MÓDULO 3: Lenguaje,
comunicación y violencia
de género.
Profesora: Mª Ángeles Calero Fernández - Universitat de Lleida
I. Introducción 3
II. Feminolecto y autoodio 4
III. Turnos de palabra y discurso competitivo 7
IV. Cortesía vs. agresividad lingüística 11
V. Conclusiones 15
VI. Materiales de apoyo 16
VII. Referencias bibliográficas 17
TEMA 2: De cómo el uso de la lengua violenta a las mujeres
I. INTRODUCCIÓN 1
Las personas sentamos las bases de nuestro propio yo a partir de la adscripción a uno de los
términos de una cadena de oposiciones: ser joven y no mayor, ser de clase alta y no de clase baja,
tener instrucción o ser analfabeta, ser mujer y no varón, etc. De este modo, el individuo se define
a sí mismo y al resto en función del lugar que cada cual ocupa en un sistema de categorías
sociales. Como acabamos de indicar, en las oposiciones a partir de las cuales el individuo cimienta
su identidad, uno de los elementos que marcan dicha identidad es el colectivo sexual al que cada
cual considera que pertenece. La sociolingüística, la etnografía de la comunicación y el análisis
del discurso han señalado la relación existente entre la diversidad lingüística y la diferencia sexual;
pero lo que está ligado a ciertos usos lingüísticos y a determinadas estrategias comunicativas no
es el sexo biológico, sino la clase sexual. Tal cosa significa que la pertenencia a un género
condiciona tanto el discurso como la manera de interpretarlo, y ello es así por las distintas actitudes
ante la vida que adoptamos mujeres y varones y por el diverso modo de enfrentarnos a las
situaciones, diferencias que tienen una explicación cultural. Algunos estudios han advertido ciertos
fracasos en el acto comunicativo en conversaciones mixtas (entre varones y mujeres) por la
diferente asignación de significados a las palabras y a los estilos conversacionales. En otros, se
han planteado las consecuencias discursivas de las relaciones de dominación entre varones y
mujeres, que operan en detrimento del grupo estigmatizado (el femenino) y a favor del que tiene
el poder de imponer sus interpretaciones (el masculino). En esta diversidad de usos lingüísticos y
de estrategias comunicativas entre ambos sexos, se perciben actos de violencia contra las
mujeres. Ya no estamos en cómo la lengua emite mensajes subliminales sobre las mujeres como
seres dependientes, socialmente inferiores, a los que se puede denigrar y maltratar, y que veíamos
en el Tema 1. Lo que vamos a ver en el Tema 2 es cómo la lengua puede, además, usarse de
forma que humilla y violenta al colectivo femenino, reforzando la subyugación de las mujeres a los
varones.
1Este tema se ha desarrollado a partir de la adaptación y actualización de Calero (2007) y de los materiales originales
de la asignatura Lengua, estilos de comunicación y género del Máster en Estudios de Género y Gestión de Políticas
de Igualdad de la Universidad de Lleida. Este tema debe mucho a las informaciones de Lozano (1995).
TEMA 2: De cómo el uso de la lengua violenta a las mujeres
Las diferencias entre los sexolectos en las lenguas occidentales tienen que ver con preferencias
de inventario y con estilos de conversación. En cuanto al inventario, las mujeres y los varones se
inclinan por el uso de distintos términos (un adjetivo como divino es más propio de la forma de
hablar de una mujer; los tacos son más esperables en la forma de hablar de un varón), o bien por
la asignación de sentidos diversos a idénticas palabras. Por otra parte, en el habla femenina está
2 Los pueblos caribes fueron muy belicosos y expansionistas. Practicaban la exogamia y no era infrecuente que
sacrificaran a todos los hombres de una tribu sometida para unirse a las mujeres. En cambio, los arahuacos eran
pueblos pacíficos y más desarrollados culturalmente y, en la época de la llegada de los españoles a América, estaban
siendo esclavizados por los caribes.
TEMA 2: De cómo el uso de la lengua violenta a las mujeres
Estas peculiaridades derivan, sin duda, de las circunstancias en las que se mueven mujeres y 5
varones y de los roles sociales que históricamente se han venido asignando a unas y otros. Es
evidente que las diferencias sexolectales no son de raíz biológica, sino cultural, por consiguiente,
tienen mucho que ver con los estereotipos tradicionales, con el imaginario social y con las
creencias lingüísticas. Las mujeres deben ser cariñosas, sensibles, preocupadas por cómo se
sienten las personas de su entorno, recatadas, cuidadoras y educadoras de la prole, sumisas;
están en una perpetua minoría de edad que justifica la constante supervisión masculina. Asimismo,
el colectivo femenino ha tenido infinitamente menores oportunidades de hablar en el abanico de
contextos en el que los varones lo han estado haciendo, porque se ha tenido el silencio como
cualidad femenina y porque se ha valorado negativamente lo que las mujeres pudieran aportar a
través de la palabra (Lida, 1937; García Mouton, 1999). Además, desde niñas, ellas se dedican a
actividades cooperativas, no competitivas, lo que repercute en sus estrategias comunicativas, que
no son jerárquicas ni de dominio.
Los grupos sociales más débiles y con una identidad social menos valorada según las creencias
lingüísticas imperantes (de prestigio o de estigma) pueden encontrarse ante el dilema de
reformular su etnicidad, esto es, los rasgos definitorios de grupo de los que hablábamos más
arriba. Boix y Vila (1998) señalan cuatro tácticas posibles en una eventual reformulación de la
etnicidad o de la identidad de grupo: 1) la asimilación, que lleva a aceptar los atributos del grupo
dominante y a intentar integrarse en él; 2) la ambigüedad de identidades sociales, o, lo que es lo
mismo, la indefinición resultante de la compleja situación en la que se encuentran los individuos
en el seno de la sociedad; 3) la redefinición, que conduce a insuflar un valor positivo a ciertos
rasgos propios estigmatizados por el resto de la sociedad, como cuando los afroamericanos
introdujeron la máxima black is beautiful en la lucha interracial; y 4) el desafío 3, que provoca la
competencia directa entre el grupo dominado y el dominante.
En estas cuatro posturas podremos encontrar a las mujeres –como sujetos y como miembros de
un colectivo infravalorado socialmente– en sus creencias lingüísticas y en su comportamiento
verbal y no verbal. Incluso es posible que hallemos casos de autoodio, que pueden acompañar la
primera de las tácticas señaladas por Boix y Vila (1998), la de la asimilación al grupo dominante.
3 En realidad, se refieren a ello como competición, y lo ejemplifican con el comportamiento de Àngel Guimerà cuando
se dirigió en catalán a los miembros del Ateneu Barcelonés en el acto de posesión de la presidencia de dicha entidad
a finales de 1895, en una época en la que esta lengua estaba excluida de la esfera pública y de las situaciones
formales
TEMA 2: De cómo el uso de la lengua violenta a las mujeres
El autoodio es una actitud lingüística resultante del conflicto entre el grupo de pertenencia y el
grupo de referencia. Con frecuencia, cuando el hablante –o la hablante– quiere desmarcarse del
colectivo al que pertenece para aproximarse a aquel en el que quisiera estar integrado, intenta
ocultar los rasgos que lo asimilan a él y que no se adecuan al estereotipo social considerado
prestigioso. Tal comportamiento suele ir acompañado de un sentimiento de hostilidad hacia el
grupo de origen, por lo tanto, se produce una actitud de rechazo lingüístico hacia las personas que
manifiestan los rasgos que quienes se autoodian desean esconder y abandonar (Ninyoles, 1969).
Algunas mujeres profesionales, que son las que han entrado en competencia con los varones en
la esfera pública, no solo renuncian a los usos comunicativos característicos de sus congéneres, 6
esto es, del grupo social al que pertenecen por el sexo con el que han nacido y por la educación
de género recibida, sino que incluso los rechazan como inadecuados para el desarrollo ordinario
de su actividad laboral. Asimismo, estas mujeres no solo se sienten incómodas cuando se las
nombra en femenino –prefiriendo como prefieren el masculino, con el que se identifican–, sino que
llegan a ridiculizar y hasta a repudiar a las mujeres que optan por una designación en femenino
de su labor profesional o de su cargo o dignidad (Calero, 2006). El comportamiento de este
colectivo femenino parte de la circunstancia de que las mujeres se encuentran en una posición de
subordinación lingüística puesto que se ven obligadas a aprender una variedad diferente de la
suya para poder desenvolverse de manera adecuada en los tipos de actos comunicativos que se
producen en la esfera pública y en las situaciones formales; y esa variedad que han de asimilar
no es otra que la variedad masculina. Tal cosa genera creencias lingüísticas, actitudes y
representaciones sociales negativas hacia el feminolecto, que pueden llegar a erradicarlo
progresivamente. La infravaloración social del habla femenina confiere inseguridad comunicativa
a las mujeres y las obliga a abandonar un rasgo de su identidad de género, los estilos
comunicativos femeninos, que –como veremos– facilitan la convivencia y muestran empatía. El
abandono de los usos propios de su sociolecto puede ser traumático para las mujeres.
Pero, además, el discurso científico se ha construido sobre el masculinolecto porque desde antiguo
los varones han sido los que mayoritariamente han tenido en sus manos el desempeño de la
ciencia y han elaborado sus teorías a partir de la representación simbólica que este colectivo
sexual tiene de la realidad, fundamentada en los rasgos lingüísticos de su sociolecto; pero también
porque el masculinolecto es la variedad de prestigio y la única que domina el espacio público. Por
ello, las mujeres que quieren acceder a la esfera pública adoptan el masculinolecto en sus
interacciones comunicativas, y este proceso de adhesión a la variedad prestigiosa y de rechazo
de la propia acaba estigmatizando todavía más el feminolecto, que queda representando como
inútil para las funciones verbales consideradas importantes. Ahí radica buena parte de los
conflictos que con frecuencia se producen entre las mujeres que tienen un cargo y los varones
subalternos: dejando aparte un problema de carácter ideológico (hay varones que consideran que
no pueden estar jerárquicamente por debajo de una mujer), lo que se produce en realidad es una
mala interpretación de estrategias comunicativas diferentes, que conducen al final a las mujeres a
adoptar la estrategia masculina para evitar malentendidos (Tannen, 1994).
TEMA 2: De cómo el uso de la lengua violenta a las mujeres
Como ya hemos dicho, los estilos conversacionales de mujeres y varones están relacionados con
las situaciones en las que tradicionalmente han hablado unas y otros. Dichas situaciones se
pueden agrupar en íntimas y en concurridas. Esto ha llevado a establecer dos patrones de habla,
que son:
• el discurso privado: “es una conversación de carácter informal entre un número no muy
grande de personas, cuya meta primordial es el mantenimiento de las relaciones sociales
y el estrechamiento de las amistades. Es propio de las interacciones femeninas, no sólo
entre mujeres adultas sino ya desde la infancia” (Lozano, 1995: 167).
• el discurso público: “puede ser informal o formal y suele tener como principal meta el
intercambio de información. Se considera que el carácter público de la conversación va
siendo mayor a medida que disminuye la confianza entre los interlocutores o aumenta el 7
número de éstos. La socialización de los varones se lleva a cabo en este tipo de discurso
desde la infancia” (Lozano, 1995: 167).
En el colegio, niñas y niños reciben un trato distinto por parte del personal docente. Subirats y
Brullet (1988) examinaron la relación docente-discente en varias escuelas catalanas de primaria y
comprobaron que los maestros y maestras hablaban siempre más a los niños que a las niñas y
que se dirigían de manera diferente a cada uno de ellos; tal diversidad se magnificaba o se
minimizaba en función de la asignatura que se estuviera impartiendo, según los estereotipos sobre
para qué son más aptas las niñas y para qué lo son los niños. Por otra parte, en estudios realizados
en territorio anglosajón se ha comprobado que a las niñas se les inquieren preguntas sobre
información puntual del tipo ¿En qué año se descubrió América? o ¿Cuál es la capital de España?,
mientras que a los niños se les plantean con más frecuencia preguntas que requieren reflexión o
que les permiten hacer una aportación personal. Además de perpetuar los prejuicios que llevan a
considerar las capacidades de raciocinio de cada sexo mejores o más preparadas para resolver
un tipo de problema u otro, se acostumbra a los varones a que desarrollen temas frente a un
auditorio, de modo que se potencia en ellos el discurso público.
Así pues, la existencia de sexolectos resultantes de la distribución de los roles sociales entre
mujeres y varones, la valoración del masculinolecto frente a la depreciación del feminolecto, la
hegemonía del habla masculina en el espacio público, en los puestos de poder y en la ciencia,
ponen a las mujeres en la encrucijada de mantener su identidad, lo que supone una notable presión
psicológica y rebaja su autoestima. La renuncia a la propia identidad de género no asegura la
aceptación en el espacio público, puesto que ya se ha demostrado la existencia de un techo de
cristal construido por otros elementos culturales que se añaden a la lengua, lo que puede aumentar
todavía más la frustración de mujeres que intentan emular a los varones para sobrevivir en el
espacio público, pero que siguen sin alcanzar las mismas metas que ellos.
Para que un acto comunicativo sea exitoso, es decir, para que el receptor interprete correctamente
lo que le comunica el emisor, no es suficiente con conocer el significado de las palabras
TEMA 2: De cómo el uso de la lengua violenta a las mujeres
combinadas en la frase; es necesario conocer también otros elementos que forman parte de la
competencia comunicativa, entre los cuales se encuentra la intencionalidad, los sobreentendidos
o la alternancia de los turnos de palabra. Sucede que existen diferencias de género en la
competencia comunicativa, ya que mujeres y varones conciben la conversación de forma distinta
y, en función de esa concepción, despliegan unas determinadas estrategias para desarrollar su
discurso.
En primer lugar, tenemos la finalidad con la que se entabla un acto comunicativo. “Para la mayoría
de las mujeres el principal objetivo de una conversación es la relación que se establece entre los
interlocutores a través del lenguaje, por tanto, todos los esfuerzos comunicativos irán dirigidos a 8
comprender a la otra persona, captar su psicología y el significado de lo que quiere decir; en suma,
lo que ella le quiere transmitir al establecer una conexión a través del discurso. Por el contrario,
para gran parte de los varones prevalece la idea de intercambiar información, de hablar de temas
que consideran que tienen importancia y que al mismo tiempo les permiten mostrarse ante los
demás como expertos en una materia” (Lozano, 1995: 164-165). Así, las conversaciones entre
individuos del mismo sexo se mantienen, en principio, sin dificultades (si no tenemos en cuenta,
claro está, las diferencias personales y el tipo de relación que existe entre las personas que
interactúan). Sin embargo, no sucede lo mismo cuando quienes interactúan son individuos de
distinto sexo. Lo más probable es que resulte una confluencia de estilos que provoque
confusiones, malentendidos o inferencias erróneas, sobre todo cuando se habla de manera
indirecta.
Existe la idea antigua y generalizada de que las mujeres hablan mucho más que los varones. Sin
embargo, estudios realizados especialmente en Estados Unidos prueban que estas afirmaciones
sobre la locuacidad femenina y la parquedad verbal de los varones no se corresponden con la
realidad. En lo referente a la duración del discurso, ésta está determinada no sólo por el sexo de
la persona que entabla el acto comunicativo, sino también por el sexo de la persona con la que
interactúa. Mulac (1989) estudió la distribución de tiempo de las intervenciones de mujeres y
varones en tres tipos de interacciones verbales por parejas: mujer-mujer, varón-varón y mujer-
varón y obtuvo los siguientes resultados:
• en las conversaciones entre individuos del mismo sexo, ambos interlocutores hablan más
o menos la misma cantidad de tiempo; en cambio,
• en las díadas mixtas, el varón habla más cuando interactúa con una mujer que cuando
interactúa con otro varón, y,
• la mujer habla menos cuando interactúa con un varón que cuando interactúa con otra
mujer.
Por su parte, Bárbara y Gene Eakins (1978) realizaron un estudio sobre las intervenciones
verbales de mujeres y varones en las reuniones de diversas facultades universitarias y
comprobaron que estos últimos hablaban durante más rato y lo hacían más veces. Sus
intervenciones duraban entre 11 y 17 segundos, mientras que las de las mujeres lo hacían entre
3 y 10 segundos; es decir, que la mujer cuyo turno de palabra era más largo hablaba menos que
el varón con el turno de palabra más breve. Idénticos resultados obtuvo Swacker (1976) en su
TEMA 2: De cómo el uso de la lengua violenta a las mujeres
Este diferente comportamiento entre mujeres y varones se explica a partir de la dicotomía discurso 9
privado-discurso público que comentábamos más arriba. Los varones se sienten cómodos
hablando en situaciones públicas como puede ser una reunión de facultad o una conferencia. Las
mujeres, en cambio, suelen hablar más en situaciones de discurso privado, en las que no es tan
importante la cantidad de información que se transmite, sino estrechar los vínculos entre las
personas que interactúan: hablar de la rutina diaria, de los sentimientos, de las personas queridas
tiene sentido en este tipo de situación comunicativa. En las entrevistas recogidas por Tannen
(1990), las mujeres referían que sus maridos eran poco habladores en casa pero que, en el grupo
de amigos o cuando tenían invitados, se volvían locuaces y narraban montones de anécdotas. En
la misma línea, Fishman (1978), Tannen (1990 y 1994) y Schmidbauer (1994) concluyen que las
mujeres hablan más en las interacciones en el seno de la pareja. No obstante, no todas las
investigaciones sobre el particular obtienen resultados similares: trabajos más antiguos como los
de Strodtbeck (1951) y Kenkel (1963) aseguran que es el marido el que más habla.
Las conversaciones se rigen por un funcionamiento concreto de los turnos de palabra. Sin
embargo, hablar de uno en uno no es necesario para que el mensaje se transmita correctamente.
Tampoco es un patrón comunicativo universal: en las conversaciones informales es bastante
frecuente que se solape el discurso de varias personas más de una vez; incluso, para algunos
grupos étnicos estos solapamientos tienen un reconocimiento social: entre los judíos, “refleja una
actitud de complicidad o compromiso con los demás participantes de la interacción” (Lozano, 1995:
173).
varios de los participantes se encuentran en una posición superior a la de los otros. En este tipo
de actos comunicativos, las mujeres evitan remarcar la asimetría porque su objetivo es que la
conversación discurra de manera satisfactoria para todo el mundo; los varones, en cambio, insisten
en marcar su posición y eso les llevará a intentar controlar la conversación a través de
intervenciones largas y de interrupciones que conducen a usurpar el turno de palabra.
La mayoría de las investigaciones que ponen el foco en las diferencias de género en los turnos de
palabra concluyen que no existe un patrón claro de mayor interrupción en los varones que en las
mujeres, por tanto, no aclaran quién interrumpe más y a quién. Lo que realmente distingue a un
sexo del otro es el uso que cada uno hace de las interrupciones y en cómo las interpretan. Pues 10
bien, las mujeres suelen utilizar solapamientos, a veces anticipando lo que quiere decir su
interlocutor, y no suponen un cambio de tema sino una demostración de atención o de apoyo; por
ello, la duración de esos solapamientos no es relevante. En cambio, los varones, al tener una
concepción competitiva de la conversación, interpretan cualquier solapamiento como intención de
controlar el turno de palabra; por lo tanto, en conversaciones mixtas, pueden considerar un gesto
de hostilidad los habituales solapamientos que utilizan las mujeres realmente para mostrar
atención y colaborar.
Las mujeres son más activas y participativas cuando ejercen el papel de oyentes en la
conversación: escuchan y explicitan que están escuchando porque les interesa que la persona
que está hablando se sienta escuchada, ya que esto la animará a seguir hablando. Las formas en
que manifiesta su atención son: 1) usando frecuentemente respuestas mínimas, del tipo “sí”, “ajá”,
“mmm”; 2) moviendo afirmativamente la cabeza, 3) empleando interrupciones para expresar
acuerdo y apoyo a lo que explica la persona que habla (los solapamientos de los que ya hemos
hablado); y 4) sosteniendo la mirada a su interlocutor o interlocutora 4. Sin embargo, en las
conversaciones masculinas no suelen darse señales positivas de atención o acuerdo; por ejemplo,
las respuestas mínimas son retardadas y solo aparecen cuando realmente se está dando el
beneplácito a lo que expone la persona que habla. Los varones tampoco asocian escuchar y mirar,
por lo que no necesariamente miran a quien están escuchando, ni esperan que los miren cuando
hablan. En consecuencia, en conversaciones mixtas, una mujer se sentirá desatendida si, cuando
habla, su interlocutor no emite ningún signo de que la está escuchando, aunque realmente lo esté
haciendo; por su parte, un varón interpretará las respuestas mínimas de su interlocutora como
manifestación de acuerdo, cuando no necesariamente está dando dicho acuerdo. Conocer estas
diferentes estrategias conversacionales que despliegan cada sexo evitará malentendidos.
Otra estrategia comunicativa que distingue a las mujeres y a los varones es el empleo de
preguntas. Para las mujeres, las preguntas son un mecanismo más de la interacción cooperativa.
Tienen la función de mostrar compenetración, de intensificar la intimidad y de manifestar interés
por el interlocutor. Así, si la persona que habla explica una experiencia vivida, es esperable que
su interlocutora mujer le pregunte detalles sobre dicha experiencia. Si el que habla es un varón,
tenderá a sentirse avasallado por las indagaciones, a verlas como un intento de intrusión en su
vida personal, dado que para el sexo masculino la función de las preguntas no es interactuar, sino
4 En las tertulias exclusivamente femeninas, el contacto visual es muy importante (Morgenthaler, 1990).
TEMA 2: De cómo el uso de la lengua violenta a las mujeres
conseguir información. Por ello mismo, en una conversación sobre un tema impersonal, los
varones interpretan las preguntas de las mujeres como expresión de ignorancia y no como una
forma de actuar para que la conversación se mantenga y haya una sensación de sintonía.
Todavía hoy en la mayoría de las culturas a las mujeres se las educa en la cortesía y en el 11
comedimiento verbal, y en muchos pueblos el analfabetismo femenino es aún notablemente
superior al masculino, por lo que no es de extrañar que las mujeres se preocupen especialmente
por la aceptación social a través del uso que hacen de la lengua. La cortesía tiene un carácter
social; su finalidad es regular la conducta y las relaciones entre las personas. Las normas de
cortesía que tienen las diferentes comunidades lingüísticas son muchas, en ocasiones complejas,
y suelen tener una manifestación verbal. Existe una relación muy estrecha entre las formas
corteses y las formas indirectas de hablar, por ejemplo, dar un rodeo antes de enunciar aquello
que tememos que puede molestar, herir o indignar a la persona destinataria de nuestro mensaje.
La cortesía no altera el contenido de lo que se está diciendo, sino que sólo afecta a las relaciones
entre los actantes y nos da información sobre las pretensiones del hablante y sobre la
consideración que tiene hacia el oyente. Usada adecuadamente la cortesía puede tener una
incidencia decisiva en el logro de los objetivos de la persona que habla, sobre todo cuando sus
intereses no coincidan con los del interlocutor o interlocutora, pero no se quiera poner en peligro
la buena relación con ésta.
Las normas de cortesía varían notablemente de una cultura a otra. Es más, pueden variar de una
zona a otra de la misma comunidad lingüística. Por ejemplo, las normas de cortesía no son
idénticas entre los hispanohablantes de ambos lados del Atlántico. En España se suma la
austeridad propia de algunas zonas (el norte peninsular) a los cambios que se han producido en
los últimos veinte años: hoy los españoles más jóvenes asocian la cortesía con cursilería,
artificiosidad e hipocresía, con algo que responde a otra época y que está pasado de moda. En
América Latina, la cortesía verbal y no verbal no sólo es más compleja que la peninsular (los
rodeos), sino que además mantiene toda su vigencia. La cortesía se ve sujeta también a las
diferencias de género. En sus interacciones, las mujeres se sirven de rasgos que caracterizan la
cortesía lingüística: utilizan más actos indirectos, más términos cariñosos, mayor ironía evitando
el enfrentamiento directo, y preguntas retóricas o protocolarias. Los varones, en cambio, son más
bruscos, entre otras cosas porque la brusquedad ha quedado culturalmente fijada a la
masculinidad.
Entre las manifestaciones de la cortesía verbal tenemos los elogios, cuya función es más social
que comunicativa, puesto que lo que se pretende es reconocer alguna característica del
interlocutor o interlocutora o alguna acción que haya realizado. Se trata de una actitud afectiva que
estrecha el vínculo entre quien emite el elogio y quien lo recibe. Las mujeres utilizan más esta
TEMA 2: De cómo el uso de la lengua violenta a las mujeres
estrategia conversacional que los varones y también son más frecuentemente las receptoras de
los halagos (Holmes, 1993). Pero hay un tipo de elogio especialmente destinado a las mujeres que
no busca reforzar la autoimagen de quien lo recibe, sino señalar una atracción sexual que no solo
no tiene por qué compartir la destinataria, sino que puede incluso violentarla. Se trata de los
piropos, muchas veces construidos con imágenes y con palabras agresivas y soeces que invaden
la intimidad y cohíben a las mujeres (López García - Morant, 1991). En este caso, los piropos no
necesariamente son un acto de cortesía, sino un acto de violencia contra las mujeres.
Otra manifestación lingüística de la cortesía son las disculpas. En las interacciones mixtas no se
perciben diferencias de género relevantes; estas aparecen cuando en el acto comunicativo 12
participan solo personas del mismo sexo. Cuando las mujeres interactúan entre ellas, se piden
más disculpas que cuando son varones los que están interactuando entre sí, y las diferencias entre
unas y otros son notables: los varones ofrecen a sus congéneres hasta siete veces menos
disculpas que las que se presentan las mujeres entre sí (Holmes, 1993); al mismo tiempo, las
mujeres aceptan las disculpas en más ocasiones (Moreno, 1989). Sin duda, estas actitudes están
ligadas al empleo del discurso cooperativo, puesto que una disculpa pretende reparar alguna
ofensa o algún mal cometido y la aceptación de una disculpa reestablece la cordialidad. No es
extraño que, cuando se concibe la conversación como un espacio de entendimiento y relación, se
utilicen todos aquellos recursos que atenúan o evitan roces y preservan la autoimagen del
interlocutor o interlocutora.
En esta misma línea encontraríamos otro comportamiento que es percibido como cortés por las
mujeres y como tremendamente descortés por los varones. Se trata del intercambio de
experiencias o sentimientos similares tras escuchar a una persona referir un problema, una
situación difícil o una preocupación. Las mujeres utilizan esta táctica con la intención de reconfortar
a la persona que habla haciéndole ver que se comprende su situación y sus emociones, con lo
que refuerzan los lazos de intimidad. No pretenden necesariamente encontrar una solución, sino
sobre todo expresar solidaridad. Estamos, de nuevo, en la línea de la cooperación en la
comunicación. Sin embargo, si la persona que transmite su problema o su inquietud es un varón,
lo que espera es que el acto comunicativo sirva para resolver lo que le está pasando. Como ya
hemos comentado, conversar supone para los varones, básicamente, transmitir información; y
recibir las explicaciones de situaciones similares por parte de su interlocutora significa dar vueltas
sin sentido sobre lo mismo sin solucionar nada. Lo esperable, para ellos, es un consejo que les
ayude a remediar lo que les pasa. No recibirlo, o recibirlo e insistir en seguir hablando del tema,
no solo les puede agobiar porque tratar de las emociones y los sentimientos les saca de su espacio
de confort, no encaja con el estereotipo masculino de hombre duro, sino que además les hace
sentirse incómodos porque no controlan la conversación al perder protagonismo: su problema ya
no es singular, sino que es semejante a otros problemas. Eso significa que los varones responden
con consejos cuando su interlocutor o interlocutora les explica un problema o una preocupación y,
si se trata de una mujer, esta se sentirá dolida por no recibir las muestras de comprensión y
empatía que espera (Tannen, 1990), tanto más cuanto que los consejos masculinos se suelen
formular en formato de órdenes, esto es, en imperativo.
TEMA 2: De cómo el uso de la lengua violenta a las mujeres
Precisamente las órdenes suponen marcar una diferencia de estatus entre la persona que ordena
y la que recibe la orden, porque sitúa a esta segunda en el rango de quien tiene que obedecer.
Insistir en esa asimetría puede amenazar la autoimagen y la imagen pública de nuestro interlocutor
o interlocutora. Para atenuar este efecto, no hay mejor estrategia de cortesía que sustituir la orden
por un ruego (Haverkate, 1994) y esta estrategia es muy utilizada por las mujeres, incluso en
puestos de poder (Tannen, 1994). Entre mujeres, esta estrategia funciona perfectamente, pero, en
interacciones mixtas, se producen malentendidos que pueden generar conflictos serios, en
especial cuando quien formula la orden indirecta –a través de un ruego, de una sugerencia o de
una pregunta– es una mujer y quien recibe la orden indirecta es un varón. Éste interpretará la
orden indirecta no como un acto de cortesía tendente a crear un ambiente de colaboración, sino
como un problema de liderazgo, toda vez que la jefa no está utilizando los elementos lingüísticos
13
que claramente expresan orden, esto es, el imperativo. Así pues, las mujeres que ocupan espacios
de poder pueden ver desafiada su autoridad por emplear esta estrategia comunicativa, de modo
que no es de extrañar que algunas acaben adoptando los usos directos propios del habla
masculina.
En el seno familiar vamos a encontrarnos con una situación parecida. El padre utiliza un discurso
que se interpreta como de autoridad, mientras que la madre, usuaria de las órdenes indirectas y
de otros usos corteses que buscan proteger la autoimagen del interlocutor, emplea un discurso
que no coincide con el patrón que identifica el poder. Probablemente esta sea una de las razones
por las que las madres pueden tener problemas de autoridad que no suelen tener los padres.
Gleason (1987), en sus estudios sobre la interacción verbal entre padres e hijos, comprueba que
el padre utiliza el doble de imperativos que la madre. Greif (1980), por su parte, ha señalado que
el padre interrumpe mucho más a sus hijos que la madre, y los dos, padre y madre, interrumpen
más a las niñas que a los niños. Interrumpir es una clara manifestación de poder. Estamos, pues,
ante un nuevo ejemplo de cómo el comportamiento masculino refuerza una imagen de autoridad
que parece no tener la madre, así como ante un modelo de comportamiento hacia las niñas que
se mantendrá en su etapa adulta (ya hemos visto que, en las conversaciones mixtas, a las mujeres
se les interrumpe más y ellas interrumpen menos que los varones).
La cortesía también se manifiesta a través de los tratamientos. Las lenguas suelen contener
maneras formales e informales de dirigirse a las personas y también suelen marcar la jerarquía
social. Brown y Gilman (1960) hablan del eje de poder y del eje de solidaridad. Cuando se aplica
el eje de poder, quien está en posición jerárquica inferior suele tratar a su superior o superiora con
formas de respeto, tratamiento que no necesariamente recibe en contrapartida. Entre iguales, el
tratamiento es siempre recíproco, sea éste formal o informal. Diversos estudios (Solé, 1970;
Brown, 1979; Brown-Levinson, 1987; Rezzi, 1987) han observado que a las mujeres se las trata
con mayor familiaridad que a los varones, por lo que es más fácil que se las tutee, al margen de
su edad, estado o posición, lo que las sitúa simbólicamente en un estatus inferior, especialmente
cuando ellas no están tuteando. Y, puesto que se las tutea con mayor frecuencia, parecen también
menos dignas de respeto, particularmente cuando ellas tratan de usted a subordinados que tienen
14
más edad que ellas, y ellos, en cambio, las tutean por ser más jóvenes y mujeres, al margen de
que sean sus superiores jerárquicas.
Lo contrario de la cortesía verbal son las palabras groseras, las blasfemias y las imprecaciones.
En este campo también hay diferencias de género. Existe la idea muy extendida de que los varones
son más bruscos e hirientes porque emplean con frecuencia el insulto y el juramento, y que utilizan
un vocabulario más soez que las mujeres. Las razones son varias. Una de ellas es que la fuerza
y la agresividad físicas que caracteriza al estereotipo masculino se traducen en una agresividad
verbal, mientras que la sumisión y debilidad propias del estereotipo femenino conducen a la
preferencia por formas más suaves (Cautín-Epifani y Gladic, 2018); incluso el refranero ratifica que
el comportamiento violento e iracundo se identifica con los varones o con los animales, pero no
con las mujeres (La mujer, cuando se irrita, muda de sexo. Mujer que se enfurece, fiera y no mujer
parece). Otra razón, relacionada con la anterior, es que el tabú lingüístico afecta de manera
diferente a ambos sexos: las prohibiciones que recaen sobre las mujeres son mayores, como es
mayor la dificultad para transgredir dichas prohibiciones y peor la consecuencia de no respetar la
interdicción lingüística.
En las sociedades primitivas donde las restricciones tienen su origen en el temor sagrado, las
mujeres tienen prohibido con frecuencia nombrar a los varones con los que les unen lazos de
consanguinidad o que pertenecen al mismo tótem, prohibiciones resultantes del tabú del incesto;
en algunos pueblos, las mujeres no pueden interactuar con los varones mientras tiene la
menstruación, porque se las considera impuras. Las prohibiciones que sufren las mujeres también
afectan a ciertas ceremonias: entre los kamilorai (Australia), entre los mayas y en la India, la lengua
religiosa estaba vetada a las mujeres, por lo que no tenían acceso al sacerdocio y, en
consecuencia, al poder religioso. Autores como Jespersen (1922), Silva Correia (1935), Tagliavini
(1937), Buxó (1978), Aebischer (1985) y Violi (1991) ofrecen numerosos ejemplos.
En las sociedades industrializadas el tabú es menos fuerte que en las sociedades primitivas, no
afecta a tantas esferas de la vida cotidiana ni genera iguales consecuencias cuando es
transgredido, lo que ha contribuido a la relajación de las interdicciones. Existen, cómo no, campos
semánticos censurados, como la sexualidad, algunas enfermedades o ciertas actividades
fisiológicas. Los tabús que funcionan con mayor fuerza en la sociedad española son el religioso
TEMA 2: De cómo el uso de la lengua violenta a las mujeres
A las niñas se les enseña, por ejemplo, que no deben decir tacos, porque ése es “lenguaje de
camioneros”, impropio del sexo femenino y, por tanto, rechazable si no desean la reprobación y el
rechazo sociales. El valor de agresividad y rudeza atribuido a las expresiones malsonantes les
confiere connotaciones de masculinidad que hacen que los varones juzguen adecuado proferir un
taco en más de una ocasión (Chun, 1991). Es tal la tosquedad y vulgaridad que se atribuye a estas
expresiones en la sociedad española, que se recomienda a los varones de buenas maneras que 15
las eludan y, en el caso de que se vean en la necesidad de utilizarlas, que pidan perdón con
antelación, especialmente si hay mujeres delante, para evitar ofenderlas. Se trata de un recurso
eufemístico bastante empleado en situaciones formales, por ejemplo, un debate público.
Beinhauer (1954: 409) señalaba, a propósito del verbo joder, que expresiones de este tipo sólo se
empleaban entre varones en la España de los años cincuenta. Aunque la situación social de la
mujer española ha mejorado ostensiblemente desde entonces y, como una de sus consecuencias,
las más jóvenes no sólo utilizan voces malsonantes sino que han creado otras nuevas más
acordes con su propio mundo (p. e. no me sale de los ovarios, esto es coñudo), persisten todavía
prejuicios sobre la identidad masculina y femenina, y se sigue viendo más inadecuado el uso de
los tacos por parte de las mujeres.
En una sociedad en la que la cortesía parece reservada a las mujeres y la agresividad relegada a
los varones, las relaciones entre los sexos están destinadas a ser desiguales y a perjudicar a las
mujeres, puesto que son ellas las víctimas de los actos lingüísticos y las estrategias discursivas
agresivas. El despliegue que las mujeres hacen de tácticas conversacionales cooperativas no solo
no tiene contrapartida para ellas, sino que se interpreta como ineficacia, debilidad, inseguridad e
incapacidad para dirigir. Los hábitos lingüísticos masculinos refuerzan la autoridad social de los
varones y mantiene a las mujeres en un estadio inferior.
V. CONCLUSIONES
La norma lingüística se sustenta sobre los rasgos del habla masculina, por tanto, el uso de la
lengua también se convierte en un espacio simbólico de poder masculino. El habla de las mujeres
queda arrinconada y ni siquiera se la pone en valor cuando se describe la cortesía lingüística y se
destacan sus bondades en los estudios pragmáticos. Este es uno de los primeros actos de
violencia de los usos lingüísticos, la normalización del masculinolecto.
La violencia lingüística contra las mujeres no solo procede de una sociedad androcéntrica, del
control social masculino, sino también de las propias mujeres que se asimilan al grupo dominante
TEMA 2: De cómo el uso de la lengua violenta a las mujeres
en su modo de hablar y, especialmente, de las que rechazan los usos lingüísticos y comunicativos
propios de las mujeres en un acto de auto-odio; igualmente, la violencia procede del personal
docente que, de manera inconsciente, interactúa con niños y niñas de manera desigual,
potenciando, en ellos, el discurso reflexivo y público y, en ellas, sólo la acumulación de datos y no
sus habilidades orales frente a un auditorio.
En las interacciones mixtas, el discurso competitivo característico de los varones choca con el
discurso cooperativo propio de las mujeres, y el resultado es que las mujeres se sienten
violentadas 1) con las interrupciones masculinas que buscan el control de la conversación, 2) con
la hostilidad que generan en los varones los solapamientos del discurso que las mujeres emplean
para mostrar atención y empatía o las preguntas que ellas formulan con la misma intención, 3) con
la ausencia de signos evidentes de atención a sus intervenciones por parte de sus interlocutores 16
masculinos, al entender éstos la interacción verbal esencialmente como transmisión de
información y no como un acto relacional.
Las mujeres son productoras de cortesía verbal que no es interpretada como tal, sino como
inseguridad, ineficiencia o falta de autoridad. Por su parte, no son receptoras de esa misma
cortesía lingüística, ni siquiera en el empleo de lo que los varones usuarios creen un halago y que
muchas mujeres perciben como una agresión, el piropo, puesto que las reduce a un objeto sexual
masculino. El hecho de que se las tutee frecuentemente también las violenta, porque las sitúa en
un rango inferior o en un espacio de intimidad que no necesariamente desean.
Las restricciones lingüísticas también violentan a las mujeres porque les impiden manifestar
abiertamente los sentimientos hostiles, si les apetece hacerlo alguna vez. Tienen que mantenerse
dentro de los límites del autocontrol que se les impone, mientras que a los varones se les permite
saltárselo.
Conocer estas diferencias de género en la comunicación puede reducir los malentendidos que se
producen al poner en acción dos estilos comunicativos tan distintos. Al mismo tiempo, que los
varones utilicen recursos lingüísticos más corteses reduciría notablemente la violencia verbal, de
la que son especialmente víctimas las mujeres.
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