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Espaciuo
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5. La publucitación de la intimidad
El sentimiento del pudor consiste en un retorno del individuo a sí mismo, dirigido a proteger el
propio ser profundo de la esfera pública.
¿Por qué se da tanta participación de jóvenes en reality shows como Gran Hermano, La isla de
los famosos y otros programas similares, donde se exhiben sin pudor los sentimientos más
profundos y los secretos más ocultos de la intimidad? Si estos programas son seguidos sobre
todo en las horas de la tarde y la noche por un público más amplio, quiere decir que hoy en
día lo más desconocido y aquello que despierta más curiosidad ya no es, como antes, la vida
de los dioses o de los gobernantes, sino la vida común interpretada por personas comunes, la
vida cotidiana de todos nosotros.
Mala señal. Porque esto significa que se han derrumbado las paredes que permiten distinguir
la interioridad de la exterioridad, la parte <<discreta>>, <<única>>, <<privada>> e <<íntima>>
de cada uno de nosotros de su exposición y publicidad. Si, efectivamente, llamamos
<<íntimo>> a aquello que se niega al extraño para concedérselo a quien se quiere dejar entrar
en el propio secreto profundo y a menudo desconocido incluso para nosotros mismos,
entonces el pudor, que defiende nuestra intimidad, también defiende nuestra libertad. Y la
defiende en el núcleo en el que nuestra identidad personal decide qué tipo de relación
establecer con el otro.
Dado que estamos irremediablemente expuestos a los otros y, como nos recuerda Sartre,
<<por la mirada de los otros somos irremediablemente objetivados>>, el pudor es un intento
de mantener la propia subjetividad con el fin de ser secretamente uno mismo en presencia de
los otros. Y aquí la intimidad se combina con la discreción, en el sentido de que, si <<tener
intimidad con el otro>>, en la intimidad se debe ser discretos y no revelar por entero lo
íntimo, de manera que no desaparezca el misterio, que, si se revela plenamente, no solo
extingue la fuente de fascinación, sino también el perímetro de nuestra identidad, que en este
punto no está ni siquiera a nuestra disposición.
Pero contra todo eso sopla el viento de nuestro tiempo, que quiere la publicitación de lo
íntimo, porque en una sociedad consumista en la que las mercancías, para ser tomadas en
consideración, deben ser publicitadas se propaga un disfraz que también infecta el
comportamiento de los jóvenes, que sienten que solo existen si se exhiben y para los que,
como mercancías, el mundo se ha convertido en una exposición, una exposición pública que es
imposible no visitar porque en cualquier caso estamos dentro.
Para ser es necesario aparecer. Y los que no tienen nada que mostrar, ni una mercancía, ni un
cuerpo, ni una habilidad ni un mensaje, con tal de aparecer y dejar el anonimato, muestran su
propia interioridad, que alberga aquellas reservas de sensaciones, sentimientos y significados
<<propios>> que se resisten a la homologación, que, en nuestra sociedad de masas, es aquello
a lo que tiende el poder para una más cómoda gestión de las personas.
Gran Hermano o La isla de los famosos fueron básicamente diseñados para esto, pero no
logran el objetivo, porque, cuando una docena de personas están encerradas en un espacio
confinado o relegadas a una isla remota, sin libros ni periódicos, sin nada que hacer durante
todo el día, lo que muestran no es en absoluto su normalidad, sino su patología. Evisceran
cuanto de enrevesado hay en su alma, incapaces de contenerlo, como hacemos nosotros en la
vida real con las ocupaciones y el trabajo. Entonces, es un espectáculo de la locura y no de la
normalidad.
Sin embargo, estos programas –que debemos considerar más pornográficos que la pornografía
propiamente dicha, porque desnudar el alma es peor que desnudar el propio cuerpo- se
alimentan de los residuos de la cultura religiosa, que, aunque secularizada, todavía se nutre de
su simbolismo. La muerte de Dios, de hecho, no ha dejado solo huérfanos, sino también
herederos. Y no es difícil entender en el ojo del Gran Hermano la trasposición del ojo de Dios.
Más que en el voyerismo de los que están a la espera de una escena sexual, creo que la
curiosidad de los espectadores está precisamente en esta trasposición inconsciente que
consiste en ponerse en el lugar de Dios y mirar la vida de los hombres. No como un padre mira
la vida de sus hijos (<<Dios ha muerto>>, nos recuerda Nietzsche), sino como un hermano mira
la vida de sus semejantes.
Gran Hermano y programas similares ofrecen a todos los usuarios de la televisión y de Internet
la oportunidad de mirar en el alma de los demás, porque es eso lo que aparece después de
unos días publicado por la prensa del corazón, cuando, libres de cualquier actividad, los
protagonistas no tendrán nada más que hacer para pasar el tiempo sin volverse locos que
mostrar frente a millones de televidentes y de lectores su alma, en sus aspectos que la
inactividad ha convertido en patológicos.