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AMÉRICA

EN RUINAS

Por

FRAN NORE





“Sólo queda en la memoria de América


El recuerdo de sus espantosas tragedias”
Charles Paw


Francisco Ruiz, hombre experimentado y valiente soldado de Mirabel, el


explorador que desde la Real Audiencia de Santo Domingo había llegado a La
Gobernación de Cartagena en 1535 con la expedición del visitador y
licenciado Joan de Badillo, encargado de hacerle juicio de residencia al
gobernador Pedro de Heredia acusado de múltiples delitos, también se había
integrado a conquistar y atravesar, en búsqueda del afamado Perú, la parte
septentrional de la cordillera de Los Andes, llegando hasta el río Cauca,
nombrado por los españoles el Río Grande de Santa Martha.
Desde Puerto Rico, Francisco Ruiz llegaba a las tierras de Venezuela en
1536 con la expedición del entonces gobernador Antonio Sedeño y se
integraba a las tropas conquistadoras del oriente venezolano, donde se vio
envuelto en la disputa de Antonio Sedeño y Jerónimo de Ortal enfrentados por
causa de límites de sus respectivas gobernaciones.
Cuando muere Antonio Sedeño, Francisco Ruiz continúa al lado del capitán
Pedro de Reinoso al mando de la expedición que atraviesa los llanos
venezolanos hasta llegar al río Apure en cuyas riberas habitan multitudes de
indios achaguas, salivas y caquetíos. Después de sufrir todas las calamidades,
la expedición alcanza el territorio de los Welser, alemanes comerciantes que en
virtud de un dinero prestado a La Real Corona les fue entregada la mayor parte
de la capitanía de Venezuela, y algunas de las expediciones se quedan
rezagadas o definitivamente en Santa Ana de Coro.
En 1538 Francisco Ruiz, que estaba en San Sebastián de Buena Vista de
Urabá bajo las órdenes del capitán Bernal y el capitán Graciano, quienes
habían sido comisionados por La Real Audiencia de Santo Domingo, con el
encargo de capturar al licenciado Joan de Badillo, prófugo de la justicia real,
sale de la provincia para llegar en 1539 a la recién fundada villa de Anserma a
encontrarse con el capitán y fundador de ciudades Jorge Robledo.
Hambriento y mermado en sus tropas que se habían quedado atrasadas en el
camino se encuentra en el sitio de Guarma con los hombres de Jorge Robledo,
llamados los cartaginenses. Jorge Robledo reforzado por esta población funda
la ciudad de Cartago con ayuda de ciento veinte camaradas. Participando así,
Francisco Ruiz, de la fundación de la ciudad de Cartago, siendo agraciado y
recibiendo mercedes reales como mérito a su condición de noble caballero e
hijo hidalgo. Recibe entonces Francisco Ruiz del conquistador Jorge Robledo,
solares, tierras y pueblos indios, entre los cuales está Chinchiná, Vía y
Consota, cercanos a la recién fundada ciudad de Cartago.
De 1539 a 1546 establece a su familia, su esposa Ana de Morales, su hijo
varón Cristóbal Ruiz de Morales y su hija Ana Ruiz, en la ciudad de Cartago,
proveniente de España. Pero sólo permanece en la ciudad de Cartago hasta
cuando es llamado por La Real Audiencia de Santo Domingo para abrir el
camino ganadero que lo conduciría de Cumaná a Tunja.
En 1546, Francisco Ruiz recibe la autorización por parte de La Real
Audiencia de Santo Domingo, la capital de La Española, sede del arzobispado
de la Nueva Granada, de emprender el viaje a la conquista de las tierras
andinas. Ya con el grado de capitán, La Real Audiencia de Santo Domingo le
encargaba la apertura de los caminos ganaderos que partían desde la costa
caribeña de Cumaná hasta la ciudad andina de Tunja. Al finalizar entonces
1546, sale con su camarada Juan García de Carvajal, y aprovisiona en El
Tocuyo a su tropa compuesta por sesenta léjicos servidores de más caballos y
más mastines de guerra, y se interna por las inhóspitas montañas del Nuevo
Reino de Granada, con el audaz propósito de llevar a término la expedición.

Las fieras americanas, variadas y peligrosas, habitaban entre las tórridas


llanuras venezolanas, esperando a que algún expedicionario imprudente
desfalleciera de agotamiento por los abruptos caminos de los paisajes.
Aun así, la tropa de Francisco Ruiz, conformada por sesenta hombres,
continuaba por los infinitos senderos, hambrientos y demacrados, acosados
por la enfermedad y por el frío, seguían a la par de los cansados pasos de sus
acémilas enflaquecidos mientras la niebla del día humedece sus ojos
enrojecidos por el insomnio, como tristes marionetas bajo las transitorias
lluvias que formaban en su entorno charcos invadidos por miles de cenagosos
insectos.
Muchos de estos animales enteleridos y algunos perros de caza habían sido
devorados por la apetencia zozobrante de la hambrienta tropa. Anduvieron
muchos días y noches, muchas semanas y meses, por sendas selváticas
truncadas de montañas agrestes, por entre caminos de cumbres cenicientas,
expuestos a los áspides soberanos de los árboles frutales y de los escondrijos
musgosos en las cascadas, sobreviviendo a los indios caníbales y renegados de
las tribus salvajes que los observaban ocultos entre las malezas de los altos
riscos. Desde la lejanía derrochando sombras cervantinas murmuraban los
frenéticos tambores indios, errabundos tam tams, casi desorientados en la
distancia.
Un atardecer de la peregrina ruta hacia las gélidas montañas andinas,
arribaron a un mesón a la orilla del camino. Con el rostro marchito por el
polvo de los senderos, Francisco Ruiz se acercó al umbral y tocó la puerta de
rústica madera mientras el temporal de la tarde se abría paso en el horizonte.
Una mujer de labio leporino, dueña del lazareto, salió a su llamado.
—Danos de comer, buena mujer…
La mujer horrorizada por el aspecto cetrino de la cara del viajero, lo
escupió en el rostro y se metió dentro del mesón dando gritos apocalípticos y
avisando a los demás habitantes del lugar de la presencia de los intrusos.
De repente se sintieron cercados por una veintena de campesinos de caras
lóbregas.
Francisco Ruiz atizó su caballo y se abrió paso por entre la fantasmal
turbamulta. Vio a la mujer de labio leporino que incitaba a la turba a atacarlos.
—¡Esta es tierra de Dios y tú eres un hereje! Gritaba poseída por una fiebre
divina.
Francisco Ruiz espoleó su caballo y huyó con su tropa de maltrechos
hombres de la miserable aldea a la orilla del camino.
En la distancia, divisaron la ciudad de Tunja, provincia de viajeros y de
peregrinos, en el epicentro de una hermosa altiplanicie, iluminadas las
fachadas y los techos de sus casitas por los rayos solares, pero aún los caminos
hacia Tunja estaban cubiertos por decrépitas y gigantescas ramas de árboles
retorcidos. Los recibió el jolgorio de la altiplanicie de la pequeña ciudad de
Tunja: las aguas de un río siempre lento y monótono, el viento matutino
ahogando la visión de sus ojos, el sol detenido y pequeño en la distancia
crepuscular. Las liebres saltarinas cavaban profundos túneles cerca de las
raíces de los sauces para almacenar hortalizas, una jauría de perros salvajes
vagaba por los bosquecillos entre feroces ladridos. Florecían ramos de arietes,
las cerezas rojas de los setos, la retama amarilla, las hojas de acanto, las flores
de diente de león, los parrales, los árboles de olivo cuyas semillas habían
germinado ya en las tierras fértiles del nuevo mundo americano, junto a lo
novedoso, el maíz, la papa, la quinua y la oca, enorgullecen el mestizaje
agrícola emprendido casi treinta años atrás. Cuando se aproximaban,
inesperadamente Francisco Ruiz bajó del lomo del tordillo, a pesar de estar
exhausto, quería continuar el resto del trayecto a pie, pues el paisaje
estimulaba su congoja. El tordillo blanco se echó en el césped para pastar
cómodamente, parecía que hubiera arrastrado en esos dos años de travesía su
vida de animal como una derrota. La belleza de la campiña alejaría el hambre
y la fatiga del potro. Hacia la ciudad de Tunja, caminó con la mirada cansina y
una emoción febril. Francisco Ruiz pareció escuchar en el viento voces
mortuorias. Al alcanzar las gradas de piedra del primer caserón de la
población no necesitó un fuerte empujón para echarse al suelo y dar gracias a
Dios de haber llegado.
Arrimaron a una posada de errabundos entre las estrechas callecitas.
Figuras de seres umbrátiles invocaban desde sus externas paredes, por los
rotos cristales de las ventanas de la posada de la ciudad escapaban las aves
peregrinas. El viento vespertino al girar vertiginoso abría una y otra vez la
frágil puerta de madera haciendo rechinar los goznes. Los rayos del sol frío de
la tarde penetraban por las fragmentadas y vetustas ventanas iluminando un
poco el lúgubre ámbito de la casona invadida por los poderosos ecos del
tiempo. Pero al entrar de lleno a la posada, el viento revolotea por doquier
rompiendo aún más los cristales de las ventanas, despotricando los techos para
depositar por los resquebrajados suelos de los pasillos, por las tapias
humedecidas y sobre los objetos arruinados, mieses y colchones de hojas
silvestres. El viento traía un fuerte aire oloroso de lluvia estiada. Caravanas de
negras y rojizas hormigas devoraban los areniscos suelos de los corredores,
dejando al descubierto los pedregones. Y dentro de la posada Francisco Ruiz y
sus hombres sólo descubrieron la sofocante infinitud de paredes y cuartos
vacíos.
—¿Hay alguien aquí? Y nadie contestó a sus llamados.
Entonces cayó el manto de la cercana noche sobre la pequeña ciudad de
Tunja. La primera noche, los hombres de Francisco Ruiz pasarían solos dentro
de aquella posada abandonada. Las personas que quizá pensaban encontrar ya
no estaban. Al mirar por una ventana, más allá de la altiplanicie, Francisco
Ruiz contemplaba las borrosas líneas de los caminos hacia las cumbres
andinas y hacia los bosquecillos invadidos por las cenizas fluviales de la noche
que traía consigo la lluvia susurrante de peces. La lluvia de la noche penetraba
por los techos descuajados de la posada, por las paredes fisuradas, por los
corredores hundidos, por los rotos cristales de las ventanas. Desde las lejanas
cumbres de los Andes llegaban a sus oídos las voces indias entonando
versículos, los graznidos de aves peligrosas sobrevolando los peñascos
volcánicos de las serranías inundadas por espesos nimbos, el croar de las
orquestas de enloquecidos anfibios, la crujiente maratón de las salamandras
entre las hierbas y deslizando entre las rocas mohosas sus cuerpecillos
babosos, las algazaras de los turpiales escondidos entre las arboledas, de los
búhos sincronizados con las ráfagas del viento, los coros de fantasmas en la
bonanza del río en los tiempos de la conquista del oro, y el explorador escuchó
cómo desde el cielo detonaron legendarios astros, los rayos de la tempestad
desencadenada conjuntamente con la poderosa pulmonía del viento
resquebrajando toneladas de cascadas de arenas de los montes oscuros. La
noche poblada de los sonidos de las fieras iracundas, de las lluvias gestando
sus acuosos frutos sobre las aguas discontinuas del río o mojando tres
pulgadas de superficie lunar de la altiplanicie. En aquella soledad emergente
de la posada, recordó a sus padres allá en Mirabel, Cáceres, su bondadosa y
santa madre y su padre muerto en un pobre y triste lazareto de espejismos
impartidos por La Real Corona, cuya muerte lo habían librado a él de todo
temor. de toda culpa y de todo arrepentimiento. Solo con su diezmada tropa de
hombres enfermos en aquella posada benigna, se sentía un hijo más de la
sangre incestuosa de nuestra amada tierra. De súbito, escuchó el trote
desenfrenado del tordillo que había entrado a los lúgubres pasillos de la
posada tras haber tirado la puerta con sus fuertes patas, relinchando asustado
por los truenos de la borrasca. El animal fue hasta él. Francisco Ruiz lo
tranquilizó acariciándole el lomo. Ahora albergaba con el animal sentimientos
paternales. El clima era adverso. De pronto un vegetativo silencio profanando
con sus viajes nebulosos las frías paredes, evocaba huracanadas figuras del
imperio del pasado. Las luces matutinas y el sonido de las campanas de la
capilla anunciando la misa invadieron el penumbroso ámbito de la ciudad de
Tunja. Francisco Ruiz abrió los ojos. El tordillo salió de la casa hacia la
campiña impregnada de claras siluetas lluviosas. Francisco Ruiz a veces sentía
que su corazón alcanzaba su garganta como si quisiera salirse, desmenuzarse
de una vez por todas ante el desmedido tic de su tiempo terreno, entre
tempranas palpitaciones. Salió de la estancia tratando de alejar su
somnolencia. Ahora sorpresivamente vio caminar hacia él una extraña figura
humana por la senda de la desolada callecita, creyó que era una alucinación,
pero efectivamente se trataba de una retraída figura humana, ¡era una mujer!,
que traía en sus manos especímenes de hierbas, y que cuando lo descubrió a
través del gris refulgente de sus ojos fulminó su presencia con una aguda
mirada. Su rostro estaba descompuesto y quebrado en el desdeño del desvelo
de los años, sus cabellos eran pelambres sucios por el tiempo, temblaban sus
manos y sus piernas como hierbas mecidas frágilmente por el siroco, su rostro
ataviado de tristes recuerdos, cubriendo su senectud con un vestido negro
plateado. Su presencia aliviaba la mirada de Francisco Ruiz. Luego se
plantaba ante él, descalza y huraña, oliente a magnolias silvestres, su mirada
refulgente mientras todo su ser se estremecía de frío de pies a cabeza, llena de
espanto con su mano alargada que quiere tocarlo, acaso la fuerte tos que la
carcome retiene sus alientos y sus palabras, acaso el corazón le estallaba de
rabia solitaria y de amargura.
—¿Quién es usted?
—Soy Francisco Ruiz y esta es mi tropa.
—Se ven mal…
La frialdad de la mirada de la mujer mientras sus manos temblaban y
trataba de controlar el pálpito y de retener sus preguntas.
—Yo soy Eleanor, la posadera.
—Eleanor, ¿y tú, porqué estás así?
—Son las esperas y los sufrimientos… Los indios mataron a mi esposo y a
mi hijo…
—¿Y dónde están los demás?
Movió la cabeza de un lado a otro, cobró su rostro un rictus patibulario, no
así dejaban de temblar sus manos.
—Están en el campo, recogiendo las cosechas, defendiéndose de los
ataques de los indios. Volverán dentro de unos días…
—Necesitamos descansar, comida y frazadas…
—Dentro de la posada encontrarán eso… Por un precio justo...
Y dicho esto, la misteriosa mujer entró a la posada como escapándose de
ellos, envuelta entre misteriosos sortilegios de hechicería.
Corría el año de 1549.
La llegada de Francisco Ruiz a la ciudad de Tunja no fue celebrada como él
se lo esperaba, pero muchos campesinos de la provincia apreciaban su gran
labor de haber abierto el camino ganadero. Los primeros y largos días en la
ciudad los campesinos solían preguntarle a él y a sus hombres sobre los
beneficios de la apertura de la vía de penetración, en la altiplanicie del Nuevo
Reino de Granada y en los inhóspitos territorios mineros de la provincia de
Antioquia y la Gobernación de Popayán, pues el precio del ganado se había
incrementado aún más, ya que el ganado llegaba a esas zonas remontando el
río Magdalena con mucho trabajo y sufriendo todas las penalidades que
conllevaba el calamitoso y largo traslado de las reses. Con el camino abierto
por los hombres de Francisco Ruiz se abrió el comercio y mermaron los
precios del ganado y de las provisiones. Y se tuvo un contacto más cercano y
expedito con La Corona española. Terminada la misión del corredor vial,
Francisco Ruiz se quedaba algún tiempo más en el Nuevo Reino de Granada y
se incorporaba a las conquistas de estos territorios, Tunja, Popayán y otros
lugares remotos. Quería probar suerte recorriendo aquellas tierras, amasar
fortuna y además conocer las aldeas y provincias aledañas de los indios que
encomendaba, entonces se aventuraba, digno de odiseas, a las indomables
cumbres andinas, con tan mala suerte que sufrió con sus hombres todos los
contratiempos de las aventuras clásicas. De 1550 a 1556 retornó a su territorio
de encomienda, la ciudad de Cartago en La Gobernación de Popayán. Pero en
el año de 1558 volvió nuevamente al territorio venezolano. En el año de 1559,
el gobernador Gutierre de la Peña enemistado con Diego García de Paredes,
autoriza a Francisco Ruiz a aplastar la rebelión de los indios cuicas y refundar
Trujillo que había erigido Diego García de Paredes. Pero Francisco Ruiz
cambia de lugar la población de Trujillo y edificando nuevamente le da el
nombre de Mirabel, su pueblo natal en España, perteneciendo este territorio a
la Real Audiencia de Santo Domingo. En 1560, dolido por los cambios de
mando autorizados por el gobernador Gutierre de la Peña, se va a Mérida a
defender el territorio ante la amenaza invasora de Lope de Aguirre, luego llega
a Barquisimeto con la intención de reforzar las fuerzas reales conformadas por
vecinos de Mérida, Tunja y El Tocuyo. Cuando Lope de Aguirre es vencido se
queda algún tiempo en El Tocuyo prestando declaraciones por las
intervenciones de sus predecesores por el cambio de lugar en la refundación de
Trujillo. Por aquellos días siendo encomendero en la andina Mérida,
Bernáldez de Quirós organizaba la expedición para la conquista definitiva del
territorio de los indios caracas, donde Francisco Ruiz se alistaba en las tropas
y desde El Tocuyo marchaba con Diego de Losada a consolidar la refundación
de Caracas. Refundada la capital, Francisco Ruiz ayuda a defender la ciudad
atacada a diario por las tribus de los alrededores. Eran hordas de indios
rebeldes dispuestos a morir sacrificados por defender sus territorios que
atacaban sin cesar los regimientos y las casas de la ciudad. La población se
refugiaba, atemorizada por la bravura de los indígenas. Pero los muertos eran
de ambos bandos, recrudeciendo los ataques. El explorador ya se sentía
agotado de esa guerra sin tregua, además conocía del salvajismo de los nativos
y no quería seguir expuesto en aquel territorio que habían conquistado, él y sus
superiores, con sangre y furor. Pronto se alistaba a otras campañas y a otras
expediciones de exploración y conquista. Y ya en 1565 Francisco Ruiz regresa
nuevamente al Tocuyo. Allí ejerce como insigne patrocinador de las campañas
conquistadoras, hace vida social y es considerado un sanguinario héroe. Fama
que se extendió por todos los lugares a donde iba implantando leyes de muerte
y de barbarie. En 1578 se instala definitivamente en Mérida, con su familia, su
esposa Ana de Morales y sus dos hijos, Cristóbal y Ana. Sintiéndose algo
enfermo y agotado, pero sin dejar de participar en los debates sobre tierras y
enmiendas. De 1579 a 1591, colabora en el Cabildo como alcalde ordinario
en distintos periodos. En 1595 moría en la ciudad de Mérida, en la más
completa indigencia.

Cuando Ana de Morales enfermó del mal llamado locura progénita,


llegaron a la ciudad de Cartago las noticias sobre Francisco Ruiz.
Francisco Ruiz había dejado a su esposa y a sus dos hijos, Cristóbal Ruiz
de Morales y Ana Ruiz, en una gran casa cerca a la placita de Cartago.
Dispuso al servicio de la familia una veintena de esclavos, de mulatos y de
indios fieles y evangelizados, encargados de cuidar de la familia Ruiz.
Y Ana de Morales que había estado siempre de acuerdo con las
disposiciones de su marido no previó las circunstancias de su partida y se
enfrentó sola a la carnavalada de la sociedad de Cartago.
El día de la partida de Francisco Ruiz, Ana de Morales permaneció
abrazada a sus pequeños hijos, viéndolo por última vez en su vida alejarse en
el horizonte de cetrinos colores que adornaba y enaltecen la mole fría y
congelada del Tamac: Padre Mayor, Kumanday, Cerro Blanco o Candela,
guardián de los Andes americanos.
A lontananza mojada aparecía la ciudad de Cartago como un distante
espejismo.
Cartago era en sí una ciudadela aletargada, pocas veces fiestera, perdida
entre las insalvables montañas, un extenso y grisáceo poblado de bulevares y
tabernáculos envueltos en un olor a incienso barato y a pútridos sándalos.
Refugio de ladrones homéricos, de usureros y raponeros de noble jerga, de
asesinos a sueldo, de viudas despavoridas, de ladrones y legos oraculares, de
hombres desparramados en las cantinas tal vez heridos por la ebriedad
borboteando sangre como animales destazados, retorcidos y amparados por
entre los abedules color ocre o mandarino simple de las verandas; de curas
evangelistas y de monjas sifilíticas, de capataces cuchilleros y de peones
pederastas, de insanos juglares y aedos mendicantes, de enloquecidas romerías
de mujeres lucífugas y de traviesos chiquitines jugando a la nefasta guerra
entre risas disimuladas. De pocas calles nobles y de muchas calles miserables
donde se respiraban sórdidos idiomas de muerte.
Todos los lugares de la ciudad estaban enfermos y envueltos en un velo de
tristeza.
La casa de la familia Ruiz en Cartago era un gran bohío reforzado con
techo de paja, corral y solar de piedra, un caserón ubicado en el marco
principal de la ciudad. En algunos aspectos algo descuidado, con unos cuantos
arreglos y decoraciones, con la contratación de unos buenos maestros de obra,
con unos retoques de lechada de cal, quedaría de nuevo espléndido. Se
necesitaba de seguro cambiar las puertas carcomidas por la broma y el
comején, las débiles ventanas, partes del techo agujereado por las lluvias,
reconstruir la alberca y la cocina. La inmensidad de los pasillos de la casa era
maravillosa. Pero la casa de la familia Ruiz en la recién fundada ciudad de
Cartago nunca fue la más bella de los alrededores, había otras casas de aspecto
fenomenal.
La casa después de reformada estuvo conformada por dos salas, seis
habitaciones grandes y confortables, dos cocinas amplias y bien
acondicionadas, dos dormitorios para huéspedes, un baño de inmersión, dos
patios, un balcón con flores en el segundo piso y dos mansardas que eran
utilizadas como dormitorios con vista al parquecito de la ciudad. Cerca de la
casa se extendían inhóspitos lotes que los campesinos de la región querían
trabajar y hacer producir. Las inmediaciones de la ciudad que tanto gustaban a
la familia Ruiz, no dejaban de recibir forasteros cada vez más con las
pretensiones de instalarse y construir magníficos albergues. También llegaban
los residentes del centro del país y de otras provincias remotas perdidas en el
mapa del Nuevo Reino de Granada, que disfrutaban del vecindario. Tenían
entonces un montón de vecinos nuevos por conocer, eran familias ruidosas con
sus arengas musicales o con sus fiestas y reuniones domingueras.
Ana de Morales deseaba descansar por fin de los traslados a que los tenía
sujetos Francisco Ruiz, un año estaban en Cartago o en Mérida, otro año en
otra ciudad.
En la ciudad de Cartago las necesidades de la población parecían
multiplicarse al transcurso de los días.
Y ella, Ana de Morales, a veces quería encontrarse el alma con las manos.
Pero se sentía tan exhausta para hurgarse los adentros e iniciar alguna oración
a sus santos, pues ahora se sentía tan expuesta y vulnerada al ritual del
desencuentro de su esposo. En la noche oscura, temía conciliar el sueño, con el
temor de ser saqueada su casa y violentada en su intimidad. Por consiguiente;
escuchaba dentro y fuera de la casa reconstruida: lamentos y salvas
descomunales.
Pero Ana de Morales sabía que necesitaba cobrar rubicundas fuerzas,
vestirse de gala con las flores del camino hacia la casa, finamente cubrir su
rostro con mantilla de seda negra. Pero cuando se marchó el invierno entre
gemidos diluvianos por entre los arroyos de los ríos Otún y el Consota, y llegó
el rápido verano con sus florecientes promesas de alegría y de felicidad, Ana
de Morales se volvió a sentir con desaliento, enfermosa, sufriendo temblores
de calentura espasmosa.
Sus hijos siempre fueron todo para ella: bendición y purificación excelsa de
amor. Y por ellos y por su esposo se permitía luchar contra todos los
imprevistos del Destino, rogando al divino rostro del Santo Niño y,
congratulada y protegida por la limpia imagen de Nuestra Señora de la
Merced.

Los hijos de Ana de Morales y de Francisco Ruiz crecieron pronto al


compás de las susurrantes corrientes del viento de las mañanas y de las
canciones de las ondas del río Otún, entre risillas atontadas observaban volar
los pajaritos y las orquestas de mariposas de colores unidas en bandadas
fuertemente por la similitud genética. El mayor, Cristóbal y la pequeña Ana
corrían persiguiendo conejos, acariciados por los rayos solares, ungidos con
aceite vegetal por su madre, inventando juegos entre las marañas y los brezos,
escondidos en las grutas o queriendo alcanzar los pajarillos que se marchaban
de los árboles caídos obstruyendo los caminos.
Al año de estar en la casa de la ciudad de Cartago, Ana de Morales ya
estaba cansada de la vida en la región, y quería volverse a la ciudad de Mérida
o a otra villa que estuviera a orillas del mar, no era bien seguro, simplemente
se le ocurrió una tarde en que se sintió nostálgica y agotada. Su hijo mayor
Cristóbal Ruiz de Morales trataba de disuadirla y de hacerle comprender que
era demasiado pronto para viajar e instalarse en otro lugar sin el
consentimiento y conocimiento de su padre, sufriendo ella de emociones tan
dispares.
Alguna vez caminando por las riberas del río Otún, cerca de la casa, Ana de
Morales miró su rostro en las aguas estancadas de un lago y horrorizada
descubrió que había envejecido de repente, que en verdad estaba vieja. Fue
inmediatamente a la casa, corriendo despavorida, buscando a sus hijos para
contarles de la desgracia de su envejecimiento prematuro, con rostro
desencajado; sus dos hijos, siendo aún niños frívolos e inocentes se rieron
creyendo que ella les estaba jugando una extraña broma; y le explicaron los
sirvientes de la casa alertados, que estaba siendo presa de visiones
embrujantes. Entonces Ana de Morales empezó a llorar como nunca habían
visto antes sus hijos que se sintieron profundamente afectados por el raro
comportamiento de su madre.
—No pasa nada, madre, sólo es una impresión tuya.
Le decía Cristóbal para tranquilizarla, pero las lágrimas de Ana de Morales
más se multiplicaban, parecía inconsolable.
Sus hijos trataban de abrazarla y protegerla, de hacerla desistir de sus
espejismos, de que dejara de acumular vacías visiones enfermizas, le
acariciaban los cabellos y le susurraban canciones, pero la mujer parecía estar
reducida a comportarse como un bebé marginado.
Tenía los ojos atacados por la purulencia de las visiones del pasado que
hacían efecto instantáneo en ella. En medio de su rara debilidad alzaba la
mirada por entre las ventanas de la casa hacia las lontanas cumbres diciendo
que su vida iba a desaparecer con el humo y la niebla, que se reduciría a
montones de arenas prehistóricas.
Cuando la veían, solitaria y errabunda por los patios de la casa, Cristóbal y
la pequeña Ana empezaban a murmurar sobre ella como si se tratara de un
residual y espectral ser. Hablaban de su desquicio, herencia de su misérrima y
desgraciada parentela aburguesada en España. Suponían entonces que se le
había metido en el alma un espanto de los bosques, por la cara que tenía. Ellos
notaban la pesadumbre de la madre ahora tirada en la hierba húmeda de las
eras, sumida en una inmersión próvida. En muchas ocasiones, se alarmaron
cuando en expósito y sonámbulo desvarío Ana de Morales caminaba por los
pasillos buscando a Francisco Ruiz del cual ya no se tenían más noticias,
aullando o chillando como una loba rabiosa. Pero era una persecución
debilitada por los desmayos, pues nunca lograba llegar más allá de la puerta de
salida de la casa.
Cristóbal y la pequeña Ana creían que había probado alguna planta
alucinógena de las que crecían en los lindes de los valles y que recogían y
vendían los gitanos y hechiceros indios por las calles de la ciudad de Cartago.
Pronto todos estuvieron muy atentos de su salud y pendientes de sus
comportamientos aligerados.
Ana de Morales estaba con frecuencia imaginando espejismos.
Se resguardaba en un rincón de la casa, permaneciendo varios días así,
desconectada de la realidad, mirando con pavor hacia la puerta de salida.
Las lluvias comenzaron a cundir en esos días y entraban por las hendiduras
de los techos. En los muros, ya anómalos insectos construían viscosos nidos.
Algunas goteras mojaban los cabellos pelambrados de Ana de Morales y
apaciguaba el frío un poco su fiebre. Pero su incansable desvarío estaba
atemorizando cada vez más a sus hijos. Con sus raras actitudes lograba
asustarlos.
Cristóbal empezó a creer que de verdad se estaba volviendo loca, pero no
sabía el motivo que ocasionaba sus desajustes demenciales. Algunas veces
llegó a verla por los patios, a la intemperie, corriendo como un venado y
gritando improperios ignorando a quienes, tal vez a sus invisibles
perseguidores, para que la dejaran tranquila y la respetaran y no la mataran a
golpes y sintieran algo de piedad por ella. Entonces el muchacho salía de la
casa a acompañarla y le decía: “Tranquila, no desesperes, madre mía.” Pero
ella estaba confusamente desesperada. Apenas le hablaba, guardando sus
temores, tenía los ojos rojos y desorbitados, sentía la sofocación que trae
consigo la cercanía de una enfermedad incurable, la locura senil, sus
desmesurados desvaríos le ocasionaron al muchacho encendidas e indecibles
expresiones de tormento.
—¡Ocúltame de ellos! -Señalaba la mujeruca al aire retorciendo los dedos
crispados.
Cristóbal no sabía si inventaba juegos o verdaderamente estaba
desquiciada.
La conducía al interior de la casa y la llevaba de la mano hasta su
dormitorio, presa del delirio.
Ana de Morales se metía entre las telas de su cama y de allí no salía hasta
que estuviera segura de que sus fantasmas ya no la perseguían y que habían
desistido de torturarla con sus presencias invisibles.
Pero luego sentía Cristóbal que le estaba reventando también a él los
nervios, las redes sanguíneas de su paciencia, ya estaba cansado de ocultarla
de unos fantasmas que nadie veía, excepto ella. Además, quería hacerse
capitán y marchar tras su padre. Dejar a su madre a cargo de la pequeña Ana y
de los sirvientes contratados por su padre, el encomendero. No al revés, no a la
pequeña Ana a cargo de la madre. Mientras Cristóbal pensaba en todo esto,
Ana de Morales seguía temblando de miedo bajo las sábanas, como si tuviera
mucho frío. Él la examinaba, jugaba al doctor con ella y ella se resistía, le
tocaba la frente y le sentía mucha fiebre, le veía los ojos enrojecidos y
agrandados. Ella estaba perdida de súbito en la locura mientras sollozaba
lágrimas trémulas, estremecida de pies a cabeza.
Detestables insectos entraban a su habitación invadiendo cada partícula de
aire.
Ella lloraba como nunca Cristóbal la había visto llorar. Permanecía fresca
en su memoria la conmovida mirada de Ana de Morales cuando él le
provocaba cuidados. El bello rostro de la madre desvalida había cambiado
mucho por los sufrimientos de su locura inesperada, mucho desde el tiempo en
que habían llegado a la ciudad de Cartago, mucho desde cuando Francisco
Ruiz se había marchado tras la pasión y la conquista del oro de los indios del
Nuevo Reino de Granada.
Y cada día que pasaba era peor, Ana de Morales estaba mucho más débil, y
hubo necesidad de traer al doctor de la expandida ciudad de colonos varias
veces. Parecía que un espíritu maligno la hubiera poseído o un bicho
microscópico la hubiera picado o se le hubiera metido en la cabeza.
En la noche invadía la casa ataviada de difuntas lágrimas que estremecían
el sueño de Cristóbal y de la pequeña Ana.
Hasta que una mañana en que el verano prometía nuevas flores del regreso,
ella no pudo levantarse más del lecho.
—Voy a ir a traer otra vez al doctor.
—¡No seas! No ves que ya estoy muerta.
—No digas eso. ¡Por el amor de Dios!
—Cristóbal, cuando yo muera, prométeme que cuidarás a tu hermana Ana.
Refería con su marchita belleza salpicada de restos de alas de mariposas.
Él asentía con la cabeza, como si sus palabras fueran avalanchas que
sepultaban su vida.
—Tú no te vas a morir. No quiero que te mueras...
—Cuídala mucho, es tu hermana menor.
—Yo la cuidaré, descansa.
Cristóbal se quedaba en vigilia entre las penumbras de la habitación para
que ella pudiera verlo si necesitaba de su ayuda.
Por la ventana abierta de la habitación entraba el rocío agitado de la noche,
el viento inundaba con sus musgos y sus mieses los pasillos por doquier de la
casa.
Como descubriera un gato pardo atravesar por la ventana abierta, fue a
cerrar la ventana porque ya se entraba el frío de la noche. Se abstenía de
regresar a los corredores en amparo de su hermana menor que ya se quejaba de
abandono. Tras un instante de fulmíneo silencio, escuchó afuera un débil
ruido, esta vez de pisadas torpes.
—¿Quién anda ahí? -Preguntó, afectado, nervioso, al descubrir una silueta.
—No te asustes, soy yo, Ana —murmuró la pequeña, protegida en el
resquicio de los entredoses—. ¿Cómo sigue nuestra madre? —preguntó
temblando su voz primorosa. Salió de la umbrosidad de las figulinas. La
pequeña Ana estaba agobiada, pues en la debilidad del tono de su voz la
delataba la pena.
Chocaron en la penumbra de la habitación sus miradas líquidas. Y el sofoco
de un agravante silencio ciclónico los embargó. Estaban demasiado inquietos
y sumidos en el torbellino de la desolación mientras sabían que su adorable
madre dormía profundamente en un estado casi vegetativo y espasmódico.

Abandonar la ciudad de Cartago y retornar a Mérida fue el único remedio


que encontraron los hermanos Ruiz para la enfermedad y locura de su madre
desfalleciente.
Cristóbal y la pequeña Ana no podían creer la súbita desproporción de su
pobre madre. Ellos dos quedarían en la casa de Cartago como inmóviles
estatuas abandonadas. Cuando ambos hermanos compartían miradas, extraños
pensamientos se agolpaban en sus cerebros, buscando con desesperación una
salida a sus desasosiegos o intentando hallar una pronta solución para no
quedar sumidos en aquel desamparo del cual se sentían presos.
Con la anticipada partida de Ana de Morales para Mérida, ellos quedaron
enervados de todos sus recuerdos, se empequeñecían sus vidas, se sentían
arrastrados a las miras del desconsuelo, deseaban que también a ellos les
sobreviniera alguna cosa, una enfermedad doliente, algo, en suma, que los
distrajera de los tristes pensamientos que giraban en torno a sus cabezas
aturdidas y apesadumbradas.
Ignoraban cuánto tiempo sus padres, Ana de Morales y Francisco Ruiz,
estarían ausentes. La imagen de sus padres quedaba en sus mentes con un
sabor incierto. Mas no podían dejarse vencer de los acontecimientos, estaba
ahora de por medio la crianza y educación de ambos. Además, Ana de
Morales les había prometido que regresaría pronto de la ciudad de Mérida, y
que Cristóbal que ya era todo un hombre tendría que hacerse cargo de la
pequeña Ana en todos los aspectos de la vida cotidiana, entonces la partida de
la madre no tendría por qué alterar el curso normal de los aconteceres.
Cristóbal que era un chico mañoso se comprimía cada vez más con los
sentimientos que avasallaron su corazón.
Cuando Ana de Morales partió para Mérida ninguno de los dos chicos
entendió el empuje del destino, lloraban y un nudo de raíces entrelazadas se
había instalado en sus gargantas resquebrajadas, en sus pupilas enrojecidas
afloraron las lágrimas, era como un desvelo lo que sentían, un estado de
espasmo tanto en los músculos como en el espíritu, lloraban alertando de
preocupaciones a la madre enferma cuyos sentimientos eran angustiosos, pero
en aquella anunciada despedida tenían que demostrar que eran los valientes
hijos de Francisco Ruiz y de Ana de Morales.
Entonces el carruaje condujo a Ana de Morales a los caminos inhóspitos,
fuera de la ciudad.
Luego fueron pasando los días en que su recuerdo rondaba por la vida de
sus hijos perturbando la paz de sus corazones. Pero ellos sentían, aún en la
ausencia, su maternal influencia con un efecto acogedor y cálido despertado
por toda la casa.
Las noches sobre la ciudad de Cartago permanecían sin estrellas, las
orquestas de cocuyos habitaban las hojas de acantos, en segundos batallones
de zancudos transitaban en su acostumbrada velocidad nocturna provocando
zumbidos abismales.
Luego al amanecer, las atropelladas lágrimas del cielo caían sobre los
patios de la casa formando huellas digitales sobre la hierba o sobre las rocas.
La pequeña Ana salía de la casa hacia los patios, a jugar, a bañarse con la
lluvia. Mantenía los rasgos característicos de Ana de Morales: ojos negros
profundos, los churquitos del cabello como espesas lanas oscurecidas
alrededor del cándido rostro enlunado, su sonrisa infantil descubría dientes
pulidos como blanquecinos nácares deslumbrantes.
Con la partida de la madre convaleciente hacia Mérida, Cristóbal y Ana
comenzaron a sentir sus mutuas diferencias. A decir verdad, eso ya se
esperaba. Sin la presencia de sus padres estaban desorientados tanto en la
crianza como en la educación. Y las esclavas y criados encargados de
cuidarlos y velar por ellos siempre eran muy diferentes y dispersos con
respecto a ellos. Sin embargo, los hermanos esperaban que Francisco Ruiz
apareciera pronto de sus viajes inhóspitos por los Andes.
La pequeña Ana crecía rápido como un enebro mientras inventaba
arriesgados juegos por los suelos de los patios mojados, ella se dejaba resbalar
graciosamente, insistiendo en continuar con sus travesuras, siempre
provocando la inquietud y la preocupación de su hermano, tal vez entonces
Cristóbal comprendió que la niña no estaba dispuesta a dejarse orientar o
manejar por él. Pero hubo un tiempo en que Cristóbal hacía sentir su poderosa
posición de hermano mayor, entonces le dictaba normas de comportamiento en
la casa, le prohibía salir a cazar pájaros y arañas venenosas, mariposas
coloridas que ingería, le regañaba cuando dibujaba burlescos en las puertas y
las paredes de las casas vecinas. Y todo esto lo disfrutaba con alguna sonrisa
amarga. Pero la pequeña Ana continuó con sus juegos, desapercibida,
acercándose prematuramente a la adolescencia.

Al mes de la partida de Ana de Morales para Mérida, Francisco Ruiz


regresó de sus viajes conquistadores a la ciudad de Cartago, trayendo consigo
una tropa de sirvientes que como perros hambrientos buscaban el oro de los
indios.
Cristóbal y la pequeña Ana le dieron la infortunada noticia de la repentina
enfermedad de su madre y le relataron los pormenores de su locura y posterior
partida, y le contaron que desde entonces se habían acostumbrado a llevar una
vida de pequeños fantasmas gorjeadores, solitarios y desamparados dentro de
la casa.
Pero a Francisco Ruiz no le conmovieron las noticias, no parecieron afectar
su valentía o impactarle demasiado, era de esos hombres que consideraban que
la desgracia era una expedición también, y que seguramente él, inclusive había
sido conducido a las bajas tierras de la depresión familiar y amorosa. Entonces
se quedaba parado en el vano de la puerta de la casa, viejo y codicioso, sus
ojos formando impresiones nebulosas, sin atreverse a hablar mucho. Sólo se
encogía de hombros, confundido, lúgubre y silencioso, representando
sentimientos confusos.
Cristóbal y la pequeña Ana no se habían atrevido a abrazarlo, a festejar su
regreso. A Francisco Ruiz tampoco parecía importarle. Ahora no se permitía
sentir nostalgia ni tristeza por la partida de Ana de Morales. Pero para
entonces comprendió, con un súbito asombro de calamidad, que con la
ausencia de su esposa, tal vez la felicidad ya no le perteneciera y que su
arriesgada profesión de encomendero y conquistador le había arrebatado
“cualquier presunta idea de ser feliz” con su familia.
Para Cristóbal y la pequeña Ana significaba el regreso de su padre,
Francisco Ruiz, una lectura discontinua del tiempo en su antiguo reinado, en
un mundo de concesiones deshilachadas, donde sabían que eran, en suma,
débiles y desgraciados.
Francisco Ruiz, desconsolado, porque seguramente traía buenas noticias
sobre sus encomiendas y sobre las vetas de oro que había descubierto en
Tunja, buscaría abrillantar su espíritu propiamente como las estrellas en el
silencio del cosmos. Pero todo su destello de celebración y triunfo desaparecía
con la noticia del retorno de Ana de Morales a la ciudad de Mérida. Entonces
debió limitarse a permanecer como una estatua inamovible, sobrio y
silencioso, buscar el equilibrio de su carácter en la cloaca de su conciencia,
ceñirse a los acontecimientos de la partida de la esposa enloquecida y
desvariada, y permanecer acompañado por la realeza de sus devotos hijos
amados, conducirse como un anquilosado monarca imponiendo leyes que
justificaban sus crueles actos sobre sus hombres inicuos. Al día siguiente,
pagó por los servicios de todos los hombres que conformaban su aventurera
comitiva y prescindió algún tiempo de sus favores, servicios y compañías.
A veces sus hijos presentían que su padre Francisco Ruiz los quería
sinceramente y que le ocasionaban no sabían qué clase de fuertes sentimientos
de apego, emociones intensas y en otras ocasiones nostálgicas. Pero aún así,
especialmente Cristóbal, llegó a temerlo. En cierta forma, Cristóbal sentía que
podría ser arrastrado al profundo abismo de codicia, lujuria y maldad de su
padre.
Francisco Ruiz nunca había anhelado la desgracia y la ruina, pues por el
contrario, se creía dispuesto a luchar contra esas fuerzas malignas que se
presentaban a aniquilarlo, a aplastarlo sin asomos de piedad.
Para escapar a la desgracia cualquiera inventaría la felicidad, reza un dicho,
no como una alusión o una idea, sino como una meta firme y valedera.
La Divina Providencia guiaría a nuestro héroe asesino, soldado y
encomendero, y tendría compasión de él que poseía el extraño poder de amar
sin justificarse o sin rendirse a los dominios y la piedad de otros. Claro que
esto nunca le hizo perder su notable acidez.

Pasaron las semanas en la casa sin la presencia de Ana de Morales.


Francisco Ruiz y sus hijos sentían desfallecer sus corazones hechos jirones.
En las mañanas Ana y Cristóbal despertaban ansiando ver a su madre, pero
profundamente decepcionados recordaban que de veras ella se había marchado
días antes de la llegada del encomendero. Y esas fugaces y dolorosas
reminiscencias que los invadía en cualquier momento del día y de la noche
eran sentimientos de inconformismo.
A Francisco Ruiz no le quedaba más consuelo que perpetuarse con las
defunciones, con las inscripciones y con los epitafios, mientras se debatía en
medio de un fuerte torbellino de emociones. Entonces vagabundeaba por los
pasillos de la casa, como si fuera un alma en pena, otras veces a campo abierto
por los patios o por las callejas de los bulevares de la ciudad de Cartago.
Algún conocido le aconsejaba que se buscara otra mujer y este comentario
fortalecía sus instintos.
Recordaba siempre a su esposa, impregnada de un olor especial mientras el
viento gregario y armonioso de la mañana esparcía las semillas de los árboles.
Pero todos los sentimientos y los recuerdos que le despertaba su mujer pronto
se convirtieron en una sofocante desilusión solitaria.
Los tediosos días pasaron por la lánguida existencia de la familia Ruiz.
Por la casa se escuchaba la orquesta de las voces afanosas de la
servidumbre en crescendo.
Francisco Ruiz estaba impaciente, pensaba en por qué tanto maldito ruido
en un lugar tan contraído.
Cristóbal y la pequeña Ana sabían que la sombra de su padre los vigilaba
constantemente, pues a veces se esfumaba y de su presencia física no se sabía
nada, pero de seguro estaba resguardado en las laberínticas alcobas, tramando
la muerte de sus enemigos, otros hombres que querían arrebatarle los tesoros
de los caciques indios de las cumbres andinas que él ya había localizado y
tomado como suyos, hombres que ambicionaban las tierras dadas a él por La
Corona Real, hombres nuevos y armados de patrañas y engatusadores que
llegaban a las provincias en busca de fortuna. Él ya sabía de quiénes se
trataban, entonces urdía planes con sus compinches, para alejarlos de los
caminos hacia las vetas de oro, para amedrentarlos, o de lo contrario,
mandarlos a asesinar. No estaba dispuesto a compartir la tierra y el oro de los
antiguos moradores de América con los cazadores de fortunas y con los
profanadores de tumbas, consideraba aquellas riquezas como suyas por
tratarse de territorios que eran de su jurisdicción, de su comando y permanente
vigilancia.
Ana y Cristóbal sabían que todo estaba bajo el poder, dominio e influencia
de su padre. el encomendero. Todo y todos, incluso los comunicantes que
merodeaban por la casa llevando noticias funestas sobre los acontecimientos
que se presentaban a diario.
Pero entonces Francisco Ruiz, enérgico e indolente, se preocupaba un poco
al pensar que las almas penitentes de los miserables indios apaleados,
quemados o sacrificados, entraban a la casa y vagaban por los húmedos
pasillos queriendo justicia, vengarse y delatar sus fechorías.
Sus ojos cobraban el acuoso color de la angustia ambiciosa, de la
desesperación, de la zozobra y de la locura. Pero tampoco se dejaba amilanar
de estas impresiones fatídicas que rondaron indelebles su vida. Era como un
experto director sinfónico clamando a Dios por una señal reveladora para sus
triunfos.
En ocasiones le relataba a sus hijos, ininterrumpidamente, extrañas
aventuras y sucesos acaecidos en las campañas y en las expediciones, osadas
andanzas de su vida exploradora, y también les contaba de las errancias de los
increíbles y fabulosos personajes de su parentela española.
Sus hijos sabían de antemano que su padre era un coloso, un formidable
servidor de La Corona cada vez más enriquecida.
Dios se apiadaría de su alma desfigurada por el asombro de la tragedia de la
vida. Pues Francisco Ruiz había hecho demasiado mal y por consiguiente
había sufrido mucho.

Francisco Ruiz trajo una mujer a vivir con él y sus dos hijos a la casa.
Una hermosa india mulata llamada Alina, la hija de un militar español
muerto en campaña y de una mujer india oriunda de la provincia de Paucurá,
por la vertiente del Cauca, cerca de la villa de Arma.
Él quería tener una mujer para satisfacerse como hombre, aún le causaba un
sudoroso efecto varonil todas las indias que había descastado. Quería estar con
una mujer real que estuviera presente y pendiente de sus reclamos y que
pudiera cuidar de él y posiblemente de sus hijos en Cartago.
Pero, ¿por qué una india?
Para él era muy fácil conseguirse una mujer india o esclava negra, tomarla
como si fuera un obsequio de la naturaleza.
Podía decirles mentiras y patrañas a sus dos hijos con el propósito de subir
sus alicaídos estados de ánimo. Pero su desenfado trastornaba, sobretodo a
Cristóbal. Y perfectamente Francisco Ruiz intentaba justificar la situación de
traerse una mujer india mulata con él.
Ante los reclamos de Cristóbal, por fin se quedaba callado, tratando de
concluir que todo lo que decía su hijo consciente o inconscientemente estaba
de más.
Y Cristóbal se enardecía por las inquebrantables decisiones de su padre.
Con las palabras de confortamiento de Francisco Ruiz nunca se resignaron
sus hijos a respirar más tranquilos, sin la presión de sus palabras y con la
presencia de la intrusa.
Pronto la india mulata Alina se encariñó con la pequeña Ana y con
esmerada solicitud estuvo a su cuidado.
La pequeña Ana, que con la partida de su madre Ana de Morales, hondas
depresiones y profundas sensaciones de abandono habían ido arruinando su
estado de ánimo.
Se suponía entonces que Francisco Ruiz lo que menos quería era estar solo,
sin mujer, con sus hijos perdidos en la tristeza y en la nostalgia entre la
taciturna casa de Cartago. Pero ni la inesperada presencia de Alina en la casa
pudo ayudar a los muchachos a superar la tristeza de esos días.
Alina era una mujer muy servicial, pasaba horas enteras escuchando y
atendiendo a los dos hermanos, los escuchaba y los aconsejaba con pocas
palabras, aunque no era mucho lo que la india mulata de extraordinaria belleza
decía en realidad, porque casi no hablaba castellano, pero lo poco que decía en
español, ellos podían medio entenderlo, ella los escuchaba con un esmero casi
maternal, tratando de adivinar sus palabras. Además, les cuidaba y se
esmeraba en que la tristeza y el agobio de todos en la casa se disipara.
Alina de veras quería ayudar, desinteresadamente.
Francisco Ruiz, la mayor parte de las noches de brisa veraniega, la
conducía a una habitación que le tenía acondicionada cerca de la cocina, un
antro oloroso a cebollas y berenjenas, oliendo a sudor y sangre.
Porque no quería dormir más en la antigua habitación que antes compartía
con su esposa.
Dentro de aquella habitación, en compañía de la india mulata, él pretendía
alejar de su mente la profunda nostalgia que sentía por su lejana esposa allá en
Mérida.
Entonces la besaba apasionadamente, se entregaba a las caricias y a los
placeres de su intimidad.
Alina no sabía qué le inspiraba a ese hombre fortachón, si lástima o amor.
Pero Francisco Ruiz en medio de una exasperada curiosidad amorosa y
sexual, se embebía por igual en la calidez benefactora de la mujer.
Las manos le temblaban a ambos de deseo.
Y así fueron sellando su pacto de copulación.
Los días que siguieron recorrían juntos los pasillos de la casa, salían a
caminar por los verdes campos y por las riberas del río de la ciudad, las
remotas ondas del río Otún se llevaban todos los vivificantes recuerdos del
conquistador.
Por los milenarios bosquecillos se refugiaban roedores que jugueteaban
entre los agujeros de los troncos de los árboles derribados y destruidos por los
rayos de las tempestades, múltiples pájaros de fábula construían sus grandes
nidos negros y misteriosos en las ramas enverdecidas de los limonares.
En esos maravillosos días, Alina, la india mulata, y Francisco Ruiz, el
temido conquistador, comprendieron que se amaban y que su destino, por
encima de todo lo funesto, era seguir juntos hasta el fin del tiempo.

A continuación, sigue la historia de cómo Francisco Ruiz conoció a la india


mulata Alina:
“La epidemia del SARAMPIÓN se extendió por las provincias y los
poblados, por los villorrios y las comarcas, sobre las casas y sus habitantes,
degenerando todos los sistemas de vida. Para todos era sabido que nadie ni
con la ayuda de las artes de la brujería ni con los recursos de la ciencia médica
encontraría una cura para esa pandemia devastadora. Luego llegó también a
las nuevas ciudades, y borró, para ese entonces, de la faz de la tierra, doce
millones de individuos.
“Temía Francisco Ruiz que el SARAMPIÓN y la peste negra también
alcanzaran a su familia, creía que su casa era un fortín, una gigantesca
fortaleza donde podía aguantar los embates de la desaforada epidemia.
“Los enfermos de la ciudad de Cartago eran trasladados a los nuevos
hospitales de caridad.
“Dicen los comentaristas y cronistas de la ciudad de Cartago que al
temerario Francisco Ruiz, una mujer india de gran belleza lo recogió en el
trayecto hacia Anserma mientras huía de las epidemias acaecidas sobre la
villa; desahuciado y sin sentido. La india mulata dominó el caballo donde
colgaba su cuerpo y se lo llevó hasta conducirlo a un refugio seguro que tenía
en la orilla del caudaloso río Apiá en sus ramificados afluentes auríferos.
“Cuando la india mulata descubrió que el hombre tenía la peste negra quiso
procurarle cuidados. Al llegar al refugio, la india mulata de fina belleza,
llamada Alina, lanzó al cielo matutino sus guturales himnos profanos. Lo
desmontó del caballo, lo extendió sobre la tierra humedecida por los rasgos de
las lloviznas de las noches anteriores, lo desnudó y luego cubrió su cuerpo con
fragantes hojas y raíces medicinales para que arrojara los maléficos espíritus
de la peste maldita. Cuando Francisco Ruiz, recobró el conocimiento, imaginó
que estaba muerto, y que efectivamente habían pasado muchas noches sin
sentido. Y desde luego las alabanzas de la india mulata lo pusieron alerta y al
tanto de lo sucedido, la voz cantarina de Alina refrescó un tanto su
aturdimiento. Los cánticos de la mujer india eran como trinos de pájaros, que a
los oídos aturdidos del encomendero crecían frenética e ininteligiblemente.
Frente a los ojos de Francisco Ruiz había una hermosa mujer que hacía de
curandera. Encima de él se abría un cielo nocturno diseminado, nubárreo por
el nordeste, atisbando una luna perdida como una barca blanca en el mar del
universo. Chillidos de aves asustadas invadía aquella ribera donde el hombre
convaleciente se había salvado de la muerte que producía la mortífera peste
negra, y ahora descansaba al cuidado de la india mulata desconocida. Ella,
como un grácil animal, aparecía entre los follajes, traía maíz y patatas.
Entonces le brindaba de comer y le daba de beber agua limpia. Ambos comían
silenciosamente mientras se miraban. A ella le parecía graciosa la coloración
de la piel del hombre blanco y disimulaba reírse tal vez a grandes y
despavoridas carcajadas. Pero luego de comer con él, de observar su piel hasta
el cansancio, se sumergía atléticamente en las frías aguas del río Apiá, en
medio del cauce de las aguas su extraña belleza crecía enaltecedoramente.
Todos los rasgos característicos de la mujeruca india resultaban agradables y
simpáticos a simple vista, eran rasgos finos y dulces: la piel térrea, la nariz
recta y la boca firme denotando un misticismo reservado. Su esbelto cuerpo
ondulaba con las susurrantes y trémulas olas que la persiguen incansables.
Salió del río. Ora susurraba de una manera casi silenciosa tratando de formar
una canción que oscilaba en envolver la infinitud de las montañas. Se acercó a
palpar y a revisar a Francisco Ruiz, de la piel de éste salían ronchas costrosas,
acomodó su cuerpo junto a él, en la esterilla de hojas de palma en la ribera del
río Apiá. Aunque Francisco Ruiz se sentía todavía confundido, aturdido y
debilitado, acarició con sus entumecidos dedos la larga y negra pelambre
mojada de la india mulata, y entonces fue cuando experimentó un acuciante
deseo de darle gracias a la vida y bendecir aquellas tierras y sus moradores
sobre los cuales había vertido ríos de sangre. Quiso gritar de alivio, pero
estaba tan débil, que todo tenía la alegre duración de un segundo ante haces de
vagos recuerdos que se deslizaban por su memoria con la velocidad de un
relámpago. Alina entonces se incorporaba y se perdía entre las gigantescas
palmeras y los exuberantes helechos de los lindes selváticos del río. Parecía
un mono de aquí para allá, inquieto. De modo perceptible, la claridad del día
comenzó a extenderse. Una garza prehistórica sobrevoló el crepúsculo y fue a
esconderse entre los agujeros de las rocas. Mágicamente la exótica e
inesperada mujer volvía a aparecer entre los matorrales, haciendo crujir las
hojarascas con sus pies descalzos, llenando la penumbra del alba de
fascinación. Ahora se había revestido con las festivas pompas de su culto
pagano. Traía mantas con las que cubrió a Francisco Ruiz y luego fue a avivar
aún más una fogata inextinguible, para calentarse. Era evidente que a pocos
metros de ahí había centenares de tiendas indias. Cuando miraba a Francisco
Ruiz, su mirada lo penetraba silenciosamente. Después de curarse, Francisco
Ruiz regresó a la villa de Anserma y encontró por las calles los cadáveres que
los sobrevivientes arrastraban inclementes hacia las piras públicas. Dicen los
comentaristas y cronistas de la ciudad de Cartago que Francisco Ruiz no iba
solo en el caballo, sino que lo acompañaba una hermosa india mulata. En la
atmósfera de la villa de Anserma gravitaba el espelunco olor de la carne
quemada.”

Francisco Ruiz era tan codicioso, que nunca se le ocurrió pensar que se iba
a arruinar el corazón de tanto ambicionar el preciado y violento objeto del oro,
que ya traía por todas las tierras del continente americano las señales de la
guerra y de la destrucción, de la violencia y de la muerte. Estaba poseído por
el afán de acumular riquezas.
Alina le contaba a los hermanos Ruiz con cierta dificultad lingüística
muchas cosas de su vida pasada, les hablaba de su familia, les describía los
paisajes de la provincia de Paucurá, de donde era oriunda. Entonces
comprendió Francisco Ruiz que Alina que era su salvadora, además era su
refugio, su consuelo, su fuerza para continuar luchando por la recuperación de
su agobiada existencia. Y así pudo disfrutar de su aparente amor nunca a
escondidas de sus hijos. De alguna manera la había traído hasta Cartago, con
ese fin propuesto en su mente. Después volvió a estar tan ocupado pensando
en cómo robar el oro de los indios de las cumbres andinas, conquistar
encomiendas y hacer el coito con Alina, que se despreocupó de la crianza de
sus hijos. Tampoco se dio cuenta de que sus hijos habían crecido y que podía
disponer cuando quisiera de ellos para el progreso de su hacienda, puesto que
además eran sus herederos.

En el muladar del invierno la luna llena se enhestaba lentamente entre


grandes cirros que anunciaban la proximidad de la tempestad.
Todo en la casa, con el invierno, volvía a ser tan caótico que nadie podía
alejar la pesadumbre.
Alina, permanecía sentada en la sala, en una mecedora de mimbre,
cantando alegres tonadillas en su dialecto mientras pretendía zurcir una
camisita de lana. Cuando vio pasar a Cristóbal por el pasillo de la sala lo llamó
para saludarlo y contarle por qué estaba hoy tan feliz. Cristóbal se plantó a la
diestra del salón. Y esperó. Ella le confesó que esperaba un hijo de su padre
Francisco Ruiz. Encima de un armario sobresalían dos canastas que contenían
rosas vistosas y frescos crisantemos. La noticia de Alina perturbó a Cristóbal
que permaneció callado y pensativo, absolutamente sorprendido. Se le
ahogaron las palabras en un nudo reseco dentro de la garganta, no sabía qué
contestarle, no sabía si felicitarla o maldecirla por dar a la tierra un hijo
bastardo del genocida que era su padre. Quiso seguir su camino por el pasillo,
pero se sentía incapaz de dar un paso por el temor de precipitarse de bruces al
suelo de la sala e irse contra las sillas y las tarimas silenciosas. La mujer de
pronto se puso temerosa por el pensativo silencio del joven, quería escuchar de
él alguna manifestación. Pero la revelación del embarazo de la india mulata
tenía a Cristóbal consternado.
Flotaba sobre el aire de la sala un olor a maíz cocido, de legumbres y
verduras en cocimiento.
Abajo, en las deplorables comunas de la ciudad estaban las cocinas y las
isbas de los negros, cerca de los bosquecillos.
Hacía una noche de hechicería, sub lunar.
—Mi padre dice que antes vivías con los negros traídos de África-.
Cristóbal se contuvo de ciertas palabras de reproche.
—Sí. Vivía con varios negros y nativos de mi región, en un refugio de
encomenderos. ¡No podía salir mucho! Como comprenderás, estaba expuesta a
las burlas y a los comentarios de la gente de la provincia. Vivir con negros a
veces resulta reprochable…
Alina, cuando ya una mujer seductora, prostituida en los cabildos de los
indios de la provincia de Paucurá, por el río Cauca, cerca de la villa de Arma.
En dos o tres ocasiones, también fue acompañante y concubina, bailaba en
alguna isba donde los negros se divertían escuchando canciones españolas
traídas por los conquistadores de sus tierras o canciones heredadas de la
tradición africana. Cuando los españoles mataron a sus padres, un negro se
hizo su protector y la confinó a vivir en la aldea, escapó sin saber adónde ir.
En el trayecto a la villa de Anserma, cerca al río Apiá, se encontró con los
campamentos de los encomenderos que construían los caminos ganaderos. Allí
la recibieron las comadres de los montes vírgenes, porque sabían que era una
mujer perdida a esas altas horas de la noche. Luego pasaron los días y cómo
no sabían quién era ni de dónde venía ni qué hacer con ella la llevaron al
balandro del cacique Caimán para que la cuidara. Caimán era un indio
fortachón que vivía rodeado de jóvenes que atendían los caprichos de los
hombres de su pueblo. Al principio sólo recibió hospedaje y comida, pero
luego el cacique Caimán le fue pagando cincuenta céntimos de oro por sus
servicios. Pero nunca fue una mujercita de fiar, vendía a los españoles los
antiguos secretos de los maltratados caciques. En los lupanares de los negros
también vendía su cuerpo y sus servicios de informante. Luego fue protegida
por un negro apasionado y también huyó de su influencia. Estuvo viviendo por
las orillas de los ríos como una desprotegida de los aprecios de los hombres
negros y de los nativos de su tribu. Hasta que finalmente se encontró con
Francisco Ruiz en un camino desolado hacia Anserma, el hombre venía sobre
su caballo, enfermo y agotado, y su vida dio un vuelco diferente cuando
decidió curar al encomendero.
Cristóbal quería que su padre la viera en su verdadera vida y le propinara
una buena golpiza ¡Eso era lo único que según él se merecía, la degenerada!
Entonces la india mulata se conturbó misteriosamente en un semi-sueño
hipnótico.
Cristóbal tal vez se arrepentía de tratarla como un semejante y aventurarse
a escucharla, ella llenaba su ser de inquietas y arremolinadas preguntas. Luego
comprendió que su padre había cometido un error imperdonable al traerla a
vivir con ellos en la casa y quería remediarlo auxiliándolo. Pero de alguna u
otra manera su padre preferiría irse a vivir con ella al pueblo indio de Cocoton,
donde Francisco Ruiz tenía una encomienda. Entonces volvería a
abandonarlos, a él y a la pequeña Ana. Aún así Cristóbal estaba dispuesto a
correr los riesgos y enfrentarse a él para que abandonara a esa insoportable
mujer.
Entonces permaneció de pie, frente a ella, observándola desde el armario,
zurcir la camiseta de lana que seguramente era para el hijo que esperaba de su
padre. Parecía bordar mal la tela, sin precisión, desorganizadamente, sin
ocuparse verdaderamente en su labor, como una aprendiz, quizá solo era un
pretexto para entablar una conversación con el joven Cristóbal y asegurarse
que la noticia del embarazo provocara en él una reacción favorable. Sin
embargo, no fue así.
En esto regresaba Francisco Ruiz de compras por los libres mercados de la
ciudad, traía consigo unas pequeñas bolsas de cuero de res con algunas
fruslerías.
Su brusquedad al cerrar el portón de la casa acompasada con el sobresalto
de Cristóbal por el inesperado embarazo de la intrusa.
Su padre entró a la sala y los miró a los dos sin saludarlos. Fue hasta el
armario y depositó las bolsas. Parecía que la presencia de su hijo no le
importaba, no tan directamente. Descargó su capa negra encima de otro
aparador que estaba cerca de la ventana, a una distancia considerable de donde
estaba Cristóbal. La india mulata desde la mecedora ocupaba el centro del
salón. Finalmente, su padre lo miró con unos ojos fatigosos tratando de
impregnarlo del hastío que lo seguía.

Fuera, el desenfrenado movimiento de los ramajes arbóreos sacudidos por


la huracanada furia del viento anochecido, los insectos enloquecidos en el
fango de las ligeras lluvias, los aullidos de feroces coyotes en alabanza a lo
inhóspito del luar y de la noche profunda de los bosquecillos que rodeaban la
ciudad de Cartago, el rumor del río cuyas aguas a la luz plateada de la
mitológica luna reflejaban el viejo oro de las ramas de los sauces.
—¡Tienes a esta mujer embarazada en nuestra casa!
—Tú lo comprenderás. Eres todo un hombre. Estoy orgulloso de ti…
Sin acercársele lo fulminó con su mirada de la cabeza a los pies, como
revisándolo, como si quisiera reconocerlo como su padre después de tanto
tiempo en que estaba desacostumbrado a su presencia casi vaporosa.
—¿No comprendes lo que te digo? —dijo Cristóbal, resoplando.
Entonces su padre fue a mirar a través de la ventana hacia el cielo donde
descubría una espléndida pelota lunar iluminando la noche.
La luz de la luna entraba por las ventanas abiertas de la casa, iluminaba su
rostro y la estancia en la sala.
Francisco Ruiz lucía una barba hirsuta y un lunar negro en la mejilla
izquierda cubierto de pelos lacios. Sus labios eran gruesos como los minerales
del río Consota. Y sus ojos vivaces como los de un aguilucho. Cerró la
ventana. La luna llena lo inquietaba.
—¡Maldito lugar! Hasta la noche huele feo…
Alina, meciéndose en la silla de estar dejó de zurcir, le dolían los ojos. Y le
contestó a su hombre: “Siempre huele así…”
—¡Maldita sea la noche! —contestó blandiendo los brazos al vacío del aire
nocturno. Volvió a mirar a su hijo Cristóbal de esa forma primitiva,
inescrupulosa, devastadora y atrevida—. Hijo, tú eres un hombre —se rió.
Vete a acabar con ese olor nocturno, cierra todas las puertas y las ventanas de
la casa, esparce sal por los resquicios para que no puedan entrar las serpientes
venenosas.
Como vio que Cristóbal no se movía, se le acercó y le pateó el trasero.
—¿Estás sordo? ¡Sabandija miserable! Obedece a tu padre. ¿Sucede algo
contigo? —preguntó denotando un gesto monástico, contraído. Pues se sentía
contrariado con la dejadez del joven.
Su confundido hijo se encogió de hombros y se encaminó hacia la cocina.
—No deberías ser tan cruel con el pobre muchacho… —Lo defendió la
india mulata, sin levantarse de la mecedora, pronunciando un castellano
atropellado.
—Es como entiende el muérgano éste…
—No deberías tratarlo de esa manera, es tan sólo un muchacho retraído…
—Que se vaya acostumbrando a despertar su hombría, si quiere seguir los
pasos de su padre. En la casa no quiero tener vagos desperdiciando el tiempo.
Aquí hay mucho por hacer. Debería empezar a llevármelo a las montañas para
que trabaje bien duro de una vez por todas con los capataces

En la cocina, hervía una sopa de legumbres con camarones.


Cristóbal se quedó a un lado de la hoguera, inmóvil y retraído, sintiendo el
calor del fuego.
En la negruzca cocina de paredes apiñadas y de fogón de reverbero, los
olores de las comidas se mezclaban.
Él se quedaba mirando hacia el techo, pensativo, las ideas de su cabeza le
hacían daño, una vorágine de emociones mezcladas se arremolinaban en su
interior.
Entonces la concubina de su padre entró presurosa a la cocina y lo
descubrió sumido en sus abismáticos pensamientos.
Se despabiló.
—Creo que se quemó la sopa…
Dijo ella alarmada porque la sopa hervía.
Él no decía nada, ni una sola palabra movían sus labios, sólo se quedaba
inmóvil contemplando la exótica belleza de la india mulata, tan obsequiosa en
las faenas culinarias y en las tareas de la casa.
Sin embargo, todavía para Cristóbal, ella no dejaba de ser una intrusa.
—¿Por qué me miras así?
Con un cucharón de madera a la mano, sirvió una bebida de maíz que
acostumbraba llevarle a Francisco Ruiz a su habitación, que tomaba antes de
irse a dormir. Mezcló el líquido caliente con unas astillas de canela y salió de
la cocina para encaminarse hacia el badulaque de Francisco Ruiz.
Dejando al muchacho solo y meditabundo en la humeante cocina olorosa a
verduras en cocimiento.

El encomendero acostumbraba antes de tumbarse a dormir caminar de un


extremo a otro de la habitación mientras se fumaba un trozo de hojas de
tabaco. Muchas preocupaciones rondaban su cabeza, quería tranquilizar un
poco el agite vertiginoso de sus pensamientos.
Alina se introdujo en el interior de la habitación y el hombre todavía no se
percataba de su presencia que siempre consideraba alentadora. Ella dejaba la
alcarraza de barro bullendo con el licor de maíz caliente, sobre un entablado.
Por unos instantes permanecía inmóvil, como impidiendo que Francisco Ruiz
la descubriera, nerviosa y gravosa, observándolo de allá para acá, en el
desasosiego de la noche, sin perder de su semblante de verdugo ese aspecto de
lego en óbito.
Pero Francisco Ruiz la descubrió y la increpó:
—Pero, ¿qué estás haciendo ahí, escondida?
—Sólo te quería observar.
—¿Y eso por qué?
—Te traje tu bebida.
Francisco Ruiz se recostaba en el tálamo y tomaba a la india mulata por la
cadera con sus grandes brazos velludos, quería escuchar el dichoso gemido de
su hijo atrapado en el vientre de Alina.
Los minutos de la noche pasaban lerdamente.
Se prolongaba el tiempo en que se descubrían el uno para el otro. Pero en la
intimidad de la habitación sólo eran amantes, no marido y mujer, eso es otra
cosa muy diferente. Además, porque El Encomendero solía tener muchas
mujeres: aristócratas, distintas aldeanas, indias y esclavas negras, lo que
seguramente no desconocía su esposa Ana de Morales.
Sus amoríos con Alina eran evidentes por toda la casa, a plena luz, en
frente de las miradas recelosas de Cristóbal y de Ana, suscitando comentarios
malintencionados entre los criados, sirvientes y esclavos que merodeaban las
inmediaciones del caserón en medio de la placita de la ciudad de Cartago.
Francisco Ruiz, famoso matador y empalador de indios, Encomendero de
Anserma y Cartago, conquistador del cacique Poncini y del pueblo de
Cocoton, luchador en Venezuela durante muchos años, transcurriendo el año
de 1552 de Nuestro Señor Jesucristo.

Pronto comprendió Cristóbal que su padre tenía otro hogar dentro del
hogar.
—Padre, ábrame…
Su padre se levantaba del tálamo, apabullado por los deseos amorosos de su
concubina.
Su padre abrió la puerta. Sorprendido, porque siempre se sentía descubierto
por Cristóbal.
—¿Qué quieres? ¿Por qué no te vas a jugar con tu hermana menor?
—Desde que nuestra madre se fue no jugamos a nada…
—Aún huele feo…
El horizonte entre las cumbres y las montañas traía ese olor indefectible
que intoxicaba toda la ciudad.
Tiempo atrás, Francisco Ruiz había descubierto ese olor putrefacto
creyendo que se trataba de un vaho pútrido de la noche. Y luego la india
mulata Alina lo atribuyó a los vaporosos cadáveres insepultos de los indígenas
dejados por los mercenarios y traficantes de tesoros a la intemperie de los
caminos pantanosos. Cristóbal y la pequeña Ana, nunca supieron de dónde
provenía ese olor nauseabundo que impregnaba toda la casa, a veces pensaban
que era el olor natural de la tierra de los valles, pero otras veces, cuando el
olor se hacía insoportable imaginaban que eran los vapores de las almas de los
indios sacrificados que habían quedado errantes por entre las arboledas.
Entonces nunca nadie pudo definir el origen de esas emanaciones de
podredumbre, tal vez era el olor de la pandemia de SARAMPIÓN y de peste
negra que todavía circulaba por el aire avisando su presencia mortal y
definitiva.
El montaraz hombre miraba levemente trastornado a la concubina echada
en el tálamo, con un placer simiesco, y a su hijo con un brillo irónico y
salvaje.
Cristóbal sentía incontrolables deseos de increparlo, de detenerlo en su
matanza contra los indios y en la conquista de sus tierras inhóspitas, detenerlo
de una vez por todas, alejar su maldad devoradora. La gente de los alrededores
le odiaba y le temía, aunque sabían que se trataba de un hombre mayor, aún así
querían exterminarlo como a un insecto, pero nadie se atrevía. Cristóbal sólo
podía controlarse y sacudir de vez en vez la cabeza con estupor. ¿Cómo era
posible que su padre viviera dispuesto a las atrocidades? Se preguntaba todas
las veces y podía percibir ese olor de la noche cuajado en la casa, el olor
refractario de su padre, el olor sangriento y vaporoso de toro asesino que
desprendía a todo momento.
Consideraba Cristóbal varias opciones: Lo imprevisto de la unión de su
padre con la india mulata que había traído desde Anserma, su fortaleza
inexpugnable, su existencia demente y poderosa resguardada y refugiada en la
casa de Cartago que siempre había sido su fortín vigilado por su séquito de
matones por unas monedas de oro. Y el aumento de su fortuna y de su
descendencia. Las mujeres aristocráticas de la ciudad de Cartago decían que
entre las indias había madres de sus hijos bastardos. Lo comparaban con el
sanguinario Antonio Pimentel, que, en 1500, en la villa de Arma, había
matado más de mil doscientos indios, lo mismo que con el empalador y
carnicero de indios español Miguel Muñoz.
Francisco Ruiz tenía los ojos efervescentes, babeaba por la boca una
espuma gris, sus movimientos se tornaban torpes cuando la concubina de
Paucurá le acuciaba de afectos.
Adivinaba Cristóbal que su padre el conquistador y encomendero libraba
una batalla de sentimientos encontrados. Entonces comprendía que el sopor de
la muerte poco a poco iba envolviendo su aura y que lo haría retroceder de sus
malvados propósitos, aunque sus matanzas quedaran impunes en el transcurso
de los siglos.
Su padre a veces lo miraba tan extrañamente que el destello de su mirada se
le metía adentro y lo hacía estremecer.
—¿Has considerado lo que te he dicho?
—No lo recuerdo…
Luego le daba la espalda y miraba el vano de las ventanas polvorientas.
Cristóbal sentía que tambaleos de miedo y de pavor le recorrían la espina
dorsal mientras su padre comenzaba a aflorar una risa congelante, se reía,
congeniando con la intrusa india mulata.
Dejándolo perplejo.
Y así, agolpado de sufrientes cavilaciones adolescentes abandonó la
recámara de los amantes, deambuló por la casa hasta el amanecer, entregado
como un sonámbulo a la búsqueda de un fantasma llamado padre, al que no
podía reclamarle nada y todo acercamiento para someter su voluntad era en
vano.
Francisco Ruiz, aparecía disperso en el aire, esfumado entre una niebla gris
que cubría la ciudad de Cartago.
El día que Cristóbal Ruiz comprendió que Ana, su hermana menor, era todo
para él, una bruma de nostalgia sumió su corazón en una noche oscura, desde
entonces comenzó a llevar una vida extraña, tal vez se sentía dentro de la casa
como un terrible espectro llenando las horas de su existencia de evocaciones
infalibles.
Solía vagar por los corredores de la casa, ocasionando que los ruidos de sus
pasos asustaran a los insectos maláricos y despertaran a su evasor padre y a su
concubina embarazada. En el silencio del amanecer se refugiaba como un
desvalido reyezuelo en un imperio destrozado por el viento.
Recordó la vigilancia de su madre por aquellas calles de la ciudad por
donde solían caminar invadidos de sensaciones de abandono, sintiéndose
desprotegidos, como si hubieran sido heridos en una pavorosa guerra,
enseñando a los cartaginenses siempre de recios semblantes de combatientes
ampulosos, que ellos tenían porte y poseían clase por ser la familia del
encomendero Francisco Ruiz. No podían evitar encontrarse con los rostros
desencajados de los civiles en los andenes de las pequeñas casas aldeanas,
rostros extraños y vigilantes, ahora no ignoraba que los seguían y los vigilaban
custodiándolos tal vez, pero terminaban bajo aquella sensación de
incomodidad siempre que su madre Ana de Morales, su hermana Ana y él,
Cristóbal Ruiz, pasaban ligeramente asustando las miradas y creando
expectativas ilusorias. Entonces le aterrorizaba profundamente que los mismos
residentes de la ciudad los consideraran forasteros, todos los pobladores de
Cartago parecían invadidos de preocupaciones folclóricas de muerte.
Francisco Ruiz se encontraba agotado, encendido de sinsabores y sin
deseos de hablar con nadie, impartía órdenes aquí y allá, sobre todo para
cobrar impuestos o anexar personal a sus encomiendas, sobre todo para
ordenar más ejecuciones, empalamientos, sacrificios y decapitaciones. Parecía
totalmente desapasionado de la vida cuando la cifra de indios muertos
aumentaba considerablemente.
Esa fría madrugada mientras Cristóbal recorría los pasillos ya telarañosos
de la casa de embrujo de sus padres, desencantado y enojado consigo mismo,
de igual forma al recorrer las despertadas callecitas de la ciudad oscura, a
veces presentía que su padre el encomendero lo quería desde su distancia,
pretendía resignarse a pensar que él le ocasionaba no sabía qué clase de fuertes
e intensas emociones de perseverancia, coraje y fortaleza. Pero aún así,
siempre llegó a temer de su malintencionada forma de arrastrarlo a su
profundo precipicio de maldad, pues su padre, no se hartaba de repetirlo,
poseía el don de no amar y de justificarse en su ley de muerte. Sólo pues sentía
compasión por él.
Sucedieron punzantes los largos días por su desconsolada existencia
sabiendo que su iconográfico padre en España y aquí en El Virreinato de la
Nueva Granada era considerado un famoso asesino de indefensos indios.
Por la casa se escuchaba una bandada de insectos traídos por el viento de
barlovento que entraba por los pasillos.
Cristóbal sentía, que su hermana menor Ana y él, vivían en un lugar tan
retirado del mundo, rodeados por los fantasmales recuerdos de la ausencia de
su madre retraída y enfermosa, vigilados por las inquietas sombras de los
tenebrosos habitantes de la ciudad. Su padre les recomendaba salir poco de la
casa y no alejarse demasiado por los caminos hacia el río Otún, pues Francisco
Ruiz también se sentía amedrentado, profanado en sus ánimos, suponiendo
que la ausencia de su esposa le ocasionaba en el alma húmedas penitencias
que cobraban la acuosa estampa del abandono y la desesperación.
Cristóbal siempre ansiaba ver de nuevo el hermoso rostro de su madre,
figura fantasmal que súbitamente adquirió proporciones táctiles en medio de
las brumas de los días. Como si estuviera en un delirio, la imagen de su madre
aparecía ante él, escultural pero tenebrosa, llevando una larga y descuidada
pelambre que colgaba en sus desnudos y esbeltos hombros, su sonrisa como
una tonada de lluviosas estrellas que lo invitaba a transparentadas sensaciones,
sus ojos negros, pequeños y puntiagudos, contraídos en un cristalino dolor, él
respiraba la frescura de su piel que se confundía con el aire, el aroma de sus
provocativos labios ocasionando reacciones confusas y fugando de ensueño
sus sentidos inyectados de una larga tristeza, de una simple nostalgia. Pero el
viento de la mañana traía olores muy diferentes, como de marchitas dalias.
Esa fugaz reminiscencia lo invadía de doloroso hastío y no le quedaba más
consuelo que sentirse atrapado en medio del caos de sus emociones. Entonces
regresaba a los taciturnos pasillos de la casa o a los sucios bulevares por las
apretadas callejuelas de la ciudad de Cartago, como si fuera la prolongación de
las almas penitentes de sus padres, invadido de todos los sentimientos y de
todos los recuerdos que se le despertaban desde la sofocante realidad de su
soledad. Una honda depresión y una profunda sensación de ruina habitaban su
estado de ánimo. Lo que menos quería era estar desamparado y perdido entre
los largos pasillos y los alrededores de la casa.
Torpe e infantil, caminaba las descuidadas y ruinosas calles de dudosos
relieves de la ciudad. Escuchaba algarabías espantosas y se sentía invadido de
terribles emociones, de preocupaciones aciagas. Todavía aterrorizado tan
profundamente por la frialdad y la tosquedad de la muerte de los indios a
manos de su padre.
Caminar y caminar por las calles sin poder sosegar su espíritu y sin rumbo
fijo y evitando los reclamos de los transeúntes, de las viudas y de los
huérfanos, de los grandes lloriqueos de los hombres sin dignidad, sin deseos
de parlar con nadie, impotente ante las reclamaciones de los ciudadanos, pues
un enorme nudo atosigaba su garganta, impidiéndole expresar también su
descontento con la situación aberrante que vivían todos por igual.
Por las malolientes calles de Cartago, mujeres histéricas gritaban a sus
borrachos maridos sinalefas y jeremías atronantes. Los niños lloraban
empedernidos y sin consuelo. Los indígenas se preparaban para la fuga antes
de que llegara un español a retenerlos, mutilarlos, sacrificarlos, matarlos de
dolor espurio.
Escrutando con la mirada a los chiquillos que encontraba por el camino,
chiquitines que jugaban a matarse unos contra otros, lo que lo desapasionaba
terriblemente.
Recorrió las calles por varias horas, desanimado y oprimido, en el
desencanto por la vida en la ciudad, llevando no tan buen aspecto, pareciendo
más bien un bandido.
Las mujeres piadosas desde los atrios de sus casas daban a los mendigos de
comer y de beber y les regalaban vestidos para que cambiaran sus harapos.
Por las calles, con tan mala suerte, que se encontraba con algunos de los
antiguos camaradas de travesías de su padre Francisco Ruiz, por mucho que
intentaba pasar desapercibido, ellos lo reconocían. Hablaban de él y de su
similitud con el encomendero. Pero a su padre le decían valiente soldado,
patrón y amo, toro excitado. Y de él se referían a que era un inocente potro
descorazonado.

A él y a Alina no les quedó más solución que hacerse amigos.


Ella, con su incómoda permanencia dentro de la casa, le ayudaba a superar
la tristeza de esos días, o a acrecentarla, sin duda. Ana también ya se le
acercaba sin tanto recelo. Ella los atendía, parecía enternecerse con ellos,
aunque no era mucho lo que la india mulata podía pronunciar entre palabras
balbuceantes de un castellano procaz, ellos con tolerancia la escuchaban acaso
con un esmero de hermandad cómplice. Y como de veras Alina quería
encariñarse y ayudarlos a disipar aquellas nostalgias que no les permitían
concentrarse en una nueva vida, Cristóbal y Ana no sabían si ella solo sentía
compasión, tal vez, suponían, era una artimaña de esa mujer mañosa para
permanecer en la casa al lado de Francisco Ruiz y no correr la misma
desafortunada suerte de las anteriores concubinas.
En los días que siguieron, Alina había dejado a un lado sus resquemores y
su extrañeza de pertenecer a la familia, estaba más solícita, más asequible a
todos, menos forastera, adaptándose a la vida cotidiana de ellos,
acostumbrándose a ser un miembro más de la familia del encomendero. Los
acompañaba envuelta de su mutismo primitivo. Los hijos del encomendero a
veces la invitaban a recorrer juntos las inmediaciones de las callejas
entenebrecidas de la ciudad y entrar a las tiendas de los mercaderes.
Cuando llegaban a la casa, se sentaban todos en la sala, esperando que
Alina les contara muchas cosas de su vida pasada en la provincia de Paucurá.
Ella respiraba hondo, como si con el aire le llegaran las historias de su pasado.
Comenzaba a evocar poderosas familias indias, famosas y bellas mujeres
españolas y hombres adinerados y aventureros. Entonces los hermanos
comprendían que la concubina de su padre Francisco Ruiz era por el momento
el consuelo para continuar luchando por la recuperación de sus existencias sin
dirección.
Alina se extendía mágicamente en sus historias, cuando concluía sus relatos
fantasiosos, adolecía de salir a caminar ruidosamente por los corredores del
caserón, deambulando desde los frágiles indicios de la tarde hasta la repentina
entrada de la noche eclipsante, espantando el sueño de todos. Pero luego se
metía en la alcoba y permanecía allí como refugiada en un sueño turbio.
Construyó, con ayuda de algunos esclavos de la casa, un altar pagano en la
sala, donde se entretenía limpiando los rincones apolillados de polvo y donde
se amontonaba la suciedad provocada por los roedores; pero ella estaba
pendiente de limpiar y dejar todo impecable. En el misterio de sus credos
ancestrales, murmurando plegarias indescifrables, cargaba antorchas y traía
efigies de barro que seguramente le regalaban los indios foráneos. Enseñó a
las esclavas del caserón a fabricar estatuas de iconográficos dioses nativos con
el barro de las riberas del río. Hechizada de supercherías rociaba agua a la casa
que decía estar bendecida por las divinidades de los bosquecillos montañosos
y perfume de rosas marchitas al repertorio musical de las esclavas del caserón,
conformada la orquesta por un desbaratado “carrizo”, tambores y flautas, del
cual se había aprovisionado para alegrar sus tardes de tedio. Y coros humanos
de las sirvientas al compás de su delgada y titilante voz, coros humanos de
seres recién inventados por su delirio. Terminado el primitivo culto litúrgico,
extendía la vista a lo largo de la ciudad, ese inmenso terreno de techumbres
amontonadas sobre la grama comprimida, a veces desierto de un modo
extraordinario, a veces landa colona; la asaltaban melifluos pensamientos
cuando veloces pasaban las horas y quería descifrar el color del aire y los
rayos verde oro del sol en las frondas de los árboles de los patios. Entonaba
canciones antañosas a los lampos lumínicos del atardecer oloroso a retama.
Acompasados a sus melodías con indómitas fuerzas ladraban hambrientos
perros lobunos formando monjiles jaurías.
Aún así a pesar de todas sus rarezas, Cristóbal nunca podría considerarla ni
su amiga ni su protectora. En ocasiones percibía que Alina se escurría de él, en
los instantes en que el mal genio lo embargaba. Claro que ahora ella no atinaba
a moverse al descubrirlo en la alcoba de armería de su padre, mirándolo como
paralizada y pálida, queriendo balbucir algo.
Y él, ya más confiado, le relató las variadas aventuras vividas por su
familia a muchas millas de la ciudad de Cartago. Alina también daba rienda
suelta a contar sus anécdotas, pero no eran historias donde saliera muy bien
librada su pudibundez, al hablar de sus padres se sumergía en un charco de
desecantes lágrimas, y no le importaba llorar frente a Cristóbal, el hijo mayor
de su amante, un hombrecillo que ella consideraba invadido por una escueta
cólera interior.
Cristóbal al verla así descubría que el contacto con la concubina de su
padre siempre iba a ser diferente, pesado, intrigante. Ella era como una
madrastra inestable, encontrarse con ella significaba para Cristóbal soportar el
tormentoso estado catalítico de sus historias en el pueblo de Paucurá.
Y aunque Cristóbal evitaba mucho encontrarse con la mujer dentro de la
casa, no podía evitarlo, aunque quisiera. Por lo regular, se encontraban en
todas las partes de la casa: en los salones, en la inmensidad laberíntica de los
pasillos, en el vetusto balcón de enojosos tulipanes, en los áticos cetrinos, en la
cocina ahumada, en los sórdidos jardines de los patios donde se concentraban
sombras de lodo, en los atrios y en los andenes de los ginebrinos muros
ulteriores.
Estaban sumidos en la penumbra de la alcoba de armería tratando de revivir
con sus historias dolores pasados. Ella fabulaba con silbidos escalofriantes. En
el tiempo en que había vivido en el pueblo con su madre india estuvo reducida
a la fatalidad, las cosas aún no habían cambiado, pero esperó una nueva
oportunidad de surgir como macuá de los escombros.
—¿Cuál es en fin tu oficio?
—¿Oficio? ¡Ja ja!
Su carcajada deformada resonando en el atisbo de la noche.
La noche que con sus negros tentáculos envolvía con su brisa la veleidad de
la progenie de los maldecidos.
En esas lúgubres callejas de su pueblo natal le gritaban vulgaridades y la
atropellaban arrojándole potes vacíos o peor aún piedras.
Ahora estar en la casa de Francisco Ruiz y en la ciudad de Cartago la
salvaba de sus perseguidores. A veces profería maldiciones contra ellos
mientras se mordía la lengua con rabia sórdida.
Cristóbal estaba apesadumbrado, ese era y fue su estado natural por muchos
años.
Los viejos fusiles, las empolvadas cajas de madera que contenían aserrín,
los oxidados armatostes de granja, todo echado al abandono.
Aumentaba la penumbra en los rincones de la alcoba de armas.
Ya un pajarraco tejía altisonantes cantos mientras se depositaba en los altos
tejados de la casa.
En las riberas del río Otún el silencio hechicero de la corriente en marejada
espantaba a los conquistadores y el viento adquiere un vozarrón de chacal.
Al cabo de unos instantes, Alina desvió su mirada a otra parte distante, no
quería seguir recordando las crónicas de su existir que le proporcionaban un
daño punzante, un dolor grávido.
Se levantó rápidamente de la silla mientras sacudía el polvo de sus ropajes
desteñidos, impregnado por el añoso ambiente de la alcoba.
Todo en Alina había cambiado, sus rasgos simiescos, su mirada aguilar, así
lo notó Cristóbal.
Entre grandes zancadas desvió sus pasos a los aposentos ulteriores. Parecía
ser perseguida por un aquelarre de duendes traviesos, oscilantes entre el
pasado y el presente. Olvidar quizá era su decisión futura. También podría
huir, escaparse o irse a la selva de la Anatolia donde tenía, según ella, unos
parientes lejanos, hijos de esclavos y exploradores. Y ahora que sabía un poco
mejor el castellano sería de mucha utilidad a los hombres blancos que
ignoraban todavía la lingüística idiomática indígena. Y ella, sin duda, llegaría
a ser una buena intérprete. Pero no eran, en definitiva, sus más prontos
propósitos. Ahora su única misión era sólo parir el vástago de Francisco Ruiz
y reivindicarse con sus recuerdos que la ataban a sus inciertas esperanzas.
Pasó el invierno rápidamente por los alrededores de la casa y de la ciudad
de Cartago.
Francisco Ruiz estaba tan ocupado organizando expediciones, reclutando
oficiales para sus tropas, contratando criados, comprando esclavos y
mandando a ejecutar indios, que olvidaba tener tiempo disponible para
ocuparse de todo lo concerniente con sus dos hijos, Cristóbal y Ana, y también
ahora de la india mulata Alina cargando su germen. Su trajín acostumbrado
empezaba desde tempranas horas de la mañana hasta entrada la noche cuando
ya todos se disponían a sus fervientes rezos y luego a dormir mientras los
espantos nocturnos acechaban. Tampoco se dio cuenta de que Cristóbal ya era
un hombre alto, grande y hermoso.
Todo en la casa con el invierno había sido tan caótico y repentino, más aún
cuando Cristóbal y la pequeña Ana no podían alejar la pesadumbre de la
ausencia de Ana de Morales, cuyas cartas se demoraban muchos días más para
llegar desde Mérida a su destino final que era la taciturna ciudad de Cartago.
Pero el verano entraba a la vida de todos cantando tonadillas festivas.
Entonces todos los residentes de la ciudad estaban felices, incluyendo un poco
también a los habitantes de la casa de la familia Ruiz.
Las flores de los jardines en los patios de la casa eran de colores vistosos y
florecían los crisantemos y las begonias.
Todos contentos, excepto Cristóbal, que con la noticia de la llegada del
verano permanecía no solamente más callado si no también huraño y
enfadado. Sus palabras y expresiones no tenían nada de social, se ahogaban en
un mutismo consternado. La mayor parte del tiempo permanecía de pie, frente
a su hermana menor, observándola desde los aparadores y armarios grisáceos
que estaban cerca de la ventana de la sala, sin atreverse a pronunciar una
mínima palabra, con los ojos doloridos de llorar secretamente por la ausencia
de Ana de Morales. Parecía que el invierno pasado lo hubiera dejado inmóvil y
retraído, callado como una estatua. Ni los insectos del día lograron sacudir de
su soñolienta cabeza aquellos pensamientos que lo hacían sufrir.
La casa estaba sumida en un silencio piadoso, hasta que Alina y las
esclavas negras compradas en las provincias, canturreaba tristes canciones que
espantaban el sofoco del aire.
Afuera, sacudía la furia del viento enloquecido las ramas de los sauces. El
viento resoplaba entrando por las ventanas abiertas de la casa.
A esas horas, estruendosamente la tierra aullaba de calor en medio de lo
inexorable del día.
Cristóbal se sentía como un peregrino residenciado en un inhóspito lugar,
acosado por la peligrosa soledad, esperando fallecer sobre sus cansados pasos.
El atardecer formaba en su entorno agrestes tonalidades que humedecían sus
ojos. Se sentía descubierto en su terrible estado de incómoda vigilia. Sus ojos
se habían hundido en la piel de su cara. Se sentía consumido y perdido.
El cielo era una gran antorcha infinita.
Los cánticos de las tribus indias, allá en la letanía de las sierras y las
montañas, eran la balada continua que recorría las tardes tediosas de los
cartaginenses.
Cristóbal y la pequeña Ana nunca dejaron de inventar juegos, solamente
para dejar pasar como saetas las enloquecedoras horas que los atrapaban en la
red de muerte y tiranía que había instaurado su padre Francisco Ruiz.
Y Francisco Ruiz no quería dejar pasar el tiempo, pues el tiempo era su
aliado y retenerlo era una necesidad urgente de su mandato como
encomendero.
Todos estos procedimientos de tiempo y espacio también afectaban mucho
el estado de ánimo de la embarazada mulata de Paucurá.

Sonaron las campanas de la iglesia de la ciudad llamando a la misa de la


tarde.
Ese día era la misa de caridad por los pobres y mendicantes.
Los monjes de Cartago descubrían en los rostros de sus fieles los
pensamientos pecaminosos y sabían meticulosamente quienes estaban en
terrible estado de pecado.
Vivían los monjes dentro del interior de la iglesia, hospedados en claustros
acomodaticios.
Los malos sueños de sus fieles eran su constante vigilia, pretendían por
intermedio de sus rezos instalarse en el interior de las almas de los aldeanos de
Cartago.
Los hombres que ardían en la fiebre del SARAMPIÓN y de la peste negra
eran puestos en cuarentena, pues la habían contraído por la mal sanidad de los
trayectos, pero los monjes fanáticos achacaban las epidemias a un castigo
divino.
Cuando la familia Ruiz iba a misa siempre encontraba la cancela del recinto
abierta, aunque custodiada por dos monjes estatuarios. Los monjes de guardia
los invitaban a entrar. Dentro se escuchaban los cantos eucarísticos del coro
emitidos por unos monjes de caras largas y taciturnas. La familia Ruiz, que
también incluía a Alina en las ceremonias religiosas y la invitaba a asistir a las
celebraciones en la iglesia, se adentraba caminando por un largo y umbroso
pasillo que conducía a un amplio salón donde el lego, Reverendo Martino,
desde el púlpito prorrumpió oraciones en latín.
Los escuálidos ojos de los monjes religiosos brillaban cual estrellas
espumosas que se posaban en los rostros de la familia Ruiz y de Alina,
descubriendo en ellos las señales de las pasiones humanas.
La misa terminaba siendo de costumbre una audiencia para referirse a
asuntos que aquejaban a la comunidad de creyentes.
Los recolectores de las ofrendas despojaban a Cristóbal y a la pequeña Ana
de las monedas que les daba su padre para comprar ropa. Delante de un
montón de desconocidos, los superiores de la orden, los ponían al descubierto
diciendo a los feligreses que eran los hijos legítimos del encomendero
Francisco Ruz, lo que ponía bastante incómoda y prevenida a Alina, que se
sabía enturbiada, vilipendiada y censurada por los monjes.
—¡Ah, jovenzuelos traviesos! —replicaba el más anciano y autorizado para
hablar en la asamblea de los monjes evangelistas, El Reverendo Martino—.
Deben saber que la comida escasea por los contornos de estos territorios. Los
indios nos traen a veces frutas y carne de animales que cazan en los montes, a
veces tienen que lidiar con los caimanes en los ríos para poder alimentar a sus
familias consumidas también por el SARAMPIÓN y la peste negra. En otro
tiempo cazaban lobos y blancos coyotes, y a todos los de la iglesia nos tocaba
por necesidad comer de esta carne que ellos nos ofrecían. Pero como sabemos,
Dios prohíbe el canibalismo entre las criaturas de su Creación. ¡Santo Señor
Jesucristo en tu reino de fieles! —Y continuaba en su perorata entre el
castellano y el latín—. Estamos perdidos, las epidemias y las pasiones
mundanas nos han perdido. Nosotros no podemos curar el cuerpo, sólo el alma
extraviada y alejada de los caminos del Señor, no somos hechiceros ni somos
médicos. Ustedes, queridos hermanos, son como los hijos de los pescadores
que tienen que estar metidos bajo el agua del río para poder ganarse el diario y
convencer a sus padres de la buena voluntad de sus acciones y de ayudarlos
con sus gastos, expuestos a muchas insanidades; pero en la noche, ¡ah, son
unos diablejos pensando mal en las decisiones que tienen que tomar sus
benefactores con justicia! ¿Ustedes frecuentan las tabernas y se emborrachan?
¡Ah! —Y hacía una pausa para tomar un respingo y no atacarse de palabras
inútiles—. Aprovechan mal su juventud. ¿Ustedes seducen a las precavidas
damas de la sociedad de Cartago y roban sus monedas de oro? ¡Ah! Son
fruslerías de infelices ebrios. Muy felizmente para Nuestro Señor Jesucristo
cuando enferman, contagiados por la viruela, el SARAMPIÓN y la peste
negra, vienen a nuestra iglesia para que nosotros, humildes servidores de La
Gracia de Dios, celebremos las misas por el eterno descanso de sus almas
virulentas, pues si llegaran a caer en las manos de sus enemigos, sus vidas se
transformarán en una constante persecución. ¿Ustedes son apuñalados por sus
perseguidores, sin compasión, a ésos que tampoco les importa que se
encuentren enfermos? ¡Ah! Claro que nuestra iglesia no celebra estas misas y
le tiene prohibido a nuestros hermanos recibir el dinero donado de estos
envenenadores de almas, nadie nunca restituye a las víctimas de los ladrones,
de eso se encarga La Real Corona. Además, ¿a quién le puede interesar una
misa por el alma de un mal hijo? ¿Ah?
—¡Santo Señor Jesucristo en tu reino de fieles! —terminaba también
clamando la concurrencia que asistía a misa, entre murmurantes supersticiones
y desenfrenados vítores.
Bajo la protección y caridad de los monjes evangelistas, grupos de indios,
mulatos y esclavos negros, aprendían a leer El Evangelio. Tras los pecados de
los feligreses los monjes encubrían toda cristiana responsabilidad, cerrando los
oídos a las súplicas de los desafortunados.
Al final de la sagrada reflexión, El Reverendo Martino pedía misericordia
por las almas infelices y suplicaba favores de Dios por la suerte de los hijos de
Francisco Ruiz en tiempos tan aciagos. Concluía, que ellos, la comunidad de
monjes curanderos del espíritu, no podían tener dentro de la iglesia a los
herejes y a los señalados a expiar sus pecados ante la imagen todopoderosa de
Nuestro Señor Jesucristo, además de sentirse temerosos por el riesgo de
contagio de epidemias y enfermedades venéreas a toda la confraternidad
religiosa.
Los feligreses de Cartago se sentían intimidados si no condenados a la
hoguera por El Reverendo Martino, entregados a la errancia de los designios
divinos, a vagar por los caminos de la tierra mancillada, aún más sometidos a
aquellos imprevistos destierros de los dogmas de La Iglesia que parecían
menguar las fuerzas de los pobladores para proseguir por la vía de la fe.
Y cuando finalmente, la familia Ruiz y Alina abandonaron la posada
monasterial, las sombras de la noche empezaban a correr despavoridas entre
estelas de brumas dantescas por las calles plagadas de pecadores.
Para nadie en la ciudad de Cartago ni en la villa de Anserma era un secreto
que los monjes peregrinos escapaban y desertaban de Las Congregaciones
mientras las huestes colonas eran consumidas por las pestes y la hambruna.
Multitudes de apocados hombres gritaban retorcidos de íngrimas rabias de
impotencia desde los umbrales marismosos de sus casas resquebrajadas, en las
negras calles sorprendidos en medio de aquellas landas de guerras y perdición.
En medio de aquellos rumbos infernales, los monjes viajeros humildemente se
ofrecían a viajar con otros hombres al paso afortunado de sus caravanas.
Todos huían de los pueblos convulsos, y la huida acaba agotando sus fuerzas y
reservas. De igual forma el hambre se apoderaba de todos y azotaba asimismo
como la crueldad del clima.
En los cuellos de los monjes colgaban las camándulas con sus crucifijos de
metal cromado, algunas fueron cambiadas por comida: una crátera de vino
dulce y unas migajas de pan seco, al arribar a un perdido mesón del trayecto
en medio del vasto camino por entre las montañas. Así se libraban por lo
menos de dos días de aguantar física hambre y sed. Los hombres que huían
con sus familias de las pestes malditas, cabalgaban a lomo de fatigados
caballos, cruzando inmensos caminos de valles, planicies y riscos montañosos
que se abrían ante ellos como estampas de postales viajeras. La niebla entre
escarchados haces posaba en las alamedas de las iglesias campesinas, las
desvencijadas puertas en los umbrales de los caserones crujían por entre el
vaivén del viento, ya gigantescas arañas habitan en los copos de los árboles.
Pero las pesadas puertas de las extrañas casas, cuyos antiguos goznes
rechinaban aullantes, no se abrían hospitalarias para recibir las caravanas de
hombres y monjes fugitivos. Por el contrario, la gente de las comarcas,
permanecía dentro de sus casitas, oculta, fisgoneando entre las rendijas de las
ventanas. No se atrevían a salir por miedo a las pestes y epidemias
desencadenadas, sin importarles tan siquiera que los fugitivos tuvieran las
blancas manos reluciendo como címbalos de campanario. Cuando las
caravanas llegaban a los míseros villorrios ocasionaban mucho estrépito y
algarabía. En el alto crepúsculo volaban gaviotas azules. “¿Qué comunidades
son éstas?” Preguntaba la gente con inquietud. Pero era obvio que se trataba de
comunidades que huían de las pestes sanguinolentas. Algunos eludían el paso
de las caravanas mientras que los monjes los instaban a que los siguieran.
Otros hombres de caras maltrechas bajaban de los cansinos jumentos que
empujaban los carruajes y entraban a las humildes casas de umbrosas paredes
de piedra adobada en las veras del camino, mientras las ondulantes caravanas
seguían avanzando como una tropa desconcertada guiada por los monjes
desertores, perdida entre las laberínticas brumas de la tarde. Entre los temores
de perderse, las caravanas eran como fieras desbocadas anhelando encontrar el
obcecado territorio para asentarse. Cada vez más se extendían a lontananza en
sus carros de sombras que huían, como relapsos espantados por las largas
horas de vigilia, en romería por un valle infinito, cantando la proximidad de la
noche y dando gracias a Dios por haberles permitido el volver a vivir.

La india mulata Alina, presa del sofoco que le causaban las palabras del
Reverendo Martino, solía refugiarse en la alcoba de Francisco Ruiz oliente a
margaritas, a alcohol, a polvo libelo, o se aprestaba a hincarse frente al altar en
el salón, iluminada la penumbra por las temblorosas luces de las antorchas, de
cirios y de velones de sacristía, que formaban en las amarillentas paredes las
desnudas siluetas de las figuras solemnes de sus santas deidades imberbes; en
su desvarío de madreselva invocaba celestes caciques, ogros mariscales y
ciegos y tiránicos dictadores de su ensueño enfermizo, para que la condujeran,
para que la guiaran por los túneles de la claridad y pudiera alejar de su cabeza
los espectros de las guerras interiores que la invadían. Pero las sentencias de
sus ancestrales protectores eran cortas y sangrientas.
Para evitar las rabias de sus dioses míticos retornaba a exacerbados cánticos
y enloquecedores mantras que se convertían en la noche en murmurantes
orquestales de despiadados lobos y lechuzas a unísono.
Resonaba en la soledad de la casa sus agonizantes voces y sus trepidantes
ecos que se dimensionan en la atmósfera. Como hechizada y sonámbula salía a
tropezarse contra las paredes del caserón, hasta hacerse daño.
Parecía estar siendo atacada, en suma, por la sarna de los sentimientos
frustrados: la fría emotividad de sus palabras al referirse a su vida pasada, la
inapetencia de su ser pronto a resumirse al vacío, el resentimiento que sentía
asimismo contra los seres humanos que la rodeaban, presta a “descensus ad
inferos”, esperando con ahínco el día en que nacería el bastardo de Francisco
Ruiz, para reconstruirse como mujer y después pensar definitivamente en
formalizar su unión nupcial con el encomendero.
Pero cuando se sentía agraciada tratando de acostumbrarse a vivir con la
familia Ruiz, además sabía que no tenía a dónde ir, entonces se resignaba a
compartir su existencia con los hijos de su protector, más como una solución
de la vida a sus devaneos. Por fin, la vida le abría los ojos y destapaba la
sordera de su alma por los senderos de la reconciliación.
La india mulata Alina, una poderosa hembra felina que había estado
acosando a Francisco Ruiz y lo había seguido muchas noches de su vida para
exigirle amor, veneración y quizá agradecimiento y fidelidad, más aún, ahora
que esperaba a su vástago, descubría el destino de su vida que se desenvolvía
dentro de la casa. El calor de sus deseos inconclusos sudaba por su cuerpo, la
vida no le era totalmente extraña, pensaba que el amor que sentía hacia
Francisco Ruiz no era solamente un capricho loco de la naturaleza, entendía
que era el toque del amor que a ningún humano dispensa de conectar con la
intensa lucha que libran los sentidos y el espíritu.
La vida de los enamorados es tan maravillosa, los seres que se abrazan y
que se contienen el uno para el otro significa la mecánica de los signos y los
símbolos, la vida palpita en ellos entre funciones universales y eternamente
indelebles.
Alina y Francisco Ruiz, como todos los desvariados del amor, buscaban
frenéticamente un paisaje escénico que les colmara el alma de sensaciones
indecibles.
Alina, en su juventud en el pueblito de Paucurá, en la provincia de Arma, se
creía bella y eterna, pensaba que tenía la rara facultad de permanecer siempre
joven y lozana, la calumniaban seguramente otras mujeres de la tribu porque
era india mulata deseosa de las noches del sexo, pero con los años de la
adultez llegó verdaderamente la entrega, el poderoso sentimiento del deseo y
del placer, con mucha más fuerza, que poco a poco se tornaba incontenible.
Y entonces fue fruto predilecto de los hombres blancos, y ella calmó con
sus caricias y sus besos las faenas despiadadas reflejadas en los cuerpos de los
sufrientes y valientes combatientes de La Nueva Granada.
Y ahora, en las noches, dentro de la casa de la familia Ruiz en la ciudad de
Cartago, en la habitación del encomendero Francisco Ruiz, mientras él dormía
buscando la placidez del sueño, ella rogaba a Dios para que terminara todo lo
que hacía intolerable vivir, y se preparaba nuevamente para los rituales del
placer y del amor.
El amanecer devoraba las sombras penitentes.
Al despuntar el alba, Alina y Francisco Ruiz se encontraban en el silencio
bullente de la cocina, a hurtadillas de las celadas miradas de Cristóbal y de la
pequeña Ana, siempre sonrientes concretando sus citas de amor.
Cristóbal y la pequeña Ana, por su parte, trataban de huir de la influencia
todopoderosa de su padre, pues su presencia chamánica parecía producirles un
terrible malestar, incluso más cuando se sentían observados por sus grandes
ojos negros de niebla avivados por la lumbre del desasosiego.
Cuando Alina se encontraba entre las escuálidas sombras de los cuatro
muros humosos de la cocina, ella, gigante de su ilusión amorosa, permitía que
Francisco Ruiz se le acercara y le susurrara frasecitas de amor, permitía que le
subiera la falda o le propinara una lluvia de besos en la cara, entonces reía
aérea como sumergida en un mito montuno.
Francisco Ruiz se entregaba a los arcanos besos y al frenesí de la india
mulata por cuidarlo y brindarle la benevolencia de su pecho oloroso a rosas
frescas, disfrutaba de sus muslos bajo la falda estampada de azaleas que él con
sus gruesas manos subía hasta las rodillas, de su cuerpo de azabache piel en
ese instante en que ella era su sueño cercano. Tocaba su rostro salpicado de
cebolla picada, hundía una y otra vez sus dedos en el cabello negro con una
rendición sensual casi infantil.
Así repartían sus días en conjunto: mientras él mandaba a sus esclavos y
criados a cortar y traer leña de los bosques para el fogón; ella preparaba las
faenas culinarias, recogía los frutos del rocío, las piñas y los plátanos, las
papayas y las mandarinas, envuelta entre las hojas de los groselleros y de las
mutisias, picada de hierba y por mosquitos.
Jamás se hubiera acostumbrado Francisco Ruiz a la ausencia de su
concubina.
Luego todas las tardes se encontraban bajo las sombras de los sauces del río
Otún, pero evitaban un poco verse tan enamorados entre los pasillos de la
casa, porque presentían que los hijos del encomendero los espiaban, que con
sus profundos celos, como anacoretas de la tristeza, los vigilaban resguardados
desde los muros frígidos de la casa ensombrecida.
Con el tiempo de sus amoríos, Cristóbal no fue el gran sorprendido.
—Me voy a casar con tu padre —le confesó, para que finalmente se hiciera
una idea del amor que sentía por aquel hombre.
—¿Eh…?
—Sí. Nos casaremos en la iglesia de la provincia.

Alina parecía disfrutar de su triunfo impreciso anunciando una boda
fantasiosa. Quien mejor que el hijo mayor del encomendero para darlo por
enterado.
—No lo creo. Mi padre ya está casado.
—Pero su esposa lo ha abandonado.
—No lo creo. Mi madre volverá y tú tendrás que irte de esta casa.
Ya no tenía nada más qué decir.
Cristóbal Ruiz de Morales pensaría entonces en escribirle a su madre Ana
de Morales, allá en Mérida, y adelantarle en una misiva los pormenores de la
infidelidad de su padre. Pero finalmente decidió, algo airado, no escribirle a su
madre enferma y propinarle con la terrible noticia de la infidelidad de su padre
otro mayor dolor de cabeza, en definitiva, debido al convaleciente estado de
salud de su progenitora. Tampoco consideró necesario tomar
reglamentariamente las palabras de Alina sobre la boda que imaginaba en su
cabeza frívola, conociendo a su padre, sabía que Alina fabulaba por un más
grato encuentro con lo que suponemos y llamamos felicidad. Y entonces dejó
atrás ese malestar insano de atormentarse por el infiel padre y por la ilusionada
india mulata y pareció más bien divertirse con sus ocurrencias.

Por los solitarios alrededores se escuchaba el gaznate de hierro de un pájaro


infernal entre los latidos del nadir.
El polvo del tiempo jugaba incansable entre el sepulcral relieve de las
húmedas paredes y entre las rendijas del techo de la casa, que algún día, no
muy lejano, se desplomaría con todo el peso de los años sin la tenue necesidad
de aferrarse demasiado al abismático vaivén de los fríos ornamentos de las
columnas y muros de argamasa que lo sostenían.
La fabulesca brisa nocturnal traía consigo los ocultos bramidos de las fieras
desde los bosquecillos aceitosos, la noche vacilaba existir en la distancia. Aves
paradisíacas sobrevolaban los senderos, migraban a través del viento. Las
súbitas y hermosas apariciones de los pájaros migratorios, del viento como un
hombre acariciándose los cabellos desenvueltos, del cantarín y eterno son del
río Otún y sus arroyuelos dispersos hasta la profundidad de los oscuros
bosques fustigados por los temblores y los truenos de las tempestades,
arreciaba en conjunta sonata.

Luego el amanecer claro y radiante iluminando la ciudad de Cartago.


En la lejanía de las montañas, se estaban construyendo rápidamente otras
ciudades y comarcas, otros villorrios, provincias y pueblos encomendados, las
inigualables ciudades del Nuevo Reino. Todo un mundo que para la familia
Ruiz de cierta forma era novedoso y apasionante, pues se abría en un
enigmático y fascinante esplendor de maravillosa desgracia que de verdad los
alcanzaba hasta habitarlos.
Por su parte, el joven Cristóbal, albergando sueños de capitán, estaba
cansado de vivir en el ocio, ahora solamente era un espectro vigilante. Para
invertir su tiempo y el de la pequeña hermana Ana, ambos se entregaron a la
elaboración de mariposas de colores y de canarios de seda y así poder perder
las horas.
En la penumbra solana de los corredores invadidos por profundas marañas
de madreselva, los hermanos observaban durante intensos lapsos de tiempo de
qué manera el viento con sus artilugios aéreos mecía los alados animalitos de
variados colores. Para alegrar su ocio bucólico lanzaban a volar por el cielo
destellante de luces lontanas, las mariposas y los canarios de seda, claro que
también solían colgarlos de las endebles ramas de los sauces para que con sus
imaginarios trinos formaran una zarabanda vegetal de silbidos estentóreos que
les hiciera perder en un ensueño festivo. Los hermanos buscaban una forma de
divertirse y así se sentían acompañados por sus manufacturadas creaciones.
Entonces pasaban la mayor parte del tiempo en esos escuetos oficios. Pero
como se aburrían construyendo mariposas y canarios de seda regresaban a lo
habitual y usual: vigilar a su padre y a la india mulata Alina en su amor
profano.
Desde entonces Francisco Ruiz y Alina, sujetos a sus celos de jóvenes
terratenientes, sabían que ellos los espiaban y que siempre estaban a unos
cuantos pasos de sus profundas alegrías amorosas.
En la tarde, la india mulata Alina bajaba hasta el río y cortaba de las orillas
diversas flores con las que formaba ramos para adornar el altar que tenía
dentro de la sala de la casa como templo de sus oraciones. Iba al linde de los
caminos hacia los bosques y recogía bellas hojas, flores y frutos, de todos los
distintivos; a veces la tierra no daba flores, pero sí hermosas ramas, colchones
de hojarascas de tonos llamativos extendidos por las riberas del río
enarbolando su frescor.
En la sutil tarde veraniega, Alina salía de la casa y se metía en la
sombreada espesura de los bosquecillos, fuertes brisas premonitorias le
sacudían el cabello.
Los hermanos desde las ventanas de los cuartuchos la observaban mientras
imaginaban que las hoscas marañas de los bosques se la tragaban
definitivamente. Los hermanos sabían que se engañaban al ver a la intrusa
introducirse en las tinieblas de los bosques y decirse a sí mismos que no
volverían a verla.
A Alina le removía el vientre la dulce esperanza aflautada de su hijo por
nacer, ante sus débiles pasos resquebrajando las fértiles mieses de los senderos
sentía el alivio del campo.
El viento de esa tarde era una coyunturada súplica.
La concubina embarazada llegaba hasta los senderos al pie de las montañas,
uno de esos senderos conducía a la villa de Anserma y otro a los altos de las
cumbres saqueadas donde los huesos indios resistían la arqueología del
tiempo, también había una brecha que conducía al mar (aunque nunca fue un
trayecto seguro), otro a las lejanas cordilleras andinas atravesando el resto del
mundo.
Y nuevamente cayó el anochecer con su manto de astros sobre todos los
pobladores de la casa.
Ese bifurcado anochecer la vigilia podría ser tormentosa.
Desfallecida de la caminata por los alrededores, Alina regresaba a la casa y
encontraba a la familia Ruiz reunida alrededor de la mesa caoba de la sala.
Parecía estar desfallecida del paseo, luego sentía que en su interior se abría la
ardida herida que llevaba oculta desde años atrás. Saludó con voz ronca, no
quería contar ahora los sobresaltos de su vida cuando se sometía en cuerpo y
alma en los prostíbulos del pueblucho de Paucurá.
Había terminado la cena y ella comenzó a amontonar las escudillas para
llevarlas a la cocina.
Cristóbal y la pequeña Ana parecían hastiados de un modo perceptible,
como figuras ceremoniosas entre los rezos de velada eucarística de Francisco
Ruiz.
Cuando Alina volvía de la cocina sentía una soporosa incomodidad, el aire
enrarecido, obnubilado.
Luego de las oraciones de Francisco Ruiz, el silencio reinó por toda la sala.
Alina, estaba lívida y pálida como una gárgola fenomenal; temblaba de
ansiedad y apenas parpadeaba quedamente de sueño.
Cristóbal y la pequeña Ana la escrutaban nerviosamente, castañeteando los
dientes, en un frenesí sonoro e inoportuno.
—Bueno, querida, ¿qué es lo que tienes para contarnos esta noche? —
preguntó Francisco Ruiz a la mujer, sin afectación.
Alina alzó los hombros y se sonrió; dijo que no era nada importante, pero la
verdad era que quería asegurarse de que el encomendero no supiera sus
fantasiosos planes de desposarla, y ya, quería retirarse a la alcoba, pero, súbita
e instintivamente, Francisco Ruiz la agarró por un brazo, reteniéndola, dejando
a los hermanos en la sala, a la expectativa, inmóviles.
—Te hice una pregunta. ¿Qué pasa contigo? ¿Por qué le has dicho esas
cosas a Cristóbal…?
Entonces comprendió que Cristóbal la había delatado.
—No… Quería contarle a tu hijo una historia que me sucedió antes de
llegar a esta casa y que quería contarte a ti. Era sobre la boda de una mujer
india con un cacique… De pronto el muchacho se confundió.
Se deshizo con ligereza del agarrón de Francisco Ruiz.
—La puedes contar justamente esta noche…, es el momento más oportuno
—opinó el hombretón, interesado en el relato.
—Lo siento… Me duele la cabeza… Será en otra ocasión…
—Pues me parece un buen momento para escuchar tu historia —insistió
Francisco Ruiz y le confesó, frunciendo el entrecejo, que a él también le había
pasado algo similar con otra mujer en otra villa.
Una indecible vorágine de enfado agitaba las emociones de Alina.
Cristóbal y la pequeña Ana, supieron en ese instante que Francisco Ruiz no
creía siempre en los fabulosos relatos de la mujer embarazada.
Además, la historia de cualquier prostituta por esas landas era bastante usual
por aquellos tiempos plagados de mujeres malas y ambiciosas y de muchas
supercherías.
La incomodidad de los hermanos era evidente. Se resistían a la ansiedad de
empuñar una barra de hierro y propinar repetidos golpes mortales sobre la
cabecita de la infeliz.
Pero Francisco Ruiz parecía disfrutar de sus intrigas. Volteaba la espalda
permaneciendo como en trance, pensativo. Cuando mostraba de nuevo la cara
a todos, sonreía, y se acercaba a Alina entre monerías grotescas, la retenía
entre sus brazos por un instante y la besaba tiernamente en la mejilla, como si
se tratara de una chiquilla pretenciosa. Ambos eran muy emotivos,
compartiendo besos y abrazos.
Los hermanos los observaban, compartiendo cómplices miradas,
escénicamente, creyendo a veces que su padre jugaba a la comedia y a las
farsas. Se sentían desvelados y perplejos y ya estaban impacientes por
marcharse a sus respectivas alcobas.
Pero Francisco Ruiz entre risillas molestas y búfanas, era el primero en
desaparecer de la estancia llevándose consigo a la mujer, sin darles las buenas
noches a sus hijos.
Alina era la intrusa de la que necesitaban liberarse.

Al amanecer asomaba el ardiente sol por el oriente, cubriendo de
estalactitas fulminantes todo el rededor, bañando a la india mulata Alina en sus
devaneos de parturienta confinada a la esfera territorial de la ciudad
provinciana de Cartago.
Mas cuando Francisco Ruiz volvía a sus labores de encomendero, Alina
quedaba en medio de todo, abandonada y solitaria, se precipitaba a salir de la
casa; afuera el viento líquido entre las frondas de los árboles bajaba hasta ella
y le alborotaba los largos cabellos.
Más que nadie, la india mulata Alina estaba segura, que Francisco Ruiz,
servidor de La Real Corona, con el resto de su falsa rectitud pregonaba de su
poder en aquel lazareto donde ella estaba refugiada desde que había decidido
ser por voluntad propia la sumisa concubina de Paucurá.
A poco, se acercaba a la puerta de la casa y sin objetar una palabra, entraba
cubriéndose la cara, se sentía inundada del escarnio férvido de las lágrimas.
Los hermanos Ruiz le abrían paso, ceremonialmente silenciosos, luego
entraban a la casa, detrás de ella. No querían preguntarle por qué lloraba.
Toda la casa se cubría de penumbras cuando el sol se ocultaba en el
corazón de una nube gigantesca.
Afuera, el cielo de la aurora crujía como solicitando tempestad. La luz del
día naciente invadía los alrededores con su diáfana calidez veraniega que
hería. Los animales de los patios traseros se despertaban emitiendo un
orquestal de silbidos confusos. Desde la lontananza el viento arreciaba zumbos
nostálgicos.
Esa mañana de lunes, los sirvientes y las esclavas que solían despertarse
antes de la salida del astro rey y prepararse para efectuar los quehaceres de la
casa, no se levantaron temprano.
Y seguramente Francisco Ruiz en su habitación apenas estaba empezando a
dormirse, después de una noche en vigilia, pendiente de preocupaciones que le
zumbaban en medio del semisueño.
El viento sacudía con sus flotantes arrullos las guindas de los patios. Los
árboles frutales de los patios de la casa siempre dieron vigorosos frutos y
hermosas flores.
Amaneció haciendo algo de frío.
Luego Alina, que sólo durmió unas horas, se incorporó del tálamo donde
descansaba y fue a limpiar la cocina.
El humo del fogón extinguido se esparcía por el interior de la casa.
Después Cristóbal se le unió, pues quería ayudar a asear.
—Estás hecho todo un hombre… Tienes un aire en la mirada parecido al
de tu padre.
—No seas tonta, no quiero parecerme a él.
Ahora la india mulata Alina no se sentía tan sola como antes, además
tendría la compañía salvadora de su hijo pronto a nacer.
Se restablecía en sus ánimos y parecía cada vez más dispuesta a organizar
la mampostería de la casa un tanto descuidada.
En su dinamismo trataba de contagiar a Cristóbal de nuevas fuerzas,
aunque desde tiempo atrás ella se sentía agotada y desvalida con los
innumerables quehaceres de la casa.
—Esta casa es muy grande…
Cristóbal asentía con la cabeza y creía en las palabras de la mujeruca.
—Pero ahí están las esclavas y sirvientas para ayudar…
Entonces a poco dejaba de inquietarse, aunque el muchacho era esquivo y
tenía sus reservas.
Alina preparaba el desayuno con un regocijo nunca antes vivido en la
cocina.
Entonces Cristóbal comprendía que las cosas en la casa estaban cambiando
su rumbo aciago.
Y que con el transcurrir del tiempo las luces del perdón alejaría de una vez
por siempre sus resentimientos, sus recelos y su sufrimiento.
Francisco Ruiz salía de la recámara y se acercaba hasta la sala, se encontró
con la pequeña Ana que estaba sentada tranquilamente en la mecedora. La luz
de la mañana encendía aún más los ojos negros del encomendero como
lumbres brillando. Parecía dormirse viendo a la jovial muchacha en el flotante
vaivén de la silla de mecer.
—¿Y Alina? —le preguntó mientras se sacudía el ensueño.
—En la cocina haciendo el desayuno —respondió Ana, sin mirarlo.
—¿Tienes hambre, te han preparado algo de comer?
—No.
—Yo no tengo mucha hambre…
Y permanecieron en silencio, buscando de qué hablar, llegó la conversación
a un punto insalvable, muerto.
Francisco Ruiz fijaba sus ojos en la pequeña Ana, como queriendo
escudriñar su frágil organismo corporal, quería preguntarle si pretendía
permanecer por mucho tiempo haciendo nada o sólo estaba descansando.
Entonces la pequeña Ana desviaba la mirada hacia algún punto perdido de
la sala, parecía querer mirar hacia todas partes, excepto posar sus ojos en su
padre que ya se sentía incómodo, tal vez molesto. Entonces Francisco Ruiz se
ubicó frente a ella, para que lo mirara cuando tuviera que preguntarle algo. Y
pensó que así estaba mejor.
—Me duele la cabeza —expresó Francisco Ruiz mientras la palidez y los
calofríos de la somnolencia le recorrían el cuerpo.
La pequeña Ana lograba observar su semblante más detenidamente, en su
triste apariencia de gobernante, descubría con asombro que en el rostro de su
padre se pronunciaban las líneas de la maldad.
Francisco Ruiz se estremecía. No podía ocultar su ingravidez. Aún así
trataba de controlarse y ocultar todas sus intenciones de increpar o provocarla,
ensombrecido, fluctuando en cambiar de un momento a otro de estado de
ánimo. Suponía que la maldición de la muerte de tantos hombres lo alcanzaría
y esta inquietud lo sobrecogió aterradoramente.
A su memoria fluyeron los recuerdos como una cascada donde nítidamente
se reproducen los acontecimientos de las fatídicas noches donde había perdido
la cordura y la paciencia, el desenlace había sido provocar la tragedia sobre él
y sobre los seres de la casa: sus sirvientes y criados esclavos, sus mujeres y sus
hijos, sus amigos terratenientes; estaban confabulados de una u otra forma con
sus antiguos intereses secretos. Y en un santiamén, dejó sola a la pequeña
Ana allí en la sala, sobre la mecedora, y se fue a buscar a Alina a la cocina,
necesitaba que ella le removiera las culpas y los sentimientos encontrados que
experimentaba en medio de la desazón.
Encontró a Cristóbal y a Alina en la cocina.
—Necesito hablar contigo —le dijo a la concubina que tenía una cara
desvelada.
—¿Sobre qué? —preguntó ella, flexible.
—Necesito que me expliques algunas cosas.
—Está bien. Cristóbal, no me demoro, enseguida vuelvo a ayudarte.
—Vete tranquila. Yo me ocupo de todo —resolvió Cristóbal, el muchacho.
Y se fue con Francisco Ruiz que quería conducirla a su cuarto.
Allí, ella se apeó a las vidrieras de la ventana, de espaldas a él. Él
comprendió entonces que lloraba levemente, denotando aquellas profundas
ojeras que demacraban su cara.
—¿Qué te pasa, por qué lloras?
—No puedo soportar que vuelvas con tu esposa. No podría soportar que te
alejes de mí… Prométeme que no le harás daño a él.
Se volteó para desafiarlo, señalando su vientre.
—¿He dicho que le haré daño? ¿Crees que soy como un animal salvaje que
me la pasó matando?
—No, pero… —Se le acercó y lo tomó febrilmente de las manos, lo
convidó a sentarse en un banco de rústica madera que estaba en un rincón del
cuarto—. Cuando él crezca, jamás te delataré con él.
—¿Por qué no? Eres su madre y tienes todo el derecho de contarle todo lo
malo que he hecho.
—Jamás lo sabrá. Puedo prometerlo ahora mismo. Yo más que nadie te lo
prometo.
Afuera, de súbito la tenue lluvia que traía el crepúsculo solar entraba a
habitar con su manto de liquidez la estampa de la casa en la ciudad.
Nunca imaginó Francisco Ruiz que se encaprichara tanto de Alina, puesto
que en muchos años de aventurero nadie lo había querido y había cuidado así
de él.

Cuando la india mulata Alina dio a luz, los bosques del valle del río Otún
se incendiaron.
La familia Ruiz estaba dentro de la casa, como siempre, pero los hijos del
encomendero, a veces, la mayor parte del tiempo, se quedaban como muñecos
desvalidos jugando a inventar historias desconsoladas en la calidez de los
patios.
Y Francisco Ruiz revisando informes.
Esa tarde en que parió Alina, ella aún dormía sin sospechar que se le
vendría de súbito la criatura.
Mientras tanto Cristóbal abandonaba los juegos con su pequeña hermana
Ana y se alistaba a salir solo al cementerio de la ciudad, quería ir a ponerle
ramos de flores a las tumbas de las víctimas de su padre. Se sentía
verdaderamente comprometido con las honras funerarias hacia aquellas almas
sacrificadas. Cuando llegó al Camposanto se sintió extremadamente agotado al
recorrer las veras de las tumbas dispersas, le faltó el aire en los pulmones y
como estaba afectado volvió a la casa, ya en la tarde ennublecida.
Cuando entró a la habitación de la india mulata, Alina ya estaba despierta,
sentada encima del lecho. Sudaba y estaba pálida.
—¿Qué te pasa?
—Son los dolores del parto… —le dijo resoplando.
Y Cristóbal comenzó a angustiarse ante la imprevista noticia
Llamó a la pequeña Ana entre grandes voces, inútilmente, porque Ana
estaba en los patios cazando grillos y mariposas. Entonces buscó a la
servidumbre, pero los criados y los esclavos dormían las siestas de la tarde
encerrados en sus bohíos, buscó a su padre, pero Francisco Ruiz estaba
enclaustrado en su estudio embebido en sus pergaminos. Tocó la puerta varias
veces y nadie le contestó, aunque él sabía que su padre estaba ahí, tal vez
durmiendo encima de los folios.
De repente comenzó a tronar precipitadamente sobre las montañas y sobre
los techos de las casas de la ciudad.
La india mulata Alina sintió más fuertemente los dolores del
alumbramiento.
Y la tormenta eléctrica se desembocó como una fiera salvaje en la tarde e
incendió con sus rayos desplomados los bosques espinosos.
En el doloroso parto, las flemosas lágrimas de la mujer bañaron el
escuálido crío que había expulsado de sus entrañas, envuelto en sangre
intestinal. Los leves quejidos de la criatura apenas emergían a la superficie.
Y entonces despertó Francisco Ruiz desde su despacho de crímenes.
Los bosques estaban en llamas por causa de los truenos.
Los bosques habían perpetrado a favor de la humanidad de su vientre,
naciendo un hermoso niño.
Alina lo envolvió en su traje. Estaba convaleciente y quería recobrar las
fuerzas para ir a enseñarle la criatura a Francisco Ruiz.
Espantada por los truenos, la pequeña Ana abandonó sus juegos en los
patios y entró a la casa, agitada y empapada por la lluvia, queriendo retener los
alientos de su paseo.
Cristóbal le comunicó que Alina estaba dando a luz.
Fueron hasta donde se encontraba su padre que efectivamente se había
quedado dormido en su despacho, cuando tocaron la puerta y él por fin abrió y
recibió con admiración la buena nueva que le traían sus hijos, entonces se
preocupó porque sabía que la india mulata estaba sola dentro de la habitación,
salió a buscarla precipitadamente mientras las fiebres de una extraña
premonición se apoderaban de su cuerpo.
Pero cuando llegaron los tres a la habitación, vieron estupefactos que la
india mulata Alina ya cargaba al diminuto bebé ensangrentado envuelto en una
tela y que lloraba entre sus brazos.
A Francisco Ruiz lo invadió la ternura, quería volverse loco de felicidad.
Fue hasta donde la concubina retozaba y cargando al bebé empapado en
sangre, dio gracias a La Virgencita de la Merced por tan generoso regalo de la
vida.

Una semana después del nacimiento del hijo de Alina y de Francisco Ruiz,
informadas por los mensajeros de los tormentosos caminos, arrimaron a la
casa, provenientes de los hondos y lejanos villorrios de la ciudad de Tunja, las
señoras encargadas de propagar la caridad cristiana y dar fe a La Providencia
de los milagrosos nacimientos y de las defunciones en la ciudad de Cartago.
Era una docena de patibularias y decrépitas mujeres de cueros curtidos,
vestidas de negro y con plumíferos sombreros, entonando funestos versículos
por las calles de la ciudad, mientras se aferraban de sus escapularios y
crucifijos.
Habían atravesado a pie la ciudad antigua de Neiva y en romería las
pantanosas sendas que conducían a la ciudad de Cartago. Aparecieron en una
dispareja hueste, con sus rostros momificados por el polvo invernoso de los
caminos, encendiendo teas que iluminaban la exigua noche.
Aquellos séquitos de trasnochadas viudas creían en los poderes milagrosos
que La Sagrada Providencia extendía a los recién nacidos y a los muertos.
Se plantaron frente a la puerta de la casa del encomendero Francisco Ruiz
con el propósito de conocer la criatura, querían promover la autenticidad del
suceso y bramaban enloquecedores trenos mientras rociaban sobre los
alrededores de la casa y de la ciudad cascadas de agua bendita.
Todo Cartago sabía del nacimiento del hijo de la india mulata y el
encomendero, y las opiniones controversiales no se hicieron esperar.
Francisco Ruiz que anteriormente ya las conocía, se enfrentó a ellas, luego
de que tocaran el portón. Y no le permitió la entrada al interior de la casa.
Entonces la romería de místicas mujeres pernoctó deambulando con sus
misericordiosas y muriáticas presencias por los rededores, cundiendo entre la
tempestad que se acercaba con la noche, encendiendo fogatas y teas, y
entonando triduos y piadosos rezos y jaculatorias.
La intemperie de las calles de la ciudad las albergó, pero pronto estuvieron
yertas de frío, y al parecer no les importaba, pues estaban envueltas entre los
afiebrados y cálidos fervores religiosos de la congregación de momias místicas
a la que pertenecían.
Pronto irían a buscar los cadáveres de los indios abandonados en las
montañas, a la intemperie de las fieras hambrientas. Salían a enfrentar la
espeluznante noche incendiada imaginando encontrar los restos de hombres y
mujeres asesinados entre las cuchillas de las montañas allende a las minas de
oro, y envolver esos excrementos humanos en mantas de algodón e ir a
sepultarlos al cementerio de la ciudad o allá arriba en la colina de los antiguos
indios. Su única satisfacción era salvar almas y vidas. Y entonces rezaban
entre patibularias novenas para que esas almas de los sacrificados encontraran
la paz y el retorno a La Otra Vida. Pero Francisco Ruiz sabía que eran momias
que bebían sangre humana. Y mandó a matarlas.
Y así, el dios de las desgracias posó su imperturbable mirada sobre las
siniestras mujeres de La Providencia. Devoradas por el espantoso clima de la
noche, lentamente fueron quedando atrapadas entre los malezales, sofocadas
por la sed de la hambrienta inquietud religiosa que las dominaba, y ya
desencantadas y abandonadas a la suerte de un territorio hostil, donde no
parecían morir y sólo sufrir, siguieron partiendo en romería hacia la iglesia de
la ciudad de Cartago mientras disparaban sobre ellas los asesinos de Francisco
Ruiz.
Todo Cartago se hundió en el pánico.
En las serranías, los colonos morían devorados por los perros hambrientos,
sus huesos pronto estarían impregnados por los hongos y por la humedad de
las montañas.
La familia Ruiz estaba aterrorizada por la inesperada presencia de las
mujeres momificadas y místicas, en confuso tropel los hermanos Ruiz se
estrellaban desorientados contra los muros de la casa. Desde la recámara, el
pequeño hijo de Alina no dejaba de llorar.
Las violentas estampidas de las mujeres de La Providencia por la ciudad
semejaban un tropel de mulas desbocadas en un desesperado intento por
escapar de la maldición del tiempo y muchas no tuvieron la suerte del retorno
o del suicidio.
Algunas de las mujeres que alcanzaron las riberas de los bosques fueron
alcanzadas por los gigantescos buitres que con sus largos picos las
desmembraban los ropajes en jirones, pero continuaban su romería
eternamente sin morir.
Todavía quedaba en el recuerdo, y estos hechos lo atestiguaban, la
carnicería más cruenta desatada por los perros salvajes que merodeaban todos
los alrededores hacia las cumbres y se repartían los miembros y los pedazos de
las carnes retorcidas de los indios sacrificados por Francisco Ruiz.
También el joven Cristóbal creía que se trataba de un sueño suyo, debido a
sus constantes fiebres. Incluso las cartas que le escribía a su madre Ana de
Morales a Mérida le parecían misivas perdidas en el viaje de las horas y de las
distancias.
Demasiado tarde, ante estos indicios apocalípticos, las plañideras de La
Providencia pudieron huir. La retirada era a la medianoche, ya cuando se
extinguía la luz de las fogatas encendidas de las isbas de los esclavos y el
llanto del pequeño hijo de Alina no cesaba.
Las seniles mujeres se fueron alejando en un desordenado rebaño por los
invernales caminos de la ciudad rumbo a las provincias construidas en las
riberas de los precipicios o de los ríos, en desiguales marchas, gritonas y
amilanadas, asustando la proximidad del amanecer.
Todavía se escuchaban sobre ellas los disparos ineficaces de los alcahuetes
del encomendero, al menos servía para espantarlas con el bullicio del plomo
de los fusiles.
Cristóbal creía que se trataba de una alucinación de su estado afiebrado.
Pero también Alina, todavía convaleciente por el parto, y que había visto a
las fantasmales ancianas desde la ventana de la habitación, incluso se resistió a
creer como Cristóbal, que había presenciado todo ese espectáculo de romería
y epifanía insana.

Luego llegaron los tiempos en que Francisco Ruiz tendría que ocuparse
impartiendo justicia de muerte en otras vecindades.
Sus hijos, pronto se resignaron a los preparativos de su nueva partida.
Y los días con sus noches pasaban veloces como en un sueño inanimado.
Mientras tanto el pequeño hijo de Alina crecía como una desventurada
criatura sin nombre. Entonces acordaron en bautizarlo como Jerónimo en la
iglesia de la ciudad.
Pero El Reverendo Martino se rehusó a bautizar el crío incestuoso, y huyó
de la ciudad de Cartago con sus religiosos, por temor a ser asesinado por
desacato a los requerimientos del encomendero que ya había mandado
hombres a traerlo de vuelta y bautizar el niño. Pero los religiosos habían
podido escapar en las caravanas de Congregaciones. Y a Francisco Ruiz le
tocaba escribir a la Real Corona y solicitar ayuda eclesiástica para la iglesia
monasterial.
Con el niño de Alina sin poder ser bautizado, pero llamado por todos
Jerónimo, Francisco Ruiz se ausentó por largos e ininterrumpidos periodos
mientras reclamaba tierras y heredades por el Nuevo Reino de Granada,
dejando a la ciudad de Cartago en la desorientación.
A los meses de su ausencia en la casa, el pequeño Jerónimo ya gateaba por
los patios o por los campos abiertos de las orillas del río. Pronto sus juguetes
preferidos fueron las flores, los pájaros, las piedras que arrojaba sin fuerzas a
las aguas del río Otún.
Pero un día, misteriosamente, el pequeño Jerónimo desapareció mientras
jugaba por el campo.
Alina registró toda la casa y los alrededores y al no encontrarlo
desconsolada salió a buscarlo a las otras casas vecinas, pero el pequeño
Jerónimo no estaba tampoco en esas casas ajenas.
Al preguntarle a los últimos monjes evangelistas de la iglesia que quedaban
en la ciudad de Cartago tampoco sabían quién se lo había llevado, todos
dudaban en haberlo visto por vez primera.
Alina con la ayuda de Cristóbal escribió una misiva a Francisco Ruiz para
que regresara de inmediato de su encomienda en Tabusco. Necesitaba que el
hombretón de ojos negros regresara urgentemente a la casa en Cartago, la
india mulata le comunicaba que el pequeño Jerónimo ya llevaba varios días
desaparecido y le rogaba venir presto para preparar una comitiva de hombres y
buscar al niñito por los pueblos indios de Cartago: Chamburuscuá, Cerritos de
Pindaná, Chinchiná, Quindío, Nuestra Señora de las Nieves, temiendo que lo
hubieran raptado los enemigos de Francisco Ruiz, imaginando lo peor sobre la
suerte de su pequeño hijo, sospechando que se había ahogado en el río o que
había sido raptado por los delincuentes de los caminos, sintiendo que había
incumplido la promesa que se había hecho de cuidar como madre a la criatura
a cada momento; y sugerirle buscar también con sus hombres por las aldeas
indias de Anserma, cerca estaban Apiá, Quinchiá, Supiá, Guarna, Ocuzca y
Guatica.
Como Francisco Ruiz no regresaba y se creía que andaba por Popayán o
por Tunja, ni movía un solo dedo, siendo el encomendero principal de las
localidades, decidió ella misma salir a buscar a su hijo extraviado por los
caminos de los bosquecillos talados de Cerritos de Pindaná, por donde
sobresalían los campamentos entablillados de los forasteros de otras
provincias viajeras envueltos en el humo de las improvisadas cocinas de las
freganderas; pero el pequeño Jerónimo no estaba por allí. Ni por los pueblos
indios de Cartago y de Anserma se pudo encontrar a su criatura extraviada.
Salió a buscarlo por los bosques y las montañas andinas, creyendo que al
pequeño Jerónimo lo había logrado raptar una vejestórica madre de La Divina
Providencia que había visitado, tenebrosa, fanática y recientemente la ciudad.
Pero no lo hallaba. Retornó, impaciente, a la búsqueda, mientras los hijos de
Francisco Ruiz la ayudaban a buscar por las colinas empinadas de dorada
majestuosidad indígena; y no lo encontraron.
Además, fueron, por recomendación de los mensajeros de Francisco Ruiz, a
los antiguos monasterios de evangelistas entre los límites de la ciudad de Santa
María Antigua del Darién, invadidos por el temor de que el pequeño bastardo
había sido raptado por los mismos monjes religiosos.
Alina y los hermanos Ruiz expuestos a la búsqueda del pequeño Jerónimo
regresaron seis días después a la casa de la ciudad españolizada de Cartago,
con las manos vacías y sin noticias ni rastros del desafortunado pequeño.
Y en la casa, los sirvientes tampoco tenían noticias ni lo habían hallado los
esclavos.
¿Dónde estaba metido el niñito de Alina?
Alina estaba al borde del precipicio de la desesperación.
Al cabo de unos días desbordados, Francisco Ruiz volvió a la ciudad de
Cartago y decidió de inmediato ir a buscar a su hijo entre las caravanas de los
monjes y pagar informantes.
Pero nadie sabía nada.
Alina y Francisco Ruiz, recorrieron muchas noches las peligrosas calles
empedradas de Cartago mientras pasaban los recuerdos por la mente de ellos
sin que pudieran aplacarlos.
—¡Los malditos monjes lo han raptado!
Solía decir Francisco Ruiz, gritando encolerizado, incluso a los vecinos
importantes y cercanos personajes a la familia, cuando iban a visitarlos, a
averiguar, a fisgonear, a estar enterados detalladamente sobre los asuntos
familiares y de capitanías del encomendero.
—Hombre, las cosas no son así… —le decía su hijo Cristóbal, para
calmarlo, era su padre como un varón apasionado.
Francisco Ruiz estaba cansado de la vida en la ciudad de Cartago, les
prometía a todos entregar la casa y largarse definitivamente con ellos para la
ciudad de Caracas o de Mérida, luego pues de que rescatara al pequeño
Jerónimo de aquel mundo turbulento de los monjes.
Pero después con la carta que llegó de Ana de Morales desde Mérida,
prometiendo regresar con ellos pronto, Francisco Ruiz se preocupó
terriblemente.
Para nadie, en esos tiempos, era desconocido que la sociedad, la familia y
la religión estaban en permanente conflicto.
Él encomendero más que nadie lo sabía.
Sabía que la nación estaba sumida en la época de la desaparición de la
sociedad encomendera, en una transición acelerada; aunque en la villa de
Santa Cruz de Mompox, que estaba dividida en dos provincias, Xegua y
Tegua, aún se repartían los capitanes las encomiendas dadas por los
gobernadores y los oficiales de Su Majestad.
Sabía que era la génesis del Capitalismo Primitivo surgido en esta parte del
mundo, era la época del Gran Cisma y de la enajenación espiritual y material
por vías pacíficas --pero generalmente violentas-, que originaron la
constitución de los estados-naciones que comprendían el contexto americano.
En El Antiguo Continente, Roma había sido sustituida por Avignon, desde
1305 hasta 1378, y la Iglesia católica parecía convertirse de una monarquía
abominable en una oligarquía más participativa, y se había transformado, de
salvadora de almas, en una gran empresa para la explotación humana, también
era la época de las epidemias y de las virulentas pestes y miles de pobladores
del Virreinato de la Nueva Granada habían sucumbido, la época próvida de los
recaudos y de las evangelizaciones. Y todo esto se había extendido por el
continente americano, impulsando aún más el monopolio, la crueldad y la
tiranía.
Y ya nada ni nadie podían aplacar la ira y el desconsuelo de Francisco
Ruiz.
Al ludibrio de los días, nunca entregados a la resignación de la pérdida del
pequeño Jerónimo.
Alina asentía a todo con la cabeza, triste y desatenta. Se separaba de
Francisco Ruiz, apabullada. Francisco Ruiz le tenía impedido a Alina hacer
escenas histéricas y desagradables dentro de la casa, cuando las visitas
importantes o cuando los amigos del encomendero, estaban de paso.
Alina a veces quería escaparse o abandonar la casa, desde su enhiesta
razón. Francisco Ruiz intentaba hacerla abominar de los negros sentimientos
que promulgaba tras la misteriosa desaparición de su hijo.
Cristóbal y Ana sentían que el porvenir de la familia basado en la
purificación de la raza era inconcebible.
Mientras que Alina extrañaba tanto a su pequeño hijo, que no podía
soportar la vida sin él.
Luego todos esos extranjeros llegaron a la ciudad de Cartago desde otras
ciudades y provincias o directamente desde España, con los corazones
hinchados de codicia por alcanzar la posesión del alquímico oro, como locos
exegetas, poblando todos los lugares con sus hedores aristocráticos, cargados
de numerosos hijos y llenando de espanto aún más la carcamasa de la familia
Ruiz.
Como hombres salvajes entre furiosos trenos, maldiciendo la vida en las
provincias y en las ciudades del Nuevo Mundo, que se habían conformado con
las migajas de La Real Corona, mientras hablaban de economía y de política
con lenguajes estentóreos y con los semblantes desquiciados. Una gélida brisa
fortalecía sus presencias muriáticas.
Francisco Ruiz parecía carecer de fuerzas para lanzarse a la insurgencia
contra los políticos aristócratas de La Real Corona y echarse solo también
contra una manada de hostiles monjes aldeanos, a los que con gusto patearía
sus traseros. Con el rapto del pequeño Jerónimo se sentía profundamente
indignado con toda esa gente del Nuevo Mundo, los secretos intereses de los
aristócratas españoles eclipsaban su supuesta nobleza. Quería ir a rescatar a su
pequeño hijo, pero no sabía a quién acudir para que lo ayudara. Pensaba en El
Gobernador, pero le parecía inadecuado ir a involucrar al Gobernador en un
asunto tan delicado que no le concernía. A veces se le venía a la cabeza la
imagen del capitán Juan Maldonado y pedirle ayuda en su jurisdicción, pues
Maldonado pertenecía a la Real Audiencia de Santa Fe. Imaginaba en su
ferviente cabecita tantas soluciones y entrevistas con personajes influyentes de
la sociedad, pero temía que no le ayudaran por tratarse de un hijo mestizo
concebido con una india. Incluso deliberaba que si supiera dónde se
encontraba su indefenso hijo podría ir por él y reclamarlo. Pero Francisco Ruiz
también sabía que las cosas por ahí con los habitantes de Cartago y de otras
zonas no funcionaban de esa manera, y que tenía que conservar la calma y la
prudencia. Entonces los hizo desistir a todos, incluyendo a Alina de sus
arrebatos y de sus impulsos, de ir al rescate de la pequeña criatura que
seguramente estaba en manos de las comunidades indias. Aunque no era muy
cierto. Finalmente comprendió que su vida estaba signada por la tragedia, por
la pérdida de sus seres queridos y por la desesperanza. Fueron tiempos tan
difíciles aquellos en que la separación cada vez tocaba fibras emotivas,
abismos más profundos. La mayor parte del tiempo quería que lo venciera el
sueño para no preocuparse por todo lo que le hacía enloquecer. Pero cuando
se sacudía el sopor que se le adhería a la piel despertaba de sus largos y
penosos ratos de sueño, ya fulgía el breve amanecer entre las frondas de los
árboles nebrisenses afuera en los patios de la casa. Vagaba por los profundos
corredores de la casa poblada de criados y esclavos, con deseos inusitados de
echarlos a todos; por los solitarios salones que comunicaban las habitaciones
donde emergían coros de antiguas almas, las almas de los indios que había
mandado a apalear y que sentía que querían volverlo demente. De un instante
a otro, sentía que reventaría su corazón en un grito desgarrador de piedad, la
piedad que merecía de Dios.
Y descubría a Alina inconsolable desde la habitación sin luz. Y si lo
mortificaba la desaparición del pequeño Jerónimo también las almas de los
indios asesinados con sus horribles arengas en aquellos aquelarres vespertinos,
pero en la noche podía ser peor.
Las almas en romería parecían decir mientras lo perseguían: “Somos las
almas de los indios que sacrificaste para tu orgullo personal y que retornan a
morir al valle de los hombres, no sin antes maldecir tu nombre por siempre y
tu progenie bastarda, horrorosa y miserable, pues por tu insana voluntad
estamos cargados de tristezas y de conjuntas tragedias. ¡Te despreciamos, jefe
blanco endemoniado! Por ti, somos esclavos de La Muerte. A nuestras mujeres
las hemos sepultado vivas en la fértil tierra que nos vio nacer, socorridas en
vano por nuestros pequeños hijos que han batallado por la libertad de sus
dolientes madres. Ya no nos importa la vida, por vuestra presencia la tierra se
ha vuelto putrefacta, hartos de maldecir tu nombre, valemos menos de lo que
vale un esclavo negro. Ahora, sin esperanzas de cruzar El Más Allá en nuestra
barca, regresamos a las piedras de sacrificio de nuestros Dioses para rogar que
no cese jamás castigo sobre ti en la eterna y terrible soledad del abandono. ¡Te
odiamos infinitamente y no nos arrepentimos de estas dolorosas plegarias!”
Instados por la avérnica venganza, los centenares de almas diabólicas se
abalanzaban sobre él en su delirio, arañando y escupiendo su rostro, entonces
Francisco Ruíz, desesperado y herido, escapaba de la turbamulta fantasmal y
presa del espanto llegaba a la desvencijada puerta de la casa y huía hacia las
calles de la ciudad donde borrascosos truenos caían sobre los arrayanes en las
riberas del río. Para su fortuna, Francisco Ruíz, lograba alcanzar los lindes de
los cetrinos bosques sacudidos por los fragores de las tormentas eléctricas. Se
internaba en la espesura, apaleado como un ladrón vagabundo.
En Cartago, los bandoleros y los indios sobrevivientes a las masacres de los
profanadores de tumbas y usurpadores de tesoros, surgían del profundo
abismo boscoso del día, como demonios de ojos lumínicos, pero no querían
acabar con él, por tratarse de un hombre miserable.
Entonces a Francisco Ruiz lo invadieron nostálgicas perturbaciones,
temblores de ansiedad, la nulidad punzando aquí y allá.
Lograría recuperar a su hijo mestizo perdido y con esto calmaría la
desesperación de la india mulata Alina, ahogada en un grito, en una queja
interminable, ininterrumpida. Recibiría a Ana de Morales, su legítima esposa,
sin importar lo que pasara de ahí en adelante cuando ella se diera por enterado
de que tenía una mujer de las tribus con un hijo bastardo viviendo con él y sus
hijos, dejaría que sus fincas, sus encomiendas y sus peones produjeran todo el
dinero que necesitaba para resolver los inconvenientes que solían avasallarlo.

Cierta mañana de domingo cubierta por un velo de niebla, los monjes
agustinianos y evangelistas que iban por las cumbres promulgando El
Evangelio, de provincia en provincia, que peregrinaban errantes en largas y
penosas travesías de sus caravanas desde Cartagena por todo el Nuevo Reino
de Granada, trajeron a la casa al pequeño Jerónimo, el hijo de Francisco Ruiz
y de Alina.
Las mulas de las caravanas estaban cargadas con grandes equipajes y con
viandas.
Los acompañaban los monjes sacristanes de la iglesia de la villa de
Anserma, pues otros tantos acompañantes habían perecido del delirio causado
por las epidemias funestas a mitad del camino hacia la ciudad de Cartago y
asimismo escapaban de las apocalípticas batallas que se habían producido en
la región.
Ahora Alina había recobrado su alegría maternal y estaba emocionadísima,
volver a ver al pequeño Jerónimo despertaba en ella hondas emociones de
profunda felicidad. Hacía tanto tiempo que no lo veía, que había olvidado
cómo eran sus rasgos, esperó varias semanas, varios meses, varios años,
poseída por el día en que lo volvería a tener junto a ella.
Entonces los monjes viajeros de las iglesias y monasterios le entregaron a
su vástago porque les habían dicho que era el hijo perdido de Francisco Ruiz
el encomendero, y esto era suficiente motivo para regresarlo y devolverlo a su
padre. Según los principios monásticos de los legos era de mal presagio
retener un hijo bastardo de encomendero entre ellos.
Alina se abrazó fuertemente a su hijo, derramando un llanto de angustia
reconfortante.
Aunque el pequeño Jerónimo había crecido un tanto y lloraba fatigado, ya
tambaleándose, encontró nuevamente el refugio entre los brazos de su madre,
sentía que había vuelto al seno del hogar y ya no dejaba de sonreír
inocentemente a sus padres.
Pero cuando estuvo frente a los hijos de Francisco Ruiz, habló y preguntó
quedamente a su madre de quiénes se trataba.
—Son tus hermanos.
Y en nada le agradó, pues se quedó mirándolos con recelo. Luego movido
por una fuerza levadiza, con la rapidez de un rayo de gotícula luz, les sonrió y
les extendió juguetonamente sus delicadas manos.
Cristóbal y Ana le apretaron emocionadamente las manitas. Pero, aún así el
niñito no dejaba de escrutarlos, puerilmente.
Entraron todos a la casa mientras Francisco Ruiz recompensaba a los
monjes.
Y Alina estaba enternecida. Se sentía dentro de una burbuja acariciadora,
dentro de una nube azul, su semblante estaba radiante pero inundado de
ardientes lágrimas de felicidad.
El pequeño Jerónimo era un niño enjuto, con unos grandes ojos negros que
hacían su mirada fría y penetrante.
Francisco Ruíz que estaba ya más tranquilo con la recuperación de su hijo,
todavía seguía siendo un errante de su vida demiurga.
Los monjes que habían traído al niño Jerónimo eran hombres de caras
amarillas, vestidos con los atuendos de la orden de los agustinianos a la que
pertenecían. Referían que habían encontrado el niño abandonado en las aguas
del río Otún, y para evitar que se ahogara lo habían llevado con ellos, al ver
que no aparecía nadie por él por los alrededores próximos.
Alina les brindó a los monjes el maná dominical.
Los monjes viajeros estaban sedientos y bebieron de los jarrones con viche
y vinete. Luego desempacaron de su equipaje, baratijas para Alina y para los
hijos de Francisco Ruiz.
La mirada gris de Alina se sumía en un fragoso silencio, refugiada en su
postura de matrona bíblica y ancestral. Se incorporaba de la butaca de pino
para servirles vino con las manos temblorosas y los ojos undívagos, a veces
chispeantes por efecto de la emoción de la recuperación de su hijo.
Los monjes contaban a bocajarro la historia vislumbrando en el pasado el
encuentro inesperado con el niño perdido.
Alina y todos estaban atentos al relato de los monjes.
Alina no matizaba ninguna palabra. Pero sabía que sólo estaba demasiado
embargada de felicidad.
Al rato de terminado el relato de los monjes sobre Jerónimo, Francisco
Ruíz tomó la palabra, y empezó a relatar los tiempos en que había
desmembrado las sombras luciferinas de sus víctimas que temía lo alcanzaran.
Francisco Ruiz y su hijo Cristóbal se embriagaron y parecían estar
doblegados por los súbitos y traicioneros efectos del alcohol hecho con caña
de azúcar, pero estaban felices por el retorno del niño, sin consecuencias
terribles, y en su aparente y supuesta felicidad alcanzaban la enajenación,
lanzando improperios y burlas parlanchinas contra los monjes, sus risas
borrachinas disipaba cualquier enfrentamiento verbal con ellos que también
parecían disfrutar de la velada mientras hablaban en latín borboritando
extraños vocablos de otras naciones.
Pronto todos se entregaron a la bebida y al escándalo fiestero del regreso
del pequeño Jerónimo.
Alina no quería hacer recriminaciones, le pareció natural y conveniente que
el encomendero y su hijo mayor se desfogaran, y relucía una mirada
condescendiente.
En esa velada, Francisco Ruiz habló de lo que sabía hablar, de apalear,
quemar, crucificar y amarrar a los indios a las colas de los caballos si se
negaban a trabajar y a asistir a las tierras ganaderas, agrícolas y mineras que
tenía bajo su jurisdicción. Y habló mucho sobre Antonio Pimentel y Miguel
Muñoz, los más afamados empaladores de indios.
Para Alina y los concurrentes, era inaudito escuchar esas historias
sangrientas relatadas por el encomendero. Ya los monjes se persignaban, pero
eran incapaces de criticar el proceder del militar.
Finalmente, cuando asomaron las primeras sombras de la noche, Francisco
y Cristóbal, padre e hijo, quedaron como aturdidos. Entonces, Alina condujo a
Francisco Ruíz hasta la habitación, puesto que no era capaz de tenerse en pie.
Entre trastabilleos, el borrachón ensopado en babas de vómito, con las
comisuras fruncidas, agitaba los brazos en signos libertos de diversión
consumada.
Luego también los monjes, exhaustos, se retiraron a las alcobas que Alina y
los esclavos les habían preparado.
Ana estaba desconcertada y escandalizada, sorprendida con el repentino
regreso del pequeño Jerónimo y con las insólitas y crueles historias de su
padre. Trataba de reanimar a Jerónimo, hablándole, jugueteando con él, pero el
pequeño Jerónimo estaba distraído y sólo alcanzaba a sonreír.
Luego cada uno de los habitantes de la casa prefirió retirarse a descansar.
Menos Cristóbal, que se quedó entre los pasillos, vagabundeando hasta el alba,
sumido en catastróficas cavilaciones. Se había entusiasmado más bien en
cuidar la casa mientras todos descansaban. Entonces se sentía pasmado
mientras el frío del amanecer hacía desaparecer de él los efectos de la resaca.
El viento del amanecer entre suaves fracciones vespertinas y entre
murmullos de criaturas musicales, se colaba por las fisuras de las paredes de la
casa. En el ámbito flotaba un perfume de heliotropos podridos.
Cristóbal abrió las ventanas de la sala de la casa al día bondadoso.
El cielo del alba era una gran llama dorada.


Con la reciente llegada a la casa de la nueva misiva de Ana de Morales
desde Mérida, Francisco Ruiz tembló de inseguridades. No podía complicarse
teniendo en la casa de Cartago a Alina y al pequeño Jerónimo. Era necesario
llevarlos a otro lugar, pensó mucho dónde podría instalarlos. También estaba
en que Cristóbal y Ana no lo delataran ante la madre y esposa. Pensó en enviar
a Alina y a su hijo hasta Panamá. Pero luego se hizo más fuerte la idea de
instalarlos en Cartagena al cuidado de los monjes agustinianos.
Cristóbal y Ana le recomendaron a su padre dejarlos en la casa y
construirles un balandro cerca de las caballerizas y de las piezas de los
esclavos, así Ana de Morales, ya en la casa, no se fijaría mucho en la presencia
de la india mulata y su hijo bastardo.
Pero Francisco Ruiz quería desaparecerlos de la vista de Ana de Morales
que prometía estar en Cartago antes del fin de semana.
Y aunque Alina no quería irse de su lado, prometiéndole que sería su
esposa, Francisco Ruiz se descomponía de rabia ante ella y le recordaba
gritándole que entendiera que él era un hombre comprometido en matrimonio
por La Santa Iglesia con una mujer aristocrática de la sociedad española y
granadina.
El día que Alina y su pequeño hijo Jerónimo abandonaron la casa en la
ciudad de Cartago para irse con las mismas caravanas de monjes que habían
traído al pequeño bastardo, quedó en el ambiente un aire sofocante que
doblegó los corazones de la familia Ruiz.
El inconveniente amor que ella había sentido por el encomendero pronto
sería en la distancia la desesperanza y el olvido.
A Alina, que en toda su vida se había resistido a asistir a las iglesias de las
localidades, y que si lo hacía por escasa vez era por simple curiosidad, ahora le
parecía que abandonar a Francisco Ruiz era como retirarse de una institución
religiosa de reglas pesadas, normas estúpidas y desmedida organización
eclesial, parecía irritarle toda manifestación organizada. Y cuando descubrió
que con su partida y con su hijo a cuestas, quedaba relegada a anhelar ser un
miembro de la familia Ruiz y convertirse en una cristiana fervorosa, toda la
depresión de su fracaso la venció. Lamentablemente estaba poseída por un
pasado que la odiaba. Y en el presente inmediato sabía que su pequeña semilla
también estaba marcada por el sino fatal. Y aunque estaba segura de que con el
tiempo ella se convertiría en una gran dama y alcanzaría la honorable civilidad
cristiana, su única esperanza era albergar que pronto con las lecciones de los
evangelistas Jerónimo y ella misma fueran alcanzando las normas cristianas, el
orden y la disciplina. Y que, al crecer el hijo bastardo del encomendero, se
convertiría en un culto mocetón que tendría una estimada educación, un título
honorífico quizá, y construiría una bella familia en el futuro, si así lo quisiera.
Y así lo libraba de la apatía que para él resultaría vivir de arrimado o de
recogido en alguna casa de hombres hacendados. Y como el pequeño
Jerónimo se estaba haciendo cada vez mucho más grande era pertinente
ponerlo al tanto de los acontecimientos.
Entonces estarían en Cartagena a la guardia y caridad de los monjes
mientras la visita de Ana de Morales se desarrollaba en Cartago, no era muy
seguro que la dama de alcurnia viniera en definitiva a visitarlos y quedarse,
pues Ana de Morales todavía estaba expuesta a la enfermedad de la locura
delirante, y era muy probable que sólo estuviera por Cartago de paso,
visitando a su esposo y a sus hijos, a sus hijos sobretodo, con el propósito de
regresarlos a vivir con ella a Mérida.
Aún así Francisco Ruiz quería prevenirse ante estos acontecimientos y de
ocasionar cualquier enfrentamiento o disputa con su esposa, entonces su
solución más pertinaz era que la india mulata y su hijo bastardo marcharan en
las comitivas de los monjes para quedarse por tiempo indefinido en la ciudad
de Cartagena, ante la inevitable llegada a Cartago de la bondadosa mujer,
madre de sus hijos legítimos, que en definitiva tampoco llegó.

Cristóbal visitó el baldío del hechicero Águila, un venerable anciano


practicante de la magia negra indígena, chamán y curandero.
Cuando el hechicero lo recibió en su rústica choza ya sabía que él era
Cristóbal, el hijo mayor de Francisco Ruíz, ya sabía cuál era el propósito de su
visita a su humilde lazareto, ya sabía todo sobre él , sobre su padre y sobre su
familia.
Venía interesaba en los conjuros del adivino.
—Tú darás término a la maldad de tu padre… —dijo el anciano indio,
revolviendo con sus esqueléticas manos unas cuencas de caracoles y unas
ramitas en forma de huesos sobre una tarima de mimbre. Y luego prendió unos
palos santos cuyo humo lo hacía desaparecer de la vista de Cristóbal. Parecía
en un volátil trance, con la gran cabeza hacia el techo de la choza de bejucos,
con los ojos bien cerrados, intuyendo que acaso se le perdiera la espeluznante
visión que acababa de manifestársele—. Afrontarás el destierro —sentenció.
Atrapaba el humo santo del aire y se lo metía en la boca de labios gruesos y
resecos, parecía beber del humo, embebido en las predicciones del incierto
futuro que quería develar. Entornando los ojos que abría y cerraba
sacudiéndolos en sus órbitas-. Parece que no crees mucho…
El chamán Águila sabía que la falta de creencia de Cristóbal en sus
prácticas y predicciones chamánicas lo perdería. La verdad, Cristóbal nunca
estuvo seguro de las palabras de superchería del adivino, pero quería
consultarlo, sí había recurrido a su ayuda en su mísero baldío, era porque
necesitaba una luz, una guía de su destino.
—Tú solo no harás el trabajo —continuó el anciano hechicero y parecía
intoxicado.
Cristóbal empezó a toser y le recomendó correr la cortina de hierbas secas
de la pequeña ventana de su desagradable consultorio para que entrara el aire
limpio de la noche.
Él se refrenó diciendo:
—No te muevas, o se irán las visiones…
—¿Cuáles visiones? Yo no veo nada…
—Los hombres blancos nunca ven… —concluyó el anciano yerbatero.
Y permaneció en ese trance hipnótico, parecía una deidad de La India, de
ésas que muestran en los libros de historia de las escuelas, en los croquis de
los mapas, en las postales de viaje.
—Tu vida en la casa de tu padre es muy difícil…
—Traté de que todo fuera diferente…
—Has permanecido al acecho…
Sí, creía que en la casa de su padre Francisco Ruíz, el encomendero, él era
como un animal venenoso al acecho, unas veces sumiso en una montaña de
inquietudes, y pronto a ser salvaje y peligroso mientras su cabeza no se
acalorara demasiado. El tiempo que Alina y su pequeño crío Jerónimo
estuvieron en la casa, había sido igual.
—Pero hay alguien que te frena…
Sí, alguien, ella, Ana, la hermana menor, Cristóbal no sabía cómo
explicarlo, las palabras no alcanzaban a esclarecer lo que Ana significaba para
su insignificante vida, ella era su vida, se lo prometió a su madre cuando
estaba enferma creyéndose muerta, pronto al reencuentro, cuidar siempre de su
hermana Ana.
Ya era irremediable que siguiera tosiendo.
Entonces el hechicero Águila volvió a abrir y cerrar, cerrar y abrir los ojos
reventados, y cuanto más los abrió inusitadamente ya no eran de color miel
claro, si no inyectados en rojo como los de un lince herido de muerte, clavados
en su rostro.
—Son dos monedas…
Cristóbal le dejó las monedas encima de la tarima de mimbre, él las recogió
y siguió revolviendo las cuencas de los caracoles y las diminutas ramitas de
hueso, escupió varias veces al suelo de piedras.
—Ya te puedes ir.
Y sí, necesitaba salir cuanto antes de aquel antro que olía a porquería y a
animales muertos.
Y salió muy asustado de lo que había dicho el viejo hechicero Águila. Pero
en el camino a la a casa pudo respirar más tranquilamente.
La magia debe ser un tomadero de pelo. Pensó.
Cuando llegó a la casa, su padre y su hermana ya estaban durmiendo,
entonces nadie se dio cuenta de que había llegado tarde, ya era una costumbre
aterradora.

Como era de esperarse Ana de Morales no llegó a Cartago, por el contrario,


mandó otra misiva donde le rogaba a Francisco Ruiz encaminar a sus hijos
rumbo a Mérida.
El sorpresivo cambio de idea y de planes de Ana de Morales destrozó aún
más los nervios de Francisco Ruiz que se sabía descubierto. Acobardado no le
quedaba más remedio que preparar a Cristóbal y a Ana para abandonar
definitivamente la casa en la ciudad de Cartago.
Entonces les dio instrucciones, les impartió reglas y normas y les
recomendó evitar aflorar comentarios sobre la vida de ellos en Cartago, sobre
todo con el episodio de Alina y el pequeño Jerónimo.
Los dos hijos se lo prometieron.
—¿Y tú qué harás?
—La casa no es problema, un amigo mío la administrara y cuidara con los
esclavos y se hará cargo de todo después de que ustedes partan…
Y entonces a empacar ligeramente, más que todo Ana que tenía una
colección gigantesca de muñecas hechas en madera y tela, las mariposas
colorinas y los canarios de seda, las reliquias de las deidades de barro que en
un tiempo atrás fabricaba Alina y los esclavos y que ahora eran de su
propiedad, además de organizar todo su equipaje principal que constaba de
vestidos, sombreros y abrigos, y de algunos retratos y cuadros donde aparecía
la familia.
Toda la casa entró en otro estado diferente de conmoción, ahora todos
querían irse de Cartago.
Francisco Ruiz también se iría, no con ellos para Mérida, sin duda para
alguna de sus tierras de encomienda.
Cristóbal comprendió que ya no había forma de detener a su padre ni evitar
su fuga de Cartago.
Ana prorrumpía en llanto mientras los esclavos canturreaban tristísimas
canciones de despedida y con manojos de hierbas secas en la mano espantaban
de la penumbra del aire de las habitaciones, de los suelos de la tierra, de las
paredes exteriores de la casa, los embrujos y hechizos indígenas que se habían
conjurado contra la familia Ruiz y contra ellos. Ana temía toda clase de
maldiciones y también a los rituales de los esclavos, que le parecían paganos y
satánicos, alejados de la gracia del dios cristiano.
—¡Padre! ¿Por qué tenemos que irnos? —profería Ana, respirando con
dificultad, inconforme, con el pesado malestar que la poseía, su bulbúlica
mirada tejía raras tristezas. Y sollozante y agobiada retornaba al oscuro
interior de su habitación para seguir empacando sus pertenencias.
Por el interior de la casa, los esclavos profiriendo rezos y sacudiendo con
manojos de ramas secas las arenas de los suelos de los pasillos, la humedad de
las paredes infectas de telarañas, hasta sumergirse por los ginebrinos fondos
claroscuros de los bohíos y de las caballerizas donde la lluvia tenue formaba
goteras.
Ana amaba la ciudad de Cartago y no compartía con su padre la idea de
abandonar todo lo que habían logrado que les perteneciera por heredad. En su
inconformismo enojoso también condenaba a su madre, entelerida y egoísta.
Pero así de alguna manera, se resignaría a vivir con Ana de Morales en
Mérida.
Pero ninguno de sus reproches causaba alguna impresión sobre su padre
que estaba hecho de roble, de hornaza, de un material compacto. Que sólo
alcanzaba a decir, con voz estentórea, que ella y Cristóbal debían irse a reunir
con su madre en Mérida, temblando de oprobio, de rabia, de estupor,
descaradamente afectado. Y quizá él también terminaría, con los años,
radicando en la ciudad de Mérida, cuando ya cansado y senil, inutilizable para
los beneficios de La Real Corona ambiciosa y poderosa, no tuviera nada que
hacer por estas tierras.

Cristóbal contrató en la ciudad a los hombres que darían muerte a su padre.


Sentía que su responsabilidad como hombre intachable era librar a la
humanidad doliente de sus fechorías y crímenes.
Los hombres que contrató eran negros y mulatos de caras execrables
Luego esperó con ellos en una calle oscura y desierta a que apareciera su
padre que salía a dar su habitual paseo nocturno, para despejar su mente de
tantas tribulaciones, pero corrió la medianoche y aún no se veía que Francisco
Ruíz asomara por aquellas tenebrosas esquinas.
Cuando Cristóbal se cansó de esperar y despidió a los asesinos a sueldo,
regresó a la casa que estaba sumida en un silencio anacrónico.
Afuera, en los bosquecillos del río Otún, sólo se escuchaban los aullidos de
los lobos.
Su padre tampoco estaba en la recámara.
Concluyó que el desgraciado encomendero tenía el cuero lo bastante duro y
se las ingeniaba para burlarlo.
Desesperó.
Sacó el puñal de su cinto y anduvo por toda la casa, buscándolo, dando
tumbos desastrosos, adentrándose por los pasillos.
Ana estaba en su dormitorio, durmiendo.
Desde que Alina le anunció sobre su profano embarazo, Cristóbal había
dejado de dormir, entonces en sus constantes desvelos fue alimentando el
horror, el miedo y el odio que sentía dentro de su corazón contra su padre.
Ana no era ni se sentía como él.
Llegó nuevamente hasta la puerta de la habitación de su padre y cuando
abrió sigilosamente la puerta, su padre no estaba, como de costumbre, de
bruces arrojado sobre el entarimado.
Una múcura yacía por ahí arrojada y sin una gota.
¿Dónde estaba el quiebra huesos ése?
Imaginó que se lo encontraría roncando como un trueno que sacude el cielo
para desencadenar sobre la tierra su furia.
En el transcurso de la noche, fue en varias ocasiones a la habitación de su
padre, con esfuerzos fallidos de encontrarlo.
Su propósito de hundir sin piedad una y otra vez la hoja del destellante
puñal en el cuerpo del hombre envenenador de espíritus, se frustraba
lánguidamente frente a sus ojos.
Tronó una voz detrás de sus espaldas.
—¿Qué haces?
Era la sorprendida Ana.
Él exhaló un suspiro infrahumano de pavor, mirando a la somnolienta Ana
se estremeció y se erizó toda su piel.
Ella se rió quedamente, y luego permanecieron en silencio mientras en la
estampida del lóbrego aire de la noche se comunicaba el soplo de la
tempestad.
La luna llena se ocultaba mientras los sonidos de los relámpagos de la
tempestad avecinada sacudían el cielo.
—¿No deberías estar durmiendo? —le reprochó él.
—Nuestro padre, no está aquí. Se ha ido para su encomienda.
—He salido a buscarlo… —dijo, Cristóbal, ingrávido. Guardó el cuchillo
que tenía empuñado mientras Ana inmóvil lo enfrentaba.
—¿Qué hacías con ese cuchillo en la mano?
—¡Nada! —exclamó Cristóbal, iluminada su desencajada faz por los
truenos.
—¿Querías matar a nuestro padre? —preguntó de pronto Ana, más bien
como sentenciando. La desvelada Ana acaso demostraba para con él cierta
complicidad.
—¡Qué tonterías dices!
—Lo sé. Querías matarlo.
Cristóbal imaginaba que ya lo había matado dentro de su corazón, y de ser
así la tempestad nunca terminaría de lavar sus manos ensangrentadas. No
matarlo físicamente había sido su condena.
—Mañana partimos para Mérida, nuestra madre nos está esperando -
Concluyó Ana, trémula.
Sería un triunfo decirle a Ana que lo mataría cuando se lo encontrara y
arrojaría su cadáver a los perros de las cumbres andinas. Cristóbal se sentía
fuera de él, poseído por las visiones y las ígneas sensaciones del Infierno.
Renunciaba a que aquel bastardo ser fuera su padre con nombre de cristiano,
un demonio encarnizado y sediento de siniestradas intenciones.
¡Ideputa! Pensó para sus adentros, agraviado.
A esas horas, fuera la escarcha de la tierra fresca y nocturna sobre la ciudad
de Cartago, ya en vísperas del amanecer, haciendo desfilar esbeltas imágenes
de sombras amparadas entre huraños murmullos, los matorrales de los patios
de la casa deshechos por la guerrera fuerza del viento viajero aullando
estruendosamente proveniente del río enfurecido y desde las cumbres
colmadas de oro, los guturales conciertos de las fieras guarecidas en las
profundas cavernas de los bosques hacia los altos picos de las montañas
marrones, la cercanía de la oscuridad esclarecida a lontananza abriéndose en
medio de lo inexorable.
Luego sintieron juntos el putrefacto olor que la extinta noche emanaba
desvaneciéndose con la prontitud del amanecer de un nuevo día, era como si
en el horizonte se descompusiera un infinito cadáver imaginario.
El grisáceo haz de la luna última perdiéndose en las configuraciones del
amanecer acariciaba sus rostros y los envolvía con sus miríadas de colores
diáfanos.

Presto amaneció nublado el cielo.


Cristóbal dentro de su habitación empacaba sus cosas. Salió de allí mismo
con una valija de ropa.
Ana lo esperaba en el abierto portón de la casa.
Ambos estaban sumidos en la pesadumbre por abandonar la casa en la
ciudad de Cartago.
El amigo de Francisco Ruiz, un hombre llamado Manuel Pinzón, que
administraría la casa con los esclavos en ausencia del encomendero, llegó en
la caravana de carruajes que los recogería. Era un hombre de diminuta figura,
delgado, pero con una cara amartillada. Impartió instrucciones e indicaciones a
los capataces sobre la casa, a los esclavos y a los criados.
Ana comenzó a llorar, no así Cristóbal que quería olvidar el pasado.
Manuel Pinzón hizo sellar la puerta de la casa con candados, y luego invitó
a los desalentados hermanos a que subieran a los carruajes mientras los
hombres encargados del itinerario cargaban las maletas y los equipajes de
ambos.
Los choferes de los carruajes espolearon sus caballos y cruzaron como
saetas el sendero que los conducía fuera de la ciudad de Cartago.
En la lejanía quedaba la casa con los últimos esclavos cantores, la ciudad
de Cartago y el río Otún como en un sueño de la adolescencia de entrambos,
mientras el viento de la mañana invasora empujaba con mesura exótica las
mágicas escarchas en los ramajes de los árboles.
Cansado de ver llorar a Ana, Cristóbal se quedó profundamente dormido
dentro del carruaje.
En su pesado descanso, soñó que efectivamente había matado a su padre, el
encomendero Francisco Ruiz, que había sacado el cuerpo acuchillado del
interior de la habitación de la casa en la ciudad de Cartago, y que arrastraba el
cadáver de su padre de los pies por los deteriorados pasillos brumerálicos de la
casona, rumbo a las arenas de las selvas, a los salitrosos pantanos
desmesurados por el sendero que llevaba a las cumbres andinas. Como llovía
esa noche, en su letargo, las lluvias no consiguieron apagar el fuego
adolescente y demoníaco que lo calcinaba. Abandonó el cadáver del infeliz
encomendero al delirio de los hambrientos perros salvajes, el cuerpo
agigantado sería el próximo alimento de las fieras cetrinas. Soñó que la
sangrienta reyerta de perros sacudía los cimientos de la casa en Cartago y que
cuando regresaba de los bosques a la casa, exhausto y ensangrentado, mojado
por las gotas de la tempestad, ya habían pasado las horas de la medianoche. Y
escuchó las súplicas de dolor de la india mulata Alina cargando entre sus
brazos al pequeño Jerónimo mientras vagaba entre los túneles oscurecidos de
la casa, descalza y con los cabellos mojados, trayendo en sus bellos pies el
salitre de los bosques mojados. Parecía derrumbarse, desmembrada se arrojó a
los pies de Cristóbal, sollozando como una plañidera en un trágico desvelo.
¿Acaso Cristóbal se sentía perseguido por la laxitud de la muerte de su
progenitor? Alina que sabía que había matado a su padre, al verlo aparecer, lo
perseguía, lo acosaba a preguntas mientras él trataba de huir. “¡Estás maldito,
nunca lo olvides!”. Le gritaba mordiéndose la lengua, hasta sangrar. La cólera
de la india mulata Alina aumentaba entre lloriqueos y sentencias. Soñó que
había llegado hasta una calle penumbrosa y había comprado a un nativo un
caballo blanco sin brida ni silla por unas cuantas monedas de oro. Y se
marchó a todo galope bajo la lluvia.
Cuando despertó las escenas del crimen desvanecieron las ansias de su
descanso.

En 1578, Francisco Ruiz se encontró definitivamente con su familia en
Mérida, desde entonces empezó a llevar una vida miserable.
Dedicado a la explotación de sus pobres encomiendas y míseras labranzas,
que no le daban para alimentar a su familia ni a los pocos indios que tenía
encomendados.
Ana de Morales sabía de sus infidelidades y todo el tiempo se lo
recriminaba en su férvido estado de locura temporal.
Cristóbal era ahora capitán, su sueño de convertirse en oficial de La Real
Corona se había hecho realidad, incluso por la influencia que su padre tenía
todavía en los altos rangos.
Y Ana se había convertido en una hermosa mujer que toda la sociedad
venezolana admiraba.
De 1579 a 1591, la suerte de Francisco Ruiz cambió un poco con la
designación que le hacían de colaborar en el Cabildo como alcalde ordinario
en distintos periodos.
En esos años pudo restablecer un poco su dignidad y ser un servidor
público para los intereses de La Corona.
Pero en 1591 ya se sentía muy viejo y cansado.
Claro que en la ciudad de Mérida en Venezuela se le reconocía haber
luchado durante sesenta años y haber contribuido al poblamiento, a la
pacificación y a la expansión ganadera por las comarcas y provincias andinas,
y también se le reconocía meritoriamente haber contribuido en Mérida al
desarrollo ganadero de la ciudad y de sus zonas de influencia.
Pero la muerte senil fue el único remedio para el ansia de poder y de
riqueza de Francisco Ruiz y pugnar sus crímenes y pecados mortales.
A su entierro fueron los habitantes del vecindario y de la ciudad que no
podían creer ni interpretar adecuadamente su fallecimiento oprobioso. Y
vinieron sus parientes de otras provincias, villas y ciudades del Nuevo Reino
de Granada, vestidos de negro luto y sosteniendo en sus manos ramos de flores
vistosas.
El coro de los cantantes religiosos de la iglesia de Mérida cantaba con
incógnita tristeza mientras el viento sepultaba los rasgos de las fosas del
cementerio entre mieses enlodadas. Las canciones del coro oprimían de
melancolía los corazones de su familia, las almas de dolor de sus parientes.
Los parientes de Francisco Ruiz aparecían inmóviles, pálidos como
pequeñas estatuas, con un extraño fulgor en sus miradas observaban a los
pasmosos hijos del viejo encomendero y capitán finado, y extraños
pensamientos se agolpaban en sus cerebros, acaso buscaban con desesperación
una excusa para mitigar el dolor o intentar hallar una solución con el fin de no
dejar aquella familia sumida en el desamparo del cual se sentía presa. Pues
muerto Francisco Ruiz, la familia estaba enervada de todos sus recuerdos
atroces, sus vidas se empequeñecían, se sentían arrastrados a las miras del
desconsuelo, sobretodo Ana de Morales, que deseaba que también a ella le
sobreviniera alguna enfermedad doliente que terminara definitivamente con su
quejumbrosa vida, no como la locura progénita, algo más poderoso, que en
suma, la distrajera de los intensos y recriminadores pensamientos que giraban
en torno a su cabeza aturdida.
La imagen heroica y aterradora de Francisco Ruiz quedaba en sus mentes
con un sabor incierto.
Ahora la familia Ruiz sabía que no podía dejarse vencer por los
acontecimientos y que debía retomar los aspectos de su vida cotidiana en la
ciudad de Mérida.
Alguno de los parientes que tenía ínfulas de orador se aprestaba a dar un
discurso sobre la vida y posterior muerte del encomendero y capitán Francisco
Ruiz, como si se tratara de un patriarca bíblico, no sabía Ana de Morales
porque querían los parientes atreverse a hablar de él, cuando hacía años ni
siquiera los visitaban.
Por supuesto que Cristóbal, siempre aventajado y hostil, se los impedía, no
quería que nadie, ni siquiera los familiares, pronunciaran con la tosquedad de
las palabras oportunistas la memoria de su padre. Parecía que al final de los
días de su padre le había tomado un resignado cariño.
Y aunque los parientes de Francisco Ruiz le explicaron que los discursos
eran cortos y el mismo sacerdote quiso adelantarle los contenidos de los
mensajes, Cristóbal insistió en no dejar pronunciar nada que alterara el curso
normal de los aconteceres funerarios.
Los parientes de Francisco Ruiz pensaban que Cristóbal Ruiz era un
hombre mañoso, pero para Cristóbal lo que pensaran de él era de poca
importancia y consideraba que era preferible suscitar comentarios sobre su
conducta a tener que escuchar pesados discursos fuera de contexto.
Las tristísimas canciones de despedida del coro de la iglesia de Mérida eran
suficientes para comprimir cada vez más los corazones y los sentimientos de la
disminuida familia Ruiz.
El ahora capitán Cristóbal Ruiz no lloró, no podía llorar por su viejo padre,
un nudo de rezos y oraciones inciertas se le entrelazaron en la garganta, los
indicios de remordimiento se habían instalado en sus pupilas enrojecidas, era
como un desvelo lo que sentía, un estado de espasmo tanto muscular como
espiritual, un espasmo en carne viva. Y entonces no lloró, aunque hubiera
querido llorar copiosamente.
Pensó que el camino del hombre era uno solo: el de llegada y el de ida.
Y luego cayó la ennoblecida tarde.
Luego fueron pasando los días en que el recuerdo de la vida y de la muerte
de Francisco Ruiz rondaba por sus vidas perturbando la paz de la casa que
tenían en Mérida.
Era una casa escondida entre unos muros altos, en el epicentro de una calle
oscura, la fachada blanca en el día era iluminada débilmente por los rayos
solares, los techos estaban cubiertos por las umbrátiles ramas de una ceiba
gigantesca donde venían a anidar las aves viajeras.
Aun así, por los relucientes cristales de las ventanas de la casa se veían los
interiores de unas estancias amplias y bien decoradas, se veía movimiento de
personas, y Ana de Morales parecía aproximarse exhausta hacia algún objeto o
no era muy seguro si lo llevaba entre las manos.
A las luces de la noche, Ana de Morales abría los ojos enceguecidos, dentro
de su casa habitaba un silencio solemne, no había ninguna música ni ningún
ruido alterando la tranquilidad de esas horas, ella trataba de alcanzar alguna
persona imaginaria o algún objeto mientras quería salir de la estancia o
sorpresivamente caminar hacia alguna alucinación llamada puerta, con el
rostro quebrado por el desvelo de las noches interminables, sus manos
temblaban frágilmente.
Ahora la anciana mujer estaba completamente desapercibida de la realidad.
Los cantos de los pájaros nocturnos se escuchaban sonoramente mientras se
depositaban en los altos tejados de la casa.
Ana de Morales se desvelaba con el canto nocturno de las aves sobre los
tejados con mieses.
Al cabo de unos instantes salía por los pasillos, embriagada de fantasmal
soledad, recorriendo los dormitorios con las luces encendidas. Parecía notar la
presencia disuelta de Francisco Ruiz.
Ana y Cristóbal dormían en sus alcobas.
Mientras tanto, Ana de Morales se impregnaba del polvo añoso de las
tapias. Estaba cansada de vivir en el ocio aristocrático, y ser solamente un
fantasma en la penumbra de la inmensa casa invadida por las profundas
marañas de sus recuerdos y pasiones confinadas, entonces comprendía que la
vida siempre le había sido furtiva.
Presa de su viudez y desamparo, se refugiaba en esa casa de devaneos,
sumida como en un estado animal donde nefastas emociones la hundían en la
más profunda melancolía.
Y volvieron a pasar por su mente los recuerdos, veloces como en una
novela inanimada.
Pensó que en los mejores años de su vida había querido ser a última hora la
esposa feliz, pero se dijo que todo había acabado y lo que seguía era recorrer
el último camino, el camino de la tristeza.
Recordó a sus padres: su aristocrática madre y su santo padre barcelonés. Y
descubrió que era una víctima más del Nuevo Mundo y, que además vertería
su sangre en la tierra americana como si se tratara de una plebeya.
Ahora albergaba sentimientos tan confusos. Lejos de la verdadera
civilización y de la verdadera y audaz sociedad de su época, en aquella ciudad
devoradora, inmersa en las frías paredes de aquella huracanada casa.
Esos tristes recuerdos del laberíntico pasado ahora no aliviaban la mirada
de Ana de Morales, y todo su ser se estremecía de pies a cabeza, llena de
espanto mientras retenía sus últimos y amargos alientos.
Sacudió la cabeza de un lado a otro, su rostro bajo un rictus misterioso y
sus manos que no dejaban de temblar.

A Cristóbal, especialmente, lo perseguía la influencia de su padre como una


ráfaga de viento marañoso. Como ahora era capitán, también sufría de las
visiones de grandeza de su padre: una prolongación de las imágenes del más
allá que Francisco Ruiz había visto o había para su mal efecto despertado de
un letargo de siglos.
En las frías noches de Mérida, Cristóbal se reunía con sus amigos a las
luces de los dinteles de las cantinas, bebiendo cervezas y fumando cigarrillos
importados mientras ofrecía brindis de bienvenida a los músicos transeúntes.
Siempre se sintió abandonado por su padre. Sólo la imagen nubárrea de su
madre iluminaba su extravío.
Se sentía agitado. Luego permanecía solo, retirado del grupo de sus amigos
de fiesta.
Entonces salía de la cantina, a deambular por las abiertas callejuelas como
un desesperado hijo de la tierra embrujada por un dios demente que necesita
de inmediato recomponer las cosas de las gentes y sus situaciones, con tan
mala suerte a sabiendas que está solo y es incomprendido en la ciudad de las
presencias imposibles, mientras las calles permanecían frías y húmedas en la
lontananza de los últimos días del invierno.
Llevaba una vida enigmática, convertido en un ser sin amor o con
demasiado amor para convertirse en un hombre normal y corriente.
Una extenuante noche de ruidos ciudadanos, de hombres vigilantes que
cruzaban por su camino entre las alborotadoras ráfagas del viento nocturnal
sobre las terrazas y las azoteas, sobre las geométricas puertas y ventanas de las
casas y los edificios.
De repente, Cristóbal descubría que su propia vida huía despavorida del
tiempo, como si ya no le perteneciera el mando y el control de su destino.
Como un loco excitado sintiendo que desfallece intensamente en la nostalgia,
y que las sombras de su pasado han sido despertadas de las antiguas moradas
de América.
Cuando llegaba a la casa, a altas horas de la noche, como un sonámbulo
intoxicado de cigarrillos y ebriedad, abría la puerta y las ventanas de su
habitación para que el viento insolente entrara por toda la solitaria estancia y
arremolinara en la ingravidez del aire sus frisos de hojas olorosas a rocío.
La lejanía de la noche con sus fabulosos sonidos lo hacía sentirse tan
hipnotizado. Pero era una noche oscura y temía que lo invadiera la voz
inobjetable de su difunto padre traída por la brisa susurrante.
El amanecer poblaba de sonidos furiosos los alrededores.
Los rayos del sol penetraban por las relucientes ventanas de la casa de la
familia Ruiz en la ciudad de Mérida, iluminaban un poco el enrarecido
ambiente con sus objetos de colección.
Ana merodeaba por ahí, abriendo una ventana y asomándose a contemplar
la calle invadida por venteros.
Su madre, permanecía depositada en medio del silencio de los santos
venerados que la ataban.
De la soledad de la casa emergían sombras funambulescas que ninguna veía
ni escuchaba.
Ana albergaba sentimientos extraños para con su madre.
Entre ellas el silencio casi inmediato, o las palabras profanando
evocaciones del pasado.
Pero entonces, Ana descubría que amaba mucho a su madre con su
difuminada silueta al desvelo de los años, y todo en ella tembló al pensar en la
ausencia. El resto de su vida era ceguera, desvarío. Acudía al altar de La
Virgen del Socorro pidiéndole ser feliz, su padre desde la tumba era el único
que sabía a lo que se refería con su súplica. Ana ahora temía ser el confortable
huésped de un sueño intrépido, donde continuaba vistiendo los santos de su
soltería. Ofrendaba con veneración su letargo místico a la adorada virgencita.
De pronto La Virgen milagrosa le cambiara el lúgubre aspecto de su vida.
Se sentía confinada en esa casa sobre la calle, sin conocer tan siquiera a
sus vecinos aledaños.
Parecía sumida en un viaje que duraba toda la vida, viviendo con su madre
que no tenía para sostener esclavos ni criados, su madre que parecía ya tan
senil, pero que era la silueteada mujer que adoraba.
Vivían en una casa laberíntica y vieja, en algunos aspectos descuidada y
con descascarados muros. Se necesitaba de seguro pintar, retocar y cambiar
por nuevas las puertas y las ventanas oxidadas.
La reducida familia vivía allí.
La casa estaba conformada por el mediano salón de espejos y por una
amplia sala colonial, cuatro habitaciones de lisas paredes blancas y bien
acondicionadas desde donde pendían cuadros de paisajes exóticos, un
dormitorio para huéspedes, dos baños, un patio enrejado y un balcón en el
segundo piso.
Y del vecindario no podían quejarse mucho, estaban en los suburbios de la
ciudad de Mérida.
No se sentían, en definitiva, tan solas ni incómodas, si no que ahora con la
ampliación de las ramadas tenían vecinos nuevos.
Tampoco les causaba malestar aquellos repentinos cambios domiciliarios
de esa gente.
De igual manera nunca se dejaban ver por la calle o por los alrededores del
vecindario ni siquiera para curiosear.
Todo el tiempo se mantenían encerradas en la casa, haciendo sus rutinarias
actividades: cosiendo, zurciendo, rezando. Nunca visitaban a nadie, porque
seguramente no tenían más familiares ni amigos en la ciudad, y nunca recibían
visitas de los vecinos, sólo vivían en un silencio hermético en comparación
con los ruidos cercanos de las calles y callejuelas de la gran provincia siempre
invadida de ruidosos hombres de campo, laboriosos y trabajadores, cargando
hijos y fardos; siempre distantes, bendecidas por la soledad.
Aunque solía verse mucho a Ana divisando la ciudad desde el balcón.
Pero Ana, sin duda, estaba cansada de la vida en la ciudad, del mundo
turbulento, siempre con una actitud desatenta, con el corazón destrozado de
extremo a extremo. Atrapada entre los pasillos de la casa en que vivía, se
descomprimía entre aquellas infinitas paredes de los dormitorios que sólo
albergaban sombras evanescentes que le recordaban un pasado inhóspito
donde todo era demoníaco, salvaje, insofisticado.
Ella, maquinalmente, a veces se rehusaba a mirar hacia atrás, quería
olvidarlo todo, la enfermedad senil de su madre, la posterior muerte de su
padre infame, la desaparición total de los bienes, la dejadez de su hermano
Cristóbal; quería huir de aquellos recuerdos punzando su alma, pero no
olvidaba, sabía que no había cómo escapar de aquellas reminiscencias, por
muy lejos que fuera de sí misma.
Su madre, igual que ella, sólo amaba esa ausencia, ese retraído mundo
donde se esfuman las siluetas, donde sobreviven los perfiles acomodados a la
visión solitaria del amor.
Ana carecía de fuerzas para salir a conseguir el amor.
Por ahora, ellas sólo disfrutaban del mutismo interior que sumía la casa.
Con la muerte de Francisco Ruiz, Ana de Morales había quedado
desorientada con la adquisición legal de las encomiendas, lo que por un
tiempo considerable provocó en ella inquietud y preocupación. Y en
definitiva, Francisco Ruiz nada les había dejado, sólo sangrienta gloria de su
pasado heroico resaltado por los escribanos privados de La Real Corona de
España.
En cuanto a la riqueza del encomendero, todo le había sido prestado y
habían delegado a otro como él a administrar los requerimientos de la Real
Audiencia de Santo Domingo. Ni siquiera Cristóbal pudo lograr esas
potestades.
Por lo que Ana de Morales y sus dos hijos decidieron comenzar de nuevo.
Cristóbal pronto fue alistado en las filas coloniales como capitán, sirviendo
a los intereses políticos y militares de los españoles en sus campañas sin
límites.
Y Ana, convertida en una formidable y bella mujer, tal vez encontraría en
algún hombre adinerado los beneficios del matrimonio y la estabilidad del
hogar.
En cuanto a Ana de Morales, viuda y retraída, intentaba en vano afrontar
las circunstancias adversas y, prometer una oración, de vez en vez, a La Virgen
de la Merced por el eterno descanso de su importante y valiente marido.

Sonaron golpes en el portón.


Ana se asomó al balcón y vio afuera en la puerta a un hombre muy bien
vestido.
Lo distinguía, era un licenciado de La Real Corona.
Ana bajó presura y abrió el portón.
El licenciado se llamaba Vicente Duque que al ver asomar a Ana a la puerta
descubrió que la belleza de esa mujer alejaba todas sus fatigas. Frente a él
estaba una mujer algo ya madura con la mirada ansiosa y una emoción
iluminando un poco su rostro.
—Buenos días, señorita… ¿Cómo amaneció?
—Muy bien, muchas gracias.
—Vengo a traer unos documentos que necesito que su madre firme. ¿Dónde
está su madre?
—En su aposento.
—Traigo unos papeles importantes para ella.
—Pase, por favor, ya la llamo.
El licenciado Vicente Duque entró a la estancia y se acomodó en una
poltrona. Pensó con ironía que esas dos mujeres verdaderamente no estaban
allí, vivían dentro de esa casa pero nunca estaban aunque las viera. Eran tan
extrañas. Se rió.
Lentamente apareció Ana de Morales.
—Mi señora... —hizo una venia—, buenos días. ¿Se acuerda de mi? Ya
habíamos hablado antes. Soy Vicente Duque, licenciado de La Real Corona.
He traído unos documentos importantes que necesito que firme, estos
documentos la acreditan a usted como dueña de una encomienda en
propiedad…, atravesando el río Cauca, cerca de la villa de Arma, con indios,
siervos y esclavos, con tierras y sembradíos…
No pudo terminar de decir lo siguiente al ver a Ana de Morales tosiendo,
algo desconectada de la realidad, impávida, retraída; y a la dulce hija como
una enfermera pendiente de ella.
—Es usted muy condescendiente con nosotras, mi madre y yo se lo
agradecemos… —profirió Ana por su madre.
Entonces el licenciado extendió los papeles y la pluma a Ana de Morales
para que firmara su potestad sobre esas encomiendas.
Ella comenzó a auscultar con mirada ciega los manuscritos y a doblar los
papeles, pero luego fue capaz de firmar.
El licenciado no podía ocultar su ansiedad y trataba de controlar su
intención de conmiseración hacia la enferma mujer.
Luego de que Ana de Morales firmara, en los espasmos de su
convalecencia, Ana le quitó los papeles y la pluma de las manos enteleridas y
los entregó al licenciado, pidiéndole que disculpara el retraimiento de su
madre, entonces tomándola en sus brazos la condujo de nuevo rumbo a la
recámara donde la dejaría descansar, no sin antes sugerirle al licenciado que
por favor la esperara.
La vida de Ana de Morales era tan pequeña que quedaba en la mente de
cualquiera una imagen incierta que oprimía de melancolía la razón.
Al mirarla alejarse por el pasillo con su hija, extraños pensamientos se
agolparon en la mente del licenciado.
Al rato volvió Ana, hermosamente lúgubre.
—Lo acompaño hasta la puerta.
Afuera, en la calle, pasaba un cortejo fúnebre, cantaban las plañideras
sentidas loas funerarias, enervadas de tristes recuerdos familiares dejados por
el desconocido difunto.
Al abandonar la casa, el licenciado alzaba la mirada hacia las altas ventanas
de cristales ya empolvados por el rocío y la arenisca de la tarde.
No estaba muy seguro de haber visto a la anciana madre y a su hija.
En la calle bullía el tiempo que pasa sobre la sofocante vida cotidiana.
Y dentro de esa casa, sus habitantes refugiados entre paredes y cuartos
extraños.
Caminaba el licenciado silbando ruidosamente, alejándose.

Ana de Morales había vendido todas las propiedades que estaban a su


nombre, mucho se especuló sobre la verdadera dimensión de su fortuna. Una
cosa era segura, nada que procediera de su difunto esposo era cuantioso.
Seguramente el difunto había gastado su fortuna de villa en villa, de ciudad en
ciudad, encomendando miserables indios y esclavos, al lado de sus capataces
sanguinarios, hasta cuando quedó sin un céntimo, y volvió repetidas veces a
Mérida, a la casa de su esposa, donde siempre permanecía largas temporadas.
En las paredes de los cuartos de la gran casa colgaban todos los retratos de
la parentela extinta de los Morales y una que otra lámina borrosa de Francisco
Ruiz.
Ana de Morales sólo quería olvidar, lo juraba por su vida, pero era tan
latente el inesperado azar, ella se sentía parte de todos aquellos recuerdos y
destinos funestos cruzados con su existencia.
Su fortuna había desaparecido en el aire y sus conocidos más cercanos
también en una nébula inabarcable. Claro que también quedaba de Los
Morales algunos parientes en España. Pero ante sus ojos, sus parientes se
habían evaporado de igual forma como se evaporan los desconocidos en las
calles nocturnas.
Y todo el resto de su familia estaba conformada por seres egoístas y
centrados en sus intereses personales, seres hipócritas que nunca se acercarían
a ellas.
Sabía que ella y Ana, estaban prohibidas a la vida cotidiana y al amor de
los seres.
Sin embargo, próvida de curiosidad, ahora cruzaba el pasillo hasta el
balcón, vestida y envuelta en seda negra.
Resbaló en un escalón, asustada, al creer que alguien la perseguía, y cuando
cayó al suelo se percató de que estaba sola en la insondable duna de su
existencia.
—¡Ana! —gritó con sus últimas fuerzas.
—¡Madre! —corrió Ana visiblemente alarmada, subiendo las escaleras a
toda prisa.
Ella logró levantarse ayudada por su hija. Se acomodó la tela del vestido
sobre sus piernas.
Ana la condujo a su habitación. Y allí la ayudó a recostarse en el lecho.
Pasados unos instantes comenzó a delirar y fue preciso que Ana llamara al
doctor de la ciudad a tan entradas horas de la noche.
Ana permaneció toda la noche en vela, cuidando a su madre enferma, a su
lado tomándole la mano, rezando fervorosa y precipitadamente por su
recuperación mientras el doctor la atendía.
El doctor le dijo que con la caída se había golpeado muy fuerte en la cabeza
y que ya era demasiado tarde y no podía hacer nada más por la venerable
anciana. Y cuando descubrió, a los instantes, que la paciente se había quedado
dormida profunda y definitivamente, desconsolado y sin poder contener la
emoción le comunicó a la preocupada Ana el deceso de su querida madre.
Las súplicas de dolor de Ana y sus gritos desamparados inundaron de
inmediato la siempre silenciosa atmósfera de la casa en penumbras.
Y el doctor, acongojado abandonó la estancia.
A la vislumbre del día, Ana de Morales, nunca más despertó.
El traslado de sus restos a España, reclamados por sus pocos familiares, lo
efectuó una funeraria de la ciudad. Aunque Ana quería que sus restos fueran
sepultados en la ciudad de Mérida, la ciudad venezolana que había sido por
muchos años su hogar.
Ese fin de mes de agosto, Cristóbal vino desde las guarniciones después de
conocer la nefasta noticia.
No pudo ver el cadáver de su madre porque ya se lo habían llevado.
Entonces se quedó tratando de calmar el estado de ánimo de la desconsolada
Ana. Aunque sólo permanecería en la ciudad unos cuantos días y volvería a
internarse en las campañas colonialistas. Su viaje a la ciudad sería corto y
pasajero, sólo para ver a su hermana y asistir a las oraciones por el eterno
descanso del alma de su madre, para estar seguro de que todo estuviera
aceptable y normalizado con la alicaída Ana, y de que ella no dependía de su
presencia permanente en la casa. Sin embargo, también llegaba a la ciudad a
buscar a sus amigos y salir con ellos a tomar cervezas y a compartir una mesa
de billar en las cantinas.

Ana y el licenciado Vicente Duque se encontraron accidentalmente


comprando en un tendero de la calle.
Él se quedó mirándola.
—¿Se acuerda de mí?
—Por supuesto que me acuerdo de usted.
—Señorita… ¿Cómo van por su casa? ¿Y su madre?
Se prolongó una pausa inquietante.
—Mi madre murió hace dos semanas.
—¡Oh! Lo siento mucho.
El viento murmuraba sacudiendo las telas del tendero de madera.
— Y usted, señor licenciado, ¿piensa permanecer mucho tiempo en la
ciudad?
—Sí… tengo mucho por hacer… Tengo bastante trabajo y, además debo
resolver unas cuestiones todavía. Vivo solo en una casa arrendada, muy amplia
y grande, alejada un poco del epicentro de la ciudad, y ya me siento bastante
incómodo con ir hasta allá, puesto que me parece retirado… Además, que me
siento muy solo, sin amigos y sin compañía…
—Estamos en idéntica situación, señor licenciado, mi hermano Cristóbal
está en campaña militar, lejos de la ciudad... También me… encuentro… muy
sola, sin mi hermano, sin amigos, sin compañía… En momentos tan difíciles,
pues guardo todavía luto, como comprenderá…
—Entiendo… pero que bueno que pudiéramos acompañar nuestras
soledades.
Y Ana simplemente se sonrió, entreviendo una sonrisa tan tranquila y
diáfana que despertó en el corazón del licenciado Vicente Duque pálpitos de
emoción.
Quiso acompañarla un buen trecho mientras hablaban de otros temas. Pero
el tema que más cundía eran los asuntos pendientes del licenciado.
Ana evitaba dirigirse directamente a la desaparición de sus seres queridos.
Y descubrió entonces que ya no estaba rodeada por la presencia benefactora de
su madre, y también, alarmada, le había llegado la noticia de que su hermano
varón, Cristóbal, había contraído una peligrosa enfermedad del Trópico.
La casa de Mérida que ahora era de su propiedad, inmediatamente la puso a
la venta.
Comprendió con sorpresa, que en el transcurso de unas semanas, su vida
había dado un vuelco inesperado.
Ana, de alguna u otra manera, se iría a vivir lejos de la ciudad, puesto que
el mundo presente se abría primitivo y desconocido ante sus ojos. Aún así
estaba dispuesta a correr los riesgos de brindarse una nueva oportunidad, y
aunque estaba agolpada de sufrientes cavilaciones, entregada como un
penitente sonámbulo a la búsqueda de un fantasma que era ella misma, sabía
que tendría que volver a empezar.
Hablaba entre sí y hacía figuras al aire con los dedos, como inventando un
juego donde todos sus invitados permanecían ocultos.
—Cuénteme, ¿cómo murió su madre?
—Siempre estuvo muy enferma… Usted mismo la vio en ese estado
letárgico… —Se le encharcaron los ojos de lágrimas—. Se cayó una noche en
los escalones del pasillo que comunicaba a su habitación, de pronto se golpeó
duramente la cabeza cuando fui a auxiliarla y a conducirla a su lecho, y luego
se quedó tranquilamente dormida…
El licenciado sacó un pañuelo blanco que le extendió para que se limpiara
las lágrimas, y entendió a lo que se refería, se arrepintió de haberle preguntado
esas cosas que la entristecían, lleno su ser de inquietas y arremolinadas
imprudencias.
Permanecieron en silencio, buscando de qué más hablar.
El licenciado fijaba sus ojos de lince en ella. A su mente se adhirieron los
instantes de desazón experimentados cuando la conoció esa tarde en que visitó
la casa llevando consigo los documentos que debía firmar su madre.
Ana desviaba la mirada hacia algún punto muerto de la calle estremecida de
bruscos sonidos.
—Entiendo. No la culpo por lo que le pasa, no hay que culpar a nadie, en
ocasiones pasa igual, No sé qué pensar.
—No se preocupe. De todos muchas gracias. Creí que usted sólo sabía de
documentos y escrituras…
Y en la calle la atmósfera se tornó térrea y polvorienta como en todas las
calles del mundo, a las horas de la tarde.
¿La volveré a ver?, se preguntaba el licenciado Vicente Duque, en medio de
la catarsis. Es una mujer sola, pensó, una mujer bella, adinerada y sola. Y sin
embargo, ella no pretende nada conmigo.
—¿Nos volveremos a ver?
—Es posible.
El licenciado se despidió de ella mientras la arrimaba lo más cerca posible a
su casa.
Se despidieron amablemente, él besando su frágil y delicada mano.
El sofoco de la tarde impregnaba sus miradas brillantes.

Las noches en Mérida a veces permanecían sin el fulgor astral de las


estrellas.
Pasaron las semanas en que la imagen de exquisita y bella mujer recta de
Ana rondaba por la cabeza del licenciado Vicente Duque, que pasaba los días
y las noches hurgando por los alrededores frente a la casa de la solitaria dama.
Y ella no asomaba ni salía, como antes al balcón, ahora permanecía
enclaustrada, presa de un sueño del que no era posible despertarse.
Él no quería dejar pasar una conquista así, y entonces, envalentonado
quería acercarse modestamente a la desamparada Ana.
Los fugaces momentos compartidos con ella, misteriosamente quedaban en
su mente sin que pudiera contener la emoción de un nuevo encuentro. Estaba
terriblemente desilusionado de su propia vida de litigante y quería remediar el
curso de esos desafueros de abogacía conquistando a la hermosa Ana Ruiz.
Pasadas otras largas y duras semanas en que su recuerdo rondaba por su
mente, unos vecinos de Ana, conocidos del licenciado, le comunicaron que
ella se preparaba para hacer un inesperado viaje, que había puesto en venta la
casa y que ya tenía a algunos terratenientes interesados en la compra de la
propiedad.
A visor descubrió que Ana Ruiz en definitiva no era para él.
Luego al transcurso del mes siguiente, Ana había reunido suficiente dinero
con la venta de la casa para comenzar una nueva vida en otra ciudad.
Y el licenciado Vicente Duque que se inquietaba por el desenlace de su
vida solitaria, ya no le quedaba más remedio y consuelo que resignarse a
saberla partiendo a otro lugar y perderla definitivamente. Era entonces para él
la enfermedad de la ausencia, no volver a verla, y esto le causaba un agudo
pánico de abandono. No había solución al sentimiento de ruindad y melancolía
en el que Ana lo había sumido. Asaltado por vacíos pensamientos de tristeza
incierta que pasaban veloces por su cabeza, se encaminaba nuevamente a
asomarse por esa casa, a lo largo de la calle, a ver si la veía a ella extendiendo
la mirada por el cristal de una ventana.
La pálida belleza de aquella mujer era cada vez más distante y su destino
más extraño, pensaba él que aquel capricho, tal vez amor, era solamente una
loca fijación de su afán de satisfacción personal, que le brindaba un
confortable consuelo.
Ella no se animaba a moverse de su aposento, parecía suspendida en un
encierro permanente, en cuarentena quizá, como paralizada y queriendo huir
de los fantasmas caseros que la atrapaban entre los muros de la casa. Y cuando
la noche invadía todo, ella parecía lista a estremecerse en la vigilia.
Al mirarla, desde la calle, de súbita asomada por los ventanales mientras
caía la lluvia estiada de la noche, extrañas ideas lo agolpaban. Pero tristemente
comprendió que ella podía olvidarse definitivamente de todo, de los recuerdos
sufrientes, de la ciudad, de él.
Toda la noche el licenciado Vicente Duque deambuló errante, incluso
espantando su sueño, a lo largo de la ciudad descomprimida de un modo
salvaje.
Anhelaba que la bella y misteriosa Ana Ruiz apareciera ante él, de súbito,
llamada por sus anhelantes deseos de verla,
Ana y su belleza melancólica, con sus grandes ojos negros, provocando
fugas de ensueño y pasión en sus alterados sentidos.
Nunca imaginó el pobre licenciado que se enamoraría de Ana Ruiz.

Por ese tiempo comenzaron a caer los telones de la lluvia apaciguando sus
cantarines sones contra los asfaltos reventados de la calle.
Las noches en Mérida pronto fueron cubiertas por grandes nubarrones que
oscurecían el cielo.
Las orquestas de músicos ambulantes por las calles de la ciudad, en un
segundo transitaban en su acostumbrada y veloz maratón nocturna provocando
ruidos insomnes.
Ana, desde su aposento, parecía atontada observando volar mariposas de
seda, como cuando era niña. Ya estaba cansada de la cotidiana ciudad de
Mérida y quería irse a vivir a alguna ciudad menos ruidosa y festiva, o algún
pueblo más tranquilo y resguardado en la marginalidad de las periferias.
Desde los rincones de la casa, permanecía por varios días mirando por los
ventanales la insondable realidad de la vida citadina.
Súbitamente a su mente vino el indeleble recuerdo del rostro de su padre el
encomendero como un vaho, y sintió un mareo.
Al otro día salió de la casa que entregaba a sus nuevos dueños, ya cuando la
lluvia había amainado, dispuesta al viaje que la sacaba de la ciudad de Mérida.
La recibió por última vez la monótona y agitada vida de las calles sucias de
la provincia que ahogaba la visión de sus ojos.
Un transeúnte que pasaba le preguntó si pensaba dar un paseo, y ella que no
quería hablar terminó perturbándose mientras cargaba su valija. Abandonó
presurosamente la calle, esperanzada en seguir su vida lejos de los
despropósitos impulsos de los hombres de la ciudad.
Ese día compró un tiquete para viajar en primera clase en un coche de
servicio turístico que la llevaría a la costa marítima, y desde allí se embarcó en
una flota española que transportaba tabaco y telas, rumbo a Europa.

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