo que posee alto valor histórico y cultural y es patrimonio
de todos, pues en el fondo acuña nuestro mestizaje, la mezcla étnica de indios,
negros, blancos, criollos, mulatos, europeos, americanos y africanos que han
pasado por Venezuela y se han visto reflejados de algún modo en la mujer-
madre, en la gran benefactora natural, el vientre universal donde de donde
surgen muchos grupos étnicos y nacionalidades unidos por luchas comunes, las
cuales han venido conformando el crisol del temperamento venezolano:
generoso, tolerante, hospitalario, alegre, trabajador, festivo, abierto a todas las
influencias, a las buenas y las malas: admiramos por igual y con todo y defectos
a mexicanos, argentinos, chilenos, peruanos, ecuatorianos, bolivianos,
estadounidenses o españoles, sin esperar nada a cambio.
Invito a ver en María Lionza a uno de nuestros principales patrimonios,
como un símbolo de unión y sensualidad, de fuerza telúrica, de reafirmación
mágica de lo americano. He insistido siempre también en el carácter
representativo más que histórico del Indio Yaracuy, poco importa si existió o no
como cacique, repitiendo la archisabida anécdota de Bolívar Coronado
inventando al cacique por solicitud del entonces gobernador Héctor Blanco
Fombona para que escribiera la historia apócrifa del Cacique, anécdota que por
lo demás me parece genial. Parte de ese texto inventado de Bolívar Coronado se
halla estampado en el pedestal de la estatua del Cacique Yaracuy situada en San
Felipe al final de la Avenida La Patria; escultura realizada también por el
mismo escultor Alejandro Colina y que ya hemos adoptado como nuestra, pues
136

el pueblo –el imaginario colectivo— tiene una necesidad imperiosa de símbolos


para poder llevar a cabo sus sueños y proyectos, de tal modo que el Indio
Yaracuy ya está acuñado en la memoria colectiva como un símbolo nuestro y
nadie podrá borrarlo.
Esperamos que la colocación de esta importante réplica de la escultura
original de la María Lionza en la entrada de la ciudad de Chivacoa constituya
un reconocimiento del pueblo del Yaracuy a uno de los mejores símbolos de
nuestro patrimonio cultural y espiritual, y también a uno de los artistas más
admirables de nuestro país: el escultor caraqueño Alejandro Colina.

[2006]
137

Segunda Parte
VISIONES DE CONJUNTO
138

LIBRO, LECTURA Y ESCRITURA:


PRINCIPIOS INTERACTIVOS

El libro, objeto misterioso

El libro del que hoy hacemos uso es un invento relativamente reciente. Es un


objeto al que siempre acudimos en busca de muchas cosas, pero esas cosas que
buscamos en los libros siempre son cosas que se sitúan más allá del libro, lo que
necesitamos de un libro es algo que se sitúa en una zona de ausencia, en una
zona abstracta que llamamos conocimiento, saber, placer o información, y
puede ser todas estas cosas juntas. Es una zona que en el libro empieza a
adquirir cierta palpabilidad, pues allí estamos cumpliendo un acto de
desciframiento del mundo o de la realidad, o de las realidades del mundo, o del
mundo de las realidades, como lo queramos llamar: es un mundo que
convocamos cuando ejercemos el acto de leer. Digamos que el libro contiene
bajo la forma de las palabras aquello que hablamos, aquello que pensamos,
sentimos, soñamos o imaginamos, y al hacerlo el libro entabla con nosotros un
diálogo silencioso que nos piensa y hasta pudiéramos decir que nos imagina,
pues nos hace partícipes de mundos insospechados.
El libro contiene elementos cifrados en palabras, en símbolos de
pensamiento y en símbolos mentales engendradores de todo tipo de situaciones
139

que convocan las presuposiciones de la filosofía, los ritmos de la poesía, los


relatos de la tradición, el tejido de las costumbres, la historia de las ideas. Y
éstas pueden dar origen al análisis de la investigación científica, a los
documentos comentados que constituyen la historia y a los distintos ideales del
arte. Todas estas pretensiones tiene el libro, el cual no es más que un objeto
frágil que apenas atrapa una parte ínfima de la vida humana, mucho menos
importante que el sencillo acto de existir y de pensar; incluso de pensar sobre él,
sobre el libro.
Posterior a la oralidad, el libro no existiría sin ella, sin un lector que
pueda pensar y hablar, sin necesidad de leer. Lo que ocurre es que el libro cifra
nuestra memoria y luego la esparce para que sea del otro, de los otros. Hace
varios siglos, los libros eran papiros o pergaminos, manuscritos de un oficiante
especializado que de modo ritual se sentaba a una mesa a fijar las palabras
trabajosamente, con métodos rudimentarios. En la Edad Media, ámbito de
nacimiento del libro y de la cultura letrada, no eran los escritores sino los
juglares y los clérigos los responsables de divulgar el saber, las costumbres o los
valores de la sociedad. Los sacerdotes y los cantantes populares tenían un
mayor peso en la familia o en la población que los escritores o profesores. Los
juglares –los cantantes— generalmente ajenos a la lengua oficial y a la cultura
de la iglesia eran quienes divulgaban, a través de las cantigas o los cantares de
gesta, aquellos mensajes, se ganaban la vida frente a un público y eran los
responsables de transmitir la música o la literatura con gestos, acrobacias,
mimos, canciones o poemas.
La cultura oral es entonces la que crea el ámbito principal del saber, y no
el libro. La comunicación oral, a diferencia del libro, permite la proximidad real
y se apoya en la memoria, e insiste para que ésta no se diluya. Por eso es que el
lenguaje literario y poético surge como modo de recuperar la información
cultural que se va extraviando y puede memorizar mitos, leyes, técnicas, ritmos
y concepciones del mundo que de otra manera se hubiesen perdido.
La escritura surgió hace como seis mil años, y si somos más rigurosos y
nos referimos a la escritura alfabética, tendríamos que situarla alrededor del
año 1500 antes de Cristo.; fue siempre minoritaria frente a la actividad de los
juglares. Aunque a veces se apoyaban mutuamente, ambas prácticas engendran
modos distintos de situarse ante la realidad: la mente estructurada por la
palabra escrita o sin ella, afecta sin duda el mensaje final, aquello que desea ser
expresado.
Por otro lado habría que citar el papel de la Iglesia con sus prácticas
evangelizadoras, que requieren de un esfuerzo de adaptación por parte de los
clérigos o sacerdotes, para llevar a cabo sus sermones o cantos a través de las
ceremonias, del ritual de la misa o de las procesiones, como modos de asegurar
140

a sus siervos. Así, durante la Edad Media, el libro no tuvo ninguna influencia en
las gentes corrientes, pues fue una expresión minoritaria localizada en eruditos,
escribanos de la Iglesia, formas sacralizadas que suponen el racionalismo de esa
Iglesia, heredado de la cultura aristocrática de los griegos y los romanos; en el
fondo es una fijación de la letra que suponía una autoridad del texto. Entonces,
un libro como la Biblia asume la autoridad máxima de ese texto y se erige como
referencia máxima de lo escrito. Pero la Biblia es un texto que se lee en un culto,
en una misa, fue y sigue siendo un texto colectivo basado en una lectura social y
ritual, que de éste modo subraya aún más su carácter de texto máximo. Aunado
a ello está la catedral, antiguo espacio público del libro, espacio donde acuden
los iletrados y los analfabetos a escuchar palabras emanadas de su libro. El
templo surge así como marco de la cultura, donde el libro es un vehículo para
obtener cosas más importantes. Sin embargo, la Biblia comienza a ser objeto de
fetichismo, de libro único. Mientras que en aquel tiempo la biblioteca era un
coto cerrado y las viviendas se reducían a ser espacio de meras labores físicas,
plazas y calles surgen como espacios donde se da rienda suelta al vocabulario
familiar para representar obras cómicas o vulgares (del vulgo, del pueblo); así,
el espacio público es esencialmente de diversión y risa, mientras que en los
templos se iba a oír las palabras del Gran Libro (la Biblia), y a purgar los
pecados.
Tenemos entonces que los refranes, las fábulas morales, los cuentecillos
chismosos –que son recogidos luego por escritores prominentes como Bocaccio
y Chaucer— fundan en estos autores la literatura narrativa en Italia e Inglaterra
respectivamente. Vemos cómo los llamados cuentos literarios no son sino
redacciones artísticas de estos cuentos folklóricos y tradicionales.
Con todo esto queremos indicar que la cultura o civilización del libro
(cultura proviene de cultivo y civilización de ciudad) mantuvieron antes unas
formas canonizadas dominadas por muy pocos, sólo visibles gracias a unas
técnicas muy específicas, que independientemente de sus contenidos siempre
pretendieron poner límites y racionalizar la existencia del continuum vital,
mediante el ejercicio de los signos escritos, y al mismo tiempo mostrarse como
un símbolo de distinción o de distanciamiento social hacia los iletrados.
Comienza entonces el fetichismo del manuscrito, el alarde de la caligrafía, de la
escritura artística de los caracteres que dan origen al coleccionismo, al
fetichismo y a la concepción clasista del conocimiento. Comienza también el
fenómeno de las especializaciones, del copista profesional localizado en
conventos y universidades y en la organización de este trabajo, hasta llegar a los
Monasterios.
En estos Monasterios los monjes cortaban, a cuchillo y regla, los
pergaminos, con la técnica conocida como quadratio medían líneas y bordes,
141

trazaban rayas a lápiz o tinta, y luego se sentaban en pupitres donde los


esperaban tinteros y plumas, para que dieran comienzo a su labor de escritura.

La iglesia y los libreros

Poco a poco, los manuscritos se van personalizando, pues en los mismos


textos se informa de las dificultades del trabajo, al incorporar colofones, fechas
de conclusión, agradecimientos, etc., que van adquiriendo unas características
peculiares y muchas veces complejas, las cuales producen dudas acerca de los
datos precisos de ejecución. Esta labor artesanal de ejemplares únicos crea un
espacio e prestigio para el libro, que sólo será vulnerada hasta la aparición de la
Universidad como institución, donde se ejerce la crítica y el libre albedrío. La
hostilidad de la Iglesia hacia los saberes laicos determinó una gran diferencia en
la libertad de elegir los temas para el libro. El ámbito universitario comienza a
propiciar la aparición de libros de bestiarios y alquimia, inventos, símbolos y
milagros extravagantes, con lo cual se produce un enfrentamiento entre lo
eclesiástico y lo laico, en tanto que la Universidad también propicia la
transmisión de saberes a través del libro, y aporta clases, aulas y técnicas de
estudio para revolucionar así las funciones del libro. Surge entonces la noción
de ejemplar, del cual se sacan copias en cuadernos llamados peciae, los cuales
llevan indicados el número de copias realizadas. Estas peciae o copias son
cotejadas con el ejemplar y se alquilan a libreros y estudiantes para que éstos
hagan sus propias copias. Estas copias se van gastando con el uso y son
sustituidas por otras nuevas. Aparece entonces el aspecto de la comercialización
del libro, pues se requiere de dinero para tener acceso a la copia. Surgen así los
intermediarios, que hacen versiones “autorizadas” de los libros de texto, para
alquilarlas por dinero a los estudiantes, para que éstos a su vez las copien. Estos
las venderían a las Universidades y así se iba cumpliendo el ciclo de
comercialización. Estos intermediarios se conocían con el nombre de stationarii.
El libro comienza a circular anónimamente, pero luego, cuando se
constituye la figura de Liberia, el libro recupera aquel contacto que había
perdido en las compras anónimas. Los intermediarios (stationarii) se convierten
entonces en Liberos (librarii). Estos libros eran muy escasos, podían perderse o
ser hurtados por los estudiantes (incluso los amarraban a los pupitres). El
pergamino y el papel artesanal eran los principales soportes entonces, pero
había otros como el papiro, la seda, las pieles de animal y las tablillas de cera,
que también eran usados para sustituir los rollos de papiro. El papiro llamado
palimpsesto es aquel del cual se ha borrado la escritura para volver a escribir
sobre él. Todos estos manuscritos alcanzaron una belleza artística considerable
142

que marcó toda una época, valiéndose de caracteres góticos o romanos,


ilustraciones a color, tintas y sobre todo una encuadernación cuidadísima, que
alcanza altos niveles de lujo pero también de funcionalidad. Marfil, esmalte y
hasta piedras preciosas se usaron entonces, para dar preeminencia a la piel
repujada o estampada, que poco a poco va colocando al libro en el rango de
objeto de veneración.
Con la encuadernación nace la técnica de los cuadernillos cosidos, de
hojas cuadradas o rectangulares. La biblioteca es el destino final de todos estos
ejemplares, y no sólo la biblioteca del monasterio, sino la biblioteca
universitaria y de la nobleza que, a la postre, en el Renacimiento, va a
convertirse por vía de los letrados en un espacio cultural. Entonces los burgos
(las ciudades) tienen acceso a ellos, es decir, los humanistas, los reyes, los nobles
son quienes generan la idea de incrementar la producción de libros, dando
lugar otras ideas, que poco a poco van renovando el concepto de libro, y
propician el nacimiento de la imprenta.

La galaxia Gutenberg

La imprenta consiste esencialmente en el uso de caracteres móviles de


emoción, --que permiten un mayor número de impresiones— y pueden ser
usados en distintos libros. El primero de ellos es el libro xilográfico, el cual
prepara el terreno para Johann Gutenberg. Este uso de tipos móviles metálicos
perfecciona la tinta y la prensa, y mediante matrices las adapta. Todo ello da
origen al objeto libro tal como lo conocemos hoy.
Al inventar la imprenta, Gutenberg está cambiando sin saberlo la
transmisión de ideas, y con seguridad, la rapidez y eficacia del movimiento de
los saberes. Gutenberg imprimió libros desde 1444 hasta 1500, lapso en que se
143

consideran los primeros incunables. Por supuesto, hay numerosos impresores


contemporáneos de Gutenberg, como Fust, Schöfer, Custer y Castaldi, que
dieron a la imprenta un desarrollo notable. No es si no hasta 1800, con el
desarrollo de la técnica, que los llamados incunables empiezan a imitar a los
manuscritos, incluso a parecer manuscritos, a objeto de alcanzar un rango de
prestigio. Asimismo el formato del libro comienza a tener importancia para su
ubicación en bibliotecas, y para hacerlo más manuable. Comienza
paralelamente una nueva estética del libro asociada a la noción de mercancía, a
clientes que pudieran pagar por un objeto estandarizado, con características
fijas y conservadoras. Esta regularidad de letras, líneas y páginas se ha asociado
a una voluntad de imitar las formas de la arquitectura y de la tapicería, a
celosías, ventanas, alfombras, y otros objetos estéticos, aunque éstos fueran
complicados o muy ornamentados. La legibilidad quedaba aquí en segundo
plano.

Las profesiones del libro

El libro impreso genera entonces una serie de necesidades profesionales,


especializaciones en la estructura de creación material del mismo, y dando
origen a profesiones independientes. El impresor no es el mismo
encuadernador, ni el distribuidor es el vendedor, como tampoco el escritor es el
editor. Aparte están los que hacen el papel, los ilustradores y los correctores. De
modo que el impresor corre los riesgos económicos de esta actividad, y a la vez
la responsabilidad de acertar o fracasar con cada libro, pues debe crear las
expectativas en el público, y promover el terreno para la lectura continua de la
obra. En este momento nace la contrariedad entre rentabilidad y calidad
artística del libro, entre si éste cubre las expectativas del público o no. Surgen
por supuesto los diversos intereses derivados del libro, y las contradicciones
dimanadas de estos intereses.
144

Durante el siglo diecinueve y bien entrado el veinte, el impresor era el


editor, y quien intentaba encauzar e influir al lector, pero luego esta idea se
disolvió y empiezan las contradicciones más graves entre el libro como objeto
de conocimiento o de placer real, o libro como mercancía dirigida a crear
solamente rentabilidad. El libro pierde su dignidad artística o conceptual y se
convierte en un objeto manipulado por empresas o por intereses mercantilistas.
Como objeto divulgador, el libro se abre a una vasta posibilidad
de abarcarlo todo –como es el caso de las enciclopedias y diccionarios— o a
trabajar sobre el placer de leer historias seriadas, novelas por entrega (el folletín
decimonónico), y también abre su campo a la masificación. Y es aquí donde se
produce la confusión principal, pues una cosa es cultura popular (enraizada en
lo tradicional y los saberes del pueblo) y otra cosa cultura de masas (cultura sin
raíz basada en el consumo mediático); en ésta última los contenidos han de ser
trivializados a objeto de poder manipularlos mejor. Esta cultura de la
masificación (los llamados mass media) se vale de los medios de comunicación
de masas como la TV o los periódicos, y no tiene en cuenta el carácter de
diálogo del libro entre un autor y un receptor silenciosos, sino entre dos entes
despersonalizados. Entonces comienza a diferenciarse la figura del impresor de
la del editor: el impresor es ante todo un técnico que puede ser contratado por
el editor, quien a su vez puede estar contratado por otra empresa que maneja
sus líneas editoriales.
Hasta las primeras décadas del siglo veinte, en Venezuela y otros países
latinoamericanos, los impresores tenían una personalidad editorial, que fueron
perdiendo cuando se les contrataban trabajos mediocres, que el impresor
aceptaba para no dejar decaer su negocio. Lentamente, los impresores se
convirtieron en unos meros operarios de máquinas, que no intervienen en el
contenido y a veces hasta ni en la forma del libro (que viene dada casi en su
totalidad por el diseñador gráfico). Con el perfeccionamiento de las máquinas
digitales se ha logrado mayor eficacia, rapidez y belleza externa de la edición,
pero no necesariamente respeto por el texto o la palabra. La imagen ha
prevalecido en el libro a tal punto, que el texto ha pasado a un segundo orden.
La palabra escrita, como portadota o forjadora de saberes, valores, creación
estética o ideas, le ha cedido el terreno al diseño gráfico, al abuso colorístico o el
efectismo momentáneo de la fotografía, de las películas y de los videos.
Con una excesiva especialización técnica se pierde a veces el sentido del
libro como totalidad, sólo se perciben partes aisladas de él. Muchos técnicos de
los que participan en la manufactura de un libro no poseen necesariamente un
orgullo de editores que les permita ser creativos, sino que aceptan a ciegas sus
roles de meros operarios y no quieren o no se les permite opinar sobre las
características formales del libro. Para colmo, ahora los impresores se deshacen
145

casi totalmente de la responsabilidad del texto o el diseño porque éstos vienen


dados y diseñados por el editor, y suministrados en discos compactos o
disquetes, con lo cual el impresor se vuelve un simple reproductor.

La escritura

La escritura es un fenómeno bien distinto. A través de ella se ejecuta el acto del


pensamiento con unos signos que hemos cifrado de las palabras habladas en un
alfabeto, y le hemos otorgado sentidos y significados, que llamamos palabras
escritas. A ellas le hemos formulado reglas de redacción, puntuación y
acentuación; las hemos organizado mediante un determinado léxico, le hemos
desarrollado una sintaxis más completa de la que podemos desarrollar con la
lengua hablada. A cada sintaxis o redacción le hemos adjudicado un estilo que
podemos elevar a la categoría de arte, para crear el arte literario que
consignamos bajo el nombre de Literatura, en sus formas de verso o prosa, de
celebración lírica o relato donde caben el cuento, la novela o el ensayo, las
cartas, la crónica o el arte de escribir diálogos que constituye el teatro.

El silencio de lo escrito
Escribir es ante todo una forma de expresarse en silencio. Despojadas del
sonido, sin el fonema, podemos organizar las palabras en una página y
corregirlas, tacharlas, enmendarlas a objeto de perfeccionarlas para que digan
las cosas mejor de lo que podemos decirlas cuando hablamos. La escritura es
más organizada, más consciente de lo que dice porque en la página podemos
detenernos y pensar, volver atrás, reconsiderar, agregar o quitar para lograr un
discurso más acabado.
Se pudiera decir que a través de la escritura se piensa mejor. El alfabeto
se incorpora a la mente (a la psique) y origina una costumbre, una dedicación
para crear una lengua particular, una lengua (un lenguaje) que se puede ir
perfeccionando con el oficio. Mientras que la tradición oral se perpetúa con
fórmulas predecibles de persona a persona y de generación en generación (los
antiguos rapsodas, por ejemplo, llevan el relato con ellos, para poderlo
transmitir), el sonido predomina en la organización verbal y es por ello
acumulativa, la mente alfabética usa la vista. El mundo de los sonidos es fugaz
(“a las palabras se las lleva el viento” reza un dicho popular), pero en la
escritura la palabra se convierte en una expresión silenciosa fijada en el espacio
de una página, el cual puede ser marcado con un lápiz, un bolígrafo, una
máquina de escribir y luego fijado en la imprenta. De manera que las ideas se
almacenan ante la vista y se organizan en la mente, en el blanco de la página, lo
cual permite una reflexión progresiva de todo lo que hacemos y, sobre todo, nos
permite reflexionar sobre lo ya reflexionado, otorgándonos la posibilidad,
146

privada o colectiva, de transmitir el pensamiento, los saberes, los pareceres


personales. En este sentido, con la tipografía, la palabra escrita permite el
nacimiento de los géneros literarios tradicionales, surgiendo así la noción de
“obra”. Con ella también la noción de “autor” y por supuesto de ese conjunto
de personas que leen aquellas obras y aquellos autores. Poco a poco la idea de
texto, tanto de texto sagrado como de texto literario, va definiéndose en la
cultura de occidente hasta adquirir un rango de logos, es decir de conocimiento
o de iluminación. Los religiosos buscan a Dios en los libros sagrados como
aquellos que buscan al hombre de letras creado por el humanismo renacentista,
gravitan en torno a la idea de texto y de libro, pues se crea una memoria
alfabética que contiene los saberes y, como dijimos antes, el fetichismo de los
libros y de las bibliotecas.
Asimismo, surgen los conceptos de plagio, lengua, traducción, ficción,
verdad, todos con el fenómeno de la escritura. Y con estos, un concepto inédito
y central: tanto el que escribe como el que lee son ambos oficiantes ausentes, no
se conocen personalmente ni se escuchan esas palabras. Están conectados por
un silencio, por una reflexión que tiene al silencio como mediador, pero hay en
ese silencio una voz que emerge con un poder esencial. Algunos hasta se han
atrevido a perfilar una ciencia sobre este acto de escritura, basada en los
conceptos de tiempo y memoria. Aparece entonces la condición de pensar
aunada a la del lenguaje, para identificar nuestra conciencia con una voz
interior que es justamente la que el pensamiento desea abarcar: “oírse hablar”.
Escuchar la propia voz implica un afuera y un adentro, simultáneamente un
espíritu y una mecanicidad, un acto intuitivo y una lógica, un doble valor, con
frecuencia paradójico.

Tiempo y ciencias de la escritura

El filósofo francés Jacques Derrida ha hablado en este sentido de una ciencia


general de la escritura, la gramatología, que estudia las primeras historias de la
escritura, su desarrollo y funcionamiento. Ese desciframiento implica una
mirada hacia la filosofía y la historia de las lenguas, y aquello que Derrida llama
el fonocentrismo, donde invierte el valor del sonido hacia la cultura alfabética y
da origen a una serie de mitos y conceptos que se complementan para
conformar una teoría interesante, más que una ciencia. La gramatología dice,
por ejemplo, que el tiempo es un efecto de lo consecutivo del lenguaje escrito.
Así, la estructura del lenguaje no podría ser solamente fonética, pues se
perdería su organización, su huella. También estaría la noción de sujeto en el
tejido constitutivo de nuestra cultura, de nuestro logos. El logos (que es
esencialmente iluminación o revelación interior) viene dado por el aporte de
147

unas letras escritas, como en las frases: “Yo soy el alfa y el omega, el primero y
el último, el principio y el fin”, tal se lee en el Apocalipsis de San Juan de Patmos.
El tiempo de la escritura es en realidad uno de los conceptos más
abstractos; va dibujando el espacio cultural de sí mismo, que ha sido
competencia de dos ciencias del lenguaje: la filosofía y la lingüística. La
lingüística es posiblemente la disciplina que ha estudiado con mayor
profundidad las leyes del lenguaje oral y escrito (no las normas, que es el
campo de la gramática), y en el caso de la escrita ha creado lo que llamamos
semiología o semiótica, que es el estudio de los significados. Los franceses
Ferdinand de Saussure y Roland Barthes han reflexionado sobre estos temas en
sus libros, desde las décadas de los años 60 y 70, avanzando hacia varias
direcciones, donde se estudian las posibles leyes que expliquen el carácter de la
escritura, cuestión harto compleja que por supuesto no podremos tratar aquí.
Bástenos decir que la llamada “Ley de reproducción” de Barthes y los
principios que la rigen, --los principios de inscripción y de escritura--, están
dominados el primero por la ritualización social que ordena simbólicamente –
para bien o para mal— los conflictos que de ella surgen. En el de escritura, ésta
tiende a transformarse o metamorfosearse, y constituiría el reino de lo literario
o de la literatura.

Máquinas y escritura
Cuando hacen aparición las máquinas, --desde la máquina de escribir mecánica,
pasando por la eléctrica hasta llegar al computador--, la escritura entra en una
fase de simplificación instrumental del texto. Ellos están agilizando y no
suplantando la edición de textos. La máquina de escribir o escritora de tipos
(typewriter) que nació durante la Guerra Civil Americana, es una síntesis de la
composición y la edición, mientras que en la era electrónica el asunto se
complica notablemente, pues la computadora permite el tecleo suave
(software) y a la vez es instrumento de un complejo juego comunicacional que
implica el fax, el teléfono celular y el Internet. De tal modo, se ha creado un
modo paralelo a la escritura, con el mismo instrumento de la máquina de
escribir: el teclado. El teclado permanece igual, pero los significados varían
como han variado los modos de dominación sobre los sujetos, cuyo nuevos
centros de atención no son las palabras, sino los sonidos o las imágenes. A la
vez, el monitor de las computadoras se asemeja al de los televisores, y procrea
una simbiosis entre TV, Internet y teléfono celular que implica un intercambio
vertiginoso de signos, los cuales al combinarse hacen de la información un
objeto común y posible, y al mismo tiempo un espacio neutro, estándar,
unívoco, que ha dado lugar a la llamada cultura global, la cual no es cultura
popular arraigada ni cultura universal, sino mundialización de la información y
148

una nueva cultura de masas en forma de mensajes dirigidos y estandarizados,


que dan forma a su vez a un nuevo fetichismo: el fetichismo de las máquinas y
a su sucedáneo: el esnobismo tecnológico.
Así pues, nos encontramos ante un nuevo momento de la escritura que,
ante el avasallante poder de los artefactos cibernéticos, ha cedido el paso de la
escritura alfabética al chat, a los juegos, a los videos y a la música serializada.
Aclaro que música serializada es aquella que se impone por los medios como
una moda efímera y luego es sustituida por otra muy similar, que no surge de
necesidades expresivas arraigadas en la gente, sino de patrones impuestos
desde afuera, los cuales son divulgados en cualquier país con la misma
frecuencia mediática. Hay quienes se han atrevido a inferir que la palabra como
tal –la escrita y la hablada—se encuentra amenazada por estos medios
electrónicos, como lo sostiene la escritora Ivonne Bordelois en su brillante libro
La palabra amenazada, donde nos alega que el rescate de la palabra no es ya un
problema de crítica filológica o de talento literario, sino el requerimiento de una
nueva conciencia ecológica; o el desgaste del lenguaje como motor del
pensamiento en la sociedad mercantilista.
También en Internet localizamos textos escritos, pero esos textos ya están
hechos para ser copiados y “pegados” a otro texto, cuya importancia autoral se
pierde en cuanto hacemos esta operación de pegado y copiado, y permiten
alimentar la voluntad ágrafa y cuasi analfabeta de los nuevos usuarios. No voy
a entrar aquí en terrenos especulativos acerca de si la literatura o el libro van a
sucumbir ante las realidades tecnológicas virtuales o audiovisuales. Lo que hay
que preguntarse en todo caso es cómo va a aprovechar la escritura estas
realidades novedosas, y las va a refundir a su sintaxis o a su tradición literaria.
Tampoco abordaremos el tema del oficiante de la escritura, el escritor, porque el
tema del escritor es el tema de una vocación, de un estilo, de una expresión, de
una personalidad y de un modo de ser, todos intransferibles. Para un escritor
no hay ninguna reflexión apriorística que valga, ningún modelo, ninguna
estructura ideológica preestablecida. Por supuesto, en la actualidad las
funciones del escritor han variado radicalmente de época en época, pero
esencialmente al escritor le ha tocado ser intérprete de un mundo y de unas
realidades visibles e invisibles, comprobables o imaginadas, tangibles o
soñadas, todas ellas destinadas a re-construir la conciencia humana a través del
lenguaje, lo cual no es poco.

Leer o no leer ¿está ahí la cuestión?


El fenómeno de la lectura es una consecuencia directa de las dos
realidades anteriores. Si no existieran libros ni escritores, tampoco existirían
lectores. Por supuesto, un escritor también es un lector, pero la actividad de leer
implica tanta libertad que, cuando se produce, el lector es esencialmente un
149

buscador de placer. Leer es una actividad voluntaria, nunca coercitiva. La gente


no debe leer; a lo sumo quiere leer o necesita leer quizá, pero nunca tiene que
hacerlo, principalmente porque leer no es un deber ni una obligación. No se
puede decir a un estudiante ni a nadie que lea porque aquello es importante, ni
siquiera para que apruebe exámenes. Una persona acude a una Universidad
para aprender, no para obtener un grado o licenciatura. Está ahí porque quiere
aprender, no porque debe aprender. Su deber moral es primero consigo mismo,
después con los demás. Otra cosa es que después de aprender desee compartir
sus conocimientos con otros que a su vez lo desean también, lo cual tendría más
sentido. Los libros están allí para ser abiertos y disfrutados, refutados,
discutidos, investigados. De ellos puede nacer una devoción hacia el
conocimiento o el saber que no puede ser inculcada por presiones sociales
(excepto por el afecto de los padres o la conciencia de los maestros) o
académicas (el triste caso de que “si no se gradúa no será nadie en la vida”).
Las presiones para leer surgen esencialmente de uno mismo, de nuestra
curiosidad y de las necesidades que tenemos de los saberes para conducir
nuestras vidas; no como adornos superfluos para obtener recompensas
monetarias ni títulos universitarios.
De modo que si alguien considera que no necesita leer o no debe leer, lo
mejor será que no lo haga (para la gente del campo, por ejemplo, leer no es
indispensable, pues adquiere su saber directo de la Naturaleza), serían inútiles
todas las campañas de lectura y todos los premios que puedan ofrecérsele. Pero
puede ocurrir que el hijo de una persona inculta o iletrada tenga un hijo cuya
pasión por leer puede ser notoria. La causa aquí puede estar en el código
genético de su abuelo o en la intervención de una tía o de un amigo en su
formación, que se acercaron a él con un libro en la mano.
Una vez, durante una Feria del Libro en Santo Domingo, cayó en mis
manos un folleto donde se describían los diez derechos del posible lector (su
autor es José Rafael Lantigua) cuyo título es Buscando tiempo para leer. Con
mucha gracia e ingenio, su autor los enumera: Primero, El derecho a no leer,
donde se nos dice que la libertad de escribir no puede ir acompañada del deber
de leer, pues la lectura no es de ningún modo una obligación moral, ni debes
considerar a quien no lee “un bruto potencial o un cretino contumaz”. Es decir,
aceptar y respetar de una vez por todas a las personas que no les gusta leer.
Luego, en “El derecho a saltarse las páginas” vemos que no tenemos por qué
leer un libro íntegramente; somos libres de leer fragmentariamente, y leer
aquello que realmente nos guste o nos interese. De grandes (también por el
volumen) novelas como Guerra y paz o Moby Dick, tenemos el perfecto derecho a
leer lo que nos venga en gana. El tercer derecho es el derecho a no terminar un
libro que está mal escrito o cuya historia no nos atrape, aburrido, de personajes
150

mal dibujados, o sencillamente porque no entendemos nada de aquello, aunque


el autor sea famoso o salga todos los días en la prensa. Luego, el derecho a
releer es uno de los más estimulantes, un derecho que es como el de ver otra
vez una buena película u oír las veces que deseemos una hermosa canción.
Después, el derecho de leer en cualquier parte, pues hay quienes creen que sólo
se debe leer en bibliotecas, librerías, salones universitarios o piscinas de hotel,
cuando en verdad la lectura puede producirse en cualquier lugar confortable
como la hamaca, la cama o la poceta, en las colas de los bancos o en las
extenuantes colas para pagar algunos servicios. Este último derecho alude a los
escritores, al espacio silencioso de la lectura solitaria. Una lectura solitaria que a
la vez es nuestra mejor pasión, un acto y un derecho íntimo, inviolable, para el
que siempre sacamos tiempo.
La palabra lectura ha venido adquiriendo otros significados en la
modernidad. Ya no se usa sólo para referirse a un texto escrito, sino también
para aplicarla a otros espacios. Podemos realizar la lectura de un cuadro, de una
película, de una fotografía, o de la propia realidad, con lo cual se está aludiendo
al carácter completo que comporta este fenómeno complejo, este acto mágico
con el que muchos intentamos acercarnos al mundo.

[2008]
151

CLÁSICOS Y ROMÁNTICOS
Ensayos literarios venezolanos del siglo XIX

Bolívar, por Guayasamín

Durante la Colonia, el incipiente panorama literario venezolano estuvo


dominado por la presencia de los llamados Cronistas de Indias, quienes
llevaron a sus obras, de la manera más fantasiosa, las descripciones acerca del
Nuevo Mundo. A primera vista se trataba de un lenguaje que operaba sólo bajo
la forma de una relación minuciosa y objetiva de la geografía, los pueblos y las
costumbres que los diferentes pobladores de América poseían para ese
momento, pero pronto se advierte que esa mirada se encuentra tamizada por el
asombro experimentado por el cronista, al servicio de cualquiera de las Coronas
europeas, a medida que se adentraba en el Orbis Novo. Se halla tamizada, digo,
por varios conceptos derivados de la Edad Media, entre los que se encuentra el
de Mirabilia, dominado por la visión de un conjunto de cosas y objetos que dan
origen a un universo peculiar, que poco tiene que ver con categorías filosóficas
o religiosas, sino mas bien con una idea estética integrada por metáforas
visuales o por imágenes que tienden a decantar dentro de los orbes sensoriales.
152

Mirabilia es un elemento del arte medieval que genera el concepto de lo


maravilloso, muy distinto del Miraculum cristiano. La sed por lo fantástico y lo
maravilloso fue calmada por los hombres del medioevo dirigiendo sus ojos a
fuentes ajenas a la Biblia, fundamentalmente a la antigüedad clásica y a la
cultura Oriental. Tal concepto fue adoptado por el Occidente medieval, que
admira tanto a las mirabilias musulmanas. Las formas islámicas de la
arquitectura, por ejemplo, se mezclan a la escenografía gótica y a los temas
decorativos de El Corán. Las piedras preciosas, los barcos alados, la vegetación
zoomorfa y la naturaleza animada nos hablan claramente acerca del valor de
subversión de los órdenes naturales que posee lo maravilloso. Esta es una de las
razones, que explican, entre otras, que dichas crónicas alcancen el nivel de una
literatura artística, la cual superaba muchas veces a las obras escritas en la
península ibérica.
Dentro de la rica variedad de obras que tratan sobre Venezuela, resaltan
ante todo las obras de José Oviedo y Baños (1671-1738), cuya infancia
transcurrió entre Lima y Caracas. Su obra Historia de la conquista y población de la
Provincia de Venezuela (1723) es probablemente el primer trabajo orgánico
publicado sobre nuestro país. Fue editado en Madrid y mereció sucesivas
ediciones. También José Luis de Cisneros redactó una Descripción exacta de la
Provincia de Venezuela (1764), donde se advierte un expreso afán patriótico que
hace pensar que su autor pudo haber nacido en Venezuela, aunque hasta ahora
se desconocen los lugares exactos de su nacimiento y muerte. Otras obras muy
citadas dentro de la bibliografía sobre Venezuela son dos referidas a la región
de Guayana: El Orinoco Ilustrado y defendido (1745) del padre Joseph Gumilla; y
dentro de la lengua inglesa el excepcional Discovery of Guiana (1597) de Sir
Walter Raleigh. Estas obras ofrecen un completo testimonio de esta tradición de
“Viajeros Ilustrados” tan magistralmente consolidada por Alexander Von
Humboldt, quizá el más grande geógrafo de su época, que tantas veces se
refirió a la tierra venezolana en su monumental Viaje por las regiones equinocciales
del Nuevo Continente, que realizara en compañía de Aimé Bonpland entre 1799 y
1804.
Sin embargo, estos cronistas no podían calibrar a cabalidad el universo
religioso y social de las sociedades indígenas que iban observando. Casi
siempre lo hacían desde una perspectiva prejuiciada por el eurocentrismo, una
actitud colonizadora, y el catolicismo. Tales sociedades indígenas no estaban
interesadas en crear una cultura literaria o letrada, sino de construir una
cosmovisión que les acercara a la naturaleza, y les ayudara a comprender su
relación con el paisaje y los fenómenos naturales del medio ambiente. No
necesitaron apoyarse en la escritura para desarrollar su peculiar sentido del
lenguaje, mejor expresado por ellos en la lengua oral. Con todo, muchos
153

cronistas pudieron arrojar una mirada por lo menos piadosa, sensible, y en


algunos casos opuesta al pensamiento de la Corona española. De hecho, no ha
sido sino a través de investigaciones contemporáneas, que se han vindicando
las lenguas indígenas, para acercarlas a un contexto occidental.

Un poema de Olmedo y el génesis de nuestra crítica

Hubo que esperar el comienzo del siglo XIX para que la literatura como
tal se estuviese enrumbando hacia terrenos más o menos firmes en los poemas
juveniles de Andrés Bello como El Anauco (1800), A la vacuna (1808) y A la nave
(1808), los cuales podrían considerarse las primeras obras literarias escritas por
un venezolano, en un doble sentido: cronológico y de conciencia estética. Luego
Bello, en su Alocución a la poesía (1823) y A la agricultura de la zona tórrida (1826)
decantaría su tono neoclásico, aunque si vamos a conferir méritos cronológicos
al ejercicio literario, talvez deberíamos comenzar por la traducción que Simón
Rodríguez realizó de la novela Atala del escritor francés Chateaubriand. En lo
que respecta al tema específico del ensayo crítico, habría que darle la tutoría a
Simón Bolívar, cuando en 1825 redacta dos cartas a José Joaquín Olmedo, con
motivo de haberle enviado éste último su poema “La victoria de Junín”, dado a
conocer probablemente en 1823.9

“Si yo fuese tan bueno y usted no fuese tan poeta, me avanzaría a creer que
usted había querido hacer una parodia de La Ilíada con los héroes de nuestra
pobre farsa. Más no: no lo creo. Usted es poeta y sabe bien, tanto como
Bonaparte, que de lo heroico a lo ridículo no hay más que un paso, y que
Manolo y el Cid son hermanos, aunque hijos de distintos padres. Un americano
leerá el poema de usted como un canto de Homero, y un español lo leerá
como un canto del Facistol de Boileau”, le escribe Bolívar.10

Bello publicó por primera vez su juicio sobre este poema en La Biblioteca
Americana en 1823, bajo el título “Noticia sobre la victoria de Junín”, y fue
ampliado en 1826 en El Repertorio Americano. Se infiere entonces que Bello no
había leído aún la carta que remite Bolívar a Olmedo en 1824, pues no hizo ni
siquiera una referencia tangencial a ésta. El juicio de Bello contrasta con el de
Bolívar por su mesura y, aun cuando mantiene varias reservas en relación a la
estructura del poema y a la heterogeneidad de su tono, resalta en el mismo su
armonía, su dicción y su entusiasmo. Sin embargo anota; “No sabemos si hubiera
sido conveniente reducir las dimensiones de este bello edificio a menor escala, porque no

9
El poema fue objeto de varias ediciones en 1825 y 1826, debidas éstas a los errores presentes en la
primera edición, la cual fue probablemente la comentada por Bello en 1823.
10
Simón Bolívar, Obras completas, Vol. III, Maveco de Ediciones, Madrid, España, 1992.
154

es natural a los movimientos vehementes del alma, que solos autorizan las libertades de
la oda, el durar largo tiempo”. En la crítica de Bolívar, por contraparte, apenas si se
pueden captar unos pocos juicios favorables. Sin embargo, hay que reconocer
que la acuciosidad de Bolívar es mayor, por lo cual debemos aceptar su texto
como de mayor relevancia, para los fines de este trabajo. Vale la pena destacar,
además, las dos vertientes críticas de este poema, que probablemente inauguran
el ensayo literario en Venezuela un sentido estricto, representativas de las dos
tendencias predominantes de entonces, encarnadas en el temperamento
romántico de Simón Bolívar y en el mesurado clasicismo de Andrés Bello.
Simón Rodríguez tiene una presencia innegable en la educación literaria
de Bolívar, y específicamente en esta respuesta del Libertador a Olmedo.
Bolívar se hallaba acompañado entonces en El Cuzco por Simón Rodríguez, y
con toda probabilidad acudió a la erudición literaria de su maestro para tejer su
atrevida carta a Olmedo. Además, me parece que funciona bien como homenaje
al maestro, al incluir un fragmento de La forma que se da al discurso, donde se
advierte de manera clara el propio discurso de Rodríguez, en el cual maneja
varias de sus ideas centrales en lo que concierne al escritor y al lector. Sobre el
lector anota este lúcido pensamiento: “El título de lector no se despacha en las
Universidades / cada uno lo compra por lo que cuesta el Libro / pero / sea cual fuere el
grado de Sensibilidad y el hábito de pensar / el autor espera no haber perdido, del todo,
sus esfuerzos.”
Si consideramos que la literatura forma parte esencial de la educación –
como era el ideal del humanismo Renacentista y debería ser en buena parte
ahora— entonces debemos tomar en cuenta la figura de Simón Rodríguez,
principalísima en el proceso de formación de nuestras sociedades americanas,
que hubieron de tomarle en cuenta en todo momento para mirar dentro del
espíritu que se iba conformando en cada uno de sus pueblos. Más que un
escritor, Simón Rodríguez fue un “experimentador” (la experiencia le brindaba
todos los recursos para transformar la propia experiencia a si misma); así, en
este sentido podríamos verlo como a un ensayista, si nos atenemos a la acepción
de experimentar que implica el término ensayo, (aunque ahora abunden nuevos
dogmas que quieren alejarlo de la crítica, es decir, del ejercicio del criterio), la
cual terminó por definir la vocación humanística del maestro del Libertador.

Clásicos y románticos: dos caras de una lucha

Para la fecha de la muerte de Bolívar (1830) el país aún se encontraba asolado


por los efectos de la guerra y por la desintegración política que significó la
ruptura con Colombia y el fracaso del ideal Grancolombiano. Venezuela se
halla entonces en una situación dominada por la miseria, donde no se perciben
ni siquiera los exiguos frutos de la agricultura y mucho menos unos signos que
155

permitan vislumbrar el funcionamiento de una economía. José Antonio Páez es


entonces el máximo comandante militar de Venezuela con capacidad de
intentar convocar a un grupo representativo de civiles, militares y empresarios.
Algunos de ellos eran personalidades reputadas y se reunían a debatir sobre
temas comerciales, políticos y artísticos. Es así como nace la llamada Sociedad
Económica de Amigos del País, la cual no hace sino confirmar el estado de
deterioro en que se encuentra la nación. Esta Sociedad es la que decide
prácticamente toda la actividad comercial y cultural, incluyendo las cátedras
universitarias y las imprentas. Pueden dirigir la opinión a través de la prensa y
para sus propios intereses, lo cual determinaría una diferencia de proyectos
para el ideal común, del que paulatinamente la Sociedad va distanciándose. Tal
Sociedad no es tan amiga del país como parece. El gobierno de Páez sirve de
modelo perfecto para esta tendencia comercial y económica hasta el año 1835.
Luego del alzamiento contra el líder civil José María Vargas en ese mismo año,
Páez vuelve al poder otra vez en 1839 y permanece gobernando hasta 1843,
cuando le sucede en el poder el General Carlos Soublette, lo cual no hace sino
confirmar la aguda crisis del poder civil y el fracaso de los proyectos
económicos que venían tratando de realizarse hasta ese momento. Situación que
entroniza a José Tadeo Monagas en el poder y hace claudicar cualquier
tentativa de consolidar un pensamiento nacional. Este fenómeno engendra su
contraparte: la reflexión heterogénea y diversa acerca de lo que debería ser el
país en todos sus órdenes.
Evidentemente, quienes tuvieron la oportunidad de efectuar esta
reflexión fueron las mentes más despiertas a los diversos fenómenos
internacionales, que incidían en el plano político y económico de la naciente
“Clase pensante”, que fue identificada para entonces en los círculos
universitarios, de letrados o de autodidactas, quienes fueron conformando poco
a poco lo que bien pudiera llamarse un pensamiento nacional, el cual se vio
penetrado principalmente por la bipolaridad del esquema Liberales vs.
Conservadores. En él se destacan los ribetes del pensamiento peninsular, o por
el contrario se percibía una reacción contra cualquier exotismo español o
francés, en aras de un nacionalismo excluyente. Ello marcaría, a la postre, el
movimiento naturalista o criollista en la literatura a finales de ese siglo XIX, y
de principios del siglo XX.
Gobernantes y líderes como Antonio Leocadio Guzmán, José María
Vargas, Tomás Lander y Santos Michelena (éste último un pionero de la ciencia
económica), ofrecen diagnósticos, proyectos e ideas donde pueden basarse los
primeros esbozos acerca del trabajo, la sociedad, la economía y las leyes. Pero
no son sólo los dirigentes políticos quienes asumen estos roles; también son los
escritores, poetas y novelistas quienes se lanzan a la palestra a hacer sus aportes
156

a través de los periódicos y el ejercicio diplomático. Por supuesto, para entonces


la palabra “escritor” no tenía un significado de independencia profesional, ni
siquiera se la consideraba un oficio. La imagen del escritor estaba más
relacionada con la del letrado, es decir, con la figura del humanista clásico de la
Europa de la Ilustración, que luego genera su antítesis: la del poeta romántico al
modo Lord Byron. Tomando en cuenta estos parámetros, se le ha llamado a
Bello “el Goethe de América”, mientras que a Byron se le identificó con el
espíritu aventurero de Simón Bolívar.
En un período posterior del clasicismo y el romanticismo, tenemos que la
comodidad académica de un Rafael María Baralt contrasta con la beligerancia
polémica de un Juan Vicente González, por ejemplo. Pero esencialmente estos
hombres no estaban empeñados en ser escritores, sino en definir los sentidos de
nacionalidad de un país, en caracterizar sus instituciones sociales y sus normas
jurídicas y administrativas. Los casos de Fermín Toro y Cecilio Acosta son
elocuentes en este sentido. Ambos poseen un evidente vuelo literario, peto son
resueltamente discretos en el momento de mostrarlo. Si deciden publicar una
pieza literaria, lo hacen en tono menor y como disculpándose con el lector.
Existen diferencias notables entre ellos: Toro fue un autor más prolijo
literariamente y más arriesgado que Acosta. Por esta razón me ocuparé en
delante de cada uno de ellos por separado, comenzando por los de la
generación de los nacidos a principios del siglo pasado, como Juan Vicente
González, Rafael María Baralt, Felipe Larrazábal y Cecilio Acosta, pero
haciendo hincapié, naturalmente, en su obra de literatos, basándome en las dos
tendencias medulares que he utilizado para presentar este trabajo.
Evidentemente, existen matices entre cada uno de los autores, que los
inclinan más hacia determinada tendencia. En los años finales del siglo
estudiado, la tendencia romántica y la clásica declinan como tales para dar paso
a la crónica de costumbres, al cuadro local con tintes criollitas. Sin embargo, el
tono clásico se mantiene cuando se trata de hacer estudios literarios o
filológicos. Entran aquí autores tan dispares como Arístides Rojas, Amenodoro
Urdaneta o Marco Antonio Saluzzo, de una generación que podría llamarse
intermedia, y después, al final del siglo, a autores como Julio Calcaño y Felipe
Tejera diferían ya de poetas como Juan Antonio Pérez Bonalde. En este caso, es
ilustrativa la polémica sostenida entre Tejera y Pérez Bonalde, a propósito de
las funciones religiosas y éticas en la poesía, donde Calcaño participó
tangencialmente. Ya sabemos que Pérez Bonalde representa el gran repunte del
romanticismo venezolano en lo que se refiere a poesía, es él quien da un vuelvo
a las estructuras formales de nuestra lírica, para señalar el mejor momento de
nuestro neorromanticismo, con ecos de un simbolismo que había heredado de
157

autores como Edgar Allan Poe y Heinrich Heine, más que de un Romanticismo
a la española.
Pérez Bonalde se muestra en desacuerdo con los juicios anotados por
Tejera en sus Perfiles venezolanos, en una polémica que comentaré más adelante.
Ya al final del siglo se impone el pensamiento positivista reflejado en las obras
de Manuel Fombona Palacio, José Gil Fortoul y Luis López Méndez. El caso de
López Méndez ilustra, mejor que ninguno, la vitalidad del positivismo, en una
breve existencia de 28 años, que no alcanzó a cruzar la barrera del siglo
venidero.

El periodismo y la gramática en los albores del siglo

Un autor que prefiguró el periodismo y los estudios de la lengua en Venezuela


fue José Luis Ramos (1785-1849), contemporáneo de Simón Rodríguez (1771-
1854) y Simón Bolívar (1783-1830). Al trabajar como redactor en El correo del
Orinoco en 1822, Ramos ya está en el nacimiento de nuestro periodismo, y al
fundar la revista La Guirnalda en 1839 está fundando la primera revista literaria
venezolana. En periódicos publicó el Silabario de la lengua española y su famosa
Disertación acerca del verso endecasílabo castellano, en los cuales revela su amplia
cultura clásica. Es un nombre que debe tomarse en cuenta cuando se estudia
este período inicial, dominada por las figuras de Bello y Baralt.
La figura de Andrés Bello (1781-1855) aparece signado el horizonte
clásico: universalidad, espíritu ecumenista, dominio de los temas de la
antigüedad clásica o latina, sobriedad y concisión: todo ello dirigido por un arte
de la mesura, de la armonía lingüística. Además, Bello fraguó una inmensa obra
de jurista, exploró las leyes internas que rigen el funcionamiento interno del
idioma y pautó en América la primera Gramática (1847) del castellano. Todo ello
lo convirtió en un humanista de rango universal, que a través de obstinados
estudios en Londres, Francia y Chile, logra consumar uno de los aportes más
significativos de toda la prosa hispanoamericana. En este sentido esta prosa
puede considerarse, con la de Rafael María Baralt (1810-1960), la más amónica y
equilibrada que conozca la literatura venezolana del período neoclásico.
En el parte estrictamente dedicado al ensayo literario, Bello, en sus
ensayos literarios y críticos escritos por el autor Alberto Lista y Aragón, aborda,
con una glosa bastante moderada acerca de los juicios de Lista y Aragón, los
autores clásicos de la literatura europea. Otro ejemplo es el libro de P. F. Tissot,
Estudios sobre Virgilio, presentada en dos tomos y publicada en París en 1825,
donde Bello aprovecha para remarcar su admiración hacia el gran poeta latino.
En ambos comentarios, Bello realiza una suerte de crítica de la crítica, con la
mesura y ponderación que le caracterizan.
158

Por su parte, Rafael María Baralt fue el otro polo del clasicismo en quien
brilló más el arte del estilo. En su prosa –más que en su poesía— Baralt nos legó
piezas que están consideradas hitos del castellano, especialmente su Discurso de
incorporación a la Academia Española (fue el primer miembro hispanoamericano
en ingresar a esta institución); una pieza que, aún cuando está centrada en hacer
una alegato sobre la obra de Donoso Cortés, roza conceptos vitales de la
literatura castellana, aunque a veces el discurso se ve afectado por el purismo, u
otros prejuicios latentes. En cambio, en el discurso pronunciado en Madrid en
1847 sobre Chateaubriand y sus obras, se advierte un tono más libre, más
inspirado: se permite culminar su discurso con palabras como: “La unidad en la
diversidad es la ley del mundo, la ley de la inteligencia, y acaso también el secreto de la
belleza de Dios”.
Baralt llega a España en 1842, donde habría de permanecer hasta su
muerte en 1860. Cuenta 32 años y ya ha publicado el año anterior su
monumental Historia de Venezuela en tres tomos. A la vez, cuestiona la
orientación renovadora de Andrés Bello, y en ese proceso van a surgir el
Diccionario matriz de la lengua española y el Diccionario de Galismos. Combate la
influencia francesa en la literatura, para internarse en la tendencia neoclásica
del castellano, muy visible en su Historia de Venezuela, tenida como un ejemplo
elocuente de la prosa histórica, sin desperdicios verbales.
Baralt prefirió en sus poemas los temas épicos, y es posible que esta
tendencia a objetivar –propia del historiador y del pensador— haya atildado
aún más su expresión, llevándola a un estado de fría limpidez. Fue un autor con
una noción clara del “estilo” personal de cada escritor; acaso haya querido
hacer suya hasta las últimas consecuencias la máxima que nos dice que el estilo
es el hombre.
Sólo desde un punto de vista documental sería justo citar, a manera de
dato, la figura de un editor muy importante de entonces, Valentín Espinal
(1803-1866), impresor que jugó un papel notable en su época. Había aprendido
su arte en Caracas en el taller de Juan Gutiérrez Díaz. Desde 1823 comienza a
editar periódicos, revistas, libros, folletos, y hojas sueltas. Editó el Breve
diccionario de sinónimos de la lengua castellana (1828) de José López de la Huerta;
el Derecho de Jentes (1837) de Andrés Bello; el Manual o compendio de cirugía
(1842) de José María Vargas; editó y prologó el Almacén de los niños (1842) de
Madame Beaumont, elogiado por Agustín Millares Carlo. Realizó estudios
preliminares a varias ediciones de la Gramática castellana (1848) de Andrés Bello.
Espinal apoyó la candidatura de José María Vargas a la Presidencia de la
República, y hubo de abandonar el país por motivos políticos. En el exilio
escribió su Diario del desterrado (1861-1863), documento esencial para la
comprensión de su época. Viajó por Europa y regresó a Caracas en 1863; aquí
escribe un informe importante sobre la educación pública en el país, y un
159

discurso dirigido a José Tadeo Monagas donde aboga por la amnistía y la paz,
publicado con el título de El brindis de Valentín Espinal en el banquete del 30 de
abril de 1855. Su labor de impresor y tipógrafo se extendió a varias generaciones
y su obra como exegeta de Bello posee un valor innegable.

Juan Vicente González, romántico y liberal

Durante la década que parte de 1840, Antonio Leocadio Guzmán fundó, junto a
Juan Vicente González (1810-1866), la Sociedad Liberal de Caracas. Colabora, como
él, en el periódico “El Venezolano”, que sirvió de vehículo a las ideas del
liberalismo. Luego González rompe con Guzmán y enfila sus baterías contra él.
En una actitud de conservadurismo expresada de manera muy ambigua, a
través de lo que Mariano Picón Salas llama “un fervoroso catolicismo poético”,
sustituye la adusta teología de otros tiempos. Es tan ambigua la posición de
González, que ello le hace decir a Picón Salas que éste “no tiene perspectiva,
tiene espesor y profanidad, es un romántico.”11
Por el año 1840, González estaba colaborando con el periódico “El
Venezolano!, del cual se retira una vez se define el programa de Guzmán como
instrumento de “vulgarizar los rudimentos de la política o de nivelar la
democracia”, como había dicho Gil Fortoul, lo cual choca con los cepos de su
personalidad creadora, donde se perciben ecos grecolatinos y franceses, pero
que tienen mucho de ágil y se prestan a los juegos audaces de la parodia. Con
este mismo ímpetu, González practica el periodismo y escribe las famosas
editoriales “El Heraldo”, las cuales fundan, en cierto modo, nuestro
nacionalismo literario, entendido éste como un diálogo muy vivaz y siempre
muy didáctico con la historia reciente del país, tal ocurre con la Biografía de José
Félix Ribas, crónica con logros extraordinarios de prosa novelesca. Está presente
en este libro el germen de lo que más tarde Tosta García y Eduardo Blanco –
narradores épicos-- aspirarán en sus obras: cumplir la gesta heroica del país.

11
Mariano Picón Salas. En: “Prólogo” a Páginas escogidas de Juan Vicente González. Manrique &
Ramírez Ángel Editores, Caracas, 1921.
160

Cecilio Acosta y la pasión por la verdad

Cercano a Juan Vicente González por su modesta extracción social y por la serie
de penurias materiales que sufrió, Cecilio Acosta (1818-1881) consignó uno de
los movimientos espirituales de Venezuela por excelencia. Tal excelencia va
emparentada a la discreción, a un hacer en voz baja, a la realización de un ideal
donde los conceptos de fe y religiosidad, aunados al sentimiento estético y
literario, configuran uno de los caracteres donde mejor se define la
nacionalidad. Esta nacionalidad nada tiene que ver con demagógicos
despliegues de nacionalismo, de enarbolar banderas en efemérides patrióticas.
Tiene que ver, ante todo, con el compromiso hacia el difícil tiempo donde les
tocó vivir a estos humanistas, a quienes no vacilamos en calificar de héroes
civiles. ¿Con qué elementos podría refundirse un espíritu de preservación en el
país, si no tomamos en cuenta el trazo nítido y fiel a un ideal, de las vidas de
estos héroes civiles?
Con Cecilio Acosta se cierra una elipse, en el siglo XIX, de ciertos
símbolos de humanidad y compromiso. Se sabe que Acosta compuso versos “a
manera de pasatiempo”; su elección primordial se dirigió a los acontecimientos
políticos, económicos y legislativos, aunque sin olvidar su natural disposición a
las letras. En un discurso suyo pronunciado en 1869 –al concluir un certamen
literario celebrado en el Senado, y promovido por la Escuela de Bellas Artes de
Caracas— dice Acosta, contestando a la Real Academia Española por haberle
nombrado miembro de esta corporación:

“Las letras lo son todo. Las letras viajan, son la luz que inunda en un instante el espacio
y lo colora, la arista que lleva el grano de la idea y que es arrebatada por el viento de
las edades, para llevar a todas partes germen, árbol, flor, frutos. Las letras crean:
Homero ha dado origen a mundos que él no soñó y que hoy ruedan en el vacío de la
gloria (…) ¿Qué queda de Roma? –Sus libros. ¿Qué de la Edad media? –Sus crónicas.
161

¿Qué del siglo XV? –El Renacimiento. ¿Qué de la edad horrible de César Borgia? –
Maquiavelo. ¿Qué de la Italia humillada del siglo XVI? --Ariosto y Tasso12.
En 1831, cuando la familia Acosta llega a Caracas, el joven debe
someterse desde entonces a la carestía material, en una de las épocas más
agitadas de la historia de Venezuela. Pero su férrea vocación por lo justo y lo
digno le forjan el temple. Ya Mariano Fortique había aconsejado al joven
Cecilio, orientándolo en lo concerniente a religiosidad. En sus cartas,
conversaciones, artículos de prensa, en periódicos como “La Época” y “El
Centinela de la Patria” (1847) hace de sus escritos una suerte de cátedra diaria o
de “libro del pueblo”, como una vez lo llamó él mismo. Se ocupó entonces de
que sus ideas fuesen claras, precisas, que revelaran algo al difícil momento
histórico de entonces. Aunque marginado de los gobernantes de su tiempo, el
presidente Guzmán Blanco lo llama en 1872 a formar parte de la Comisión
Codificadora, pero sin ser valorado aún en su justa dimensión. Acosta termina
por aislarse en su casa. José Martí le conoció y le admiró. De tal modo percibió
en él las aspiraciones de Venezuela, que llegó a decir: “Déme Venezuela en qué
servirle, porque ella tiene en mí un hijo.”
Una de las piezas epistolares más importantes del siglo XIX la constituye
Cosas sabidas y por saberse (1856), donde Acosta analiza la situación de
Venezuela, contextualizándola en el plano internacional, válida en buena parte
para el momento actual: “Si el hombre no está en contacto con el hombre, y la
humanidad con la naturaleza, su patrimonio y su regalo, la felicidad pública es una
esperanza que se sueña, pero no una realidad que se posee. En la sociedad no importa
tanto el número que se cuenta, cuando el número que tiene la capacidad y los medios
para el trabajo (…) La luz va y viene, la vida es derecho, la palabra vínculo de unión,
todas las almas se hacen una sola alma, todos los pensamientos un solo pensamiento.”13
Con similar claridad nos habla de los partidos políticos. Muchos de los
vicios que señala entonces en ellos son perfectamente aplicables a los de hoy
día: “Estas observaciones generales, nacidas de la propia ley del desenvolvimiento y de
la marcha del mundo social, fue menester hacerles preceder a la materia de los partidos
políticos que encabeza este artículo, porque no deja de ser común en ellos, mayormente
en algunas partes de nuestra querida América, el abuso que hacen de su triunfo y
preponderancia algunas veces, y otras su posición, su número o la perversión de las
ideas en las multitudes.”14

12
Cecilio Acosta, “Las letras lo son todo” En: Obras completas, Tomo 2, La Casa de Bello, Caracas,
1882.
13
Cecilio Acosta. Obras. Empresa El Cojo. Caracas, 1908-1909.
14
Cecilio Acosta. “Cosas sabidas y por saberse”. En: Obras completas. Tomo II, La Casa de Bello,
Caracas, 1982.
162

Con bastante frecuencia se le hizo saber a Cecilio Acosta que el ejercicio


de la poesía no era bien visto en un hombre de leyes, ponderado y lógico. Sin
embargo, en el discurso que el escritor pronunció al concluir el certamen antes
mencionado, conocido con el título de Las letras lo son todo, Acosta realiza una
admirable defensa de la literatura. Otro ejemplo de ensayo brillante de Acosta
es su trabajo titulado Influencia del elemento histórico y político en la literatura
dramática y en la novela. No han sido muy frecuentes en la literatura venezolana
las alusiones a la producción dramática; esta referencia de Acosta resulta una de
las más completas que se hayan realizado: encontramos aquí referencias al
teatro español y francés, amenamente entretejidas. En lo que toca a novela, son
profusas las referencias a Cervantes, Walter Scott y Luis Vélez de Guevara.

Tendencias dominantes en las últimas décadas del siglo XIX


Si hacemos más hincapié en tendencias que en autores, vemos cómo en un
autor como Felipe Larrazábal (1816-1873), se observa una clara conciencia de
humanista, expresada en su obra musical y literaria. Tanto en artículos, ensayos
o estudios, Larrazábal revela un claro dominio de los temas clásicos y una
predilección por los autores anglosajones. En su ensayo sobre John Milton se
aproxima con especial lucidez no sólo a la obra del gran poeta inglés, sino que
contextualiza con destreza a diferentes autores coetáneos de Milton, y los
relaciona con los procesos históricos del siglo XVII, en un texto que funciona
perfectamente dentro del ámbito de la semblanza, de un estilo que armoniza
personalidad y escritura, biografía y poesía. Habrá que tomar en cuenta tales
estudios de Larrazábal sobre los autores ingleses para poder percatarse de su
inmensa cultura literaria, la cual con seguridad le ayudó a finar mejor su temple
de músico culto.
El caso de Amenodoro Urdaneta (1829-1905) es completamente distinto.
En él la preocupación estética está por momentos subsumida en
consideraciones religiosas, como puede observarse en sus tratados sobre la fe y
sobre la revolución religiosa de Castelar. Efectos más liberados de ésta
influencia logra en sus libros dirigidos a los niños, donde confiere un carácter
didáctico de importancia a la lectura infantil. También se preocupó por los
aspectos formales de la gramática; pero su contribución más importante en el
campo del ensayo crítico es sin duda Cervantes y la crítica (1877), un libro atípico
en el panorama interpretativo de su tiempo; primero por su exhaustividad y
luego por el extraordinario talante de su prosa en el momento de tratar a un
autor tan complejo como Cervantes. No había aparecido hasta entonces en la
literatura venezolana un estudio tan ambicioso en sus dimensiones formales
como éste de Urdaneta, ni de tanta perspicacia en el momento de abordar a un
autor tan universal.
163

En cambio, la preocupación formal de Marco Antonio Saluzzo (1834-


1912) parece ser la literatura hebrea –a la que dedicó dos libros panorámicos—
aunque su prosa toma mejores caminos cuando aborda autores griegos y latinos
de la antigüedad clásica. Su libro Los tres máximos oradores griegos (1897) así lo
demuestra, especialmente en el capítulo dedicado a Pericles. Pero también era
capaz de considerar a los autores venezolanos, escribiendo sobre Venezuela
heroica, la célebre gesta de nuestro Eduardo Blanco. En su libro Estudios literarios
van incluidos varios ensayos sobre autores nacionales.
Esta tendencia a historiar las literaturas extranjeras era muy propia el
ensayo crítico de entonces, que recibía el influjo del enciclopedismo francés –
como ocurre por ejemplo con Enrique Tejera— y al parecer dotaba de cierta
reputación a sus autores, además de servir como obras de referencia en las
escuelas y en los incipientes centros de estudio de la época. En el Manual de
literatura (1891) y en la Historia de la literatura española (1915) de Felipe Tejera
(1846-1924), puede advertirse este sesgo, el cual llevó quizá a extremos en sus
Perfiles venezolanos (1881), obra que tantos opositores tuvo, por adaptarse a una
forma reducida y en muchos momentos simplista acerca de los autores que
trataba. El primer detractor de Perfiles venezolanos fue el poeta Juan Antonio
Pérez Bonalde, quien lo consideraba pomposo, altisonante y parcializado hacia
la tendencia criollista, de un nacionalismo desusado, donde además se asoma el
hecho de que el escritor debe acercarse a la religiosidad o a Dios para lograr un
eco trascendente, cuestión que molestó a Pérez Bonalde, quien abogaba por una
poesía escéptica, por demás tan propia de los poetas románticos franceses y
alemanes de entonces, principalmente de Heinrich Heine, a quien Pérez
Bonalde tradujo y admiró tanto, definido genialmente por Víctor Hugo con
estas frases: “Heine es un ruiseñor anidado en la peluca de Voltaire”.
Este nuevo romanticismo representado por Pérez Bonalde constituyó a la
vez uno de los rasgos de la modernidad, y terminó por darle la razón a éste en
la disputa con Tejera. El crítico Julio Planchart cree que ambos escritores
incurrieron en deslices personales y terminaron por olvidar el tema central de la
discusión, que era el de la religiosidad y de las tendencias científicas modernas
cuando se acercan al fenómeno poético. Llegaron a puntos tan coléricos, que
Tejera terminó por aplazar su proyecto de escribir otros dos tomos de Perfiles
venezolanos, cuya utilidad, ciertamente, pudo haber sido dudosa. El escritor
colombiano Miguel Antonio Caro participó en la polémica, buscando pretextos
para desarrollar sus ideas personales acerca de la religiosidad y el idealismo en
el arte, llegando a afirmar en una ocasión que “todo ideal en si mismo es superior a
la materia, y supone en quien lo concibe una tendencia ascendente, una aspiración a lo
164

infinito.”15 En cierto modo, Caro ayudó a neutralizar la discusión entre los dos
escritores venezolanos.
Manuel Fombona Palacio (1857-1903) combinó sus preocupaciones por
las leyes, con las preocupaciones literarias; fue dueño de una especial
sensibilidad para acercarse a cada género particular; en poesía se acerca a los
autores neoclásicos y también investiga en sus escritos de interpretación a los
escritores españoles y americanos del clasicismo. En sus Discursos se puede
percibir esta pasión que llega incluso hasta escritores de la antigüedad como
Homero, para acercarlos luego a los escritores hispanoamericanos.

Tendencias positivistas
En escritores como Lisandro Alvarado (1858-1929), tenemos un ejemplo de
activo positivismo cuando se observan la naturaleza y los fenómenos del
lenguaje, y a investigar sobre el folklore y la antropología, aún cuando en una
primera instancia es empírico, intenta ser después más objetivo en la medida en
que se vale de un método más científico para la demostración de una teoría. En
la valoración del fenómeno literario, Alvarado se vale del “olfato” del
humanismo para acercarse a autores de todas las tendencias y épocas, como
puede apreciarse en su ensayo sobre “Arístides Rojas y J.M. Núñez de Cáceres”.
Otros trabajos de Alvarado sobre Cecilio Acosta y Carlos Borges merecen el
calificativo de magníficos, pues condensan con agudeza y sin ninguna retórica
el espíritu de estos dos grandes humanistas.
En las postrimerías del siglo XIX la tendencia positivista comienza a
afirmarse con fuerza en escritores como Gil Fortoul, Luis López Méndez y
César Zumeta. En una glosa que realiza sobre “Un discurso del Dr. Eduardo
Calcaño”, Luis López Méndez ataca sin ambages el estilo académico de
Calcaño, quien de paso se escuda en ideas religiosas para la poesía, y en
hacerlas pasar así por trascendentes. De la misma forma, va contra el estilo de
los diccionarios, como el del publicado en París por J- Domingo Cortés, donde
éste afirma que José Antonio Calcaño es “el poeta lírico que más ha descollado en
Venezuela”, pasando a compararlo con otros poetas venezolanos como Miguel
Sánchez Pesquera, Jacinto Gutiérrez Coll y Juan Antonio Pérez Bonalde.
Asimismo, le dedica juicios atinados a la obra de Juan Vicente González como
prosista.
José Gil Fortoul, historiador por antonomasia, posee también tino para el
juicio literario, como lo demuestra en el prólogo que efectúa al libro de cuentos
La balada de los muertos, de Luis López Méndez. Aquí se esmera por ilustrar la

15
Citado por Julio Planchart en su ensayo “Felipe Tejera”, diciembre de 1941, incluido luego en el libro
Críticos venezolanos (desde Bolívar a Jesús Semprum), Prólogo de Pedro Grases. Fundación de
Promoción cultural de Venezuela, Caracas, 1984.
165

notable trayectoria de este notable escritor venezolano que, con solo 28 años de
edad, logró forjar una interesante obra de ficción, una clara conciencia crítica
para mirar la literatura de su tiempo, y además de ello llevar a cabo una carrera
di0plomática brillante, a la par de una obra de reflexión política que había
comenzado desde su participación en la famosa Sociedad de Amigos del Saber, en
1883.
Gil Fortoul se sitúa en la incómoda frontera del siglo XIX y del XX,
abocado ante todo a la Historia, pero con un innegable sentido para observar las
distintas manifestaciones de la cultura y el pensamiento. Su obra, como la de
Julio Calcaño y César Zumeta, busca mejor ubicación en los albores del siglo
XX, aunque manteniendo con el siglo XIX un diálogo natural.
En 1903, la revista El Cojo Ilustrado abrió un concurso literario en los
géneros de poesía, cuento y crítica. Gil Fortoul envió un breve ensayo titulado
“Literatura venezolana” que resultó ganador del certamen en el último renglón,
y es muy apropiado para ilustrar la tendencia valorativa del positivismo. En
alguna nota de su escrito, Gil Fortoul recalca, por ejemplo, su diferencia con
Rufino Blanco Fombona en los siguientes términos: “Cuando se trata de juzgar
libros y escuelas, nuestros respectivos estilos literarios nos llevan por caminos
diferentes.”16
César Zumeta y Julio Calcaño (1840-1918) también pueden considerarse
escritores del siglo XX, pues en éste alcanzaron su madurez expresiva. Zumeta
se dedicó más a la reflexión histórica y política, y pudiera decirse que es el
pensador más notable acerca de los temas que atañen al destino histórico de los
pueblos americanos, como puede estimarse en su libro El continente enfermo
(1899); su reflexión sobre este particular se continúa en obras como La ley del
cabestro (1902). Pero el contexto histórico de estas obras es el del siglo pasado.
Ya avanzado el siglo XX, sus obras comienzan a adquirir connotaciones
diferentes, como las observables en Las potencias y su intervención en
Hispanoamérica (1963) y Tiempo de América y Europa (1962)- Según Picón Salas, la
personalidad de Zumeta “abrió camino al movimiento modernista, al cosmopolitismo
y a la preocupación artística que se observará en nuestra literatura después del año
1890”, cuestión visible en un libro suyo publicado en el último año del siglo
XIX, Escrituras y lecturas, en el cual trata autores como Leopardi y los hermanos
Goncourt.
Un artículo crítico de Luis López Méndez sobre Juan Vicente González,
publicado en 1866, es un ejemplo elocuente de cómo se va alejando el sesgo
impresionista de la apreciación literaria, para entrar en un terreno más firme de
la valoración objetiva de una obra, donde López Méndez se atreve a calificar

16
Rufino Blanco Fombona, nota pie de página en el ensayo “Literatura venezolana”, El Cojo Ilustrado,
Caracas, 1903. Incluido también en el libro Páginas de ayer, Ministerio de Educación, Caracas, 1957.
166

los poesías de González de “pobres y descuidadas”, mientras que cuando entra


a hablar sobre obras de tema religioso, --como el Jesucristo de Ernesto Renán—
se sitúa en un punto muy objetivo. Observa también en González, cuando habla
de Leopardi, que imita a Lamartine cuando usa de calificativos como el de
“fealdad resplandeciente”. No olvidemos tampoco las consideraciones de
López Méndez sobre el Discurso de Eduardo Calcaño, a las que acusa de poseer
“un cuerpo en que sólo se alberga el espíritu del pasado”. Todo ello bastaría para
encauzar la obra crítica de López Méndez hacia un horizonte de modernidad
que no era muy usual en los escritores de finales del siglo XIX.
Más afincada en la tradición literaria y lingüística está la obra de Julio
Calcaño, quien publicó su importante estudio El castellano en Venezuela en 1897
y una Reseña histórica de la literatura venezolana para un compendio titulado La
América literaria en 1888. También publicó cuentos y novelas al iniciarse el siglo
XX, pero sus aportes principales se encuentran en la prosa de interpretación,
detectables en su ensayo Tres poetas pesimistas del siglo XIX, donde da muestras
evidentes de un conocimiento profundo del tema del pesimismo en Byron,
Shelley y Leopardi. El ensayo dedicado a Shelley es probablemente el más
completo de cuantos se hayan escrito en Venezuela sobre el mayor poeta del
romanticismo inglés, y sitúa de manera admirable –histórica, estética y vital— a
una sensibilidad tan clave para entender a carta cabal las prefiguraciones del
romanticismo en el espíritu moderno de nuestros tiempos.

Entrada al siglo XX
En los primeros ensayos escritos en el siglo XX en Venezuela, se puede percibir
ya una nueva voluntad de interpretación17 presente sobre todo en autores del

17
Para una visión de conjunto más amplia del ensayo en el siglo XX, ver mi selección de cinco tomos El
ensayo literario en Venezuela. Compilación, prólogo y notas de Gabriel Jiménez Emán, Ediciones La
Casa de Bello, Colección Zona Tórrida, Caracas, 1988-1991.

Pedro Emilio Coll


167

Modernismo como Manuel Díaz Rodríguez, Pedro Emilio Coll y Rufino Blanco
Fombona, y en otras tendencias americanistas representadas en autores como
Pedro César Dominici, Santiago Key- Ayala y Luis Correa. Y luego, en una
acepción más moderna, tenemos los intentos de crítica sistemática de Julio
Planchart y el desenfado y la lucidez de Jesús Semprum, quien le dio un giro al
ensayo crítico desde la forma breve. En fin, ya hemos entrado al siglo XX,
aunque siempre arrojando una nueva mirada hacia el siglo precedente.
El ensayo en todas sus vertientes –literario, histórico, político— fue la
forma más lograda, en el siglo XIX, de expresar las preocupaciones sociales e
intelectuales de Venezuela en tiempos de una definición nacional
extremadamente difícil, que nos ha sido legada, hoy por hoy, como una manera
de abrirnos hacia una vasta reflexión, una meditación donde no pueden estar
ausentes los fenómenos de la historia y de la cultura. Y en el centro de ellos,
como un puente que une a dos grandes ríos, el diálogo infinito de la literatura.

[2010]
168

POESIA VENEZOLANA: SIGNOS CLAVES


EN LAS DÉCADAS DE LOS AÑOS 70 Y 80

Víctor Valera Mora

Comenzando la década de los años 80 se suscitó en Venezuela una


discusión sobre el legado poético de décadas precedentes, especialmente sobre
la producción lírica escrita en los años 60 y 70. Esta discusión, en la cual
intervino por lo menos una docena de escritores, puso en el tapete los diversos
sentidos de la poesía en relación con los entornos estéticos y sociales, y en las
diferentes modulaciones verbales implícitas con que los poetas acometían sus
mundos interiores. El sentido de esta discusión, que rozó por momentos niveles
de pugnacidad y polémica, está muy bien descrito por Oscar Rodríguez Ortiz
en su ensayo crítico Para un esquema de los 70, donde comenta algunas de las
preocupaciones esenciales de los años 60: “Fechas, grupos, generaciones y otros
criterios están al servicio fundamental de una jerarquización personal de lo que
ha pasado y pasas, sus desesperos y propiedades: desde las polémicas e
irritaciones, hasta la elaboración de un sentido y una coherencia (…) los sesenta
quedan privilegiados sin embargo en la comprensión del conjunto como era de
una crisis particular (…) para las mediciones posteriores, el atractivo de los
sesenta se concentra en el esplendor de una era de sacudidas. Su inmediata
posteridad parece carecer de tales seducciones: los sesenta ofrecen mucha
169

expectación y pasan por el momento que involucra en graves trascendencias (el


país, el e destino político, la dificultad de ser y hacer, etc.). cuando en los 80 los
más nuevos quieren fijar diferencias, conceptualizan una carencia y un método:
implicarse, mezclarse, reclamar la pertenencia a un tiempo. En su misión, se
miran proyectados hacia el futuro: la historia los juzgará por haberse mezclado;
creen ser absueltos, en esta hipótesis, si se los compara con quienes no pudieron
y no quisieron diferenciarse en los fervores públicos.”
Uno de los rasgos más resaltantes de esta discusión era el de un carácter
de no cristalización de la generación de los años 70, que Juan Carlos Santaella
no vaciló en tildar de “una generación perdida”, desubicada, que no lograba
crear espacio propio en el contexto de su década.
Armando Rojas Guardia glosa las ideas de Santaella y las expande,
creando un marco conceptual mucho más rico, lo cual da pie a que se ventilen
las ideas en un ámbito mayor de repercusiones tangenciales, algunas de las
cuales nos proponemos comentar aquí, pues resultan esenciales para
enrumbarnos hacia algunos de los signos claves de la poesía escrita en los años
60, y de cómo se retoma y transforma este legado en la década posterior.
Aunque el debate no estaba limitado a la poesía, sino al supuesto papel
que debía asumir una generación emergente, éste arrojó sin embargo varios
datos significativos en torno a las funciones intrínsecas del quehacer lírico,
como podremos ver más adelante.
En esta polémica, Laura Antillano fue una de las escritoras que primero
salió a la palestra, percibiendo en las palabras de Armando Rojas Guardia poco
menos que una agresión; mientras que Gabriel Jiménez Emán intuye que ésta es
“la generación del harakiri”, en la medida en que proclama su autodestrucción,
en un acto suicida. Se suman al debate –dirimido principalmente en las páginas
de el “Papel literario” del diario El Nacional, y otras voces desde las Escuelas de
Letras en mesas redondas organizadas por diarios y revistas. La discusión
empieza.

La pesada carga de los años 60

Para los escritores que se inician en la década de los años 70, el panorama
literario de la década anterior estaba íntimamente relacionado con un programa
de cambio político. Por supuesto, no toda la producción poética está marcada
por este signo, pero bastaría sólo citar dos de nuestros libros más significativos
publicados en 1960 para ilustrar ciertas líneas predominantes: Hechos, de
Arnaldo Acosta Bello, y Los cuadernos del destierro, de Rafael Cadenas. Mientras
Acosta Bello realiza una crónica escueta y casi visceral en su libro, un personaje
observador al cual “le basta el ojo”, o como apunta Julio Miranda, a una
170

“exploración narrativa”, a un protagonista que está presente en buena parte de


la narrativa de la década, una especie de mirón, de observador antisocial que
desconfía de las alianzas y proclama su animadversión a los círculos y a las
oficinas. En el caso de Cadenas, advertimos cómo en su poema en prosa ya
citado es un cuaderno escrito en el destierro, elaborado en una situación real de
exilio durante el régimen de Pérez Jiménez, aunque el libro exprese más bien
una situación de tipo existencial, una voz que intenta librarse, a través de su
simbología y exaltación verbales, de las limitaciones contingentes que le ofrecía
el país al poeta para ese momento. Otro caso de desgarramiento existencial
oblicuo lo observamos en Fantasmas y enfermedades (1961) de Francisco Pérez
Perdomo; en Saloma (1961) de Alfredo Chacón; en Salve amigo, salve adiós (1961)
de Carlos Contramaestre, y en buena parte de la producción poética de los
autores agrupados en torno al grupo literario El techo de la ballena. También en
varios libros de Guillermo Sucre como en Mientras suceden los días, o de Víctor
Salazar, Sequía de las palabras, publicados ambos en 1961, se advierte cómo el
convulso momento político-social, impulsa virajes hacia una poesía de tonos
existencialistas o exterioristas que van desde los expresamente político, como
Canción del soldado justo (1961) de Víctor Valera Mora, hasta la inmersión en los
mundos paradojales y absurdos de Juan Calzadilla en Dictado por la jauría
(1962). Estos dos poetas pueden servirnos de puntos orbitales: ni Valera Mora ni
Calzadilla abandonarán en sus libros posteriores estos mundos que ya han
creado; antes bien, los desarrollarán hasta sus últimas consecuencias.
También la poesía humorística de Aquiles Nazoa en Caballo de manteca y
en el Miguel Otero Silva de Sinfonías tontas se advierte el sesgo de la crítica
social a través de la sátira popular y lo coloquial. Si revisamos bien la poesía de
estos años, vemos que a la de pura exaltación interior o amorosa, de
verbalismos o de convencionalismos retóricos, de intenciones épocas o
edificantes, se halla otra asentada en una mayor precisión lingüística y
conceptual, es decir, cuenta con mayores recursos vitalistas que puramente
verbales. De hecho podemos ver, conviviendo en un mismo tiempo, un libro de
Miguel Ramón Utrera como Aquella aldea, con uno de Caupolicán Ovalles,
Duerme usted, señor Presidente? impresos en el mismo año de 1962, y en los años
subsiguientes libros de tendencias tan disímiles como los de Alfredo Silva
Estrada, Francisco Pérez Perdomo, Ludovico Silva, Hernando Track, Efraín
Hurtado, Ramón Palomares, Aquiles Nazoa, Vicente Gerbasi o Juan Sánchez
Peláez. De hecho, era una amalgama demasiado brillante, enceguecidota talvez,
de tendencias, voces, estilos distintos. Es decir, figuras que ya tenían un espacio
ganado desde décadas anteriores (desde los años 40 o 50) continuaban
publicando en los años 60, coetáneamente con aquellas que emergían con una
firme personalidad.
171

Pongamos los casos de Eugenio Montejo, que publicó su primer libro


Élegos en 1967, y uno de Argenis Daza Guevara también con su libro inicial
Juego de Reyes en ese año en que también aparece una importante de Juan
Beroes, Los deshabitados paraísos. Así, podría llevarse a cabo esa simultaneidad
de las voces hasta el final de la década, donde la producción poética se iba
acercando a una proporción mayor. de hecho, en los primeros años de la década
de los 70 esta producción tiende a crecer, hasta un punto en que se hace difícil
reconocer cuáles son las expresiones que se agotan en el tiempo y cuáles son las
que van a sobresalir en ese amplio concierto. Por esta misma razón, es
imposible entender la producción poética de los años 70 si no observamos
cuidadosamente las proposiciones individuales o grupales de los escritores.
El derrocamiento de la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez, la
entronización de una Junta de Gobierno y luego la elección de Rómulo
Betancourt como primer presidente de la democracia representativa
venezolana, define una nueva era en los rumbos que habría de tomar la
creación en sus diversas manifestaciones. Unto a los grupos antes nombrados,
Tabla Redonda, Sardio y El techo de la ballena, surgieron otros como En Haa,
conformado éste último por Carlos Noguera, José Balza, Lubio Cardozo,
Teodoro Pérez Peralta, Aníbal Castillo y Jorge Nunes. Los integrantes de este
grupo eran más jóvenes –bordeaban entonces casi todos los 25 años—y no
estaban conminados por la circunstancia política de las agrupaciones anteriores.
Podían moverse con mayor libertad en el plano estético y buscaban nuevas
formas de abordar la literatura. Jorge Nunes y Lubio Cardozo fueron los poetas
del grupo que llegaron a publicar una obra más densa y significativa. Lubio
Cardozo ha editado más de una docena de títulos desde Extensión habitual
(1966) hasta Lugar de la palabra (1993), mientras que Jorge Nunes desde sus
primeros libros en los años 60, Oscilaciones (1966) e Imágenes y reflejos (1967),
madura en los años 70 con un magnífico libro de poemas eróticos, Fuego sucesivo
(1972), al que siguieron Oculto en su memoria (1978) y Retratos de arena (1986).
Cardozo (nacido en 1938) y Nunes (nacido en 1942) fueron los poetas que
generacionalmente estuvieron más cercanos a la sensibilidad de algunos de los
autores que comenzaban a escribir en los años 70, sobre todo a aquellos
residenciados en la ciudad de Mérida como Eddy Rafael Pérez (1949), Orlando
Flores Menessini (1947), Ismeldo Paiva Avilés (1947) y Naudy Enrique Lucena
(1948). Mientras que Cardozo se desplazaba entre líneas barrocas y herméticas,
y Nunes recorría los paisajes de la nostalgia amorosa enalteciendo la
existencialidad anímica, estimulaban a este grupo de poetas que se agruparon
en torno a la revista Talud (1973), editada en Mérida. Paralelamente, en otras
ciudades del interior del país como Barquisimeto, Cumaná, San Felipe, Valencia
o Maracaibo comenzaban a conjugarse intercambios generacionales, que serían
172

decisivos en los establecimientos de algunos rasgos formales y claves éticos y


estéticos para la poesía que comenzaba a escribirse en los años 70.

Algunas claves de los años 70

A primera vista, las características esenciales de esta generación son dos: la


dispersión y la pluralidad. Dispersión porque estos poetas no se agruparon
para definir programas poéticos ni para redactar manifiestos. La convulsa
década anterior había dejado en el ambiente un “compromiso” que tendía al
exteriorismo descriptivo y contra el cual, creo, se reaccionó inconscientemente.
Los poetas del interior del país comenzaron a conocerse de manera aleatoria,
sobre todo a través de lecturas públicas y por la edición de las obras. Fue así
como se inició un diálogo desinteresado (no había en él nada más allá que
explorar la interioridad) y también –creo que esto es central—comenzó la
lectura minuciosa y apasionada de los poetas del continente americano,
incluyendo en estos a los norteamericanos y los brasileros. Ya no sólo se leía la
poesía política o épica de Neruda, Nicolás Guillén o Ernesto Cardenal, sino
también la de Lezama Lima, Octavio Paz y Nicanor Parra, para poner sólo
algunos ejemplos. El legado beatnick norteamericano de los años 60 era cotejado
con la poesía experimental del Brasil, al tiempo que se leían los clásicos del
Modernismo brasilero como Manuel Bandeira, Mario y Oswald de Andrade,
Vinicius de Moraes y Ferreira Gullar. También por supuesto se redescubría la
profunda voz del poeta portugués Fernando Pessoa, que tanta influencia tuvo
en la tentativa lírica de los años 70 en Venezuela. Del mismo modo, muchos
autores japoneses eran leídos desde una óptica novedosa; muchos haikús
llegaron a tener una resonancia decisiva en poetas como Reinaldo Pérez So
(1945) y Edda Armas (1955).
Esta dispersión, a la larga, vendrá a ser un elemento positivo para la
poesía de los 70, pues permitirá ver sin coacciones y con mayor libertad cuáles
son las voces interiores que cada uno está dispuesto a expresar y además
permite una reflexión intensa acerca de cuál camino tomar, sin presiones
extraliterarias ni conminaciones programáticas. Por supuesto, esta dispersión
permite señalar otro rasgo clave: la pluralidad. Ya sea coincidiendo disintiendo,
los poetas establecen una simpatía, un puente propiciatorio que les permite
compartir lecturas y abrirse a nuevos cauces, pero, sobre todo, les permite
escuchar sus propias voces. Ya habían quedado atrás las actitudes exclamativas,
las inmolaciones de la palabra en pro de los temas históricos y reclamativos, los
casticismos y las formas métricas donde se cobijan lugares comunes y
entonaciones elegíacas desusadas. La lírica se abría a una polifonía
173

históricamente explicable, que no requirió de padrinazgos ni de emulaciones


tutelares para acometer sus empresas verbales específicas.

Solipsismo y experiencia compartida

Si la dispersión produjo una diversidad de sentidos verbales, la actitud interior


genera un solipsismo inmanente, que es otra de las características básicas de la
generación emergente. Pero este solipsismo necesario no puede permanecer
aislado de su entorno, no puede convertirse en un individualismo. Es así como
surge la necesidad de compartir las experiencias al amparo de métodos más
formales y constantes: surgen así en los años 70 los Talleres Literarios,
propiciados en centros de investigación como el Centro de Estudios
latinoamericanos en Caracas y en las Escuelas de Letras de muchas
Universidades. Los talleres eran las nuevas versiones de las peñas literarias,
sólo que ahora adquirían un rango institucional. La experiencia de los talleres
fue en un principio positiva, pues permitió la discusión abierta, sincera y
exigente, --donde un escritor reconocido fungía generalmente de coordinador—
pero luego derivaron en una experiencia uniforme, donde los textos parecían
salir todos de una misma matriz. Ya en los años 80 la experiencia tallerística
comenzaba a agotarse, y luego se advirtió que eran necesarias mucha disciplina
y paciencia para que un taller literario produjera frutos válidos.
La producción poética de los años 70 resultó realmente prolífica. A
continuación señalo un catálogo de nombres representativos acompañándolo
de algunas de las obras, que conlleva el riesgo implícito de todos los catálogos:
siempre habrá omisiones, quedará algún aspecto por definir.
Hace varios años Luis Alberto Crespo (1941), uno de los poetas que
mejor recogió el legado de autores como Vicente Gerbasi y Ramón Palomares
para trasuntarlo en una lírica magra que se acerca admirablemente a su paisaje,
comentó que esta generación de los 70 era una generación de transición, que
constituía una especie de eslabón hacia experiencias más plenas. Dado que
habíamos citado antes a algunos poetas como Jorge Nunes y ahora lo hacemos
con Crespo, es justo comenzar este catálogo de los 70 con el nombre de
Reinaldo Pérez-So, quien desde Para morirnos de otro sueño (1971) y Tanmatra
(1972) se reveló como uno de los primeros en conseguir, con un lenguaje
lacónico, la expresión de un profundo sentir anímico, que se acerca a los objetos
a los fenómenos interiores con un despojamiento inusitado, donde le asaltan las
visiones. En Nuevos poemas (1975) dice: “la flor que crece es blanca / y se abre
a dios / blanca hacia la colina / de la tierra / ligera se desprende / sin dejar
fruto / la piedra la espera / hasta que rueda.”
174

Enrique Hernández D’ Jesús (1947) publicó su primer libro, Muerto de risa


en 1968, que fue recibido favorablemente por lectores y críticos: narratividad,
frescura, humor, personajes y animales abordados con un toque de ternura,
continúan en libros posteriores de los 70: Mi abuelo primaveral y sudoroso (1974) y
Así sea uno de aquí (1979). El personaje del abuelo le sirve a Hernández D’ Jesús
para tocar una veta riquísima de situaciones jocosas o líricas, que a veces
ocultan un finísimo dramatismo: “Mi abuelo volvió del fuego / nació con el
ánima encantada en las paredes / lúcido y confuso / Desde el amanecer se
mantenía muy formal con el ruido / y reconocía suavemente el polvo amarillo
de las azucenas.” (“Mi abuelo volvió del fuego”, 1980)
Antonio Arráiz Parra (1946) nos legó un libro admirable, Imágenes de
tierra (1976), donde la exuberancia del lenguaje se pliega a los espacios más
íntimos del ser, como en el texto que reza: “Vastedad de la luz / amanecer de
roca / roca / talismán, rostro único, memoria.” Arráiz Parra es un poeta que
tendremos que valorar con más detenimiento.
Autor central de esta década es William Osuna (1948), que irrumpió en la
lírica venezolana con poemas desenfadados, orbitados en el mundo cotidiano.
En 1978 publica dos libros que lo colocan como el iniciador de nuestro
coloquialismo urbano, los temas callejeros, el diálogo amoroso pero terrible con
la vida de la ciudad: Mas si yo fuera un poeta, un gran poeta y Estos 81. Osuna se
mantuvo silenciosa durante los años 80 y nos entrega en 1990 su Antología de la
mala calle, donde nos confirma el poder que tiene para nombrar y sentir su
ciudad. Osuna es el iniciador de una de las vetas que irán a ser dominantes en
los 80: la veta urbana y coloquial; por otro lado, dentro del dominio de la
lengua, la concreción, el despojamiento de toda adjetivación accesoria, en el
logro de efectos veraces.
Otro poeta central de los 70 es Eleazar León (1946), quien comienza su
intenso trayecto con Estación durable (1976), al que siguió Por lo que tienes de
ceniza (1975). Estos dos libros fueron suficientes para consagrar su misterio
verbal, en versos fragmentados que buscan otros significados y sonidos, desean
ir en busca de un día memorable del ser: “Adentro / al cabo de tu día y tu
noche y tanto mar batiente / desde otra playa el término / infinito de tu suerte:
cavar en el murmullo / de todo, y saberte silencio.” Cruce de caminos (1977) fue
su último libro en esta década, pero continuó su ejercicio lírico en los 80 con
Palabras del actor en el café de noche (1982).
Hanni Ossott (1947) es una figura sobresaliente de los 70, con su exigente
poética de la dispersión y el desarraigo, apoyada en una escritura que se va
destruyendo a si misma en aras de la tragedia interior del ser, pero
reflexionando asiduamente sobre el mundo en libros como Espacios para decir lo
mismo (1973) y Espacios en disolución (1976).
175

Cite al principio de estas notas algunos de los poetas residentes en


Mérida: Eddy Rafael Pérez es uno de ellos. Pérez, en sus libros de extensos
títulos como Me siento como un pájaro con las alas cortadas preso en jaula de barrotes
(1978) logra una rara transparencia en la metáfora: narra y canta a la vez
utilizando prosaísmos, sin echar mano de amaneramientos experimentales, sino
recurriendo a la potencialidad de ese demiurgo que, enroscado sobre su oficio,
articula “la angustia de salir a la ciudad”. En los años 80 Pérez publicó su libro
Yo quisiera que me escribieran una carta desde cualquier lugar del mundo. Desde tu
alma, si es preciso (1983).
Orlando Flores Menessini con su único libro de poesía publicado hasta la
fecha (1990), Antología perdida (1981) logró una expresión singularísima en
nuestra poesía, basada en una fantasía neo vanguardista que fija sus fronteras
pero que no limita sus alcances, dueña de una sonoridad y ritmo interno
admirables, a través de un verso que sopla en los sentidos y las emociones: “Los
ojos fueron orquídeas numerales / razones clavas en el brillo de las sombras /
Los ojos durmieron en aguas cometarias / y en el jardín de las carnes los ojos
caminaron.”

Simultaneidad cronológica

Si nos detenemos a observar la relación hasta aquí realizada, convendremos en


que ya han comenzado a fusionarse las cronologías, que los escritores que
comienzan a escribir en los 70 generan nuevas ópticas en los 80; los que
principian a publicar en los 80 probablemente ya estaban comenzando a afinar
sus vocaciones en los 70. Así pues, las cronologías sólo servirían para demarcar
una parte del asunto. Un caso límite: Ramón Querales (1937) publica su primer
libro importante justo en 1970: Aguas negras. Continúa activo hasta 1983 con
Habitación de olvido. En Aguas negras el poeta arroja una mirada a su infancia
provinciana desde la ciudad (Caracas) que le hace observar su propia condición
absurda, de juegos ontológicos que poco tienen que ver con nostalgias
convencionales o sentimentales.
Pedro Parayma publica su primer libro, también de tono narrativo,
protagonizados por personajes tocados por un fatum y abordados desde el
humor negro, donde participa una acertada visión de lo cruel: El libro de Fenris
(1970). Esta entonación narrativa, de frases cortas y versos breves vendrá a ser
una impronta en buena parte de la poesía de los 70, pero echa sus raíces en los
80. Por ejemplo, Salvador Tenreiro (1952) publica su libro clave justo en el
último año de la década de los 70, Secreta claridad (1979), donde nos dice:
“Ciegos / por la arena de los días / Navegamos / como rufianes / en la flauta
transparente del sacrificio / Un tallo de claridad reescribe / los escombros del
verano.”
176

Otro libro significativo editado en esta década es Pan de color y barro


(1975), de Alfredo Coronil Hartmann (1943), construido desde un hondo
pesimismo luminoso pero también descarnada, que desea ser testimonio veraz
de una condición óntica, donde las sensaciones extremas se mezclan a los
sentimientos. Antes de éste, al inicio de la mencionada década, Hartmann había
publicado Nombrar contra la sombra (1971).
Otros libros importantes de aquella década son Babilonia (1971), y Date
por muerto que sois un hombre perdido (1974), de Blas Perozo Naveda (1943),
donde el poeta plasma las sensaciones caóticas de la ciudad y sus monstruos
cotidianos. En su encuentro con los giros verbales del habla y en las situaciones
cotidianas encuentra Perozo Naveda materias nuevas para la poesía. Su ciudad
es Maracaibo (“una ciudad que ya no existe”), donde se recupera de sus
nostalgias con un humor rabioso pero lleno de ternura: “Mi mujer canta una
canción que cantaba mi madre para que termine de caer toda esta agua en esta
tarde septiembre”, dice en “Date por muerto que sois un hombre perdido.”

Entrada en los 80

Armando Rojas Guardia (1949) ha sido siempre escritor preocupado en abordar


los problemas espirituales que rodean al fenómeno poético. Precisamente a
través de la discusión generacional citada al comienzo de este trabajo, y
adhiriéndose luego a las propuestas del grupo Tráfico (1981) es cuando viene a
conformarse una tentativa de agilizar las nuevas nociones que campearán en la
naciente década. Rojas Guardia publica su primer libro en 1975, Del mismo amor
ardiendo, para profundizar con Yo que supe de la vieja herida (1985), Poemas de la
Quebrada de la Virgen (1985) y Hacia la noche viva (1988). La voz de Rojas Guardia
habla desde una conciencia dolorosa pero expresada merced a un lenguaje
gozoso: el surgimiento de esta conciencia se realiza por las vías de una
religiosidad heterodoxa, en la que se cuela un eros en voz baja. Miguel Márquez,
poeta compañero suyo del grupo Tráfico, dice de su obra: “El verso ascético que
impugna al esplendor, a la belleza, y que hace el susurro de la oración via regia
de la experiencia poética. Desde su primer libro esa tensión se vuelve como
conciencia crítica: de los riesgos del arte en tanto impostación, como inflación
del yo, y también, de la imposible transparencia del verbo.” Pero estas
características señaladas por Márquez no son precisamente las que animan los
postulados de las agrupaciones que deseaban hacer la crítica de la tradición
anterior.
Primero Guaire y luego Tráfico serían los grupos que, conformados por
jóvenes no mayores de 20 años, intentarían buscar nuevos modos de evaluar el
legado anterior y proponerse ellos mismos otros caminos de expresión.
177

Armando Coll, Luis Pérez Oramas, Nelson Rivera, Domingo Sosa, Rafael Arráiz
Lucca y Leonardo Padrón eran quienes proponían esto, y se reunían en el taller
Calicanto fundado por Antonia Palacios, en los talleres del Centro de Estudios
Rómulo Gallegos (Celarg) y en las reuniones propiciadas por Juan Calzadilla en
torno a la revista La Gaveta Ilustrada. Estos jóvenes se preguntaban por el
sentido de los experimentalismos, los poemas breves, el telurismo, el
textualismo, el trascendentalismo, el esencialismo, la ironía…en fin, era un
mosaico demasiado grande de tendencias, así el grupo terminó diluyéndose.
Entonces, en 1981, surgió la idea de conformar otro grupo con los poetas Igor
Barreto, Yolanda Pantin, Miguel Márquez, Rafael Castillo Zapata, Alberto
Márquez, Armando Rojas Guardia y Rafael Arráiz Lucca. Este último nos dice
que “la formación ideológica de los de Tráfico era mayor, de ahí la decisión de
manifestarse en términos tan rotundos, sin dudas de ninguna especie. Para ellos
estaba claro que la poesía debía ir a la calle, salir del ámbito burgués de la casa.”
Lanzaron un manifiesto (fundamentalmente redactado por Rojas
Guardia, Alberto y Miguel Márquez) en el cual fijaron su posición: salir de la
noche e ir hacia la calle, parodiando el verso de Gerbasi: “Venimos de la noche
y hacia la noche vamos”. Arráiz Lucca lo explica a medias: “Sacar a la poesía
del coto cerrado, descontextualizado, a-histórico y burgués fue el impulso de
estos poetas.” Por supuesto, esto había ocurrido ya en los años 70, pero estos
jóvenes de apenas 21 años no habían tenido tiempo de ver más allá de
textualismos, orientalismos o esencialismos, o, en todo caso, de un seguimiento
ciego de los postulados sociopolíticos que inspiraron a la poesía de los 60. Por
ejemplo, el tema de la bohemia como evasión debida al fracaso del proyecto
político no podía ser exclusivo de los 60, ni inspiró tampoco los mejores libros
de los 70. Simplemente, algunos escritores jóvenes de los 70 leían a sus
contemporáneos y aprendían de ellos, pero sin imitarlos. Admiraban, ante todo,
una actitud vital; por ejemplo, el legado de Ramón Palomares, Víctor Valera
Mora, José Barroeta y Caupolicán Ovalles era estudiado y analizado, en ningún
momento imitado. La generación del 70 no fue precisamente parricida, y
tampoco podía obviar los logros de generaciones posteriores, como la de Luis
Alberto Crespo o Eugenio Montejo.
Miguel Márquez (1955) aborda una poesía sostenida en una cruda
intimidad de lo cotidiano en sus libros Cosas por decir y Soneto al aire libre, pero
sobre todo en La casa, el paso (1991), donde descubre su voz en su propia casa en
penumbras, impregnada de dolor. Igor Barreto (1952) también se asoma a lo
urbano y lo cotidiano en Y si el amor no llega? (1983) y sobre todo en Soy el
muchacho más hermoso de esta ciudad (1987), donde la ironía descubre imágenes
insólitas, fuera de cualquier intención nostálgica o intelectual; antes, se
descubre con varias habitaciones adentro: “cuando sufre / las abre”, dice.
178

Yolanda Pantin se mueve “en la contundente elegancia de su ironía”


para mostrarnos los laberintos del ánima femenina tanto en el espacio interior
de Casa o lobo (1981) como en Correo del corazón (1985), donde las tragedias
cotidianas van adquiriendo una dimensión existencial de alto rango.
María Auxiliadora Álvarez (1956) se deja llevar por los abismos de lo
terrible hacia lo hermoso, a través de una crudeza casi absoluta que “roza la
muerte moral”, como lo ha notado Luis Alberto Crespo: “el parto se enfrenta al
ser con su propia nada”, dice en su libro más revelador, Cuerpo (1985).
Julio Valderrey (1954) da un paso hacia la búsqueda de sus raíces en
Greda (1982) o reflexiona acerca de los años 60 en Papeles de ocio (1986) donde
evoca los seres, las canciones, los momentos del existir urbano en los años
alucinados e intensos de la memoria amorosa, de un ocio deslumbrante que le
permite tener conciencia de si mismo.
Tito Núñez Silva es otro de los poetas que tienden puentes permanentes
entre la sensibilidad del existir y el compromiso social. Comienza en Woman
Police (1978), se continúa en Inminente exterminio (1981) donde la magnitud
verbal roza el maceramiento. El volumen Sin séquito alguno (1991) recoge
poemas escritos entre 1972 y 1987 y condensan el tema del poder y el de la
soledad en una civilización donde el amor es abatido por la traición y la
desesperanza. Imaginación y sonoridad son rasgos inevitables de Núñez Silva.
Efraín Cuevas (1948) fue otro de los autores larenses entregado al
ejercicio de la poesía en los años 70, en El fortín de los pájaros y Pescador de fábulas.
En 1983 publica su último libro, No hay silencio posible, donde una suerte de
estética de la melancolía tiende a resolverse en un lenguaje seco, sin recargos.
Otro poeta de Lara, José Antonio Yepez Azparren (1960) se acerca a esa
precisión tan buscada en los 80 en sus títulos Muchas veces rama (1983) y Más
cercano al día (1987) uniendo lo terrenal presentimiento interior en una
dimensión cotidiana de la que ha dicho Ida Gramcko: “El yo de la criatura
humana también padece o triunfa con un ensanchamiento. El yo tornándose
ave o lluvia o flor.”
Rafael Arráiz Lucca (1959) también encarna momentos logrados de este
fatum de lo cotidiano desde el laconismo de Balizaje (1983) hasta libros
posteriores como Terrenos (1985) y Almacén (1988). Tal cotidianidad está sumida
desde lo coloquial y desde un poder de síntesis que van más allá de una simple
economía verbal, como si debajo de lo visible pudiera escribirse otra vida: “La
mesa es una tregua / donada por los días 7 a sus huéspedes involuntarios”,
dice. Este roce con el pulso de lo corriente tiene mucho que ver con la vida de la
ciudad, con su dureza, que sin embargo nos depara material sensible para
abordarla y someterla.
179

Lázaro Álvarez (1954) publica su primer libro en 1982, Asidua luz,


después de un intenso transitar por el camino poético desde los años 70, en San
Felipe y Mérida. Aunque su lírica se desarrolla mejor en los años 90 en su título
Vivir afuera (1990) y Paisaje reunido (1993), su poesía siempre ha mantenido la
constante de evadir la descripción exterior para proyectarse de manera
dinámica en los viajes, los rumores, para asir las imágenes que se presienten en
las raíces del cuerpo y el deseo, teñidas de un matiz nostálgico.
Santos López comienza precisamente a publicar en el año 80 Otras
costumbres y es otro de los poetas que afianza su voz a lo largo de toda la
década en los libros Alguna luz alguna ausencia (1981), Mas doliendo ya (1984),
Entre regiones (1984) y Soy el animal que creo (1987). En éste último libro Alfredo
Silva Estrada advierte “un apego riguroso a la experiencia. Y el rigor,
justamente, hace que el poema sea una experiencia nueva: la duración y el
espacio poemáticos constituidos por una ceñida estructura”. Uno de los rasgos
más notorios en López es su terredad, su buceo en el paisaje a través de
elementos consustanciales que derivan en imagen hacia el mismo lenguaje, de
manera sorpresiva, en íntimo contacto con lo humano: “Concedo el oro a la
tristeza / Al polvo rojo tarde horizonte / Herir los ojos las realidades / Son
hebras / de ahogo o de luto mis huesos”. Cuando dice: Estoy lejano por el
destino 7 Recién nacido en lo muerto”, experimentamos un hondo entrañar con
criaturas de desolados paisajes.
Freddy Hernández Álvarez (1949), que ha distribuido su quehacer
literario entre la prosa y el verso, comenzó su trayecto lírico en los 70 en los
libros El baile de los cangrejos (1977) y Bitácora del alcatraz (1979). Estos permiten
observar el barroquismo, el aluvión verbal que enuncia los colores y
sensaciones del trópico, de los paisajes marinos en El farero de Biblos (1984) y en
Memoriales del ángel bastardo (1986).
Una suerte de ebriedad colorística, descriptiva de un itinerario de
grandes viajes interiores, domina lo mejor de la poesía de Hernández Álvarez,
mientras que en la poesía de Isaías Medina López (1958) insiste en dejar sus
huellas en la tierra anegada, al borde de una presentida destrucción, tal como se
percibe en su libro Trampa doble (1983). Vive separado de esa tierra, pero se
aferra a sus más pequeños elementos originarios para configurar con éstos
magistrales orbes, cerrados, insertos en un aire de fábula siempre en fuga hacia
el sueño. En otro libro suyo, Vínculo perenne (1987) ratifica su voz como una de
las esenciales entre las que buscan la inmersión en la aridez de los paisajes.
Rafael Garrido (1948) también ha permanecido fiel a este permanente
fulgor solar del trópico en su libro Vapores (1977) y en Telemaquia, donde insiste
en los giros coloquiales, en los misterios del habla cotidiana como un referente
de veracidad existencial que escape del mero juego literario.
180

Edda Armas ha sido fiel una intensidad lingüística que quiere apresar los
momentos de lo vivido en una psique sin fisuras, que puede nombrar a través
del lenguaje los gestos y las ínfimas partículas que percibimos en parte de lo
visible. Así lo demuestra en su libro Roto todo silencio (1975): “de tanto azul /
obtengo un mar sin transparencias” y ha seguido en su empeño de revelarnos
signos etéreos en Contra el aire (1977) y luego arriba a los años 80 revelando
tensiones espaciales en su libro Cuerdas de serpiente (1985).
Luis Sutherland (1952) desanda los paraísos infantiles con una mirada de
rico escepticismo, de nihilismo luminoso en el momento de evocar los
vericuetos por donde el espíritu acecha los momentos de un tiempo en fuga
permanente hacia los espacios urbanos.
José Ramos (1958) se pliega hacia un espacio intelectual atravesado de
profundas latencias anímicas en su libro Principio de animal (1987), demoledor
de las retóricas que insiste en la convivencia de los gestos, la errancia de los
sentimientos reflexionando siempre sobre las victorias de la calle de todos los
días.
José Jesús Villa Pelayo (1962) ha publicado un libro en 1990: Una hiedra
negra para Sashne, donde reúne poemas de los años 60 y 70, que se diferencia
notablemente de la producción poética de estos años, pues se nutre de mundos
míticos e imaginarios que celebran lo amoroso desde el plano anímico, de
grandes despliegues verbales.
Carlos Danez (1955) es uno de los escasos poetas herméticos –en el
sentido lezamiano del término—de Venezuela. Su libro Metal de serena sombra
(1986) y La galería del ángel (1993) así lo constatan. Un permanente ejercicio
espiritual enhebrado al peso alquímico de la palabra o. como dice Alberto
Jiménez Ure: “el autor versifica para dar forma o construir supranormales
episodios íntimos en los cuales no está ausente la reflexión”.
Nombres como los de Tarek Williams Saab, Armando Contreras,
Márgara Russoto, Carlos Ochoa, María Clara Salas, Adelhy Rivero, Elí Galindo,
Ramón Ordaz, Luis Felipe Bellorín, Hildebrando Barrios, Miguel James, José
Malavé, Orlando Pichardo y David Figueroa, entre otros, componen el
repertorio de las voces poéticas de los años 70 y 80 que han tenido notable
significación en el desenvolvimiento histórico y estético de la lírica venezolana,
que ha sido ya reconocida como principal en el contexto de la poesía
continental. El gran enjambre de sus especificidades ha sido uno de los más
ricos de nuestra literatura, y ha encontrado en la expresión poética su más cabal
representación. Un significativo legado poemático producido en apenas dos
décadas nos ayudará seguramente a recomponer el rompecabezas espiritual
donde nos encontramos sumergidos haciéndole frente a la contingencia política
y a la degradación social que han marcado nuestra época; época que quiere a
181

toda costa sustituir la palabra poética y su mágico poder por los aparatos o los
productos seriados.
La poesía tiene y mantiene un diálogo secreto que no podrá ser borrado
fácilmente, pues es la voz que nos dice lo indecible y nos revela,
inesperadamente, en el recodo más oculto de las casas y las calles, de los mares
y los verdores, de los desiertos y las grandes ciudades, el último y más
deslumbrante destello de lo humano.

[2005]
182

CONFLUENCIAS DE LA POESÍA VENEZOLANA

Vicente Gerbasi y Juan Sánchez Peláez

No creo que sea ocioso preguntarse hoy cuál puede ser la función de la
poesía, el papel que cumple el poema dentro del concierto de las artes o las
disciplinas estéticas. Más bien se trata de una pregunta apremiante, si
atendemos a los mensajes emitidos por un mundo que se ufana en perfeccionar
su tecnología, sus máquinas, artefactos y aparatos para que éstos nos procuren -
-en teoría-- la comodidad, o en todo caso la facilidad o la rapidez para resolver
asuntos que antes podían ser verdaderos problemas, enigmas incluso. La
tecnología de punta se ha encargado de facilitarnos la velocidad en la
comunicación, nos ha simplificado procesos, reducido distancias, para
instalarnos en realidades paralelas o virtuales con sólo oprimir botones o
manipular monitores. De este modo procesos que no requieren de máquinas,
como el de la lectura de textos o escritura de palabras, se han ido alejando o
marginando de la vida cotidiana en las grandes ciudades, como no fuera para
redactar esquelas, hojear diarios o revistas ligeras, mirar titulares o avisos
publicitarios. Ciudades que pueden ser megalópolis, metrópolis o ciudades
pequeñas, pues en campos o en vastas extensiones de tierra que constituyen
selvas, llanuras, sembradíos, pampas o terrenos nevados, se cumplen a diario
ciclos ecológicos donde animales, plantas, ríos, montañas y mares celebran
procesos donde la vida humana tiene lugar como partícipe (y no como centro)
de esos ciclos, y como observadora de estos procesos. Procesos que van desde el
183

mirar extasiado hasta el análisis científico, desde la deducción empírica hasta la


contemplación metafísica, desde la mirada objetivista hasta la filosófica.
La poesía es ante todo observación estética a través de la palabra, una
especie de sonda verbal que intenta recuperar las esencias del ser en diálogo
con el paisaje (llámesele entorno, sociedad o circunstancia), o bien una
respuesta sensible o intelectiva al asombro de existir; puede tomarse también
como una reflexión sobre el mundo y sus realidades tomando al lenguaje como
centro, un lenguaje fundado en una tradición escrita que toma en cuenta tropos,
figuras, imágenes y formas escritas que tienen por objeto llevar a cabo una
síntesis entre reflexión y belleza, entre indagación del ser y un estremecimiento
formal que alcanza al oído (su música), su multiplicidad interpretativa (sus
significados) y su permanencia en el tiempo (su vigencia), para que el lenguaje
pueda mirarse en el espejo de su propia historia, la historia literaria. De este
modo, nos comunica siempre algo significativo, permanente, que toca a la vez
el pensar y los sentidos para dar cuenta, en una lengua que trasciende el
discurso corriente y el lenguaje habitual, otros campos o zonas del ser. No
refiero aquí por oposición el lenguaje oral (que es de por sí una construcción
metafórica de los signos y objetos del mundo), al lenguaje escrito, construido
sobre la base de una escritura cifrada en un alfabeto y una gramática, un léxico,
una prosodia y una sintaxis; sino al lenguaje reiterativo, chato y sin brillo que
solemos oír en tantas transmisiones televisivas o audiovisuales, minado por el
lugar común y despojado de sugerencias.
En fin, la lengua nos pertenece a todos (es la máxima invención humana),
pero el lenguaje escrito se nos escapa si no sabemos emplearlo para revelar
cosas más hondas (símbolos, arquetipos, mitos, tradiciones). Precisamente, la
lengua y el lenguaje se han ido desgastando en su dimensión escrita y hablada,
cuando no naufragando en un océano de mensajes vacuos producidos por el
cansancio y el tedio modernos. No es ocioso, repito, preguntarse cuál podría ser
el destino o la función específica de la voz poética en estos contextos, por
ejemplo, la relación de la poesía --en tanto traduce lo lírico del Yo subjetivo--
con el canto, la música culta o la música popular. Los cantantes populares han
venido sustituyendo en cierto modo a los poetas, (quedando los cantautores
actuales como versiones modernas de los trovadores de las cortes europeas
medievales), cantantes que se comunican a través de grabaciones en estudio o
de espectáculos asistidos por efectos lumínicos o escenográficos. En efecto, son
numerosas las reflexiones que podemos hacer por y para la poesía, y no sólo
desde ella. Estamos en el albor de un nuevo siglo y un nuevo milenio, y la
percepción del fenómeno poético ha variado sensiblemente, por lo cual es
pertinente también hacerse de nuevas perspectivas para abordarlo, tanto en su
184

valor intrínseco como en los caminos semánticos que ha venido tomando en los
últimos lustros del pasado siglo veinte y en el primero de este siglo.
La poesía en Venezuela se ha hecho eco de los más variados influjos
desde su nacimiento; cuando neoclásicos, románticos o nativistas quisieron
imprimirle improntas particulares a sus voces. Andrés Bello, Juan Antonio
Pérez Bonalde, Andrés Mata, José Antonio Maitín, Udón Pérez y Francisco Lazo
Martí son ejemplos que definieron aquellas tendencias; mientras otros como J.
T. Arreaza Calatrava se movieron entre el naturalismo y el modernismo. Bien
entrado el siglo XX se producen las naturales resonancias del modernismo, el
simbolismo y el culteranismo, que pueden identificarse en autores como
Roberto Montesinos y Emiliano Hernández. En cambio tres claros
representantes de la vanguardia en Venezuela son Salustio González Rincones
(que tradujo a Víctor Hugo y Dante Gabriel Rossetti), Alfredo Arvelo Larriva y
José Antonio Ramos Sucre. Éste último escribe sus poemas en prosa y consagra
como ninguno la vanguardia entre nosotros, valiéndose de mitos y leyendas
europeos para adaptarlos al trópico, haciendo uso de símbolos e imágenes
decadentistas para extraer de ellas paisajes desolados o trágicos. Si Arvelo
Larriva es el último gran modernista nuestro, su hermana Enriqueta Arvelo
Larriva le confiere al paisaje del llano una interioridad crispante.
Después, la llamada Generación del 18 va a liberarse de formalismos y
normas asumiendo un espíritu ecléctico; eclecticismo que se imbuirá también
de música y de pintura; algunos de estos poetas fueron Fernando Paz Castillo,
Andrés Eloy Blanco, Luis Enrique Mármol, Jacinto Fombona Pachano y Enrique
Planchart. Mientras Paz Castillo se adentra en registros religiosos y filosóficos,
Blanco prefiere ensayar un modernismo a la venezolana, caudaloso y brillante,
propenso a bucear en el alma nacional gracias a su fluidez y sentido del humor,
que no descarta el dramatismo. Otros parnasianos, simbolistas o post-
modernistas son Jorge Schimdke, Luis Yépez, Pío Tamayo, Héctor Cuenca,
Humberto Tejera y Cruz Salmerón Acosta, que atendieron luego las influencias
vanguardistas. Luego surgen otras tendencias telúricas, tenebrosas o de
exaltación visual como las que pueden observarse en poetas como Ana
Enriqueta Terán, Elisio Jiménez Sierra, Vicente Gerbasi, Luis Fernando Álvarez
y José Ramón Heredia. Éstos últimos tres poetas se agruparon en torno a la
revista Viernes y proclamaron su voluntad de adherirse a “la rosa de los
vientos”, a la diversidad de movimientos. Posteriormente surge una generación
que se mueve entre el impulso visionario y el arraigo terrestre como la de los
poetas Otto D’ Sola, Alberto Arvelo Torrealba, Manuel Felipe Rugeles, Héctor
Guillermo Villalobos y Manuel Rodríguez Cárdenas; mientras que la tradición
hispanista y humanista se refleja en los poemas de Juan Beroes, Pedro Francisco
Lizardo, Juan Liscano y Pálmenes Yarza.
185

Otros grupos notables como Sardio y Tabla Redonda congregan poetas de


la talla de Ramón Palomares, Guillermo Sucre, Luis García Morales o Rafael
Cadenas, y no hacen sino desarrollar estas tendencias con mayor cercanía a la
oralidad de la gente del campo y a la búsqueda de la imagen prístina, pero
también al coloquialismo urbano, los juegos con el lenguaje y los giros
surreales, que dan pie a la inserción de las vanguardias y sus asociaciones
insólitas, visibles ante todo en el surrealismo, el dadaísmo y el futurismo; así
tenemos entonces voces como las de Juan Sánchez Peláez, Caupolicán Ovalles o
José Lira Sosa. Rafael Cadenas ensaya primero el poema en prosa de aliento
rimbaudiano y luego se permite ludismos y existencialismos que denotan
desamparos anímicos o plenitudes aforísticas, aspirando a una requisitoria
sobre los vicios institucionales de nuestro tiempo. Por su parte Víctor Valera
Mora es autor de una obra que se mueve entre lo político y lo amoroso, lo cuasi-
panfletario y lo simbólico. En sus libros dejó un testimonio clave para entender
la década de los años sesenta; mientras que un poeta como Alfredo Silva
Estrada persigue un tono experimental, de reflexión que avanza hacia un pulcro
equilibrio lingüístico con ecos de la poesía francesa. Luis Camilo Guevara se
adhiere a un verbo alucinado de connotaciones míticas y herméticas; José
Barroeta tiene mucho de terredad y vuelo lírico, pero con un paisaje interior
dramático. Por su lado, Gustavo Pereira da preeminencia a una cotidianidad
donde conviven lo barroco con lo breve, el espacio urbano con la
contemplación, y donde la soledad creadora se enfrenta a la soledad del
desamparo. En un tono distinto, Eugenio Montejo construye su mundo a partir
de la ausencia del mundo familiar, canta a una fugacidad que sin embargo fija
los paisajes de adentro y afuera con una elocuencia extraordinaria.
Estas inclinaciones a lo social, lo imprecatorio o lo dramático presentes
en poetas como Víctor Valera Mora, José Barroeta y Luis Camilo Guevara serán
recogidas e interpretadas por William Osuna, Luis Sutherland, Eleazar León y
Gabriel Jiménez Emán. La voz de Eleazar León discurre entre lo memorioso y la
aprehensión de un presente precario, el cual sin embargo le devuelve signos
maravillados. María Clara Salas es reflexiva y contundente; Luis Sutherland
posee poderes visionarios de gran densidad; Elí Galindo emprende viajes por
los mitos clásicos y atrapa fantasmas y aleteos sorprendentes en medio de aguas
nocturnas y sombras. En las décadas finales del siglo XX ocurre una verdadera
erupción de tonos y tendencias donde son nuevamente visibles los rasgos de la
trasgresión; el cuerpo y la psique femeninos se expresan con enorme libertad;
surge la poesía coloquial, que expresa la fricción del paisaje tecnológico y
burocrático de las urbes, recogido en buena parte de la obra de William Osuna,
Gustavo Pereira, Juan Calzadilla y Rafael Arráiz Lucca. Todo ello se
entremezcla a afluencias de apego al paisaje, a una poesía que interroga la tierra
186

y sus enigmas como la de Alfredo Silva Estrada, Luis Alberto Crespo, Ángel
Eduardo Acevedo, Enrique Mujica, Adhely Rivero y Antonio Trujillo. O bien se
encaminan a la vía de la reflexión interior, como observamos en poemas de
Armando Rojas Guardia, Miguel Márquez y Santos López.
Estos son solo unos pocos ejemplos de un vasto espectro de afinidades y
confluencias. No son éstos rasgos exclusivos o privativos en los poetas citados;
la obra de cada escritor suele ser cambiante y ofrece varias vetas o formas de
lectura. Consideremos también que la mayoría de estos poetas aún vive, que
muchos de ellos se encuentran activos, dando forma a nuevos proyectos
poemáticos.

Las antologías

Durante el siglo veinte la poesía venezolana fue pródiga en antologías que, con
mayor o menor suerte, dieron cuenta de su diversidad expresiva. Así, autores
que parecían imprescindibles en unas épocas ya no lo fueron en otras; unos que
aparecían tímidamente en algunas selecciones, forjaron después una obra y
conquistaron su lugar en obras antológicas notables. El tiempo –y sólo el
tiempo— se encargó de darles su sitio y puso en evidencia la calidad intrínseca
de los textos seleccionados, o por el contrario puso al descubierto tramoyas,
ardides editoriales o publicitarios, intereses grupales o políticos que
permitieron tales o cuales lanzamientos. Por supuesto, también aparecían
antologías latinoamericanas y europeas donde estaban presentes poetas
venezolanos. Poetas como Vicente Gerbasi y Miguel Otero Silva comenzaban a
aparecer en antologías importantes de España, como la de José Olivio Jiménez
Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea 1914-1970 (Alianza
Editorial, España, 1971) o de Inglaterra The Penguin Book of Latin American Verse,
de Enrique Caracciolo-Trejo (Penguin Books, Inglaterra, 1971) donde figuran
por Venezuela Andrés Bello, Andrés Eloy Blanco y Rafael Cadenas. Desde estas
antologías exigentes se tiende un arco hasta una de las más completas, Antología
de la poesía hispano-americana moderna (Monte Ávila Editores, Caracas, 1993),
coordinada por Guillermo Sucre con un equipo de investigadores de la
Universidad Simón Bolívar, donde por Venezuela figuran José Antonio Ramos
Sucre, Fernando Paz Castillo, Jacinto Fombona Pachano, Enriqueta Arvelo
Larriva, Vicente Gerbasi, Juan Sánchez Peláez, Ida Gramcko, Rafael Cadenas,
Ramón Palomares, Eugenio Montejo y Alejandro Oliveros.
Durante las décadas de los años 60 y 70 ya se habían cimentado en
Venezuela voces como las de Cadenas, Calzadilla o Palomares, mientras que
poetas posteriores como Gustavo Pereira, Eugenio Montejo, José Barroeta, Luis
Alberto Crespo, Ludovico Silva y Víctor Valera Mora comenzaban a dibujarse
187

con propiedad en el panorama de nuestra poesía, más identificadas con los


procesos sociales o políticos, como son los casos de Pereira y Valera Mora; otras
van más dirigidas a la interioridad, como ya advertimos en Cadenas, Silva
Estrada o Montejo. Si los años sesentas están signados por un destino político,
la dificultad de ser y de transformar la sociedad, en los años setentas la poesía
tiende a la dispersión y a la pluralidad. Dispersión porque estos poetas no se
agruparon para definir programas poéticos ni para redactar manifiestos. La
convulsa década anterior había dejado en el ambiente un compromiso que
propendía muchas veces hacia el exteriorismo descriptivo, y contra el cual, creo,
se reaccionó inconscientemente. Los poetas del interior del país comenzaron a
conocerse de manera aleatoria, sobre todo a través de lecturas públicas y la
edición privada de obras. Se comenzó a leer más directamente poesía de
América Latina, el Brasil y los Estados Unidos. La dispersión, a la larga, vendrá
a ser un elemento positivo para la poesía de los 70, pues permitirá ver los
procesos estéticos sin coacciones, y con mayor libertad para reconocer las voces
interiores que cada uno estaba dispuesto a expresar, al permitir una reflexión
acerca de cuál camino elegir, sin presiones extraliterarias ni conminaciones
programáticas. Esta dispersión, a la vez, permite señalar el rasgo de la
pluralidad. Ya sea coincidiendo o disintiendo, los poetas establecen una
empatía, un puente que les permite compartir lecturas y abrirse a nuevos
cauces, nuevas confluencias, muchas de las cuales se hallan presentes en esta
selección. Habían quedado atrás las actitudes exclamativas o tremendistas, los
temas históricos, los casticismos y las formas métricas para cobijar lugares
comunes. La lírica se abría a una polifonía históricamente explicable. No
requirió de padrinazgos ni de emulaciones tutelares para acometer sus
empresas verbales. Lo mismo no se puede decir de los años 80, cuyos poetas
nacientes se movieron en un gran alboroto mediático, que promulgaba sus
quintaesencias a través de manifiestos aún antes de que las obras fuesen
editadas y pretendieron pasar por alto el legado de los poetas de los años 70.
En una etapa posterior nos encontramos con poetas como Alejandro
Oliveros, Reinaldo Pérez-Só, María Clara Salas, Eleazar León, Edda Armas, Elí
Galindo, William Osuna, Luis Sutherland o Cecilia Ortiz, que venían trabajando
con plena conciencia de oficio. Esta generación es muy activa y empieza a
experimentar en Talleres Literarios fundados en las Escuelas de Letras de varias
Universidades, y en institutos culturales como el Centro de Estudios
Latinoamericanos Rómulo Gallegos. En el interior del país también se produce
este fenómeno. Así tenemos a Orlando Pichardo, Eddy Rafael Pérez, Tito Núñez
Silva, Jesús Enrique Barrios, Yeo Cruz, José Antonio Yépez Azparren, Naudy
Enrique Lucena y Álvaro Montero en Lara; Rafael Garrido, Lázaro Álvarez,
David Figueroa, Dixon Rojas y Manuel Barreto en Yaracuy; a Teófilo Tortolero,
188

Reinaldo Pérez-Só, Alejandro Oliveros, Carlos Osorio, Carlos, Ochoa, Adhely


Rivero y Luis Alberto Angulo en Carabobo; Wilfredo Carrizales, Harry Almela,
Alberto Hernández y Luis Ernesto Gómez en Aragua; a Leonardo Ruiz Tirado,
Ana María Oviedo, Arnulfo Quintero López, Livio Delgado, Alberto José Pérez
y Avilmark Franco en Barinas; a Celsa Acosta, Rafael José Álvarez, Antonio
Robles, César Seco, Benito Mieses y Gilberto Petit en Falcón, sólo para citar
algunos nombres sobresalientes en algunos estados. Con ellos comienza a
descentralizarse la irradiación poética de Caracas; se produce entonces un
diálogo con la provincia; (si bien observamos, la gran mayoría de los poetas que
se divulgan desde Caracas provienen del interior del país), se van creando
revistas, talleres, antologías; poco a poco se respira un aire menos atomizado en
cuanto a la difusión de los autores fuera de sus regiones de origen, sobre todo
porque recitales, lecturas, charlas y bienales literarias se convierten en puntos
de referencia para explorar el país de un modo más exigente y apasionado. Se
procura entonces un diálogo que va a tener consecuencias determinantes en
cuanto a la percepción de la poesía como hecho colectivo, o mejor dicho, como
hecho estético que no puede entenderse sino como crisol de experiencias
humanas cuyo epicentro es lo colectivo, en el sentido de que éste debe ser
público y compartido.
Los mejores escritos sobre poesía de los años 60 y 70 gravitan en ese
sentido; sus autores son Ludovico Silva, Juan Liscano, Guillermo Sucre, Oscar
Rodríguez Ortiz y Julio Miranda, y en una generación posterior Armando Rojas
Guardia, Hanni Ossott, Juan Carlos Santaella, Alejandro Varderi y Ennio
Jiménez Emán iluminan sentidos y conforman un corpus crítico notable, que
reflexiona, antologiza, redacta prólogos, estudios o tesis académicas, y permite
calibrar mejor los legados poéticos de cada etapa.
En el terreno de las antologías tenemos, entre otras, las de Otto D’Sola,
J. A. Escalona Escalona, Douglas Palma, Jesús Salazar, Rafael Arráiz Lucca,
Alejandro Salas y Joaquín Marta Sosa, siendo la más generosa la de Escalona
Escalona Nueva antología de poetas venezolanos (Nacidos entre 1930 y 1960)
(Mérida, 2001); la más original en el manejo del criterio la de Alejandro Salas,
Antología comentada de la poesía venezolana, y la que abarca más períodos hasta la
fecha la de Joaquín Marta Sosa Navegación de tres siglos. Antología básica de la
poesía venezolana 1826-2003 (2004), pues intenta recoger los mejores textos hasta
los últimos años del siglo veinte, exhibe una organización bibliográfica
excelente y nos ofrece un esmerado estudio sobre el proceso de nuestra lírica.
No es una antología diacrónica sino temática y la navegación por el tercer siglo
es por supuesto casi inexistente. Como toda antología, no puede cubrir todas las
expectativas y deja fuera nombres importantes. De la primera mitad del siglo
veinte la más completa es la de Otto D’Sola Antología de la moderna poesía
189

venezolana (1940). Vale la pena detenerse en esta antología de D’Sola, pues ella
remarca un criterio de selección que puede ser útil para ubicarnos dentro de la
llamada “moderna” poesía venezolana del siglo XX. Es una obra estrictamente
cronológica y generacional, tanto, que primero realiza un paneo sobre lo que él
llama “los precursores de la poesía moderna” a quienes ubica entre los años
1880 y 1885 y son Juan Antonio Pérez Bonalde y Miguel Sánchez Pesquera;
después se detiene en “los populares de la generación 1885 y 1890”: Alejandro
Romanace, Pablo Emilio Romero y Tomás Ignacio Potentini. En un espacio
estético más vasto sitúa a parnasianos y neoclásicos, aunque también reducidos
al lustro 1885-1890. D’Sola maneja aquí un criterio generacional por lustros y no
por décadas, que se mantendrá para los poetas cuyo trabajo sobresale a partir
del año 1910, para quienes no tiene una tendencia o movimiento concretos de
ubicación, en un amplio registro de veintitrés autores que van desde Alfredo
Arvelo Larriva hasta Luis Yépez. De ahí en adelante D' Sola continúa aplicando
un criterio que no toma en cuenta tendencias o líneas estéticas dominantes, sino
meramente definidas por lustros o por décadas (1915-1920-1930 y 1935), lo cual,
lejos de ayudar al lector, no hace sino confundirlo. Tampoco luce muy
exhaustivo –mejor sería decir exigente— en cuanto a la elección de los autores,
sobre todo en lo que se refiere a los poetas localizados entre los años 1915-1920.
El prólogo de esta antología no fue escrito por D' Sola sino por Mariano
Picón Salas, que con su admirable prosa y su lucidez va marcando ciertas
pautas para definir la modernidad. En este caso, está seguro de que con Pérez
Bonalde nace la modernidad en Venezuela, pues reacciona “contra lo que había
pesado más en la poesía venezolana: le elocuencia”, reafirmándose en “el
sollozo viril que no estalla”, en la nocturnidad y el acento cosmopolita, para
luego ir hacia los caminos de la erudición que degeneraron, según Picón Salas,
en “la copiosa herencia enseñante de Andrés Bello, los del idioma académico y
la intención didáctica; a éstos se oponían los poetas deliberadamente incultos,
en quienes la gracia andaba envuelta con el ripio y el acierto con la vulgaridad,
como un Martín o un Abigail Lozano”. Están por supuesto también los
imitadores de la poesía española del siglo XIX, apegados a lo grandilocuente, y
los autores que hacen uso de la malicia criolla, como Alejandro Romanace o Job
Pim. Pero no tiene dudas Picón Salas en señalar como iniciador de la poesía
moderna de Venezuela, veinte años antes de que comenzara el movimiento
Modernista (cuyo padre tutelar fue Rubén Darío) a Pérez Bonalde. Hechas estas
aclaratorias, Picón Salas se sumerge en una serie de digresiones que nos ayudan
mucho a comprender las tensiones políticas y las luchas del venezolano, mejor
reflejadas, según él, en los narradores que en los poetas. Pasa a aclararnos que
la modernidad de la generación de 1895 fue la de la palabra, el tema y el ritmo,
transcritas en versos parnasianos y octosílabos, como la de Gabriel Muñoz;
190

después la Venezuela de los valses y los pianos como la que se expresa en la


obra de Andrés Mata y Ezequiel Bujanda. Mientras que Víctor Racamonde y
Juan Santaella se amoldan más a la nota “schubertiana” que nace con Rubén
Darío. El Modernismo y el Decadentismo siguen por caminos similares, sobre
todo el Modernismo cuando cae en la orfebrería vacía de las palabras, o cuando
el Decadentismo –que es refinamiento voluptuoso, afán de desconcertar al buen
burgués con sus paradojas y su práctica del arte por el arte— terminan por
preparar el terreno para lo que luego serán las notas dominantes de los poetas
de los años 30 ó 40: la intimidad y la confidencialidad versus el titanismo de los
neoclásicos, el pensar la inspiración con la disciplina de la forma, para
reaccionar contra la abundancia del sentimentalismo ripioso; la exaltación solar
contra las tendencias deprimentes (“el sol contra la luna”) de los trasnochos
lunares; el surgimiento del mundo infantil como un tema autónomo de la
poesía; el auge del folklore y de la copla; la interrogación a Dios y al Destino
que crea una entonación filosófica distinta; y finalmente la voz de Pablo
Neruda, que pasó con su torrente de aguas impuras, disolventes y caóticas y
llevaron consigo la impronta de una época llena de insomnio, desesperación y
aventura, conforman una maravillada visión del mundo.
Esta breve síntesis de rasgos para la modernidad puede ser útil en esta
confluencia de poetas modernos, sólo que algunos de ellos pertenecen más al
final del siglo XX, viéndome en la necesidad de aclarar ciertos puntos asociados
a este concepto, ciertamente escurridizo, pues se nutre del abigarrado mundo
de la cultura popular y lleva en si mismo el germen de su destrucción, una
noción ambigua, huidiza y paradójica. Bajo ella se suelen abrigar las más
brillantes ideas pero también las más disparatadas teorías y especulaciones.
Por su parte Guillermo Sucre, en el prólogo de su Antología de la poesía
hispanoamericana moderna nos advierte que la poesía hispanoamericana moderna
es “la que se inicia, hacia 1880, con el momento modernista, hasta la poesía de
las últimas décadas (…) Un lapso tan vasto que abarca casi cien años (…)
Cronología y períodos, estilos y tendencias: era inevitable que tales referencias
influyeran en esta división y reagrupación de autores. Pero, como se explica en
la introducción de cada una de estas partes, se ha querido combinarlas y
aplicarlas con flexibilidad. Se evita, por ejemplo, delimitar demasiado los
períodos o hacer excesivo hincapié en fórmulas estéticas generales que, por si
mismas, casi nunca llegan a revelar la singularidad de cada autor. Esta más
amplia flexión, por tanto, quizá permita vislumbrar otros principios de
ordenamiento.”
Hago esta cita de Sucre en ocasión de resaltar el vasto campo de
percepciones estéticas que implica la modernidad: sus máscaras, sus disfraces,
sus contrariedades, su heterodoxia, su diversidad y sus paradojas, que ni el
191

discurso postmoderno ni el de las transvanguardias han logrado aún abordar


bien. Tales criterios pudieran aplicarse a la mayoría de los poemas aquí
elegidos, mas no a la poesía que se escribe desde el año 2000, que desea ingresar
a otro canon estético. Estamos hablando hoy de un discurso poético
interdisciplinario, transgenérico, intervenido por la tecnología, los monitores, la
cultura de masas, la cultura fragmentaria, el espectáculo, el cine, la fotografía,
las realidades virtuales y digitales, la velocidad de la información, el
minimalismo, el coloquialismo, la ritualidad cotidiana. El discurso de la
globalización interviene a veces el discurso poético para bien o para mal, esta es
una realidad innegable.

[2012]
192

MOMENTOS CLAVE DE LA CULTURA EN VENEZUELA

Armando Reverón. Autorretrato

Cultura indígena y mestizaje

Antes de que los europeos (Vespucio, Colón y otros viajeros de Indias) pisaran
tierras venezolanas, ya tenían aquí asentamiento grandes etnias indígenas,
diseminadas a lo largo de nuestro territorio. Las descripciones hechas por
Colón, luego por Federmann y otros viajeros, dan prueba fehaciente de ello. Si
unimos a este inmenso conglomerado de tribus situadas en el centro del país
(Caquetíos, Gayones, Jirararas, Ayamanes), a pobladores de la región andina
como los Timotocuicas y todas aquellas áreas localizadas en Guayana, Bolívar y
Amazonas (Motilones, Piaroas, Makiritares) y los Arawacos occidentales
(Falcón, Apure), los Caribes orientales en los Llanos (Paria-Borburata) o los
Otomacos (Apure, Guayana) y los sumamos a todos ellos, debemos dar por
sentada una cultura indígena propiamente dicha, poseedora de una
cosmovisión, de un sentimiento religioso adaptado a la vida y al trabajo
corriente. Sus conocimientos les permitieron abrirse paso entre llanuras y
selvas, y convivir allí gracias a una organización social que, aún cuando pueda
193

parecernos precaria, poseía un don mágico para la creación y transformación de


su hábitat: artesanía, comida, elementos de caza, pesca y vivienda realizados
con esmero, surgido tanto de la necesidad de subsistir como de la convivencia
con las fuerzas de la tierra. No es pues de extrañar que actualmente existan más
de treinta lenguas indígenas habladas en Venezuela, localizadas mayormente
en Bolívar, Amazonas, Zulia, Anzoátegui y la Guayana Esequiba. Puede,
entonces, hablarse de familias de lenguas como la Caribe, Arawak o Chibcha.
Tales lenguas poseen además una peculiar literatura, cuyas expresiones más
específicas son los cuentos, leyendas, mitos y fábulas narrados por los Guaraos,
Pemones, Makiritares, Guajiros, Guaicas, Yarabanas y Piaroas, para nombrar
sólo las principales. Entre estas expresiones pueden identificarse canciones,
creaciones escenificadas, poemas épicas y relatos, que muy bien podrían
convertirse en “novelas” completas. Eran culturas dotadas de una voluntad de
compresión del mundo que no tendrían demasiado que envidiarle a las que se
encuentran insertas en el proceso “civilizado”.
Mientras Colón está escribiendo sus cartas a los Reyes Católicos, los
llamados Cronistas de Indias emprenden la redacción de sus historias. Gonzalo
Fernández de Oviedo su Historia General y Natural de Indias; Fray Pedro de
Aguado su Historia de Venezuela (1581); Oviedo y Baños su Historia de la
conquista y población de la Provincia de Venezuela (1723) casi dos siglos después,
obras que no hacen sino certificar lo antes mencionado.
El proceso de la conquista española no podría llamarse propiamente
cultural, sino de compulsiva imposición de valores. Y esto no es hoy ningún
secreto para historiadores, profesores o maestros. Este proceso de conquista va
a convertirse luego en colonización, entendida ésta como la mixtura entre la
población nativa y la española, que desde un punto de vista étnico recibe el
nombre de mestizaje.
Este sería en verdad el punto de partida para hablar de una cultura, aún
cuando ésta se viese en sus comienzos limitada a la catequesis religiosa. No se
trata aquí de oponer el acervo de la cultura autóctona americana al de la cultura
europea, pues el antagonismo de las potencias, dice Schiller, “es el poderoso
instrumento de la cultura; pero es sólo un instrumento mientras la oposición
dura, caminamos hacia la cultura sin haberla alcanzado todavía”. Debe
reconocerse que no sólo se produjo una suplantación religiosa; muchos
misioneros jesuitas o capuchinos convivieron en las comunidades indígenas y
las defendieron, como hizo el Padre de las Casas.
194

Orígenes literarios, cronistas de Indias


Los orígenes de la literatura de un país no pueden ubicarse sólo en el
terreno de la tradición escrita; éstos obedecen ante todo a necesidades
espirituales que deben reflejarse en el cuerpo social; luego los hombres,
impulsados por la urgencia de cambio o la necesidad de dibujar un destino,
acometen la empresa de forjar una historia o conformar una nación. No existe,
pues, una literatura sin suelo físico, que no comparta una geografía precisa.
El proceso histórico de las sociedades hispanoamericanas reflejó siempre
la resonancia de Europa en el terreno social; cada país tomó una peculiaridad y
la absorbió; así tenemos que aún en aquellas naciones donde se habla el
castellano hay diferencias culturales notables; en unas se impone lo hispánico,
en otras lo francés o lo inglés. Sin embargo, antes de tener lugar los procesos
denominados conquista y colonización, en cada país americano existía un fuerte
legado indígena expresado en el vasto repertorio de las culturas azteca, inca o
maya en un primer plano, y en un segundo al de las sociedades de recolectores
y cazadores que se extendieron desde la altiplanicie hasta el mar, a lo largo de
la geografía americana, definiendo una cultura caribeña y otra andina. Por
razones puramente lingüísticas, tendemos a excluir de este proceso a
Norteamérica o a naciones como Brasil, olvidando que en estas regiones
también se cumplió un conjunto de circunstancias que influenciarían
notablemente nuestros modos de sentir y pensar.
En el caso de Venezuela, como el de otros países vecinos, hubo una
literatura de tradición oral a través de la cual se expresaron las sociedades
indígenas –en su mayoría tribus de cazadores-recolectores- y luego una
literatura derivada del asombro de los viajeros europeos ante América, a raíz de
la llegada de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo. Tales viajeros, llamados
genéricamente Viajeros de Indias, recogieron en sus informes, crónicas y cartas
una literatura peculiar, en la cual se mezclaba lo testimonial con la imaginación,
el dato con la ficción, y ello dio lugar a una escritura que en ciertos momentos
produjo casos de una notable voluntad de estilo, reflejada en cronistas como
José Oviedo y Baños o en poetas como Juan de Castellanos (1522-1607). El
primero es autor de la célebre Conquista y población de la conquista de Venezuela
(1723); el segundo de las Elegías de varones ilustres de Indias (1589), el poema más
extenso de la literatura americana. Existe un repertorio inmenso en el terreno de
la crónica de Indias en Venezuela, del cual citaré sólo El Orinoco ilustrado y
defendido (1741), del padre Joseph Gumilla, y el Discovery of Guiana (1597), de Sir
Walter Raleigh. Por cierto, el río Orinoco y la región de Guayana, donde éste se
ubica, ejerció fascinación en literatos de todo tenor; desde una Descripción de
Guayana realizada por Jacques Nicolas Bellin, hasta una novela de aventuras
195

ideada por Julio Verne, El soberbio Orinoco (1893). Ninguno de los dos escritores
franceses pisó jamás tierra venezolana.
Luego del proceso de colonización, del cual merece destacarse la labor
humanista de los sacerdotes –que iba más allá de la mera evangelización o
catequización- hubo de transcurrir un largo período de asentamiento de las
precarias poblaciones fundadas, para que éstas adquirieran rangos de ciudades:
Coro, Angostura, Cumaná, El Tocuyo, Caracas. Desde el siglo XVIII, las
ciudades coloniales habrían de esperar al advenimiento de la revolución
romántica para que se gestara el movimiento independentista, cuyo precursor
fue Francisco de Miranda y más tarde encabezaría Simón Bolívar. Este
movimiento se propagó por toda América del Sur y pretendió, a la par de
liberarse del dominio español, crear para cada República una entidad legislativa
y política independiente. Cuando pretendió hacerse integracionista, uniendo
varias repúblicas en una para conformar la Gran Colombia, tal proyecto fracasó.
Acudimos luego a la formación de lo criollo y al desarrollo de la
conciencia histórica del mantuano, que deviene en los ideales de Independencia
y en la subsecuente guerra: los españoles intentan invadirnos de nuevo, y
Simón Bolívar –precedido por Miranda- idea y practica una guerra para
vencerlos. Aquí podría hablarse de un proyecto de nación en efervescencia,
pues Bolívar no es sólo un militar sino también un estadista, un filósofo. En La
carta de Jamaica (1814) se revela como un pensador dotado del mejor estilo
literario, y se convierte en nuestro primer periodista al fundar El correo del
Orinoco. Contemporáneos suyos, Andrés Bello (1781-1865) y Simón Rodríguez
(1771-1854), son figuras del idioma y de la educación, respectivamente. Bello
funda la revista El repertorio americano (1826-1828) en Londres, donde publica el
célebre poema Silva a la agricultura de la zona tórrida, y en 1847, ya en Chile, su
no menos famosa Gramática de la lengua castellana, que lo consagra como el
fundador de este tipo de estudios en nuestra lengua. Bello abarca además casi
todas las ramas del saber humanístico; su pensamiento se constituye
invalorable para entender el movimiento de Independencia, a través de sus
polémicas con Domingo Faustino Sarmiento y sus experiencias en el exilio en
Londres y Chile, país este último donde funda la Universidad.
Por su parte, Simón Rodríguez despunta como uno de los más osados
educadores de América, con una obra de visos experimentales no bien
asimilada por la época. Su atrevimiento formal y sus métodos heterodoxos lo
convierten en un adelantado de la pedagogía, quien además influye en los
ideales y formación de Bolívar. Es autor de una vastísima obra, en la que
destacan los ensayos Sociedades americanas (1828) e Inventamos o erramos.
196

La pintura sacra

Con la instauración de la doctrina cristiana, las artes plásticas, -como en toda la


época medieval europea- comienzan a girar en torno a las imágenes bíblicas o
de la pasión de Cristo. Surge así toda la iconología nacional de la época colonial,
representada principalmente por Diego de los Ríos, Juan Agustín Riera, Juan de
Maldonado y Juan Acosta. En la iconología caraqueña destacan Juan Pedro
López, con El Arcángel San Gabriel y Francisco José de Lerma, con San Antonio y
el niño, Antonio José Landaeta, autor de la famosa Inmaculada Concepción (1798).
Landaeta en cierto modo continúa la tradición barroca y la hace brillar en su
arte santoral. Ésta tradición sigue su línea hasta la segunda década del siglo
XIX, y probablemente culmina con Francisco Contreras, autor de la barroca
Santísima Trinidad (1818). Otro artista importante de fines del siglo XVII es
Francisco Mijares de Solórzano, autor de un excelente retrato de del Obispo Fray
Antonio González de Acuña.
Quien por primera vez plantea el tema de la Independencia nacional en
el arte es Juan Lovera –alumno de Landaeta- lo cual lo convierte en nuestro
primer pintor realista. Sus cuadros 19 de abril de 1810 y 5 de julio de 1811 nos
aportan las primeras imágenes físicas de los héroes de Independencia. Lovera
no pinta escenas imaginarias sino acontecimientos que el mismo presenció, y
sus retratos son obras admirables, acaso insuperables en su género.

La música colonial

En materia musical, la época colonial arrojó una producción magnífica,


representada por la figura del presbítero Pedro Palacios y Sojo (1739-1799). Con
la fundación del Oratorio de San Felipe Neri, el padre Sojo ingenia una nueva
forma musical. Las reuniones de los músicos e instrumentistas en el Oratorio de
Chacao –también denominado Escuela de Chacao o Primera Generación por ser
ésta la primera promoción floreciente de nuestra música- lograron expresar un
matiz americano en sus composiciones, sin limitación alguna. Entre quienes
integraron dicha Escuela están Juan Manuel Olivares, organista del oratorio y
maestro del estilo contrapuntístico. De sus composiciones se cuentan Salve
Regina y Lamentación primera del Viernes Santo. Cuñado de Olivares, José
Francisco Velásquez es autor de temas navideños y de un Pange Lingua. Los
hermanos José Antonio Caro de Boesi también destacan en la Escuela de
Chacao. El primero es autor de la Dextera Domini y el segundo de una singular
Misa de difuntos. Francisco Javier Ustáriz es otro nombre obligado; el músico
murió a manos de los realistas en el asalto a Maturín en 1814; también José
197

Antonio Caro de Boesi murió en Cumaná durante la famosa “Cena sangrienta”


perpetrada por las tropas realistas de Boves.
Debido al apogeo continental de la Escuela de Chacao, el Emperador de
Austria envió en 1789 a dos emisarios suyos a Venezuela; éstos fueron tan bien
recibidos en el Oratorio del padre Sojo, que en retribución el Rey mandó una
colección de instrumentos, así como también partituras de Mozart, Pleyel y
Haydn, que permitieron a nuestros músicos el contacto asombrado con la
música profana. Todos ellos se destacaron en el repertorio europeo con misas,
motetes, salves, tonos de Navidad, pésames, himnos y ofertorios.

Pedro Palacios y Sojo

Luego adviene un período dentro de la Escuela de Chacao denominado Segunda


Generación, más influido por Mozart y Haydn. Del grupo de ésta generación el
más relevante es José Ángel Lamas, caraqueño prodigio desde su niñez, cantor
e intérprete del fagot. El equilibrio y la sencillez de Lamas son ya proverbiales,
provistos de un brillante dramatismo. Sus obras Misa en Re, la Salve, el Ave
Marís Stella y sobre todo el Popule Meus, que aún se oye por todo el país en las
fiestas de Semana Santa, le han consagrado ya un espacio en nuestra música.
Por cierto, también el padre de Andrés Bello, Bartolomé Bello, fue, además de
legislador, un músico notable, cantor y compositor. Desempeñándose como
fiscal en Cumaná compuso su famosa Misa del fiscal. Cayetano Carreño, autor
de los motetes Tristis est anima mea, tan célebres como el Popule Meus de Lamas,
es probablemente el más erudito y mejor profesor de los músicos coloniales.
Fue nombrado maestro de la capilla de la Catedral de Caracas. Por su parte,
Lino Gallardo se disputa con Juan José Landaeta la autoría del Gloria al bravo
pueblo. Gallardo fue director de orquesta, violinista y contrabajista. Una
composición suya de corte patriótico, la Canción Americana (1912), tuvo mucha
popularidad.
198

Gallardo fue hecho preso por estimular los ideales revolucionarios, y


recluido en las bóvedas de La Guaira. Libre ya, fundó una Sociedad Filarmónica
y luego se fue de nuevo a La Guaira, donde murió, mientras se desempeñaba
como empleado de aduanas. Juan José Landaeta padeció en las mismas
prisiones de su contemporáneo Gallardo, y descolló en el género de las
canciones patrióticas. También fundó escuelas para enseñar primeras letras y
proyectó una sociedad de conciertos que llamó Certamen de música vocal e
instrumental. Además de su Gloria al bravo pueblo –decretado por Guzmán
Blanco como Himno Nacional- compuso obras religiosas como Salve Regina,
Pésame a la Virgen y el Benedictus. José Francisco Velásquez es autor
representativo de los llamados tonos festivos, temperamentales, plasmados en
su pieza navideña Es María norte y guía; el espíritu de comunión con Dios
experimenta en él un tamiz lírico que lo hace original y célebre. Asimismo, son
conocidas sus obras religiosas Misa en mi bemol y el Te Deum.
Atanasio Bello Montero, soldado de la Independencia y fundador de
escuelas musicales, se destaca con su Canción a la memoria del Libertador. Juan
Francisco Meserón fue flautista de la Sociedad Filarmónica de Gallardo, y el
mejor de su época. Justamente, escribe una Misa para oboes, trompas y cuerdas
que goza de prestigio; a éste punto inserta los instrumentos de viento como el
clarín, el trombón y la flauta, en la orquesta: su Miserere acusa genialmente esta
innovación personal. Estos nombres bastarían para señalar al principal
movimiento musical de su tiempo, equiparado en su época a los más avanzados
del continente.

El arte histórico y nacionalista


En lo referente a artes plásticas, el Renacimiento italiano marca las pautas
subsiguientes a través de Rafael (1483-1520), cuyo influjo ejercido en la pintura
española nos llega en los motivos del arte sacro, localizado en nuestras iglesias.
Después de Lovera no se percibe un movimiento muy claro en nuestras artes
plásticas. Sólo la presencia de Carmelo Fernández (1810-1887) parece llenar
todo un período. Sobre todo dibujante, Fernández que tiende a plasmar
escenarios y paisajes. Realiza una crónica dibujística del traslado de los restos
del Libertador desde Santa Marta a Caracas, un trabajo admirable
complementado con sus dibujos de escenarios abiertos. Fernández era sobrino
del General José Antonio Páez, quien lo envió a los Estados Unidos a estudiar
dibujo. Su vida estuvo llena de sobresaltos; cuando hubo de marchar a la Nueva
Granada conoció allí al geógrafo Agustín Codazzi (1793-1859) y éste le ayudó a
preparar y dibujar la edición del Atlas físico y político de la República de Venezuela.
Asimismo, es autor de las ilustraciones retratísticas del Resumen de la Historia de
199

Venezuela, de Baralt y Díaz. También tiene el mérito de haber colaborado con el


primer periódico ilustrado publicado en Venezuela, El Promotor (1843-44) y de
ser autor del perfil de Bolívar reproducido en nuestra moneda. Además,
Fernández escribió unas Memorias que constituyen un gran fresco de época (en
ellas apenas hace alusión a si mismo) y son de inestimable valor para entender
todo el proceso artístico de entonces.
Un discípulo de Carmelo Fernández, es Martín Tovar y Tovar (1838-
1902), pintor formado en París y Madrid, pleno de ímpetu romántico y de una
voluntad de precisión cercana al realismo -lo cual logra a merced de un
asombroso dominio técnico- es un artista puesto al servicio de una considerable
serie de retratos de próceres de la Independencia y de su gesta: aquí sobresalen
sus dos trabajos La batalla de Carabobo y La firma del acta de la Independencia. Su
sentido del equilibrio clásico nos lleva a considerarlo como el iniciador de la
"Escuela Académica" venezolana. Continuadores de ésta Escuela son Antonio
Herrera y Toro, Emilio Maury, Cristóbal Rojas y Arturo Michelena, quienes
seguramente se erigieron como los más importantes pintores de su época.
Cristóbal Rojas se destaca por su investigación en el fenómeno lumínico,
mientras que Arturo Michelena fue más dúctil y virtuoso. Ambos fueron,
además de contemporáneos, amigos fieles. La Caridad, Miranda en la Carraca y La
última cena son obras maestras de Michelena. De Rojas siempre tenemos
presentes La miseria, La taberna y La primera y última comunión.

Modernismo y realismo literarios


En literatura, nuestro movimiento romántico fue de escaso relieve. No obstante,
son muy personales las voces poéticas de José Antonio Maitín, Abigaíl Lozano y
José Ramón Yepes, y por encima de ellos quien está considerado como nuestro
mayor poeta romántico, Juan Antonio Pérez Bonalde (1846-1892), cuya Vuelta a
la Patria se tiene como obra maestra. Por su lado, la novela romántica tuvo
algunos de sus exponentes en Dyonisios (1904), de Pedro César Dominici;
Clemencia (1900), de José Manuel Cova; Blanca de Torrestella (1901), de Julio
Calcaño; o Marina (1906), de Samuel Darío Maldonado y algunas otras
creaciones de Tulio Febres Cordero que tenían como mejores antecedentes a las
novelas de costumbres como Zárate (1882), de Eduardo Blanco (1839-1912), o
Peonía (1890) de Manuel Vicente Romerogarcía. Posteriormente, con el ascenso
al poder de Antonio Guzmán Blanco, empiezan a verse las primeras reformas
de estado importantes, así como las tendencias a remozar los modos
arquitectónicos y urbanísticos: la Universidad, el Capitolio, el Palacio de las
Academias, el Congreso y las amplias plazas decoradas forman parte de esta
renovación. También es la época de fundación de las dos revistas culturales más
importantes del siglo pasado: Cosmópolis y El Cojo Ilustrado. En estas dos
200

publicaciones se observa cómo empiezan a mixturarse las tendencias en sus


más complejos registros: el tradicionalismo (Arístides Rojas) se mezcla al
costumbrismo (Nicanor Bolet Peraza, Miguel Mármol), y éstos luego al
modernismo, el movimiento literario que abrió las puertas de la expresión
americana a las grandes fuentes míticas de la humanidad civilizada. Los
nombres de Rufino Blanco Fombona (1874-1944) y Manuel Díaz Rodríguez
(1871-1927) fundamentan el ciclo novelístico modernista en nuestro país. De
Blanco Fombona sus importantes sus obras El hombre de hierro (1907) y El
hombre de oro (1915). De Díaz Rodríguez, Ídolos rotos (1901) y Peregrina o el pozo
encantado (1921) son los mejores ejemplos de nuestro fulgor modernista.
Se ha dicho que el modernismo nace como una expresión estética del
positivismo, que sigue de cerca las tesis del evolucionismo y el lamarkismo,
cuyos influjos se dejan sentir en las reflexiones de José Gil Fortoul y Laureano
Vallenilla Lanz. El positivismo despliega sus alcances en las aulas
universitarias, mientras que el modernismo se sitúa en los umbrales de la
contemporaneidad, para abolir fronteras cronológicas y exigir actitudes que
miren el devenir y al mismo tiempo se afinquen en una mirada hacia atrás,
hacia las raíces míticas y los sentimientos ancestrales. Es reacción y afirmación,
y sus misma fisonomía desdibujada va creando una estética más de la forma
que de los géneros; por ello la prosa de este período puede expresarse en un
autor a través del cuento, la novela o el ensayo de modo igualmente eficaz. En
cambio, el artífice del verso modernista, Rubén Darío, no admitía réplicas, como
no fuesen los hallazgos singulares del argentino Leopoldo Lugones. No
obstante, de nuestro modernismo poético es justo citar a Jacinto Gutiérrez-Coll
(1845-1901), Carlos Borges (1867-1932), Gabriel Muñoz (1846-1908), Udón Pérez
(1871-1926) y Andrés Mata (1871-1926). Tocados por el hechizo modernista se
hallan también Alfredo Arvelo Larriva (1883-1934), J. T. Arreaza Calatrava
(1885-1970), Juan Santaella (1883-1933).
Inmediatamente se dejan sentir las naturales reacciones estéticas: el
realismo novelístico rechazará los escenarios modernistas y se afianzará en un
modo nuevo: expresión de ello son los novelistas Rómulo Gallegos, José Rafael
Pocaterra y Teresa de la Parra. Es entonces cuando lo americano surge como
motivo esencial de la novela, casi como tema. Los personajes, a pesar de ser más
tangibles y veraces, van tornándose en suerte de emblemas o en depositarios de
tesis. Sin embargo, también se producen simbiosis entre modernismo y
criollismo, como en el caso de Luis Manuel Urbaneja Achelpohl (1875-1937),
autor de la novela En este país! (1910).
Pero si a la sobriedad del clasicismo advino la tempestuosa subjetividad
romántica, así la lírica, a partir de la segunda década de nuestro siglo, intentó
desembarazarse de los lazos modernistas, para iniciar un proceso de
201

depuración. En la narrativa se opera esta reacción, como hemos dicho,


especialmente en Rómulo Gallegos. Éste, con su sólido trazo narrativo, da
forma a un ciclo novelístico completo, donde organiza un mundo venezolano,
con el cual otorga fuerza humana real a los personajes, en novelas como Doña
Bárbara (1929), Canaima (1935) o Pobre negro (1937). Es capaz Gallegos de
transfigurar, con maestría poética, a personajes un tanto ingenuos en seres
terribles, como ocurre con Cantaclaro (1934). En cambio, José Rafael Pocaterra
emprende en su novela-crónica Memorias de un venezolano de la decadencia. La
expansión del proceso político de la época de Gómez, al tiempo que en sus
Cuentos grotescos (1922) revitaliza por completo el género del cuento. Por su
parte, Teresa de la Parra (1898-1936), con sus novelas Ifigenia (1924) y Las
memorias de Mama Blanca (1929) transita los primeros caminos de la sensibilidad
femenina y de su relación con los códigos éticos de su época, en una obra que
hoy se valora tanto como la de Gallegos.

Renacimiento de la lírica
En lo que a la lírica respecta, José Tadeo Arreaza Calatrava encabeza el
movimiento naturalista en la poesía; movimiento conocido también con el
nombre de post-modernismo. Pero es la llamada Generación del 18 la que va a
liberarse de formalismos y normas, de los "ismos", aunque no de la realidad
histórica tendiente a cierta universalidad, al espíritu ecléctico de insertar en los
temas poéticos todo el quehacer humano, y no sólo al lenguaje como único
protagonista del hecho literario. Este eclecticismo estético se imbuirá también
de música y de pintura, y es precisamente por estos años cuando esta
generación se acerca al Círculo de Bellas Artes de Caracas (1912-1920). Estos
escritores fueron Fernando Paz-Castillo (1893-1982), Andrés Eloy Blanco (1896-
1955), Luis Enrique Mármol (1897-1926), Enrique Planchart (1894-1953), Jacinto
Fombona Pachano (1901-1951).
Paz Castillo ha denominado la actitud esencial de ésta generación la de
“nacionalizar al paisaje”, una postura de raigambre idealista (tomada de Henri
Bergson), cuyos principios corren parejos a los movimientos europeos e
hispanoamericanos de post-guerra, que rompen drásticamente con la estética
anterior; su posición se margina de la actividad política, rehuyen pasivamente
el régimen gomecista.
La crítica ha sido unánime en considerar que Enrique Planchart, con su
libro Primeros poemas (1919), marca el punto de partida del grupo. Lírica llena de
matices, alejada de la escritura anecdótica, es contenida, serena, breve.
Póstumamente se publicó otro libro suyo, Bajo su mirada (1954). En otra
vertiente de la misma estética andaba Andrés Eloy Blanco, quien es
202

probablemente el poeta más aclamado y popular de Venezuela. Blanco ensayó


una suerte de modernismo a la venezolana, caudaloso y brillante, propenso a
buscar el alma nacional, merced a su fluidez y sentido del humor que no
descarta el dramatismo. De sus obras son conocidas Tierras que me oyeron (1921),
Barco de piedra (1937), Poda (1942), Giraluna (1956) y el singular ejercicio de
anticipación vanguardista de Baedeker 2000 (1938). Blanco se destacó también en
el terreno político y como gran orador, fundador del partido Acción
Democrática.
Pero quien lleva el intimismo adelantado por Planchart a grados de
expresión magistral es Fernando Paz Castillo (1893-1982), en libros como La voz
de los cuatro vientos (1930), Entre sombras y luces (1954) y Enigma del cuerpo y del
espíritu, donde, a través de un decantado lirismo, da pie a grandes interrogantes
filosóficas, a los problemas de la interioridad y el desamparo esencial humano.
Otra voz importante de esta generación es Jacinto Fombona Pachano (1901-
1951), quien aborda también el mundo desolado y casi agónico de su tiempo en
su mejor libro, Las torres desprevenidas (1940). El acento de Fombona Pachano
está imbuido en las aguas del mejor castellano, enlazado a ciertos giros de la
modernidad francesa. Otros libros suyos son Sonetos (1945) y Estelas.
El prematuramente fallecido Luis Enrique Mármol definió el destino
trágico de esta generación del 18 y finalizó en una entrega apocalíptica,
inconforme. Forjador de un nativismo estilizado es Luis Barrios Cruz (1898-
1968), plasmado en su volumen Respuesta a las piedras (1931), también de un
lirismo acendrado y fundamental. Pedro Sotillo enlaza a esta línea nativista, con
sonetos y romances de esencia clásica. Rodolfo Moleiro (1898-1970) estuvo en el
camino de una lírica asordinada de naturaleza simbólica. Títulos importantes
suyos son Reiteraciones del bosque (1951) y Tenso en la sombra (1968).
Coetáneo a esta generación existía por supuesto el panorama del post
modernismo y el simbolismo venezolanos, entre cuyos representantes están el
zuliano Jorge Schimdke (Micropoemas nativos) en el alba parnasiana, y el larense
Roberto Montesinos, de estirpe simbolista y post modernista, labrada en su
libro La lámpara enigmática. Del mismo modo, Jesús Enrique Lossada, Héctor
Cuenca, Luis Yepes, Humberto Tejera y Pedro Rivero intentaron incursiones en
el vanguardismo, y los escritores sucrenses Cruz Salmerón Acosta (su libro
fundamental se titula Azul), amigo de José Antonio Ramos Sucre (1890-1930),
considerado el primer prosista maduro de nuestra vanguardia literaria. La
palabra de Ramos Sucre estás cargada de erudición universal y trasunta el
drama del hombre civilizado: lo chino, lo grecolatino y lo americano buscan en
él una armonía con lo moderno, una alianza con lo francés o lo alemán desde
las leyendas medievales hasta el sustrato romántico, un crisol que va a
encontrar cabal expresión en una prosa lírica donde siempre se cuenta algo. Sus
203

libros La torre de Timón (1925), Las formas del fuego y El cielo de esmalte (1929) dan
cabida a un peculiar mundo de fantasía mítica que aúna el universo del hechizo
a la alegoría interior creando una estética nueva.
En esta etapa prevanguardista se encuentran también Ismael Urdaneta y
Antonio Arráiz, Éste último, con su libro Áspero (1939) marca un hito ulterior en
tanto configura los valores de lo americano en sus intuiciones y
presentimientos, gracias a una forma sobria y llena de matices vernáculos,
plasmados con en verso con fuerza crispante.

Apunte sobre urbanismo


Si damos un vistazo a las ciudades de la Venezuela colonial, advertimos que
éstas se hallaban casi todas organizadas sobre una base de damero español,
cuadriculadas, de calles rectas. Esquema que arropaba a ciudades como
Caracas, Barquisimeto, Valencia o Maracay. En cuanto a las casas de principios
de siglo, observamos que éstas eran de mampostería, es decir, de piedra,
ladrillo y cal, por lo cual también se les llamaba de calicanto. Lo más vistoso de
estas casas eran sus ventanas; en torno a éstas se organizaba casi todo el resto
de la construcción; las ventanas eran grandes y con poyos para sentarse,
abarcando casi la totalidad del alto de la pared. El techo se hacía con caña brava
sostenida con cal y se cubría con tejas, en una distribución de corredores
alrededor de un patio central. A los lados del corredor de entrada se encontraba
el anteportón. Las habitaciones se construían en hileras contiguas al corredor, y
constituía el cuerpo de la casa. Si ésta era de dos ventanas se construía de tapia,
esto es, tierra apisonada dentro de unas hormas de madera denominadas el
tapial; y si era de una sola ventana, el frente y los arrimos eran de tapia y lo
demás se hacía de adobe. Se pintaban con asbestina, cal coloreada o azulillo, y
el número de ventanas era por lo general el indicador de la posición social de
los individuos. En el interior, la mayoría de puertas y ventanas debían tener
cortinas; en los corredores había muebles de mimbre y en las salas pequeños
sofás y mecedoras complementaban la mueblería y espejos grandes, consolas y
buenos cuadros realistas de paisajes. Hay un artefacto muy nuestro, el tinajero,
dispensador del agua, una especie de piedra mohosa para filtrar el agua.

La pintura impresionista
Es conveniente recordar la pintura de principios de siglo que dio primacía al
paisaje. Con los retratos y naturalezas muertas, los paisajes eran los motivos
principales de las obras de arte. Por supuesto, dicho realismo era sólo aparente,
una especie de subterfugio que posibilitaba el vuelo de la subjetividad
individual. Ahí estaba, por ejemplo, la montaña del Ávila en Caracas como
204

permanente acicate para la observación plástica; mirada que por lo demás


produjo un modo especial de asimilar el impresionismo francés. La luz del
trópico, nuestro fenómeno físico más peculiar, se convirtió en elemento de
primer orden para los artistas. Por ejemplo, Emilio Boggio (1857-1920) recoge en
su obra esta resonancia del impresionismo. Etapa conocida en nuestra pintura
como post-impresionismo o neo-impresionismo, practicada a su vez por los
artistas del llamado Círculo de Bellas Artes, fundado en 1912. El primer salón
de este grupo se realizó con la participación de Manuel Cabré, Rafael
Monasterios, Bernardo Monsanto, Francisco Sánchez, Carlos Otero, Pedro
Zerpa, Juan de Jesús Izquierdo, Próspero Martínez, Marcelo Vidal, Antonio
Edmundo Monsanto, Federico Brandt, Tito Salas y Armando Reverón.
Tito Salas (1888-1974) presenta un nuevo tratamiento de los temas
históricos y a la vez representa por primera vez los temas de la vida cotidiana,
las festividades y los momentos de alegría íntima a través de una sensibilidad
nerviosa, cargada de cierta aspereza, que es a la vez la portadora de una suerte
de sensualismo. Por su parte, Armando Reverón (1889-1954) es el innegable
maestro de la luz. Además su vida genial y arbitraria, tocada por la
esquizofrenia, lo conduce a un alejamiento de toda convención; practicó, en un
hábitat construido por él mismo, El Castillete de Macuto, una obra y un estilo
especialísimo, tramado en una suerte de arrebato poético-místico, una
desgarradura que le hizo volverse hacia una raíz primigenia o elemental, que
contuvo en si misma varias facetas que constituyen seguramente la
personalidad artística dominante de la primera mitad del siglo XX. De sus
cuadros son importantes Fiesta en Caraballeda, Paisaje de Macuto y la serie de las
marinas donde la luz se difumina creando un nuevo lenguaje impresionista, los
cuadros donde domina el color azul.
El paisaje como motivo pictórico amplía sus códigos y perspectivas y así
tenemos nombres de importancia como los de Miguel Cabré (1890-1984), el
llamado pintor del Ávila, y Rafael Monasterios (1884-1961), dos hitos del arte
paisajístico que luego tuvo insignes seguidores como Tomas Golding (1909-
1985), Luis Alfredo López Méndez (1901), R. M. Durban (1904-1967), César
Prieto (1882-1976) y Trino Orozco (1915-1994). La osadía formal de Golding y
Orozco los reivindica siempre como pintores de avanzada.
En materia escultórica, Francisco Narváez (1905-1984) descuella por
encima de casi todos los artistas de su tiempo. Con elementos vernáculos logra
crear un mundo sugerente, novedoso tanto en sus planteamientos externos
como en sus dobleces hacia lo abstracto. Antes de entregarse la confección de su
obra propiamente moderna, Narváez había realizado obras en plazas de
Caracas (como las célebres Toninas) y otras capitales Su dedicación y
reconcentrada personalidad hacen que sus aportes se expresen tanto en la vida
205

de plazas y parques como de edificaciones públicas, y a la vez participen de


expresiones más vanguardistas y abstractas. Hoy, Narváez nos representa en
museos de todo el mundo.
Luego del Círculo de Bellas Artes surge la llamada Escuela de Caracas,
donde participaron artistas del primer grupo y otros como Alberto Wegea
López, Elisa Elvira Zuloaga, Antonio Alcántara y Marcos Castillo. Salvando las
distancias, pudiera decirse que, así como el Renacimiento revela las
posibilidades de la experiencia individual oponiéndose a la preeminencia
medieval del tema sacro, así también éstas generaciones de paisajistas lograron
apartarse de los motivos nacionalistas o históricos, para ligarse a realidades más
íntimas, o a trabajar temas influidos por el muralismo mexicano. Así tenemos a
las obras de César Rengifo, Gabriel Bracho, Héctor Poleo, Pedro León Castro,
Braulio Salazar, siendo Rengifo y Bracho los herederos más directos del
muralismo mexicano. En cambio Poleo no se conforma con las turbulencias
externas del realismo social, sino que indaga en la materia onírica propugnada
por la corriente surrealista, que tanta libertad concedió al arte posterior.

Clasicismo y Romanticismo literarios


Al poderoso impulso del romanticismo surgió como contrapeso el del
clasicismo, el cual produjo un número importante de humanistas en toda
América, del que Andrés Bello (1781-1865) es exponente notable. De hecho su
obra de historiador, jurista, poeta, cosmógrafo, estudioso de la cultura y
erudito, ilustra un momento clave en el concepto de las nuevas repúblicas y de
las literaturas nacionales, creando nuevos aportes para la comprensión de la
lengua en su Gramática para uso de los americanos (1847). Bello valoriza el
naciente legado de la literatura de su tiempo, sus leyes, su historia. Además
tiene el mérito de ser el autor de los primeros poemas venezolanos en sentido
estricto: Oda al Anauco (1800), A la vacuna (1804), A la nave (1808), los cuales
servirían de preparación a su célebre Silva a la agricultura de la zona tórrida
(1826). El primero es una visión del río de su infancia caraqueña; el último, un
ejercicio más consciente de ponderar los frutos de la naturaleza americana
merced a un lenguaje propio, que busca consustanciarse a la forma. Bello funda
además dos importantes publicaciones: la Biblioteca americana y El repertorio
americano (1826), donde publica muchos de sus trabajos y da cabida a las
mejores firmas de su tiempo. La estadía de Bello en Londres (1810-1829) y Chile
(1829-1865) define, en cierto modo, la convulsa época política en la cual vivía el
gran humanista. Su labor en Chile, donde fue fundador de su Universidad, hace
que el pueblo chileno le haya convertido en mentor y figura principal de ese
país.
206

Contemporáneo de Bello, Simón Bolívar (1783-1830) fue ante todo un


hombre de acción. Romántico, revolucionario, Bolívar tuvo el coraje de
capitanear todo un movimiento popular contra la Corona española, y no sólo
logró vencer a las fuerzas realistas de Venezuela, sino que liberó de ese yugo a
Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. En sus cartas, proclamas y discursos, fraguó
una obra de estadista y pensador donde puede reconocerse una voluntad
literaria, de una escritura que acusa una sobria elegancia, influida en sus
conceptos por los Enciclopedistas, pero donde vive una gama de verdades
políticas de visionario. Un solo texto poético-filosófico de Bolívar Mi delirio sobre
el Chimborazo (1823), bastaría para considerarle poeta. Para tenerle como crítico
serían suficientes las cartas que le dirige a José Joaquín Olmedo, con motivo de
haberle enviado éste último un poema, La Victoria de Junín. La capacidad verbal
de Bolívar se constata en su juicio y objetividad que, aun expresándose dentro
del canon romántico, logra extraer de ellos lucidez, con un estilo que se mueve
entre la utopía y la razón.
Otro maestro de Bolívar, Simón Rodríguez (1771-1854) fraguó ante todo
una obra de educador, pero su cultura y formación poseen un indudable
basamento estético-literario. A él le debemos la primera traducción de la Atala
de Chateaubriand. A lo largo de su obra se aprecia una constante alusión a los
autores de la antigüedad clásica, a filósofos y poetas; sabe extraer de ellos algún
juicio oportuno, aplicable a la educación humanística requerida en la fundación
de las nuevas repúblicas. De temperamento errante, Rodríguez participó de los
proyectos educativos de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Entre
sus obras están Sociedades americanas (1828).
Romanticismo y clasicismo dominaron la escena del siglo diecinueve, y
no pudo ser de otro modo. Los ecos del romanticismo europeo llegaron
tardíamente a América, produciendo obras miméticas o desiguales. La
literatura servía más entonces como vehículo edificante que creativo; la
interpretación, entonces, adquirió mayor sentido que la ficción o la lírica.
En el terreno lírico habrá que tomar en cuenta a José Antonio Maitín
(1804-1874) figura esencial de nuestro romanticismo. A la caída de la Primera
República, Maitín marcha a Curazao y luego a Cuba. Regresa a Venezuela en
1824 y participa de la vida literaria caraqueña durante la presidencia de José
María Vargas; el golpe de estado de 1835 lo sorprende en la capital y decide irse
a casa de sus padres en Choroní, donde escribiría uno de sus poemas capitales,
el Canto fúnebre consagrado a la muerte de su esposa, y otros poemas de enorme
densidad dramática, como Las orillas del mar. En Choroní permanecerá hasta su
muerte. Maitín fundó revistas literarias con un amigo suyo, también poeta,
Abigaíl Lozano (1823-1863) y comparte con él fama como autor. Lozano,
abigarrado y desigual, encontró en estas características su mejor atributo,
207

observable en los libros Horas de martirio (1847) y Tristezas del alma (1845), que
definen su inspiración popular. Lozano y Maitín definen un primer momento
romántico en poesía que luego, en autores como Jacinto Gutiérrez Coll (1835-
1901) y Manuel Pimentel Coronel (1863-1905) va a tener otras ramificaciones.
Sin embargo, la obra de Juan Antonio Pérez Bonalde (1846-1892) abre un
compás nuevo en la poesía romántica que valoriza el legado alemán o inglés,
más que el hispánico. Heine y Poe son dos de sus nortes, y de ambos realiza
admirables versiones al castellano. Pérez Bonalde marca el ingreso de nuestra
lírica en una verdadera innovación literaria, merced a la sobria entonación. En
sus textos Vuelta a la patria, Flor y el Poema del Niágara (1880) reafirma su voz de
adelantado en la etapa más depurada de nuestro romanticismo.

Rafael María Baralt

En contrapeso, Rafael María Baralt (1810-1860) hace del clasicismo un


modo de obtener presencia en el mundo académico, pasando a ser el primer
hispanoamericano en ocupar un sillón de Individuo de Número en la Real
Academia Española. Aunque autor de algunos poemas históricos de interés
como las Oda a la Reina Isabel y Oda a Cristóbal Colón y otros madrigales y
sonetos, su producción principal la constituye su obra de prosista y estudioso
del idioma. Ejemplos de ello son el excelente Resumen de la historia de Venezuela
(1841), y dentro de preocupaciones filológicas el Diccionario matriz de la lengua
castellana (1850). Su discurso de Incorporación a la Academia Española es
significativo en el momento de apreciar el influjo de América en el castellano de
Europa. No es ocioso citar los Idilios de Baralt publicados en 1839, de tono
bucólico, emparentados con lo romántico.
A esta generación de escritores dominados por la necesidad de crear
nuestra nacionalidad pertenece la figura de Fermín Toro (1807-1865) cuya obra
más ingente se desarrolla en el terreno de la jurisprudencia, la diplomacia y la
política exterior, que prodigó a Venezuela rango en el medio internacional.
Debe a darse a Toro el mérito de haber escrito los primeros cuentos y la primera
novela en Venezuela. La novela es Los mártires (1842); los cuentos son La viuda
208

de Corinto (1837) y El solitario de las catacumbas. Estos relatos tienden a una


noción de socialismo utópico que caracterizó la conciencia social de la época,
mientras que su temática se avenía a los modelos europeos, de corte estetizante
y romántico, con poca o ninguna relación con el espacio y geografía
venezolanos. En El solitario de las catacumbas vemos a un anciano mostrando a
un hombre filas de esqueletos en unas catacumbas, y explicándole la razón por
la cual ocupan estos sitios de acuerdo a los papeles que jugaron en la vida. Las
disquisiciones morales del escritor están ambientadas, como en casi todos sus
relatos, en atmósferas lúgubres o sombrías.

El romanticismo musical
En música, luego de la dispersión de la Escuela de Chacao, ya se fraguaba una
etapa de transición, gracias a músicos que se trasladaban a otras ciudades de la
provincia. En Mérida, por ejemplo, encontramos el intenso movimiento del
caraqueño José María Osorio (1803). En esta ciudad andina funda la Primera
sociedad y orquesta filarmónica; además tiene el mérito de haber instituido el
primer periódico de Mérida, El Benévolo (1840) y de ser autor de la primera
ópera bufa venezolana: El maestro Rufo. Al tiempo que compone oberturas como
"El Califa" o "Madrugada Aurora", trabaja en el proyecto de editar sus propias
obras didácticas sobre teoría musical, como Práctica de los divinos cánticos (1845).
Osorio se convierte así en receptor y en divulgador de la tradición musical de
Los Andes.
Hacia el oriente del país, José María Gómez Gardiel (1797-1872), con sus
Misas, y José María Montero con sus Himnos sacros y sus tonos navideños son
compositores notables de esta época de transición, que se producirá para
introducirnos luego en la etapa romántica de nuestra música. Esta comienza
con la canción y las danzas para piano, las cuales tenían lugar en ambientes
íntimos; por ello fueron llamadas de salón. Estos bailes de salón dieron origen a
un tipo de vals vernáculo, vivaz, rítmico: el valse venezolano poseedor ya de
clara fisonomía. Pese a su aparente sencillez, la producción valsística y las
canciones reflejan un conocimiento profundo de las sutilezas del vals europeo.
Se produce así la debida asimilación, el proceso de simbiosis acertado. A este
punto, el compositor más destacado de este movimiento es Felipe Larrazábal
(1816-1873). Su técnica e imaginación se mezclan debidamente para ofrecernos
obras tan brillantes como el Trío Nº 2 para piano, violín y violonchelo.
Larrazábal es además autor de una amplia obra de investigación sobre
literatura, historia y derecho, al tiempo que ejerció como profesor, periodista y
político.
Federico Villena (1835-1899) es autor de zarzuelas (Las dos deshonras), de
dúos para violín y piano (El Cazador), de fantasías para piano y también de
obras sacras como la misa Ave María. Trabajó en Caracas, Ciudad Bolívar y La
209

Guaira como organista, profesor y director de Banda. José Ángel Montero


(1839-1881) es hijo de José María Montero, el ya citado compositor de la Escuela
de Chacao. Es autor de una profusa obra religiosa, de música de salón, danzas y
contradanzas. Escribió una de las óperas principales del siglo pasado, Virginia,
así como zarzuelas que registran bien el influjo español. Ramón Delgado
Palacios (1867-1902) es un compositor muy destacado en el género pianístico,
debido a sus complejidades rítmicas y a su virtuosismo: Graziella, Mi aplauso y
Rosas Rojas son muestras definitivas de sus "Valses de concierto, muy bien
diferenciados de los llamados "Valses brillantes", donde a menudo se acude a
un recargamiento de la forma. En opinión del maestro José Antonio Calcaño es
nuestro mejor pianista después de Teresa Carreño. "Jamás hemos tenido", dice
Calcaño- "un organista semejante".

Teresa Carreño

Pero en cuanto a virtuosismo interpretativo ningún músico ha tenido más fama


y reconocimiento mundial que la pianista Teresa Carreño (1853-1917), dotada
de un talento tan prodigioso que asombró al mismo Franz Liszt. En París
comenzó su ascendente carrera como pianista que continuó por toda Europa,
Estados Unidos, África y Australia. Entregada casi por completo a la ejecución,
no pudo dejarnos un conjunto homogéneo de composiciones, siendo las más
numerosas las piezas para piano. La primavera y Mi Teresita son las más célebres.
Asimismo, escribió himnos para Bolívar y Guzmán Blanco, un Cuarteto de
Cuerdas y un Saludo a Caracas. La vida de Carreño no fue sentimentalmente
afortunada, más sí su carrera ampliamente elogiada por músicos célebres como
Brahms, Grieg, Rossini y Saint-Saens.
El interés por el piano es rasgo predominante en las últimas décadas del
siglo XIX. En tal sentido, habrían de mencionarse a Sebastián Díaz Peña,
entregado por igual a la composición pianística y a la docencia. Es de hacer
resaltar que es en este período cuando se da inicio a las publicaciones
musicales, los pequeños tratados y ensayos sobre teoría y solfeo, armonía y
otras obras divulgativas de la tradición europea. También Francisco de Paula
210

Aguirre (1875-1939) -autor del famoso vals Dama antañona-, Augusto Brandt,
Manuel Leoncio Rodríguez son autores representativos de este período
romántico.
Pero quien quizá contribuyó más a la divulgación y a la formación de
una crítica musical fue el pianista Salvador Llamozas (1854-1940), quien con sus
periódicos "Álbum lírico" (Cumaná, 1874) y "Lira Venezolana" (1882) jugó papel
decisivo. Llamozas nos legó una vasta producción para piano consistente en
fantasías, nocturnos y valses. En su celebrado vals Noches de Cumaná logra una
admirable mixtura de lo culto y lo popular que lo convierten en antecedente
importante del género nacionalista. También Pedro Elías Gutiérrez como autor
de la partitura (1870-1954) y Rafael Bolívar Coronado en la letra alcanzan
inmensa popularidad en el género nacionalista, con el joropo Alma Llanera,
perteneciente a una zarzuela del mismo nombre, considerado hoy una suerte de
himno popular de Venezuela.
En lo concerniente a las publicaciones, además de las dos fundadas por
Llamozas, se halla un tratado del general Ramón de la Plaza. Es el libro Ensayos
sobre el arte en Venezuela (1883) dedicado a historia, música y artes plásticas en
nuestro país, que le ha granjeado un lugar meritorio en la musicología
venezolana.

Inicios del teatro


Las raíces de nuestro teatro están signadas, como en cualquier otra sociedad
tribal, por el asombro ante la noche o la poderosa presencia de las fuerzas
naturales. Estas fuerzas se traducían en representaciones con máscaras para
interpretar los misterios del sexo, la muerte, la fertilidad de la mujer y de la
tierra. Estas fuerzas se traducían en ceremonias, fiestas cíclicas traducidas en
secuencias temporales que luego vendrían a constituir los rituales. A su vez
estos ritos se convertirán en resguardadores de la comunidad. Y sus cantos,
plegarias y llamamientos celestes para conseguir los alimentos o aliviar las
dolencias. Estas serían las primeras invocaciones teatrales. En las zonas de
pesca, caza y recolección se registran formas de breves pantomimas para
encontrar alguna raíz o baya comestible, algún fruto o molusco, así como
danzas para beneficiar cosechas con lluvia o para alejar los huracanes e
inundaciones. Por ello, en las áreas donde los medios de cultivo están más
perfeccionados, las manifestaciones teatrales primeras poseen mejor cuerpo
dramático. Tal es la zona de los Andes o Timoto-Cuica, donde en estrados o
planchadas se realizaban presentaciones cómicas, trágicas o épicas.
De estos tiempos prehispánicos se ha referido como significativa la
Bajada del Ches, la cual consistía en la reunión de los Miguríes en la casa del
Piache (Sacerdote), quien después en la noche se iba a un lugar solitario para
211

hablar con el Ches (Sol), quien por boca del Piache decía si el año era bueno
para la agricultura. Probablemente era una representación simbólica de una
suerte de "pasión" del Ches, es decir, su muerte y resurrección. Asimismo, se ha
reconocido en las Turas de los Arawacos de Occidente una Danza del Huracán,
donde las brisas que dificultan el diario sustento y las persecuciones de
animales eran representadas a través de una coreografía dirigida. De igual
modo, las danzas denominadas "El carite" y "El Chiriguare" -aún llevadas a
cabo en fiestas folklóricas y actos culturales de escuelas, provienen de los indios
Caribes y probablemente se mezclaron en la época colonial con otras danzas de
procedencia africana. Tampoco es difícil intuir que las manifestaciones
folklóricas hoy realizadas como las de los Vasallos de San Benito (Mérida) o los
Negros de San Juan (litoral central) son de claro influjo africano. En éstas y otras
danzas animales como El Sebucán y el Guarandol se pone de manifiesto no sólo
una voluntad de danzar, sino también de imbricar éste elemento a la
configuración dramática.

Teatro decimonónico y teatro moderno


Nuestro teatro siempre ha tenido un desenvolvimiento lento y ligado casi
siempre al género musical. En el siglo XIX nacen tres caraqueños que
definitivamente van a introducir cierto perfil criollo en la comedia venezolana.
Éstos son Jesús Izquierdo (1881-1937), Antonio Saavedra (1884-1944) y Rafael
Guinand (1881-1957). Sobresalieron todos en los géneros del sainete, mímica y
opereta vienesa. Guinand era empresario, actor y autor de numerosos libretos y
zarzuelas. Fundo la Compañía Guinand and Puértolas y es considerado el
fundador del sainete criollo. Izquierdo o "Izquierdito", como le llamaban
familiarmente, fue un veterano y polifacético actor con gran fama en España,
donde mereció los elogios del novelista Vicente Blanco Ibáñez.
Asimismo, fue muy elogiada la capacidad de Antonio Saavedra para
fluir con sus monólogos y cuentos, interpretando personajes populares de
Caracas. En fin, realizó un teatro que no por ligero exigía menos concentración
y dedicación. Además estos tres artistas actuaban juntos y alternaban en
representaciones donde fueron centro de escena por muchos años. Con ellos, la
esposa de Saavedra, Luisa Bonoris, actriz española de extraordinarias
condiciones, compusieron un ciclo muy completo de nuestro teatro popular.
El inicio de nuestra modernidad teatral aún está por fijarse. De cualquier
modo es justo citar Almas descarnadas (1922), de Leopoldo Ayala Michelena
(1897-1962), como referencia fundadora de un teatro que ya había abandonado
el cuadro de costumbres. Ayala Michelena viajó por toda América difundiendo
su teatro y las primeras obras de nuestra incipiente dramaturgia. Quien
definitivamente se libera del costumbrismo va a ser Víctor Manuel Rivas (1909-
1965) con su obra El Puntal (1933), de claros visos nacionalistas. Centrando su
212

acción en el llano, Rivas nos ofrece una visión bastante acertada del arraigo
telúrico, por cuanto sobrepasa los límites regionales y opta por una
significación más vasta. Rivas escribió también tragedias de menor vuelo como
La zamurada y La antesala (1940). Con ésta última ganó el primer premio del
concurso "La comedia Venezolana" auspiciado por el Ateneo de Caracas.
En los predios del teatro de raíz folklórica es menester citar la obra de
Juan Pablo Sojo El árbol que anda (1945). Por su lado Elizabeth Schön introduce el
elemento absurdo y existencial en nuestro teatro a través de varias obras, entre
las que citamos Melissa y el yo y Diálogo. Schön (1921) es una de nuestras poetas
más notables y activas, una conciencia plena de meditación y calidez. En el
teatro humorístico sobresalen Job Pim (seudónimo de Francisco Pimentel),
Aquiles Nazoa y Miguel Otero Silva. Con estos nombres puede indicarse el
nacimiento de un teatro nacional, que va a ahondar y desplegar sus
conceptuaciones dramáticas en un grupo de actores y directores representado
principalmente por José Ignacio Cabrujas (1938-1995), Román Chalbaud (1931) e
Isaac Chocrón (1933), precedidos los tres por el dramaturgo César Rengifo
(1915-1980), autor de un teatro de índole socialmente comprometida.
En 1958 se funda la primera sala estable de teatro en el país, con el
nombre de una de nuestras mejores actrices: Juana Sujo, que había nacido en
Argentina, de ascendencia rusa. Sujo hizo buena parte de su carrera en Europa
y llega a nuestro país a protagonizar dos películas de Carlos Hugo Christensen:
La trampa y La balandra Isabel llegó esta tarde, por lo cual fue contratada en
Venezuela. La primera actuación teatral de Sujo en Venezuela ocurre en el
teatro Rialto, en una versión de El bello indiferente, de Jean Cocteau, y desde
entonces realiza una brillante carrera, hasta su muerte en 1961, a los 48 años.
La sala del Ateneo de Caracas es fundada en 1963; ésta y la Sala Juana
Sujo se convierten en escuelas de avanzada, paralelamente a los viejos teatros
Nacional y Municipal. Por cierto, el primer gran éxito de Cabrujas es un
montaje paródico de El sainete en Venezuela; luego vendrán sus celebradas
direcciones del Hamlet de Shakespeare, de los obras de Brecht y de sus
coetáneos Chalbaud y Chocrón. Entre las obras de Cabrujas que han sido
aclamadas, se cuentan El extraño viaje de Simón el malo, Acto Cultural (1977), y
El día que me quieras (1979). Chocrón, en cambio, escribe un teatro más
intelectual, poblado de connotaciones existencialistas; así lo muestran sus
piezas Asia y el lejano oriente, Tric-trac, La revolución (1971) y El quinto infierno.
Chalbaud es el otro dramaturgo que alcanzó sus mejores expresiones con Los
ángeles terribles, Sagrado y obsceno, La quema de Judas y Réquiem para un eclipse.
213

Rodolfo Santana

Desde la sala del Ateneo de Caracas, el dramaturgo argentino Carlos


Giménez cumplió una labor de montajes sostenidos con el grupo Rajatabla, que
representaron por varias décadas a Venezuela en festivales internacionales.
Otro dramaturgo notable es Elisa Lerner, de madurez alcanzada con su pieza
Vida con mamá (1975). Como directores sobresalientes de la escena actual en
Venezuela citamos a Horacio Peterson, Alberto de Paz y Mateos, Eduardo
Mancera, Levi Rossell, Humberto Orsini, Álvaro de Rosson, Nicolás Curiel,
Alberto Sánchez, Hugo Ulive, Rodolfo Santana (La máxima felicidad, El animador,
La empresa perdona un momento de locura), Edilio Peña (Resistencia, El círculo), Luis
Britto García (El tirano Aguirre), Ibsen Martínez (La hora Texaco), José Gabriel
Núñez (El llamado de la sangre), Gilberto Pinto, Ramón Lameda, Julio Jáuregui,
Fran López Falcón, Freddy Torres, Rafael Zárraga, César Chirinos, Enrique
León y otros. Es de hacer notar la fuerza del teatro de Rodolfo Santana, quien
supo inyectar a sus personajes de verdadero realismo dotado de humor y
gracia, a través de un conjunto de obras que le acreditan como el dramaturgo
más destacado de su generación y el más traducido a otros idiomas (en
Alemania está considerado un referente del teatro moderno), representadas sus
obras en festivales teatrales de todo el mundo.

Inicios del cine


En 1997 se cumplieron los primeros cien años del cine venezolano. En el año
1897, en el Teatro Baralt de Maracaibo se filman las primeras vistas, los registros
o cuadros de las Muchachas bañándose en la laguna de Maracaibo y de Un célebre
especialista sacando muelas en el Gran Hotel Europa. Los reportajes
cinematográficos comienzan en 1907, pero no es hasta veinte años después que
se realizan los primeros largometrajes de ficción como La dama de las cayenas
(1916) de Enrique Zimmermann y Don Leandro el inefable (1918), de Lucas
Manzano.
214

Durante los años cincuenta el cine venezolano alcanzó una cifra


importante con Araya (1958), de Margot Benacerraf, un documental sobre un
pueblo de salinas del oriente venezolano que sorprendió por su limpidez,
sobriedad y profundidad, que fue reconocido internacionalmente y mereció a
Benacerraf estar incluida en el famoso diccionario de cineastas de Georges
Sadoul, donde reseña igualmente una película suya sobre el pintor Armando
Reverón, titulada escuetamente Reverón, también de enorme fuerza expresiva.

Margot Benacerraf

La industria del cine comenzó a florecer en los años 60 gracias a la gente de


teatro, con producciones apoyadas por el sector oficial a través del Fondo de
Fomento Cinematográfico, o a través de producciones independientes como las
de César Bolívar o Román Chalbaud, éste último el más prolijo director del cine
venezolano, entre cuyas películas debemos citar a El pez que fuma (1978), Sagrado
y obsceno, La quema de Judas y sobre todo La oveja negra, siendo la primera y la
última obra mencionadas las consideradas emblemáticas de Chalbaud. Otros
cineastas destacados de este período son César Bolívar (Homicidio culposo, 1985),
Clemente de la Cerda (Soy un delincuente, 1985), Iván Feo (País portátil, 1975),
Alfredo Lugo (Los muertos sí salen) Mauricio Wallerstein (Cuando quiero llorar no
lloro,), Juan Santana (Fiebre) y Freddy Siso (Díles que no me maten).
De esta misma época existen dos películas premiadas en Cannes, como
Orinoko Nuevo Mundo, de Diego Rísquez, quien es realizador también de otra
película sobre un tema que le obsesiona, el de los mitos americanos, visibles en
América, Terra Incógnita. En un sentido distinto, Oriana (1984), de Fina Torres,
una historia de amor ambientada en una hacienda a orillas del mar, menguada
por el feudalismo gomecista, presentó con altura un tema intimista. Torres
produjo otra obra, Mecánicas celestes (1992), de claro ambiente cosmopolita
donde se cuestionan los atavismos venezolanos. Thaelman Urguelles en La Boda
nos presenta una faceta de la dictadura perezjimenista y persiste en el motivo
de la delincuencia en su película El atentado. Jacobo Penzo nos asoma los
215

dolores del poeta Cruz Salmerón Acosta en La casa de agua. Joaquín Cortés nos
presenta en Asesino nocturno las nuevas vetas del cine policial, mientras que en
Caballo salvaje asoma una visión más fresca del país, ambientada en el llano. El
tema delictivo, esta vez dentro del seno de la policía, es abordado por Solveig
Hoogstein, en la taquillera Macu, la mujer del policía, y en Homicidio culposo, de
César Bolívar, el ambiente es el propio teatro. El asunto de la sexualidad y sus
complejidades se sondean en filmes como Macho y hembra de Mauricio
Wallerstein, o en Reflejos, de César Bolívar. Mientras tanto, Marilda Vera en Los
caminos verdes se acerca de manera notable a la exploración de la geografía
propia, de los ríos fronterizos con Colombia. El tema sociopolítico es explorado
en películas como Adiós Miami, de Antonio Llerandi, El escándalo, de Carlos
Oteyza, y El Compromiso, de Roberto Siso. En cambio, el cine humorístico
muestra sus vetas en Coctel de camarones, y De cómo Anita Camacho quiso
levantarse a Marino Méndez, de Alfredo Anzola.

Diego Rísquez

El cine protagonizado por niños tuvo buen inicio en la década de los años 80, en
obras como Operación chocolate, de José Alcalde; Carpión Milagrero, de Michael
Katz; Pequeña revancha, de Olegario Barrera; o En Sabana Grande siempre es de día,
de Manuel De Pedro. Por cierto, De Pedro es autor de un excelente documental
histórico, Gómez y su época.
Luis Alberto Lamata es otro cineasta cuidadoso, destacado
principalmente por su excelente trabajo en Jericó y Desnudo con naranjas, filmes
donde aborda temas históricos del país tratados con gran altura estética y
dominio de la dirección de actores.
En todas ellas nuestro cine se perfiló en esos años con un lenguaje que
buscaba destacar las variadas vertientes de lo humano o lo social, sin atenerse
únicamente al tema de la violencia o del compromiso político.
216

Narrativa realista
Luego del costumbrismo y el modernismo, comenzaron a producirse los
naturales cansancios; así surgió la reacción frente a estos dos movimientos.
Tales son los casos de Rómulo Gallegos (1884-1969) y José Rafael Pocaterra
(1888-1955). Por una parte deseaban desasirse del mero fresco descriptivo de
ambientación rural; por el otro, dejan de lado la ampulosidad verbal del
modernismo. Se mostraba interés por el mundo psicológico de los personajes y
un mayor verismo de los entornos. Gallegos comenzó escribiendo cuentos (Los
aventureros, 1913) que prepararon su obra de novelista con títulos capitales
como Doña Bárbara (1929), Cantaclaro (1934), Canaima (1935) y La brizna de paja en
el viento (1952). Gallegos intuyó caracteres esenciales de lo venezolano (recorrió
el país tomando notas y haciendo trabajo de campo, lo cual lo convierte en
nuestro primer novelista “profesional”) y de las fuerzas que lo mueven: ciertas
tendencias psíquicas ocultas en la visión positivista contenida en la fórmula
civilización-barbarie- con vacilaciones, dudas, la riqueza de la expresión
popular y sus maneras singulares de expresar lo poético. Sus personajes, bien
dibujados, son usados a veces como arquetipos para presentar problemas
ideológicos o éticos. Puede crear emblemas superficiales de la tierra,
compensados por su capacidad para revisar condiciones profundas de lo
venezolano: mundos divididos, rechazos sociales, dilemas morales.

José Rafael Pocaterra

Por su parte, Pocaterra se mantiene fiel a un realismo cáustico, que satiriza los
ambientes sociales. Novelas suyas son Política feminista (1913), Vidas oscuras
(1915), Tierra del sol amada (1918). Usa Pocaterra un lenguaje directo, que pone al
descubierto desmanes de la alta sociedad, visible también en los Cuentos
grotescos (1922), la primera tentativa de innovación real del cuento venezolano,
donde crea una tipología humana identificada con el entorno y explora
paralelamente su psique: narraciones crudas con algo de humor amargo, de una
sutil ironía amable.
217

Otra narradora que se opone a los cánones costumbristas es Teresa de la


Parra (1889-1936). Con dos novelas, Ifigenia (1922) y Las memorias de Mama
Blanca (1929), realiza una crítica social y de los medios familiares de principios
de siglo y logra transmitir el conflicto del alma femenina en medio de
convenciones, a tiempo que describe la transición de la sociedad agraria a la
etapa pre-industrial, y cómo se proyecta ese conflicto en la conciencia de una
joven que, como la María Eugenia Alonso de Ifigenia, encarna la tribulación de
una época agobiada por la hipocresía. En sus cuentos (El genio del pesacartas, La
señorita grano de polvo bailarina del sol) y sobre todo sus cartas son testimonios
invalorables para observar la compleja sexualidad de esta escritora.

Teresa de la Parra

Otros escritores del grupo Alborada, a donde perteneció Gallegos, también


dieron muestras de diferenciarse del criollismo, como Julio Rosales (1885-1970)
en sus libros Por los caminos muertos (1910), y Bajo el cielo dorado (1914).
Asimismo, Jesús Enrique Lossada (1822-1948) escapa a los lineamientos de
tendencias establecidas, acercándose al legado fantástico, tal lo hace en La
máquina de la felicidad (1938), textos que se mueven el terreno ambiguo de la
vigilia y el sueño. Por cierto el escritor que mejor sedimenta en la zona de lo
fantástico es Julio Garmendia (1898-1977) exponente notable de dedicación en el
logro de cuentos perfectos. Con sólo dos libros de relatos publicados en vida, La
tienda de muñecos (1927) y La tuna de oro (1951) Garmendia logra una admirable
personalidad literaria que se libera de lo romántico o lo modernista, para
ingresar a una suerte de metafísica personal. Elementos centrales de su
propuesta son el humor, las atmósferas líricas, fluctuaciones y presentimientos
secretos de la mente, los cuales crean un compacto sistema de signos. Otros
narradores de este período son Enrique Bernardo Núñez (1895-1964), con una
obra que comparte preocupaciones históricas y políticas, como se observa en las
novelas Cubagua (1931) y La galera de Tiberio (1938). En la primera se manejan
tiempos interpolados, efectos de simultaneidad, en un ingenioso contrapunto
218

de fantasía e historia. En la década 1930-40 surgen en Venezuela los


movimientos vanguardista y surrealista, que habían estado prefigurados por la
aparición de la revista Válvula en 1928, de la cual circuló un solo número.
Alrededor de ella se reunió un grupo de escritores entre los que se cuentan
Carlos Eduardo Frías, Nelson Himiob, Juan Oropesa, Pío Tamayo, Miguel
Otero Silva, Antonia Palacios, Arturo Uslar Pietri. Nuestra vanguardia relaciona
el hecho estético al político. Así, la generación de 1928 no reacciona contra la del
18; más bien la siente cercana. Himiob y Frías publican un libro en conjunto;
Uslar Pietri publica en esos años su novela más significativa, Las lanzas coloradas
(1931), donde narra episodios de la guerra de Independencia con gran
imaginación y brillantez. También en los cuentos de Barrabás (1928), se
vislumbraban aportes de la vanguardia a la modernidad, a través del concepto
de “realismo mágico”, que luego vino a ampliarse a la novela de los años 60.
Otras obras destacadas de Uslar en el cuento son Red (1936) y Treinta hombres y
sus sombras (1949); en la novela, El camino del Dorado (1947) y La isla de Róbinson
(1981). Dentro del ensayo y el periodismo Uslar ha cumplido asimismo una
dilatada labor.

La música moderna
En música vamos saliendo lentamente del poderoso influjo romántico, y
arribamos al grupo de compositores que estimularon la creación de orquestas y
el rescate de las piezas folklóricas y populares. Vicente Emilio Sojo (1887-1974)
es quien se encarga de recoger y armonizar una considerable cantidad de
canciones del folklore y de fundar la Orquesta Sinfónica de Venezuela y el
Orfeón Lamas. Sojo es autor de una gran variedad de piezas sacras, patrióticas
y corales, a la par de forjador de generaciones que se le deben a él en mayor o
menor grado.
También Juan Vicente Lecuna (1891-1954) es un autor notable de los
inicios de nuestra modernidad musical. Sus Cuatro piezas para piano, de
inspiración juvenil, fueron publicadas en París en 1940, se irían convirtiendo
con el tiempo en la magnífica Rapsodia Venezolana, cuyo tratamiento melódico
asombró a Manuel de Falla.
Lecuna siempre estuvo cerca de las grandes urbes musicales. Su Valse
caraqueño es tenido como paradigma de nuestro valse culto, y su Joropo es un
verdadero alarde de equilibrio y sensibilidad. También son conocidas sus
Sonatas para el arpa y Sonatas de Altagracia, ejemplos de precisión, pues éste
músico no es dilecto del colorismo. En sus Tres canciones las trombas se acogen a
un despojamiento, y en su Concierto para piano y orquesta, el instrumento
principal no se pierde en roles estelares, eludiendo así todo patetismo.
219

Juan Vicente Lecuna

José Antonio Calcaño (1900-1978) es otro compositor importante de este


período; entre sus obras destacan un Scherzo, cuartetos de cuerda, piezas para
guitarra, canto o piano. Es autor de la famosa Suite Miranda y de la canción coral
Evohé, sobre un poema de Enrique Planchart. Calcaño fue director de orquesta y
realizó una encomiable labor divulgativa en amenas conferencias televisivas y
de investigación musicológica sobre nuestra música, publicadas algunas de
ellas bajo el título La ciudad y su música. A ésta generación pertenece también
Moisés Moleiro (1905), quien ha escrito fundamentalmente para piano: la
Sonatina, la Suite infantil, y la canción Otoño pueden considerarse como sus
piezas más representativas. Moleiro busca la raigambre nacional de nuestra
música, alejado de todo intelectualismo.
Por el año 1936 el maestro Vicente Emilio Sojo es nombrado Director de
la Escuela Superior de Música. Desde aquí comienza la enseñanza continua de
todos los instrumentos, y la Cátedra de armonía se convierte en una de
composición. Surgen así las nuevas promociones que luego asombrarán al país,
y que ahora pasaremos a registrar brevemente.

Evencio Castellanos (1915) es notable compositor y pianista. De sus obras


citaremos El río de las siete estrellas, --sobre un poema de Andrés Eloy Blanco-- ,
el Concierto para piano y orquesta y la Suite Avileña. También es de recordar su
oratorio profano El tirano Aguirre. Antonio Estévez (1916) siempre se involucró
en búsquedas vanguardistas, aún desde sus inicios en el género nacionalista. De
él tenemos las admirables Cantata criolla, la Suite Llanera, la Cromovibrafonía
múltiple, y sus conciertos para orquesta. Inocente Carreño (1919) es notable en
esta promoción de músicos; así los testimonian sus obras Suite sinfónica, Suite
220

para Orquesta de cuerdas, la Obertura popular y sobre todo la Sinfonía Margariteña,


de fama internacional.
Antonio Lauro, por su parte, es el autor venezolano de guitarra por
antonomasia. Sus valses y sus motivos inspirados en los motivos nacionales y
folklóricos son verdaderas joyas de imaginación y sensibilidad, que han
recorrido el mundo entero en la guitarra virtuosa y magnífica del concertista
larense que ha dado más renombre a nuestro país en escenarios de Europa y
América: Alirio Díaz (1926), quien también se ha entregado a una loable labor
de recuperación de piezas nacionales, a través de una investigación de nuestro
acervo popular. Díaz estudió primero con el maestro Laudelino Mejías en la
ciudad de Trujillo en su país y luego fue a España a perfeccionar sus estudios
con los maestros Regino Sainz de la Maza y Andrés Segovia. Ha sido
reconocido como maestro internacional y tiene una Cátedra permanente en la
ciudad italiana de Siena, donde estimula a nuevos músicos de todas las edades,
así como un Concurso Internacional de Guitarra que lleva su nombre y cuenta
con numerosas ediciones. Antonio Lauro es autor de una vasta obra de música
de cámara, piano y canto. Citaremos aquí sus valses más célebres: Natalia,
Angostura, El Marabino, y sus Giros negroides, el Concierto para guitarra y orquesta
y Cantaclaro, sobre la novela homónima de Rómulo Gallegos.
Gonzalo Castellanos Yumar (1915) conoció un temprano reconocimiento
con su obra Antelación e imitación fugaz, una fuga a cuatro voces cuyo motivo
central está tomado melódica y rítmicamente de la Quirpa llanera, modalidad
del joropo. También son conocidas su Fantasía cromática para órgano y su Fantasía
sinfónica para piano y orquesta. Castellanos fue uno de nuestros más notables
directores de orquesta, junto a Antonio Estévez, Primo Casale y José Antonio
Abreu. Abreu por cierto ha escrito varias piezas de cámara, piano, orquesta y
coros. De su obra puede citarse el poema sinfónico Sancta et Inmaculada
Virginitas y la cantata sinfónica Verit mulier de Samaria, así como las suites y los
movimientos para piano y su Quinteto para instrumentos de viento. Hay que
reconocer asimismo la eminente labor de Abreu en la creación del Sistema
Nacional de Orquestas Sinfónicas, cuyas presentaciones internacionales han
sido elogiadas por grandes músicos actuales como Plácido Domingo, Daniel
Barenboim y Simon Rattle.
Ángel Sauce (1911) es de obligada mención aquí debido a sus Conciertos
para violín y orquesta, el ballet sinfónico Cecilia Mujica y el ballet nacionalista
Romance del Negro Miguel. En esta Escuela Moderna se formó también una
brillante promoción de damas entre las que es preciso mencionar a Blanca
Estrella de Méscoli (1913), compositora de obras para piano, de cámara,
orquesta o voces. Son notables en su producción María Lionza, el ballet
Miniatura y la Fantasía de Navidad. Blanca Estrella fue fundadora de la Escuela
221

Nacional de Música para niños. En San Felipe, capital del Estado Yaracuy, de
donde es oriunda, hay una escuela musical que lleva su nombre.

Blanca Estrella de Méscoli

Modesta Bor es otra compositora sobresaliente. Sus obras Sonatas para violín y
piano y sus Tres canciones para Mezzosoprano son indispensables en su
producción. La tercera mujer aquí es Nelly Mele Lara (1924), autora de páginas
vocales, pianísticas y para instrumentos de cuerda. Es justo citar sus tríos y
sonatas para violín y violonchelo, sus Sonatas para piano y sus obras de cámara
Momento lírico y la Fantasía para piano y orquesta estrenada con gran éxito en
1961 bajo la dirección de Antonio Estévez. Su obra más conocida es la Misa
criolla, basada en ritmos de aguinaldos y villancicos. Por último, Alba
Quintanilla (1944) cierra este grupo femenino con sus notables obras Tres
canciones para Mezzosoprano, la cantata La aldea, y su ciclo de Canciones. Otros
músicos de esta escuela son Leopoldo Billings, Eduardo Plaza, Raimundo
Pereira, María Luisa Escobar y Carlos Teppa.
Entre los músicos de la generación posterior Rhazes Hernández López
(1918) y Alejandro Planchart (1935) fueron los primeros en introducir el sistema
dodecafónico en nuestra música. La vasta obra musical del Hernández López
abarca el piano, la flauta, el violín y las canciones corales. Citaremos aquí los
Casualismos para piano, el Trío para violín, violonchelo y piano, las Tres dimensiones
para cuerdas, y el poema sinfónico Las torres desprevenidas, sobre el texto
homónimo de Jacinto Fombona Pachano. En otra línea del dodecafonismo, las
obras de Alejandro Planchart acusan la influencia de la mejor música
norteamericana.
Por su parte, Alfredo del Mónaco ha incursionado con brillo en la música
electroacústica pura, pero combinando sus búsquedas con instrumentos
tradicionales de cuerda. Así, sus Cromofonías y sus Estudios electrónicos fueron
las primeras obras de acustismo puro estrenadas en Venezuela. A éstas han
222

seguido La noche de las alegorías (fonograma), los Encuentros del eco para pianos y
percusión, y Tupac Amaru, que han colocado a Del Mónaco en sitio especial de
nuestra música vanguardista. Otro compositor de avanzada, sobre todo en el
uso de temas rítmicos y melódicos venezolanos, es Luis Morales Bance (1945).
De su producción descuellan las Danzas y vigilias. Himnos, tropos y secuencias,
Trío para cuerdas y Tríptico para violín. Finalmente los nombres de Juan Carlos
Núñez (“Tocata sinfónica”), María Guinand (“Miniaturas”), Alfredo Rugeles
(“Mutaciones”), Servio Tulio Marín (“Impresiones fugitivas”), Federico Ruiz
(“Dispersión”), Raúl Delgado Estévez (“Primelectropus”), Emilio Mendoza
(“Estudio tímbrico”), Delfín Pérez (“Nota”) y Jorge Benzaguén (“Relieves”)
deberían componer un mosaico aproximado de nuestra música hasta los años
80.
El panorama de la música popular es demasiado amplio como para
pretender abarcarlo aquí. Muchas de sus expresiones se encuentran en un
estado dependiente del “estilo internacional” de baladas estandarizadas por el
gusto comercial que se mueve al compás de la industria poderosa de las
grabaciones.
Más esencias encontramos en la música folklórica y en los compositores
venezolanos de la provincia, que han sabido brindar modestamente al país,
mejores y más auténticas composiciones musicales, como son los casos de Luis
Mariano Rivera, Ángel Custodio Loyola, Hugo Blanco, Raúl Borges, Juan
Vicente Torrealba, el Indio Figueredo, Cristóbal Jiménez, Simón Díaz, Eduardo
Serrano, Luis Laguna, Chelique Sarabia, Aldemaro Romero, Ilan Chester, Edgar
Alexander, Vitas Brenner, Frank Quintero, Jordano Di Marzo, Billo Frómeta,
Luis Enrique Larraín, Reinaldo Armas, Benito Quirós, Alí Primera, Rodrigo
Riera, Henry Martínez, Guillermo Jiménez Leal, Franklin Sánchez, Eduardo
Izcaray, María Luisa Escobar, Otilio Galíndez, Iván Pérez Rossi, Pedro Pablo
Caldera, Luis Felipe Ramón y Rivera, Manuel Graterol Santander, Pedro
Palmar, Antonio Carrillo, Carlos Rincón Morales, Ricardo Aguirre, Víctor
Durán, Rafael Salazar, de diversas regiones del país, pertenecen a una tradición
raigal de la música venezolana más auténtica, cuyos temas se mueven entre las
ciudades grandes y los paisajes andinos, llaneros, desérticos o marinos, pero
siempre marcando una pauta que se ejercita y rememora a diario en fiestas,
reuniones familiares y experiencias gozosas y sentimentales.

Funciones de la arquitectura
Si en el mundo antiguo la arquitectura y la escultura jugaban el rol principal en
el concierto de las artes visuales, en nuestros días ocurre algo distinto. El hábitat
moderno se ha venido degradando de modo vertiginoso; la sociedad industrial
introdujo, bajo el concepto de urbe o Cosmópolis, los respectivos cambios:
serialización de la vivienda, crecimiento vertical y todo el cúmulo de soluciones
223

instantáneas que proponen resolver no una necesidad de convivencia, sino la


circunstancia habitacional de un programa político. Y así tenemos que ni aún el
lujo brinda hoy una solución de profundidad a la urgencia de comunicación
humana. La arquitectura como tal ha sido practicada en Venezuela de modo
históricamente descontextualizado; cierto desfase con la pintura es evidente. No
obstante la tendencia ecléctica de Alejandro Chataing propende a la
historicidad en el siglo diecinueve. De las obras de Chataing pueden citarse el
Archivo General de la Nación, el Nuevo Circo de Caracas, la Nueva Fachada
Neo Gótica del Panteón Nacional, el Teatro Nacional, el Palacio del Consejo
Municipal, el Arco del Monumento del Campo de Carabobo.
Con el cubismo plástico surgen las primeras tendencias que aplican
cierto “espacialismo” a la arquitectura. Por ello los años 30 son una suerte de
referencia de incorporación de volúmenes y signos geométricos como valores
autónomos. De estos años 30 sobresalen Cipriano Domínguez, quien concibió el
Centro Simón Bolívar de Caracas y sus conocidas Torres de El Silencio, y otros
arquitectos como Gustavo Guinand. Por su parte, Manuel Mujica Millán fue el
primero en incorporar los volúmenes y los desniveles, los contrastes de altura y
la iluminación natural, en un equilibrado juego. Dos obras suyas importantes
son la Casa de Campo Alegre (1933) y la Casa Blanca de La Florida (1937). Pero
es en los años 50 cuando comienzan a circular interrogantes serias en torno a la
función arquitectónica en nuestro país. De este modo arribamos a la tendencia
representada por Carlos Raúl Villanueva (1900-1975). Su empresa polifacética lo
señala como el más notable de nuestros arquitectos y pilar de la avanzada
posterior; en su funcionalidad de gran despliegue, lo racional se aúna a la
flexibilidad y al movimiento. Su obra habla por sí sola: la Ciudad Universitaria
de la Universidad Central de Venezuela, la Urbanización El Silencio, los
Bloques del 23 de Enero, el Museo de Bellas Artes, la Plaza de Toros de
Maracay, la Urbanización General Urdaneta, el Pabellón de Venezuela en
Montreal, entre muchas otras.
Por su parte, José Tomás Sanabria (1922) fue alumno de Walter Gropius y
partícipe en el empeño de recuperar la urbe como ente productivo y funcional,
higiénico y liberador. Entre sus obras se cuentan el Hotel Humboldt (1950), el
edificio se de la Electricidad de Caracas, la sede principal del Banco Central de
Venezuela, la Biblioteca Nacional y la Sede del Instituto Nacional de
Cooperación Educativa (INCE).
Por su lado, José Miguel Galia (1919) acude a los volúmenes como
funcionalidad, para identificarse con el llamado estilo internacional, y definir así
su trabajo en términos plásticos en relación íntima con el transeúnte. Entre sus
obras citaremos la Torre Polar en Caracas, el Teatro del Este, el Hotel Bella Vista
de Margarita y el proyecto de remodelación del Parque Los Caobos. Existe una
224

tendencia vernácula en arquitectura, llamada también populismo, basada en las


formas constructivas populares, como punto de recreación en torno a una
herencia nacional que pueda trabajar con elementos casi artesanales y a escala
pequeña. En tal sentido es notable el aporte de Fruto Vivas (1928), quien
además intenta incorporar vegetación al interior de la vivienda. Son dignos de
mención sus trabajos del Club Táchira (1960), el Hotel Moruno en el estado
Táchira o la Casa de Inocente Palacios. Luego desarrolla sus Tipologías,
tendientes a una arquitectura de corte ideológico; de aquí sus proyectos de
Árboles para vivir y su Vivienda de Judibana, en el estado Falcón.

Carlos Raúl Villanueva

Entre las corrientes arquitectónicas que empiezan a desarrollarse


paralelamente a las tendencias internacionales, pueden apreciarse arquitectos
como Jorge Castillo, Jesús Tenreiro y Gorka Dorronsoro. Jorge Castillo tiende a
configurar su múltiple actividad de investigador y artista para imbricar
elementos populares con vuelos imaginativos del espacio, sin prescindir de lo
tecnológico como factor de cohesión: su irregularidad y su aparente
contrariedad estilística son parte de una personalidad que conecta a la escultura
y demás experiencias estéticas a un espíritu heterodoxo y libre. Son dignas de
mención sus obras en el Parque Recreacional de El Conde en Caracas, la Casa
Mara, la Casa Gomero, ejemplos de integración de las artes, así como las
Ciudades Móviles de Vivienda y el Museo de Arte de Valencia.
Jesús Tenreiro (1936) participa de una reacción contra los principios
productivistas y más bien intenta llenar de “arte” sus significantes
arquitectónicos, mientras Gorka Dorronsoro (1939) retoma las enseñanzas del
maestro Villanueva y vindica una posición de plasticidad, de transparencias
que se vuelven conceptos puros y hasta alegóricos de las figuras o las formas.
Otros arquitectos notables de esta generación son Marco Miliani, Rafael Loreto,
225

Gustavo Wallis, Max Pedemonte, arlos Eduardo Gómez, Jimmy Alcock, Diego
Carbonell, Graciano Gasparini, Gustavo Legorborou y Enrique Siso.

Voces poéticas de la vanguardia

Enriqueta Arvelo Larriva

El último gran modernista de Venezuela, Alfredo Arvelo Larriva (1883-1934)


abre camino a otras variantes poéticas, incluyendo a las de su hermana
Enriqueta Arvelo Larriva (1901-1963), poeta que da jerarquía al paisaje del
llano, interiorizándolo en libros como El cristal nervioso (1941), Mandato del canto
(1942), en los cuales aflora lo femenino sin complejos sociales o morales. Poetas
notables de esta generación son Luis Barrios Cruz, Roberto Montesinos,
Fernando Paz Castillo, Andrés Eloy Blanco y Jacinto Fombona Pachano, ya
citados antes, que en cierta forma abrieron el camino a los poetas del grupo
Viernes (1937), en cuya revista se dio cabida a diversas tendencias de la lírica
mundial. Por ejemplo, Ángel Miguel Queremel (1899-1939) venía de recoger
ciertos ecos hispánicos en Barro florido (1924). Los otros poetas notables de
Viernes son Luis Fernando Álvarez (1900-1952), José Ramón Heredia (1900-
1987), Pablo Rojas Guardia (1909-1978), Otto De Sola (1912-1975), Vicente
Gerbasi (1913-1993) y Pascual Venegas Filardo (1911-2002).
Luis Fernando Álvarez destaca por su especial visión de la muerte y del
amor, de tintes macabros o dantescos, presentes en sus libros Soledad contigo
(1938), Vaivén (1936) y Portafolio del navío desmantelado (1937). De José Ramón
Heredia es visible su imaginería surreal (Gong en el tiempo, 1941; Maravillado
cosmos, 1950).
226

En Rojas Guardia advertimos una alucinada impronta del trópico y un


profundo psiquismo, tal en obras como Algo del mar y del pan caliente (1968) y
Trópico lacerado (1945).
En Vicente Gerbasi el paisaje infantil se transforma, gracias a una suerte
de sinestesia, en un viaje que nos revela la plenitud del ser, y al mismo tiempo
cómo ese paisaje se aúna a la reflexión interior en los libros Mi padre, el
inmigrante (1945), Los espacios cálidos (1952) o Retumba como un sótano del cielo
(1977). Gerbasi supo hasta el final de sus días ir enriqueciendo su universo con
otras obras entre las que se cuentan Edades perdidas (1981) y Los colores ocultos
(1985).
En Otto de Sola lo poético se mueve entre el impulso visionario y el
arraigo terrestre, con notable presencia de lo rítmico; ello se nota en De la soledad
y las visiones (1940) y El desterrado del océano (1952). Por supuesto en esta época
hay que destacar al lado de los viernistas a Alberto Arvelo Torrealba (Cantas),
Manuel Felipe Rugeles (Aldea en la niebla), Héctor Guillermo Villalobos (Jaguey),
José Parra (Velámenes), Pedro Antonio Vázquez (Moradas del olvido), Manuel
Rodríguez Cárdenas (Tambor). Poeta de estirpe hispana es Juan Beroes (1914-
1974), con claro dominio de los metros clásicos como vemos en sus libros Clamor
de la sangre (1943) y Prisión terrena (1946), Luis Beltrán Guerrero (1914-1996)
domina igualmente los motivos clásicos y modernistas en Posada del ángel (1954)
y Perpetua heredad (1965).
Pedro Francisco Lizardo (1920-2001) se mueve entre lo elegíaco y lo
descriptivo (La viva elegía, 1943; Los círculos del hombre, 1959). Juan Liscano (1914)
interroga al mundo desde el erotismo y el papel trascendente del hombre en la
historia (Nuevo mundo Orinoco, 1959; Cármenes, 1966; Myesis, 1982).
Elisio Jiménez Sierra (1919-1995), cuya obra poética describe un mundo
que va desde los temas de lo pagano en la antigüedad clásica hasta lo bíblico,
pasando por una evocación de la infancia en la aldea natal, sin olvidar su
carácter festivo-dionisíaco (Archipiélago doliente, 1942; Sonata de los sueños, 1950;
Los puertos de la última bohemia, 1975) con mucho de nostalgia marina. Pálmenes
Yarza en sus obras Espirales (1942) y Ara (1950) posee una gran densidad
ontológica.
Muchos escritores reaccionaron contra los “viernistas”, como Liscano y
Miguel Otero Silva (1908-1985), quien cultivó una poesía de corte humorístico,
de mucho arraigo con el léxico venezolano (Agua y cauce, 1937). Otero Silva es
autor de una obra novelística de relieve, que incluye los títulos Casas muertas
(1955), Cuando quiero llorar no lloro (1970), y La piedra que era Cristo (1984). Su
narrativa se mueve entre lo social y lo testimonial, prefiere el mundo objetivo
que el psicológico.
227

Abstraccionismo, informalismo y Nueva Figuración en nuestra pintura


Si retomamos ahora a los artistas realistas de nuestra pintura, vemos que
también intentan consagrar un espacio a la turbulencia interior. Gabriel Bracho
y César Rengifo --menos oníricos que Héctor Poleo— describen en sus formatos
gigantes ese vuelo fantasioso, aunque siempre vernáculo, de ver la realidad.
Observamos cómo desde los años 40 el tema pictórico es el de la Guerra
Mundial: el mismo que los mexicanos Diego Rivera y José Clemente Orozco y
David Alfaro Siqueiros plasmaron en sus murales. Y es justamente otro artista
mexicano quien da el primer paso significativo del mural a la figuración: Rufino
Tamayo. Él va a estimular a otra generación de artistas venezolanos: Virgilio
Trompiz, Armando Barrios, Julio César Lovaina, Manuel Osorio Velasco y
Rafael Rosales. Trompiz en sus inicios plasmó cierto esteticismo, después
reiterativo. También Albano Méndez Osuna, José Fernández Díaz y Pedro León
Castro abandonaban las propuestas del realismo social para iniciar una primera
etapa de valoración de la figura, al involucrar ciertas desproporciones que
habrán de ser valoradas como signos de contrariedad interior, antecedente
importante para la llamada Nueva Figuración. Esta será la tendencia, --junto a la
Abstracción— dominante en la escena plástica propiamente moderna. El
abstraccionismo geométrico, al incorporarse a la arquitectura, propició un
florecimiento de las formas sin precedentes, y entonces el arte monumental se
hizo eco de una hipotética necesidad masiva (ideológica), mientras que los
figurativos sólo parecían abogar por la individualidad, por una soledad íntima
indemostrable al gran público. Se pronosticó entonces la muerte de la pintura
plana en aras de la dimensionalidad de los volúmenes geométricos.
Pero había la otra propuesta, la del Informalismo, como tercera vía de
interpretar la realidad a través del arte, por ejemplo, Alejandro Otero cultivó
siempre la heterodoxia de los géneros tanto en pintura como el collage, y
obtuvo luego su mayor reconocimiento con sus enormes esculturas, localizadas
en Caracas y otras ciudades del país y el exterior: entre éstas puede contarse la
serie de los Solaris, estructuras metálicas de grandes dimensiones. No obstante,
sus pinturas siguen proponiendo mensajes más cálidos.
Carlos Cruz Diez (1923) empezó como diseñador gráfico y estudió luego
las teorías científicas del color y la integración de las artes. Diseña vitrales de
algunos templos (Santa Teresa, en Caracas) y finalmente arriba al Cinetismo a
través de sus Fisicromías, estructuras cambiantes que proyectan el color en el
espacio, creando una atmósfera lumínica que cambia con la cercanía del
espectador. Sus relieves, módulos y murales revelan ésta penetración; así, sus
Cromointerferencias y Cromosaturaciones continúan esa voluntad de investigación
colorística que puede integrarse a la arquitectura.
228

En otra arista del cuadro cinético está Jesús Soto, que con la coherencia
de su trabajó llevó al arte de geometrías a un nivel de resolución inmejorable: su
movimiento, su parquedad expresiva, --con el color o sin él— en pequeños o
grandes formatos nos hablan con un lenguaje nuevo que le han colocado en la
cima del arte de vanguardia. Sus Lluvias y sus Penetrables son obras famosas.
Mercedes Pardo logró niveles formales impecables con su investigación
sobre el color y la composición geométrica. Otros artistas geométricos de
importancia son Víctor Valera, Rafael Martínez, Michelle Bernard, Juvenal
Ravelo y Manuel Pérez.
En lo concerniente a la figuración, Jacobo Borges (1931) se destaca por su
alto nivel de fuerza humana. Su obra temprana, sobre todo en las décadas de los
años 70 y 80, resume algunos de los mejores contenidos del hombre en la urbe,
enfrentado a la paradoja del existir cotidiano. Sus personajes pueden ser
agresivos o tiernos, derrotados o confiados en otros órdenes vitales como los
que se exponen en las obras Los novios, Los traidores, La farsa, Humilde ciudadano.
Sus atmósferas ofuscantes y su sobriedad colorística le señalan como un
adelantado de la figura. También en la producción de estos años existe una
tremenda ironía política que insiste en presentar lo grotesco del poder, del
espectáculo burgués en un mundo de injusticia social. En un sentido aún más
dislocado de la figura se encuentra la obra de Alirio Rodríguez, plasmada al
encuentro del movimiento y la transfiguración corporal, miembros aislados que
surgen del vértigo móvil, de un angustioso afianzarse al presente. Asimismo
Francisco Bellorín, Vladimir Zabaleta, Omar Granados, Alirio Palacios y
Vladimir Puche asoman a un nivel distinto de la expresión figurativa, sobre
todo Alirio Palacios, quien le imprime a su mundo telúrico una buena dosis de
magia, también con el dibujo y el grabado. Régulo Pérez y Pedro León Zapata
ponen toda su carga de humor negro para ridiculizar a los oligarcas y
burócratas, en dibujos y pinturas de visos políticos. No olvidemos que estos
artistas se movieron en un afán de lucha política de ideales revolucionarios, y se
cotejaron con los distintos movimientos económicos y sociales de entonces.
Otros adelantados en el género de la figuración son Emiro Lobo, Jorge Pizzani,
Edgar Giménez Peraza, Vladimir Puche, Felisberto Cuevas, Pablo Moncada,
Javier Ferrini, Edwin Villasmil, Freddy Pereira, Felipe Herrera, Francisco
Massiani, Octavio Russo, Antonio Lazo, Maricarmen Pérez y Rafael Campos.
En otro sentido, Oswaldo Vigas y Manuel Espinoza consiguen expresar
cabalmente el mundo americano. Vigas con sus Brujas y Espinoza con
admirables metamorfosis de formas vegetales. Pero es Mario Abreu quien logra
gracias a sus dibujos de selvas y esculturas llamadas por él Objetos mágicos,
quien expresa de una forma más original y osada el mundo americano, los
mitos y alegorías de Venezuela. De sus pinturas citaremos el célebre Toro
229

constelado. En este arte de los objetos también debemos citar a Miguel Von
Dangel, Margot Romer, Gabriel Morera, Max Pedemonte, Elsa Gramcko, Víctor
Hugo Irazábal y Henri Franceschi. Este último, con sus ensamblajes poéticos
indaga en lo moderno retomando elementos del arte arcaico y religioso.
De los pintores informalistas algunas de las expresiones más acabadas
son seguramente las de Francisco Hung (1937) y las de Carlos Hernández
Guerra (1939). Hung disfrutó del reconocimiento general de su época con sus
Materias flotantes constituidas por gestos y formas genésicas en el espacio;
incorporó además el tachismo y las caligrafías en una sola estética en pequeños
y grandes formatos, merced a una buena mixtura volcánica de lo orientalista y
lo americano.

Francisco Hung

Hernández Guerra, por su parte, acude al paisaje para transfigurarlo con su


movimiento gestual, que irrumpe de súbito en medio de la uniformidad del
cielo o la flora, como si fuese una realidad trastocada. En otra búsqueda anduvo
Mateo Manaure, que en su serie titulada Suelos de mi tierra logra una serie de
texturas asombrosas, perfectamente ambientadas en la temperatura del trópico,
lograda a través de un trabajo hondo sobre los colores primarios y la luz. Una
década más tarde, en la serie de sus Cubisiones, intenta más bien integrar al cubo
como elemento geométrico dotándolo de sugerencias eróticas, que se mueven
entre lo gráfico y lo puramente plástico.
En 1960 Juan Calzadilla, dedicado intensamente a la crítica profesional
de arte, da paso al artista que reflexiona sobre la corriente en la cual quiere
tomar partido: el informalismo. Redacta entonces el manifiesto de Los Espacios
Vivientes, propugnando una anti-didáctica que, en su afán de teorizar sobre el
230

arte nuevo o pobre, devino luego en los juegos del automatismo psíquico
surrealista, que se hallaban próximos al hecho literario. Y es precisamente El
techo de la ballena el grupo que, con sus manifiestos y panfletos, determinó estas
alianzas. Los propios dibujos de Calzadilla son una incursión entre el
informalismo y la escritura, entre las figuras retorcidas y las grafías.
El crítico uruguayo Ángel Rama, que vivió largos años en Venezuela
advirtió rasgos informalistas en la narrativa de Salvador Garmendia e hizo
reflexiones sobre este movimiento de El Techo de la Ballena. Artistas
fundadores como De Kooning, Pollock o Dubuffet, se habían hecho sentir en
este terreno en Europa y los Estados Unidos, así como el escritor André
Malraux en Francia, que también trató de acoplar ambas experiencias estéticas.

Ennio Jiménez Emán

De los más jóvenes de entonces, Ennio Jiménez Emán (1952) con la serie
de sus Grafías y signaturas inicia un ciclo de investigación sobre el cuerpo del
lenguaje, para perfilarse como uno de los más serios en este género, aunque ya
antes se había hecho acreedor de reconocimientos en las formas del collage y el
arte conceptual.
Muchos artistas anteriores habían recorrido los caminos del
informalismo mucho antes, tal es el caso de Luisa Richter (1930), que se apegó a
las texturas donde se captaban zonas geológicas, rocas, farallones, desiertos,
que eran pretextos para extraer de ellos estos signos y gestos. En este dominio
de las artes gráficas tanto Richter como Teresa Casanova y Luisa Palacios han
pisado con pie firme en el grabado, junto al artista Omar Granados. Asimismo
Eliana Sevillano venía cultivando un singular abstraccionismo sobre la base de
transparencias, que había hecho sentir en sus exposiciones de los años 60 en la
Galería caraqueña El Círculo del Pez Dorado: tendencia que desarrolló
posteriormente hasta sus últimas consecuencias, para entregarnos obras con un
gran domino del color y las transparencias, dentro del ámbito del
abstraccionismo.
231

Otro artista que dentro de esta tendencia imprime relieve a las materias
gracias a su dominio del color es Humberto Jaimes Sánchez (1930), quien en su
exposición titulada Los muros blancos de la lluvia causó conmoción en el ambiente
plástico.
Otros artistas notables en nuestro medio para éste época fueron Elsa
Gramcko, Manuel Mérida, Carmelo Niño, Mauro Mejías, Emerio Darío Lunar,
Macario Colombo, María Zabala y Marisol Escobar. Ésta última una genuina
representante del arte pop venezolano. Ella logró crear hermosas esculturas de
gran rigor conceptual donde se mezclan los principios dadaístas, surrealistas y
objetualistas. De su producción se recuerdan La Gioconda, y su exposición Los
americanos de 1963, cargada de gran sentido del humor y de sátira social.
Todas estas son tendencias que se proponen, desde o en contra de la
voluntad social o la vivencia apremiante, imprimir un modo diverso de recrear
el mundo o de fundar una mirada nueva, ingenua o mordaz, contaminada o
prístina, sobre esa circunstancia misteriosa que hemos bautizado con el limitado
nombre de realidad.

[1998]
232

LA FILOSOFÍA VENEZOLANA Y SU
LUGAR EN LATINOAMÉRICA

Augusto Mijares

El centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos acaba de reeditar


una obra importante para la consideración del hacer filosófico en América
Latina. Se trata de la edición del volumen Filosofía y cultura latinoamericanas
(2014)18 del escritor mexicano Leopoldo Zea (1912-2004), cuya primera entrega
se había efectuado en el año de 1976, cuando la Fundación Celarg publicó una
serie de once artículos donde el profesor Zea ofrece de manera clara una
relación histórica de las ideas en América Latina. Es una claridad que lleva
implícita varios méritos, entre ellos el de la síntesis, y el de ponernos, sin
retórica, frente a algunas de las principales ideas y obras surgidas en nuestros
países desde el siglo XIX, y nos permite acercarnos a estas obras mediante
ensayos breves y sustanciosos, donde no se desperdician palabras para citar
oportunamente textos indicadores de espacios fundamentales de nuestro
pensamiento. Llama la atención que en el prólogo a dicha obra –fechado en
1974— Zea diga al final que “ninguna otra nación, como la venezolana, está
18
Leopoldo Zea, Filosofía y cultura latinoamericanas, Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos
Rómulo Gallegos, Prólogo de Carmen Bohórquez, Cantaclaro. Más de 40 años de creación cultural,
Colección Argumentos, Caracas, 2014, 310 pp.
233

abocada a realizar un nuevo gran esfuerzo en tal sentido”, es decir, que


Venezuela se encuentra en la conciencia de las medulares relaciones que
guardan nuestros pueblos entre sí, relaciones que han de hacerse conscientes
para que puedan funcionar como instrumentos vitales para una auténtica
integración latinoamericana.” El concepto, la palabra conciencia, es aquí el centro
de esa reflexión que lleva a cabo el filósofo mexicano para explorar este
fenómeno.
Nos dice Zea que hemos practicado una “filosofía de urgencia”, que ha
tenido que tomar prestados los filosofemas a sistemas que no siempre traducen
lo que en ellos se quiere expresar, lo cual ha llevado a considerar el “carácter
utilitario y provisional de este préstamo” por parte de los filósofos de América
sajona, pasando por encima de los de América ibera, quienes se hallan en una
situación similar a los nuestros. El primer rasgo es el abocarse a problemas
concretos, a asuntos urgentes, tanto económicos como políticos y sociales, que
han impedido una “madurez” de nuestra filosofía, lo cual no debe tomarse
necesariamente como un signo de inferioridad. Para ello, Zea echa mano de las
ideas de un conjunto de filósofos para ilustrar estas diferencias, en tanto “el
pensar y el actuar al mismo tiempo” conforma una de las primeras
características de nuestro filosofar; mientras otra sería la señalada por el
eminente pensador argentino Juan Bautista Alberdi, cuando en 1842 nos refiere
que vamos a estudiar “no la filosofía aplicada a la teoría de las ciencias
humanas, sino la filosofía aplicada a los objetos de un interés más inmediato; en
una palabra, la filosofía política, la filosofía de nuestra industria y riqueza, la
filosofía de nuestra literatura y la filosofía de nuestra religión y nuestra historia,
así como la filosofía de las necesidades sociales de nuestros países”.
También es de hacer notar la contraposición del academismo a esta
actitud de una filosofía de la acción y la urgencia; un academismo al que se
sumaron muchos de manera imitativa de lo europeo, lo cual iría definiendo
nuestro modo de filosofar en el contexto general de occidente, para convertirlo
en tarea común a la gran mayoría de filósofos de la cultura en general. Antes de
entrar en el ensayo cuarto de su volumen, “La filosofía contemporánea en
Latinoamérica” y así dar continuidad a estas ideas, Leopoldo Zea se detiene a
señalar algunos rasgos de lo que él llama “El problema cultural ibero” en
función con la idea de marginalidad de los pueblos iberos respecto a los demás
pueblos occidentales como Inglaterra, Francia, Holanda y Estados Unidos, y el
expansionismo que éstos crearon para infundir un retardo del mundo ibero en
relación al resto de Europa, situación que también comparte con América Latina
desde el siglo XIX, y lo define como “el problema de la incorporación de sus
pueblos a esa universalidad encarnada en el mundo creado por la acción
occidental”, con lo cual este concepto de “universalidad” debe ser asumido
234

como problema, donde el progreso y la historia se presentan en cierto modo


como ilusiones, lo mismo que lo nacional. Y en este sentido, se van produciendo
una serie de fenómenos como el de la conciliación de la realidad con el deseo,
del pasado con el futuro, y de cómo la ciencia fue vista por el ibero como algo
más que una simple capacidad técnica.
Justo sobre este fenómeno de lo ibero sería oportuno detenerse un poco,
aprovechando las ideas de Carmen Bohórquez, prologuista del volumen que
comentamos, cuando anota que Zea considera “toda la historia del continente
americano como una, la misma historia de la Península Ibérica (…) para Zea
América Latina forma parte indisoluble del mundo ibérico, al extremo de
entender que es uno y el mismo destino, lo que le impide quizá explorar otras
vías de clarificación de la identidad americana que pudieran haber llevado a
resolver más rápidamente el problema de la autenticidad del pensamiento
producido en Nuestra América.” Señala asimismo Bohórquez que “los tres
siglos de dominio imperial de España sobre América, o como fue aniquilada la
presencia cultural indígena y los aportes que soterradamente introdujo la
presencia africana deben ser tomados en cuenta en este proceso”. Ello es tan
cierto, que coincidimos con ella en el momento de considerarlo una debilidad
en el discurso de Zea, así como la “supra valoración del hombre de la
metrópoli, a quien atribuye una generosidad de espíritu incompatible con
cualquier pretensión hegemónica” son elementos señalados por Bohórquez que
ayudan a despejar el discurso contemporáneo sobre la filosofía latinoamericana,
así como a contemporizarlo con nuevas aportaciones, como por ejemplo las
luchas antiimperialistas actuales, el principio de autodeterminación de los
pueblos y la plena libertad, mirados desde los puntos de vista considerados
modelos a imitar por parte de nuestros pueblos: Francia y Estados Unidos.
Fenómeno al que nuestro filósofo José Manuel Briceño Guerrero llama “la
identificación americana con la Europa segunda”: en este caso Francia tenida
como modelo de futuro; luego vendría ese afán imitativo del progreso de
Estados Unidos, y la posterior pleitesía a su tecnología, lo cual ha compuesto
un nuevo fenómeno que Ludovico Silva ha llamado la plusvalía ideológica y
constituye a su vez otra de las formas de la alienación.
Todo ello conforma una nueva realidad donde no pueden dejarse de lado
las llamadas minorías étnicas, el indio; el negro afroamericano, las mujeres, los
mestizos, los sexodiversos, los marginados. Esto es tan cierto que nos urge a los
latinoamericanos construir una nueva espiritualidad a partir de este legado, con
los aportes de la mitología aborigen tanto en países como México, Perú o
Bolivia, tocados con el ancestro azteca, maya o inca, mientras en Venezuela o
Colombia, (donde no contamos con monumentos arquitectónicos que den
cuenta de estos importantes símbolos y mitos) por ser los pueblos caribes
235

fundamentalmente nómadas, tenemos en cambio los legados mitológicos,


simbólicos y lingüísticos de los pueblos caquetíos, jirajaras, arawacos, wayús,
waraos, pemones o ayamanes, y las comunidades negras de las culturas
provenientes de África, para así poder estructurar nuevos modelos de
convivencia basados en lo espiritual y lo cultural, y sobre esta base diseñar
luego lo social, lo político y lo económico.
Mientras nuestra vida social y política siga guiada por los modelos
neoliberales y capitalistas, no podremos arribar nunca a una nueva filosofía ni
concepción del mundo, justamente porque en el capitalismo lo material y lo
económico pretenden imponerse como bases de la cultura, sin lograrlo.
Justamente ahora vivimos una suerte de colapso económico-político causado
por el fenómeno de la globalización industrial, que ha homogeneizado las
necesidades humanas mediante símbolos ideológicos construidos sobre la base
de ganancias económicas, principalmente. Nos debemos entonces una nueva
reflexión sobre nuestros mundos indígenas y afrodescendientes.
Surge aquí también la idea del hombre liberal aspirando siempre a hacer
de todo algo moderno: un mundo moderno, un hombre moderno. Esta obsesión
por la modernidad prefiere los modelos franceses, ingleses o norteamericanos,
que niegan nuestra identificación con España al asociar el desarrollo al nuevo
concepto de imperio como empresa supranacional; a este respecto se cita a
Pedro Laín Entralgo cuando considera a España no precisamente una nación,
sino un “imperio católico”, en la reflexión que lleva a cabo en su libro España
como problema (1858).
Es inevitable hacer aquí una acotación en lo referente a la noción de
futuro, un futuro proyectado en un progreso sin fin que dio origen al
positivismo, y con éste a una tendencia que ve a la ciencia con una fe ciega que
da origen a un progreso maniqueísta muy peligroso, pues nos hace caer en el
esquema liberales / conservadores, en una lucha basada en la destrucción del
adversario, y esto nos proyecta en una guerra civil permanente, y a su vez se
van creando terrenos propicios para el despotismo como método, y del
autodevoramiento de los pueblos. El despotismo ilustrado sirvió para reducir la
anarquía, pero a la vez imposibilitó la organización social de los pueblos. Me
parecen muy importantes estas aclaratorias de Zea sobre el mundo ibero, pues
sin la comprensión de éste nos sería imposible comprendernos: entre ellos se
encuentra la tendencia a romper con lo pasado, a dar saltos mortales del pasado
al futuro sin un hilo de continuidad, lo cual daría como resultado una falta de
conciencia de sus limitaciones, es decir, muchas veces aspiramos a ser
universales y actuamos como tales, cuando en el fondo carecemos una base
moral sólida para dar ese salto, imitando a otros. Me gusta cómo Zea se refiere a
este falso anhelo de universalismo: “Ya no más el universalismo donado por el
236

occidente sino el universalismo que da la conciencia de formar parte de una


comunidad más amplia que la puramente nacional u occidental”.
Después de hacer un repaso por la filosofía en México de mano de José
Vasconcelos (en La raza cósmica) y de Samuel Ramos (en Perfil del hombre y de la
cultura en México) cuyas obras son hitos en torno a la realidad mexicana y
americana, Leopoldo Zea realiza una segunda inmersión en el tema a través de
los ensayos “Precursores del pensamiento latinoamericano” y “La filosofía
contemporánea en Latinoamérica”. En el primero de ellos Zea lleva a cabo una
síntesis brillante acerca de nuestros primeros pensadores, con las debidas citas y
acotaciones originales de éstos, desde el uruguayo José Enrique Rodó (1871-
1917) y sus obras El que vendrá (1897) y Ariel (1900), en quien Zea señala una
doble directriz en el pensamiento latinoamericano: decepción y esperanza, y
estos expresados de manera notable: “Decepción frente a un pensamiento que
ha fracasado a lo largo del siglo que termina; esperanza frente a un futuro que
se abre en el horizonte. Un futuro cargado de la expresión del fracaso, ya
consciente de un pensamiento que, en vano, trató de borrar el pasado de una
cultura impuesta para adoptar otra que resultaba violentamente extraña”.
Dentro de este orden de ideas nuestros pensadores comienzan a urdir
sus reflexiones, a saber: Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) en Argentina,
con su Civilización y barbarie; en Chile Francisco Bilbao (1823-1865) con su
Liberalismo y catolicismo; en México José María Luis Mora (1794-1850) con
Progreso y retroceso.
Las ideas de acción política, conservadurismo, progreso, emancipación,
educación o reforma fueron tomando cuerpo en filósofos como el argentino
Juan Bautista Alberdi (1810-1889) quien señala que cada país “ha dado
soluciones distintas a los problemas del espíritu humano”, mientras el cubano
José de la Cruz y Caballero (1800-1862) consideró que “el idealismo europeo
más bien podrá dañar que beneficiar nuestro suelo” en la empresa de superar el
nefasto orden colonial a través de nuevas formas de convivencia, justamente
implementando una filosofía de la emancipación. Y por supuesto la ya citada
tendencia positivista encarnada en pensadores como Gabino Barreda (1818-
1881), Justo Sierra (1848-1912), el maniqueísmo del argentino Domingo Faustino
Sarmiento, y en menor grado, en los uruguayos Carlos Vaz Ferreira (1872-1959)
y el mismo José Enrique Rodó, quienes participaron de esta tendencia que fue
lentamente repudiada debido a su concepción clasista y elitista de la sociedad;
así como aquellas opuestas al positivismo y al avance desmedido de la era
industrial, como las del chileno Francisco Bilbao, quien previno a Latinoamérica
de los Estados Unidos, de quienes dice que “han caído en la tentación de los
titanes, creyéndose árbitros de la tierra y aun los contendores del Olimpo”.
237

En esta apretada relación de filósofos aparece la figura de José Martí


(1853-1895), quien corrige a Sarmiento diciendo que “no hay batalla entre la
civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”. Es
justamente mediante el lúcido pensamiento de Martí de donde surgen ideas
cenitales para la comprensión del siglo XX, y las de Rodó siguen teniendo
vigencia, al afirmar que el pueblo de los Estados Unidos “vive para la realidad
inmediata del presente, y por ello subordina toda su actividad al egoísmo del
bienestar personal y colectivo”. Por supuesto vuelven a asomar las ideas de José
Vasconcelos en torno a la raza cósmica (que a su juicio ha sido relegada e
inmovilizada) y dan origen a ideas renovadas como las del peruano Manuel
González Prada (1848-1918) quien sostiene que los indígenas pueden ser la
salvación de estas tierras amenazadas por la ambición de razas que fundan su
grandeza en la destrucción de otras. En este punto hay que hacer honor a las
ideas de González Prada, reconociéndoles una vigencia impresionante para el
mundo de hoy, al vindicar el mundo del indio; es él, precisamente, quien crea el
término Indoamérica, y en este sentido habría que otorgarle un completo
reconocimiento, pues ha hecho una vindicación del mundo indígena que ha
permitido el afianzamiento de los acercamientos contemporáneos al tema, sobre
todo dentro del marxismo y las distintas tendencias anti-raciales, como en el
caso de los pensadores José Carlos Mariátegui en el Perú y en Venezuela de la
mano de importantes investigadores del folklore y de los mitos aborígenes y
africanos como Gilberto Antolínez (1908-1986) o Miguel Acosta Saignes (1908-
1989) en el terreno de la antropología cultural y la etnología, que otorgan un
valor de primer orden al mundo del indio. Antolínez hizo contribuciones
importantes al estudio de nuestros mitos indígenas en sus libros Hacia el indio y
su mundo (1946), Síntesis de las características de la tribu Yaruro (1974) y en sus
artículos recogidos póstumamente en obras como Los ciclos de los dioses (1995) y
El agujero de la serpiente (1998). Lo mismo, Acosta Saignes en sus libros Los
caribes de la costa venezolana (1946) Notas sobre el problema indígena en Venezuela
(1948), Las Turas (1949), Estudios de etnología antigua de Venezuela (1954) o Las
cofradías coloniales y el folklore (1955).
González Prada nos dice: “Al indio no se le predique humildad y
resignación, sino orgullo y rebeldía” (…) “El indio recibió lo que le dieron;
fanatismo y aguardiente” (…) “El indio se redimió merced a su esfuerzo propio,
no por la humanización de sus opresores”.
A su vez, el enfoque marxista de Mariátegui nos permite concluir que el
problema respecto al desarrollo de América no es un problema racial sino un
problema económico, surgido de la dominación de un conjunto de pueblos a
través de feudos que destruyeron el propio orden de los indígenas, rebatiendo
la tesis etno-racial, asunto también rozado por el peruano Francisco Miró
238

Quesada (1918), mientras en Argentina Ezequiel Martínez Estrada (1895-1965)


contribuye a echar por tierra la tesis de Sarmiento, y Héctor Álvarez Murena
(1923-1975) hace lo mismo: “Sarmiento, con su anti-hispanismo y su admiración
por Estados Unidos, ilustra desaforadamente esta necesidad. Su vehemencia
parricida, su presunción de inmortalidad era tal, que sólo quería liquidar toda
vigencia de España en la Argentina, sino que aspiraba a conformar el país
según otro país americano”, nos dice Murena. Justamente, en Argentina surgió
una nueva generación de pensadores que rechazan esta posición civilizatoria a
ultranza, viendo más bien que ésta ha permitido una división vertical en la
Argentina que considera a Buenos Aires como una zona civilizada, y al resto del
país, subdesarrollado; cuestión que puede ser observada como un fenómeno
político cuando es derrocado en Argentina al presidente constitucional Hipólito
Irigoyen por una casta militar que propició las subsecuentes dictaduras en ese
país, como las del general Videla, que violaron los derechos de la mayoría y
sumieron al país en un baño de sangre y terror. Lo mismo se vería en el caso de
Chile con el general Augusto Pinochet. Y en este sentido, tales pretensiones
civilizatorias en la Argentina revelarían lo contrario: un subdesarrollo moral y
social. No están referidos en el texto de Zea los regímenes autoritarios de Juan
Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez en Venezuela.
Pero sigamos con Argentina. Ésta representa en cierto modo buena parte
de lo que sucede en el resto de América, con un autoritarismo militar que
rechazan sus pensadores y filósofos, como son los casos de Eduardo Mallea,
Jorge Luis Borges o Leopoldo Marechal. Mientras tanto, en México se
desenvolvía la llamada Generación del Ateneo a la que pertenecen José
Vasconcelos, Antonio Caso y Alfonso Reyes, quienes proponen “mexicanizar el
saber” en el sentido de hacerlo propio y “recurriendo a toda fuente de cultura,
brote de donde brotare”. Al americanizar la cultura y tener a Latinoamérica
como un crisol de culturas para formar un hombre puro, nos diferenciaríamos
de una cultura de diletantes de torre de marfil, proponiendo una cultura abierta
a todos, diferenciando esto del nacionalismo político y haciendo hincapié en un
nacionalismo espiritual, según el decir del dominicano Pedro Henríquez Ureña:
“El hombre universal con que soñamos, a que aspira nuestra América, no será
descastado, sabrá gustar de todo, apreciar todos los matices, pero será de su
tierra, su tierra y no la ajena”. Mientras que Alfonso Reyes fustiga la falta de
originalidad: “Ni Sancho ni Quijote, ni grillete que impida andar, ni explosivo
que desbarate, sino ánimo firme y constante de lograr algo mejor (…)
fustigando los complejos de inferioridad de los latinoamericanos que se dolían
de no parecerse a los hombres de otros pueblos. Esa costumbre que tenemos de
estarnos comparando en negativo con otros países, como lo sostiene Ureña en
su ensayo “Notas sobre la inteligencia americana”, donde anota otros de esos
239

rasgos negativos: inseguridad, inmadurez e improvisación aunadas a las


disyuntivas maniqueístas: individualismo / cosmopolitismo; americanismo /
hispanismo; barbarie / civilización; pasado / futuro, que, lejos de ayudar, nos sumen
en la duda o en la dispersión e impiden vernos como unidad, donde ser
americano es como un fatum : “haber nacido y arraigado en un suelo que no sea
el foco actual de la civilización, sino una sucursal del mundo.” Sin embargo,
Reyes es optimista cuando denuncia lo supersticioso y lo postizo, lo cual impide
la realización de lo propio. De ahí que sea posible asimilar la propia historia
para reconocer nuestro derecho a la ciudadanía universal. Zea culmina su
ensayo con este exhorto de Reyes: “Hemos alcanzado la mayoría de edad. Muy
pronto os acostumbraréis a contar con nosotros”

II

Con todo y lo completo que pueda ser este recorrido de Zea, ha faltado en él,
creo, la parte correspondiente a Venezuela, país que cuenta desde el siglo XIX
con un buen número de pensadores y forjadores de la nacionalidad.
Empezamos por supuesto con el propio Simón Bolívar (1783-1830), quien forjó
en el conjunto de sus cartas uno de los pensamientos más sólidos en nuestro
devenir como pueblos. Son numerosos sus textos. Entre ellos destacan Discurso
de Angostura (1820), Discursos y proclamas (1895), Carta de Jamaica, Ideas políticas y
militares (1811-1830) y Decretos (1813-1828), donde están fijadas las ideas de
nuestra independencia como pueblo y la filosofía fundamental de la
venezolanidad. Por supuesto, la obra de Andrés Bello (1781-1865) y de Simón
Rodríguez (1769-1854), maestros ambos de Bolívar con una obra tan diferente la
una de la otra, como sustancial en la formación de nuestro primer humanismo,
donde están presentes las ideas alusivas al despertar de los pueblos americanos,
y acrisolaron buena parte de las ideas integradoras de su predecesor Francisco
de Miranda (1750-1816) quien buscó siempre razones, dentro y fuera del país,
para hacer realidad el sueño de una América unida, más allá de los coloniajes y
las opresiones de las coronas europeas. En París (1797) presidió una junta de
diputados americanos independentistas, y en Londres se unió a Bolívar, con
quien llegó a Venezuela en 1810. En sus memorias y diarios testimonió de
todas sus ideas independentistas y sus profusas lecturas filosóficas de clásicos
europeos que inspiraron sus ideas.
Mientras tanto, la obra de Simón Rodríguez pudiera ser considerada
como la primera tentativa filosófica de nuestra educación. De hecho, esto se
advierte en sus estudios Sociedades americanas (1828), Luces y virtudes sociales
(1834) o en Inventamos o erramos. Son tan avanzadas las ideas de Rodríguez
240

sobre la educación, que siempre parecen de vanguardia y pueden servir para


una renovación permanente de la didáctica. Mientras Andrés Bello y Rafael
María Baralt se distinguieron por sus estudios gramáticos y por haber cumplido
con la ardua labor de componer los primeros elementos de la gramática
americana. En el caso de Bello, con sus obras Gramática castellana para uso de los
americanos (1847), sus Estudios literarios sobre la métrica de la lengua castellana
(1835), para luego acometer el reto filosófico en su obra La filosofía: teoría del
entendimiento (1843), donde prefigura la moderna teoría del conocimiento, y en
su importante Anatomía cultural de América (1848). En su obra literaria busca
vindicar el paisaje y la geografía americanos en contacto con el hombre en su
poema Silva americana a la agricultura de la zona tórrida (1863), donde dispone lo
mejor de su arsenal neoclásico para escribir el primer gran poema de Venezuela
y uno de los más osados en la América. El humanismo de Bello, por su gran
aliento regenerador, ha sido comparado con el humanismo de Goethe en
Europa; mientras sus Principios de Derecho Internacional (1846) y sus Aportaciones
al Código Civil de Chile forman parte fundacional de la jurisprudencia de
América. Bello nunca dejó de filosofar y de pensar sobre la tierra americana.
Rafael María Baralt (1810-1860) también hizo aportes notables a los
estudios de la lengua o la historia en sus obras Resumen de la historia de Venezuela
(1841) y Programas políticos (1849) o de hacer observaciones sobre política y
filosofía de la historia. Recordemos que, no en vano, Baralt fue el primer
hispanoamericano en ocupar un sillón en la Real Academia Española de la
Lengua, en 1853.
Pero quien más practicó una filosofía de urgencia sobre la base del
ejercicio del periodismo fue Juan Vicente González (1810-1866) quien a través
de una visión romántica del mundo supo impregnar su prosa de las ideas más
elevadas sobre la nacionalidad, cuestión advertible en su obra maestra Biografía
de José Félix Ribas (1891) en la que González aprovecha para hacer una evocación
de la época de la guerra en Venezuela con visos de novela, y al mismo tiempo
tomando elementos del ensayo de reflexión sobre la naturaleza misma de la
venezolanidad, el cual constituye uno de los más apasionados textos de filosofía
de la historia nacional.
En ese siglo XIX florecen asimismo los intérpretes de la gesta
emancipadora de la independencia en un Fermín Toro (1806-1865) o un Cecilio
Acosta (1818-1881). En Toro apreciamos a un temperamento especialmente
lúcido en el momento de observar su momento histórico, sobre todo en el plano
político, sociológico y cultural, donde además muestra sus admirables dotes de
orador. La insaciable curiosidad intelectual y autodidacta de Toro lo llevó a
componer la primera novela venezolana (Los mártires, 1842) y el primer cuento
literario (La viuda de Corinto) y de haber desempeñado importantes cargos
241

diplomáticos en Londres y Bogotá, y como Ministro Plenipotenciario en España


y Francia, además de su actividad como profesor, periodista (colabora en los
principales diarios de la época como “El mosaico”, “El Liceo Venezolano” y “La
Voz del Patriotismo”) y literato. En él reconocemos, ciertamente, una de las
mentes más despiertas e inquietas de la filosofía venezolana. Su formación
autodidacta la cumplió en la biblioteca de su tío el Marqués del Toro. Desde
joven comienza a desempeñar cargos como Secretario de Hacienda. Sus escritos
políticos, jurídicos y sociales fueron reunidos casi todos en un libro con el título
de La doctrina conservadora (1880). Es célebre su texto Honras fúnebres consagradas
a los restos del Libertador Simón Bolívar (1844).
En Cecilio Acosta, en cambio, admiramos una voluntad pedagógica que
utilizó al periodismo para difundir sus bien urdidas ideas, tocadas por el influjo
neoclásico en bien de la prédica a los pueblos, estilo que suscitó la admiración
del propio José Martí, quien vino a Caracas a conocerle. En su brillante ensayo
Cosas sabidas y por saberse (1856) sus ideas sobre la realidad venezolana de su
tiempo se tienen como las de una reflexión esencial para nuestro país,
realizando un balance sobre los tópicos que de forma errada se estaban
ventilando en nuestros centros de estudio, especialmente en la Universidad de
Caracas. Sus ideas están esencialmente basadas en la educación popular y en el
trabajo creador, fundado en las normas morales del patriotismo y la honradez,
ejemplo para muchos venezolanos. También en sus estudios Influencia del
elemento político en la literatura dramática y la novela y en Las letras lo son todo
(1869), nos revela la sensibilidad del auténtico humanista. Su obra fue publicada
sobre todo en periódicos de su tiempo, tanto venezolanos como de otros países.
Sus escritos abarcaron la economía, la política, las ciencias jurídicas, la filología
y la literatura, además de sus recordados poemas “La Casita blanca” (1872) y
“La gota de rocío” (1878). Entre sus textos políticos destacamos Reflexiones
políticas y filosóficas de la sociedad desde su principio hasta nosotros (1846), Libertad de
imprenta (1846), Lo que debe entenderse por pueblo (1847), Los dos elementos de la
sociedad (1846), Situación política de Europa (1872), y Los partidos políticos (1877); en
el terreno jurídico tenemos su Legislación comercial comparada (1870) y La verdad
para todos (1855), mientras que en el terreno económico citamos Solidaridad de las
industrias (1880) y en el filológico Observaciones al diccionario que someto
humildemente a la Academia Española (1874). Uno de los primeros en reconocer el
elevado talento de Cecilio Acosta fue José Martí, quien se expresó así: “Sus
resúmenes de pueblos muertos son nueces sólidas, cargadas de las semillas de
los nuevos. Nadie ha sido más dueño del pasado (…) él exprime un reinado en
una frase, y en su esencia; él resume una época en palabras, y es su epitafio: él
desentraña un libro antiguo, y da en la entraña. Da cuenta del estado de estos
pueblos con una sola frase (…) era de esos que han recabado para sí una gran
242

suma de vida universal, y lo saben todo, porque ellos mismos son resúmenes
del universo en que se agitan (…) Lo que supo, pasma. Quería hacer la América
próspera y no enteca; dueña de sus destinos, y no atada como reo antiguo, a la
cola de los caballos europeos. Quería descuajar las Universidades, y deshelar la
ciencia y hacer entrar en ella savia nueva”.
Otros pensadores nuestros que merecen el calificativo de filósofos son
Felipe Larrazábal (1816-1873), Amenodoro Urdaneta, Lisandro Alvarado (1858-
1929) y Jesús Semprum quienes contribuyeron de uno u otro modo al
desenvolvimiento de una conciencia crítica. Larrazábal, uno de los primeros
músicos del siglo XIX, fue también un humanista con predilección por los
autores de lengua inglesa, especialmente de John Milton y de poetas coetáneos
de Milton en el siglo XVII, aunque también reflexionó sobre el fenómeno
musical de su tiempo, fue doctor en Derecho Civil, uno de los fundadores del
Partido Liberal y activo pensador en el plano político a través del periodismo.
Pero también abarcó la arquitectura, la filología y la geografía, fundó periódicos
como El patriota y El Federalista y fundador de conservatorios musicales. Entre
sus libros y folletos se cuentan Obras literarias, Memorias contemporáneas,
Principios de Derecho Político, y Elementos de Ciencia Constitucional y su famosa
Vida del Libertador en dos volúmenes. La intensa vida de Larrazábal concentra el
trayecto romántico venezolano en una azarosa aventura compartida entre la
política, la música, los viajes, la literatura y la historia, con no pocos visos
novelescos.
Amenodoro Urdaneta (1829-1905) fue uno de los primeros en
preocuparse por la literatura para los niños en nuestro país, y por los aspectos
formales de la gramática, pero en el terreno crítico su obra más notable es
Cervantes y la crítica (1877), obra excepcional en el panorama de su tiempo, por
su exhaustividad y talante de su prosa en el momento de tratar a un autor tan
complejo como Cervantes; estudio que todavía hoy se consulta para
comprender mejor al autor de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.

III

Todos ellos contribuyeron, como dije antes, a construir una filosofía de lo


venezolano que entronca perfectamente con una filosofía de lo americano y se
inserta en lo que Leopoldo Zea ha llamado una filosofía de urgencia, la cual
debe porque sí abordar los problemas concretos de la existencia, los dilemas
palpables del ser de cara al mundo.
243

El filósofo mexicano Leopoldo Zea

En el ensayo titulado “La filosofía contemporánea en Latinoamérica”


Leopoldo Zea lleva a cabo un ensayo donde intenta reseñar el hacer filosófico
de nuestro continente en el ámbito de los congresos de filosofía que tuvieron
lugar en algunas de las capitales latinoamericanas desde el año 1944 hasta el
año 1954, esto es, una década donde por iniciativa de distintas universidades y
gobiernos se efectuaron eventos que contribuyeron a aumentar el interés hacia
lo filosófico desde un punto de vista más riguroso, mejor dotado de una mirada
instrumental para enfrentar los problemas que le presenta su realidad
particular, en vez de quedarse repitiendo lo que dicen los manuales acerca de la
filosofía clásica. A Zea no le quedan dudas acerca de la existencia de una nueva
corriente filosófica fluyendo por las venas de nuestros países, aportando cada
uno de ellos “una serie de problemas filosóficos universales en la misma forma
cómo lo han aportado otros filósofos de diversas nacionalidades”. A este
respecto, Zea cita a varios de ellos: el argentino Francisco Romero con su obra
Teoría del hombre (1952), a Risieri Frondizi y su libro Sustancia y función del
problema del Yo (1952), amén de diversos países como Perú (donde destacan
Francisco Miró Quesada y Augusto Salazar Bondy) mientras en México se citan
otros como Samuel Ramos, Eduardo García Maynez y Francisco Larroyo,
Eduardo Nicols y Luis Recaens Siches, y el propio Leopoldo Zea, de quien es
justo citar aquí algunas obras suyas que constituyen una aportación sobre el
tema que venimos tratando, como son El pensamiento latinoamericano (1965), El
positivismo en México (1968), La esencia de lo americano (1970), Dependencia y
liberación de la cultura latinoamericana (1975) y Discurso sobre la imaginación y
barbarie (1988), entre muchas otras.
En Chile sobresalen Jorge Millas, Luis Oyarzún y Armando Roa; en
Brasil Miguel Reale, Vicente Ferrera da Silva y en Colombia Rafael Carrillo,
Jaime Jaramillo y Danilo Cruz Vélez; en Bolivia Guillermo Francovich y
Gustavo Pescador; en Panamá Diego Domínguez Caballero; en Venezuela
244

Ernesto Mayz Vallenilla y en otros países una extensa lista de autores que según
su juicio han enriquecido la preocupación filosófica latinoamericana.
Resulta extraño que, estando Zea invitado a Venezuela a disertar y
publicar sus libros, no haya tenido ocasión de mencionar las obras surgidas del
pulso de venezolanos; en este caso de venezolanos que maduraron sus ideas a
principios del siglo XX y fueron expresadas por escrito en las primeras décadas
de ese siglo, como son los casos de los escritores cuyas síntesis se enumeran a
continuación, sin seguir necesariamente un estricto orden cronológico.
La obra de César Zumeta (1863-1955) –quien ejerció una prolongada
carrera diplomática— puntualiza siempre sobre el asunto de América y su
relación con Europa en dos obras fundamentales: El continente enfermo (1899) y
Las potencias y su intervención en Hispanoamérica que, aun concebidas bajo una
óptica positivista, poseen un vasto campo de influencia en la meditación sobre
América Latina y Venezuela.

César Zumeta

Rufino Blanco Fombona (1874-1944) pone sus virtudes narrativas al


servicio de su capacidad analítica en sus ensayos Letras y letrados de
Hispanoamérica (1906), Grandes escritores de América, Siglo XIX (1917), A propósito
de la nueva literatura hispanoamericana (1918), como en sus estudios sobre Simón
Bolívar y en El conquistador español del siglo XVIII, revela una especial virulencia
y capacidad analítica.
Jesús Semprum (1882-1931) puede ser considerado uno de los críticos
literarios más notables de Venezuela, si se atiende a su rigurosidad y al sentido
trascendente con que observa las obras. Posee Semprum el don de
contextualizar histórica como estéticamente a los autores que aborda, tanto de
la literatura europea, hispanoamericana o venezolana, como de los propios
fenómenos estéticos que rodean a la creación literaria, o sus aspectos
lingüísticos, los modos de crítica o las tendencias dominantes del modernismo,
el criollismo, el romanticismo, la vanguardia en Venezuela o Hispanoamérica,
lo cual podemos constatar en una obra crítica dispersa en revistas, diarios y
folletos que fue compilada después de su muerte en sendos volúmenes
245

preparados por José Balza o Pedro Díaz Seijas como Visiones de Caracas y otros
temas (1969), Jesús Semprum (1986) y Crítica, visiones y diálogos (2006).
José Rafael Pocaterra (1888-1955) posee una obra cimera en el ámbito de
la reflexión filosófica venezolana y latinoamericana, como lo es Memorias de un
venezolano de la decadencia (1927) una crónica conmovedora de su tiempo –un
tiempo de dictadura, de opresión y persecución de las libres ideas durante el
régimen de Juan Vicente Gómez— constituye la mirada inquisitoria a un
tiempo aciago a través de un iluminador sentido crítico.
Augusto Mijares (1897-1979), realizó aportaciones importantes en el
terreno de la reflexión sobre América con sus libros Interpretación pesimista de la
sociología hispanoamericana (1938), Hombres e ideas en América (1940), La evolución
política de Venezuela (1967), Somos o estamos (1977), El último venezolano (1971) y
sobre todo en Lo afirmativo venezolano, dio muestras de una preocupación
excepcional por el destino de su país, aunque a veces maniatado por ciertos
maniqueísmos propios del positivismo.
Es de hacer notar que la actividad filosófica venezolana no ha sido
exclusiva de filósofos profesionales o catedráticos, sino que fueron los escritores
–poetas, ensayistas, narradores, dramaturgos— desde un principio, los
depositarios de esta responsabilidad, dado que en las academias recién
fundadas se tenía la creencia de que la filosofía consistía en escribir tratados
sobre filósofos antiguos o modernos reconocidos por la tradición occidental, y
no a los escritores que observaban de cerca sus propias realidades. En este
sentido, habría lugar para una rápida digresión sobre filosofía académica y
filosofía viva; la primera, ejercida en universidades, tiende a funcionar
mediante un arsenal metodológico, principalmente tomado de la teoría literaria,
cuyos métodos se calcan a veces maquinalmente de conceptos o filosofemas
ajenos que muchas veces no funcionan con las obras o procesos americanos. La
filosofía latinoamericana y venezolana nació del pulso de los escritores e
intelectuales que vivieron en propia piel los avatares del mundo social, político
y cultural de su tiempo, sin privar en ellos necesariamente las teorías
académicas occidentales.
Dentro de una tercera generación de escritores venezolanos que filosofan
de modo permanente sobre Venezuela, América y Europa en un amplio marco
de ideas, nos encontramos con varias figuras eminentes como las de Mario
Briceño Iragorry (1897-1958), en cuyo caso nos topamos con una pasión casi
innata por la reflexión sobre su país y su relación con el resto del continente y el
mundo, haciendo uso de una claridad expositiva que combina la necesidad
periodística con el desmontaje de los mecanismos que mueven el poder
político-económico de las naciones poderosas, aplicados a las nuestros. En
muchas de ellas mezcla la historia a la ficción para lograr efectos literarios
246

notables, mientras en otros es eminentemente filológica. De una vasta e


inagotable bibliografía, citamos apenas Americanismo, no hispanismo (1919),
Tapices de historia patria (1934), Formación de la nacionalidad venezolana (1945), El
regente Heredia o la piedad heroica (1949), Mensaje sin destino (1951), La hora
undécima. Hacia una teoría de la venezolanidad (1956) e Ideario político (1958)
forman parte sustantiva de esa preocupación de filosofar sobre la patria.
En cuanto a Mariano Picón Salas (1901-1965), su voluntad americanista es
apreciable a lo largo de su obra, logrando con ésta un lugar excepcional en el
concierto de voces filosóficas del siglo XX, que se despliega para interrogar la
naturaleza de lo americano frente a lo europeo, y cómo va configurándose una
nueva sensibilidad, justamente de la que él es representante conspicuo. Picón
Salas puede observar el mundo musical de Mozart y contextualizarlo
plenamente con la cultura de su tiempo en Europa, como hacer una biografía de
Francisco de Miranda o del santo Pedro Claver con la misma minuciosidad y
naturalidad. En este sentido sus obras fundamentales son En las puertas de un
mundo nuevo (1918), Formación y proceso de la literatura venezolana (1940), De la
conquista a la Independencia (1944), Rumbo y problemática de nuestra historia (1947),
Comprensión de Venezuela (1949), y Dependencia e independencia en la historia
hispanoamericana (1952), libros que marcan momentos notables dentro del
proceso intelectual e histórico nuestro, proyectado al futuro. Con una gracia
literaria muy particular, una escritura elegante y un castellano de alto vuelo,
Picón Salas se nos muestra en toda su lucidez moderna, en el mejor sentido de
esta palabra.
Otro escritor de esta generación que cubre casi todo el siglo XX con su
filosofar sobre Venezuela es Arturo Uslar Pietri (1906-2001). Es el caso de un
gran narrador prestado a la reflexión, que se inicia como cuentista y novelista y
de manera natural va ingresando en la meditación sobre el destino de
Venezuela. Examinando sus albores y sus distintas etapas, sus altos y bajos,
desde la conquista y la colonia hasta una modernidad dominada por la
economía petrolera, Uslar urge al país a tomar determinaciones contundentes
para sacarlo de su atascamiento, y le hacen adoptar un ángulo de visión amplio
para examinar y abordar los problemas generales. Ello se constata en sus obras
De una a otra Venezuela (1949), Breve historia de la novela hispanoamericana (1950),
Del hacer y deshacer de Venezuela (1962), Hacia el humanismo democrático (1965), En
busca del nuevo mundo (1972) y La otra América (1974), que complementó con sus
novelas, cuentos y crónicas, y le hacen merecedor de un lugar de excepción
entre los observadores de lo venezolano a través de una mirada que busca lo
universal.
Es de hacer notar que todos estos escritores forman parte de la vida
política venezolana ejerciendo cargos ministeriales o diplomáticos, o sufriendo
247

exilios durante la dictadura gomecista, o bien fungieron de “intelectuales


orgánicos” en la democracia representativa. En todo caso, prepararon el terreno
a otras visiones de la realidad: existencialistas, marxistas, epistemológicas,
sociológicas, estructuralistas o posmodernas, todas muy útiles para despejar los
distintos caminos de la prosa de interpretación en el momento de abordar los
asuntos históricos o cognitivos de nuestras sociedades.
Entre estos nuevos nombres debemos citar en primer lugar a Juan
Liscano (1915-2001), poeta que ejerciendo el oficio de ensayista se convierte en
uno de los filósofos venezolanos más influyentes del siglo XX, al adoptar un
punto de vista que hace acopio de la antropología cultural, el folklore y la
simbología para tejer un discurso que posee elementos de la psicología
arquetipal, mezclando todo ello a una intuición poética que le da muy buenos
resultados, debido a su amplio margen interpretativo. Los principales libros de
Liscano en esta dirección son Poesía popular venezolana (1945), Los diablos de San
Francisco de Yare (1952), Panorama de la literatura venezolana actual (1973),
Espiritualidad y literatura, una relación tormentosa (1976), Identidad nacional o
universalidad (1980), El horror por la historia (1980), Lecturas de poetas y poesía
(1985), y La tentación del caos (1993). Su preocupación también abarcó la obra de
varias figuras relevantes de la cultura venezolana que él conoció
personalmente, como son los casos de Rómulo Gallegos o Armando Reverón.
Una de las actitudes que hablan mejor del temperamento inquieto y abierto de
Juan Liscano fue su permanente contacto con las generaciones de jóvenes
escritores y artistas, a los que alentó siempre.
Habremos de reconocer la actividad filosófica de Ernesto Mayz Vallenilla
(1925), que empezó sus reflexiones abordando los asuntos de la fenomenología
del conocimiento, y de otros tópicos derivados del humanismo y de los estudios
académicos empleados en la obtención de la verdad, para derivar al final de su
recorrido hacia los problemas presentados por la técnica o la tecnocracia, así
como los tópicos implícitos en las maneras de transmitirnos las disciplinas
filosóficas en el ámbito académico cuando éste hace crisis; su hacer entonces
está estrechamente guiado por una voluntad ontológica en obras como
Universidad y humanismo (1957), El problema de América (1959), Ontología del
conocimiento (1960), Hacia un nuevo humanismo (1970), Esbozo de una crítica de la
razón técnica (1974), Técnica y libertad (1979), Democracia y tecnocracia (1979),
Fundamentos de la Meta-técnica (1990) e Invitación al pensar del siglo XXI (1999).
Rasgo notable de su hacer filosófico es el rigor en el manejo de las categorías y
la variada gama conceptual de sus preocupaciones: el caos, la ecología, los
medios, la técnica o la inteligencia, puestos todos en un escenario de novedosos
registros y posibilidades.
248

Otro filósofo con un vasto sustrato de conocimiento poético es Ludovico


Silva (1937-1988), esta vez empleado para observar los fenómenos económicos
que determinan la vida en el capitalismo desarrollado, lo cual lo lleva a
identificarse con la filosofía marxista de la historia y a emplear los recursos de
ésta para estudiar los conceptos de alienación e ideología, de los que intenta
hacer un examen exhaustivo, al rechazar las interpretaciones manualescas del
marxismo e ir en busca de nuevas posibilidades de esta teoría para aplicarlas a
Latinoamérica en el siglo XX, buscando valerse de las significaciones prístinas
de los conceptos de Marx en El Capital, y teniendo en cuenta los giros que toma
el estilo literario del filosofo alemán en su propia lengua, de quien intenta
mostrar su plena vigencia, al proponer las posibilidades de un socialismo para
vencer los estragos morales y culturales del capitalismo. En este sentido, sus
obras más importantes son La plusvalía ideológica (1970), Teoría y práctica de la
ideología (1971), Marx y la alienación (1974), Anti-manual para uso de marxistas,
marxólogos y marxianos (1975), Teoría de la ideología (1980) y La alienación como
sistema (1983). Silva combinó también sus escritos periodísticos sobre poesía y
teoría poética con miradas a la circunstancia política y social de la Venezuela
que le toco vivir, generando libros que mezclaron distintas formas e intenciones
en el logro de un tablero filosófico bastante ágil, que no descartó los elementos
humorísticos y testimoniales para lograr sus registros, como son los casos de De
lo uno a lo otro (1975), Belleza y Revolución (1979) y Filosofía de la ociosidad (1987).

J.M. Briceño Guerrero y Gabriel Jiménez Emán

El nombre de José Manuel Briceño Guerrero (1929-2014) está asociado a


la filosofía, tanto por su obra como por su desempeño en la cátedra
universitaria que ejerció en la Universidad de los Andes durante largos años,
donde tuvimos ocasión de escuchar sus enseñanzas. Briceño Guerrero dictaba
cátedra aún cuando no se lo propusiera, asistido por su nobleza humana y su
integridad personal. Estudió filosofía en Europa y fue investigador apasionado
249

de los idiomas, la literatura, el arte y la música. Desde sus años de formación


tuvo a Latinoamérica como uno de sus centros de preocupación, lo cual plasma
con notable lucidez en su libro América Latina en el mundo (1966), uno de los
acercamientos más importantes sobre el tema, que no se reduce a examinar los
aspectos históricos y el fenómeno del mestizaje, sino a ahondar en los matices
lingüísticos del pensamiento y en la mentalidad mística y lógica, adelantando
en este sentido una mirada esclarecedora, que luego iría a profundizar en obras
como La identificación americana con la Europa segunda (1977), América y Europa en
el pensar mantuano (1981) y luego intentará realizar en el plano de la creación
literaria en Discurso salvaje (1980) o Anfisbena. Culebra ciega (1992), curiosas
mixturas entre crónica y cuento literario que le van a proporcionar un tono
propio a su escritura, una conciencia de estilo que permiten señalarlo como a
uno de los principales filósofos venezolanos.
Entre los filósofos españoles que hicieron vida en Venezuela se encuentra
Juan David García Bacca (1901-1992), quien cuenta con una vasta labor de
reflexión sobre filosofía de la antigüedad o del siglo XX desde una perspectiva
metodológica rigurosa, que emplea procedimientos de la ciencia o de la lógica,
tal se muestra en sus obras Filosofía de la ciencia (1940) y Filosofía en metáforas o
parábolas (1945); también trata sobre filósofos de los siglos diecinueve y veinte
en obras como Nueve grandes filósofos contemporáneos y sus temas (1947). A partir
de los años de su residencia en Venezuela se producen obras como Antología del
pensamiento filosófico venezolano desde la Colonia hasta Bello (1954) o el estudio La
filosofía en Venezuela desde el siglo XVI al XIX (1956), --justamente este último
volumen citado sería una de las pruebas de lo que vengo afirmando en el
presente ensayo— y los libros Antropología filosófica contemporánea (1957),
Historia filosófica de las ciencias (1964) y Los clásicos griegos de Miranda (1969).
Tiene García Bacca el mérito de haber logrado la hazaña de traducir en Caracas
la obra completa de Platón al castellano, de escribir numerosos volúmenes de
ensayos, estudios y ejercicios filosóficos, y de enseñar en la Universidad Central
a varias generaciones de estudiantes, preocupado siempre por América y
Venezuela.
Juan Nuño (1927-1995), en cambio, aunque también de formación
académica --nació en Madrid y estudió en París y Cambridge— se doctora en la
Universidad Central de Venezuela, a la que llega muy joven, se refleja en libros
rigurosos como Sentido de la filosofía contemporánea: compromisos y desviaciones
(1965), La revisión heideggeriana de la historia de la filosofía (1962), El pensamiento de
Platón (1963) o Los mitos filosóficos (1985) a obras más abiertas y desenfadadas
como La veneración de las astucias (1990), Fin de siglo: ensayos (1991), Ética y
cibernética (1991) y un libro muy audaz sobre La filosofía de Borges (1988). La
mordacidad y la ironía son rasgos distintivos de la prosa de Nuño, quien
250

también fue un destacado crítico de cine en sus artículos periodísticos reunidos


en el volumen 200 horas en la oscuridad (1986). Nuño se integró desde joven y
luego dictó cátedras de filosofía de la Universidad Central, y ahí permaneció
hasta sus últimos días.
El argentino Ángel Cappelletti (1927) llegó a Venezuela joven. Había
egresado de la Universidad de Buenos Aires, para luego titularse en La
Universidad Simón Bolívar en filosofía. Se concentró en el estudió de los
clásicos griegos como Heráclito, Protágoras y Séneca y de la Edad Media, y un
interesante ensayo sobre el positivismo venezolano, publicando casi todos sus
libros en Venezuela. Entre sus obras contamos La filosofía de Heráclito de Éfeso
(1970), Inicios de la filosofía griega (1972), Cuatro filósofos de la Alta Edad Media
(1972), Introducción a Séneca (1973), Protágoras: naturaleza y cultura (1987), Notas
sobre filosofía griega (1990), La estética griega (1991), Textos y estudios sobre filosofía
medieval (1993), Positivismo y evolucionismo en Venezuela (1992) y Estado y poder
político en el pensamiento moderno (1994).
Federico Riu (1925-1985) también es otro de los filósofos nacidos en
España nacionalizados venezolanos que llegaron a nuestro país a laborar en la
Universidad Central de Venezuela y a brindarnos una obra rica en sugerencias.
Viajó a Alemania y allí recibió clases del mismo Martin Heidegger. Estudioso de
la filosofía existencialista y marxista, especialmente de Heidegger, Marx, Sartre,
Lukács y Husserl, también se preocupó por filósofos como Ortega y Gasset y
García Bacca, a la par de ofrecer una cátedra de filosofía que se mantuvo por un
cuarto de siglo y fue de gran provecho para la filosofía venezolana. Entre las
obras principales de Riu en este sentido están Ontología del siglo XX (1966),
Ensayos sobre Sartre (1968), Tres fundamentos del marxismo (1976), Vida e historia en
Ortega y Gasset (1985) y la obra póstuma Ensayos sobre la técnica en Ortega,
Heidegger y Mayz Vallenilla (2010).
Un filósofo de la generación de Riu es el venezolano J.R. Guillent Pérez
(1923-1989). Estudió en la Universidad Central y se desempeñó como profesor
en el Instituto Pedagógico de Caracas. Su preocupación central fue la del Ser, las
derivaciones ontológicas suscitadas a partir de la indagación del Yo y de los
misterios que se amplían como fenómenos en el hombre del siglo XX y su
búsqueda de la verdad, en medio del escepticismo y la angustia. En 1950
Guillent Pérez estaba en Paris y allá formó parte del grupo Los disidentes,
abocados a denunciar la dependencia de los pueblos latinoamericanos a la
cultura occidental, y a dar su respuesta a las crisis de posguerra en Occidente, lo
cual generó una polémica en 1965 que incluyó a la crítico de arte Marta Traba
como a un elemento importante. De la obra de Guillent Pérez citamos los títulos
Venezuela y el hombre del siglo XX (1966), Dios, ser, el misterio (1966), El hombre
251

corriente y la verdad (1972), El ser, la nada, la muerte (1984), El ser y el hombre del
siglo XX (1989), y Conocer el Yo (1987).
Rigoberto Lanz (1943-2013) fue otro filósofo vinculado a las cátedras de
la Universidad Central, afincado en la investigación de las ideologías y el
marxismo en una primera etapa, como lo atestiguan sus obras Dialéctica de la
ideología (1975), Marxismo e ideología (1980) y luego deriva hacia una
investigación minuciosa de los asuntos de la posmodernidad, el papel de las
Universidades y el socialismo en el siglo XX, como se advierte en Hacia dónde va
el socialismo (1993), Paradigma, método y posmodernidad (1995), La deriva
posmoderna del sujeto (1998) y Gobernanza. Laberinto de la democracia (2005). Lanz
mantuvo una columna de crítica filosófica en la prensa de Caracas que logró
una contribución muy significativa, al esclarecer problemas epistemológicos en
el ámbito de las Universidades.
El filosofar de Luis Britto García (1940) está dirigido sobre todo al terreno
político y cultural, al que Britto se encarga de desmontar analizando los
mecanismos del funcionamiento capitalista para develar las maquinaciones del
poder, y abrir paso a una reflexión permanente sobre el país y las repercusiones
que sobre él ejercen las fuerzas nefastas del nuevo imperialismo. Tanto en sus
libros de ensayos como en sus artículos periodísticos, Britto García se afianza en
este terreno, valido de una prosa ágil en permanente afán de renovación. Es uno
de los narradores reconocidos del país, con relatos y novelas que cuentan con
numerosas ediciones y reconocimientos. Entre la obra ensayística de Britto
citamos El poder sin la máscara: de la concertación populista a la explosión social
(1989), La máscara del poder: del gendarme necesario al demócrata necesario (1989) El
imperio contracultural: del rock a la posmodernidad (1991) Elogio del panfleto y de los
géneros malditos (2000), Demonios del mar: corsarios y piratas en Venezuela (1999),
Por los signos de los signos (2006) y Conciencia de América Latina (2002).

IV

No podemos abarcar aquí a todos aquellos escritores venezolanos que en algún


momento filosofaron sobre nuestros países o sobre las interrogantes de la
historia, la cultura o las ideas de sus compatriotas. Sólo hemos reseñado a
quienes consideramos representativos. Por supuesto, hubiera sido ideal poder
haber hecho citas de todos ellos en este recuento, tarea que hubiera rebasado la
intención de este ensayo. Sin embargo valga decir, como lo afirmé e intenté
mostrar en mi antología de El ensayo literario en Venezuela. Siglo XX (1998-1991),
que éste no fue cultivado sólo por ensayistas profesionales abocados sólo a ese
género, sino que éste fue practicado por narradores o poetas que tuvieron la
252

necesidad de expresar sus ideas acudiendo a la prosa de interpretación, y en


este sentido el ensayo debe ser considerado el instrumento de una urgencia,
como lo es la necesidad de meditación, la cual no puede ser exclusiva de
filósofos puros o de doctos académicos. He realizado estas reseñas con el
ánimo de glosar y complementar las ideas de Leopoldo Zea, al indicar las obras
venezolanas en el concierto de las ideas americanas. Nos haría falta
complementar la antología del pensamiento filosófico venezolano que comenzó
Juan David García Bacca sobre nuestro siglo XIX, para irnos reconociendo en la
historia de nuestras ideas a lo largo del siglo XX y lo que va del siglo XXI.

Sebastián Salazar Bondy

Del libro que venimos glosando, Filosofía y cultura latinoamericanas,


Leopoldo Zea lleva a cabo una reflexión sobre “Dependencia y liberación en la
filosofía latinoamericana” que me parece muy oportuna para cerrar este
volumen. En ella, el filósofo mexicano aprovecha la invitación de su colega
peruano Augusto Salazar Bondy a considerar el tema de “la dependencia de la
cultura latinoamericana y el de la posibilidad de una filosofía de la liberación
que cancelase esa dependencia.” Tal dependencia se manifiesta de diversas
maneras. Salazar Bondy abre la discusión diciendo que “la filosofía que hay que
construir no puede ser una variante de ninguna de las concepciones del mundo
que corresponden a los centros de poder de hoy, ligadas como están ligadas a
los intereses y metas de esas potencias”, ideas que de alguna manera coinciden
con las del precursor argentino Juan Bautista Alberdi, quien también comparte
la idea de una filosofía de la liberación, “una filosofía política, una
emancipación política aquí debe ir acompañada de una liberación mental y
cultural, lejos de las programaciones impuestas por los centros de poder
dominantes”, remata Salazar Bondy. Llama la atención que Leopoldo Zea
concluya su ensayo con una cita de Karl Marx donde podemos leer: “Se verá
entonces que la humanidad no comienza una nueva tarea, sino que realiza un antiguo
trabajo con conocimiento de causa. Toma de conciencia plena, como unidad de lo que ha
253

sido, lo que se es y lo que se quiere llegar a ser. Unidad de lo humano en continua


alización consciente a través de la cual se va haciendo expresa la anhelada libertad”.
Y es sobre esta conciencia que llamamos la atención en esta glosa, sobre
esa idea de liberación, definitoria dentro del campo de interrogantes que
mueven las nuevas directrices de nuestra filosofía, expresada no sólo mediante
la lectura directa de conceptos organizados a través de razonamientos lógicos o
científicos, categóricos o supeditados a sistemas académicos ya cansados, sino a
través del arte, la literatura, la poesía, la crítica literaria, la novela, el cuento o la
crónica, que son maneras artísticas de hacer filosofía. Me atrevo a decir que
Venezuela ahora toma una posición de vanguardia en este sentido, que
nuestros literatos, escritores y filósofos van a tener un papel preponderante en
los nuevos tiempos, cuando venezolanos, latinoamericanos, europeos, asiáticos
y africanos vuelvan sus miradas sobre nuestros pensadores para encontrar en
sus obras las posibilidades de una esperanza por construir.

[2017]
254

EL VALS VENEZOLANO, ITINERARIO DE UN SENTIMIENTO

Antonio Lauro, maestro del vals venezolano

Según investigaciones de Luis Felipe Ramón y Rivera, es poco probable que


la manifestación del vals se haya efectuado en nuestro país antes de 1830. Esta
fecha, que coincide con la muerte del Libertador y con el cese de guerra de
Independencia, se toma como referencia para comenzar a hacer algunas
pesquisas en torno a la manifestación de esta modalidad musical proveniente
de Europa, que causó verdadero furor el viejo continente, cuando músicos
influyentes del romanticismo lo ejecutaban tanto en ámbitos de cámara como en
los famosos salones de baile de la clase alta, tal el caso de los valses de Federico
Chopin o Franz Liszt en un primer momento, quienes crearon los valses
llamados de Salón o Brillantes, y luego en los de Richard Strauss (El Danubio
azul) en un segundo momento; justamente en Viena es donde un baile popular,
el laendler, da origen al vals antes de ese año de 1830. Habría que mencionar
también los Valses Nobles de Franz Schubert, músico que los denominó así para
diferenciarlos de los laendlers populares, y la famosa Invitación al Vals de Weber,
una suerte de summun del vals romántico. Otros músicos clásicos europeos
como Johannes Brahms (Suite de Valses), Robert Schumann (Miniaturas), Claude
Debussy (La plus que lente), Igor Stravinsky (Historia de un soldado), Edward
Grieg (Valse triste), Maurice Ravel (La Valse y Valses nobles y sentimentales) y Erik
Satie con sus Gymnopedias se mostraron tentados por el género del vals, que
siempre supo sobrevivir frente a los géneros considerados mayores o más
complejos.
255

Las series de piezas musicales con este espíritu denominadas suites no se


ejecutaban de manera independiente, sino que estaban unidas a través de sus
nombres, y se trasladaron a América posteriormente para ser ejecutados de
manera autónoma con los instrumentos del caso, en representaciones de
comedias, óperas o tonadillas. De aquí fue de donde el pueblo las tomó y
aprendió a conservarlas. Formas como la pavana, la chacona o la zarabanda
eran danzas provenientes de España divulgadas en Centroamérica, mientras
que bajo el nombre de fandango se agrupaba un conjunto de piezas cortas
bailables, como el minué. En América Latina contamos con varios conspicuos
representantes del vals como la peruana Maria Isabel “Chabuca” Granda (La flor
de la canela), el mexicano Juventino Rosas (Sobre las olas) o el cubano Ernesto
Lecuona (Vals azul, Vals crisantemo) que gozaron de mucha popularidad en su
momento y siguen siendo considerados clásicos del vals en el continente.
Poco a poco vendrían entrando a Venezuela las respectivas melodías
“valseadas” o valses populares, mientras que la corriente tradicional del
folklore incorporaba golpes y valses a dos partes concebidos como música para
bailar el joropo, y permitieron apreciar un conjunto de bailes que van
configurando, --en ciudades grandes como Valencia, Maracaibo, Caracas o
Barquisimeto— un movimiento de expresión romántica que toma al piano
como instrumento principal y configura una primera división social del vals en
los salones aristocráticos, y otra de origen popular ejecutada en el caney, la
plaza pública y las casas modestas con instrumentos como la guitarra, el
bandolín o el cuatro.
Esta corriente popular va alcanzando otros ámbitos por parte de músicos
aficionados o profesionales, donde el vals comienza a dejar constancia de su
existencia, acompañado de guitarra, tiple o cuatro, mientras los músicos
trabajan en sus particulares armonías, inspirados por la nueva forma.
El piano es el instrumento que propicia en la llamada corriente
aristocrática del apogeo inicial de nuestro vals, mientras que la corriente
popular prefiere la voz, el recurso oral acompañado de guitarra o cuatro. Entre
estas dos corrientes comienza a constituirse el vals venezolano, a través de un
creciente repertorio criollo, que sabe convocar una serie de modalidades y tonos
melódicos propios, de improvisaciones e interpretaciones de memoria y
ejecución por “fantasía”, así como la corriente popular anónima que tuvo lugar
en Venezuela en décadas posteriores hasta alcanzar el siglo XX, hacen que el
vals tenga un perfil claro como manifestación cultural nuestra. Cientos de
valses se componen en las distintas regiones del país, en un repertorio
heterogéneo que incluye piezas de factura desigual, --atemperadas en cada
región geográfica del país-- pero que van conformado un expresión genuina de
nuestra sensibilidad musical, que toma del romanticismo su principal nutriente.
256

Como sabemos, la tristeza inmanente del vals, su tono que puede ser nostálgico
o melancólico, expresa nuestro spleen o nuestra saudade, una mezcla peculiar de
reminiscencia donde se dan cita los recuerdos dolorosos con la alegría de vivir.
Por supuesto, contamos en Venezuela con un buen número de músicos
académicos que acusan rápidamente esta influencia romántica a principios del
siglo XX, como Teresa Carreño, nuestra pianista más célebre (Mi Teresita, Vals
gayo), José Ángel Montero (Vals para piano a cuatro manos), Juan Vicente Lecuna
(Vals venezolano), Evencio Castellanos (Grandes valses de salón, Viejos valses de
Venezuela, Mañanita caraqueña), Federico Villena (Amor fraternal, Dos valses),
Salvador Llamozas, considerado el iniciador del nacionalismo musical
venezolano (Nocturno tropical, Noches de Cumaná), así como Raúl Borges tenido
por el iniciador del vals para guitarra (Vals venezolano, El criollito) Felipe
Larrazábal, Ramón Delgado Palacios (Eres mi dicha, Vals de concierto en la mayor)
o Federico Vollmer. Otros músicos no menos importantes y más recientes son
Inocente Carreño (Mañanita pueblerina, Amada en sueños), Manuel Ramos Barrios
(Dos valses de concierto para piano), Aldemaro Rometo (Vals para dos amigos Vals
de los cristales, De Conde a Principal, Quinta Anauco, Catuche), René Rojas
(Contemplación, Valse lento), Blanca Estrella de Méscoli (Nostalgia yaracuyana,
Embrujo), Ana Mercedes Azuaje (Beatriz), Federico Ruiz (Plaza de La Pastora,
Nostalgia), Rodrigo Riera (Mercedes, Valse al negro Tino, Vals en forma de preludio),
Juan Carlos Núñez (Vals N° 1) para citar sólo algunos de los mejores. También
dentro de la corriente popular una serie de valses --constituidos de dos y cinco
partes-- van imprimiendo una identidad a las composiciones, tanto los valses
populares como los valses de concierto, llamados brillantes. De esa primera
generación de compositores cultos citamos a Manuel Guadalajara, Rogerio
Caraballo, Manuel Azpúrua y Rafael Izasa. Así, en ciudades capitales como
Valencia, Barquisimeto, Maracaibo y Caracas, --a fines del siglo XIX y
comienzos del XX-- nuestro vals ya ha alcanzado una peculiaridad criolla que se
muestra tanto en la corriente culta como en la popular. En Coro, Ciudad
Bolívar, Cumaná, San Cristóbal, Trujillo o San Felipe los autores de valses se
multiplicarían incesantemente. Las reuniones y fiestas familiares, los eventos
sociales siempre tendrían al vals como centro de la expresión íntima y
sentimental. Comienzan a aparecer compositores representativos de cada
estado, y difundirse cada vez más a través de conciertos y grabaciones.
Valses andinos emblemáticos como los de Pedro Elías Gutiérrez (Laura,
Celajes), los de Laudelino Mejía (Conticinio), José Ángel Rivas (Brisas del
Mucujún), Rigoberto Arellanos (Apartaderos), Pedro José Castellanos (Linda
merideña) en Trujillo; los de los larenses Antonio Carrillo (Como llora una estrella)
y Juancho Lucena (Las tres rosas, María Elena), Juan Ramón Barrios (Pablera,
Barquisimeto) y Pastor Giménez, Pablo Canela (Gavilán tocuyano), Juan Pablo
257

Ceballos (Un cielo de ilusiones), Félix Sánchez Durán (Ecos del alma) en Lara;
Rafael Andrade (Morir es nacer) y Pedro Pablo Caldera (Visión porteña) Armando
Arteaga (Rumor yurubiano, El aceituno), Teófilo Domínguez (Sol yaracuyano,
Cocorotico ), Eloy Moreno (San Felipe El Fuerte), Julián León (Las muchachas
lindas), Francisco Quero (Mi terruño), Bartolomé Romero (Un vals para ti),
Franklin Sánchez, (Hermoso Yaracuy, Mi San Felipe), Félix Pifano (El tábano) y
sobre todo uno de los innovadores del la música popular venezolana, el
yaritagueño Otilio Galíndez (Son chispitas, Ahora, Candelaria, Sin tu mirada) en
Yaracuy; del carabobeño Augusto Brandt (Dulce ensueño, Recuerdos de mi tierra),
o el falconiano Rafael Ángel “Rafuche” López (Sombra en los médanos, Crepúsculo
coriano) y del tachirense Luis Felipe Ramón y Rivera (Brisas del Torbes), los
marabinos Ulises Acosta (El alacrán), Lionel Belasco (Luna de Maracaibo), Rafael
Rincón González (Maracaibo Florido), Luis Soto Villalobos (Catatumbo), Amable
Espina (Brisas del Zulia) y los caraqueños Francisco de Paula Aguirre (Dama
antañona, Qué bellas son las flores) son algunos ejemplos de compositores
reconocidos, y que deberían ser motivo de orgullo para músicos posteriores.
En el estado Miranda nos encontramos con Ángel María Landaeta (Adiós
a Ocumare), Adelo Alemán (Me ausento), mientras que en el oriente del país
tenemos a Juan Bautista Rosendo (El carreto de hilo), Josefa Almenar (Y tu pesar
cual es?), Oscar Domingo Hernández (Tardes guayanesas) e Iván Pérez Rossi (En
la mano traigo), entre tantos otros.
Pero el gran innovador del vals venezolano es el bolivarense Antonio
Lauro, quien compuso piezas magistrales para guitarra que fueron conocidas
mundialmente (la mayoría de ellas difundidas en un primer momento por el
gran guitarrista larense Alirio Díaz, y quien ha puesto a dicho instrumento en
el cenit de la música latinoamericana en el mundo) como Natalia, Vals
venezolano, El marabino, Angostura, Carora, María Luisa y María Carolina, entre
muchas otras.
Otros valses célebres de Venezuela son Adiós a Ocumare (Ángel María
Landaeta), Noches de Naiguatá (Eduardo Serrano) Merideña (Pablo J. Castellanos)
y Las bellas noches de Maiquetía (Pedro Areila Aponte). Luis Felipe Ramón y
Rivera, excelente compositor e historiador de nuestra música, señala que el
cuatro es el instrumento que imprime el elemento criollo principal en el vals
nuestro, aun cuando la pieza mantenga una estructura armónica europea.
Pero también el bandolín, el violín y la guitarra y el arpa criolla, e
instrumentos percusivos como la maraca terminan formando grupos de
sonoridad especial en cada región. La guitarra, por supuesto, el instrumento
popular por excelencia de toda la historia de la música occidental, suele ser en
el vals un instrumento básico. Particularmente creo que el bandolín fue, durante
258

los años 40, 50 y 60 del siglo XX, el instrumento solista donde mejor se expresó
la sensibilidad popular del vals venezolano.

Elisio Jiménez Sierra

Durante mi infancia y juventud en Caracas, Caraballeda, San Felipe y


Barquisimeto, el vals amenizó las reuniones en las que mi padre, acompañado
de otros músicos, solían reunirse para interpretar composiciones en los recibos
de las casas de familia. Se ponían de acuerdo varios músicos y se daban cita en
alguna casa, y yo consideraba entonces una suerte que eligiesen la nuestra. Iban
llegando poco a poco y nosotros nos animábamos a recibirlos. Afinaban sus
instrumentos, venía mi madre Narcisa con vasos, hielos y pasapalos, los
músicos ponían su botella de whisky en el centro de la mesa, y entre valse y
valse, el whisky con hielo y soda, se refrescaban los músicos, sonriendo con
una especial felicidad que les inspiraba a seguir. Por aquellas cálidas casas
desfilaron músicos extraordinarios como Rodrigo Riera, Alirio Díaz, Pastor
Giménez, el Catire Durán, Enrique Tirado, Martin Jiménez, Raúl Freites,
Gerardo Aular, Luis Salcedo, Luis Serrano, y mis hermanos Ennio e Israel,
músicos y poetas; a todos ellos a menudo recuerdo con un estremecimiento de
tristeza feliz.

Antonio Carrillo

Por cierto, vale la pena recordar la anécdota de la composición del


famoso valse larense Cómo llora una estrella, cuya música es de Antonio Carrillo
259

y su letra original de Elisio Jiménez Sierra, y que fue escuchada por vez primera
en las serenatas de los estados Lara y Yaracuy. Dicho vals se hizo muy famoso
en la década de los años 60 y 70 del siglo XX en versiones que popularizaron los
cantantes Marco Antonio Muñiz y Jesús Sevillano con letras distintas, pero la
letra original de mi padre, Elisio Jiménez Sierra, nunca fue grabada y por ello
casi nadie la sabe. La transcribo a continuación como un acto de justicia:

Estrella de la noche equinoccial


Amiga del errante corazón
Que vaga por la hora en soledad
Herida por las penas del amor

Estrella del silencio tú serás


La compañera azul de mi canción
Que de mi alma brota
Henchida de romántica ansiedad
Como una dolorosa ternura de amor

Tú que por tu ventana puedes ver


El brillo de sus ojos cuya luz
Compite con la tuya dile que
Por ella pena y muere el trovador
Dile que una palabra nada más
De sus cálidos labios puede ser
La dicha de mi corazón
O la infelicidad.

Siempre me sentí tocado en lo profundo por estos valses criollos, a ellos debo
buena parte de mi sensibilidad lírica, de esa que nació del corazón ingenuo de
aquel joven enamorado o nostálgico que alguna vez fui.

[2016]

FIN
260

Gabriel Jiménez Emán (Caracas, Venezuela, 1950) ha repartido su vocación literaria


entre el cuento y la novela, la poesía y el ensayo, así como entre una labor de antologista y
editor que le ha merecido un reconocimiento crítico en varios países. Entre sus libros de
cuentos destacan Los dientes de Raquel (1973), Los 1001 cuentos de 1 línea (1982), La gran
jaqueca y otros textos crueles (2002), Relatos de otro mundo (1988), Tramas imaginarias
(1990), El hombre de los pies perdidos (2005), La taberna de Vermeer y otras ficciones
(2005), Había una vez… 101 fábulas posmodernas (2009), Divertimentos mínimos (2011) y
Consuelo para moribundos y otros microrrelatos (2012). Sus principales novelas son Una
fiesta memorable (1991), Sueños y guerras del Mariscal (2001), Paisaje con ángel caído
(2002), Averno (2006), Limbo (2016), y El último solo de Buddy Bolden (España, 2016).
Monte Ávila Editores reunió su obra poética bajo el título Balada del bohemio místico
(2009), así como una selección de sus Cuentos y microrrelatos (2012) mientras en el
campo del ensayo sobresalen Diálogos con la página (1984), Provincias de la palabra
(1995), Espectros del cine (1994), El espejo de tinta (2007), El contraescritor (2007) y La
palabra conjugada (Fábula, 2016). De su obra de antologista pueden citarse Relatos
venezolanos del siglo XX (1987), El ensayo literario en Venezuela (1989), Noticias del futuro.
Clásicos literarios de la Ciencia Ficción (2010) y En Micro. Antología del microrrelato
venezolano (2010). En 2012 Ediciones Imaginaria editó una valoración múltiple de su obra
con el título de Literatura y Existencia. Cuentos y poemas suyos han sido traducidos al
alemán, francés, italiano, inglés y ruso, e incluidos en antologías de todo el mundo.

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