Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
ron los de. Clifton. Fue como si éste recibiera una puña
lada.
—Claro está que no lo haría sin consultar con usted,
y a menos de que no tenga reparo alguno en confiarme a
Joe y Bim; pero todo esto lo podremos discutir mañana,
capitán Brant, cuando estén los dos. Llegarán por la
mañana.
—Pero Joe... é l... — balbuceó Clifton.
—Sí, le gusto, y se alegrará de venir —sonrió Antoi
nette—. Al principio le asusté sin duda por la doctrina
que usted le enseñó, señor Brant. Parece tenerle un
horror misterioso al pelo corto. Cuando me vio, tenía los
rizos recogidos y él, creyendo que tenía el pelo corto, se
echó atrás como si fuese yo una plaga. Luego logré atraér
melo diciéndole que no siempre iban juntos el pelo corto
y los artistas de cine. ¿No quiere más café, capitán?
Clifton estaba nerviosísimo, de lo cual Antoinette se
daba exacta cuenta. Le sirvió más café y se dirigió al
coronel Denis y le habló de la nueva ópera francesa, como
para desvanecer el efecto de las indirectas que dirigió a
Clifton.
—“Venus y las tres Gracias”, bonito nombre — de
cía “Las tres Gracias”. Eufrosina, Aglaia y Thalia,
todas son muy modernas. Llevan coronas de uvas negras
al estilo griego y tienen el pelo a la romana. ¿Le gusta a
usted el pelo a la romana, capitán Brant? — continuó
despiadadamente.
—Yo... sí... algunas veces — murmuró el capitán sin
saber a qué santo encomendarse—. Me gusta mucho una
hermosa cabellera — añadió.
En la voz de Antoinette hubo un dejo de sentimiento.
—Siempre he deseado tener el pelo como Amalia de
Repentigny — dijo—. El libro de historia de las monjas
nos cuenta que tenía el cabello más hermoso de todas
las mujeres de Quebec, y Sor Migeon de la Nativité, la
superiora, sollozó cuando sus tijeras cortaron las hermo
sas trenzas. Pero tanta fortuna no ha sido para mí, y
nunca he tenido más que esto ... — añadió, acariciando
uno de sus bucles.
Clifton comprendió que había adivinado la verdad y
que los rizos de Antoinette, sueltos, cubrirían sus hom
bros.
908 Ja m e s O. C urw ood
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
Clifton sonrió.
—Perdóname que te interrumpa, Denis. Estoy ardien
do, estoy loco, estoy dispuesto en este mismo momento
a ahogar a ese hombre con mis manos, pero... debo lla
mar tu atención sobre el hecho de que yo no esperé ni
dos semanas para decir a la señorita Saint Ives lo que
también le dijo Hurd. Creo que se lo dije a la hora de
conocerla. Si Hurd no obró con decencia, según opinas,
¿cómo me calificarás a mí?
—Pues, de bastante indiscreto — contestó Denis—.
Antoinette ha de tener de ti una opinión excelente, cuan
do no te ha hecho pagar caro tu atrevimiento. Hurd era
para ella un reptil, bien claro le dijo que lo despreciaba.
Hurd — siguió hablando Denis— no es de la clase de
hombres que sueltan una presa en la que tienen puestos
los ojos. Está en su naturaleza el vencer los obstáculos
como los tanques aplastan la maleza, derriban los árbo
les y entran en las trincheras. El desprecio de Antoinette
no ha servido sino para estimular sus deseos. Lo que
menos le importa es que ella le quiera. Lo que busca es su
cuerpo y su belleza, y creo que ahora mismo daría media
fortuna por poseerlos. Además de sus millones y su nom
bre, le ofreció renunciar a la lucha contra la Laurentian
Company, y devolverle, sin condiciones, todo el terreno
robado. Esta oferta me la hizo a mí directamente, con la
esperanza de que yo influyera en Antoinette. Cuando
comprendió que nada conseguiría, volvió a convertirse
en lo que es: una fiera. Nos había arruinado y trataba de
arruinarla a ella. Si no podía comprarla, la tomaría a la
fuerza y la obligaría a darle su cuerpo sin que su corazón
y su alma tuvieran en ello la menor parte. Para conse
guirlo echó mano de una de las leyes más censurables
que rigen en esta provincia.
”Tú sabes cómo Antoinette y su hermano respetan los
recuerdos y las ruinas de aquellos días pretéritos en que
los colonos de la Nueva Francia crearon aquí un mundo.
Para ellos, esto es casi una religión. Si ambicionan dine
ro, es sólo con el deseo de salvar algunas reliquias que
están a punto de desaparecer. Hurd, sabiéndolo, procuró
seducir a Antoinette con la visión de lo que podía con
seguir con su dinero, pero ni aun con este cebo l ogró
conquistar el alma de la muchacha. Un día Antoinette
920 J a m e s O. C u ííw o o d
más claro en este asunto. No veo más que una salida po
sible de todo este enredo.
— ¿Cuál es?
—Seré yo quien matará a Hurd.
Rió con una risa nerviosa y casi alegre.
—Hace tiempo, Clifton, que deseaba oír una voz como
la tuya, la voz de un hombre, y no de un hombre ven
cido como lo soy yo ahora. Tú sabes, tanto como yo, que
no matarás a Iván Hurd a menos que la necesidad y la
justicia te obliguen a ello. Desde que sé que vives, me
anima una nueva fe. El Canadá no ha tenido otro hom
bre avezado en asuntos de bosques como tú y mi abuelo
Denis. Teniéndote a ti en los bosques de la Laurentian,
con tu experiencia y tus conocimientos, con la habilidad
que tienes para hacer que los hombres a tus órdenes te
amen y te respeten, todo ello combinado contra Iván
Hurd y sus acólitos, vislumbro la posibilidad de triun
far en la lucha que hasta ahora no ha sido más que
tragedia y ruina para nosotros.
”Gaspard St. Ives ya no es hombre con quien se pueda
contar para tamaña empresa, y no conozco a nadie más
que a ti que pueda acometerla. Yo no puedo, ni tengo sa
lud para ello, ni suficiente influencia sobre mis hombres.
Porque es todo eso Io que ganará la batalla, si algo puede
ganarla. Pues el ataque final de Hurd, que empezará en
el invierno y llegará a su apoteosis en la primavera, no
consistirá más que en una serie de robos, crímenes y pira
terías. Fue Antoinette la que descubrió sus planes y ya
empezamos a sentir sus resultados.
”Gracias a las gestiones de Hurd, tenemos dificultades
con los obreros en las fábricas. Se las ha arreglado de
modo que pueda sembrar la discordia entre hombres que
están a nuestro servicio desde hace años. Desde los Es
tados Unidos y de otras partes de la provincia trae hom
bres que son poco menos que bandidos. Además no cesa
en sus esfuerzos por convencer a las órdenes religiosas,
intentando comprar la influencia de ciertos sacerdotes
por medio de obsequios y promesas y extensa propagan
da de mentiras acerca de nosotros. Ha empezado la cons
trucción de unas presas para inundar nuestros terrenos,
y deliberadamente prende fuego a nuestros bosques.
”Durante el próximo invierno y la primavera tendre
E l a n t ig u o c a m in o 923
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPITULO XVII
CAPITULO XVIII
C
—Adiós, Señorita.
Desde la cumbre de la cuesta miró hacia atrás y vio a
Ana en el mismo sitio donde la había dejado. Ella salu
dó con el pañuelo, y él contestó. Alfonso sonreía.
—Bonita mujer — dijo—, y tiene unos ojos que harían
perder el sentido al mismo demonio. Debería haber un
mandato de la Iglesia prohibiendo pestañas tan largas
como las suyas; no tiene derecho a perturbar con ellas la
vida de los hombres — añadió riéndose.
—Creo que Gaspard ha perdido todo el sentido común
—dijo Clifton—. Es adorable esa mujer.
—Un hermoso triunvirato, señor Clifton, contando a
Antoinette. Los niños las amarán. Y también las muje
res, y cuando haya baile o alguna tontería semejante en
las escuelas, éstas estarán repletas. ¡Ahora sí que lucha
rán nuestros hombres, descuide usted! Y ¡gracias a Dios
que así sea, pues traigo noticias de los campamentos de
la Hurd-Foy que le harán a usted sudar! Entre otras, la
de que Hurd está allí en persona.
—¡Caracoles! — exclamó Clifton.
—Vino tres días antes de que yo saliera de los campa
mentos, y, con él, media docena de individuos que tie
nen la misma fisonomía perruna que la de su amo. Tres
de ellos son miembros del Parlamento, que vienen a echar
una mirada sobre las actividades de Hurd. Los otros dos
no sé quiénes son. El quinto es el abogado de Hurd en
Montreal.
Clifton moderó el galope del caballo.
—Cuentan tener seiscientos hombres para mediados
de enero — continuó el fraile—, de los cuales por lo me
nos cuatrocientos serán americanos o ingleses del Cana
dá, gente desconocida de Ontario y Maine. Por mucho
que hagamos, nuestra Iglesia tendrá poca influencia so
bre ellos. Y para contrarrestar la baja en los salarios,
Hurd ha aumentado las tarifas del año pasado en un vein
te por ciento, prometiendo además una bonificación de
cien dólares al que siga trabajando hasta pasada la pri
mavera. Lo que significa una bonificación en total de
sesenta mil dólares, más cuarenta y cinco mil dólares d e
aumento en salarios. Y contra todo esto tenemos nos
otros...
—Tres muchachas y cuatro escuelas — terminó Clif
El a n t ig u o c a m in o 989
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
—¿Qué?
—Que cometiera una, terrible torpeza después. Por
ejemplo, ¿sabe usted si Antoinette, efectivamente, creyó
que era Gaspard? Es muy posible que supiera que era
usted, y fue feliz hasta el momento en que cometió usted
la torpeza de revelar su identidad en la casa de los co
lonos. Sí, me contó lo de la tempestad y que la había
llevado en brazos, pero nada dijo, como es natural, de
lo de los besos. Y cuando la dejó usted sin una pizca
de orgullo tras el que esconder su rubor, ¿cómo no había
de tomarle odio? Por menos de eso he hecho lo indeci
ble por odiar a Gaspard durante más de seis meses.
—Pues creí obrar como un hombre decente.
—Y fue lo más estúpido que pudo haber hecho. Si ella
sentía alguna vergüenza, y usted obró sin tacto alguno,
veo difícil que vuelva nunca a sus brazos. Pero le ama.
De eso estoy segura. Ahí vienen Catalina y Vicente.
¡Observe cómo él se rezaga un paso o dos, mientras ella
se desliza por las rocas, sólo por saturarse los ojos con
aquella trenza! ¡Oh, todas tenemos nuestras coqueterías,
Clifton, y es un sacrilegio descubrirlas!
—Siempre pensaré en usted como en el ángel de mi
vida — dijo Clifton, con gratitud—. Me ha hecho usted
feliz. Y siempre, cuando con más afecto piense en usted,
será bajo el nombre de Ana Gervais.
—Otra pequeña hipocresía — suspiró Ángeles, al acer
carse los otros dos—. Todos somos hipócritas, Clifton.
Le pido perdón. La verdadera Ana Gervais iba a venir,
cuando tropezó en su camino con un pobre viudo que
necesitaba el cariño de una mujer, y se casaron sin más
aviso. Gaspard se alegrará. Y cuando tomé su puesto y
pedí a Catalina que viniera conmigo, me dio el capricho
de adoptar el nombre de Ana Gervais. Fue una broma.
Quizás, además, fuese un poco violento para Ángeles
Fanchon encontrar a Clifton Brant en aquellas circuns
tancias.
Sonreía a Catalina y Vicente mientras avanzaban hacia
ellos, pero sus dedos hicieron leve presión en el brazo
de Clifton.
—Antoinette vendrá dentro de diez o quince días
—agregó—. Y entonces, si tiene usted el oído y la
vista alerta, ya verá.
1014 Ja m e s O. C urw ood
CAPÍTULO XXI
CAPÍTULO XXII
CAPITULO XXIII
CAPÍTULO XXIV