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SABER, CREER, ENTENDER.

La esencia de la Filosofía Medieval.

Cuando fui invitado a dar esta lección magistral se me dieron dos líneas temáticas sobre
la cuáles debería versar la misma: Pensamiento de Inspiración Cristiana, uno de los
principios rectores, no sólo de la escuela de Filosofía, sino de la misma Universidad, de
las cuales, por cierto, como es sabido por todos ustedes, celebramos su 30° aniversario
y, por otro lado, esto debería hacerse desde la perspectiva de la Edad Media.

A simple vista, pareciera ser una tarea sencilla. Sin embargo, si lo analizamos bien, no
es del todo fácil intentarlo. Aunque es verdad que la Edad Media tiene un fuerte sabor
“cristiano”, no se trataba de exponer el lugar común de que este periodo histórico es
esencialmente apegado a la ortodoxia cristiana. El reduccionismo simplista que intenta
presentar el quehacer filosófico medieval como una mera apología de la fe, sin dejar de
ser verdadero en algunos aspectos, desconoce el hecho de que, por ejemplo, no toda
filosofía fue cristiana en esa época, ni que toda filosofía cristiana, en tanto que hecha
por cristianos, fue necesariamente ortodoxa.

En este sentido, baste recordar que el Concilio Provincial de París en 1210 prohibía,
bajo pena de excomunión, la enseñanza pública y privada de la filosofía natural
aristotélica que, si bien es cierto, se refería a ciertos libros atribuidos al estagirita; pero
que eran en realidad procedentes de ciertas alas neoplatónicas; sin embargo, hacia 1215
fueron prohibidos incluso los temas metafísicos, salvando la lógica y la ética. Esa
prohibición fue respaldada en 1245 por Inocencio IV, quien la extendió a Toulouse y
renovada por Urbano IV en 1263 y estuvo vigente hasta 1366. Pues bien, San Alberto
Magno vive de 1193 a 1280 y santo Tomás de Aquino de 1224 a1272; ambos enseñan
en París, ambos estudian a Aristóteles, ambos son reconocidos actualmente como
santos, y ambos lo hacen mientras estaba vigente tanto la pena diocesana como la
pontificia de excomunión. Ejemplo que nos hace ver que ni los más grandes defensores
de la ortodoxia cristiana, en algunas ocasiones, se salvan de flirteos con doctrinas
“aventuradas”.

Por otro lado, se debe evitar en este tipo de presentaciones, a toda costa, el avivar ese
prurito en contra del medioevo que lo tacha como necesariamente oscurantista. El
oscurantismo medieval realmente existente lo encontraríamos en esos tres siglos que
van de la caída del imperio romano hasta el Renacimiento Carolingio. Lapso en el que
no encontramos una producción filosófica importante a excepción hecha de Juan Escoto
Erígena. Sin embargo, este citado “oscurantismo” nada tiene que ver con aquello que
los detractores de este periodo sostienen como tal, sino con una necesidad vital de
supervivencia en un medio social que se hizo riesgoso por sus conflictos y, por ello,
poco apto para la producción intelectual. Pero con la aparición de la paz carolingia,
Europa vuelve a tomar bríos para una serie de producciones, no sólo filosóficas en
particular, sino culturales en general.

El mismo hecho de que nos encontremos hoy reunidos para esta “lección magistral” es
vestigio de ese ritual medieval que se tenía dos veces al año, por pascua y por navidad,
conocido como los quodlibetos y que fuera el origen de muchas de las grandes obras
filosóficas medievales. La edad antigua no conoció esta forma de educación que
llamamos universidad y en la que se producen las grandes sumas. Ésta, es decir, la
universidad como las catedrales, son un producto medieval. Según la tesis de Marcela
Mollis la relación entre espacio y poder se manifiesta abiertamente en ellas. Existe en el
medioevo un lugar en donde se hace patente el poder espiritual: la catedral. Del mismo
modo existe un lugar donde se simboliza el poder que otorga el amor sciendi: la
universidad, que favorece, según ella, protección, privilegio, prestigio y pecunia 1 para
los que se cobijan en su ambiente. Así que, aunque es verdad que en sus inicios la
universidad no se presenta necesariamente como un espacio paralelo de soberanía – no
siempre respetada – frente a la estructura eclesiástica, con el transcurrir del tiempo sí se
convirtió en ello.

En medio de estos cotos de poder intelectual – o espiritual en el caso de las catedrales -


surge un espacio que dista mucho de ser oscurantista y ortodoxo ya que, la misma
estructura universitaria se presentaba como Némesis de aquélla eclesial. ¡Qué lejos ha
quedado para entonces ese idílico tiempo en que los filósofos griegos se atrevían a
enseñar sin cobrar! Pecunia et laudis cupiditas será la frase con la que Pedro Abelardo2
expresa su relación con la universidad. Ese amor a la fama y al dinero que menciona

1
Cf. Mollis, Marcela, “La medievalización de las universidades actuales y la actualidad de las
universidades medievales” en Actas y comunicaciones, Revista electrónica, Instituto de Historia Antigua
y Medieval, Facultad de filosofía y Letras UBA, Volumen I, 2005
2
Citado por Rüegg y a su vez éste por Mollis, Op. Cit., pág. 2
este autor supone la iniciación a una sociedad especial, minoritaria como el clero, que
exige de suyo una iniciación y una serie de rituales propios y que otorga a quien
pertenece a ella el aura de esas cuatro “p’s”3 que mencionaba Mollis. Por supuesto que
el actual concepto democrático de educación no está presente en las universidades
medievales y no lo estará todavía muchos siglos. El desarrollo de estas dos
microsociedades deberá pasar aún, en los albores de la edad moderna por la aparición de
los gremios que dieron origen después a los sindicatos y, de los cuales, podría suponerse
surge la democratización en términos actuales de la educación.

En aquella época, lo hemos mencionado, la pertenencia al grupo universitario exigía, al


igual que la pertenencia a la Iglesia jerárquica, de un proceso de iniciación; para ello se
recurrió al proceso educativo que, como sabemos, de suyo es socializador. Así que, a la
par de cumplir con este rito de inicio de cursos, de una u otra manera damos los que
llevamos más tiempo en este ámbito universitario la bienvenida a la nueva generación
que se forma en la filosofía y les mostramos así un ápice de lo que es la propia vida
universitaria. En otras palabras, los estamos iniciando. De ahí que nos reunamos el
cuerpo docente, que en términos medievales se le conoce como claustro, es decir,
cerrado, junto con aquellos que llevan ya algún tiempo formándose como para que
simbólicamente la anuencia de aceptación. Ecos de una época que se remonta a más de
mil años en el pasado. Dígase lo mismo del trabajo recepcional y del respectivo examen.
Las grandes universidades actuales conservan aún ese sabor medieval de la educación.

En este sentido, las formas de enseñanzas propias de la época medieval, la Lectio y la


Disputatio enmarcan el quod institucionalizador y didáctico del propio momento
histórico y no podemos negar que producen frutos. La primera, la Lectio, basada en la
memorización, tan desacreditada ahora como la propia época que la engendró, suponía
la existencia de un lector que repitiera el contenido de los grandes pensadores y de
innumerables copistas que reprodujeran tal material. Tampoco en esto estamos, en el
siglo XXI, muy lejos de ello. Piensen, por ejemplo, como lo recuerda Mollis, en la mar
de fotocopias en la que nos estaremos ahogando en unos cuantos días en cuanto empiece
a correr el semestre. La segunda forma, la disputatio, exigía el proceso de
racionalización y crítica conocido como método disputationis. Repetir y producir

3
A saber, protección, privilegio, prestigio y pecunia.
nuevos contenidos, ése fue el estilo que permitió a las universidades medievales cumplir
con su labor.

Ahora bien, nos enfrentamos, por otro lado, al problema de las delimitaciones. En mi
práctica docente he tenido que expresar esta complejidad desde la primera lección: No
es fácil determinar desde cuándo podemos hablar de filosofía medieval. Desde un punto
de vista histórico, la invasión de Roma, por los así llamados “bárbaros”, marcaría el fin
de la antigüedad clásica, aunque, desde un punto de vista filosófico, tendríamos que
esperar al rededor 100 años más cuando la Academia de Platón fue cerrada por orden
del emperador Justiniano. Sin embargo, si nos atenemos a esa relación con el fenómeno
cristiano que se ha hecho paradigmática, deberíamos señalar el inicio de la misma con la
propia aparición de ese fenómeno cultural. Valga lo mismo para el caso de los límites
finales. La caída de Constantinopla, la aparición del Renacimiento o la Reforma
Protestante serían los momentos históricos importantes que podrían llegar a poner
término a esta época. En cualquier caso, hablamos de más o menos mil años de historia.

El problema de la inspiración cristiana en la filosofía medieval es una línea más amplia


que lo que nos haría suponer el mero adjetivo “cristiano” y del cual, en sentido estricto
habría que separarla. Existe una fuerte inspiración cristiana en Europa en ese entonces,
aunque no toda Europa fuera cristiana. La hegemonía del cristianismo católico durante
esta época no debe hacernos pensar que no existían, al menos por momentos, otras
formas de cristianismo que, separadas de él por sutilezas o por marcadas diferencias,
comparten entre sí los lineamientos esenciales. El cristianismo es, además de una
religión monoteísta, un fenómeno cultural sine quam non podríamos entender, no sólo
la Europa medieval, sino aquello que por nosotros es conocido como cultura de
“Occidente” y en este último sentido es que entendemos la inspiración cristiana.

En efecto, podemos sustentar la llamada cultura occidental en cuatro pilares: 1) Recurso


a las categorías de la filosofía griega, 2) utilización de las bases jurídicas que otorga el
Derecho Romano. Éstos pilares son propuestos por la Antigüedad. 3) El siguiente pilar
que nos hace posible la comprensión de occidente es la Inspiración Cristiana, aporte del
medioevo. 4) El último pilar es la presencia de un pensamiento científico - tecnológico
y éste es herencia de la modernidad. Pero centremos nuestra reflexión en el tercer pilar
que nos define como cultura occidental, la inspiración cristiana que se gesta, se
desarrolla y se establece, como ya se dijo, en la época que algunos han dado en llamar
pre-medieval. En ese lapso que va del siglo I al IV y del que, ya mencionábamos, puede
considerarse realmente medieval, al menos desde una de las perspectivas mencionadas.

Y aunque hacia el siglo XII y XIII la filosofía europea se enriquece con las aportaciones
del pensamiento árabe y judío que presentan los enunciados aristotélicos como LA
legítima filosofía; sin embargo, estas formas de pensar se encuentran emparentadas, de
una u otra manera, con la filosofía cristiana en el hecho incontroversial de que
comparten entre sí la aceptación de un monoteísmo que presenta como urgente
necesidad la de establecer una sana relación entre fe y razón.

A lo largo de quince siglos este tema es recurrente dentro del horizonte filosófico
europeo. Los primeros cristianos, dada la naturaleza original de este movimiento que es
ante todo una vivencia religiosa, presentan una relación con la filosofía (o de lo que se
llama genéricamente razón en algunos textos) – que es de origen helénico - al principio
no del todo amigable. Por ejemplo, en el siglo I san Pablo propone rechazar la sabiduría
de este mundo4 aunque sostenga a la vez que la razón humana tiene unos derechos que
deben reconocerse.5 Esta concesión paulina no obliga a retirar el sentimiento de
insatisfacción que dejan entrever los padres apostólicos en sus escritos con respecto a la
filosofía.

Sin embargo, poco a poco, las relaciones entre la fe y la razón se hacen menos ríspidas
provocadas, si se quiere, por motivos más pragmáticos que académicos: La necesidad
que tiene el paleo cristianismo de traducirse a las categorías propias del pensamiento
helenístico. “Nunca se hubiera formado un grupo de prosélitos gentiles si éstos no
hubieran sido capaces de entender el idioma utilizado en el culto judío”6 afirma Jaeger
al referirse a la importancia que la lengua griega – y con ella, toda la carga cultural que
suponía – para la propagación del cristianismo. Hacia el siglo II los padres apologetas
“tienen que encontrar una base común con la gente a la que se dirigen a fin de entablar
una verdadera discusión”.7 A veces, esta base común se encuentra en lo puramente

4
I Cor. 1,19
5
Rom. 1,19 ss.
6
JAEGER, Werner, Cristianismo primitivo y paideia griega, Colecc. Breviarios No.182, México, Fondo
de Cultura Económica, 1993. Pág. 16
7
Ibidem, pág. 44
externo como lo demuestra el hecho de copiar el estilo propio que los filósofos
helénicos tienen en su actividad: la predicación ambulante, los dichos, los apotegmas,
etcétera.

En el siguiente siglo, la escuela de Alejandría descubre en la filosofía, como lo dijera


san Clemente, “un don para prepararse al cristianismo” o, en caso de los padres
capadocios, una propedéutica a la fe. Pero no es hasta la síntesis que hace san Agustín,
proponer la identidad entre cristianismo, la “verdadera religión” y la filosofía, que
queda establecido el lema que trasminará por toda la edad media: credo ut intelligam.
Fe y razón quedan entrelazadas, por lo menos, hasta que santo Tomás de Aquino haga
de la filosofía la sierva de la teología o, un siglo después de él, Roger Bacon sostuviera
que una de las causas de la ignorancia es el respeto a la auctoritas – incluyendo la
auctoritas en cuestiones de fe -, o Guillermo de Occam dejara con su nominalismo sólo
dos salidas al campo de lo metafísico: la intuición sensible que conducirá al empirismo
y, por lo mismo, al replanteamiento y posterior cuestionamiento de este campo de la
filosofía, o la intuición racional que producirá, a la postre, el racionalismo que se
conviertiría en uno de los principales impugnadores de las cuestiones de fe. Todo ello
provoca que, poco a poco, se vaya cediendo, así, el paso a la razón y con ella a la
primacía de la ciencia; tendencia que continuará en el renacimiento y se desarrollará
ampliamente en la modernidad.

Pero no abarquemos tanto. Detengámonos un poco en la frase agustiniana. Ese “credo”


ha sido origen de muchas disputas hasta hoy entre los filósofos ya que este concepto
tiene que ver con la fe y ésta, a su vez, supone una renuncia a la razón y sin esta última
no hay filosofía y, por lo tanto, no hay ciencia. Pues bien, permítanme discurrir sobre
ella, la fe, para demostrar que no supone de entrada una renuncia a la razón como lo
haría pensar el argumento anterior. Para ello procedamos, en el mejor estilo medieval de
las quaestiones quodlibitales:8

TESIS: De suyo no existe una contradicción entre el conocimiento por fe y el


conocimiento racional.

8
Conviene recordar que el significado de qoudlibital es “de lo que se quiera”- quod libet – hablar. Esta
forma pedagógica – filosófica surge para otorgar al disertante una libertad mayor en ciertas festividades
para explayarse y defender un punto que no siempre tenía cabida a lo largo del ciclo universitario, pero
que se pensaba era importante compartir con el resto de la comunidad académica.
NOCIONES:

Contradicción: Es la oposición que existe entre proposiciones que difieren entre sí en


cantidad y cualidad. Es la máxima oposición posible. Cuando dos proposiciones se
enfrentan con oposición de contradicción no pueden ser simultáneamente verdaderas ni
simultáneamente falsas. Es decir, una sería verdadera y la otra necesariamente falsa. El
sentido de la tesis es claro. Sólo una oposición de contradicción nos haría suponer que
uno de los dos juicios, el expresado por la fe o el expresado por la razón, tendría el
carácter de verdad y el otro necesariamente sería falso, produciendo la imposibilidad de
la reducción entre ambos.

Fe: Es necesario definir, en el sentido de poner límites, a este concepto para evitar la
equivocidad al demostrar la tesis. Esto porque en la práctica se confunde con otro
término relativo; pero que no es idéntico en sentido estricto: el creer. Por una parte, es
verdad, el “creer” puede ser tomado como sinónimo de tener fe y, desde esta
perspectiva “creer” y “tener fe” son lo mismo. Así, por ejemplo, en la frase citada,
Credo ut intelligam, “creo para entender”, credo puede traducirse por tengo fe. Pero, en
sentido estricto, debe evitarse confundir el creer, en tanto que tener fe, como si fuera
sinónimo de sospecha o quizá de opinión al modo como se hace constantemente.
Aunque en el discurso coloquial se pueda yo decir “tengo fe [o creo] que tal alumno
aprobará el curso”, puesto que su aplicación habitual así me lo hace pensar, en este caso,
esta creer se asimila más a la sospecha que a la fe que supone el credo agustiniano.

Pero, es necesario subrayarlo, no es lo mismo sospechar que creer (o que tener fe). Los
tres conceptos mencionados: sospechar, opinión y fe son actitudes frente a la verdad;
pero las dos primeras son de la mente exclusivamente, mientras que la fe es de la mente
y de la voluntad. Volveremos a esto más adelante.

La sospecha (por ejemplo, en la proposición: “yo creo que lloverá”) se define como la
actitud de la mente en la que ésta se inclina hacia una de las partes de la contradicción;
pero sin que se dé el asentimiento.
Por su parte, la opinión es el asentimiento de la mente frente a la verdad; pero con el
temor de que la contradictoria sea verdadera.

El último estadio frente a la verdad es la certeza: adhesión firme de la mente frente a la


verdad conocida.

La fe, (parrisía) etimológicamente, en griego, significa "decir todo," en otros términos,


libertad de palabra y, por lo tanto, confianza, franqueza, seguridad. Esto último es
importante recalcarlo. La seguridad que otorga la fe es esencial para diferenciarla de la
sospecha o de la opinión.

Ahora bien, aunque en la práctica toda fe implica la certeza (seguridad) sobre algo, no
puede decirse lo mismo de la conversa simple: “Toda certeza implica fe”. Ya lo anotaba
así santo Tomás de Aquino: “la fe no puede referirse a algo que se ve...; y lo que puede
demostrarse no pertenece a la fe”.9 Esto es así porque la certeza que otorga la fe se
adquiere por un proceso diferente de aquél por el que se concibe la certeza racional.

A esta última se llega por un proceso de pensamiento ya deductivo, ya inductivo o, en


su defecto, por evidencia inmediata que, de una u otra manera, hace visible el por qué es
cierto lo que se me presenta como verdadero. En cambio, la certeza que otorga la fe se
refiere a lo que no es patente por sí mismo, sino a lo que es invisible y está garantizado,
en la medida que es otro el que patentiza la verdad de lo creído.

ESTADO DE LA CUESTIÓN:
Por lo visto en las nociones, nos preguntamos, en esencia, si acaso la certeza obtenida
por la fe se opone con contradicción a la certeza adquirida mediante la razón. Las
posturas al respecto no han sido unánimes a lo largo de la historia de la filosofía.

En la antigüedad:
Platón sostiene que la fe,  se acerca más a la  (opinión) que al verdadero
conocimiento, dando así origen a la confusión que mencionábamos más arriba entre fe y

9
In sent., III, d.24, q. 2, a. 1
opinión y, a su vez, a la infravaloración de aquélla con respecto a la .10 Para
él, la opinión versa sobre imágenes, no sobre la realidad; la aunque es el grado
más alto de la no logra remontarse a lo inteligible.

Aristóteles, por su parte, sostiene que la fe es el estado de cosas especiales que se


sustraen a los métodos usuales de investigación del pensamiento11. Tal es el caso de los
primeros principios ante los cuales la mente acepta la captación intuitiva de los mismos
“pues hay mayor necesidad de otorgar fe a los principios, bien a todos, bien a algunos,
que al proceso del raciocinio”.12

El pensamiento veterotestamentario, contrario a lo que se pudiera pensar, intenta poner


en guardia al pueblo judío sobre una falsa seguridad de la fe, por ello, el concepto fe es
utilizado en pocas ocasiones. De entrada, no toda creencia teológica es considerada fe,
pues quien cree en otros dioses no tiene en realidad fe. Esta última es una actitud
existencial, por lo mismo engloba a todo el hombre, que tiene su máxima vivencia en el
momento de la prueba y de la tentación,13 es decir, cuando existe un acto en el que se
pone en juego toda la existencia. Así pues, el concepto de fe como se plantea en la Edad
Media no es sino un descubrimiento cristiano.

En el Nuevo Testamento y en el cristianismo primitivo la fe supone la consumación de


la salvación, referencia que es rescatada por los movimientos místicos y gnósticos del
siglo II en los cuáles el conocimiento soteriológico debe ir acompañado por un grado
importante de fe.

Desde esta visión neotestamentaria, la fe adquiere unas características importantes en el


pensamiento primitivo cristiano caracterizándose, de manera especial, por el hecho de
que no se puede tenerla entre dos hombres, porque ningún hombre es garante suficiente
de la verdad creída. No fue sino hasta el siglo XVIII cuando la modernidad traslada el
ámbito de la fe de lo sobrenatural–religioso a lo natural-terrestre.

10
República, 509 d 6-511 e 5; Timeo, 29
11
Anal. Prior. I 2, 72 a, citado por Lehmann, Karl, pág. 97
12
Idem
13
Cf. LEHMANN, Kart, “Fe”, en Conceptos fundamentales de filosofía, Tomo I, Barcelona, Editorial
Herder, 1978. Págs. 94 - 103
San Agustín, lo hemos visto, nos indica cómo debe ser la relación entre la fe y la razón,
para qué y cómo utilizar nuestra inteligencia: “Creo para comprender y comprendo para
creer mejor”. Inteligencia que se ve enriquecida con el elemento voluntarista que otorga,
por su propia naturaleza la fe. Además del esfuerzo racional que supone la captación de
una verdad, aunque ésta sea eterna, los datos de la fe requieren de la adición de la
voluntad, porque el asentimiento de la mente no se da por razones necesarias, como en
el caso de la certeza intelectual, sino por la aceptación de la fiabilidad que otro me
merece. Por eso, sostiene que credere non potest nisi volens.14 La fe es un momento
individual en ese sentido porque supone el acto humano de decisión en donde se
resuelve el dilema de creer o no creer.

Por eso, la escuela medieval agustiniana, aunque reconoce una relación entre fe y razón,
a la larga termina siempre hablando del “salto de la fe”, salto que en ninguna manera ha
entenderse como en el vacío, sino como un momento de interna decisión que otorga una
seguridad completa. Por ejemplo, en el caso de San Anselmo que considera a la fe
última como el requisito indispensable para iniciar un intento de conocimiento sublime:
Nam et hoc credo: quia nisi credidero, non intelligam.15 Espíritu que estará presente en
toda su obra, al grado de resumirse así su propuesta filosófica: fides quaerens
intellectum. Siendo la fe, desde esta perspectiva, el dato originario del conocimiento.

En la misma línea, Duns Escoto reconoce, después de una serie de pruebas racionales
sobre la existencia de Dios, que todo intento sobre el particular debe terminar por
aceptar que no es sino una serie de persuasiones probables16 y que al final se debe dar
este salto del que hablábamos. Pero mucho cuidado con pensar que por eso es fideísta.
Él habla de la utilidad de las pruebas a posteriori y dentro de la lógica del pensamiento
agustiniano esto es posible porque la fe no es contraria a la razón – meollo de nuestra
tesis - . Creer, cuando es sinónimo de “tener fe”, no significa abdicar de la razón.
Tampoco la fe, para el agustinismo, puede ser contraria a la Ciencia, pues lo verdadero
no puede contradecir a lo verdadero. La verdad tiene una misma fuente que es Dios y
Dios no puede contradecirse. Las realidades no-sagradas y las realidades sagradas
provienen de la misma fuente que es Dios.

14
In Joh.Ev.trac. 26,2
15
Proslogio, I,19
16
Rep. 1, 2, 3, no. 8
Mucho más optimista con respecto a los alcances de la razón, sobre todo cuando ésta es
recta, es el pensamiento Santo Tomás de Aquino quien considera que existen ciertas
cuestiones sobre las cuáles se puede tener un conocimiento meramente natural, incluso
tratándose de principios teológicos, en otras palabras, aunque existen campos de
conocimiento que excluyen o a la fe o a la razón “estas dos esferas no son
incompatibles, ocurre más bien que se produce entre ellas una intersección: habrá un
subconjunto de verdades naturales a las que no se puede llegar por la fe (las
matemáticas, por ejemplo), otro subconjunto de verdades sobrenaturales que jamás se
podrán demostrar racionalmente (los misterios como el de la Eucaristía) y finalmente,
otro subconjunto de verdades, el más interesante, que podemos alcanzar tanto mediante
la fe como utilizando la razón (nada menos que la existencia de Dios y la inmortalidad
del alma, por ejemplo)”.17 Aunque este último subconjunto, según el pensamiento
tomista, es excluyente en el sentido de que una vez que se ha alcanzado por la razón, no
se puede tener de él un conocimiento por fe. En eso radica su diferencia con la línea
agustiniana.

Una tercera postura la representa Averroes, aunque como es sabido no es cristiano. En


su intento de defender a Aristóteles, este filósofo musulmán produce ciertas expresiones
que ponen en entredicho la ortodoxia del Corán. Por ello, se ve obligado a proponer la
llamada teoría de la “doble verdad”. Ésta no sostiene que una proposición que sea
verdadera en filosofía lo es falsa en teología y viceversa, como lo haría la expresión de
la misma teoría en la modernidad. Para Averroes, la verdad es una; pero se expresa de
manera alegórica en teología y de forma llana en filosofía.

PRUEBA DE LA TESIS.

Nos preguntamos si acaso la relación entre fe y razón es contradictoria, es decir


excluyente.

Si la verdad de una de las formas de conocimiento supone necesariamente la falsedad de


la otra y viceversa, entonces, su oposición será contradictoria. Sucede que su oposición
no es contradictoria; por lo tanto, una la verdad de una de las formas de conocimiento
no supone necesariamente la falsedad de la otra.

17
http://www.lookstein.org/spanish/centroestudios/material/RAZN%20Y%20FE%20EN%20LA%20EDA
D%20MEDIA.doc. Consultado el 5 de julio de 2006.
En cuanto a la mayor: sólo así podríamos en realidad hablar de contradicción in sensu
estricto, por que de otra manera, la oposición podría ser de contrariedad, cuando no
pueden ser las proposiciones simultáneamente verdaderas, pero sí simultáneamente
falsas o de subcontrariedad, si pudieran ser simultáneamente verdaderas, pero no
simultáneamente falsas.

En cuanto a la menor. Dentro del pensamiento medieval no es posible afirmar que el


conocimiento por fe sea excluyente del conocimiento racional y por lo tanto no es
posible caracterizar su relación como contradictoria. Así lo hemos visto a lo largo de
esta exposición. De entrada, Santo Tomás de Aquino sostiene explícitamente que la fe
no puede contradecir a la razón.

Nuestro conocimiento no puede alcanzar el conocimiento de la verdad cuando está sujeto


por razones contrarias. Si Dios nos infundiera los conocimientos contrarios, nuestro
entendimiento se encontraría impedido para la captación de la verdad. Permaneciendo
intacta la naturaleza, no pueden coexistir en un mismo sujeto opiniones contrarias de una
misma cosa. Dios no infunde, por tanto, en el hombre una certeza o fe contraria al
18
conocimiento natural.

Y la base de ello es la frase citada anteriormente de san Agustín de que ambas formas
de conocimiento tienen la misma fuente. Pero aún aquél que se declare ateo debe
reconocer que sobre una misma cosa no se pueden tener dos proposiciones
contradictorias que sean al mismo tiempo y bajo las mismas circunstancias verdaderas.

Pero aun antes del pensamiento de San Agustín esta idea de que fe y razón son
conocimientos complementarios está ya presente en San Clemente de Alejandría. En
este sentido afirmará: “Dice Aristóteles que el juicio que sigue a la ciencia de una cosa,
proponiéndola como verdadera es la fe”.19 O más fuerte aún “Si, pues, la fe no es otra
cosa que un conocimiento previo del espíritu, de lo que se dice, llámese a eso atención,
inteligencia u docilidad, nadie aprenderá sin la fe, ya que no lo puede sin conocimiento
previo…”20

Y si no se puede aprender sin fe, entonces, el conocimiento intelectual y la fe no son de


suyo contradictorios, y eso es lo que queríamos demostrar.

18
C.G., I, 7
19
“Los Tapices”, L.I, cap. IV, en Los Filósofos Medievales. Una selección de textos, BAC, Madrid, 1979.
Pág. 63
20
Idem , pág. 64
COROLARIOS.

De lo dicho hasta ahora se sigue, ampliando el concepto de fe de lo sagrado a lo no


sagrado, que el conocimiento por fe es esencial en el proceso epistemológico del ser
humano en condiciones normales. Incluso sosteniendo el empirismo más craso, los
sentidos, base de todo conocimiento, deben otorgar cierto grado de fiabilidad para que
la mente desarrolle el conocimiento y se acepte con certeza lo que se cree como
verdadero. Es decir, en el fondo de todo acto de conocimiento, está presente una fuerte o
pequeña dosis de fe. El intelecto entra en juego con la voluntad:

La tercera consideración que se puede hacer del entendimiento es en su relación con la


voluntad. Ésta mueve a todas las facultades del alma para la producción de sus actos; ella es
la que determina al entendimiento a algo que ni es visto en sí mismo, ni puede ser resuelto
en lo que se ve en sí mismo porque estima digno que se asienta a ello por alguna razón, en
virtud de la cual aparece bueno prestar tal asentimiento, si bien tal razón no es suficiente
para determinar al entendimiento, por la debilidad de éste, que no ve de por sí aquello a lo
cual juzga la razón que hay que asentir, y tampoco es capaz de resolverlo en los principios
evidentes de por sí: ese género de asentimiento se llama creer [fe].

De ahí que siglos antes que santo Tomás de Aquino, San Agustín sostuviera que sin fe
se hace imposible incluso la vida social más elemental. “¿Quién no ve la gran
perturbación, la confusión que vendrá si de la sociedad humana desaparece la fe?”.21

Quizá se podría cerrar esta intervención así. El pensamiento de inspiración cristiana


medieval abre la posibilidad de que el hombre no sea esclavo de una razón ciega. Un
racionalismo a ultranza supone a la larga la esclavitud del mismo hombre porque
endiosa sólo una parte del complejo humano. El concepto de fe, en tanto que combina la
razón y la voluntad, lo racional y lo afectivo, el hemisferio izquierdo con el hemisferio
derecho del cerebro sería mucho más humanizadora.

Claro está que esta conclusión supone, como se ha dicho ampliar el concepto de fe, pero
sin ella la vida del hombre se hace ininteligible. Sin fe no me atrevería a cruzar la calle
aunque viera que el semáforo me da derecho, sin fe no e atrevería a formalizar una
relación interpersonal, obrero – patronal o de algún otro tipo, sin fe no me sentiría parte
de mi familia, sin fe no le creería incluso a la ciencia, ni a los libros ni a la fuente de
información. Sin fe, el hombre se reduciría a una epojé insufrible e inhabitable. Por eso,
al inicio de este curso de la Escuela de Filosofía, mi invitación es que busquemos la
verdad con la fe de que podemos alcanzarla aunque no abarcarla completamente.
21
De la fe en lo que no se ve, en Los filósofos medievales, pág. 374

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