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Aproximaciones a la idea judeocristiana de hombre


Dr. Gerardo Valero Cano
Sal. 19:14
¿Cuál es la idea del hombre según la tradición judeocristiana? Sin duda la
pregunta ha sido objeto de una larga historia del pensamiento religioso y sus
respuestas han bogado entre la ortodoxia y la herejía. Pero este no es nuestro asunto
hoy, aunque es el más relevante. Mi intención es exponer algunos puntos comunes y
elementales a los credos cristianos, de manera sencilla para un público no
confesional.1
I. El hombre como creación.
El punto de partida que en la tradición bíblica explica al hombre es que fue
creado, lo único propiamente creado. Sólo del hombre se dice que era bueno en gran
manera (Gn. 1-31). Dios dispuso las regiones cósmicas y los elementos que producen
un mundo ordenado y la vida que habría de poblarlo (Gn. 1:1-25); lo hizo del mejor
modo pues el mundo natural se da de suyo. Pero no es un mundo en vano, pues tiene
como fin sustentar a la creatura humana. El hombre es superior al mundo no sólo
porque habría de servirse de él, sino por sus mismas características. Él es ser con
logos, pues conoce y nombra; también es libre en tanto que posee voluntad; es capaz
de ser feliz al reconocer que su bienestar está en lo que Dios proveyó para él; y
finalmente es hecho para hacerse pleno en el amor, Adán (o varón) se alegra
sobremanera al conocer a la mujer y hacerse una sola carne.
El hombre es hecho a imagen y semejanza de Dios; estaba dispuesto a vivir
bien, sin dolor, muerte ni precariedad. No era eterno, onmisciente ni omnipotente, mas
era inmortal, conocía a la naturaleza y sobre todo tenía lo que habría de distinguirlo del
resto de las criaturas, era libre, dueño de sus acciones, pues fue creado para pensar y
ser actuar en bien y vivir en plenitud.
II. Creación y pecado2
Algunas preguntas recurrentes en los cursos sobre Tomás de Aquino son: ¿Por
qué Dios, en su completo poder y sabiduría, creó a Adán y a Eva a sabiendas de que
lo desobedecerían para luego expulsarlos del paraíso y apartarlos de su presencia, de
su mayor bien? ¿No es un dios cruel este que hace a la creatura, la provee y la
encumbra, para luego desterrarla y condenarla al sufrimiento de vivir? ¿Por qué traer a
la existencia a un ser que viviría miserable a causa de sus faltas, de sus pecados?

1
Josef Pieper describe de manera excelsa las virtudes cardinales y teologales del genuino cristiano, y
pocos libros son tan esclarecedores como su The Christian idea of Man.
2
Una obra indispensable para comprender la libertad humana es El Concepto de la Anngustia, de
Kierkegaard. También, de Josef Pieper, El concepto del pecado (1988), Herder, España; de un corte más
confesional, pero no menos valioso, de Joseph Ratzinger, Creación y Pecado (1992), EUNSA, Pamplona.
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Esto basta para que muchos concluyan que Dios no puede ser bueno, que no hay
Dios. Para responder consideremos dos cuestiones: la libertad y la desobediencia.
En cuanto a la libertad, cabría preguntar: ¿qué sería del hombre si hubiese sido
creado sin razón ni voluntad, sin deseos ni pasiones, sin posibilidad de decidir y ser
responsable? Sin libertad el hombre sería otra criatura más volcada a la tierra,
limitada a su sola subsistencia, incapaz de reconocerse como creatura y, por ello,
ignorante de su feliz o miserable estado. El hombre fue creado libre, lo cual lo hacía
dueño de su actuar, de procurar su propio bien y continuar el bien, de ser él mismo y
no un fetiche.
Entonces preguntarán: “Dios sabía que su creatura libre y pensante no tardaría
en ser curiosa, en desear saber y hacer más; entonces ¿por qué castigó a la infeliz
pareja?” Esto pregunta apunta a la causa del castigo: el pecado.
El pecado es una falta, una acción dañina o mala que no es solo errar en la
acción, la hamartía griega o la imprudencia moderna, sino desdeñar la voz de Dios,
oponerse a la voluntad de Dios. Pero, ¿contra quién pecaron Adán y Eva? ¿En qué
afectarían a Dios?
Recordemos la historia. El hombre fue puesto en el huerto que habría de
proveerlo de todo fruto, no requería derramar sangre de animal para alimentarse ni
ceñir a las bestias al yugo, sometiendo el mundo creado a deseos excesivos.
Tampoco tenía necesidad de lujos, no se habla de piedras preciosas en el Edén.
Podía comer de todo árbol, incluso del Árbol de la Vida, pero no del fruto de la ciencia
del bien y del mal. Una sola restricción tenía: no degustar el fruto del conocimiento del
mal porque el bien ya lo conocía. ¿No es esto claro? ¿No habría de corromperse el
hombre con el conocimiento del mal? Porque para conocer el mal se debe hacer el
mal. El hombre sabía qué era lo bueno para él. Sin embargo, la serpiente dijo a Eva:
no moriréis, abriréis los ojos y seréis como Dios (Gn. 3: 4,5). Contra su propio bien,
voluntaria y libremente, el hombre deseó ser más, buscó lo impropio para su plenitud,
ambicionó, probó, y al hacerlo se corrompió, supo del mal. Desoyó a Dios para ser
como Dios, mas no podía serlo porque no lo era. Así que conoció la lujuria sin olvidar
el bien, por ello Adán y Eva se avergonzaron de su desnudez y la feliz unión de la
carne a la que estaban posibilitados se perturbó. Pecaron, fallaron contra el mandato
bueno que no era sino el cumplimiento de su propio estado.
El pecado es una falla contra Dios, más aún, es una falta contra el bien para el
hombre. Pecar es actuar en daño propio. Dios no crea al hombre para hacerlo
miserable, sino para hacerlo pleno si hace lo propio, lo que lo conserva bien,
complacido con lo que es mejor, agradecido del Padre sabio, solícito ante su igual,
amante respetuoso de su pareja y satisfecho en sus necesidades porque eso es vivir
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bien. La seducción que venía de lo bajo lo hizo arrogante, ridículamente rebelde,


granjeando con ello su propio sufrimiento.
Permítanme explicarme mejor. La ley de Dios es el mandato bueno para el
cumplimiento del fin al que está llamada la creatura, es el llamado a ser lo que se debe
ser,3 para la tierra producir plantas y animales, para el agua producir vida en ella, para
la oscuridad y la luz propiciar la noche y el día, para el hombre hacer el bien. El
pecado es hacer lo opuesto al ser, es hacer lo malo y propiciar el mal: asesinar,
mentir, robar, adulterar, olvidar el bien, olvidar a Dios.
Recientemente un alumno me preguntó desfachatadamente: “¿A poco usted
cree eso?” No importa si lo creo o no, pero lo que sí me consta es que el hombre que
se olvida del bien al que está llamado como su finalidad vive infeliz y miserablemente.
Este es el hombre que olvida la mesura, la pureza de la intención, el respeto; es el
violento que anula el principio bueno hasta la furia; es el que ignora la vergüenza hasta
volverse perverso; es el ávido de excesos, quien se envilece y somete al otro en los
afanes de sus ambiciones y de sus pasiones más viles; es el vanidoso que usa al otro
para su egolatría. No importa si creemos o no el cuento de la Creación, pero nos
consta que Machiavelli y Hobbes no erraban, y que si el deseo de ventajas y placeres
es todo lo que define a la naturaleza humana, si la razón es la espía de las pasiones,
entonces, entonces casi nada bueno habrá en nosotros, seremos corruptos y nos
temeremos.
El siguiente acto que el Génesis menciona es la maldición a la serpiente y el
castigo de Eva, la maternidad dolorosa, pues doloroso habría de ser sustentarse a ella
y a sus hijos con las penas del trabajo y la condena a vivir con un varón corrompido. A
Adán lo condenaría al sufrimiento de ver pasar sus días en los sudores del trabajo, a
ser por sí un ser efímero que moriría después de sufrir la tediosa necesidad de atender
sus deseos sin poder apartarlos, en un tiempo lleno de furia. Incluso la tierra se volvió
maldita por causa del hombre, esto es, infortunada y vilipendiada. En su codicia el
hombre ya no cuidaría ni amaría la tierra, la explotaría. Con dolor come el hombre de
la tierra y el agotamiento de la tierra lo alimenta; así, sus días pasan desesperanzados
y condenados al absurdo. (Vid., Gn. 3, 14-24).
Machiavelli tenía razón. El hombre ambicioso es capaz del fratricidio. El hijo
primero de Adán y Eva fue Caín, quien ganó su propia maldición, y el hombre es su
descendencia. El hombre bueno en gran manera se volvió en gran manera malo: “no
hay quien haga el bien, todos se corrompieron, ninguno tiene entendimiento” dice el

3
Una de las mejores explicaciones de esta idea es la obra de Rémi Brague, Lo propio del hombre. Una
legitimidad amenazada, BAC, Madrid, 2014. En ella su autor desarrolla la comprensión de la ley de Dios
como el mandato a ser lo propio, a la plenitud del ser.
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Salmo 3 (Vid. Rom. 3:9-18). Si me permiten el anacronismo, les pregunto: “¿estarían


ustedes mismos dispuestos a cometer una injusticia antes que padecerla?”
El relato de la Creación indica que el hombre fue creado para vivir en plenitud,
pero sus deseos desordenados y el miedo a sus congéneres lo habituaron al mal y a la
violencia: “Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que
todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente
mal.” (Gn. 6:5). Hobbes caracteriza al hombre como el animal ambicioso, egoísta y
desconfiado que vive en un continuo estado de amenaza y de guerra. ¿Ustedes creen
esto?” Y responderán: “Entonces estamos perdidos, es irremediable el sufrimiento y el
mal, utilizarnos, agotar a la tierra y a nosotros, dominarnos y luchar por imponernos,
porque así es el hombre”. Quisiera que no tuviesen razón, aunque según el
cristianismo sólo a medias.
III. El bien ínsito y la fe
Arrepentido de haber creado al hombre (Gn. 6:7), Dios decide erradicar del
mundo su estirpe. El hombre se corrompió, actuaba contra su fin. Al perder el sentido
de su existencia, el hombre se devaluó; su existencia se volvió, más que absurda, un
mal que extirpar. Pero el relato bíblico cuenta que Dios encontró gracia en Noé (Gn. 6,
8), que vio bien en él. Este bien lo entendemos por la doble señal de que Dios habla a
Noé y en la obediencia de éste para construir sin objeción el arca, ante el no menos
paradójico anuncio del diluvio. La gracia que Dios halló en Noé es que Noé escuchó a
Dios, que no lo olvidó ni fue rebelde, que obedeció porque confió y al hacerlo la
separación con Dios se terminaba. Como nosotros, Noé se reconcilia con el padre
escuchando lo que sería mejor para él. Este fue el primer pacto con el hombre, la
reconciliación con Dios. El segundo tiene el mismo principio. Abraham no olvida a Dios
y ruega por un hijo; luego Dios le pide ofrezca a Isaac en sacrificio y él, no con temor y
temblor, como recuerda Kierkegaard, sino confiado en que Dios proveería, se dirigió al
holocausto a obedecer la voz que no comprendía.
La fe es la certeza de lo que no se ve, según San Pablo, la sustancia de la
esperanza, según Aquino. Para el pensamiento judeocristiano, la fe es el
reconocimiento del principio bueno que el hombre ve en sí y con el cual decide actuar;
la fe es el saber por cuya claridad el hombre no es la bestia lobuna, es la confianza en
el bien que es el fundamento de la caridad. Para el cristianismo todo hombre guarda
en sí mismo el conocimiento del bien, pues si fuésemos irremediablemente perversos,
¿cuál sería el sentido de toda enseñanza? El hombre tiene conciencia del bien y
puede hacerlo cuando lo reconoce. Más todavía, es su deber continuar la obra buena
de Dios a través del amor que procura a los necesitados y los que sufren, valorando la
vida por encima del dinero, del poder o del placer innoble que en conjunto lo envilecen
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y corrompen todo. Por ello el hombre está llamado a ser valiente, a enfrentar el mal y
la injusticia: “Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente, no temas ni
desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo donde quiera que vallas”. (Jos. 1:9)
Así que no, de acuerdo con la tradición judeocristiana no estamos perdidos del
todo, sino obligados a buscar la plenitud que posibilita el bien ínsito que es la
semejanza con Dios. Dios es el bien en el hombre, y éste, si lo elige, puede ser con
Dios, vaya o no a misa los domingos.
IV. Religión y libertad
Un prejuicio común de los críticos de la religión hoy día es que se trata de una
organización hipócrita, cuyos líderes son vergonzosos demonios. Bien, esto no es
religión, es negocio despreciable, escoria de la religiosidad, como lo llamó Karl Barth.
Religión proviene de re-ligare, volver a vincularse, unirse nuevamente. La religión es
un modo de vida ligado a Dios, una convicción no intelectual (pero que también puede
ser razonable), en que el dios sustenta al hombre y que le importa su bien.
Particularmente, la religión cristiana liga al hombre a sus principios. Según se lee en la
Biblia, Dios indica al hombre lo que debe hacer para vivir bien y reestablece la total
unidad con Él a través de la imitación de Cristo. Son dos los principios de la religión
cristiana: bien y amor. El bien es un principio de orden por el cual todo logra su fin,
incluso el hombre; el amor es condición de vida más libre y deseable. Por amor
debemos entender aquí, en un sentido máximo, la confianza agradecida en el bien que
es causa del hombre y de su bienestar; es la certeza en el bien del cuidado paterno y
la serenidad de la confianza en la verdad del mandato. Pero también es el amor a lo
humano.
El primer mandato tácito a Adán era obedecer la voz del Padre bueno para vivir
bien; el segundo mandato explícito al hombre fue amar a Dios sobre todas las cosas.
Algunos dirán: “¡Qué Dios tan vanidoso es éste! Digamos algo, para el cristianismo no
hay, genuinamente, amor sin bien ni bien sin amor, lo demás es solo utilizarnos como
objetos, deshumanizarnos. Sólo el bien y el amor son gratos a Dios porque en ellos su
criatura ama haciendo el bien y hace el bien amando.
El cristianismo explica que el amor a Dios es el estado más feliz porque es el
deseo cumplido del bien mayor que puede conocer el hombre: “Deléitate a sí mismo
en Jehová y Él concederá las peticiones de tu corazón” dice el Salmo (37: 4-5). Es el
estado cumplido porque al amarlo ya se le ama y se está en ese amor; vive en el
cumplimiento de la esperanza del bien, incluso cuando sufre. El hombre bueno ama a
Dios porque ama el bien. Para el cristianismo el bien es claro, es el amor a Dios que
es condición del amor depurado a uno mismo, amor que se extiende al prójimo en
forma de diligencia, respeto, cuidado, alivio, como en la parábola del samaritano.
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Entonces seguramente alguien replicará que el cristiano es ególatra, pues es generoso


para hacer “puntos en el cielo”, porque quiere eso que le llaman “salvación” y no irse al
infierno”.
Permítanme explicar esta idea del amor. En el Evangelio según San Lucas
leemos (10, 25-27):
“(25) … un doctor de la ley se levantó y, para ponerlo a prueba, le preguntó: —
Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?
(26) Jesús le contestó: —¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué es lo que lees? (27)
Respondió: —Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con
todas tus fuerzas, con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo.”

Los cristianos llaman Salvación a la plena unidad con Dios después de la


muerte. Ellos creen que el alma es inmortal; le llaman “heredar la vida eterna” a
permanecer en unidad con Dios después del cese de su vida corporal. Esto es misterio
y no atenderé a ello por su propia definición. Sin embargo, en los versículos se indica
que la condición de la Salvación es cierto tipo de vida en la tierra.
Frecuentemente se acusa al cristiano de desligarse del mundo. En efecto,
religarse a Dios implica olvidarse del mundo: “El que ama su vida, la perderá; y el que
aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará”, dice Jesucristo (Jn. 12-
25). Sin embargo, ¿no es esto contradictorio con los imperativos cristianos de la
caridad, la valentía y el nuevo mandamiento? En efecto, el cristiano se olvida del
mundo en el sentido de que debe desprenderse de lo que en el mundo se valora como
lo mayor: arrogancia, dinero, poder, lujuria. Quienes tienen la mente en ello,
necesariamente soslayan y olvidan el bien ínsito. Para el cristianismo el mayor mal
para el hombre es la codicia de los bienes que ofrece el éxito en el mundo: causar la
envidia del otro. La envidia es el cumplimiento de la antropología maquiaveliana. El
cristiano sí debe olvidarse del mundo, porque su patria es el cielo y su vida debe ser la
actualidad de su fe, la actividad del amor que su Dios le dice debe guardar con el otro,
nunca su explotación. Este es el tipo de vida que precede a “la salvación”, no como si
de comercio se tratase, sino porque eso es ya participar del espíritu de Dios, 4 vivir en
unidad con Él. Es por esto que el libro del Apocalipsis es claro: los individuos y las
iglesias sin amor a Dios, sin el espíritu de Dios, son mera falsedad, hipocresía y
blasfemia repudiable.

V. Felicidad y contemplación

4
Según C.S. Lewis en Mero Cristianismo, Espíritu puede entenderse como lo que une en comunidad a
quienes dicen tener “el mismo espíritu”. El Espíritu de Dios, el espíritu Santo, es el supuesto de la
comunidad llamada Iglesia, de quienes se unen en la misma convicción y viven en función de ella. Es
Dios en la mente y la voluntad humana, por la cual, según Pablo, el hombre puede reconocerse hijo de
Dios (Gal. 4:6).
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Para Tomás de Aquino, San Pablo, San Agustín, San Anselmo, Tomás de
Kempis, la finalidad del hombre es cumplir el principio para el cual fue creado, la
unidad espiritual con su creador, tener “la mente de Dios”, “ser perfectos” como el
padre que está en los cielos (Mt. 5:48), perfectos en la fe que es la convicción de lo
que hemos llamado el bien ínsito. Para el cristianismo el hombre alcanza su felicidad y
perfección en la contemplación de Dios, en ser uno en la completa visión de Dios.
Pero no se trata de entender los argumentos de la teología aristotélica, sino del
completo conocimiento de Dios que es el de su misma mente, de sus motivos, pensar
como Dios y actuar como lo haría Jesucristo, en la unidad del amor y la buena
voluntad que se dispone incluso al sacrificio. Para el cristiano no es contemplación
saber que Dios existe sin amarlo, eso es la fe del diablo, según Juan Wesley; tampoco
es el “saber de oídas” del filósofo, el filólogo o el historiador de la religión, que no
aman a Dios. Para el cristiano contemplar a Dios es ver a Dios porque se está en Dios,
como el que ama está en el amor y el que conoce está en lo conocido. Así, la unidad
de espíritu con Dios, con el bien que es Dios y que se pone en acto en el amor a Dios,
a sí mismo y al prójimo, es para el cristianismo el estado más feliz, el más completo, la
perfección de la voluntad humana.
Pero el cristiano sabe bien que por sí mismo es sólo mal, que su naturaleza es la
del hombre mezquino de Hobbes; su voluntad la dominan el celo, la codicia, la ira;
sabe que sin Dios lo gobiernan los “deseos de la carne”, según San Pablo, la avidez
de placeres y riquezas, la egolatría. Para el cristiano la naturaleza del hombre como
hombre es la condición de muerte, lo que arrastra a lo que da el mundo; sabe que sin
la unidad espiritual con Dios todo en sus intenciones es efecto del amor propio y que
ninguna de sus acciones es buena. Por ello dice el profeta Jeremías: “Maldito el varón
que confía en el hombre y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová”
(Jer. 6). El hombre no tiene ningún mérito porque sus intenciones no son buenas sin
Dios, sin benevolencia. Pero para el cristianismo la fe es la condición de toda buena
obra, de la perfección moral y de la salvación, y la fe es “don de Dios” (Ef. 2:8). El
cristiano entiende que en su propia naturaleza no tiene esperanza y no le queda sino
clamar a Dios por tener fe, por abrirse a la misteriosa voz de Dios. Es por ello que, sin
trascendencia, en la ausencia de Dios el hombre no puede sino ver sus días pasar,
hastiado por las necesidades absurdas de la existencia o esforzándose por ellas,
nihilista o burgués. Por esto dice Jeremías:
“(7) Bendito el varón que se fía en Jehová, y cuya confianza es Jehová. (8) Porque
él será como el árbol plantado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus
raíces, y no verá cuando viniere el calor, sino que su hoja estará verde; y en el año de
sequía no se fatigará, ni dejará de hacer fruto” (Jer. 6:7-8)
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VI. Felicidad y virtud


Según Tomás de Aquino hay dos clases de bienaventuranza. Una es imperfecta,
sujeta a los esfuerzos del tiempo; la otra es la contemplación completa del ser divino
que solo se logra después de la muerte. La primera puede ser de doble índole, una es
la fe, la certeza de la esperanza en la presencia de Dios; la otra es la virtud. El
cristiano, explica Pieper, debe ser virtuoso, pero no todo hombre es cristiano. Así,
Pablo escribe que los gentiles, sin conocer la Ley que es la voluntad expresa de Dios,
son ley para sí mismos cuando se rigen por la ley escrita en sus corazones (Rom. 2:
14,15). Para la idea cristiana de ser humano existe en todo hombre un principio de
bien que se escucha con claridad pero que elige o no atender. Para el dogma cristiano
es una gracia anticipatoria, para la experiencia ordinaria es el criterio claro y
reconocible de lo humano, lo sabio, lo recto, lo virtuoso.
Entonces, no debe entenderse que solamente el cristiano ha de ser recto y feliz.
La bienaventuranza, la buena vida, es una posibilidad del hombre bueno y justo que,
sin ser judío ni cristiano, tiene intenciones y propósitos buenos. Así de simple
“buenos”. Pero la vida de la fe, la esperanza y la caridad superan en dicha a la del
hombre bueno.
Conclusión
Podemos concluir este esbozo de la idea cristiana de hombre del siguiente
modo. El hombre fue creado en un acto de amor para que fuese feliz y pleno. Su
condición como ente libre lo condujo al deseo de sobrepasar sus límites. Olvidó el
mandato bueno que le indicaba lo que sería apto para su condición. Se separó de Dios
y quedó en él un rastro del bien que lo preserva y mucho del mal que lo hace
miserable. Ambicioso, codicioso, egoísta, falto a su palabra, hijo de la ira, fatuo y
absurdo, solamente encuentra dignidad en restablecer el principio bueno, en volver a
la fe, a la contemplación vívida de Dios, a hacer lo justo.
Queda una idea más por decir, pero es inexplicable. El hombre se suelta de Dios
olvidándolo, pero el creyente sabe que su Dios lo sostiene, mientras no lo ignore del
todo o la culpa no lo aleje con vergüenza. La esperanza es la realización de la fe. El
cristiano es el hombre con esperanza; sabe que, en el mejor de los casos, su
condición es la de uno que busca a su Señor y que su Dios no lo abandona, ni siquiera
en el sufrimiento, pero sabe también que en el peor caso puede perder su fe, renegar
de Dios, traicionarlo en el amor profundo que él pide a través del amor al ser humano y
caer en la abyección de toda la vileza de que es capaz.
Gracias.
Sta. Cruz Acatlán. 22/29/2019

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