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Mc. 16, 1-10; Mt. 28, 1-8; Lc. 24, 1-12 y Jn. 20, 1-10.
El domingo muy temprano, el tercer día después de la crucifixión, Jesús resucitó tal como él había dicho que sucedería
demostrando que era el verdadero hijo de Dios Padre. Cuando las mujeres lo buscaron se llevaron la gran sorpresa de
que primero, la enorme piedra había sido movida, y segundo, Jesús efectivamente no estaba. Un ángel vestido de blanco
y estoy segura que resplandeciente les dio la noticia de su resurrección. Como sabemos los ángeles están para servir a
Dios por lo que este estaba cumpliendo con su parte de hacer que las mujeres entendieran lo que estaban viendo para
que así pudieran ir gozosas a contar la Buena Nueva a los discípulos de Jesús y a todo aquel que estuviera en el camino
para que celebraran la gloriosa hazaña del Mesías. Con todo este suceso, se comprobó lo que decía Jesús y les mostró
su poder y lo que causa la fe.
La Resurrección de Jesús es fruto de la profunda relación de amor entre Jesús y su Padre. Ese amor no podía ser
quebrado por la muerte. Se convirtió en vida nueva, en plenitud de existencia. El mensaje de la resurrección traspasa los
límites de nuestra realidad y una victoria definitiva sobre la muerte sólo puede ser objeto de fe. Lo imposible para el
hombre puede estar al alcance de Dios. La resurrección de Jesús viene a confirmar la verdad de su pretensión y de su
causa.