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America en Ruinas
America en Ruinas
EN RUINAS
Por
FRAN NORE
Francisco Ruiz trajo una mujer a vivir con él y sus dos hijos a la casa.
Una hermosa india mulata llamada Alina, la hija de un militar español
muerto en campaña y de una mujer india oriunda de la provincia de Paucurá,
por la vertiente del Cauca, cerca de la villa de Arma.
Él quería tener una mujer para satisfacerse como hombre, aún le causaba un
sudoroso efecto varonil todas las indias que había descastado. Quería estar con
una mujer real que estuviera presente y pendiente de sus reclamos y que
pudiera cuidar de él y posiblemente de sus hijos en Cartago.
Pero, ¿por qué una india?
Para él era muy fácil conseguirse una mujer india o esclava negra, tomarla
como si fuera un obsequio de la naturaleza.
Podía decirles mentiras y patrañas a sus dos hijos con el propósito de subir
sus alicaídos estados de ánimo. Pero su desenfado trastornaba, sobretodo a
Cristóbal. Y perfectamente Francisco Ruiz intentaba justificar la situación de
traerse una mujer india mulata con él.
Ante los reclamos de Cristóbal, por fin se quedaba callado, tratando de
concluir que todo lo que decía su hijo consciente o inconscientemente estaba
de más.
Y Cristóbal se enardecía por las inquebrantables decisiones de su padre.
Con las palabras de confortamiento de Francisco Ruiz nunca se resignaron
sus hijos a respirar más tranquilos, sin la presión de sus palabras y con la
presencia de la intrusa.
Pronto la india mulata Alina se encariñó con la pequeña Ana y con
esmerada solicitud estuvo a su cuidado.
La pequeña Ana, que con la partida de su madre Ana de Morales, hondas
depresiones y profundas sensaciones de abandono habían ido arruinando su
estado de ánimo.
Se suponía entonces que Francisco Ruiz lo que menos quería era estar solo,
sin mujer, con sus hijos perdidos en la tristeza y en la nostalgia entre la
taciturna casa de Cartago. Pero ni la inesperada presencia de Alina en la casa
pudo ayudar a los muchachos a superar la tristeza de esos días.
Alina era una mujer muy servicial, pasaba horas enteras escuchando y
atendiendo a los dos hermanos, los escuchaba y los aconsejaba con pocas
palabras, aunque no era mucho lo que la india mulata de extraordinaria belleza
decía en realidad, porque casi no hablaba castellano, pero lo poco que decía en
español, ellos podían medio entenderlo, ella los escuchaba con un esmero casi
maternal, tratando de adivinar sus palabras. Además, les cuidaba y se
esmeraba en que la tristeza y el agobio de todos en la casa se disipara.
Alina de veras quería ayudar, desinteresadamente.
Francisco Ruiz, la mayor parte de las noches de brisa veraniega, la
conducía a una habitación que le tenía acondicionada cerca de la cocina, un
antro oloroso a cebollas y berenjenas, oliendo a sudor y sangre.
Porque no quería dormir más en la antigua habitación que antes compartía
con su esposa.
Dentro de aquella habitación, en compañía de la india mulata, él pretendía
alejar de su mente la profunda nostalgia que sentía por su lejana esposa allá en
Mérida.
Entonces la besaba apasionadamente, se entregaba a las caricias y a los
placeres de su intimidad.
Alina no sabía qué le inspiraba a ese hombre fortachón, si lástima o amor.
Pero Francisco Ruiz en medio de una exasperada curiosidad amorosa y
sexual, se embebía por igual en la calidez benefactora de la mujer.
Las manos le temblaban a ambos de deseo.
Y así fueron sellando su pacto de copulación.
Los días que siguieron recorrían juntos los pasillos de la casa, salían a
caminar por los verdes campos y por las riberas del río de la ciudad, las
remotas ondas del río Otún se llevaban todos los vivificantes recuerdos del
conquistador.
Por los milenarios bosquecillos se refugiaban roedores que jugueteaban
entre los agujeros de los troncos de los árboles derribados y destruidos por los
rayos de las tempestades, múltiples pájaros de fábula construían sus grandes
nidos negros y misteriosos en las ramas enverdecidas de los limonares.
En esos maravillosos días, Alina, la india mulata, y Francisco Ruiz, el
temido conquistador, comprendieron que se amaban y que su destino, por
encima de todo lo funesto, era seguir juntos hasta el fin del tiempo.
Francisco Ruiz era tan codicioso, que nunca se le ocurrió pensar que se iba
a arruinar el corazón de tanto ambicionar el preciado y violento objeto del oro,
que ya traía por todas las tierras del continente americano las señales de la
guerra y de la destrucción, de la violencia y de la muerte. Estaba poseído por
el afán de acumular riquezas.
Alina le contaba a los hermanos Ruiz con cierta dificultad lingüística
muchas cosas de su vida pasada, les hablaba de su familia, les describía los
paisajes de la provincia de Paucurá, de donde era oriunda. Entonces
comprendió Francisco Ruiz que Alina que era su salvadora, además era su
refugio, su consuelo, su fuerza para continuar luchando por la recuperación de
su agobiada existencia. Y así pudo disfrutar de su aparente amor nunca a
escondidas de sus hijos. De alguna manera la había traído hasta Cartago, con
ese fin propuesto en su mente. Después volvió a estar tan ocupado pensando
en cómo robar el oro de los indios de las cumbres andinas, conquistar
encomiendas y hacer el coito con Alina, que se despreocupó de la crianza de
sus hijos. Tampoco se dio cuenta de que sus hijos habían crecido y que podía
disponer cuando quisiera de ellos para el progreso de su hacienda, puesto que
además eran sus herederos.
Pronto comprendió Cristóbal que su padre tenía otro hogar dentro del
hogar.
—Padre, ábrame…
Su padre se levantaba del tálamo, apabullado por los deseos amorosos de su
concubina.
Su padre abrió la puerta. Sorprendido, porque siempre se sentía descubierto
por Cristóbal.
—¿Qué quieres? ¿Por qué no te vas a jugar con tu hermana menor?
—Desde que nuestra madre se fue no jugamos a nada…
—Aún huele feo…
El horizonte entre las cumbres y las montañas traía ese olor indefectible
que intoxicaba toda la ciudad.
Tiempo atrás, Francisco Ruiz había descubierto ese olor putrefacto
creyendo que se trataba de un vaho pútrido de la noche. Y luego la india
mulata Alina lo atribuyó a los vaporosos cadáveres insepultos de los indígenas
dejados por los mercenarios y traficantes de tesoros a la intemperie de los
caminos pantanosos. Cristóbal y la pequeña Ana, nunca supieron de dónde
provenía ese olor nauseabundo que impregnaba toda la casa, a veces pensaban
que era el olor natural de la tierra de los valles, pero otras veces, cuando el
olor se hacía insoportable imaginaban que eran los vapores de las almas de los
indios sacrificados que habían quedado errantes por entre las arboledas.
Entonces nunca nadie pudo definir el origen de esas emanaciones de
podredumbre, tal vez era el olor de la pandemia de SARAMPIÓN y de peste
negra que todavía circulaba por el aire avisando su presencia mortal y
definitiva.
El montaraz hombre miraba levemente trastornado a la concubina echada
en el tálamo, con un placer simiesco, y a su hijo con un brillo irónico y
salvaje.
Cristóbal sentía incontrolables deseos de increparlo, de detenerlo en su
matanza contra los indios y en la conquista de sus tierras inhóspitas, detenerlo
de una vez por todas, alejar su maldad devoradora. La gente de los alrededores
le odiaba y le temía, aunque sabían que se trataba de un hombre mayor, aún así
querían exterminarlo como a un insecto, pero nadie se atrevía. Cristóbal sólo
podía controlarse y sacudir de vez en vez la cabeza con estupor. ¿Cómo era
posible que su padre viviera dispuesto a las atrocidades? Se preguntaba todas
las veces y podía percibir ese olor de la noche cuajado en la casa, el olor
refractario de su padre, el olor sangriento y vaporoso de toro asesino que
desprendía a todo momento.
Consideraba Cristóbal varias opciones: Lo imprevisto de la unión de su
padre con la india mulata que había traído desde Anserma, su fortaleza
inexpugnable, su existencia demente y poderosa resguardada y refugiada en la
casa de Cartago que siempre había sido su fortín vigilado por su séquito de
matones por unas monedas de oro. Y el aumento de su fortuna y de su
descendencia. Las mujeres aristocráticas de la ciudad de Cartago decían que
entre las indias había madres de sus hijos bastardos. Lo comparaban con el
sanguinario Antonio Pimentel, que, en 1500, en la villa de Arma, había
matado más de mil doscientos indios, lo mismo que con el empalador y
carnicero de indios español Miguel Muñoz.
Francisco Ruiz tenía los ojos efervescentes, babeaba por la boca una
espuma gris, sus movimientos se tornaban torpes cuando la concubina de
Paucurá le acuciaba de afectos.
Adivinaba Cristóbal que su padre el conquistador y encomendero libraba
una batalla de sentimientos encontrados. Entonces comprendía que el sopor de
la muerte poco a poco iba envolviendo su aura y que lo haría retroceder de sus
malvados propósitos, aunque sus matanzas quedaran impunes en el transcurso
de los siglos.
Su padre a veces lo miraba tan extrañamente que el destello de su mirada se
le metía adentro y lo hacía estremecer.
—¿Has considerado lo que te he dicho?
—No lo recuerdo…
Luego le daba la espalda y miraba el vano de las ventanas polvorientas.
Cristóbal sentía que tambaleos de miedo y de pavor le recorrían la espina
dorsal mientras su padre comenzaba a aflorar una risa congelante, se reía,
congeniando con la intrusa india mulata.
Dejándolo perplejo.
Y así, agolpado de sufrientes cavilaciones adolescentes abandonó la
recámara de los amantes, deambuló por la casa hasta el amanecer, entregado
como un sonámbulo a la búsqueda de un fantasma llamado padre, al que no
podía reclamarle nada y todo acercamiento para someter su voluntad era en
vano.
Francisco Ruiz, aparecía disperso en el aire, esfumado entre una niebla gris
que cubría la ciudad de Cartago.
El día que Cristóbal Ruiz comprendió que Ana, su hermana menor, era todo
para él, una bruma de nostalgia sumió su corazón en una noche oscura, desde
entonces comenzó a llevar una vida extraña, tal vez se sentía dentro de la casa
como un terrible espectro llenando las horas de su existencia de evocaciones
infalibles.
Solía vagar por los corredores de la casa, ocasionando que los ruidos de sus
pasos asustaran a los insectos maláricos y despertaran a su evasor padre y a su
concubina embarazada. En el silencio del amanecer se refugiaba como un
desvalido reyezuelo en un imperio destrozado por el viento.
Recordó la vigilancia de su madre por aquellas calles de la ciudad por
donde solían caminar invadidos de sensaciones de abandono, sintiéndose
desprotegidos, como si hubieran sido heridos en una pavorosa guerra,
enseñando a los cartaginenses siempre de recios semblantes de combatientes
ampulosos, que ellos tenían porte y poseían clase por ser la familia del
encomendero Francisco Ruiz. No podían evitar encontrarse con los rostros
desencajados de los civiles en los andenes de las pequeñas casas aldeanas,
rostros extraños y vigilantes, ahora no ignoraba que los seguían y los vigilaban
custodiándolos tal vez, pero terminaban bajo aquella sensación de
incomodidad siempre que su madre Ana de Morales, su hermana Ana y él,
Cristóbal Ruiz, pasaban ligeramente asustando las miradas y creando
expectativas ilusorias. Entonces le aterrorizaba profundamente que los mismos
residentes de la ciudad los consideraran forasteros, todos los pobladores de
Cartago parecían invadidos de preocupaciones folclóricas de muerte.
Francisco Ruiz se encontraba agotado, encendido de sinsabores y sin
deseos de hablar con nadie, impartía órdenes aquí y allá, sobre todo para
cobrar impuestos o anexar personal a sus encomiendas, sobre todo para
ordenar más ejecuciones, empalamientos, sacrificios y decapitaciones. Parecía
totalmente desapasionado de la vida cuando la cifra de indios muertos
aumentaba considerablemente.
Esa fría madrugada mientras Cristóbal recorría los pasillos ya telarañosos
de la casa de embrujo de sus padres, desencantado y enojado consigo mismo,
de igual forma al recorrer las despertadas callecitas de la ciudad oscura, a
veces presentía que su padre el encomendero lo quería desde su distancia,
pretendía resignarse a pensar que él le ocasionaba no sabía qué clase de fuertes
e intensas emociones de perseverancia, coraje y fortaleza. Pero aún así,
siempre llegó a temer de su malintencionada forma de arrastrarlo a su
profundo precipicio de maldad, pues su padre, no se hartaba de repetirlo,
poseía el don de no amar y de justificarse en su ley de muerte. Sólo pues sentía
compasión por él.
Sucedieron punzantes los largos días por su desconsolada existencia
sabiendo que su iconográfico padre en España y aquí en El Virreinato de la
Nueva Granada era considerado un famoso asesino de indefensos indios.
Por la casa se escuchaba una bandada de insectos traídos por el viento de
barlovento que entraba por los pasillos.
Cristóbal sentía, que su hermana menor Ana y él, vivían en un lugar tan
retirado del mundo, rodeados por los fantasmales recuerdos de la ausencia de
su madre retraída y enfermosa, vigilados por las inquietas sombras de los
tenebrosos habitantes de la ciudad. Su padre les recomendaba salir poco de la
casa y no alejarse demasiado por los caminos hacia el río Otún, pues Francisco
Ruiz también se sentía amedrentado, profanado en sus ánimos, suponiendo
que la ausencia de su esposa le ocasionaba en el alma húmedas penitencias
que cobraban la acuosa estampa del abandono y la desesperación.
Cristóbal siempre ansiaba ver de nuevo el hermoso rostro de su madre,
figura fantasmal que súbitamente adquirió proporciones táctiles en medio de
las brumas de los días. Como si estuviera en un delirio, la imagen de su madre
aparecía ante él, escultural pero tenebrosa, llevando una larga y descuidada
pelambre que colgaba en sus desnudos y esbeltos hombros, su sonrisa como
una tonada de lluviosas estrellas que lo invitaba a transparentadas sensaciones,
sus ojos negros, pequeños y puntiagudos, contraídos en un cristalino dolor, él
respiraba la frescura de su piel que se confundía con el aire, el aroma de sus
provocativos labios ocasionando reacciones confusas y fugando de ensueño
sus sentidos inyectados de una larga tristeza, de una simple nostalgia. Pero el
viento de la mañana traía olores muy diferentes, como de marchitas dalias.
Esa fugaz reminiscencia lo invadía de doloroso hastío y no le quedaba más
consuelo que sentirse atrapado en medio del caos de sus emociones. Entonces
regresaba a los taciturnos pasillos de la casa o a los sucios bulevares por las
apretadas callejuelas de la ciudad de Cartago, como si fuera la prolongación de
las almas penitentes de sus padres, invadido de todos los sentimientos y de
todos los recuerdos que se le despertaban desde la sofocante realidad de su
soledad. Una honda depresión y una profunda sensación de ruina habitaban su
estado de ánimo. Lo que menos quería era estar desamparado y perdido entre
los largos pasillos y los alrededores de la casa.
Torpe e infantil, caminaba las descuidadas y ruinosas calles de dudosos
relieves de la ciudad. Escuchaba algarabías espantosas y se sentía invadido de
terribles emociones, de preocupaciones aciagas. Todavía aterrorizado tan
profundamente por la frialdad y la tosquedad de la muerte de los indios a
manos de su padre.
Caminar y caminar por las calles sin poder sosegar su espíritu y sin rumbo
fijo y evitando los reclamos de los transeúntes, de las viudas y de los
huérfanos, de los grandes lloriqueos de los hombres sin dignidad, sin deseos
de parlar con nadie, impotente ante las reclamaciones de los ciudadanos, pues
un enorme nudo atosigaba su garganta, impidiéndole expresar también su
descontento con la situación aberrante que vivían todos por igual.
Por las malolientes calles de Cartago, mujeres histéricas gritaban a sus
borrachos maridos sinalefas y jeremías atronantes. Los niños lloraban
empedernidos y sin consuelo. Los indígenas se preparaban para la fuga antes
de que llegara un español a retenerlos, mutilarlos, sacrificarlos, matarlos de
dolor espurio.
Escrutando con la mirada a los chiquillos que encontraba por el camino,
chiquitines que jugaban a matarse unos contra otros, lo que lo desapasionaba
terriblemente.
Recorrió las calles por varias horas, desanimado y oprimido, en el
desencanto por la vida en la ciudad, llevando no tan buen aspecto, pareciendo
más bien un bandido.
Las mujeres piadosas desde los atrios de sus casas daban a los mendigos de
comer y de beber y les regalaban vestidos para que cambiaran sus harapos.
Por las calles, con tan mala suerte, que se encontraba con algunos de los
antiguos camaradas de travesías de su padre Francisco Ruiz, por mucho que
intentaba pasar desapercibido, ellos lo reconocían. Hablaban de él y de su
similitud con el encomendero. Pero a su padre le decían valiente soldado,
patrón y amo, toro excitado. Y de él se referían a que era un inocente potro
descorazonado.
La india mulata Alina, presa del sofoco que le causaban las palabras del
Reverendo Martino, solía refugiarse en la alcoba de Francisco Ruiz oliente a
margaritas, a alcohol, a polvo libelo, o se aprestaba a hincarse frente al altar en
el salón, iluminada la penumbra por las temblorosas luces de las antorchas, de
cirios y de velones de sacristía, que formaban en las amarillentas paredes las
desnudas siluetas de las figuras solemnes de sus santas deidades imberbes; en
su desvarío de madreselva invocaba celestes caciques, ogros mariscales y
ciegos y tiránicos dictadores de su ensueño enfermizo, para que la condujeran,
para que la guiaran por los túneles de la claridad y pudiera alejar de su cabeza
los espectros de las guerras interiores que la invadían. Pero las sentencias de
sus ancestrales protectores eran cortas y sangrientas.
Para evitar las rabias de sus dioses míticos retornaba a exacerbados cánticos
y enloquecedores mantras que se convertían en la noche en murmurantes
orquestales de despiadados lobos y lechuzas a unísono.
Resonaba en la soledad de la casa sus agonizantes voces y sus trepidantes
ecos que se dimensionan en la atmósfera. Como hechizada y sonámbula salía a
tropezarse contra las paredes del caserón, hasta hacerse daño.
Parecía estar siendo atacada, en suma, por la sarna de los sentimientos
frustrados: la fría emotividad de sus palabras al referirse a su vida pasada, la
inapetencia de su ser pronto a resumirse al vacío, el resentimiento que sentía
asimismo contra los seres humanos que la rodeaban, presta a “descensus ad
inferos”, esperando con ahínco el día en que nacería el bastardo de Francisco
Ruiz, para reconstruirse como mujer y después pensar definitivamente en
formalizar su unión nupcial con el encomendero.
Pero cuando se sentía agraciada tratando de acostumbrarse a vivir con la
familia Ruiz, además sabía que no tenía a dónde ir, entonces se resignaba a
compartir su existencia con los hijos de su protector, más como una solución
de la vida a sus devaneos. Por fin, la vida le abría los ojos y destapaba la
sordera de su alma por los senderos de la reconciliación.
La india mulata Alina, una poderosa hembra felina que había estado
acosando a Francisco Ruiz y lo había seguido muchas noches de su vida para
exigirle amor, veneración y quizá agradecimiento y fidelidad, más aún, ahora
que esperaba a su vástago, descubría el destino de su vida que se desenvolvía
dentro de la casa. El calor de sus deseos inconclusos sudaba por su cuerpo, la
vida no le era totalmente extraña, pensaba que el amor que sentía hacia
Francisco Ruiz no era solamente un capricho loco de la naturaleza, entendía
que era el toque del amor que a ningún humano dispensa de conectar con la
intensa lucha que libran los sentidos y el espíritu.
La vida de los enamorados es tan maravillosa, los seres que se abrazan y
que se contienen el uno para el otro significa la mecánica de los signos y los
símbolos, la vida palpita en ellos entre funciones universales y eternamente
indelebles.
Alina y Francisco Ruiz, como todos los desvariados del amor, buscaban
frenéticamente un paisaje escénico que les colmara el alma de sensaciones
indecibles.
Alina, en su juventud en el pueblito de Paucurá, en la provincia de Arma, se
creía bella y eterna, pensaba que tenía la rara facultad de permanecer siempre
joven y lozana, la calumniaban seguramente otras mujeres de la tribu porque
era india mulata deseosa de las noches del sexo, pero con los años de la
adultez llegó verdaderamente la entrega, el poderoso sentimiento del deseo y
del placer, con mucha más fuerza, que poco a poco se tornaba incontenible.
Y entonces fue fruto predilecto de los hombres blancos, y ella calmó con
sus caricias y sus besos las faenas despiadadas reflejadas en los cuerpos de los
sufrientes y valientes combatientes de La Nueva Granada.
Y ahora, en las noches, dentro de la casa de la familia Ruiz en la ciudad de
Cartago, en la habitación del encomendero Francisco Ruiz, mientras él dormía
buscando la placidez del sueño, ella rogaba a Dios para que terminara todo lo
que hacía intolerable vivir, y se preparaba nuevamente para los rituales del
placer y del amor.
El amanecer devoraba las sombras penitentes.
Al despuntar el alba, Alina y Francisco Ruiz se encontraban en el silencio
bullente de la cocina, a hurtadillas de las celadas miradas de Cristóbal y de la
pequeña Ana, siempre sonrientes concretando sus citas de amor.
Cristóbal y la pequeña Ana, por su parte, trataban de huir de la influencia
todopoderosa de su padre, pues su presencia chamánica parecía producirles un
terrible malestar, incluso más cuando se sentían observados por sus grandes
ojos negros de niebla avivados por la lumbre del desasosiego.
Cuando Alina se encontraba entre las escuálidas sombras de los cuatro
muros humosos de la cocina, ella, gigante de su ilusión amorosa, permitía que
Francisco Ruiz se le acercara y le susurrara frasecitas de amor, permitía que le
subiera la falda o le propinara una lluvia de besos en la cara, entonces reía
aérea como sumergida en un mito montuno.
Francisco Ruiz se entregaba a los arcanos besos y al frenesí de la india
mulata por cuidarlo y brindarle la benevolencia de su pecho oloroso a rosas
frescas, disfrutaba de sus muslos bajo la falda estampada de azaleas que él con
sus gruesas manos subía hasta las rodillas, de su cuerpo de azabache piel en
ese instante en que ella era su sueño cercano. Tocaba su rostro salpicado de
cebolla picada, hundía una y otra vez sus dedos en el cabello negro con una
rendición sensual casi infantil.
Así repartían sus días en conjunto: mientras él mandaba a sus esclavos y
criados a cortar y traer leña de los bosques para el fogón; ella preparaba las
faenas culinarias, recogía los frutos del rocío, las piñas y los plátanos, las
papayas y las mandarinas, envuelta entre las hojas de los groselleros y de las
mutisias, picada de hierba y por mosquitos.
Jamás se hubiera acostumbrado Francisco Ruiz a la ausencia de su
concubina.
Luego todas las tardes se encontraban bajo las sombras de los sauces del río
Otún, pero evitaban un poco verse tan enamorados entre los pasillos de la
casa, porque presentían que los hijos del encomendero los espiaban, que con
sus profundos celos, como anacoretas de la tristeza, los vigilaban resguardados
desde los muros frígidos de la casa ensombrecida.
Con el tiempo de sus amoríos, Cristóbal no fue el gran sorprendido.
—Me voy a casar con tu padre —le confesó, para que finalmente se hiciera
una idea del amor que sentía por aquel hombre.
—¿Eh…?
—Sí. Nos casaremos en la iglesia de la provincia.
Alina parecía disfrutar de su triunfo impreciso anunciando una boda
fantasiosa. Quien mejor que el hijo mayor del encomendero para darlo por
enterado.
—No lo creo. Mi padre ya está casado.
—Pero su esposa lo ha abandonado.
—No lo creo. Mi madre volverá y tú tendrás que irte de esta casa.
Ya no tenía nada más qué decir.
Cristóbal Ruiz de Morales pensaría entonces en escribirle a su madre Ana
de Morales, allá en Mérida, y adelantarle en una misiva los pormenores de la
infidelidad de su padre. Pero finalmente decidió, algo airado, no escribirle a su
madre enferma y propinarle con la terrible noticia de la infidelidad de su padre
otro mayor dolor de cabeza, en definitiva, debido al convaleciente estado de
salud de su progenitora. Tampoco consideró necesario tomar
reglamentariamente las palabras de Alina sobre la boda que imaginaba en su
cabeza frívola, conociendo a su padre, sabía que Alina fabulaba por un más
grato encuentro con lo que suponemos y llamamos felicidad. Y entonces dejó
atrás ese malestar insano de atormentarse por el infiel padre y por la ilusionada
india mulata y pareció más bien divertirse con sus ocurrencias.
Cuando la india mulata Alina dio a luz, los bosques del valle del río Otún
se incendiaron.
La familia Ruiz estaba dentro de la casa, como siempre, pero los hijos del
encomendero, a veces, la mayor parte del tiempo, se quedaban como muñecos
desvalidos jugando a inventar historias desconsoladas en la calidez de los
patios.
Y Francisco Ruiz revisando informes.
Esa tarde en que parió Alina, ella aún dormía sin sospechar que se le
vendría de súbito la criatura.
Mientras tanto Cristóbal abandonaba los juegos con su pequeña hermana
Ana y se alistaba a salir solo al cementerio de la ciudad, quería ir a ponerle
ramos de flores a las tumbas de las víctimas de su padre. Se sentía
verdaderamente comprometido con las honras funerarias hacia aquellas almas
sacrificadas. Cuando llegó al Camposanto se sintió extremadamente agotado al
recorrer las veras de las tumbas dispersas, le faltó el aire en los pulmones y
como estaba afectado volvió a la casa, ya en la tarde ennublecida.
Cuando entró a la habitación de la india mulata, Alina ya estaba despierta,
sentada encima del lecho. Sudaba y estaba pálida.
—¿Qué te pasa?
—Son los dolores del parto… —le dijo resoplando.
Y Cristóbal comenzó a angustiarse ante la imprevista noticia
Llamó a la pequeña Ana entre grandes voces, inútilmente, porque Ana
estaba en los patios cazando grillos y mariposas. Entonces buscó a la
servidumbre, pero los criados y los esclavos dormían las siestas de la tarde
encerrados en sus bohíos, buscó a su padre, pero Francisco Ruiz estaba
enclaustrado en su estudio embebido en sus pergaminos. Tocó la puerta varias
veces y nadie le contestó, aunque él sabía que su padre estaba ahí, tal vez
durmiendo encima de los folios.
De repente comenzó a tronar precipitadamente sobre las montañas y sobre
los techos de las casas de la ciudad.
La india mulata Alina sintió más fuertemente los dolores del
alumbramiento.
Y la tormenta eléctrica se desembocó como una fiera salvaje en la tarde e
incendió con sus rayos desplomados los bosques espinosos.
En el doloroso parto, las flemosas lágrimas de la mujer bañaron el
escuálido crío que había expulsado de sus entrañas, envuelto en sangre
intestinal. Los leves quejidos de la criatura apenas emergían a la superficie.
Y entonces despertó Francisco Ruiz desde su despacho de crímenes.
Los bosques estaban en llamas por causa de los truenos.
Los bosques habían perpetrado a favor de la humanidad de su vientre,
naciendo un hermoso niño.
Alina lo envolvió en su traje. Estaba convaleciente y quería recobrar las
fuerzas para ir a enseñarle la criatura a Francisco Ruiz.
Espantada por los truenos, la pequeña Ana abandonó sus juegos en los
patios y entró a la casa, agitada y empapada por la lluvia, queriendo retener los
alientos de su paseo.
Cristóbal le comunicó que Alina estaba dando a luz.
Fueron hasta donde se encontraba su padre que efectivamente se había
quedado dormido en su despacho, cuando tocaron la puerta y él por fin abrió y
recibió con admiración la buena nueva que le traían sus hijos, entonces se
preocupó porque sabía que la india mulata estaba sola dentro de la habitación,
salió a buscarla precipitadamente mientras las fiebres de una extraña
premonición se apoderaban de su cuerpo.
Pero cuando llegaron los tres a la habitación, vieron estupefactos que la
india mulata Alina ya cargaba al diminuto bebé ensangrentado envuelto en una
tela y que lloraba entre sus brazos.
A Francisco Ruiz lo invadió la ternura, quería volverse loco de felicidad.
Fue hasta donde la concubina retozaba y cargando al bebé empapado en
sangre, dio gracias a La Virgencita de la Merced por tan generoso regalo de la
vida.
Una semana después del nacimiento del hijo de Alina y de Francisco Ruiz,
informadas por los mensajeros de los tormentosos caminos, arrimaron a la
casa, provenientes de los hondos y lejanos villorrios de la ciudad de Tunja, las
señoras encargadas de propagar la caridad cristiana y dar fe a La Providencia
de los milagrosos nacimientos y de las defunciones en la ciudad de Cartago.
Era una docena de patibularias y decrépitas mujeres de cueros curtidos,
vestidas de negro y con plumíferos sombreros, entonando funestos versículos
por las calles de la ciudad, mientras se aferraban de sus escapularios y
crucifijos.
Habían atravesado a pie la ciudad antigua de Neiva y en romería las
pantanosas sendas que conducían a la ciudad de Cartago. Aparecieron en una
dispareja hueste, con sus rostros momificados por el polvo invernoso de los
caminos, encendiendo teas que iluminaban la exigua noche.
Aquellos séquitos de trasnochadas viudas creían en los poderes milagrosos
que La Sagrada Providencia extendía a los recién nacidos y a los muertos.
Se plantaron frente a la puerta de la casa del encomendero Francisco Ruiz
con el propósito de conocer la criatura, querían promover la autenticidad del
suceso y bramaban enloquecedores trenos mientras rociaban sobre los
alrededores de la casa y de la ciudad cascadas de agua bendita.
Todo Cartago sabía del nacimiento del hijo de la india mulata y el
encomendero, y las opiniones controversiales no se hicieron esperar.
Francisco Ruiz que anteriormente ya las conocía, se enfrentó a ellas, luego
de que tocaran el portón. Y no le permitió la entrada al interior de la casa.
Entonces la romería de místicas mujeres pernoctó deambulando con sus
misericordiosas y muriáticas presencias por los rededores, cundiendo entre la
tempestad que se acercaba con la noche, encendiendo fogatas y teas, y
entonando triduos y piadosos rezos y jaculatorias.
La intemperie de las calles de la ciudad las albergó, pero pronto estuvieron
yertas de frío, y al parecer no les importaba, pues estaban envueltas entre los
afiebrados y cálidos fervores religiosos de la congregación de momias místicas
a la que pertenecían.
Pronto irían a buscar los cadáveres de los indios abandonados en las
montañas, a la intemperie de las fieras hambrientas. Salían a enfrentar la
espeluznante noche incendiada imaginando encontrar los restos de hombres y
mujeres asesinados entre las cuchillas de las montañas allende a las minas de
oro, y envolver esos excrementos humanos en mantas de algodón e ir a
sepultarlos al cementerio de la ciudad o allá arriba en la colina de los antiguos
indios. Su única satisfacción era salvar almas y vidas. Y entonces rezaban
entre patibularias novenas para que esas almas de los sacrificados encontraran
la paz y el retorno a La Otra Vida. Pero Francisco Ruiz sabía que eran momias
que bebían sangre humana. Y mandó a matarlas.
Y así, el dios de las desgracias posó su imperturbable mirada sobre las
siniestras mujeres de La Providencia. Devoradas por el espantoso clima de la
noche, lentamente fueron quedando atrapadas entre los malezales, sofocadas
por la sed de la hambrienta inquietud religiosa que las dominaba, y ya
desencantadas y abandonadas a la suerte de un territorio hostil, donde no
parecían morir y sólo sufrir, siguieron partiendo en romería hacia la iglesia de
la ciudad de Cartago mientras disparaban sobre ellas los asesinos de Francisco
Ruiz.
Todo Cartago se hundió en el pánico.
En las serranías, los colonos morían devorados por los perros hambrientos,
sus huesos pronto estarían impregnados por los hongos y por la humedad de
las montañas.
La familia Ruiz estaba aterrorizada por la inesperada presencia de las
mujeres momificadas y místicas, en confuso tropel los hermanos Ruiz se
estrellaban desorientados contra los muros de la casa. Desde la recámara, el
pequeño hijo de Alina no dejaba de llorar.
Las violentas estampidas de las mujeres de La Providencia por la ciudad
semejaban un tropel de mulas desbocadas en un desesperado intento por
escapar de la maldición del tiempo y muchas no tuvieron la suerte del retorno
o del suicidio.
Algunas de las mujeres que alcanzaron las riberas de los bosques fueron
alcanzadas por los gigantescos buitres que con sus largos picos las
desmembraban los ropajes en jirones, pero continuaban su romería
eternamente sin morir.
Todavía quedaba en el recuerdo, y estos hechos lo atestiguaban, la
carnicería más cruenta desatada por los perros salvajes que merodeaban todos
los alrededores hacia las cumbres y se repartían los miembros y los pedazos de
las carnes retorcidas de los indios sacrificados por Francisco Ruiz.
También el joven Cristóbal creía que se trataba de un sueño suyo, debido a
sus constantes fiebres. Incluso las cartas que le escribía a su madre Ana de
Morales a Mérida le parecían misivas perdidas en el viaje de las horas y de las
distancias.
Demasiado tarde, ante estos indicios apocalípticos, las plañideras de La
Providencia pudieron huir. La retirada era a la medianoche, ya cuando se
extinguía la luz de las fogatas encendidas de las isbas de los esclavos y el
llanto del pequeño hijo de Alina no cesaba.
Las seniles mujeres se fueron alejando en un desordenado rebaño por los
invernales caminos de la ciudad rumbo a las provincias construidas en las
riberas de los precipicios o de los ríos, en desiguales marchas, gritonas y
amilanadas, asustando la proximidad del amanecer.
Todavía se escuchaban sobre ellas los disparos ineficaces de los alcahuetes
del encomendero, al menos servía para espantarlas con el bullicio del plomo
de los fusiles.
Cristóbal creía que se trataba de una alucinación de su estado afiebrado.
Pero también Alina, todavía convaleciente por el parto, y que había visto a
las fantasmales ancianas desde la ventana de la habitación, incluso se resistió a
creer como Cristóbal, que había presenciado todo ese espectáculo de romería
y epifanía insana.
Luego llegaron los tiempos en que Francisco Ruiz tendría que ocuparse
impartiendo justicia de muerte en otras vecindades.
Sus hijos, pronto se resignaron a los preparativos de su nueva partida.
Y los días con sus noches pasaban veloces como en un sueño inanimado.
Mientras tanto el pequeño hijo de Alina crecía como una desventurada
criatura sin nombre. Entonces acordaron en bautizarlo como Jerónimo en la
iglesia de la ciudad.
Pero El Reverendo Martino se rehusó a bautizar el crío incestuoso, y huyó
de la ciudad de Cartago con sus religiosos, por temor a ser asesinado por
desacato a los requerimientos del encomendero que ya había mandado
hombres a traerlo de vuelta y bautizar el niño. Pero los religiosos habían
podido escapar en las caravanas de Congregaciones. Y a Francisco Ruiz le
tocaba escribir a la Real Corona y solicitar ayuda eclesiástica para la iglesia
monasterial.
Con el niño de Alina sin poder ser bautizado, pero llamado por todos
Jerónimo, Francisco Ruiz se ausentó por largos e ininterrumpidos periodos
mientras reclamaba tierras y heredades por el Nuevo Reino de Granada,
dejando a la ciudad de Cartago en la desorientación.
A los meses de su ausencia en la casa, el pequeño Jerónimo ya gateaba por
los patios o por los campos abiertos de las orillas del río. Pronto sus juguetes
preferidos fueron las flores, los pájaros, las piedras que arrojaba sin fuerzas a
las aguas del río Otún.
Pero un día, misteriosamente, el pequeño Jerónimo desapareció mientras
jugaba por el campo.
Alina registró toda la casa y los alrededores y al no encontrarlo
desconsolada salió a buscarlo a las otras casas vecinas, pero el pequeño
Jerónimo no estaba tampoco en esas casas ajenas.
Al preguntarle a los últimos monjes evangelistas de la iglesia que quedaban
en la ciudad de Cartago tampoco sabían quién se lo había llevado, todos
dudaban en haberlo visto por vez primera.
Alina con la ayuda de Cristóbal escribió una misiva a Francisco Ruiz para
que regresara de inmediato de su encomienda en Tabusco. Necesitaba que el
hombretón de ojos negros regresara urgentemente a la casa en Cartago, la
india mulata le comunicaba que el pequeño Jerónimo ya llevaba varios días
desaparecido y le rogaba venir presto para preparar una comitiva de hombres y
buscar al niñito por los pueblos indios de Cartago: Chamburuscuá, Cerritos de
Pindaná, Chinchiná, Quindío, Nuestra Señora de las Nieves, temiendo que lo
hubieran raptado los enemigos de Francisco Ruiz, imaginando lo peor sobre la
suerte de su pequeño hijo, sospechando que se había ahogado en el río o que
había sido raptado por los delincuentes de los caminos, sintiendo que había
incumplido la promesa que se había hecho de cuidar como madre a la criatura
a cada momento; y sugerirle buscar también con sus hombres por las aldeas
indias de Anserma, cerca estaban Apiá, Quinchiá, Supiá, Guarna, Ocuzca y
Guatica.
Como Francisco Ruiz no regresaba y se creía que andaba por Popayán o
por Tunja, ni movía un solo dedo, siendo el encomendero principal de las
localidades, decidió ella misma salir a buscar a su hijo extraviado por los
caminos de los bosquecillos talados de Cerritos de Pindaná, por donde
sobresalían los campamentos entablillados de los forasteros de otras
provincias viajeras envueltos en el humo de las improvisadas cocinas de las
freganderas; pero el pequeño Jerónimo no estaba por allí. Ni por los pueblos
indios de Cartago y de Anserma se pudo encontrar a su criatura extraviada.
Salió a buscarlo por los bosques y las montañas andinas, creyendo que al
pequeño Jerónimo lo había logrado raptar una vejestórica madre de La Divina
Providencia que había visitado, tenebrosa, fanática y recientemente la ciudad.
Pero no lo hallaba. Retornó, impaciente, a la búsqueda, mientras los hijos de
Francisco Ruiz la ayudaban a buscar por las colinas empinadas de dorada
majestuosidad indígena; y no lo encontraron.
Además, fueron, por recomendación de los mensajeros de Francisco Ruiz, a
los antiguos monasterios de evangelistas entre los límites de la ciudad de Santa
María Antigua del Darién, invadidos por el temor de que el pequeño bastardo
había sido raptado por los mismos monjes religiosos.
Alina y los hermanos Ruiz expuestos a la búsqueda del pequeño Jerónimo
regresaron seis días después a la casa de la ciudad españolizada de Cartago,
con las manos vacías y sin noticias ni rastros del desafortunado pequeño.
Y en la casa, los sirvientes tampoco tenían noticias ni lo habían hallado los
esclavos.
¿Dónde estaba metido el niñito de Alina?
Alina estaba al borde del precipicio de la desesperación.
Al cabo de unos días desbordados, Francisco Ruiz volvió a la ciudad de
Cartago y decidió de inmediato ir a buscar a su hijo entre las caravanas de los
monjes y pagar informantes.
Pero nadie sabía nada.
Alina y Francisco Ruiz, recorrieron muchas noches las peligrosas calles
empedradas de Cartago mientras pasaban los recuerdos por la mente de ellos
sin que pudieran aplacarlos.
—¡Los malditos monjes lo han raptado!
Solía decir Francisco Ruiz, gritando encolerizado, incluso a los vecinos
importantes y cercanos personajes a la familia, cuando iban a visitarlos, a
averiguar, a fisgonear, a estar enterados detalladamente sobre los asuntos
familiares y de capitanías del encomendero.
—Hombre, las cosas no son así… —le decía su hijo Cristóbal, para
calmarlo, era su padre como un varón apasionado.
Francisco Ruiz estaba cansado de la vida en la ciudad de Cartago, les
prometía a todos entregar la casa y largarse definitivamente con ellos para la
ciudad de Caracas o de Mérida, luego pues de que rescatara al pequeño
Jerónimo de aquel mundo turbulento de los monjes.
Pero después con la carta que llegó de Ana de Morales desde Mérida,
prometiendo regresar con ellos pronto, Francisco Ruiz se preocupó
terriblemente.
Para nadie, en esos tiempos, era desconocido que la sociedad, la familia y
la religión estaban en permanente conflicto.
Él encomendero más que nadie lo sabía.
Sabía que la nación estaba sumida en la época de la desaparición de la
sociedad encomendera, en una transición acelerada; aunque en la villa de
Santa Cruz de Mompox, que estaba dividida en dos provincias, Xegua y
Tegua, aún se repartían los capitanes las encomiendas dadas por los
gobernadores y los oficiales de Su Majestad.
Sabía que era la génesis del Capitalismo Primitivo surgido en esta parte del
mundo, era la época del Gran Cisma y de la enajenación espiritual y material
por vías pacíficas --pero generalmente violentas-, que originaron la
constitución de los estados-naciones que comprendían el contexto americano.
En El Antiguo Continente, Roma había sido sustituida por Avignon, desde
1305 hasta 1378, y la Iglesia católica parecía convertirse de una monarquía
abominable en una oligarquía más participativa, y se había transformado, de
salvadora de almas, en una gran empresa para la explotación humana, también
era la época de las epidemias y de las virulentas pestes y miles de pobladores
del Virreinato de la Nueva Granada habían sucumbido, la época próvida de los
recaudos y de las evangelizaciones. Y todo esto se había extendido por el
continente americano, impulsando aún más el monopolio, la crueldad y la
tiranía.
Y ya nada ni nadie podían aplacar la ira y el desconsuelo de Francisco
Ruiz.
Al ludibrio de los días, nunca entregados a la resignación de la pérdida del
pequeño Jerónimo.
Alina asentía a todo con la cabeza, triste y desatenta. Se separaba de
Francisco Ruiz, apabullada. Francisco Ruiz le tenía impedido a Alina hacer
escenas histéricas y desagradables dentro de la casa, cuando las visitas
importantes o cuando los amigos del encomendero, estaban de paso.
Alina a veces quería escaparse o abandonar la casa, desde su enhiesta
razón. Francisco Ruiz intentaba hacerla abominar de los negros sentimientos
que promulgaba tras la misteriosa desaparición de su hijo.
Cristóbal y Ana sentían que el porvenir de la familia basado en la
purificación de la raza era inconcebible.
Mientras que Alina extrañaba tanto a su pequeño hijo, que no podía
soportar la vida sin él.
Luego todos esos extranjeros llegaron a la ciudad de Cartago desde otras
ciudades y provincias o directamente desde España, con los corazones
hinchados de codicia por alcanzar la posesión del alquímico oro, como locos
exegetas, poblando todos los lugares con sus hedores aristocráticos, cargados
de numerosos hijos y llenando de espanto aún más la carcamasa de la familia
Ruiz.
Como hombres salvajes entre furiosos trenos, maldiciendo la vida en las
provincias y en las ciudades del Nuevo Mundo, que se habían conformado con
las migajas de La Real Corona, mientras hablaban de economía y de política
con lenguajes estentóreos y con los semblantes desquiciados. Una gélida brisa
fortalecía sus presencias muriáticas.
Francisco Ruiz parecía carecer de fuerzas para lanzarse a la insurgencia
contra los políticos aristócratas de La Real Corona y echarse solo también
contra una manada de hostiles monjes aldeanos, a los que con gusto patearía
sus traseros. Con el rapto del pequeño Jerónimo se sentía profundamente
indignado con toda esa gente del Nuevo Mundo, los secretos intereses de los
aristócratas españoles eclipsaban su supuesta nobleza. Quería ir a rescatar a su
pequeño hijo, pero no sabía a quién acudir para que lo ayudara. Pensaba en El
Gobernador, pero le parecía inadecuado ir a involucrar al Gobernador en un
asunto tan delicado que no le concernía. A veces se le venía a la cabeza la
imagen del capitán Juan Maldonado y pedirle ayuda en su jurisdicción, pues
Maldonado pertenecía a la Real Audiencia de Santa Fe. Imaginaba en su
ferviente cabecita tantas soluciones y entrevistas con personajes influyentes de
la sociedad, pero temía que no le ayudaran por tratarse de un hijo mestizo
concebido con una india. Incluso deliberaba que si supiera dónde se
encontraba su indefenso hijo podría ir por él y reclamarlo. Pero Francisco Ruiz
también sabía que las cosas por ahí con los habitantes de Cartago y de otras
zonas no funcionaban de esa manera, y que tenía que conservar la calma y la
prudencia. Entonces los hizo desistir a todos, incluyendo a Alina de sus
arrebatos y de sus impulsos, de ir al rescate de la pequeña criatura que
seguramente estaba en manos de las comunidades indias. Aunque no era muy
cierto. Finalmente comprendió que su vida estaba signada por la tragedia, por
la pérdida de sus seres queridos y por la desesperanza. Fueron tiempos tan
difíciles aquellos en que la separación cada vez tocaba fibras emotivas,
abismos más profundos. La mayor parte del tiempo quería que lo venciera el
sueño para no preocuparse por todo lo que le hacía enloquecer. Pero cuando
se sacudía el sopor que se le adhería a la piel despertaba de sus largos y
penosos ratos de sueño, ya fulgía el breve amanecer entre las frondas de los
árboles nebrisenses afuera en los patios de la casa. Vagaba por los profundos
corredores de la casa poblada de criados y esclavos, con deseos inusitados de
echarlos a todos; por los solitarios salones que comunicaban las habitaciones
donde emergían coros de antiguas almas, las almas de los indios que había
mandado a apalear y que sentía que querían volverlo demente. De un instante
a otro, sentía que reventaría su corazón en un grito desgarrador de piedad, la
piedad que merecía de Dios.
Y descubría a Alina inconsolable desde la habitación sin luz. Y si lo
mortificaba la desaparición del pequeño Jerónimo también las almas de los
indios asesinados con sus horribles arengas en aquellos aquelarres vespertinos,
pero en la noche podía ser peor.
Las almas en romería parecían decir mientras lo perseguían: “Somos las
almas de los indios que sacrificaste para tu orgullo personal y que retornan a
morir al valle de los hombres, no sin antes maldecir tu nombre por siempre y
tu progenie bastarda, horrorosa y miserable, pues por tu insana voluntad
estamos cargados de tristezas y de conjuntas tragedias. ¡Te despreciamos, jefe
blanco endemoniado! Por ti, somos esclavos de La Muerte. A nuestras mujeres
las hemos sepultado vivas en la fértil tierra que nos vio nacer, socorridas en
vano por nuestros pequeños hijos que han batallado por la libertad de sus
dolientes madres. Ya no nos importa la vida, por vuestra presencia la tierra se
ha vuelto putrefacta, hartos de maldecir tu nombre, valemos menos de lo que
vale un esclavo negro. Ahora, sin esperanzas de cruzar El Más Allá en nuestra
barca, regresamos a las piedras de sacrificio de nuestros Dioses para rogar que
no cese jamás castigo sobre ti en la eterna y terrible soledad del abandono. ¡Te
odiamos infinitamente y no nos arrepentimos de estas dolorosas plegarias!”
Instados por la avérnica venganza, los centenares de almas diabólicas se
abalanzaban sobre él en su delirio, arañando y escupiendo su rostro, entonces
Francisco Ruíz, desesperado y herido, escapaba de la turbamulta fantasmal y
presa del espanto llegaba a la desvencijada puerta de la casa y huía hacia las
calles de la ciudad donde borrascosos truenos caían sobre los arrayanes en las
riberas del río. Para su fortuna, Francisco Ruíz, lograba alcanzar los lindes de
los cetrinos bosques sacudidos por los fragores de las tormentas eléctricas. Se
internaba en la espesura, apaleado como un ladrón vagabundo.
En Cartago, los bandoleros y los indios sobrevivientes a las masacres de los
profanadores de tumbas y usurpadores de tesoros, surgían del profundo
abismo boscoso del día, como demonios de ojos lumínicos, pero no querían
acabar con él, por tratarse de un hombre miserable.
Entonces a Francisco Ruiz lo invadieron nostálgicas perturbaciones,
temblores de ansiedad, la nulidad punzando aquí y allá.
Lograría recuperar a su hijo mestizo perdido y con esto calmaría la
desesperación de la india mulata Alina, ahogada en un grito, en una queja
interminable, ininterrumpida. Recibiría a Ana de Morales, su legítima esposa,
sin importar lo que pasara de ahí en adelante cuando ella se diera por enterado
de que tenía una mujer de las tribus con un hijo bastardo viviendo con él y sus
hijos, dejaría que sus fincas, sus encomiendas y sus peones produjeran todo el
dinero que necesitaba para resolver los inconvenientes que solían avasallarlo.
Cierta mañana de domingo cubierta por un velo de niebla, los monjes
agustinianos y evangelistas que iban por las cumbres promulgando El
Evangelio, de provincia en provincia, que peregrinaban errantes en largas y
penosas travesías de sus caravanas desde Cartagena por todo el Nuevo Reino
de Granada, trajeron a la casa al pequeño Jerónimo, el hijo de Francisco Ruiz
y de Alina.
Las mulas de las caravanas estaban cargadas con grandes equipajes y con
viandas.
Los acompañaban los monjes sacristanes de la iglesia de la villa de
Anserma, pues otros tantos acompañantes habían perecido del delirio causado
por las epidemias funestas a mitad del camino hacia la ciudad de Cartago y
asimismo escapaban de las apocalípticas batallas que se habían producido en
la región.
Ahora Alina había recobrado su alegría maternal y estaba emocionadísima,
volver a ver al pequeño Jerónimo despertaba en ella hondas emociones de
profunda felicidad. Hacía tanto tiempo que no lo veía, que había olvidado
cómo eran sus rasgos, esperó varias semanas, varios meses, varios años,
poseída por el día en que lo volvería a tener junto a ella.
Entonces los monjes viajeros de las iglesias y monasterios le entregaron a
su vástago porque les habían dicho que era el hijo perdido de Francisco Ruiz
el encomendero, y esto era suficiente motivo para regresarlo y devolverlo a su
padre. Según los principios monásticos de los legos era de mal presagio
retener un hijo bastardo de encomendero entre ellos.
Alina se abrazó fuertemente a su hijo, derramando un llanto de angustia
reconfortante.
Aunque el pequeño Jerónimo había crecido un tanto y lloraba fatigado, ya
tambaleándose, encontró nuevamente el refugio entre los brazos de su madre,
sentía que había vuelto al seno del hogar y ya no dejaba de sonreír
inocentemente a sus padres.
Pero cuando estuvo frente a los hijos de Francisco Ruiz, habló y preguntó
quedamente a su madre de quiénes se trataba.
—Son tus hermanos.
Y en nada le agradó, pues se quedó mirándolos con recelo. Luego movido
por una fuerza levadiza, con la rapidez de un rayo de gotícula luz, les sonrió y
les extendió juguetonamente sus delicadas manos.
Cristóbal y Ana le apretaron emocionadamente las manitas. Pero, aún así el
niñito no dejaba de escrutarlos, puerilmente.
Entraron todos a la casa mientras Francisco Ruiz recompensaba a los
monjes.
Y Alina estaba enternecida. Se sentía dentro de una burbuja acariciadora,
dentro de una nube azul, su semblante estaba radiante pero inundado de
ardientes lágrimas de felicidad.
El pequeño Jerónimo era un niño enjuto, con unos grandes ojos negros que
hacían su mirada fría y penetrante.
Francisco Ruíz que estaba ya más tranquilo con la recuperación de su hijo,
todavía seguía siendo un errante de su vida demiurga.
Los monjes que habían traído al niño Jerónimo eran hombres de caras
amarillas, vestidos con los atuendos de la orden de los agustinianos a la que
pertenecían. Referían que habían encontrado el niño abandonado en las aguas
del río Otún, y para evitar que se ahogara lo habían llevado con ellos, al ver
que no aparecía nadie por él por los alrededores próximos.
Alina les brindó a los monjes el maná dominical.
Los monjes viajeros estaban sedientos y bebieron de los jarrones con viche
y vinete. Luego desempacaron de su equipaje, baratijas para Alina y para los
hijos de Francisco Ruiz.
La mirada gris de Alina se sumía en un fragoso silencio, refugiada en su
postura de matrona bíblica y ancestral. Se incorporaba de la butaca de pino
para servirles vino con las manos temblorosas y los ojos undívagos, a veces
chispeantes por efecto de la emoción de la recuperación de su hijo.
Los monjes contaban a bocajarro la historia vislumbrando en el pasado el
encuentro inesperado con el niño perdido.
Alina y todos estaban atentos al relato de los monjes.
Alina no matizaba ninguna palabra. Pero sabía que sólo estaba demasiado
embargada de felicidad.
Al rato de terminado el relato de los monjes sobre Jerónimo, Francisco
Ruíz tomó la palabra, y empezó a relatar los tiempos en que había
desmembrado las sombras luciferinas de sus víctimas que temía lo alcanzaran.
Francisco Ruiz y su hijo Cristóbal se embriagaron y parecían estar
doblegados por los súbitos y traicioneros efectos del alcohol hecho con caña
de azúcar, pero estaban felices por el retorno del niño, sin consecuencias
terribles, y en su aparente y supuesta felicidad alcanzaban la enajenación,
lanzando improperios y burlas parlanchinas contra los monjes, sus risas
borrachinas disipaba cualquier enfrentamiento verbal con ellos que también
parecían disfrutar de la velada mientras hablaban en latín borboritando
extraños vocablos de otras naciones.
Pronto todos se entregaron a la bebida y al escándalo fiestero del regreso
del pequeño Jerónimo.
Alina no quería hacer recriminaciones, le pareció natural y conveniente que
el encomendero y su hijo mayor se desfogaran, y relucía una mirada
condescendiente.
En esa velada, Francisco Ruiz habló de lo que sabía hablar, de apalear,
quemar, crucificar y amarrar a los indios a las colas de los caballos si se
negaban a trabajar y a asistir a las tierras ganaderas, agrícolas y mineras que
tenía bajo su jurisdicción. Y habló mucho sobre Antonio Pimentel y Miguel
Muñoz, los más afamados empaladores de indios.
Para Alina y los concurrentes, era inaudito escuchar esas historias
sangrientas relatadas por el encomendero. Ya los monjes se persignaban, pero
eran incapaces de criticar el proceder del militar.
Finalmente, cuando asomaron las primeras sombras de la noche, Francisco
y Cristóbal, padre e hijo, quedaron como aturdidos. Entonces, Alina condujo a
Francisco Ruíz hasta la habitación, puesto que no era capaz de tenerse en pie.
Entre trastabilleos, el borrachón ensopado en babas de vómito, con las
comisuras fruncidas, agitaba los brazos en signos libertos de diversión
consumada.
Luego también los monjes, exhaustos, se retiraron a las alcobas que Alina y
los esclavos les habían preparado.
Ana estaba desconcertada y escandalizada, sorprendida con el repentino
regreso del pequeño Jerónimo y con las insólitas y crueles historias de su
padre. Trataba de reanimar a Jerónimo, hablándole, jugueteando con él, pero el
pequeño Jerónimo estaba distraído y sólo alcanzaba a sonreír.
Luego cada uno de los habitantes de la casa prefirió retirarse a descansar.
Menos Cristóbal, que se quedó entre los pasillos, vagabundeando hasta el alba,
sumido en catastróficas cavilaciones. Se había entusiasmado más bien en
cuidar la casa mientras todos descansaban. Entonces se sentía pasmado
mientras el frío del amanecer hacía desaparecer de él los efectos de la resaca.
El viento del amanecer entre suaves fracciones vespertinas y entre
murmullos de criaturas musicales, se colaba por las fisuras de las paredes de la
casa. En el ámbito flotaba un perfume de heliotropos podridos.
Cristóbal abrió las ventanas de la sala de la casa al día bondadoso.
El cielo del alba era una gran llama dorada.
Con la reciente llegada a la casa de la nueva misiva de Ana de Morales
desde Mérida, Francisco Ruiz tembló de inseguridades. No podía complicarse
teniendo en la casa de Cartago a Alina y al pequeño Jerónimo. Era necesario
llevarlos a otro lugar, pensó mucho dónde podría instalarlos. También estaba
en que Cristóbal y Ana no lo delataran ante la madre y esposa. Pensó en enviar
a Alina y a su hijo hasta Panamá. Pero luego se hizo más fuerte la idea de
instalarlos en Cartagena al cuidado de los monjes agustinianos.
Cristóbal y Ana le recomendaron a su padre dejarlos en la casa y
construirles un balandro cerca de las caballerizas y de las piezas de los
esclavos, así Ana de Morales, ya en la casa, no se fijaría mucho en la presencia
de la india mulata y su hijo bastardo.
Pero Francisco Ruiz quería desaparecerlos de la vista de Ana de Morales
que prometía estar en Cartago antes del fin de semana.
Y aunque Alina no quería irse de su lado, prometiéndole que sería su
esposa, Francisco Ruiz se descomponía de rabia ante ella y le recordaba
gritándole que entendiera que él era un hombre comprometido en matrimonio
por La Santa Iglesia con una mujer aristocrática de la sociedad española y
granadina.
El día que Alina y su pequeño hijo Jerónimo abandonaron la casa en la
ciudad de Cartago para irse con las mismas caravanas de monjes que habían
traído al pequeño bastardo, quedó en el ambiente un aire sofocante que
doblegó los corazones de la familia Ruiz.
El inconveniente amor que ella había sentido por el encomendero pronto
sería en la distancia la desesperanza y el olvido.
A Alina, que en toda su vida se había resistido a asistir a las iglesias de las
localidades, y que si lo hacía por escasa vez era por simple curiosidad, ahora le
parecía que abandonar a Francisco Ruiz era como retirarse de una institución
religiosa de reglas pesadas, normas estúpidas y desmedida organización
eclesial, parecía irritarle toda manifestación organizada. Y cuando descubrió
que con su partida y con su hijo a cuestas, quedaba relegada a anhelar ser un
miembro de la familia Ruiz y convertirse en una cristiana fervorosa, toda la
depresión de su fracaso la venció. Lamentablemente estaba poseída por un
pasado que la odiaba. Y en el presente inmediato sabía que su pequeña semilla
también estaba marcada por el sino fatal. Y aunque estaba segura de que con el
tiempo ella se convertiría en una gran dama y alcanzaría la honorable civilidad
cristiana, su única esperanza era albergar que pronto con las lecciones de los
evangelistas Jerónimo y ella misma fueran alcanzando las normas cristianas, el
orden y la disciplina. Y que, al crecer el hijo bastardo del encomendero, se
convertiría en un culto mocetón que tendría una estimada educación, un título
honorífico quizá, y construiría una bella familia en el futuro, si así lo quisiera.
Y así lo libraba de la apatía que para él resultaría vivir de arrimado o de
recogido en alguna casa de hombres hacendados. Y como el pequeño
Jerónimo se estaba haciendo cada vez mucho más grande era pertinente
ponerlo al tanto de los acontecimientos.
Entonces estarían en Cartagena a la guardia y caridad de los monjes
mientras la visita de Ana de Morales se desarrollaba en Cartago, no era muy
seguro que la dama de alcurnia viniera en definitiva a visitarlos y quedarse,
pues Ana de Morales todavía estaba expuesta a la enfermedad de la locura
delirante, y era muy probable que sólo estuviera por Cartago de paso,
visitando a su esposo y a sus hijos, a sus hijos sobretodo, con el propósito de
regresarlos a vivir con ella a Mérida.
Aún así Francisco Ruiz quería prevenirse ante estos acontecimientos y de
ocasionar cualquier enfrentamiento o disputa con su esposa, entonces su
solución más pertinaz era que la india mulata y su hijo bastardo marcharan en
las comitivas de los monjes para quedarse por tiempo indefinido en la ciudad
de Cartagena, ante la inevitable llegada a Cartago de la bondadosa mujer,
madre de sus hijos legítimos, que en definitiva tampoco llegó.
Por ese tiempo comenzaron a caer los telones de la lluvia apaciguando sus
cantarines sones contra los asfaltos reventados de la calle.
Las noches en Mérida pronto fueron cubiertas por grandes nubarrones que
oscurecían el cielo.
Las orquestas de músicos ambulantes por las calles de la ciudad, en un
segundo transitaban en su acostumbrada y veloz maratón nocturna provocando
ruidos insomnes.
Ana, desde su aposento, parecía atontada observando volar mariposas de
seda, como cuando era niña. Ya estaba cansada de la cotidiana ciudad de
Mérida y quería irse a vivir a alguna ciudad menos ruidosa y festiva, o algún
pueblo más tranquilo y resguardado en la marginalidad de las periferias.
Desde los rincones de la casa, permanecía por varios días mirando por los
ventanales la insondable realidad de la vida citadina.
Súbitamente a su mente vino el indeleble recuerdo del rostro de su padre el
encomendero como un vaho, y sintió un mareo.
Al otro día salió de la casa que entregaba a sus nuevos dueños, ya cuando la
lluvia había amainado, dispuesta al viaje que la sacaba de la ciudad de Mérida.
La recibió por última vez la monótona y agitada vida de las calles sucias de
la provincia que ahogaba la visión de sus ojos.
Un transeúnte que pasaba le preguntó si pensaba dar un paseo, y ella que no
quería hablar terminó perturbándose mientras cargaba su valija. Abandonó
presurosamente la calle, esperanzada en seguir su vida lejos de los
despropósitos impulsos de los hombres de la ciudad.
Ese día compró un tiquete para viajar en primera clase en un coche de
servicio turístico que la llevaría a la costa marítima, y desde allí se embarcó en
una flota española que transportaba tabaco y telas, rumbo a Europa.