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En el Capítulo 2, la palabra autorizada de Helio Carpintero narra la historia efe esta pareja
(psicología y ley) inseparable, pero llena de reproches. Ahora se persigue reparar sólo en dos
momentos de la psicología jurídica norteamericana que fueron importantes para que pudieran ir
juntas a los juzgados. El primero, siempre citado, tiene lugar en 1954, cuando la Corte Suprema da
la razón a Brown, que litigaba contra el Comité de Educación, declarando inconstitucional la
existencia de centros educativos especiales para los negros. En una célebre nota a pie de página,
La Corte Suprema cita, como argumento, investigaciones de las ciencias sociales. La discusión
entre los juristas fue grande: «¡Dios mío, esas malditas muñecas! ¡Pensé que era una broma!»
(Loftus y Monahan, 1980), afirmaba uno de los Magistrados que la firmaron. ¿Qué pasaría si en
otro momento las ciencias sociales volvieran a defender el racismo o la segregación?
¿Debería abdicar el Derecho de la defensa de la igualdad entre sexos y razas? (Ogloff, 2001). La
jurisprudencia se puso en pie para evitar que las leyes y las sentencias estuvieran a merced de
investigaciones de las ciencias del comportamiento. La Ley y la Justicia están más allá de la
experimentación. Pero, más allá de los razonamientos de la doctrina y la técnica jurídica, la
psicología había influido en la modificación de las leyes. Quizá por única vez (Haney y Logan,
1994).
El protagonista del segundo hecho es el Juez Bazelon en 1962 (Blau, 1984). Se juzgaba, en
apelación, a una persona por allanamiento con arma e intento de violación. La examinan para
dictaminar si era responsable de sus actos en el momento de los hechos. Emiten informes, por una
parte, los psiquiatras, por otra, tres psicólogos clínicos que la habían diagnosticado de
esquizofrenia. El juez de Primera Instancia advirtió al jurado que «no tuviera en cuenta el
testimonio de los tres psicólogos de la defensa en el que se afirmaba que el apelante padecía de
esquizofrenia cuando cometió los delitos de los que se le culpaba» (Blau, 1984, p. 341). El juez
Bazelon argumenta extensamente la capacidad de los psicólogos para emitir diagnóstico experto
en los juicios a la par con los psiquiatras. Lo que, a partir de ese momento, es admitido siempre
que cumpla los requisitos exigidos por la Ley.
Estamos, pues, ante una ciencia que aparece en las sentencias, que modifica las leyes y que hace
acto de presencia, como testimonio experto, en los juzgados. Estamos también ante una ciencia
muy cuestionada por los peritos en leyes. Pues, sin darnos cuenta, se han planteado los temas que
marcan las relaciones entre la psicología y la ley (Garrido, 1994).
a) Cuando este tema lo abordan los psicólogos colegiados definen la psicología jurídica como: «un
área de trabajo e investigación psicológica especializada cuyo objeto es el estudio del
comportamiento de los actores jurídicos en el ámbito del Derecho, la Ley y la Justicia». Es una
definición profesional, pero incompleta, porque la psicología que destila la institución de la
Seguridad Social, el concepto de comportamiento delictivo que aparece en el Derecho Penal, no es
el comportamiento de ningún actor jurídico. Además, peca de ser una definición al servicio de la
ley, excesivamente instrumental, como era de esperar de un Colegio de Profesionales (Carson,
2003). Una idea semejante expresa Losel (1997) al afirmar que las investigaciones en psicología
forense se han preocupado por demostrar cómo se pueden alcanzar la metas legales de manera
más eficaz con los medios psicológicos. Es una concepción a la que se apuntan con agrado los
juristas (Kirby, 1978). Por ejemplo, Muñoz Sabaté (1980) afirma de ella que es «una rama de la
psicología que busca aplicar los métodos y los resultados de la psicología pura, y especialmente de
la experimental, a la práctica del derecho... no habría de diferir, formalmente hablando de lo que
hoy día son, por ejemplo, la psicología clínica, la industrial o la pedagógica».
b) Carson (2003), sin llegar a una definición tan profesional, la concibe como una disciplina
autónoma: como subdisciplina, como colaboración o como proyecto. Conjunción de psicólogos y
abogados. Ciertamente la psicología jurídica es una de las ramas aplicadas de la psicología, pero,
como afirmara Clifford (1995) en la primera versión del Handbook o f Psychology in legal contexts
(Carson y Bull, 1995), son muchas las disciplinas psicológicas que han hecho su aportación a la
psicología jurídica, desde los estudios de la personalidad, los procesos básicos, la psicología
evolutiva y la psicología social. Cada una de estas disciplinas aplica sus conocimientos a las
situaciones legales, o elige las situaciones legales como campo para investigar de manera más
ecológica sus hipótesis teóricas. No es una disciplina, es un campo de aplicación de los procesos
psicológicos individuales y colectivos.
c) Existe una tendencia generalizada a decir que la psicología y el derecho han de relacionarse
porque ambas tratan de la conducta humana. Esta es una definición demasiado vaga, como si se
dijera que la medicina y la religión tratan del ser humano; por lo que otros, más arriesgados,
repiten sistemáticamente una definición que, a decir de Kirby (1978) ya la acuñara Haward (1964,
citado en Kirby, 1978): «Ley y psicología son semejantes en que ambas tratan las actividades
humanas. Las dos se ven envueltas en el intento de controlar la conducta (Kirby, 1978). Definición
que Ellison y Buckhout (1981) especifican en las siguientes palabras: «Psicología y ley comparten
un mismo punto de vista: las dos se preocupan por comprender, predecir y regular la conducta
humana».
Aunque aparentemente aséptica, tampoco esta definición parece ser admisible porque las
palabras se utilizan de manera equívoca. Esta equivocidad puede observarse, especialmente, en lo
que ambas disciplinas entienden por regular la conducta humana. La ley regula la conducta por
mandato y en función del poder de que está investido el legislador para obligar, incluso mediante
la sanción, a la ejecución o prohibición de determinadas conductas. La psicología carece de este
poder social. La psicología regula la conducta acudiendo a los procesos que rigen el
comportamiento humano. La ley puede obligar a la escolarización hasta los dieciséis años,
independientemente de que el adolescente o los padres se sientan o no motivados. La psicología
consigue que los adolescentes acudan a la escuela activando los procesos que motivan una
conducta.
El derecho es, pues, a) un conjunto de normas, b) el deber ser y c) las normas obligan aunque no
se cumplan. La psicología es, a) un conjunto de principios naturales b) que explican el
comportamiento y c) que se extraen mediante la observación objetiva del modo de ser. Dicho
brevemente, el derecho es el deber ser de la conducta humana, la psicología es el ser de la
conducta humana. Si se llevara esta distinción hasta el disparate, el derecho finalizaría en el
voluntarismo puro: «las cosas son así porque yo lo mando». Poder del que carece la psicología
porque, por su condición científica, ha de atenerse a la observación de lo que realmente existe o
acontece. Se volverá más tarde sobre las relaciones del ser y el deber ser. Para adelantar algo de la
argumentación, piénsese en la situación legal en la que se prohibía o se desaconsejaba que las
mujeres estudiaran o, en el caso de atreverse, que, a lo sumo, fueran maestras o enfermeras.
Luego aparecía la psicología aplicando «pruebas objetivas de inteligencia» y hallaba
«objetivamente», que tenían unas capacidades inferiores, con lo que se daba la razón a la ley. ¿No
sería más adecuado afirmar que la psicología descubre la realidad que la ley ha creado?
e) Existe, para finalizar, una última postura, defendida explícita o implícitamente por muchos
teóricos de la psicología jurídica, según la cual, la psicología y la ley tienen una misma concepción
de la naturaleza humana y de su comportamiento. La diferencia estaría en que la psicología hace
afirmaciones basadas en el método científico mientras que la ley hace afirmaciones o suposiciones
del comportamiento humano basándose en el sentido común y en la tradición. Derecho y
psicología mantienen concepciones mellizas de la persona y de su comportamiento,
diferenciándose en el fundamento de sus argumentos: el derecho es sostenido por el sentido
común, la tradición y las fuentes, la psicología por el método científico (Garrido, 1994; Haney,
1993, 2002; Kovera et al, 2002). Quizás el mejor enunciado de la univocidad de conducta humana
que mantienen derecho y psicología sea el de Saks y Hastie (1978): «cada ley y cada institución
legal se basan en asunciones sobre la naturaleza humana y sobre la manera como la conducta
humana viene determinada. Creemos que la psicología científica puede ayudarnos a entender
estas instituciones y mejorarlas».
Imaginemos las leyes e instituciones educativas. Naturalmente suponen que todas las personas
pueden aprender, que no siempre ha sido así. Además, regulan detalles como el tiempo por
asignatura, poner o no deberes, aplicar o no castigos. ¿Por qué unas asignaturas necesitan más
dedicación que otras? ¿Por qué ética y no religión? ¿Por qué no se pueden poner deberes a
determinadas edades? Cualquiera sea la respuesta, esta será de naturaleza estrictamente
psicológica. Otro ejemplo incontestable son la edad penal o la ley penal del menor. Son
inexplicables sin concepciones psicológicas de la responsabilidad, la posibilidad, todavía, de
reinserción, lo que no se le concede a los delincuentes mayores, una concepción paternalista del
Estado (Bersoff, 2002). Imaginemos a jueces y abogados seleccionando miembros para un tribunal
del jurado {véase el Capítulo 6 del libro psicología jurídica Garrido), ¿qué otra cosa tienen en
cuenta que no sea su ideología, sus creencias religiosas, sus actitudes, su edad, su sexo, su entorno
social, su apariencia física? Todas, sin excepción, variables psicológicas (Wrightsman, Kassin y
Willis, 1987). Y estos conocimientos, basados en su buen entender, los trasmiten en sus
publicaciones como ciencia absoluta, mientras que los psicólogos lo hacen con cautela y como
probabilidad (Nemeth, 1981). Esto sin entrar en lo que han sido los temas tradicionales de la
psicología jurídica: testimonio, interrogatorios, ruedas de identificación, toma de decisiones
judiciales, custodia de los hijos, determinación de la capacidad para la responsabilidad, el dolo y la
culpa, la sugestión de los niños.
Probada la univocidad, aflora la pregunta: ¿es correcta la concepción que tiene la ley de la
naturaleza humana y de su comportamiento? Para responderla es necesario investigar. Y el
derecho, en cuanto tal, no hace investigaciones empíricas, da por supuesto, como escribió Ortega
y Gasset (1969) en ¿Qué es filosofía? Arrancando de la univocidad y teniendo en cuenta que la
psicología jurídica ha crecido en los últimos años a partir de las necesidades aparecidas en bs
juzgados, se propone la siguiente definición de psicología jurídica: La psicología jurídica trata de los
supuestos psicológicos en que se fundamentan las leyes y quienes las aplican, bien sean juristas
bien psicólogos, con el fin de explicar, predecir e intervenir.
La segunda parte de la definición se toma de Lósel (1997, p. 535). La primera trata de corregir las
equivocidades de las definiciones anteriores. Es una definición que implícita o explícitamente está
en quienes aparentemente adoptan otras posturas. Por ejemplo, en el interesante capítulo de
Carscn (2003). Y me refiero a él por la trascendencia que tiene lo que se publica en un Handbook
Tras exponer las relaciones sociológico-económicas entre psicólogos y juristas y haber mostrado
las dificultades conceptuales para el entendimiento, encara el futuro como un proyecto de
colaboración entre las ciencias del comportamiento y las jurídicas. Exige esta colaboración y no
entiende que algunos investigadores de la psicología se nieguen a prestar sus conocimientos en los
juzgados, apostando así porque la Sala tome decisiones sin el beneficio de su evidencia científica:
«deberían hacer lo que la Sala debería hacer, inferir lo específico de lo general. A esto es a lo que
están condenados los que practican la psicología. Y, conociendo mejor los límites de sus
conocimientos y los errores en la toma de decisiones, lo harían mejor que la Sala» (Carson, 2003).
Lo que los científicos sociales hacen en los juzgados es lo mismo que hace la Sala: tomar decisiones
y hacerlo con más fundamento que la Sala.
No era fácil llegar a una definición de la psicología jurídica. Pero, una vez alcanzada, parece que
exponer las relaciones entre ellas resulta más fácil. Buena prueba la proporcionan los capítulos
siguientes de este manual. Los temas sobre ruedas efe identificación, sobre la credibilidad efe los
testigos, la aceptación del testimonio infantil, la toma de decisiones por jueces y jurados aportarán
evidencia de que la ley y la psicología buscan los mismos fines y parten de los mismos supuestos.
Sería discordante con lo defendido, no ofrecer alguna prueba empírica de la univocidad efe
conceptos entre ley y psicología. La psicología no sabe argumentar sin pruebas empíricas. Como
diría un compañero de la Facultad de Derecho cuando tratamos determinados temas: «Ahora
viene Garrido y dice: “hay un experimento...”».
Tomemos como ejemplo toda ley que lleve sanción, si es que existe alguna que no la lleve.
Independientemente de las teorías que acentúan la coacción o las que tratan de garantizar que la
fuerza no se usará sin fundamento jurídico, lo cierto es que una de las finalidades de la pena,
según las teorías relativas, es la de prevenir la conducta desviada tanto de los miembros de una
colectividad, como de aquel que ya ha quebrantado la norma. Detrás de esta concepción se
esconde d supuesto de que la amenaza de castigo impide la trasgresión de la norma y así poder
conservar el orden social. Es una creencia en los motivos que dinamizan la conducta. En
terminología psicológica, se está hablando del refuerzo o el castigo contingente, estudiado por el
conductismo en cualquiera de sus formas. Berdugo y Arroyo (1994) escriben: «La prevención
general se dirige a los miembros de una colectividad para que en el futuro, ante la amenaza de la
pena, se abstengan efe delinquir» «La prevención especial pretende evitar que aquel que ha
delinquido vuelva a delinquir». Esta función sancionadora del derecho penal se entiende como
norma de determinación (Berdugo y Arroyo, 1994) mediante la motivación: «El Derecho Penal
pretende posibilitar la vida en comunidad a través de la tutela de los bienes jurídicos mediante la
motivación de sus miembros» (Berdugo y Arroyo, 1994; el énfasis es mío). Los psicólogos estarían
de acuerdo con estos conceptos, tomándolos como hipótesis.
Finalizada la campaña, se examina una vez más el estado de las ruedas de b s vehículos que
duermen en la calle tanto en Groningen como en Leeuwarden. Los resultados son significativos. El
54 por ciento de los automovilistas que infringían la norma en Groningen, la ciudad experimental,
habían cambiado sus neumáticos irregulares; solo el 27 por ciento lo habían hecho en
Leeuwarden.
La conclusión, como no podía ser de otra manera, la expresan los autores con estas palabras:
«Esto significa que podemos concluir que el castigo, en este caso, tiene un efecto preventivo
general» (Buikhuisen, 1988, p. 193). Pues no. Esta conclusión es incorrecta. Porque la prevención
general, marcada en el código de circulación con la amenaza de las sanciones antes mencionadas
es la misma en las dos ciudades. Lo que ha funcionado no es la prevención general, sino una de las
condiciones que la psicología conductista ha descubierto ser necesaria para que la expectativa de
castigo sea efectiva en la modificación de la conducta: la probabilidad o la certeza de que será
impuesto.
El psicólogo tiene ahora la tentación de introducirse en las variables o condiciones en las que el
castigo es eficaz y aquellas en las que puede promover, incluso, la conducta que pretende evitar
(Bandura, 1973; Barón, 1977). Siente el impulso de mostrar la poca aplicación de muchas
sanciones previstas en la ley y demostrar, como lo han hecho Oceja y Fernández-Dols (2001) los
efectos de la ley perversa, aquella de obligado incumplimiento. Se adentraría luego en las
investigaciones que demuestran que la pena capital no disminuye la tasa de los delitos más graves,
sino que los aumenta cuando se televisa (Ellsworth y Mauro, 1998; Haney y Logan, 1994).
Es de esperar que estas afirmaciones sean descalificadas por el jurista como un psicologicismo de
la ley (Doise, Deschamps y Mugny, 1980; Muñoz Sabaté, 1980), por quienes consideran que la
psicología jurídica debería estar a merced de lo que el derecho le pida: «Se trata de una psicología
eminentemente probatoria» (Muñoz Sabaté, 1980,).
Es posible, en efecto, que los fines últimos de la ley, implantar los valores del legislador elegido
democráticamente, no sea la finalidad de la psicología. Pero aun así, esto es dudoso porque,
¿quién estudia los valores vigentes en una sociedad? La justicia, valor por excelencia del (brecho y
de la paz social que las leyes pretenden mantener a partir de una sociedad o una naturaleza que
pervierte o pervertida, es, por esencia, relacional; es decir, psicosocial, socialmente construida. Y
quienes estudian estas construcciones son las ciencias sociales. Bem (1970), cuando analiza la
sentencia de La Corte Suprema de 1896 en la que se imponía la educación racial separada, afirma
que estaban dando por supuesta la antropología y la sociología dominante en la época. Es difícil
salirse de la necesidad del estudio psicológico de la ley, bien para elaborarla, bien para llevarla a
cabo o hacerla ejecutar, so pena de caer en un puro voluntarismo del legislador o se crea que ha
emanado directamente del altísimo, lo que no es admitido por los mismos teóricos del Derecho:
La atribución de responsabilidad penal a cada individuo... no puede partir exclusivamente de una
consideración formalista y abstracta de las normas y de valores y medirse la culpabilidad según las
circunstancias de cada sujeto en relación con su medio social y sus condiciones personales: hasta
aquí son inestimables las grandes aportaciones de las ciencias sociales, de la criminología o de la
psiquiatría, pero en último término, si ese mismo sujeto es o no delincuente, dependerá de que la
cultura, la historia y la correlación de fuerzas políticas existentes en su país hayan determinado
que así se le considere (García Arán, 1987)