Instituto superior de formación docente Joaquín V.
González Taller de escritura II Pablo Carrazana
EL AVAL DEL PASADO, LA LEGITIMIDAD DEL PRESENTE
Cuando comencé a escribir no hubo nadie detrás de mí que me guiara en mis
inseguros pasos. Sin embargo eso no me detuvo en mi tarea y años después vendría el encuentro con talleristas que devendrían amigos y docentes, con una capacidad de iluminar cada sendero y recodo de la escritura. Es que si el principal temor a la hora de arrojarse en el maravilloso mundo de la escritura creativa (ya sea narrativa, ya sea poesía) es caer en la sombra de aquellas figuras de las cuales nos nutrimos previamente, tengo que decir que existieron personas que me iniciaron y supieron aconsejarme. Ellos fueron la inmensidad de escritores que me acompañaron durante días y noches en interminables lecturas. Quizás esta afirmación parezca una insensatez; quizás señalar que los mismos que me guiaron en el camino de la lectura y la escritura son los mismos fantasmas que nos empujan a nosotros escritores a quedar atrapados en un proceso de imitación inconsciente por un deslumbramiento de su genialidad parezca irrisorio, pero es una realidad. Y en el camino del escritor no hay verdad más tajante que esta. Nuestros grandes maestros son nuestros grandes fantasmas, aprendemos de ellos a la vez que les tememos como si fuesen la piedra más grande. Pero si existe una única posibilidad de salvarnos de esta maldición y de este mal que nos aqueja a nosotros escritores ingenuos, si existe una chance de producir ese cuento, ese poema que sea una voz propia, particular y única es solo a través de la lectura de esos maestros que uno elige y corona. Evitarlos sólo nos embarcaría en un nuevo derrotero, nuestra fascinación es un paso necesario para su posterior incorporación a nuestro universo referencial. Únicamente mediante una acción que implique como dice Bloom “desidealizar las maneras aceptadas de cómo un poeta contribuye a formar a otro” nos dará la llave para salir de ese enamoramiento primario de la obra y del autor predilecto y posicionarnos en el lugar pleno de la creatividad. Creatividad fundada ya no en una relación simbiótica para con la figura autoral de nuestro horizonte. Es decir que uno puede amar a Girondo pero no por ello debe escribir una serie de versos cacofónicos que exploten la sonoridad de un Buenos Aires que ya no existe; uno puede deslumbrarse por Gelman pero sus poemas no deben ser un tango suburbano o una alegoría violenta de los males de este sistema, y así la lista de advertencias es larga y podría continuar ¿A qué me refiero con esto? Simplemente quiero señalar que es de estos grandes autores de los cuales insalvablemente debemos nutrirnos. Es nefasto pensar que se los pueda evitar y al mismo tiempo continuar con la pretensión de llegar a buen puerto. Estoy harto de escuchar comentarios en contra de un canon que para algunas mentes ahora resulta un bostezo anquilosado. Se despotrica gratuitamente contra las figuras autorales formadoras. Como docente y lector he escuchado decir que ya no se puede leer a Dante, o que el Quijote ya ha sido demasiado explotado. Que de nada sirve seguir leyendo Las Soledades de Góngora y que es fácil encontrar resumida alguna obra de Shakespeare en alguna película contemporánea. Que de nada sirve seguir escribiendo cuentos después de un Borges o un Walsh, o pretender una nueva poesía argentina sin caer inevitablemente en el lugar de Casas o de Bellesi. Es que todas estas voces son las que deslegitiman la fuerza productiva de esas figuras literarias que, aunque ya hayan sido explotadas al máximo, siempre son capaces de producir nuevas lecturas y por lo tanto nuevas influencias formativas. Una nueva generación de escritores se posiciona en un lugar en el cual desde la comodidad, se permiten borrar toda marca del pasado y a la vez negar esas influencias. Así es como han logrado dar con la solución para escapar de la angustiosa sombra del fantasma que representa ese determinado escritor tantas veces leído y al cual se añoraba parecer. Pero me atrevo a decir que están transitando por el camino incorrecto. Pararse en ese lugar implica observar la situación desde una perspectiva errada. Negar a las influencias solo deriva en una afirmación de la repetición absurda de las formas, acallar la voz propia en beneficio de otra voz ya escuchada anteriormente y por lo tanto ya consagrada. Implica no reconocer una cierta deuda con determinados autores que allanaron un camino para, nuevamente reanudar el trabajoso ascenso hacia la montaña. Son estos fantasmas los que permiten que continúe el eterno ciclo de autores que realmente tienen algo que decir. Hay una necesidad imperiosa de un pasado construido que legitima y al mismo tiempo instruye. Hay literatura porque hay mediaciones infinitas entre textos, voces, nombres, estéticas. A esas mediaciones las llamamos herencia. (Laxagueborde, 2014:103). Algo que sin embargo es innovación, que es intertextualidad y reformulación, debate y diálogo, no repetición vacua. Es que a fin de cuentas le debemos todo la eterna conversación que representa la literatura a los clásicos; y es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone. (Calvino, 1992:12) Para finalizar me remito a una novela1 en donde los protagonistas son un grupo de poetas fracasados. La trama de la historia sigue el derrotero de este heterogéneo grupo de almas desgraciadas las cuales deciden marchar en contra de la corriente y posicionarse estéticamente en un lugar opuesto al canon. Para ello escriben día y noche, y publican (o tratan de publicar) en toda revista o diario que les de un mínimo espacio mientras se escudan bajo el amparo de la figura de una poetisa desaparecida y de la cual nadie parece saber nada. Al ser ninguneados y defenestrados por la academia, deciden ir en contra de la cabeza del movimiento hegemónico de ese entonces, es decir el gran poeta laureado Octavio Paz. Son varias las historias que atraviesan la novela pero si hay un momento que cifra el carácter de estos escritores (carácter que es análogo al conjunto de escritores que pretenden negar a los clásicos) es el encuentro con su principal enemigo. Es en ese momento cúlmine de observar la cara del opuesto, de aquel que se adueña de toda una tradición y sólo tiene lugar para sus hijos legítimos, en donde estos poetas infelices no pueden hacer nada. Hay una mirada de parte del protagonista que es fija y precisa, y se dirige únicamente a los ojos del fantasma. Luego el resto es simplemente quedar paralizado. Y es que estos escritores (los de la novela y los otros) nada pueden hacer debido a que no han logrado aceptar esa porción de gracia que se debe conceder a los grandes autores que inevitablemente influencian y van a continuar dejando una huella en todo aquel que pretenda dar con su voz propia. Si algo debemos aprender es que no se puede matar al fantasma. lo única opción que existe es exorcizarlo, volverlo parte de uno, nutrirse de él y escribir, siempre escribir.
1 La novela a la cual me refiero es “Los detectives salvajes” de Roberto Bolaño