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MANUEL MUJICA LAINEZ MISTERIOSA BUENOS AIRES CANA ve ENT lo} Iz a < ° Direceién Editorial Canela (Gigliola Zeechin de Duhalde! Disefio de tapa: Helena Homs Dibujo onginal de tapa: Carlos Nine Primera edicién: abril de 1951 Vigesimosexta edieisn: febrero de 1992 ‘A partir de la cuarta edicién inclusive se ineorporaran los diez cuentos que no figuraban en las ediciones an: teriores de esta coleccién Impreso en la Argentina Queda hecho el depésito que previene la ley 11.723 © 1902, Editorial Sudamericana S.A. Humberto I 531, Buenos Aires ISBN 950.07.0036.0 A Ana V., a Ricardo, a Joaquin, a Manuel Cruz, a Bernabela, a Ximena, a Victoria y a Lucia. I EL HAMBRE, 1536 Alrededor de la empalizada desigual que corona 4a meseta frente al ro, las hogueras de ls indios chisporrotean dia y noche. En la negrura sin estre- las meten mas miedo todavia. Los espafioles, apos- tados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura de! viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alari- dos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza ta lava de fechas incendarias cuyos comets ih minan el paisaje desnudo. En las treguas, los ge- midos del” Adelantado, que no abandone el lecho, afiaden pavor a los conquistadores. Hubieran que- rido sacarle de alli; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navios que cabecean més alla de la playa de toscan, desplegar las velas y esce- par de esta tierra maldita; pero no Jo permite el cereo de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahi esta el angustiado implorar de los que roe el ham- bre, y cuya queja crece a modo de una mares, de- bbajo de las otras voces, del golpear de las réfagas, del troteo espaciado te Ios nfcabuoes, del erujir y derrumbarse de las construcciones ardientes. o Asi han transcurrido varios dias; muchos dias. No los cuentan va. Hoy no queda meadrugo que Hevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arran- cado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desespera- damente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos debiles o arrimados a las estacas defensoras. Es dificil distinguir a los vivos de los muertos. Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados sus labios como higos secos, pero en el interiot de su choza miserable y rea le acosa el fantasma ve ‘esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlon de los muebles traidos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de San- tiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inatiles, entre la’ revuelta vajilla que, limpia de viandas,’ muestra en su tersura el “Ave Maria” herildico del fundador. El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfu: recido, como si quisiera arrastrar el pabellén de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorias. Pero hasta all le hubieran aleanzado los. quejidos de la tropa. Hasta alli se hubiera.deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, v la de su hermano don Diego, ultimado por los querandies el dia de Corpus Christi, y las otras voces, més distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refu- giarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. ¥ sino hubieralrgado aquel plahir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir Ja persecucién de la’ carne corrupta, cuyo olor in- el aposento y es més fuerte que el de las medicinas. jAy!, no necesita asomarse a la ventana 10 el real, oscilan los cadiveres'de los tres espatioles Me mands al hotea or haber hurtado un caballo ¥ habérselo comido. Les imagina, despedazados, ‘pues sabe que otros compafieros les devoraron los muslos, ; gCudndo regresaré Ayolas, Virgen del Buen Aire? .Cuando regresarén los que fueron al Brasil en pos de viveres? ¢Cudndo terminara este mastirio y par- tirdo hacia fa comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia os platos donde el pintado eseudo, del Marqués de Santillana finge a su extravio una fruta roja y verde. para recordar que all fuera, 0, el centro mismo 4 Baitos, el ballestéro, también imagina. Acurru- cado.en un rinebn de su tienda, sobre el suelo dur, Piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con Jas entrafias arafiadas por el hambre. Su odio con- tra los jefes se torna entonces més frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse 2 morir. Es un odio que nada justifica, pero que fen su vida sin fervores obra como un estimulo vio- lento, En Morén de la Frontera detestaba al sero: io, Si vino a América fue porque creyé que aqui se harian ricos los caballeros y los villanos, y no cxistirian diferencias. jCémo se equivocé! Espaia no envié a las Indias armada con tanta hidalguia como la que fondes en el Rio de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las ca- maras departian como si estuvieran en palacios. Baits les ha espiado con los ojo pequetios, entre, cerrindolos bajo las cejas pobladas. El tinico que para él algo valia, pues se acercaba a veces a la Soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasé: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los n sefiores por temor y por envidia. jAh, cudnto, cuanto les odia, con sus ceremonias y sus aires! jComo si no nacieran todos de idéntica manera! Y més ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fuetan sus iguales. |Mentira, mentiras! Tentado est de ale- Brarse por el desastre de la fundacién que tan ToGo, Wepe, ha asetado a las ambiciones de eves falsos principes. Si! g¥ por qué no alegrarse? El hambre le nubla'el cerebro y le hace desvariar, Ahora culpa a los jefes de la situacién. {El hambre!, lel hambrel, jays jelavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno ai otro, registraron el campamento, No queda nada que robar. Su hermano hha ofrecido vanamente, a cambio, de un amadilla, de na culebra, de un cueto, de un bocado, la tinica alhaja que posee: ese anil de plata que le entregé su madre al zarpar de San Licar y en el que hay labrada una cruz. Pero asi hubiera ofrecido una montata de oro, 20 lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo tay. “No fay mls due ‘cedine si neti ao punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en‘un Fineén de la tienda, El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. jLos ahorcados! Esta noche le toca'a su hermano montar guardia junto al patibulo. Al ‘staré ahora, con la ballesta, zPor qué'no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrén descender uno de los ‘cuerpos y entonces... ‘Toma ‘su ancho cuchillo de caza y sale tamba- Jedndose. Es una noche muy fria del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las testes los fuegos escasos, Dijérase que por unas horas 2 hhabré paz con los indios, famélicos tambiéa, pues hha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horeas. Por aqui debe de ser. Si, alli estin, alli estén, como tres péndu- Jos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos més y los alcanzaré. ‘Su hermano andaré cerca. Unos pasos Pero de repente surgen de la noche cuatro som- bras. Se aproximan a una de lat hhogueras y el ballestero siente que se aviva su célera, atizada Por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de Sen Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche ‘de nueséro sefior Carlos Quinto; y Bernardo Cen- turién, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Principe Andrea Doria. ; Baits se disimula detris de una baric. Le ita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a. todos, han perdido ad de su empaque y de su orgullo. Por Jo menos lo cree aPEY tomindose de la cuba para eo caer, fa no le restan casi fuerzas, comprueba que el ca- Batlero de San Juan luce todavia su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutra que le envantce tanto, “ ‘A este Bernardo Centurién le execra mis que a 0. Ya en San Liicar de Barrameda, cuando Embarcaron, le cobré una aversign que ha erecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a 4 se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que hha sido capitin de cuatro galeras del Princy Doria y que ha luchado a sus érdenes en Napoles 13 J, Crees, Los esclavosturcos bramaban bajo su latigo, encadenados a los remos. Sabe también que al gran, almirante Je dio ese manto de, pieles ol mismo dia en que el Emperador Je hizo a ét Va gracia el Totson. g¥ qué? gAcaso se explica tanto core. ‘miento? De verle, cuando venia a bordo de la nao, hubieran podido ‘pensar que era el propio Andrea Doria quien venia a América. Tiene un modo de volver Ia cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes los pufios. (Cuatralbo, cuatralbo de la armada de! Frc do ca Doria! o¥. que? ~Serd 1 menos re, por ventura? Tambi e de dos bra- 20s y de’ dos piernas y de. cuanto es menester. Conversan los seriores en la claridad de la foga Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven ‘con la sobriedad del ademén cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubén; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su uefio afirma las manos en las caderas. El gevovés dobla la cabeza erespa con altaneria y le tiemblan los aros redondos. Detris, los tres cadéveres giran en Jos dedos del viento. El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere tar mas no lo consigue y cae silenciosamente Ktsvanecido sobre la hierba rala “ jLtande recobrd el sentido, se habia ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto say rc) Habia eallado el viento y se Siam, remote, fos aullidos de la indiada. Se incorporé pesadamente yale hacia las horeas. Casino dvsabe alos aj iciados. Lo vei como arropado por una brama leve. Alguien se movid, muy cerca. Retuvo la res- Piracién, y el manto de nutrias del capitin de Doria se recorté, magnifico, a la luz roja de las “4 rasas. Los otros ya no estaban alli. Nadie: ni el ‘mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caba- Ilero de San Juan, Nadie. Escudrifié en ia oscuridad. ie: ni su hermano, ni tan siguiea el seficr don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solia andar de ronda, con su libro de oraciones. Bernardo Centurién se interpone entre él y Tos cadaveres: s6lo Bemardo Centurién, pues los centi- neat ext lejos. Ya pocos metos se ‘balancean los cuerpos desfleeados. E! hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida cenloquecerd. Se muerde un brazo hasta que siente, Sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraria asi mismo, si pudiera, Se troncharia ese brazo. Y jos tres cuerpos lividos penden, con su espantora tentaciénss Br el onda se fuera de una vez por todas... de una vez por todas... g¥ por qué no, en verdad, en su més terrible verdad, de una vez por todas? Por qué no aprovechar la ocasién que Fo'le brinds y_suprimirle para siempre? Ninguno Jo sabré. Un salto y el cuchillo de caza se hundiré en la espalda del italiano. Pero gpodré él, exhausto, Saltar asi? En Morén de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad.... No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorra- lado ‘cazador. Tuvo que levantar la empuiadura afirmindose con las dos manos para clavar la hoja, FY como desaparecié en la suavidad de las nutrias! ‘\Cémo se le fue hacia adentro, camino del corazén, tn la carne de ese animal que esti cazando y que fa Togo por int La benta exe con un ‘sordo gruaido, estremecida de convulsiones, y él cae en- Sima y'siente, sobre Ja cara, en la frente, en la naniz. en los pémolos, la caricia de la piel. Dos, tres Yeees arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya Mhha muerto al cuatralbo del Principe Doria o uno jes que merodean en tomo del campa- fasta que cesa todo estertor. Busca bajo el 4s manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuiialar, lo cercena con la faca ¢ hitca en &l los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de Jo que esté haciendo, sino en morder, fen saciarse. Sélo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra més allé, mucho més’ allé, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. iene una fecha plantada entre los os de vidio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una Jabrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas Bieles que Francisco le quité al cuatralbo después le muerte, para abrigarse. El ballesteo lanza un grito inhumano, Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a corer barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las érbitas, como si la mano trunca de su her- mano le fuera apretando la garganta més y mis. n EL PRIMER POETA 1538 En Ja tibieza del atardecer, Luis de Miranda, mi- tad clérigo y mitad soldado, atraviesa la aldea de Buenos Aires, caballero en su mulo viejo. Va hacia las casas de las mujeres, de aquellas que los con- quistadores apodan “las ‘enamoradas", y de ver. en vez para entonarse, aria a los labs la bola de vino y hace unas sonoras. Por la ropilla tatredbiera, en el pot, le asoman unos grades speles. Ha’ copiado en ellos esta mafiana misma, Texiento treinta y dos versos del poema en el cual refiere los afanes y desengafios que sufrieron los venidos con don Pedro de Mendoza. Describe a la ciudad como una hembra traidora que mata a sus maridos. Es el primer canto que inspira Buenos Aires y es canto de amargura. Cuando revive las tristezas {que alli evoca, Luis de Miranda hace un pucherillo v vuelve a empinar el cuero que consuela. Tiene los ojos brillantes de légrimas, un poco por el vino sorbido y otro por los recuerdos; pero esta satisfecho Ge sus eatrofas A ta larga los Funeadores se las agra- decerén. Nadie ha pintado como é1 hasta hoy las yruebas que pasaron. Presale al zhulo renongén, asi cego casi ojo de tanto trotar por esos senderos infernales, y a la dis tancia avista, semioculta entre unos sauces, 1a casa de Isabel de Guevara. 7 A ésta la quiere mis qu a sus compaferas Hs la mejor. En tiempos del hambre y del asodio, dos afios atrés, se porté como ninguna: lavaba la ropa, uraba a los Hombres, rondaba los fuegos, arial las ballestas. Una maravilla, Ahora es una enamora- da mis, y en ese arte, también la més cumplida. Luis de’ Miranda le recitard su poema: ella lo sabré comprender, porque lo cierto « que lo demés se ‘an negado’a. comprenderlo, como si se empefiaran en echar 2 olvido Ja gyandeza de sus trabajos. ‘Al alba se fue con sus rimas a ver al Julian Carrasco, en su iglesuca del Espiritu Santo, la {que construyeron con fas maderas de la nao Santa Catalina; pero el cura no le quiso escuchar. Dema- siado tenia que hacer. Cuatro marineros del geno- vés Leén Pancaldo aguardaban a que les oyer outst, y ess itallnes de tan natural, legancia set de pecado gordo. En el fondo de la capi- ie E fe a al tintineo de los rosarios. De alli, don Luis se trasladé con su manuserito a Visitar al teniente de gobernador Ruiz Galén, quien manda a su_antojo en 1a ciudad con un dudoso Poder del Adelantad, El hidalgo tampooo le rei 6; estaba durmiendo. Y cuando Miranda lamé a su puerta por segunda vez, le explicaron los pajes aque se hallaba en conversicion con el propio Pan caldo, discutiendo Ia compra de sus mercaderias. Pero equé? gNadie podré atender la lectura de sus versos, los Versos en los que narra el hambre que rtaron todos? Tsidro de Caravajal cultivaba su huerta, con ayuda de uno de los italianos, y le despidié para mas tede, a Ana de Arricta la encontré en el portal de su casa, muy perseguida por tres de los extranjeros melosos, gqienes Je ofrecan en venta mil tentacles: caja fe peines, bonetes de lana, sombreros de seda, pan- Tae ee tae gen ae 18 aldeana sencilla hubiera sido una rica sefora de Vo habia nada que hi .da que hacer. Los ‘No habia nada que hacer, nada que hacer. oe poco, haan fogado Toque tos {Indios no consiguieron: invadir a Buenos Aires. Una semana antes, su nave la Santa Marfa habla quedado ‘Yarada frente a In ciudad. Saltando como manos, os arineros dejaron que se perdiera el casco y salva- ron los aparejos, el velamen y las Sncoras. Luego se ccuparon. con ia misma agilidad simiesca, bajo la Gireceién de Pancaldo, de transportar hasta la playa fos infinitos cofres que la nao contenia y que fos Gincrclanes de Vallncia y de Cénova destnaben al Perd. Sobre la arena se amontonaron en desorden, como presa de pirateria. Habia arcones deseuart- Zados y de su interior salian, como entratias, las piezas de tela suntuosa. La ciudad se inundé de Kesoros. Harto Io necesitaba su pobreza, Doquier, fun en las chozas més miseras, apiléronse los objetos huevos, espejeantes: los jubones, los penachos, las sartas de perlas falsas que decian “margaritas”, las Balanaas, fos mantele, y también los pusiales, las expadas, los. arcabuces, las candelillas, las alforjs. [Leon Pancaldo los daba por nada, pues nada se le prdla pager. Lo Unleo que exgi ea que le rms: Pin wis cartas de obligacién, por las cuales, los istadores se comprometian a saldar lo adeu- dadé con el primer oro 0 plata que se les repartiera Firmaban y firmaban: muchos, sacando la lengua y dibujando penosamente unas caracteres expinosos Zomo enrejudo palaciego: los més, con una sim- le cruz, ¥ escapaban hacia sus casas, como la. gon las pipas de vino, con los barriles de timuelas, con los" jarros de aceitunss, con los que- Sos de Mallorca, jA_hartarse, después de tanta penuriat “JQuién iba a prestar sus ofdos a Luis de Miranda, si Staban tan embebecidos por ese juego brajo que, 19 a cambio de unos mal trazados palote, provela de cuanto se ha menester? El mayordomo del Rey de los Romanos andaba més hidalgo que nunca, con su flamante gorro de ter- ciopelo, a la brisa la pluma verde. Pedro de Canto- ral mostraba a los vecinos su silla jineta de cuero de Cérdoba. [Y lis mujeres! Las mujeres parecian locas. Por eso se iba poeta, en la lacidez del cre- pusculo, hacia el familiar abrigo de Isabel de Gue- Pero alli también habia fiesta. Mientras ataba el mulo a un ceibo, rumiando su malhumor, oia el bullicio de Jas vihuelas y los panderos. jCudnta gente! Jamés se vio tanta gente en el aposento de enamorada, iluminado con ceras chisporroteantes ‘en los rincones. En un testero, echada sobre cojines, completamente desnuda, est Isabel. Y en torno, ‘como siempre, como en todas partes, los italianos, con sus caras de halcones y sus brazos tostados, cefiidos por el metal de las ajorcas. Miranda les co- toe yar Ese en cuye sombrero se encarama ‘ih mono del Brasil, y que envuelve a la muchacha en un pafio de perpindn multicolor y que la hace reir tanto, es Batista Trocho. Aquel det guitarrén y los dientes deslumbrantes, es Tomds Risso; y Aquino aqhel otro, aquel que pasa sobre los pechos breves de la muchacha, acaricidndola, la lisura de la camisa de Holanda y que le promete tamafias joyas: hasta mapatos de palma L cofias de oro y de seda. Isabel no para de reir, en el estriendo de las cuerdas, de los panderos y de las voces. Junto a ella, Diego de Leys desgrana collares de cuentas de vi- drio. Ha destapado una cazuela de perfumes y le va voleando el liquido delicioso sobre los hombres ‘morenos, sobre la caps, eben sin cesar. (Fara algo trajo tanto vino espa fol la nave de Leon Pancaldo! Zapatean los geno- veses un baile de bodas e Isabel aplaude. 0 Por fin logra Luis de Miranda legarse hasta el tech. La Chevara le eaibe con mi amores y Te ‘besa en ambas mejilas. —Cate su merced —suspira—, cate estos chapines, cate estos patiuelos. Y los hace danzar, y los agita, relampagueantes y leves como mariposa. ” Diego de Leys, el bravucén, borracho como una cuba, no puede soportar tales confianzas: ~ZQué venls a hacer aqul, don Pecador, con ea cara de duende? ¥ le arroja a la faz un chorro de perfume, Tas careajadas de los italianos parecen capaces de volar €l techo. Se revuelcan por el suelo de tierra. Ciego, el poeta saca el espadén y dibuja un moli- nete terrible, Su vino tampoco le permite conservar el equilibrio, asi que gira sobre las plantas como una ‘maquina mortifera. Diego de Leys salta sobre él, aprovechando su ceguera, y le corta el pomulo con ef cuchille Lanza Isabel un grito agudo. No quiere jue Ie hagan mal, ruega que no le hagan mal: —;Por Sin Blas, por San Blas, no le matéis! Desnuda, hermos{sima, se desliza entre los geno- ese que se han abalanzado sobre su pobre amigo. Chilla el mono que el terror encrespa. Pero es init. Entre cuatro alzan en vilo al intruso, abren la puer- ta y le despiden como un bulto flaco. El resto, enardecido por el roce de la enamorada, la ha de- rribado en los revueltos cojines y se ha echado sobre ella, en una jadeante confusién de dagas, de botas y de juramentos. Luis de Miranda recoge el manuscrito caido en jerba. Como ha extraviado en la refriega el iuelo, tiene que frotarse la herida con el papel. ube tabajosamente al mulo y regres al franco & la ciudad, por la barranca. Llora en silencio. Una luna inmensa asciende en la quietud del rio y su claridad es tanta que transforma a la noche a en dia espectral, en Jas ranas en la sereni snatorrales, El poeta detiene st cabalgadura y queda absorto en la'contemplacién del ancho cielo. Desplegs ch. tonces los folios manchados de sangre, de su sangre, y comienza a leer en voz alta azul. Cantan los grillos y de los charcos y de los ‘Afio de mil y quintentos ue de sine se deca, cuando ran porfia on Castllg,. "Pom Callan los ruidos alrededor. El paisaje escucha la Historia trdgica que ha vivido, ba recuerda el rio atento; la recuerdan los algarrobos y los talas. La sangre mana de la cara del lector y le enrojece los versos: Allegé la cosa a tanto ‘como en Jerusalén, came de hombre también 1a comieron. Las cosas que alli se vieron no se han oisto en escritura As{ ley6 Fray Luis de Miranda, para el agua, para Ja Tuna, para los drboles, para las ranas y pare los grils, ‘l primer poema que se eseribié en: Buenos ies. om LA SIRENA 1541 Corren a lo largo de los grandes rios, desde las empalizadas de Buenos Aires hasta la casa fuerte de Nuestra Sefiora de la Asuncién, las noticias so- bre los hombres blancos, sobre sus victorias y sus desalientas, sus locos viajes y la traidora pasion con que se matan unos a otros. Las conducen los indios en sus canoas y pasan de tribu en tribu, internéndase en los bosques, derramindose por las anuras, desfigurandose, complicéndose, abulténdo- se, Las evan las bestias feroces 0 curiosas: los jaguares, los pumas, las vizcachas, los quirquinchos, las serpientes pintarrajeadas, los monos, papagayos y pic ‘nfinitos las transmiten tambien. en 5 torbellino los vients contrarioe: el del sues, wwe sopla con olor a agua; el polvoriento pampero; a Gel norte, que cops ins nubes de agoetas; el del sur, que tiene Ix boca dura de escarcl La Sirena oy hablar de ellos hace afios, desde gue apareieron asombrando al paisa fluvial las ediciones de Juan Diaz de Solis y Sebastién Clboto, Por verles ubandonb su refugio’de la lagu na de Ttapud. A todos les ha visto, como vio mis tarde a quienes vinieron en Ia flota magnifica de don Pedro de Mendoza, el fundador. Y ha crecido fu inguietud. Sus compareros a inerogaban, bur- 3

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