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“Cuando el delincuente es el Estado, que viola, robe, tortura y mata sin rendir
cuentas a nadie, se emite desde el poder une luz verde que autoriza a la
sociedad entera a violar, robar, torturar y matar”. Eduardo Galeano, “Memorias
y desmemorias”. Le Monde Diplomatique, julio-agosto de 1997.
E
colombiano, que finalmente se materializó en la ruptura con el poder colonial
español en 1819. Doscientos años después resulta casi cínico hablar de
independencia, en medio de la postración y dependencia por parte de las clases
dominantes de este país con respecto a los Estados Unidos y a las empresas
multinacionales. En Colombia no hay nada que celebrar en términos de
independencia en la época actual, porque este país marcha en contravía histórica con
relación a los procesos nacionalistas que cobran fuerza en otros países del continente, como
intentamos mostrarlo en esta ponencia. Esto no significa desconocer el significado
descolonizador de las luchas emancipadoras de hace dos siglos, con todo y lo limitadas que
hubieran sido para los indígenas, negros y mestizos. De eso no vamos a hablar, sino de lo
que en estos momentos acontece en Colombia, como la muestra más extrema de sumisión,
en nuestra América, ante el poder imperialista de los Estados Unidos.
Con relación a los aspectos señalados, un documento de la Fuerza Aérea de los Estados
Unidos enfatiza la importancia de la base de Palanquero, en el centro de Colombia, al
recalcar que “nos da una oportunidad única para las operaciones de espectro completo en
una subregión crítica en nuestro hemisferio, donde la seguridad y estabilidad están bajo
amenaza constante por las insurgencias terroristas financiadas con el narcotráfico, los
gobiernos antiestadounidenses, la pobreza endémica y los frecuentes desastres
naturales”[i].
La postración del régimen colombiano ante los Estados Unidos dista de ser un hecho
puramente coyuntural y episódico. Si se analiza el asunto en el mediano y largo plazo, algo
indispensable para entender los procesos históricos, se puede confirmar cómo las clases
dominantes de Colombia han hecho gala de una abyección estructural con relación a los
Estados Unidos y se han convertido en numerosas ocasiones en una quinta columna
incondicional, usada por esa potencia para agredir a otros países de nuestra América y del
mundo, como sucedió en la Guerra de Corea, en tiempos de la expulsión de Cuba de la
OEA y en la guerra de las Malvinas, entre otros muchas actuaciones serviles.
En esta perspectiva, el acuerdo militar firmado entre el gobierno colombiano y los Estados
Unidos es la continuación del mal llamado Plan Colombia, que se inició hace un poco más
de una década. Este plan fue concebido como un proyecto contrainsurgente encaminado a
fortalecer el aparato bélico del Estado colombiano, el cual había recibido duros golpes
militares de la guerrilla y para controlar la región amazónica, una zona geopolítica esencial
para los Estados Unidos. Como resultado de dicho Plan, Colombia dispone hoy de uno de
los ejércitos más grandes y mejor armados del continente, que se ha usado para masacrar
campesinos, indígenas e insurgentes. En eso radicó la primera fase, el Plan Colombia
propiamente dicho. La segunda fase consistió en llevar la guerra interna de Colombia más
allá de nuestras fronteras para involucrar a los países vecinos, como en efecto ha sucedido.
Y la tercera fase es la de la guerra preventiva, cuyo hecho más resonante fue la brutal
agresión armada a Ecuador en marzo de 2008 por parte de Fuerzas Armadas de Colombia,
con participación directa de los Estados Unidos y presumiblemente de Israel.
Colombia se ha convertido en el tercer país del mundo en recibir “asistencia militar” de los
Estados Unidos, y sólo es superada por Israel y Egipto. Como contraprestación, el Estado
colombiano ha respaldado diversas aventuras bélicas y agresiones del imperialismo
estadounidense: fue el único país de Sudamérica que apoyó la ocupación de Irak y el
presidente de entonces felicitó a George Bush por su “éxito” y solicitó que, tras el
proclamado fin de la guerra en mayo de 2003, fueran enviados los bombarderos yanquis a
Colombia a combatir a las organizaciones guerrilleras; de Colombia han salido
contingentes militares que acompañan las tropas de ocupación en Afganistán y se
desempeñan como mercenarios privados en Irak; el régimen de Uribe apoyó el golpe de
Estado en Honduras de junio del 2009 y fue el primer presidente en visitar al ilegítimo
Porfirio Lobo, quien sustituyo al gobierno de facto.
Una de las razones estructurales relacionadas con ese prolongado terrorismo de Estado está
constituida por el monopolio terrateniente del suelo, del que se deriva la violencia endémica
que es, sin duda alguna, una de las características distintivas del país. El poder de los
grandes señores de la tierra en lugar de atenuarse se ha incrementado en los últimos 50
años, lo que hace de Colombia uno de los países más desiguales del mundo. Con respecto
al poder de los terratenientes, pueden indicarse dos aspectos de larga duración que se
mantienen incólumes hasta el día de hoy: por un lado, se acentúa la concentración de la
propiedad de la tierra con la emergencia del narcolatifundio, una alianza entre los viejos
terratenientes y ganaderos con los narcotraficantes; y por otro lado, se refuerzan los
vínculos entre militares, paramilitares y latifundistas.
Los rasgos mafiosos del capitalismo gangsteril no son episódicos ni están relacionados con
éste o aquel individuo que haya ocupado la presidencia de la República, sino que son
componentes estructurales de la actual fase de acumulación capitalista. En esa perspectiva,
la violencia indiscriminada contra campesinos, indígenas, afrodescendientes, trabajadores,
dirigentes sindicales, defensores de derechos humanos, maestros, estudiantes y mujeres
pobres es un rasgo dominante de este tipo de capitalismo.
No sorprende, en consecuencia, que los paramilitares y los narcos profesen una abierta
ideología anticomunista y defiendan la propiedad privada y el libre mercado. Milton
Friedman y Frederick Hayek se sentirían honrados al escuchar las declaraciones de los jefes
paramilitares, que sin recato alguno alaban las fortunas de los empresarios privados, así
éstas se hayan conseguido en negocios untados de sangre, porque al fin y al cabo hacen
parte de la iniciativa individual que crea riqueza, según rezan los manuales neoliberales.
Además, esa es la forma clásica de acumulación primitiva de capital y de la configuración
de los “capitanes de industria” en todos los lugares donde ha existido el capitalismo, como
lo señaló Pablo Escobar, el capo del Cartel de Medellín: “Las fortunas grandes o pequeñas,
siempre tienen un comienzo. La mayoría de los grandes millonarios de Colombia y del
mundo han comenzado de la nada. Pero es precisamente esto lo que los convierte en
leyendas, en mitos, en un ejemplo para la gente. El hacer dinero en una sociedad
capitalista no es un crimen sino una virtud.”[ii].
Por el alto grado de compenetración entre el capital legal e ilegal, entre multinacionales y
narcoparamilitares, entre bancos y lavadores de dinero, entre terratenientes y militares,
entre el Estado y los círculos gangsteriles, entre ganaderos y comerciantes era necesario
institucionalizar el Paraestado. Ello resultaba prioritario para garantizar el control territorial
de las nuevas élites dominantes a escala regional, que se extendió por todo el país, y para
legitimar las nuevas alianzas entre distintas fracciones de las clases dominantes con los
“nuevos ricos”. El Paraestado incorpora a la legalidad a quienes eran considerados como
delincuentes, legitima sus crímenes e institucionaliza el robo de tierras concediéndoles
derechos de propiedad y dando a mafiosos, narcotraficantes, paramilitares y asesinos el
carácter de deliberantes políticos y el tratamiento de “combatientes”. Eso es lo que ha
sucedido en Colombia en los últimos 8 años.
Las nuevas fracciones del capital mafioso buscan consolidar su hegemonía cultural. Para
lograrlo pretender formar un nuevo sentido común entre la población, que resulta de la
hibridación del neoliberalismo puro y duro con la lógica traqueta del capitalismo criollo,
algo así como una “mutación antropológica”, para usar el término empleado por Pier Paolo
Pasolini. Son diversos los elementos de ese nuevo sentido común: el endiosamiento de
narcos, sicarios y truhanes del bajo mundo; la adulación del terrorismo de Estado, tanto el
que se practica en Colombia como en los Estados Unidos o Israel; el culto a la propiedad
privada como algo intocable, que debe ser defendida a como de lugar y sin repartir ni un
centímetro de tierra ni un gramo de riqueza; el despojo de las tierras de campesinos e
indígenas, que se considera como normal porque los labriegos serían improductivos e
incapaces para generar empresa; el arribismo y el deseo de ascenso social inmediato, sin
ningún esfuerzo y sin importar los medios que se usen para lograrlo; la adoración del dinero
y la exaltación del consumismo como objetivos supremos de la existencia humana; el
aplauso a las acciones guerreristas y militares del Estado colombiano como única forma de
resolver los conflictos sociales y políticos; el uso permanente de la fuerza bruta contra
todos aquellos que piensen diferente; el racismo visceral contra los pobres (aunque en
forma paradójica sea asumido por muchos pobres), los indígenas, los afrodescendientes y
contra la población de países vecinos (Ecuador, Bolivia y Venezuela); el anticomunismo
cerril para justificar el asesinato de dirigentes sindicales, defensores de derechos humanos,
periodistas críticos, profesores universitarios, intelectuales de izquierda; el abandono de
cualquier sentimiento de dignidad personal y de soberanía nacional para justificar todas las
perversiones posibles (como las bestialidades de los grupos paramilitares) y la conversión
del país en un protectorado de los Estados Unidos.
La impunidad criminal de las corporaciones no es cosa del pasado, sino de gran actualidad,
porque el proyecto estrella del santismo consiste en entregarle a las multinacionales hasta el
último rincón del país, para que se lleven todas las riquezas que allí se encuentren. En este
sentido, los crímenes corporativos contra la gente y el medio ambiente se van a generalizar
en el presente y en el futuro inmediato. Para completar, se destila una apología abierta de la
inversión extranjera como la pócima milagrosa que nos va a sacar del atraso y nos conduce
por la senda del desarrollo económico y la “prosperidad democrática”. En el régimen
uribista a eso se le denominó la confianza inversionista, un eufemismo con el cual se
encubrió la vergonzosa entrega del país a las empresas multinacionales y a los países
imperialistas y ahora Juan Manuel Santos la refrenda con su pretensión de convertir a
Colombia en un país minero cuya regla de oro, según el punto 92 de su programa de
gobierno, “es atraer más inversionistas de talla mundial, con „reglas del juego‟ que
garanticen la estabilidad a largo plazo”.
La postración servil de las clases dominantes de Colombia ante los amos del mundo,
refuerza la idea de José Martí de proclamar una segunda y verdadera independencia, que
nos permita obtener una auténtica libertad como nación, lo cual tiene que hacerse junto con
la modificación de la correlación de fuerzas internas dentro del país, que por ahora
favorecen a los cipayos de la oligarquía, que son la correa de transmisión de la dominación
imperialista.
Ese exterminio ha significado una campaña de terror, en el que han caído trabajadores,
campesinos, mujeres pobres, maestros, estudiantes, dirigentes políticos de izquierda, líderes
sociales, todo lo cual ha significado el desangre de varias generaciones de colombianos
durante los últimos 60 años. Ese exterminio se ha acentuado en los últimos 25 años, cuando
han sido asesinados, por lo menos, unos 150 mil colombianos por el Estado y grupos
paraestatales.
En pocas palabras, la imposición del modelo primario exportador, con toda la violencia y el
despojo que lo caracterizan, no implica el fin de las luchas sociales, sino su resignificación
en un nuevo contexto, que crea unas nuevas posibilidades, en las que se pueden unir los
intereses divergentes de trabajadores, campesinos e indígenas, como sujetos que soportan
en carne propia las consecuencias nefastas de la mercantilización de los bienes comunes y
el brutal despojo que caracteriza al capitalismo gángsteril y transnacional imperante en
Colombia. En este sentido, la historia sigue abierta y está por construir, aunque la miseria y
el horror se hayan enseñoreado en los campos y las ciudades de Colombia y esté
produciendo un genocidio social y político, que poco tiene que envidiarle al que llevaron a
cabo las dictaduras militares de seguridad nacional en diversos lugares de nuestra América
hace unas pocas décadas.
Sigues brillando
(…)
de dolor y de sangre.
. Texto leído en el Coloquio Internacional La América Latina y el Caribe entre la independencia de las
metrópolis coloniales y la integración emancipatoria. La Habana, noviembre 22-24 de 2010. Publicado en
forma impresa en la Revista CEPA, No. 12, Bogotá, 2011.
[i] . Documento del Departamento de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos que comprueba la intención de Estados Unidos
de utilizar la base militar en Palanquero, Colombia contra los países vecinos, Traducción no oficial de Eva Golinger, en
www.chavezcode.com/.../documento-oficial-de-la-fuerza-aerea-de.html
[ii] . Citado en Guido Piccoli, El sistema del pájaro. Colombia, paramilitarismo y conflicto social, ILSA, Bogotá, 2005, p. 75
(Énfasis nuestro).