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Alexandra Gonzalez
National University of Colombia
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Resumen:
Summary:
This article is divided into three parts. The first one analyzes the trajectory of the
treatment of common crime in the defense policy and democratic security and the sectorial
strategies of the integral security and defense policy that seek to attack the high rates of street
crime. Then it is presented how, through the discourses promoted in the mass media, constructs
narratives that pretend a will of truth in relation to the treatment that should be given to street
crime. The third part examines the understanding of punishment and its retributive function in the
integral security and defense policy, and analyzes the importance of the adequacy of the criminal
policy as a contributory aspect to the governance in the Colombian postconflict.
Keywords: Criminology, delinquency, citizen security, Colombia
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Introducción:
Las reformas a las políticas de seguridad y defensa que se desarrollan actualmente en
Colombia no responden de manera estricta a la implementación del Acuerdo Final para la
terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, toda vez que, como fue
ampliamente conocido por la opinión pública, éste fue un tema vedado por el Gobierno en la
Mesa de conversaciones de La Habana. No obstante, si es consecuencia tanto de la guerra como
de la paz.
La transformación de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia –FARC en un
partido político, es un hecho que trastoca una de las políticas de estado más consistentes que ha
tenido nuestro país durante más de medio siglo, la política de la lucha contrainsurgente,
recientemente denominada lucha contra el terrorismo. Al dejar de existir las FARC como grupo
alzado en armas, deja de ser el principal foco de atención de la política de seguridad y defensa, y
a pesar de lo que se puede creer, el Ejército de Liberación Nacional –ELN no llega a ocupar ese
lugar. Ahora se le otorga a la delincuencia organizada, la cual muchas veces resulta ser la
delincuencia común, pues se considera que es ésta la que impide alcanzar condiciones de
seguridad óptimas para garantizar la prosperidad democrática y el progreso nacional.
El presente texto pretende analizar las transformaciones de las políticas de seguridad y
defensa, que tienen como resultado inmediato, promover una respuesta penal y punitiva del
Estado ante el problema de la delincuencia común. Para ello, se busca identificar el uso y la
comprensión de las narrativas como espacios de problematización entre actores para la
constitución de lineamientos de política pública.
Las decisiones de endurecimiento de las medidas punitivas de la política criminal que se
han adoptado en los últimos años, no se han basado en estudios empíricos sólidos que muestren
la utilidad de, por ejemplo, recurrir al aumento (o disminución) de una pena, o a la
criminalización de un cierto comportamiento. Se han adoptado principalmente por la necesidad
de responder a fenómenos de opinión pública, en los cuales las narrativas han cumplido un rol
decisivo.
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El 72% de los recursos del Plan Colombia se destinaron al componente de apoyo militar y
policial, concentrados en tres aspectos: reducir las hectáreas de cultivos de coca; neutralizar las
concentraciones guerrilleras y la capacidad operacional de las Fuerzas Armadas Revolucionarias
(FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) a través de nuevas tecnologías de detección y
ataque; y fortalecer las capacidades operativas de la Fuerza Pública tanto en materia de
armamento y material de guerra, como en el mejoramiento en los sistemas logísticos de
aprovisionamiento, comunicación, planeación, inteligencia y equipamiento de las Fuerzas
Militares (Departamento Nacional de Planeación - DNP, 2016).
El Plan Colombia estableció como objetivo general combatir las drogas ilícitas y el
crimen organizado, a través de la superación de la amenaza “narcoterrorista” representada por las
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FARC. No obstante, los gobiernos de EEUU y Colombia reconocieron que otras modalidades del
crimen afectaban la seguridad del país. Por ello diseñaron un conjunto de programas para
combatir las distintas expresiones y formas del crimen organizado, el cual se amplió del espectro
anti-insurgente, y cobijó otras formas de criminalidad urbana, a los cuales se les atribuye en gran
medida la comisión de los delitos de alto impacto social en las ciudades, como lo es el hurto a
personas, vehículos, motos y comercio.
En esa perspectiva, el PC tenía como línea de acción fortalecer y modernizar el servicio
de justicia y reducir la impunidad, para lo cual se diseñó el Programa de Reforma al Sector de la
Justicia (PRSJ), con recursos directos del fondo de los Estados Unidos, del cual se desprendió la
Reforma al Sistema Penal Acusatorio.
El Fiscal General de la Nación que lideró esta reforma, Luis Camilo Osorio, afirmó
durante el trámite legislativo de esta norma, que:
Las naciones con sistemas judiciales de tendencia acusatoria logran una mayor represión
del crimen en las tres instancias, policial, judicial (jueces y fiscales) y de encarcelamiento, con el
resultado de lograr bajas tasas de criminalidad (homicidios), y que todo ello se debe,
fundamentalmente, a que en los países con tendencia acusatoria aplican el principio de
especialización en virtud del cual el fiscal investiga a fondo y deja las funciones de administrar
justicia a los jueces, concluyendo que la mayor eficacia de fiscales y jueces culmina con una
mayor cantidad de delincuentes pagando condenas en prisiones, con lo cual disminuyen la
congestión, la impunidad y la criminalidad (Grosso, 2005).
De los 194.813 delitos que, según la Fiscalía, se reportaron en los primeros 18 meses del
nuevo sistema penal acusatorio (del primero de enero del 2005 al 30 de junio del 2006), 64.375
fueron hurto agravado; 27.330 hurto calificado y 18.827 lesiones. Los tres suman el 56,7 por ciento
del total. “El alto volumen de estos delitos de bagatela, según la Fiscalía, está desgastando el
sistema, pues implica que los recursos humanos y técnicos no se inviertan en los grandes casos de
criminalidad, lo que aumenta la impunidad” (Gómez, 2007).
Este contexto promovió la discusión y aprobación en el Congreso de la Republica de
Colombia de la Ley 1153 de 2007, más conocida como la ley de “pequeñas causas”, que
pretendía en primera instancia descongestionar el sistema penal colombiano de los delitos
menores y de alto impacto social y además, darle un tratamiento diferencial a los delincuentes
comunes.
La ley tenía entre otros propósitos, establecer un régimen especial para los casos de menor
trascendencia social, así como descongestionar a la Fiscalía General de la Nación con miras a que
proyectara todos sus esfuerzos en la lucha contra el crimen organizado y enfrentara la
investigación de delitos de mayor connotación social, por lo que asignó la función de indagación
e investigación de las contravenciones a la Policía Nacional y no a la Fiscalía. Esta ley había
convertido en contravenciones penales algunas conductas antes consideradas delitos en el código
penal y fijó para las mismas un régimen de penas, estableciendo como principales el arresto, la
multa y el trabajo social no remunerado en dominicales y festivos.
Para el año en el que se promulgó esta ley, la Policía registraba un aumento en los índices
de la delincuencia en Colombia. Según cifras de la Oficina de Información en Justicia con base
en indicadores de “Avance de la Política de Defensa y Seguridad” del Ministerio de Defensa-
DEE (2014) en el año 2004 habían 130 casos de hurto común (callejero) por cada 100.000
habitantes, y para el año 2006 la cifra ascendía a 211 por cada 100.000 habitantes. Teniendo una
tendencia creciente.
De igual forma, la revista Criminalidad, del Centro de Investigaciones Criminológicas de
la Dijín, señaló que cada hora del año 2006 en el país eran denunciados 44 delitos, y 14 de cada
100 casos fueron robos a personas. Por tanto, el hurto se empezó a configurar desde esta época, y
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en los años venideros, como la principal actividad delictiva de la sociedad colombiana, y una de
las que más afectaba la percepción de inseguridad en las ciudades.
Durante los siete meses que estuvo en vigencia esta norma1, se crearon jueces
especializados en pequeñas causas en los barrios para que las víctimas de los delitos menores
pudieran presentar sus denuncias y acusaciones contra los delincuentes callejeros con mayor
facilidad y eficacia. Sin embargo, esta situación no generó una disminución en la comisión del
delito del hurto. El problema frente a la delincuencia se mantenía, lo único que varió fue el
endurecimiento de la pena sobre el sujeto delincuente, profundizando la selectividad de la política
criminal.
A pesar de la aplicación de un modelo basado en el eficientismo penal, no se logró con el
cometido de reducir los altos índices de criminalidad, especialmente en lo relativo a los delitos de
alto impacto social. Entre 2002 y diciembre de 2010 aumentaron los hurtos comunes en un 48 por
ciento, los hurtos a personas en un 83 por ciento, los de residencias en un 7 por ciento y los del
comercio en un 8 por ciento (Velasquez, 2011).
Juan Manuel Santos recibió el país con ese panorama crítico en materia de seguridad
ciudadana, y para enfrentarlo, decidió continuar con los lineamientos establecidos en el PC para
éste propósito. Profundizó la idea del eficientismo penal como la principal medida punitiva para
atacar los altos niveles de delincuencia común.
En la Política integral de seguridad y defensa para la prosperidad, se buscó crear
condiciones de seguridad para la convivencia ciudadana. Para ello se planteó fortalecer el control
policial en el territorio nacional para buscar la disminución del homicidio, el hurto agravado y las
lesiones personales, los delitos de mayor impacto ciudadano; desarticular las organizaciones
delincuenciales, y así conseguir la disminución de las tasas de extorsión y micro-extorsión; y
fortalecer la investigación criminal, para lo cual se requirió el fortalecimiento de los sistemas de
georeferenciación, información y denuncia ciudadana.
En esa perspectiva, el Gobierno inicio una política de priorización de delitos:
1
La ley fue sancionada el 31 de julio del 2007, y comenzó a regir desde el 1 de febrero del 2008. La Corte
Constitucional la declaró inexequible el 10 de septiembre de 2008 por medio de sentencia C 879/08.
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Es deber del Estado contrarrestar la totalidad de los delitos tipificados en las normas
vigentes. Con todo, la ocurrencia, modalidad, gravedad e impacto no son iguales y los recursos
resultan limitados. Por ello, y sin descuidar las obligaciones de ley, las intervenciones por
desarrollar deben responder a una priorización de tipos penales como el homicidio, las lesiones
personales, el hurto, las muertes en accidente de tránsito, la extorsión (en especial la microextorsión)
y el tráfico de armas y estupefacientes (específicamente el microtráfico). Las razones por las cuales
resulta pertinente priorizar la acción del Estado en las anteriores conductas delictivas son su alto
impacto, su interrelación con otras modalidades criminales y su incidencia en la percepción de
seguridad (DNP, 2011).
Desde dicho planteamiento, se tomaron distintas medidas como líneas de acción para
avanzar en dicha priorización o –selectividad- de los delitos de mayor impacto social. Las
principales fueron impulsar, en el marco de la revisión de la política criminal la reincidencia como
factor determinante en la dosificación de la pena, la reducción de beneficios penales y el
establecimiento de agravantes punitivos; la promoción en la reforma del código carcelario y
penitenciario de la formulación de una política penitenciaria rigurosa, que cumpla un propósito
retributivo, evite los abusos existentes y las fugas, y garantice mecanismos de libertad vigilada
seguros y confiables; e impedir que los internos continúen delinquiendo desde las cárceles y
penitenciarías, promoviendo, a criterio de las autoridades, su ubicación en centros de reclusión
localizados en una región diferente de aquella donde han actuado principalmente.
A pesar de la declaratoria de inconstitucionalidad de la ley de pequeñas causas en el año
2008, el Gobierno Santos tomó distintas medidas para revivir esta normativa. En el año 2011 se
dio la primera reforma que permitió aprobar posteriormente gran parte del cometido de la ley 1153
de 2007. Se aprobó el acto legislativo No. 216, por medio del cual se modificó el artículo 250 de
la Constitución Política, y se estableció la acción penal en víctimas y privados2. Posteriormente, en
enero del año 2017 el Congreso aprobó la ley 1826, por medio de la cual se establece un
procedimiento penal especial abreviado y se regula la figura del acusador privado, más conocida
2
Fue modificado posteriormente por el decreto 379 de 2012. No obstante, quedó la vigencia de la acción
penal privada consagrada en la modificación del artículo 250 de la Constitución
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como “ley de pequeñas causas”. Esta nueva iniciativa reformula los lineamientos de la política
criminal para la pequeña delincuencia, y privilegia la prisión como medida de castigo ante el hurto
convencional.
La ley 1826 contempla dos cambios fundamentales. En primer lugar la figura de acusador
privado, que desmonopoliza la acción penal en cabeza del Estado. Según la exposición de motivos
de esta ley, la aplicación de esta figura permitiría consolidar un modelo procesal penal que permita
un tratamiento ágil y eficaz para la investigación y juzgamiento de estas conductas. En segundo
lugar, algunos delitos cuya lesividad jurídica es menor, como es el caso de los delitos comunes,
tendrán un procedimiento abreviado; esta norma opera con un criterio de traslación basado
principalmente en la figura de la querella, que permite afirmar la menor lesividad de determinadas
conductas.
Al operar bajo ese criterio, ni el contenido ni las consecuencias de las conductas punibles
fueron modificadas en ningún sentido, con lo cual las penas de multa y de prisión mantienen su
lugar como respuesta privilegiada a las conductas con relevancia penal en Colombia. En un cálculo
aproximado, de las 58 contravenciones que compondrían el nuevo libro III, 27 de ellas contemplan
como pena principal la prisión y 31 de ellas la pena principal de multa (Consejo Superior de Política
Criminal, 2015).
Desde los recursos del Plan Colombia se apoyó, asesoró y direccionó, desde su inicio, la
implantación del Sistema Penal Acusatorio, y la planeación y el diseño de modelos de gestión, a
través de la realización del Plan Operativo de Implementación de la Reforma Penal, el cual
contempló entre otras medidas, las aquí expuestas, como lo es la Ley de Pequeñas Caucas.
El análisis narrativo permite identificar el papel que tienen los diversos relatos de políticas
en la presentación de los problemas identificados como socialmente relevantes y en la formulación
de los lineamientos de políticas públicas, dado que el impacto de una tesis en la aceptabilidad social
de una política no se relaciona necesariamente con su cientificidad en el sentido tradicional o
positivista. Por lo tanto, es preciso que para la compresión del nuevo enfoque de la política de
seguridad y defensa, centrado en la delincuencia común, se contemple el papel de las ideas en
sentido amplio. Sin embargo, esto no implica que se asuma dentro de esta perspectiva que el
discurso es la única variable explicativa y digna de análisis. Las narrativas se consideran
fundamentales para develar los referentes simbólicos que se han construido en el proceso de
definición de los lineamientos de la política pública.
Uno de los principales exponentes de la propuesta del análisis narrativo en políticas públicas
es Emery Roe, profesor de la Universidad de California, quien en su libro Narrative Policy
Analysis. Theory and Practice desarrolla un nuevo método para abordar la política pública, en el
cual se propone superar premisas, como el principio de racionalidad, elemento constante en los
enfoques de análisis de política pública tradicionales. De igual forma crítica el fetichismo
metodológico existente en el enfoque empiricista, que asume la primacía del análisis cuantitativo
frente a cualquier otro método.
La gran mayoría de los enfoques para el análisis de las políticas públicas tienden a situarse
en las perspectivas derivadas del positivismo, las cuales además de pretender objetividad y
cientificidad, buscan demostrar relaciones de causalidad lineal entre variables. Sin embargo, a
partir de las críticas realizadas al positivismo, se está forjando una disciplina que pretende realizar
una reflexión más amplia sobre la necesidad de tener en cuenta en el análisis de las políticas
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públicas la dimensión discursiva y retórica. De esta manera, es posible entender las políticas
públicas como relatos, cuentos o narraciones, que se convierten en discursos. Entendiendo este
último como una categoría que construye nociones de mundo, identidades, pero que además se
constituye como ideología y como hegemonía en determinados casos.
Roe es uno de los exponentes del constructivismo en el área de las políticas públicas. Este
paradigma epistemológico considera que la realidad es una construcción social, y por tanto, la
realidad objetiva no existe, ya que cada individuo la vive de determinada manera, la percibe y la
representa de forma diferente. El discurso, enmarcado en el enfoque constructivista, es entendido
como los significados comunes construidos socialmente que dan sentido a las políticas públicas.
Lo cual significa vincularlas con un entorno social y dotarlas de significado.
Esta nueva perspectiva “refuta la utilidad de pruebas empíricas para las políticas públicas y
propone teorías y metodologías que consideran las políticas públicas como construcciones
discursivas, hechas de argumentos y de elementos retóricos que se constituyen en narraciones o en
relatos” (Roth, 2008). Lo que hace creíble las decisiones políticas ya no son las pruebas científicas
sino la credibilidad del argumento, convicción y persuasión(Roe, 1994). En el caso del hurto
callejero, es el argumento del bien supremo de la seguridad, y del castigo como forma de reparar
el daño causado, lo que ha primado por encima de los datos empíricos que demuestran que la
delincuencia a pesar de las medidas punitivas que se han implementado, sigue en aumento.
Los discursos y las narrativas son promovidos y construidos por actores con intereses y
preferencias y en respuesta a estructuras específicas, que reflejan la distribución del poder de la
sociedad y la capacidad de los actores de imponer significados, ideas, creencias y valores.
Cuando entró en vigencia la primera versión de la Ley de Pequeñas Causas, el primer de
febrero de 2008, El País de Cali reseñó: “Empezó a correr en reversa el reloj para los atracadores,
raponeros, jaladores y para aquellos delincuentes que, sin incurrir en delitos mayores, causan temor
e ira en los ciudadanos, por no dejar pasar la oportunidad para alzarse con lo ajeno, dañar bienes
públicos, incurrir en abusos de confianza o estafas. Conductas que en la mayoría de los casos
quedan en la impunidad” (El País, 2008).
Los medios de comunicación presentaron esta ley como una norma que iba a permitir
aumentar la posibilidad de las autoridades, principalmente las policiales, en dictar y hacer justicia.
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Así lo reseño uno de los periódicos de mayor circulación nacional: “Aquellas acciones que se hacen
con la intención de hacerle daño a la sociedad, por pequeñas que sean, tendrán un castigo que se
dicta y aplica de inmediato” (El Tiempo, 2008).
Del mismo modo, el Ministro de Interior y Justicia de la época, Carlos Holguín señaló que
este tipo de conductas “comunes” ya no son excarcelable y tiene un procedimiento oral y sumario.
Como afirmó él, con esta nueva ley se pretendía combatir la impunidad, reducir los índices de
criminalidad, crear una justicia más eficaz y cercana al ciudadano y descongestionar la justicia
penal. “Bajo la legislación anterior, estos delitos no sólo congestionaban el sistema penal, sino que
dejaban una sensación de impunidad e impotencia entre sus víctimas y las autoridades pues, al
tratarse de delitos excarcelables, los delincuentes salían libres casi de inmediato” reseñaba el
periódico El Tiempo (Gómez, 2007).
El entonces comandante de la Policía Risaralda, coronel José Antonio Poveda Montes,
coincidió en que la ley iba a contribuir a que hubiera menos delitos de hurtos: "La ley tiene una
serie de alertas, una persona que por ejemplo se robe un celular, tendrá una sanción de trabajo
comunitario o una multa, y un arresto si incumple, pero la falta es más grave cuando se trata de
reincidencia" (La Tarde Pereira, 2008).
En contraste, en la misma nota de prensa, se reseñaba que el Defensor Regional del Pueblo,
Luis Carlos Leal Vélez, advirtió que “no hay infraestructura carcelaria y que ya hay sobrecupo en
La 40, donde la capacidad es para 540 presos, pero en la actualidad hay 700”. Situación que podría
empeorar con la aplicación de medidas de encarcelamiento masivas, sin rigurosidad, dado el
criterio de “agilidad” que primaba en la Ley 1153.
Después de siete meses de haber estado en vigencia la norma, las condiciones de seguridad
no mejoraron ostensiblemente como lo habían planteado sus promotores. Así lo reflejo un informe
de la Cámara de Comercio de Bogotá, el cual estudio la seguridad en la Capital de enero a
septiembre de 2008. Según este informe, el hurto a personas fue el delito más frecuente del cual
son víctimas los encuestados:
En esta medición, siete de cada diez fueron víctimas de hurto. Celulares, objetos
personales y dinero son los bienes más hurtados. El 41% de las víctimas señalan que el delito fue
cometido con violencia; respecto a la medición del año anterior, se presentó un incremento de 16
12
puntos porcentuales. El 39% de las personas víctimas de delitos contra el patrimonio, afirmaron que
fue con violencia. El 39% de las personas encuestadas consideran que la inseguridad ha aumentado
en Bogotá. Este porcentaje se ubica 5 puntos por encima de la medición del año anterior (Cámara
de Comercio de Bogotá, 2008).
Con estos ejemplos, se evidencia el lugar que ocupan los medios de comunicación en la
construcción de la política pública, la cual es legitimada en su intención de atender a problemas de
percepción, con medidas fácilmente populares, por su respuesta inmediata, más no estructurales.
Colombia como otros países del mundo (como Estados Unidos) han utilizado la técnica de gobernar
a través del delito, a partir de la fabricación de la inseguridad y el miedo de los ciudadanos, por
medio del cual se desarrolla un poderoso mecanismo de gobierno, que pretende relegitimar al
Estado en su tarea de control social.
La normalización del sistema penal de excepción, junto con el ascenso del conservadurismo y el
neoliberalismo en las esferas política, jurídica y económica colombianas en las últimas tres décadas,
han creado un sentido común en materia penal que incentiva la hipertrofia del estado penal y la
reducción del Estado social (Iturralde, 2007)
al crimen no son atendidas con políticas criminales apropiadas, sino que son usadas políticamente
para aumentar precipitadamente las penas y ganar popularidad.
En los últimos años, la argumentación de la retórica penal se ha visto acompañada de
sentimientos y voces de las víctimas que sufrieron el daño causado. Así pues, se “invocan
frecuentemente los sentimientos de la víctima o de la familia de la víctima o de un público temeroso
e indignado para apoyar nuevas leyes o políticas penales” (Garland, 2005), que se caractericen por
ser medidas fuertes de castigo y protección, sin cuestionar el trasfondo de la acción que permita la
implementación de otras medidas. Con esta situación no se busca que los delitos dejen de ocurrir,
sino que los responsables paguen por lo realizado, hay un retorno a la escuela clásica y la
retribución penal.
liberal clásica es la principal exponente de esta teoría, según esta las acciones delictivas no son
producto de trastornos psicológicos, sociales o económicos. Como comportamiento, el delito surge
de la libre voluntad del individuo. En consecuencia, el derecho penal y la pena son consideradas
no tanto como un medio para modificar al sujeto delincuente, sino como un instrumento legal para
defender a la sociedad del crimen.
Con el desarrollo de la ilustración y la consolidación del estado liberal moderno, se plantea
el nacimiento de una nueva forma de legitimación del poder absoluto y soberano, la legalidad. De
esta manera, el poder de castigar que tiene el ente soberano y vigilante del contrato social, se va
transformando en el derecho a castigar de la sociedad, entendiendo el castigo como un mecanismo
legítimo de actuación contra todas las personas que no actúen como plantea el deber ser.
Los análisis desarrollados desde la criminología crítica, plantean que ha ocurrido a nivel
global una transformación de la función social de la pena. El cambio de las políticas penales ha
ocurrido en las democracias occidentales dentro de una concepción “tardo moderna” de prisión
marcada por el declive de la idea de tratamiento, y por la re-orientación de los sistemas penales y
penitenciarios en términos de gestión del riesgo, según una lógica actuarial, estadística, prestada
por las disciplinas aseguradoras.
Hoy intervenir penalmente significa principalmente responder al delito con sanciones que han
perdido su carácter de re-socialización y tratamiento: la pena hoy tiene a menudo sólo una función
de “inhabilitación selectiva”, pura disuasión, dejando la simple cohibición del sujeto a la función
especial preventiva (Ciappi, 2010)
faltas morales y eluden la responsabilidad individual. El delito, pasó a ser considerado como un
problema de indisciplina, un asunto de sujetos malvados que deben ser disuadidos y castigados.
En una sociedad que se inclina por la sobre–exposición mediática del crimen antes que por
el análisis serio y académicamente fundado, los políticos prometen mano dura contra la
delincuencia, los actores armados, los clonadores de celulares, los borrachos y todo chivo
expiatorio que construyan los medios de comunicación.
En la lógica de tolerancia cero, lo que se promueve es que si la opción que tiene la sociedad
reside entre hacer que los delincuentes estén sometidos a mayores restricciones o exponer al
público a un mayor riesgo, el sentido común actual recomienda optar por la mayor seguridad.
La política de seguridad se ha construido bajo el discurso de la delincuencia como
enemigo interno. Para lograr transformar la sociedad y avanzar hacia la paz integral, estable y
duradera, es preciso transformar los agentes del discurso sobre el delito y construir nuevas
narrativas de política, pues las políticas públicas son construcciones discursivas, en las que se
evidencian discursos dominantes por ser resultado de luchas por el poder y por el reconocimiento.
La penalidad es un texto cultural –o quizás mejor, una representación cultural-, que se
comunica con una variedad de públicos sociales y transmite una extensa serie de significados
(Véase Garland, 1990). Proporcionando de esta manera, un conjunto de instrucciones respecto al
deber ser del pensar, acerca del bien y el mal, lo normal y lo patológico, el orden y el desorden.
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