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Salvar el campo

Sentado en el zócalo un hombre espera. El pueblo se ha tornado un fantasma callado que


observa y sonríe desde todos los ángulos del aire. El pueblo es una araña verde con motas
amarillas subiendo un árbol tan viejo como estas calles ya sin el empedrado que las vio nacer,
igual a un callado, sistemático río, construido para el tránsito incesante de los hombres que
habitaron y habitan estas tierras.
Espera aún y nadie llega, salvo un hombre con una grabadora que se sienta a unos metros de su
puesto de vigilancia y presiona 'Play'. La cinta corre. El pueblo, aún en silencio, se resume a un
par de perros jugueteando y a una mujer vendiendo pollos destazados en la plazuela. Nadie
descarga cervezas mientras los pájaros se posan silenciosos en las ramas de los árboles, nadie,
tampoco, baja de las camionetas pasajeras y el agua de la pileta ha dejado de caer.
Al frente, está la comisaría que no abrirá sus puertas hasta la noche. A su lado, desvencijada y
con un dejo de lo que alguna vez fue un color blanco en sus paredes, la enfermería recuerda
mejores tiempos. A su izquierda está, también cerrada, la vicaría; como una madre la iglesia la
observa desde su callada torre. El viento juguetea con el polvo y forma remolinos alzando a su
paso pequeñas basuras, llevándolas a una complicada danza por encima de los tejados, para
devolverlas luego al suelo, lenta, cadenciosamente.

Para un gigante, el sonido que se mueve desde el poniente podría ser una nube de langostas,
dispuestas a devorar los sedientos sembradíos del valle que circunda el pueblo, para un
gigante. Para los hombres que esperan un atisbo de lluvia que dé vida a las cosechas, es un
ruido inexplicable; se acerca estruendoso, apartando de golpe el silencio, y llega, tenue pero
inevitable y sorpresivo, al centro del pueblo.

Las avionetas semejan enormes, inmensas aves metálicas, un espectáculo nuevo a los ojos de
todos. De sus vientres comienzan a caer pequeñas cajas blancas sobre los sembradíos;
depositada su carga, siguen de largo hacia el oriente, con la indiferencia propia de las
máquinas.
Al golpear contra el suelo, los pequeños recipientes se abren y dejan salir a sus inquilinos. Estos
se arrastran, desconcertados por la luz del día pero pronto se reponen y se deslizan
apresuradamente bajo la tierra, en busca de raíces para alimentarse. Para cuando llegan los
primeros hombres a averiguar su contenido, sólo hallan cientos de cajas vacías, húmedas.
Hará falta que transcurran algunos días para que las matas recién germinadas vayan secándose
y comprendan, sin comprender las causas, lo que ha ocurrido. Algunos incluso hallarán a alguno
de los bichos al arrancar los brotes muertos, y aún se preguntarán de dónde han venido, hasta
que por fin recuerden el intempestivo paso de las avionetas y lo que tras ellas dejaron, como
una multiplicada caja de Pandora, abierta ya y moviéndose por debajo de la tierra sus
calamitosos huéspedes.

Días más tarde, cuando llegaron los enormes vehículos (como animales prehistóricos buscando
dónde posar sus esqueletos atemporales, fatigados de andar por el mundo, trastabillantes y
heridos de tiempo) cargados de extraños bultos, la gente comenzó a arremolinarse en torno de
ellos, movida por la curiosidad. Uno a uno fueron llegando, pesados y lentos, apenas avanzando
sobre las calles mal empedradas del pueblo, y antes por el descuidado camino de terracería que
los trajo desde sabrá el diablo qué lejanas regiones a estas tierras abandonadas de la mano de
Dios. Todo era viejo, los engranajes chirriaban a cada vuelta de los gastados neumáticos, la
pintura -parecía que alguna vez estuvieron pintados- había dejado paso a colores pardos
apenas distinguibles; los conductores también eran viejos, y vestían descuidadamente, apenas
preocupados por descansar fuera de sus bestias motorizadas, sólo para volver a espolearlas
cuando se los indicasen. Cuando descendieron, con la fatigada soberbia de un rey que jamás ha
conocido reino, miraron recelosos a los pueblerinos, como quien entrara a territorio salvaje y
debiera desconfiar incluso de las gesticulaciones de su propia sombra.

Solo, retrasado por dos o tres horas, llegó un auto que no parecía tan desgastado; polvoso a lo
sumo, pero ello era causa del camino, y no del descuido o el prolongado uso. De él emergió a
toda prisa el chófer para abrirle la portezuela a un hombrecillo con ropas formales y ademanes
acartonados, de mirada fija. Todo él parece una marioneta manejada meticulosamente por un
experto e invisible titiritero. Otros hombres esperaban para ayudarlo a trepar sobre el lomo de
una de esas bestias antiquísimas que descansaban en derredor de la plazoleta; lo cargaron en
una ceremonia poco elegante, a pesar de la visible destreza con que era ejecutada, con los
mismos movimientos mecánicos con que debían colocar los misteriosos fardos sobre las
planchas de acero.
Encaramado sobre uno de los antiquísimos animales, el hombrecillo comenzó a recitar las
ignoradas virtudes de los talegos que descansaban sobre los lomos de los armatostes con una
voz que intentaba ser beatífica, apacible, a la multitud congregada en torno suyo. Los
pesticidas, dijo, terminarían con la plaga que asolaba la región, probablemente el país, o el
mundo entero. Luego, aduciendo buena fe y anunciando pérdidas para su bolsillo, anunció los
precios. Irrisorios, los llamó.
No supo de dónde llegó el disparo que le hizo estallar la cabeza y la dejó como una flor abierta
sobre los bultos de su milagroso producto. Tampoco los hombres que lo acompañaban vieron
cómo ni de dónde surgieron tantos campesinos armados. Les permitieron huir en una de las
bestias, después de descargarla; en sus hogares sus mujeres reclamarían el dinero que ellos no
habían cobrado por la jornada.

Esa misma noche fue mitigado el peso que aquejaba a los insólitos animales, y repartido entre
los lugareños el remedio que habría de socorrer los diezmados plantíos y asegurar aunque
fuera una parca cosecha.

Años más tarde los visitantes imaginarían un confuso cementerio de levíticas maquinarias, y se
preguntarían qué hacían tan lejos de la civilización esos armatostes; supondrían probablemente
un extravío, y una avería irreparable que obligó a sus conductores a abandonarlas en esos
lejanos páramos; si preguntaran sabrían que la misma noche de su llegada habían alimentado a
una hoguera que veló por varias noches el sueño de aquel lugar, ahuyentando a los fantasmas y
a las pestes.

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