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ALEMANA
H IS T O R IA IN 3D IT A
LA REVOLUCIÓN
ALEMANA
Sebastian Hafiner
IN3DITAEDIT0RES
Título original: Die Deutsche Revolution
© 1979-2002 by Kindler Verlag GmbH, Berlín
Publicado con autorización de Rowohlt Verlag GmbH,
Reinbek bei Hamburg
ISBN: 84-96364-17-8
Impreso en España
A & M Gräfic, S. L.
Polígon Industrial «La Florida»
08130 Santa Perpétua de Mogoda (Barcelona)
P r ó l o g o ................................................................................................. 11
S. H.
Berlín, enero de 1979
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E L IM P E R IO A LEM Á N
Y LA S O C IA L D E M O C R A C IA
del Partido Socialdem ócrata. Los cu aren ta y ocho años del Im pe
rio com prenden tres períodos claram en te definidos: los veinte
años de B ism arck hasta 1890; el período guillerm ino de 1890 a
1914 y los cuatro años de guerra de 1 9 1 4 a 1918. Éstas son exac
tam ente las etapas en las que se divide la historia del Partido So
cialdem ócrata. D urante la época de B ism arck fue, com o m ínim o
ante sus propios ojos, el partido de la revolución roja. E ntre 1890
y 1914 su afán revolucionario sólo era ya de palabra; secretam ente
había em pezado a sentirse com o u n com ponente de la Alemania
guillerm ina. A p artir de 1914, este cam bio ya se hizo m anifiesto.
A la pregunta de qué es lo que había suscitado esta transfor
m ación, se debe citar, en p rim er lugar, el fin de la persecución.
D urante sus últim as sem anas en el poder, B ism arck quiso endu
recer aún m ás las leyes antisocialistas, h asta casi llegar a provo
car una guerra civil abierta. G uillerm o II abandonó el proyecto.
Los líderes socialdem ócratas, que habían sido proscritos y perse
guidos durante doce años, pudieron llevar a p a rtir de entonces la
sosegada, cóm oda e interesante vida de los honorables parlam en
tarios. D eberían h ab er tenido u n a capacidad sobrehum ana p ara
no experim entar alivio y u n a cierta gratitud.
Pero esto no fue todo. La atm ósfera que se respiraba en po
lítica interior en la Alem ania guillerm ina era distinta a la que se
resp irab a d u ran te la época de B ism arck: m ás d istendida, m ás
relajada, m enos severa y rígida. La Alem ania del cam bio de siglo
era un país m ás feliz que el de los años ochenta. E n la Alem ania
de Bism arck el am biente era opresivo. Guillermo II hab ía abier
to de golpe las ventanas y había dejado que entrara el aire; la gran
y satisfactoria popularidad de la que gozó du ran te sus prim eros
años no venía dada p o r casualidad. Sin em bargo, la agradable
distensión interior se consigLiió gracias al desvío de las energías
estancadas y de la presión interna hacia el exterior, por decirlo de
alguna m anera, a costa del m undo exterior, que a la larga no lo
toleró. Al final, el precio que hubo que pagar p o r todo ello fue la
guerra.
Sin em bargo, hacia 1900, esto era lo m enos perceptible. Lo
que en cam bio n o taro n especialm ente los socialdem ócratas fue
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san los alemanes». La socialdem ocracia alem ana había hecho las
paces con el Reich. A p a rtir de entonces se com portó com o u n
partido del Estado, sin serlo realm ente.
Al ala izquierda del partido, que se aferraba a los antiguos
objetivos revolucionarios, le estrem eció esta «traición» y no se
resignó a la nueva paz con el Imperio: du ran te el transcurso de la
guerra se escindió del p artid o ; tam b ién u n a p arte del «Centro
marxista» y de los antiguos revisionistas la siguieron, y a p artir de
1917 hubo dos partidos socialdem ócratas, el SPD y el USPD, los
«Socialistas M ayoritarios» y los «Independientes», los unos a fa
vor de la guerra y leales al Estado, los otros pacifistas y —com o
m ínim o en p arte— revolucionarios. Sin em bargo, la decisión del
4 de agosto de 1914 no suponía ninguna «traición»; ni tan siquiera
es necesario invocar la atm ósfera del m om ento, el sentim iento
patriótico, el pánico o el entusiasm o, respondía a la evolución que
el partido había experim entado en el cuarto de siglo precedente.
El partido tenía la acertada sensación de que la guerra era el p re
cio que se tenía que p ag ar p o r un cuarto de siglo de política ex
terior im perialista y expansionista, y de que de los frutos de esta
política exterior tam bién hab ían gozado los trabajadores y la so
cialdem ocracia alem anes. E n definitiva, se tratab a de asu m ir las
consecuencias de la com plicidad. Pero, sobre todo, si el objetivo
del partido consistía en asum ir un m ayor papel en el gobierno del
Estado con el Parlam ento y a través de él, entonces la guerra re
presentaba su oportunidad. Ahora, po r p rim era vez, se le necesi
taba. El partido, que gozaba de la confianza de las m asas, ya no
podía ser ignorado en u n a guerra de m asas. Con el «sí» a la gue
rra, el SPD creyó trasp asar el um bral del poder.
Por u n a parte se equivocaba, pero por otra volvía a estar real
m ente en lo cierto. El R eichstag, la m ayoría p arlam en taria y la
socialdem ocracia no consiguieron jam ás alcanzar el poder, inclu
so en las ú ltim as sem anas de la guerra, porque sus verdaderos
d eten tad o res eran los m ilitares. Pero, igualm ente, el fu n cio n a
m iento de las instituciones com enzó a cam biar, y el Reichstag y
el SPD se con v irtiero n en los vencedores en la nueva realid ad
constitucional. Los grandes perdedores fueron el káiser y los prín-
EL IMPERIO ALEMÁN Y LA SOCIALDEMOCRACIA 21
E L 29 D E S E P T IE M B R E D E 1918
OCTUBRE
D urante las prim eras sem anas de octubre, el canciller del Reich se
había opuesto rotundam ente a la petición de arm isticio y Luden
dorff había insistido im periosam ente en ella. Pero ah o ra que se
había hecho pública, el gobierno del Reich ya no veía n inguna
posibilidad de d ar m archa atrás, m ientras que Ludendorff se des
decía cada día m ás de su posición inicial. De pronto estaba a favor
de abortar el intercam bio de notas y proseguir la lucha a pesar de
que la situación de Alemania era cada día m ás desesperada.
Sin em bargo, la gran ru p tu ra del Frente O ccidental p o r par
te de la E ntente que tan to había tem ido Ludendorff d u ran te los
últim os días de septiem bre no se produjo. El Frente Occidental se
tam baleaba y retrocedía, pero no se vino abajo ni en octubre ni
en noviembre; el día del arm isticio, en el oeste aún se m antenía
u n frente alem án continuo, aunque en retirada total y sin esperan
zas de resistir. Pero los últim os aliados de Alemania, Austria-Hun-
gría y Turquía, se d esm o ro n aro n d u ran te el m es de octubre, y
desde los Balcanes e Italia los ejércitos de la Entente se aproxim a-
OCTUBRE 47
había sido el propio Alto M ando del Ejército quien h abía dado la
guerra por perdida. Pero precisam ente de este m odo el gobierno
parlam entario se entregaba al Alto Mando: siendo él mism o el que
insistía en h ab er izado volu n tariam en te la b an d era blanca, los
m andos m ilitares po d ían perm itirse el lujo de p ro testar co n tra
una rendición tan cobarde y vergonzosa, y así difundir a posteriori
la acusación de la «puñalada p o r la espalda»; y tan to m enos se
arriesgaba, cu an to m ás evidente se h acía que no h ab ía vuelta
atrás. Desde m ediados de octubre, L udendorff se en co n trab a
nuevam ente en posición de ju g a r el papel heroico del soldado
invicto y d ispuesto a lu c h a r que se opone valientem ente a u n
gobierno de dem ócratas blandengues ávido de paz y dispuesto a
capitular.
Ludendorff aún adm itió la prim era nota de Wilson. Tras la segun
da ya m ostraba m olesto su desaprobación y declinó toda respon
sabilidad ante u n a respuesta aprobatoria. Tras la tercera, el 24 de
octubre publicó p o r su cuenta, sin esperar la reacción del gobier
no del Reich, u n a orden del día en la que afirm aba que la nota era
inadm isible y «sólo puede significar p ara nosotros, los soldados,
la exigencia de p ro seg u ir con la resistencia con todas n u estras
fuerzas».
Sin em bargo, L udendorff h ab ía jugado dem asiado fuerte.
Y sucedió lo inesperado: el canciller im perial, el príncipe Max de
Baden, u n h o m b re distinguido, de carácter m ás bien débil y, a
decir verdad, de n atu raleza poco belicosa, se defendió. Puso al
káiser ante el dilema: «o Ludendorff o yo». Y esta vez quien tuvo
que m archarse fue Ludendorff.
El 17 de octubre, en u n a sesión del consejo de m inistros en
la que p articipaba Ludendorff, el príncipe Max m anifestó «haber
perdido la confianza en la persona de Ludendorff». Según dijo:
«Hoy el general Ludendorff no ha dicho ni u n a sola p alabra acer
ca de la propuesta de arm isticio y sus catastróficas consecuencias
p ara el m undo y p ara Alemania; po r el contrario, responsabiliza
de alentar al enem igo y de provocar el decaim iento de los ánim os
.
OCTUBRE 49
chado, pero que en ese m om ento form aba parte de una realidad
psicológica poderosísim a. Este concepto constituía el pensar, el
sentir y el actuar de la clase dirigente alem ana, que se autodefinía
a través suyo y m ediante el cual se desm arcaba de las m asas im po
sibles de satisfacer. Este concepto del honor dividió en dos m undos
irreconciliables a la clase alta de la baja. Lo curioso del caso es que
Ludendorff hubiese olvidado por com pleto este concepto el 29 de
septiem bre y que ahora, sin embargo, se acordase de él.
M uchos no lo h abían olvidado, ni entonces ni antes. Recor
dem os por ejemplo la reacción de sus propios oficiales del E sta
do M ayor ante su decisión de capitular: «se p o d ían o ír tenues
lam entos y sollozos, a m uchos, la m ayoría, las lágrim as les ro d a
ban por las mejillas involuntariam ente». Se sentían deshonrados.
Las m asas que se habían quedado en casa y tam bién las m asas de
soldados rasos y m arineros se sentían aliviadas ante la perspec
tiva de la paz y de sobrevivir a la guerra, aunque ésta se hubiera
perdido, a pesar de la rendición, m ejor eso que entregarlo todo
«hasta el final»; los. oficiales, no. P ara ellos la rendición era una
deshonra: antes la m u erte que la deshonra. Y las tropas, claro
estaba, debían m orir si era necesario.
Las tropas, sin embargo, ya no querían seguir m uriendo; aho
ra ya no, una vez la guerra se había dado p o r perdida, y aún m enos
en nom bre de un honor que pertenecía a una clase de la que ellos no
form aban parte y no significaba nada para ellos. Esto, y no «la cues
tión del káiser», fue lo que realm ente hizo estallar la revolución.
Cuando los oficiales de m arina quisieron llevar a cabo «una
resistencia hasta la muerte», los m arineros se am otinaron y arras
traron con ellos al Ejército del interior y a las clases trabajadoras.
Lo que aquí se ponía de m anifiesto era u n deseo de vivir funda
mental, y se m anifestaba contra u n concepto exagerado del honor
que exigía u n a inm olación heroica. Tres días después del cese de
Ludendorff, dos días después de la recepción de la últim a carta
de Wilson, m ientras el gobierno en Berlín se ocupaba de librarse
del káiser y de salvar a la m onarquía y m ientras la delegación que
se preparaba para ir a firm ar el arm isticio se disponía p ara la par
tida, la tierra em pezó a tem blar en Alemania.
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LA R E V O L U C IÓ N
Son precisam ente los señores vencidos entonces los que m ás tar
de escribirían la historia de la Revolución alem ana de noviembre,
y p o r ello no es sorprendente que en los libros de historia se en
cuentren pocas palabras am ables p ara con los acontecim ientos
que tuvieron lugar durante la sem ana del 4 al 10 de noviem bre de
1918. Ni siquiera le concedieron el honroso nom bre de «Revolu
ción»; sólo se quiso ver desorden, derrum bam iento, am otinam ien
to, traición, arb itraried ad de la plebe y caos. Pero lo que ocurrió
esa sem an a fue, en realidad, u n a au tén tica revolución. Lo que
sucedió el 30 de octubre en W ilhelmshaven había sido tan sólo un
m otín, una insubordinación frente a la autoridad, sin ningún tipo
de plan o de pretensión real de derrocarla. Los hechos de Kiel del
4 de noviem bre fueron m ás allá, se trató de u n levantam iento en
el que los m arineros d errib aro n a la autoridad, aunque sin tener
la m enor idea de qué p o n d rían en su lugar. Pero lo que se desa
rrolló entre el 4 y el 10 de noviem bre en la Alem ania al oeste del
Elba sí fue u n a au tén tica revolución, el derrocam iento de la an
tigua autoridad y su sustitución po r u n a nueva.
D urante el transcurso de esa sem ana, la Alem ania occiden
tal pasó de u n a dictadura m ilitar a una república de los consejos.
Las m asas que se levantaron no desencadenaron el caos, sino que
establecieron p o r doquier los elem entos toscos y rudim entarios,
aunque claram ente reconocibles, de un nuevo orden. Lo que se
elim inó fu ero n las co m an d an cias m ilitares, la ad m in istració n
suprem a militar, que durante toda la guerra habían gobernado las
ciudades y los distritos alem anes bajo la ley m arcial. E n su lugar
se estableció la nueva autoridad revolucionaria de los consejos de
trabajadores y soldados. Las instituciones adm inistrativas civiles
m antuvieron su actividad y siguieron funcionando bajo la super
visión y el m ando de los consejos, tal y como habían hecho d u ran
te la guerra con los m ilitares. La revolución no se entrom etió en
cuestiones de propiedad privada. E n las fábricas todo siguió fu n
cionando com o antaño. Tam bién fueron apartados de sus cargos
los príncipes en cuyo n om bre gobernaban las instituciones m ili
tares. En el seno del ejército la au toridad fue reem plazada p o r la
de los consejos de soldados. La revolución no fue ni socialista ni
LA REVOLUCIÓN 65
com unista. E ra —de form a natural y sin form ularse explícitam en
te— republicana y pacifista; y sabido por todos y ante todo, era
u n a revolución antim ilitarista. M ediante la im plantación de los
consejos de trabajadores y soldados abolía y sustituía la potestad
disciplinaria del cuerpo de oficiales en el ejército y en la m arina
y el poder ejecutivo dictatorial en las instituciones m ilitares, vi
gente en el país desde 1914.
Las m asas que habían establecido los nuevos órganos de di
rección y de gobierno form ados p o r los consejos de trabajadores
y soldados no eran ni espartaquistas ni bolcheviques, eran social-
dem ócratas. Los esp artaq u istas, los p recu rso res del p o sterio r
Partido Com unista, no ap ortaron ningún dirigente a la cabeza de
la revolución, ni siquiera u n «cabecilla de segunda fila». A la
m ayoría de ellos, la revolución los sacó de las cárceles. Rosa
Luxem burg, p o r ejem plo, vivió to d a esa sem ana, tem blando de
im paciencia, en la prisión m unicipal de B reslau y fue liberada el
9 de noviembre tras largos años de prisión; y Karl Liebknecht, que
había salido del presidio el 23 de octubre, se quedó en Berlín y
desde allí se enteró, únicam ente a través de los periódicos, de lo
que se desarrollaba en el Reich du ran te la sem ana de la revolu
ción.
El ejem plo ruso quizá jugó indirectam ente u n papel crucial,
pero no hubo n ingún enviado ruso controlando el curso de los
acontecim ientos. E sta revolución no tuvo, excepto en M unich, ni
dirigentes ni organización alguna, ni estado m ayor ni plan de
operaciones. Se llevó a cabo gracias al m ovim iento espontáneo
de las m asas, de los trab ajad o res y de los soldados. Ahí residía
su debilidad —que enseguida se m anifestaría—, pero tam bién ahí
residía su gloria.
Pero esta sem ana revolucionaria tuvo tam bién sus m om en
tos de gloria, se opine lo que se opine sobre los objetivos de los
insurgentes. Q uedaron de m anifiesto notables cualidades: valen
tía, capacidad de decisión, esp íritu de sacrificio, u n an im id ad ,
empuje, entusiasm o, iniciativa, inspiración y confianza en el des
tino. Los ingredientes de la gloria revolucionaria. Y todo ello con
m asas sin liderazgo, ¡y p ara colmo, m asas alem anas! Siem pre se
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do. De pronto, una vez hubo dicho eso, le asaltó una contrariedad,
y con un ademán de emoción dirigido hacia Weber, Quidde y los
demás profesores que se encontraban junto a él en el estrado, pro
siguió: «Aquí, los señores profesores saben francés, nos ayudarán
a que lo expliquemos bien, tal y como queremos». Tales momen
tos son maravillosos, y cómo los necesitábamos precisamente aho
ra en Alemania... No se puede por menos que admitir que los tiem
pos tienen toda la razón cuando buscan dar tan grandes pasos.
Que el m ovim iento diera m archa atrás. Esto era lo único que
preocupaba duran te la sem ana de la revolución a los tres centros
de poder que en ese m om ento todavía poseía el Reich y que sen
tían cómo se tam baleaba el suelo bajo sus pies: al káiser y al Alto
M ando del Ejército dirigido p o r H indenburg y G roener en Spa,
Bélgica; al gobierno del Reich del príncipe Max de Baden en Ber
lín; y, tam bién en Berlín, a la dirección del Partido Socialdemó-
crata bajo el m ando de Ebert, que deseaba y apoyaba a este go
bierno, pero que sentía cóm o se aproxim aba la necesidad de salir
de un segundo plano y de ser él m ism o quien salvara al gobierno.
Los tres coincidían en que la revolución debía ser «sofocada» o
que «diera m archa atrás». Día tras día, esta cuestión se fue con
virtiendo en su m áxim a preocupación.
Tam bién coincidían en que lo prim ero que debían resolver
era el arm isticio: C uanto m ás durase la guerra, m ás se extende
ría la revolución.
El miércoles 6 de noviembre por la m añana se recibió con un
profundo alivio, tan to en Spa com o en Berlín, el com unicado del
presidente Wilson inform ando que el com andante en jefe de las
fuerzas de la Entente, el general Foch, estaba dispuesto a recibir
en su Cuartel General de Compiégne a u n a delegación alem ana
p ara el arm isticio. El m ism o día, el secretario de Estado Erzber-
ger se dirigió, m uy a pesar suyo, hacia Compiégne pasando por
Spa. (H asta el últim o m om ento, el gobierno se aferró a la ficción
de que la petición de arm isticio había salido de ellos y no del Alto
M ando del Ejército; de ahí que pusieran a la cabeza de la delega
ción a un civil, cosa m uy poco com ún en estos casos, y no a un
general.) El viernes 8 de noviem bre a las diez de la m añana, Erz-
berger se presentó, ju n to a la com itiva m ilitar que se les había
unido en Spa, ante Foch en Compiégne, quien le recibió con las
siguientes palabras: «¿Pero qué les ha traído h asta aquí, señores?
¿Qué puedo hacer p o r ustedes?» y a la respuesta de que deseaban
recoger sus propuestas p ara llegar a un arm isticio, replicó seca
mente: «No tengo ninguna propuesta que hacerles». Y realm en
te, no tenía ninguna «propuesta». Lo que puso sobre la m esa fue
una lista de condiciones elaboradas po r los gobiernos aliados a lo
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largo de los diez días con un u ltim átu m p ara que fueran acepta
das en u n m áxim o de setenta y dos horas. Ya entonces estaba cla
ro que el u ltim átum sería aceptado.
¿Pero qué sucedería tras el arm isticio? Aquí se separaban los ca
m inos de los dirigentes am enazados en Berlín y en Spa. Todos
—el káiser, el jefe del Alto M ando Militar, el canciller y la cúpula
del SPD— coincidían en que el paso siguiente consistía en dete
n er la revolución y salvar lo que aún quedase del Estado en ese
m om ento. También todos coincidían en que el factor determ inan
te se en co n trab a en el Ejército del Oeste, único in stru m en to de
poder que todavía seguía obedeciendo, que aún no se h abía vis
to contam inado p o r la revolución y que gracias al arm isticio que
daba libre p ara poder disponer de él en el interior; pero divergían
las opiniones sobre a favor de quién o de qué se m ovilizaría el
Ejército del Oeste.
El káiser estaba convencido de que el Ejército del Oeste se
en fren taría al «enem igo interior» tal com o h ab ía hecho con el
enem igo exterior. E staba decidido a ord en ar que el ejército diera
m edia vuelta tras el arm isticio y m archase co n tra la p atria revo
lucionaria.
Groener, el sucesor de Ludendorff en el E stado M ayor Gene
ral, y el canciller im perial, el príncipe Max, no pensaban lo m is
mo. Ambos co m p artían la opinión tácita de que la p erso n a del
káiser se hab ía convertido en u n obstáculo que debía ser ap arta
do si se quería que el Ejército continuase obedeciendo a sus ofi
ciales y actuase co ntra la revolución. El príncipe Max veía que la
solución p asab a p o r la abdicación del propio káiser, seguida de
u n a regencia; el general G roener creía que h abía llegado el m o
m ento de que el káiser buscase m o rir en p rim era línea. Sin em
bargo, n inguno de los dos osaba co m p artir su opinión ab ierta
m ente con el m o n arca. H ab laro n de ello con sus colegas de
gabinete y con o tro s generales, pero no con el káiser. Algunos
de los colegas de gabinete o del resto de generales asintieron ape
sadum brados, otros rech azaro n la idea, horrorizados. Pero tam -
LA REVOLUCIÓN 71
poco éstos quisieron hab lar con el em perador. Así tran scu rriero n
los días, sin que nada sucediese.
Fue la dirección del SPD, en p articu la r el p resid en te Frie
drich Ebert, que cada día que pasaba ocupaba u n papel m ás re
levante, la que forzó los acontecim ientos. No era hostil al gobier
no, a quien m ás bien había ayudado a sobrevivir y al que había
ofrecido su apoyo desde el prim er m om ento de su existencia; tam
poco se oponía férream en te a la m o narquía; no se o p o n ía p o r
principio al orden estatal establecido; se sentía, al igual que su
partido, com o una fuerza viva del Estado, com o su últim a reser
va. P ara él, al igual que p ara G roener y el príncipe Max, se tra ta
ba de salvar el E stado y de controlar la revolución. Pero se había
percatado, m ejor que ellos, de la fuerza que hab ía adquirido la
revolución y de que no podía perderse ni u n día m ás si lo que se
pretendía era frenarla. Pero tam bién le rondaba p o r la cabeza otra
preocupación: si p ara los otros se tratab a ú n icam ente de cóm o
m antener el control sobre el Ejército del Oeste, p ara E bert tam
bién se trataba de cómo m antener el control sobre el SPD. Día tras
día veía cóm o sus m ilitantes y sus cuadros provinciales abrazaban
la revolución.
El m iércoles 6 de noviem bre E bert apareció con sus colegas
de la dirección del SPD en la cancillería del Reich, donde tam bién
se hallaba el general Groener, y exigió a m odo de ultim átu m la
abdicación del káiser. E ra necesario si «se quería evitar que las
m asas pasasen al bando revolucionario». E ra «la ú ltim a opo rtu
nidad p ara salvar a la m onarquía».
G roener se negó indignado —la p ro p u esta estab a fuera de
toda discusión—, a lo que E bert replicó con dram atism o: «Enton
ces, que los acontecim ientos sigan su curso. Aquí se separan nues
tros cam inos. Q uién sabe si algún día volverem os a en co n trar
nos».
Pero m ientras G roener seguía negándose a escuchar, el can
ciller ya estaba plenam ente convencido y convocó a E b ert a una
reunión en la Cancillería p ara el día siguiente, el jueves 7 de n o
viem bre. E sta ch arla tuvo lugar en el ja rd ín de la C ancillería,
donde am bos hom bres iban y venían entre la hojarasca m archi-
L
72 LA REVOLUCIÓN ALEMANA
i
LA REVOLUCIÓN 73
E L 9 D E N O V IE M B R E
eso? El diputado del SPD Otto Wels decidió meterse en la boca del
lobo; era un hom bre fornido y robusto de sencillos modales. Viajó
en el cam ión con los soldados, un solo civil entre todos los solda
dos arm ados y m udos. No sabía lo que le esperaba.
E n el patio del cuartel Alexander estaban form adas las tro
pas tras sus oficiales. Wels desconocía su estado aním ico. E m pe
zó a hab lar subido en u n cam ión militar. Inició su discurso con
prudencia, evitando h acer un llam am iento a la sedición. H abló
con tristeza y sinceridad sobre la guerra perdida, de las fuertes
condiciones de Wilson, de la insensatez del káiser, de la esperan
za de paz. M ientras h ab lab a pudo n o ta r poco a poco cóm o las
tropas iban asintiendo y cóm o crecía la inseguridad entre los ofi
ciales. P au latin am en te siguió adelan te con tien to y fue siendo
cada vez m ás claro, hasta que dijo: «¡Vuestra obligación es evitar
la guerra civil! Os llam o a ello: ¡Un h u rra por el E stado popular
libre!», y de pro n to todo el m undo aplaudió. H abía ganado. Las
tropas se abalanzaron sobre él y rodearon el vehículo sobre el que
estaba de pie y m uy erguido, un objetivo fácil p ara cualq u iera
que quisiera disparar. Pero n ingún oficial disparó. Con sesenta
hom bres que debían proteger el Vorwärts, Wels regresó triu n fan
te y continuó su ru ta hacia otros cuarteles de la guarnición ber
linesa. Ahora sabía de qué se tratab a y cómo debía m anejar a los
soldados. Los Cazadores de N aum burg le habían ayudado a tom ar
la decisión crucial.
E ran las nueve de la m añana. Berlín todavía estaba en calma,
los trabajadores aún estaban en las fábricas. La revolución aún no
había em pezado en la capital pero su destino ya estaba m arcado.
Las fuerzas arm adas en B erlín estaban ahora en m anos del SPD.
E n ese m om ento, eso significaba el final del Reich. Y con los
próxim os días significaría tam bién el fin de la revolución.
E n el m ism o m om ento en el que Wels llegaba de nuevo con
su escolta m ilitar al Vorwärts, H indenburg y G roener en el Cuar
tel General de Spa se dirigían al káiser p ara com unicarle que el
Ejército ya no le prestaba su apoyo. La víspera, aproxim adam ente
a la m ism a hora en la que el m inistro del Interior prusiano había
dicho inocentem ente: «Todo dependerá de si las tropas resisten o
EL 9 DE NOVIEMBRE 77
E bert
El canciller del Reich
Llam am iento del canciller del Reich Friedrich E bert p ara apoyar la políti
ca del nuevo gobierno en m ateria de abastecim ientos a la población.
6
LA H O R A D E E B E R T
E L 10 D E N O V I E M B R E : LA BA TA LLA D E L
M A R N E D E LA R E V O L U C IÓ N
E N T R E R E V O L U C IÓ N
Y C O N T R A R R E V O L U C IÓ N
bros y p artid ario s de las viejas clases altas que reaccio n aro n de
igual form a— eran revolucionarios, traidores: los «crim inales de
noviembre»; de hecho la revolución los había llevado al poder como
«Comisarios del Pueblo». Desde entonces representaron a la revo
lución a ojos de revolucionarios y contrarrevolucionarios, tanto si
la querían com o si no. Desde el prim er m om ento de su gobierno se
encontraron entre revolución y contrarrevolución.
Su tragedia —o tragicom edia— residió en que no se p erca
taron de ello. No vieron o no quisieron ver que desde el 9 de no
viem bre tenían millones de enem igos —enem igos m ortales— en
las derechas; y sólo veían a sus enem igos íntim os en las izquier
das. Por ejemplo, Scheidem ann declaraba aún el 28 de diciem bre
en un crucial consejo de m inistros: «Claro está que hay u n a do
cena de oficiales capaces de llevar a cabo u n a alocada jugarreta.
Pero es del otro lado, donde se encuentran aquellos que ponen en
peligro la revolución. De ellos es de quien debem os protegernos».
Y el tercer «Comisario del Pueblo» del SPD, el doctor Otto Land
sberg, dijo en la m ism a ocasión: «Siempre se habla dem asiado de
la contrarrevolución que nos am enaza. Pero esta revolución se
diferencia de todas las revoluciones anteriores esencialm ente en
que todos los organism os de poder de la clase derrocada han sido
tocados y hundidos tan com pletam ente que el peligro de la con
trarrevolución sólo p o d ría agudizarse si la gente de izquierdas
consiguiese con éxito llevar a las m asas a la desesperación». Para
acabar, H erm ann Müller, que más tarde sería canciller con el SPD,
diría: «Sinceramente, desde el 9 de noviem bre no he tem ido ni un
sólo día a la contrarrevolución».
Realm ente, E bert y sus amigos políticos seguían creyéndose
aún en el m es de octubre, en la época en la que el Reich, que se
tam baleaba y hundía, había descargado en ellos la responsabili
dad de la derrota, acogiéndolos, a ellos, a los «sin patria», cortés-
m ente. H abían dado sinceram ente lo m ejor de sí m ism os p ara
apoyar al Reich en este m om ento difícil, pero no habían consegui
do salvar a la m onarquía; ahora seguían intentando salvar todo lo
dem ás. La revolución era p a ra ellos u n m alentendido o u n de
sagradable alboroto que seguían intentando desarticular.
116 LA REVOLUCIÓN ALEMANA
Allí tropezamos con una serie de dificultades. Sólo puedo decir que
los Independientes que formaban parte del gobierno, los llamados
«Comisarios del Pueblo», y creo que también los consejos de sol
dados —aunque así de memoria no puedo acordarme de todos los
detalles— exigieron que las tropas entraran desarmadas. Natural
mente, nosotros nos opusimos a ello inmediatamente y el señor
Ebert, claro está, estuvo de acuerdo en que las tropas entraran en
Berlín con armas.
Para llevar a cabo esta ocupación, que simultáneamente debía
servir para establecer de nuevo un gobierno firme en Berlín —de
claro bajo juramento como ustedes me han solicitado y por ello
debo decir lo que, por motivos justificados nunca he dicho anterior
mente—, elaboramos un programa militar para varios días. Este
programa detallaba día a día las misiones que debían llevarse a
cabo: el desarme de Berlín, la purga de espartaquistas en la ciu
dad, etc.»
Todo esto fue discutido con Ebert a través del oficial que en
vié a Berlín. Le estoy especialmente agradecido al señor Ebert por
su amor absoluto a la patria y por su entrega total en este asunto
y por eso le he defendido siempre dondequiera que haya sido ata
cado. Este «programa» se decidió de mutuo acuerdo y con la ple
na conformidad del señor Ebert.
m ayor llam ado Spiro. Term inó su discurso diciendo: «De este
m odo doy la bienvenida a la R epública Alem ana y al gran Fritz
Ebert, a quien ah o ra proclam o presidente de Alemania, apoyado
p o r el p o d er que nos o to rg an las arm as y con la conciencia de
hablar en nom bre de toda la nación».
E b ert no dijo ni sí ni no. P rim ero ten ía que h ab lar con sus
colegas del gobierno. Dos m eses m ás tarde, el 11 de febrero de
1919, ya no h a b ría n a d a de que d is c u tir cu an d o la A sam blea
N acional de W eim ar le invistió com o presidente del Reich. Por
lo visto aú n era dem asiado p ro n to p ara eso; el proyecto fracasó
po r com pleto. N unca se h a aclarado si E b ert ya sabía de an te
m ano de qué iba todo aquello. Al fin y al cabo, tam poco se ha
responsabilizado p o r el m om ento a nadie del intento de golpe de
Estado. Los soldados regresaron a los cuarteles, los co n sp irad o
res p e rm a n e c ie ro n en la o scu rid ad y el consejo ejecutivo fue
puesto en libertad. Todo volvía a en co n trarse com o si n ad a h u
biese p asad o . Ú nicam en te los m u e rto s de la C hau sseestrasse
siguieron m uertos.
C uatro días después, el 10 de diciem bre, en tra b an en Ber
lín, según lo program ado, las divisiones com batientes que regre
sa b a n a casa, sin desfilar, au n q u e en o rden, con el equipo de
cam p añ a y sus arm as. E b ert —que no h ab ía aparecido ante las
m asas trab ajad o ras el 9 de noviem bre— les dio la bienvenida en
la P u erta de B ran d en b u rg o con u n discurso exaltado: «¡No h a
béis sido vencidos p o r enem igo alguno! ¡Ahora la u n id ad de Ale
m an ia está en vuestras m anos!». Pero no sucedió nada. El plan
de restau rar el orden y u n gobierno «firme» en Berlín no se cu m
plió y duran te años nadie supo ni tan siquiera que había existido
tal plan.
Lo que sucedió fue sencillam ente lo siguiente: las tropas, in
m ediatam ente después del discurso de bienvenida de Ebert, em pe
zaron a disolverse espontáneam ente, indisciplinadam ente, de for
m a incontenible. Lo que ni G roener ni E b ert h ab ían tenido en
cuenta era el estado de ánim o de las tropas: la guerra había acaba
do, todo el m undo se alegraba de haber sobrevivido a ella, todos
querían irse a casa y las navidades estaban a la vuelta de la esqui-
ENTRE REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN 125
LA C R I S I S D E N A V ID A D
I
Friedrich Eberl da la bienvenida en la Pariser Platz, junto al general Lequis y
al alcalde de Berlín, Wermuth, a los soldados que vuelven del frente. Estos
mismos soldados debían movilizarse luego contra la revolución, tal como
preveía el pacto entre Ebert y Groener... (F oto: B ild a r c h iv P re u ssisc h e r
K u ltu rb e sitz.)
... pero el plan quedó en nada. Tras el discurso de bienvenida del canciller, las
tropas iniciaron inmediatamente su disolución. (Foto: B ild a rch iv P reussischer
K u ltu rb e sitz.)
V
Karl Liebknecht. El líder de la Liga Espartaquista ine
una figura simbólica durante los días de la revolución,
pero no gozó de ningún poder político.
(Foto: U llstein B ild erd ien st.)
I'
Soldados per
D oble p á g in a sig u ien te:
tenecientes a las unidades golpistas en
la Potsdamer Platz con cruces ga
ruadas pintadas en sus cascos de
acero. (Foto: U llstein B ild erd ien st.)
—- | AM I
JO S T Y S !D i T O R E l
Tras los combates callejeros: líneas eléctricas del tranvía destrozadas en la
Alcxanderplatz. (Foto: U llstein B ild erd ien st.)
LA CRISIS DE NAVIDAD 129
gieron sus pagas pero tam b ién le cogieron a él. E n tretan to , los
com isarios del pueblo seguían presos en la Cancillería. E ran las
cinco de la tarde, em pezaba a caer la noche de ese día de d i
ciem bre.
H abía algo que los m arineros no sabían cuando ocuparon la
central telefónica de la Cancillería y co rtaro n la com unicación:
existía u n a línea d irecta en tre el despacho de E b ert y el Alto
M ando M ilitar (que ahora se encontraba en Kassel) que no pasaba
p o r la central. A través de esta línea directa, E b ert p udo p ed ir
socorro. Al o tro lado del ap a ra to h ab lab a u n h om bre que m ás
adelante d esem p eñ aría u n papel esencial, el m ayor K urt von
Schleicher. Ese día hizo su p rim era en trada en la H istoria. «Or
denaré inm ediatam ente —dijo— que las tropas de los alrededores
de Berlín leales al gobierno se pongan en m arch a p ara que lo li
beren.» «Tal vez —añadió esperanzado— tras tan tas o p o rtu n id a
des m algastadas, tengam os ah o ra ocasión de acab ar de u n a vez
con los radicales.»
Al m ism o tiem po, m ientras los m arineros volvían a las caba
llerizas con su paga conseguida a la fuerza y con su prisionero
Wels, las tropas de P otsdam y B abelsberg se pusieron en m archa
hacia Berlín p o r orden telefónica del jefe del Alto M ando Militar.
E ran los últim os restos disponibles de las diez divisiones que ya
habían tenido que «im poner el orden» en Berlín entre el 10 y el
15 de diciem bre: poco m ás de ochocientos hom bres, pero con un
p a r de baterías de artillería de cam paña. Los m arineros, algo m ás
de m il hom bres, sólo tenían am etralladoras y fusiles.
El asunto se com plicaba. Debido a los inform es contradicto
rios es difícil arro jar luz sobre lo que sucedió al final de aquella
tarde del 23 de diciem bre. No está claro si el arresto dom iciliario
de los com isarios del pueblo se levantó en ese m om ento, o no; en
cualquier caso, se celebró u n a reu n ió n del consejo de m inistros
entre las cuatro y las cinco en la que E bert no inform ó a los tres
Independientes sobre la m arch a de las tropas y tras ella, hacia la
hora de la cena, los Independientes abandonaron la Cancillería sin
problem as y sin sospechar nada. E bert y sus colegas del SPD se
quedaron.
LA CRISIS DE NAVIDAD 133
Tam poco está claro cóm o se en teraro n los m arin ero s del
avance de las tropas. Pero de algún m odo debía h ab er llegado a
sus oídos que las tro p as estab an en m archa. Por la tarde, a las
ocho y m edia según los testigos, llegaron las tro p as de am bos
bandos, fuertem ente arm adas, desde direcciones opuestas y con
vergiendo hacia la Cancillería: del oeste, desde el Zoológico, las
tropas de P otsdam y Babelsberg con fusiles al hom bro y artille
ría tirad a p o r caballos; del este, desde las caballerizas, to d a la
Volksmarinedivision en orden de com bate. Los m arineros llega
ro n algo antes que los soldados. D orrenbach se presentó p o r ter
cera vez en ese día ante Ebert. Le dijo que en el Zoológico había
tro p as apostadas y le p reg u n tó qué h acían allí. S eguidam ente
aseguró a Ebert que si esas tropas no se retiraban el com bate sería
inevitable.
En ese m om ento ap areciero n tam b ién en el despacho de
Ebert los com andantes de las tropas llam adas y solicitaron perm i
so p ara ab rir fuego. Los líderes de las dos form aciones antagóni
cas estaban frente a frente en la m ism a habitación; am bos esta
ban ante Ebert, a quien consideraban —no sin desconfianza— de
su propio bando. P ara los m arineros seguía siendo «el Comisario
del Pueblo» de su revolución. P ara los oficiales era él quien los
había llam ado p ara que librasen al país de la revolución.
Uno daría lo que fuera p o r ten er u n a grabación de esta esce
na, pero desgraciadam ente no trascendió lo que se dijo durante
ese encuentro en el despacho de Ebert. Tan sólo conocem os el
resultado: am bas partes se retiraron, los soldados regresaron al
Tiergarten y los m arineros a las caballerizas. También se sabe que
E bert prom etió po n er fin a la situación al día siguiente m edian
te u n acuerdo de gabinete. E n tretan to : ¡Q uedaba p ro h ib id o el
derram am iento de sangre!
Pero tam bién se sabe que po r la noche, sobre las dos, E bert
dio la orden a las tropas acam padas en el Tiergarten de atacar por
la m añana las caballerizas y acab ar con los m arineros.
Los m otivos p ara d ar esta orden son controvertidos. E bert
afirm aba al día siguiente haber recibido u n a llam ada de las caba
llerizas en la que se le com unicaba que la vida de Otto Wels co-
134 LA REVOLUCIÓN ALEMANA
por decidir, se abrieron paso hacia allí m asas de civiles que habían
ido siguiendo el ru id o atro n a d o r de los cañones; trabajadores,
m ujeres y niños; su aparición parece que causó u n efecto desm o
ralizador en las tropas del gobierno, ya que de form a totalm ente
espontánea la gente tom ó partido po r los m arineros. El am bien
te creado por todo el gentío que allí se agrupó recordaba al del 9
de noviembre: «¡Hermanos, no disparéis!».
Sobre las diez se produjo u n alto en la lucha p ara poder apar
ta r a m ujeres y niños del lugar del com bate. A las 10.30 horas se
reanudó el com bate con m ayor violencia y ahora eran los m ari
neros quienes atacaban. A lo largo de la batalla algunos soldados
se p asaro n de bando, uniéndose a los m arin ero s y tam b ién se
in co rporaron algunos civiles arm ados. De todas form as, según
u n a noticia aparecida al día siguiente en el Vorwärts, que preci
sam ente no estaba de parte de los m arineros, a las doce «toda la
zona que rodeaba las caballerizas, incluida la K önigstrasse has
ta el ayuntam iento, estaba ocupada p o r los m arineros y sus par
tidarios arm ados con am etralladoras».
En ese m om ento la lucha se interrum pió definitivamente. Las
tropas que p o r la m añ an a h abían iniciado el com bate se vieron
obligadas a aban d o n ar el cam po de batalla y pudieron retirarse
sin problem as. Los m arineros regresaron a sus cuarteles, de don
de les habían intentado expulsar. H abían conseguido m antener en
su poder el cam po de batalla. Cada bando se llevó a sus m uertos
y heridos, cuyo núm ero sigue siendo desconocido.
alineado con los com isarios del pueblo del SPD, a partir de ese día
sólo trabajó p ara ellos [para acab ar con el Congreso de los Con
sejos del Reich y llevar a cabo la elección de u n Consejo Central
form ado únicam ente p o r m iem bros del SPD]. L entam ente se fue
apartan d o a H aase, D ittm ann y Barth.» Pero si las cosas fueron
realm ente así —algunos cronistas socialdem ócratas lo niegan—,
se podrían h ab er ahorrado el trabajo porque Haase, D ittm ann y
B arth, los com isarios del pueblo del USPD, ya salían del m edio
p o r su propio pie.
La ingenuidad de su táctic a política d u ran te la discusión
acerca de los hechos del 23 y 24 de diciem bre sólo puede explicar
se si se supone que, de form a consciente o inconsciente, no aspi
rab an a o tra cosa que a deshacerse de la responsabilidad del go
bierno, a cuya altu ra n u n ca h ab ían estado. D espués de h ab er
discutido estérilm ente d u ran te todo u n día con sus colegas del
SPD sobre lo justo o injusto de la orden de ab rir fuego del 24 de
diciembre, apelaron al Consejo Central, constituido exclusivamen
te por representantes del SPD com o árbitro; y después de que el
Consejo Central, tal y com o era de esperar, hubiese votado en su
contra, aban d o n aro n el gobierno.
Esto sucedía el 29 de diciembre. Y el 30 de diciembre, los tres
com isarios del pueblo del SPD h abían elegido a dos nuevos cole
gas de su m ism o partido, Wissell y Noske, y la «unidad socialis
ta» proclam ada siete sem anas antes fue en terrad a sin disim ulo
con gran éxito. «La desavenencia entorpecedora se h a superado
—celeb rab an en u n llam am ien to dirigido al pueblo alem án —.
¡Ahora tenem os la posibilidad de em pezar a trabajar!» La procla
m a ta m b ién m arcab a com o objetivo «Calma y seguridad». La
palabra «Revolución» ya no aparecía en ella. E iba firm ada: «El
gobierno del Reich». Se había elim inado el «Consejo de los Comi
sarios del Pueblo».
E N E R O D E C IS IV O
El giro decisivo tuvo lugar en los días que van del jueves 9 al do
m ingo 12 de enero de 1919. D urante esos días, p o r o rd en de
Ebert, la Revolución fue aplastada a tiros en la capital. Los caño
nes, que sólo se habían dejado oír el 24 de diciembre, tronaron de
form a continuada, m ientras u n a serie de unidades im provisadas
—las tropas del cuartel Maikäfer, que siem pre h abían m antenido
u n a p o stu ra m uy conservadora, el R egim iento R eichstag, u n a
nueva form ación fiel a Ebert, el R egim iento R einhard de volun
tarios de extrem a derecha constituido d u ran te las N avidades y,
finalm ente, los batallones de Potsdam bajo el m ando del m ayor
Von Stephani derrotados tan vergonzosam ente la tarde del día de
N ochebuena y que desde entonces h abían vuelto a reorganizar
se— reconquistaban uno tras otro los edificios ocupados, lib ran
do cruentas luchas callejeras, que p o r m om entos fueron casa por
casa, p ara al fin, el dom ingo, ocupar la jefatu ra de Policía.
El com bate m ás duro se libró el sábado 11 de enero p o r la
m añ an a cerca de la redacción del Vorwärts, en la Lindenstrasse:
el p rim er bom bardeo, al igual que lo sucedido en el castillo, no
tuvo el efecto esperado. El p rim er asalto fue repelido, pero le si
guió u n segundo, precedido de u n bo m b ard eo m ás intenso, y
entonces sucedió algo espantoso: el equipo del Vorwärts envió seis
parlam entarios con b an d era blanca p ara negociar u n a salida pa-
ENERO DECISIVO 149
Ayer por la tarde, hacia las tres, aquellos que defienden los
intereses de la nación pudieron alegrarse de nuevo al contemplar
una escena anhelada durante tanto tiempo. En la Potsdamer Platz
se veían tropas en dirección a la Dönhoffplatz. Tropas con oficia
les, tropas bajo el mando de sus jefes. Una enorme multitud de
gente se amontonó en la calle y les saludaba con vítores entusiás
ticos. La marcha se vio frenada en varias ocasiones. Se impartie
ron enérgicas órdenes «¡Compañía, alto! ¡Presenten, armas!» que
fueron ejecutadas con precisión. «¡Bravo!», estalló el público. Todo
el mundo miraba con admiración a esta excelente, impecable y
disciplinada tropa y a sus jefes.
Lo que el Post calló fue que esta excelsa tropa era conduci
da p o r u n único, alto y m iope civil: G ustav Noske. No hubiese
renunciad o a ello p o r n ad a del m undo. El ya citado Volkm ann
ofrece u n a in stan tán ea de la curiosa im agen: «En su rostro, de
u n a seriedad im perturbable, se dibujaba u n a voluntad de hierro.
A su lado, m edio burlón, m edio avergonzado, se encontraba u n
coronel».
ENERO DECISIVO 153
LA P E R S E C U C I Ó N Y A S E S IN A T O D E K A R L
L IE B K N E C H T Y R O SA L U X E M B U R G
LA G U E R R A C IV IL
-
LA GUERRA CIVIL 167
dem os echar a los Com isarios del Pueblo, pero ellos a nosotros,
no», razonaba incluso el m anso Consejo Central; y en un prim er
m om ento los consejos locales, que aún ejercían el poder local por
todas partes, sintiero n la necesidad de resp o n d er con am argas
carcajadas a las desm esuradas exigencias de Ebert. Sabían que las
m asas obreras aún estaban a su favor. Estas m asas de trabajado
res estaban constituidas m ayoritariam ente p o r soldados desm o
vilizados con u n a experiencia bélica aú n reciente, y casi todos
tenían aún un fusil en casa. Poco después de finalizada la guerra,
había arm as y m uniciones de sobras en toda Alemania. ¿Quién se
atribuía el derecho de m an d ar a casa al pueblo victorioso y arm a
do com o si se tratara de u n a pandilla de colegiales tras u n a estú
pida pelea? Como escribió m ás tarde el presidente del consejo de
trabajadores de Leipzig, K urt Geyer, con tristeza y autocrítica: «Al
estar el poder local en m anos de las m asas radicalizadas, éstas
perdieron de vista p o r com pleto el verdadero equilibrio general de
fuerzas».
II
cia y legitimidad de la Asamblea Nacional se debía exclusivamente
a las elecciones celebradas en el Congreso de Consejos. Tenía ta
reas m uy precisas: elab o rar u n a constitución y leyes, decidir el
presupuesto y controlar al gobierno. Pero no debía ser todopode
rosa, y bajo ningún concepto anular la revolución. Ju n to con ella,
los consejos se sentían todavía com o órganos estatales legítimos
establecidos por la revolución, como antaño se habían sentido las
adm inistraciones m unicipales y regionales junto con el Reichstag
im perial. Así com o h asta noviem bre de 1918 h ab ía hab id o u n
172 LA REVOLUCIÓN ALEMANA
LA R E P Ú B L IC A D E L O S C O N S E J O S
D E M U N IC H
tiene u n a posición extrem adam ente crítica, tal vez incluso algo
envidiosa, respecto de Eisner.
El discurso de E isner del 8 de noviem bre no sólo había sido
fluido, era el discurso propio de u n hom bre de Estado. «Cuando
las cosas estuvieran m ás tranquilas» se convocaría una Asamblea
N acional p ara que diseñase la form a definitiva de la República;
pero entretanto debía gobernar el pueblo directam ente m edian
te «la fuerza m o triz elem ental», los Consejos R evolucionarios.
Ahora lo m ás im portante era com enzar de nuevo, asestar la esto
cada final al antiguo Estado y ren u n ciar especialm ente a su des
piadada política de guerra, si lo que se quería era alcanzar u n a
paz soportable. «Un gobierno que asum a todas las responsabili
dades del pasado —dijo E isner m irando de reojo y refiriéndose
con este gesto claram ente a Berlín—, se ve am enazado po r la im
posición de u n a paz terrible.»
Al contrario que Ebert, E isner tuvo desde el p rim er día una
visión inequívoca de la situación in tern acio n al de la A lem ania
vencida y u n a concepción m uy clara de la política exterior a se
guir. Veía el peligro de u n a paz im puesta e intentó anticiparse a
ella dando pruebas irrefutables de la ru p tu ra con el pasado en el
interior del país y estableciendo contactos directos con las poten
cias occidentales, sobre todo con E stados Unidos; R usia apenas
le interesaba. Al seguir este tipo de política, Eisner topó m ás ade
lante en B erlín con u n rechazo total ya que allí se m antenía una
política exterior plenam ente continuista respecto a la del Reich,
y la ru p tu ra sin contem placiones de E isn er con la política de
guerra de 1914 se consideraba u n a «actitud indigna»; m ás tarde,
todo el m undo se quedaría de u n a pieza cuando los vencedores en
Versalles trataron al «nuevo» Reich alem án de Ebert como si fuera
el viejo im perio derrotado.
Pero aquí no nos interesa tanto la política exterior de Eisner
com o su m anejo de la revolución en Baviera y nos vemos obliga
dos a adm itir que fue m agistral, aunque queden dudas acerca de
si u n a revolución triunfante en Baviera se podría haber m anteni
do a la larga frente a u n a contrarrevolución victoriosa en el res
to de Alemania. E isner fue el único hom bre de Alem ania que con
LA REPÚBLICA DE LOS CONSEJOS DE MUNICH 183
1
una dictadura. No querían ni u n a dictadura de los consejos ni una
dictadura del Parlam ento, sino u n a dem ocracia de los consejos
184 LA REVOLUCIÓN ALEMANA
necesariam ente el líder del SPD del m om ento. H asta ese punto
habían llegado las cosas en la Alem ania de entonces. Realm ente,
Auer no tenía nada que ver con el asesinato de Eisner. Sobrevivió
a sus heridas, pero duran te años quedó apartado de la vida polí
tica.
h aría fam oso com o perio d ista y alcanzaría la gloria com o m á rtir
del Tercer Reich, intentó continuar «el legado de E isner», alcanzan
do un acuerdo entre los consejos, los partidos socialdem ócratas y
el Landtag. Ya nadie hablaba de un gobierno de coalición que agru
pase a burgueses y socialistas. Tras sem anas de com plicadas nego
ciaciones se logró form ar finalm ente un nuevo gobierno com pleta
m ente socialista bajo la dirección del socialdem ócrata Johannes
Hoffm ann, que el 17 de m arzo, en u n a breve reunión del Landtag,
obtuvo am plios poderes. Form alm ente era u n gobierno dictatorial,
pero en realidad tenía los pies de barro. No quería ser considerado
com o el gobierno de los consejos, pero excepto los consejos nadie
m ás lo apoyaba. No contaba con la m ayoría en el Landtag y, en el
fondo, los consejos no confiaban en él. El gobierno de Hoffmann no
tenía ninguna posibilidad. Desde el asesinato de E isner y la caída
de Auer, las circu n stan cias en B aviera p arecían co n d u cir a u n a
R epública de los Consejos; sencillam ente porque los consejos en
ese m om ento eran la única fuente de poder relativam ente sólida, la
única alternativa a la a n arq u ía y a la guerra civil.
Sin em bargo, dos aspectos seguían siendo u n a incógnita: en
prim er lugar, si se podría constituir y m antener un a República de
los Consejos en Baviera m ientras en el resto de Alemania los con
sejos eran elim inados p o r los Freikorps de Noske; y en segundo
lugar, si realm ente los consejos serían capaces de gobernar, espe
cialm ente ahora, sin Eisner.
Además de la tendencia m oderada de Niekisch, que quería
continuar el legado de Eisner, hacía poco habían aparecido en los
consejos dos fuerzas m ás que luchaban entre sí: p o r u n lado, u n
grupo de intelectuales caracterizado p o r u n a m ezcla de arro g an
cia, am bición y una cierta ingenuidad política: poetas expresionis
tas com o E rich M ühsam y E rn st Toller, universitarios com o el
h isto riad o r de la literatu ra G ustav L andauer o los econom istas
Otto N eurath y Silvio Gesell; p o r otro lado, y p o r p rim era vez en
la h isto ria de la R evolución alem ana, los com unistas; p ara ser
m ás exactos, un com unista, Eugen Leviné, u n enérgico joven que,
a diferencia de Liebknecht y Rosa Luxemburg, podría considerar
se el Lenin o el Trotski alem án.
LA REPÚBLICA DE LOS CONSEJOS DE MUNICH 189
mo. «Ya estam os com pletam ente acostum brados al tiroteo cons
tante.»
N É M E S IS
G oethe
cual anotó al final, en lápiz, los nom bres de E bert y de los m inis
tros socialdem ócratas. Ú nicam ente el canciller B au er firm ó el
papel de su puño y letra, los dem ás ya no tuvieron tiem po: la reu
nión se levantó a las 6.15 horas, y los m inistros se p recipitaron
hacia los coches, ya preparados, ta n sólo diez m inutos antes de
que las colum nas de E h rh ard t atravesaran entre cánticos inflam a
dos la P uerta de B randem burgo, donde les esperaba u n grupo de
uniform ados y civiles ataviados con chaqué y som brero de copa:
Lüttwitz, Ludendorff y Kapp, acom pañados de su séquito. C uan
do K app y su gente to m aro n la C ancillería p a ra p ro clam ar u n
nuevo gobierno «de orden, lib ertad y acción», en co n traro n los
sillones aú n calientes.
TR ES LEYENDAS
(« Und. als er in des Hohnes Stolze / Will starren nach den Äther
höhn, / Da liest er an des Galgens Holze: / Batavia Fünfhundertzehn.»)
Aún hoy existen m uchos alem anes com o E b ert que «detestan
com o al pecado» cualquier revolución; aún hoy existe m ucha gen
te que niega la Revolución de 1918 com o si fuera una m ancha en
la historia nacional alem ana. Pero la revolución no es en absolu
to u n a deshonra. Fue, especialm ente tras cuatro años de ham bre
y m uerte sangrienta, un acto glorioso. La deshonra fue la traición
que se com etió co ntra ella.
Cierto es que u n a revolución no es algo que se haga po r pla
cer; cierto es que el arte de gobernar consiste en evitar en lo p o
sible la revolución m ediante reform as preventivas. Toda revolu-
TRES LEYENDAS 223
S. H.
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Rosenberg, Arthur, 14, 15, 56 Weber, Mas, 67
Runge, soldado, 163 Wels Otto, 67, 76, 98, 99, 102,
103, 129-131, 134, 159, 180
Wilson, Thomas Woodrow, 33,
Scheidemann, Philipp, 44, 45, 42, 46, 48, 50-52, 54, 55, 57,
82-84, 97, 114-116, 120, 134, 69
140, 151, 159, 180 Winterfeldt, general Von, 34, 35
Scheüch, Heinrich, 74 Wissell, Rudolf, 138
Schiffer, Eugen, 203, 208-210 Wolff, Theodor, 112, 113
ISBN 84-96364-17-8
9 " 7 8 8 4 9 6 "3 6 4 1 7 2