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Demacia

Demacia es un reino poderoso y honesto con una prestigiosa historia militar, y su gente
siempre ha valorado profundamente los ideales de justicia, honor y deber, que coexisten
con un feroz orgullo patriota. A pesar de sus principios nobles, esta nación
autosuficiente se ha ido aislando cada vez más con el paso de los siglos.

Ahora Demacia se halla sumida en el caos y los disturbios.

La capital, la Gran ciudad de Demacia, se fundó para servir como refugio de la magia
tras la pesadilla que supusieron las Guerras Rúnicas y se blindó con petricita, un tipo de
piedra blanca muy inusual que absorbe la energía mágica. Desde entonces, la familia
real quedó al cargo de la defensa de los pueblos, ciudades, tierras, bosques y montañas
circundantes, unos territorios muy ricos en recursos minerales.

No obstante, tras la repentina muerte del rey Jarvan III, las familias nobles de la región
aún tienen que aceptar a su sucesor en el trono, el joven príncipe Jarvan.

La desconfianza hacia todos aquellos que habitan más allá de los tan vigilados límites
de la ciudad va en constante aumento y, durante estos tiempos difíciles, muchos
antiguos aliados buscan protección en otros rincones. Los hay que creen que la edad de
oro de Demacia ya ha terminado y que, si no se adapta al nuevo mundo (cosa que
muchos consideran imposible), el declive del reino será inevitable.

Al fin y al cabo, las amplias reservas de petricita de la nación no servirán para proteger
a Demacia de sí misma.
Historias Cortas

Corazón demaciano
por Phillip Vargas

El muchacho admiró la flor de dormis amarilla que sobresalía de la tierra helada. Era
una de las cientos que crecían formando una pequeña zona de colores vivos en un
paisaje que, por lo demás, era árido. Se agachó junto a las flores e inhaló. El aire fresco
de la mañana y un aroma suave le inundaron la nariz. Estiró la mano para coger la flor
silvestre.

—Déjala —dijo Vannis.


Un hombre mayor que él se erguía tras el chico vistiendo una capa azul que se agitaba
con la suave brisa. Marsino se encontraba su lado, sujetando una antorcha apagada. Los
tres habían estado esperando un rato sin contratiempos.

El hombre más joven sonrió al muchacho y asintió.

El chico arrancó la flor y se la guardó en el bolsillo.

Vannis sacudió la cabeza y frunció el ceño.

—El tiempo que has pasado con el muchacho le ha inculcado malos hábitos.

Marsino se sonrojó ante el comentario, y su sonrisa desapareció.

—¿Ves algo? —preguntó tras aclararse la garganta.

El chico se puso en pie y estudió la hilera de casas que recorría el campo helado. Las
desgastadas viviendas no eran más que cabañas en ruinas desperdigadas por la ladera.
Formas y sombras se movían tras las ventanas de vidrio.

—Hay gente dentro —contestó.

—Eso ya lo vemos —replicó Vannis con tono mordaz—. ¿Ves lo que estamos
buscando?

El chico buscó el indicio más mínimo. No vio más que el gris apagado de los tablones
desgastados y de la piedra tallada.

—No, señor.

Vannis gruñó por lo bajo.

—Puede que debamos acercarnos más —dijo Marsino.

El hombre mayor negó con la cabeza.

—Son montañeses. Nos ensartarían con una lanza antes de poder acercarnos a veinte
pasos de sus hogares.

El chico se estremeció ante estas palabras. La feroz reputación de los montañeses del
sur era conocida en la gran ciudad. Vivían en los extremos indómitos del reino, cerca de
los territorios disputados. Miró por encima del hombro y se acercó a Marsino.

—Enciende la antorcha —dijo Vannis.

Marsino golpeó su pedernal, envolviendo de chispas la cuerda empapada de aceite. La


brea estalló en llamas e iluminó el enérgico aire matinal.

No tuvieron que esperar demasiado.


Se abrieron varias puertas de cabañas y una docena de hombres y mujeres se dirigieron
hacia el grupo. Iban armados con picas y hachas.

La mano del chico se posó sobre la daga que portaba. Se volvió hacia Marsino, pero los
ojos del hombre estaban fijos en los aldeanos.

—Tranquilo, chico —dijo Vannis.

La multitud se detuvo en el borde del campo; sus harapos contrastaban enormemente


con el azul y el blanco reales de las lujosas prendas que vestían Vannis y Marsino.
Incluso la ropa del chico estaba en mejores condiciones.

Un ligero escalofrío le recorrió la espalda. Tocó el brazo de Marsino para llamar su


atención y asintió. El hombre reconoció la señal y le indicó que retrocediera. Había que
seguir un procedimiento.

Una anciana se adelantó de entre la multitud.

—¿Ahora los cazadores de magos queman aldeas? —preguntó.

—¡Seguid vuestro camino, aquí no hay nada para vosotros! —gritó un joven de pelo
revuelto que se encontraba junto a la mujer. Los demás se le unieron, burlándose y
gritando.

—¡Silencio! —espetó la mujer, dando un codazo al hombre en las costillas.

El hombre hizo una mueca y agachó la cabeza. La multitud enmudeció.

Los montañeses no se parecían a nadie que el chico hubiese visto en la gran ciudad. No
se encogieron ante la vista de los cazadores de magos vestidos con sus tradicionales
capas azules y la máscara de medio rostro de bronce martillado. En lugar de eso, se
mantuvieron firmes y desafiantes. Unos pocos movían sus armas, mirando al chico. Este
desvió la mirada.

Marsino se adelantó.

—Hace seis días llegó una fanega de flor de dormis a Wrenwall —dijo señalando las
flores con su antorcha.

—La gente vende cosas. La gente compra cosas. ¿Acaso es diferente en la ciudad? —
preguntó la anciana.

Los montañeses estallaron en carcajadas.

El chico rio tímidamente. Incluso Marsino sonrió levemente. Vannis permaneció


impasible. Contempló a la multitud sujetando su vara de combate.

—Por supuesto que no —dijo Marsino—. Pero esta flor es rara en esta época del año.
—Somos buenos granjeros. Y también buenos cazadores —dijo mientras desaparecía la
sonrisa de su rostro.

Vannis fijó su mirada en la anciana.

—Sí, pero el suelo está helado y ninguno de vosotros ha trabajado jamás con un arado.

La anciana se encogió de hombros.

—Las cosas crecen donde les viene en gana. ¿Quiénes somos nosotros para decir lo
contrario?

Vannis sonrió.

—Sí, las plantas crecen —dijo mientras desenganchaba la grismarca de su capa. Se puso
en cuclillas y sostuvo el disco de piedra tallada sobre una flor de dormis.

Los pétalos se arrugaron y se marchitaron.

—Pero no se mueren al contacto con la petricita —dijo Vannis poniéndose en pie—. A


menos que se use hechicería para cultivarlas.

Las sonrisas se desvanecieron de las caras de los aldeanos.

—El uso de la magia está prohibido —dijo Marsino—. Todos somos demacianos.
Estamos obligados por nacimiento a honrar sus leyes.

—Aquí el honor no da de comer —dijo la anciana.

—Seguirías hambrienta aunque así fuese —se burló Vannis.

La multitud se agitó ante el insulto y se acercó un poco más, hasta quedarse a varios
pasos de los cazadores de magos.

Marsino se aclaró la garganta y levantó la mano.

—Los montañeses siempre han honrado las costumbres de Demacia. Han seguido la ley
y la tradición —dijo—. Solo pedimos que se siga haciendo. ¿Quién es el afligido?

Nadie se movió ni dijo una palabra.

Tras unos instantes, Marsino volvió a hablar.

—Si el honor no os motiva, entonces debéis saber que contamos con un muchacho que
hará salir al culpable.

La multitud se fijó en el chico. El rechazo se hizo notar en sus miradas mientras


murmuraban improperios.
—Así que el mocoso puede conjurar magia sin problemas, ¿pero nosotros no? —
preguntó el hombre que había gritado antes.

El chico se estremeció ante esta acusación.

—Trabaja al servicio de Demacia —dijo Marsino, antes de volverse hacia el muchacho


—. No pasa nada, adelante.

El chico asintió y se frotó una palma sudorosa en los pantalones antes de girarse hacia a
los montañeses. Entre los rostros llenos de suciedad destacaba una presencia singular y
radiante. Un halo de luz palpitaba y brillaba alrededor del mago.

Solo el chico podía ver esta luz, y era algo que había podido hacer desde siempre. Era
su don. Su aflicción.

El resto de los aldeanos lo miraron con desprecio. Pasaba lo mismo en todas partes. Esta
gente lo odiaba por su don. Todos excepto la anciana. Su mirada apacible le suplicaba
que no hablara.

El chico agachó la cabeza y miró al suelo.

Todos esperaban mientras la tensión se prolongaba en silencio. Se imaginaba que


Vannis tomaría medidas y que lo juzgaría con dureza.

—No pasa nada —dijo Marsino colocando una mano alentadora sobre su hombro—.
Mantenemos el orden. Defendemos las leyes.

El chico levantó la mirada, preparado para señalar al mago.

—No lo digas, muchacho —dijo la anciana, negando con la cabeza—. Yo me pondré en


su lugar. ¿De acuerdo?

—Ya he tenido suficiente —espetó Vannis adelantándose con un empujón y con la


grismarca en la mano.

La luz radiante que envolvía al mago se atenuó momentáneamente cuando la multitud


se acercó.

—¡Espera!

—Calla, muchacho. Tuviste tu oportunidad.

Pero no era la mujer la afectada por la magia.

El chico se volvió hacia Marsino.

—¡No es ella! ¡Es ese otro! —dijo, señalando al hombre de pelo revuelto que estaba
junto a la anciana.
Marsino apartó los ojos de los montañeses e intentó seguir el gesto del chico. Pero antes
de que pudiera centrarse en la amenaza, el hombre se abalanzó sobre los cazadores de
magos.

—¡Madre! —gritó mientras arremetía contra Vannis. Sus manos tenían un brillo
esmeralda y le comenzaron a brotar enredaderas espinosas en las yemas de los dedos.

Vannis se apartó de su camino y describió un amplio arco con su bastón, golpeando al


mago en la sien con la robusta vara de madera.

El mago trastabilló hasta Marsino, que lo agarró por el brazo. Espinas afiladas le
atravesaron la manga. Marsino retrocedió de dolor y empujó al hombre al suelo,
dejando caer la antorcha en el revuelo.

Las llamas alcanzaron la túnica del hombre y prendieron sus harapos.

La anciana gritó y corrió hacia su hijo.

La agarraron y tiraron de ella hacia atrás, sujetándola mientras trataba de liberarse. El


resto de los montañeses avanzaron, pero Vannis se mantuvo firme, con la vara
preparada.

—¡¿Te ha tocado?!

Marsino trató de buscar su arma y finalmente sacó su cetro con los ojos vidriosos y la
mirada perdida.

—¡Marsino!

—¡Estoy bien!

—¿Hay más? —gritó Vannis.

El chico no contestó. Permaneció inmóvil, con la mirada clavada en el mago moribundo


que se retorcía entre las llamas. Un amargor apareció en su garganta, pero reprimió el
sabor desagradable, decidido a no vomitar.

—¡Muchacho!

Volvió en sí. El fuego se extendió por el campo, creando un muro entre ellos y la turba.
Buscó entre los rostros encolerizados que había tras las llamas crecientes mientras el
calor abrumaba sus sentidos.

—No.

—Entonces, ¡monta!

El chico se subió a su poni. Rápidamente, Marsino y Vannis hicieron lo propio con sus
monturas y los tres se alejaron a toda velocidad del pueblo. El chico se giró para mirar
atrás. El fuego rugía y las flores que cubrían los prados ya comenzaban a marchitarse.
Vannis les había forzado a continuar la marcha hasta bien entrada la noche con la
intención de poner la máxima distancia posible entre el grupo y los montañeses.
Tardarían tres días en llegar al castillo de Wrenwall. Vannis tenía la intención de
organizar un regimiento de cazadores de magos y volver. Hay que respetar la ley, decía.

Se acostaron poco después de caer la noche, ya que el terreno rocoso era demasiado
peligroso. El chico se sintió aliviado al poner los pies en el suelo. Los muchachos de
Dregbourne rara vez montaban a caballo, a no ser que lo hubiesen robado de un establo,
pero él no tenía dotes de ladrón.

Hizo la primera guardia sentado a los pies de un imponente roble, con la espalda y el
trasero magullados y entumecidos por pasar horas cabalgando. Se movió para buscar
una posición cómoda. Pasados unos minutos, se puso en pie y se apoyó en el gigante
tronco. Un lobo solitario aulló en algún lugar de las colinas, y un coro respondió. O tal
vez eran perros con aires de grandeza, todavía no podía diferenciarlos.

En el cielo nocturno parpadeaban truenos distantes, pero el ruido se perdía en la


distancia, por lo que no podía oírlos. En lo alto, las estrellas luchaban por atravesar olas
grises a la deriva. Una capa de niebla espesa se asentó sobre las tierras bajas.

Arrojó otro montón de leña al fuego. Provocó un estallido de ascuas que se extinguieron
rápidamente.

Unas voces fantasmales llenaron su calmada mente. Suplicaron y negaron una verdad
reluciente mientras en la fogata se formaban los recuerdos del mago en llamas. Se
estremeció y se dio la vuelta.

Había sido una muerte espantosa. Pero cada vez que esos pensamientos invadían su
mente, los apartaba y los sustituía con toda la belleza que había presenciado desde que
se unió a Vannis y a Marsino.

Había viajado con los cazadores de magos durante meses, viendo el mundo más allá de
las concurridas calles de Dregbourne por primera vez. Había explorado las colinas y las
montañas distantes que una vez vio desde el tejado de su casa. Ahora tenía unas
montañas nuevas frente a él, y quería ver más.

La magia lo había hecho posible.

La aflicción que antes lo llenaba de temor por ser descubierto ahora era un don. Le
permitió ser un auténtico demaciano. Incluso vestía el azul. Puede que algún día pudiese
ponerse una máscara de medio rostro y poseer una grismarca propia, a pesar de ser un
mago.

Un crujido débil interrumpió sus pensamientos.


Se volvió y vio a Marsino murmurar en sueños. Junto a él yacía una manta vacía. El
corazón del chico comenzó a acelerarse. Buscó al otro cazador de magos entre los
árboles.

Vannis se encontraba bajo un roble cercano, observándolo.

—Hoy has dudado —dijo mientras salía de entre las sombras—. Nos has dejado en
evidencia. ¿Fue por miedo o por otra cosa?

El chico desvió la mirada y se quedó en silencio, buscando una respuesta que pudiese
satisfacer al cazador de magos.

Vannis frunció el ceño, impaciente.

—Venga, di lo que estás pensando.

—No lo entiendo… ¿qué hay de malo en cultivar flores de dormis?

Vannis bufó y negó con la cabeza.

—Cuanto más cedes, más pierdes —dijo—. Se aplica en el campo de batalla y se aplica
a los magos.

El muchacho asintió. Vannis se quedó mirándolo un momento.

—¿De qué lado estás, muchacho?

—Del de Demacia, señor.

Marsino se revolvió una vez más. Sus murmullos se convirtieron en gemidos


rápidamente, hasta tal punto que el hombre se encontraba forcejeando con su manta.

El chico se acercó y le apretó el hombro.

—Marsino, despierta —susurró.

El joven cazador de magos se retorció con el toque del chico. Los gemidos se hicieron
cada vez más fuertes, hasta llegar al sollozo. Sacudió a Marsino de nuevo, con más
firmeza.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Vannis, acercándose.

—No lo sé. No se despierta.

Vannis apartó al chico y le dio la vuelta a Marsino. Le resbalaba el sudor por la frente y
las sienes y su pelo oscuro estaba enmarañado. Tenía los ojos abiertos, con la mirada
vacía, y brillaban con un tono un blanco turbio.
Vannis retiró la pesada manta y abrió la capa de Marsino. Unos zarcillos oscuros y
ponzoñosos le estaban abrasando el brazo. A los ojos del chico, una floración radiante
palpitaba bajo la piel corrupta.

Habían estado cabalgando desde antes de la primera luz del día.

Vannis y el chico habían logrado montar a Marsino sobre su caballo y lo habían atado a
la silla. El joven cazador de magos se encontraba en un sueño febril cuando Vannis ató
los caballos de ambos y se puso en marcha.

El poni del chico tenía dificultades para mantener el acelerado ritmo de Vannis; el
castillo Wrenwall todavía estaba a más de un día de viaje.

Vio como Marsino se agitaba a cada paso. El hombre herido estuvo a punto de caerse en
varias ocasiones pero, entonces, Vannis reducía la velocidad y volvía a atar a Marsino
en su silla. Cada vez que el viejo cazador de magos hacía eso, fruncía el ceño al chico
antes de continuar.

Llegaron al paso del Corvo a media mañana. Las monturas ascendieron por los
estrechos senderos tallados en la ladera de la montaña. El viaje se acortaría media
jornada, pero aquel camino traicionero estaba en malas condiciones y la maleza
dificultaba enormemente el paso.

El chico apretó las piernas y agarró las riendas, observando con nerviosismo la
profundidad del desfiladero. El poni avanzaba con dificultad, pero impedía que cayeran
a una muerte segura de forma instintiva.

Salieron de la espesura a un claro. Vio como Vannis tiraba de los estribos para poner a
los caballos al galope. Marsino comenzó a inclinarse hacia la derecha de una forma
mucho más pronunciada que antes.

—¡Vannis!

El cazador de magos trató de acercarse, pero era demasiado tarde. Marsino se cayó de la
montura y se estrelló contra el suelo.

El chico se detuvo, saltó de su montura y corrió hacia el hombre. Vannis hizo lo mismo.

La sangre comenzó a brotar de la frente de Marsino.

—Tenemos que detener la hemorragia —dijo Vannis.

Desenvainó su daga y, sin preguntar, cortó una larga tira de tela de la capa del
muchacho.
—Agua —pidió.

El chico sacó su pellejo de agua y vertió un chorro sobre la herida mientras Vannis la
limpiaba.

Marsino se revolvió y murmuró incoherencias en su estado febril. El chico trató de


comprender las divagaciones del hombre, pero solo entendió unas pocas palabras.

—Bebe —dijo, vertiendo un poco de agua sobre los labios secos del hombre.

El joven cazador de magos se agitó mientras lamía las gotas. Abrió los ojos. Unas
manchas escarlata mancharon el blanco turbio.

—¿Ya hemos… llegado? —preguntó Marsino, forzando la respiración con cada palabra.

Vannis miró al chico fijamente. Sabía que no tenía que decir nada. Todavía estaban
lejos de conseguir ayuda.

—Falta poco, hermano —dijo Vannis.

—¿Por qué construir… Wrenwall… en lo alto de una montaña?

—Porque la intención era que fuese difícil acceder a ella —dijo Vannis con una sonrisa
melancólica.

Marsino cerró los ojos y se rio un poco. Comenzó a toser.

—Tranquilo, hermano —dijo Vannis, prestando atención al hombre antes de volverse


hacia el chico. —¿Todavía tienes la flor de dormis?

—Sí.

El chico hurgó en su bolsillo y sacó un caballo de paja, una piedra de río pulida y la flor
amarilla. Sonrió al verla, ya que sabía que la flor ayudaría a Marsino.

Vannis se la arrebató de entre las manos.

—Al menos hiciste algo bien, chico.

Se le hizo un nudo en la garganta ante estas palabras. Vannis tenía razón. Había dudado
y su amigo había pagado las consecuencias.

Marsino negó con la cabeza.

—No es… su culpa… Debería haber sido... más cuidadoso.

El cazador de magos más viejo permaneció en silencio mientras arrancaba varios


pétalos de la flor de dormis.

—Mastica esto. No es gran cosa, pero ayudará con el dolor.


—¿Y qué hay de… la magia? —preguntó Marsino.

—Aceleró su crecimiento y la mantuvo en buenas condiciones, pero la planta no está


contaminada —dijo Vannis mientras colocaba los pétalos en la boca de Marsino. Se
acercó y susurró algo en el oído del hombre más joven, acariciándole suavemente el
pelo. Marsino sonrió, como perdido en algún recuerdo.

El chico bebió un trago del pellejo de agua. Un ligero escalofrío le recorrió la espalda.
El fino vello de sus brazos se puso de punta.

Se dio la vuelta y caminó hasta el borde del claro: una fronda verde de pinos cubría las
tierras bajas de abajo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Vannis.

—No lo sé —dijo mientras miraba hacia el valle. Nada parecía fuera de lugar, incluso
esa sensación había desaparecido.

—Creía que…

Se detuvo en seco. Se alzaban columnas de humo oscuro en la distancia.

El chico miró los restos carbonizados y humeantes que yacían en el pasto. El olor a
carne de animal quemada flotaba en el aire. Su estómago se revolvió.

—¿Qué ha podido provocar esto? —preguntó volviéndose a Marsino. El joven cazador


de magos yacía en un lecho improvisado hecho a partir de una manta y cuerdas.

—No lo sé —dijo Vannis—. Quédate allí y mantén los ojos abiertos.

El cazador de magos más viejo inspeccionó el ganado muerto. Todos los cadáveres
tenían heridas punzantes del tamaño de un puño en sus gruesas pieles. Vannis metió la
punta de su bastón en una de las cavidades chamuscadas para medir la profundidad.
Desapareció un tercio de la vara.

—Tal vez deberíamos irnos —dijo el chico.

Vannis se volvió hacia él.

—¿Percibes algo?

El chico observó el ganado. Rastros de magia irradiaban bajo la carne abrasada. Lo que
había matado a esas inmensas criaturas era lo bastante poderoso como para mutilarlas.
A un hombre no le iría mucho mejor. Incluso uno armado con una vara de combate.
El chico se centró en las tierras de labranza. Vio una pequeña cabaña de madera, un
viejo granero y una letrina en el extremo más alejado. La propiedad se encontraba junto
a las colinas, rodeada por densos bosques. Nunca la habrían visto si no fuera por el
humo.

Se acercaba el ruido de unos pasos.

Vannis se dio la vuelta y alzó su vara.

Un anciano apareció en la esquina del establo. Se detuvo ante los inesperados visitantes.
Llevaba pantalones y una túnica que parecía hecha para un hombre más grande, y
portaba una alabarda vieja y desgastada, pero con la hoja brillante y afilada.

—¿Qué estáis haciendo en mi granja? —preguntó el hombre, cambiando la posición del


arma y asegurándose de permanecer fuera del alcance de Vannis.

—Mi amigo está herido —dijo el chico—. Por favor, señor, necesita ayuda.

Vannis echó una mirada de reojo al chico, pero no dijo nada.

El granjero miró a Marsino. El joven cazador de magos se revolvió en su lecho, perdido


en un sueño febril.

—Tienen curanderos en Wrenwall —dijo el granjero.

—Está a algo más de una jornada a caballo. —No llegará vivo— dijo Vannis.

—Una bestia merodea por estos bosques. Será mejor que os marchéis —dijo el anciano
señalando el ganado muerto.

El chico miró la densa espesura. No sintió nada en ese momento, pero recordó el
escalofrío anterior. Por la distancia, tenía que ser una criatura enorme.

—¿Qué clase de bestia? ¿Un dragón?

—Calma, chico —dijo Vannis mientras se acercaba al granjero—. El deber te obliga a


acoger a un soldado demaciano.

El granjero se mantuvo firme.

—Vestís el azul, pero… un cazador de magos no es un soldado.

—Cierto, pero lo fui hace tiempo. Igual que tú.

El granjero entrecerró los ojos y apuntó con su alabarda hacia Vannis.

—Eso es una guja —dijo Vannis—. El arma predilecta de los antiguos alabarderos de
Thornwall, si no recuerdo mal. Y por lo que se ve, tanto el arma como este viejo
soldado siguen siendo letales.
El granjero miró su arma con una leve sonrisa.

—Fue hace mucho tiempo.

—Los hermanos de armas son para toda la vida —dijo Vannis más pausadamente—.
Ayúdanos. Daremos caza a la bestia cuando nos recuperemos.

El chico echó un vistazo a Marsino. Los ojos del cazador de magos seguían cerrados
mientras respiraba profundamente.

El granjero miró a Vannis, pensando la propuesta.

—No será necesario —dijo al fin—. Vamos a llevarlo dentro.

Vannis y el granjero llevaron a Marsino a la cabaña. La modesta habitación olía a cedro


y a tierra, y una hoguera ardía débilmente. El chico despejó la mesa central, arrojando
tazones de madera y galletas sobre un camastro cercano. Los hombres colocaron a
Marsino sobre las tablas de madera.

—¿Hay alguien más? —preguntó Vannis mientras cortaba la túnica de Marsino con su
daga.

—Vivo solo —contestó el anciano, examinando la herida. El chico vio como la


infección se había extendido. Los zarcillos oscuros se estaban extendiendo hacia el
cuello y el pecho de Marsino.

—Tenemos que cortarlo —dijo Vannis.

Marsino comenzó a convulsionar y su cuerpo amenazó con caerse de la mesa.

—Sujétalo —dijo Vannis. El chico sujetó las piernas de Marsino, utilizando su peso
para inmovilizarlo. El hombre trató se sacudió para tratar de zafarse. Pataleó y una bota
le dio al chico en la boca. Se tambaleó hacia atrás, con la mandíbula dolorida.

—¡He dicho que lo sujetes! —gritó Vannis mientras limpiaba la hoja de su daga.

Se apresuró a sujetar las piernas de Marsino de nuevo, pero el granjero intervino.

—No pasa nada, hijo —dijo el hombre—. Trata de hablar con él.

Rodeó la mesa. Los temblores de Marsino habían cesado, pero su pecho retumbaba con
cada respiración.

—¿Marsino?
—Sostén su mano, que sepa que estás ahí —dijo el granjero—. Funciona con los
animales heridos. Los hombres no somos muy diferentes.

El chico agarró la mano de Marsino. Estaba caliente y resbaladiza por el sudor.

—Todo va a salir bien. Ha llegado la ayuda.

Marsino pareció concentrarse en su voz, volviéndose hacia el sonido, pero su mirada,


antes de un blanco turbio, ahora tenía un color rojo intenso.

—¿Estamos en Wrenwall?

El chico miró a Vannis y el cazador de magos asintió.

—Sí. Los curanderos están contigo —dijo el chico.

La flor de dormis… me ha dado algo de tiempo —dijo Marsino, apretando su mano—.


Hiciste bien… hiciste bien…

El chico apretó los dientes, luchando contra el nudo de dolor en su garganta. Sostuvo la
mano de Marsino con más fuerza, sin querer soltarla.

—Lo siento, Marsino. Debí…

—No… no fue… culpa tuya —dijo Marsino con dolor y dificultad para pronunciar cada
palabra. Hizo un esfuerzo por levantar la cabeza. Escrutinó la habitación con unos ojos
que ya no podían ver.

—¿Vannis?

—Estoy aquí, hermano.

—Diles… diles que no fue su culpa.

Vannis fijó su mirada en el chico.

—Sí, fue un golpe de mala suerte —dijo al fin.

—Escucha… —dijo Marsino con una leve sonrisa.

—No debes… cargar con esto.

Vannis agarró el hombro de Marsino y se acercó a la oreja del hombre.

—Tenemos que sacarte eso, hermano —dijo Vannis.

Marsino asintió.

—Necesitará morder algo —dijo el granjero.


El chico desenvainó su daga, ya que el mango de madera tallada parecía adecuado para
este propósito. La puso en la boca de Marsino.

—Bien —dijo Vannis, sosteniendo su propia hoja a unos centímetros del brazo herido.

Los zarcillos se movieron bajo la piel. A los ojos del chico, irradiaban una luz suave y
parpadeante que los demás no veían.

—Detente —dijo

Vannis miró al chico. —¿Qué ocurre?

Marsino mordió el mango de la daga y lanzó un grito ahogado. Apretó la mano del
chico y la estrujó contra la mesa hasta que disminuyó el movimiento de lo que tenía
bajo su piel.

La infección se extendió hasta el cuello de Marsino.

—Están demasiado profundos —dijo Vannis—. No puedo extraerlos. El cazador de


magos retrocedió, sin saber qué hacer a continuación.

—¿Y si quemamos la infección? —preguntó el chico.

—No podemos realizar una cauterización tan cerca de una arteria —dijo Vannis. Se
volvió hacía el anciano.

—¿Tienes medicinas?

—Nada que sirva de ayuda contra eso.

Vannis se quedó mirando a su compañero herido mientras valoraba sus opciones.

—¿Y un sanador? —dijo con el tono de un susurro.

—Seguro que tienen medicinas, pero el más cercano…

—No me refiero a esa clase de sanador.

El anciano permaneció en silencio un momento.

—No conozco a nadie de ese tipo.

Parecía como si Vannis quisiese indagar más en el tema, pero se mordió la lengua y se
puso a analizar la cabaña.

El chico siguió la mirada del cazador de magos. Vio una pila de pieles en una esquina,
una hamaca de red en la otra y una mesa de trabajo abarrotada con docenas de dragones
de madera apoyados contra la pared. No había nada que sirviera de ayuda.

—El ganado —dijo Vannis.


El granjero palideció ante la mención de las reses muertas.

—¿Qué pasa con él?

—¿Alguna vez han sufrido tiña?

—Sí. Quemábamos el parásito con unos polvos cáusticos lunares.

—Si cortamos la fuente de la infección y usamos una fina capa de ese polvo para el
resto, puede que surta efecto —dijo Vannis—. ¿Dónde lo tienes?

El granjero miró por la ventana. Pareció dudar, tal vez tratando de recordar por dónde
buscar entre todo aquel desorden.

De la garganta de Marsino surgió un profundo sonido gutural. Se convulsionó


violentamente y se agitó hacia el borde de la mesa, apretando la daga entre los dientes.

Vannis sujetó al hombre herido por los hombros.

—¿Dónde está el polvo?

El granjero luchó por sujetar las agitadas piernas de Marsino.

—Está en el establo, pero…

Marsino gimió.

—¡Voy!— dijo el chico mientras se daba la vuelta y salía corriendo.

El aire fresco de la montaña le golpeó la cara mientras corría hacia el establo, aunque el
calor aumentaba en sus piernas y pulmones. Estaba a menos de veinte pasos de la puerta
del establo cuando un escalofrío le recorrió la columna.

Se detuvo en seco.

El bosque circundante seguía oscuro y silencioso. Buscó en la densa espesura el más


leve indicio de magia, pero no detectó nada. Todavía se elevaban vapor y humo de los
restos en el pasto. La sensación de hormigueo se le extendió a toda la espalda: había
algo cerca.

Tenía que advertir a Vannis, pero sabía que no debía gritar.

¿Debía volver?

Salió otro grito agonizante de la cabaña. Tenía que ser valiente. Por Marsino.
Respiró hondo y se dirigió al edificio. Las manos temblorosas palparon el pestillo hasta
que finalmente abrió la puerta y luego la cerró de golpe tras él.

Una sacudida le cruzó la columna.

Tropezó hacia atrás, cayó y chocó contra un estante de herramientas. Palas y picos
cayeron al suelo.

Aquello estaba dentro del establo.

El chico quiso sacar la daga, pero la funda estaba vacía. Se la había dado a Marsino.
Una de las estancias irradiaba un brillo plateado.

Trató de ponerse en pie, pero las piernas no le respondieron. El resplandor se intensificó


cuando una figura salió de la estancia y dio la vuelta a la esquina. Nunca había visto una
luz tan cegadora. Hasta el mismísimo aire se distorsionó en ondas de colores.

La figura se acercó.

Empezó a escuchar un zumbido, como si hubiese un enjambre de abejas en su cabeza.


El chico retrocedió, con una mano protegiéndose los ojos mientras con la otra buscaba
un arma en el suelo. No encontró nada.

El mundo se desvaneció tras una abrumadora capa de luz y color.

Un sonido intentó atravesar el zumbido cuando la figura penetró el radiante resplandor.


Su mente luchó por unir todos estos estímulos hasta que un sonido concreto lo aclaró
todo…

—¿Papá?

Con una palabra, el mundo entero volvió a la normalidad.

Era una niña pequeña.

Lo miró fijamente con unos ojos muertos de miedo. El halo a su alrededor comenzó a
brillar con más fuerza. Tiró del chico, forzándolo a acercarse y a entrar en contacto con
el resplandor.

—¿Quién… quién eres? —preguntó la niña.

—Me… me llamo Sylas. —El chico se puso de pie y extendió la mano—. No te haré
daño… si tú no me haces daño.

La niña juntó las manos y las presionó contra su pecho.

—Yo nunca le haría daño a nadie… —dijo mirando al suelo—. Nunca a propósito.

El chico se acordó del ganado en el campo. Ignoró ese pensamiento y se concentró en la


niña de cabello dorado. Parecía débil y perdida, incluso aquí, en su propio hogar.
—Te creo —dijo—. No siempre es… fácil.

La luz a su alrededor se atenuó, así como la fuerza que tiraba de él.

Levantó la mirada hacia el chico.

—¿Has visto a mi papá?

—Está en la casa. Está ayudando a mi amigo.

Estiró el brazo tímidamente para agarrar su mano.

—Llévame con él.

El chico retrocedió.

—No puedo llevarte —dijo.

—¿Le ha pasado algo a papá?

—No. Está… ayudando a un cazador de magos.

La pequeña se encogió ante la mención y el interior del establo se iluminó de nuevo. Era
consciente del peligro.

—Y tú, ¿eres un cazador de magos? —preguntó con voz temblorosa.

La pregunta revolvió algo en el interior del chico.

—No —dijo—. Soy igual que tú.

La niña sonrió. Era sincera y calentó su corazón como ningún elogio de un cazador de
magos hubiese hecho jamás.

Se escuchó otro grito desde la casa principal

—¿Es papá?

—Es mi amigo. Tengo que volver —dijo el chico—. ¿Puedes quedarte escondida hasta
que nos vayamos? ¿Puedes?

La niña asintió.

—Bien —dijo—. ¿Sabes dónde está la cáustica lunar?

La niña señaló un jarro de arcilla situado en un estante estrecho.


El chico agarró el recipiente y salió corriendo del establo. Otro gemido agonizante
resonó en el campo cuando se acercaba a la cabaña. Apretó el paso y entró
precipitadamente.

—Lo encontré —dijo, sosteniendo el jarro como si de un trofeo se tratase.

El silencio llenó la habitación.

Vannis miraba fijamente el cuerpo sin vida de Marsino. Solo el granjero se volvió hacia
la puerta.

Había miedo y resentimiento en los ojos del anciano. Eran las mismas emociones que
las de todas esas almas desesperadas que intentaban ocultar su aflicción y que ya había
visto antes.

El anciano se acercó lentamente hacia su alabarda, desviando la mirada del chico hacia
Vannis, que aún no se había movido ni había dicho una palabra.

El chico negó con la cabeza, suplicando en silencio que el hombre se detuviera.

El granjero hizo una pausa, miró hacia el establo y después hacia el chico.

Sonrió de forma tranquilizadora al padre.

El anciano lo miró por un momento y luego dejó su arma contra la pared.

Al fin, Vannis salió de sus pensamientos.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó el cazador de magos.

—No es culpa del muchacho. Tu amigo ya no podía salvarse.

Vannis se alejó del cuerpo y se sentó en el camastro.

—Este canalla es la razón por la que estamos aquí —dijo de forma desagradable—. Es
uno de ellos. Finge ser normal.

—Tu amigo no creía eso —dijo el granjero—. Respeta esa creencia.

Vannis apartó la mirada del cuerpo de Marsino. Fijó su atención en las docenas de
herramientas de modelado y en las figuras de madera que había esparcidas por el suelo
bajo la hamaca.

—Era un joven estúpido que sentía las cosas con demasiada intensidad —dijo al fin.
Vannis permaneció en silencio; sus pensamientos parecían estar en otra parte.

El granjero y el chico se unieron a él en esta incómoda calma sin saber qué hacer a
continuación.
—¿Así que seremos nosotros dos quienes demos caza a la bestia? —preguntó Vannis al
anciano.

—No hace falta —dijo el granjero—. Encárgate de tu amigo. Tengo una carreta.
Quédatela.

—No me parece apropiado dejarte aquí solo —dijo Vannis—. Estaría dejando de lado a
un hermano.

La voz del cazador de magos tenía un tono que hizo que el chico se sintiera incómodo.
El dolor se transformó en sospecha. El afligido mentor se había convertido en
interrogador de nuevo.

Me las apañaré —dijo el granjero—. Lo llevo haciendo desde mis días vistiendo el azul.

—Claro que sí —dijo Vannis con una sonrisa.

El cazador de magos saltó del catre, se abalanzó sobre granjero y lo empujó contra la
pared. La punta de su daga estaba a unos centímetros de la garganta del hombre.

—¿Dónde está?

—¿El qué? —preguntó el granjero con voz temblorosa y confusa.

—Tu bestia.

—Está… está en el bosque.

—¿Se acuesta en tu cabaña al anochecer?

—¿Qué?

—La hamaca —dijo Vannis, gesticulando hacia las cuerdas entrelazadas—. Se


convierte en tu mejor aliada si pasas el tiempo suficiente en una guerra.

Vannis presionó la daga contra el hombre.

—Entonces, ¿por qué tienes un catre?

—Era de mi hija —dijo el granjero, dirigiendo la mirada al niño durante un instante—.


Murió el pasado invierno.

El chico miró el catre. Estaba hecho para un niña.

Pero no se trataba solo de la cama. Había un cuenco y una cuchara de madera, y una
espada de prácticas demasiado pequeña para un adulto. Si él mismo había descubierto
que estaba mintiendo, entonces…

—Enséñame su tumba —dijo Vannis.


—No puedo —dijo el granjero mientras desviaba la mirada avergonzado—. La bestia la
mató.

—¿Igual que hizo con tu ganado? —dijo Vannis de forma socarrona—. Estoy seguro de
que si buscamos con cuidado la encontraremos en tu granja.

—Aquí no hay nada —dijo el chico—. Deberíamos irnos.

—¿Qué ves en esa mesa, muchacho?

Miró fijamente el cuerpo de Marsino. Tenía los ojos ensangrentados y sin vida. Los
zarcillos de la infección le llegaban hasta el cuello y se le arremolinaban por la cara.

—¿¡Qué ves!?

—A Marsino… veo a Marsino —dijo con dificultad.

—A un cazador de magos, muchacho. A uno de los míos —dijo Vannis mientras la ira
y el dolor impregnaban cada palabra—. ¿Qué significó para ti?

Marsino había sido el único cazador de magos que fue amable con él. Lo había aceptado
como un auténtico demaciano, a pesar de su aflicción.

—Era mi amigo.

—Sí, y lo asesinó un mago —dijo Vannis—. Este hombre está escondiendo a uno de
ellos. A uno peligroso.

El chico recordó el intenso resplandor de la niña y la carne abrasada del ganado muerto.

—¿Qué hacemos nosotros? —preguntó Vannis.

El chico se secó los ojos con la manga.

—Mantenemos el orden. Defendemos las leyes.

Vannis condujo al chico y al granjero al exterior, vara en mano. Los tres se quedaron en
el pasto, observando el granero y la letrina. Golpeó al hombre en las costillas con el
bastón.

—Llama a tu hija.

El granjero se encogió de dolor con el golpe.

—No está aquí —respondió—. Está muerta.


—Ya veremos.

El anciano miró al niño con una súplica silenciosa.

—Buscaré en el establo —dijo el chico.

—No. Deja que venga a nosotros. Vannis golpeó la cabeza del granjero con la punta de
su bastón y el hombre cayó al suelo.

—¡Sal de donde estés! ¡Tenemos a tu padre!

No hubo respuesta. Ni un movimiento. El hombre gimió de dolor.

El chico vio como el granjero se incorporaba sobre una rodilla, con la mano en la sien.
La sangre se filtraba entre los dedos del hombre, cubriendo toda la mano. Vannis se
colocó sobre él, listo para golpear de nuevo.

—¿Qué estás haciendo?

—Lo que debe hacerse —dijo Vannis con el rostro contorsionado por la ira y el dolor.

Una sacudida recorrió la columna vertebral del chico. Una vez más, el fino vello de los
brazos se le puso de punta.

La puerta del establo se abrió con un crujido.

—Eso es, vamos —dijo Vannis.

La entrada estaba a oscuras. Se escuchó el sonido de pasos pequeños. La niña cruzó el


umbral y salió al exterior. Presa del pánico, se fijó en su padre herido.

—Papá… —dijo mientras las lágrimas caían a borbotones por su rostro.

—No pasa nada —balbuceó el ensangrentado granjero—. Papá solo está hablando con
estos hombres.

Todos se quedaron mirando mientras la chica avanzaba hacia ellos; no veían lo que solo
él podía ver.

La pequeña brillaba como el sol del mediodía.

El poder en su interior palpitaba y cambiaba de color. Brillaba con un resplandor que


parecía transformar la propia luz. Era un arcoíris viviente.

Esa era su aflicción. Ese era su don.

Solo él podía ver la belleza inherente y la naturaleza de la magia. Formaba parte de esta
niña asustada al igual que formaba parte de cada mago en Demacia, y quizá de los de
todo el mundo. ¿Cómo podía darle la espalda a algo así? El chico había visto todo lo
que necesitaba ver.
—Es… normal.

—¿Estás seguro? ¡Mira de nuevo!

Se volvió hacia el cazador de magos. Para Demacia, Vannis era un baluarte contra los
peligros de la magia. Pero para el chico, se trataba de un hombre corriente aferrado a la
tradición.

—Te has equivocado. Deberíamos irnos.

Vannis lo miró un momento, intentando comprobar si mentía. El cazador de magos


negó con la cabeza y frunció el ceño.

—Ya veremos si pasa las pruebas —dijo quitándose la grismarca de la capa.

Los ojos del granjero se abrieron de par en par al ver el emblema de petricita.

—¡Corre, niña! ¡Corre! —gritó el anciano mientras se ponía de pie de un salto y se


abalanzaba sobre Vannis.

El cazador de magos se movió rápidamente y golpeó al granjero en el abdomen con el


bastón. El hombre se tambaleó hacia atrás por el golpe, lo que puso cierta distancia
entre los dos. Vannis se lanzó hacia adelante y golpeó la cabeza del hombre con la vara.
Su coronilla estalló en una lluvia carmesí.

La niña chilló. Sus manos crepitaron chispas de electricidad y, esta vez, todos lo veían.

Vannis extendió la grismarca, capturando los arcos centelleantes en la piedra y


suprimiendo la magia. Pero la petricita se oscureció y se quebró rápidamente, incapaz
de contener el poder de la niña. Vannis dejó caer el disco destrozado y se giró sobre sí
mismo con la intención de golpear la cabeza de la niña con el bastón de madera.

—¡No!

El chico corrió hacia la niña, interponiéndose entre la pesada vara de combate y los
estallidos de luz. Se le chamuscó el vello de los brazos y los dedos se le llenaron de
ampollas cuando tocó a la pequeña maga.

Un relámpago en forma de arco retorcido le perforó la mano, y en ese momento una


corriente ardiente le recorrió el cuerpo, provocando que se convulsionara. El corazón
del chico se encogió y el aire se escapó de sus pulmones. Intentó respirar sin éxito.

Con la vista borrosa, sintió cómo le inundaba la mortífera magia. Vannis estaba quieto,
con el bastón a punto de golpear, como una estatua antigua representando a un héroe de
antaño. La niña también estaba inmóvil. Sus lágrimas parecían de cristal mientras el
resplandor radiante a su alrededor se atenuaba y se desvanecía…

Al fin, sus pulmones se llenaron de aire.


Se le aceleró el corazón, bombeando una débil calma por todo su cuerpo. El ardor en su
interior permaneció, pero ya no amenazaba con consumirlo. En lugar de eso, fluyó con
calma por todo su cuerpo y, durante un instante, le pareció maleable. De repente
comenzó a arder cada vez más, hasta que ya no pudo contenerlo en su interior.

La luz brotó de sus manos y el mundo se oscureció.

Sylas abrió los ojos. Tres restos humeantes yacían esparcidos en el suelo chamuscado.
Uno de ellos sujetaba un bastón deformado y astillado. Los otros dos estaban cerca el
uno del otro, tenían los brazos abiertos y extendidos, pero no llegaban a encontrarse. Se
le llenaron los ojos de lágrimas al ver su fracaso, y el arrepentimiento se apoderó de su
corazón. Se puso bocarriba y se estremeció.

Un sinfín de estrellas se extendía sobre el firmamento despejado. Las vio pasar a través
de la oscuridad y desaparecer tras la oscura densidad de los árboles.

El cielo nocturno se había tornado de color púrpura cuando por fin se puso de pie.

Se alejó de la matanza con pasos temblorosos. Se detuvo tras alejarse una corta
distancia, pero no miró atrás.

No hacía falta. Recordaría esa visión el resto de su vida. Desechó esos pensamientos y
observó las cimas de las montañas que abarcaban el horizonte.

No tenía intención de dirigirse a Wrenwall ni hacia ninguna de aquellas fortalezas. No


importaba cuánto suplicase, nada evitaría su castigo. Con el tiempo, acabarían por
buscarlo, sin detenerse hasta que fuese llevado ante la justicia. A fin de cuentas, la ley
ha de respetarse.

Pero conocía sus métodos, y Demacia era inmensa.


Desasosiego

—¿Por qué nos han mandado hasta aquí? —dijo el soldado mientras se apoyaba en la
pared de la caseta con los brazos cruzados sobre el pecho—. Con las calles de la gran
ciudad cubiertas de sangre, ¿nos envían a la frontera?

Se llamaba Bakker, y a Cithria nunca le había caído demasiado bien: tendía a centrarse
en los aspectos negativos de cada situación, aunque, en realidad, en este caso no le
faltaba razón.

El resto de sus compañeros estaban a su alrededor y ninguno de ellos parecía demasiado


cómodo en aquel trance.

Cithria permaneció en silencio. Era la más joven de los demacianos, aunque eso no
significaba, ni mucho menos, que se tratara de una recluta sin experiencia. En el año que
llevaba entre sus filas, ya había demostrado ser una soldado muy capaz y una de las más
veloces con la espada. No obstante, había multitud de ocasiones (como esta) en las que
se sentía desbordada por las circunstancias y llegaba a dudar de sí misma.

Vestía una reluciente armadura de placas completa, como todos los demás. Llevaba un
escudo a la espalda y el casco bajo el brazo, lo que dejaba a la vista su cabello oscuro,
recogido en una larga trenza.

Los soldados se encontraban frente a la colosal Puerta Gris, que custodia la frontera
noreste de Demacia. El nombre resultaba algo engañoso, ya que el bastión estaba hecho
de impoluta piedra blanca. Mucha gente pensaba que se lo habían puesto por los
acantilados de pizarra gris que había en la zona, aunque los soldados allí apostados, en
especial los que procedían del sur o de las costas de Demacia, solían decir que
seguramente tuviera más que ver con el estado permanentemente nublado de aquellos
cielos boreales.
A ambos lados de la torre del baluarte se extendían unas altas murallas de piedra blanca.
De las almenas sobresalían unos banderines que ondeaban al viento entre los centinelas
que hacían su vigilia bajo el frío, con la mirada clavada en el horizonte oriental.

—Deberíamos estar desplegados con el resto del batallón para rastrear el bosque en
busca de ese traidor y su chusma —comentó otro soldado.

—Esos magos... —dijo Bakker, con tono despectivo—. Deberíamos deshacernos de


ellos.

Ese tipo de comentarios incomodaban a Cithria. Nunca había presenciado ningún acto
de magia (al menos, que ella supiera), pero la habían educado para temer a quienes
fueran capaces de utilizarla y desconfiar de ellos. Las noticias que llegaban de la capital
hacían que ese miedo pareciera justificado.

Tan solo había transcurrido un mes desde que el hechicero rebelde Sylas había escapado
de su prisión y revolucionado el corazón de Demacia. El insurgente, tan perturbado
como poderoso, había desatado una oleada de intranquilidad por todo el reino, y la gran
ciudad aún seguía bajo toque de queda, con el ejército en las calles para mantener el
orden.

Cithria coincidía en que serían de más utilidad en otro sitio, pero la malicia que dejaba
entrever la voz de su compañero la inquietaba.

—En mi opinión, todos ellos tendrían que... —empezó a decir Bakker, pero Cithria lo
interrumpió.

—Atención. Ha vuelto el sargento de escudo.

La figura menuda pero fornida del sargento de escudo Gunthar se aproximaba hacia
ellos a paso ligero. Iba acompañado por dos hombres encapuchados, uno a cada lado.

—¿Quiénes son esos?

—No lo sé —contestó Cithria.

Los soldados se pusieron firmes en cuanto llegaron el sargento y sus misteriosos


acompañantes.

—Muy bien, soldados —dijo Gunthar—, sé que os estáis preguntando por qué nos han
enviado hasta aquí.

El sargento recorrió las filas de sus reclutas con la mirada.

—Un enviado extranjero de la Marcarboleda llegará pronto a esta frontera, y tenemos el


deber de escoltarlo para que llegue a salvo a la capital.

¿Una misión de escolta?


A Cithria le parecía un cometido extrañamente trivial. Aun así, tanto ella como los
demás soldados siguieron sin decir palabra, mirando al frente con determinación.

—Su protección es nuestra máxima prioridad —continuó Gunthar—. Si sufre el más


mínimo daño bajo nuestra custodia, el honor de Demacia quedaría mancillado. Somos
aliados de la Marcarboleda desde hace mucho tiempo, así que no podemos permitirnos
el lujo de que nada amenace esa relación. Debemos cumplir nuestro deber con honor,
gracia y buena fe.

La expresión de Gunthar se endureció.

—Aunque vaya en contra de nuestro criterio —añadió.

Los soldados eran muy disciplinados y no reaccionaron de forma visible a esas últimas
palabras, pero Cithria notó y compartió su inquietud. ¿A qué se supone que se refería?

Gunthar hizo un gesto a sus enigmáticos acompañantes, que dieron un paso adelante y
se despojaron de la capucha.

Cithria los contempló con gran curiosidad.

El mayor de los dos era un hombre de aspecto serio y mediana edad. En su pelo corto
asomaban algunas canas, y tenía la piel curtida, con surcos profundos y un buen puñado
de cicatrices. El otro tenía un aspecto más joven, una figura más esbelta y un talante
más nervioso. A un lado del rostro le caía un mechón de cabello negro.

Los dos llevaban una máscara dorada de medio rostro, muy ajustada, y tenían la capa
sujeta por unos discos de piedra grabada de color gris apagado.

Cithria exhaló lentamente un aliento que ni siquiera era consciente de que había estado
conteniendo.

Cazadores de magos.

—Este es Cadstone, un veterano adepto de la orden de los cazadores de magos; él es su


compañero, Arno —comentó Gunthar para presentar a los cazadores, que hicieron una
sutil reverencia—. Nos acompañarán para escoltar al enviado hasta la capital.

Unas trompas resonaron en la parte superior del matacán.

—¡Se aproximan unos jinetes con estandartes de la Marcarboleda! —gritó una voz
desde una garita.

El sargento de escudo Gunthar hizo un gesto con la cabeza a los guardias, y los pesados
portones se abrieron poco a poco con un fuerte chirrido de las charnelas. El rastrillo
metálico se levantó entre el sonoro rechinar de las cadenas y el inmenso puente levadizo
que había detrás dejó caer su peso sobre el suelo con un rotundo estruendo. La luz del
alba inundó el interior del bastión a través de la puerta abierta.
—¡A mí! —ordenó Gunthar, antes de avanzar a zancadas con los cazadores de magos a
los costados.

Cithria y los demás soldados formaron filas tras ellos con la precisión que habían
adquirido durante la instrucción.

Cithria no sabía exactamente qué tipo de enviado esperaba, pero, desde luego, no al
descomunal hombre de piel oscura que los aguardaba. Estaba cubierto de pieles de oso y
llevaba un bastón de madera pesada. Esbozó una gran sonrisa mientras los demacianos
marchaban a su encuentro.

Cithria lo observó con recelo.

Iba a lomos del corcel más grande que hubiera visto nunca: un caballo de color negro
azabache, con una densa pelambrera sobre las patas que caía hasta los herrados cascos.
Lo acompañaba una veintena de jinetes, todos ellos con largos chaquetones de escamas,
hachas y escudos. Uno de ellos portaba un estandarte con las hachas cruzadas del blasón
de la Marcarboleda, que también estaba grabado en los escudos de los guerreros.

El enviado se apeó del caballo y se aproximó a Gunthar y su séquito con una gran
sonrisa. Tenía la complexión musculosa de un soldado o un herrero; no era lo que
esperaba de un hechicero en absoluto. Siempre se los había imaginado taimados y
astutos, con mayor predilección por las tretas y las artimañas que por la fuerza física.

Se detuvo ante los demacianos y luego se tocó la frente con la palma de la mano
izquierda y la alzó hacia el cielo. Cithria agarró la empuñadura de su espada: pensó que
estaba preparando alguna especie de conjuro arcano, pero entonces se dio cuenta de que
seguramente se tratara de un saludo de Marcarboleda. Sintió cómo le subía el rubor a las
mejillas y se maldijo a sí misma por su ingenuidad.

El sargento de escudo Gunthar le devolvió el saludo.

—Me llamo Arjen y traigo los respetos del señor de la Marcarboleda —dijo el enviado
mientras inclinaba la cabeza.

—Bienvenido. Soy el sargento de escudo Gunthar, del séptimo batallón. Este —añadió
— es Cadstone, de la orden de los cazadores de magos.

—No es la primera vez que visitas Demacia, ¿verdad? —dijo Cadstone sin perder el
tiempo con preguntas triviales—. ¿Conoces las leyes de piedra?

—Sí, ya había estado antes aquí, estimado cazador —respondió Arjen—, y conozco las
leyes y costumbres de vuestro reino. Respetaré las leyes de piedra y me abstendré de
usar mis... talentos... mientras permanezca en estas tierras. Os doy mi palabra.
—Muy bien —dijo Cadstone—. El cazador de magos Arno y yo te acompañaremos
desde ahora mismo hasta el instante en el que abandones Demacia. Nuestro cometido es
garantizar que cumplas tu palabra. Debes saber que habrá repercusiones si no acatas
nuestras leyes. No obstante, si prescindes del uso de tus... talentos, como tú mismo los
has llamado, no habrá ningún problema.

Arjen hizo una profunda reverencia sin dejar de sonreír.

—Pues pongámonos en marcha —dijo Gunthar—. Tu guardia personal deberá


permanecer al otro lado de la frontera, claro está.

—Por supuesto, por supuesto —respondió Arjen antes de volverse hacia sus ayudantes
para despedirse—. ¡Largo! —les dijo—. ¡Marchaos de aquí!

Cithria tuvo que contener la sonrisa ante el extraño comportamiento del hombre. Los
estoicos jinetes se dieron la vuelta, uno de ellos a las riendas del corcel del enviado, y se
alejaron galopando sin mediar palabra.

—Todo listo, ¡vámonos! —dijo entonces Arjen con una palmada.

Les esperaba un trayecto de unas tres horas hacia el noroeste hasta llegar a Meltridge,
un pequeño pueblo ribereño donde embarcarían en un navío con el que cubrirían el resto
de la travesía hasta la capital. A Cithria le sorprendió descubrir que el enviado de la
Marcarboleda no los ralentizaba, sino que mantenía con facilidad el ritmo agotador que
les había impuesto Gunthar, marcando el paso con firmes golpes del bastón contra el
suelo.

La marcha los condujo a través de páramos y valles azotados por el viento gélido del
norte. Cithria estaba helada hasta los huesos. Los demacianos avanzaban pesadamente,
arrebujándose en los mantos para mantenerse algo más abrigados. En cambio, el
enviado, envuelto en pieles de oso, parecía imperturbable ante el clima.

A pesar del recelo de Cithria, Arjen era un hombre afable y simpático. No obstante, la
joven soldado se obligó a no dejarse llevar por una falsa sensación de seguridad. Las
artes de los arcanos estaban repletas de trampas y argucias. Mientras los demacianos se
mantenían callados y estoicos, claramente incómodos con la presencia del mago, el
propio Arjen pasaba el tiempo relatando historias sobre su tierra. La mayoría tenían que
ver con ingentes cantidades de cerveza, proezas de fuerza y hazañas inverosímiles, pero
lo cierto es que poseía un don para contar historias que volvía más llevadero el viaje.

—Y entonces la enorme bestia rugió: ¿no has venido aquí a cazar, ¿verdad?

El hombre cerró su chiste procaz con una carcajada y se dio una palmada en uno de los
voluminosos muslos con júbilo. Cithria, que marchaba a su lado, no pudo contener la
sonrisa, a pesar de que el relato era tan inapropiado que tuvo que sacudir la cabeza.
—¿Lo pillas, chica? —dijo Arjen, dirigiéndose a ella directamente—. Lo dice porque
cree que el hombre...

—Sí, lo entiendo —repuso Cithria con rapidez al tiempo que levantaba la mano para
interrumpir la explicación.

A medio camino de su destino, empezó a nevar. Al principio, los copos eran pequeños y
ligeros, pero pronto empezaron a hacerse más pesados hasta reducir de manera drástica
la visibilidad. Al cabo de poco tiempo, el terreno estaba completamente cubierto. La
nevada amortiguaba por completo todos los sonidos. Cithria caminaba cerca del
enviado, que iba custodiado en el centro de la columna de soldados. Echó la mirada
hacia atrás y vio que los cazadores de magos se habían quedado algo rezagados, justo
donde ya no podían oírlos. Ambos se habían subido la capucha para protegerse del frío.

—Tengo curiosidad —dijo Cithria en voz baja para que solo pudiera oírla el enviado.

—La curiosidad es una fuerza poderosa —contestó Arjen— y, a veces, peligrosa.

Un soldado cercano le lanzó una mirada a Cithria, como indicando que se callara.
Cithria hizo una pausa y se preguntó si debía acabar su reflexión o dejarla pasar, pero la
curiosidad pudo con ella.

—Conoces las leyes de piedra y, al menos, parte de las... adversidades que asolan a
Demacia en estos tiempos —dijo.

—Es cierto —respondió Arjen, pero ya sin un ápice de frivolidad y con una expresión
lúgubre—. Por esa razón me ha enviado mi señor. Y por eso están llegando enviados de
todas vuestras naciones aliadas.

—Pero, si era consciente de todo eso, ¿por qué tu señor te ha enviado precisamente a ti?

Arjen bajó la vista hacia ella con una ceja arqueada.

—Soy asesor jefe del concejo de la Marcarboleda, así que me correspondía a mí venir
—explicó, antes de percibir la expresión de sorpresa de Cithria y responder a ella con
una sonrisa irónica—. Las cosas son distintas más allá de vuestras fronteras. Si quisieras
tratar temas relacionados con la forja, acudirías a un herrero, ¿no es cierto? Entonces, en
un momento como este, ¿quién mejor que un mago?

Cithria abrió la boca para decir algo, pero la volvió a cerrar.

Limitémonos a llevarlo a la capital sano y salvo, se dijo.

Cuanto antes completaran la misión, mejor.


El crepúsculo estaba al caer cuando llegaron al pueblo de murallas blancas de
Meltridge. Los guardias de la puerta los saludaron y, en la vía principal, los vecinos se
hicieron a un lado respetuosamente para dejarlos pasar.

—Doblaremos hacia el noroeste en la próxima intersección —dijo Cadstone. La nieve


estaba amainando, así que se bajó la capucha antes de señalar con el dedo—. El muelle
está al pie de aquella colina.

—Entonces, ¿ya habías estado aquí antes, cazador? —preguntó Cithria después de que
Gunthar les ordenara a sus soldados seguir las instrucciones del cazador de magos.

Este asintió.

—Aquí vivía una joven —dijo—. Era una poderosa hechicera.

—¿La... capturaste? —inquirió Cithria con los ojos bien abiertos.

—Se entregó —intervino Arno—. Era benigna. Estaba registrada. Normalmente, no


capturaríamos a alguien como ella, pero desde...

—¡Arno! —gritó Cadstone.

El más joven de los cazadores de magos guardó silencio, escarmentado.

—Marchemos —dijo Cadstone—. No nos conviene detenernos.

A esas horas, cerca del anochecer, el angosto camino hacia el muelle estaba concurrido.

Los barqueros concluían los quehaceres del día y remontaban la colina con destino a
casa o a alguna de las numerosas tabernas que había por el camino. Unos críos
correteaban de un lado a otro y se perseguían por la nieve, acompañados por un par de
revoltosos perros de caza. Los comerciantes asomaban por las puertas de sus tiendas y
los vendedores ambulantes gritaban los precios de sus mercancías.

Cithria notó que el ambiente de la calle empezaba a cambiar cuando la comitiva había
recorrido apenas un tercio de la colina cuesta abajo.

Al principio, no fueron más que algunas miradas desde la penumbra y algunas palabras
masculladas por los transeúntes. En las puertas y los callejones se reunían grupos de
vecinos que murmuraban y señalaban. Un pescador escupió en el suelo, con los ojos
llenos de ira.

—Circula, ciudadano —le gruñó Gunthar, y el hombre hizo caso, aunque a


regañadientes.
Cithria estaba estupefacta. No se esperaba una muestra de hostilidad tan abierta por
parte de los demacianos, a pesar de lo que había estado ocurriendo en la capital.

—Juntad las filas —ordenó Gunthar, y los soldados respondieron al instante, con el
mago y los cazadores en el centro de la formación.

Una piedra alcanzó el casco de uno de los soldados por un lado. Otra, lanzada desde
otro lugar, rozó la frente de Cadstone, dejando una herida tras de sí.

Cithria maldijo entre dientes la estrechez de la calle. Apenas tenían margen de maniobra
y ya habían recorrido un trecho demasiado largo como para retroceder. Su única
alternativa era proseguir hasta el muelle.

—¡Alzad los escudos! —vociferó Gunthar, quien, al parecer, había llegado a la misma
conclusión que ella—. ¡Adelante, a paso ligero!

Los soldados apretaron el paso al instante y comenzaron a avanzar en tropel por la vía.

—¡Despejad el camino por orden de la corona! ¡A un lado! —gritó el sargento de


escudo.

La mayoría de los ciudadanos hizo caso y se apartó en desbandada, pero, entonces,


Cithria vio algo más adelante que le heló la sangre.

Un par de carretas aparecieron rodando desde unos callejones y les bloquearon el paso.
Una muchedumbre furiosa se aglomeró frente a ellos. Cithria miró a un lado y al otro.
Las fachadas de piedra blanca de las tiendas los recluían a ambos lados como si de las
paredes de un desfiladero se tratasen. Todas las puertas y ventanas estaban cerradas a
cal y canto.

—¡Es una trampa! —susurró.

—Sí —dijo Gunthar, maldiciendo entre dientes.

—¡Alto! ¡Media vuelta! —gritó el sargento de escudo.

Los soldados respondieron al instante dando la vuelta. Todos tenían los escudos
levantados, aunque ninguno había empuñado las armas.

Los cazadores de magos permanecían cerca del enviado, uno a cada costado. Los tres
seguían a cubierto tras las filas de los soldados.

—¡Es inútil! —gritó Cithria—. Este camino también está cortado.

En la dirección por la que habían llegado, pudieron ver que los habitantes se habían
apresurado a colocar otra carreta para cortarles la retirada.

—¡Entregádnoslo y nadie saldrá herido! —clamó un hombre fornido subido a la carreta.


Parecía ser el herrero del pueblo, a juzgar por el grueso mandil de cuero y el martillo
que llevaba.

—¡Despejad la calle! —exigió Gunthar.

El herrero, que al parecer hacía las veces de portavoz de la enfurecida multitud, no se


inmutó.

—Imposible, amigo —dijo al tiempo que se golpeaba suavemente la palma de la mano


con el martillo a modo de amenaza velada.

Algunas personas salieron corriendo para alejarse del tenso enfrentamiento, pero otras
se unieron a las que ya se habían agolpado en ambos extremos de la vía. Muchos de los
vecinos portaban aperos de labranza, hachas de leñador y otras armas improvisadas,
aunque no eran pocos los que llevaban una espada envainada al cinto. Pese a que era
obvio que los soldados que tenían enfrente eran mucho más hábiles con las armas, no
parecían dispuestos a dejarse intimidar.

—Vuelvo a repetirlo: despejad el camino —mandó Gunthar.

La réplica fue el impacto de una piedra contra el escudo de Cithria. El soldado que se
encontraba a su lado, Bakker, comenzó a desenfundar su espada, y la hoja siseó al
recorrer el interior de la vaina.

—¡Nada de armas! —gritó Cithria, con la mano en la empuñadura de su espada—. ¡Son


demacianos y hemos jurado protegerlos!

Bakker, más mayor y veterano que ella, refunfuñó e hizo ademán de ignorar sus
palabras, pero el sargento de escudo lo detuvo con una orden seca.

—Lleva razón —gruñó Gunthar—. Nadie desenfundará una sola espada a menos que yo
lo ordene.

La turba, cada vez más agresiva, gritaba y cercaba al grupo con actitud amenazadora.

En medio del escándalo, Cithria logró distinguir varias voces aisladas.

—¡Lo vas a pagar, cerdo! —chilló una mujer.

—¡Cogedlo, cogedlo! —rugió un hombre de edad bastante avanzada, aunque con porte
de exsoldado.

—Deberíamos entregárselo —masculló Bakker.

Cithria lo fulminó con la mirada.

—¡Hemos jurado custodiar al enviado Arjen! —replicó—. ¿Dónde queda tu honor?

—No es más que un mago —comentó otro soldado al que Cithria no pudo distinguir.
Un pesado frasco de cerámica alcanzó a la fila de soldados y estalló en mil fragmentos
contra uno de los escudos. Un grueso pedazo de mampostería golpeó desde arriba la
hombrera de otro soldado, que cayó de rodillas. Sus compañeros lo ayudaron a
incorporarse rápidamente, y Cithria alzó la vista y pudo ver que había aparecido gente
sobre los tejados que los rodeaban.

Mientras miraba, un hombre encapuchado arrojó algo. Por puro instinto, Cithria elevó el
escudo por encima de sus cabezas para proteger al enviado, que se encontraba detrás de
ella. Una herradura oxidada rebotó contra la superficie curva del escudo antes de salir
despedida con estrépito, pero sin provocar daños. Si hubiera golpeado a alguien, podría
haberlo matado.

El mago le hizo un gesto con la cabeza en señal de agradecimiento. Ya no sonreía.

—Juro por mi honor que te sacaremos de esta sano y salvo —prometió Cithria.

Los ciudadanos los habían acorralado un poco más. Seguían gritando, aunque ninguno
de ellos parecía dispuesto a acercarse demasiado. No obstante, Cithria sabía que era
cuestión de instantes que alguien cargara contra la formación, y la aterraban las posibles
consecuencias.

—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó mientras las piedras, los ladrillos y los cascotes
no paraban de repiquetear contra las armaduras de los soldados.

—Si cargamos contra ellos, habrá bajas civiles —dijo el sargento de escudo Gunthar.

—Puede que sea la única opción —repuso Cadstone.

A su pesar, Cithria coincidía con él. Aunque...

—¡Esa puerta! —clamó al tiempo que señalaba un escaparate cerrado que había cerca.

—Podría servir —dijo Gunthar—. ¡Un semicírculo a mi alrededor!

Los demacianos cambiaron de formación con fluidez y compusieron un muro de


escudos curvo de espaldas a la fachada de la tienda.

—¡Cithria! ¡Bakker! —ordenó Gunthar—. ¡Derribad esas puertas!

Los dos se separaron de las filas. Los cazadores de magos y Arjen seguían en el cordón
defensivo de soldados, y Bakker empujó al enviado con impaciencia para abrirse paso.

—Aparta, mago —siseó.

Cithria vio que Arjen inhalaba profundamente para mantener la calma y contener su
respuesta. Lo rodeó corriendo para llegar a las puertas y le hizo un gesto a Bakker.

—A la de tres —dijo este—. Una, dos, ¡y tres!

Al unísono, le propinaron una fuerte patada a la puerta doble.


—¡Otra vez!

Repitieron la maniobra tres veces con todas sus fuerzas hasta que se oyó un fuerte
crujido de madera y las puertas se abrieron de golpe hacia dentro.

—¡Vamos! —gritó Gunthar—. ¡Llevaos al enviado y a los cazadores de magos y buscad


la forma de escapar! ¡Nosotros los contendremos aquí!

Ante la inminente huida del objeto de su cólera, la muchedumbre avanzó con fuerza y
cargó contra el muro de escudos.

—¡Seguidme! —ordenó Cithria tras adentrarse en la oscuridad de la tienda con el


escudo levantado frente a sí—. Tiene que haber una puerta trasera.

Al parecer, el establecimiento pertenecía a un fabricante de velas. Había centenares de


velas de cera en las estanterías, y un abanico de aromas florales invadió el olfato de
Cithria.

—¡Por aquí! —chilló Bakker mientras desaparecía en la trastienda.

—No os separéis —dijo Cithria, y el enviado de la Marcarboleda, flanqueado por los


dos cazadores de magos, se colocó tras ella para seguir a Bakker por la tienda.

La puerta que había encontrado daba a una despensa repleta de barriles, cajas apiladas y
sacos. Estaba tan oscuro que Cithria apenas alcanzaba a distinguir la silueta de Bakker,
unos metros por delante de ella.

—Qué pena que no tengamos una vela, ¿verdad? —comentó Arjen con voz tenue, lo
que provocó que a Cithria se le escapara un resoplido y tuviera que taparse la boca para
contenerse. No era momento para relajarse.

Entonces se oyó un restallido de madera y, de repente, la luz inundó la despensa:


Bakker había abierto la puerta trasera de una patada. El callejón al que daba estaba
despejado.

Bakker ordenó a Cithria y los demás que salieran.

—¡Vamos! —dijo—. ¡Yo me encargo de la retaguardia!

Cithria asintió y avanzó, seguida muy de cerca por Arjen y los cazadores de magos.
Apenas había dado diez pasos cuando alguien les salió al paso desde uno de los oscuros
callejones laterales.

Se trataba de una mujer de cabello rojizo que iba armada con una ballesta pesada.
Cithria se detuvo con una mano levantada en señal de advertencia para su comitiva, y la
mujer los apuntó con el arma.

El tiempo pareció ralentizarse.


La nevada se había reanudado y caían gruesos copos silenciosamente sobre el suelo. El
clamor de la multitud y los gritos de los demás soldados apenas se oían en aquel
apartado callejón, lejos de la vía principal del pueblo.

Cithria reparó en que la mujer tenía los ojos rojos, como si hubiera estado llorando, y
una expresión que denotaba desesperación.

¿Cómo había llegado aquel poblado a esa situación? Según su propia experiencia, la
gente de su tierra era decente y estoica. ¿Por qué reinaba allí la ira?

—Apártate —le dijo la mujer con una mirada suplicante y la voz quebrada y ahogada
por la emoción—. Te lo ruego.

—Este hombre es un enviado de una nación aliada —le explicó Cithria con el mismo
tono sosegado que habría utilizado con un caballo asustadizo—. No puedo permitir que
le ocurra nada.

—¿Qué? —dijo la mujer, con el ceño fruncido.

—No lo hagas —suplicó Cithria—. Este hombre está bajo la custodia de Demacia.

La mujer rompió a reír entonces, con un tono desesperado y casi maníaco.

—No lo quiero a él —dijo—, sino al cazador. A ese.

Fue entonces cuando Cithria se dio cuenta de que la ballesta apuntaba a Cadstone.

—¡Mi hija nunca hizo nada malo! —dijo la mujer, con las mejillas surcadas de lágrimas
—. Kyra decidió entregarse y alertar de su poder a los cazadores de magos. No buscaba
problemas para nadie ni quería traer pesares a su familia o a este pueblo. ¡Todo el
mundo la quería! ¡Tú eres el causante de todos estos problemas!

—Te llevaste a su hija... —susurró Cithria con la mirada puesta en Cadstone.

El cazador de magos asintió sombríamente.

—No tuvimos más remedio —explicó—. La ley había cambiado. Hay que llevar ante la
justicia a todos los ciudadanos con poderes mágicos conocidos, benignos o no. A todos
los magos del reino.

—¡No era más que una niña! —chilló la mujer mientras amenazaba con la ballesta al
cazador de magos—. ¡La encerraste con todos esos delincuentes! ¡O quizá la hayáis
enviado al exilio y esté completamente sola más allá de nuestras fronteras! ¡La
condenaste!

Cithria aguantó la respiración, convencida de que dispararía en cualquier momento...


pero no fue así. Al menos, por el momento.
—¡Kyra no suponía una amenaza para nadie! —clamó la mujer—. Se acostaba todos los
días llorando porque deseaba haber nacido como los demás. Y tú te la llevaste. Eres un
monstruo.

—La ley es la ley —argumentó Cadstone.

—Pues la ley está equivocada —dijo la mujer—. Era mi vida, y tú me la arrebataste. Es


hora de que te pague con la misma moneda.

Su dedo se dispuso a apretar el gatillo... pero titubeó al ver que Cithria se interponía
entre ella y el cazador de magos.

—Apártate, por favor —dijo la mujer entre sollozos—. No quiero hacer daño a nadie
más que al responsable.

—No puedo permitirlo —respondió Cithria—. Baja la ballesta.

—Mi vida ha terminado —dijo la mujer—. La suya también merece hacerlo.

—Si lo haces, no habrá vuelta atrás —dijo Cithria—. ¿Qué crees que ocurrirá cuando tu
hija vuelva a casa y tú no estés allí por haber tomado esta decisión?

—Cuando los cazadores se llevan a alguien, desaparece para siempre —replicó la mujer
—. Kyra no volverá nunca.

La profundidad de la desesperación que evidenciaba su voz era desgarradora y le llegó a


Cithria a lo más profundo de su ser.

—Eso no lo sabes —dijo con tono suplicante—. Tienes que estar aquí si algún día
vuelve. Te necesitará.

La mujer cerró los ojos con fuerza para contener el dolor y las lágrimas resbalaron por
los surcos de sus arrugas. Sin embargo, la ballesta seguía alzada.

Cithria dio un paso adelante y se acercó a ella.

—Yo te ayudaré —dijo—. Te prometo que haré todo lo posible para averiguar dónde
está tu hija.

Tenía la certeza de que su intento por conectar con la mujer había sido en vano. A esa
distancia, la potencia de una ballesta pesada era más que suficiente para atravesar por
completo el peto de su armadura.

—Te lo ruego —continuó—. Tienes que ser fuerte. Por Kyra.

El espíritu combativo de la mujer se desvaneció por completo y cayó de rodillas. Pero


mientras se desplomaba, abrumada por el dolor y el agotamiento, apretó
involuntariamente el gatillo.

Se oyó un clic y el fuerte chasquido de la ballesta al disparar.


La saeta hendió el aire y rebotó contra una de las paredes de piedra blanca del callejón.
Cithria se volvió mientras la mortífera saeta pasaba con un siseo a pocos centímetros de
los asustados Cadstone y Arno, y salía disparada directamente hacia Bakker.

Vio que el enviado de la Marcarboleda realizaba un leve movimiento con los dedos y
giraba la mano con sutileza. La saeta cambió de trayectoria como si hubiera chocado
contra una cúpula invisible frente a Bakker y salió despedida por encima de su hombro
sin provocar ningún daño.

A Cithria se le erizó el vello de la nuca.

Bakker tenía los ojos como platos por el sobresalto. La saeta tendría que haberle
perforado el cuello, y Cithria notó en su expresión que lo sabía. El corpulento enviado
con pieles de oso le hizo un guiño casi imperceptible.

El joven cazador de magos, tirado en el suelo, respiraba con dificultad. Cadstone se


había pegado a una de las paredes del callejón. La mujer estaba arrodillada sobre la
nieve, con el cuerpo retorcido por la amargura.

Cithria corrió hacia ella y le quitó con suavidad la ballesta de las manos temblorosas.
Luego la abrazó con fuerza.

—No la arrestéis —suplicó con la vista puesta en Cadstone—. No ha sido más que un
accidente.

El cazador de magos vaciló, claramente alterado.

—Nadie ha resultado herido —continuó Cithria—. Bastante ha sufrido ella ya. Te lo


suplico.

Cadstone suspiró y se frotó los ojos.

—Este tipo de asuntos no son de la incumbencia de mi orden —respondió al fin—. Ya


que no ha intervenido la magia, la decisión es tuya.

Cithria notó que Bakker la miraba, pero el soldado no dijo nada.

La turba se arrojó en tropel sobre el muro de escudos demacianos dando patadas. No


paraban de caer piedras sobre los escudos y los yelmos, pero, aun así, los soldados no
desenfundaron sus armas.

Se oyó un grito cuando Cithria volvió a aparecer por la puerta de la tienda de velas, esta
vez con un brazo alrededor de los hombros de la mujer de cabello rojizo, y el gentío
retrocedió.
—¿Rosalyn? —dijo el fornido herrero.

—Esto no es lo que querría Kyra —clamó la mujer—. No le habría gustado que nadie
saliera herido en su nombre.

Su repentina presencia apaciguó a la muchedumbre. Algunas personas siguieron


luchando y forcejeando contra el muro de escudos, pero las demás retrocedieron,
indecisas de pronto.

—¡Despejad la calle! —rugió Gunthar—. ¡Marchaos ahora y no habrá repercusiones!

Los vecinos dirigieron la mirada al herrero.

—Haced lo que dice —dijo este al fin—. Se acabó.

La furia y la animadversión de la multitud se disiparon como la niebla matinal bajo los


rayos del sol. En cuestión de instantes, ahora que sus rostros ya no estaban desfigurados
por la ira y el furor, se convirtieron de nuevo en ciudadanos corrientes. Muchos de ellos
agacharon la mirada mientras murmuraban, avergonzados.

En respuesta a un gesto de Gunthar, los soldados se apartaron para permitir que el


herrero atravesara la formación y abrazara a la mujer.

—¡El resto marchaos a casa! —ordenó Gunthar al gentío.

Podría haberlos detenido a todos para encerrarlos, pero Cithria se alegró de que
mostrara clemencia.

Miró a su alrededor. Milagrosamente, más allá de unas pocas raspaduras y


magulladuras, no se habían producido lesiones graves, ni entre los soldados ni entre la
población de Meltridge. La multitud se dispersó llevándose las carretas consigo.

El sargento de escudo, Gunthar, miró a Cithria con alivio.

—No sé qué has hecho —dijo mientras negaba con la cabeza—, pero, sea lo que sea,
has contribuido a evitar una catástrofe, soldado.

Cithria, abrumada de repente por el agotamiento, no logró encontrar fuerzas para


contestar. Asintió con humildad y dejó caer todo su peso sobre un peldaño cercano.

Los soldados seguían observando con recelo a los últimos vecinos que quedaban por
allí. Bakker estaba a poca distancia, plantado con cara de confusión. La mirada de
Cithria recayó sobre la pareja de cazadores de magos, ambos con caras largas, y luego
sobre la mujer, Rosalyn, que aún sollozaba en los brazos del herrero.

Todos eran demacianos y tenían buenas intenciones; sin embargo, los últimos
acontecimientos los habían enfrentado.

A Demacia le aguardaban tiempos difíciles.


No.

Ya habían comenzado.
Nadie pasará

Jax se sentó con las piernas cruzadas en el centro del puente, con su larga arma
descansando en las rodillas. Demacia no había cambiado demasiado desde la última vez
que estuvo aquí, pero eso no le sorprendía. Sus habitantes han protegido sus fronteras
con fervor, lo que los ha convertido en guerreros bastante respetables. ''Bueno, algunos
de ellos'', pensó, limpiando una mancha de sangre de la cabeza del farol, que
resplandecía suavemente. Sacudió la gotita por el parapeto para que cayese en el río y
metió la mano en su túnica para sacar el tercer huevo duro del día. Dándole golpecitos
en los adoquines, peló lentamente la cáscara mientras escuchaba a los guerreros al final
del puente intentando decidir quién sería el próximo en enfrentarse a él.

Jax se levantó la máscara y le dio un mordisco al huevo. Respiró hondo, saboreando el


olor de las cosechas que habían madurado bajo el sol y la tierra recién removida de la
extensa tierra de cultivo que se perdía en el horizonte. Jax suspiró; contemplar un reino
en paz le hacía sentir nostalgia por una tierra que ya no existía. Se libró del recuerdo
porque sabía que pensar en Icathia solo conseguiría distraerlo. Sus ropajes eran pesados,
pero el calor del sol no llegaba hasta su piel, moteada y con un tono inusual. Ninguna
parte de su piel era visible, y quizá era mejor así. Ya ni siquiera estaba seguro de cómo
era su piel.

Un frío viento sopló por encima de las montañas nevadas en el norte y una tormenta
lejana arrojó lluvia sobre los campos y asentamientos distantes. No había apenas nubes
en el lugar de donde venía Jax, y mucho menos lluvia. Puede que la tormenta se
dirigiese al sur y dejase resbaladizos los adoquines del puente. Quizá así sería todo más
desafiante para él.

También les pondría las cosas difíciles a sus oponentes. Y tal vez no fuese algo malo.
Después de todo, un guerrero merecedor de luchar a su lado en batallas contra
monstruos del más allá debía ser versátil. Oyó el repiqueteo de una armadura y el
susurro de una espada al cortar el aire.

—Levántate y enfréntate a mí —ordenó una potente voz.

Jax levantó el dedo para indicarle que esperase mientras se terminaba el huevo. Se
lamió los labios y se volvió a colocar la máscara sobre la cara antes de mirar al guerrero
que tenía enfrente. El hombre tenía una complexión musculosa: hombros anchos y
brazos fuertes. Estaba enfundado de pies a cabeza en una armadura reluciente de acero
bruñido y llevaba una espada de doble filo que podía blandirse con una o dos manos.

Y parecía que sabía usarla. Jax le dio el visto bueno.

—Pareces un hombre que puede estar talando robles todo el día y seguir teniendo
energía para una pelea de taberna —dijo Jax.

—No voy a malgastar saliva contigo, monstruo —replicó el guerrero, adoptando la


misma actitud combativa que había tenido el resto. Jax suspiró, decepcionado por el
hecho de que la derrota de los quince hombres anteriores no les hubiese enseñado nada.
—¿Monstruo? —exclamó, incorporándose con un movimiento fluido—. Podría
mostrarte monstruos, pero me temo que no vivirías lo suficiente para contarle a nadie
cómo es un auténtico monstruo.

Balanceó su farol para relajar los músculos de los hombros. No es que lo necesitase,
pero llevaba peleando a ratos desde hacía cuatro horas, y puede que así hiciese creer a
aquel hombre que tenía al menos una oportunidad de ganar este combate.

—¡Por Demacia! —gritó el espadachín y le atacó con el mismo golpe trillado y


predecible que los otros. El hombre era lo bastante rápido y fuerte para blandir la espada
con una sola mano. Jax se apartó, se agachó para esquivar el segundo golpe y bloqueó el
tercero. Se lanzó hacia la protección del espadachín y le golpeó el lateral de su yelmo
con el codo. El metal cedió y el hombre cayó sobre una rodilla con un rugido de dolor.
Jax le concedió un momento para que el repiqueteo de su cabeza se detuviera. El
hombre se quitó el yelmo y lo dejó caer en el puente.

La sangre se le apelmazaba en un lado de la cabeza. Jax estaba impresionado por cómo


el hombre controlaba su furia. Los demacianos siempre habían sido unos obsesos de la
disciplina, así que se alegraba de comprobar que nada había cambiado. El hombre
respiró con firmeza y atacó de nuevo, una serie de cortes rápidos y frenéticos dirigidos
hacia arriba y hacia abajo, una mezcla de tajos de gran amplitud, estocadas fulminantes
y golpes por encima de la cabeza. Jax los bloqueó todos. Su farol permanecía en
constante movimiento mientras desviaba la espada del demaciano y sus lanzaba
punzantes estocadas a los brazos y las piernas del hombre. Hizo un amago hacia la
izquierda y enganchó el farol alrededor de la pierna de su oponente, que cayó de
espaldas. Golpeó la barriga del hombre con el palo del farol, lo que duplicó su dolor y lo
dejó sin aire.

—¿Ya has tenido suficiente? —preguntó Jax—. Puedo cambiarme de mano para
ponértelo más fácil.

—Un demaciano preferiría morir antes que pedirle ayuda a un enemigo —contestó el
guerrero mientras intentaba ponerse de pie. La fachada estoica del hombre se estaba
derrumbando frente a las burlas de Jax y, cuando volvió a la carga, su ataque estaba
cargado con una ferocidad que la disciplina y la habilidad no podían apaciguar. Jax se
agachó para esquivar un golpe que le habría arrancado la cabeza y pasó a sujetar el farol
con una mano. Metió su arma bajo la espada del rival y giró la muñeca. Este
movimiento arrancó la espada de la mano del guerrero demaciano y la lanzó por los
aires. Jax la atrapó hábilmente con la mano que tenía libre.

—Una espadita decente... —comentó mientras giraba la espada describiendo una serie
de movimientos impresionantes dignos de un maestro espadachín—. Es más ligera de lo
que parece.

El demaciano desenvainó su daga y se lanzó hacia él. Jax sacudió la cabeza ante su
insensatez. Lanzó la espada por el puente y esquivó varias estocadas veloces y
despiadadas. Volvió a esquivar un barrido de la daga y atrapó un fuerte derechazo con la
palma de la mano. Inclinó la cabeza hacia el río.
—Espero que sepas nadar —dijo. Giró la muñeca y levantó al guerrero del suelo y lo
lanzó por el parapeto del puente. El hombre cayó al río y Jax clavó el farol entre los
adoquines.

—¿Quién es el siguiente? —preguntó.

—Creo que me toca a mí —respondió una mujer, que se estaba apeando de un caballo
gris al final del puente. Los flancos del caballo estaban cubiertos de sudor y su capa,
llena de polvo debido al arduo viaje. Llevaba una coraza de acero plata y una espada
larga colgada en la cadera.

Dejó atrás a los hombres que estaban al final del puente y avanzó hacia él. Sus
movimientos eran gráciles y estilosos, y derrochaban confianza en su destreza. Sus
rasgos eran angulosos y refinados, y su pelo negro tenía mechas de color carmesí. Sus
ojos eran fríos y despiadados. Lo único que prometían era la muerte.

—¿Quién eres? —preguntó Jax, intrigado.

—Soy Fiora, de la Casa Laurent —respondió mientras desenvainaba su arma, un sable


resplandeciente con un filo perfecto—. Y este es mi puente.

Jax esbozó una sonrisa bajo la máscara.

¡Por fin un oponente al que merecía la pena enfrentarse!


Por Demacia

¿Cuánto hacía que Lux no visitaba el norte para ir a Fossbarrow?

No lo tenía claro, pero calculó que serían cerca de siete años. Garen acababa de
marcharse para iniciar su entrenamiento con la Vanguardia Impertérrita y el resto de su
familia había emprendido camino al norte para honrar la tumba del bisabuelo Fossian.
Lux recordó sus quejas por las perpetuas lluvias que los habían acompañado en su
trayecto a lo largo de los tortuosos desfiladeros y barrancos de los bosques hasta llegar a
la tumba de su ancestro. Entonces esperaba encontrarse con un mausoleo de mármol
semejante al Salón del Valor, pero sus esperanzas se truncaron al descubrir que se
trataba en realidad de un triste túmulo cubierto de hierba enclavado al pie de un
acantilado. Una losa de mármol colocada en la base del túmulo representaba la leyenda
de su ilustre antepasado, Fossian, y al demonio que cayó por el desfiladero una vez su
bisabuelo lo hubo herido de muerte; un ente de pesadilla con el corazón negro
atravesado por una espada demaciana.

En aquel momento había llovido, y también lo hacía ahora. Se trataba de un diluvio


glacial que provenía del norte, de las montañas escarpadas que separaban Demacia de
Freljord. Una tormenta se estaba gestando en el reino helado, originándose en la cara
alejada de las montañas y cayendo sobre el valle verdoso, doblando los pinos
demacianos a su violento paso. De este a oeste, las hileras montañosas se desvanecían
envueltas en una niebla añil y el firmamento se mostraba oscuro y amenazador, como su
hermano cuando se irritaba. Al norte, las laderas boscosas de las cordilleras estaban
sembradas de desfiladeros y profundos abismos. Tierras muy peligrosas, hogar de
criaturas letales y bestias salvajes inimaginables.

Lux había partido hacia el norte dos semanas antes; de Demacia a Edessa, pasando
después por Pinara y Lissus. De allí se encaminó a Velorus y, por último, llegó a
Meraplata Alta, la ciudad de los rapaces. Tan solo pasó una noche con su familia en su
hogar a los pies del Peñasco de los Caballeros y de inmediato retomó la marcha hacia el
noroeste de Demacia. De forma casi instantánea, el carácter de las gentes y pueblos
empezó a cambiar a medida que el interior de Demacia caía a sus espaldas como un
estandarte arrancado de la vara que lo sujeta.

Los campos ondulantes y fértiles dieron paso a tierras barridas por el viento y salpicadas
de cardos y malas hierbas. Los rapaces de alas plateadas lanzaban alaridos de batalla
ocultos entre las nubes. El aire era cada vez más gélido, cargado del frío de Freljord.
Los muros de los asentamientos se iban agrandando conforme se aproximaba a ellos.
Lux había vivido una larga y agotadora travesía hasta Fossbarrow, pero, al lograrlo por
fin, dejó escapar una sonrisa de orgullo.

—Pronto estaremos en el templo, Piroestela —le dijo a su caballo, agachándose para


acariciarle las crines—. Allí tendrán pienso y un establo cálido para ti, te lo prometo.

El animal agitó la cabeza y relinchó, pisoteando el suelo con impaciencia. Lux lo


espoleó y cabalgó sobre el fatigado corcel el largo camino que los llevaría a la entrada
principal de Fossbarrow.

La ciudad se encontraba a orillas del Serpentrión, un caudaloso río que emanaba de las
montañas y zigzagueaba hasta llegar a la costa oeste. Los muros de granito pulido de la
ciudad se guiaban por las líneas marcadas por los cerros, y los edificios estaban
construidos con piedra, madera tratada y tejas verde botella. La torre de un templo de
los Portadores de la Luz se alzaba al este; su brasero en lo alto era una señal acogedora
en medio del anochecer.

Lux se quitó la capucha de su capa azulada y se soltó la melena: una interminable y


dorada cabellera que ensalzaba su lozano rostro de pómulos elevados y unos ojos azul
marino que brillaban con determinación. Desató la correa de cuero que sujetaba su vara
a la montura, y se colocó el mango laqueado de oro y ébano a un lado. Dos figuras
emergieron en la torre, sobre la puerta cubierta de hierro, cada una con un imponente
arco de fresno y tejo.

—Tendrás que aguardar, viajante —gritó uno de los guardas—. La entrada permanece
cerrada hasta el amanecer.

—Mi nombre es Luxanna Crownguard —dijo ella—. Soy consciente de que son horas
intempestivas, pero he recorrido un largo camino para rendir homenaje a mi abuelo.
Estaré en deuda con vosotros si me permitís la entrada.

El hombre entornó los ojos en la penumbra y se sobresaltó al reconocerla. Habían


pasado años desde la última vez que había pisado Fossbarrow, pero Garen siempre decía
que cuando alguien veía el rostro de Lux, jamás lo olvidaba.
—¡Lady Crownguard! ¡Discúlpeme! —gritó apurado, a la vez que se giraba hacia los
hombres más abajo—. ¡Abrid las puertas!

Lux avanzó con Piroestela a medida que las sólidas vigas de madera del portón se
alzaban hasta la barbacana con el estrepitoso sonido de las cadenas de hierro. En cuanto
la puerta se hubo elevado lo suficiente, Lux pasó por debajo; a su encuentro salió
apresuradamente una guardia de honor: diez hombres con petos de cuero y capas azules
sujetas mediante broches de plata con forma de espadas aladas. Sin duda eran orgullosos
soldados demacianos, pese a que tenían los hombros hundidos y la mirada exhausta.

—Le damos la bienvenida a Fossbarrow —dijo el mismo guarda que se había dirigido a
ella desde la torre—. Es todo un honor, mi señora. La magistrada Giselle se sentirá
aliviada cuando sepa de su llegada. ¿Me permite ofrecerle un destacamento de soldados
para que la escolte a casa?

—Te lo agradezco, pero no será necesario —respondió Lux, preguntándose qué querría
decir el guarda con ''aliviada''—. Ya he acordado alojarme con la señora Pernille en el
templo de los Portadores de la Luz.

Se disponía a proseguir, pero notó que el guarda quería decir algo más, así que tiró de
las riendas de Piroestela.

—Lady Crownguard —titubeó el guarda—, ¿ha venido para acabar con esta pesadilla?

El templo de los Portadores de la Luz era un lugar cálido y seco, y con Piroestela ya en
los establos tuvo tiempo de hablar a fondo con la señora Pernille en la entrada principal.
Los rumores sobre la magia oscura oculta en los bosques y riscos de Fossbarrow habían
llegado hasta los dominios de Portadores de la Luz en la capital de Demacia, y Kahina,
miembro de los Radiantes, había mandado a Lux para que investigara.

Lux sintió oscuridad en el ambiente nada más acceder a la ciudad; una sensación
creciente de que algo la observaba desde las tinieblas. Los pocos aldeanos con los que
se cruzó caminaban apesadumbrados, como si estuvieran agotados.

Una cortina de terror envolvía Fossbarrow, mucho peor de lo que Lux había imaginado.

—Se trata del hijo de la magistrada Giselle, Luca —desveló la señora Pernille, una
mujer de cabello claro enfundada en la inmaculada toga que llevaban los sanadores de
los Portadores de la Luz.

—¿Qué le sucede? —preguntó Lux.

—Hace dos días que no se sabe nada de él —contestó Pernille—. La gente cree que ha
sido raptado por un mago oscuro con un fin terrible.

—¿Por qué piensan eso?

—Pregúntame de nuevo cuando amanezca —respondió Pernille.


Lux se despertó con un grito; el corazón le martilleaba el pecho con violencia y el
aliento apenas le llegaba con cuentagotas. El terror había inundado su mente, una
pesadilla en la que unos ganchos puntiagudos la arrastraban bajo tierra, un lodo
nauseabundo le llenaba la boca y la oscuridad apagaba su luz para siempre. Lux
parpadeó tratando de olvidar los últimos recuerdos, viendo cómo las últimas sombras se
retiraban a la comisura de sus ojos. La boca le sabía a leche rancia, lo que denotaba el
uso de magia prolongada. Dejó que un fulgor espectral irradiara en las palmas sus
manos: bañó toda la habitación de luz y consiguió que el rastro de la pesadilla
desapareciera por completo. La calidez inundó su cuerpo y su piel comenzó a relucir
con un tono iridiscente muy familiar.

De pronto, oyó voces en la planta inferior y apretó los puños. La luz se desvaneció y tan
solo un débil rastro de claridad solar que se filtraba por la ventana entrecerrada
iluminaba el cuarto. Lux se presionó las sienes con las manos como si tratara de
expulsar las horribles visiones de su mente. Trató de recordar momentos concretos de la
pesadilla, pero todo lo que quedaba era el desagradable aliento a podrido y una
oscuridad sin rostro que la ahogaba.

Con la boca seca, se vistió rápidamente y recogió su vara de la esquina de la habitación.


Bajó hasta la cocina del templo y, pese a que no tenía apetito alguno, se preparó un
desayuno de pan con queso. Solo le bastó un bocado para que el terrible sabor a lodo le
inundara la boca, por lo que dejó la comida a un lado.

—¿Te das cuenta ahora? —le preguntó Pernille conforme entraba en la cocina y se
sentaba con ella a la mesa. La piel bajo los ojos de Pernille mostraba un tono violáceo
debido a la falta de sueño, y su rostro tenía un aspecto amarillento por la ausencia de
luz. Solo entonces percibió el terrible cansancio de Pernille.

—¿Qué has soñado? —le preguntó Lux.

—Nada que merezca recordar en voz alta —respondió Pernille.

—Hay algo muy preocupante en esta ciudad —aseveró Lux mientras afirmaba con la
cabeza.

Piroestela relinchó al verla; tenía las orejas gachas y los ojos muy abiertos. La empujó
suavemente con el hocico y ella le pasó la mano por el cuello y los lomos nacarados.

—¿Tú también? —le dijo, y el corcel revolvió las crines.

Lux le colocó la montura y se dirigieron a la entrada norte de Fossbarrow. El alba ya


había despuntado hacía una hora, pero la ciudad aún no estaba a pleno rendimiento. No
había humo proveniente de las fraguas ni olor a pan recién hecho de las panaderías, tan
solo unos pocos comerciantes taciturnos habían abierto las puertas de sus negocios. Los
demacianos eran gente trabajadora, disciplinada y diligente, por lo que ver cómo una
ciudad fronteriza se despertaba tan tarde era muy inusual. No obstante, si el resto de la
gente de Fossbarrow había pasado una noche como la suya, no podía culparlos por
levantarse tarde.

Atravesó el portón para salir a campo abierto y dejó que Piroestela corriera un poco para
desentumecer los músculos antes de emprender el camino de tierra fangosa. El caballo
se había roto una pata hacía unos años, pero esto no le había hecho perder velocidad al
galopar.

—Tranquilo, tranquilo —le decía Lux de camino al bosque.

El aroma de los pinos y las flores silvestres impregnaba el aire, y Lux saboreó el
embriagador perfume del clima norteño. La luz del sol atravesaba el manto de hojas en
ángulos de luz dispares. El olor a barro húmedo le dio un escalofrío al recordarle
momentáneamente la pesadilla. Avanzó hacia la profundidad del bosque siguiendo el
camino que se abría paso en dirección norte. Lux soltó una mano de las riendas tratando
de acariciar un rayo de sol, sintiendo cómo la magia en ella se despertaba al tocarlo.
Dejó que la luz penetrara en lo más profundo de su ser y se esparciera por su cuerpo
como un elixir.

Su mundo se iluminó cuando la magia inundó sus sentidos, los colores del bosque se
volvieron increíblemente vívidos y llenos de vida. Podía ver motas de luz vagando por
el aire, a los árboles respirar y a la tierra suspirar. Qué espectacular era el mundo cuando
podía verlo así, tan vital y con las energías fluyendo a través de todos y cada uno de los
seres vivos. Desde los tallos del césped hasta los imponentes abedules, cuyas raíces se
decía que llegaban al mismo centro del mundo.

Tras una hora cabalgando a lo largo del bosque iridiscente, el camino se bifurcaba en
una intersección: una ruta en dirección al este, hacia una ciudad forestal si mal no
recordaba, y la otra al oeste, hacia una comunidad construida en torno a una próspera
mina de plata. Su padre había invertido en la mina y su broche favorito había sido
forjado con metal proveniente del interior de sus simas. Entre los dos senderos
principales había uno más pequeño, pero era casi inapreciable y solo factible para
jinetes en solitario o a pie.

Siete años atrás, Lux había tomado ese camino, y ahora se preguntaba por qué era reacia
a llevar a Piroestela en esa dirección. No había necesidad de ir por ahí, pues la excusa
de honrar a su bisabuelo era solo eso, una excusa. Entonces, cerró los y alzó los brazos a
los lados, dejando que la magia emanara de sus dedos y de la punta iluminada de su
vara. Tomó una bocanada de aire que llenó sus pulmones de aire helado y dejó que la
luz del bosque le hablara.

Lo hizo con tonos de diferentes contrastes y sombras, colores centelleantes e


iluminación vibrante. Percibió cómo la luz de estrellas distantes caía como el rocío, una
luz que bañaba a otros mundos y gentes. Cuando la luz de Demacia caía en las sombras
en cualquier parte, ella se encogía. Cuando esta nutría a un ser vivo, se tranquilizaba.
Lux se giró en la montura. Sus sentidos llegaban mucho más allá que los de la mayoría
de los mortales y buscaban el poder que anidaba en la tierra como una maldición. El sol
estaba casi en su cénit y frunció el ceño al ver que la calidad de la luz del bosque se
estremecía. Sintió sombras donde no deberían morar, oscuridad oculta donde solo la luz
debería prevalecer. El aire se bloqueó en su garganta como si una mano le rodeara el
cuello y una repentina oleada de aletargamiento la nubló. Sus ojos parpadearon y se
fueron cerrando poco a poco, como si la estuvieran arrastrando a un sopor paralizante.

El bosque a su alrededor se silenció de pronto. Ni siquiera se oía el revuelo de las hojas


de los árboles ni el susurro de los tallos de hierba. Los alas plateadas parecían mudos,
los murmullos de los animales cesaron. Lux oyó el leve susurro de una mortaja al
tensarse.

Duerme...

—¡No! —exclamó, alcanzando su vara, pero un cansancio sobrenatural la rodeaba como


una agradable sábana cálida y envolvente. Lux dejó caer la cabeza y cerró los ojos
durante un instante.

El repentino sonido de una rama al romperse y el roce del metal hicieron que Lux
abriera los ojos sobresaltada. Tomó una gran bocanada de aire y el frío que inundó sus
pulmones la despertó de nuevo. Empezó a parpadear para ver con claridad y soltó una
exhalación helada conforme dejaba que la magia volviera a su ser. Escuchó a hombres a
caballo, el sonido de bridas y pisadas, el chirrido del roce del metal. Jinetes armados
para la batalla. Al menos cuatro, puede que más.

Lux no tenía miedo. Aún no, y desde luego no si eran hombres. Cualquier cosa que
merodeara en el bosque suponía una amenaza mucho mayor. Su fuerza era desconocida,
y sus habilidades parecían las de alguien que estuviera poniendo a prueba sus límites.
Tiró de las riendas de Piroestela e hizo que se quedara atravesando el camino, dispuesta
a enfrentarse a cualquier peligro. ¿Jinetes freljordianos? Estaba demasiado en el interior
para que se tratase de hordas del mar; además, había oído que uno de los grandes fuertes
de montaña había caído. ¿Forajidos? Podía ser. En ese caso, Lux no tendría problemas
en deshacerse de ellos. Dejó que la magia se concentrara a través de las yemas de sus
dedos, preparada para desatar todo su poder en forma de destructivos proyectiles de luz.

El follaje que tenía en frente se separó, dando paso a cinco jinetes.

Eran guerreros fuertes, armados de los pies a la cabeza con relucientes corazas de
guerra. Avanzaron a lomos de sus corceles color ceniza; todos ellos superaban los
diecisiete palmos y estaban envueltos en corazas de azul cobalto. Cuatro de ellos
llevaban las espadas desenvainadas. El quinto guardaba su sable de empuñadura dorada
enfundado en una vaina azul laqueada a la espalda.

—¿Luxanna? —se sobresaltó este último, con la voz amortiguada por la visera de su
yelmo.

Lux tomó aire al ver cómo el caballero se quitaba el yelmo y dejaba ver su cabello
oscuro y su rostro esculpido; una representación tan clara de Demacia que era raro que
aún no apareciera en una moneda.

—Garen —suspiró Lux.


Su hermano había traído a cuatro de los integrantes de la Vanguardia Impertérrita.

Cuatro guerreros de un ejército cualquiera habrían supuesto una amenaza insignificante,


pero cada integrante de la Vanguardia Impertérrita era un héroe, una leyenda con
innumerables historias valerosas grabadas en el metal de sus espadas. Sus hazañas se
relataban una y otra vez en las tabernas y campamentos a lo largo y ancho de Demacia.

Diadoro, de pelo oscuro y mirada entusiasta, era un espadachín barbudo que sostuvo las
Puertas de los Lamentos ante los ataques de las hordas armadas de la legión trifariana
durante un día entero. A su lado estaba Sabator de Jandelle, el asesino de la terrible
sierpehonda que despertaba de su letargo cada cien años para alimentarse, pero que ya
no volvería a despertar. Sus colmillos se encontraban en la sala del trono del rey Jarvan,
junto a la calavera del dragón que su hijo y su enigmático compañero habían traído
recientemente.

Más menuda, pero no menos imponente, era Varya, aquella que lideró a sus tropas
contra las flotas de los lobos de mar en Fuertealbor. Prendió los barcos en llamas e,
incluso al borde de la muerte, acabó con su furioso líder. Rodian, su hermano mellizo,
navegó hacia el norte en dirección al Fuerte Helado e incendió el puerto de la ciudad
freljordiana, de modo que nadie osara partir al sur para sembrar el caos de nuevo.

Lux los conocía a todos, pero puso los ojos en blanco solo de pensar que tendría que
escuchar sus leyendas alrededor de una mesa esa noche. Sin duda eran héroes
demacianos meritorios de todo respeto, pero volver a escuchar por décima vez cómo
Sabator trepó hasta el interior de la sierpehonda o cómo Varya mató a un grelmorn
haciendo uso de un remo astillado era demasiado para Lux.

Garen se puso a su lado durante el camino de vuelta a Fossbarrow. Habían rodeado la


ciudad hasta que el sol se había ocultado tratando de encontrar al hijo de la magistrada o
algún indicio de maldad, pero regresaban con las manos vacías. Aunque, ciertamente,
cualquier sirviente de la oscuridad habría dispuesto de tiempo para escapar y ocultarse a
la vista del ruido que Garen y la Vanguardia Impertérrita generaban. Cinco guerreros
enfundados en armaduras pesadas no eran precisamente sigilosos y, sin la ayuda de su
magia, Lux no había sido capaz de detectar el origen del poder oscuro que había sentido
en la bifurcación.

—¿De veras estás aquí para visitar la tumba del bisabuelo Fossian? —preguntó Garen.

—Eso he dicho, ¿no? —respondió Lux.

—Así es —continuó Garen—. Eso has dicho. Es solo que me sorprende. Creo recordar
a madre diciendo que la última vez que viniste odiaste este sitio.

—Me sorprende que se acuerde —replicó Lux.

—Sí que se acuerda —dijo Garen sin dirigirle la mirada—. Cuando a la joven Luxanna
Crownguard no le gusta algo, los cielos se oscurecen, las nubes de lluvia se vacían y los
animales del bosque se esconden.

—Haces que parezca una niña consentida —contestó Lux.


—Y en cierto modo lo eras —le dijo Garen con una media sonrisa que delataba el dardo
que le había lanzado—. Muchas veces te ibas de rositas con cosas por las que a mí me
habrían azotado. Madre siempre me decía que no hiciera caso a lo que tú hacías.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Lux apartó la mirada recordando que no
debía subestimar a su hermano. La gente lo tenía por alguien sincero y franco, con gran
capacidad para comprender estrategias y tácticas de guerra, pero pocos sabían de su
faceta perspicaz y astuta.

Lux sabía que eso era un error. Sí, Garen era un simple guerrero, pero eso no implicaba
que fuera estúpido.

—¿Qué crees que le sucedió al chico? —le preguntó Lux.

Garen se pasó una mano por el pelo.

—Si tuviera que decidirme, diría que se ha escapado de casa —contestó—. O bien tenía
ganas de aventura y se ha perdido en algún lugar del bosque.

—¿No crees que un mago oscuro haya podido raptarlo? —inquirió Lux.

—Es una posibilidad, no cabe duda, pero Varya y Rodian cabalgaron por aquí hace tan
solo seis meses y no encontraron evidencias de magia antinatural—prosiguió Garen.

—¿Has dormido en Fossbarrow?— preguntó Lux, tras asentir.

—No —respondió Garen, mientras la ciudad empezaba a asomarse—. ¿Por qué lo


dices?

—Curiosidad —dijo Lux.

—Ahí está pasando algo —dijo Sabator, cubriéndose los ojos con la mano para
protegerlos de la puesta de sol.

Garen fijó la vista donde señalaba su compañero y su rostro se tornó serio. Su postura
cambió por completo: los músculos se tensaron listos para la acción y sus ojos se
centraron totalmente. Los guerreros de la Vanguardia Impertérrita formaron a su lado,
listos para moverse a sus órdenes.

—¿Qué sucede? —preguntó Lux.

Una multitud irritada acosaba a un hombre en las calles en dirección a la plaza del
mercado. No podía oír lo que le gritaban, pero no hacía falta para sentir la ira y el miedo
que mostraban.

—¡Vanguardia! ¡En marcha! —ordenó Garen espoleando a su caballo.


Piroestela era un animal veloz, pero no era rival para un corcel de guerra demaciano
alimentado a base de cereales. Cuando Lux alcanzó los portones, los gritos de las gentes
ya resonaban en toda la ciudad. Los flancos de Piroestela estaban cubiertos de sudor y
sus herraduras de hierro sacaban chispas de los adoquines. Lux tiró de su montura para
que se detuviera en cuanto entraron en la abarrotada plaza del mercado y saltó de su
lomo al ser testigo de una escena hartamente repetida en Demacia.

—No, no, no... —masculló al ver a dos guardas arrastrando a un lastimero individuo
hasta lo alto de una plataforma de subasta destinada a la compraventa de ganado. El
hombre llevaba la ropa bañada de sangre y gemía de forma patética. Una señora con una
toga de armiño ribeteado y unas alas de bronce pertenecientes a la magistrada de
Demacia se situó frente a él. Debía tratarse de la magistrada Giselle. Cientos de
aldeanos de Fossbarrow se aglomeraban en la plaza gritando y chillando al individuo. El
odio que desprendían era palpable. Lux sintió cómo la magia se acumulaba en su piel.
Contuvo la luz floreciente y se abrió paso entre la multitud tras ver a Garen al frente de
la plataforma de subastas.

—Aldo Dayan —enunció la magistrada Giselle con la voz entrecortada—. ¡Se te acusa
de asesino y colaborador de un mago oscuro!

—¡No! —lloriqueó el hombre—. ¡No lo entendéis! ¡Eran monstruos! ¡Los he visto, vi


sus rostros! ¡Oscuridad, solo oscuridad!

—¡Confiesa! —exclamó Giselle.

La multitud gritó en respuesta, una creciente ansia de venganza emanaba de cada


garganta. Parecían deseosos por precipitarse hacia la plataforma y despedazar a Aldo
Dayan miembro a miembro, y puede que lo hubieran hecho de no ser por los cuatro
guerreros de la Vanguardia Impertérrita que se mantenían al filo con las espadas
envainadas.

—¿Qué sucede? ¿Qué está pasando? —preguntó Lux al llegar hasta Garen.

Garen no la miró, pues sus ojos seguían fijos en el hombre arrodillado.

—Mató a su mujer y a sus hijos mientras dormían, y luego salió a la calle y atacó a los
vecinos. Llegó a asesinar a tres personas con un hacha antes de que pudieran contenerlo.

—¿Por qué habrá hecho eso? —preguntó Lux.

—¿Tú qué crees? —dijo Garen, tras girarse hacia ella—. Tiene que haber un mago
cerca. La oscuridad fluye por aquí. Solo la oscura influencia de un hechicero podría
haber provocado que un leal ciudadano demaciano cometiera unos crímenes tan atroces.

Lux contuvo su respuesta y empujó a un lado a Garen para abrirse paso. Subió las
escaleras de la plataforma y caminó junto al hombre arrodillado.

—¿Lady Crownguard? ¿Qué hace? —preguntó Giselle alterada.


Lux la ignoró y levantó el rostro del individuo. Tenía la cara amoratada y uno de sus
ojos estaba hinchado debido a un fuerte golpe de garrote o a un puñetazo. De su nariz
brotaban sangre y mocos sin cesar, y de su labio partido caía un hilo de baba.

—Mírame —le dijo, y el hombre trató de observarla con el ojo bueno. El blanco del ojo
estaba inyectado en sangre y rodeado de un tono violáceo; eran los ojos de alguien que
no había dormido en días.

—Dayan, buen hombre, cuéntame por qué has asesinado a tu familia —le pidió Lux—.
¿Por qué has atacado a tus vecinos?

—No eran ellos. No. Yo lo vi. No eran ellos, eran... monstruos... —sollozó—.
Oscuridad envuelta en piel. ¡Estaba entre nosotros todo el tiempo! ¡Me desperté y vi sus
verdaderos rostros! ¡Por eso los maté! Tenía que hacerlo. ¡Tenía que hacerlo!

Alzó la mirada cuando la magistrada Giselle apareció tras el hombro de Lux. Lux vio la
expresión de dolor grabada en el rostro de la mujer. Los últimos dos días la habían
hecho envejecer diez años. La magistrada miró asqueada en dirección a Aldo Dayan y
apretó los puños.

—¿Mataste a Luca? —dijo con la voz rota de dolor—. ¿Mataste a mi hijo? ¿Solo porque
era diferente?

Los gritos de venganza se alzaron en la multitud cuando el sol comenzaba a ocultarse


por el oeste y las sombras a alargarse. Los puñados de barro y estiércol se precipitaban
contra Aldo Dayan a manos de sus antiguos vecinos y amigos, que ahora clamaban por
su muerte. Dayan se resistió al agarre de los guardas, echando espuma por la boca y
escupiendo saliva con sangre.

—¡Tenía que matarlos! —gritó, mirando desafiante a los que lo acusaban—. ¡No eran
ellos! Solo oscuridad, solo oscuridad. ¡Podríais ser alguno de vosotros también!

Lux se giró hacia la magistrada Giselle.

—¿Qué quería decir con que su hijo era diferente? —le preguntó.

La pena consumía a Giselle, pero Lux percibió un atisbo de vergüenza oculta en ella.
Los ojos de la magistrada estaban enrojecidos y ojerosos debido al cansancio, aunque
eso no podía esconder la misma mirada que había visto en su madre cuando los poderes
de Lux la habían superado de niña. Era la misma mirada que había visto en los ojos de
su hermano cuando él creía que no lo estaba observando.

—¿Qué has querido decir? —preguntó de nuevo.

—Nada —contestó Giselle—. No he querido decir nada.

—¿A qué te refieres con diferente?

—Diferente, eso es todo.


Lux ya había escuchado esas evasivas antes y, de repente, supo por qué el hijo de la
magistrada era diferente.

—Ya he escuchado suficiente —digo Garen mientras se acercaba a zancadas a la


plataforma y sacaba su espada de acero solar de la funda. La hoja centelleó bajo el
crepúsculo. Su filo era increíblemente afilado.

—Garen, no —espetó Lux—. Aquí ocurre algo más. Deja que hable con él.

—Es un monstruo —insistió Garen, giró la espada y se la subió al hombro—. Incluso si


no es un sirviente del mal, es un asesino. Solo puede haber un castigo. ¿Magistrada?

Giselle apartó la mirada de Lux, con los ojos llenos de lágrimas. Asintió.

—Aldo Dayan, te declaro culpable y solicito a Garen Crownguard de la Vanguardia


Impertérrita que imparta la justicia demaciana.

El hombre alzó la cabeza. Lux entornó los ojos al sentir un escalofrío cuando... algo lo
atravesó. Un susurro de una presencia acechante. La presencia se escabulló antes de que
pudiese estar segura, pero una bocanada de aire glacial la hizo sentir incómoda.

Las extremidades de Dayan convulsionaron, como una persona trastornada que vaga por
los caminos con la enfermedad de los temblores. Susurró algo con voz ronca y distante
mientras Garen levantaba la espada para cumplir con la ejecución. Las últimas palabras
de Dayan se perdieron entre los rugidos de aprobación de la multitud, pero Lux
consiguió descifrarlas al mismo tiempo que la espada de Garen descendía.

La luz se desvanece...

—¡Espera! —gritó Lux.

La espada de Garen arrancó la cabeza del hombre con un tremendo golpe ante la
aclamación de la multitud. El cuerpo cayó a la plataforma, con dos chorros de sangre
saliendo del muñón de su cuello. La cabeza rodó hasta los pies de Giselle mientras un
humo manaba en espiral del cadáver de Aldo Dayan, como la bilis negra que rezuma de
un foso mortuorio. La magistrada retrocedió espantada cuando una forma fantasmal con
garras retorcidas y ojos encendidos surgió del cráneo del hombre muerto.

La oscuridad espectral soltó una carcajada llena de rencor y se lanzó hacia la


magistrada. Giselle profirió un grito cuando la criatura pasó a través de ella y se
desvaneció como cenizas en el viento. Lux sintió el aliento de la desaparición de esa
cosa; una energía tan perversa, tan aborrecible y tan inhumanamente cruel, que era
imposible de creer. La magistrada Giselle se derrumbó, pálida, con un llanto cargado de
terror.

Lux se dejó caer sobre una rodilla cuando una infinidad de visiones terroríficas
aparecieron en su interior; un miedo asfixiante de ser enterrada viva, de que su hermano
la sacara de Demacia, de mil formas de sufrir una muerte lenta y dolorosa. La luz en su
interior luchó contra estas terribles visiones, y el aliento de Lux resplandeció con motas
de luz mientras escupía el sabor de la muerte.
—Lux...

Garen habló en un susurro; a ella le llevó un momento averiguar cómo podía haberlo
oído por encima de las aclamaciones de la multitud. Lux se giró hacia la afligida
magistrada y sintió cómo la magia giraba alrededor de su cuerpo en una marea
ascendente.

La muchedumbre estaba de pie, en completo silencio.

—Lux, ¿qué ocurre? —preguntó Garen.

Lux alejó esas imágenes aberrantes que seguían acribillando su mente y siguió la mirada
de Garen cuando los guerreros de la Vanguardia Impertérrita se apresuraron para estar
junto a su líder.

Entonces, uno tras otro, los habitantes de Fossbarrow cayeron al suelo, como si la vida
hubiese huido de sus cuerpos.

Lux apretó los dientes y se puso de pie.

El sol casi se había puesto tras el muro occidental de Fossbarrow cuando vio unas
formas vaporosas y negras ascender de los habitantes inconscientes. Lux se quedó
boquiabierta. No había dos iguales: se estaba formando una horda de demonios en
armadura noxiana, arañas inmensas, serpientes de muchas cabezas, guerreros demonio
altísimos con hachas congeladas, dragones enormes con dientes como dagas de
obsidiana y montones de otras cosas con las que cualquiera perdería la cordura.

—Brujería —anunció Garen.

Las criaturas de la sombra se acercaron a la plataforma, deslizándose a través del aire


sin emitir ningún sonido. Una oleada de atrocidades espantosas.

—¿Qué son? —preguntó Varya.

—Las pesadillas más horribles de los habitantes de Fossbarrow han tomado forma —
contestó Lux.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Sabator.

—Simplemente lo sé —sentenció Lux, sabiendo que no podría quedarse allí a luchar.


Sus habilidades serían más útiles en otro lado y la Vanguardia Impertérrita podía
arreglárselas sin ayuda. Se colocó el pulgar y el índice contra el labio inferior y emitió
un silbido de llamada antes de volverse hacia Garen.

—Sé cómo detener esto —le dijo.

—¿Cómo? —insistió Garen, sin apartar la vista de la horda de demonios que se


aproximaba.
—Eso no importa —contestó Lux—. Tan solo... intenta sobrevivir hasta que yo vuelva.

Lux corrió hacia el borde de la plataforma mientras Piroestela galopaba a través de las
criaturas. Su corcel pasó tranquilamente, ya que sus sueños y pesadillas no presentaban
el menor interés para el poder que se había desatado en Fossbarrow. Lux saltó desde la
plataforma, agarró la crin de Piroestela y se subió a su lomo con un ágil movimiento.

—¿Adónde vas? —preguntó Garen.

Lux se giró a lomos del caballo encabritado para contestar a su hermano.

—Ya te lo he dicho —gritó—. ¡Voy a presentarle mis respetos al bisabuelo Fossian!

Garen observó a su hermana mientras se abría paso a galope a través de la horda de


sombras intentando evitar a los habitantes caídos. Las garras ansiosas de las criaturas
demoníacas intentaban alcanzarla, pero ella y Piroestela esquivaron todos los ataques.
Lux se escabulló de la hueste monstruosa y se detuvo el tiempo suficiente para elevar su
vara de puntas doradas hacia él.

—¡Por Demacia! —exclamó.

La Vanguardia Impertérrita golpeó las espadas contra los escudos.

—¡Por Demacia! —respondieron a la vez.

Lux se dio la vuelta y salió a galope de la ciudad. Garen calentó los hombros con
impaciencia ante la dura batalla cuerpo a cuerpo que le esperaba y levantó su espada.

—¡En posición! —gritó, y sus guerreros se colocaron en formación de batalla. Varya y


Rodian se colocaron a su izquierda. Sabator y Diadoro, a su derecha.

—Somos la Vanguardia Impertérrita —dijo Garen y bajó la espada, de forma que los
gavilanes enmarcaban sus ojos penetrantes—. Que el valor y la sagacidad guíen
vuestras espadas.

Los sabuesos demoniacos, negros como la brea, fueron los primeros en llegar a la
plataforma. Se abalanzaron con un salto, mostrando sus colmillos desgarradores. Garen
y la Vanguardia Impertérrita les hicieron frente con los escudos en posición defensiva y
las espadas al descubierto. Un muro de hierro les devolvió el ataque. Aunque sus
enemigos estaban hechos de sombra y rencor, luchaban con una fuerza y habilidad
feroces. Garen se adelantó y hundió la espada en los cuartos traseros de una bestia
agonizante, y el golpe destrozó lo que se supone que tendría que ser su espina dorsal. La
silueta del monstruo explotó y se convirtió en polvo negro con un chillido de angustia.

Garen rotó la espada hacia arriba y la sacó con un giro oblicuo. Su espada desvió el
mordisco de otra bestia. Giró las muñecas y bajó los hombros ante su ataque. Empujó a
la criatura hacia abajo. Le dio una patada en el pecho y la bestia estalló con un rugido.
La espada de Garen volvió a subir para bloquear un golpe aplastante de lo que parecía
una silueta de un guerrero freljordiano imponente. El impacto lo hizo caer de rodillas.

—¡Lucharé hasta que no pueda tenerme en pie! —bramó con los dientes apretados,
enderezando las piernas y golpeando con la empuñadura el cráneo con cuernos del
salvaje guerrero. Salieron cenizas del monstruo y Garen giró para clavar la espada en la
panza de otra bestia.

Sabator decapitó a un sabueso babeante, y Diadoro golpeó a una serpiente con el escudo
y la partió por la mitad. Varya golpeó con su empuñadura los colmillos de un guerrero
demonio sin rostro mientras Rodian le clavaba su espada.

Con cada golpe mortal, las criaturas se convertían en cenizas de tonos ambarinos. La
espada de Garen se deslizó y la hoja plateada se hundió en el cuerpo de un monstruo
con forma de escorpión.

Unas garras oscuras intentaron alcanzar la cabeza de Garen. El escudo de Sabator


bloqueó el ataque. Varya le cortó las piernas al monstruo con la espada y este
desapareció en un estallido. Una criatura abominable se acercó cojeando y se arrojó
hacia Rodian, que le clavó la espada con fuerza en la cara sin forma. Chilló mientras
agonizaba hasta morir. Sin embargo, por cada sombra que destruían, más aparecían en
su lugar.

—¡Espalda contra espalda! —rugió Garen, y las hombreras de los cinco guerreros
chocaron una contra otra. Lucharon hombro con hombro en un círculo de acero, un faro
de luz contra la oscuridad.

—¡Enseñémosles la fuerza de Demacia!

Lux cabalgaba tan rápido por el bosque que los árboles situados a ambos lados parecían
manchas borrosas. La punta abierta de su vara emitía una luz que iluminaba el camino
con un resplandor radiante. Era imprudente galopar por el bosque a esa velocidad,
incluso con su luz como guía, pero las pesadillas que atacaban a Garen y a la
Vanguardia Impertérrita seguirían llegando. La imaginación de los humanos era un pozo
sin fondo repleto de pesadillas: miedo a la muerte, miedo a la debilidad o miedo a la
pérdida de un ser querido.

Siguió la ruta que había tomado justo esa mañana, dejando que el poder de su magia
fluyese a través de Piroestela para otorgarle una visión inconmensurable. Lux y su
montura volaron a través de la noche, hasta que llegaron a la encrucijada donde se
separaban los caminos. Ignoraron los senderos que conducían al este y al oeste.
Piroestela saltó el helecho crecido que casi ocultaba el camino hacia el norte.

El camino hacia la tumba de su bisabuelo Fossian.

Incluso con su luz y el paso seguro de su montura, Lux tuvo que aminorar el ritmo, pues
el sendero avanzaba por barrancos empinados y cañadas rocosas. Cuanto más cerca
estaba de la tumba, más cambiaba el paisaje, como si adoptase una naturaleza
totalmente diferente. Parecía sacado de un cuento para asustar a los niños. Los árboles
soltaban una savia negra enfermiza, mientras que las ramas retorcidas tenían forma de
garras, que se enganchaban en su pelo y en su abrigo. Los huecos en los troncos de los
árboles parecían bocas con colmillos, y las arañas venenosas tejían redes pegajosas en
las ramas más altas. La tierra se volvió mullida y húmeda, con charcos de agua salobre
estancada, como una arboleda abandonada por un hada.

Piroestela se detuvo en la entrada de un claro envuelto en sombras y echó hacia atrás la


cabeza, con los orificios nasales ensanchados por el miedo.

—Tranquilo, chico —dijo Lux—. La tumba de Fossian está justo delante. Tan solo unos
pasos más.

Pero el caballo no consintió avanzar ni un centímetro más.

—Vale —espetó Lux—. Iré yo sola.

Se bajó del caballo y entró en el claro con la vara en alto. Su luz era tenue, como un
farol en una tormenta, pero iluminaba lo suficiente para poder ver.

El túmulo de la tumba de Fossian era un montículo de hierba que se veía de color negro
en la penumbra. La cima estaba coronada por una pila escabrosa de piedras. Un humo
negro se elevaba hacia el cielo y se arremolinaba para formar imágenes de horrores
ancestrales que aguardaban su momento para apoderarse del mundo. En la losa de
piedra podían apreciarse renglones de color negro que contaban las hazañas de Fossian.

Un chico joven, de más de doce o trece años, estaba sentado con las piernas cruzadas
delante de la piedra y se balanceaba como si estuviera en trance. Hilos de humo negro
serpenteaban desde la tumba y se envolvían alrededor de su cuello como enredaderas
estranguladoras.

—¿Luca? —titubeó Lux.

El balanceo del chico cesó con el sonido de su voz.

Giró el rostro hacia Lux, que se tambaleó cuando le vio los ojos, negros y desalmados.
Esbozó una cruel sonrisa.

—Ya no —sentenció él.

Una araña amenazadora con patas como ganchos se abalanzó sobre Garen. Su abdomen
hinchado estaba lleno de ojos dilatados y mandíbulas listas para cerrarse. Le rajó el
tórax y le dio una patada, y la criatura cayó de la plataforma sacudiéndose incluso
mientras su cuerpo se desintegraba.

Garen se incorporó y sintió un dolor agudo en el hombro cuando una garra oscura se
hundió en su hombrera. El metal no cedió ni se quebró. La garra la había atravesado sin
impedimentos y Garen sintió que una repugnancia nauseabunda se propagaba en su
interior. Podía oler el barro rancio de la tumba, el hedor de la tierra fétida sobre una
sepultura de cientos de años. Luchó contra el dolor, algo para lo que siempre se había
entrenado.

Rodian cayó cuando una espada curva le atravesó la armadura y se le hundió en el


costado. Profirió un grito de dolor y bajó el escudo.

—¡Arriba! —gritó Garen—. Supera el dolor.

Rodian se enderezó, avergonzado por su descuido. Las criaturas de la sombra se


empujaban unas a otras, enloquecidas por llegar hasta la Vanguardia Impertérrita.

—¡No dejan de venir! —gimió Varya.

—¡Pues entonces nunca dejaremos de luchar! —exclamó Garen.

Aunque lo único que quería era huir de ese claro embrujado, Lux caminó hacia el
muchacho. La oscuridad se desbordaba en sus ojos. Las pesadillas aguardaban para
nacer de la fragilidad humana. Sintió que un ser impasible con una inteligencia
calculadora la evaluaba.

Luca asintió y se puso de pie con tranquilidad. Sombras susurrantes se congregaron en


los bordes del claro, monstruos y atrocidades que acechaban ocultos y se acercaban para
rodearla.

—Tienes abundantes pesadillas —señaló él—. Creo que te abriré el cráneo con una roca
para sacarlas.

—Luca, este no eres tú —dijo ella.

—Pues dime entonces quién crees que es.

—El demonio de la tumba —respondió Lux—. No creo que Fossian estuviese tan
muerto como la gente creía cuando lo enterraron.

Luca esbozó una sonrisa burlona y su boca se abrió tanto que la piel de las comisuras de
los labios se desgarró. Le corrían regueros de sangre por la barbilla.

—No estaba muerto en absoluto —declaró—. Estaba dormido. Curándose.


Recuperándose. Preparándose.

—¿Preparándose para qué? —preguntó Lux mientras se forzaba a dar otro paso hacia
delante.

El chico chasqueó la lengua y movió el dedo en señal de desaprobación. Lux quedó


inmóvil, incapaz de dar otro paso.
—Bueno, bueno —dijo él, y se agachó para coger una piedra afilada—. Deja que te
extraiga una pesadilla primero.

—Luca —dijo Lux, incapaz de moverse, pero pudiendo hablar aún—. Tienes que
combatirlo. Sé que puedes. Tienes magia dentro de ti. Sé que la tienes. Por eso
escapaste, ¿verdad? Por eso viniste aquí, para estar al lado de alguien que derrotó a un
demonio.

La criatura que estaba dentro del cuerpo del chico se rio, y la hierba de alrededor se
marchitó con el sonido.

—Sus lágrimas fueron como agua en un desierto —dijo mientras se acercaba a ella y la
rodeaba, como tanteando qué lugar podría ser mejor para abrirle el cráneo—. Me
despertaron, me nutrieron. Llevaba tanto tiempo que había olvidado lo dulce que es el
sufrimiento de los mortales.

El chico estiró el brazo y le acarició la mejilla. Cuando sintió su tacto, el terror traspasó
a Lux como si fuera una espina de hielo. Retiró el dedo y un hilo de humo lo siguió.
Lux sintió que se atragantaba cuando el miedo de ahogarse la invadió. Una lágrima le
recorrió la mejilla.

—Lo he dormido y sus sueños estaban repletos de horrores que pueden hacerse realidad
—explicó el niño—. Su poder es débil; rescoldos encendidos en comparación con el
fuego abrasador que tienes en ti. Apenas me proporcionó una sustancia real, pero los
miedos infantiles son un banquete tras haber estado tanto tiempo sin nada. Demacia es
una pesadilla para los de su clase. Para los de tu clase.

Lux sintió que su magia se alejaba de esta criatura. La oscuridad que ocupaba el claro
apagaba su luz hasta no dejar más que una chispa. No obstante, incluso una chispa podía
provocar un gran incendio capaz de destruir un bosque entero.

—Lo odiaban. Luca lo sabía. Los mortales teméis con mucha facilidad las cosas que no
entendéis. Es muy fácil avivar esas llamas y provocar los horrores más exquisitos.

Lux flexionó los dedos y el movimiento le resultó doloroso. Pero el dolor significaba
que tenía el control, así que lo utilizó. Alimentó la chispa que estaba creciendo en su
interior, la apartó del miedo y dejó que entrase lentamente de nuevo en su cuerpo.

—Luca, por favor —suplicó, obligándose a decir cada palabra—. Tienes que luchar
contra él. No dejes que te utilice.

El chico se rio.

—No puede oírte. E incluso si pudiese, sabes que tiene razón al temer lo que su propio
pueblo haría si descubriese la verdad. Que él es precisamente lo que odian. Un mago.
Tú, más que nadie, tendrías que saber lo que se siente.

El dolor se extendió por los brazos de Lux y llegó hasta su pecho. Los oscuros ojos del
chico se entornaron cuando notó la magia acumulándose.
—Lo sé demasiado bien —replicó ella—. Pero yo no dejo que el miedo me defina.

Lux empujó su vara hacia el chico con un grito de dolor. Sentía que sus extremidades
ardían y el golpe fue débil. El chico saltó hacia atrás, pero fue demasiado lento. La
punta dorada de la vara rozó la piel de su mejilla.

El momento de conexión fue breve, pero fue suficiente.

La Vanguardia Impertérrita peleaba con una eficiencia brutal, pegando tajos con las
espadas y golpes martilleantes con los escudos, pero no podrían luchar para siempre.

Al final, las sombras acabarían con ellos.

Un grupo de criaturas se abalanzó hacia Diadoro desde la izquierda, sus cuerpos se


retorcían y sus brazos se agitaban, y así consiguieron esquivar sus ataques. Una
arremetida rebotó en su escudo y le golpeó en la hombrera. Soltó un gruñido y clavó la
espada en el vientre de una bestia de piel oscura con cabeza de dragón.

—¡Acercaos! —indicó Sabator—. ¡Mantenedlos a raya!

Garen lanzó un tajo a una de las sombras que se retorcía, le golpeó la panza con el pomo
de la espada y le asestó una estocada en el pecho. Espada hasta el fondo y giro. No dejes
de moverte. Movimiento a la derecha, aullidos provenientes de una cabeza de insecto
llena de colmillos como dagas. Le rajó los ojos. Gritó y estalló hasta convertirse en
humo y cenizas.

Dos más vinieron a por él. No tenía espacio para girar. Otro golpe con el pomo, que
acertó en el pecho de la primera. Apuñaló a otra en la barriga y sacó la espada. Los
monstruos se retiraron. Garen retrocedió y se colocó al lado de Varya y Rodian. Los tres
estaban cubiertos de cenizas desde el yelmo hasta las grebas.

—Debemos resistir—dijo Garen.

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Diadoro.

Garen miró hacia el norte, donde una distante luz brilló en el bosque.

—Todo el tiempo que Lux necesite —contestó Garen con una mirada de advertencia.

Y las sombras volvieron a atacarlos.

Lux roció a Luca con su luz y un resplandor cegador explotó por todo el claro. El
monstruo en el interior del muchacho se separó de su cuerpo con un chillido de furia y
desesperación. Un fuego blanco la rodeó y lo envolvió todo a su alrededor. La oscuridad
huyó del increíble poder de Lux; su sombra desapareció con el brillo de su luz. El
resplandor siguió creciendo hasta que el bosque y la tumba dejaron de verse, y tan solo
quedó una extensión infinita de una nada pálida. Delante de ella había un chico sentado
agarrándose las rodillas contra el pecho. Miró hacia arriba. Sus ojos eran los de un niño
pequeño y asustado.

—¿Puedes ayudarme? —preguntó.

—Puedo —contestó Lux mientras se acercaba y se sentaba junto a él—. Pero tienes que
volver conmigo.

—No puedo —Negó con la cabeza—. Tengo mucho miedo. El hombre pesadilla está
ahí fuera.

—Sí, pero juntos podemos derrotarlo —aseguró ella—. Yo te ayudaré.

—¿Lo harás?

—Lo haré si tú me dejas —contestó Lux con una sonrisa—. Sé por lo que estás
pasando, lo asustado que estás por lo que podría pasar si la gente descubre lo que
puedes hacer. Confía en mí, yo también he pasado por lo mismo, pero no debes tener
miedo. ¿Qué hay dentro de ti? No es maldad. No es oscuridad. Es luz. Una luz que
puedo ayudarte a controlar.

Lux extendió la mano.

—¿Lo prometes? —dudó él.

—Lo prometo —aseguró Lux—. No estás solo, Luca.

El chico le agarró la mano de la misma forma que una persona ahogándose se aferra a
una cuerda.

La luz volvió a intensificarse y brilló con una intensidad cegadora. Cuando se


desvaneció, Lux vio que el claro era tal y como lo recordaba hace siete años. Hierba
verde, un túmulo con una pila de piedras y una losa que describía las hazañas de
Fossian. La oscuridad que había transformado de aquella manera el bosque había
desaparecido. Los árboles con garras no eran más que árboles normales. El cielo azul
medianoche era una bóveda llena de estrellas titilantes. El sonido de los pájaros que
cazaban en la noche resonaba desde la fronda del bosque.

Luca seguía agarrado a la mano de Lux, y le sonrió.

—¿Se ha ido el hombre pesadilla?

—Eso creo —contestó ella, que sentía que el amargo sabor del poder oscuro se había
reducido—. Al menos por ahora. Puede que ya no esté en la tumba, pero se ha ido de
aquí. Eso es lo que importa ahora mismo.

—¿Podemos irnos a casa ya? —preguntó Luca.

—Sí —contestó Lux—. Podemos irnos a casa.


Un frío entumecedor invadió a Garen. Le pesaban las extremidades, atravesadas por
garras de sombra. El hielo que corría por sus venas le helaba hasta la mismísima alma a
medida que su visión se desvanecía.

Sabator y Diadoro habían caído y su piel se estaba volviendo oscura. Rodian estaba de
rodillas, con una mano alrededor de la garganta. Varya seguía luchando. El brazo del
escudo yacía inerte, pero el brazo de la espada aún tenía fuerza.

Garen saboreó la ceniza y la desesperación. Nunca había conocido la derrota. No de esta


forma. Incluso cuando creyó que Jarvan había muerto, encontró la fuerza para seguir
adelante. Ahora, su vida se debilitaba con cada respiración.

Una figura enorme apareció ante él. Era un demonio con cuernos y un hacha de
oscuridad. Parecía un guerrero salvaje al que había matado hace muchos años. Garen
levantó la espada, preparado para morir con un grito de guerra demaciano en los labios.

Soplaba un viento veraniego. El brillo del cielo del norte resplandecía como un sol que
acababa de salir.

Las criaturas de las sombras desaparecieron, como restos de hojas carbonizadas en un


huracán. El viento y el extraño resplandor se expandieron por la plaza del pueblo como
en el alba, y las sombras huyeron.

Garen dejó escapar un suspiro, casi incapaz de creer que aún podía respirar. Rodian
tomó una gran bocanada de aire mientras Sabator y Diadoro se ponían de pie.
Observaron asombrados cómo las sombras restantes se desvanecían y los habitantes
empezaban a despertarse.

—¿Qué ha pasado? —jadeó Varya.

—Lux —dijo Garen.

Cuando Luca se hubo reunido con su madre y le hubieron dejado instrucciones a la


señora Pernille de los Portadoras de la Luz sobre su futura educación, Lux y Garen
cabalgaron hacia la puerta sur de Fossbarrow a la cabeza de la Vanguardia Impertérrita.
Estaban decaídos, y un sentimiento evidente de culpa recaía en cada persona que
dejaban atrás en su camino para salir de la ciudad. Ninguno de los habitantes de
Fossbarrow recordaba lo que había sucedido tras la ejecución, pero todos sabían que
habían participado en la muerte de un hombre.

—Que la Dama del Velo te acoja —dijo Lux cuando pasaron por el cortejo fúnebre de
Aldo Dayan.

—¿De verdad crees que merece tanta misericordia? —reprochó Garen—. Ha matado a
gente inocente.
—Es cierto —coincidió Lux—, pero ¿entiendes por qué lo hizo?

—¿Acaso importa? Era culpable de un delito y ha pagado el precio.

—Por supuesto que importa. Aldo Dayan era amigo y vecino de todos —continuó Lux
—. Bebieron con él en la taberna, compartieron bromas con él en la calle. Sus hijos e
hijas jugaron con los suyos. Con tanta prisa por juzgarlo, se perdió cualquier posibilidad
de entender qué provocó sus actos homicidas.

Garen mantuvo la mirada fija en la carretera que tenían delante.

—No quieren entenderlo —expresó al fin—. No tienen por qué hacerlo.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Vivimos en un mundo que no permite ese tipo de matices, Lux. Demacia está rodeada
de terribles enemigos por todos lados. Tribus salvajes en el norte, un imperio codicioso
en el este y el poder de magos oscuros que amenazan la mismísima estructura de
nuestro reino. Nos movemos en términos absolutos por necesidad. Si permitimos que la
duda nuble nuestro juicio, nos volvemos vulnerables. Y no puedo permitir que nos
volvamos vulnerables.

—¿Incluso a este precio?

—Así es —declaró Garen—. Por eso hago lo que hago.

—¿Por Demacia?

—Por Demacia —dijo Garen.


El soldado y la bruja

La anciana tensó la cuerda alrededor del cuello del soldado demaciano. Había intentado
hablar, lo cual estaba prohibido según las normas que ella misma había dispuesto. Una
infracción más, y tendría derecho a cortarle la cabeza de un tajo y a usar su yelmo
acabado en pico como orinal. Hasta entonces, solo podría tensar la cuerda y esperar a
que sus hilos de memoria se filtraran de la cabeza de él a la de ella.

Por supuesto, podía decapitarlo cuando ella así lo desease, pero no sería lo más
adecuado. Se podían decir muchas cosas de la vidente de piel grisácea, pero nadie
podría afirmar que no seguía un código. Una serie de normas. Sin normas, ¿qué sería del
mundo? Sería un desastre, ni más, ni menos. Tan simple como eso.

Hasta que él rompiese esas normas, ella se sentaría allí, absorbiendo todo lo que tenía
(su diversión, sus recuerdos, su identidad) hasta que acabase con él. Entonces, le
cortaría el cuello. Tendría un nuevo orinal.

Una voz gritó de dolor en algún lugar cercano a su cueva. Era uno de sus centinelas, no
le cabía duda.

Escuchó otro grito.

Y otro.

La noche se presentaba muy interesante.


Sabía que se trataba de una persona terca por los golpes constantes que había dado con
sus pesadas botas en el suelo mojado de la cueva y que anunciaron su llegada a lo lejos.
Cuando dejó de oír el eco de los pasos, un hombre atractivo de hombros anchos se
quedó mirándola desde el otro lado de la caverna. Su semblante serio, lleno de
determinación, quedaba iluminado por la tenue luz de las antorchas de la guarida. Le
caían hilos de sangre por la coraza. Incluso desde el fondo de la estancia, la anciana
podía oler algo agrio en su armadura, algún tipo de olor fuerte a ácido que calmaba la
magia que corría por las venas de la mujer de un modo que le resultaba desagradable.

Iba a ser una noche interesante, sin duda.

El caballero, espada en mano, subió los escalones de piedra hasta el trono de piedra
improvisado de la mujer.

Ella sonrió, esperando que él alzase su espada y se abalanzase gritando hacia su cabeza
(ante lo cual, al soldado le esperaría una gran sorpresa).

Sin embargo, envainó la espada y se sentó en el suelo.

Sin mediar palabra, se quedó mirando a los ojos de la anciana, sosteniendo la mirada
con paciencia. No la retiró ni siquiera un segundo para mirar al soldado atado que estaba
a su lado.

¿Sería una estratagema para descolocarla? ¿Estaría esperando a que ella hablase
primero?

Lo más probable es que sí.

Aun así, era aburrido.

—¿Sabes quién soy? —preguntó la mujer.

—Te alimentas de los recuerdos de los perdidos y abandonados. Los niños dicen que
eres tan vieja como la cueva en la que vives. Eres la Señora de las piedras —respondió
él con seguridad.

—¡Ja! No es así como me llaman, y lo sabes. La Bruja de la Roca. Es lo que dicen.


Tenías miedo de que te aplastase si usabas ese nombre, ¿eh? ¿Querías suavizar la cosa?
—preguntó, tosiendo.

—No —respondió el hombre—, simplemente me parece un nombre irrespetuoso. Es de


mala educación insultar a alguien en su casa.

La vieja vidente se rio, pero se dio cuenta de que él no estaba bromeando.

—¿Y tú? —preguntó—. ¿Cómo te llamas?

—Garen Crownguard de Demacia.


—Estas son las normas, Garen Crownguard de Demacia —dijo ella—. Has venido a por
tu soldado perdido. ¿Es así?

El hombre asintió con la cabeza.

—¿Pretendes matarme? —preguntó la mujer.

—No puedo mentir. Creo que es probable que uno de nosotros dos muera, sí —
respondió él.

La mujer se rio.

—Estás deseando derramar mi sangre, ¿verdad? Incluso puede que lo consigas, con esa
armadura. —Se enrolló más fuerte la cuerda que apretaba el cuello del soldado
alrededor de su anciana mano—. Aun así, si levantas tu espada contra mí antes de que
hagamos un trato, tiraré de esto tan rápido que oirás el eco de su cuello partiéndose en tu
mente durante el resto de tus días. —Tensó la cuerda para enfatizar sus palabras.

La mirada de Garen permaneció inmutable, centrada en los ojos de ella.

—Las normas son las siguientes: Si me puedes dar un recuerdo que me resulte más
delicioso que los que los que hay en la mente de este —dijo, golpeando el yelmo del
prisionero—, me lo quedaré y te entregaré al soldado. —Clavó su mirada en los ojos de
Garen en busca de algún atisbo de duda—. Si no puedes hacerlo, no sé... —continuó,
tensando las ataduras del soldado—. Si alguno de los dos intenta incumplir el trato, el
otro tendrá derecho a recibir a cambio lo que quiera, sin oponer resistencia. ¿Estás de
acuerdo?

—Sí.

—Entonces, hazme tu primera oferta. ¿Qué significa la vida de este soldado para ti?
Disculpa mi mala educación. Lo llamaría por su nombre, pero ya lo he olvidado.

—Yo tampoco conozco su nombre. Se unió a mi batallón hace poco —respondió Garen.

Ella le frunció el ceño. Claramente, no sabía en qué se metía.

—Te ofrezco un recuerdo —dijo él—, de la infancia. Mi hermana y yo a horcajadas en


la espalda de mi tío, mientras él ladraba como un dracanino noxiano. Nos reímos
durante horas. Es un buen recuerdo, intacto por lo que luego le pasaría a él a manos de
uno de los tuyos.

La anciana se frotó el recubrimiento gelatinoso de sus ojos.

—Me estás faltando al respeto —dijo—. ¿Pretendes entregarme un recuerdo feliz como
si eso fuese todo lo que saboreo? —Tomó la cabeza del soldado en su mano y degustó
los hilos de memoria que fluían de la mente de él a la suya—. Lo quiero... todo. El
dolor, la confusión, la ira. Eso es lo que me mantiene joven. —Rio, arrastrando un dedo
retorcido por su pómulo arrugado.
—Te ofrezco mi dolor, entonces, por la muerte de mi tío —dijo Garen.

—Eso no es suficiente. Me aburres —repuso la Señora de las Piedras, y tiró con más
fuerza de la cuerda.

Garen saltó como un resorte y desenfundó su espada. El corazón de la bruja se aceleró


ante la idea de matar al joven caballero impaciente. Pero, en lugar de atacar, se
arrodilló, inclinó su cabeza hacia ella y colocó la punta de la espada sobre las piernas de
ella, apuntando hacia su abdomen.

—Busca en mi mente. Elige el recuerdo que quieras. Soy joven, pero he visto muchas
cosas, he experimentado una vida de privilegios que puede que encuentres placentera. Si
intentas llevarte más de un recuerdo, por supuesto, empujaré esta espada contra ti. Pero
cualquier recuerdo individual puedes quedártelo.

La mujer no pudo evitar romper a carcajadas. ¡La arrogancia de este chico! ¿Tenía el
valor de creer que uno de sus recuerdos podía compensar el tiempo de vida que podía
absorber de su compañero?

Su valor (o ignorancia) era incuestionable. Había que respetarlo.

Apretando los labios, se inclinó y colocó las palmas de las manos sobre la cabeza de él.
Cerró los ojos y atravesó las capas de su mente.

Vio el triunfo en la batalla de Rocablanca. Degustó el asado de ciervolira en el banquete


de su lugarteniente. Sintió cómo le caía una solitaria lágrima mientras sostenía a su
camarada moribundo en los campos de Brashmore.

Y después vio a su hermana.

Sintió su intenso amor por ella, mezclado con... algo más. ¿Miedo? ¿Aversión?
¿Inquietud?

Se aventuró más adentro en su mente, pasando de largo sus recuerdos conscientes.


Sondeó sus pensamientos con los dedos, apartando todo lo que no tuviera que ver con la
chica de cabellos dorados y sonrisa amplia. La armadura hizo la búsqueda mucho más
difícil de lo que debería haber sido, pero la anciana persistió hasta que llegó adonde
quería: la infancia.

Los dos niños estaban jugando con figuritas de juguete. Los soldados de él se
enfrentaban a los magos de ella, preparados para matarlos. Ella le dice que no es justo,
que ellos tienen magia, y que debería ser una pelea en las mismas condiciones. Él se ríe
y golpea a sus magos de arcilla, apartándolos con sus cruzados de metal. Harta, la niña
grita y, de repente, le sale luz disparada de la punta de sus dedos. Él se queda cegado,
confuso y asustado. Su madre se la lleva, pero antes de irse, se arrodilla y le dice al
chico que no ha visto lo que cree haber visto. No era real, solo era un juego. El chico
asiente boquiabierto. Solo un juego. Su hermana no es maga. No puede serlo. Tiene el
recuerdo escondido tan adentro como puede.
Estirando sus dedos, la anciana encuentra más y más recuerdos como este, repartidos
por la infancia del caballero, todos con un final bañado de luz cegadora. Ha enterrado
los recuerdos en lo más profundo. Tiene una mezcla incoherente de amor, miedo,
negación, ira, traición y protección.

El caballero no se equivocaba: esos eran buenos recuerdos. Mucho más apetitosos que
los del hombre roto.

La anciana sonrió. El caballero había sido inteligente al colocar su espada en su


estómago, pero no era lo suficientemente listo. Cuando ella se llevase un recuerdo, él
nunca recordaría haberlo tenido, así que podría quedarse con lo que quisiera.

Separando los dedos, filtró sus recuerdos y buscó todos los relacionados con la chica de
luz. Le arrebató todos los que encontró antes de salir de su mente.

—Sí —dijo, al mismo tiempo que abría los ojos—. Esto servirá. —Señaló la salida de la
cueva—. Acepto tu oferta. Un solo recuerdo por una sola vida. Llévate al chico y
lárgate.

Garen se puso de pie y se acercó al soldado atado. Se arrodilló, lo ayudó a levantarse y


comenzó a caminar hacia el exterior de la cueva, sin apartar la mirada de ella.

Era extraño. Tenía miedo de que rompiese el trato. El pobre no sabía que ya lo había
hecho.

El caballero se detuvo. Dejó caer a su compañero al suelo y atacó, con los ojos aún fijos
en ella.

La anciana se emocionó ante su intento impetuoso. Era demasiado grande, demasiado


pesado, demasiado lento como para tener su torpe espada preparada antes de que ella
pudiera descender sobre él. Las yemas de sus dedos se llenaron de energía negra,
sedientas por beber más de su mente, pero no podía apartar la mirada de los ojos de él.
En ellos, veía los años de recuerdos exquisitos con los que se iba a dar un banquete,
hasta que no quedase nada...

Sintió algo frío en su interior. Algo de metal. El fuerte olor ácido de la armadura del
caballero era más fuerte que nunca en este momento y hacía que le picase la garganta.

La vieja bruja bajó la vista y vio la espada de Garen sobresaliendo de su pecho.


Manchas rojas y negras se filtraban a través de la herida y fluían por los guantes del
caballero, que mantenía la mirada firme en los ojos ya sin fuerza de ella. Era más rápido
de lo que creía.

—¿Por qué? —intentó decir, pero solo fue capaz de escupir bilis de color negro.

—Me has mentido —respondió.

La vieja bruja sonrió, con el mejunje ácido saliendo como espuma entre sus dientes.

—¿Cómo lo sabes?
—Me sentí más ligero. Aliviado —respondió Garen, y parpadeó—. Algo no iba bien.
Devuélvemelos.

Ella se quedó pensando unos instantes, mientras su sangre se mezclaba con el barro del
frío suelo de la cueva.

Los dedos de la bruja se entumecieron a medida que los colocaba en la cabeza de Garen
y obligaba a los recuerdos a volver a su mente. Apretó los dientes en un gesto de dolor
y, cuando abrió los ojos, pudo adivinar por su agotamiento que tenía todo lo que quería.
Pobre necio.

—¿Por qué te has molestado en hacer el trato? —preguntó la anciana—. Eres más fuerte
de lo que pensaba. Mucho más fuerte. A pesar de la cuerda, podrías haberme hecho
pedazos antes de que hubiese podido mover un dedo. ¿Por qué me has dejado entrar en
tu mente?

—Atacar primero en la casa de una persona desconocida sin darle una oportunidad
sería... descortés.

La vieja bruja soltó una carcajada.

—¿Esa es una regla demaciana?

—Una personal —contestó Garen, y sacó la espada del pecho de la bruja. La sangré
manó a borbotones de la herida abierta y la vieja se desplomó, muerta.

No se detuvo a mirarla de nuevo. Levantó al soldado y empezó su largo camino de


vuelta a Demacia.

''Y sin normas'', pensó ''¿qué sería del mundo?''.


La última luz

El terremoto había azotado Terbisia al alba; la tierra se vino abajo como un potrillo
descarriado y se separó en enormes fisuras. Lux cabalgaba a lomos de Piroestela por las
ruinas de la barbacana defensiva; las murallas, de 10 metros de piedra oscura, parecían
haber recibido el asedio de las máquinas noxianas durante semanas. Guio al caballo con
cuidado entre los bloques caídos de mampostería hacia una enfermería improvisada,
establecida en la carpa blanquiazul del mercado.

Lux no había visto nunca una devastación de tal magnitud. Los edificios de Terbisia
habían sido construidos con el duro granito de la montaña y con roble demaciano, y se
alzaron gracias a la fuerza de la comunidad. Casi todos ellos habían sido destruidos por
completo. Hombres y mujeres cubiertos de polvo excavaban por las ruinas destrozadas
con picos y palas con la esperanza de encontrar a algún superviviente, pero solo sacaban
cadáveres de los escombros. Las calles enteras habían desaparecido en los muchos
agujeros humeantes que ahora dividían los distritos de la ciudad.

Lux se bajó de su caballo al llegar al pabellón y se abrió paso hasta el interior. No era
sanadora, pero podía ayudar llevando cosas o velando a los heridos. Había pensado que,
al presenciar la magnitud del desastre, estaría preparada para el sufrimiento de la tienda.

Se equivocaba.

Cientos de supervivientes rescatados de las ruinas yacían en mantas de lana. Lux


escuchó el llanto de madres y padres por sus hijos perdidos, vio cómo las esposas y
maridos se aferraban al cuerpo de sus seres queridos y, lo peor de todo: huérfanos
desorientados y con los ojos vidriosos vagaban perdidos y aterrorizados. Lux vio a un
cirujano que conocía con un delantal repleto de sangre lavándose las manos en un bol de
peltre, así que se dirigió hacia él.

—Cirujano Alzar —dijo—. Dígame cómo puedo ayudar.

El hombre se dio la vuelta y dejó ver sus ojos llorosos y atormentados. Le costó un
momento que la memoria se sobrepusiera a la cortina del dolor.

—Lady Crownguard —dijo Alzar, haciendo una breve reverencia.

—Lux —le contestó ella—. Por favor, ¿qué puedo hacer?

El médico suspiró.

—Es usted toda una bendición, mi señora, pero debo ahorrarle el horror de lo que ha
sucedido aquí.

—No me ahorre nada, Alzar —replicó Lux—. Soy una demaciana, y los demacianos
nos ayudamos entre nosotros.

—Por supuesto, discúlpeme, mi señora —expresó Alzar respirando con fatiga—. Su


presencia será una bendición para los heridos.

Alzar la guio hacia un joven que yacía estirado en un camastro bajo, cerca del fondo del
pabellón. Lux quedó boquiabierta al presenciar sus terribles heridas. Su cuerpo estaba
destrozado, aplastado por los escombros, y sus ojos estaban cubiertos con vendas
ensangrentadas. Supuso que era un soldado, pues se negaba estoicamente a mostrar
dolor.

—Desenterró a una familia de entre los escombros de su propia casa —dijo Alzar—.
Los rescató, pero siguió buscando supervivientes. Hubo un segundo temblor y otro
edificio se le cayó encima. Los escombros le aplastaron los pulmones y los fragmentos
de cristal le inutilizaron los ojos.

—¿Cuánto tiempo le queda? —preguntó Lux, tratando de mantener la voz baja.

—Solo los dioses lo saben, pero no mucho —respondió Alzar—. Si se queda a su lado,
le facilitaría el camino hacia los brazos de la Dama del Velo.

Lux asintió y se sentó al lado del hombre moribundo. Le cogió de la mano y notó cómo
se le rompía el corazón por él. Alzar sonrió con agradecimiento y se dio la vuelta para
ayudar a los que podía salvar.

—Está muy oscuro —dijo el hombre, que se había despertado con el tacto—. Por los
dioses, ¡no puedo ver!

—Calma, soldado. Dime tu nombre —dijo Lux.


—Me llamo Dothan —contestó mientras respiraba con dificultad.

—¿Te llamas así por el héroe de Fuertealbor?

—Sí. ¿Conoces la historia? Es un viejo relato contra los salvajes.

—Créeme, la conozco bien —dijo Lux con una sonrisa apenada—. Mi hermano me la
contaba cuando éramos niños. Siempre me obligaba a hacer de los corsarios
freljordianos mientras él hacía de Dothan y defendía él solo el puerto de los
caminapieles.

—Intenté ser como él —dijo el joven hombre con la respiración entrecortada y su voz
desvaneciéndose. Un reguero de sangre se filtró entre los vendajes como una lágrima
roja—. Intenté hacer honor a mi nombre.

Lux sostuvo su mano entre las suyas.

—Lo has conseguido —respondió—. Alzar me ha contado lo que ocurrió. Eres un


verdadero héroe de Demacia.

El rostro de Dothan se relajó sutilmente; su respiración gorgoteaba en su garganta y


empezaba a quedarse sin fuerzas.

—¿Por qué no puedo ver?

—Tus ojos —dijo Lux lentamente—. Lo siento.

—¿Qué... qué les pasa?

—El cirujano Alzar me dijo que tenías fragmentos de cristales en ellos.

El hombre respiró profundamente.

—Me estoy muriendo —dijo—. Lo sé. Pero debería haber... Me habría gustado admirar
la luz de... Demacia... una última... vez.

Lux sintió el revuelo de la magia dentro de ella, pero se repitió en voz baja el mantra
que le habían enseñado los Iluminadores para evitar que esta se manifestara. Con el
paso de los años, había aprendido a controlar mejor su poder, pero, a veces, cuando sus
emociones afloraban, le resultaba difícil contener las energías. Miró a su alrededor y,
cuando estuvo segura de que nadie estaba mirando, colocó la punta de sus dedos en las
vendas ensangrentadas que cubrían los ojos de Dothan. Lux liberó el fulgor numinoso
de su magia a través del cráneo del hombre hasta las zonas sanas de sus ojos.

—No puedo curarte —dijo—, pero puedo darte esto.

El hombre apretó las manos de ella y quedó maravillado al sentir la luz de Demacia
brillar en su interior.

—Es precioso... —susurró.


De carne y piedra

—La sombra se desvanece ante la luz —repitió la chica para sí misma.

Estas palabras eran un mantra que, a menudo, utilizaba para calmarse cuando sentía que
perdía el control. Aunque solo tuviese trece años, ya era una experta en trucos como
este para mitigar los síntomas de su afección. Sin embargo, hoy esas palabras no le
estaban siendo demasiado útiles. Hoy necesitaba estar sola.

Luchó por contener las lágrimas y evitó el contacto visual con los transeúntes mientras
caminaba con brío hacia la mirada escrutadora de los centinelas en las puertas de la
ciudad. Sentía que, si la detenían, se derrumbaría y acabaría contándoles todo. ''Por lo
menos, todo habría terminado'', pensó.

Pero ni siquiera se percataron de su presencia cuando pasó por la entrada arqueada hacia
las amplias tierras de fuera de la ciudad.

Una vez lejos del camino principal, la chica encontró un tranquilo recoveco en una
boscosa ladera. Cuando estuvo segura de que no podían verla, sacó un pañuelo limpio
de su bolsillo, se lo colocó en la cara y empezó a sollozar.

Las lágrimas no tardaron en caer en abundancia por sus mejillas. Si alguien la hubiera
visto así, probablemente no la habría reconocido. Todos la conocían como la joven
optimista que siempre saludaba alegremente con un ''¡Buenos días!'' y un ''¡Me alegro de
verte!'', sin importar las circunstancias.

Su otra cara (este lado desagradable y, sin duda, impropio de Demacia) era la que no
compartía con nadie.

Cuando pudo detener el llanto con su delicado pañuelo de lino, empezó a tranquilizarse.
Finalmente, se atrevió a recordar los hechos que le habían hecho llorar. Se encontraba
en la sala de conferencias con sus compañeros de clase cuando su mirada se desvió
hacia una ventana abierta. La muchedumbre de moscas de néctar de color fucsia que
revoloteaba fuera era mucho más interesante que la aburrida clase de tácticas de campo
que el profesor impartía. Las moscas bailaban, aunque no al unísono, en un animado
caos que resultaba extrañamente hermoso. Había internalizado el movimiento y sentía
una intensa felicidad que la reconfortaba por dentro.

Esa calidez le resultaba familiar. La mayor parte del tiempo la podía reprimir para
volver a esconderla en sus adentros como plumas que intentan escapar del interior de un
colchón. Pero hoy esa calidez era... ardiente, como si tuviese vida propia. Sentía cómo
quemaba en sus dientes y amenazaba con abrirse al mundo en un explosivo abanico de
irisadas tonalidades, como solo lo había hecho antes en la intimidad.

Durante un breve instante, un fino rayo de luz se filtró entre sus dedos.

''¡No! ¡Esto no puede verlo nadie!'', pensó, con la esperanza de poder contener el brillo.
Por primera vez en su vida, sintió que era incontrolable. La chica tenía solo una
oportunidad de salvarse. Tenía que marcharse. Se levantó y cogió sus cosas.

—Luxanna —dijo su profesor—, ¿estás...?

—La sombra se desvanece ante la luz —musitó entre dientes y salió corriendo de la
habitación sin dar explicaciones. —La sombra se desvanece ante la luz. La sombra se
desvanece ante la luz.

Sus pasos la llevaban cada vez más lejos de la ciudad mientras acababa de secarse las
lágrimas en la quietud del bosque. Empezó a evaluar la repercusión que tendría el
incidente. Enseguida correría la voz por la ciudadela: una estudiante había salido de
clase hecha una furia sin permiso. ¿Qué tipo de castigo recibiría por tal desacato?

Lo que quiera que le deparara ahora el futuro sería mejor que la opción alternativa. Si se
hubiera quedado, habría estallado, cubriendo el edificio entero con la más brillante y
pura luz. Y todos sabrían que estaba afectada por la magia.

Entonces, vendrían los anuladores.

La chica había visto una o dos veces a los anuladores por las calles, erradicando a
practicantes de magia con sus extraños instrumentos. Una vez encontraban a estas
personas afectadas, las trasladaban a la fuerza a tugurios fuera del reino, de manera que
no formasen parte de la gran sociedad que la familia de Lux conocía tan bien.

Esa era la peor parte: saber que su familia se avergonzaría. Y su hermano... Ay, su
hermano. Se estremecía al pensar qué diría Garen. La chica a menudo soñaba con vivir
en otro lugar del mundo, donde veneraran como héroes a la gente con dones arcanos y
fueran aceptados por sus familias. Pero la chica vivía en Demacia, donde la gente
conocía el potencial destructivo de la magia y la trataba como tal.

Sumida en sus pensamientos, Lux encontraba su situación cada vez más


desesperanzadora. Fue entonces cuando se percató de que tenía a la vista el monumento
de Galio. La colosal estatua había sido erigida hacía mucho tiempo como estandarte del
ejército al que acompañaba en sus misiones a tierras lejanas. Esculpido en petricita,
Galio poseía propiedades de absorción de la magia que habían salvado muchas vidas de
los ataques de los archimagos. Contaban las leyendas que, a veces, cuando el suficiente
poder místico se filtraba por su argamasa, era capaz incluso de cobrar vida. En ese
momento, estaba tan quieto como la estatua que era, de pie a horcajadas sobre la calle
de los Caídos y lejos del tráfico de la calle principal.

Lux se acercó a la estatua con cautela. Desde que era una niña pequeña, había
imaginado que el viejo titán vigilaba y velaba por todos los que pasaban bajo él. Parecía
mirar dentro de su alma, juzgándola.

—No tienes cabida aquí —diría en tono acusador.

Aunque solo hablaba en su imaginación, la chica sabía que decía la verdad. Ella era
diferente. De eso no cabía duda. Su sonrisa de oreja a oreja y su exuberancia llamaban
la atención frente a la austeridad propia de Demacia.
Y, además, estaba el brillo. Desde que era capaz de recordar, Lux sentía cómo ardía en
su corazón, anhelando irrumpir en libertad. Cuando era pequeña, el brillo era débil y
podía ocultarlo con facilidad. Ahora, el poder era demasiado grande como para
permanecer oculto.

Abrumada por un sentimiento de culpa, Lux levantó la mirada hacia el Coloso.

—¡Venga, dilo! —gritó.

No era algo propio de Lux, pero el día no había sido nada amable con ella y desahogarse
de esa manera la calmaba. Respiró profundamente aliviada e inmediatamente se sintió
avergonzada por haber estallado así. "¿De verdad acabo de gritarle a una estatua?"
pensó asombrada, y miró alrededor para asegurarse de que nadie la había visto. En
ciertas épocas del año, esta calle se inundaba de viajeros que peregrinaban hasta el
coloso para rendir homenaje al símbolo de la determinación demaciana. Pero, en ese
momento, la calle de los Caídos estaba vacía.

Mientras comprobaba si había algún testigo, escuchó un pedregoso estrépito por encima
de ella. Levantó la cabeza al darse cuenta de que venía de lo alto del coloso. Era
habitual que los pájaros alzaran el vuelo desde sus nidos en la corona de la estatua, pero
esta vez no se trataba de un pájaro. Sonaba como si estuvieran arrastrando una enorme
cazuela de barro por unos adoquines.

Lux la observó detenidamente durante un buen rato, pero nada había cambiado en la
estatua. Quizá era su imaginación una vez más, que intentaba resolver los traumas que
los acontecimientos de ese día le habían causado. Aun así, sus ojos permanecieron fijos
en el coloso, desafiando a lo que fuera que se había movido para que lo hiciera de
nuevo.

Y lo hizo: los ojos de la estatua se movieron. Los grandes orbes de piedra giraron en sus
cuencas y se encontraron con Lux en el césped de debajo.

La cara de la chica palideció por un momento. Podía sentir cómo la enorme figura de
piedra la analizaba. Esta vez, no era cosa de su imaginación. En cuanto pudo, Lux echó
a correr lo más rápido y lejos posible de la estatua.

Más tarde esa misma noche, Lux entró por el arco de alabastro del palacete que su
familia tenía en la ciudad. Había caminado muchos kilómetros durante todo el día y por
toda la ciudad, con la esperanza de que sus padres estuviesen dormidos cuando volviera
a casa. Pero una persona no lo estaba.

Su madre Augatha estaba sentada en el sofá de la esquina del gran recibidor, mirando
hacia la puerta y echando chispas por los ojos, con actitud apremiante.

—¿Sabes qué hora es? —preguntó con enfado.

Lux no respondió. Sabía que ya era pasada la medianoche, mucho más tarde de la hora
en que su familia estaría normalmente dormida.
—La escuela ha decidido no expulsarte —dijo Augatha—. No ha sido un lío fácil de
resolver.

Lux quería echarse a llorar, pero no había hecho más que llorar durante todo el día y ya
no le quedaban lágrimas.

—Casi lo ven —dijo ella.

—Lo imaginé. Está empeorando, ¿verdad?

—¿Qué hago? —dijo Lux, agotada por la preocupación.

—Lo que hay que hacer —contestó su madre—. Has perdido el control. Al final,
alguien resultará herido.

Lux había oído que habían muerto hombres a manos de hechiceros, que los cuerpos se
deshacían hasta ser irreconocibles y que las almas se partían en dos. Se sentía miserable,
consciente de que albergaba un poder que podía usarse para tal devastación. Quería
odiarse a sí misma, pero se sentía entumecida por el aluvión constante de emociones
que había sentido ese día.

—He contratado la ayuda de un especialista —dijo Augatha.

A Lux se le revolvió el estómago. Solo había una profesión que lidiaba con su afección.

—¿Un anulador? —preguntó, sintiendo que le faltaba el aire.

—Es un amigo. Alguien a quien debería haber llamado hace mucho tiempo —dijo
Augatha—. Puedes confiar en que será discreto.

Lux asintió. Sabía que la vergüenza era inminente. Incluso si el hombre no se lo contara
a nadie, como aseguraba su madre, él lo sabría.

Y los tratamientos... No quería pensar en ellos.

—Vendrá mañana por la mañana para estudiar tu caso —dijo Augatha mientras subía
por las escaleras hacia su dormitorio—. Este será nuestro secreto.

Esas palabras no servían de consuelo. Lux ni siquiera era una mujer todavía y su vida ya
había terminado. Solo quería retirarse a su dormitorio y caer en un profundo sueño que
enterrase todos sus problemas en la oscuridad, pero sabía que sus particulares problemas
no desaparecerían en la noche. La luz seguiría creciendo en su interior, amenazando con
entrar en erupción de nuevo en cualquier momento. El anulador llegaría por la mañana
para llevar a cabo algún tipo de tratamiento espantoso. Lux había oído rumores, rumores
horribles, sobre tener que tragar tierra de petricita en pociones, algo que causaba
posteriormente episodios de dolor atroz. Ciertamente, la chica quería deshacerse de su
afección, pero no estaba dispuesta a sufrir eso.

''¿No habrá alguna otra manera?'', se preguntó. ''¡Claro que sí!''.


La idea le vino a la mente como si de un rayo se tratase. El miedo y la esperanza la
inundaban a partes iguales, ya que no estaba segura de que el plan que se le acababa de
ocurrir fuese a funcionar, pero sabía que era algo que tenía que intentar.

En la oscuridad de la noche, Lux volvió sobre sus pasos frenéticamente: pasó por el arco
de alabastro, recorrió la alameda y se coló por las puertas sin que los guardas la vieran.
Al sur encontró la calle de los Caídos y caminó durante kilómetros antes de llegar al
lugar donde descansaba Galio. El corazón se le iba a salir del pecho.

—¿Hola? —dijo la chica temblorosamente, sin tener muy claro si quería recibir una
respuesta.

Lux, a solas en el silencio de la noche, se acercó al plinto donde se erguía el coloso.


Posó su mano con cuidado sobre la fría base de petricita. ''Me pregunto a qué sabrá.
Seguro que es muy amarga'', pensó. Supuso que pronto lo averiguaría, a no ser que su
plan funcionase.

—Bueno, dicen que arreglas la magia —dijo—. Así que arréglame a mí. Quiero ser
demaciana.

Alzó la vista hacia el coloso. Permanecía inerte e inquebrantable, como la forma de vida
demaciana. Ni siquiera los murciélagos revoloteaban a su alrededor esa noche. Al
parecer, lo que había escuchado antes (o lo que creía haber escuchado) era algo que, al
fin y al cabo, se había imaginado ella. Apartó su mano del plinto, sopesando a qué otra
cosa podía recurrir.

—Personita —dijo una resonante voz desde lo alto.

Lux levantó la mirada rápidamente y vio a la estatua inclinar su enorme cabeza hacia
abajo. Los pensamientos se agolpaban en su mente. ''Lo sabe. Y no va a ayudarte. Te
aplastará como a un insecto''.

—¿Te importa... rascarme el pie? —preguntó el coloso.

Galio miraba con asombro cómo la chica huía de él, chillando cosas que no acertaba a
entender. Aunque la había estado observando durante años, no sabía que podía moverse
tan rápida y ruidosamente.

Desde que era una niña pequeña, Galio la había visto pasar con su familia en los viajes
anuales que realizaban. La estudiaba fascinado, esforzándose por mantenerla a la vista
mientras entraba y salía de su campo de visión. Entonces, en medio de sus juegos, Lux
recordaba de repente que él estaba ahí arriba y, avergonzada, se escondía detrás de las
faldas de su madre. Cuando el coloso permanecía inactivo, todo parecía moverse en una
nebulosa distorsionada. El mundo era insulso, las personas no eran más que destellos
ante sus ojos.
Aun así, Galio podía sentir que había algo muy especial en la chica. Era un brillo, pero
no solo una luminiscencia visual. Había algo en ella que frenaba el tiempo y estimulaba
su pétreo corazón.

Empezó como algo pequeño. Cuando ella tenía apenas un par de años, Galio podía
sentir cómo su extraña calidez le provocaba un cosquilleo en la punta de los pies. En su
segunda visita, Galio ya sentía el brillo extenderse por toda su pierna. Cuando ya había
cumplido los diez años, la calidez de la chica era tan fuerte que Galio podía sentirla a un
kilómetro de distancia y se emocionaba ante la expectativa de su visita.

Y ahora aquí estaba de nuevo, aunque no fuese un día normal de visita. El poder de Lux
ardía tan intensamente que se esparcía como un fuego incontrolado por sus frías y
pétreas entrañas. ¡Le había dado vida!

Ahora que Galio estaba despierto, podía ver su fulgor con una deslumbrante claridad.
Brillaba como todas las estrellas del cielo.

Y se marchaba otra vez.

Con cada paso que ella daba, Galio podía sentir cómo su vida se evaporaba,
devolviéndolo a su frío estado inerte. Si acababa paralizado, nunca podría conocer a la
chica. Tenía que seguirla.

Sus gigantescas piernas se despegaron del plinto y alcanzaron a la chica con facilidad
gracias a su enorme zancada. Lux se giró hacia el pesado coloso con los ojos como
platos. Un rayo de luz concentrado salió disparado de los dedos de la chica hacia la
pierna de Galio. La extraña sensación que él sentía se intensificó hasta tal punto que
creyó que explotaría, desperdigando sus pedazos por toda Demacia.

Pero Galio no se quebró. En lugar de eso, sintió la vida con más intensidad que nunca.
Se agachó y recogió cuidadosamente a la chica en sus manos. Ella se tapó la cara, como
escudándose de un daño inminente.

El coloso se echó a reír, como si fuese un niño jugando en una fuente.

—Personita de cabeza dorada —bramó él—. Eres graciosa. Por favor, no te marches.

Poco a poco, la chica se sobrepuso del susto y respondió.

—No... No puedo. Me estás sujetando.

Dándose cuenta de su ofensa, Galio puso a la chica de vuelta en el suelo.

—Lo siento. No suelo conocer a personitas como tú. Solo me despierto para aplastar
cosas —aclaró él—. ¿Tienes algo que quieras que aplaste? ¿Algo grande?

—No —dijo la chica con resignación.

—Pues vamos a buscar algo para aplastar. —Dio unos cuantos pasos estruendosos y,
cuando se dio la vuelta, vio que la chica no le seguía—. ¿No vienes, personita?
—No —respondió ella, incluso más temblorosa, sin tener muy claro si la respuesta
enfadaría al gigante—. Ahora mismo, intento pasar desapercibida.

—Ah. Mis disculpas, personita.

—Bueno, creo que voy a marcharme ya —dijo Lux, en lo que creía que era una
despedida definitiva. —Ha sido un placer conocerte.

Galio la siguió.

—Te estás alejando de tu ciudad —observó él—. ¿Hacia dónde te diriges?

—No lo sé —respondió ella—. A un lugar en el que encaje.

El coloso inclinó la cabeza hacia ella.

—Eres demaciana. Tu sitio está aquí, en Demacia.

Por primera vez, la chica notó empatía en el gigante y sintió que podía sincerarse.

—No lo entenderías. Tú eres el símbolo de este reino. Yo solo soy... —buscó una
manera de decirlo todo sin decir demasiado—. Estoy defectuosa —dijo, finalmente.

—¿Defectuosa? No puedes estar defectuosa. Tú me das vida —articuló Galio, poniendo


su enorme y rocosa cara al nivel de la de ella.

—Ese es el problema —dijo la chica—. Se supone que no deberías estar moviéndote. La


única razón por la que estás en movimiento es por mí.

Galio se quedó atónito durante un momento y después estalló en una alegre epifanía.

—¡Eres maga! —vociferó.

—¡Shhh! ¡No grites, por favor! —suplicó la chica—. Te van a escuchar.

—¡Yo machaco a los magos! —proclamó él. Y enseguida añadió—: Pero a ti no. Me
caes bien. Eres el primer mago que me cae bien.

El miedo de Luxanna comenzó a desvanecerse, dando paso al enfado.

—Escucha. Aunque todo esto sea maravilloso e increíble, preferiría que me dejases en
paz. Además, la gente se dará cuenta de que te has ido.

—Me da igual —insistió Galio—. ¡Que se den cuenta!

—¡No! —dijo Lux, asustada por la idea—. Vuelve a tu sitio, por favor.

Galio se paró a reflexionar y después sonrió como si hubiera recordado algo gracioso.
—¡Hazme eso otra vez, lo de tu maravillosa luz de estrellas! —dijo él, demasiado alto
para el gusto de Lux.

—¡Shhh! ¡Deja de gritar! —le instó ella—. ¿Te refieres a mi afección?

—Sí —dijo Galio bajando el tono de su voz.

—Lo siento. No siempre puedo hacerlo. Y no debería hacerlo. Tienes que irte —insistió
ella.

—No puedo irme. Si te dejo, volveré al letargo. Y cuando me despierte habrás


desaparecido, personita.

Lux se detuvo. Aunque estaba enfadada por el cansancio, las palabras del titán le
conmovieron.

—Si vuelvo a hacerlo, ¿me prometes que te marcharás? —preguntó.

El coloso se lo pensó por un momento y aceptó la propuesta.

—De acuerdo —dijo la chica—. Lo intentaré.

Junto las manos contra el cuerpo y luego las proyectó hacia Galio. Para su decepción, de
sus dedos solo salió un pequeño destello. Lo volvió a intentar una y otra vez, obteniendo
peores resultados con cada intento.

—Será por el cansancio —advirtió ella.

—Descansa —sugirió Galio—. Y cuando vuelvas a tener energía me podrás dar tu


magia.

—Mmm —pensó Lux, meditando la sugerencia—. No puedo deshacerme de ti y no


tengo adónde ir. Supongo que puedo acostarme.

Buscó una zona en el césped donde pudiera estar cómoda. Cuando encontró el lugar
adecuado, se tumbó y se envolvió cómodamente con su capa.

—Vale, voy a dormir —dijo en un bostezo—. Tú también deberías.

—No. Yo duermo demasiado —respondió Galio.

—¿Entonces podrías... no sé, congelarte durante un rato?

—No funciono así —dijo el coloso.

—Entonces quédate quieto y finge que no estás vivo.

—Sí. Me quedaré aquí viendo cómo descansas, personita —dijo Galio.


—No, por favor. —insistió Lux—. No puedo dormir si estás mirándome fijamente.
¿Puedes... darte la vuelta?

Los deseos de la chica eran órdenes para Galio. Se giró hacia las distantes luces de la
capital demaciana. No eran tan interesantes como la chica, pero le valdría.

Conformándose con esa escasa privacidad, Lux cerró los ojos y se dispuso a dormir.

Cuando estuvo segura de que Galio no volvería a girarse, se levantó cautelosamente y se


escabulló en la noche.

Luxanna caminó rápidamente, sabiendo que su imperativo era alejarse lo máximo


posible del coloso. Si no lo hacía, su magia seguiría dándole vida y, sin duda, iría detrás
de ella. Por la mañana, todas las patrullas del reino estarían buscando a la chica de los
Crownguard desaparecida que se había desvanecido durante la noche. Sin duda,
repararían en el monumento nacional andante que la seguía y sabrían que la magia que
lo había despertado provenía de ella.

Las dolientes piernas de Lux pasaron de caminar a correr. Apenas podía ver lo que la
rodeaba. Era difícil encontrar un punto de referencia a esas altas y oscuras horas de la
noche. Lo que sí sabía era que el Bosque Nuboso estaba cerca, ya que sus enormes
troncos rojizos dibujaban el horizonte al sur. Sería un sitio ideal para esconderse de
cualquier expedición de rescate y un buen terreno en el que encontrar algo para
desayunar. Podría cruzar el bosque en dos días y encontrar refugio en una de las aldeas
vaskasas de madera, donde probablemente no la reconocerían. No era un plan muy
brillante, ni mucho menos, pero era el mejor que tenía.

Lux ya alcanzaba a ver la entrada del bosque. Sus árboles se distribuían por altura
formando una pirámide, con el árbol más alto en el centro. Cuando cruzó el umbral del
bosque, se detuvo un momento, apenada por lo que estaba dejando atrás. Echaría de
menos a su hermano Garen, a su querido caballo Piroestela e incluso a su madre, pero
así es como tenía que ser.

''La sombra se desvanece ante la luz'', se reafirmó a sí misma mientras se adentraba en la


densa oscuridad del bosque con árboles de hoja perenne.

Tras una hora abriéndose paso entre las punzantes y resinosas ramas del bosque, Lux
comenzó a dudar de su plan. Su estómago rugía y la seguridad que tenía de que
encontraría una ruta despejada entre los árboles había desaparecido con la luna más
brillante tras las nubes. A su alrededor, solo se oían los bufidos y movimientos de los
animales nocturnos, y eso la ponía nerviosa.

''Solo un pequeño destello'', pensó. ''Solo un poco no hará daño a nadie, aquí tan lejos''.

Empezó a conjurar un orbe luminiscente con sus manos. Durante un instante, un


parpadeo de luz danzó entre sus dedos, causando un alboroto entre las criaturas de su
alrededor. Pero la luz se extinguió tan rápido como vino, dejando todo a oscuras. Lux
miró el contorno de sus manos en busca de algún defecto. Se preguntó qué podría haber
impedido que hiciera lo que antes le salía con tanta facilidad y espontaneidad.

''Es por el coloso'', advirtió. ''Tiene que ser eso''.

De repente, fue consciente de unas voces que murmuraban en la arboleda. Escuchaba


pasos lentos y decididos, además de susurros. Eran...

Un brazo rodeó la garganta de Lux y la retuvo. Podía sentir la presencia a ambos lados
de otros dos hombres, como mínimo.

—¿Adónde se dirige esta noche, señorita? —preguntó uno de ellos.

Lux tartamudeó, sin llegar a formular una respuesta. El hombre que la retenía lo hizo
con más fuerza.

—Se supone que deberías estar en los tugurios de anulación, ¿no? —dijo él.

—No... —dijo Lux con la respiración entrecortada, pues el brazo del hombre apretaba
con firmeza su cuello—, no es así.

—No somos tontos, señorita —dijo el tercer hombre—. Venga, vamos a llevarte de
vuelta.

Lux luchaba por liberar sus brazos mientras los hombres intentaban atarlos con una
gruesa cuerda. Se concentró, pero, aun así, no podía invocar la magia que antaño parecía
haber poseído. Logró soltar una mano, golpeó a uno de los hombres de lleno en la
mandíbula y escuchó cómo crujían las ramas del suelo con su caída. Los otros dos
hombres se lanzaron a por ella con furia.

—No tendrías que haber hecho eso —dijo uno de ellos con el ceño fruncido—. Es lo
último que tendrías que haber hecho.

Los hombres empezaron a apretar las ataduras. Insistían en apretar los nudos tan fuerte
y dolorosamente como fuera posible, cuando la tierra empezó a vibrar con sordos y
estruendosos golpes. Los hombres se detuvieron con temor, buscando el origen del
ruido, que aumentaba su frecuencia y su volumen lentamente.

Retumbaba como un terremoto, solo que a un ritmo constante de estruendos... como si


se tratase de los pasos de un gigante.

Se acercaban.

—¿Qué es eso? —preguntó uno de los hombres, demasiado asustado como para
moverse.

La tierra se agitaba más y al temblor se unió el crujido de los árboles haciéndose


pedazos. Lo que quiera que fuese se encontraba ahora en el bosque y ya casi los había
alcanzado.
—Es.... Es...

Todos alzaron la vista y vieron cómo el gigantesco Galio daba zancadas hacia ellos y
dejaba un camino de cortezas bermejas tras él. Los hombres corrieron, alejándose solo
unos pocos pasos entre los árboles antes de que una mano gigante de petricita los
agarrara y los levantara en el aire. Galio miró con un ojo descomunal los montones de
carne temblorosa que sujetaba con fuerza en su puño.

—¿Es hora de luchar? —preguntó el coloso con una sonrisa—. ¡Me enfrentaré a
vosotros!

Abrió el puño cerrado y levantó la otra mano como si fuese a aplastar a los hombres
entre sus palmas.

—¡No! —dijo una diminuta voz—. ¡Por favor, para!

El coloso encontró a Lux en el suelo golpeando los pétreos tobillos con las manos
atadas.

—¡Eso no está bien! —gritó ella.

Confuso, Galio bajó a los hombres al suelo y los soltó. Lux escuchó las rápidas pisadas
de los hombres, que se alejaban a una velocidad similar a la de un alce que va a ser
cazado. Mientras se afanaba por librarse de las ataduras, dirigió la vista hacia el coloso.

—Me giré y te habías ido, personita. —dijo él—. ¿Por qué estás en los árboles?

—No lo sé... —logró decir Luxanna.

Galio se recostó sobre una ladera y contempló las estrellas con la personita de cabeza
dorada que ahora era su amiga. Ninguno de los dos dijo ni una sola palabra, salvo por
algún suspiro esporádico (y no el estresante jadeo que Lux había experimentado antes).
Eran los sonidos de dos seres que, juntos, gozaban de una alegría absoluta.

—Normalmente no estoy despierto tanto tiempo —dijo el coloso.

—Yo tampoco —dijo la joven en un gran bostezo.

—¿Cómo pasa la gente tiempo junta cuando no pelea? ¿Deberíamos entablar una
conversación?

—No, así se está bien —dijo ella—. Me siento... tranquila.

Galio frunció el ceño. Había algo diferente en la chica. Le faltaba algo. Ya no brillaba
como las estrellas.

—¿Por qué estás triste? Me has curado —dijo ella—. Mientras estés cerca de mí, podré
volver a casa y ser normal.
Galio ni alzó la vista ni se alegró. La joven prosiguió.

—Quiero decir que, a lo mejor, puedo ir a visitarte todos los días para controlar mi
afección...

—No —dijo el titán finalmente a la chica a los ojos.

—¿Por qué no? —preguntó ella.

—Eres especial, personita joven. Desde antes de que puedas recordar, yo ya sentía tu
don. Lo he querido cerca de mí durante mucho tiempo. Pero ahora veo... que he
destrozado tu don.

—Pero te da vida.

Galio pensó en las palabras de la chica, pero solo por un instante. Ya lo tenía claro.

—Para mí, la vida es muy valiosa —dijo él—. Pero tu don lo es todo. No lo pierdas
nunca.

Se levantó y colocó a la chica cuidadosamente en su hombro. Juntos emprendieron la


ardua marcha de vuelta a la ciudad para enfrentarse a lo que allí les aguardaba.

El sol ya comenzaba a asomarse por el horizonte cuando Lux regresó al palacete


familiar. Fuera de los muros de la ciudad, Galio volvía al reposo de su plinto junto a la
calle de los Caídos, dejando a Lux enfrentarse sola a sus problemas.

"La sombra se desvanece ante la luz", pensó ella antes de abrir el cerrojo de la puerta
principal.

Entró en la casa y se encontró a su madre sentada en el salón con un hombre de mediana


edad casi calvo que sostenía una maleta con tinturas medicinales exóticas.

—Me alegro mucho de que hayas vuelto a casa, Luxanna —dijo Augatha entre dientes.

Lux miró con incertidumbre al hombre.

—Este es el hombre del que te hablé —susurró su madre—. El que va solucionar tu...
problema.

Lux se sintió mareada, como si su espíritu estuviera abandonando su cuerpo para ser
espectador de lo que estaba a punto de decir.

—¿Sabes qué, madre? —dijo con voz temblorosa por estar a punto de pronunciar unas
palabras que hacía tiempo anhelaba decir—. Creo que no quiero que me ayude este
hombre. De hecho, me gustaría que le dijeras que se marche.

El anulador parecía ofendido. Se levantó y se colgó su maleta en el hombro.


—No, quédate —le rogó Augatha. Arrinconó a Lux y empezó a hablar con autoridad—.
No sabes lo que dices. Este hombre ha arriesgado todo por ayudarte. Es la única forma
de que llegues a ser demaciana. ¿O es que has olvidado tu afec...?

—¡No tengo ninguna afección! —gritó Lux—. ¡Soy bella y valiosa, y un día se lo
demostraré a todo el reino! Y si alguien tiene algún problema conmigo, tengo un amigo
bastante grande con el que pueden hablar.

Subió a su habitación, dejando a su madre sola con el anulador.

Al meterse en la cama, suspiró aliviada profundamente. Por primera vez en años, su


mente estaba más tranquila que un estanque en verano. La luz que antaño emanaba
espontáneamente de su interior todavía seguía ahí, pero podía sentir su inicio y su fin, y
sabía que un día sería capaz de dominarla.

Ya a punto de dormirse, se dio cuenta de que su mantra siempre había sido erróneo.
Ninguna luz puede aniquilar la sombra.

"La sombra coexiste con la luz", pensó. Sonaba bien.


Marfil, ébano, jaspe

El general Miesar deslizó un pequeño cono de marfil por el mapa. Jarvan meditó sobre
la sencillez de la figurilla blanca. Sin cabeza, sin rasgos que dejaran vislumbrar un
rostro. Tan solo una forma cónica, neutra y lisa, sin parecido alguno con los cientos de
soldados demacianos a los que representaba.

—Si guiamos de inmediato a nuestros caballeros al sur podemos atacar a la avanzadilla


argoth antes de que llegue a Evenmoor —dijo la general Ibell, una robusta mujer con
mirada de líder.

—Los argoth son fieros en grupo —replicó el general Miesar, mientras recorría la tienda
de lado a lado—. Dependen de su abrumador número de guerreros para superar los
ataques directos. Si no los dividimos nos aplastarán mucho antes de que consigamos
abrirnos paso hasta su reina.

Jarvan se aproximó al borde de la tienda y echó a los lados la entrada de tela para poder
observar el valle. Podría haber disfrutado de las vistas; la luz del alba acariciaba el
paisaje cetrino bañado de rocío mientras la aldea de Evenmoor parecía descansar en paz
desde la lejanía. Sin embargo, una funesta masa gris se dilataba en el horizonte a
medida que se aproximaba con estruendo.

Los argoth no son criaturas de gran tamaño y enfrentarse a uno solo no debería suponer
un gran reto, pero, cuando unen fuerzas, el yugo de su reina hace que se muevan a su
voluntad como un único y despiadado ser. Esa legión era la más grande que Jarvan
había visto nunca.

Miesar se secó el sudor de la frente.

—¿Estarán aquí al caer la noche?

—Antes —respondió Ibell—. Tenemos una hora, con suerte dos, antes de que los argoth
arrasen Evenmoor.

Jarvan se giró hacia el mapa. Diez conos de ébano representaban a los argoth a las
afueras de Evenmoor, eclipsando al solitario cono demaciano. Su reina estaba
representada por una pequeña estatuilla de jaspe carmesí, justo en el centro de la masa
azabache.

—Necesitamos a todos los efectivos posibles para abrirnos paso entre cientos de argoth
y llegar a ella —dijo Jarvan, señalando el mineral rojizo—. ¿Se os ocurre algo?

Miesar se detuvo en seco.

—Me temo que no le gustará oír esto, señor, pero podríamos retirarnos. Abandonar
Evenmoor. Regresar mañana con tropas lo suficientemente fuertes para penetrar en la
plaga y asesinar a la reina.

—¿Dejar Evenmoor en manos de los argoth? —preguntó Ibell—. Estaríamos firmando


una sentencia de muerte para ese pueblo. Lo arrasarían en cuestión de horas.
Jarvan miró fijamente al ébano y al marfil hasta que se fundieron en su cabeza. Lo único
que veía era a la reina de piedra rojiza.

Ibell alzó las cejas.

—¿Ve algo?

—Un plan desesperado —respondió Jarvan—. Es todo lo que me viene a la mente.


Ocultar a nuestros mejores guerreros en Evenmoor y lanzar una emboscada. Con un
grupo tan reducido no serán capaces de anticiparse a nuestro ataque. Entonces, una vez
tengamos a la reina al alcance, la atacaremos de forma fulminante y sin compasión. Al
acabar con ella, la unidad del grupo se romperá.

—¿Alcanzar el núcleo de los argoth, mi señor? —preguntó Miesar—. Eso también


supondría una sentencia de muerte.

—Pero al menos le damos a Evenmoor la oportunidad de sobrevivir al ataque —dijo


Ibell.

—Todo plan conlleva cierto riesgo —aseveró Jarvan—. Solo guiaré a aquellos que
estén dispuestos a seguirme y nos mantendremos a la espera hasta que nuestras
esperanzas de victoria sean altas. Aguardaremos hasta estar en el ojo del huracán y
entonces asestaremos el golpe desde dentro. Una vez la reina haya caído, solo habrá que
abrirse paso luchando para salir.

Ibell deslizó el único cono de marfil hacia el poblado en el mapa y desplazó la masa de
piezas de ébano hacia Evenmoor hasta que cubrieron el poblado por completo. La
soberana de jaspe seguía en su centro. Entonces, golpeó la figura carmesí con el dedo y
esta cayó. Acto seguido, desplazó dos conos blancos más para unirlos a la batalla.

—Ese es nuestro plan —afirmó Jarvan—. Ibell y Miesar, vosotros lideraréis la segunda
oleada.

—¡A la orden! —exclamó Miesar.

—¿Y usted, mi señor? —preguntó Ibell—. ¿Dónde estará?

—Tengo una reina que asesinar —respondió Jarvan.


La bestia alada

No había nadie en la torre de vigilancia.

Shyvana era consciente de que el imponente guarda de barba gris, Thomme, se habría
cortado una mano antes de abandonar su puesto. Había olido sangre humana mientras
patrullaba los montes del norte de Demacia y había seguido el rastro hasta llegar a la
torre.

Dentro de la misma, el olor se intensificó, pero no había manchas de sangre visibles.


Como miembro del ejército demaciano, Shyvana tenía que mantener su forma humana
la mayor parte del tiempo para encubrir su verdadera naturaleza, pero eso no inhibía sus
instintos dragontinos. Empezó a morderse la lengua para distraer el hambre que le
producía la esencia. Shyvana escaló a lo alto de la torre para observar mejor los
alrededores, y fijó la mirada en los gruesos y enmarañados árboles de hojas susurrantes
cerca del borde de un claro.

La semidragona saltó por la ventana y cayó sobre sus pies cinco plantas más abajo.
Percibió un atisbo de sangre en el viento y se adentró en el bosque por el oeste para
perseguir el olor, esquivando ramas a su paso. Al aproximarse al borde del claro vio
cómo una enorme bestia felina de pelaje dorado se daba un festín con el malogrado
cadáver de Thomme. Sobre los hombros de la criatura se alzaban dos alas repletas de
plumas negras, y una cola serpenteante se retorcía a su antojo, como si no formara parte
de su dueño.
El olor a sangre fresca era embriagador, pero Shyvana reprimió sus instintos y se centró
en la caza. Se había unido a Demacia para ser parte de algo superior y no rendirse a sus
deseos animalescos.

A medida que se arrastraba por el suelo podía sentir cómo el fuego draconiano le
calentaba las manos mientras se preparaba para atacar. De pronto, la bestia se giró y dio
la espalda a su presa. Su rostro no tenía vello y estaba plagado de arrugas, como el de un
anciano. Entonces, sonrió a Shyvana a través de sus fauces sangrientas.

—Todo tuyo —dijo.

Shyvana había oído hablar de la ferocidad de los velox, su voraz apetito por la carne
humana y su impecable agilidad. Pero nunca se había preparado para enfrentarse a la
espeluznante criatura de rostro humano. Sus ojos imperturbables le mantuvieron la
mirada hasta que se sumergió entre los arbustos y desapareció. El corazón de Shyvana
se aceleraba por momentos en su carrera por alcanzar y acabar con la bestia. El pelaje
del velox se fundía con los rayos de sol que se filtraban, camuflando su torso mientras
saltaba por los arbustos y los ríos embravecidos. Pero eso no podía ocultar la sangre de
su aliento y Shyvana se guiaba por su olor.

Una roca bloqueaba el camino. Las garras del velox se aferraron al peñasco y
desapareció saltando por encima. Shyvana posó los talones en lo alto de la roca y se
detuvo un instante. La piedra suponía el borde de una enorme grieta con una profunda
caída.

Al otro lado del hueco, el bosque no tenía fin y el velox ya se había adentrado mucho en
él. Shyvana suspiró. Solo había un modo de cruzar el barranco, aunque no quería
recurrir a ello.

Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la observaba, inspiró con fuerza hasta
llenar los pulmones y sintió cómo el oxígeno ardía en su interior. Incluso al otro lado
del precipicio era capaz de percibir el olor de la sangre de Thomme entre los colmillos
del velox. Entonces, dejó que el hambre se apoderara de ella hasta alimentar el calor
abrasador bajo su piel. Por último, exhaló una llamarada y su forma de dragón se
apoderó de ella. Rugió, y el precipicio se tambaleó con el eco de su temible alarido. La
dragona desplegó sus gruesas y aterciopeladas alas, sobrevoló el acantilado y se adentró
en el bosque.

Ya no tenía que esquivar los árboles. Ahora podía precipitarse entre las ramas
destrozando todo a su paso. Replegó las alas y el bosque se volvió una maraña de
formas marrones y verdes. Osos, alces y demás criaturas del bosque salieron en
desbandada tratando de apartarse de su camino, y Shyvana se deleitó con el terror que
inspiraban sus poderes. Mientras volaba escupió un torrente de fuego que abrasó una
espesa arboleda.

Oteó una mancha de pelaje dorado y se abalanzó sobre ella. Los dientes del vellox se
clavaron en su lomo, pero apenas percibió dolor alguno.

—Te conozco —gruñó el velox mientras luchaba por liberarse—. Te conocen como la
encadenada.
La bestia dorada saltó, arañando con sus garras y taladrando el cuello de la dragona con
los dientes. Shyvana hundió las garras en su lomo y saboreó la sensación de piel
desgarrada.

—¿Por qué pretendes darme caza? —preguntó el velox—. No somos enemigos.

—Has matado a un soldado del ejército demaciano —replicó Shyvana—. Thomme.

El velox la hizo sangrar por el cuello, a lo que le respondió con una bocanada de fuego
que este esquivó.

—¿Era amigo tuyo?

—No.

—Y, sin embargo, tratas de vengar su muerte... Me temo que los rumores son ciertos.
No eres más que una mascota domesticada.

Shyvana gruñó.

—Al menos no asesino personas —espetó.

—Ah, ¿no? —cuestionó el velox mientras sonreía a través de sus dientes teñidos de
sangre—. ¿No echas de menos el sabor de la sangre humana?

Shyvana rodeó al velox.

—Puedo ver el hambre en tus ojos —insistió él—. El sabor de la carne viva. Necesitas
cazar tanto como yo. A fin de cuentas, ¿qué diversión hay en la comida que te sirven a
la mesa?

Shyvana sonrió.

—Por eso estoy aquí —dijo.

Shyvana se abalanzó hacia él. En un rápido movimiento aplastó el cuerpo del velox
contra el mullido suelo boscoso y lo asió por la garganta. El velox respondió escupiendo
un veneno abrasador y clavó las zarpas en su pecho, arrancándole varias escamas de la
piel. Los ojos de Shyvana ardían debido al veneno y a las heridas provocadas, pero se
recompuso rápido.

El otrora brillante pelaje del velox había dejado paso a una pegajosa masa de sangre
apelmazada. Los vidriosos ojos humanos escrutaron a Shyvana con el terror de quien ve
su vida desvanecerse.

Pese a que su hambre se mantenía intacta, Shyvana se detuvo antes de devorar a su


presa. Exhaló el fuego dragontino de su interior y se estremeció hasta transformarse de
nuevo en humana. Estaba perturbada por lo mucho que había disfrutado de la caza.
Todavía temblorosa, alzó el cuerpo del velox y lo arrastró hasta la grieta. Allí
descansaría como prueba de su hambre inhumana, oculto en la oscuridad bajo la roca.
Monstruos

A Vayne le quedaba una flecha en su ballesta de muñeca. Le manaba sangre de tres


heridas diferentes. La bestia que había sido humana y a la que llevaba toda la noche
persiguiendo acababa de derribarla y estaba a punto de arrancarle la cabeza de un
mordisco.

Las cosas iban mejor de lo esperado.

El cambiaformas aulló con impaciencia y por sus fauces gotearon babas. Vayne escrutó
la oscuridad con sus lentes de visión nocturna, pero no encontró ni armas ni refugio.
Había seguido a la bestia hasta esta zona de la pradera en concreto para que no pudiera
esconderse en los bosques antiguos de Demacia, pero esa decisión la había dejado
expuesta también a ella.

Lo que le parecía perfecto. Después de todo, no hay diversión en un asesinato fácil.

La bestia agarró a Vayne por los hombros mientras abría las mandíbulas, de las que
asomaban filas y filas de dientes puntiagudos. Si las mandíbulas no la mataban, sería su
aliento fétido el que completase el trabajo.

Vayne analizó rápidamente sus opciones. Podía intentar esquivar el mordisco de la


bestia, pero eso sería una solución a corto plazo en el mejor de los casos. Podría darle
una patada a toda esa cantidad disparatada de dientes e intentar clavarle la última flecha
en su enorme frente, pero no podía confiar en que llegase a su objetivo a través de esa
maraña de colmillos rechinantes. O podía intentar algo aparatoso, violento y un tanto
estúpido.

Vayne eligió eso último.

Metió el brazo entero en la boca abierta. Los dientes afilados de la criatura rajaron
trozos de piel de los nudillos y el brazo, pero Vayne sonrió; tenía a la bestia justo donde
quería. Sintió como apretaba la quijada, lista para morder y arrancarle el brazo. No le
dio la oportunidad.

Vayne giró el brazo para arrastrar su ballesta de muñeca dentro del morro de la criatura
hasta que la punta de plata de su última flecha señalase directamente al paladar. Con un
disparo de la ballesta, la flecha atravesó el cráneo del monstruo y le desgarró el cerebro.

El aullido cesó tan repentinamente como había empezado y el cuerpo de la criatura se


derrumbó inerte sobre la hierba. Vayne se arrastró por debajo de la bestia e intentó sacar
el brazo del cráneo sin cortarse más de lo que ya se había cortado, pero descubrió que
tenía el puño atascado dentro de la cabeza de la criatura.

Podía seguir intentando sacar la mano por la boca dentada del cambiaformas (y
seguramente perder uno o dos dedos en el proceso), o podía introducir más el brazo para
hacerle un agujero en la cabeza y partir la mandíbula como si fuera una espoleta.

Para variar, Vayne eligió la última opción.

La parte complicada no era matar a la maldita bestia. Lo difícil era llevarla de vuelta a
su esposa.
Viuda, más bien.

La viuda Selina era más bella de lo que se pudiese imaginar, con cabellos que captaban
la luz del sol incluso en la oscuridad de su cabaña iluminada por la chimenea. Los
profundos arañazos que tenía en la cara, e incluso las lágrimas que le recorrían las
mejillas, no disminuían su belleza.

Vayne dejó el cadáver a los pies de la mujer con todo el cuidado posible. Su carne
estaba horriblemente transformada y destrozada, con heridas que se había hecho la
criatura misma y otras que no tanto. Parecía más una colección de extremidades y carne
que una persona.

—¿Ha sido rápido? —sollozó la viuda.

No, no lo había sido. Vayne había rastreado al cambiante hasta su guarida en los
bosques al este de Demacia. Había conseguido interrumpirlo a mitad de la
transformación: los ojos se habían multiplicado y ensanchado, le habían crecido
mandíbulas, el brazo se había transformado en una pinza muy afilada y estaba cabreado.

Vayne se sacudió un pegote de cerebro de la muñeca, un resto pegajoso de cuando le


había hecho el agujero al cráneo de la criatura.

—Ejem —masculló Vayne.

—Ay, cariño mío —dijo Selina mientras caía de rodillas y rodeaba el cuerpo mutado
con los brazos—. ¿Qué puede haber causado semejante tragedia?

Vayne se arrodilló al lado de la pareja mientras la viuda se llevaba al pecho lo que


quedaba de la cabeza del hombre, sin notar (o sin importarle) que la sangre le manchaba
el vestido.

—Algunas personas se transforman en bestias ellas mismas. Otras son transformadas en


contra de su voluntad —contestó Vayne.

Recogió la mano inflamada del cadáver, y la examinó con indiferencia.

—Él pertenecía al segundo grupo.

Los ojos de la viuda se abrieron, llenos de furia.

—¿Esto se lo ha hecho alguien? ¿Quién podría...? ¿Por qué...?

La viuda rompió a llorar encima del cuerpo, incapaz de encontrar las palabras.

—A veces, los teriomorfos, es decir, los cambiaformas, quieren un compañero. Otras


veces son salvajes: atacan y muerden a alguien debido a la confusión o a la ira. Otros
que conocí lo hacían solo por aburrimiento. Creen que es divertido —explicó Vayne
intentando consolar a la mujer—. Pero algunos... Algunos necesitan comer.

La viuda alzó la mirada, limpiándose las lágrimas.


—No... No lo entiendo.

Vayne esbozó una sonrisa compasiva.

—Quieren comerse a alguien, pero a veces, ese alguien consigue escapar. Y el monstruo
que intentó comérselos les contagia sin querer su bacteriófago. Y acaban
transformándose también.

La viuda fulminó con la mirada a Vayne. La ballesta que llevaba en el brazo tintineó
cuando Vayne le apartó el pelo de los ojos llorosos.

—El último teriomorfo que maté me contó que sus víctimas sabían mejor si lo amaban.
Que su carne se volvía más jugosa cuando se ruborizaban. ¿Te imaginas cómo deben
saber durante la luna de miel? ¿Eh? —reflexionó Vayne.

El llanto de la viuda cesó. Su mirada se endureció.

—Te amaba, ¿sabes? —continuó Vayne.

La viuda intentó levantarse, pero Vayne agarró un manojo de su pelo y tiró con fuerza
de él.

—Debió de haberse quedado horrorizado cuando lo mordiste. Las personas son


impredecibles cuando están asustadas. Y no hay nada más espantoso que ser traicionado
por la persona que amas.

Vayne movió la muñeca para girar la ballesta que tenía en el antebrazo.

—¿Quién te convirtió a ti?

La mujer le devolvió la mirada con odio, los ojos se le oscurecieron hasta adoptar un
color rojo oscuro.

—Nadie —contestó con una voz cortante, como si fueran cuchillos arañando rocas—.
Yo soy mi propia creación.

Vayne sonrió.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó la viuda mientras deslizaba la mano detrás de la


espalda.

—Marcas de mordisco en la parte delantera del cuello, combinadas con la ausencia de


heridas en cualquier otra parte del cuerpo, me revelaron que lo había atacado alguien en
quien confiaba. Vamos. Inténtalo.

La viuda se detuvo.

—¿Intentar qué?
—Las pinzas que estás formando detrás de la espalda. Rájame. Veamos si puedes
cortarme la mano antes de que te meta una flecha en la frente —amenazó Vayne.

La viuda retrajo las pinzas de detrás de la espalda, abatida. La verdad había quedado al
descubierto.

—¿Por qué? —preguntó.

—¿Por qué, qué? —replicó Vayne con una mirada inexpresiva.

—¿Por qué no has entrado y me has matado directamente? ¿Por qué todo este... teatro?

Vayne sonrió. Una mueca maliciosa cargada de odio.

—Porque quería asegurarme de que tenía razón. Porque quería que sintieses el mismo
miedo que tuvo que sentir él. Pero, sobre todo...

Vayne tensó la muñeca. Con un tañido metálico, una fría flecha de plata de quince
centímetros perforó el cerebro de la cambiante. A la viuda se le pusieron los ojos en
blanco. Se desplomó en el suelo como si fuera un saco de piedras.

—Porque es divertido.
Reglas de supervivencia

Quinn esperó a que los noxianos encendieran una fogata en el claro del bosque y
bebieran un par de botas de vino. Los soldados bebidos eran más predecibles. Los
quería tan borrachos como para resultar estúpidos, pero no temerarios. En la naturaleza,
los errores te matan, y esos hombres habían cometido dos muy graves. Que encendieran
una hoguera indicaba que se habían confiado; que bebieran vino, que estaban seguros de
que nadie los seguía.

Regla número uno: da siempre por sentado que te sigue alguien.

Se abrió paso a través del barro arrastrándose sobre su vientre y haciendo uso de los
codos para impulsarse hacia el interior de un tronco hueco al borde del claro. La lluvia
había hecho del bosque una ciénaga y Quinn se pasaría las horas siguientes quitándose
bichos y gusanos de la ropa.

Regla número dos: la dignidad nunca se antepone a la supervivencia.

Siempre con cuidado de no mirar directamente a la fogata para no perder su visión


nocturna, llegó a contar a cinco hombres, uno menos de lo que esperaba. ¿Dónde estaba
el sexto hombre? Quinn empezó a erguirse, pero se paró en seco al sentir que se le
erizaba el pelo del cogote: era una advertencia desde arriba.
Una figura se movió en la oscuridad detrás de un árbol. Un guerrero. Armadura de
pechera de cuero negro. Se movía con agilidad. El individuo se detuvo a escudriñar la
oscuridad. Su mano no soltaba la empuñadura de su espada cubierta en tela enrollada.

¿La había descubierto? Lo dudaba.

—¡Eh, Vurdin! —exclamó uno de los hombres sentados alrededor de la hoguera—.


Será mejor que te des prisa si quieres probar el vino, ¡Olmedo se lo está bebiendo todo!

Regla número tres: mantente en silencio.

El individuo en la oscuridad refunfuñó y Quinn sonrió al notar su frustración.

—Calla —susurró—. ¡Creo que te han oído hasta en Noxus!

—Venga ya, no hay nadie por aquí, Vurdin. Los demacianos estarán demasiado
ocupados colocándose las armaduras y limpiándolas como para molestarse en
perseguirnos. ¡Venga, bebe con nosotros!

El individuo suspiró y volvió a la fogata encogiéndose de hombros. Quinn suspiró


aliviada. Ese tipo no era tan torpe, pero también creyó que estaban solos en el bosque.

Regla número cuatro: no dejes que los idiotas te rebajen hasta su nivel.

Quinn sonrió y echó la vista arriba, llegando a ver una mancha de oscuridad azul en
contraste con las nubes: su águila compañera. Valor agachó las alas y Quinn asintió con
la cabeza. Una técnica de comunicación no verbal pulida a lo largo de muchos años.
Entonces, dibujó un círculo con su puño derecho y alzó tres dedos, sabiendo que Valor
la podía ver sin problemas y la entendería.

Regla número cinco: cuando llega la hora de actuar, hazlo con decisión.

Quinn sabía que tenían que acabar con esos hombres sin ruido ni escándalo, pero que
unos noxianos se adentraran tanto en Demacia era una ofensa que la irritaba demasiado.
Quería hacerles saber a esos hombres quién los había atrapado y que Demacia no era
una primitiva cultura tribal destinada a ser pisoteada por las ambiciones noxianas. Una
vez tomada la decisión, se puso rápidamente en pie y corrió hacia el claro como si su
presencia fuera lo más normal del mundo. Se detuvo al borde de la luz de la hoguera
con la capucha puesta y su capa de tormenta engrasada cubriéndola.

—Dadme lo que habéis robado y nadie tendrá que morir esta noche —dijo Quinn
apuntando con la cabeza a una alforja de cuero con el símbolo alado de Demacia
bordado.

Los noxianos se apresuraron a levantarse e intentaron vislumbrar, perplejos, el borde del


bosque. Sacaron torpemente sus espadas y Quinn casi se rio al verlos sorprenderse de
forma tan absurda. El que estuvo a punto de pasarle por encima poco antes logró ocultar
su sorpresa, pero se relajó al ver que iba sola.

—Estás muy lejos de casa, jovencita —le dijo, alzando su espada.


—No tanto como tú, Vurdin.

Este frunció el ceño y tomó una posición defensiva al oírla decir su nombre. Quinn vio
que le daba vueltas a la cabeza intentando comprender cuánto más podía saber. Aferró
firmemente su capa cuando los individuos se separaron tratando de rodearla.

—Dadme la alforja —dijo Quinn con cierto cansancio en la voz.

—¡A por ella! —gritó Vurdin.

Fue lo último que dijo.

Quinn se echó la capa por encima del hombro y alzó el brazo izquierdo. Una saeta negra
salió disparada de su ballesta de repetición y se hundió en el ojo de Vurdin, que cayó sin
emitir sonido alguno. Una segunda saeta fue a parar al pecho del hombre a su izquierda.
Los cuatro restantes se abalanzaron sobre ella.

Un graznido se alzó en la noche cuando Valor se precipitó como un rayo desde el cielo.
Sus alas resonaron al desplegarse y dibujar un arco como una guadaña. Sus garras
alcanzaron el rostro de un noxiano y lo desgarraron. Acto seguido, el fulminante pico
del águila perforó el cráneo del soldado a su lado. El tercer noxiano logró alzar su arma,
pero Valor le hundió las garras en los hombros y lo empujó contra la tierra. El pico del
águila lo rebanó y los forcejeos del hombre cesaron de inmediato.

El último noxiano se dio la vuelta y corrió hacia el bosque.

Regala número seis: si toca luchar, más vale matar rápido.

Quinn se arrodilló y disparó un par de saetas con su ballesta. Estas taladraron la espalda
del noxiano y le salieron por el pecho. El hombre consiguió llegar a los límites del
bosque antes de que su cuerpo inerte se desplomara. Quinn permaneció parada para
escuchar los sonidos de la naturaleza y asegurarse de que no quedaran más enemigos
por allí. Lo único que oyó fue lo que se esperaba de un bosque en medio de la noche.

Entonces, se levantó y Valor voló hacia ella con la alforja robada por los noxianos, que
contenía comunicados militares, entre sus garras. La soltó y Quinn la cogió con la mano
que le quedaba libre, pasándosela al hombro con un grácil movimiento. Valor se posó
en su brazo con el plumaje todavía erizado por la emoción de la cacería. Tenía las garras
y el pico manchados de sangre. El águila inclinó la cabeza hacia un lado y sus ojos, de
un dorado brillante, relucieron con entusiasmo. Ella le sonrió. El vínculo que tenía con
el ave era tan fuerte que comprendía lo que pensaba.

—Yo me preguntaba lo mismo —dijo Quinn—. ¿Cómo lograron llegar tan lejos esos
noxianos en Demacia?

El águila graznó de forma estridente y Quinn asintió.

—Yo también lo creo —dijo Quinn—. Pues al sur.

Regla número siete: confía en que puedes fiarte de tu compañero.


El despertar de un héroe

La guerra llegaba y Galio no podía más que observar cómo se preparaban los soldados
demacianos. No se acordaba de cuánto había pasado desde la última vez que había
probado la magia. Ya había descendido del pedestal muchas veces antes, pero siempre
volvía sin la ocasión de poder vivir. Aunque su cuerpo estaba inmóvil, su mente siempre
estaba activa.

Y anhelaba luchar.

Galio podía ver a las enfurecidas filas de bárbaros norteños en la distancia. Hasta con
los sentidos apaciguados en ese estado onírico, podía percibir que las hileras eran
irregulares e indisciplinadas, moviéndose de un lado a otro por el ansia de encontrarse
con sus enemigos demacianos. Galio había escuchado a hablar de estos salvajes muchas
veces, dadas sus conquistas recientes. La temerosa gente de la ciudad susurraba que los
freljordianos no dejaban a nadie con vida y que clavaban las cabezas de sus enemigos
en los enormes colmillos de bestias desconocidas...

Pero al coloso no le interesaban en absoluto los bárbaros. Sus ojos se habían cruzado
con algo mejor, una forma titánica que parecía tan alta como las colinas que quedaban a
su espalda. Se movía ominosamente, con los movimientos de un mar agitado, esperando
a ser liberada.

''¿Qué es eso?'', pensó Galio esperanzado. "Espero que luche".

A sus pies, sus camaradas demacianos marchaban con una sincronización precisa,
recitando un cántico, evitando todo pensamiento salvo el de la batalla. Sonaban seguros
y confiaban en sí mismos para hacerse con la victoria, pero, para Galio, que había
escuchado tantas veces esta canción, la cadencia era menos certera, más titubeante.

''No están muy contentos de enfrentarse a esta bestia gigante. ¡Lo haré yo por ellos!''.

Galio se veía inundado por la necesidad de levantar a cada uno de estos hombres y
decirles que todo iría bien, que él saltaría y perseguiría al ejército invasor de vuelta a la
frontera... pero no podía hacerlo. Sus brazos, piernas y garras estaban tan frías e inertes
como la piedra que le dio forma. Necesitaba un catalizador, una presencia mágica
poderosa de algún tipo, que lo despertarse de su sueño en vida.

''Espero que haya un mago esta vez", pensó con la mirada puesta en el horizonte. ''No
suele haberlo. Odio cuando no lo hay''.

La preocupación creció en él cuando escuchó los resoplidos de cansancio de los bueyes


que tiraban de él. Se contaban por docenas e, incluso así, tenían que ser reemplazados
por otros descansados cada pocos kilómetros. Durante un breve momento, Galio pensó
que todos se desmayarían y lo dejarían en las zarzas exteriores de Demacia mientras los
humanos se divertían.

Entonces, por fin, el carro se detuvo en el borde del campo de batalla. Sabía que no
habría negociación, que no habría manera de que los enemigos salvajes se rindieran.
Galio podía oír el repiqueteo de sus pequeños camaradas humanos juntando los escudos,
dando lugar a un firme muro de acero. Pero sabía que, fuera lo que fuera la enorme
bestia de los bárbaros, estaba más que claro que atravesaría el fino armamento
demaciano.

Los dos bandos se lanzaron el uno al otro, dando lugar a una batalla de extremidades y
espadas. Galio escuchaba cómo chocaban las espadas y las hachas se encontraban con
los escudos. Hombres de ambos ejércitos caían muertos sobre el lodo. Las voces
valientes que Galio conocía bien ahora lloraban como niños en busca de su madre.

El suave corazón del gigante de piedra comenzó a estremecerse. Y, sin embargo, seguía
sin poder salir de la parálisis.

De repente, un destello cegador de color morado abrasó la contienda y decenas de


demacianos cayeron de rodillas. Y entonces Galio lo notó, esa sensación familiar en la
punta de los dedos, como el calor del sol de mediodía sobre el frío alabastro. Casi podía
contonearlos...

El destello apareció de nuevo y se cobró la vida de más heroicos soldados demacianos.


Los sentidos de Galio cobraron vida con una agudeza sorprendente y pudo ver el
conflicto con extremo detalle. Los cuerpos de hombres con armaduras quebradas
estaban esparcidos sobre el campo en posturas grotescas. Muchos bárbaros yacían
muertos en charcos de su propia sangre.

Y, en la distancia, detrás de las filas, un cobarde hechicero estaba invocando un orbe


chispeante entre sus manos, preparando el próximo ataque.
''Ahí está. Él es la razón por la que he despertado" se dio cuenta Galio, primero
agradecido, furioso después. ''¡Lo aplastaré a él primero!''.

Pero su atención se fijó de nuevo en la forma monstruosa a lo lejos, en el borde del


campo de batalla. Por fin pudo verlo con claridad: una criatura enorme, mastodóntica,
cubierta de un pelaje grueso y apelmazado. Forcejeaba con las cadenas de acero que lo
sujetaban. Movía la cabeza con violencia para intentar liberarse de la enorme capucha
que le cubría los ojos.

Galio sonrió: ''Ese es un enemigo digno de mis puños''.

Los bárbaros tiraron de la capucha de la bestia, lo que reveló un hocico magullado y


rugiente bajo un par de ojos de color negro azabache llenos de malicia. Despojada de la
capucha, la criatura profirió un rugido aterrador, como si estuviera lista para destruir
todo lo que tuviera a la vista. Los responsables del monstruo activaron un mecanismo
que dejaba sueltas las cadenas, tras lo cual el mastodonte se lanzó contra la infantería
enemiga y, en un instante, acabó con una docena de demacianos con tan solo un golpe
de una garra similar a un sable.

Galio estaba horrorizado. Eran hombres que había protegido desde que eran niños.
Quería llorar por ellos, al igual que había visto hacer a los humanos durante el luto, pero
no estaba hecho para eso. Se concentró en su propósito y en la emoción de la lucha que
le aguardaba. Era una bestia enorme y terrible, y estaba deseando ponerle las manos
encima. Podía sentir cómo la vitalidad regresaba a su interior.

''¡Sí! ¡Por fin!''.

La sensación recorrió rápidamente sus brazos, su cabeza y, finalmente, llegó hasta sus
piernas. Podía moverse, por primera vez desde hacía un siglo. Por todo el valle retumbó
un sonido, algo que no se había escuchado en toda la historia.

Se trataba del sonido de la risa de un gigante de piedra.

Galio saltó a la refriega, destrozando las toscas máquinas de asedio de los bárbaros.
Enemigos y aliados por igual se detuvieron para observar boquiabiertos al gigante de
piedra que se abría paso a golpes a través de la vanguardia. Como un monumento
viviente, emergió del montón de soldados y se lanzó directamente a la estela del
mastodonte.

—Hola, gran bestia —rugió—. ¿Puedo aplastarte?

La criatura echó su poderosa cabeza hacia atrás y aulló como aceptando el desafío. Los
titanes corrieron el uno hacia el otro con una fuerza que hacía temblar la tierra. El
mastodonte golpeó la parte central de Galio con el hombro y dejó escapar un quejido de
dolor intenso mientras se desplomaba al suelo y se agarraba la clavícula. Galio se quedó
observándolo desde arriba, reacio a golpear a un rival postrado.

—Venga, no te sientas mal —dijo Galio, gesticulando con entusiasmo con la mano—.
Ha sido un buen intento. Venga, golpéame otra vez.
El monstruo se puso lentamente de pie y el brillo de rabia volvió a aparecer en su
mirada. Golpeó a Galio con toda su fuerza, de forma que consiguió arrancar una parte
de la cabeza con sus garras.

—Me has roto la corona —dijo el coloso, sorprendido gratamente, animado por la
esperanza de un combate igualado. Golpeó a la bestia con la palma de la mano,
lanzándola desde arriba como una maza y con toda la disposición de su estructura
pétrea. El puño de petricita chocó con la carne del mastodonte y los aledaños del campo
de batalla retumbaron con el crujido de los huesos gigantes.

El monstruo se tambaleó mientras golpeaba al aire, ciegamente, sin acertar a nada.

Galio agarró a la bestia gigante por la cintura con sus brazos monolíticos y apretó
violentamente el torso, intentando partirle la columna, pero el mastodonte se deshizo del
agarre y comenzó a dar vueltas a su alrededor con cuidado antes de retroceder.

—¡Espera! ¡Debemos finalizar la batalla! —bramó el coloso. Y comenzó a moverse


hacia la bestia con la esperanza de que esta reconsiderara la huida.

Pero los leves gritos en el viento de sus camaradas demacianos llegaron hasta él. Sin
darse cuenta, Galio había seguido al monstruo a cientos de metros de distancia, lejos del
corazón de la batalla. Quería luchar con la criatura, pero sus camaradas humanos lo
necesitaban.

A medida que la abominación se alejaba, Galio le echó un último vistazo melancólico.

—Hasta siempre, gran bestia.

Se dio la vuelta y se apresuró hasta sus camaradas. Más de la mitad estaban en el suelo
yaciendo de agonía, torturados por espirales invisibles de energía. Supo de inmediato
que se trataba de la misma magia que lo mantenía con vida.

El titán de piedra vio el terror en los rostros de los soldados antes de volverse de nuevo
hacia el malvado hechicero. Galio sabía qué tenía que hacer y cuáles serían las
consecuencias.

Se elevó alto en el aire y cayó con una fuerza estrepitosa sobre el mago, lo que
interrumpió el infame encantamiento y aplastó al bárbaro contra el suelo. El resto de
invasores estaban absortos, por lo que soltaros las armas aterrorizados y huyeron hacia
todas direcciones.

A medida que la magia del hechicero se desvanecía, Galio se sentía en conflicto. La


fuerza animada estaba desapareciendo de su cuerpo. Había salvado un sinfín de vidas,
pero ahora volvía a un estado de hibernación.

No entendía por qué no tenía magia propia, al igual que la tenían el resto de seres vivos.
¿Por qué había sido creado de esa manera? ¿Cuál era la intención de su creador?
Mientras sentía el frío abrazo del regreso al reposo, se reconfortó al saber que la vida
era algo mágico y que, si la experimentaba, aunque fuera brevemente, merecía la pena.
Hasta el último día. Hasta que quebrase al último mago del mundo con sus firmes puños
y el centinela de piedra de Demacia no se despertase nunca más.
El recluta

El sol estaba en lo más alto, lo justo para iluminar el campamento de los exiliados,
oculto en las profundidades del cañón. Desde las sombras de su cobertizo, Sylas de
Dregbourne esperaba con paciencia a que regresara la exploradora. Al fin, la observó
bordear el pináculo de piedra a la entrada de la grieta, guiando a un asombrado joven
desconocido al campamento.

—Este es Happ —dijo la exploradora—. Quiere unirse a nosotros.

Sylas salió de su refugio y observó al joven con aire casual.

—¿Ah, sí?

—Lo conozco, él también vive en la clandestinidad. Los rastreadores se llevaron a su


familia. Consiguió escapar de puro milagro.

Sylas asintió mientras evaluaba al joven en silencio. Podía sentir que el muchacho había
sido bendecido con una poderosa magia, una especie de nube negra y mortal. En lo que
respectaba al resto de su naturaleza, Sylas no podía ver nada más.

—Es un buen chico —aseguró la exploradora—. Y es de Dregbourne.

El ceño de Sylas se frunció con una agradable sorpresa, como si acabara de conocer a
un familiar del que no tenía constancia.

El joven se presentó tartamudeando:

—Pe... pensaba que quizá... podría unirme a vuestra causa... señor.


Todo el campamento de forajidos estalló en carcajadas. Los ojos del muchacho
recorrieron las caras sonrientes en busca de alguna pista que le indicara lo que había
hecho mal.

—Aquí no hay ningún "señor" —rio Sylas—. Salvo que quieras llamarnos a todos así.

—Sí, se... Sí —declaró el joven, a punto de repetir su error.

Avergonzado, el recluta parecía preguntarse si había tomado la decisión correcta al


venir al campamento. Sylas posó un brazo cargado de cadenas en el hombro del chico,
en aras de reducir su bochorno.

—Tranquilo, Happ. Aquí nadie te juzgará. Estamos muy lejos de Dregbourne.

Percibió cómo la postura del joven se relajaba.

—Conozco tu lucha. Siempre te están vigilando, acosando, haciéndote sentir inferior.


Aquí no te sentirás así. Aquí, serás uno más.

Happ sonreía sin levantar la vista de los pies, como si no creyera ser digno de la alegría
que sentía.

—¿Sabes por qué llevo estas cadenas? —le preguntó Sylas.

El recluta sacudió la cabeza, demasiado tímido para aventurarse a opinar.

—No son solo armas. Son un recordatorio. De dónde venimos. De todo lo que somos
capaces y de la liberación que nos espera. ¿Estás conmigo?

—Sí. Sí, quiero ser libre.

—Bien —respondió Sylas—. Esta noche romperás tus propias cadenas.

El crepúsculo se cernía sobre ellos y la maleza oscura al lado del camino les ofrecía la
cobertura perfecta para una emboscada. Allí, Sylas esperaba con una docena de sus más
leales magos. A su lado, el recluta se mordisqueaba las uñas con nerviosismo.

—No te preocupes —lo reconfortó Sylas, con una sonrisa tranquilizadora—, yo también
estaba nervioso mi primera vez. Con el paso del tiempo, se vuelve tan natural como
respirar.

Antes de que los nervios del recluta pudieran calmarse, se escuchó el atronador sonido
de cascos y ruedas de carro en la distancia como si se acercara una tormenta. En
cuestión de segundos, el carruaje se aproximó a toda velocidad por el camino ante los
acechantes miembros de la emboscada.
Un instante antes de que llegaran los caballos, Sylas les hizo una señal a sus
compañeros y comenzaron el ataque.

Con un giro de muñeca, un mago anciano y desaliñado conjuró una gruesa soga de
ferrovides a lo largo de la carretera que se enredaron en las patas de los caballos al
galope. Se produjo un estruendo ensordecedor cuando los corceles cayeron de bruces
contra la tierra, provocando que el carruaje saliera despedido.

Los magos abandonaron su escondite y redujeron a la aturdida escolta con diversas


armas y hechizos. Sylas se encaramó al coche volcado, ansioso por hacerse con los
pasajeros desprotegidos.

—Vamos, recluta —le indicó a Happ, haciendo señas para que se uniera a él.

Happ saltó a toda prisa encima del carruaje y ayudó a Sylas a forzar la puerta. Al
abrirse, reveló la presencia de un noble muy magullado. Los ojos de Sylas
relampaguearon con un brillo malicioso.

—Vaya... mira quién se arrodilla ahora, mi señor —comentó Sylas, extendiendo la


mano.

El noble reaccionó con enfado. A pesar de estar gravemente herido, su odio por Sylas
permanecía intacto.

—No pienso agachar la cabeza ante gentuza como tú.

—Bien —replicó Sylas—, porque no quiero que te pierdas esto.

En pocos minutos, los guardias y el cochero del noble fueron puestos en fila junto a la
carretera con las manos atadas. Sylas recorrió la fila, observando a cada prisionero
individualmente.

—Me duele veros así. De verdad —dijo Sylas—. Solo sois engranajes en su maquinaria.

Sylas hizo una pausa y endureció el tono al gesticular hacia el noble.

—Pero habéis elegido servirles a ellos... y, por lo tanto, a su causa.

Se volvió hacia su banda de forajidos y les planteó una cuestión sonoramente.

—Hermanos y hermanas: esta gente trabaja al servicio de un cerdo. ¿Eso en qué los
convierte?

—¡En cerdos! —respondieron los exiliados.

—¿Debemos permitir que se marchen libremente?

—¡No! —gritaron los magos.


—¿Y si cambian de parecer? ¿Y si prometen no molestarnos de nuevo? —preguntó
Sylas, con una sonrisa juguetona asomando en las comisuras de los labios.

—¡Entonces mienten! —aulló el mago anciano y desaliñado desde la maleza.

—¡No nos podemos fiar de ellos! —respondió otro miembro de la banda.

—¿Y entonces qué hacemos con ellos? —preguntó al fin Sylas.

—¡Deben morir! —sentenció un joven mago, demostrando un odio impensable para su


corta edad.

Otros aullaron de aprobación, hasta que su cántico resonó por todo el lugar:

—¡Los cerdos deben morir!

Sylas asintió lentamente, como si poco a poco lo hubieran convencido con sus palabras.

—Que así sea.

Con delicadeza, Sylas tocó el hombro del recluta. Sus cadenas de petricita comenzaron
a desprender una humareda oscura. Cerró los ojos y saboreó el poder recién conseguido.

La visión provocó una ola de terror entre los prisioneros. Muchos cayeron de rodillas
entre sollozos, rogando que les perdonaran la vida. Solo el noble se mantuvo en pie con
orgullo, a pesar de su situación, mientras Sylas se dirigía a su grupo con una rotundidad
sombría.

—Me apena no poder mostraros el hermoso mundo que está por llegar.

Estas palabras hicieron que el recluta se estremeciera.

—Sylas, no —protestó Happ—. Son... personas.

Ignorando sus súplicas, Sylas extendió los brazos y los dedos, y liberó la magia
almacenada en sus guanteletes. Una espesa nube negra surgió de sus dedos y se agrupó
sobre las cabezas de los hombres del noble. Casi al unísono, estos comenzaron a
aferrarse las gargantas mientras se ahogaban. Poco después, cayeron muertos al suelo.

Un silencio sepulcral recorrió el grupo de magos, que habían observado la ejecución


obedientemente. El noble comenzó a llorar en silencio y las lágrimas bañaron sus labios
apretados. El único sonido provenía del recluta.

—No... ¿Por qué? —preguntó Happ, cayendo de rodillas.

Sylas puso al muchacho en pie de nuevo y lo consoló con una mano paternal.

—Happ, tú querías contribuir a la causa. ¡Esta es! Esta es nuestra liberación.

Condujo con suavidad al recluta hacia el noble y le instó a acercarse.


—Un señor muerto tras otro.

Happ observó al noble con los ojos inundados de lágrimas. Alzó la mano temblorosa,
preparado para arrebatar la vida que tenía delante. Entonces, dejó caer el brazo inerte.

—No... puedo.

Sylas comenzó a perder la amable paciencia que había demostrado.

—Este hombre no es tu amigo. Ha amasado su fortuna gracias a tu sufrimiento.


Preferiría ver como te cuelgan antes que mostrarte ningún tipo de bondad.

El recluta no cambió de parecer. Por último, el noble se animó a hablar.

—Eres un monstruo —le increpó con la voz rota.

—Sí —replicó Sylas—. Eso es lo que tu gente decía cuando me encerrasteis en la


oscuridad.

Sylas alzó la mano con las cadenas aún brillando débilmente. La magia que había
extraído de Happ formó una última voluta de tinieblas. La pequeña nube oscura
envolvió el rostro del noble, absorbiendo el aire de sus pulmones. Mientras el hombre se
retorcía, Sylas se volvió para mirar al recluta, no con ira, sino apenado.

—Lo siento, Happ. Pero no estás listo para ser liberado. Vete. Vuelve a las cadenas.

Sylas observó a Happ darse la vuelta para marcharse, con la mirada baja y teñida de
vergüenza. El recluta observó el carruaje destrozado delante de él y la larga carretera de
tierra que llegaba hasta la capital. Sylas casi podía sentir los pensamientos del
muchacho, temiendo la miseria que lo aguardaba de vuelta en su anterior vida.

Happ se agachó, cogió una daga de la mano del cochero muerto y regresó junto al noble,
que seguía luchando por respirar en el suelo.

—Estoy listo.

Mientras el joven alzaba la daga sobre el noble, la pena de Sylas se transformó en una
alegría absoluta. No importaba a cuántos liberara, siempre lo hacía sonreír.
Los grilletes de la fe

Thorva, Hermana de la Escarcha, tiró con fuerza de las riendas para detener al
descomunal drüvask junto a la Madretriz Vrynna de la Garra Invernal. La peluda
criatura gruñó en señal de protesta, y su aliento se fundió en un denso vaho.

—Silencio, Diente Gélido —dijo Thorva. Los tótems y abalorios de hueso que le
colgaban de los brazos repiquetearon con suavidad mientras le daba palmadas a la
bestia, tratando de calmarla.

Una brisa gélida e inclemente castigaba el paisaje desolado y al grupo. Sin embargo,
Thorva era la única que iba desprovista de gruesas pieles y cueros. Tenía los brazos
expuestos a los elementos y adornados con tatuajes de espirales azuladas. No obstante,
permanecía inmutable, pues hacía ya mucho tiempo que el frío no tenía efecto alguno
sobre ella.

La imponente figura de la Madretriz Vrynna se alzaba sobre otro jabalí drüvask, un


gigante con colmillos todavía más grande que el de Thorva. La bestia gruñó y estampó
una inmensa pezuña contra el suelo, observando a Thorva con gesto torvo. Vrynna la
silenció de un golpe seco.

La Madretriz era una veterana despiadada con gran número de sangrientas victorias a
sus espaldas, pero Thorva se negaba a dejarse intimidar. Su nombre aún no se conocía
por todo Freljord como el de la otra mujer, pero ella era una shamanka, a quien la
voluntad de los dioses se le presentaba en sueños, e incluso las matriarcas más
poderosas le debían respeto a la antigua fe.

El resto del grupo de incursión de la Garra Invernal había detenido sus monturas y
aguardaba a la Madretriz y a la shamanka. Llevaban avanzando a buen ritmo hacia el
este gran parte del día, y se habían adentrado mucho en territorio avarosano. Esta era la
primera vez que se detenían en varias horas, y aprovecharon el momento para descender
de sus monturas, estirarse y desentumecer las extremidades.
El viento aumentó su fuerza de repente y azotó a Thorva con nieve y hielo.

—Se avecina tormenta —aseguró.

El rostro cubierto de viejas cicatrices de Vrynna permaneció imperturbable, con la vista


perdida hacia el sur. No veía por el ojo derecho y su oscura cabellera tenía un mechón
grisáceo. Quienquiera que la hiriera tiempo atrás había dejado huella. En la Garra
Invernal, este tipo de cicatrices se consideraban motivo de orgullo y de reverencia: eran
la marca de una superviviente.

—¿Ves algo? —preguntó Thorva.

Vrynna asintió sin apartar la mirada del horizonte.

Thorva entrecerró los ojos, pero no vio nada a través de la ventisca.

—Yo no veo nada.

—Tú que tienes dos ojos, joven, estás mucho más ciega que yo —le respondió la
Madretriz con dureza.

Thorva apretó los puños, que se cubrieron con una fina capa de escarcha, y sus iris se
tornaron de un azul gélido. Se esforzó por controlar la ira y respiró hondo.

Estaba claro que la Madretriz Vrynna, como gran parte de la Garra Invernal, no tenía
tiempo para ella y sus creencias. Probablemente, el hecho de que Thorva se hubiera
unido al grupo sin invitación no jugaba a su favor. No cabía duda de que la Madretriz
temía que la presencia de una shamanka pudiera distraer a sus guerreros más
supersticiosos y minar su autoridad.

Lo cierto era que Thorva se había unido a la incursión guiada por un instinto vago pero
poderoso, y en contra de las protestas iniciales de la Madretriz: hacía tiempo que había
aprendido que esos impulsos eran uno de sus dones. Los dioses la querían allí, aunque
no supiera por qué.

—Ahí, un par de kilómetros hacia el sur —indicó Vrynna— cerca de ese saliente
rocoso. ¿Lo ves?

Thorva asintió al fin. Distinguió una figura solitaria a duras penas, poco más que una
sombra que se recortaba contra la nieve. No era capaz de entender cómo Vrynna había
sido capaz de verla. Thorva sintió que un cosquilleo le recorría la nuca y frunció el
ceño. Quienquiera que fuera esa figura, estaba claro que había algo extraño acerca de
ella...

El viento comenzó a soplar con más fuerza y la figura desapareció de nuevo, pero
Thorva siguió sintiéndose incómoda.

—¿Un explorador avarosano?


—No —respondió Vrynna al tiempo que negaba con la cabeza— se está abriendo paso
por un montículo profundo. En Freljord, ni siquiera un niño cometería semejante error.

—Un forastero, entonces. Pero estamos muy al norte...

La Madretriz se encogió de hombros. —Los avarosanos no siguen las viejas


costumbres. Comercian con los sureños, en lugar de robarles lo que les hace falta. Quizá
se trate de un comerciante extraviado.

Vrynna escupió con desdén y tiró de las riendas de su drüvask para reanudar la marcha.
Los demás miembros del grupo se dirigieron hacia sus monturas y comenzaron a seguir
a su líder por la cresta de la colina, hacia el este. Solo Thorva permaneció inmóvil, con
la mirada perdida en la tormenta.

—Puede que nos haya visto. Si anuncia nuestra presencia, los avarosanos esperarán
nuestra llegada.

—Ese necio no volverá a hablar con nadie, excepto quizá con los dioses que veneren
allá de donde venga —respondió Vrynna—. La tormenta está empeorando. Morirá antes
de que caiga la noche. Vamos, ya hemos perdido bastante tiempo.

A pesar de todo eso, algo seguía perturbando a Thorva, que permaneció junto al filo de
la ladera y escudriñó el horizonte en busca del forastero en vano, pues apenas veía ya
más allá de unos metros en la distancia. ¿Por eso la habían traído allí?

—¡Muchacha! —gritó Vrynna—. ¿Piensas venir?

Thorva dirigió la mirada hacia Vrynna y después de nuevo hacia el sur.

—No.

Tiró suavemente de las riendas de su jabalí y comenzó a descender por la cresta de la


colina. Oyó a Vrynna maldecir a sus espaldas y dejó escapar una sonrisa.

—Deberíamos seguirla, ¿no?

El que hablaba era Brokvar Puño de Hierro, un enorme Hijo del Hielo que había sido su
campeón y amante ocasional durante casi una década.

—Si le sucede algo, los dioses traerán la ruina a nuestra tribu —añadió.

Si tuviera que elegir a una sola persona de todo Freljord para que luchara a su lado,
Vrynna elegiría a Brokvar. Era media cabeza más alto que el resto de sus guerreros, tan
fuerte que podía levantar a un drüvask sin inmutarse y muy leal. Luchar era su sino,
para lo que le sobraba destreza, y portaba un espadón conocido como Lamento del
Invierno.
La espada era una reliquia legendaria de la Garra Invernal, que llevaba generaciones en
manos de Hijos del Hielo. La empuñadura de Lamento del Invierno tenía incrustado un
fragmento de Hielo Puro, y su filo estaba cubierto de una fina capa de escarcha.
Cualquier mortal que no fuera Hijo del Hielo y tratara de empuñarla sufriría un dolor
inimaginable e incluso perdería la vida, incluida Vrynna.

El mayor defecto de Brokvar eran sus supersticiones. Veía augurios y profecías en todo
lo que acontecía a su alrededor, desde los patrones de vuelo de los cuervos hasta las
salpicaduras de sangre sobre la nieve. Y, por desgracia, veneraba sin reservas a la
engreída shamanka. Lo peor era que parecía que sus pensamientos habían calado hondo
en los demás guerreros del grupo. Vrynna vio como varios de ellos asentían ante sus
palabras y susurraban por lo bajo.

Vrynna hizo un gesto de mala gana y el grupo dio la vuelta para seguir a la Hermana de
la Escarcha.

La Madretriz Vrynna tenía razón en algo: fuera quien fuera aquel forastero solitario, no
sabía nada sobre Freljord.

Tras observar su lento avance por la profunda nieve, Thorva supo que moriría en menos
de una hora si no acudía en su ayuda. La verdad es que el hecho de que hubiera
conseguido llegar tan lejos ya era de por sí un milagro, teniendo en cuenta lo poco
preparado que parecía para las inclemencias de la tundra y sus escasos conocimientos de
supervivencia.

A medida que se acercaba, inmune al gélido azote de la brisa que barría el desolado
paisaje, observó cómo el extraño trastabillaba. Una y otra vez, se ponía en pie de nuevo
con esfuerzo, pero resultaba evidente que apenas le quedaban fuerzas.

El forastero no parecía haberse dado cuenta de su presencia. Thorva se estaba acercando


por fuera de su campo de visión, desde el flanco, aunque el forastero no se giró ni una
sola vez.

La shamanka escudriñó el entorno. Si había algún colmillo escarchado o alguna otra


bestia acechando por el paraje, ese era el momento oportuno para atacar. No vio nada,
así que reanudó la marcha.

Ya estaba lo bastante cerca como para poder observar más al detalle la apariencia del
forastero. Era un hombre ataviado con cuero y pieles, de un estilo que no se asemejaba
en nada al de Freljord. El muy incauto no portaba lanza, hacha, espada o arco algunos.
Thorva negó con la cabeza. En la Garra Invernal, los niños aprendían a llevar consigo
un arma en todo momento casi desde que empezaban a caminar. Ella disponía de otras
armas más arcanas, pero aun así llevaba siempre encima tres espadas con las que
protegerse.

Lo más extraño era que el forastero arrastraba tras de sí un par de cadenas enganchadas
a unos grilletes gigantes de un extraño diseño, que se cerraban en torno a sus muñecas.
Ya era demasiado tarde, pero Sylas de Dregbourne comprendió al fin que había
infravalorado terriblemente la hostilidad de las tierras freljordianas. Sabía que en el
norte aguardaba un gran poder mágico —ahora que estaba allí, lo percibía sin esfuerzo
alguno—, pero parecía que acudir en su busca había sido un error mortal.

Una docena de magos seleccionados por él mismo lo habían acompañado a esas gélidas
tierras, pero habían caído uno tras otro por culpa de gélidas ventiscas, barrancos ocultos
y bestias salvajes. Había pensado que la mayor amenaza serían los bárbaros
freljordianos pero, tras varias semanas de viaje, no se había cruzado con ninguno.

No era capaz de concebir que nadie pudiera vivir allí.

Creyó que se habían preparado bien: con capas de pieles y lana, un buey de carga
peludo, multitud de alimentos, madera, armas y dinero con el que comerciar; dinero que
habían arrancado de las garras de los recaudadores de impuestos y nobles demacianos.

No obstante, ni siquiera el buey había conseguido llegar tan lejos, y ya solo Sylas seguía
adelante.

Su voluntad de hierro y el deseo insaciable de ver caer la monarquía demaciana lo


mantenían en pie.

Ya había conseguido crear una rebelión dentro de las fronteras de Demacia. Había
conseguido prender la llama de un alzamiento pero, para que el fuego ardiera con
fuerza, necesitaba avivarlo. En su celda de Demacia había devorado todos los libros,
crónicas y tomos a los que había podido acceder, y muchos de ellos contenían
referencias a la terrible y poderosa magia que aguardaba en el lejano norte. Ese era el
poder que necesitaba. Incluso ahora, cara a cara con la muerte, tenía fe ciega en que el
poder que buscaba estaba a su alcance...

Sin embargo, ni siquiera su testarudez era suficiente como para hacer frente al frío
inclemente. Hacía mucho que había perdido toda sensibilidad en manos y pies, y sus
extremidades estaban adquiriendo una tonalidad negruzca. Un pesado letargo reposaba
sobre sus hombros, amenazando con sofocarlo.

Habría jurado atisbar una hilera de jinetes en una colina cercana poco tiempo atrás, pero
temía que se tratara de una alucinación febril a causa del agotamiento y el frío.

Sin embargo, detenerse significaba morir, de eso no cabía duda. O encontraba el poder
que buscaba o moriría en el intento.

Así que siguió adelante, paso a paso... y recorrió apenas unos metros antes de caer de
bruces sobre la nieve y quedarse ahí, inmóvil.

Thorva agitó la cabeza al ver desplomarse al forastero e hizo acelerar a Diente Gélido.
Esta vez, el hombre no hizo ningún intento por levantarse. Era probable que estuviera
muerto, que al fin hubiera caído víctima de las inclemencias meteorológicas que ella ya
no sentía.

Cuando se acercó lo suficiente, descendió de la silla de montar y se hundió casi hasta las
rodillas en la nieve. Se aproximó al hombre caído con cautela, abriéndose paso entre la
nieve.

Contempló de nuevo sus ataduras, movida por la curiosidad.

Si se trataba de un prisionero a la fuga, ¿de dónde había escapado?

Si bien era cierto que la Garra Invernal no hacía prisioneros, sí que tomaban esclavos en
ocasiones... aunque cualquier insumiso terminaba considerándose tan solo una boca más
que alimentar. Thorva dudaba que siquiera los avarosanos fueran capaces de encadenar
a nadie de esa forma. ¿Y si venía del sur, de más allá de las distantes montañas?

Agarró su bastón con ambas manos y golpeó al hombre con suavidad. No reaccionó, así
que Thorva hundió el bastón en la nieve bajo el cuerpo desplomado para tratar de usarlo
de palanca y darle la vuelta. No era tarea sencilla, pues los grilletes que aprisionaban sus
brazos eran sorprendentemente pesados. Al fin, con gran esfuerzo, consiguió colocarlo
boca arriba.

El hombre se dio la vuelta inmóvil, y su capucha forrada de pelo se deslizó hacia atrás.
Tenía los ojos cerrados y hundidos, y los labios de una suave tonalidad azulada. Una
fina capa de escarcha le cubría las cejas, las pestañas, la barba y la mata de pelo oscuro
que llevaba recogida en una coleta congelada.

Thorva contempló de nuevo los grilletes que rodeaban las muñecas del individuo. Las
Hermanas de la Escarcha habían viajado hasta tierras muy lejanas. Su fe la había
llevado a visitar muchas tribus diferentes a lo largo de los años, pero esas cadenas de
una extraña piedra clara no se parecían a nada que hubiera visto antes. Desprendían un
aura que la incomodaba profundamente. Solo contemplarlas le causaba una sensación
desagradable. Estaban elaboradas de tal forma que resultaba evidente que no estaban
pensadas para poder quitarse. ¿Qué había hecho ese extraño forastero que requiriera
semejante seguridad? Un crimen terrible, seguro.

Se arrodilló sobre la nieve junto a él y se preguntó por qué los dioses la habían guiado
hasta ese lugar. Querían que estuviera allí, eso estaba claro, igual que la habían querido
en otros lugares en el pasado. Pero ¿por qué? El hombre seguía inconsciente o muerto.
¿La habían traído allí para salvarlo? ¿O lo importante era lo que traía consigo?

La mirada de Thorva se dirigió una vez más a los grilletes. Al fin se decidió y alargó la
mano para acariciar uno de ellos.

Antes de que sus dedos entraran en contacto con la pálida piedra, sintió un cosquilleo en
las yemas.

Los ojos del hombre se abrieron de golpe.


Thorva retiró la mano con brusquedad, sorprendida, pero ya era demasiado tarde. El
hombre se arrancó uno de los guantes y la agarró por el brazo. Thorva trató de invocar
sus poderes divinos, pero sintió como si se los arrancaran, como si se los drenaran desde
el interior a la fuerza. De repente, sintió un frío sobrecogedor: una sensación que llevaba
años sin percibir. Incapaz de respirar ni de moverse, se desplomó.

Mientras caía presa del frío, se dio cuenta de que el extraño estaba recuperando el color
como si estuviera sentado junto a una hoguera, descongelándose.

Sus labios dejaron entrever una sonrisa.

—Gracias —dijo.

Le soltó el brazo y Thorva cayó sobre la nieve con un suspiro, vacía por dentro.

Vrynna soltó una maldición al ver caer a la shamanka y arreó a su montura para que
apretara el paso.

—¡Seguidme! —rugió, y el resto del grupo emprendió la marcha tras ella. El suelo
tembló bajo su avance, que retumbó como una avalancha.

El forastero estaba arrodillado junto a la Hermana de la Escarcha cuando la partida de la


Garra Invernal se acercó a ellos. Curiosamente, se quitó su abrigo de pieles y envolvió
con él a la shamanka caída, con un gesto que casi resultó tierno.

Se puso en pie para hacer frente a la embestida de la Garra Invernal, arrastrando sus
pesadas cadenas. Vrynna aferró su lanza con firmeza.

Al ver al grupo cargando hacia él, el hombre se apartó de la shamanka, que reposaba
pálida e inmóvil sobre la nieve. Levantó las manos para mostrar que no estaba armado,
pero a Vrynna no le importaba. No sería la primera vez que acababa con un enemigo
desarmado.

Sin siquiera aguardar una señal, los soldados de Vrynna se esparcieron en un amplio
círculo, rodeando al extraño e impidiendo que escapara. Y él, sabiamente, no lo intentó.
Al fin y al cabo, no tenía adónde huir.

Se giró sin moverse, como una presa rodeada por una manada de lobos. Su mirada
recorrió a los freljordianos que aguardaban a su alrededor. Parecía receloso, pero no
mostraba miedo y Vrynna lo respetaba por ello.

Ahora que se había quitado el abrigo, los musculosos brazos del forastero estaban
expuestos a los elementos, pero el frío no parecía molestarlo.

"Qué curioso", pensó Vrynna.

Era alto, pero el peso de los descomunales grilletes que cargaba lo hacían caminar
ligeramente encorvado.
—Encargaos de la hermana —ordenó sin apartar la vista del extraño.

El hombre se mantuvo en pie, dirigiéndole la mirada, mientras uno de los jinetes


desmontó y se dirigió hacia la shamanka.

—Soy Vrynna —anunció—, Madretriz de la Garra Invernal, Quebradora de escudos,


Heraldo de la calamidad, el Aullido del drüvask. ¿Quién eres tú y qué haces aquí?

El hombre inclinó la cabeza hacia un lado y respondió en un idioma que Vrynna no


comprendió. Maldijo por lo bajo.

—No me entiendes, ¿verdad?

El hombre le dirigió una mirada perpleja.

—Sylas —dijo, al tiempo que se señalaba el pecho.

—¿Sylas? —repitió Vrynna—. ¿Así te llamas? ¿Sylas?

El hombre se limitó a repetir la palabra con una mano en el pecho y una leve sonrisa.

La Madretriz farfulló por lo bajo. Contempló a la shamanka, que seguía inconsciente y


pálida sobre la nieve. Uno de sus guerreros se inclinó sobre el pecho de Thorva para
comprobar si respiraba.

—¿Está muerta? —preguntó Vrynna.

—Está medio congelada, pero sigue con vida —respondió el hombre—. Al menos por
ahora.

Un murmullo se extendió entre los guerreros freljordianos. ¿Congelada? Por todos era
sabido que las Hermanas de la Escarcha no sentían el frío; se decía que era un regalo de
los dioses... pero ahora se estaba congelando y ese forastero, Sylas, se alzaba frente a
ellos con el pecho descubierto.

Vrynna frunció el ceño y evaluó la situación. No tenía mucha fe en nada que no fuera el
acero, el fuego y la sangre, pero sabía que sus guerreros —en especial Brokvar—
consideraran esto algún tipo de presagio.

—Menuda pérdida de tiempo —masculló.

Tras tomar una decisión, aferró con firmeza su lanza y ordenó a su montura que
avanzara. El tal Sylas alzó una mano y gritó algo en su frágil idioma sureño, pero ella le
ignoró. Acabaría con ese necio y seguiría con su camino.

—Déjame a mí —aulló Brokvar, que cabalgaba junto a la Madretriz.

Vrynna arqueó las cejas.


—Ha hecho daño a la hermana —le respondió Brokvar, señalando con el grueso dedo a
la shamanka caída—. Castigarlo ante los ojos de los dioses será todo un honor.

La mirada del forastero iba de Vrynna a Brokvar. ¿Acaso comprendía que su destino
estaba en juego?

Vrynna se encogió de hombros. —Todo tuyo.

Brokvar descendió de su montura y se alzó en toda su gigantesca envergadura. Sylas, el


forastero, no era pequeño, pero al lado de Brokvar lo parecía. El Hijo del Hielo
desenvainó a Lamento del Invierno de la funda de la espalda y comenzó a caminar hacia
el hombre con un gesto sombrío.

La última vez que Thorva había sentido frío de verdad fue cuando era una niña de
apenas seis inviernos.

Entre risas, había perseguido a una liebre de las nieves hasta un lago congelado. No se
había percatado de lo fina que era la capa de hielo bajo sus pies hasta que oyó un
terrible crujido y esta cedió a su paso. Con un grito ahogado, se precipitó hacia las
heladas y oscuras profundidades. El azote de las gélidas aguas fue tal que sus
pulmones se quedaron sin aire y los brazos y las piernas se le paralizaron en un
agónico reflejo.

Llevaba varios minutos muerta cuando la rescataron de debajo del hielo y el chamán
de la tribu la devolvió a la vida. Esa noche, sus poderes divinos de manifestaron por
primera vez.

—A veces, cuando una persona regresa del más allá, cambia en el proceso —explicó el
chamán, encogiéndose de hombros—. Los dioses, en su inescrutable sabiduría, te han
bendecido.

En los días siguientes, se dio cuenta de que era inmune al frío. Era capaz de atravesar
ventiscas con la piel al descubierto sin sufrir ninguna consecuencia.

Ahora volvía a ser esa niña asustada de antaño, hundiéndose poco a poco y
contemplando el agujero en el hielo difuminarse en la distancia... Aunque, esta vez, su
mirada se hallaba fija en el cielo.

Entumecida y sin aliento, Thorva descansaba sobre la nieve, incapaz de oír ni sentir
nada. El frío la invadió. Ella era el frío.

¿Acaso los dioses la habían traído aquí por ese motivo? ¿Para entregarle su vida al
forastero y que este cumpliera con la tarea que los dioses le hubieran encomendado?

No obstante, su descenso hacia la nada se vio ralentizado por un terror inefable.

Aunque los dioses quisieran que entregara su vida al forastero, Thorva sabía que Vrynna
acabaría con él... así que comenzó a luchar para abrirse paso hasta la superficie.
Brokvar Puño de Hierro apostó por un pesado golpe letal y cargó hacia delante con
Lamento del Invierno cortando el aire a su paso.

De haber conectado, el golpe habría partido a un trol de hielo en dos, pero el forastero lo
sorprendió con su agilidad, que no parecía verse limitada por las pesadas cadenas. Saltó
hacia atrás para esquivar la acometida y agitó las cadenas en el aire trazando un arco. El
azote pasó a centímetros de la cara de Brokvar, y este gruñó lleno de furia.

Sin embargo, pese a que probablemente era lo que esperaba el forastero, Brokvar no
reculó. Eran tan duro como la roca de la montaña y muy rápido para su tamaño. Atacó
de nuevo y golpeó la mejilla de su oponente con un poderoso puñetazo. Vrynna no pudo
contener una mueca de alegría al ver cómo el enemigo salía despedido.

El forastero se esforzó por ponerse en pie mientras el Hijo del Hielo se acercaba, y lo
acabó consiguiendo. Lo cierto era que Vrynna no se esperaba que fuera capaz de
levantarse tras ese golpe. Era impresionante, sí, pero no hacía más que prolongar lo
inevitable.

En el momento en el que Brokvar se acercó para dar el golpe final, su rostro mostraba
una sombría determinación.

La mirada de Sylas se centró en el arma del bárbaro.

El pálido fragmento de hielo de su empuñadura brillaba con fuerza y el filo estaba


cubierto de escarcha chisporroteante.

La magia que emanaba de él no se parecía a nada que Sylas hubiera visto antes. Era
primitiva, peligrosa e incontrolable. Sylas la podía sentir en la piel, como un estallido de
poder que nublaba los sentidos.

El poder de la mujer lo había revivido, había expulsado al frío y a la muerte de su


cuerpo, pero esta magia era mucho más antigua. Si tan solo consiguiera tocarla...

Sylas dio un paso adelante con un rugido para enfrentarse al freljordiano.

El forastero se lanzó contra Brokvar a la vez que agitaba sus cadenas frenéticamente. El
Hijo del Hielo recibió un golpe en la cabeza con ambas cadenas. Tras un latigazo, Sylas
le arrancó el casco de un fuerte tirón.

Brokvar sacudió su cabellera con vigor, escupió sangre sobre la nieve y continuó
avanzando.

Las cadenas lo rodearon de nuevo, pero esta vez el gigantesco guerrero estaba
preparado. Esquivó el primer golpe, dio un paso hacia delante y levantó uno de sus
musculosos brazos para que la cadena se enrollara a su alrededor. Después, agarró los
eslabones de metal con fuerza y tiró de ellos para atraer al forastero hacia sí y golpearlo
con el codo.

El golpe hizo que el hombre se encogiera, y este se desplomó a sus pies. El Hijo de
Hielo se alzó sobre él y alzó a Lamento del Invierno para rematarlo.

—¡Espera! ¡No lo mates! —Un grito atravesó el silencio y Brokvar se detuvo.

Vrynna se giró para ver a Thorva, la Hermana de la Escarcha, ponerse en pie con
esfuerzo. Estaba muy pálida y tenía los labios azulados, pero dio un paso adelante con la
ayuda de su bastón.

—¿Qué insensatez es esta? —gruñó Vrynna.

—No es ninguna insensatez —respondió Thorva—. Es la voluntad de los dioses.

La confusión se dibujó en las burdas facciones del gigantesco bárbaro, y Sylas vio su
oportunidad.

Se puso de rodillas y atacó con una de sus cadenas. La enrolló alrededor de la espada de
su rival y, con un fuerte tirón, se la arrancó de las manos.

Aterrizó en la nieve junto a él y Sylas saltó hacia ella con ansia.

Sonriendo, recogió el espadón... y, de repente, le atravesó un dolor inconcebible.

Vrynna sacudió la cabeza ante la necedad del extraño. Solo los Hijos del Hielo podían
esgrimir armas de Hielo Puro. Para cualquier otro, era una sentencia de muerte.

El forastero soltó a Lamento del Invierno y aulló de dolor al sentir cómo el frío le
recorría el brazo. Cayó de rodillas, agarrándolo, y este empezó a congelarse. El poder
asesino del Hielo Puro comenzó a extenderse por la mano y a abrirse paso lentamente a
través del brazo hasta el corazón.

—¿Esta es la voluntad de los dioses? —dijo Vrynna, señalando al forastero con desdén.

La shamanka frunció el ceño en silencio.

—Cierto es que los dioses son caprichosos y crueles —añadió Vrynna, a la ver que se
encogía de hombros—. Quizá solo querían que sufriera.

Brokvar recuperó a Lamento del Invierno y la envainó sin inmutarse. El forastero lo


miró, perplejo y angustiado por el avance del Hielo Puro que amenazaba con
consumirlo.
—Acaba con su sufrimiento —ordenó Vrynna.

La mirada gélida de Brokvar se dirigió a la shamanka en busca de aprobación. Vrynna


sintió cómo la invadía la ira.

—Si los dioses quieren que viva, tendrán que intervenir ellos —espetó.

Thorva servía y veneraba a los antiguos dioses del Freljord, pero desconocía su
voluntad. Tampoco había presenciado muchas ocasiones en las que intervinieran en los
asuntos de los mortales.

No obstante, parecía imposible que lo que sucedió después no fuera más que pura
coincidencia.

El forastero yacía sobre un montón de nieve, preso de temblores y convulsiones. El


Hielo Puro casi había acabado con él, pero no cesaba de resistirse. Alzó una mano
temblorosa en dirección al Hijo del Hielo.

Thorva sabía de qué era capaz el demaciano, cómo había absorbido su poder tras un
mísero roce. Podría haber avisado al guerrero... pero no lo hizo.

Sylas se estaba muriendo pero, incluso en esas circunstancias, su voluntad era férrea.

En un último intento desesperado, alzó la mano hacia el inmenso bárbaro que se erguía
sobre él. Aferró su bota, pero el guerrero le apartó la mano de una patada.

El gigante barbudo lo contempló con lástima, como si se tratara de un perro abandonado


en un callejón. Era la misma mirada que los nobles lanzaban a las clases pobres de
Demacia. Sylas sintió que le hervía la sangre.

Se alimentó de esa furia y, con el último arrebato de sus moribundas fuerzas, se puso en
pie de un salto y agarró al gigante freljordiano por el pescuezo. De inmediato, sintió
cómo le invadía una magia elemental antiquísima y pura.

Puede que Sylas no pudiera aferrar el arma freljordiana, pero sí era capaz de canalizar
su poder... a través de la piel del bárbaro.

Apenas tardó un instante.

El bárbaro retrocedió, sin comprender del todo qué estaba sucediendo. Sylas esbozó una
sonrisa y sus ojos empezaron a brillar con el color del hielo.

Se concentró en aferrar su brazo congelado. Con una descarga de su nuevo poder, hizo
que el hielo cambiara de dirección. Comenzó a deslizarse de vuelta por su brazo, y
acabó desapareciendo sin dejar rastro.
Entonces, se giró hacia el bárbaro, que lo contemplada horrorizado.

—Bueno —dijo—, ¿por dónde íbamos?

Brokvar dio un paso atrás para alejarse del forastero con un grito ahogado.

—¿Qué es? —gruñó Vrynna—. ¿Un Hijo del Hielo?

—No —intervino Thorva, con los ojos encendidos por la fe—. No es eso...

Vrynna ya había visto suficiente. Con un único y fluido movimiento, invirtió la posición
de su lanza y, tras ponerse de pie sobre su montura, se la arrojó con todas sus fuerzas al
forastero.

Volaba directa hacia él, pero este se limitó a alzar una mano y extender los dedos, y el
suelo frente a él se alzó. Entre un estruendo de chasquidos, una muralla protectora de
picos de hielo se materializó de entre la nieve. La lanza de Vrynna se estampó contra
ella, incapaz de penetrarla. Se quedó temblando, clavada medio metro en el hielo, sin
siquiera amenazar al forastero.

Vrynna dejó escapar un grito ahogado al ver la barrera mágica, que se derrumbó un
instante después, tan rápido como había aparecido.

El extraño quedó expuesto de nuevo. Se reía mientras se contemplaba las manos


maravillado, que ahora estaban cubiertas de escarcha e irradiaban una luz azulada que
recordaba al fulgor de un iceberg. Su mirada, que despedía una niebla gélida, se clavó
en Vrynna, y comenzó a invocar una vez más el primitivo poder que latía en su interior.
Un orbe giratorio de magia, que recordaba a una ventisca contenida, se formó entre sus
palmas.

La Garra Invernal desenfundó sus armas con inquietud, sin saber cómo comportarse
ante algo que era, sin lugar a dudas, magia freljordiana.

Thorva gritó algo que Vrynna no alcanzó a comprender. Observó a la shamanka,


sorprendida.

¿Conocía la lengua del forastero?

Al parecer, la Hermana de la Escarcha escondía muchos secretos, y ahora confiaba en


ella menos que nunca.

La shamanka y el forastero hablaron durante unos instantes y Vrynna los contempló,


apretando la mandíbula.

—¿Qué dice el forastero? —espetó cuando se le acabó la paciencia.


—Dice que tenemos un enemigo común —explicó Thorva—, que podemos ayudarnos.

Vrynna frunció el ceño. —¿Quién? ¿Los avarosanos? Nunca dejaremos de saquearlos,


pero no estamos en guerra.

—Creo que se refiere a su propia gente. A los demacianos que habitan al otro lado de
las montañas.

—¿Es un traidor? —preguntó Vrynna—. ¿Por qué íbamos a confiar en alguien que ha
traicionado a los suyos?

—La Madretriz quiere saber cómo ayudarías a nuestra tribu —Thorva se dirigió al
forastero en su lengua materna—. Plantéanos tu oferta o nos encargaremos de enviar tu
alma al más allá, aquí y ahora.

Sylas respondió dirigiéndose directamente a Vrynna. Thorva lo observó con cautela


mientras hablaba, y lo interrumpió en varias ocasiones para que explicara las palabras
que no alcanzaba a comprender.

—Dice que sabe de caminos ocultos hacia su tierra, caminos que nadie más conoce —
dijo Thorva—. Habla de las grandes riquezas que aguardan allí, esperando a que alguien
las reclame. Campos que jamás han conocido la nieve, repletos de ganado, calles
revestidas de oro y plata.

Los guerreros de la Garra Invernal sonrieron ante sus palabras, e incluso la mirada de
Vrynna se suavizó. Llevaban una vida dura, por lo que resultaba difícil darle la espalda
a la promesa de semejantes recompensas.

Sin embargo, no conseguía deshacerse de las dudas.

—¿Cómo sabemos que no nos conduce a una trampa? —inquirió Vrynna—. No


podemos confiar en él. Lo mejor es matarlo ahora y no dejarnos engatusar por su pico
de oro.

—Ha... —comenzó Thorva, y se detuvo brevemente para decidir cómo mentir—. Dice
que ha tenido una visión. Cuenta que tuvo un sueño sobre tres hermanas de Freljord.
Que fueron ellas las que le indicaron que se dirigiera aquí.

—¡Las Tres Hermanas! —exclamó Brokvar con reverencia—. ¡Avarosa, Serylda y


Lissandra!

El resto de guerreros de la Garra Invernal dejaron escapar un murmullo de asombro;


muchos de ellos aferraron los tótems sagrados que colgaban de sus cuellos.

Las Tres Hermanas eran leyendas, las guerreras más respetadas y veneradas de todo
Freljord. Hace mucho, mucho tiempo, en la era de los héroes, habían sido las primeras
Hijas del Hielo. Una buena parte de los habitantes del gélido norte las consideraban las
elegidas y acudían a su sabiduría en tiempos de necesidad o imploraban su apoyo antes
de las batallas.

Vrynna contempló a Thorva con amargura. ¿Acaso sospechaba que había mentido?

Al ver la mirada maravillada de Brokvar extenderse e invadir los rostros del resto de los
guerreros, se dio cuenta de que no importaba. Thorva sabía que el campeón de Vrynna
se aferraría a esas palabras, que despertarían su fe y su admiración y que su influencia
en los demás guerreros era importante. Después de eso, jamás permitirían que se
asesinara al forastero, independientemente de las órdenes de Vrynna.

Se permitió esbozar una leve sonrisa, pero se aseguró de que Vrynna no la percibiera
mientras esta meditaba.

Los dioses querían que el forastero siguiera con vida, de eso estaba segura. No sentía
culpa alguna por mentir para asegurarlo.

—Tendrá que probar que es de fiar antes de que lo aceptemos.

—Una sabia decisión, Madretriz —concedió Thorva—. ¿Qué sugieres?

—Nos acompañará en la próxima misión de saqueo —declaró Vrynna—. Si lucha con


fiereza y nos resulta útil, quizá acepte escuchar de nuevo sus propuestas. Le permitiré
que nos cuente más sobre los caminos ocultos hacia Demacia. Pero será tu
responsabilidad: tú deberás mantenerlo bajo control y, si nos traiciona, lo pagarás con tu
vida.

Thorva asintió y se giró hacia el forastero.

—Lucha con nosotros. Demuéstrale lo que vales a la Madretriz —dijo—. Si luchas con
fiereza, quizá vivas para ver nacer la alianza que sugieres.

Esas últimas palabras arrancaron una amplia sonrisa al forastero.

Thorva lo contempló de pies a cabeza. Para ser sureño, era bastante apuesto. Un poco
delgado para su gusto, pero inteligente y poderoso.

Lo señaló con el dedo.

—Pero no vuelvas a tocarme —le advirtió.

El forastero le dirigió una sarcástica sonrisa.

—No sin tu consentimiento —respondió, y Thorva se giró para que no la viera esbozar
una sonrisa.

—¿Qué dice? —preguntó Vrynna.

—Acepta tus condiciones, Madretriz —comunicó Thorva.


—Bien. Pues sigamos adelante. A saquear.
Oración a una reliquia en ruinas

Rin se dio un golpe en el dedo del pie con una raíz y tropezó, aunque consiguió recobrar
el equilibrio antes de que fuera demasiado tarde. Un par de pasos por delante, su tía
abuela miró hacia atrás.

—¿Necesitas que este viejo saco de huesos vaya más despacio? ¡Ja, ja! —dijo con una
carcajada.

—No —murmuró él, mirando sus zapatos. Su tía abuela Peria tenía el cabello níveo y
estaba encorvada por la edad, aunque, aun así, era unos centímetros más alta que Rin. Él
deseaba poder ser tan alto como su horrible hermano, que los habría estado observando
desde las alturas si hubiera estado allí.

Rin nunca había estado en aquella zona del bosque. El pinar cada vez era más tupido,
hasta tal punto que la luz del sol meridiano se había reducido a un centelleo entre las
sombras.

La tía Peria se detuvo delante. Al principio, Rin pensó que se había parado ante un
peñasco cubierto de musgo, pero, conforme se fue acercando, advirtió los restos de una
figura de piedra erosionada por el paso del tiempo. Rin jugueteó con las piedras que
llevaba en el bolsillo.

—¡Ajá! ¿Sabes quién es? —preguntó la tía Peria.

—Eh... ¿alguna antigua aristócrata de la ciudad? —conjeturó Rin.

—¡Para nada! —espetó la tía Peria con tono alegre—. Para muchos no era más que una
sombra y un mito. Una figura conocida como la Dama del Velo.
La tía Peria levantó su farol hacia la figura. A la estatua le faltaba el brazo izquierdo,
pero tenía la palma derecha abierta, como invitándolos a acercarse. Sobre la cabeza
tenía lo que antaño debió de ser un delicado velo de piedra, cubierto ahora por
enredaderas. De sus hombros, rotos y erosionados, sobresalían unos bultos con plumas.
Rin observó que parte del rostro se había desmoronado hasta formar una figura grotesca
y no pudo evitar estremecerse. La mitad intacta del rostro no era mucho más agradable:
el único ojo que le quedaba estaba lleno de manchas, y tenía un semblante de malicia,
como si estuviera a punto de escupir bilis.

—¿No te gusta? —dijo la tía Peria, entretenida—. No eres el único. No se la aprecia


demasiado. Eso sí: lo sabe todo sobre la venganza.

Rin abrió los ojos de par en par. Pensaba que había sido cuidadoso.

—Sí, sí, he oído las piedras chocando en tu bolsillo —confesó la tía Peria—. Sé que
estás planeando vengarte de tu hermano. Sabes que no quería hacerte daño.

—¡Me dio en el ojo con la parte roma de su hacha! —se quejó Rin entre sollozos—.
¿Qué crees que quería hacer? ¿No es él quien merece un escarmiento?

—Te estaba enseñando dónde cortar madera. Sabes que nunca te haría daño a propósito
—argumentó la tía Peria.

—¡Se merece tener también un ojo morado!

—Y cuando se lo provoques, ¿qué lección crees que aprenderá, eh?

Rin pensó que a su tía Peria no le iba a gustar demasiado su respuesta, así que guardó
silencio.

—¿No tienes nada que decir? Entonces voy a contarte yo una historia —dijo la tía Peria
—. ¡Presta atención!

Rin se sentó frente a la estatua. Con un suspiro, reposó la cabeza sobre la mano.

—Hace mucho tiempo, en lo más oscuro y profundo del bosque, donde los árboles
crecían tan apretados que allí abajo no había señal alguna del cielo ni de las estrellas, la
Dama del Velo vivía muy lejos de cualquier tipo de asentamiento. Aunque apenas nadie
hablaba con ella, se creía que era más anciana que el alba y más astuta y sabia que
cualquier otro lugareño. Los afectados por disputas que no eran capaces de resolver
solían acudir a ella para obtener una valoración final, en busca de sabiduría, absolución
y, en ocasiones, castigo. No obstante, lo hacían con precaución, pues también era bien
sabido que sus lecciones podían ser duras.

"Un día, un clérigo y su pupilo se adentraron en el bosque para buscar a la Dama del
Velo, pues el pupilo había pecado: preso de la ira, golpeó a su superior con un
incensario. El incienso incandescente le marcó el rostro al clérigo con una quemadura
grotesca. El pupilo sabía que había errado y buscaba redención.

"Llevaban un día y una noche de travesía cuando encontraron a la Dama del Velo.
"Se adentraron en una caverna iluminada por velas. Del techo goteaba agua, mientras
que las paredes estaban cubiertas por hileras de extrañas pociones. Aquel lugar apestaba
a cementerio y musgo. Había docenas de plumas negras como el cuervo esparcidas por
todo el suelo.

"Una figura emergió de las sombras para salir a su paso: la Dama del Velo. Un velo
negro ocultaba la mayoría de sus rasgos, pero sus ojos, de un siniestro color violeta, se
adivinaban claramente a través del tejido. Llevaba los pies descalzos sobre el frío suelo
de piedra. Mientras el pupilo relataba su historia, ella lo contempló con una mirada
inmutable.

"Veo que tus acciones no fueron ningún accidente", pronunció al fin la Dama del Velo.
Su voz, apenas audible, era áspera como la zarzaparrilla. "Actuaste con propósito y
determinación. Aun así, ahora te abruma el dolor por haber herido a tu maestro".

"Sí. Deseo expiar mis pecados y así deshacerme de este sentimiento de culpa", contestó.

"La culpa puede enseñarle muchas cosas a un corazón escarmentado por la intención.
¿Por qué golpeaste a tu maestro?", preguntó la Dama del Velo.

"Fue un acto de ira. Cometí un error", dijo el pupilo.

"Quizá. ¿Qué es lo que ocasionó tu ira?", inquirió la Dama del Velo.

"El pupilo dirigió la mirada al clérigo y luego la bajó.

"Mi propia necedad me llevó a intentar acabar con sus enseñanzas a otro estudiante",
explicó el pupilo.

"¿Qué enseñanzas?"

"Antes de que el pupilo pudiera responder, el clérigo intervino.

"Mis aprendices requieren instrucciones de todo tipo", dijo. "Les enseño modales,
paciencia y moderación. Si es necesario, utilizo el látigo. No disfruto de ello, pero esas
enseñanzas son mi deber sagrado".

"La Dama del Velo observó al clérigo. Sus ojos parecieron perforarlo desde detrás del
velo.

"Pero sí que disfrutas", dijo ella.

"Te ruego que..."

"Dime, maestro damnificado, ¿crees de verdad que aleccionas a tus pupilos por su bien?
¿O los castigas para deleitarte con su sufrimiento?", preguntó la Dama del Velo.

"No", interrumpió el pupilo, "no es posible. Él se preocupa por nosotros".

"El clérigo alzó la mano y golpeó al chico.


"No necesito tus embustes para defenderme", espetó el clérigo, con el rostro lívido de
cólera.

"La Dama del Velo abrió la palma de la mano y encadenó al clérigo a ella con fuego
oscuro. El hechizo centelleó con una luz violeta inmaterial, pero el clérigo no logró
liberarse por mucho que se esforzara.

"Acudiste a mí en busca del castigo de otro", bufó, "pero haces caso omiso de tus
propios pecados. Rebosas un orgullo abyecto cuando se te hacen evidentes, clérigo.
Puesto que te niegas a verlo tú mismo, haré que sufras el dolor que has causado".

"A través de las cadenas que los unían, la Dama del Velo lo obligó a padecer toda la
vergüenza, el sufrimiento y la soledad que les había infligido a sus pupilos. Durante un
instante, el corazón del clérigo se paró cuando un enorme peso, hasta entonces
desconocido para él, le estranguló el alma. Cayó de rodillas, inmovilizado por un
amargo tormento, mientras unas llamas sombrías acariciaban su piel.

"¡Para! ¡Para, por favor!", gritó el aprendiz. "Castígame a mí en su lugar, por favor. ¡Ya
ha sufrido bastante!".

"Lo defiendes a pesar de todo", dijo la Dama del Velo. "Este canalla tiene mucho que
aprender antes de que le llegue la misericordia de la muerte. Solo él debe sentir el dolor
que ha causado para que no vuelva a perjudicar a nadie nunca más. Viniste aquí en
busca de entendimiento; ahora esa carga es tu responsabilidad".

"El pupilo no apareció por el claustro en muchos días. No obstante, cuando el hambre y
el agotamiento se apoderaron de él, se olvidó al fin del miedo al látigo de su maestro.
Cuando regresó, comprobó que el clérigo era un hombre cambiado. Mientras que antes
había sido cruel e insensible, ahora era paciente y amable. Pese a que la quemadura de
su rostro todavía no se había curado, la lección de la Dama del Velo le había llegado
aún más hondo".

La tía Peria posó el farol a los pies de la estatua. La mitad de su cara de piedra gris se
perdió en la oscuridad, y las sombras intermitentes le recorrían el velo como si de
lágrimas se trataran.

—Ten cuidado cuando desees un castigo para alguien, Rin. ¿Crees que puedes darle una
lección a tu hermano que lo convierta en mejor persona? Incluso si lo hubiera hecho a
propósito, no tiene ningún sentido que lo castigues de forma egoísta.

Rin palpó las piedras de su bolsillo.

—Supongo que es verdad que mi hermano me pidió perdón. Después de caerme por el
golpe en el ojo —comentó, y luego soltó las piedras en el suelo del bosque a
regañadientes.

—¡Maravilloso! Démosle las gracias a la Dama del Velo.

La tía Peria abrió el farol y sopló la vela.


—Recuerda: la venganza es un acto de orgullo, pero las enseñanzas son altruistas —
explicó—. ¡Te estaré vigilando, que no se te olvide! ¡Ja! ¡Y puede que la Dama del Velo
también lo haga!

Rin contempló cómo el humo envolvió y abandonó el ojo de piedra vacío de la estatua,
formando un velo de oscuridad sobre la figura. Cuando echó la vista atrás, la tía Peria ya
se había puesto en marcha y caminaba entre los árboles hacia el pueblo. Rin echó a
correr para alcanzarla.
El cantar de las hermanas aladas
Un poema épico olvidado en la biblioteca de la familia Crownguard, en Meraplata
Alta

I - Preludio

Una era de runas, una época de guerras.

La furia de los magos desatada.

Ciudades en llamas, continentes destrozados.

Runaterra deshecha, deshilachada.

La inaccesible cima del Targon tembló.

Ojos celestiales vieron su final,

y lloraron al ver el destino de los mortales.

Toda alma clamaba justicia,

todo corazón se alzó en armas.

II - La llegada de las gemelas

Al abrigo de las estrellas nacieron,

una en la Luz, una en la Sombra.

Kayle y Morgana,

hermanas unidas por el destino.

A la justa tierra de Demacia llegaron,

una tierra sin mácula, un reino naciente.

Aunque la magia recorría el mundo con furia,

en sus costas boscosas se detuvo.

Un refugio en la tormenta.

III - Lecciones sin aprender


El mundo resistió y la oscuridad se desvaneció,

pero las heridas mortales sanan con lentitud.

Las verdades conquistadas con sangre y dolor

se perdieron mientras la codicia regresaba.

La ley y la justicia fueron ignoradas.

Olvidar es la maldición de los mortales,

tanto las heridas de la guerra como las cicatrices del odio.

El abismo de la noche acechó de nuevo.

Hasta que el mundo se llenó de luz.

IV - Las protectoras aladas

Del corazón del relámpago surgió una espada de fuego,

cayó desde el cielo, ambas mitades iluminadas.

Kayle cogió su espada de la justicia.

El fuego justiciero le ardía en la mirada.

¿La espada de su madre? ¿Un legado tras su muerte?

El corazón de Morgana se partió al tocar su espada.

Un manto de dolor la cubrió por completo.

Y entonces el poder les restauró la carne,

de formas magníficas y terribles.

V - Kayle, portadora de la justicia

Alas doradas y alas de azabache

las impulsaron y elevaron a lo más alto.

Se alzaron las protectoras aladas,

defensoras del reino, guardianas amadas.

La dorada luz de Kayle lo veía todo.


Sabía lo que albergan los corazones malvados,

y purgó con fuego terribles pecados.

Nadie se salvó de la cólera de su espada.

Jueza. Jurado. Ejecutora.

VI - Morgana, espada de la sombra

La luz más brillante arroja la sombra más profunda,

una define a la otra y se equilibran.

Morgana también luchó por Demacia,

y rechazó a los aterrorizados enemigos.

Pero Morgana previó la amarga cosecha,

pues de las semillas que crecen en la oscuridad brotan cultivos malignos.

Piedad. Absolución. Penitencia.

Que de estas aguas surja la bondad,

y que termine así el ciclo de guerra y muerte.

VII - La batalla de Zeffira

Hacia la gran ciudad de Zeffira,

un ejército de odio marchó.

Las protectoras aladas volaron al auxilio de la población.

Kayle se abalanzó sobre la bulliciosa horda,

la sangre cubría su espada de fuego.

Pero Morgana vio lo que no vio Kayle.

¡Unos enemigos ocultos atacaban la ciudad!

Las gentes de Zeffira pidieron socorro,

y Morgana descendió para responder.


VIII - Lo que no puede deshacerse

Kayle mató a sus enemigos con la furia más pura.

Con el cuerpo desgarrado y ensangrentado, gritó:

"Mi justa hermana, ¡necesito tu ayuda!".

Morgana no pudo atender sus súplicas,

sus poderes estaban protegiendo a otros.

Zeffira resistió pero mucho se perdió,

el amor de una hermana, la esperanza de una hermana.

Ambas se vieron a través de un cristal oscuro;

había un fallo en la otra, una debilidad fatal.

IX - El juicio de Meraplata

La confianza, una vez rota, sana con lentitud.

Pero no para Kayle y Morgana.

Los guerreros se reunieron en torno al estandarte justiciero de Kayle.

La justicia hizo sangrar toda la tierra.

En el pico del Meraplata, un pecador se arrodilló,

y en su cuello, una espada ensangrentada.

Pidió absolución, suplicó el perdón.

Kayle se lo negó, y fue a asestar el golpe mortal.

Pero la hoja del verdugo no encontró a su víctima.

X - La súplica

Un escudo oscuro como la noche se interpuso.

Morgana suplicó a su hermana que recapacitara:

"¿Tenemos que desechar toda esperanza de redención?


¿Están condenados a morir todos los que se equivocan?"

Su piedad tocó el corazón de Kayle con amor.

Aunque sus guerreros clamaban muerte,

su amor por Morgana acalló sus gritos.

Kayle dejó que la piedad detuviese su mano.

Y esa fue la perdición del amor.

XI - La caída

Se llegó a un acuerdo, el pacto de un penitente.

El perdón para las almas cuyos corazones pudiesen redimirse.

Los discípulos de Kayle, llevados por los celos,

planearon la muerte de Morgana, llamándola la Caída.

Aparecieron con cadenas y pasión ferviente,

a las que Morgana respondió con las suyas propias,

negras y mortales, y los ajustició.

Kayle sintió sus muertes, lamentándose desesperada.

Se alzó hacia los cielos, espada en mano.

XII - La Justa y la Caída

Kayle y Morgana.

Ya no eran hermanas, sino enemigas eternas.

Sobre alas doradas y azabaches, lucharon.

Entrechocaron las espadas de su madre con furia,

y las nubes se prendieron con fuego y ruina.

El cielo de Demacia lloró lluvia escarlata.

Ambas cayeron, luz y oscuridad entrelazadas.

Entonces Morgana arrojó la espada a un lado y gritó:


"¡Que se haga justicia, no venganza!"

XIII - Las gemelas divididas

En el rostro de Morgana, Kayle vio su reflejo;

gloria celestial mancillada por la pasión mortal.

Lloró por la pérdida y extendió sus alas

hasta la luz del Targon y los reinos de más allá.

Morgana cedió al dolor de la batalla,

sus alas, una maldición, un doloroso recordatorio.

Ningún fuego las cortaría, ningún fuego las quemaría.

Con cadenas aprisionó las negras alas.

Y así, se desvaneció entre la niebla del tiempo.

XIV - Coda

De Morgana, solo queda el mito.

Secretos velados y sombras acechantes.

Pero el legado de Kayle arde resplandeciente,

tanto en nuestro corazón como en mente.

El viento susurra su regreso.

Cuando la almenara del Targon brille de nuevo,

y la noche se cierna sobre el mundo,

mirad hacia el sur.

Y rezad por toda Demacia.


El fuego de la justicia

Abris sintió un nudo en el estómago mientras esperaba a los pies del fastuoso templo.
Una estatua de la Protectora se erguía a las puertas del edificio. La puesta de sol
salpicaba su rostro, arrojando un aura radiante en torno a la cabeza inclinada. Estaba
tallada en piedra pálida con brillos dorados. Unas grandes alas coronaban sus hombros,
y sostenía dos espadas contra el torso. La estatua portaba un yelmo; su expresión era
serena y austera, más perfecta que la de cualquier humano. Cientos de velas cubrían el
plinto a sus pies.

Abris apoyó su espada y escudo contra la base de la escultura. Sus armas estaban tan
prístinas y cuidadas como las espadas de piedra que se encontraban sobre él. Se decía
que la Protectora bendecía a los virtuosos soldados de Demacia, y se sintió
extrañamente reconfortado en su presencia.

Una anciana vestida de blanco salió del templo.

—Perdone, ¿tiene un momento? —le dijo Abris.

La anciana se dirigió lentamente hacia él.

—Los Iluminadores siempre tienen tiempo para aquellos que lo necesitan. Dime, ¿qué
es lo que buscas aquí?

Su rostro se arrugó al hablar, pero su mirada era amable.

—Mañana... mañana parto a la batalla —dijo Abris. Abrió y cerró los puños, nervioso
—. El brazo de mi espada es fuerte, y estoy orgulloso de defender el honor de Demacia.
Pero estaba pensando... ¿cómo voy a tener mejor corazón que cualquiera de los bárbaros
que invaden nuestras tierras si los mato como harían ellos con nosotros? ¿De qué sirven
nuestros blancos muros y estandartes resplandecientes si bajo ellos derramamos sangre
de la misma forma?
—Ah —dijo la Iluminadora—. Sí. No se debe matar a la ligera, incluso siendo un
soldado. Permíteme que te cuente una historia.

Alzó la vista hacia la estatua.

—¿Te importaría encender una vela para ella mientras lo hago?

Abris se arrodilló y utilizó la llama de una de las velas votivas situadas a los pies de la
estatua para encender otra más.

La voz de la Iluminadora sonaba rasgada por la edad cuando comenzó a contar la


historia, y a Abris le recordó a su abuela, que solía contarle mitos e historias sobre su
gente. Nunca supo qué historias eran ciertas y cuáles eran producto de su imaginación.

—Hace mucho tiempo, en una tierra ya perdida por el paso del tiempo y el olvido, un
cruel rey llevó a su pueblo a la pobreza. Durante una temporada de gran hambruna, el
rey reunió a todos los habitantes del reino en el patio de su castillo. Allí declaró que
dejaría de lado las antiguas leyes para acabar con la escasez, pues ese era su derecho.
Arrojó al suelo el libro dorado de leyes, ya que ahora él era la ley. Cualquier norma o
decreto que él dictase sería ley, sin importar nada más.

"Con la excusa de proteger a la gente, anunció su primer decreto. El rey dijo que, ya que
había que alimentar a tanta gente, los ancianos ya no tenían derecho a comer. Debían
morir, ya que esa era la única solución.

"Los hambrientos ciudadanos no tenían fuerzas para luchar contra esta injusticia, así que
la guardia del rey obligó a los ancianos a alinearse para ser ejecutados.

"El primero era un hombre de cabello cano que tropezó al avanzar. Suplicó al rey. "¡Soy
panadero! ¡Dejad que haga pan para vos y la gente!", imploró. "¡Perdonadme la vida!".

"Pero el rey respondió: "¿Puedes ser joven de nuevo? ¿Puedes devolver el músculo a tus
patéticas y ajadas extremidades? ¿No puedes? Entonces no mereces redención". Le hizo
una señal al verdugo que, con un movimiento de su espada, hizo rodar la cabeza del
panadero al suelo.

—¡Qué despreciable! —dijo Abris, interrumpiendo a la Iluminadora—. ¿Nadie se


rebeló contra las nuevas leyes del rey?

La Iluminadora sonrió.

—Por suerte, hubo alguien que se opuso a esta atroz injusticia. No se había visto a
nuestra Protectora inmortal en esa tierra desde hacía siglos. Pero puede que los ecos de
la injusticia más extrema alcancen más allá de los reinos conocidos. La cuestión es que,
en ese momento, apareció. Los cielos se abrieron con una luz cegadora, como si las
mismísimas estrellas hubiesen concentrado su resplandor en un único lugar. La
Protectora se manifestó con una majestuosidad magnífica y aterradora. Plantó cara al
cruel rey, que se mantuvo impasible.
"Ningún rey está por encima de los estatutos de la ley", declaró ella. "¡Decid vuestro
nombre y preparaos para el juicio!"

"No estoy al alcance de la ley, bestia alada, yo soy la ley". Con un gesto, ordenó a sus
guardias que avanzaran. Lo hicieron al unísono, alzando sus lanzas al cielo. "Gracias a
mí, mi gente tiene un propósito. Saben el lugar que les corresponde. Y me están
agradecidos por ello".

"La ley es la justicia hecha forma; es el juicio verdadero y justo escrito con tinta. No
puede deshacerse", dijo la Protectora.

"Desenvainó sus espadas, que ardían con fuego sagrado, y llenó el aire con el olor de la
verdad y el castigo. Extendió las alas y, al moverlas, avivó las llamas. Al poco, también
comenzaron a arder. Era una visión aterradora.

"Decís que lideráis a vuestra gente. Así pues, seréis el primero en ser juzgado por mis
espadas", dijo la Protectora.

"El cruel rey observó las ardientes espadas de la Protectora y sus alas de fuego. Pero lo
más aterrador de todo era el fuego en sus ojos, relucientes y llenos de una ira ilimitada.
Le pareció estar mirando al propio sol, hermoso y terrible con toda su gloria, y el rey se
encogió de miedo. Pidió clemencia a la Protectora, arrodillándose ante ella.

"Puedo cambiar", suplicó el rey. "Ahora me doy cuenta de lo equivocado que estaba.
Fui egoísta y corrupto, y no merecía la corona. Perdóname la vida y seguiré el camino
de las leyes".

"La Protectora lo miró impasible. Cuando terminó de hablar, la Protectora tomó aliento.
Se dice que, en ese momento, su voz retumbó como si los mismísimos dioses estuviesen
hablando a través de ella.

"¿Podéis deshacer vuestras injusticias, rey?", inquirió la Protectora. "¿Podéis olvidar las
mentiras y deshacer vuestras falsas leyes contra el juicio justo y virtuoso? ¿No podéis?
Entonces no merecéis redención".

"Con un rápido movimiento, la Protectora clavó su espada ardiente en el corazón del


rey, que gritó mientras era empalado contra el libro dorado de leyes que había arrojado
antes al suelo.

"El libro de leyes estalló en llamas y se consumió con el poderoso fuego de los cielos.
Se trataba de fuego sagrado, capaz de calcinar a los pecadores malvados de la tierra y de
purificar a los justos, que no sufrirían daño.

"El cruel rey gritó mientras el fuego de la Protectora quemaba a sus guardias, a los
miembros del consejo, al verdugo y a sus sirvientes. El fuego no se detuvo y se extendió
por la tierra, avivado por las mentiras del falso rey y de sus retorcidos seguidores. Los
supervivientes siempre recordarían este glorioso día, ya que de las cenizas de su
sociedad surgió la oportunidad de reconstruirse de acuerdo a la justicia y el honor.
"Si alguna vez volviese a surgir el ilícito caos, tenían la certeza de que la Protectora
volvería a descender desde los cielos una vez más.

La Iluminadora sonrió a Abris.

—Debemos comportarnos con virtud y honor —concluyó—, tanto reyes como


panaderos, sirvientes o soldados. Nadie está por encima de la ley, y nadie está por
encima de la justicia. Los saqueadores que atacan e invaden nuestras fronteras del sur
son malvados y sin leyes. A cada aliento, mientras avanzan, amenazan la seguridad de
nuestra patria. Tu función como escudo de Demacia es un gran honor y una causa justa.
Y la Protectora ve con buenos ojos a aquellos que albergan la justicia en sus corazones.

—Sí —dijo Abris. Echó un vistazo a su espada sin marcas de batalla. Juró que, desde la
primera estocada hasta la última, todas serían en nombre de la justicia.

—Soldado, si alguna vez dudas, trata de pensar qué haría la Protectora. Si actúas con
integridad y siguiendo la verdad, tal y como haría ella, no cabe duda de que guiará tu
espada. Incluso si debes bañarla en sangre.

La Iluminadora inclinó la cabeza y volvió al templo.

Abris se quedó mirando cómo parpadeaba en la oscuridad la vela que había encendido.
Se puso en pie y se dirigió a su campamento para pasar la noche. Se volvió para
contemplar la estatua una última vez, y le pareció ver el resplandor de otra llama en el
interior del yelmo de piedra de la Protectora.
Una cuestión de honor
El hombre al que Fiora iba a matar se llamaba Umberto y parecía muy seguro de sí.
Estaba hablando con cuatro hombres, tan parecidos a él que debían de ser sus hermanos.
Los cinco se conducían de un modo presuntuoso y arrogante, como si presentarse en el
Salón de las Espadas para responder al desafío de Fiora hubiera sido un atentado a su
dignidad.

El alba perforaba los alargados ventanales con lanzas de luz y sobre el pálido mármol
tremolaban los reflejos de quienes habían acudido a presenciar el final de una vida. Se
contaban por docenas, entre miembros de las dos casas, lacayos, curiosos y gente que,
sencillamente, esperaba aplacar con un baño de sangre sus impíos apetitos.

—Mi señora —dijo Ammdar, el segundo hermano de Fiora, mientras le ofrecía un


estoque de tamaño mediano sobre cuya hoja de acero azulado se movía la luz como si
fuese de aceite—. ¿Estáis segura de esto?

—Pues claro —respondió ella—. ¿Acaso no habéis oído las historias que propagan
Umberto y los fanfarrones de sus hermanos en el Commercium?

—Sí —reconoció Ammdar—. Pero ¿tan grave es el delito que debe pagarlo con la vida?

—Si dejo que quede sin castigo una sola ofensa, otros creerán que son libres de dar
rienda suelta a su lengua —dijo su hermana.

Ammdar asintió y retrocedió un paso.

—Entonces haced lo que debáis.

Fiora se adelantó moviendo los hombros en círculos y cortó un par de veces el aire con
la espada, señal de que el duelo iba a comenzar. Umberto se volvió al notar que uno de
sus hermanos le daba un pequeño codazo y Fiora, enfurecida, notó que le clavaba una
mirada de avidez por debajo del cuello. Su adversario desenvainó su propia arma, un
largo y hermoso sable de caballería demaciana con gavilanes dorados y un zafiro en el
interior del pomo. El arma de un vanidoso, nada apropiada para un duelo.

Umberto adoptó la posición y realizó idénticos movimientos a los de ella. Se inclinó y le


guiñó un ojo. Fiora sintió que se le tensaba la mandíbula, pero se tragó su desagrado. Un
duelo no era lugar para las emociones. Nublaba el juicio y había provocado la muerte de
numerosos espadachines ante adversarios menores.

Comenzaron a desplazarse en círculos el uno alrededor del otro, con los movimientos
coreográficos de dos bailarines en las primeras notas de un vals. El objeto de esta rutina
era garantizar que los participantes en el duelo fuesen conscientes de la trascendencia de
lo que iban a hacer.

La ritualidad del duelo era importante. Al igual que El paso rítmico, existía para que la
gente civilizada pudiera preservar una ilusión de urbanidad al matar. Fiora sabía que
eran leyes buenas, leyes justas, pero eso no cambiaba el hecho de que se disponía a
acabar con la vida del hombre que tenía delante. Y como creía en esas leyes, tenía que
hacer su oferta.
—Buen señor, soy Fiora, de la Casa Laurent —dijo.

—Ahórrate eso para tu sepulturero —repuso Umberto.

Ignorando el pueril intento de hacerla enfurecer, Fiora continuó:

—Ha llegado a mis oídos que habéis atacado el buen nombre de la Casa Laurent de
manera injusta y deshonrosa, propagando maliciosas falsedades en relación con la
legitimidad de mi linaje. Por tanto, es mi derecho retaros a duelo para lavar con vuestra
sangre el honor de mi casa.

—Ya lo sé —dijo Umberto, a beneficio del público—. Estoy aquí, ¿no?

—Habéis venido a morir —le prometió Fiora—. Salvo que optéis por darme
satisfacción por vuestra ofensa.

—¿Y cómo podría dar tal satisfacción a mi señora? —preguntó Umberto.

—Habida cuenta de la naturaleza de la ofensa, dejando que os corten la oreja derecha.

—¿Cómo? ¿Estáis loca, señora?

—Es eso o la muerte —respondió Fiora con la misma tranquilidad que si estuvieran
hablando del tiempo—. Ya sabéis cómo va a terminar el duelo. Ceder no tiene nada de
vergonzoso.

—Por supuesto que sí —dijo Umberto, y al oírlo, Fiora se dio cuenta de que creía que
podía vencer. Como todos los demás, la subestimaba.

—Aquí todos conocen mi destreza con el acero, así que podéis elegir: vivir llevando la
herida como una vitola de honor... o ser pasto de los cuervos mañana por la mañana.

Fiora levantó la hoja.

—Pero elegid ya.

La rabia de Umberto por lo que percibía como arrogancia de su contrincante se


sobrepuso a su miedo y se abalanzó sobre ella buscando su corazón con la espada. Pero
Fiora, que se había percatado del ataque antes de que lo ejecutara, dio un pequeño giro
hacia la izquierda y dejó que la hoja mordiese solo el aire. Hecho esto, con un
movimiento preciso, levantó y bajó en diagonal la suya. La multitud contuvo el aliento,
sobrecogida por el brochazo de sangre sobre la piedra y la chocante brevedad del duelo.

Fiora se volvió mientras la espada de Umberto rebotaba con estrépito sobre los
adoquines de granito. El hombre cayó de rodillas y luego quedó en cuclillas, con las
manos aferradas a la herida de la garganta, por la que manaba copiosamente la sangre.

Fiora lo saludó con una reverencia, pero la muerte ya había empezado a nublar sus ojos.
No disfrutaba matando así, pero el muy necio apenas le había dejado alternativa. Los
hermanos de Umberto acudieron a recoger el cadáver y Fiora pudo percibir su asombro.
—¿Cuántos hacen con ese? —preguntó Ammdar al acercarse para recoger la espada—.
¿Quince? ¿Veinte?

—Treinta —respondió Fiora—. O puede que más. Ya no los distingo.

—Habrá más —le prometió su hermano.

—Que así sea —replicó ella—. Pero cada muerte restaura un poco el honor de la
familia. Cada muerte es un paso hacia la redención.

—¿La redención de quién? —preguntó Ammdar.

Pero Fiora no respondió.


El verdugo

Poppy no tenía nada en contra de aquel lobo, salvo por el hecho de que quería atacarla.
Su boca ya estaba manchada del carmesí de una muerte anterior y la yordle no quería
arriesgarse a ser la siguiente. Estaba siguiendo el rastro de un famoso cazador de
monstruos y no pretendía morir antes de encontrarlo para juzgar su valía.

—Deberías retroceder. No vas a sobrevivir —dijo Poppy al lobo, con el martillo en alto
y pose amenazante.

Pero el lobo no se echó atrás. Corrió hacia ella, como impulsado por una extraña
desesperación que Poppy no fue capaz de identificar. Luego, vio la espuma translúcida
cayéndole por la comisura de la boca. Aquel animal no estaba impulsado por el hambre
o los instintos territoriales. Aquel animal estaba sufriendo y quería ponerle fin al dolor.
El lobo saltó hacia ella, como si ya hubiese decidido que su siguiente acción supondría
matar o morir.

Poppy asió el martillo y tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para lograr levantar
el considerable peso del arma. El golpe que le asestó al animal le destrozó el cráneo al
momento, lo que puso fin a su tormento. Poppy no disfrutó con aquella muerte, pero era
sin duda la mejor opción posible tanto para ella como para el lobo.

La yordle miró a su alrededor y analizó la pradera vacía, pero no había ni rastro del
cazador de monstruos que había venido a buscar. Había recorrido la campiña siguiendo
los rumores sobre sus actividades, con la esperanza de que aquel misterioso cazador
fuese el héroe legendario al que había estado buscando durante tantos años. Pero hasta
aquel momento tan solo había encontrado lobos, guivernos y condenados. Tuvo que
acabar con casi todos ellos en defensa propia.

Se había pasado semanas viajando de aldea en aldea y había recorrido incluso los
rincones más apartados de Demacia. Había caminado tan rápido como se lo permitían
sus piernecitas, pero aquel cazador de monstruos parecía estar siempre un paso por
delante. Todo cuanto dejaba a su paso eran historias de grandes hazañas heroicas. Para
los yordles, el tiempo era una mera curiosidad cuyo paso apenas se sentía. Pero incluso
para Poppy, aquella búsqueda estaba empezando a durar demasiado.

Un día, justo cuando empezaba a dudar de sí misma y de su misión, encontró una nota
clavada en un poste del camino:

''¡Estáis todos invitados a asistir al Festival del Verdugo!''

Se trataba de una festividad en honor del mismísimo cazador de monstruos al que


Poppy estaba buscando. Sin duda, aquella era una ocasión inmejorable para intentar
localizar a aquel esquivo héroe. Incluso cabía la posibilidad de que hiciese acto de
presencia. De ser así, se acercaría a él y determinaría si era digno de portar el martillo
que Orlon le había confiado. Aquella posibilidad la hizo ponerse en pie, y con fuerzas
renovadas, se dirigió hacia aquella fiesta.
Poppy estaba nerviosa cuando llegó a la aldea, engalanada con estandartes y banderines
que conmemoraban aquella festividad. Lo ideal era llegar pronto a un evento tan
concurrido para poder colocarse al fondo de la multitud sin llamar la atención. Sin
embargo, la plaza del mercado estaba ya repleta de espectadores y a Poppy le costaba
moverse por entre aquella marea de cuerpos. Luchó por moverse entre las piernas de los
aldeanos, la mayoría ya demasiado ebrios para percatarse de su presencia.

—Le pagaría una cerveza si estuviese aquí —farfulló una voz por encima de ella—.
Evitó que un monstruo se cargase a todas mis cabras.

El corazón de Poppy se aceleró, tal y como ocurría siempre que oía historias del
cazador.

¿Y si resulta que es él el elegido?, pensó.

Pero en lo más profundo de su ser, Poppy se hacía otra pregunta: ¿qué iba a hacer con
su vida tras deshacerse del arma? ¿Encontraría un nuevo propósito? Un yordle sin
propósito era, sin duda, algo patético. Se forzó a dejar de divagar y a centrarse en la
misión que tenía entre manos.

La pequeña guerrera consiguió abrirse paso hasta la zona posterior de la plaza del
mercado. Encontró una farola fácil de escalar y lejos de los ojos de la multitud. Subió
por ella hasta tener una vista clara por encima de la gente.

Poppy había llegado justo a tiempo. En el otro extremo de la plaza había un orador
sobre un estrado, con varios soldados de Demacia a su alrededor; detrás de él, un velo
ceremonial cubría algo enorme.

Poppy apenas oía las palabras del hombre, pese a sus agudos sentidos de yordle.
Hablaba sobre el cazador de monstruos y sobre cómo había salvado numerosas granjas
y aldeas del ataque de guivernos, lobos rabiosos y bandidos. Dijo que, aunque ese
guerrero había decidido permanecer anónimo, no por ello debían dejar de celebrar sus
hazañas. El verdugo había sido visto unas semanas antes cerca de la ciudad de
Uwendale, por lo que los primeros datos sobre su aspecto se habrían recogido allí.
Después de terminar el discurso, el orador retiró el velo para revelar una estatua de
piedra.

Poppy no cabía en sí de la emoción ante la posibilidad de ver por primera vez el aspecto
del cazador. Era el ejemplo de guerrero demaciano perfecto: dos metros de altura,
armadura pesada de cota de malla y músculos bien definidos. A sus pies se encontraba
el cadáver de un lobo al que se supone que había dado caza.

Justo cuando la imagen empezaba a asentarse en la mente de Poppy, oyó la voz de una
niña a pocos metros de distancia.

—Mira, papi. ¡Es el verdugo! ¡Es igual que la estatua! —afirmó la niña con los ojos
muy abiertos.

Poppy vio que la niña apuntaba en su dirección. No dudó en darse la vuelta, para ver si
el verdugo estaba detrás de ella. Pero allí no había nadie.
—No, querida —dijo el padre de la pequeña—. Es imposible que pueda cazar
monstruos. Tendría que medir el doble.

La niña y su padre perdieron rápido el interés y se dirigieron hacia la aldea para


disfrutar de las numerosas diversiones preparadas para la ocasión.

Cuando la multitud que había frente a la estatua se dispersó, Poppy se acercó para
inspeccionarla más de cerca. Ahora podía ver todos los detalles de la recreación en
mármol del cazador. Tenía el pelo largo, liso y recogido en dos coletas, una a cada lado
de la cabeza. Sus manos, que parecían estar curtidas en cientos de batallas, empuñaban
un gigantesco martillo que se parecía mucho al que le había dado Orlon. Para Poppy,
aquel era sin duda el mayor héroe de la historia del reino.

—Tiene que ser él —dijo Poppy—. Espero que no sea demasiado tarde.

Se giró y abandonó aquel festival tan rápido como se lo permitieron sus piernas para
tomar la ruta más rápida hacia Uwendale.
Secuelas

Los primeros rayos de sol comenzaban a acariciar los tejados de la gran ciudad, tiñendo
la pálida piedra de una tonalidad dorada. No corría ni una brizna de brisa, y los únicos
sonidos que alcanzaban las terrazas de los jardines del este de la ciudadela eran las
tenues canciones de pajarillos mañaneros y el murmullo ahogado de la ciudad al
despertar.

Xin Zhao estaba sentado con las piernas cruzadas sobre una tarima de piedra. Sus
manos reposaban sobre su lanza, que descansaba en su regazo. Dirigió la mirada a los
niveles inferiores del jardín, a las almenas y a la capital de Demacia, que se alzaba más
allá. Contemplar el amanecer sobre su ciudad de adopción solía traerle paz... Pero no
hoy.

Tenía la capa chamuscada y manchada de sangre, y su armadura estaba cubierta de


marcas y hendiduras. Algunos mechones grisáceos de su melena, que ya no relucía con
el negro intenso de la juventud, se habían escapado de su coleta y acariciaban su rostro.
En circunstancias normales, ya se habría bañado para deshacerse del sudor, de la sangre
y del hedor del humo. Habría enviado su armadura al herrero para que la reparara y
habría remplazado su maltrecha capa. Las apariencias importan, sobre todo cuando se es
senescal de Demacia.

Sin embargo, las circunstancias no eran en absoluto normales.

El rey había muerto.

Había sido el hombre más honorable que Xin Zhao jamás había conocido, alguien a
quien quería y respetaba por encima de todos. Había jurado protegerlo... Y le había
fallado cuando más lo necesitaba.
Se esforzó por respirar profundamente. Temía quedar aplastado bajo el peso de su
fracaso.

La revuelta de los magos del día anterior había sorprendido a toda la ciudad. Xin Zhao
había salido herido en combate mientras luchaba para abrirse paso de vuelta al palacio,
pero no sentía dolor alguno. Llevaba horas allí sentado, aguardando a que el frío de la
piedra le calara los huesos y permitiendo que un velo de dolor y vergüenza se
desplegara a su alrededor. Los guardias del palacio que habían sobrevivido al ataque lo
habían dejado hundirse en la miseria en soledad, y se mantenían alejados del jardín en el
que descansaba Xin, arropado por el silencio en las horas de oscuridad. Y Xin Zhao se
lo agradecía de corazón. No se sentía capaz de soportar sus miradas acusadoras.

Como si fuera la luz del último juicio, el sol alcanzó finalmente su silueta y le obligó a
entrecerrar los ojos.

Respiró profundamente y trató de recuperar la firmeza. Se puso en pie y lanzó una


última mirada a la ciudad que tanto amaba y al jardín que antes siempre le había traído
paz. Entonces, se giró y comenzó a caminar de vuelta al palacio.

Hacía ya muchos años que había hecho una promesa. Ahora se disponía a cumplirla.

El vacío en su interior le hacía sentirse como un espíritu que acechaba el lugar donde
había perdido la vida. La muerte habría sido mejor destino. Al menos, caer protegiendo
a su señor habría sido honorable.

Se dejó llevar por los pasillos del palacio, ahora fríos y sin vida. Los sirvientes con los
que se cruzó no le dirigieron la palabra y continuaron avanzando en un silencio perplejo
con los ojos bien abiertos. Los guardas que vio vestían expresiones de luto. Le
saludaron, pero el apartó la mirada. No se merecía su respeto.

Después, llegó a una puerta cerrada. Se dispuso a llamar, pero se detuvo justo antes. ¿Le
temblaba la mano? Maldijo su debilidad y golpeó con sequedad la madera de roble.
Esperó, firme y con la punta roma de su lanza apoyada con igual firmeza contra el
suelo. El golpe retumbó por el pasillo. Durante un largo instante, permaneció inmóvil,
con la mirada fija en la puerta, esperando a que se abriera.

Un par de guardias del palacio en patrulla giraron una esquina y pasaron frente a él con
sus ruidosas armaduras. Sentía tanta vergüenza que no fue capaz de mirarlos. La puerta
permanecía cerrada a cal y canto.

—La Gran Mariscal Crownguard está en el ala norte, señor senescal —dijo uno de los
guardias—. Ha ido a reforzar las medidas de seguridad.

Xin Zhao contuvo un suspiro, rechinó los dientes y le agradeció su ayuda al guardia con
un gesto.
—Mi señor... —dijo el otro guardia—. Nadie le culpa por...

—Gracias, soldado —le interrumpió Xin Zhao. No quería su compasión. La pareja le


saludó y continuó su marcha.

Xin Zhao se giró y avanzó por el pasillo en la dirección por la que habían llegado los
guardias, hacia el ala norte del palacio. Que Tianna Crownguard, la Gran Mariscal, no
estuviera en su despacho no suponía ningún alivio. Solo prolongaría el asunto.

Atravesó un pasillo adornado con banderines y estandartes y se detuvo brevemente bajo


uno de ellos: uno que retrataba la espada con alas blancas de Demacia sobre un fondo
azul. Lo había bordado la difunta madre del rey con la ayuda de sus doncellas y, aunque
casi un tercio estaba dañado por las llamas, era una obra de una belleza admirable.
Había caído en la batalla de la colina de Picosalado, pero el mismísimo rey Jarvan había
salido a la carga para recuperarlo con Xin Zhao a su lado. Se habían abierto paso a
cuchilladas entre cientos de bárbaros freljordianos envueltos en pieles, y Xin había sido
el que había alzado el estandarte cubierto en llamas. Ese día, la alentadora imagen del
estandarte recuperado había dado la vuelta a la batalla, en la que los demacianos se
hicieron con una inesperada victoria. Cuando regresaron a palacio, Jarvan exigió que no
se arreglara el estandarte. Quería que todos los que lo contemplaran recordaran su
historia.

Xin Zhao cruzó una pequeña sala, una biblioteca en un rincón poco frecuentado del
palacio donde el rey adoraba pasar las tardes. Era el lugar al que acudía para evadirse,
para librarse de las insignificantes preocupaciones de los sirvientes y los nobles. Xin
Zhao había pasado muchas noches en ese mismo rincón con el rey, disfrutando de un
intenso vino meloso y conversando sobre exquisiteces estratégicas, cuestiones políticas
y recuerdos distantes de la infancia.

En público, Jarvan era un líder estoico y firme, pero allí, en su refugio (especialmente
conforme llegaba la madrugada y el licor iba haciendo efecto), Xin lo había visto reírse
hasta que le caían las lágrimas y hablar movido por la pasión sobre las esperanzas que
albergaba para su hijo.

Una nueva oleada de dolor le invadió el pecho cuando se dio cuenta de que jamás
volvería a ver reír a su amigo.

Sin darse cuenta, Xin Zhao había avanzado hacia las salas de entrenamiento. Era
probable que, en los últimos veinte años, ese fuera el lugar donde había pasado más
tiempo. Era su verdadero hogar, el lugar en el que se sentía él mismo. Allí había pasado
incontables horas entrenando y practicando con el rey. Fue allí donde, para deleite del
rey, su hijo había aceptado a Xin Zhao en el seno de la familia. Fue allí donde Xin había
enseñado al joven príncipe a manejar la espada, la lanza y la jabalina; donde lo había
consolado, le había limpiado las lágrimas y lo había ayudado a ponerse en pie después
de caer; donde se había reído con él y celebrado sus éxitos.

Sintió como si un cuchillo le atravesara las entrañas al pensar en el príncipe. El día


anterior, Xin Zhao había perdido a su mejor amigo, pero el joven Jarvan había perdido a
su padre. Su madre había fallecido durante el parto. Ahora no tenía a nadie.
Con el corazón más pesado que el plomo, Xin Zhao se obligó a seguir caminando, pero
un sonido conocido le hizo detenerse en seco: un filo romo golpeando la madera.
Alguien estaba entrenando. Xin Zhao frunció el ceño.

A medida que avanzaba hacia las pesadas puertas, le invadió una sensación enfermiza.

Al principio no era capaz de distinguir quién se encontraba en el interior de la sala. Los


arcos y los pilares que rodeaban la abovedada sala conspiraban para mantener al sujeto
oculto entre las sombras. El sonido de firmes golpes retumbaba a su alrededor.

Al dejar atrás un grupo de pilares, distinguió al fin al príncipe, que acribillaba a un


objetivo de práctica de madera con una pesada espada de entrenamiento de hierro.
Estaba empapado de sudor y ahogado en jadeos de agotamiento. Atacaba sin contenerse,
con una expresión de profunda angustia.

Xin Zhao se detuvo entre las sombras, con el corazón dolorido al contemplar el
sufrimiento del joven príncipe. Quería con toda su alma correr hacia él, consolarlo,
ayudarlo en semejantes tiempos de dolor. El príncipe y su padre eran lo más parecido a
una familia que Xin había tenido nunca. Pero ¿cómo iba el príncipe a aceptar su
compañía? Era el guardaespaldas del rey y, sin embargo, seguía vivo mientras
enterraban a su señor.

Xin Zhao no entendía de duda, pues no era un sentimiento que le resultara cómodo.
Jamás, ni siquiera en los crudos campos de La Carnaza de Noxus, había pensado algo
dos veces. Sacudió la cabeza y se giró, dispuesto a irse.

—¿Tío?

Xin Zhao se arrepintió de no haberse marchado de inmediato.

No compartían sangre, por supuesto, pero el príncipe había comenzado a llamarlo tío
poco después de que Xin Zhao se uniera a la guardia del rey, veinte años atrás. Jarvan
era un chiquillo por aquel entonces y nunca nadie le había corregido. Al principio, al rey
le había hecho gracia ese gesto, pero, con el paso del tiempo, Xin Zhao se había
convertido prácticamente en parte de la familia real y custodiaba al hijo del rey como si
fuera el suyo propio.

Se giró lentamente. Jarvan ya no era un niño; ahora era más alto que el propio Xin.
Tenía los ojos enrojecidos y ojerosos. Xin Zhao intuyó que no era el único que no había
conseguido pegar ojo.

—Mi príncipe —respondió, e hincó la rodilla al tiempo que inclinaba la cabeza.

Jarvan no dijo nada. Se mantuvo en el sitio con la mirada inclinada hacia Xin Zhao.

—Mis disculpas —dijo él con la cabeza aún baja.

—¿Por la interrupción o por no haber estado presente para proteger a mi padre cuando
lo asesinaron?
Xin levantó la mirada. Jarvan lo fulminó con la mirada sin dejar de aferrar la mano a su
espada de entrenamiento. Xin Zhao no sabía qué responder, cómo expresar todo lo que
sentía.

—Le fallé —dijo al fin—. A él y a vos.

Jarvan se mantuvo firme un instante antes de girarse en dirección a uno de los soportes
para armas que había repartidos por la sala.

—Levántate —le ordenó.

Xin Zhao obedeció y el príncipe le lanzó una espada. La cogió por puros reflejos con su
mano mala, con la lanza aún firme en la derecha. Era otro de los pesados filos romos de
entrenamiento. Jarvan se abalanzó contra él con todas sus fuerzas.

Xin Zhao saltó hacia atrás y esquivó el golpe.

—Mi señor, no creo que... —comenzó a intervenir, pero sus palabras quedaron
ahogadas por un nuevo golpe de Jarvan, esta vez directo hacia el pecho. Xin Zhao lo
desvió hacia un lado con el mango de su lanza y dio un paso atrás.

—Mi príncipe... —dijo de nuevo, pero Jarvan volvió a golpearle con más furia.

Esta vez golpeó dos veces, por arriba y por abajo. A pesar de ser una espada de
entrenamiento, si esos golpes alcanzaban su objetivo, sin duda quebrarían el hueso. Xin
Zhao se vio obligado a defenderse y esquivó el primero hacia un lado sirviéndose de su
lanza. El segundo lo repelió con la espada. La fuerza del impacto le recorrió el brazo.

—¿Dónde estabas? —le espetó Jarvan mientras caminaba a su alrededor.

Xin Zhao bajó las armas.

—¿Es esto lo que deseáis? —preguntó en un murmullo.

—Sí —respondió Jarvan, movido por la rabia y aferrando su arma con fuerza.

Xin Zhao dejó escapar un suspiro.

—Un momento —dijo, y se acercó a un soporte para dejar su lanza. Jarvan esperó,
agarrando con impaciencia la empuñadura de su espada.

En cuanto Xin Zhao regresó al centro de la sala, Jarvan se lanzó al ataque. Lo alcanzó
con rapidez, gruñendo del esfuerzo. Sus embestidas carecían de elegancia, pero la furia
le prestaba fuerzas. Xin Zhao se sirvió de la fuerza de los golpes para desviarlos,
temeroso de enfrentarse a uno de ellos directamente.

En cualquier otro momento, habría reprendido al príncipe por su falta de consciencia,


pues estaba obsesionado con atacar y ofrecía numerosas oportunidades de réplica y
contragolpe, pero Xin Zhao no concebía interrumpir la justificada ira de Jarvan.
Tampoco pretendía aprovechar sus carencias para defenderse. Si el príncipe necesitaba
ver su sangre derramada, que así fuera.

—¿Dónde... estabas? —preguntó de nuevo entre estocadas.

—Debería haber hecho esto hace mucho tiempo —dijo el rey sin levantar la vista de su
escritorio, donde se hallaba concentrado en redactar una carta.

Cada vez que hundía la pluma en el tintero, lo hacía como si asestara una cuchillada, y
escribía en un furioso frenesí.

Las emociones del rey no solían salir a la superficie de semejante manera.

—¿Mi señor? —interrumpió Xin Zhao.

—Nos ha cegado lo que tanto tememos —dijo el rey, aún con la vista fija en el papel,
aunque su pluma se detuvo un instante—. Hemos sido unos necios. He sido un necio. Al
tratar de protegernos, hemos creado al enemigo que tanto pavor nos inspiraba.

Xin Zhao bloqueó un firme golpe que iba directo a su cuello. La fuerza del impacto lo
hizo retroceder.

—¿No tienes nada que decir? —insistió Jarvan.

—Debería haber estado con vuestro padre —contestó Xin.

—Eso no es respuesta —le espetó el príncipe. Se giró con brusquedad y lanzó la espada
a un lado. Esta rebotó contra el suelo con un fuerte sonido metálico. Durante un
instante, Xin Zhao se alegró al ver que el príncipe había tenido suficiente, pero entonces
lo vio elegir otra arma de uno de los soportes.

La Perdición del dragón.

La alzó hacia él con una expresión severa e inmutable.

—Coge tu lanza —le dijo.

—No lleváis armadura —protestó el senescal.

Las armas de entrenamiento eran suficiente como para quebrar hueso, pero el más
mínimo error con una lanza de verdad podría resultar letal.
—Me da igual —respondió Jarvan.

Xin Zhao inclinó la cabeza. Se agachó para recoger la espada de entrenamiento de


Jarvan y la dejó con cuidado sobre un soporte junto a la suya. Reacio y con el corazón
encogido, recogió su lanza y caminó de nuevo a la zona despejada del centro de la sala.

Sin pronunciar palabra alguna, Jarvan se lanzó contra él.

—No entiendo, mi señor —dijo Xin Zhao.

El rey se detuvo un instante y, por primera vez desde que Xin Zhao había entrado en la
sala, levantó la mirada. En ese preciso instante, se le veía muy mayor. Cientos de
pequeñas arrugas le surcaban la frente, y su pelo y su barba habían adquirido hacía
tiempo una tonalidad grisácea. Ambos habían dejado atrás la juventud.

—Es culpa mía —afirmó el rey. Tenía la mirada perdida, fija en un punto lejano—. Les
he concedido demasiado poder. Nunca estuve del todo de acuerdo, pero tenían
argumentos muy convincentes y contaban con el respaldo del consejo. Ahora entiendo
el error que fue descartar mi proprio juicio. Esta carta ordenará a todos los cazadores
de magos que cesen sus arrestos.

Con un diestro giro, Jarvan dirigió la Perdición del dragón hacia Xin Zhao. La
empuñadura de la legendaria lanza medía casi dos veces más que la suya y sus letales
cuchillas cortaron el aire a la velocidad del rayo en dirección al cuello del senescal.

Esquivó el golpe hacia un lado y desvió la lanza con un giro de la suya propia,
procurando que las cuchillas no se hundieran en su arma.

Xin Zhao nunca había visto un arma como la Perdición del dragón, ni siquiera en los
crueles enfrentamientos que se celebraban en La Carnaza. En realidad, los secretos de
su manejo se habían perdido durante el reinado de los primeros reyes de Demacia, y en
manos poco hábiles resultaba tan letal para los enemigos como para su portador. Por
ello, había pasado siglos siendo un ornamento de ceremonia, un icono de la familia en el
poder. Sin embargo, cuando el príncipe era todavía un crío, soñaba con poder empuñarla
como todos aquellos héroes de la antigüedad, y Xin Zhao le había prometido enseñarle
cuando estuviera preparado.

Jarvan saltó hacia delante, barriendo el terreno con su arma. Xin Zhao desvió también
este golpe pero, al instante, el príncipe volvió a la carga con un golpe giratorio que
apenas consiguió esquivar y le pasó rozando la garganta. Jarvan no se cortaba un pelo.
Antes de que Xin Zhao pudiera enseñar al joven cómo manejar la lanza, tuvo que
aprender a dominarla él mismo. Con la aprobación del rey, comenzó a entrenar para
descubrir todos sus secretos. Era sorprendentemente ligera y perfectamente equilibrada.
Un arma sublime, la obra maestra de un auténtico artista.

Se había forjado en los inicios de Demacia a manos de un herrero de renombre, Orlon, y


desde entonces se había venerado como un icono de la historia del reino, tan
significativo como sus enormes murallas blancas o la corona del rey. Se concibió para
derrotar a Maelstrom, la dragona helada, y a sus crías, que habían asolado a los primeros
demacianos en tiempos pasados. Siglos después, seguía siendo un poderoso símbolo de
la corona.

Durante años, Xin Zhao había practicado con la lanza todos los días antes del amanecer.
Solo cuando sintió que comprendía su naturaleza lo suficientemente bien, se atrevió a
comenzar a enseñar cómo empuñarla al príncipe.

Jarvan dejó escapar un gruñido de esfuerzo y se lanzó de nuevo contra Xin Zhao. Este
se centró únicamente en la defensa y dio un paso al lado con elegancia sin perder
consciencia de su alrededor. Ante él, su lanza era apenas un borrón que desviaba
continuamente las embestidas del príncipe.

El joven Jarvan ya llevaba tiempo aprendiendo los fundamentos de la espada, la lanza y


los puños, así como las partes más teóricas de la historia militar y la retórica. En su
dieciséis cumpleaños, su padre le cedió al fin la Perdición del dragón. Entrenó
duramente y se hirió una y otra vez durante el proceso, pero con el tiempo consiguió
manejar la lanza como si fuera una extensión de su propio cuerpo.

Jarvan continuó forzando los límites de Xin Zhao y golpeando con rabia. Unía un
ataque con el siguiente sin darle tregua al senescal. Un golpe frontal fallido se convertía
en un barrido hacia arriba, que pronto pasaba a trazar dos arcos laterales: el primero por
debajo, apuntando a las entrañas, y el segundo inclemente, hacia la garganta. Xin Zhao
los esquivó todos. Su cuerpo se deslizaba de un lado a otro y su lanza resplandecía al
retorcerse para desviar todos los golpes.

Aun así, aunque Jarvan llevaba mucho tiempo siendo el aprendiz del senescal, era más
joven y más fuerte, y su altura le otorgaba una ventaja en términos de alcance. Ya no se
trataba de un mero aspirante; se había curtido en el entrenamiento y en la batalla, y la
destreza de Jarvan con la Perdición del dragón podía ahora ser superior a la suya propia.
Jarvan lo hostigaba sin clemencia, obligándolo a retroceder.

Xin Zhao estaba haciendo uso de toda su agilidad para esquivar los golpes, pero no
aguantaría mucho más.

El rey bajó la mirada y leyó detenidamente la carta. Dejó escapar un suspiro.


—Si me hubiera atrevido a hacer esto antes, quizá podríamos haber evitado las
tragedias de hoy —dijo.

Firmó la misiva y dejó caer unas gotas de cera de color azul real junto a su nombre,
sobre las que estampó su sello personal.

Sopló sobre la estampa y levantó la carta, agitándola con suavidad para que la cera se
enfriase.

Satisfecho con su labor, el rey enrolló el papel, lo colocó con cuidado en el interior de
una funda cilíndrica de cuero blanco curado y selló la tapa.

Le tendió el cilindro al senescal.

Xin Zhao giró el rostro en el último momento y esquivó a duras penas un violento corte.
Las cuchillas dentadas de la Perdición del dragón se deslizaron por su mejilla, dejando
un rastro de sangre.

Por primera vez desde el inicio del combate, Xin Zhao temió que la intención del
príncipe fuera matarlo.

Era capaz de apreciar el sentido del equilibrio que encerraba morir en manos del hijo del
hombre que no había sido capaz de proteger.

Jarvan empujó con fuerza la lanza de Xin a un lado con el astil de la Perdición y se giró
con elegancia a la vez que volteaba rápidamente su arma en busca del cuello del
senescal.

Ejecutó el movimiento que Xin Zhao le había enseñado tiempo atrás con una precisión
impecable. El juego de pies del joven príncipe era sublime, y el golpe inicial a la lanza
de su oponente fue lo suficientemente firme como para empujarla a un lado, pero sin
llegar a ralentizar la embestida final.

Aun así, el senescal habría podido bloquearlo. Habría estado cerca, pero, a pesar del
cansancio, confiaba en sus reflejos.

Sin embargo, no trató de hacerlo. No le quedaba voluntad para luchar.

Levantó ligeramente la barbilla para asegurarse de que el golpe fuera letal.

Sintió el silbido de las cuchillas de la Perdición del dragón. El golpe iba cargado de
velocidad, destreza y potencia. El corte sería profundo y lo mataría casi al instante.

Justo en el momento en el que entraba en contacto con la garganta de Xin Zhao, la lanza
se detuvo en seco, derramando apenas unas gotas de sangre.
—¿Por qué no me dices dónde estabas? —preguntó Jarvan.

Xin tragó saliva. Un fino reguero de sangre se deslizó por su garganta.

—Porque la culpa es mía —respondió—. Debería haber estado con él.

Jarvan mantuvo el filo contra el pescuezo de Xin Zhao unos instantes, y después se
retiró. Parecía haber languidecido de repente, como si la rabia le hubiera abandonado y
se hubiera quedado a solas con su pena.

—Entonces, mi padre te ordenó que te fueras —dijo—. Y no quieres que cargue con la
culpa de tu ausencia.

Xin Zhao no respondió.

—¿Me equivoco? —insistió el príncipe.

El senescal suspiró y bajó la mirada.

Xin Zhao se mantuvo impertérrito y en silencio. Siguió con la mirada la carta que el
rey le tendía, pero no hizo ademán de recogerla.

El rey alzó las cejas y Xin Zhao se resignó a aceptarla.

—¿Queréis que se la entregue a un mensajero, mi señor? —preguntó.

—No —respondió Jarvan—. Confío en ti para que la entregues tú mismo, amigo mío.

Xin Zhao asintió con gravedad y se enganchó el cilindro al cinturón.

—¿Para quién es?

—Para el jefe de la orden de los cazadores de magos —respondió el rey, levantando un


dedo—. No para uno de sus lacayos. Para él en persona.

Xin Zhao inclinó la cabeza.

—Me encargaré de ello en cuanto las calles estén despejadas y hayamos localizado al
criminal en fuga.

—No —interrumpió Jarvan—. Quiero que la entregues ahora.


—En ocasiones, era muy testarudo —dijo Jarvan hijo al tiempo que sacudía la cabeza
—. Una vez que tomaba una decisión, no había forma de disuadirlo.

—Debería haber estado con él —repitió Xin Zhao débilmente.

Jarvan se frotó los ojos.

—¿Y desobedecer las órdenes de tu rey? No, tú no eres así, tío —respondió el príncipe
—. ¿Qué te ordenó hacer?

Xin Zhao frunció el ceño.

—Debería estar a vuestro lado, mi señor —dijo—. No quiero abandonar el palacio.


Hoy no.

—Quiero que entregues ese mensaje antes de que la situación empeore —respondió el
rey—. Es de suma importancia refrenar a los cazadores de magos para evitar más
altercados. Ya ha ido demasiado lejos.

—Mi señor, no creo que sea adecuado que... —intervino Xin Zhao, pero el rey le
interrumpió con firmeza.

—Es una orden, senescal —dijo—. Entregarás este decreto. Ahora.

—Para entregar una carta —dijo Jarvan sin emoción alguna—. ¿Para eso te ordenó que
lo abandonaras?

Xin Zhao asintió y el príncipe dejó escapar una carcajada cargada de amargura.

—Muy propio de él —continuó—. Siempre absorto en asuntos internos. Se perdió la


ceremonia del filo en mi catorce cumpleaños porque tenía que reunirse con el consejo
del escudo... para hablar de impuestos.

—Lo recuerdo —dijo Xin.

—Entregaste la carta en cuestión, ¿verdad?

—No —Xin Zhao negó con la cabeza. —Me di la vuelta en cuanto escuché las
campanas. Regresé al palacio tan rápido como me resultó posible.

—Y te surgieron problemas por el camino, por lo que parece —señaló Jarvan haciendo
hincapié en su apariencia.
—Nada de lo que no pudiera hacerme cargo.

—¿Magos? —preguntó el príncipe.

Xin Zhao asintió.

—Y otros que se habían unido al asesino.

—Deberíamos haberlos ejecutado a todos —siseó Jarvan.

El senescal lo miró alarmado. Nunca había percibido semejante odio en su voz. Es más,
el príncipe siempre había tenido dudas acerca del trato que los magos recibían en
Demacia. Pero eso era antes.

—No creo que vuestro padre hubiera compartido esa opinión —señaló con un tono
calmado.

—Y lo asesinaron —respondió Jarvan con furia.

A Xin Zhao no se le ocurrió nada útil que añadir, así que permaneció en silencio. El
fuego interno de Jarvan de ese instante se apagó casi de inmediato. Los ojos se le
inundaron de lágrimas a pesar de sus esfuerzos por controlarse.

—No sé qué hacer —compartió. En ese momento, parecía de nuevo un niño solo y
asustado.

Xin Zhao dio un paso adelante, dejando caer su lanza, y abrazó a Jarvan con todas sus
fuerzas.

—Mi niño...

Entonces, el príncipe comenzó a sollozar con tal violencia que su cuerpo entero
temblaba. Y Xin Zhao derramó las lágrimas que había contenido hasta ese momento.

Se abrazaron durante unos instantes más, unidos por la pérdida compartida, y después se
separaron. Xin Zhao se giró para recoger su lanza y ambos aprovecharon el momento
para recuperar la compostura.

Cuando se volvió de nuevo, Jarvan se había quitado la camisa manchada de sudor y se


estaba vistiendo con una túnica de lino blanco con una espada azul alada bordada. Se le
veía más tranquilo.

—Ahora asumiréis lo que habéis nacido para tomar —dijo Xin Zhao—. El liderazgo.

—No estoy preparado —respondió Jarvan.

—Nunca nadie lo está. Al menos, no los que lo hacen bien.

—Pero estarás a mi lado, tío. Para ayudarme.


Una garra gélida se cerró en torno al corazón de Xin Zhao.

—Eso... no va a ser posible —respondió.

Xin Zhao tenía sentimientos encontrados. Desde que había jurado lealtad al rey
Jarvan, veinte años atrás, jamás había desobedecido una orden.

—Mi lugar es junto a vos, mi señor, protegiéndoos —dijo.

El rey se frotó los ojos con un ademán cansado.

—Tu deber es servir a Demacia —dijo.

—Y vos sois el rey —respondió Xin—. Sois Demacia.

—¡Demacia es mucho más que un simple rey! —exclamó Jarvan con dureza—. No hay
más que hablar. Es una orden.

Los sentidos de Xin Zhao lo alertaban del peligro inminente, pero su devoción por el
deber hizo que los acallara.

—Que así sea —respondió.

Con una inclinación, se volvió y salió del dormitorio.

—Hace mucho tiempo, hice un promesa —dijo Xin Zhao—. Si alguna vez le fallaba a
vuestro padre, renunciaría a mi vida.

—¿Y cuántas veces le salvaste la vida? —preguntó Jarvan con severidad. En ese
momento, a Xin Zhao le pareció la viva imagen de su padre.

—Que yo haya presenciado, al menos en tres ocasiones. Sé que hubo más.

Xin Zhao frunció el ceño.

—Mi honor es mi vida —dijo—. No podría vivir con la vergüenza de no haber


cumplido mi palabra.

—¿Ante quién pronunciaste ese juramento?

—Ante la Gran Mariscal Tianna Crownguard.


Jarvan frunció el ceño.

—Cuando te uniste a la guardia de mi padre, juraste lealtad a Demacia, ¿no es así?

—Por supuesto.

—Entonces, le debes tu juramento a Demacia. No a mi padre ni a nadie más. Tu deber


para con Demacia es lo más importante.

Xin Zhao miró fijamente al príncipe. Se parece tanto a su padre.

—¿Y qué hay de la Gran Mariscal?

—Yo me encargaré de Tianna. Ahora mismo necesito que cumplas con tu deber.

Xin Zhao dejó escapar un soplo que había reprimido sin darse cuenta.

—¿Aceptas ser mi senescal, como fuiste el de mi padre? —preguntó Jarvan.

Xin Zhao pestañeó. Hacía apenas unos instantes había estado seguro de que el rey
pensaba ejecutarle... Y le habría parecido justo.

No respondió, preso de la duda y las emociones encontradas.

—Xin Zhao... Tío —dijo Jarvan—. El reino te necesita. Yo te necesito. ¿Aceptarás el


cargo? ¿Por mí?

Lentamente, como si esperara que Jarvan cambiara de opinión en cualquier momento,


Xin Zhao se arrodilló ante el príncipe.

—Sería un honor... su Majestad.

Jarvan atravesaba los pasillos de palacio junto con Xin Zhao de camino a la sala del
consejo. Los consejeros de su padre... no, los suyos, esperaban su llegada.

Había soldados por todas partes. El batallón de élite más prestigioso de Demacia, la
Vanguardia Impertérrita, se había reunido para reforzar a la guardia de palacio y
vigilaba todas las entradas, atenta y disciplinada.

La expresión de Jarvan era firme y su porte, majestuoso. Xin Zhao había sido el único
testigo de aquel torrente de emociones en la sala de entrenamiento. Ahora, frente a los
sirvientes del palacio, los nobles y la guardia, el príncipe mostraba un control absoluto.

Bien, pensó Xin Zhao. El pueblo demaciano necesita verlo fuerte.


Todos los que se cruzaban con él se arrodillaban e inclinaban la cabeza. Prosiguieron su
camino dando largos y determinados pasos.

Jarvan se detuvo frente a las puertas de la sala del consejo.

—Un momento, tío —dijo volviéndose hacia Xin.

—¿Mi señor?

—¿Qué hay de la carta que te dio mi padre? ¿Donde está?

—La tengo conmigo —respondió Xin Zhao. La liberó de su cinturón y se la tendió al


príncipe.

Jarvan la tomó, rompió el sello y desenrolló el pergamino. Recorrió rápidamente las


palabras de su padre con la mirada.

Xin Zhao vio como su expresión se endurecía. Cuando terminó, aplastó la carta con
ambas manos, como si estuviera retorciendo un pescuezo, antes de devolvérsela al
senescal.

—Destrúyela —indicó.

Xin Zhao lo miró con asombro, pero el príncipe ya había reanudado la marcha. Asintió
a los guardias apostados a cada lado de las puertas y estas se abrieron ante ellos. Los
miembros del consejo que esperaban sentados en la larga mesa se pusieron en pie y se
inclinaron al unísono. Las llamas crepitaban en la chimenea que adornaba la pared sur
de la sala.

En la mesa había varios asientos vacíos. El rey no había sido la única víctima del asalto
del día anterior.

Xin Zhao se quedó aferrando la carta arrugada, aturdido, mientras que Jarvan avanzó
hacia la cabecera de la mesa. Dirigió la vista hacia el senescal, que seguía de pie junto a
la puerta.

—¿Senescal? —dijo Jarvan.

Xin Zhao pestañeó. A la derecha del nuevo rey se alzaba la Gran Mariscal Tianna
Crownguard, que le dirigió una mirada helada. Al lado opuesto y con una expresión
igual de hostil estaba su marido, el destinatario de la carta del rey: el jefe de la orden de
cazadores de magos. La mirada de Xin Zhao recorrió a ambos antes de regresar a
Jarvan, quien alzó las cejas con aire inquisitivo.

Sin demorarse más, Xin Zhao entró en la sala y lanzó la carta a las llamas.

Después ocupó su sitio junto a su nuevo rey. Esperó que la profunda preocupación que
lo invadía no fuera perceptible.

—Que comience la sesión —dijo Jarvan.


Libre como antaño

El prisionero mantiene la cabeza bien alta, pese a tener los tobillos encadenados a un
poste de madera y las muñecas atadas con una cuerda gruesa. La sangre fluye por sus
mejillas hasta gotear sobre su túnica noxiana negra, y junto a sus pies desnudos se
forman pequeños charcos rojos. Sobre su cabeza, el cielo dibuja manchas grises sobre
un lienzo azul, como inseguro de sus verdaderos colores.

Una cerca con prominentes estacas puntiagudas rodea al prisionero. Los soldados corren
de tienda en tienda a su alrededor. Sus pasos apresurados levantan el polvo, y las botas
se les llenan de una mugre que, a buen seguro, limpiarán antes de presentarse ante sus
comandantes. El prisionero lo sabe después de haber observado su comportamiento
disciplinado a lo largo de los últimos días. Nunca había visto nada parecido.

Por el campamento, unos estandartes de color azul intenso ondean en el viento; llevan la
imagen de una espada que divide dos alas desplegadas: la enseña de Demacia.

Hace no mucho, allí se erguían los estandartes de color negro y carmesí de Noxus. El
prisionero recuerda sus órdenes: recuperar Kalstead por la gloria del imperio.

Fracasó.

Y conoce las consecuencias. La guerra no perdona el fracaso. Es una verdad que está
dispuesto a aceptar. Por ahora, aguarda su suerte. La primera vez que estuvo preso,
perdió su hogar; esta vez, perderá aún más.

Cierra los ojos y más recuerdos le inundan la mente. Recuerda que había dos hombres.
A su maestro lo conocía: había convertido a un chico perdido y arrebatado de su hogar
en un luchador digno de las arenas del justiciero. El otro hombre era un desconocido
que aseguraba representar los intereses del imperio. Cuando llegaron a un acuerdo, lo
enviaron al oeste, bajo la sombra de las Montañas Argentadas, con rumbo hacia
Kalstead.
No hubo despedidas ni deseos de buena fortuna. No obstante, no estaba solo. Había
otros mercenarios como él, grupos variopintos de luchadores encomendados con tareas
que no merecían la atención de las tropas veteranas. Pocos de ellos podían decir algo al
respecto, pues sus amos estaban muy dispuestos a vender sus talentos al ejército por el
precio adecuado.

—No tienes pinta de ser de Noxus —dice una voz que interrumpe el momento de
reflexión del prisionero.

Abre los ojos y ve a un demaciano fuera del recinto vallado. Su atuendo está compuesto
por una mezcla de telas azul marino y marrón cubiertas por cota de malla, y de la
cintura le cuelga una espada corta. El prisionero dictamina que tiene porte de líder,
aunque de bajo rango.

—¿Cómo te llamas? —pregunta el soldado.

El prisionero medita. ¿Dependerá su suerte de esta respuesta?

—Xin Zhao —contesta, con la voz áspera y seca.

—¿Cómo?

—Xin. Zhao.

—No suena a nombre de Noxus —piensa el soldado en voz alta—. Los nombres
noxianos son imponentes, como... Boram Darkwill —explica, pronunciando las dos
palabras con un escalofrío.

Xin Zhao no responde. Duda que merezca la pena tener esta conversación antes de su
inminente ejecución.

—Venga aquí, sargento de escudo —dice otra voz demaciana.

El semblante serio de la joven oficial absorbe la atención del sargento. Viste una
armadura de plata con molduras doradas en las hombreras, y una capa de color azul vivo
que le cubre la espalda.

—No se moleste en conversar con un noxiano —aconseja—. No comparten nuestras


virtudes.

El sargento inclina la cabeza.

—Claro, capitana de espada Crownguard, pero, si me permite la pregunta...

La capitana asiente.

—¿Por qué este está recluido en solitario?

La capitana contempla al prisionero con unos ojos azules llenos de desprecio.


—Este acabó con más vidas que los demás.

Xin Zhao se despierta con el sonido de trompas. Está sentado en el fango y patea el
suelo mojado con sus pies entumecidos. Apoyando la espalda contra el poste, serpentea
sobre él hasta ponerse de pie y observa cómo el sargento del día anterior se aproxima
acompañado por otros cuatro con vestimentas similares. Tras abrir la puerta del recinto,
el sargento es el primero en entrar; lleva una bandeja con un bol de sopa caliente.

—Buenos días. Soy Olber, y esta es mi unidad de vigilancia —dice el sargento—. Aquí
tienes el desayuno, Chinsao.

Xin Zhao lo contempla mientras coloca la bandeja en el suelo. ¿Quién iba a pensar que
alguien podría pronunciar mal dos sílabas con tal crueldad?

Un guardia demaciano corta la cuerda que sujeta las muñecas de Xin Zhao con diestros
movimientos. El sargento y los demás aguardan cerca con las manos sobre las
empuñaduras de sus espadas.

—Venga, come —dice Olber.

Xin Zhao recoge el bol.

—Han enviado a cinco de vosotros.

—Obedecemos las órdenes de la capitana —explica Olber—. A fin de cuentas, es de los


Crownguard. Protegen al mismísimo rey.

Los guardias se miran unos a otros y asienten durante la explicación.

—Sí, su padre salvó al último Jarvan en Colmillo de la Tormenta —menciona uno de


ellos.

—¿Qué Jarvan era? —pregunta otro.

—El segundo. Ya vamos por el tercero.

—Se dice rey Jarvan III —interviene Olber—. Es vuestro rey y el mío. Debéis mostrar
un poco de respeto, habida cuenta de que ha viajado personalmente hasta aquí con
nosotros.

Xin Zhao toma nota de que tienen en alta estima a su rey. Mientras los soldados siguen
departiendo, va bebiéndose la sopa sorbo a sorbo y escucha la conversación. Hablan de
lo insensatos que fueron los noxianos por aventurarse tan lejos hacia el oeste, de lo
sencillo que fue para ellos acudir en ayuda de Kalstead y de que su triunfo fue en
nombre de la justicia.
"Nos enviaron aquí a morir", advierte Xin Zhao. Agarra el bol vacío con tal fuerza que
se rompe, y la madera se desmenuza entre sus manos.

Los demacianos vuelven su atención hacia él. Olber mira a Xin Zhao.

—Las manos.

Xin Zhao las ofrece con las palmas hacia arriba.

—Te dieron una buena paliza —señala Olber, mientras ata otra cuerda alrededor de las
muñecas de Xin Zhao.

Los guardias se acercan y ven cicatrices por todas partes, como ríos que serpentean por
su piel. Xin Zhao sigue sus miradas. Ya no es capaz de discernir en qué duelo recibió
cada cicatriz. Ha participado en muchos, pero pocos se molesta en recordar.

—No son heridas recientes —observa uno de los guardias.

—Así es —dice Xin Zhao.

Su voz, clara y firme, atrae la atención de los guardias. Durante un instante, se quedan
quietos, mirándolo como si ya no fuera un simple prisionero más.

—¿A qué te dedicabas en Noxus? —pregunta Olber.

—Peleaba en las arenas —responde Xin Zhao.

—¡Un justiciero! —exclama un guardia—. He oído hablar de vosotros los salvajes.


Lucháis a muerte frente a miles de personas.

—Nunca había oído hablar de un justiciero llamado Chinsao —murmura otro.

—Quizá no era muy bueno y por eso está aquí, atado y magullado.

—Espera —interviene Olber—, ¿los justicieros no usáis otros nombres en la arena?

A Xin Zhao casi se le escapa una sonrisa. Este demaciano es más inteligente de lo que
deja entrever. Todo el mundo lo sabe, incluso fuera del imperio, que los justicieros
suelen optar por títulos ingeniosos. Algunos prefieren la extravagancia; otros tienen algo
que ocultar. Xin Zhao eligió el suyo para recordar la vida que tuvo antes de que se la
arrebataran.

—Viscero —dice un guardia que sostiene un trozo de pergamino desplegado—. Así es


como lo llamaban los noxianos.

Olber le quita el pergamino y lo examina. Transcurren unos largos segundos hasta que
levanta la mirada hacia Xin Zhao.

—Eres ese justiciero.


Silencio. Unos sutiles rayos de luz atraviesan el cielo gris.

—Viscero —repite Olber, con una nota de asombro en la voz—. El que nunca perdió.

Los guardias se miran entre sí. Después, al unísono, dirigen la mirada a Xin Zhao, ahora
con una expresión de reconocimiento en los ojos.

—¡Te conozco! —exclama un guardia.

—¿No venciste a un minotauro? —pregunta otro.

Olber alza una mano para interrumpir la cháchara improductiva.

—¿Por qué dijiste que tu nombre era Chinsao? —pregunta.

Xin Zhao suelta un suspiro.

—Cuando me convertí en justiciero, Xin Zhao dejó de existir. Solo quedó Viscero.

Se examina las muñecas atadas y los tobillos encadenados y luego vuelve a mirar a los
demacianos.

—En el tiempo que me queda, preferiría utilizar mi verdadero nombre.

—Pero ¿qué hace un famoso justiciero luchando en las guerras fronterizas de Noxus? —
pregunta Olber una vez más.

—Me compraron —responde Xin Zhao—. El ejército.

Explicar todo esto le resulta un poco extraño. Durante mucho tiempo, había asumido
que los últimos instantes de su vida transcurrirían de forma fugaz, en la arena, con una
herida de lanza o espada como colofón... no con una comida caliente y preguntas sobre
su pasado.

"¿Será esto obra del destino, como una última muestra de compasión?".

Olber parece inquieto.

—No tuviste otra opción —dice.

Xin Zhao niega con la cabeza.

—¿Te queda familia en Noxus?

Xin Zhao reflexiona un instante y luego vuelve a cabecear. Se pregunta si tendrá familia
en algún lugar.

—Bueno, pues supongo que te aguarda un nuevo comienzo.


Olber le hace un gesto con la cabeza a un guardia. Este saca una llave y empieza a
desencadenar a Xin Zhao del poste.

Xin Zhao inclina la cabeza con un gesto de curiosidad.

—¿Qué quieres decir?

Olber sonríe.

—Vamos a buscarte algo de ropa.

Xin Zhao está sentado y lleva puesta la nueva túnica que le han ofrecido. La tela
demaciana es suave al tacto con su piel. Echa un vistazo por la tienda y cuenta las camas
de paja y los boles de sopa vacíos. A sus oídos llegan palabras de agradecimiento.
Reconoce las voces sinceras. Proceden de otros que, hace unas horas, eran prisioneros
como él.

Uno a uno, se levantan de sus camas y les dan las gracias a los sanadores que han
tratado sus heridas. Unos demacianos armados entran en la tienda. Xin Zhao contempla
cómo acompañan afuera a los prisioneros. Los conoce bien después de haber marchado
junto a ellos hacia Kalstead. Durante el viaje, se pasaron buena parte del tiempo
tratando de imponerse en distintos retos de fuerza que acababan con los triunfadores
vanagloriándose de su poderío y con los derrotados cabizbajos por la vergüenza. Los
más expresivos alardeaban en voz alta de cuántos soldados demacianos pensaban matar.
Todo aquello fue antes de que estuvieran frente a frente con un ejército de verdad.

No hubo batalla. Es posible que al ejército noxiano le hubiera ido mejor con sus
legiones y sus armas de asedio, pero ellos no eran militares. Eran unos simples reclutas
incapacitados para un combate formal contra un reino unificado. Pocas horas después,
Kalstead ya estaba vitoreando a sus salvadores.

"Nos enviaron aquí a morir", se recuerda Xin Zhao a sí mismo. Y, aun así, quiso la
suerte que sobrevivieran. No por la voluntad de Noxus, sino por la de Demacia.

"La suerte fluye como los cuatro vientos", les había escuchado decir una vez a los
ancianos, "y ninguna persona puede conocer el rumbo hasta que navega".

Una sanadora anciana pasa a su lado. Su pálida toga es idéntica a la del resto que hay
trabajando en la tienda.

—¿Cómo te encuentras, hijo? —pregunta.

—Bien —contesta Xin Zhao—. Gracias.


—No me des las gracias a mí, dáselas al rey. Fue su decreto real el que determinó que
debíamos atender a todos los prisioneros.

—¿El tercer Jarvan?

"Otra vez ese rey. ¿Cómo es posible que un hombre infunda tanta inspiración?".

—Sí, el gran Jarvan III —corrige ella—. Él te ha dado la oportunidad de rehacer tu vida,
de hallar la paz.

Xin Zhao echa la vista al suelo con las manos juntas. Viscero siempre fue capaz de
hallar su sitio en la arena. Fuera de la palestra, la gente de Valoran lo acogía por su
fuerza, de eso está seguro. En cuanto a su lugar de nacimiento (las Tierras Primigenias
al otro lado del mar, un lugar que no ha visto en décadas), le resulta ahora tan ajeno
como cualquier fantasía distante.

¿Dónde podría hallar la paz? ¿Y la aceptaría?

No, su oportunidad para vivir en paz se desvaneció hace mucho tiempo, cuando acabó
por primera vez con la vida de alguien y lo premiaron con una prórroga de la suya
propia.

Xin Zhao se vuelve hacia la sanadora.

—Si me lo permite, tengo una pregunta.

—Dime, hijo.

—¿Quién es este rey vuestro?

La sanadora suelta una risita.

—¿Por qué no lo compruebas tú mismo?

Xin Zhao camina detrás de Olber, custodiado por cuatro guardias. Conforme atraviesan
arduamente el campamento, ojea con curiosidad el interior de las tiendas que van
dejando atrás y ve cómo los soldados demacianos empaquetan sus pertenencias y los
capitanes planifican el siguiente despliegue. Cuentan los rumores que se avecina otra
batalla contra Noxus en algún lugar a apenas una semana de marcha de distancia. Xin
Zhao especula si será allí adonde se dirigirán estas personas, siguiendo el rastro del caos
para restablecer el orden en cada lugar que visitan. Parecen obedecer a un llamamiento
más trascendental, a algo más fuerte que la fuerza y quizá con más valor.
Se imagina cómo sería esa sensación de tener tan claras tus convicciones que
sacrificarías tu propia vida por ellas. Hubo momentos en la arena en los que su vida no
significaba nada. Ahora vale lo suficiente como para merecer una audiencia con un rey.

—Parece que eres el último —dice Olber, deteniendo la escolta y señalando hacia
delante.

Xin Zhao sigue el dedo del sargento y atisba una tienda más grande que todas las
demás. Los mismos estandartes de color azul marino adornan el techo. Unos guardias
con armaduras relucientes forman filas paralelas frente a la entrada. Ve a un hombre con
tatuajes noxianos en la cara y el cuello que sale arrastrando los pies y lleva una pequeña
bolsa de lino. El hombre hace varias reverencias con la cabeza antes de que uno de los
guardias se lo lleve. Al instante, otro soldado demaciano ocupa su lugar en la fila.

—Esa es la tienda del rey —indica Olber—. Nosotros debemos esperar aquí. Tú entra,
arrodíllate, acepta las condiciones que te ofrezca el rey y entonces te recogeremos —
explica el sargento, con una sonrisa en el rostro—. El rey ha dicho que, en cuanto te
vea, serás un hombre libre... pero, aun así, nos necesitarás cuando salgas. La capitana
Crownguard está al mando de este campamento y no quiere que haya combatientes
enemigos andando por ahí solos. No hasta que abandonen Kalstead definitivamente.

Xin Zhao asiente con la cabeza en señal de comprensión y se dirige hacia la tienda.

—¡El rey recibe a Viscero!

La voz que anuncia su llegada suena grave y formal. Xin Zhao avanza. Una vez dentro,
hinca la rodilla derecha en el suelo y agacha la cabeza. El suelo está cubierto de telas
bordadas con representaciones de caballeros alados y guerreros con casco.

—Puedes levantar la mirada —pronuncia otra voz.

Xin Zhao alza la cabeza e identifica su origen. Se trata de un hombre, no mucho mayor
que él, sentado sobre una silla elevada de madera de roble. Lleva una radiante armadura
chapada en oro y decorada con puntas de ébano. Sobre la cabeza tiene una corona
adornada con joyas. Cerca de su mano derecha hay una gran lanza de acero tan afilada
como los dientes de una temible bestia.

"Este es su rey", advierte Xin Zhao. Sus ojos permanecen fijos en el hombre unos
segundos más, y Xin Zhao siente el aire de majestuosidad que lo rodea y que
complementa a una gran presencia física que no había anticipado.

A su izquierda se encuentra la capitana de espada Crownguard, tan estoica como cuando


Xin Zhao la vio por primera vez.

A la derecha del rey hay un muchacho vestido con túnicas reales. Está sentado en otra
silla de madera de roble, de cuyo borde cuelgan sus pequeñas botas de cuero. Es muy
fácil apreciar su parecido con el rey, ya que ambos tienen narices robustas y mandíbulas
marcadas. Otros dos guardias rodean a esas tres personas, cada uno con una lanza que
apunta hacia el techo.
—Viscero es un nombre muy poco habitual —dice el rey Jarvan III—. ¿Cuál es su
origen?

Xin Zhao mira al suelo y medita su respuesta.

—Habla cuando el rey se dirija a ti —ordena la capitana de espada.

—Tranquila, Tianna —interviene el rey, haciendo un gesto con la mano—. Debe de


estar conmocionado por los acontecimientos de los últimos días. Lo justo sería darle un
poco de tiempo a este hombre, ¿me equivoco?

La capitana de espada abre la boca como para hablar, pero la cierra sin pronunciar
palabra alguna y decide asentir escuetamente con la cabeza en su lugar.

—Me recuerda a mi hogar —contesta Xin Zhao.

—Ah, ¿sí? —dice el rey, intrigado—. He estudiado Noxus de forma exhaustiva y, sin
embargo, nunca he oído hablar de ningún lugar llamado Viscero.

—No se trata de un lugar, sino, más bien, de un recuerdo... aunque es uno cuyo
significado cambió en Noxus.

—Ah —responde el rey, que dirige la mirada durante un instante hacia su hijo—, los
recuerdos de la infancia son tan...

—Pero no es mi nombre real.

—¿Osas interrumpir al rey? —brama la capitana de espada, que se lleva la mano a la


empuñadura de su hoja.

Xin Zhao inclina la cabeza. Entonces, se escucha una risa tan intensa como afable. Una
vez más, es la voz de Jarvan III.

—Eres una de las primeras personas en incordiar hoy así a Tianna —comenta el rey—.
Esta ha sido su primera batalla al frente de la Vanguardia Impertérrita, aunque seguro
que estarás de acuerdo conmigo en que apenas se puede considerar que fuera una
batalla.

Le da una palmadita en el hombro al joven príncipe, que se ha mantenido en silencio,


observando con atención a su padre.

—Por favor —prosigue el rey—, cuéntanos tu historia, Viscero, cuyo verdadero nombre
aún no me ha sido revelado.

Aún con la mirada baja, Xin Zhao coge aire.

—Mi nombre real es Xin Zhao. Me lo pusieron mis padres, a quienes no he vuelto a ver
desde que era un niño. Puede que estén vivos o muertos, no lo sé.

Traga saliva.
—El lugar en el que nací se llama Raikkon y es un poblado costero de las Tierras
Primigenias, que aquí se conocen como Jonia. Pasé mi niñez en un barco pesquero de
nombre "Viscero", ayudando a los mayores con cualquier cosa que necesitaran. Era una
vida sencilla y tranquila... hasta que llegaron los maleantes en sus navíos rojinegros.

Cierra los ojos un instante. Ningún demaciano habla.

—No pudimos hacer nada. A mí me raptaron. Después de unos cuantos meses en el


mar, llegamos a Noxus. Todo era... imponente, agobiante, adusto. No se apreciaba ni el
más mínimo matiz de la belleza natural que caracterizaba a mi hogar.

Xin Zhao cree que oye discretos sonidos de aprobación: un murmullo resonante, una
vocecilla que susurra.

—Como habría hecho cualquier niño perdido, hice lo necesario para sobrevivir, cosas
de las que no me enorgullezco y que atrajeron la atención de los poderosos. Se
percataron de mi fuerza y me convirtieron en un luchador. A partir de ahí, Viscero
renació... como justiciero.

Xin Zhao suspira y su voz se vuelve más suave.

—Maté a infinidad de enemigos. Ni siquiera conocía sus verdaderos nombres. Cuantos


más mataba, más fuerte coreaba el público "¡Viscero! ¡Viscero!". Mientras tanto, su oro
llenaba los bolsillos de mis amos. Pensé que así sería como viviría el resto de mi vida:
luchando en la arena para entretener a otros. Y así fue, hasta que Noxus les ofreció a
mis amos más oro del que las arenas les aportarían jamás.

Xin Zhao baja los hombros.

—Eso es lo que pasó para que acabara aquí. Vuestros soldados conocen el resto de la
historia.

Jarvan III permanece callado. Todo el mundo espera a que hable.

—Menuda vida has tenido —dice al fin el rey, que echa un vistazo a su hijo antes de
volver a centrarse en Xin Zhao—. Gracias por compartir tu experiencia con nosotros. Es
un orgullo para mí, y para toda Demacia, liberarte de las ataduras de Noxus.

El rey le hace un gesto con la cabeza a uno de los guardias, que saca una bolsita de lino
y la coloca frente a Xin Zhao. Se oye un tintineo de monedas que procede de ella.

—Esta es la venia del rey Jarvan III —declara la capitana Crownguard—. Ahí tienes oro
suficiente para viajar durante una semana. Has de saber que cometiste una transgresión
al invadir tierras protegidas por el reino de Demacia, pero, como muestra de buena fe,
nuestro rey te ha otorgado una segunda oportunidad. Aprovéchala.

Xin Zhao contempla la bolsita, pero no se inmuta. ¿Así de sencillo? ¿No tiene más que
cogerla y salir de allí, en paz? Hace un momento le ha hablado sobre sí mismo con más
sinceridad que nunca a un desconocido que podría haberle quitado la vida con un simple
movimiento de la mano.
Sin embargo, ese desconocido se había molestado en escucharlo. Tan solo por eso,
había dejado de ser un desconocido.

"No hay paz posible para mí, pero ¿quizá pueda tener una causa?".

—¿Y bien? —interviene la capitana Crownguard, señalando con dos dedos hacia la
salida.

Xin Zhao baja la cabeza.

—Si me lo permite, tengo una petición.

—Habla —responde el rey.

—Me gustaría unirme a vuestra guardia.

—¡Qué insolencia! —exclama la capitana Crownguard.

Los guardias golpean el suelo con los extremos de sus lanzas en señal de que comparten
la opinión de su superior.

El rey suelta una leve risita y se vuelve hacia su capitana de espada.

—Qué proposición tan interesante.

—No podéis estar... —empieza a decir la capitana Crownguard, pero la mano de su rey
hace el silencio una vez más.

—Permite que el hombre se explique —dice Jarvan III con una sonrisa—. Quiero
conocer sus argumentos.

Xin Zhao alza la cabeza. Sus ojos se encuentran con los del rey.

—Habéis tenido misericordia y honor conmigo —comienza—. Son dos cosas que no
conocía hasta ahora. Durante todos mis años en Noxus, luché por una causa que no era
la mía y solo conocí dos verdades: la victoria significaba la supervivencia y la derrota
significaba la muerte. Eso fue lo que aprendí al ver a los demás combatientes caer en la
arena o desaparecer para siempre tras demasiadas derrotas. No obstante, vos y vuestra
gente lucháis por algo diferente, algo más.

Una brisa agita la tienda. Dos pequeñas botas de cuero se arrastran por el suelo. Xin
Zhao se aclara la garganta.

—Preferiría morir luchando por honor que vivir el resto de mis días con el pesar de no
haber tomado nunca esa decisión.

Jarvan III se inclina hacia delante. El resto de los presentes hace bien en guardar
silencio.
—Te expresas bien —responde el rey—. Mejor que algunos de mis propios consejeros,
a decir verdad. No obstante, mis guardias se someten a años, incluso décadas, de
entrenamiento. ¿Por qué iba a creer que estás preparado?

Xin Zhao recorre al rey, al príncipe y a la capitana Crownguard con la mirada. Una
parte de él sabe lo que podría decir; otra sabe lo que podría hacer. ¿Le corresponde a él
tomar la decisión?

"No".

"La suerte ya está echada".

Coge la bolsita con las monedas y se la arroja a la capitana de espada; acierta de pleno
en su cara. Mientras esta se recupera, hace un barrido con la pierna y golpea al guardia
situado a su izquierda, que se desploma contra el suelo. Xin Zhao le arrebata su lanza
demaciana y realiza un movimiento circular con ella para derribar al guardia que está a
su derecha. Su cuerpo se deja llevar por su instinto, fluido y raudo, mientras que su
mente piensa como si estuviera una vez más en la arena. Con una última pirueta,
arremete con el arma hacia Jarvan III, aunque detiene el extremo romo a tan solo unos
centímetros de la garganta del rey.

El joven príncipe emite un grito ahogado de asombro. La guardia del rey se restablece.
Los soldados se acercan a toda prisa al tiempo que la capitana de espada desenfunda su
hoja.

Xin Zhao se deja caer de rodillas. Suelta la lanza sin hacer ruido y ofrece su cuello.
Unas refinadas armas de acero se posan sobre su piel.

La tensión inunda la sala. Todas las miradas están puestas sobre Xin Zhao, que tiene los
ojos cerrados, en paz, dispuesto a aceptar lo que ocurra a continuación.

El rey se recoloca el manto.

—Atrás —ordena—. Mi padre dijo una vez que Noxus desperdiciaba su talento en esas
arenas. Ahora veo la verdad que escondían sus palabras.

—Mi rey —suplica la capitana Crownguard—, ¡ha intentado mataros!

—No, Tianna —responde el rey—. Me ha demostrado cómo podría matarme. Incluso


en la presencia de mis leales guardias.

—Mis más sinceras disculpas —dice Xin Zhao, con una voz que transmite calma y
mesura, como una marea tranquila que aún no está lista para tocar la orilla—. He
pensado que era la única forma que tenía de demostrar mi valía.

—Y bien que lo has hecho —replica el rey—. A mí y a estos guerreros de Demacia. Me


parece que podrían aprender un par de cosas de ti.

—¡No toleraré que un prisionero ensucie el honor de la guardia del rey! —exclama la
capitana Crownguard.
—Este hombre dejó de ser un prisionero en el instante en que se presentó ante mí —dice
el rey mientras se levanta de su silla—. Demacia fue fundada hace mucho tiempo por
gente buena que buscaba refugiarse de los males de este mundo. La historia de este
hombre me recuerda a esos relatos antiguos sobre el gran Orlon y sus seguidores que mi
padre me contaba.

Lleva la mirada al príncipe, que se la devuelve con una expresión de asombro.

—Hijo mío, luz de mi vida —le dice el rey—, me hace muy feliz que estés aquí para
presenciar este momento, para que veas con tus propios ojos por qué debemos defender
nuestras virtudes para que otros puedan aspirar a hacer lo mismo. ¿Entiendes?

—Sí, padre —responde el príncipe, con voz baja pero firme.

El rey da un paso adelante.

—Xin Zhao, tu vida y tu valentía me han conmovido, y eso es algo poco habitual que no
había sentido en bastante tiempo —dice antes de agacharse para ayudar a Xin Zhao a
levantarse—. Pese a que no naciste en Demacia, permitiré que viajes con nosotros a mi
reino, donde demostrarás tu valía y tu lealtad como mi guardia personal.

Xin Zhao nota cómo las manos recias del rey agarran sus hombros.

—Tómate esta oportunidad en serio.

Xin Zhao mira a Jarvan III a los ojos. Por primera vez en mucho tiempo, siente cómo el
júbilo le anega el cuerpo como las olas que antaño llevaron a Viscero hacia la libertad.

El aire de la noche es frío tan al norte de Kalstead. Aún queda aproximadamente una
semana para que pueda contemplar las murallas de la gran ciudad de Demacia, piensa
Xin Zhao mientras camina fuera de su tienda. Frente a la entrada se encuentra un rostro
conocido.

—¿Sigues despierto? —pregunta Olber.

—Voy a dar una vuelta. No tardaré.

Durante su paseo a solas por el campamento, Xin Zhao se nutre del espíritu de sus
nuevos aliados. Son gente ordenada que no duda a la hora de acudir en ayuda de sus
iguales y de garantizar la seguridad en sus filas. Ver esa actitud tan disciplinada le hace
sonreír. Dobla una esquina para levantar la vista hacia la luna creciente y, de repente,
siente una fuerza que tira de él hacia abajo.

Su cuerpo impacta con violencia contra el suelo.


Tras parpadear un par de veces, recobra sus sentidos y se da cuenta de que lo han
arrastrado hasta el interior de una tienda con poca luz. La capitana de espada lo fulmina
con la mirada. Unos soldados imponentes con armadura pesada aguardan detrás de ella.

—Puede que te hayas ganado el favor del rey, pero para mí no eres demaciano —
declara.

Conforme Xin Zhao se levanta, ella desenfunda su espada. Como la manada que sigue a
su leona, los demás hacen lo propio a su alrededor.

—Te estaré vigilando —le advierte—. Si le ocurre algo al rey mientras dure tu
juramento para servirle...

Con las dos manos, Xin Zhao agarra los lados planos de su hoja.

—Este es mi juramento para ti.

Estupefacta, Tianna Crownguard observa cómo Xin Zhao se lleva la punta de la espada
a su propia garganta.

—Si ocurre algo —dice Xin Zhao—, puedes matarme.


Visionesde Demacia

Meraplata alta, una ciudad en las rocosas montañas del noroeste de Demacia

La ciudadela del amanecer, el palacio de Jarvan III


El salón de Valor, donde se recuerda a los guerreros caídos de Demacia por su sacrificio
El Templo de los Portadores de la Luz

La gran plaza de la ciudad de Demacia, donde se nombra a los gobernantes entre el clamor y
los aplausos de la gente

The Demacian Vault


Deep beneath the ancient petricite groves, Ryze has found a forgotten vault where the
volatile energies of the World Rune shards can be safely contained
Alargénteasde Demacia

Los alargénteas son depredadores voraces originarios de los altos riscos. Pero, según
dicen, hay quienes han logrado forjar un vínculo tan fuerte con estas criaturas que les
han permitido montar sobre ellas. Estos jinetes sirven en el ejército demaciano y son los
responsables de tantear y hostigar las líneas enemigas.
Ejército demaciano
Príncipe Jarvan IV
Guardia de élite de Demacia

Armas demacianas

El diseño de Demacia es elegante, pero también minimalista y austero. Sus armaduras y sus
armas no están muy ornamentadas.
Élite militar

Demacia cuenta con un pequeño ejército de élite. Sus capitanes y generales lideran desde el
frente, mientras sus guerreros los siguen con una disciplina inquebrantable.
El acero demaciano

También conocido como acero argénteo o rúnico. Esta aleación goza de un gran prestigio en
toda Runaterra. Se dice que los armeros demacianos templan el metal en aguas benditas para
ofrecer protección contra la magia durante el combate.

Accesorios
Guerrero en las filas y guardia de palacio
Personajes
Sylas el Desencadenado

 "No soy un traidor. Soy la auténtica Demacia".

 Sylas de Dregbourne, originario de uno de los barrios más pobres de Demacia, llega como
símbolo del lado más oscuro de la gran ciudad. De niño, su potencial para hallar la brujería
oculta llamó la atención de los cazadores de magos más prestigiosos, quienes terminaron
encarcelándolo por emplear esos mismos poderes contra ellos. Ahora que es libre, Sylas lleva
una vida propia de un revolucionario curtido: utiliza la magia de los que están a su alrededor
para destruir el reino al que una vez sirvió… y su banda de magos proscritos parece que crece
cada día más.

Es posible que Sylas de Dregbourne, mago nacido en una familia pobre de Demacia,
estuviera condenado desde el principio. A pesar de su bajo estatus social, sus padres
creían firmemente en los ideales de su nación. Por ello, cuando descubrieron que su hijo
se había visto "afectado" por habilidades mágicas, lo convencieron para que se
entregara a los cazadores de magos del reino.

En vista de la capacidad que tenía el muchacho para identificar la magia, usaron a Sylas
para localizar a otros magos que vivían entre la ciudadanía. Era la primera vez en toda
su vida que sentía que tenía futuro, una vida al servicio de su país, y llevó a cabo tales
deberes con devoción. Estaba orgulloso pero solo, pues estaba prohibido relacionarse
con cualquiera que no fueran sus responsables.

Gracias a su labor, Sylas empezó a darse cuenta de que la magia era mucho más común
de lo que Demacia se atrevía a admitir. Podía sentir destellos de poder oculto incluso
entre los adinerados y eminentes… y algunos de ellos eran los que más abiertamente
denunciaban a los magos. Pero, mientras se castigaba a los pobres por sus males, la élite
parecía estar por encima de la ley, y esta hipocresía fue lo que sembró las primeras
dudas en la mente de Sylas.

Finalmente, esas dudas florecieron en un acontecimiento letal y fatídico, cuando Sylas y


sus superiores dieron con una maga que vivía escondida en el campo. Tras descubrir
que se trataba solo de una niña, Sylas tuvo compasión de ella. Cuando se dispuso a
protegerla de los cazadores de magos, Sylas le rozó sin querer la piel. La magia de la
niña le recorrió el cuerpo pero, en lugar de acabar con él, salió disparada desde las
manos de Sylas en descontroladas y brutales ráfagas. Era un talento que no sabía que
tenía, y resultó en la muerte de tres personas, incluido su mentor, un cazador de magos.

Era evidente que lo tacharían de asesino, así que Sylas se dio a la fuga y enseguida se
ganó la reputación de ser uno de los magos más peligrosos de Demacia. De hecho,
cuando los cazadores dieron con él, no mostraron clemencia alguna.

Aunque era solo un muchacho, Sylas fue sentenciado a cadena perpetua.


Se consumió en las oscuras profundidades del complejo de los cazadores de magos,
obligado a llevar unos pesados grilletes de petricita antimagia. Desposeído de su lado
arcano, su corazón se tornó duro como la piedra a la que estaba atado, y empezó a soñar
con vengarse de todos los que lo habían encerrado allí.

Tras quince horribles años, una joven voluntaria de los Iluminadores llamada Luxanna
cogió la costumbre de ir a visitarlo. Incluso con los grilletes, Sylas podía notar que era
una maga especialmente poderosa. Con el tiempo, los dos forjaron un peculiar vínculo
secreto. A cambio de los conocimientos que Sylas le proporcionaba sobre el control de
la magia, Lux le hablaba sobre el mundo que se desarrollaba fuera de su celda y le
llevaba todos los libros que este le pedía.

Finalmente, mediante una manipulación cuidadosa, Sylas convenció a la joven para que,
de contrabando, le metiera en la celda un tomo prohibido: los textos originales del
espléndido escultor Durand, que contaban su trabajo con la petricita.

La obra le reveló a Sylas los secretos que escondía la piedra. Eran los cimientos de las
defensas de Demacia contra la brujería nociva, pero comprendió que la petricita no
inhibía la magia, sino que la absorbía.

Si el poder estaba contenido dentro de la petricita, ¿podría liberarlo?

Lo único que necesitaba era una fuente de magia. Una fuente como Lux.

Pero esta no volvió a visitar a Sylas. Su familia, los tremendamente poderosos


Crownguard, se habían enterado del contacto que mantenían y enfurecieron porque Lux
había quebrantado la ley para ayudar a ese vil criminal. Sin explicación aparente,
condenaron a Sylas a muerte.

En el patíbulo, Lux suplicó por la vida de su amigo, pero la gente hizo oídos sordos a
sus gritos. Cuando el verdugo la empujó a un lado para alzar la hoja, Sylas y Lux se
tocaron. Como había pronosticado, su poder irrumpió en los grilletes de petricita listo
para que él lo desatara y, con aquella magia robada, Sylas provocó una explosión que lo
liberó y que solo dejó con vida a la atemorizada muchacha de los Crownguard.

Sylas se marchó del complejo de los cazadores de magos no como un paria, sino como
un nuevo y desafiante icono de los castigados y perseguidos en Demacia. En su travesía
en secreto por el reino, se hizo con el respaldo de muchos magos exiliados... No
obstante, en cierto modo, siempre supo que incluso sus poderes combinados no serían
suficientes para derrocar a la monarquía demaciana.

Por ello, con un grupo de sus seguidores más acérrimos y una reata de bueyes, Sylas
decidió viajar hacia las montañas del norte para adentrarse en la gélida tundra de
Freljord.

Allí busca magia elemental ancestral y nuevos aliados, con la idea de regresar a
Demacia y emplearlos para acabar con el sistema opresor que lleva tanto tiempo
sometiéndolos a él y a los suyos.
Garen El Poder de Demacia

 ''Este reino y su pueblo me lo han dado todo. ¿Qué tipo de hombre sería si les doy
menos a cambio?''.

 Garen, un orgulloso y noble soldado, lucha a la cabeza de la Vanguardia Impertérrita. Es


querido entre sus compañeros y respetado por sus enemigos en su papel de vástago de la
prestigiosa familia Crownguard, encargada de defender Demacia y sus ideales. Vestido con una
armadura resistente a la magia y con una poderosa espada, Garen está listo para enfrentarse a
los magos y hechiceros en el campo de batalla en un verdadero torbellino de acero y virtud.

Garen, nacido en el seno de la noble familia Crownguard junto a su hermana pequeña


Lux, sabía desde su más tierna infancia que su destino sería defender el trono de
Demacia con su vida. Su padre, Pieter, era un militar condecorado, mientras que su tía
Tianna era capitana de la espada de la Vanguardia Impertérrita, y ambos contaban con
el reconocimiento y el profundo respeto del rey Jarvan III. Es por esto que se daba por
sentado que Garen seguiría su ejemplo y acabaría poniéndose al servicio del hijo del
rey.

El reino de Demacia había surgido de las cenizas de las Guerras Rúnicas, y los siglos
posteriores no estuvieron exentos de conflictos y luchas. Uno de los tíos de Garen, un
caballero montaraz del ejército demaciano, les contó a los jóvenes Garen y Lux sus
aventuras fuera de los muros del reino para proteger a sus gentes de los peligros del
mundo exterior.

Además, les advirtió de que, algún día, algo pondría indiscutiblemente fin a ese periodo
de relativa paz, ya fueran los hechiceros rebeldes, como las criaturas del abismo u otro
horror inimaginable aún por llegar.

Como si de una confirmación de sus miedos se tratase, su tío fue asesinado en acto de
servicio por un mago antes de que Garen cumpliera once años. El joven fue testigo del
sufrimiento que esto produjo en su familia y del miedo en los ojos de su hermana
pequeña. En ese momento supo a ciencia cierta que la magia era el principal peligro al
que se enfrentaba Demacia, y juró que jamás la dejaría atravesar sus muros. Solo
ciñéndose a los ideales sobre los que se había fundado y exhibiendo su orgullo
inquebrantable, el reino podría estar a salvo.

A la edad de doce años, Garen abandonó el hogar de los Crownguard en Meraplata Alta
y se alistó en el ejército. Ejerciendo de escudero, el joven invertía día y noche en
entrenar y en formarse en el estudio de la guerra, con el objetivo de convertir su cuerpo
y su mente en un arma tan poderosa y certera como el acero demaciano. Fue entonces
cuando conoció por primera vez entre el resto de reclutas al joven Jarvan IV, el príncipe
al que un día serviría cuando fuera rey, y los dos se volvieron inseparables.

Durante los años posteriores, Garen se hizo un hueco en el muro de escudos como
guerrero de Demacia, y pronto se labró una temible reputación en el campo de batalla.
Cuando cumplió los dieciocho, ya había servido con honor en campañas por toda la
frontera freljordiana, había desempeñado un papel vital a la hora de eliminar a los
nauseabundos cultistas del Bosque del silencio y había combatido codo con codo junto a
los valientes defensores de Rocablanca.

El propio Jarvan III convocó al batallón de Garen en la gran ciudad de Demacia para
condecorarlos ante la corte real en el Salón del Valor. Tianna Crownguard, que acababa
de ser nombrada Gran Mariscal, señaló a su sobrino en particular y lo recomendó para
enfrentarse a las pruebas necesarias para unirse a la Vanguardia Impertérrita.

Garen regresó a casa para prepararse y fue recibido cariñosamente por Lux y sus padres,
además de por el resto de personas que vivían en la propiedad familiar. Aunque estaba
muy contento de ver que su hermana se había convertido en una joven inteligente y
capaz, no pudo evitar percibir que algo en ella había cambiado. Ya lo había sentido la
primera vez que estuvo de visita, pero ahora Garen luchaba contra la auténtica y
constante sospecha de que Lux poseía poderes mágicos, aunque nunca se permitía
pensar en ello demasiado. La idea de que un Crownguard fuese capaz de blandir los
mismos poderes prohibidos que mataron a su tío era inconcebible.

Como era de esperar, gracias a su valor y habilidades, Garen consiguió ganarse un


puesto en la Vanguardia. Bajo la atenta mirada de su orgullosa familia y de su buen
amigo el príncipe, prestó juramento ante el trono.

Lux y su madre pasaban mucho más tiempo en la capital al servicio del rey y también
de la humilde orden de los Iluminadores, aunque Garen trataba de mantener las
distancias todo lo posible. A pesar de que siempre había amado a su hermana más que a
nadie en el mundo, una pequeña parte de él le impedía acercarse a ella, e intentaba no
pensar en lo que estaría obligado a hacer si sus sospechas llegaban a confirmarse. En su
lugar, se volcó de lleno en sus nuevas funciones, luchando y entrenando con más
intensidad que antes.

Cuando el nuevo Capitán de la Espada de la Vanguardia Impertérrita cayó en combate,


los compañeros de armas de Garen lo postularon para tomar el mando y nadie se negó a
su nominación.

Hasta el día de hoy, su determinación es firme en la defensa de su patria contra el


enemigo. Además de ser el soldado más formidable que ha conocido Demacia, Garen
representa los ideales más elevados y nobles sobre los que el país se fundó.
Sona La Virtuosa de las Cuerdas

 "Su melodía emociona el alma, su silencio desgarra el cuerpo".

~ Jericho Swain

 Sona es la artista más virtuosa de Demacia con el etwahl de cuerda y solo se comunica a
través de sus elegantes acordes y vibrantes melodías. Esta refinada actitud le ha hecho ganarse
el favor de la alta sociedad, aunque los hay que sospechan que sus fascinantes notas emanan
auténtica magia, un tabú en la cultura demaciana. Silenciosa para los extraños pero
comprendida por sus íntimos, Sona puntea sus armonías con el objetivo de curar a sus aliados
heridos y acabar con enemigos confiados.

Sona no conserva ningún recuerdo de sus verdaderos padres. Recién nacida, la


encontraron abandonada a las puertas de un hogar de adopción jonio, acurrucada sobre
un antiguo instrumento dentro de un exquisito estuche de origen desconocido. Su
comportamiento era extrañamente sosegado, siempre tranquila y contenta. Sus
cuidadores estaban seguros de que no tardaría en encontrar un hogar, pero pronto se
dieron cuenta de que lo que ellos habían considerado un genio poco común era en
realidad una incapacidad para hablar o producir cualquier tipo de sonido. Sona
permaneció en el hogar de adopción hasta su adolescencia, viendo en silencio y con
resignación cómo los posibles padres adoptivos pasaban de largo. Durante este tiempo,
los cuidadores vendían su inusual instrumento a ávidos coleccionistas con la esperanza
de generar en ella confianza, pero por todo tipo de extrañas e inexplicables razones
siempre acababan devolviéndolo, o simplemente volvía a aparecer dentro de la casa.

Cuando una adinerada demaciana llamada Lestara Buvelle se enteró de la existencia del
instrumento, se embarcó inmediatamente hacia Jonia. Cuando los cuidadores se lo
enseñaron, se levantó sin mediar palabra y comenzó a explorar la casa hasta detenerse
frente a la habitación de Sona. Sin un atisbo de duda, Lestara la adoptó y dejó un
generoso donativo por el instrumento. Gracias a su tutela, Sona descubrió un profundo
vínculo con el instrumento que Lestara llamaba ''etwahl''. En sus manos, tocaba notas
que petrificaban o estremecían los corazones de quienes la rodeaban. Al cabo de unos
meses, ya era noticia con su misterioso etwahl ante un público abarrotado. Tocaba como
si estuviera punteando los corazones, manipulando las emociones de sus oyentes, y todo
ello sin una sola nota escrita. En secreto, descubrió una aplicación potente y mortífera
de su etwahl, usando sus vibraciones para rebanar objetos desde la distancia.
Perfeccionó esta disciplina en privado, llegando a dominar su don con un objetivo en
mente: estar preparada en caso de que un recital idóneo requiriera la armonía de sus
talentos.
Lux La Dama Luminosa

 ''La luz en mi interior es lo que me hace diferente; siempre tengo cuidado de dónde
la hago brillar''.

 Luxanna Crownguard procede de Demacia, un reino insular en el que las habilidades mágicas
se observan con temor y suspicacia. Capaz de manipular la luz a su voluntad, creció temiendo
que la descubriesen y la exiliaran, por lo que se vio obligada a mantener su poder en secreto
con el fin de preservar el noble estatus de su familia. No obstante, el optimismo y la resistencia
de Lux la han llevado a aceptar su talento especial, y ahora lucha por conseguir más tolerancia
y comprensión en su tierra natal.

Luxanna, o Lux, como prefiere que la llamen, creció en la ciudad demaciana de


Meraplata Alta junto a su hermano mayor Garen. Los dos nacieron en el seno de la
prestigiosa familia Crownguard, que durante generaciones ha servido como protectora
del rey de Demacia. Su abuelo le salvó la vida al rey en la Batalla del Colmillo de la
Tormenta y su tía Tianna fue designada comandante del regimiento de élite conocido
como la Vanguardia Impertérrita antes de que Lux naciera.

Por su parte, Garen desempeñó el papel de su familia con fervor y se unió al ejército
cuando no era más que un muchacho. Durante su ausencia, se esperaba que Lux ayudara
a gestionar las diversas propiedades familiares, una tarea que detestaba desde pequeña.
Quería explorar el mundo, ver lo que se encontraba más allá de los muros y las fronteras
de Demacia. La joven idolatraba a Garen, pero se negaba en redondo ante su insistencia
para que dejara sus ambiciones de lado.

A pesar de la infinita frustración de los tutores que la preparaban para una vida de deber
al servicio de la familia Crownguard, Lux cuestionaba todas y cada una de sus
enseñanzas, examinaba diferentes perspectivas y buscaba un conocimiento superior al
que podían ofrecerle. A pesar de ello, muy pocos podían enfadarse con la joven, debido
a su entusiasmo vital y a su optimismo embriagador.

Poco se imaginaban el cambio que estaba por llegar. La magia estuvo a punto de llevar
a Runaterra a la aniquilación, y Demacia se había fundado como un lugar donde esos
poderes estaban prohibidos. Muchos de los cuentos populares locales contaban historias
de corazones puros que se volvían oscuros al ser atraídos por la magia. De hecho, el tío
de Lux y Garen había sido asesinado por un hechicero rebelde hacía algunos años.

Y, además, corrían rumores terribles, rumores de más allá de las grandes montañas, que
relataban el nuevo resurgir de la magia en el mundo...

Una fatídica noche, mientras Lux cabalgaba de regreso a casa, fue asaltada junto a su
caballo por una manada de famélicos lobos dientes de sable. Al sentir que el terror y la
desesperación se apoderaban de ella, la joven liberó un torrente de luz mágica de su
interior que acabó con las bestias, pero que la dejó temblando de miedo. La magia, el
terror de los mitos demacianos, formaba parte de Lux al igual que su linaje.
El miedo y la duda la carcomían. ¿Se convertiría ella en alguien malvado? ¿Era una
abominación que había que encerrar o exiliar? Como mínimo, si descubrían sus poderes,
el nombre de Crownguard caería en desgracia para siempre.

Con Garen cada vez más tiempo ausente de Meraplata Alta, Lux se encontró sola en los
salones de su hogar familiar. Aun así, con el tiempo, se familiarizó cada vez más con
sus poderes, y las noches en vela en las que intentaba con los puños cerrados que su luz
interior se desvaneciera fueron cada vez menos frecuentes. Empezó a experimentar en
secreto, jugando con los rayos de sol en el patio y haciendo que se solidificaran, e
incluso creando pequeñas figuras brillantes en la palma de la mano. Estaba decidida a
mantenerlo en secreto como fuera.

Cuando cumplió dieciséis años, Lux viajó con sus padres Pieter y Augatha a su
residencia formal en la gran ciudad de Demacia para presenciar la investidura de Garen
como miembro de las filas de honor de la Vanguardia Impertérrita.

La ciudad deslumbró a Lux. Era un monumento a los nobles ideales del reino, donde
todos los ciudadanos vivían protegidos y bien atendidos, y aquí fue donde Lux oyó
hablar de los Iluminadores; una orden religiosa y caritativa que trabajaba para ayudar a
los enfermos y a los pobres. A través de sus compromisos familiares en la corte, Lux se
hizo amiga de una caballero de la orden llamada Kahina que profundizó en la formación
de Lux, enseñándole habilidades marciales y entrenando con ella en los jardines de la
mansión Crownguard.

Al pasar más tiempo en la capital, Lux por fin ha empezado a descubrir el mundo, tanto
su diversidad como su historia. Ahora comprende que el estilo de vida demaciano no es
el único que existe y puede ver con nuevos ojos que el amor por su patria no está reñido
con su deseo de que esta sea más justa... y quizá más tolerante con los magos como ella.
Jarvan IV El Ejemplo de Demacia

 "Las palabras pueden hacer al gobernante, pero solo las acciones hacen historia".

 El príncipe Jarvan, el único hijo del rey, es el heredero al trono de Demacia. Criado para ser
el ejemplo de las mayores virtudes de su nación, se ve obligado a equilibrar las grandes
expectativas que se le imponen con su propio deseo de demostrar su valía en el campo de
batalla. Además, Jarvan, que es un guerrero excepcional por mérito propio, sirve de inspiración
a sus tropas gracias a su imponente valor y abnegada determinación, vistiendo los colores de
su familia con orgullo y demostrando de forma irrefutable su capacidad de liderazgo.

Poco después de la coronación del rey Jarvan III, este se dirigió al pueblo de Demacia.
A pesar de los muchos enemigos que todavía había tras las fronteras de aquel orgulloso
reino, varias familias nobles habían comenzado a enemistarse entre ellas, y algunas
hasta habían formado milicias privadas para intentar ganarse el favor del nuevo rey.

No podía consentirlo. Jarvan no permitiría que se desarrollaran rivalidades tan


peligrosas como esas, y puso de manifiesto su intención de acabar con las disputas a
través de matrimonios. Su futura esposa, Lady Catherine, era muy querida por la gente,
y las habladurías cortesanas hacía tiempo que sostenían que los dos se profesaban un
amor secreto. Sonaron campanas de boda en la gran ciudad durante todo un día y una
noche de celebración, y a finales de año anunciaron que el matrimonio real estaba
esperando a su primer hijo.

Pero toda la alegría se desvaneció por completo cuando Catherine murió en el parto.

El infante, que llevaba el nombre de la tradición de su padre, era el heredero al trono de


Demacia. Dividido entre el dolor y la euforia, Jarvan III juró que no volvería a
esposarse y todos los sueños y esperanzas con respecto al futuro del reino recayeron en
su hijo.

Sin conservar recuerdo alguno de su madre, el joven príncipe Jarvan creció en la corte,
siempre acicalado y protegido en todo momento. El rey insistió en que se le procurara la
mejor educación de Demacia, por lo que aprendió desde muy temprana edad el valor
moral de la caridad, la solemne responsabilidad del deber y el honor de una vida
dedicada al servicio de su pueblo. Durante su educación, también conoció la historia y
la política de Valoran de la mano del senescal de su padre, Xin Zhao. Procedente de la
lejana Jonia, este leal guardián le enseñó al príncipe las filosofías más espirituales del
mundo, así como las innumerables artes de la guerra.

Durante su entrenamiento militar, el príncipe Jarvan tuvo que enfrentarse a un joven


desenvuelto de la familia Crownguard llamado Garen. Los dos eran de edades similares
y pronto se volvieron inseparables: Jarvan admiraba la determinación y el temple de
Garen, y a Garen le fascinaban los instintos tácticos del príncipe.

Cuando Jarvan tuvo la edad, su padre lo galardonó con el rango honorario de general.
Aunque no era de esperar necesariamente que el heredero al trono fuera al campo de
batalla, Jarvan estaba decidido a demostrar su valía, con o sin la aprobación del rey.
Hacía mucho tiempo que el imperio de Noxus reclamaba las tierras situadas tras las
Montañas Argentadas, y esa disputa había creado una frontera casi anárquica donde
asaltantes forasteros y tribus guerreras amenazaban a muchos de los aliados de
Demacia. El príncipe se comprometió a devolver la estabilidad a la región. Su bisabuelo
había sido asesinado a manos de un inmundo salvaje noxiano hacía muchos años,
durante las primeras confrontaciones entre ambas naciones en el sur. Ahora por fin daría
respuesta a aquel agravio.

Los ejércitos de Jarvan cosechaban victoria tras victoria... pero la masacre de la que fue
testigo en las ciudades periféricas lo angustiaba profundamente. Cuando llegó la noticia
de que las Puertas de los Lamentos habían caído, Jarvan optó por avanzar hasta
territorio noxiano, desobedeciendo las advertencias de sus lugartenientes.

Inevitablemente, con los batallones tan poco esparcidos, las tropas noxianas rodearon y
derrotaron a Jarvan antes siquiera de haber llegado a Trevale.

Negándose a rendirse, el príncipe y algunos de los otros supervivientes huyeron a los


bosques, donde sufrieron la persecución de los exploradores enemigos durante días. Al
final, herido por una flecha en el costado, Jarvan se derrumbó a la sombra de un árbol
caído, donde se esforzó por mantener la consciencia. Estaba destrozado. Había fallado a
su familia, a su reino y a sus hermanos de armas.

No cabía duda de que habría muerto allí, solo, de no ser por Shyvana.

Aquella extraña mujer de piel violácea se las apañó para llevar a Jarvan de vuelta a
Demacia, al antiguo castillo de Wrenwall, donde demostró ser una compañera amable y
respetable durante los días que él tardó en curarse. Aunque en un primer momento le
desconcertó su excéntrico aspecto, el comandante de la guarnición no podía negar que
había servido enormemente al trono al salvar la vida de Jarvan.

Por desgracia, había algo que perseguía a la propia Shyvana: el monstruoso dragón
elemental Yvva. Cuando los vigilantes del castillo avistaron a la bestia en el horizonte,
Jarvan vio en él la oportunidad de redimirse. Mientras Shyvana se preparaba para
encontrarse en el cielo con la criatura en su forma de dragón, el príncipe abandonó su
lecho para reunir a la guarnición y reforzar las murallas. Cogió su lanza y juró que no
regresarían a la gran ciudad sin la cabeza de Yvva.

La batalla fue rápida y letal. Cuando el miedo se apoderó de los hombres en sus puestos,
Jarvan fue quien les dio fuerza. Cuando salieron heridos, Jarvan fue quien condujo a los
curanderos para ofrecerles ayuda. Shyvana fue quien mató a la bestia, pero la resistencia
se mantuvo gracias al mando del príncipe. De repente, Jarvan fue consciente de la
verdadera fuerza del pueblo demaciano: permanecer juntos como uno solo para
defender su tierra natal sin importar las diferencias y temores de cada uno. Jarvan le
prometió a Shyvana que siempre tendría un sitio en su guardia, si así lo quería ella.

Con el cráneo del dragón y Shyvana a su lado, Jarvan viajó hasta la corte de su padre
triunfante. Aunque al rey le llenó de emoción que su hijo regresara, algunos de los
nobles congregados se cuestionaban en silencio si era prudente permitir que una criatura
así estuviera con el príncipe... y menos aún que fuera una de sus protectores.
No obstante, Jarvan había reafirmado su posición en el ámbito militar, además de haber
sido clave en cuestiones regias más allá de la defensa del reino. Ahora que su amigo
Garen es capitán de la espada de la selecta Vanguardia Impertérrita y Shyvana y los
veteranos de Wrenwall están al cargo del entrenamiento de las guarniciones de la
frontera, el príncipe estaba seguro de que Demacia podría responder de forma efectiva a
cualquier posible amenaza.

No obstante, el reino estaba cambiando.

La orden de los cazadores de magos estaba consiguiendo cada vez más respaldo entre
las familias nobles y había encerrado en prisión a todos los demacianos con algún tipo
de poder mágico. El miedo a la persecución pronto se transformó en resentimiento y,
poco después, en rebelión. Los magos atacaron la gran ciudad y Jarvan quedó desolado
al descubrir que su padre, el rey, había sido asesinado.

A pesar de que la actitud del príncipe frente a los magos se ha endurecido


significativamente desde entonces, aún no ha conseguido despejar todas las dudas
acerca de sus dotes para gobernar. Por este motivo, ha decidido aceptar el consejo de
muchos nobles de gran importancia, entre los que se incluye la tía de Garen, la Gran
Mariscal Tianna Crownguard, y apelar a su sabiduría y experiencia para que le sirvan de
guía en el futuro próximo.

Ahora ha de examinar con mucho cuidado su conciencia y sus lealtades para poder
asumir el trono que le pertenece por derecho y ser así coronado rey Jarvan IV de
Demacia.
Morgana La caída

 "Solo aquellos a los que amamos pueden rompernos el corazón".

 En vistas del conflicto entre su naturaleza celestial y su naturaleza mortal, Morgana decidió
atarse las alas para aceptar la humanidad y deja caer el peso de su dolor y rencor sobre los
deshonestos y los corruptos. Se opone a las leyes y tradiciones que considera injustas y lucha
por la verdad (aunque haya quien trate de reprimirla) desde las sombras de Demacia con
escudos y cadenas de fuego oscuro. Por encima de cualquier otra cosa, Morgana cree
firmemente que llegará el día en que hasta los exiliados y proscritos se alzarán de nuevo.

El destino o las casualidades hicieron que Morgana y su hermana nacieran en un mundo


en conflicto. Las catastróficas Guerras Rúnicas habían arrasado la mayor parte de
Valoran y Shurima, y parecía que terminarían sepultando hasta las cumbres de Targon.
Los padres de Morgana, Mihira y Kilam, eran conocedores de las leyendas que
aseguraban que la gran montaña otorgaba poderes divinos, y no tenían elección: si
querían salvar su tribu, debían recorrer el largo y peligroso camino hasta allí.

No se dieron media vuelta, ni siquiera ante la noticia de que Mihira estaba encinta.
Finalmente, donde Runaterra roza las estrellas, Kilam presenció lleno de asombro y
temor cómo Mihira era elegida para encarnar el Aspecto de la Justicia.

La pareja regresó no solo con la salvación que buscaban, sino también con hijas
gemelas: Morgana y Kayle. Sin embargo, el poder celestial que había reclamado a
Mihira empezó a eclipsar su personalidad y sus sentimientos. Solía lanzar a las niñas a
los brazos de su padre y los dejaba para acudir a la llamada de la batalla.

Durante muchos meses, la incertidumbre carcomió a Kilam. La guerra seguía abierta en


innumerables frentes, y su querida esposa estaba cada vez más ausente. Como temía por
la seguridad de sus hijas, esperó a que Mihira se volviera a marchar para huir de Targon
con las dos niñas.

Aunque todavía no sabía muy bien adónde se dirigían, sería el lugar que se convertiría
en refugio ante la magia y la persecución: el reino de Demacia.

Allí fue donde crecieron las gemelas, tan distintas como el día y la noche. Mientras que
Kayle estudió el conjunto de leyes cada vez mayor del asentamiento, a Morgana, la
gemela de pelo negro, empezó a inquietarle la desconfianza que sentían hacia los recién
llegados. Sabiendo lo que significaba ser una persona refugiada, recorría lugares
desconocidos para hablar con magos rebeldes y otros proscritos, desterrados por el
peligro que suponían. En casa, percibía el sufrimiento de su padre por haber
abandonado a Mihira, y creció el resentimiento que sentía hacia su madre por haberles
hecho tanto daño.

El temor de que ella y Kayle pudieran contener algún resto del poder del Aspecto se
confirmó cuando de los cielos cayó una gran espada envuelta por las sombras y fuego
estelar. Tras perforar el suelo y partirse en dos, unas alas surgieron de los hombros de
las niñas. Su padre se echó a llorar al ver que cada una de ellas cogía media parte del
arma, por lo que se alejó a pesar del intento de Morgana por reconfortarlo.

Kayle aceptó este nuevo llamamiento y convocó una orden de justicieros para hacer
cumplir las leyes. Morgana, en cambio, renegaba de sus dones... hasta la noche en que
saquearon su asentamiento. Kilam se encontró rodeado cuando se extendió el
enfrentamiento. En ese momento, Morgana corrió a protegerlo e hizo que todos los
agresores ardieran hasta convertirse en cenizas. Juntas, las hermanas salvaron
incontables vidas y empezaron a llamarlas las Protectoras Aladas de Demacia.

Sin embargo, la ideología de Kayle se hizo cada vez más extrema y Morgana terminó
defendiendo cada vez más casos de aquellos que querían expiar sus crímenes. Las
hermanas llegaron a un acuerdo con sus adeptos mortales, pero fue tenso y no duró
mucho. Ronas, el discípulo más acérrimo de Kayle, intentó arrestar a la propia
Morgana. En un intento por proteger a sus penitentes seguidores, Morgana lo aprisionó
con oscuras llamas hasta que cayó muerto al suelo.

Un fuego divino iluminó el cielo sobre la ciudad cuando Kayle juró que haría justicia
con la asesina de Ronas, y Morgana se encontró en los cielos cara a cara con su
hermana.

Levantaron sus espadas, que encajaban a la perfección la una con la otra, y unos arcos
de luz cegadora y oscuridad ardiente se precipitaron sobre los edificios situados debajo.
Parecía evidente que iba a ganar una... pero Morgana flaqueó cuando escuchó la voz
angustiada de su padre. Kilam estaba entre los escombros, herido de muerte. Entre
gritos desgarrados de dolor, Morgana le arrojó la mitad de la espada de su madre a
Kayle y se lanzó hacia la superficie como si fuera un meteorito.

Acunó a su padre sin dejar de maldecir aquella herencia que había causado toda la
destrucción a su alrededor. Estupefacta, Kayle aterrizó y Morgana le preguntó exaltada
si la purga de los malvados incluía a Kilam, cuyo único crimen había sido separarlas de
su madre. Kayle no supo qué responder y se echó a volar hacia el cielo sin mirar atrás.

Las alas de Morgana se tornaron del inevitable color de su dolor. Intentó cortárselas
pero no pudo conseguir una espada lo bastante fuerte. En lugar de eso, se las amarró con
cadenas de hierro, decidida a caminar en el mundo de los mortales.

A lo largo de los siglos, su historia se convirtió en mito, y el nombre de Morgana quedó


prácticamente en el olvido. Hasta el día de hoy, el pueblo de Demacia venera a la
"Protectora Alada", pero solo recuerda la gloria y la verdad de una sola hermana,
mientras que los oscuros arranques de Morgana y su creencia en la redención personal
pasaron a formar parte de los misterios de la "Dama del Velo".

A pesar de todo eso, se niega a dejar de lado a quienes precisan su ayuda. Resentida y
traicionada, permanece en las sombras del reino, pero tiene claro que la luz de Kayle
volverá a brillar algún día en Runaterra y, entonces, nadie escapará a su juicio.

Ahora que la magia vuelve a alzarse, Morgana sabe que el amanecer está muy cerca.
Kayle La justa

 "Los humanos no son perfectos. Pero yo no soy humana".

 Kayle, nacida de un Aspecto de Targon en el punto álgido de las Guerras Rúnicas, honró el
legado de su madre mediante la lucha por la justicia con unas alas de llama divina. Durante
muchos años, ella y su hermana gemela Morgana fueron las protectoras de Demacia, hasta
que los incesantes fracasos de los mortales decepcionaron a Kayle y abandonó para siempre su
reino. Aun así, las leyendas que se narran sobre ella dicen que castiga a los injustos con sus
espadas ardientes, y muchos ansían que llegue el día en que regrese.

Cuando estallaron las Guerras Rúnicas, el Monte Targon se erguía como un faro en la
devoradora oscuridad: Kayle y su hermana gemela Morgana nacieron bajo su luz. Sus
padres, Mihira y Kilam, aceptaron el desafío que suponía el peligroso ascenso en busca
del poder que salvaría a su tribu de la destrucción.

Incluso cuando Mihira descubrió que estaba embarazada, se obligó a seguir adelante. En
la cima de la montaña, fue la elegida para ser la huésped divina del Aspecto de la
Justicia y empuñar una espada que ardía con un fuego más resplandeciente que el sol.

Poco tiempo después, nacieron las gemelas. Kayle, que era la mayor por tan solo un
respiro, tenía una luz tan grande como la oscuridad de Morgana.

Pero Mihira se había convertido en una temible guerrera, mucho más extraordinaria que
cualquier mortal. Kilam empezó a preocuparse por la divinidad que había adquirido su
esposa y por los brujescos enemigos que atraía su luz. Kilam decidió poner fuera de
peligro a las niñas, por lo que se puso en marcha y atravesó el Mar del Conquistador
hasta llegar a un asentamiento del que se decía que la propia tierra ofrecía protección
contra la magia.

En su nueva tierra, Kilam se ocupó de la crianza de sus hijas, que desarrollaban un


carácter cada día más distinto. Kayle era adelantada para su edad: a menudo entraba en
discusiones con los líderes del asentamiento sobre sus normas. No tenía ningún
recuerdo de los poderes de su madre, pero sabía que el propósito de las leyes era
mantenerlos a todos a salvo. Su padre apenas tocaba esos temas, pero Kayle estaba
convencida de que Mihira los había salvado poniendo fin a las Guerras Rúnicas en
algún campo de batalla lejano.

Cuando las gemelas llegaron a la adolescencia, un rayo llameante partió el cielo. Una
espada con un ardiente fuego celestial dividió el suelo entre Kayle y su hermana. Kilam
sintió una gran desolación cuando se percató de que esa era la espada de Mihira.

Impaciente, Kayle cogió una de las mitades del arma, lo que provocó que le surgieran
unas alas de los hombros. Morgana, con cautela, siguió el ejemplo de su hermana. En
aquel momento, Kayle se sintió más conectada con su madre que nunca, convencida de
que eso significaba que estaba viva y que deseaba que sus hijas siguieran el mismo
camino que ella.
La gente del asentamiento creyó que las muchachas habían recibido una bendición de
las estrellas y que su destino era proteger la emergente nación de Demacia de los
intrusos. Las protectoras aladas se convirtieron en símbolos de la luz y la verdad, y todo
el mundo las veneraba. Kayle libró muchas batallas: volaba a la cabeza de una milicia
cada vez más numerosa e imbuía las armas de los merecedores de su propio fuego
santificado, pero, con el tiempo, esa búsqueda de la justicia empezó a consumirla. Ante
las amenazas que veía dentro y fuera, fundó una orden de justicieros que procurara el
cumplimiento de la ley y persiguiera a rebeldes y malhechores sin distinción.

Pero había una persona con la que suavizaba su juicio. A pesar de la consternación de
sus seguidores, Kayle permitió que Morgana se ocupara de rehabilitar a los
transgresores que se mostraban lo bastante humildes como para admitir su culpa. El
protegido de Kayle, Ronas, era el que más se oponía: juró hacer lo que Kayle no haría e
intentó encarcelar a Morgana.

Kayle se encontró con un panorama en el que reinaban los disturbios y a Ronas sin vida.
Cegada por la rabia, lanzó una mirada de desprecio a la ciudad e invocó a su fuego
divino con la intención de purificar todos los pecados que allí había.

Morgana alzó el vuelo espada en mano para ir a su encuentro. Si Kayle pretendía purgar
la oscuridad que veía en los corazones de los mortales, tendría que empezar por su
propia hermana. Las dos lucharon en un combate a través de los cielos, encajaron los
tremendos golpes de la otra y redujeron a escombros los edificios que tenían debajo.

De repente, la batalla se detuvo ante el grito de angustia de su padre.

Kayle vio morir en los brazos de su hermana a Kilam, una víctima innecesaria de la
violencia que ese día había azotado la ciudad. Entonces, Kayle sostuvo con las manos
las dos partes de la espada de su madre y prometió que nunca volvería a dejarse dominar
por emociones mortales. Tras lanzarse de nuevo al cielo y volar habiendo dejado abajo
las nubes, le pareció que casi podía atisbar el Monte Targon más allá del horizonte, con
su imponente pico teñido de rojo por el sol poniente.

Allí es donde buscaría la perfecta claridad celestial que anhelaba. Allí es donde podría
estar junto a su madre y cumplir el legado del Aspecto de la Justicia.

Aunque lleva muchos siglos ausente en Demacia, la leyenda de Kayle ha inspirado una
gran parte de la cultura y la legislación del reino. Símbolos y esculturas enormes de la
Protectora Alada procuran fuerza al alma de todo guerrero que marcha para iluminar la
noche y expulsar las sombras de su tierra.

En tiempos de guerra y caos, son muchos los que se aferran a la esperanza de que Kayle
termine regresando... aunque también hay otros que rezan para que ese día no llegue
nunca.
Fiora La Estocada Excelsa

 "He venido a matarte por una cuestión de honor. Y aunque no poseas ninguno,
morirás igualmente".

 Fiora, la duelista más temida de Valoran, es tan famosa por su estilo brusco y su astucia en
asuntos políticos como por la velocidad de su estoque. Nació en el seno de la noble familia
Laurent de Demacia, y tomó el control de la familia de manos de su padre a raíz de un
escándalo que casi acaba con ellos. Ahora su misión es recuperar el lugar de los Laurent como
una de las familias más nobles e importantes del reino.

Como hija menor de la noble familia Laurent, Fiora parecía estar destinada a convertirse
en un peón político y a contraer matrimonio de conveniencia en el gran juego de
alianzas de Demacia. Ella no aceptaba de buen grado este papel y, ya desde muy
temprana edad, comenzó a desafiar deliberadamente todas las expectativas de su
familia. Su madre había encargado a los mejores artesanos de Demacia unas muñecas de
asombroso realismo para que la pequeña jugara, pero Fiora se las regaló a sus doncellas.
En su lugar, tomó prestada la espada de su hermano mayor y lo obligó a darle clases en
secreto. Su padre le dio a su costurera personal un conjunto de maniquís de diseño para
que creara vestidos espectaculares para la joven, pero Fiora se limitó a utilizarlos para
practicar estocadas y réplicas.

A pesar de todos esos años de resistencia sutil por parte de la joven, su familia no dudó
a la hora de prometerla en matrimonio con una rama distante de la familia Crownguard.
La unión se celebraría después del dieciocho cumpleaños de Fiora en una ceremonia de
verano. Tendría lugar en la capital, y el mismísimo rey Jarvan III asistiría.

Ese día, a medida que los invitados iban llegando, Fiora se puso en pie y declaró que
preferiría morir antes que dejar que otros decidieran por ella. Su prometido quedó
avergonzado en público a causa de este arrebato, y su familia quiso ajustar cuentas a la
antigua usanza: con un duelo a muerte.

Fiora aceptó de inmediato, pero su padre, Sebastien, le imploró al rey que interviniera.
Jarvan se había esforzado por poner fin a estas rencillas entre la nobleza pero, en esta
ocasión, no tenía modo de impedirlo. Fiora ya había aceptado.

Solo quedaba una opción: Sebastien apeló a su derecho de luchar en lugar de su hija.

Por su parte, la Gran Mariscal Tianna Crownguard nombró también a un campeón para
que luchara en nombre de su pariente, un guerrero veterano de la Vanguardia
Impertérrita. La derrota de Sebastien parecía garantizada. El nombre de Laurent caería
en la ruina y Fiora sería exiliada y repudiada. Ante semejante decisión, el padre tomó
una decisión que podría condenar a su familia durante años...

La noche antes del duelo, trató de envenenar la cerveza de su oponente con una droga
que lo entorpecería y ralentizaría sus movimientos durante el combate. Lo descubrieron
en pleno acto y lo arrestaron.
La ley no dejaba margen de duda: Sebastien Laurent había roto el código de honor más
esencial. Sufriría la humillación pública de una muerte en el patíbulo, como un vulgar
criminal. La noche antes de su muerte, Fiora lo visitó en su celda, pero lo que hablaron
es un secreto que solo ella conoce.

Al día siguiente, Fiora se acercó a la tarima del rey ante la muchedumbre expectante. Se
arrodilló ante él y le ofreció su filo. Con su bendición, le arrebataría el nombre de
Laurent a su padre e impartiría justicia. El duelo fue cegadoramente rápido, una danza
de acero tan exquisita que quienes la presenciaron no la olvidarían nunca. El padre de
Fiora era un excelente espadachín, pero no estaba a la altura de su hija. Cada
entrechocar de sus hojas fue una despedida pero, al final, una Fiora deshecha en
lágrimas atravesó el corazón de su padre con el estoque.

Con solemnidad, el rey Jarvan indicó que Sebastien había pagado debidamente por sus
crímenes. Fiora sería su sucesora. La rencilla entre las dos familias quedó así resuelta y
el conflicto llegó a su fin.

No obstante, escándalos de semejante magnitud no se olvidan con facilidad. Fiora se


entregó a sus deberes de la corte con honestidad y transparencia, pero pronto se dio
cuenta de que los rumores la seguían a todas partes. Le había arrebatado el título
familiar a su hermano. ¿Qué iba a hacer esa niñata arrogante por la gran ciudad de
Demacia? Si se negaba a aceptar un marido, solo traería más conflicto.

En lugar de entregarse al ajuste de cuentas con el filo de su espada, Fiora acudió a ramas
distantes de su familia (primos y parientes lejanos, entre los que figuraban numerosos
espadachines de renombre) y silenció a las malas lenguas entregándoles títulos nobles.
Juntos, se dedicaron a perfeccionar el arte de la esgrima en el reino. Los duelos eran un
arte tradicional, pero no tenían por qué acabar siempre con la muerte.

Si alguien no estaba de acuerdo, Fiora pondría a prueba la fortaleza de sus convicciones


en un combate.
Poppy La Guardiana del Martillo

 "No soy ninguna heroína. Solo una yordle con un martillo".

 En Runaterra hay un gran número de campeones valerosos, pero muy pocos son tan tenaces
como Poppy. Esta yordle tan obstinada porta el legendario martillo de Orlon, que la dobla en
tamaño, y se ha pasado infinidad de años buscando en secreto al famoso ''héroe de Demacia''
quien, supuestamente, es el legítimo portador de su arma. Mientras tanto, lucha
diligentemente en la batalla, haciendo retroceder a los enemigos del reino con cada golpe
giratorio.

En Runaterra hay un gran número de campeones valerosos, pero muy pocos son tan
tenaces como Poppy. Esta yordle tan obstinada porta un martillo el doble de su tamaño
y se ha pasado infinidad de años buscando al ''héroe de Demacia'', un famoso guerrero
que, supuestamente, es el legítimo portador de su arma.

Según narra la leyenda, ese héroe es la única persona que puede hacer uso de todo el
poder del martillo y usarlo para guiar a Demacia hacia la grandeza. Aunque Poppy ha
buscado a ese legendario guerrero por todos los rincones del reino, hasta el momento su
búsqueda no ha dado frutos. Cada vez que le daba el martillo a un posible héroe, había
resultado un desastre. A menudo, el guerrero en cuestión incluso acababa muerto.
Mucha gente hubiese abandonado esa misión hace mucho tiempo, pero eso es porque
ninguno posee la garra y la tenacidad de esta indómita heroína.

Antaño, Poppy era una yordle muy distinta. Había estado buscando un propósito en la
vida desde que tenía uso de razón. Se sentía ajena a todas esas impredecibles rarezas de
las que hacían gala los demás yordles y optaba por buscar la estabilidad y el orden fuera
adonde fuera. Fue precisamente esta mentalidad la que la acabó llevando hasta los
asentamientos humanos al oeste de Valoran, donde observaba maravillada las caravanas
que recorrían la campiña en una hilera interminable. Muchos de los integrantes de
dichas caravanas tenían un aspecto harapiento y cansado, pero seguían luchando por
encontrar una vida mejor, aun efímera, más allá del horizonte.

Sin embargo, un día pasó por allí una caravana un tanto diferente. A diferencia de los
demás viajeros, esta gente parecía avanzar con un propósito en mente. Se levantaban
todos a la misma hora por la mañana, al son del cuerno de un vigilante. Comían juntos
todos los días, a la misma hora. Ingerían los alimentos en cuestión de minutos.
Montaban y desmontaban los campamentos con una eficacia impresionante.

Los yordles usaban su magia innata para crear cosas extraordinarias, pero estos
humanos lograban hazañas igual de impresionantes haciendo uso únicamente de la
coordinación y la disciplina. Actuaban todos al mismo ritmo, como si fuesen los
engranajes de una gran maquinaria. Se convertían en un ser mucho más grande y fuerte
de lo que cualquier persona hubiese podido ser por sí sola. Para Poppy, aquello era
mucho más maravilloso que toda la magia del mundo.

Poppy estaba observando aquel campamento desde la seguridad de su escondite cuando


percibió el brillo de una armadura que salía de una tienda. Era el oficial al mando de
aquel grupo. Portaba una brigantina de brillantes placas de acero que se superponían
unas sobre otras, formando parte integral de un todo. Aquel hombre se llamaba Orlon y
su presencia parecía animar a todas las almas allí presentes. Si alguien se venía abajo, él
estaba allí para recordarle por qué seguían avanzando. Si alguien se desmayaba por el
cansancio, él lo inspiraba para levantarse. A Poppy le recordaba a ciertos amuletos
yordle, pero a diferencia de ellos, aquí no obraba la magia.

Poppy se acercó sigilosamente para analizar la escena más de cerca. Sin darse cuenta,
acabó siguiendo a aquel comandante brillante, como si fuese el propio destino el que la
empujaba a hacerlo. Observó cómo Orlon daba órdenes a sus soldados en los ejercicios
de entrenamiento. No era un hombre muy corpulento, pero era capaz de asir el martillo
de combate con una sorprendente celeridad. Por la noche, Poppy escuchaba atentamente
sus debates con los ancianos del campamento. Oyó cómo hacían planes para ir un paso
más allá y crear un asentamiento permanente en el oeste.

La mente de Poppy estaba llena de preguntas. ¿Hacia dónde se dirigía Orlon? ¿De
dónde venía? ¿Cómo había conseguido reunir a aquel meticuloso grupo de viajeros?
¿Habría sitio para una yordle en dicho grupo? En ese momento, tomó la decisión más
importante de toda su vida: Se mostraría por primera vez ante un humano, puesto que
aquella era la primera vez que sentía que había conectado con uno.

La presentación fue complicada, ya que Orlon también tenía un gran número de


preguntas que hacerle a Poppy. Eso sí, no tardaron en hacerse inseparables. Él se
convirtió en una especie de mentor para Poppy; y ella, una devota de la causa de Orlon.
En el campo de entrenamiento, Poppy era una compañera ideal al ser el único miembro
del batallón de Orlon que no tenía miedo de golpearlo. Nunca era servil, ya que
cuestionaba todas las decisiones con una inocencia casi infantil, como si no supiese que
su deber era cumplir sumisamente todas las órdenes. Un día, lo acompañó al lugar
donde se llevaría a cabo el nuevo asentamiento: una nueva y ambiciosa nación llamada
Demacia, en la que todos serían bienvenidos, independientemente de su pasado, siempre
y cuando aportasen al bien común.

Orlon se convirtió en una figura muy querida por todo el reino. Aunque pocos lo habían
visto blandir su martillo, siempre lo llevaba a la espalda, por lo que el arma no tardó en
convertirse en un icono reverenciado por la joven nación. La gente rumoreaba que tenía
el poder para destrozar montañas y abrir la mismísima tierra.

Orlon le entregó el martillo a Poppy en su lecho de muerte. Con él, le entregaba su


esperanza de haber creado un reino que perdurara en el tiempo. Fue entonces cuando
Orlon le contó la historia de la creación de su arma; le reveló que él nunca había sido el
auténtico destinatario de la misma. Le contó a Poppy que el martillo tenía que ser
entregado al héroe de Demacia, aquel que podría mantener a Demacia unida. Cuando su
amigo exhaló su último aliento, Poppy le juró que encontraría a dicho héroe y le haría
entrega del arma.

Pero lo que a Poppy le sobra en determinación, le falta en orgullo. Por eso nunca se le
pasó por la cabeza que ella pudiese ser la heroína que le describía Orlon.
Quinn Las Alas de Demacia

 ''La mayoría de soldados solo confían en sus armas. Pocos confían de verdad en su
compañero''.

 Quinn es una amazona montaraz de élite de Demacia que emprende peligrosas misiones en
territorio enemigo. Ella y su águila legendaria Valor comparten un vínculo inquebrantable, y
sus enemigos suelen ser asesinados antes de que puedan darse cuenta de que se están
enfrentando no a uno sino a dos de los mejores héroes del reino. Ágil y acrobática cuando la
situación lo requiere, Quinn apunta con su ballesta mientras que Valor marca a sus esquivos
objetivos desde arriba, lo que convierte a la pareja en un dúo letal en el campo de batalla.

Quinn es una caballera montaraz de élite demaciana que emprende peligrosas misiones
en territorio enemigo junto a su águila legendaria, Valor. Las dos comparten un vínculo
inquebrantable tan único como letal, hasta el punto de que sus enemigos suelen morir
antes de siquiera darse cuenta de que se están enfrentando no a uno sino a dos héroes
demacianos.

Quinn y su hermano mellizo, Caleb, nacieron en Uwendale, una aldea de montaña en el


noreste de la Demacia profunda. Como inseparables hermanos ambos recibieron una
educación basada en la nobleza y en la virtud de los valores de su tierra. Uwendale era
una ciudad próspera de cazadores y granjeros, protegida por vigilantes montaraces
expertos en interceptar y asesinar a cualquier monstruo que descendiese desde las
cumbres para cazar.

Cuando los mellizos eran pequeños, el rey Jarvan III visitó Uwendale en un viaje para
inspeccionar el muro del este, la frontera entre Demacia y los anárquicos estados
tribales del otro lado. Montada sobre los hombros de su padre, Quinn se emocionó al
ver la procesión del rey y sus guerreros, revestidos con resplandeciente y brillante acero
solar. Quinn y Caleb quedaron cautivados y juraron convertirse en caballeros de
Demacia y luchar algún día junto al rey. Durante su infancia, jugaban a ser heroicos
caballeros que defendían las tierras valientemente de los viles monstruos, de los salvajes
de Freljord o de los noxianos de oscuros corazones.

Pasaban cada segundo que podían en los bosques que rodeaban Uwendale. Su madre,
una de las montaraces más importantes del pueblo, les enseñó a seguir el rastro de las
bestias del bosque, a sobrevivir en él y, lo que es más importante, a luchar. Con el paso
de los años, Quinn y Caleb formaron un equipo increíble. Juntos conseguían sacar lo
mejor el uno del otro. Ella era excepcional rastreando, él era hábil atrayendo a la presa;
ella tenía mucha puntería con el arco, y él gozaba de gran pericia con la lanza de caza.

No obstante, una excursión a lo más alto de las montañas del norte de Uwendale acabó
en tragedia cuando los mellizos se encontraron con un grupo de nobles de Buvelle
cazando un colmívoro gigante, un asesino depredador famoso por su piel gruesa, sus
afilados cuernos y su naturaleza feroz. Los nobles no consiguieron acabar con la
criatura, y la bestia herida se volvió contra ellos y corneó hasta la muerte a varios de los
vástagos de la familia. Quinn y Caleb no tardaron en intervenir. Espantaron al
colmívoro con una lluvia de flechas contra su cráneo, pero eso no impidió que la
criatura embistiese a Caleb y acabara con su vida cuando él intentó salvar la vida de la
matriarca de la familia Buvelle. Los nobles se lo agradecieron infinitamente a Quinn y
ayudaron a enterrar a su hermano antes de levantar los cuerpos de sus herederos y
volver a casa a lamentar su muerte.

El fallecimiento de Caleb dejó a Quinn destrozada. Habían soñado con luchar en pareja,
y sin su mellizo a su lado, los deseos de Quinn por convertirse en caballera parecían
vacíos. Cumplió sus deberes para con sus compatriotas, como se esperaría de cualquier
hija de Demacia, pero su corazón estaba roto y la alegría que antes la llenaba de energía,
ahora brillaba tan tenue como las últimas luces del verano. Sin su hermano a su lado, su
valentía en el bosque se desvanecía y comenzaba a cometer errores. Nada llegaba a
poner en riesgo su vida, pero perdía los rastros más sencillos, le fallaba la puntería, y se
volvió arisca y poco comunicativa.

Quinn visitaba la tumba de Caleb con frecuencia, en el lugar donde lucharon contra el
colmívoro, y se sentía incapaz de pasar página, ya que siempre revivía el momento de la
pérdida. Un año después de la muerte de Caleb, volvió al claro en la montaña, como
había hecho tantas veces anteriormente. Bañada en su dolor y sumida en sus reflexiones,
Quinn no escuchó que un colmívoro se acercaba. Entre los afilados cuernos que
coronaban su cráneo, quedaban los restos de las flechas rotas que ella y Caleb habían
lanzado en su batalla anterior contra la bestia.

El monstruo atacó y Quinn luchó desesperadamente por su vida contra la bestia


enfurecida. Le lanzó una docena de flechas a la criatura, pero ninguna lograba acertar en
el punto débil de su gruesa piel. Agotada por la batalla, Quinn tropezó y la bestia se
lanzó a por ella. Intentó salir de su recorrido, pero no fue lo suficientemente rápida, por
lo que la punta de sus cuernos le hirieron desde la cadera hasta la clavícula. Gravemente
herida, Quinn cayó y la bestia comenzó a andar en círculos a su alrededor para acabar
con ella.

Quinn miró a la bestia a los ojos y supo que iba a morir. Alcanzó la última flecha en su
carcaj y un fogonazo azul apareció cortando el aire. Un precioso pájaro de alas azules
descendió en picado y clavó sus garras en la cara del colmívoro. El pájaro era un águila
de azurita, la raza que se decía que había inspirado el símbolo alado de Demacia y que
se creía extinta hace mucho. El ave chilló y se lanzó una y otra vez, clavando sus garras
y su pico hasta hacerle heridas sangrantes al cráneo del colmívoro, a pesar de que los
cuernos de la bestia herían su cuerpo y rasgaban sus alas.

Quinn, con la respiración entrecortada, preparó su última flecha mientras el monstruo


bramaba de furia y atacaba. Soltó la flecha y su arco se rompió ante la fuerza de su
movimiento, pero eso no afectó a la puntería: la flecha voló hacia la boca abierta del
monstruo y atravesó su cerebro. El cuerpo del colmívoro dejó un gran surco en el suelo
en dirección a ella, pero estaba muerto. Quinn dejó escapar un suspiro tembloroso de
alivio. Se arrastró hasta donde se encontraba el águila con las alas rotas y vio en sus ojos
una profundidad familiar.

Vendó la imponente ala herida del pájaro y volvió a Uwendale con los cuernos del
colmívoro como trofeo. El pájaro herido permaneció posado en su hombro todo el
camino, negándose a alejarse de su lado. Llamó al águila Valor y la cuidó hasta que
volvió a estar sana. El vínculo que crearon reavivó el fuego del corazón de Quinn, y
recuperó, una vez más, sus pensamientos de servir a Demacia en la batalla. Con la
ayuda de su padre, creó una nueva arma con los cuernos del colmívoro, una ballesta de
repetición delicadamente forjada capaz de disparar varios proyectiles al apretar tan solo
una vez el gatillo.

Con la aprobación de sus padres, Quinn y Valor viajaron a la capital y les pidieron a los
maestros de entrenamiento del ejército de Demacia unirse a sus filas como caballeros
montaraces. Normalmente, hacen falta años de entrenamiento para servir en el
disciplinado ejército demaciano. Quinn carecía de dicho entrenamiento, pero pasó
fácilmente todas las pruebas que los caballeros montaraces le pusieron.

Los maestros entrenadores no tenían muy claro cómo encajarían una cazadora
individualista y su águila en su rígida estructura, así que se dispusieron a rechazar la
petición. No obstante, antes de que diesen su veredicto, Lestara Buvelle, la noble cuya
vida había salvado Caleb, intervino y apostó por el corazón valiente de Quinn y sus
grandes destrezas.

Quinn fue reclutada enseguida en el ejército de Demacia y, aunque demostró ser una
buena caballera montaraz, tuvo problemas para adaptarse a la rígida jerarquía y a las
normas que, a su parecer, eran innecesarias. Sus compañeros guerreros reconocían sus
habilidades, pero seguían viéndola como un caso excepcional, una demaciana que
prefería actuar fuera del orden establecido, que planeaba sus propias misiones e iba y
venía a su antojo. Nunca permanecía demasiado tiempo dentro de los muros de la
ciudad. Prefería vivir en los bosques, en lugar de quedarse junto a sus camaradas. Solo
por ser tan buena destapando las amenazas incipientes y haciendo salir a los enemigos
ocultos, le habían ofrecido cierto margen de actuación del que no disfrutaban otros
alistados de Demacia.

Cuando un asesino noxiano postró al comandante del castillo Jandelle en el Día de la


Luz Perdida, los talentos de Quinn volvieron a ponerse de manifiesto. El asesino
consiguió escapar de los batallones de caballeros que habían sido enviados para
capturarlo, pero Quinn y Valor consiguieron rastrear y matar al asesino tras una noche
de trampas letales, contraataques y emboscadas. Volvió con la espada del asesino y se
ganó el sobrenombre de Las Alas de Demacia. Quinn permaneció en Jandelle el tiempo
justo para recibir su mención, pero luego se marchó de nuevo con Valor a los bosques,
donde se sentían más cómodos.

Desde entonces, Quinn ha cumplido numerosas misiones al servicio de Demacia,


incluyendo arriesgados viajes al lejano norte de Freljord y a las profundidades del
imperio de Noxus. Valor y ella siempre regresan con información fundamental para la
seguridad y defensa de las fronteras de Demacia. Aunque sus métodos no encajan bien
con los códigos estrictos del ejército de Demacia, nadie puede dudar del talento insólito
de Quinn y Valor en el campo de batalla.
Shyvana La Medio Dragón

 "Provengo de dos mundos, pero no pertenezco a ninguno".

 Shyvana es una criatura cuyo corazón arde con pura magia elemental. Pese a que su aspecto
más común es el de humanoide, puede adoptar su verdadera forma siempre que sea
necesario: la de una feroz dragona capaz de reducir a sus enemigos a cenizas con su aliento
ígneo. Tras salvar la vida del príncipe de la corona, Jarvan IV, Shyvana comenzó a formar parte
de su guardia real, en la que sirve inquieta ante la dificultad de ser aceptada por las
desconfiadas gentes de Demacia.

Pese a que es cierto que ahora son criaturas poco comunes, existe un puñado de lugares
en Runaterra donde aún anidan los grandes dragones elementales.

Mucho tiempo después de la caída del imperio de Shurima, en las cámaras de las
profundidades de un volcán perdido, la bestia ancestral conocida como Yvva protegía su
nidada. Al margen de la depredación de dragones rivales, los huevos de dragón tenían
un valor casi inconcebible para el entendimiento de los mortales, pero muchos eran lo
bastante audaces o necios como para probar suerte. Con el paso de los años, Yvva se
deleitó con los restos chamuscados de montones de ladrones en potencia... hasta que un
intento tuvo éxito.

Aquel mago advenedizo huyó de las montañas con el enorme huevo bien pegado al
pecho mientras la furia de Yvva prendía en llamas la jungla que iba dejando atrás.
Contra todo pronóstico, alcanzó la costa y no le dejó otra opción a la dragona que
aceptar la derrota y escabullirse a su guarida. Había perdido un huevo y no pensaba
perder ninguno más.

El mago viajó hacia el norte en dirección a Piltover, pero, antes de que consiguiera
encontrar un comprador, el huevo empezó a eclosionar. Quizá se debiera al acto de
arrebatarlo del nido, o puede que fuera porque la última luna otoñal daba paso al
invierno, pero algo había cambiado. Lo que emergió no era una cría de dragón, sino una
niña aparentemente humanoide con piel pálida de tono violeta, y el mago se dio cuenta
de que no era capaz de abandonarla. La crio como hija propia y la llamó Shyvana por la
oscura leyenda de su madre natural.

Se hizo evidente que Shyvana no era una simple mortal. Desde temprana edad, era
capaz de transformarse en algo monstruoso, algo similar a los medio dragones que
mencionaban los mitos antiguos. Esto le complicó bastante la vida entre las sencillas
gentes de Valoran. Había una cosa que estaba clara: Yvva conservaba una especie de
conexión con su hija perdida que se hacía cada vez más intensa. Cuando sus otras crías
alzaron por fin el vuelo, Yvva abandonó su nido vacío y se elevó muy por encima del
océano en busca de Shyvana.

La tierra estaba devastada por encarnizadas guerras fronterizas, pero tanto las tropas
como los aldeanos se dispersaban con el acercamiento de la enorme dragona. Tras
refugiarse en un caserío en ruinas, Shyvana observó cómo las llamas envolvían a su
padre adoptivo cuando Yvva planeó muy cerca por encima de ellos. La muchacha lo
arrastró hasta la arboleda cercana, pero no pudo hacer nada más. Le dio sepultura en una
sencilla tumba bajo un frondoso roble y se marchó en solitario.

Después de varias semanas ocultándose en la naturaleza, siempre en movimiento,


Shyvana detectó un ligero olor a sangre entre los árboles. Se encontró a un guerrero
herido y moribundo y supo que a aquella persona sí podía salvarla.

Sin pensar siquiera en la bestia que la buscaba, adoptó su forma de medio dragón y se
llevó lejos al hombre inconsciente, hasta un puesto de avanzada en la frontera de
Demacia.

Allí, en el castillo de Wrenwall, Shyvana descubrió que aquel guerrero no era otro que
el príncipe Jarvan, hijo único del rey y heredero del trono. Aunque los soldados allí
destinados contemplaron su piel violeta y sus extraños modales con algo de sospecha,
fue bienvenida. Al parecer, los demacianos siempre se preocupaban los unos por los
otros y, durante el tiempo que pasó en aquel poblado, disfrutó de una tranquilidad que
nunca antes en su vida había tenido.

Aquella paz no duraría. Shyvana sintió la oscuridad en el viento. Yvva se aproximaba.

El príncipe convaleciente, consciente de que debía ponerse al frente del cuartel de


Wrenwall, llevó a los aterrados lugareños al interior del baluarte ante la inminente
batalla. Pese a todo, Shyvana se preparó para escapar. Jarvan la confrontó, y Shyvana no
tuvo más remedio que admitir que la criatura que la perseguía era de su sangre. No
podía permitir que muriera gente inocente por eso.

Jarvan se negó a dejar que se marchara. Shyvana le había salvado la vida, así que lo
justo era luchar ahora a su lado. Conmovida por el ofrecimiento, aceptó.

Cuando atisbaron a Yvva, los arqueros demacianos dispararon cientos de flechas para
distraerla. En represalia, inundó de llamas las almenas y destrozó los muros con sus
potentes garras, lo que provocó la caída desde el parapeto de varios guerreros con
armadura. Fue entonces cuando Shyvana dio un salto hacia delante para desafiar a su
madre con un bramido después de transformarse en el aire. En un espectáculo pocas
veces presenciado en Valoran desde las Guerras Rúnicas, las dos dragonas lucharon con
uñas y dientes en los cielos de Wrenwall.

Al fin, sangrando por una docena de heridas, Shyvana subyugó a Yvva y le rompió el
cuello a la criatura contra los adoquines.

El propio príncipe honró a Shyvana por su valentía y prometió que siempre habría sitio
para ella a su lado si decidía volver con él a los dominios de su padre. Con la calavera
de Yvva como prueba de su triunfo, partieron juntos hacia la gran ciudad de Demacia.

Shyvana ha descubierto que el reino de Jarvan III está un tanto dividido, pues la
desconfianza de la gente ante los magos y la magia riñe con los nobles ideales en los
que se basa los cimientos de Demacia. Aunque ahora disfruta de cierto grado de
aceptación como una de las guardianas más leales del príncipe, se pregunta si sería ese
el caso si su verdadera naturaleza fuera más conocida...
Vayne La Cazadora Noctívaga

 ''No mato a criaturas como tú porque sea lo correcto. Las mato porque lo disfruto''.

 Shauna Vayne es una cazadora de monstruos demaciana letal y despiadada que ha dedicado
su vida a buscar y destruir al demonio que asesinó a su familia. Provista de una ballesta que
lleva en la muñeca y un corazón ansioso de venganza, Vayne solo es verdaderamente feliz
cuando mata a practicantes de las artes oscuras o a sus creaciones, golpeando desde las
sombras con una ráfaga de proyectiles de plata.

Shauna Vayne es una cazadora de monstruos letal y despiadada que ha jurado por su
vida encontrar y matar al demonio que asesinó a su familia. Provista de una ballesta que
lleva en la muñeca y un corazón ansioso de venganza, Vayne solo es verdaderamente
feliz cuando mata a practicantes de las artes oscuras o a sus creaciones.

Como era hija única de una pareja pudiente demaciana, Vayne disfrutó de una
educación privilegiada. Pudo permitirse pasar la mayor parte de su infancia realizando
actividades en solitario: leer, aprender música y coleccionar los diferentes insectos que
se encontraba en los terrenos de su mansión. Sus padres habían viajado por toda
Runaterra cuando eran jóvenes, pero se instalaron en Demacia tras el nacimiento de
Shauna porque, en comparación con los lugares en los que habían estado, los
demacianos cuidaban unos de otros.

Poco después de su decimosexto cumpleaños, Vayne volvió a casa tras un banquete


veraniego y vio algo que nunca podría olvidar.

Una mujer con cuernos increíblemente hermosa se encontraba delante de los cadáveres
ensangrentados de sus padres.

Vayne profirió un grito de agonía y terror. Antes de desaparecer, el demonio miró a la


jovencita y le mostró una sonrisa lasciva y terrible.

Vayne intentó apartar el pelo ensangrentado de los ojos de su madre, pero el recuerdo de
esa sonrisa imborrable permanecía en su mente, se hacía más fuerte y la consumía.
Mientras cerraba con suavidad los párpados de su padre, cuyo rostro inmóvil seguía
boquiabierto debido los últimos momentos espantosos de confusión, la sonrisa del
demonio la perseguía.

Fue una sonrisa que haría que el odio fluyese por las venas de Shauna para el resto de
sus días.

Vayne trató de explicar lo que había pasado, pero nadie la creyó. La idea de un demonio
suelto en Demacia, un reino tan bien defendido y más contrario a la magia que cualquier
otro, era demasiado descabellada como para considerarla.

Sin embargo, Vayne lo tenía claro. Sabía por aquella sonrisa que la hechicera volvería a
atacar. Ni siquiera los altos muros de Demacia no podían impedir que la magia oscura
se colase por las grietas. Podría ocultarse de forma sutil o permanecer en lugares
sombríos, pero Vayne sabía de su presencia.
Y estaba cansada de tener miedo.

Vayne tenía el corazón lleno de odio y suficiente dinero para equipar a un pequeño
ejército. Sin embargo, dondequiera que fuese, ningún ejército se atrevería a seguirla.
Necesitaba aprenderlo todo sobre la magia oscura. Cómo rastrearla. Cómo detenerla.
Cómo matar a aquellos que la practicaban.

Necesitaba a alguien que la enseñase.

Sus padres le habían contado historias de guerreros de los Hijos del Hielo que luchaban
contra una bruja de hielo en el norte. Durante generaciones, se habían defendido de sus
fuerzas misteriosas y de sus súbditos oscuros. Vayne sabía que allí es donde encontraría
a su maestro. Se escapó de los guardianes que le habían asignado y reservó un billete
para el siguiente barco a Freljord.

Poco después de llegar, Vayne partió en busca de un cazador de monstruos. Encontró a


uno, aunque no de la forma que esperaba. Cuando atravesaba un desfiladero congelado,
Vayne quedó atrapada en una trampa de hielo bien preparada. Tras caer al fondo de un
foso cristalino y escarpado, Vayne miró hacia arriba y sus ojos se toparon con un trol
del hielo hambriento, que se relamía el hocico con impaciencia mientras observaba a su
presa.

Una lanza atravesó el aire, perforó el cráneo del trol y se clavó en su cerebro, lo que
provocó que su gigantesca lengua azul quedase colgando. El gigante se derrumbó y
cayó en el foso; Vayne rodó hacia un lado justo antes de quedar aplastada. Un charco
pegajoso de sangre y babas se formó junto a sus botas.

La persona que la había rescatado era una mujer canosa de mediana edad llamada Frey.
Vendó las heridas de Vayne mientras las dos se aferraban al calor de una hoguera que
ardía a duras penas en aquel desfiladero glacial. Frey le contó a Vayne que dedicaba su
vida a luchar contra los súbditos de la Bruja del Hielo que habían asesinado a sus hijos.
Vayne suplicó a la mujer que la aceptase como aprendiz y le enseñase a rastrear a las
criaturas oscuras del mundo, pero la freljordiana no mostró interés. Vayne apestaba a
privilegios y a dinero, ninguno de los cuales le obligaba a vivir situaciones difíciles ni le
otorgaba la perseverancia necesaria para seguir luchando.

Vayne no podía aceptar la respuesta de Frey y la desafió a un duelo: si ganaba, Frey la


entrenaría. Si perdía, se ofrecería a hacer de cebo para los súbditos de la Bruja del Hielo
de forma que Frey pudiese tenderles una emboscada. Vayne no tenía ninguna razón para
pensar que pudiese ganar; su entrenamiento había consistido en una única tarde de
práctica de esgrima antes de que se cansase de luchar con una mano tras la espalda, pero
se negó a echarse atrás. Para recompensar el temple de Vayne, Frey le lanzó nieve a los
ojos y le enseñó la primera regla de una cazadora de monstruos: no jugar limpio.

Frey observó una determinación en Vayne que no pudo sino respetar. A la chica le
faltaba mucho para convertirse en luchadora, pero, cada vez que se levantaba de la sucia
nieve para continuar con el combate, Frey se iba dando cuenta de que Vayne podría
convertirse en una cazadora implacable. Derrotada en habilidad, pero nunca en espíritu,
Vayne le suplicó a Frey una última vez. Sus familias estaban muertas; Frey podía
pasarse el resto de sus días siguiendo a troles del hielo hasta que uno de ellos le
reventase la cabeza, o podía enseñar a Vayne. Juntas, podrían matar al doble de
monstruos. Juntas, podrían ahorrarle al doble de familias el sufrimiento que las definía.
Frey reconoció en los ojos de Vayne los mismos sentimientos de odio y pérdida que
habían encendido los suyos durante años.

Frey accedió a acompañar a Vayne a Demacia.

Viajaron juntas hacia el sur, Frey disfrazada completamente para engañar a los guardias
de las fronteras de Demacia. De vuelta en el hogar de Vayne, se pasaron dos años
entrenando. A pesar de la cola de pretendientes que solicitaban la compañía de Vayne,
Shauna no tenía ningún interés en otra cosa que no fuera entrenar con Frey. Por este
motivo, las dos se hicieron muy buenas amigas.

Frey enseñó a Vayne lo básico de la magia oscura: conjurar bestias y lanzar hechizos
malignos. Vayne se tomó en serio cada palabra de las enseñanzas de Frey, pero le
pareció un tanto inquietante que Frey nunca le explicase cómo había llegado a conocer
tantos detalles de estas prácticas tan maléficas.

Debido a la vigilancia de los soldados del reino y a los árboles antimagia, las criaturas
oscuras rara vez atravesaban los muros de Demacia. Por eso, Frey y Vayne se
aventuraban en los bosques fronterizos por la noche para cazar. Vayne consiguió su
primera muerte (una criatura sanguinaria que asediaba a los mercaderes) a los dieciocho
años.

Cubierta de las vísceras de la criatura, algo despertó dentro de Vayne: el placer. El ardor
que le provocaba la venganza y el odio le corría por las venas, y se deleitó en la
sensación.

Vayne y Frey se pasaron varios años cazando criaturas oscuras. El respeto que se tenían
crecía con cada asesinato. Un día, Vayne se dio cuenta de que quería a Frey como a una
madre, pero a sus sentimientos de amor familiar los acompañaban el dolor y el trauma,
y Vayne los combatió como lo haría con cualquier bestia que intentase hacerle daño.

Vayne y Frey recorrieron Valoran, hasta que llegaron a sus oídos historias de tabernas
de las tierras altas sobre una criatura demoníaca cornuda de una belleza arrebatadora.
Según las historias, el demonio había estado ocupado: había creado un culto con la
intención de atraer devotos que pudieran acatar sus órdenes. Nunca se volvía a saber
nada de las personas que se adentraban en las montañas. Se rumoreaba que los sumos
sacerdotes del culto contaban con terrenos sagrados cerca del acantilado, donde
preparaban los sacrificios al demonio. Vayne y Frey partieron de inmediato a la caza.

Mientras viajaban hacia las montañas al amparo de la noche, Vayne se dio cuenta de
que estaba distraída. Por primera vez desde que se uniera a Frey, estaba preocupada por
ella; preocupada por la posibilidad de perder a su figura materna por segunda vez. Antes
de que pudiese confesarle sus temores, uno de los sacerdotes del demonio arremetió
desde los arbustos y golpeó el hombro de Vayne con una maza.

Vayne quedó malherida. Frey vaciló un instante, pero un atisbo de seguridad brilló en
sus ojos. Le pidió perdón a su amiga y se transformó en un monstruoso lobo
freljordiano. Ante la mirada anonadada de Vayne, Frey (en su forma animal) despedazó
los tendones de la garganta del sacerdote con un veloz mordisco de sus potentes
mandíbulas.

El cuerpo del sacerdote yacía desparramado a los pies de Vayne. Frey volvió a su forma
humana, pero sus ojos delataban al animal asustado que tenía dentro. Le explicó que,
tras la muerte de su familia, se había convertido en chamán y se había lanzado a sí
misma la maldición para obtener el poder de cambiar de forma y así luchar contra la
Bruja del Hielo. El ritual que le concedió estos poderes requería el uso de la magia
oscura, pero hizo este sacrificio para proteger...

Vayne le atravesó el corazón con una flecha antes de que Frey pudiese pronunciar nada
más. Cualquier cariño que hubiese sentido por Frey se esfumó tras descubrir su
verdadera naturaleza. Una lágrima brotó del ojo de Frey al desplomarse, pero Vayne no
se dio cuenta; el afecto que habían compartido murió con Frey.

Aún quedaban horas hasta el amanecer, lo que significaba que aún quedaban horas de
caza. Vayne solo pensaba en el demonio. La muerte que tanto disfrutaría. Y todas las
muertes que vendrían detrás. El inframundo de Runaterra acabaría temiéndola, el mismo
miedo que ella había sentido en su día.

Por primera vez desde el asesinato de sus padres, Vayne sonrió.


Xin Zhao El Senescal de Demacia

 "La muerte es inevitable; solo es posible evitar la derrota''.

~ Xin Zhao

 Xin Zhao es un guerrero decidido y valiente, leal a la familia real de Demacia. Condenado en
su día a los fosos noxianos, sobrevivió a incontables batallas de gladiadores. Cuando se
enfrentó en batalla a las fuerzas del rey Jarvan III, decidió renunciar a su anterior vida para
prestar servicio a una causa que consideraba más honorable. Armado con su lanza de tres
puntas, Xin Zhao lucha ahora por su reino adoptivo, desafiando con audacia a cualquier
enemigo sin importar su fuerza.

Xin Zhao, de quien se dice que nunca ha perdido un combate uno contra uno, pasó gran
parte de su vida librando una ardua batalla. Algunos de sus primeros recuerdos tienen
que ver con el Viscero, un barco pesquero de Jonia en el que trabajó frente a la costa de
Raikkon. Era un diligente grumete que obedecía todas y cada una de las órdenes de sus
superiores, desde limpiar las mugrientas cubiertas hasta desenredar las redes de pesca, y
disfrutaba de una vida tranquila... hasta el día en que, sin darse cuenta, se aventuraron
demasiado lejos en aguas extranjeras.

Un par de barcos corsarios de Noxus persiguieron a aquella embarcación más pequeña.


El comandante invocó la gloria del imperio durante el abordaje, y se declaró legítimo
propietario del Viscero y su tripulación, compuesta principalmente por pescadores de
avanzada edad que no estaban en condiciones de prestar servicio militar. No obstante, se
los llevaron de vuelta a territorio noxiano.

Tras superar una dura travesía por el océano, Xin Zhao llegó a una nueva tierra
desconocida. Sus aguas no presentaban una belleza delicada; sus árboles no irradiaban
magia. Las calles estaban llenas de puertas imponentes y muros de piedra fortificados de
un calibre que no había visto jamás, y la gente atestaba cada centímetro de espacio
disponible. Averiguó que se trataba de la capital de Noxus y que desde allí gobernaba el
descomunal imperio un hombre conocido como "Darkwill". Apartado del resto de la
tripulación del Viscero y sin manera de volver a casa, Xin Zhao empezó a servir a un
hombre que lo había apresado.

Su destreza con la lanza no pasó desapercibida y pronto se le prometió una mejor vida
(con comidas servidas en platos) a cambio de su pericia marcial. Noxus celebraba la
fuerza, y su patrón lo consideraba un luchador fuerte.

Sin nada que perder, el joven aceptó. Cambió su ropa harapienta por una burda
armadura y se unió a las arenas del justiciero.

Era una forma de entretenimiento realmente insólita. Unos imponentes guerreros,


conocidos por títulos aún más imponentes, luchaban entre ellos frente a un público
voraz que aclamaba los alardes de destreza y espectáculo con la misma frecuencia con
la que pedía sangre. Xin Zhao, que adoptó el nombre de "Viscero", se vio catapultado al
éxito. Sus combates llenaron muy pronto todos los asientos de las arenas... y también
los bolsillos de sus patrocinadores. En cuestión de unos pocos años, Viscero se convirtió
en un nombre aclamado, uno que el público adoraba y que otros justicieros acabaron por
temer.

Sin embargo, esta buena suerte no duró.

Más allá de las distracciones del circuito de justicieros, el imperio afrontaba tiempos
difíciles. Naciones hostiles invadieron sus territorios y provocaron rebeliones a lo largo
de la frontera noxiana. Se rumoreaba que Darkwill y sus consejeros habían ofrecido una
fortuna en oro a cambio de la liberación confidencial de mercenarios, prisioneros y
justicieros para alistarlos en las huestes guerreras del imperio. Después de un simple
apretón de manos y poco más, Xin Zhao y otros en su situación fueron comprados y
enviados hacia el oeste a bordo de un barco de transporte.

Allí, en la fortaleza litoral de Kalstead, los nombres y las reputaciones de hasta los
justicieros más conocidos tenían muy poca relevancia. Los enviaron a la batalla contra
las fuerzas de élite del rey Jarvan III de Demacia, que estaba resuelto a refrenar la
influencia noxiana en Valoran... y Xin Zhao descubrió pronto que la guerra no se
asemejaba en nada a los duelos en la arena.

Mientras que muchos de los antiguos justicieros desertaron ante la inexorabilidad de la


derrota, Xin Zhao se mantuvo firme y manchó su lanza con la sangre de cientos de
enemigos. Finalmente, los miembros de la Vanguardia Impertérrita del rey (algunos de
ellos impresionados por su destreza, aunque no lo confesaran) lograron acorralarlo,
pero, aun así, se negó a huir. Xin Zhao mantuvo la cabeza alta, esperando su ejecución.

Sin embargo, Jarvan tenía otra idea en mente. A diferencia del público de la arena, el
rey de Demacia no disfrutaba con las muertes innecesarias. Les concedió la libertad a
los noxianos derrotados si juraban dejar Kalstead en paz. Sorprendido por esta
demostración de clemencia, Xin Zhao pensó en lo que le esperaba si volvía a Noxus.
Podía regresar a una sociedad en la que su vida significaba bien poco sin el oro que
aportaba a sus mecenas... o podía luchar para quienes representaban las virtudes a las
que él mismo aspiraba.

Impulsado por el honor, se arrodilló frente a Jarvan III y se comprometió a servir al rey.

En las décadas siguientes, Xin Zhao demostró su lealtad en multitud de ocasiones.


Como senescal de la casa real, no solo pasó a ser guardaespaldas y consejero de su
amigo y rey, sino también de su hijo, el joven príncipe Jarvan, que algún día heredaría
la corona. Puede que la senda de Xin Zhao para convertirse en demaciano hubiera sido
inusitada, pero, aun así, su compromiso con el reino y sus ideales siempre fueron
inquebrantables. Según él, no era cuestión de deber, sino elección propia.

No obstante, su mayor desafío llegaría de la mano de la rebelión de magos que


amenazaba a la capital. Con el infame Sylas de Dregbourne sembrando el caos en la
gran ciudad, Xin Zhao se preparó para defender a su rey hasta el final, pero este le
ordenó abandonar el palacio para cumplir una misión personal de vital importancia.
Reticente y cargado de pesar, Xin Zhao obedeció sus órdenes.
Al escuchar las campanas del palacio, comprendió la gravedad de su error. Para cuando
el senescal consiguió abrirse paso con su lanza de vuelta al palacio, el rey Jarvan III
había muerto.

Xin Zhao creía que pagaría ese abandono con su vida, pero el príncipe Jarvan le recordó
su juramento y aceptó acogerlo de nuevo al servicio del reino.

Ahora más que nunca, Demacia necesita a su senescal. A día de hoy, el trono permanece
vacío, ya que algunas casas nobles cuestionan si el príncipe está listo para gobernar. Xin
Zhao, por su parte, no comparte estas dudas, pues está totalmente al servicio de Jarvan y
está decidido a guiarlo en los peligrosos tiempos que se avecinan.
Galio el Coloso

 "¡Ponte detrás de mí, demaciano! Quizá no te hayas dado cuenta, pero soy muy
grande".

~ Galio

 Fuera de la gran ciudad de Demacia, el coloso de piedra Galio se mantiene vigilante.


Construido como un baluarte contra los magos enemigos, a veces permanece inmóvil durante
décadas hasta que la presencia de la magia poderosa lo vuelve a traer a la vida. Una vez
activado, Galio aprovecha al máximo su tiempo, y saborea el placer del combate y el raro
honor de defender a sus compatriotas. Pero estos triunfos siempre son agridulces, ya que la
magia que destruye también es su fuente de vida, y cada victoria lo vuelve a dormir.

La leyenda de Galio nació tras las Guerras Rúnicas, cuando incontables refugiados
huían del poder destructivo de la magia. Al oeste de Valoran, un grupo de desplazados
fue perseguido por una horda violenta de magos oscuros. Agotados tras días sin
descanso, los refugiados se escondieron entre las sombras de un bosque petrificado
ancestral, donde los perseguidores descubrieron que su magia no surtía efecto.

Parecía que esos árboles fosilizados amortiguaban de forma natural la magia, y


cualquier hechizo usado a su amparo fallaba. Ahora que los refugiados ya no se sentían
indefensos, atacaron con sus espadas a los magos oscuros y los expulsaron de las tierras.

Algunos decidieron que ese santuario que les mantenía a salvo de la magia era un regalo
de los dioses, mientras que otros lo veían como una recompensa justa por su terrible
viaje. En lo que todos estaban de acuerdo era en que ese debía ser su nuevo hogar.

Con el paso de los años, los colonos construyeron objetos de protección con la madera
del bosque encantado. Con el tiempo, descubrieron que podía mezclarse con cenizas y
cal para crear petricita, un material muy resistente a la magia. Este descubrimiento
establecería los cimientos de su nueva civilización, pues daría lugar a la creación de los
muros del nuevo reino de Demacia.

Durante años, estas barreras de petricita fueron todo lo que los demacianos necesitaron
para sentirse seguros de la amenaza de la magia del otro lado de las fronteras de su
reino. En las contadas ocasiones en que se ha dado un conflicto fuera de ellas, su
ejército ha demostrado ser fiero y formidable. No obstante, cuando sus enemigos
empleaban la magia, los ejércitos de Demacia tenían pocas opciones. De algún modo,
tenían que introducir la seguridad de sus muros antimagia en la batalla.

Al escultor Durand se le encargó el diseño de algún tipo de escudo de petricita para los
soldados y, dos años más tarde, el artista desveló su obra maestra. Aunque no era lo que
esperaban, la estatua alada de Galio se convertiría en un componente fundamental para
la defensa de la nación, además de ser un símbolo de Demacia en todo Valoran.

Con un sistema de poleas, transportes de acero y múltiples bueyes, arrastraban la


enorme figura de piedra hasta el campo de batalla. Muchos invasores se quedaban
petrificados ante la vista de la asombrosa silueta que se cernía sobre ellos. El titán que
"se comía la magia" inspiraba al reino y aterrorizaba a los que se enfrentaran a él.

Sin embargo, a nadie se le pasó por la cabeza lo que podría llegar a provocar exponer la
estatua a esas energías impredecibles...

Demacia había quedado atrapada en una batalla contra fuerzas enemigas en las
Montañas Colmiverduzcas. Una poderosa orden de magos de guerra conocida como el
Puño Arcano bombardeó a los demacianos con rayos de poder místico puro durante
trece días. Los ánimos de los que seguían con vida se iban desvaneciendo mientras se
apiñaban alrededor de Galio. Cuando no les quedaba ni un ápice de fe, un estruendo
ensordecedor sacudió el valle, como si dos montañas chocasen. Una enorme sombra se
alzó sobre ellos, y los soldados demacianos se prepararon para morir.

Una voz profunda rugió desde las alturas. Para asombro de los demacianos, el sonido
venía del coloso que tenían a sus espaldas: Galio se movía y hablaba por sí mismo. De
algún modo, la acumulación de magia absorbida le había dado vida. Se lanzó al frente
de los demacianos y los escudó de todos los ataques, absorbiendo cada proyectil mágico
con su enorme cuerpo de piedra.

Entonces, Galio se dio la vuelta, escaló la ladera de la montaña, y aplastó hasta el último
miembro del Puño Arcano contra el terreno escarpado.

Los demacianos estallaron en vítores. Estaban ansiosos por darle las gracias al centinela
de petricita que les había salvado pero, igual de rápido que había cobrado vida, el
imponente protector había dejado de moverse y había vuelto al pedestal, tal y como
había estado hasta entonces. De vuelta en la gran ciudad, el extraño relato se extendió
entre los susurros de los pocos que habían sobrevivido a la batalla de las
Colmiverduzcas, pero siempre era recibido con una incredulidad silenciosa. Aquel día
se convirtió en leyenda, quizá una mera alegoría inventada en la antigüedad para ayudar
a los demacianos a hacer frente a los momentos difíciles.

Sin duda, nadie imaginaba que el coloso seguía viendo todo lo que sucedía a su
alrededor. Incluso inmóvil, Galio se mantenía consciente, anhelante por sentir de nuevo
la emoción de la batalla.

Contempló a los mortales que pasaban a su alrededor y cómo le rendían homenaje año
tras año. Le intrigaba ver cómo desaparecían uno a uno con el paso del tiempo. Galio se
preguntaba adónde iban después de desaparecer. Quizá los estaban reparando, al igual
que hacían con él tras volver de un conflicto.

A medida que pasaban los años, Galio comenzó a darse cuenta de la triste respuesta a
esa pregunta: a diferencia de él, no se podía volver a pintar a la gente de Demacia, ni
reparar fácilmente el daño. Los mortales eran criaturas delicadas y efímeras, y ahora
entendía lo mucho que necesitaban su protección. Luchar había sido su pasión, pero
ahora la gente se había convertido en el motivo.

Aun así, solo se ha requerido la participación de Galio en las refriegas en apenas un


puñado de ocasiones en los últimos siglos. Demacia ha comenzado a distanciarse del
mundo exterior y la magia comienza a escasear más que nunca, así que el coloso de
petricita permanece inactivo, observando a través de la lobreguez de su vigilia onírica.
La mayor esperanza de la estatua es ser bendecido por una magia tan poderosa que le
permita no tener que dormirse de nuevo.

Solo así podría Galio servir de verdad a su propósito: defender y luchar por Demacia
como su protector para siempre.

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