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Escúchame atentamente tú, adúltero; tú mil amores; tú que vives buscando excusas para
separarte e ir libando de flor en flor; esto no es un juego. Andas buscando errores en
quien te abrió su corazón y así, con un manojo de defectos ajenos y razones casi
inventadas te haces la víctima y te lanzas a otros brazos; ¿Qué será esta vez?, ¿ingenua o
con experiencia?, ¿pelirroja o morena?.
Te olvidas muy fácilmente que Dios aborrece el divorcio, ya que Él nunca lo contempló en
su diseño de familia; solo en el Pacto Mosaico, con la ley dada a Moisés, permitió a
regañadientes el divorcio entre esposos, pero solo en caso de adulterio o fornicación de
una de las partes; solo cedió por la dureza del corazón del hombre, mostrando, de paso, la
importancia que también le da a la fidelidad. ¡Soportaos los unos a los otros!, tolerancia o,
como dicen los viejos, “con farmacia y con aguante”. No creas ahora que con jugarretas
violarás el pacto matrimonial; tú que fuiste el que la hiciste no puedes ser el promotor del
divorcio; ni siquiera a tu suegra agria y quisquillosa tomarás por chivo expiatorio. De la
misma manera que Cristo nos perdonó, así mismo pasen por alto, mutuamente, sus
debilidades, perdonándose unos a otros por gracia, como algo gratuito, no como favorcito
porque es en realidad un mandamiento.
No vengas ahora que tienes un arrocito en bajo a tirar la primera piedra y ver a tu
compromiso como un vaso desechable del que usas, abusas y desechas. Traga y no te
olvides de aquello de “en las buenas y las malas”, porque el perdón salva a la familia y la
familia es la base de la unión y el amor del Señor.