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Si te interesa estar sentado en las sala de espera de un hospital; donde las luces

son más blancas que las batas o delantales de las enfermeras y los médicos, donde todo
huele a hipoclorito y alcohol, donde la ansiedad es más abrumadora que un dolor de
cabeza o de estómago, te recomiendo continuar leyendo esta historia . La verdad, es
mejor vivirlo en los ojos de quien lo escribe, a sentirlo en la ropa de quien lo padece.
Estuve allí durante tres perpetuas horas como espectador involuntario, esperando a que
me llamaran por el nombre de mi esposa. Las personas que estaban conmigo en la sala
se veían nerviosas. Se miraban unos a otros, se escrutaban cuidadosamente como
galenos inexpertos: entre ojos de asombro y pestañeos frenéticos buscaban un posible
contagiado. Éramos sólo ojos sin nariz ni boca, las mascarillas nos cubría hasta el
párpado inferior, casi hasta la carúncula, era nuestro escudo protector.

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