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COLOMBIA DOS SIGLOS DESPUES: PROTECTORADO DE

ESTADOS UNIDOS Y CAPITALISMO GANGSTERIL

Renán Vega Cantor

Profesor Universidad Pedagógica Nacional

“Cualquier persona medianamente informada comprende… que el edulcorado


"Acuerdo… entre los gobiernos de Colombia y Estados Unidos", … equivale a
la anexión de Colombia a Estados Unidos. (…)

No es honesto guardar silencio ahora y hablar después sobre soberanía,


democracia, derechos humanos, libertad de opinión y otras delicias, cuando un
país es devorado por el imperio con la misma facilidad con que un lagarto
captura una mosca. Se trata del pueblo colombiano, abnegado, trabajador y
luchador”.

Fidel Castro, “La anexión de Colombia a Estados Unidos”, en La Jornada,


noviembre 7 de 2009.

“Cuando el delincuente es el Estado, que viola, robe, tortura y mata sin rendir
cuentas a nadie, se emite desde el poder une luz verde que autoriza a la
sociedad entera a violar, robar, torturar y matar”. Eduardo Galeano, “Memorias
y desmemorias”. Le Monde Diplomatique, julio-agosto de 1997.

l 20 de julio de 1810 comenzó la lucha por la independencia en el actual territorio

E
colombiano, que finalmente se materializó en la ruptura con el poder colonial
español en 1819. Doscientos años después resulta casi cínico hablar de
independencia, en medio de la postración y dependencia por parte de las clases
dominantes de este país con respecto a los Estados Unidos y a las empresas
multinacionales. En Colombia no hay nada que celebrar en términos de
independencia en la época actual, porque este país marcha en contravía histórica con
relación a los procesos nacionalistas que cobran fuerza en otros países del continente, como
intentamos mostrarlo en esta ponencia. Esto no significa desconocer el significado
descolonizador de las luchas emancipadoras de hace dos siglos, con todo y lo limitadas que
hubieran sido para los indígenas, negros y mestizos. De eso no vamos a hablar, sino de lo
que en estos momentos acontece en Colombia, como la muestra más extrema de sumisión,
en nuestra América, ante el poder imperialista de los Estados Unidos.

1. Entrega de la soberanía colombiana y postración ante los Estados Unidos

El 30 de octubre de 2009 el régimen uribista firmó un ignominioso “acuerdo” con los


Estados Unidos, por medio del cual se le conceden a ese país siete bases, distribuidas a lo
largo y ancho de la geografía de Colombia, junto con otras prerrogativas que nos convierten
en un protectorado yanqui. En la práctica, hemos regresado a formas de sujeción cuasi
coloniales, propias de un distante pasado, tan lejano como el que se quiso superar con las
guerras de la independencia hace dos siglos. Aunque en teoría ese acuerdo haya sido
declarado inconstitucional, en la práctica sigue en marcha de manera disfrazada.

Este tema de la presencia militar estadounidense en Colombia debe mencionarse porque no


se trata de un asunto de política interna del país, sino de una estrategia para asegurar el
control regional. Hoy, como hace doscientos años el territorio colombiano es esencial para
lograr el control militar del norte de Suramérica y del Caribe, si recordamos, por ejemplo,
que la reconquista española liderada por Pablo Morillo se inició por Cartagena aunque su
objetivo final era doblegar el foco independentista radical de Venezuela. Hoy en día, los
acuerdos militares entre Colombia y los Estados Unidos se explican por tres razones
principales: el interés de Estados Unidos en apoderarse del petróleo de Venezuela y de los
recursos naturales de la región Andina-Amazónica; la pretensión de sabotear los intentos de
unidad de América Latina, en especial el ALBA; e impedir la consolidación de procesos
nacionalistas y revolucionarios en ciertos países de la región. Estos hechos no pueden verse
de manera separada, puesto que los Estados Unidos para conseguir uno de ellos precisan de
la consecución de los otros dos. Así, por ejemplo, para que Estados Unidos pueda controlar
el petróleo de Venezuela requiere revertir la revolución bolivariana y de allí se desprende la
liquidación del ALBA.

Con relación a los aspectos señalados, un documento de la Fuerza Aérea de los Estados
Unidos enfatiza la importancia de la base de Palanquero, en el centro de Colombia, al
recalcar que “nos da una oportunidad única para las operaciones de espectro completo en
una subregión crítica en nuestro hemisferio, donde la seguridad y estabilidad están bajo
amenaza constante por las insurgencias terroristas financiadas con el narcotráfico, los
gobiernos antiestadounidenses, la pobreza endémica y los frecuentes desastres
naturales”[i].

La postración del régimen colombiano ante los Estados Unidos dista de ser un hecho
puramente coyuntural y episódico. Si se analiza el asunto en el mediano y largo plazo, algo
indispensable para entender los procesos históricos, se puede confirmar cómo las clases
dominantes de Colombia han hecho gala de una abyección estructural con relación a los
Estados Unidos y se han convertido en numerosas ocasiones en una quinta columna
incondicional, usada por esa potencia para agredir a otros países de nuestra América y del
mundo, como sucedió en la Guerra de Corea, en tiempos de la expulsión de Cuba de la
OEA y en la guerra de las Malvinas, entre otros muchas actuaciones serviles.

En esta perspectiva, el acuerdo militar firmado entre el gobierno colombiano y los Estados
Unidos es la continuación del mal llamado Plan Colombia, que se inició hace un poco más
de una década. Este plan fue concebido como un proyecto contrainsurgente encaminado a
fortalecer el aparato bélico del Estado colombiano, el cual había recibido duros golpes
militares de la guerrilla y para controlar la región amazónica, una zona geopolítica esencial
para los Estados Unidos. Como resultado de dicho Plan, Colombia dispone hoy de uno de
los ejércitos más grandes y mejor armados del continente, que se ha usado para masacrar
campesinos, indígenas e insurgentes. En eso radicó la primera fase, el Plan Colombia
propiamente dicho. La segunda fase consistió en llevar la guerra interna de Colombia más
allá de nuestras fronteras para involucrar a los países vecinos, como en efecto ha sucedido.
Y la tercera fase es la de la guerra preventiva, cuyo hecho más resonante fue la brutal
agresión armada a Ecuador en marzo de 2008 por parte de Fuerzas Armadas de Colombia,
con participación directa de los Estados Unidos y presumiblemente de Israel.

Colombia se ha convertido en el tercer país del mundo en recibir “asistencia militar” de los
Estados Unidos, y sólo es superada por Israel y Egipto. Como contraprestación, el Estado
colombiano ha respaldado diversas aventuras bélicas y agresiones del imperialismo
estadounidense: fue el único país de Sudamérica que apoyó la ocupación de Irak y el
presidente de entonces felicitó a George Bush por su “éxito” y solicitó que, tras el
proclamado fin de la guerra en mayo de 2003, fueran enviados los bombarderos yanquis a
Colombia a combatir a las organizaciones guerrilleras; de Colombia han salido
contingentes militares que acompañan las tropas de ocupación en Afganistán y se
desempeñan como mercenarios privados en Irak; el régimen de Uribe apoyó el golpe de
Estado en Honduras de junio del 2009 y fue el primer presidente en visitar al ilegítimo
Porfirio Lobo, quien sustituyo al gobierno de facto.

2). Terrorismo de Estado y despojo de los campesinos

La prolongada sumisión ante Estados Unidos de la oligarquía de Colombia se explica a


partir de una premisa básica: el imperialismo estadounidense no podría intervenir en una
forma tan directa en nuestro país sin contar con el apoyo irrestricto de importantes sectores
de las clases dominantes, quienes, a su vez, se valen de sus vínculos de dependencia para
reforzar la dominación interna sobre la población, mantener la desigualdad, y permitir en
general el funcionamiento del capitalismo, que en nuestro caso ha adquirido un tinte
mafioso.

Si nos situamos en el período que va de 1948 al presente, en Colombia se ha entronizado el


terrorismo de Estado (uno de los más prolongados en todo el mundo), como soporte de un
cierto tipo de capitalismo gangsteril que se ha erigido en este país en las últimas décadas.
Esta realidad se ha enmascarado con la existencia puramente formal, como en una opera
bufa, de un sistema democrático, porque hay elecciones periódicas, existencia en apariencia
de poderes independientes y prensa pretendidamente libre. Aunque de todo ello queda muy
poco, son factores que han utilizado muy bien la oligarquía de Colombia y su Estado para
presentar en el exterior a este país como la democracia más sólida y antigua del continente,
después de la de Estados Unidos, y disimular la terrible desigualdad social y económica
imperante. En realidad, tras esa mascara democrática se esconde un sistema terriblemente
criminal.

Una de las razones estructurales relacionadas con ese prolongado terrorismo de Estado está
constituida por el monopolio terrateniente del suelo, del que se deriva la violencia endémica
que es, sin duda alguna, una de las características distintivas del país. El poder de los
grandes señores de la tierra en lugar de atenuarse se ha incrementado en los últimos 50
años, lo que hace de Colombia uno de los países más desiguales del mundo. Con respecto
al poder de los terratenientes, pueden indicarse dos aspectos de larga duración que se
mantienen incólumes hasta el día de hoy: por un lado, se acentúa la concentración de la
propiedad de la tierra con la emergencia del narcolatifundio, una alianza entre los viejos
terratenientes y ganaderos con los narcotraficantes; y por otro lado, se refuerzan los
vínculos entre militares, paramilitares y latifundistas.

En cuanto al primer aspecto, al mirar en perspectiva el problema de la tierra se constata que


se ha estado impulsando la desaparición del campesinado, protagonista indiscutible de la
historia de Colombia. Al considerar los miles de muertos de la primera violencia, en la
década de 1950, junto con las masacres, persecución y destierro que han soportado los
habitantes pobres del campo colombiano desde entonces hasta el día de hoy, se evidencia
que para el capitalismo colombiano los campesinos han sido considerados como enemigos
internos, que deben ser destruidos, para dejar por completo despejado el terreno a los
empresarios criollos y multinacionales.

Desde luego, la persecución a los campesinos pretende expropiarlos de sus tierras y


asegurarse el control de una reducida porción de fuerza de trabajo, necesaria para que
operen los megaproyectos, las minas y las nuevas plantaciones agroexportadoras. Ese
control en Colombia se ejerce a sangre y fuego con el fin de garantizar la explotación y
sumisión de unos trabajadores que ya no son campesinos sino siervos de los
narcolatifundistas y las multinacionales. En distintas regiones de Colombia está en marcha
un proceso similar al de las “aldeas estratégicas” que se impulsaron en Vietnam en la
década de 1960, en la medida en que las plantaciones y los megaproyectos funcionan como
cárceles, en las que los trabajadores soportan crueles condiciones de trabajo, en medio del
terror generalizado.

En cuanto al segundo aspecto, debe recordarse que desde la época de la independencia en


Colombia se formaron montoneras armadas al servicio de los hacendados, cuyo poder
estaba afincado en regiones determinadas. De ahí la fuerza adquirida por gamonales locales
y regionales en el siglo XIX. La creación del Ejército, a comienzos del siglo XX, no
cambió los vínculos entre la gran propiedad y los militares porque desde entonces la
oficialidad ha procedido de la clase media de provincia, tiende a ser muy conservadora y
tradicional en términos políticos, culturales y religiosos, y ha sido muy proclive a la
influencia de los grandes propietarios agrícolas.. En consecuencia, como el campo ha sido
el escenario de la guerra permanente que ha vivido la sociedad colombiana en los últimos
60 años, a cambio de protección armada los terratenientes les ofrecen a los militares tierras
y ganados. Eso explica que el sector militar sea uno de los principales opositores a
cualquier reforma agraria democrática, porque una redistribución de la propiedad agrícola
afectaría sus interese directos y los de las fracciones de clase que los apoyan, formadas por
ganaderos y terratenientes.

3). Capitalismo gangsteril y lumpemburguesía

En el fondo del asunto de la permanencia del terrorismo de Estado en la sociedad


colombiana se encuentra la configuración de un tipo específico de capitalismo, de índole
gangsteril. Este proceso está relacionado con la consolidación, en la década de 1970, del
sector financiero como la fracción dominante del capitalismo criollo y con la aparición del
narcotráfico, dos cuestiones que desde entonces han determinado el devenir histórico del
país. Con referencia a este capitalismo gangsteril sobresale el fin de la industrialización
sustitutiva, la consolidación del sector financiero y la formación de los empresarios de la
cocaína, una nueva fracción económico y social, en teoría ilegal. A partir de ese momento
se configuró una alianza entre empresarios tradicionales, capital financiero, terratenientes,
ganaderos, militares y narcos, estos últimos imprescindibles porque han inyectado el dinero
requerido para propiciar la acumulación de capital, no ya en el ámbito de la producción sino
en la banca y las finanzas.

Los rasgos mafiosos del capitalismo gangsteril no son episódicos ni están relacionados con
éste o aquel individuo que haya ocupado la presidencia de la República, sino que son
componentes estructurales de la actual fase de acumulación capitalista. En esa perspectiva,
la violencia indiscriminada contra campesinos, indígenas, afrodescendientes, trabajadores,
dirigentes sindicales, defensores de derechos humanos, maestros, estudiantes y mujeres
pobres es un rasgo dominante de este tipo de capitalismo.

No sorprende, en consecuencia, que los paramilitares y los narcos profesen una abierta
ideología anticomunista y defiendan la propiedad privada y el libre mercado. Milton
Friedman y Frederick Hayek se sentirían honrados al escuchar las declaraciones de los jefes
paramilitares, que sin recato alguno alaban las fortunas de los empresarios privados, así
éstas se hayan conseguido en negocios untados de sangre, porque al fin y al cabo hacen
parte de la iniciativa individual que crea riqueza, según rezan los manuales neoliberales.
Además, esa es la forma clásica de acumulación primitiva de capital y de la configuración
de los “capitanes de industria” en todos los lugares donde ha existido el capitalismo, como
lo señaló Pablo Escobar, el capo del Cartel de Medellín: “Las fortunas grandes o pequeñas,
siempre tienen un comienzo. La mayoría de los grandes millonarios de Colombia y del
mundo han comenzado de la nada. Pero es precisamente esto lo que los convierte en
leyendas, en mitos, en un ejemplo para la gente. El hacer dinero en una sociedad
capitalista no es un crimen sino una virtud.”[ii].

En el contexto del capitalismo gansteril a la colombiana, debe ubicarse la configuración del


Paraestado, uno de cuyos brazos es el paramilitarismo, el cual no es algo accidental ni es
una respuesta a la existencia de la guerrilla. En realidad, es el otro brazo armado del Estado
que realiza junto con el Ejército “legal”, distintas tareas de control y sobre todo de
“limpieza social”, para facilitar las nuevas formas de acumulación de capital, ligadas de
manera directa con actividades criminales. Paraestado no es sinónimo de paramilitares, ya
que ello supone concentrarse de manera unilateral en la dimensión militar, la que no agota
los nuevos mecanismos de acumulación de capital. La denominación de Paraestado apunta
a precisar que existe otro tipo de capitalismo, con una nueva forma de acumulación ligada a
la producción de cocaína que estructura un tipo de régimen político acorde a sus intereses.
Pese a su importancia, el componente paramilitar debe considerarse como un dispositivo
más, entre muchos, de los requeridos por la nueva forma de acumulación de capital
entronizada en Colombia desde hace casi cuarenta años.
El Paraestado ha cumplido por lo menos cuatro funciones principales en el nuevo proceso
de acumulación capitalista. En primer lugar, es un agente activo en la reconfiguración de
las relaciones de propiedad, tanto en el campo como en la ciudad, con su respaldo de los
viejos y nuevos terratenientes, lo cual es un resultado de la acumulación por desposesión
que implica la expulsión violenta de los campesinos e indígenas de sus tierras, de sus
riquezas hídricas y de la biodiversidad, en curso de mercantilización. En segundo lugar,
impulsa los cultivos permanentes de plantación, fomenta nuevas exportaciones primarias
(palma, caucho, y agrocombustibles) y respalda los megaproyectos, que favorecen al capital
transnacional. En tercer lugar, es el principal impulsor en el plano institucional de la
flexibilización laboral en todo el país, con la persecución violenta de los sindicatos, la
imposición de regresivas “reformas laborales”, la precarización laboral, el desempleo, el
subempleo y la informalización. En cuarto lugar, reglamenta la apertura incondicional al
capital extranjero y a las multinacionales, muchas de las cuales han fomentado el proyecto
paramilitar, con el objetivo de garantizar la buena marcha de sus negocios.

Por el alto grado de compenetración entre el capital legal e ilegal, entre multinacionales y
narcoparamilitares, entre bancos y lavadores de dinero, entre terratenientes y militares,
entre el Estado y los círculos gangsteriles, entre ganaderos y comerciantes era necesario
institucionalizar el Paraestado. Ello resultaba prioritario para garantizar el control territorial
de las nuevas élites dominantes a escala regional, que se extendió por todo el país, y para
legitimar las nuevas alianzas entre distintas fracciones de las clases dominantes con los
“nuevos ricos”. El Paraestado incorpora a la legalidad a quienes eran considerados como
delincuentes, legitima sus crímenes e institucionaliza el robo de tierras concediéndoles
derechos de propiedad y dando a mafiosos, narcotraficantes, paramilitares y asesinos el
carácter de deliberantes políticos y el tratamiento de “combatientes”. Eso es lo que ha
sucedido en Colombia en los últimos 8 años.

En concordancia con este proceso de legitimación de sicarios y mafiosos, se configura una


lumpemburguesia que domina en todos los ámbitos de la sociedad colombiana. Su modelo
de vida es el de Miami, su estilo es el mismo de cualquier traqueto de barrio (el nombre de
traqueto proviene del argot del bajo mundo delincuencial de Antioquia donde los matones y
sicarios empezaron a denominarse así haciendo alusión al traqueteo de las ametralladoras
cuando las activan para matar a sus victimas). Por eso, en la sociedad colombiana se
impuso el culto desenfrenado por la violencia, el machismo brutal, el clasismo, el racismo y
el sexismo (como lo ejemplifica la persecución contra Piedad Córdoba), el desprecio hacia
los pobres, un anticomunismo visceral y asesino, una estética ordinaria como se muestra en
la literatura de moda y en las telenovelas, donde proliferan como protagonistas los capos,
sicarios y matones, junto con sus reinas de belleza, rellenas de silicona. Desde las altas
autoridades del Estado todo se compra y se vende, en una mezcla de neoliberalismo
tecnocrático y lógica narcotraficante y sicarial, resumida en una de las frases estrellas de
quien fuera hasta hace poco presidente de la República, y que muestran su altura moral:
“plata y plomo”. Todo se compra, lo que importa es el dinero, y para eso hay que “ser
varón” con los débiles y desprotegidos, como lo eran los terratenientes en las haciendas del
siglo XIX. En esta lógica traqueta, lo que tiene que ver con los opositores se resuelve a
punta de metralla o bombardeos indiscriminados, mientras que todo lo relacionado con las
fracciones mafiosas de amigos y familiares está rodeado de un aura de corrupción,
clientelismo y nepotismo sin parangón en la historia de Colombia, la cual nos recuerda los
círculos íntimos de Don Vito Corleone.

Las nuevas fracciones del capital mafioso buscan consolidar su hegemonía cultural. Para
lograrlo pretender formar un nuevo sentido común entre la población, que resulta de la
hibridación del neoliberalismo puro y duro con la lógica traqueta del capitalismo criollo,
algo así como una “mutación antropológica”, para usar el término empleado por Pier Paolo
Pasolini. Son diversos los elementos de ese nuevo sentido común: el endiosamiento de
narcos, sicarios y truhanes del bajo mundo; la adulación del terrorismo de Estado, tanto el
que se practica en Colombia como en los Estados Unidos o Israel; el culto a la propiedad
privada como algo intocable, que debe ser defendida a como de lugar y sin repartir ni un
centímetro de tierra ni un gramo de riqueza; el despojo de las tierras de campesinos e
indígenas, que se considera como normal porque los labriegos serían improductivos e
incapaces para generar empresa; el arribismo y el deseo de ascenso social inmediato, sin
ningún esfuerzo y sin importar los medios que se usen para lograrlo; la adoración del dinero
y la exaltación del consumismo como objetivos supremos de la existencia humana; el
aplauso a las acciones guerreristas y militares del Estado colombiano como única forma de
resolver los conflictos sociales y políticos; el uso permanente de la fuerza bruta contra
todos aquellos que piensen diferente; el racismo visceral contra los pobres (aunque en
forma paradójica sea asumido por muchos pobres), los indígenas, los afrodescendientes y
contra la población de países vecinos (Ecuador, Bolivia y Venezuela); el anticomunismo
cerril para justificar el asesinato de dirigentes sindicales, defensores de derechos humanos,
periodistas críticos, profesores universitarios, intelectuales de izquierda; el abandono de
cualquier sentimiento de dignidad personal y de soberanía nacional para justificar todas las
perversiones posibles (como las bestialidades de los grupos paramilitares) y la conversión
del país en un protectorado de los Estados Unidos.

El capitalismo gangsteril está convirtiendo de manera sincronizada a Colombia en un gran


cementerio y en un vasto enclave al servicio de las multinacionales. Lo primero no es una
exageración, como se confirma con el descubrimiento en febrero de 2010 de una gigantesca
fosa común, situada cerca de la ciudad de Villavicencio, donde se hallaron unos 2.000
cadáveres de personas asesinadas por el Ejército. Esta masacre hace parte de una inmensa
cadena de muerte y desolación, que se pone de presente con el descubrimiento de unas 400
fosas comunes con miles de cadáveres a lo largo y ancho del territorio colombiano.

A la par con su conversión en un gran cementerio, Colombia aparece como un gran


enclave de las multinacionales estadounidenses y europeas, que están en curso de
apropiarse del agua, la biodiversidad, la madera, los minerales, los recursos energéticos y
pretenden sembrar los cultivos que requiere el sistema capitalista, como palma aceitera,
caucho, banano y frutas exóticas. Los proyectos encaminados a producir géneros para la
exportación han sido impulsados por las multinacionales, cuentan con el respaldo del
Ejército colombiano y sus paramilitares y del auspicio de la USAID de los Estados Unidos
que emplea dineros del Plan Colombia para financiar plantaciones de palma, en terrenos
que pertenecían a los campesinos.
Las empresas multinacionales financian, organizan y patrocinan criminales, en alianza
directa con sectores de las Fuerzas Armadas. Durante los últimos 25 años, estos criminales
han perseguido y asesinado a miles de colombianos, que han sido señalados por esas
empresas como “enemigos” de la sagrada propiedad privada y de la inversión extranjera. La
responsabilidad de la Chiquita Brands, de la Coca-Cola, de la Drummond, de la Nestle y
muchas otras empresas en el asesinato de trabajadores, dirigentes sindicales y de líderes
sociales está plenamente confirmada.

La impunidad criminal de las corporaciones no es cosa del pasado, sino de gran actualidad,
porque el proyecto estrella del santismo consiste en entregarle a las multinacionales hasta el
último rincón del país, para que se lleven todas las riquezas que allí se encuentren. En este
sentido, los crímenes corporativos contra la gente y el medio ambiente se van a generalizar
en el presente y en el futuro inmediato. Para completar, se destila una apología abierta de la
inversión extranjera como la pócima milagrosa que nos va a sacar del atraso y nos conduce
por la senda del desarrollo económico y la “prosperidad democrática”. En el régimen
uribista a eso se le denominó la confianza inversionista, un eufemismo con el cual se
encubrió la vergonzosa entrega del país a las empresas multinacionales y a los países
imperialistas y ahora Juan Manuel Santos la refrenda con su pretensión de convertir a
Colombia en un país minero cuya regla de oro, según el punto 92 de su programa de
gobierno, “es atraer más inversionistas de talla mundial, con „reglas del juego‟ que
garanticen la estabilidad a largo plazo”.

4). La resistencia popular al imperialismo y al capitalismo gangsteril

Si se consideran todos los aspectos mencionados, resulta tragicómico hablar de la


independencia de Colombia, en momentos en que otros países de Sudamérica proponen
romper con la sumisión existente con respecto a los Estados Unidos. Ante tan tenebroso
panorama se desprenden algunas preguntas: ¿Esa dependencia es ineluctable? ¿No tenemos
alternativa distinta a seguir siendo una neocolonia de los Estados Unidos? Es obvio que la
dependencia estructural de la sociedad colombiano no es una fatalidad irreversible, sino el
resultado de la sumisión de la oligarquía ante las potencias hegemónicas desde hace dos
siglos.

La postración servil de las clases dominantes de Colombia ante los amos del mundo,
refuerza la idea de José Martí de proclamar una segunda y verdadera independencia, que
nos permita obtener una auténtica libertad como nación, lo cual tiene que hacerse junto con
la modificación de la correlación de fuerzas internas dentro del país, que por ahora
favorecen a los cipayos de la oligarquía, que son la correa de transmisión de la dominación
imperialista.

En la búsqueda de otros proyectos de nación, soberana e independiente, tenemos que


dirigirnos a las luchas de las clases subalternas durante los dos últimos siglos, ya que ellas
marcan un sendero diferente al entreguismo de la oligarquía colombiana. Porque, a pesar de
la exclusión y las distintas formas de represión ejercidas contra los sectores populares, entre
las cuales sobresale en las últimas décadas la violencia física y la macartización
anticomunista, siempre han existido formas de resistencia y proyectos alternativos, como
sigue evidenciando en nuestro presente histórico. Si leemos la historia contemporánea del
país desde la óptica de las luchas sociales encontraremos un rico acervo de experiencias y
aportes organizativos, con lo cual se explica que durante los últimos años se haya
generalizado por parte de las clases dominantes el exterminio de todo lo que pudiera
representar un intento de construir otro tipo de sociedad, justa e igualitaria.

Ese exterminio ha significado una campaña de terror, en el que han caído trabajadores,
campesinos, mujeres pobres, maestros, estudiantes, dirigentes políticos de izquierda, líderes
sociales, todo lo cual ha significado el desangre de varias generaciones de colombianos
durante los últimos 60 años. Ese exterminio se ha acentuado en los últimos 25 años, cuando
han sido asesinados, por lo menos, unos 150 mil colombianos por el Estado y grupos
paraestatales.

No obstante, esas luchas y resistencias se siguen dando en forma de proyectos locales en el


campo y en la ciudad. Entre esas luchas se destacan las libradas contra la firma de un
tratado de libre comercio, en las cuales han sido protagonistas centrales las comunidades
indígenas, las que se han movilizado en defensa de sus tierras y de sus culturas. Lo mismo
han hecho sectores del campesinado en varias regiones del país para preservar sus tierras y
oponerse a los proyectos mineros y a las grandes obras, encaminadas a facilitar el despojo
de los recursos naturales del país. En las ciudades se destaca la movilización de algunos
sectores de los estudiantes en defensa de lo que queda de universidad pública. Por su parte,
los trabajadores han sido desestructurados por el terror y la flexibilización y sus luchas se
han debilitado en forma ostensible.

Lo significativo no radica en que el terror generalizado en campos y ciudades de Colombia


haya atenuando las protestas y las movilizaciones sociales sino que pese a ese terror éstas
se mantengan en distintas regiones del país. En estas condiciones, es posible pensar que en
el futuro inmediato de reprimarización de la economía, de de conversión del territorio en un
gran enclave, de intervención directa de los Estados Unidos y sus tropas y de militarización
creciente de todo el territorio colombiano, las luchas de la población se darán en
condiciones muy difíciles, para preservar, en primer lugar la vida, algo que en Colombia es
esencial defender porque se ha legitimado la aplicación de la pena de muerte por parte del
Estado y las clases dominantes. Así mismo, en nuestro país sigue teniendo una vigencia
histórica innegable una reforma agraria real y efectiva que contribuya a solucionar el
problema de la violencia. Por ello, se debe luchar por una democratización de la sociedad y
la política y recuperar un programa que propenda por la búsqueda de la dignidad y de los
derechos, pero no en el papel, sino en la realidad cotidiana.

En pocas palabras, la imposición del modelo primario exportador, con toda la violencia y el
despojo que lo caracterizan, no implica el fin de las luchas sociales, sino su resignificación
en un nuevo contexto, que crea unas nuevas posibilidades, en las que se pueden unir los
intereses divergentes de trabajadores, campesinos e indígenas, como sujetos que soportan
en carne propia las consecuencias nefastas de la mercantilización de los bienes comunes y
el brutal despojo que caracteriza al capitalismo gángsteril y transnacional imperante en
Colombia. En este sentido, la historia sigue abierta y está por construir, aunque la miseria y
el horror se hayan enseñoreado en los campos y las ciudades de Colombia y esté
produciendo un genocidio social y político, que poco tiene que envidiarle al que llevaron a
cabo las dictaduras militares de seguridad nacional en diversos lugares de nuestra América
hace unas pocas décadas.

En esa lucha contra la ignominia se destaca la acción valerosa de muchos hombres y


mujeres de Colombia en las últimas décadas, que sueñan y luchan por otro tipo de país,
digno, soberano y decente, entre los que cabe recordar a Piedad Córdoba, al sacerdote
Javier Giraldo y al profesor Miguel Ángel Beltrán. Del régimen criminal enseñoreado en
Colombia quedan las tumbas, la miseria y el dolor pero también la dignidad de todos
aquellos que con decoro han levantado su voz para denunciar toda la mentira y bajeza a que
han llegado las clases dominantes de este país y de su Paraestado. Ellos son un ejemplo que
brilla con luz propia y que nos muestra que en los peores momentos, como decía Roque
Dalton,

Sigues brillando

(…)

en las ciudades y los montes de mi país

de mi país que se levanta

desde la pequeñez y el olvido

para finalizar su vieja pre-historia

de dolor y de sangre.

. Texto leído en el Coloquio Internacional La América Latina y el Caribe entre la independencia de las
metrópolis coloniales y la integración emancipatoria. La Habana, noviembre 22-24 de 2010. Publicado en
forma impresa en la Revista CEPA, No. 12, Bogotá, 2011.

[i] . Documento del Departamento de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos que comprueba la intención de Estados Unidos
de utilizar la base militar en Palanquero, Colombia contra los países vecinos, Traducción no oficial de Eva Golinger, en
www.chavezcode.com/.../documento-oficial-de-la-fuerza-aerea-de.html

[ii] . Citado en Guido Piccoli, El sistema del pájaro. Colombia, paramilitarismo y conflicto social, ILSA, Bogotá, 2005, p. 75
(Énfasis nuestro).

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