Está en la página 1de 1

Aracnofobia

A Pablo las arañas le daban muchísimo miedo. Cuando estaba caminando y veía
que uno de esos bichitos peludos se anteponía en su camino, se cruzaba de
vereda; incluso era capaz de volver por donde había venido, incapaz de pasar a
una distancia menor de un metro de cualquiera de estos animalitos.

Una tarde, cuando regresó de la escuela metió la mano para coger los libros de la
mochila y al sacarla sus ojos estallaron: una araña no muy grande (para él
gigantesca) subía por su mano. Por mucho que intentó sacudir el brazo, no se
cayó. Corrió en busca de su madre y ella se encargó de coger al animalito que no
medía más que unos pocos milímetros y depositarlo cuidadosamente en el suelo.

— Mátala, mami, por favor. Así no me hará daño.

Su madre lo observó con los ojos asombrados y le preguntó:

— ¿A ti te gustaría que viniera una persona más grande que tú e intentara


aplastarte sólo por tenerte miedo?

— Pero es que yo no soy peligroso.

— ¿Y la araña sí? ¿Te ha hecho algo?

— No, pero casi…

— ¿Te parece que si hubiera querido picarte no lo habría hecho?

Pablo sintió que esa conversación no tornaría a su favor y se quedó callado. Esa
fue la primera vez que se enfrentó de cerca con una araña. A la semana siguiente,
nuevamente se encontró con uno de estos animalitos en su mochila y no sólo se
dio cuenta de que ya no les tenía miedo sino que la araña no había aparecido allí
de casualidad.

Al día siguiente se acercó a Raúl, el chico malo de la clase, con quien siempre
tenía problemas y le dijo con una sonrisa:

— Gracias. Si no hubiera sido por ti, todavía seguiría teniéndoles mucho miedo a
las arañas. Me hiciste entender que hay otras cosas que sí merecen ser temidas.

También podría gustarte