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Tartufadas (III)

A través de un tragaluz abierto me cuelo y me instalo en el metacrilato protector


de un cuadro que muestra la enorme cola de un gigantesco cetáceo en el momento de
sumergirse. Desde ahí me reflejo sobre la superficie bruñida de la mesa del
despacho, pero quien ocupa la silla no repara en mí.
Se llama Héctor y es el gerente de este complejo hotelero de alto postín. Los
pasillos encerados llevan tiempo repiqueteando con su taconeo. Pisa con fuerza,
pantalones grises de pitillo, tan bien subiditos que se le meten por la entrenalga
adentro.
Le ha costado llegar a ser gerente pero lo ha conseguido con ayuda de unos amigos.
Héctor, Héctora, es homosexual y se siente a gusto haciendo sonar las suelas de
sus zapatos por los pasillos encerados del edificio principal. Se siente dueño y
señor de la mansión hotelera. El repiqueteo le anuncia ante sus súbditos-empleados
antes de aparecer. Pero Héctor no es feliz.
El problema de Héctora no es que sea marica, sino que no querría serlo, pero tiene
que joderse porque le gustan los nabos y no las almejas. Héctor es de tierra
adentro… muy adentro. Y no puede decir alto y claro al establishment gay que le ha
colocado de gerente, que abomina de ser mariquita. Que le gustaría ser hetero, o
héctero, y no hortera y héctora hotelera.
Está hecho un lío sexual.
Se encuentra a gusto siendo dueño de la mansión, aunque sea en calidad de virrey,
pero le desagrada tener que contratar gentes propuestas por el lobby
elegetebeiplus.
—¡Ay! —se lamenta héctore in pectore—, estoy llenando esto de gente rara; vamos a
terminar con 17 sexos cuando sólo somos XX o XY. Yo soy XY y quiero que me gusten
los XX. —Y activa la pantalla de su portátil de última generación, que tampoco es
suyo, para ver las noticias seleccionadas por una multinacional de software.

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