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PRÓLOGO A

EN LA ESENCIA DE LOS ESTILOS


(Editorial Colibrí, Madrid, 1999)

Yo tengo un amigo muerto


Que suele venirme a ver:
Mi amigo se sienta, y canta:
Canta en voz que ha de doler.
Versos sencillos, José Martí.

Para entrar en materia es útil acotar que la sola información actual sobre Julián Orbón no
bastaría para armar un estudio capaz de ofrecer un perfil en todo momento exacto y justo de
su música y de su persona. Aun si esa no sería la meta de este texto introductorio, es
oportuno consignar aquí que la vida y la obra de este músico merecen una labor de difusión
y de investigación más extensas que las realizadas hasta ahora, lo que en parte cumple esta
selecta colección de sus escritos. Expongo enseguida varias razones que intentan poner en
evidencia el escaso conocimiento que hoy se tiene de Orbón:

1. No toda la música del compositor ha sido grabada, lo que hace difícil el acceso auditivo
a ésta para, a su vez, incitar al comentario crítico sobre algunas de sus obras menos
difundidas.
2. Las ediciones de su música no han alcanzado todavía la requerida divulgación fuera de
los Estados Unidos para ubicarse en bibliotecas de universidades hispano hablantes, por
citar sólo las que tendrían un nexo inmediato con el que sería el aspecto más
emblemático del mundo musical del compositor.
3. Los escritos críticos sobre su música, como ocurre con los textos de Alejo Carpentier,
sólo están contenidos en la edición mexicana de La música de Cuba1 y se remiten al
periodo de residencia del compositor en la isla; mientras, la tesis doctoral de Velia
Yedra, que ofrece documentación de primera mano de su biografía profesional estas
páginas se han nutrido de varios de esos datos– y un estudio inicial de la obra, no ha
sido todavía traducida al español a pesar de ser el estudio hasta hoy más completo sobre
Orbón.2 (Respecto a los tres modestos ensayos donde abordo el tema de Orbón, uno se
remite a su presencia en México, otro intenta esbozar su ideario musical y otro más
analiza Partitas No. 1.)3
4. No todos los escritos de Orbón son hoy accesibles y la reunión de buena parte de ellos
en este libro deja entrever mayores elementos para reflexionar en un futuro acerca de su
1
CARPENTIER, Alejo, La música en Cuba, Fondo de Cultura Económica, colección Tierra Firme, No. 19,
México 1945, primera edición, pp. 259-262.
2
YEDRA, Velia Julián Orbón. A Biographical and Critical Essay, Research Institute for Cuban Studies.
Graduate School of International Studies, University of Miami, Coral Gables, Florida, EE UU, 1990, 93 pp.
3
ESTRADA, Julio, “Tres perspectivas de Julián Orbón”: I. Orbón, maestro en México; II. Originalidad en el
origen y III: Invención y polisistema en la interválica de Partitas No. 1, Pauta, Vol. VI, No. 21, Enero-Marzo
1987, México, pp. 74-102.
contenido. Otros textos quedaron inconclusos, como su incisivo estudio sobre la
armonización de los modos en el gregoriano, que desarrolló durante su estancia en
México.
5. Finalmente, los estudios sobre Orbón pueden darse tanto en Cuba, México, los Estados
Unidos y España, tarea que, más allá de cualquier ensayo de ubicar su obra en un solo
país, exige ensamblar datos dispersos para hacer mayor justicia a la unidad de su
producción.

En suma, esta previa mirada en torno a la figura de Julián Orbón desea incitar a
nuevas investigaciones que contribuyan a descubrir, con objetividad y con pasión creadora,
el interés histórico de la obra musical y de búsqueda del compositor. El ser que fue,
conmovedora suma de integridad, lucidez y bondad, era también dolor y conflicto, dualidad
incesante que parece dar origen a la intensidad de su música, de sus ideas y de su vida,
trilogía inseparable que invita a estudios extensos que den nuevas luces sobre su
originalidad verdadera. El paso del tiempo y mayores información y reflexión sobre la vida
y la obra de Orbón me convencen de estar ante el personaje central de una novela en busca
de su perfecto autor: creo que su biografía personal, íntima, es un reto primordial para todo
ensayo de ahondar, a futuro, en los laberintos de una mente y un ser fuera de serie.
Julián Orbón nace en Avilés, Asturias, el 7 de agosto de 1925, donde vive sus
primeros años al lado de la madre, Ana De Soto, permaneciendo en Oviedo con ella en casa
de la familia del padre, Benjamín Orbón Corujedo (1879-1944). Julián, sin siquiera saberlo,
es el último hijo de un matrimonio escindido y vive una suerte de primer destierro en
España, junto a la madre. Ella, oriunda de Cuba, había estudiado el piano con Benjamín en
La Habana. Él, profesor de piano y conocido concertista –condecorado con la Orden de
Isabel la Católica– era miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y
hombre de mundo; residía en La Habana con los demás hijos al frente del Conservatorio
Orbón, en frecuente alternancia con viajes a Europa. La temprana muerte de Ana, cuando
Julián tenía apenas seis años de edad, le aísla de afectos profundos, quedando al cuidado de
las hermanas paternas en la casa familiar de Oviedo. A pesar de algunos viajes anuales a La
Habana, la reclusión durante la niñez de Orbón en España va a marcarle con una sensación
de exilio que no le abandonará jamás. Un temprano sentimiento de desamparo le conduce a
una precoz autonomía intelectual: en el ámbito excepcional de la biblioteca familiar –que
con horror verá desaparecer entre las llamas durante los disturbios de 1934– se inicia en
lecturas solitarias que harán de él un erudito en varios órdenes. La música es en Orbón un
germen que pronto va a desarollar; en uno de los viajes esporádicos a Cuba, hacia 1933,
comienza a estudiar con Benjamín en el Conservatorio Orbón. Meses más tarde queda
inscrito en el Conservatorio de Oviedo, donde permanece incluso a lo largo de la Guerra
Civil Española y vive el difícil momento del asesinato del tío, su homónimo Julián Orbón,
director de un diario local conservador.
Al iniciarse la Segunda Guerra Mundial, Benjamín Orbón decide llevar a Julián a
Cuba de forma definitiva; ahi estudia el piano bajo su dirección hasta 1943, fecha en que

2
ingresa al Conservatorio de La Habana para estudiar, básicamente armonía y contrapunto,
con el compositor catalán José Ardévol (1911-81). Orbón, junto con otros jóvenes alumnos
de Ardévol como Hilario González y Harold Gramatges, crea el Grupo Renovación
Musical, una de cuyas metas era la de afirmar la “presencia cubana en la música
universal”.4 El carácter más bien solitario de Orbón y su formación intelectual le llevan a
escindirse de aquel grupo en 1946 y a continuar su formación autodidacta, centrándose
primero en el estudio de la música española desde los tiempos antiguos a los modernos.
Más tarde, su interés por las expresiones de origen popular español va a extenderse a las
manifestaciones de la música mestiza y negroide propias de la isla y también del continente
americano.
Hacia los veinte años Orbón es reconocido como un músico profesional por sus
actividades nacionales y en el extranjero. Desde la muerte de su padre, en 1944, queda al
frente del Conservatorio Orbón de La Habana, institución que extendía su formación
musical a las provincias de la isla. Su contacto personal con el director de orquesta
austríaco Erich Kleiber (1890-1956), quien estrena en uno de sus programas en La Habana
la Sinfonía (1945), da un impulso definitivo a la carrera del joven compositor y a su
producción futura para la orquesta. Alejo Carpentier lo señala como “la figura más singular
y prometedora de la joven escuela cubana”,5 confirmando que “se encuentra en posesión de
una obra considerable, que no contiene una página carente de interés”, 6 para concluir: “¿No
hemos de otorgarle nuestra total confianza?”7 En 1946, seleccionado para asistir a los
cursos que dirige Aaron Copland en el Berkshire Music Center de Tanglewood, inicia su
contacto con música y músicos del continente próximos a su generación –el panameño
Roque Cordero, el colombiano Antonio Estévez, el argentino Alberto Ginastera, el chileno
Juan Orrego-Salas o el uruguayo Héctor Tosar. Algunos años más tarde, en 1954, participa
con las Tres versiones sinfónicas (1953) en un concurso de composición en Caracas, donde
los miembros del jurado son Kleiber, Adolfo Salazar, Edgar Varèse y Heitor Villa-Lobos:
gana un segundo premio compartido con el mexicano Carlos Chávez. Aaron Copland
comenta en una breve nota: “Orbón [...] probó ser uno de los hallazgos del festival. Todo lo
que escribe para la orquesta ‘suena’.”8 Su obra le abre nuevas puertas en Estados Unidos,
donde durante casi cinco años consecutivos recibe reconocimientos diversos: se le invita a
la universidad de Columbia a presentar su música, las fundaciones Fromm y Koussevitzky
le hacen encargos –Himnus ad Galli Cantum (1955) y Concerto grosso (1958)–, se
estrenan sus Danzas sinfónicas (1955-56) en Miami dirigidas por Villa-Lobos, recibe la
beca Guggenheim y se instala por un breve periodo en Nueva York, donde escribe las Tres
cantigas del Rey (1960) por encargo del Festival de Compostela, España.

4
YEDRA, Velia, op. cit., p. 12.
5
CARPENTIER, Alejo, op. cit., p. 259.
6
Ibid., p. 262.
7
Idem.
8
Citado por Velia Yedra, op. cit., p. 22.

3
Si bien Orbón había sido partidario de la Revolución Cubana y, junto con otros
intelectuales progresistas de la isla, defensor de dicho movimiento desde 1959, poco tiempo
después, en desacuerdo con la orientación política hacia el comunismo deja la isla para no
volver. Abandonó desde entonces cualquier privilegio para adoptar, en cambio, el más
grande recato en el vivir, sobriedad conmovedora en la que enmarcó para siempre su exilio.
En 1960 es invitado como profesor de composición del Taller de Creación Musical que
dirige Carlos Chávez en el Conservatorio Nacional de México y se instala con su familia en
ese país hasta 1963, donde forma, con inigualables devoción y capacidad, a un pequeño
grupo de estudiantes de composición del cual creo que Eduardo Mata (1942-1995) y yo
fuimos los discípulos más beneficiados por su enseñanza. El inicio del exilio en México le
lleva a escribir Monte Gelboé, para recitador, tenor y orquesta (1962-64), a mi entender un
parteaguas que va a marcar su obra musical con el mismo sello íntimo del desarraigo vivido
en la infancia.
Al concluir con la etapa como profesor en México Orbón se instala de forma
definitiva en Nueva York, donde recibe un encargo del clavicembalista colombiano Rafael
Puyana para componer Partitas No. 1 (1963). Da clases privadas a estudiantes provenientes
de distintos puntos del continente, conferencias y cursillos en universidades
norteamericanas –Columbia y Washington in Saint Louis– y es becado nuevamente por la
fundación Guggenheim (1969). Hasta ahí, quizá, los momentos de auge, acompañados de la
composición de algunas obras nuevas hasta 1974, fecha en torno de la cual se interrumpe la
continuidad de su producción, en parte por revisiones obsesivas de instrumentaciones y
orquestaciones y en parte también por una tendencia depresiva que acentúa su aislamiento
musical. Eduardo Mata, director de la Sinfónica de Dallas y difusor de la obra de Orbón en
numerosos conciertos en los Estados Unidos, México y varios países europeos, le encarga
Partitas No. 4 para piano y orquesta (1985), en la que se alcanza a percibir una melancolía
desgarrada que parece anticipar el final de la producción de Orbón. Una última visita a
España anuncia, quizá misteriosamente, el ciclo de la vida del compositor quien, de regreso
a Nueva York cae gravemente enfermo poco tiempo después, se muda a Miami y es
alcanzado por la muerte el 20 de mayo de 1991. Después de un prolongado silencio
producto de una censura ominosa de su nombre –cuando no de la insistente negación de su
pertenencia a Cuba–, la música de Julián Orbón vuelve a sonar en la isla gracias a la
iniciativa de su antiguo, gran amigo, el poeta Cintio Vitier, quien organiza un concierto en
homenaje del compositor en la Casa de las Américas de La Habana en 1995.
La producción musical de Julián Orbón puede cifrarse en su totalidad en un poco
más de treinta composiciones, escritas entre 1942 y 1990: seis obras para orquesta, un
concierto para piano y orquesta, cinco obras de cámara, cinco para instrumento solo, seis
para voz e instrumentos, seis para coro y dos obras incidentales para el teatro. Observaré
aquí la obra de Orbón a partir de sus distintos contenidos musicales, lo que me obliga a
dividirla en cinco tendencias: española tradicional, hispanoamericana, neo-renacentista,

4
religiosa y popular. Ciertas fechas podrían ayudar relativamente a separar algunas de esas
mismas tendencias en periodos cronológicos, como veremos enseguida:9

I. Española tradicional. Abarca apenas cinco años (1942-47) pero ocupa casi la mitad
del catálogo del autor: proceso de identificación con diversas fases de la temática
hispana, observable desde la relación con la literatura –Romance de Fontefrida
(1944) y Suite de canciones de Juan de la Encina (1947), ambas para coro a capella;
“Dos danzas”, “Interludio” y “Música incidental” sobre obras de Cervantes (1943) y
Dos canciones con textos de Federico García Lorca (1942)–, con el estilo de la
música instrumental del siglo XVIII –Sonata Homenaje al Padre Soler (1942) y
Sonata (1942), ambas para piano, Quinteto para clarinete y cuerdas (1943) y
Sinfonía en do mayor (1945)–, con el rostro moderno europeo que dan a España los
estilos de Enrique Granados y, más aún, de Manuel de Falla (1876-1946), desde
donde puede observarse la influencia sobre Orbón del Concierto de clavicémbalo –
Obertura concertante, para flauta, piano y cuerdas (1942), el Capricho concertante,
para orquesta de cámara (1943) y el Concierto de cámara, para corno inglés,
trompeta, corno, violoncello y piano (1944)– y con la música popular, un elemento
que vuelve a ligarse a la línea de Felipe Pedrell y sus alumnos; en particular De
Falla –Homenaje a la tonadilla, divertimento para orquesta (1947).
II. Hispanoamericana. Fusiona los tonos peninsular e insular-continental –mestizo y
africano– y puede datarse, considerando un hueco en la producción entre 1947-50,10
entre 1950 y 1958 –si bien en el periodo anterior, el Pregón para voz, flauta, oboe,
fagot, corno y piano (1943), se basa en un texto de Nicolás Guillén que manifiesta
ya alguna presencia de lo cubano–: el autor va a dar mayor énfasis y apertura a lo ya
sembrado con la integración a su música anterior de la música popular mestiza de
América Latina y afro-caribeña a través del “son” –Preludio y toccata para guitarra
(1950-51), Cuarteto de cuerdas (1951), Tres versiones sinfónicas (1953), Danzas
sinfónicas (1955-56) y Concerto grosso (1958).
III. Neo-renacentista. Muestra un retorno a las fuentes de la música española, ahora más
específico y con una personalidad musical fortalecida por los periodos anteriores,
pudiendo datarse éste a su vez entre 1958 y 1985; puede observarse un tamiz
exigente que reduce la producción a mínimos: acentuado refinamiento en la
escritura instrumental y depuración extrema de los recursos de composición a través
de la técnica de la variación, inspirada en la noción de diferencia de Antonio de
Cabezón –Tiento, preludio y fantasía para órgano (1974), Partitas No. 1 para
9
Velia Yedra, en su estudio, op. cit., pp. 41-42, define tres elementos principales en el estilo de composición
de Orbón, dividiéndolos de acuerdo a su contenido musical: I. El mundo español: canciones populares
españolas, vihuelistas, obras instrumentales de Cabezón y vocales de Tomás de Victoria; II. El mundo
hispanoamericano con elementos negros: música popular cubana, música española y americana, música
africana; III. El mundo medioeval: canto gregoriano y las Cantigas de Alfonso el Sabio.
10
Es precisamente dicho periodo en el cual Orbón elabora con cuidado su noción de estilo, como se observará
en los primeros textos que publica en Orígenes.

5
clavicémbalo (1963), instrumentada a su vez en Partitas No. 2 para clavicémbalo,
vibráfono, celesta, armonio y cuarteto de cuerdas (1964); Partitas No. 3 para
orquesta (1965-66) y, mucho más tardía, Partitas No. 4 para piano y orquesta
(1985).
IV. Religiosa. Denota una notable vocación, quizá no suficientemente desvelada, por la
música de inspiración sacra, aquí con influencia del Medioevo y el Renacimiento
españoles; con el antecedente de la Canción a Nuestra Señora, basada en un poema
de Fray Luis de León compuesta por Orbón a los dieciocho años, puede datarse
desde 1943 hasta 1985, siendo la directriz más persistente en la producción del
compositor: Crucifixus, motete para coro (1953), Himnus ad Galli para soprano,
flauta, oboe, clarinete, arpa y cuarteto de cuerdas (1955), Tres Cantigas del Rey
para soprano, clavicémbalo, percusiones y cuarteto de cuerdas (1960), Monte
Gelboé para tenor, narrador y orquesta (1962-64), Introito (1967-68) y Oficios de
tres días (1970-), ambas para coro y orquesta y, por su temática inspirada en el
motete O Magnum Mysterium de Tomás Luis de Victoria, la ya aludida arriba
Partitas No. 4 (1985).
V. Popular. Se trata de una tendencia que, inspirada en el modelo del cancionero de
Pedrell, ofrece diversas adaptaciones literarias o versiones musicales que Orbón
hizo de canciones de origen cubano, mexicano, estadounidense y español; arranca
desde los años cincuenta y concluye hacia fines de los ochenta: su adaptación más
famosa –los “Versos sencillos” de Martí a la canción “Guantanamera”– es, sin
embargo, la menos difundida a causa del a veces confuso y a veces nada ético
intento de algunos de apropiarse de ella, si bien Cintio Vitier contribuyó a dar
temprana constancia del hecho.11 Otras contribuciones de Orbón en este terreno son
sus dos adaptaciones para coro a capella de canciones populares –“La llorona” y la
Balada de Jesse James, de las Dos canciones folklóricas para coro (1970-72)– y,
pocos años antes de morir, su versión para voz y piano de una serie de canciones
asturianas que reúne en el Libro de cantares (1987), cuyo retorno a los orígenes
hispanos de su música cierra enigmáticamente el círculo que hilvana albores y
tinieblas en su obra.

Tantas vertientes en la obra de Julián Orbón evidencian su apertura hacia horizontes


que ensayan fusiones originales entre lo hispano y lo cubano y latinoamericano, lo antiguo
y lo moderno, lo profano y lo religioso, lo popular y lo íntimo. Desde esa mirada hacia
tantas sendas y metas parece inexacto, o acaso mera apreciación esquemática, el intentar
ubicar a Orbón y a su obra solamente en un país, en una época, en cierta música, en una
corriente o en un público. El error es aún mayor si se intenta excluirlo de cualquiera de

11
VITIER, Cintio, Lo cubano en la poesía, Universidad Central de las Villas, Cuba, 1958, p. 214:
“Experiencia inolvidable, verdadera iluminación poética, la de oír a Julián Orbón cantar con la música de la
“Guantanamera” estas estrofas donde Martí alcanza, en su propio centro, las esencias del pueblo entero: Yo
soy un hombre sincero / de donde crece la palma, y antes de morirme quiero / echar mis versos del alma”.

6
ellos, como ya ocurre al no aparecer en bibliografías, catálogos, diccionarios, enciclopedias,
festivales, grabaciones, historias, etcétera, que podrían prestigiarse de objetividad al denotar
su existencia. Quienes conocieron a Orbón y quienes se introduzcan hasta ahora en el
conocimiento de su obra quizá coincidan en la dificultad de alinearlo en un solo margen
para entender mejor la idea de observarlo dentro del espacio complejo de tantas
encrucijadas. Con seguridad así lo mostrarán nuevos, indispensables estudios, sobre su
música.12
Una escasa indagación de la obra musical de Orbón y una serie de estudios hoy
extemporáneos han contribuido a esquinarla o a percibirla equívocamente como parte de un
par de tendencias, ambas demasiado estrechas: un neo-clasicismo –casi solamente la Sonata
para piano podría confirmar tal hipótesis– y un panamericanismo –que se detiene en el
Concerto grosso. De lo anterior dan testimonio diversos diccionarios, por ejemplo, que sólo
consignaron su producción hasta los años sesenta.13 Una observación cuidadosa del hondo
tono del estilo de Orbón conduciría a entenderlo como parte del inmenso mundo musical de
la modalidad, substancia que da unidad a toda su obra y en todas sus vertientes. La
modalidad es el estilo teórico de un sistema que propone el modo de servirse de una escala
tradicional –como la diatónica– y los modos son tantos como notas la escala. Decir
modalidad es nombrar los distintos perfiles del rostro melódico y armónico de una música,
algo que la mano de un compositor como Orbón deja percibir en elegantes rasgos propios
de lo español tradicional, hispanoamericano, neo-renacentista, religioso y popular de su
música. Es dentro de la modalidad donde Orbón diversifica y unifica; primero, refinando
sus cantos con giros que acentúan una personalidad inconfundible, y luego, confiriendo al
todo ese carácter de rizoma propio de lo modal que se distingue en su obra.
Visto desde la perspectiva de la música del siglo XX, invito aquí a observar cómo el
paralelismo entre la modalidad de principios de siglo que une a Claude Debussy y De Falla
va a reproducirse en los seguidores musicales más significativos de uno –Olivier Messiaen–
y de otro –Orbón–, cuyas respectivas obras tenderán a su vez de maneras distintas hacia la
composición de una nueva música, profana y religiosa. Orbón coincidirá también con
Messiaen en su sabia resistencia individual a la música serial que se opone a las identidades
musicales desde la postguerra. Durante periodos más extensos de su vida va a sondear las
fuentes modales del gregoriano a través de la música española del Medioevo –Alfonso el
Sabio– y del Renacimiento –De Victoria, Cabezón, de Milán– para crear una rica paleta que
se sirve de los modos de la escala como recurso para transitar de los ámbitos de lo popular a
12
Puedo señalar en México el inicio de un trabajo de tesis de doctorado sobre Orbón, desde 1999, emprendido
por la compositora Mariana Villanueva en la Universidad Autónoma Metropolitana.
13
Véanse textos incluso relativamente modernos para ejemplificar dicha observación, como el Dictionary of
Contemporary Music (John Vinton, Editor, E. P. Dutton, New York, 1974, p. 539) cataloga la obra de Orbón
sólo hasta 1968, señalando escuetamente que su música “ha sido influida por un amplio rango de intereses
musicales y literarios, incluyendo su amistad con Carlos Chávez y Heitor Villa-Lobos.” Mientras, en sólo
siete líneas que hacen abstracción del catálogo, The Grove Concise Dictionary of Music (Editado por Stanley
Sadie, MacMillan Press, Londres 1988, p. 541) indica, además de las dos influencias anteriores, las de M. De
Falla y los Halffter. En cuanto a esta última influencia –Ernesto y Rodolfo Halffter– entiendo que es bastante
breve y no rebasa el periodo que he denominado español tradicional en Orbón.

7
lo religioso. La modalidad es en Orbón un constante juego de claroscuros, capaz de aliar la
brillantez de su música que festina lo popular a la sobria exigencia de su pensamiento
formal o de adhesión por lo litúrgico. Dicho en términos geo-biográficos que rebasan la
mera literatura musical, su estilo es la Cuba y el Nueva York de la luz y del ruido frente al
mundo tenebroso y de silencios íntimos de Oviedo y del destierro.
Orbón pertenece a varios mundos culturales a la vez, un factor de riqueza que se
opondría a toda idea de integrar exclusivamente su obra a uno cualquiera de ellos: no es el
español, ni el cubano, ni el exiliado en México o en Nueva York sino el resultado de un
sutil equilibrio íntimo entre esas y otras, múltiples referencias. En España, su identidad
oscila con singular libertad entre un pasado musical –que rescata mejor que otros músicos
locales– y un presente que, por fuera de los antecedentes familiares, mantiene estrecha
afinidad intelectual con figuras como García Lorca y De Falla. En Cuba, su música se
integra al pasado afro-caribeño con la misma fluidez que lo hace con el grupo intelectual de
la revista Orígenes, donde el abanico esencialmente poético incluye desde José Lezama
Lima y Ángel Gaztelu, a Fina García Marruz y Cintio Vitier. En México, Orbón se alimenta
de la experiencia de la música popular mestiza, de la amistad de Chávez –quien le hace
compartir su vivencia del mundo del prehispánico–, a la vez que su identidad se adhiere a
nuevas fraternidades, como la de María Luisa Elío y Jomi García Ascot, refugiados
españoles. En Nueva York, Orbón es parte de un círculo aún más extenso: los compositores
Stravinsky y Copland, los intérpretes Andrés Segovia, Rey De la Torre y Rafael Puyana,
los literatos exiliados Francisco García Lorca o Felipe Teixidor y el músico Gustavo Durán.
En Orbón, como en su música, no hay fronteras sino un paso incesante de la iluminación a
la nebulosidad –lo que Gaztelu nombra en su Nocturno: “un tañido del aire recorre lo verde
/ y vibra en la penumbra de una campana”–, ese talento singular hacia lo antiguo y lo
moderno que Chávez identifica consigo mismo y atrae hasta México, eso que la óptica del
chileno Juan Orrego Salas pide entender, desde la discreta dignidad del exilio neoyorkino,
como al Bartók hispanoamericano.
La vida de Julián Orbón, como su música, está hecha de destierros cuyas
quebraduras parecen ensayar de modo incesante el reencuentro con los orígenes, nostalgia
abismal por otros tiempos, casi arquetípica, que habita en su ser desde el nacimiento y
durante el desarraigo infantil en Oviedo, lejos del núcleo paterno y fraterno. En Cuba va a
abrir las puertas de sus sentidos y emociones adolescentes a encuentros que, con la hermana
de Ana, la tía Carmen –dedicataria de la Toccata–, le reintegran el afecto añorado de la
madre muerta, le revelan la festiva vitalidad cubana de Mercedes Vicini, “Tangui”, con
quien casa en 1945, o más tarde y desde la vivencia de esa verdad anticipada del imaginario
que es la poética de Lezama Lima, le incitan al goce lúdico que “teje el tiempo” y alambica
mundos sólo opuestos en la realidad. Una resistencia a coincidir en todo con la Revolución
Cubana, en principio su propia vena religiosa y un inimitable desinterés por el poder, le
lleva a un nuevo exilio. En el de México alimenta en silencio su reflexión sobre la música
hispanoamericana y se adentra en el desconsuelo del rompimiento entre hermanos –Monte
Gelboé. Nueva York, el más largo exilio, es el sitio que ha debido oír entre susurros en la

8
voz de la madre y al cual parecería acudir imantado por un recuerdo mítico; su Nueva York
es el jubiloso Parque Central y el Village; el de la libre confluencia entre culturas; el de la
tertulia hispana, cubana y latinoamericana –que estudios cuidadosos habrán de desvelarnos
mejor algún día–; el de exilios musicales vividos más como anonimato que como
oportunidad –Bartók, Varèse o él mismo– y, desde dentro, el de una irreversible sensación
de pérdida que le hace regresar a una España cuyos ayeres y hoyes revive lo mismo desde
un claroscuro más que mezclan el goce del reencuentro y el sentimiento de duelo.
Para mejor situar hoy a Julián Orbón en el contexto de la música hispanoamericana
es útil abordar aquí el asunto, aún poco elaborado, sobre la intensa línea de afinidad que le
une a Manuel De Falla, su auténtico padre musical, lazo que le hermana involuntariamente
al compositor francés, de origen andaluz, Maurice Ohana (Casablanca 1914, París 1994).14
En contraste con la oquedad de la mayor parte de la música producida en la península
durante la dictadura, y precisamente por haber ocurrido fuera de España, Ohana y Orbón
son a mi parecer los únicos que continuaron de manera original la obra iniciada por De
Falla a través de nexos temáticos, instrumentaciones o la marcada influencia que ambos
guardan del universo sonoro del Concierto de clavicémbalo. En Ohana la influencia se
manifiesta a través de su creativa aventura en una música hispana de verdadera vanguardia
–iniciada con el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (1950)– mientras que, en Orbón, al
polo opuesto, su mirada intensamente profunda hacia el pasado. En contraste con la
xenofobia que esconde la España del pandero y la castañuela, cuando no de una abstracción
que la dictadura pretendía promediar con la europea, Ohana y Orbón son parte de un tronco
común que crece junto con sus raíces –la música árabe y el micro-tonalismo en Ohana– y
sus ramas –la música afro-antillana y la mestiza del continente americano en Orbón. Otra
vez el rizoma, además del recio tronco, son la sabia que renueva la tradición que ambos
reciben de Manuel De Falla y que hacen germinar en otras tierras. En concreto en Orbón,
aun si mantiene en sus primeros pasos proximidad con la música española tradicional y en
la madurez se perfilan por el mismo gusto por el Renacimiento en De Falla, poco a poco
adquieren un hiriente tono claroscuro producto de la vivencia de esa condena que fue para
él vivir en múltiples exilios. Éstos aportan a la veta que une la obra de Orbón a De Falla
una violencia dolorosa y una austeridad resignada que se priva del goce de la tierra.
Hay en la música de Julián Orbon una irreversible humildad que parecería intentar
convencernos de la belleza de lo otro antes que de lo propio: el coral de Tomás de Victoria,
la estructura de la diferencia en Cabezón, la resonancia arcaica de la Cantiga, la sonoridad
que continúa al Concerto de M. De Falla, la suave cadencia del ritmo afro-cubano, entre
otras, son evocaciones que su memoria ha guardado con vigoroso afecto y que recrea
dentro del tiempo presente de una obra ciertamente original, concebida tantas veces como

14
Sostuve esta tesis al inicio de los años setenta en una conferencia en la Casa del Lago de la UNAM sobre la
nueva música española y hoy me parece aún más certera que ayer por las evidencias mostradas por las
respectivas producciones de Ohana y de Orbón, lo mismo que por la ausencia, al interior de la península, de
una reflexión transcendente sobre la rica influencia de Manuel De Falla. De ello da cuenta el escaso
conocimiento que en España se tiene de uno y otro descendientes del de Cádiz.

9
la invocación sagrada del absoluto del otro por encima de lo que es notable en lo propio. La
relevancia que Orbón da a la dimensión ajena hace que él mismo sea en su música sólo
circunstancial, como si su filosofía del componer depurase toda codicia y se propusiera la
individualidad sólo como una adición de afinidades con el otro. Discreta supresión de ego,
Orbón aspira a un yo compartido, heterogéneo, que teje en finas redes el tiempo de la
música en una espiral que se aviva en la memoria. Ese yo compartido supone en el yo
propio una substancia que, ajena a toda competencia, participa de una verdad
profundamente esparcida en el ser y nos hace intuir al estilo como esencia. Una voz no es
sino todas los voces:

El milagro del gregoriano nos demostró que una síntesis de elementos dispersos, orientales,
asirios, hebreos, bizantinos, algunos de ellos tocados de una lejana voluptuosidad u
originados en exóticas magias, va a ser el canto más unificado, puro y que nos lleva más
cerca de lo angélico.15

Detrás de esa idea yacería también la esencia del propio estilo de Orbón en tanto
que summa, tendencia que da transparente consonancia a su obra religiosa con verbos
plurales que vienen del gregoriano, las cantigas o la polifonía renacentista, todo ello
permeable al resto de su producción como espacio abierto a la confluencia de tiempos
múltiples o como una música edificada sobre la abundancia de vectores. Pero también, y en
ello va a residir lo más singular del estilo orboniano, esa síntesis en la que se cruzan
sensualidad y misticismo, arrebato e inocencia, todo ello manifestación de un “absoluto
primario”.16 Dicho ecumenismo se resiste a la disgregación de los estilos en la época
moderna que rompen con la presencia de lo “infinito como génesis”, 17 fervor que sitúa una
vez más a Orbón en la dimensión de Messiaen, ambos emblemas de una nueva figura
católica, la del compositor-investigador, cuya búsqueda tiende a recuperar lo imperecedero
del estilo musical. Desde los primeros escritos de Orbón, precisamente durante un periodo
de abstinencia en el componer, entre 1947 y 1950, su preocupación estética por la noción
de estilo –“juicio sintético de relaciones simbólicas dentro de la cultura”–18 intenta poner en
un primer plano lo transcendental. El planteamiento de Splenger sobre el fin de la música
occidental con el Tristán de Wagner sirve a Orbón para asumir, con temple, la idea de que
el “ser alimentado por una decadencia, supone una plenitud del estilo; solamente en el
vórtice de una decadencia se encuentra la cima de una cultura”. 19 La idea misma de
decadencia es para Orbón una experiencia refinada del pensamiento, ese “regusto ante la
seguridad de un estilo logrado”20 que permite liberarse a lo que él ve como intuiciones,

15
ORBÓN, Julián, “En la esencia de los estilos”, Orígenes, No. 25, La Habana, 1950, p. 57.
16
Ibid., p. 60.
17
Idem.
18
ORBÓN, Julíán, “De los estilos transcendentales en el postwagnerismo”, Orígenes, No. 14, La Habana,
1947, p. 35.
19
Idem.
20
Ibidem, p. 36.

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seducciones y magias. No es difícil coincidir con Orbón: en la base de la pirámide del
proceso de creación, la abstracción científica de lo teórico sirve de base al mecanismo
selectivo que ordena a la materia musical en un sistema, sobre el cual a su vez la intuición
experta deriva en el estilo como preeminencia de lo primario y lo arquetípico. Estilo es
imaginación y, por ello, su declaración es más elevada cuanta mayor destreza hay en el uso
y transcendencia del sistema y más pueden ambos vincularse con el sustento teórico. Dicha
cadena de relaciones aparece en Orbón cuando convoca a Bartolomé Ramos de Pareja
como origen de la teoría del temperamento, que a su vez sirve al sistema musical fundado
por Luis de Milán en El Maestro para, finalmente, intensificarse en el dominio de un estilo
expresivo en Antonio de Cabezón. Es desde esa perspectiva de excelencia que observa al
maestro que escoge como modelo, De Falla: “El sentido extático del maestro [...] no
intentaba la obra por la obra, sino la obra por el estilo, empedrado riguroso, aprendizaje
lento y maravillado de un modo de hacer, de una actitud común que hiciera posible la
unificación y la universalidad de los impulsos.21 Dicha observación va a concentrarse en su
visión del Concerto como parte del “mundo mágico y real, vieja paradoja hispánica”22 que
alcanza la proeza de volver a la esencia del estilo:

El gran estilo español, el estilo que animó en la decadencia el verso de Góngora y de


Quevedo, el discurso de Gracián, el estilo que ya mantenía en nuestro humanismo la pasión
exaltada; que ya vivía en los diálogos de Vives, en los planos de Juan de Herrera, en la
polifonía de Victoria: el Barroco español. Ese barroquismo atormentado es lo que hace
crecer en lenta angustia la obra de Manuel de Falla.23

Orbón se alimenta de las raíces de la historia para propiciar la vivencia del pasado
en el presente; su reflexión histórica abre una brecha antes inexplorada en la música del
continente: propone observar las aportaciones españolas del Renacimiento para crear una
nueva música hispanoamericana fincada en “la madurez instrumental de la variación como
forma musical, en la diferencias de Luis de Narváez”,24 en la “unión de lo popular y la
individualidad creadora, la fusión de la poesía y de la música”25 propia de los “cancioneros
españoles de los siglos XV y XVI”,26 que encuentra como origen de “la enorme irrupción
de música que son las formas de canto y danza en América”.27

21
ORBÓN, Julián, “Y murió en alta Gracia”, Orígenes, No. 12, La Habana, 1946, p. 16.
22
Ibid., p. 17.
23
Ibid., p. 18.
24
ORBÓN, Julíán, “Tradición y originalidad en la música hispanoamericana”, Revista del Conservatorio
Nacional de Música, México, No. 1, julio de 1962 (reeditado en Pauta, Vol VI, No. 21, Enero-Marzo 1987,
México, p. 22).
25
Idem, en Pauta.
26
Ibid., p. 23, en Pauta
27
Ibid., p. 26 en Pauta. La geografía musical que arranca desde el Golfo de México hasta el sur de las costas
orientales del continente americano no participa necesariamente de los elementos puramente indígenas, más
propios de la música de un país como México. En sus textos sobre las seis sinfonías de Carlos Chávez –
músico de similar reluctancia al serialismo– Orbón reconoce al compositor que se encarga de completar ese
importante hueco como representante de “una revolución que vuelve a los mitos, que resucita a los dioses [...]

11
La preocupación de Orbón por los asuntos del estilo le conduce a considerar la
música hispanoamericana como uno de los caminos propiamente originales de la música
occidental; acude al nacimiento de la variación en España con el Delfín de música de
Narváez para señalar una tendencia característica de nuestra genética musical cuando se
compara con la inclinación alemana por el desarrollo sinfonico:

Si en la base de la variación encontramos el ornamento, en el centro de la forma sonata –en


la sección de desarrollo– el elemento principal es el motivo. La división de un tema en
motivos y la intuición de las posibilidades constructivas de esa fragmentación, supone una
situación del pensar musical distinta a la [...] variación ornamental . Se trata ahora de una
actitud dialéctica, de una lógica del devenir, en cierta manera de un “sistema”; por eso la
forma sonata y su expresión sinfónica alcanza su plenitud en el pensamiento musical de los
grandes maestros alemanes. Podemos llegar, desde luego, a esta conclusión: la
ornamentación ilumina un tema: el trabajo motívico lo razona.28

A mi entender, el examen del propio Julián Orbón sobre esta disyuntiva en composición –
discretamente enunciado en su texto sobre las sinfonías de Chávez– va a contribuir al
desarrollo del modelo de la variación al interior de su serie de Partitas. Éstas son el
resultado de un diseño conciliador que combina, de manera novedosa, lo ornamental con lo
motívico, eso que convierte a las Partitas, enfocando ahora libremente el sentido de dichas
palabras hacia su autor, en una iluminación razonada.
Julián Orbón era un dotado intelectual y lo mismo podía escribir ensayos sobre
música que sobre otros temas –crítico musical del periódico Alerta entre 1944 y 1948 y
miembro de la Revista Orígenes hasta su desaparición en 1958–, algo que este libro dejará
constatar ampliamente. Tómese entre otros ejemplos el de su extenso ensayo sobre José
Martí, en el que se desdibuja una relación de identidad con el poeta a través de una
“incomparable efusión de amor, comunión que, fuera de la establecida por una fe religiosa,
es la más absoluta que conozco”. 29 Bajo esa óptica, nos dice más adelante: “Martí no fue
un místico; aceptemos que no fue, confesionalmente, un cristiano; sin embargo, alejado de
todo dogmatismo, llega a vincularse con la forma específica del amor cristiano: el amor
espiritual a la persona”. Martí es también identidad en el destierro: México, los Estados
Unidos y, en Orbón, el apartamiento primigenio en España.
Quienes conocieron a Julián Orbón en persona, aun si no alcanzaron a leer textos de
escasa difusión en vida del autor, pudieron apreciar con seguridad uno de sus rasgos más
distintivos: el conversador capaz de abordar casi cualquier asunto a través de vastos,
eruditos discursos, articulados por un talento inédito para asociar ideas –talento que señalé
en el carácter poli-sistémico de su música para fusionar lo arcaico y lo moderno.30 Su

de las grandes culturas prehispánicas”. (ORBÓN, Julián, “Las sinfonías de Carlos Chávez”, primera parte,
Pauta, Vol VI, No. 21, Enero-Marzo 1987, México, p. 68.)
28
ORBÓN, Julián, “Las sinfonías de Carlos Chávez”, primera parte, ed. cit., p. 64.
29
ORBÓN, Julián, “José Martí: poesía y realidad”, Revista Exilio, p. 3.
30
ESTRADA, Julio, op. cit., p. 89.

12
sapiencia, de formación tan autodidacta como la musical, abarcaba predominantemente la
filosofía, la religión, la historia, la política, la literatura o las artes. Presenciar en lo privado
una conversación de Orbón era escuchar la cadenza improvisada de un virtuoso en un estilo
cuajado de parábolas, imágenes o figuras nacidas de su vocación para la persuasión poética.
El parentesco que en particular mantuvo su imaginación con la de José Lezama Lima y los
rasgos de identidad con José Martí hacían a su vez de Orbón un poeta iluminado por la
libertad de reflexiones armadas o improvisadas que deslumbraban al oyente con viajes a
espacios reales o de encantamiento.
A través de su obra musical y literaria Julián Orbón revela sin ambigüedad alguna
los ascendientes en los que han bebido su estilo y su pensamiento: decir Orbón es hacer
mención de todo lo que venera y ama convertido en sabia de fluencias e influencias. Es
también nombrar, en el fondo, la anhelosa búsqueda que le lleva a ordenar raíces
extraviadas que su obra nos deja como ofrenda. Y también, largo tormento, es silencio entre
líneas que ansía el reencuentro con la “Mujer-Diosa-Mar”31 que yace aflictivamente en lo
recóndito de su memoria. La obra de Orbón nos deja esa enérgica, doliente herencia, que da
la sensación de añorar desde siempre una pérdida que se funde en un océano de
oscuridades.
Figura de la composición e intelectual de primer orden, Julián Orbón deja huellas
indelebles en el siglo XX; su independencia musical y crítica son raras en un mundo de
coincidencias estéticas e ideológicas que parecerían apartarlo de espacios que, por otra
parte, no hizo sino florecer; su disimilitud respecto de otros muestra la forja de una obra
musical y pensante que concilia un caudal de vertientes que, opuestas o incluso
contradictorias, no alcanzan a ser excluyentes; su doble, rico legado para la cultura
hispanoamericana, plantea la necesidad de nuevos estudios que dejen advertir su
contribución generosa a la historia colectiva y su lugar auténtico en ésta; su historia
personal, por fin, laberinto novelado de luces y sombras, es un recorrido complejo que sólo
se explica desde la infinita probidad de su amorosa lucha interior.

31
ORBÓN, Julian, “Tarsis, Isaías, Colón”, Revista de la Universidad Central de Las Villas, No. 1, Santa
Clara, Cuba, 1958, p. 13.

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