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Persona y Comunidad PDF
Persona y Comunidad PDF
ISBN: 978-987-1741-75-5
Presentación 9
Palabras previas 15
Introducción 23
I. La concepción de la fenomenología
en Scheler 29
Conclusión 299
Esta edición de las Obras de León Rozitchner es la debida
ceremonia póstuma por parte de una institución pública hacia
un filósofo que constituyó su lenguaje con tramos elocuentes de
la filosofía contemporánea y de la crítica apasionada al modo
en que se desenvolvían los asuntos públicos de su país. Sus temas
fueron tanto la materia traspasada por los secretos pulsionales
del ser, de la lengua femenina y de la existencia humillada, como
las configuraciones políticas de un largo ciclo histórico a las que
dedicó trabajos fundamentales. Realizó así toda su obra bajo el
imperativo de un riguroso compromiso público. Durante largos
años, León Rozitchner escribió con elegantes trazos una teoría
crítica de la realidad histórica, recogiendo los aires de una feno-
menología existencial a la que supo ofrecerle la masa fecunda de
un castellano insinuante y ramificado por novedosos cobijos del
idioma. Recreó una veta del psicoanálisis existencial y examinó
como pocos las fuentes teológico-políticas de los grandes textos de
las religiones mundiales. Buscó en estos análisis el modo en que
los lenguajes públicos que proclamaban el amor, solían alejarlo
con implícitas construcciones que asfixiaban un vivir emanci-
patorio y carnal. Su filosofar último se internaba cada vez más
en las expresiones primordiales de la maternalidad, a la que,
dándole otro nombre, percibió como un materialismo ensoñado.
Leído ahora, en la complejidad entera de su obra, nos permite
atestiguar de qué modo elevado se hizo filosofía en la Argentina
durante extensas décadas de convulsiones pero también de
opciones personales sensitivas, amorosas.
Biblioteca Nacional
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Cristian Sucksdorf
Diego Sztulwark
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Ensayo sobre la significación ética
de la afectividad en Max Scheler
A María Isabel
Introducción
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Scheler, nos objetarán, se proponía tal vez más que ningún otro
desechar de la filosofía aquello que “sea forma, función, momento de
selección, método, y, más aun, una organización del portador de actos”2
para llegar a establecer la existencia de un conocimiento absoluto. Pero
cabe preguntarse3 si debe necesariamente existir alguna relación entre
sus formulaciones teóricas y la concepción del mundo que se encuentra
en su base. Si su hostilidad al marxismo –mesianismo judaico, como lo
llamaba–, su oposición al materialismo, al positivismo, al empirismo,
al intelectualismo, al utilitarismo, internacionalismo, demo cracia
parlamentaria, pacifismo, ideas de progreso, de paz, de igualdad se
constituyó en él sólo como producto de una intuición de actos puros
verdaderamente absoluta o dependen, pese a todo, del “portador de
actos”, en este caso el mismo Scheler.
Habría que comprender, desde luego, por qué concibe la libertad
como puramente negativa, su aplauso al valor moral de la guerra, su
desdén por las masas, su beneplácito por la “élite”, su calificación de
“resentimiento” a la actividad del proletariado y a todo intento de
reforma, y progreso, su rechazo del “humanitarismo” y su apología del
sacrificio ciego, su exaltación del amor a la familia y a la nación, su
nostalgia por el pasado medieval, su desaprobación total de la filosofía
científica, su preferencia por el método intuitivo que llamó “principio
heurístico de la aristocracia”.4
Sólo en el análisis de una filosofía trágica como la de Scheler
podremos recuperar la verdadera tragedia: no para aceptarla, sino para
2. Max Scheler, La esencia de la filosofía, Buenos Aires, Nova, traducción castellana de Elsa
Tabernig, pág. 88.
3. V. J. McGill, Scheler’s Theory of Sympathy and Love, philosophy and Phenomenological
Research, vol. II, Nº 3, marzo 1942, pág. 174.
4. “Portavoz brillante del instante... esta naturaleza violenta, apasionada, contradictoria, divi-
dida contra sí misma, asceta y epicúrea, erótica y política, cristiana, a medias judía, varias veces
converso, es más un fenómeno del instinto que del pensamiento...; escribiendo en el instante
para el instante... sin tener tiempo para dejar madurar sus libros, negando hoy lo que proclamó
ayer y siempre tan absolutamente...”. Citado por Müller, Anthropologie et psychologie, de Fr.
Heinemann: Die deutsche Philosophie der Gegenwart, A. Kroner, Stuttgart, 1943, pág. 308.
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I
La concepción de la fenomenología en Scheler
1. Paul Ricoeur, en Histoire de la Philosophie Allemande, de E. Brehier, pág. 197, París, Vrin, 1954.
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2. Max Scheler, Ética, Buenos Aires, ed. Revista de Occidente Argentina, 1948, trad. caste-
llana de Hilario Rodríguez Sanz, tomo II, pág. 277.
3. N. Bobbio, “La personalita di Max Scheler”, en Rivista di Filosofía, Nº 2, anno XXIX,
1938, pág. 115.
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10. Anotemos esta observación de Guido Pedroli: “Para Scheler se trata... de un interés moral
en sentido lato. Moral, no ético. Moral, como ampliamente humano; no etico, de filósofo de la
moralidad. Sobre este punto es preciso no equivocarse. Se puede correr el riesgo de considerar
a Scheler como un filósofo que ha indagado una particular esfera ontológica, la de las esen-
cias morales o valores”. “Scheler e l’intenzionalita della vita emozionale”, en Filosofía, anno II,
fascículo II, abril 1951, pág. 259.
11. Véase, para la vida de Scheler: La philosophie de Max Scheler, de M. Dupuy, Presses
Universitaires de France, 1959, tomo II, pág. 727.
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12. Para este desarrollo histórico hemos seguido a Hanna Hafkesbrink, “The meaning
of objetivism and realism in Max Scheler’s Philosophy of Religion”, en Philosophy and
Phenomenological Research, vol. II, Nº 3, 1942.
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tal como había sido elaborada durante la Edad Media. Para ella la exis-
tencia de Dios era tan indudable como lo es la realidad del mundo
exterior. El reconocimiento de Dios a través de la razón no quedaba
librado, sin embargo, en su aceptación o rechazo, a la discreción del
filósofo individual. La razón sólo era recta en la medida en que llevaba
a Dios, pues Dios era el principio y el fin de la razón humana. Pero la
revelación, como fundamento del conocimiento y la certidumbre de
Dios, no entraba en contradicción con la razón. La filosofía tomista,
prosigue Hanna Hafkesbrink, tomaba una posición intermedia frente
a la razón: por una parte reconocía su poder, pero basaba esta capacidad
sobre la revelación antes que sobre el poder del razonamiento mismo.
No es extraño: como la filosofía católica no dudaba de la objetividad y
de la realidad del objeto religioso, sólo requería una subsecuente justi-
ficación de esta posesión vivida. La existencia de Dios nunca se ponía
seriamente en duda: como vivían en Dios, sólo su justificación a poste-
riori era objeto de investigación.
13. Meditations, 4ª meditación, ed. Bibliothèque des Lettres, 1948, pág. 101. [Trad. esp. de
Manuel G. Morente, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1945].
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Tomismo y fenomenología
14. L. Feuerbach, Esencia de la Religión, ed. Rosario, S. A., 1948, pág. 98.
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Brentano
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19. F. Brentano, Psychologie du point de vue empirique, Aubier, París, 1944, trad. francesa de M.
de Gandillac, pág. 48 [Trad. esp. Psicología, Schapire, Bs. As., 1957, Colecc. Tauro].
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20. F. Brentano, El origen del conocimiento moral, ed. Revista de Occidente, pág. 34, s/d.
21. Maurice de Gandillac, “Introducción” a la Psicología de Brentano, pág. 10.
22. F. Brentano, Psychologie..., pág. 104.
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26. Jules Vuillemin, L’Étre et le Travail, París, P. U. F., 1949 [Trad. esp. de León Rozitchner,
El ser y el trabajo, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1961]. Para este desarrollo hemos
utilizado los análisis contenidos en el cap. I, “El problema del psicologismo”, págs. 7-24.
27. Jules Vuillemin, L’Étre et le Travail, pág. 5.
28. Id., pág. 5.
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Husserl
29. E. Husserl, Investigaciones Lógicas, Madrid, Ed. Revista de Occidente, 1929, trad. caste-
llana de Manuel García Morente y José Gaos, tomo III, pág. 155.
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Scheler
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48. Max Scheler, Mort et Survive, ed. Aubier, París, pág. 69.
49. Id., pág. 72.
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II
Análisis de las estructuras afectivas
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4. Max Scheler, “Amour et connaissance”, en Le sens de la souffrance, París, Aubier, pág. 145.
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5. Max Scheler, “Amour et connaissance”, en Le sens de la souffrance, París, Aubier, pág. 177.
6. Max Scheler, La esencia de la filosofía, pág. 19.
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la persona se hace, en el proceso, la verdad que se le revela. Pero es preciso prestar atención a este
hecho: esta técnica espiritual sólo permite explicar la transformación del ser, no la verdad y la
evidencia; sólo el hecho de que nos modifiquemos, no que la verdad en su imperiosidad nos
lleve a ello. La verdad resulta del hecho de aceptar como tal lo que resultamos ser al aplicar
una técnica que consiste, precisamente, en tornarnos tales que no podremos dejar de hacernos
su resultado, porque para ello tuvimos que modificar previamente nuestro ser antes de conocer
la verdad. Desde este punto de vista toda discusión es imposible: cada uno está, respecto de
su esencia de persona, en la verdad. Pero el problema filosófico de la verdad humana subsiste.
13. Max Scheler, La esencia de la filosofía, pág. 44.
14. ¿No decía acaso Scheler que el dogmatismo sólo era condenable desde el punto de vista
del criticismo, pero no desde aquel en el cual la razón, como en la fenomenología, no es crítica,
sino intuitiva? Véase Bobbio, “La fenomenología secondo Max Scheler”, en Rivista di Filosofia,
Nº 3, Anno XXVII, 1936, pág. 294.
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abierto nos enseña la tarea de darle término por medio de actos histó-
ricos? ¿Qué sucederá si sustituimos entonces los términos rígidos por
otros dinámicos, esa totalidad sentida como persona de las personas,
Dios, por otra? ¿Y si esa otra fuese una totalidad concreta y manifiesta,
inabarcable por principio en su realidad actual, y que sólo se mantiene
en nosotros como búsqueda y tensión hacia una integración que
contenga inescindidos tanto lo vital, lo sensible como lo espiritual?
En última instancia, el conocimiento para Scheler se revelaba en el
valor ético de las relaciones humanas establecidas sobre el horizonte de
la divinidad. Para nosotros la base de este conocimiento filosófico, que
a su vez se apoya en la estructura de una existencia moral, se verifica
en las relaciones humanas que el hombre construye y crea en el mundo
histórico. Desde esta perspectiva la divinidad o no tiene sentido o
sólo oficia para los hombres que tienen ya tomada la decisión moral
de no modificar lo dado, y atenerse sólo a sus satisfacciones actuales
afectivas, como un mero símbolo de una tarea postergada. Decimos
entonces: contra la transformación solamente simbólica que preco-
niza Scheler y resuelve con un ¡no! al mundo humano, la condición del
conocimiento filosófico supone la decisión básica del filósofo de trans-
formarse a sí mismo, pero al mismo tiempo a los otros. En la mutua
remisión circular de la persona a la imagen de su consolación afectiva,
y de esta a su vez a la persona, no podíamos descubrir la verdad de
la persona. Pero si sustituimos la perspectiva realmente individualista
de Scheler (la intimidad que se salva sólo en la relación personal con
Dios), para integrarla concretamente como decisión de modificación
en la historia, encontramos en esta dialéctica una posibilidad de veri-
ficación objetiva. Recuperamos la persona entre los otros: la subjeti-
vidad se transparenta en la objetividad.
Esta será la tesis cuyo cumplimiento tenemos que mostrar en el
ámbito de la afectividad, de la simpatía y del amor.
El señalado será entonces el primer problema. Pero hay algo más: en
la presentación que Scheler hace de este problema de la revelación efec-
tiva del sentido del mundo y de las personas se encubre un problema
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A. El contagio afectivo
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B. La comprensión afectiva
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19. Un ejemplo de esta comprensión afectiva la encontramos en su parágrafo sobre las varia-
ciones de los modelos en la ética (T. II, pág. 91). Trata de explicar allí la apreciación del asesi-
nato en relación con las variaciones del ethos de una época. Scheler cita, como ejemplo de
la posición que combate, un juicio de Wundt contrario a la justificación de esa variación:
“Sólo violentando los hechos, dice Wundt, puede el intuicionismo conciliarse con esa varia-
bilidad de la conciencia moral. Pero la sola experiencia de que hubo pueblos y épocas que
no juzgaron crimen el asesinato por motivos que hoy nos parecen recusables, sino que, antes
bien, los tuvieron por acción gloriosa, nos sirve de testimonio suficiente” (Ética II, pág. 88). A
lo cual responde Scheler: “pues aunque el pathos sentimental enfermizo, inauténtico y extra-
viado de ciertos grupos designe en nuestro tiempo a la guerra con las palabras ‘asesinato en
masa’, estamos ciertos, no obstante, de que Wundt está muy lejos de permitir que esos grupos
influyan en sus juicios filosóficos” (id. pág. 89). ¿A qué justificación acude Scheler para no
percibir como asesinato la muerte de los hombres de otras comunidades? Pues precisamente
a la comprensión afectiva. Sólo hay un asesinato –dice– “cuando un hombre es muerto por
un acto”, es decir, “según la esencia de valor”. “Y este hecho implica que está dada la unidad
‘hombre’... de un modo general, en la comprensión afectiva, destacándose con claridad de la
relación simpática respecto de los animales; por ejemplo, al ganado, a los animales domésticos
del grupo humano respectivo. Ha de intuirse este ‘ser-hombre’, para poder hablar de asesinato,
incluso de un modo posible” (pág. 91). Esta asignación de la significación “ser-hombre” al
extranjero que se acerca es la única que, por medio de la comprensión afectiva, puede darnos
la intuición del valor humano. Por lo tanto, cuando se nos acusa de asesinato al matar a un
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C. La identificación afectiva
hombre que no posee para nosotros la significación de tal, es lo mismo que acusarnos de
asesinar a un árbol o a un animal. Nos preguntamos: ¿será un asesinato el linchamiento de un
negro o el exterminio de judíos a quienes muchos no perciben afectivamente como personas?
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20. Max Scheler, Le saint, le génie, le héros, ed. Egloff, pág. 47.
21. Simpatía, pág. 57.
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vida instintiva; sólo merced a esta condición logrará realizar una fusión
afectiva”.24 Esta fusión también se manifiesta, como pura vitalidad, en
los conglomerados humanos: “Las muchedumbres revolucionarias
ofrecen, en sus movimientos, el mismo estado de borrachera colectiva,
en la cual el yo corporal y el yo espiritual se funden y desaparecen en
el movimiento vital apasionado de la colectividad una e indivisible”.25
De este modo, según vamos viendo, hay tres formas esenciales de
la afectividad: sensorial, vital y espiritual, cada una de las cuales va
buscando su objeto en las esferas correspondientes. Scheler, conse-
cuentemente, solicita del hombre una realización incontaminada de
cada una de ellas. Hay un destino animal en el ser exclusivamente
sensible; hay un destino vital en el ser solamente biológico; hay
un destino de salvación en el ser exclusivamente espiritual. Y su
conexión con los demás hombres está dada a priori: para el hombre
de lo sensible, la horda o la tropilla (causalidad mecánica); para el
hombre vital, su participación dentro de una comunidad restringida
a las funciones biológicas del individuo (causalidad vital); para la
persona espiritual, su participación en la totalidad divina (motiva-
ción noética con sentido).
Habría entonces un sentido inmanente a cada uno de estos tres
centros, sentido del cual cada hombre sería el campo de su realización.
Porque, como veremos, si la libertad es reivindicada para el centro de
la persona espiritual, esta libertad se manifiesta negativamente frente
a lo sensible y a lo vital. Como dice del amor, en el espíritu no habría
nada que hacer concretamente. Scheler vacía así de sentido personal
a lo vital, mostrando solamente su aspecto de necesidad y de impe-
riosidad, que nos lleva a relaciones en las cuales el individuo se pierde.
Tropilla indiferenciada en lo sensorial, abandono vital apasionado en
la fusión, el hombre en ellos está condenado a ser menos persona. Sólo
queda para realizarnos la totalidad divina que se eleva de la compren-
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D. La simpatía
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37. Es lo que hace decir a Levinas: L’espace intersubjetif est initiellement assymetrique, pág. 163
en De l’existence a l’existant, Ed. Fontaine, París, 1947.
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60. A. Hesnard, Psychanalyse du lien interhumain, París, PUF, 1957, pág. 13.
61. Id., pág. 40.
62. Id., pág. 40.
63. Id., pág. 43.
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68. Conservando sólo el estilo o la generalidad que lo vital decantó como forma de participa-
ción, como “ritmo” desprendido de su objeto original. Ver Simpatía... pág. 127.
69. Simpatía, pág. 57.
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III
El amor en la perspectiva scheleriana
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10. Scheller dirá: “legalidad inmanente a la esencia de este acto”, Ética, II, pág. 286.
11. Hegel, “Esprit du Christianisme et son destin”, ed. Vrin. pág. 68, 1948.
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por la historia personal: “este ‘ser más alto’ y ‘ser-más bajo’ de los valores
se da por principio sin ningún acto de comparación de valores”.
▶▶ “El hombre no es primariamente objeto de amor y odio.”
▶▶ Independencia de la situación concreta: “podemos estudiar
estos actos y sus leyes sin mirar en absoluto ni siquiera la existencia del
hombre como sujeto del amor y del odio (con reducción fenomenoló-
gica) y sin mirar en absoluto a los hechos empíricos en que muchos de
estos actos efectivamente llevados a cabo por seres humanos se refieren
a seres humanos”.
▶▶ Amamos los defectos de lo amado: “lo genuino del amor se
denuncia plenamente en que vemos bien las ‘faltas’ de los objetos
concretos, pero los amamos con estas faltas”17.
17. Esta consolación, que se produce en la relación con el único ser que logramos poseer, tiene
su manifestación más acabada en la mezcla de piedad que caracteriza al amor cristiano: “por
más extraño que parezca al espíritu superficial, es el defecto aquello que más se ama cuando se
ama verdaderamente”. Phillipe Müller, De la psychologie á l’anthopologie, pág. 168: aquí el cali-
ficativo superficial cierra el diálogo: estamos ante un irreductible, que sólo lo es en la medida
que nos negamos a analizarlo. Extraña esta filosofía de la persona total que extrae de ella un
carácter aislado, el defecto, para amarlo –sin anhelo de modificación sino en sí mismo– más
que a la belleza misma...
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18. “Amour et connaissance”, en Le sens de la souffrance, ed. Aubier, 1946, pág. 146.
19. Id., pág. 167.
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quienes no creen en los bienes los que renuncian a ellos; no son los que
no creen en la muerte quienes mueren: a aquellos les basta la existencia
de unos pocos santos que han muerto en Cristo por todos, que ha pade-
cido “implícitamente” por todos. Esa es la paradoja: que el espíritu se
verifique en las cosas materiales sólo para los poseedores del espíritu.26
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27. Kant había planteado este problema en los siguientes términos: “¿Es posible amar a la
especie humana en general?”. Y decía: “La respuesta a esta pregunta depende del modo como
contestemos a esta otra: ¿hay disposiciones en la naturaleza humana que permitan desprender
un constante progreso hacia lo mejor, de tal manera que lo actualmente dañoso, o lo que lo
haya sido en épocas pasadas, desaparecerá fundido en el bien futuro?”. Kant, “Sobre las rela-
ciones entre la teoría y la práctica en el derecho internacional”, en Filosofía de la Historia, ed.
Nova, pág. 170.
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del mundo admite. La altura del valor no estaría dada por la mera inten-
sidad de una relación aislada, sino por la totalidad significativa de ese
valor, referida al mundo humano, que la persona asume y experimenta en
su afectividad. La relación con los objetos de amor deja de ser simple-
mente numérica para tornarse vívidamente significativa de la totalidad
concreta de los individuos. Así como en la percepción “cada objeto es el
espejo de los otros”,30 también cada persona es el espejo en que todas las
otras se reflejan. Esta es, creemos, la verdadera forma de la concepción
del “amor a la humanidad” que Scheler hubiera tenido que refutar, y no
aquella que enfrentaba al amor con todos y cada uno de los individuos
a quienes debía, consecuentemente, un amor efectivo, actual.
Carece entonces de sentido decir que el amor a la humanidad reposa
sobre los “valores que deben poseer en común los individuos conside-
rados como simples ejemplares de la especie”. La contradicción ante
la cual pone al amor a la humanidad carece de validez si decimos, por
lo contrario, que la persona singular evidencia en su relación al mundo
el grado de humanidad alcanzado con los otros hombres. Yo no amo en
la persona sólo una singularidad absoluta que cobra sentido y valor
en relación con la totalidad humana dentro de la cual se me aparece
y cuya asunción o negación es. En el amor a la humanidad, entonces,
como complemento inescindible de mi amor singular, se manifiestan
los múltiples destinos personales que por falta de humanización –y
no de amor personal a cada uno de ellos– no logran realizarse como
personas. En el amor a la humanidad no hay un amor actual a la
manera personal, como lo busca Scheler –sabiéndolo imposible–,
pero tampoco –como lo resuelve Scheler– una unidad simbólica:
el amor a la humanidad involucra al mismo tiempo el odio a unos
individuos como el amor a otros. El odio hacia quienes introducen
y mantienen las relaciones de dominio y servidumbre concretos que
impiden que las personas se realicen unitariamente, que impiden
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clase o raza. Para tornar eterno el espíritu tuvo que hacer más fija y
estable la afectividad decantada en el cuerpo.
La teoría scheleriana del amor encubre bajo sus descripciones el
aspecto legislativo que pretende imponer a lo que conoce. Y la facilidad
con que lo hace estriba en este hecho: que aquí lo conocido –como
perseveración en el estado actual de cosas– se señala al mismo tiempo
como legislativo. Lo que conoce –y que conoce empíricamente como
definitivo– no es más que lo que se ordena, encubierto ya en la descrip-
ción: la perseveración en este estado de cosas que se quiere seguir
conservando como realidad de toda realidad. La ley está profunda-
mente interiorizada: está ya en la intuición del valor. Scheler afinó los
análisis, pero este afinamiento se tornaba necesario porque también
la crítica y el desalojo de las teorías espiritualistas eran más profundos.
Es su último gran intento por referir la ley a la divinidad hecha a la
medida de algunos hombres, para que el hombre la reencuentre como
esencial. En su límite lo puramente cualitativo e inmediato –lo afec-
tivo– se confunde con el pasado, y el presente o el futuro no es sino su
repetición, y dibuja toda la filigrana de combinaciones que nos muestra
la “vida interior” que se refleja en un juego de “sentimientos”, muy deli-
cados claro está, pero que sólo es una tautología indefinida de un cuerpo
detenido en las significaciones adquiridas y decantadas en él.
El espíritu está referido solamente a una tarea: la salvación de la
Persona, a los actos que le son inherentes en tanto que intimidad abso-
luta. Para Scheler entonces la actividad espiritual está en relación con
los actos constitutivos y esenciales de la persona, aquellos que son inme-
diatamente ontológicos. Pero, definidos como esencias a priori, vemos
que la salvación personal se pierde en la trascendencia absoluta y en la
soledad. En cambio, si lográramos tornar evidente que el problema de
la persona, de su “salvación” –fuera de su referencia teológica– no está
reñido con el de la sociedad, con el trabajo y con el mundo humano, si
lo que Scheler presenta como generalización que disgrega al hombre
–el amor a la humanidad, la relación de las personas en las estructuras
materiales– no es sino el modo de recuperarse en el mundo por medio
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38. L. Goldmann, “Propos dialectiques”, en Les Temps Modernes, n.º 137-138, pág. 241.
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41. Michel Dufrenne, Phénoménologie de l’expérience esthétique, vol. II, págs. 436-437.
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La masa
La comunidad de vida
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La sociedad
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debe querer algo que es común a sus elementos, tendrá que valerse de la
ficción o de la violencia para lograrlo: la ficción de la voluntad común
impone el llamado principio de la mayoría. La violencia consiste en
que esa voluntad de la mayoría es impuesta a la minoría”.
Pero para la ficción que encubre la verdadera voluntad existe esa
voluntad verdadera que se supone y se transgrede: prueba de que no
estamos en un estrado original sino secundario, cuya génesis y sentido
es preciso comprender. Del mismo modo es preciso comprender y
explicar qué sentido tiene esa “desconfianza primaria y sin fundamento”.
La sociedad reposa, nos dice, sobre la negación o la deformación
racional de la comunidad vital. ¿Pero acaso considera Scheler la situa-
ción de la comunidad como la de una situación equilibrada que no
tiene necesidad de ninguna transformación y de ninguna lucha, puesto
que todos los individuos vitales deben querer lo mismo? ¿Considera
Scheler la sociedad, que es una deformación de lo vital, como un estado
artificial que nada justifica? ¿O tal vez la sociedad tiene un sentido
humano, y es preciso entonces encontrárselo?
Scheler logra esta determinación al dejar de lado la significación
que, para el equilibrio personal que se elabora en la comunidad, que
es un hacer humano, encierra la decisión mayoritaria y el pasaje de
los hombres al rango de persona. Pero como para Scheler también la
esencia del hombre es originariamente esclava o soberana, este sentido
que nosotros buscamos se pierde. Los hombres se van integrando selec-
tivamente de acuerdo con la esencia que les es particular: los esclavos
a la noria, los amos al palacio. Esta rigidez estructural, determinada ya
básicamente en cada hombre en su relación al mundo de los valores
que se revela en él, determina su posición jerárquica, próxima ya sea al
animal como a la masa, o a lo simplemente vital, a lo social o a la estruc-
tura espiritual donde sólo se constituyen las personas. Decir que “son
de suyo iguales y de igual valor”, pues entran en consideración como
tales “elementos” en la sociedad, es hacer una descripción de su estrato
formal sólo jurídico, que no corresponde ni a la conciencia, ni al senti-
miento, ni a la situación real de sus integrantes, pues la igualdad social
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13. “La sociedad y su ethos, desde el punto de vista de la comunidad de vida y su ethos, es un
simple fenómeno destructor, de valor negativo, mientras que la comunidad de vida se mani-
fiesta como co-fundamento esencial de una posible comunidad de personas en una persona
colectiva, como condición esencial indispensable y, por lo tanto, como esencial valor social
positivo” (Ética, II, pág. 348).
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14. “Pues la teoría utilitarista es, incluso, la única teoría justa y verdadera respecto al contenido
de lo que en cada caso halla y hasta puede hallar, en los valores morales existentes, alabanza
o vituperio sociales. Es la única teoría exacta acerca de la valorización social de lo bueno y de lo
malo. Pues no es debido a un ‘bajo nivel de la moral vigente’ –en una peculiar situación histó-
rica– (...), sino que es de esencia para toda moral socialmente válida que ha de procederse así y
nada más que así (...), una limitación esencial, suya, eterna y permanente...” (Ética, I, pág. 236).
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15. Pero esta relación no es recíproca: “El Estado puede exigir el sacrificio de la vida de la
persona –en la guerra, p. ej.–, pero nunca el sacrificio de la persona en general –es decir, de su
conciencia moral y de su salvación–, ni menos una ‘entrega’ absoluta de su persona a él” (Ética
II, pág. 37). La escisión entre cuerpo y espíritu, entre yo y persona, permite esta distribución,
que no es sino la justificación ideológica de la pérdida total, en ambos casos, de toda la persona.
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por los cuales debe pasar “toda clase de unidad social real y concreta
de la humanidad”. De este modo la historia queda detenida en este
pasado social solidificado por esencia: “esas esencias de unidad social
y sus relaciones esenciales imponen un límite riguroso a toda evolu-
ción histórica efectiva”. “Lo que históricamente varía aquí es sólo el
contenido de masa, sociedad, comunidad, persona colectiva... el paso
de una creación histórica positiva ... a través de aquellas formas”. “Ellas
mismas corresponden a la idea de la unidad social de un ser sensible-
orgánico espiritual, en general, con semejantes suyos”.
La disociación establecida entre los hombres como disociación
esencial encuentra su correspondencia en este ser total que como
persona colectiva adquiere su carácter sensible en la masa, su carácter
orgánico en la comunidad vital, su carácter espiritual en la intimidad
de la persona. Hay una necesidad histórica en la existencia de las
masas, sobre la cual el hombre espiritual relega aspectos sensibles que
su persona no puede asumir sin desmedro para su salvación, del mismo
modo que hay una necesidad histórica en la existencia de las comu-
nidades vitales, en las que se relegan las funciones de vida. En estas
formas la persona espiritual encuentra el modo de desprenderse de las
funciones de valores inferiores para darse al predominio de su salva-
ción personal que la gracia le señala. Todas estas formas subalternas
quedan así “al servicio de las comunidades espirituales de personas”,
pero espiritualidad que no desciende para integrar ni lo sensible ni lo
vital, pues prosigue necesariamente su camino señalado por defini-
ción de esencia: “hemos de esperar en todos los tiempos... una rítmica
alternancia de guerra y de paz en las cuales, de modo preferente y con
la máxima pureza, ambas se expresan”. “Esta división de la salvación
personal no es más que el producto de la división histórica del trabajo
moral” del género humano.
Hay entonces una necesidad en la preferencia hacia lo bueno y lo
malo, lo alto y lo bajo, que definen la situación de personas e indi-
viduos en las distintas formas de relación humana como un destino:
la “división del trabajo moral” no señala la inherencia de todos en
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V
La persona y los modelos de persona
1. Max Scheler, Le formalisme en éthique et l’éthique matériale des valeurs, trad. francesa de
Maurice de Gandillac, París, N. R. F., 1955.
2. Id., pág. 402.
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por la oposición que presenta con el Yo. Scheler afirma que “no
podemos concluir el concepto de persona de ninguno de los hechos
fundamentales y de los conceptos (de la psicología); ni de las corre-
laciones que existen entre acto y objeto, entre formas de actos, orien-
taciones de actos y modos de actos, y los dominios de objetos que le
corresponden, ni de la egoidad y del Yo individual, mucho menos del
‘alma’”.3 Esto significa mostrar la preexistencia y anterioridad del espí-
ritu frente a todos los dominios de objetos, es decir, del cuerpo y de lo
psíquico en cuanto en ellos lo espiritual solamente se manifiesta pero
no se elabora. El secreto de esta afirmación reside, una vez más, en la
reducción fenomenológica que Scheler aplica, en la cual cada estrato
puesto entre paréntesis lo es definitivamente y señala la preeminencia
ontológica y real, el carácter de fundamento, de la esencia irreduc-
tible a la cual llega por este procedimiento. El proceso es el siguiente:
por una parte se separan todos los actos espirituales de los dominios
de objetos, haciendo abstracción de los “soportes” –los hombres, pues
tal es la función de punto meramente de apoyo de lo humano–, es
decir, se los separa de la estructura orgánico-natural. Estos actos así
obtenidos, en tanto puras esencias separadas de sus soportes, quedan
por así decirlo sueltos, y entonces Scheler se pregunta: ¿qué es lo que
puede unir conjuntamente4 dichos actos para conferirles unidad? La
persona es la que une, y aparece produciendo de este modo dichas
esencias de actos –amar, juzgar, querer, etc. En efecto: ¿quién podría
constituir el milagro de esta unidad si hemos dejado de lado precisa-
mente al hombre, como si este sólo fuese un soporte que los sostiene, si
hemos dejado de lado la corporeidad, su materialidad que comunica
con el mundo y con los otros y en la cual los procesos de creación
de dichos actos de unidad resultan humanamente comprensibles? La
pregunta presupone pues la única solución dogmática a la cual apun-
taba: el espíritu es el que une. La disolución del yo y de su existencia en
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II
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persona. Dios se revela en ella como siendo aquel que sienta el valor
espiritual en tanto tal, valor que la persona descubre en sí misma en
el momento en que ama “en él”, y valor que se revela en la afectividad
como materia concreta, aprehensión afectiva por medio de una especie
de percepción que no depende para nada de su ser psíquico o físico, de
todo lo que este tiene de subjetivo o colectivo. Como vemos, se trata
de un orden invertido que encuentra la más alta materialidad en una
materialidad afectiva, que es el último escalón en el cual puede asentar,
viniendo del puro espíritu, la carnosidad viviente de la persona. ¿Por
qué? Porque la afectividad constituye el campo ambiguo de percepción
en el que la más grande proximidad con el propio ser confunde con el
sentimiento de absoluto que cada uno tiene de sí mismo, y encubre
la materialidad concreta que lo fundamenta. Pero Scheler quiere dar
cuenta solamente de este absoluto sentido, esta materialidad solamente
afectiva, y no afrontar el verdadero problema de la persona, la paradoja
de su ser absoluto-relativo, encontrar su fundamento donde la materia
se hace “espíritu” y comprender así la dialéctica circular que lo consti-
tuye. Scheler sólo reconoce un orden descendente del espíritu hacia la
materia, espíritu que para él es ya materia puesto que se revela como
valor. Pero nosotros queremos verificar el sentido interhumano de esta
elección, cuáles son los valores humanos que reencuentra como esen-
ciales, cuál es el destino “humano” al que condena a la persona.
Esta diferencia de fundamento podría expresarse del siguiente
modo: para Scheler el “funcionamiento” de la capacidad espiritual
no tiene por qué fundamentarse en las actividades psíquicas o físicas,
puesto que esas no son sino dos direcciones de la percepción. El “lazo
de significación” no tendría necesidad, para constituirse, de un lazo
de “causalidad” o de un lazo entre excitantes del mundo ambiente que
determinan esas manifestaciones; los objetos que co-consideramos
en el acto espiritual de comprensión no tienen nada que ver con esos
“excitantes”; el “apuntar intencional” no es el producto de ningún
“proceso”; el centro de actos personales no puede ser comprendido
como fundándose sobre una unidad propio-corporal o un Yo- objeto;
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19. Reaparece así, trasladado a la noción de persona, el prejuicio con que la psicología clásica
encaraba al yo psíquico. Si lo psíquico era, como lo señala Merleau-Ponty, “ce qui est donné à
un seul” (Les relations avec autrui chez l’enfant, Centre de Documentation Universitaire, pág.
19), y por lo tanto si lo que de constitutivo tenía el psiquismo en mí y en los demás era su
profunda incomunicabilidad, en Scheler se traslada este prejuicio, vencido en el plano psico-
lógico, al plano de lo absoluto personal, en el cual el otro es para mí, como persona íntima,
radicalmente inaccesible.
20. La actividad espiritual se caracteriza, en Scheler, por estas notas: 1) libertad frente a los
impulsos externos de la vida; 2) la posibilidad de constituir en objeto propio el mundo circuns-
tante; 3) autoconciencia. Es evidente que la significación del prójimo que obtenemos mediante
esta concepción involucra ya una percepción de la persona y una determinada jerarquía de valores.
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21. Paul Louis Landsberg, Problémes du personalisme, ed. du Seuil, París, 1952, pág. 176.
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¿Por qué esta preeminencia del modelo del santo sobre los otros?
¿Por qué comenzar a comprender lo que el hombre es a partir del
santo? Porque a través del santo Scheler no comprende y conoce una
estructura de valores, sino que el santo ordena la jerarquía de todo lo
valioso. Lo que surgió históricamente como símbolo afectivo para
compensar y justificar el desequilibrio de la organización social, es
aceptado como “real” mandamiento de lo divino. La sociedad crea
los símbolos que puedan justificar la parcialidad de su equilibrio. Por
eso el santo es al mismo tiempo aquello que debemos aceptar como
divinamente valioso, y aquello que nos condena a aceptar el sacri-
ficio de lo que para nosotros es humanamente valioso. El santo es la
contraparte de lo social porque resume todas las frustraciones a que
una forma social nos condena, pero que al mismo tiempo nos fuerza
a aceptarlas espontáneamente.
Este resultado se obtiene al invertir el orden de la constitución de la
persona: lo físico, lo psíquico, lo espiritual. Si lo hacemos sobre la base
de la realidad física, el orden de creación se estructura necesariamente
tendiéndola ineludiblemente como origen de toda creación: el santo
no tendría así ninguna primacía ontológica sobre las formas de equili-
brio que el hombre intenta estructurar en la historia. Pero si con Max
Scheler invertimos el orden, si la constitución de la persona responde
a un proceso iniciado en el espíritu, el reencuentro de lo material y
lo espiritual resulta imposible, pues la ideología que se apoya en lo
absoluto espiritual, persona de las personas, rige toda forma de rela-
ción: “todos los otros tipos de modelos, desde el genio hasta el héroe,
hasta los dirigentes de la vida económica, son directa o indirectamente
dependientes de los modelos religiosos de la época”.31
Notemos que Scheler ha ido reencontrando todos los determi-
nismos humanos y plegándose a ellos en nombre del espíritu: deter-
minismo de las estructuras colectivas como formas a priori de las
relaciones interhumanas; determinismo de los valores que se revelan
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32. Véase desde otra perspectiva la significación histórica de una frase “resentida” de Pascal: “El
pensamiento dialéctico... comienza con una frase, exagerada tal vez, pero que representa casi
un manifiesto, la proclamación del cambio radical que acaba de operarse en el pensamiento
filosófico. Al Ego de Montaigne y de Descartes, Pascal responde: ‘Le moi est haissable’, y de
Hegel a Marx, los ‘otros’ hombres llegarán a ser, cada vez más, no los seres que veo y escucho,
sino aquellos con los cuales actúo en común (...). El ‘nosotros’ se convierte así en la realidad
fundamental respecto de la cual el ‘yo’ es posterior y derivado”. Lucien Goldmann, Sciences
humaines et philosophie, P. U. F., 1952, pág. 9.
33. Lucien Goldmann, Le Dieu cabé, N. R. F., París, 1955, especialmente el cap. XIII: “La
morale et l’esthétique”, pág. 291 y sigs.
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VI
Análisis de dos esencias afectivas.
Desde la perspectiva de la intimidad: el pudor
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1. “La filosofía... tiene que elaborar su conocimiento sin supuestos o... lo más exento posible de
supuestos”, M. Scheler, en La esencia de la filosofía, pág. 8.
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conciencia espiritual, vital y sensible. Cada vez que esas tres estruc-
turas llegan en concreto a la conciencia, es decir, en ocasión de cada
uno de los conflictos posibles entre las incitaciones pertenecientes a
las diversas esferas (el espíritu, la vida, los sentidos), el sentimiento de
pudor aparece también necesariamente”.3
De este modo la estructura de valores se manifiesta impresa en el
orden mismo de la estructura eidética de la conciencia, que organiza
toda percepción. El pudor revela la estructura de valor que constituye
a la persona. Pero para que este orden pueda ser asignado a una estruc-
tura ontológica de la persona definida como íntima y absoluta, debe
existir también independientemente de su relación con los demás
hombres: “existe, tan primordialmente como un pudor frente a los
demás, un pudor ante sí mismo y una vergüenza ante sus propios ojos”.
Esta primordialidad dentro del pudor es fundamental, pues inau-
gura una doble dimensión original dentro de la intimidad misma de la
persona, que no es ya quien organiza dialécticamente su manifestación
exterior y el equilibrio entre lo vedado y lo permitido. Aquí la persona
presenta, en su intimidad, la misma estructura que aparece en la vida de
la comunidad. El ámbito de la intimidad, y el pudor correspondiente,
es anterior y autónomo respecto del pudor que se manifiesta en el
ámbito de lo social. Son dos modos absolutos y cerrados en sí mismos,
pero pertenecientes a una misma estructura personal que manifiesta así
la escisión ontológica: la intimidad es un orden que sólo está en rela-
ción con lo divino; lo social un orden irreductiblemente parcial que
pone en relación únicamente aquello que la colectividad requiere para
sus fines. Si bien “el pudor nos retiene ante el impulso de penetrar en
el alma ajena”, lo cual está vedado en lo social, también “constituye una
fuerza de inhibición cuando queremos llevar a la claridad del concepto
y a la determinación del juicio, o simplemente considerar con mayor
atención nuestras obscuras impulsiones personales, nuestros ímpetus
afectivos más o menos conscientes”.
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la relación que una persona mantiene con las otras, y en el sentido que
leemos en la mirada y en los actos cuando nos toman como término
de una conducta de aceptación o de rechazo. El pudor aparecería
entonces por:
a. temor a la objetivación, es decir, al riesgo de que no se nos consi-
dere como persona íntima;
b. temor a que la imagen que tenemos de nosotros mismos sea
destruida por la imagen que los otros se hacen de nosotros.
Si estas conductas son posibles, es porque la mirada ajena percibe
también el estrato menos elevado de los valores individuales. El pudor
lograría imponer ante la mirada ajena sólo los valores superiores, impi-
diendo que los otros inferiores, que también nos pertenecen, afloren.
Hemos ido verificando en cada caso que la universalidad del pudor
sexual se manifiesta bajo la forma de un sentimiento que se opone a que
nuestra individualidad se pierda en lo general. De él deriva también
la posibilidad del pudor espiritual, pero para ello es preciso pasar al
rango de persona, revelar la existencia de una intimidad absoluta en el
seno de nosotros mismos. Estos sentimientos no surgen como resul-
tado de una imposición social, dice, ni tampoco se elaboran dentro
de la experiencia social. Por lo contrario, lo social consistiría en esa
promiscuidad general dentro de la cual, al abandonarse, el individuo
se disgrega y no puede ya recuperarse como persona.
Esta es la razón por la cual el pudor, en oposición a lo social, a la
indiscreción de los otros y a la imperiosidad de nuestros impulsos
vitales, parecería ser una creciente reivindicación del espíritu en su
lucha para singularizarse. El espíritu busca la emergencia de la eter-
nidad en el seno del instante. El sentimiento de pudor, preformado en
el hombre, revelado como una estructura a priori, constituye el funda-
mento de toda conducta de preservación personal e individual.
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pareja, ese orden del gozo íntimo del cual los otros están excluidos. Más
aun, la estructura de la sexualidad y la afectividad de la pareja encierra
esta dialéctica subterránea pero viva que constituye su sentido íntimo.
Como veremos, este pasaje, en el cual al hombre le es concedido ese
derecho, se produce continuamente. Y cabe ahora preg untarse, ¿serían
comprensibles los análisis de Scheler sobre la afectividad de la pareja
y del pudor antes de que lo social, por obra de las circunstancias obje-
tivas, modifique la relación entre los sexos por medio de una institu-
ción que inaugura la posibilidad misma de la relación íntima?
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9. Son muchos los ejemplos que nos pueden mostrar cómo la sexualidad que lo social admite
carece de pudor, y llega a ser una función social que se ejerce ante la libre mirada ajena. Dice
Roger Bastide refiriéndose a una sociedad primitiva: “si las relaciones tienen que realizarse
en la espesura, en la noche, fuera de la casa materna o paterna, en lugares y horas donde no se
corre el peligro de encontrar gente casada, eso sucede porque la casa es el lugar de la sexualidad
social, y que aquellos que no están todavía totalmente integrados a la colectividad por medio
del casamiento, deben divertirse afuera”. Y agrega: “recíprocamente, la gente casada se hace el
amor públicamente, y a veces rodeados de un grupo de curiosos”. Sociologie et psychanalyse, P.
U. F., 1950, pág. 231.
10. Hesnard, L’Univers morbide de la faute.
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11. Pontalis, Vigencia de Feud, trad. León Rozitchner, ed. Siglo XX, Bs. As.
12. Id., pág. 178.
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quiere encontrar sus propios valores como absolutos, por lo tanto como
inmediatamente revelados en el ser, debe hallarlos en una percepción
inmediata que, sin recurrir a la experiencia, responda a la estructura
actual del ser tomada como absoluta. La inmediatez se convierte en un
recurso y en una técnica que tuvo que aprender a ser pura al obnubilar
el proceso que la llevó a escindir la realidad: la percepción se oculta
en sus propios orígenes. Tuvo que aprender por medio del pudor a
deslindar lo que la atrae, olvidar entonces el mecanismo de la repul-
sión. El alma cándida se forma a partir de esa estructura que lleva a
no ver ni sentir lo que ve y siente: es el típico mecanismo de rechazo.
La impureza primera se torna pureza casi inmaculada, que olvida su
origen. Mejor dicho, que casi lo olvida. “Puede realizar hasta cierto
punto que todo es puro para los puros”.
El complemento de esta actitud es la interiorización de una fide-
lidad a los valores que también se pretende pura: somos fieles a partir
de la decisión de cortar nuestra relación sensible con el mundo, de
hacer como si los demás seres atractivos no existieran. No por una
decisión voluntaria que mantiene continuamente ante nosotros su
origen, sino por una decisión perdida en la nebulosa de su constitu-
ción. Así “la pureza de la imaginación y los deseos” aparece “allí donde
no se trata todavía de voluntad ni de acción”. Pero es porque obscure-
cemos el verdadero problema, ya sea porque esa voluntad impersonal
aparezca como tradición, como imposición cultural del medio, o ya
como represión de la propia persona que termina no viendo lo que
en un principio la atrajo, y acaso la distrajo. Este ocultamiento de una
voluntad humana como voluntad de represión aparece aquí como si
no proviniera de una decisión personal sino como un pudor espon-
táneo, ajeno a la funcionalidad misma de la persona, no escogido
por ella. Por eso constituye el momento en que se oculta la interio-
rización de una decisión humana que acabará por presentarse como
supra-humana. La ética termina no sólo en una represión de la acti-
vidad sexual y erótica del hombre en aras de una personalidad dedicada
exclusivamente a los valores objetivos y absolutos, sino también en la
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15. “...la esencia de la persona (a diferencia del yo, del alma y el cuerpo) es el no poder ser
objeto...” Ética, II, pág. 311.
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Análisis de dos esencias afectivas (continuación).
Desde la perspectiva de la comunidad: el resentimiento
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Reacción y espontaneidad
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3. “La verdad es que la subjetividad... representa un momento del proceso objetivo (el de la
interiorización de la exterioridad), y ese movimiento se elimina sin cesar para renacer sin
cesar como si fuera nuevo. Ahora bien: cada uno de esos momentos efímeros –que surgen
en el curso de la historia humana y que nunca son ni los primeros ni los últimos– es vivido
como punto de partida por el sujeto de la historia. La conciencia de clase no es la simple
contradicción ya superada por la praxis y, por eso mismo, conservada y negada juntamente.
Pero es precisamente esta negatividad develadora esta distancia en la proximidad inmediata,
la que constituye de golpe lo que el existencialismo llama ‘conciencia de objeto’ y ‘conciencia
no-tética (de) sí’. Jean-Paul Sartre, “Questions de méthode”, en Les Temps Modernes, Nº 139,
pág. 361.
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4. J. P. Sartre, Esquisse d’une théorie des émotions, Hermann y Cie. París, 1948.
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Resentimiento y persona
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6. “La vida interior no atañe solamente a la filosofía. Es un principio de gobierno para aquellos
que gobiernan, y la fuente de la mayor parte de las actitudes que distrae a los oprimidos ante la
visión de su opresión, y que les impide formarse a tono con la obra de liberación del hombre”.
G. Politzer, Crítica a los fundamentos de la psicología, I.
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Scheler asegura con toda firmeza que en este caso son los valores
mismos los calumniados y sentidos al revés. Es decir, el momento en
que la subversión de la tabla de valores llega a su culminación, en que
la mendacidad interiorizada se convierte en la ley de la actividad moral.
Esta interpretación, sin embargo, persevera en el deslinde abstracto
de los valores y hace culminar un solo aspecto de esta dialéctica total
de la cual hablamos. Pues, según hemos visto, la negatividad del resen-
timiento vive siempre, en algún sentido, de la positividad de los valores
rechazados junto con la situación en la cual aparecen. Y el resenti-
miento señala este hecho: el valor que no es universal, es decir, que no
pertenece como posibilidad humana a todos los hombres, no es un valor
humano. Si la salud, la belleza, la libertad, no son valores que puedan
pertenecer (y no en el sentido de la “libre concurrencia”) a todos los
hombres, la salud, la belleza, la libertad no son humanas. Serán divinas,
serán reales, serán privativas de una secta o de una clase, por lo tanto
unidas a sus portadores esencialmente, por lo tanto en su encarnación
(la única modalidad en que adquieren realidad) requieren la nega-
ción global. Cuando Scheler prolonga los análisis de la falsificación,
se hace evidente que la falsificación sólo lo es ante sus ojos, es decir,
ante aquel que admite como una necesidad moral la aceptación de
los valores desvinculados de su encarnación, de sus portadores, de su
poder recíproco de irradiación. De quien admite una tabla de valores
ante cuya negativa sólo puede hablarse de “falsificación”. “Tablas ‘falsi-
ficadas’, suponen ‘tablas verdaderas’, pues en otro caso se trataría de
una mera lucha entre sistemas de valores, de los cuales ning uno sería
‘verdadero’ ni ‘falso’”, dice Scheler. De ese modo, para evitar caer en el
escepticismo de una pluralidad de tablas de valores, Scheler se inhibe
de penetrar en la experiencia de los valores. Al dar por sentada la impo
sibilidad de variación de su jerarquía, da también por sentado a priori
que todo rechazo, todo resentimiento, significa el rechazo de la única
posibilidad de constituirse en persona moral prefiriendo lo positivo a
lo negativo. Si lo negativo o lo positivo está ya definido, si estamos en
lo absoluto y la oposición es puntual respecto de la “tabla de valores”,
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8. Las conductas de preferencia (unidas a las reacciones) se producen siempre, dice Scheler,
frente a una pluralidad de valores sentidos. “Mas no es así en el amor o en el odio. En ellos
puede estar dado un valor tan sólo”. Ética, II, pág. 32. De este modo se torna evidente que para
Scheler, justamente en el acto más elevado de realización o salvación de sí mismo, los valores
en el amor pueden ser vividos con la máxima intensidad y en plena independencia de las rela-
ciones que mantienen con los otros valores. En el valor vivido en el amor no se han verificado
todos los valores. La referencia a la totalidad se la acuerda por principio a una totalidad simbó-
lica, Dios, en la cual el valor se integraría.
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ahora el amo está cerca de Dios, que es la única perspectiva que interesa,
ya no hay mediación entre el hombre y el hombre: todo se ordena fuera
de la historia. El reconocimiento de sí por el hombre deja su lugar aquí
al reconocimiento del hombre por Dios. Imposibilitado de reconocerse
en el esclavo, el amo con el amor “se hace igual a la divinidad”.
De este modo el retorno hacia el hombre no es preocupación por
las necesidades de los insatisfechos. La perspectiva insatisfecha, que
parte de la necesidad, no cuenta para el amor. El amor se realiza a través
de lo que el necesitado sufre: la necesidad es el grito divino que llama
al amor. Así como el realismo “veía todo lo viviente infestado de chin-
ches, en cambio, San Francisco incluso en la chinche veía la vida, la
santidad”. Así lo objetivo no contiene el sentido del amor humano. Si
la chinche es santa, lo malo es bueno, lo negro blanco, y el hombre no
puede leer en el mundo el sentido de sus propios actos, que se funden
en lo ilimitado y desbordante de la vida.
Como las perspectivas provienen del amo, las necesidades del
esclavo son desconocidas. No olvidemos que el prototipo del amo
amante es el santo asceta. El amo pretende ser la verdad del esclavo,
llevando al máximo esta técnica del nuevo dominio y del nuevo
provecho. “El acrecentamiento del valor radica originariamente en el
que ama, no en el que es auxiliado”. No solamente la fuente de la salva-
ción del esclavo está en el amo, sino que los valores mismos del esclavo,
son aquí, una vez más, los valores del amo. Sus necesidades pueden así
ser desconocidas, despreciadas por el amo, que se expresa en términos
de satisfecho: “no importa la magnitud del bienestar, sino que entre
los hombres haya un máximo de amor”. Pero, ¿por qué estará tan
reñida en Scheler la satisfacción de las necesidades con el amor? Ya
trataremos de verlo luego. Pero de todos modos resulta evidente que el
auxilio hacia el pobre, hacia el enfermo, hacia el miserable, no es sino
una razón más para la salvación del amo. Porque el amo satisfecho
busca ahora su buena conciencia, ser reconocido por Dios, ya que
los hombres no podrían reconocerlo nunca. Busca un acto de pura
inmanencia, interiorizado, que encuentre su término en sí mismo y le
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1. De la intimidad
Por un lado se trata para Scheler de que la conducta no sea una reac-
ción, es decir, que no dependa de los valores y sentimientos de quien se
encuentra frente a nosotros. Con el otro no puedo discutir, significaría
hacerme cargo de sus valores, y esta actitud reactiva sería tanto como
“ajustarse a las valoraciones y acciones corrientes y vulgares”. Al no
hacer “depender la conducta propia de la ajena”, ¿dónde puedo buscar
la perspectiva de mi acción? Debo volver por lo tanto nuevamente a
mí mismo: debo tornar de algún modo absoluta mi propia perspectiva.
Pero corremos todavía otra posibilidad: no solamente mi inti-
midad debe quedar a salvo del otro, sino que la figura objetiva de mis
actos espirituales puede presentar precisamente la contrafigura de lo
que siento ser: porque el alma humana está inficionada de maldad, así,
maldad sin sentido, al estado puro, tal como un clavo oxidado está al
lado de un clavo reluciente. Debo por lo tanto dejarla surgir para evitar
el envenenamiento de mi intimidad y estar pronto a salvarla en el
arrepentimiento: “La comisión del pecado y el arrepentimiento subsi-
guiente es, para Jesús, mejor que la represión del impulso pecador y el
envenenamiento del núcleo íntimo del hombre, envenenamiento que
puede existir perfectamente con el ser bueno y justo ante la ley”. Si ya
es pecado “mirar a la mujer del hermano con apetito lascivo”, ¿para no
envenenarnos deberemos cohabitar con ella prontos a arrepentimos?
Porque en esta interpretación de Scheler lo que importa es la inti-
midad del alma: “la honda satisfacción, el reposo, la libertad que (se
siente) después de cometido el hecho”. Así la salvación está colocada
en primer plano, lo mismo que el ser del alma en la moral evangélica,
rigurosamente individualista.
Puesto que el mundo y el hombre están fijos de una vez para siempre,
puesto que no hay transformación posible, ni trabajo, ni dialéctica,
como no hay comunicación ni lucha con sentido que modifique la
relación humana, el problema consiste en encontrar un estatuto de
equilibrio que me siga manteniendo en la cúspide de la espiritualidad,
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de la vida las personas no son más que personajes a los ojos de Dios y el
mundo un escenario: la Historia una comedia, y a veces una tragedia,
nunca un drama. El verdadero mundo está en ese transfondo ante el
cual el alma queda sola, arrepentida, ante el reino de Dios.
Así el cuerpo, residencia de la subjetividad, se convierte en el
“templo del Espíritu Santo”, residencia de la objetividad. El cuerpo, es
decir, aquello que por su misma constitución está destinado a ser el
lugar del sacrificio a Dios, lo que a Él debe ser sacrificado.
Esta dualidad irreconciliable, que se opone voluntariamente a
toda dialéctica, esta vocación hacia lo escindido lleva entonces a una
oposición radical: el espíritu se opone constitutivamente a la vida.
Así reaparece como anterior a la vida aquello que, como hemos visto
en la dialéctica de los valores, surge en la vida misma como un trabajo
de creación humana y por ende histórica. “Los consejos y los impe-
rativos cristianos entran en pugna, no sólo pasajera, sino constitutiva
con todas aquellas leyes según las cuales la vida se desarrolla, crece y
puede desplegarse”.
Referida a la comunidad humana, esta pugna se convierte en
aparente indiferencia: “la diferencia de clases entre el señor y el esclavo
(...) es reconocida sin dificultad”. Así el cristianismo, según Scheler,
no tiene nada que ver con la “fraternidad humana universal”, ni con
el establecimiento de esa comunidad que suprima las diferencias y
el dominio entre los pueblos. Hay hombres esencialmente amos, y
lo son como reflejo e instauración de un orden que no depende del
hombre. El espíritu se opone a la vida. Más aun: se desinteresa de
ella. ¿Qué valor espiritual puede entonces tener el reino del hombre
frente al reino de Dios? El reino de Dios no necesita instaurarse obje-
tivamente: está dado en la referencia subjetiva de la persona (para
Scheler esa es la suprema objetividad que en el amor experimenta la
integración). La ratificación de esa pertenencia está dada no en la vida
humana, sino en el afecto, mediador entre el hombre y Dios. Si todo
es necesario, si es preciso que existan malos como buenos, si la bondad
no es identificable en el mundo, si las luchas nada expresan respecto
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perdón que no se ejerce como para dar término a la lucha: paz, amor
y perdón, sí, pero en el reino de las personas. En otras palabras: al
mismo tiempo que amo, yo, patrón, debo explotar a mis semejantes en
“una lucha leal y consciente de sus fines”, que son por lo tanto sólo los
míos. Y el obrero, al mismo tiempo que combate al patrón porque este
lo reduce a una condición subhumana, lo humilla y lo explota, debe
amarlo, situarlo con referencia al reino de la gracia. Pero esto significa
introducir, como se ve, dos conductas concretas que se excluyen esen-
cialmente. En último caso, la realidad exige que sea una de las dos la
que prime: o lo amo, y mi lucha, que en último término significa la
aniquilación del que amo, debe suspenderse, o lo odio, y es mi amor
entonces el que debe suspenderse.
Este determinismo básico de la maldad histórica, de la imposi-
bilidad de la conciliación, señala la escisión de ambos órdenes: el
malestar de la conciencia en un mundo concreto donde la rapiña,
el dominio y el privilegio constituyen la razón de vivir, que no se
quiere abandonar, y el orden de la buena conciencia, el espiritual, el
“verdadero”, el de los valores de salvación. Así en la ética de Scheler
los privilegiados ganan en ambos frentes: concretamente, en el de
los bienes concretos que dicen despreciar pero que gozan, y abstrac-
tamente, en el de los bienes abstractos que dicen reverenciar, pero
sólo en símbolos. Así el amor ya no es el reconocimiento de la posi
bilidad de otro orden total, de un orden concreto de amor: el amor
sirve, en cambio, sólo como verificación de la hostilidad: “el manda-
miento paradójico de amar a los enemigos no tiene nada que ver con
el moderno ‘abajo las armas’; (...) por lo contrario, la predicación
de amor a los enemigos implica que hay hostilidad, que hay en la
naturaleza humana fuerzas constitutivas imposibles de transformar
históricamente, y que conducen necesariamente, en ocasiones, a la
hostilidad”. Así la conting encia se muda en necesidad, la culpabilidad
histórica desaparece ante el imperativo de una ley vital, y se le asigna
a la naturaleza humana, a la totalidad, algo que pertenece y resulta
del ejercicio parcial de un privilegio que segrega necesariamente la
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