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Josef Pieper describe de manera excelsa las virtudes cardinales y teologales del genuino cristiano, y
pocos libros son tan esclarecedores como su The Christian idea of Man.
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Una obra indispensable para comprender la libertad humana es El Concepto de la Anngustia, de
Kierkegaard. También, de Josef Pieper, El concepto del pecado (1988), Herder, España; de un corte más
confesional, pero no menos valioso, de Joseph Ratzinger, Creación y Pecado (1992), EUNSA, Pamplona.
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Esto basta para que muchos concluyan que Dios no puede ser bueno, que no hay
Dios. Para responder consideremos dos cuestiones: la libertad y la desobediencia.
En cuanto a la libertad, cabría preguntar: ¿qué sería del hombre si hubiese sido
creado sin razón ni voluntad, sin deseos ni pasiones, sin posibilidad de decidir y ser
responsable? Sin libertad el hombre sería otra criatura más volcada a la tierra,
limitada a su sola subsistencia, incapaz de reconocerse como creatura y, por ello,
ignorante de su feliz o miserable estado. El hombre fue creado libre, lo cual lo hacía
dueño de su actuar, de procurar su propio bien y continuar el bien, de ser él mismo y
no un fetiche.
Entonces preguntarán: “Dios sabía que su creatura libre y pensante no tardaría
en ser curiosa, en desear saber y hacer más; entonces ¿por qué castigó a la infeliz
pareja?” Esto pregunta apunta a la causa del castigo: el pecado.
El pecado es una falta, una acción dañina o mala que no es solo errar en la
acción, la hamartía griega o la imprudencia moderna, sino desdeñar la voz de Dios,
oponerse a la voluntad de Dios. Pero, ¿contra quién pecaron Adán y Eva? ¿En qué
afectarían a Dios?
Recordemos la historia. El hombre fue puesto en el huerto que habría de
proveerlo de todo fruto, no requería derramar sangre de animal para alimentarse ni
ceñir a las bestias al yugo, sometiendo el mundo creado a deseos excesivos.
Tampoco tenía necesidad de lujos, no se habla de piedras preciosas en el Edén.
Podía comer de todo árbol, incluso del Árbol de la Vida, pero no del fruto de la ciencia
del bien y del mal. Una sola restricción tenía: no degustar el fruto del conocimiento del
mal porque el bien ya lo conocía. ¿No es esto claro? ¿No habría de corromperse el
hombre con el conocimiento del mal? Porque para conocer el mal se debe hacer el
mal. El hombre sabía qué era lo bueno para él. Sin embargo, la serpiente dijo a Eva:
no moriréis, abriréis los ojos y seréis como Dios (Gn. 3: 4,5). Contra su propio bien,
voluntaria y libremente, el hombre deseó ser más, buscó lo impropio para su plenitud,
ambicionó, probó, y al hacerlo se corrompió, supo del mal. Desoyó a Dios para ser
como Dios, mas no podía serlo porque no lo era. Así que conoció la lujuria sin olvidar
el bien, por ello Adán y Eva se avergonzaron de su desnudez y la feliz unión de la
carne a la que estaban posibilitados se perturbó. Pecaron, fallaron contra el mandato
bueno que no era sino el cumplimiento de su propio estado.
El pecado es una falla contra Dios, más aún, es una falta contra el bien para el
hombre. Pecar es actuar en daño propio. Dios no crea al hombre para hacerlo
miserable, sino para hacerlo pleno si hace lo propio, lo que lo conserva bien,
complacido con lo que es mejor, agradecido del Padre sabio, solícito ante su igual,
amante respetuoso de su pareja y satisfecho en sus necesidades porque eso es vivir
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Una de las mejores explicaciones de esta idea es la obra de Rémi Brague, Lo propio del hombre. Una
legitimidad amenazada, BAC, Madrid, 2014. En ella su autor desarrolla la comprensión de la ley de Dios
como el mandato a ser lo propio, a la plenitud del ser.
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y corrompen todo. Por ello el hombre está llamado a ser valiente, a enfrentar el mal y
la injusticia: “Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente, no temas ni
desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo donde quiera que vallas”. (Jos. 1:9)
Así que no, de acuerdo con la tradición judeocristiana no estamos perdidos del
todo, sino obligados a buscar la plenitud que posibilita el bien ínsito que es la
semejanza con Dios. Dios es el bien en el hombre, y éste, si lo elige, puede ser con
Dios, vaya o no a misa los domingos.
IV. Religión y libertad
Un prejuicio común de los críticos de la religión hoy día es que se trata de una
organización hipócrita, cuyos líderes son vergonzosos demonios. Bien, esto no es
religión, es negocio despreciable, escoria de la religiosidad, como lo llamó Karl Barth.
Religión proviene de re-ligare, volver a vincularse, unirse nuevamente. La religión es
un modo de vida ligado a Dios, una convicción no intelectual (pero que también puede
ser razonable), en que el dios sustenta al hombre y que le importa su bien.
Particularmente, la religión cristiana liga al hombre a sus principios. Según se lee en la
Biblia, Dios indica al hombre lo que debe hacer para vivir bien y reestablece la total
unidad con Él a través de la imitación de Cristo. Son dos los principios de la religión
cristiana: bien y amor. El bien es un principio de orden por el cual todo logra su fin,
incluso el hombre; el amor es condición de vida más libre y deseable. Por amor
debemos entender aquí, en un sentido máximo, la confianza agradecida en el bien que
es causa del hombre y de su bienestar; es la certeza en el bien del cuidado paterno y
la serenidad de la confianza en la verdad del mandato. Pero también es el amor a lo
humano.
El primer mandato tácito a Adán era obedecer la voz del Padre bueno para vivir
bien; el segundo mandato explícito al hombre fue amar a Dios sobre todas las cosas.
Algunos dirán: “¡Qué Dios tan vanidoso es éste! Digamos algo, para el cristianismo no
hay, genuinamente, amor sin bien ni bien sin amor, lo demás es solo utilizarnos como
objetos, deshumanizarnos. Sólo el bien y el amor son gratos a Dios porque en ellos su
criatura ama haciendo el bien y hace el bien amando.
El cristianismo explica que el amor a Dios es el estado más feliz porque es el
deseo cumplido del bien mayor que puede conocer el hombre: “Deléitate a sí mismo
en Jehová y Él concederá las peticiones de tu corazón” dice el Salmo (37: 4-5). Es el
estado cumplido porque al amarlo ya se le ama y se está en ese amor; vive en el
cumplimiento de la esperanza del bien, incluso cuando sufre. El hombre bueno ama a
Dios porque ama el bien. Para el cristianismo el bien es claro, es el amor a Dios que
es condición del amor depurado a uno mismo, amor que se extiende al prójimo en
forma de diligencia, respeto, cuidado, alivio, como en la parábola del samaritano.
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V. Felicidad y contemplación
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Según C.S. Lewis en Mero Cristianismo, Espíritu puede entenderse como lo que une en comunidad a
quienes dicen tener “el mismo espíritu”. El Espíritu de Dios, el espíritu Santo, es el supuesto de la
comunidad llamada Iglesia, de quienes se unen en la misma convicción y viven en función de ella. Es
Dios en la mente y la voluntad humana, por la cual, según Pablo, el hombre puede reconocerse hijo de
Dios (Gal. 4:6).
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Para Tomás de Aquino, San Pablo, San Agustín, San Anselmo, Tomás de
Kempis, la finalidad del hombre es cumplir el principio para el cual fue creado, la
unidad espiritual con su creador, tener “la mente de Dios”, “ser perfectos” como el
padre que está en los cielos (Mt. 5:48), perfectos en la fe que es la convicción de lo
que hemos llamado el bien ínsito. Para el cristianismo el hombre alcanza su felicidad y
perfección en la contemplación de Dios, en ser uno en la completa visión de Dios.
Pero no se trata de entender los argumentos de la teología aristotélica, sino del
completo conocimiento de Dios que es el de su misma mente, de sus motivos, pensar
como Dios y actuar como lo haría Jesucristo, en la unidad del amor y la buena
voluntad que se dispone incluso al sacrificio. Para el cristiano no es contemplación
saber que Dios existe sin amarlo, eso es la fe del diablo, según Juan Wesley; tampoco
es el “saber de oídas” del filósofo, el filólogo o el historiador de la religión, que no
aman a Dios. Para el cristiano contemplar a Dios es ver a Dios porque se está en Dios,
como el que ama está en el amor y el que conoce está en lo conocido. Así, la unidad
de espíritu con Dios, con el bien que es Dios y que se pone en acto en el amor a Dios,
a sí mismo y al prójimo, es para el cristianismo el estado más feliz, el más completo, la
perfección de la voluntad humana.
Pero el cristiano sabe bien que por sí mismo es sólo mal, que su naturaleza es la
del hombre mezquino de Hobbes; su voluntad la dominan el celo, la codicia, la ira;
sabe que sin Dios lo gobiernan los “deseos de la carne”, según San Pablo, la avidez
de placeres y riquezas, la egolatría. Para el cristiano la naturaleza del hombre como
hombre es la condición de muerte, lo que arrastra a lo que da el mundo; sabe que sin
la unidad espiritual con Dios todo en sus intenciones es efecto del amor propio y que
ninguna de sus acciones es buena. Por ello dice el profeta Jeremías: “Maldito el varón
que confía en el hombre y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová”
(Jer. 6). El hombre no tiene ningún mérito porque sus intenciones no son buenas sin
Dios, sin benevolencia. Pero para el cristianismo la fe es la condición de toda buena
obra, de la perfección moral y de la salvación, y la fe es “don de Dios” (Ef. 2:8). El
cristiano entiende que en su propia naturaleza no tiene esperanza y no le queda sino
clamar a Dios por tener fe, por abrirse a la misteriosa voz de Dios. Es por ello que, sin
trascendencia, en la ausencia de Dios el hombre no puede sino ver sus días pasar,
hastiado por las necesidades absurdas de la existencia o esforzándose por ellas,
nihilista o burgués. Por esto dice Jeremías:
“(7) Bendito el varón que se fía en Jehová, y cuya confianza es Jehová. (8) Porque
él será como el árbol plantado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus
raíces, y no verá cuando viniere el calor, sino que su hoja estará verde; y en el año de
sequía no se fatigará, ni dejará de hacer fruto” (Jer. 6:7-8)
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