Está en la página 1de 262

LA REVOLUCIÓN

ALEMANA

H IS T O R IA IN 3D IT A
LA REVOLUCIÓN
ALEMANA

Sebastian Hafiner

IN3DITAEDIT0RES
Título original: Die Deutsche Revolution
© 1979-2002 by Kindler Verlag GmbH, Berlín
Publicado con autorización de Rowohlt Verlag GmbH,
Reinbek bei Hamburg

1.“ edición: marzo 2005

Diseño de la portada: Natalia Arranz

Fotografía de portada: Tropas revolucionarias en Berlín. Cover

Traductora: Dina de la Lama Saul

Derechos exclusivos de edición en español


reservados para todo el mundo
y propiedad de la traducción:
© 2005: Inédita Editores, S. L.
Madrazo, 125 - 08021 Barcelona

ISBN: 84-96364-17-8

Composición y edición técnica:


Lozano-Faisano, S. L. (L'Hospitalet)

Depósito legal: B. 12.230 - 2005

Impreso en España
A & M Gräfic, S. L.
Polígon Industrial «La Florida»
08130 Santa Perpétua de Mogoda (Barcelona)

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta,


puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera algu­
na ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óp­
tico, de grabación o de fotocopia, sin autorización escrita del editor.
Y dejad que le cuente al m undo, que aú n no lo sabe,
Cómo sucedió todo esto; así deberéis oír
Sobre actos cam ales, sangrientos, desnaturalizados,
Juicios arbitrarios, ciego asesinato;
Sobre m uertes provocadas m ediante violencia y astucia,
Y m aquinaciones frustradas que han recaído
Sobre la cabeza de sus inventores: de todo esto puedo
H ablar con la verdad.

W illiam S hakespeare, Hamlet, acto V, escen a 2


■— ■
ÍNDICE

P r ó l o g o ................................................................................................. 11

1. El Im p erio alem án y la s o c ia ld e m o c r a c ia ..................... 13


2. E l 29 de sep tiem b re de 1 9 1 8 ............................................. 27
3. O c t u b r e ................................................................................... 40
4. La R e v o l u c ió n ........................................................................ 56
5. El 9 de n o v i e m b r e .............................................................. 74
6. L a h o ra de E b e r t ................................................................... 88
7. El 10 de noviem bre: la B atalla del M arne de la
R e v o l u c i ó n .............................................................................. 100
8. E n tre revolución y c o n t r a r r e v o l u c i ó n ................................ 112
9. La crisis de N a v id a d ....................................................................128
10. E n ero d e c is iv o ..............................................................................141
11. La p ersecu ció n y el a sesin ato de K arl L ieb k n ech t y
R osa L u x e m b u r g ................................................................... 154
12. La G uerra C iv il............................................................................. 166
13. La R epública de los Consejos de M u n i c h ...........................179
14. N é m e s i s .......................................................................................194
15. Tres l e y e n d a s ............................................................................ 214

Epílogo a la nueva edición de 1979 224


B ibliografía seleccionada ..................................................................227
Índice onomástico ....................................................................................229
PRÓ LOG O

F ranz K afka en su relato Vor dem Gesetz (Ante la ley) n a rra la


historia de un hom bre que solicita en tra r a u n im placable guar­
dián y que pasa toda su vida esperando ante la puerta, siendo re­
chazado una y otra vez, pero sin perder la esperanza, intentando
vanam ente persuadirlo. Finalm ente, en la ho ra de su m uerte, el
gu ardián le grita al «oído que ya va perdiendo»: «Esta en trad a
estaba especialm ente reservada p ara ti. Ahora me voy y la cierro».
La historia del Im perio (Reich) y de la socialdem ocracia ale­
m anes recuerda este relato kafkiano. Al surgir casi sim ultáneam en­
te p arecían e sta r hechos el uno p a ra la otra: B ism arck trazó un
m arco estatal en el que podría desarrollarse la socialdem ocracia y
ésta esperaba que algún día podría dotarlo de u n verdadero conte­
nido político de form a duradera. Si lo hubiese logrado, tal vez aún
existiría hoy el Reich alem án.
Pero ya sabem os que no lo consiguió. El Reich cayó en las
m anos equivocadas y se hundió. La socialdem ocracia, que desde
el prim er m om ento se sintió llamada a dirigirlo y que quizá hubiese
podido salvarlo, nunca reunió en los 74 años de existencia del
Imperio ni el valor ni el vigor suficientes p ara hacerse con él. Como
el personaje del relato de Kafka, la socialdem ocracia se había ins­
talado cóm odam ente ante la puerta. Y tam bién a ella la H istoria le
podía haber gritado al oído en 1945: «Ésta entrada estaba especial­
mente reservada para ti. Ahora me voy y la cierro».
12 PRÓLOGO

Pero al contrario que en la historia de Kafka, en ésta hay u n


instante dram ático en el que todo parece cambiar. En 1918, ante
la derrota inm inente, los guardianes del Reich abrieron a los p ro ­
pios dirigentes socialistas la p u erta de entrada, cerrada durante
tantos años, y los dejaron p asar voluntariam ente a las antecám a­
ras del poder, no sin segundas intenciones; y entonces las m asas
socialdem ócratas se precipitaron hacia el interior, em pujando a
sus dirigentes y arrastrán d o les h asta la ú ltim a p u erta, h asta el
m ism o poder. Tras m edio siglo de espera, parecía que por fin la
socialdem ocracia alem ana había alcanzado su objetivo.
Y entonces sucedió algo increíble. Sus líderes, que habían
alcanzado a regañadientes el trono vacante conquistado p o r las
m asas socialdem ócratas, m ovilizaron inm ediatam ente a los an ti­
guos guardias de palacio, ah o ra sin señor, y m an d aro n echar de
nuevo a sus seguidores. Un año después, los m ism os líderes vol­
vían a encontrarse fuera, ante la cerrada puerta, y p ara siem pre.
La Revolución alem ana de 1918 fue una revolución socialde-
m ócrata sofocada p o r los dirigentes socialdem ócratas: u n suceso
sin p ar en la H istoria.
Este libro p resen ta escena p o r escena cóm o o currió. Pero
antes de que subam os el telón de este oscuro d ram a es recom en­
dable echar u n breve vistazo a su largo preludio: el m edio siglo de
im paciente espera socialdem ócrata ante las puertas del poder.

S. H.
Berlín, enero de 1979
1

E L IM P E R IO A LEM Á N
Y LA S O C IA L D E M O C R A C IA

El Im perio alem án (K aiserreich) y el P artid o S ocialdem ócrata


alem án no sólo se constituyen al m ism o tiempo, sino que adem ás
tienen la m ism a raíz: la Revolución frustrada de 1848. É sta revo­
lución se había fijado dos objetivos: de cara al exterior, la unidad
nacional y, en el interior, la refundación dem ocrática del sistem a
político. Ambas cosas eran necesarias. La división en pequeños
estados y el feudalismo, pilares aún de la Alemania prerrevolucio-
n aria, estab an listos p a ra ser liquidados a prin cip io s de la era
industrial.
Pero la revolución burguesa fracasó, y la burguesía alem ana
se conform ó con su fracaso. Otros se hicieron cargo de lo que le
hubiese correspondido a ella. En su lugar, Bismarck, a la cabeza
de los junkers prusianos y con ayuda del Ejército prusiano, con­
siguió la unidad nacional —la superación del anacronism o que
representaban las fronteras estatales— y el cuarto estado arran ­
có de las debilitadas m anos del tercero, com o tarea inconclusa, la
m odernización interio r —la superación de las diferencias entre
clases sociales—. En la década de 1860, B ism arck y el incipiente
m ovim iento obrero alem án se apoderaron cada uno de u n extre­
mo del hilo truncado en 1849. Si hubiesen hecho causa com ún,
la debacle de 1849 se h ab ría podido su p erar en to m o a 1870, y
hubiese podido surgir u n estado nacional alem án m ás m oderno,
sano y duradero. Pero no se dieron soporte unos a otros, sino que
14 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

m antuvieron posiciones opuestas, y —a p esar de los breves, fas­


cinantes pero infructuosos flirteos entre B ism arck y Lassalle—
tam poco hubiese podido o cu rrir de otra m anera.
El resultado acabó siendo u n Im perio alem án que, podero­
so y tem ido en el exterior, se asem ejaba en su estru ctu ra interna
a un chaleco m al abotonado. Que com o estado nacional represen­
tase algo inexacto y aproxim ado —excluía com o es sabido a m u ­
chos alem anes e incluía a m uchos no alem anes— era probable­
m ente inevitable y podía pasarse p o r alto. Lo m ism o sucedía con
la constitución de Bism arck, coja y engañosa —con el dualism o
no resuelto entre el Reich y Prusia, el poder sólo aparente de los
príncipes confederados y del B undesrat (C ám ara alta), el po d er
absoluto repartido am biguam ente entre el káiser y el canciller del
Reich, la im p o ten cia in stitu cio n alizad a del R eichstag (C ám ara
baja) y u n ejército no in teg rad o — . El p roblem a básico de este
estado no era n ad a de esto; las constituciones no son intocables.
Lo que hacía que el Reich de Bism arck, pese a sus victorias, es­
tuviese am enazado de m uerte desde su m ism o nacim iento (según
el historiador A rthur Rosenberg en su obra Entstehung der Weima­
rer Republik), era un m alo y anacrónico reparto del poder entre
sus clases.
El estado estaba m al gestionado. Los junkers prusianos, u n a
clase en declive económico, se fueron trasform ando lentam ente en
parásitos, y se encontraron de repente dirigiendo un estado indus­
trializado m oderno. La burguesía capitalista, acostum brada a la
falta de responsabilidades desde 1849 y por ello hab ía ido ad q u i­
riendo m alos hábitos, b u scab a en el exterior el po d er que se le
negaba en el in te rio r y p resio n ab a p ara que se em p ren d ieran
aventuras en política exterior. Y los trabajadores socialdem ócra-
tas, objetivam ente la reserva m ás fuerte de la nación, los volun­
tariosos herederos de la responsabilidad que la burguesía había
rechazado, eran «enemigos del Reich».
¿Lo eran realm ente? Se les tem ía y se les h abía proscrito, se
les odiaba y d u ran te los últim os doce años de la era Bismarck, de
1878 a 1890, fueron perseguidos. Sin lugar a dudas eran entonces
enem igos irreconciliables del orden político y social establecido
EL IMPERIO ALEMÁN Y LA SOCIALDEMOCRACIA 15

po r Bism arck. Sin disim ulo alguno apelaban a la revolución po­


lítica y social, sobre la que sin em bargo —ya entonces— no tenían
ninguna idea clara, sin hab lar ya de planes concretos. Sin duda
tenían, así com o los otros «enemigos del Im perio», los votantes
católicos del Zentrum , vínculos y lealtades m ás allá de las fronte­
ras im periales; lo que p ara unos era la Iglesia católica universal,
era p ara éstos la Internacional Socialista.
Y sin em bargo, los unos eran tan poco enem igos del Reich
com o los otros. Muy al contrario. Los socialdem ócratas y el Zen­
trum fueron desde el principio los partidos im periales propiam en­
te dichos; surgidos y crecidos en el Reich, con el Reich y po r el
Reich; arraigados profundam ente en él com o su fundador prusia­
no. Ni a los socialdem ócratas ni al Z entrum se les ocurrió jam ás
disolver o desear la disolución del Im perio alem án, su elem ento
vital. Desde el principio se sen tían —los socialdem ócratas aún
m ás que el Z entru m — com o can d id ato s a su herencia. A rthur
Rosenberg sólo exagera ligeramente cuando escribe: «La dirección
del Partido Socialdem ócrata era el contragobierno clandestino y
August Bebel, a juzgar por su influencia, una especie de contrakái-
ser».
Los socialdem ócratas del Reich de B ism arck eran patriotas
revolucionarios. E staban a favor de la revolución interior y de la
reform a, pero bajo ningún concepto pretendían ni la debilitación
de su po d er en el exterior ni la disgregación del joven Estado.
Querían hacer del Reich de Bismarck su Reich, no para debilitarlo
ni p ara abolirlo, sino p ara ponerlo al día. Sin em bargo, tal acti­
tud, bastante clara en teoría, no estaba exenta en la p ráctica de
contradicciones. En las dos frases m ás célebres del que fuera pre­
sidente del partido durante largo tiempo, August Bebel, existe una
cierta contradicción: «¡A este sistem a ni un hom bre ni u n peni­
que!» y «Si se trata de ir en co ntra de Rusia, ¡yo m ism o tom aré
el fusil!». Pero lo que hizo fracasar a los socialdem ócratas de 1918
no fue esta contradicción, sino otra.
La revolución social alem ana, que los socialdem ócratas p ro ­
m etieron hasta el últim o m inuto y que realm ente en un principio
deseaban y a la que aspiraban, fue siem pre p ara ellos u n asunto
16 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

que h ab ía que dejar p a ra m a ñ an a o p ara pasado, n u n ca hab ía


figurado en el orden del día. N unca u n socialdem ócrata alem án
se cuestionaba, com o hacía Lenin: «¿Qué podem os hacer?». Se
decía que la revolución «llegaría» en algún m om ento; no era algo
que uno m ism o debiera llevar a cabo aquí y ahora. B astaba con
esperarla; y en tretan to la gente vivía bajo el Im perio, tal y com o
había sido siem pre, m ilitando en uno de sus partidos, satisfecha
con ver al partido reforzarse tras cada cita electoral. Pero u n par­
tido revolucionario que se contenta con esperar la revolución deja
paulatinam ente de ser u n partido revolucionario. El presente real
es m ás fuerte que el ansiado y esperado futuro, especialm ente
cuando el anhelo y la esperanza m enguan ante u n futuro siem pre
m ás lejano y u n presente que se hace cada vez m ás llevadero.
Y de hecho, así era. E n el año 1891, August Bebel dijo en el
Congreso del SPD:

La sociedad burguesa trabaja tan concienzudamente en su


propia caída que sólo debemos esperar el momento oportuno para
recoger el poder que se le escurre de las manos... Sí, estoy conven­
cido de ello: la consecución de nuestro objetivo final se encuentra
tan próxima que muy pocos de los presentes no lo verán con sus
propios ojos». Veinte años después, él mismo ya sólo se refería a
la revolución como «la gran catástrofe», una palabra muy signifi­
cativa, ya que una gran catástrofe no es precisamente algo que se
anhela con fervor. De nuevo les gritó a sus adversarios burgueses
(esta vez en el Reichstag): «[La catástrofe] no la hemos provocado
nosotros, han sido ustedes mismos». Pero ya no se hablaba de que
el día de la revolución era inminente, sino de que el día «llegará,
sólo que ha quedado algo aplazado». Esta vez sí eran muy pocos
de los que estaban en la sala los que no iban a vivirlo: siete años
más tarde se enfrentarían a ello. Pero internamente, el SPD había
dejado realmente de querer lo que ahora denominaba la «gran ca­
tástrofe».

Es curioso observar con qué exactitud coinciden las fechas


decisivas de la h istoria del Im perio alem án con las de la historia
EL IMPERIO ALEMÁN Y LA SOC1ALDEMOCRACIA 17

del Partido Socialdem ócrata. Los cu aren ta y ocho años del Im pe­
rio com prenden tres períodos claram en te definidos: los veinte
años de B ism arck hasta 1890; el período guillerm ino de 1890 a
1914 y los cuatro años de guerra de 1 9 1 4 a 1918. Éstas son exac­
tam ente las etapas en las que se divide la historia del Partido So­
cialdem ócrata. D urante la época de B ism arck fue, com o m ínim o
ante sus propios ojos, el partido de la revolución roja. E ntre 1890
y 1914 su afán revolucionario sólo era ya de palabra; secretam ente
había em pezado a sentirse com o u n com ponente de la Alemania
guillerm ina. A p artir de 1914, este cam bio ya se hizo m anifiesto.
A la pregunta de qué es lo que había suscitado esta transfor­
m ación, se debe citar, en p rim er lugar, el fin de la persecución.
D urante sus últim as sem anas en el poder, B ism arck quiso endu­
recer aún m ás las leyes antisocialistas, h asta casi llegar a provo­
car una guerra civil abierta. G uillerm o II abandonó el proyecto.
Los líderes socialdem ócratas, que habían sido proscritos y perse­
guidos durante doce años, pudieron llevar a p a rtir de entonces la
sosegada, cóm oda e interesante vida de los honorables parlam en­
tarios. D eberían h ab er tenido u n a capacidad sobrehum ana p ara
no experim entar alivio y u n a cierta gratitud.
Pero esto no fue todo. La atm ósfera que se respiraba en po­
lítica interior en la Alem ania guillerm ina era distinta a la que se
resp irab a d u ran te la época de B ism arck: m ás d istendida, m ás
relajada, m enos severa y rígida. La Alem ania del cam bio de siglo
era un país m ás feliz que el de los años ochenta. E n la Alem ania
de Bism arck el am biente era opresivo. Guillermo II hab ía abier­
to de golpe las ventanas y había dejado que entrara el aire; la gran
y satisfactoria popularidad de la que gozó du ran te sus prim eros
años no venía dada p o r casualidad. Sin em bargo, la agradable
distensión interior se consigLiió gracias al desvío de las energías
estancadas y de la presión interna hacia el exterior, por decirlo de
alguna m anera, a costa del m undo exterior, que a la larga no lo
toleró. Al final, el precio que hubo que pagar p o r todo ello fue la
guerra.
Sin em bargo, hacia 1900, esto era lo m enos perceptible. Lo
que en cam bio n o taro n especialm ente los socialdem ócratas fue
18 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

que la to rm en ta revolucionaria que se estaba fraguando desde


hacía tiem po se disipaba. H asta 1890 habían visto «venir» real­
m ente la revolución. Ahora la veían alejarse en el horizonte.
La «política internacional» de Guillermo II favorecía especial­
m ente a la burguesía capitalista, que fue com pensada ahora de su
falta de poder interior, al contrario que bajo el m andato de Bis­
marck, m ediante la apertura al exterior. Pero el trabajador alem án
tam b ién arañ ó algo de la nueva p ro sp erid ad de la expansión
im perialista. Su situación aú n estaba lejos de ser buena, pero iba
progresando; y aquel que experim enta la m ejora y espera que esta
m ejora vaya aú n a m ás pierde el interés p o r la revolución. Los
«revisionistas» del SPD, que duran te los prim eros años del siglo
habían suprim ido la revolución del p rogram a del p artido y que
pretendían p asar a u n a política reform ista puram ente social, vie­
ro n claram ente de dónde soplaba el viento. Sin em bargo, q ueda­
ron en m inoría. El partido, como siem pre, siguió proclam ando la
revolución en los congresos del partido y en las m anifestaciones
bajo la b an d era roja. Pero entre palabras y convicciones se abrió
ahora u n a grieta cada vez m ás am plia. El «centro m arxista» del
partido pensaba en secreto lo m ism o que los revisionistas decían
abiertam ente; el ala izquierda del partido, que todavía creía en la
revolución, se hab ía convertido en una m inoría.
Y a todo ello hay que añ ad ir u n tercer factor: la fulgurante
carrera parlam entaria del SPD. El partido había ido creciendo, de
comicio en comicio, en núm ero de votantes y escaños. Desde 1912
era, con m ucho, el partido m ás fuerte en el Reichstag. ¿Podía eso
pasarse p o r alto sin más? Si la revolución se ib a haciendo cada
vez m ás improbable, m ientras el grupo parlam entario socialdemó-
crata del R eichstag iba creciendo continuam ente en to d a regla,
¿no debía darles eso qué pensar?
Sin em bargo, el R eichstag de la C onstitución de B ism arck
tenía poco poder. ¿Podía cam biarse esta situación? ¿No querían
tam bién otros partidos m ás poder? Y si se podía llegar al gobier­
no m ed ian te u n a m ayoría p arla m en taria y consiguiendo m ás
poder p ara el Parlam ento, ¿quién necesitaba entonces u n a revo­
lución? Nadie, ni siquiera los revisionistas se expresaron abierta-
EL IMPERIO ALEMÁN Y LA SOCIALDEMOCRACIA 19

m ente, pero en realidad el SPD de 1914 era ya u n p artido p arla­


m entario, ya no quedaban en él revolucionarios. Ya no pretendía
derribar el estado existente, lo que quería era crear alianzas con
otros partidos parlam entarios, con los Liberales y el Zentrum . Las
m anifestaciones m asivas y las banderas rojas ya sólo eran un ri­
tual tradicional. El juego p arlam entario y la am bición parlam en­
taria se habían convertido en la realidad del partido. Con el ini­
cio de la guerra en 1914 pudo constatarse dónde estaba lo real y
lo ritual.
El SPD m antuvo aú n durante toda una sem ana la apariencia
revolucionaria. El 25 de julio de 1914 se inició, de acuerdo con las
decisiones tom adas en an terio res congresos del p artid o , «una
apasionada protesta contra los proyectos crim inales de los prom o­
tores de la guerra». D urante los días siguientes hubo en B erlín
m anifestaciones callejeras de los socialdem ócratas co n tra la gue­
rra, bajo ningún concepto insignificantes: se m ovilizaron de veinte
a trein ta mil personas en cada u n a de ellas. De los dos presiden­
tes del partido, uno, F riedrich Ebert, viajó a Zurich p ara poner a
buen recaudo los fondos del partido; aún se tem ía que se llevaran
a cabo ilegalizaciones, encarcelam ientos y confiscaciones. El otro,
H ugo H aase, un «izquierdista», se apresuró h acia la sede de la
Internacional Socialista en Bruselas para debatir sobre una acción
internacional contra la guerra.
Pero cuando realm ente llegó la guerra, todo fue inútil: con 96
votos c o n tra 14, el grupo p arla m en tario sociald em ó crata del
Reichstag decidió votar a favor de los créditos de guerra; y los ca­
torce disidentes se som etieron sin excepciones a la disciplina de
partido (entre ellos, au n p o r esta vez, Karl Liebknecht, el m ás iz­
quierdista de la izquierda). Uno de ellos era Hugo H aase, el vice­
presidente del partido, un m elancólico cuyo papel había consis­
tido toda la vida en quedar en m inoría p ara som eterse luego a la
mayoría. El 4 de agosto le correspondió, en nom bre del partido
y en contra de su propio convencim iento, em itir la célebre frase:
«Cuando am enaza el peligro, nosotros no dejam os a la p atria en
la estacada». El káiser le replicó con la tam bién conocida respues­
ta: «Ya no quiero saber n ad a de ningún partido, sólo m e intere-
20 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

san los alemanes». La socialdem ocracia alem ana había hecho las
paces con el Reich. A p a rtir de entonces se com portó com o u n
partido del Estado, sin serlo realm ente.
Al ala izquierda del partido, que se aferraba a los antiguos
objetivos revolucionarios, le estrem eció esta «traición» y no se
resignó a la nueva paz con el Imperio: du ran te el transcurso de la
guerra se escindió del p artid o ; tam b ién u n a p arte del «Centro
marxista» y de los antiguos revisionistas la siguieron, y a p artir de
1917 hubo dos partidos socialdem ócratas, el SPD y el USPD, los
«Socialistas M ayoritarios» y los «Independientes», los unos a fa­
vor de la guerra y leales al Estado, los otros pacifistas y —com o
m ínim o en p arte— revolucionarios. Sin em bargo, la decisión del
4 de agosto de 1914 no suponía ninguna «traición»; ni tan siquiera
es necesario invocar la atm ósfera del m om ento, el sentim iento
patriótico, el pánico o el entusiasm o, respondía a la evolución que
el partido había experim entado en el cuarto de siglo precedente.
El partido tenía la acertada sensación de que la guerra era el p re­
cio que se tenía que p ag ar p o r un cuarto de siglo de política ex­
terior im perialista y expansionista, y de que de los frutos de esta
política exterior tam bién hab ían gozado los trabajadores y la so­
cialdem ocracia alem anes. E n definitiva, se tratab a de asu m ir las
consecuencias de la com plicidad. Pero, sobre todo, si el objetivo
del partido consistía en asum ir un m ayor papel en el gobierno del
Estado con el Parlam ento y a través de él, entonces la guerra re­
presentaba su oportunidad. Ahora, po r p rim era vez, se le necesi­
taba. El partido, que gozaba de la confianza de las m asas, ya no
podía ser ignorado en u n a guerra de m asas. Con el «sí» a la gue­
rra, el SPD creyó trasp asar el um bral del poder.
Por u n a parte se equivocaba, pero por otra volvía a estar real­
m ente en lo cierto. El R eichstag, la m ayoría p arlam en taria y la
socialdem ocracia no consiguieron jam ás alcanzar el poder, inclu­
so en las ú ltim as sem anas de la guerra, porque sus verdaderos
d eten tad o res eran los m ilitares. Pero, igualm ente, el fu n cio n a­
m iento de las instituciones com enzó a cam biar, y el Reichstag y
el SPD se con v irtiero n en los vencedores en la nueva realid ad
constitucional. Los grandes perdedores fueron el káiser y los prín-
EL IMPERIO ALEMÁN Y LA SOCIALDEMOCRACIA 21

cipes confederados que, de pilares fundam entales, pasaron a ser


m eros ornam entos; tam bién salieron perdiendo el canciller y su
gabinete, que progresivam ente pasaron de ser instancias decisivas
a convertirse en auxiliares del Alto M ando del Ejército.
Desde el otoño de 1916, el verdadero gobierno alem án fue el
Alto M ando del Ejército. A p a rtir de entonces el verdadero káiser
se llam aba H indenburg y el verdadero canciller, Ludendorff. Pero
tras la aparente fachada m onárquica que se m antenía en pie, no
sólo se estaba constituyendo u n a dictad u ra militar, sino que, al
m ism o tiem po, se creaba u n a especie de república encubierta: el
único contrapoder que, junto al Alto M ando del Ejército, se m an ­
tenía firme, que ganaba peso y que constantem ente obligaba a no
bajar la guardia, era la m ayoría parlam entaria, u n a coalición que
reunía al SPD, al Partido Progresista y al Zentrum .
La nueva realidad institucional se reveló definitivam ente en
julio de 1917, cuando el Alto M ando y la m ayoría p arlam entaria
consiguieron juntos, aunque con objetivos opuestos, algo p ara lo
que no disponían de ningún tipo de autorización constitucional:
derrocaron al canciller im perial. Sin em bargo, la m ayoría p arla­
m entaria no designó, com o hubiese sido su deseo, a su sucesor.
Fue Ludendorff quien lo designó, y con ello quedó dem ostrado de
nuevo quién gobernaba ah o ra realm ente Alemania. Desde 1917,
el canciller im perial tenía com o m ínim o u n p arlam entario com o
vicecanciller; la m ayoría p arlam entaria ya no podía ser ignorada.
E ntre el Alto M ando y la m ayoría p arlam en taria existió, durante
los dos últim os años de la guerra, u n a relación parecida a la del
gobierno con la oposición en un régim en parlam entario.
El Alto M ando gobernaba, y lo hacía con m ano dura m edian­
te el estado de sitio, la censura y el arresto preventivo; es decir, con
m ayor rigidez y dureza que el poder im perial constitucional an ­
terior a la guerra, en cuyos m ecanism os se h ab ía infiltrado su ­
brepticiam ente. Sin em bargo, a diferencia de las au to rid ad es
im periales de antes de la guerra, no podía ignorar con ta n ta faci­
lidad a los partidos m ayoritarios en el Parlam ento. Se les escucha­
ba y tenían voz; incluso podían llegar a derrocar al canciller.
La m ayoría parlam entaria hacía de oposición. E ntre ella y el
22 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

poder m ilitar gobernante tuvieron lugar dos grandes debates que


giraron en to m o a los objetivos de la guerra y a la reform a de la
C onstitución. La m ayoría p arlam en taria exigía que se llegase a
u n a paz negociada con u n lim itado pro g ram a de anexiones. El
Alto M ando quería u n a «paz victoriosa». La m ayoría p arlam enta­
ria insistía en la aplicación a cada estado federado de la ley elec­
toral utilizada p ara el Reichstag, la libertad de prensa, la dem o­
cratización y el aum ento de los poderes del Parlam ento. El Alto
M ando contestaba: «Tras la victoria, tal vez». De vez en cuando,
el debate subía de tono y los diputados de la m ayoría p arlam en ­
taria tuvieron que encajar duras palabras, ya no sólo de los m ili­
tares que estaban en el gobierno, sino —con m ás ahínco si cabe—
de sus colegas parlam entarios de la derecha y de la prensa «na­
cional».
Pero estos debates no afectaron a su lealtad. H asta el últim o
m om ento a p ro b aro n todos los créditos de g u erra y el SPD, en
especial, dio lo m ejo r de sí m ism o p a ra p e rsu ad ir a las m asas
agotadas y ham brientas, que a veces llegaban a p ro testar de m a­
n era furibunda y se declaraban en huelga, de que siguieran «re­
sistiendo». P ara el SPD era im pensable b uscar u n m odo de sabo­
te ar la guerra porque ésta no se ajustase a sus planteam ientos.
A ese punto llegaron únicam ente los socialdemócratas independien­
tes, quienes desde la prim avera de 1917 se hab ían organizado en
un nuevo p artido de izquierdas y, aunque representaban u n a m i­
n oría en el Reichstag, gozaban en provincias de u n poder consi­
derable. No obstante, volvían a ser lo que el SPD había sido duran­
te todo el período de Bismarck: unos proscritos. Aquellos que no
contaban con inm unidad parlam entaria, debían estar preparados
p ara la prisión preventiva, p ara ser enviados a trab ajar en la in ­
dustria arm am entística o incluso a los batallones disciplinarios.
Nada de esto am enazaba a los socialistas mayoritarios. Ahora
se habían convertido en gente respetable, en traban y salían de los
despachos e incluso se les recib ía ocasionalm ente en el G ran
Cuartel General y se les escuchaba con respeto. E ra u n a experien­
cia poco com ún p a ra ellos, y no po d ían evitar sen tir u n cierto
sentim iento de calidez y tern u ra hacia esta nueva cortesía y ama-
EL IMPERIO ALEMÁN Y LA SOCIALDEMOCRACIA 23

bilidad de los poderosos. Surgió incluso u n a cierta cam aradería


entre algunos dirigentes del SPD y los nuevos hom bres de la je­
rarq u ía militar, com o p o r ejemplo entre el líder del p artido Frie­
drich E bert y el general inspector de ferrocarriles, el general Wil­
helm Groener. Ambos entraron en contacto en repetidas ocasiones
y se entendieron bien: am bos eran hijos de artesanos del sur de
Alemania, uno de Baden y el otro de W ürttem berg, y am bos eran
serios, sencillos y aplicados tecn ó cratas y «patriotas». ¿Cómo
habían podido antaño sentirse tan distantes y hostiles el uno con
el otro?
El SPD de los años de la gu erra no h abía logrado llegar al
poder, pero sí se había im pregnado de su atm ósfera. Ahora per­
tenecía, aunque por el m om ento todavía en el papel de oposición,
al «establishment». Era u n partido reform ista, nacional y leal, que
form aba parte de la oposición y que criticaba al gobierno pero que
ya no p reten d ía d estru ir al E stado. Se h ab ía acom odado a la
m onarquía y al capitalism o. A spiraba a u n régim en p arlam en ta­
rio y a u n a paz negociada. E staba dispuesto a alternarse pacífica­
m ente en el gobierno, dentro de un futuro sistem a parlam entario,
con sus adversarios burgueses de derechas; y sus aliados burgue­
ses, progresistas y de centro, estaban m ucho m ás cerca de ellos
que sus colegas disidentes del USPD; con los unos eran ah o ra
amigos y com pañeros, los otros se habían convertido en enem i­
gos íntim os.

Lo que esta evolución resquebrajó en alguna m edida fue la re­


lación entre la dirección del p artid o y las bases. E sta relación
siem pre se había fundam entado en u n a férrea disciplina y en la
subordinación. El apodo con el que se les conocía, «real socialde-
m ocracia prusiana», provenía ya de la época an terio r a la guerra.
Sin em bargo, duran te los años previos a la guerra sí había exis­
tido una gran solidaridad de clase entre los «cam aradas» de base
y sus dirigentes, habían com partido la intim idad de m uchas no­
ches de tertulia. Los dirigentes socialdem ócratas habían sido gen­
te sencilla, que hablaba el lenguaje de la gente m ás sencilla. Aho-
24 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

ra, en ocasiones h ablaban la lengua del poder. M ientras com par­


tían cada vez m ás las preocupaciones de los m ilitares que gober­
naban, apreciando sus cualidades hum anas, sus bases padecían
m ás que nunca toda la violencia y sentían, ahora sí, la brutalidad
del poder militar. Fue inevitable un cierto distanciam iento. Algu­
nos de los antiguos b aluartes del SPD —Berlín, Leipzig, Brem en,
H am burgo— se convirtieron en centros del nuevo USPD.
El USPD, que desde 1916 se negaba a votar los créditos de
guerra, continuaba las tradiciones de la socialdem ocracia de an ­
tes de la guerra de u n m odo m ucho m ás fiel que el partido ma-
yoritario. El USPD aglutinaba todo el espectro de opiniones de la
socialdem ocracia de antes de la guerra, desde el líder revisionis­
ta E duard Bernstein, pasando po r el ideólogo del «centro marxis-
ta» Karl Kautsky, h asta los revolucionarios intem acionalistas de
la Liga E sp artaq u ista, K arl L iebknecht y R osa Luxem burg. El
USPD no era bajo ningún concepto un partido de izquierdas h o ­
mogéneo, u n partido revolucionario puro y duro com o los bolche­
viques rusos de Lenin. E n lo único que coincidían sus m iem bros
era en la oposición a la guerra, en la que hacía tiem po que ya no
veían u n a guerra defensiva, sino u n a guerra de conquista im pe­
rialista; y en el rechazo feroz hacia los socialdem ócratas mayori-
tarios favorables a la guerra, que les respondían de la m ism a for­
ma. Para éstos, los Independientes no eran m ás que traidores a la
patria; p ara los Independientes, los socialistas m ayoritarios eran
traidores al socialism o y a la clase trabajadora.
A pesar de todo, la división del partido, que ta n ta am argura,
o m ás bien odio, h ab ía creado entre los políticos, se veía desde
abajo, desde la perspectiva de los sim ples m ilitantes, de form a
m enos tensa. P ara m uchos, los socialistas m ayoritarios y los In ­
dependientes seguían siendo a grandes rasgos lo mismo, sólo que
con alguna diferencia de matiz. En definitiva, los socialistas m a­
yoritarios tam bién estaban a favor de una paz negociada y con­
tra los anexionistas y los «partidarios de la guerra a ultranza»;
tam bién ellos exigían u n a reform a del derecho electoral y de la
dem ocracia, sólo que con algo m ás de paciencia y en u n tono más
m oderado. Uno tam bién podía dirigirse a ellos si se veía afecta-
EL IMPERIO ALEMÁN Y LA SOCIALDEMOCRACIA 25

do personalm ente p o r el estado de excepción, si era víctim a de


u n a detención arb itraria y frente a los abusos de poder. Los M a­
yoritarios quizá incluso conseguían m ás cosas m ed ian te sus
m étodos conciliadores que los «Independientes» con su rígido
radicalism o. Al fin y al cabo, los socialistas m ayoritarios nunca
habían abjurado públicam ente de los grandes objetivos del socia­
lismo.
La confianza no se esfum a con ta n ta rapidez. Las m asas se­
guían confiando en sus viejos dirigentes, ta n to en los del SPD
com o en los del USPD. Estos dirigentes eran todo lo que tenían.
D urante las grandes m ovilizaciones huelguísticas de enero de
1918, los participantes tam bién escogieron a dirigentes del SPD
p ara dirigir el m ovim iento y, pocos días después, se dejaron con­
vencer po r estos m ism os p ara suspenderla. Al fin y al cabo, se­
guían en guerra, y era necesario term in ar con ella antes. La m a­
yoría esperaba la reunificación del partido tras la guerra.

«Tras la guerra.» Bien entrado ya el verano de 1918, para el alemán


m edio esa frase significaba: «tras la victoria» o, com o máxim o,
«tras u n a paz negociada». N unca se contem pló seriam en te la
posibilidad de una derrota. ¿No se h abían alcanzado in in terru m ­
pidam ente victorias d u ran te cuatro años? ¿No se en co n trab a el
frente en territorio enem igo? ¿No se había obligado ya a R usia a
firm ar la paz? P ara los alem anes que se h ab ían quedado en la
patria, la guerra había consistido en ham bre, preocupación po r
«los que estaban fuera» y com unicados sobre victorias. La gente
aguantaba, hacía de tripas corazón y seguía luchando y trab ajan ­
do, ham brienta, llena de rab ia contenida co ntra aquellos que, a
pesar de todas las victorias, no querían la paz. Pero a nadie se le
ocurrió que, p ara colmo, p erderían la guerra.
Tampoco hubo nadie en lo m ás alto del Im perio alem án que
insinuara alguna vez tal posibilidad, y aún m enos que la adm itie­
ra. Los dirigentes tam poco reconocían p ara sí la posibilidad de la
derrota, ni siquiera d u ran te el verano de 1918, cuando, con el
fracaso de la últim a gran ofensiva alem ana en el oeste y la llega-
26 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

da masiva de am ericanos a Francia, ya casi se había hecho eviden­


te. Se desaprovecharon los meses que h abrían perm itido p rep a­
rarse p a ra la in m in en te derro ta, y si bien no im pedirla, com o
m ínim o m itigar sus efectos.
Entonces, en agosto y septiem bre, se precipitaron los acon­
tecim ientos. E n el oeste, los ejércitos de la E ntente pasaro n a la
ofensiva a lo largo de todo el frente. Alem ania cedió todo el terri­
torio conquistado en prim avera. La retirad a era im parable. Las
potencias centrales se desm oronaron. El 13 de septiem bre, Aus­
tria lanzaba u n a llam ada de socorro. El 15 de septiem bre el frente
de los Balcanes saltaba p o r lo aires. Bulgaria capitulaba el 27 de
septiem bre. El m ism o día, en el frente occidental las tropas de la
E ntente los aliados atacaban la línea H indenburg en varios p u n ­
tos. E ra la últim a gran línea defensiva de los alem anes. E staban
tam baleándose.
Los periódicos alemanes seguían hablando de resistencia y de
victoria final. E n Berlín, los parlam entarios, llenos de m alos pre­
sentim ientos, pero lejos de aceptar que el final estaba cerca, dis­
cutían sobre si había ya llegado el m om ento de cam biar el gobier­
no y b u scar firm em ente u n a paz negociada. La p reg u n ta era:
¿Cómo decírselo a Ludendorff?
Pero aú n les esperaba u n a terrible sorpresa. Fue el m ism o
Ludendorff quien, de u n día p ara otro, cam bió el gobierno, y con
ello tam bién la constitución. Tomó las decisiones que los p arla­
m en tario s no h ab ían conseguido tom ar. O torgó a A lem ania la
dem ocracia parlam entaria, y llevó al SPD al gobierno colm ando
sus deseos. Pero, al m ism o tiem po, les hizo u n regalo envenena­
do: la derrota. Lo que ah o ra les exigía ya no era la búsqueda de
u n a paz honorable, sino la capitulación.
E ra el 29 de septiem bre de 1918.
2

E L 29 D E S E P T IE M B R E D E 1918

El domingo 29 de septiem bre de 1918 empezó como un bonito día


de finales de verano y term in ó con u n a to rm en ta otoñal y u n a
lluvia batiente: ese día, el verano se tornó bruscam ente otoño. Ese
día, tam bién, se p rodujo en A lem ania u n rep en tin o cam bio de
clima político. Ese día se tom aron, súbita y precipitadam ente, las
decisiones que provocaron el fin de la P rim era G uerra M undial,
el fin de la resistencia alem ana y el fin del Im perio alem án.
El 29 de septiem bre de 1918 es u n a de las fechas m ás im por­
tantes de la h isto ria alem ana, pero no se h a convertido, com o
otras fechas com parables —el 30 de enero de 1933 o el 8 de mayo
de 1945, por ejemplo—, en u n com ponente esencial de la concien­
cia h istó rica alem ana. Puede que ello se deba, en p arte, a que
nada de lo que sucedió ese día apareció al día siguiente en los
periódicos. Los hechos del 29 de septiem bre siguieron siendo
durante m uchos años secreto de estado. Pero aun cuando final­
m ente salió a la luz todo lo ocurrido, se m antuvo curiosam ente
bajo un contorno indefinido, algo así com o u n a neblina secreta
que todo lo cubría.
El 29 de septiem bre de 1918 fue u n 8 de mayo de 1945 y un
30 de enero de 1933 en un m ism o día. Com portó sim ultáneam en­
te la capitulación y la reform a del Estado. Y am bas cosas se die­
ron gracias al em peño de un solo hom bre; u n hom bre cuyo car­
go constitucional no le au to rizab a en lo m ás m ínim o a llevar a
28 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

cabo acciones de tal calibre: el jefe adju n to del E stado M ayor


General, E rich Ludendorff.
El 29 de septiem bre de 1918 sigue guardando celosam ente el
enigm a de Ludendorff: el enigm a sobre su poder, el enigm a sobre
su personalidad y el enigm a sobre el móvil de su actuación.
El po d er de L udendorff fue casi ilim itado d u ran te los dos
últim os años de la guerra, y su om nipotencia nunca se m ostró tan
deslum brante com o ese día, en el que hizo entrega del p o d er y
destruyó su instrum ento de gobierno. Alcanzó u n poder que n in ­
gún otro alem án antes de H itler poseyó jam ás, ni siquiera Bis­
m arck: era u n poder dictatorial.
El jefe no m in al de Ludendorff, el m ariscal de cam po Von
H indenburg —jefe del Alto M ando del Ejército—, n u n ca fue en
realidad m ás que su obediente instrum ento. El káiser, jefe su p re­
mo según prescribía la Constitución, se había acostum brado a eje­
cu tar com o u n a orden todos los deseos del Alto M ando, tanto en
el ám bito político com o en el militar. El canciller y los m inistros
entraban y salían según ordenaba Ludendorff. Cuando finalm ente
éste decidió, de un día p ara otro, h acer de la A lem ania de B is­
m arck u n a dem ocracia parlam en taria y perm itir que esta dem o­
cracia izara la b an d era blanca, no hubo nadie que le ofreciera
resistencia o que le contradijera. Lo que había decidido se cum ­
plió con sigilosa diligencia. Y este ho m b re no era m ás que un
general entre otros tantos, ni m ucho m enos el de m ayor rango, a
fin de cuentas sólo era el segundo hom bre dentro del Alto M an­
do del Ejército, y sin ningún cargo político ni m andato. ¿Qué fue
entonces lo que le concedió ese enorm e poder?
Aún hoy no se h a encontrado u n a respuesta clara e incon­
testable a esta pregunta, y el carácter de Ludendorff m antiene esa
aureola enigm ática; cu an to m ás profundiza uno en su estudio,
m ás enigm ático se revela.

Las grandes m asas no significaban nada p ara Ludendorff; no era


u n héroe popular. H indenburg sí lo fue, y Ludendorff le concedió
gustosam ente to d a la pop u larid ad , todo el esplendor y to d a la
EL 29 DE SEPTIEMBRE DE 1918 29

fama. La vanidad no era uno de sus atributos. Uno hubiese sen­


tido la tentación de afirm ar que no le daba n inguna im portancia
a la fachada del poder, sino únicam ente al poder en sí; pero si se
observa con m ás atención, cabrá reconocer que, en realidad, tam ­
bién el poder en sí le era indiferente. ¿Ha existido algún otro dic­
tador que —com o Ludendorff el 29 de septiem bre de 1918— haya
entregado voluntariam ente el poder, e incluso haya llegado a or­
d en ar y a organizar su trasp aso reglam entario a sus opositores
políticos sin previa autorización?
Claro está que todo esto lo hizo en el m om ento de la derro­
ta y, como quedará dem ostrado, no lo hizo sin segundas intencio­
nes. Pero sólo con com parar el com portam iento de Ludendorff en
el m om ento de la d erro ta con el co m p o rtam ien to p o sterio r de
Hitler, nos verem os obligados a adm itir que Ludendorff no codi­
ciaba el poder. E ra desinteresado de u n m odo curiosam ente seve­
ro, casi m alvado.
Ludendorff no era un em baucador ni un líder de m asas. No
poseía ni encanto ni poder diabólico alguno, no era capaz ni de
fascinar, ni de convencer, ni de hipnotizar. E n el trato era rudo,
seco, poco am able, reservado, y tenía «pocas am istades». E n su
cam po, el militar, era sin duda un gran entendido, aunque dudo­
sam ente el dotado estratega que m ás adelante quisieron h acer de
él sus seguidores: no era u n hom bre con u n a inspiración genial,
no era ningún Napoleón —en la Prim era G uerra Mundial no hubo
N apoleones en n inguno de los dos b an d o s— sino m ás bien un
buen o rg an izad o r y ad m in istrad o r, u n técnico de la g u erra de
sangre fría y firm es resoluciones, escrupuloso e infatigable en su
trabajo de u n m odo despiadado, u n general eficiente. Pero ta m ­
bién había otros generales capaces. C uando uno se p regunta qué
fue lo que hizo sobresalir a este general burgués de entre todos los
dem ás y qué le otorgó este poder arrollador, entonces uno descu­
bre sim plem ente esto: su riguroso, casi inhum ano, desinterés, que
le capacitaba p ara ser enteram ente voluntad, enteram ente in stru ­
m ento, enteram ente encam ación.
Así era: Ludendorff encam aba algo; encam aba, como ningún
otro, la nueva burguesía dom inante en Alemania, que d u ran te la
30 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

guerra había ido arrinconando cada vez m ás a la vieja aristo cra­


cia. E ncam aba sus ideas pangerm ánicas, sus furibundas ansias de
victoria, su obsesión, con la que se jugó el todo po r el todo y «se
hizo con el poder m undial». Como era desinteresado, se hallaba
libre de cu alq u ier consideración personal, en realidad de cu al­
quier consideración, porque era m uy realista, realista de un modo
algo inquietante, algo inhum ano: p o r eso en cualquier m om ento
era capaz de jugarse el todo p o r el todo y hacer de la audacia una
rutina. Y eso fue lo que la nueva clase dom inante de A lem ania
percibió con gran perspicacia, p o r eso él fue su hom bre, p o r eso
m ism o le seguía ciegam ente m ien tras los refinados y sensibles
aristócratas del antiguo régim en capitulaban ante su realism o y
su perseverancia despiadados y las m asas se som etían a regaña­
dientes.
L udendorff era el h o m b re que se com prom etió a g an ar la
guerra p ara Alemania, y a ganarla totalm ente; el hom bre que es­
ta b a dispuesto, con u n a calm a perseverante, a jugárselo todo a
u n a carta. Todas sus decisiones tenían algo de inaudito: la guerra
subm arina total, el apoyo a la revolución bolchevique, las despia­
dadas condiciones de p az im p u estas en B rest-Litow sk, el gran
avance hacia el Este du ran te el verano de 1918, em prendida en el
m om ento m ism o en el que buscaba la batalla decisiva en el Oes­
te. Éste era su estilo, y era el estilo en el que la alta burguesía ale­
m ana se reconoció de nuevo, en el que encontraba plasm ados su
esencia y sus anhelos m ás profundos. Con Ludendorff apareció
p o r p rim era vez un nuevo rasgo del carácter alem án, u n a tenden­
cia a la exageración fría y obsesiva y al desafío del destino, un
«todo o nada» que fue el leitm otiv de toda u n a clase y que desde
entonces no h a vuelto a desaparecer de la historia alem ana.
Tam bién su solitaria decisión del 29 de septiem bre lleva su
sello. E ra la típica reacción personal de Ludendorff ante la derro­
ta. Se h a dicho a m enudo —casi desde el principio— que ese día
(o p ara ser m ás exactos, el viernes anterior, el 27 de septiem bre,
día en el que su cabeza m aq u in ab a el plan que po n d ría en p rác­
tica el dom ingo) Ludendorff, sencillam ente, «perdió los nervios».
Cierto es que Ludendorff, h asta el últim o m om ento, no h ab ía
EL 29 DE SEPTIEMBRE DE 1918 31

querido reconocer la derrota, previsible hacía m eses y to talm en ­


te evidente en las últim as sem anas, y que de pronto, de u n día
p ara otro, pasó de u n a obstinada confianza en la victoria llevada
hasta el extrem o a u n pesim ism o y u n derrotism o tal vez incluso
exagerados. Todavía en julio, al ser preguntado po r el recién nom ­
brado secretario de Estado de Exteriores Von Hintze, aseguró que
esperaba la victoria m ilitar final m ediante la inm inente ofensiva
alem ana en Reims, con lo que sin duda ya in ten tab a acallar su
propia conciencia y su m ejor concepción de los hechos. Aun en
el consejo de m inistros del 14 de agosto, tras el fracaso de esta
ofensiva y las prim eras derrotas graves de los alemanes, consideró
posible hacer frente a la capacidad de com bate del enem igo m e­
diante una resistencia a ultranza, y se m ostró partidario de alcan­
zar una m ejor posición m ilitar em prendiendo iniciativas de paz.
Ahora, el 29 de septiem bre, exigía de pro n to u n a petición de ar­
m isticio en veinticuatro horas, y lo hacía argum entando explíci­
tam ente que no era capaz de evitar d u ran te m ás de veinticuatro
horas una catástrofe m ilitar en el Frente Oeste.
N aturalm ente esto levantó sospechas de que, de pronto, en
vista de la situación en el frente —que era evidente se había con­
vertido en u n a terrible am enaza— había perdido los nervios; en
especial, después de que durante los días y sem anas siguientes se
com probase que la tem id a catástro fe del F rente O ccidental no
se producía. Tam bién es cierto que la solidez de Ludendorff era
una solidez frágil y que ya antes había padecido repetidas crisis
nerviosas que aterro rizaro n a su entorno en el Cuartel General.
Pero es significativo que esto sucediera en los m eses d u ran te los
cuales él, co n tra su propio b u en criterio m ilitar, se h ab ía visto
obligado a m anten er un optim ism o injustificado. D urante el his­
tórico fin de sem ana del 28 al 29 de septiem bre se m ostraba de
nuevo llam ativam ente frío, arro g an te e insolente: no com o u n
hom bre que ha perdido los nervios, sino m ás bien com o alguien
que los ha recuperad o y sigue u n p lan p erfectam en te trazado.
Existen m uchas pruebas de que esta im presión no era falsa.
Ludendorff nunca fue u n hom bre prudente, que buscase la
seguridad y que dejase m últiples p u erta s ab iertas en distin tas
32 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

direcciones. Su fo rm ació n com o oficial de E stado M ayor y su


tem peram ento personal le habían hecho desarrollar, actuando de
form a sim ultánea y agudizándose m utuam ente, u n estilo de p en ­
sar y de actuar que sólo conocía posiciones enérgicas, léase extre­
mas. Ludendorff se había acostum brado a sim ular planes alterna­
tivos com o se hace habitualm ente en u n estado mayor, p ara luego
decidirse p o r uno de ellos y ejecutarlo con la m áxim a energía, lo
llevaba h asta sus últim as consecuencias, sin m irar ni a izquierda
ni a derecha; si el plan fracasaba, llegaba el m om ento de poner en
práctica otras alternativas y tom ar nuevas decisiones radicales. Lo
que ato rm en tab a a Ludendorff en el verano de 1918, y lo que le
situó en alguna ocasión al borde de un colapso nervioso, fue se­
guram ente que se había sentido obligado a chapucear sin seguir
u n a línea concreta: incapaz de aceptar la posibilidad de u n a de­
rrota, h ab ía perseguido obstinadam ente u n a victoria que ya no
veía segura. Ahora, de pronto, el 27 de septiem bre, con la ru p tu ­
ra enem iga de la línea H indenburg, no quedaba ninguna o tra sa­
lida: sus conocim ientos m ilitares le hicieron ver claram ente la p o ­
sibilidad de u n a catástro fe m ilitar inm inente. Se im aginó la
derrota. El im pacto que le produjo esta aceptación debió de ser
terrible, pero tam bién aliviante, porque ah o ra podía elaborar un
plan: podía p lanear la derrota.
La planeó, com o antes había planeado la victoria: com o m i­
litar, com o general, y no com o político. E n vista de la derrota se
concentró en u n único objetivo: salvar al Ejército.

E n cualquier guerra surge un conflicto sutil entre el poder m ili­


ta r y el p o d er político. A veces, la victoria consigue velarlo u n
poco. Pero la derrota lo saca a la luz despiadadam ente. E n cier­
tos procesos que están perdidos llega u n m om ento en que el abo­
gado ya no m ira p o r los intereses de su cliente, sino sólo en cóm o
protegerse a sí m ism o contra las reclam aciones de indem nización
de su decepcionado cliente. De form a sem ejante, ante la derrota,
los dirigentes de un ejército abatido olvidan con frecuencia los
intereses del país, incapaces ya de defenderlos, y piensan única-
EL 29 DE SEPTIEMBRE DE 1918 33

m ente en sí m ism os y en cóm o m an ten er intacto su h o n o r m i­


litar. Así sucedió en F ran cia en 1940. Así o currió en A lem ania
en 1918.
El claro objetivo de Ludendorff, a p artir del m ism o instante
en el que em pezó a plan ear cóm o «m anejar la derrota», fue sal­
var al Ejército: su existencia y su honor. P ara salvar la existencia
del E jército debía aco rd arse el arm isticio lo antes posible, sin
dem ora, m añana m ism o si era posible; cada día podía trae r con­
sigo la catástrofe militar. Pero para salvaguardar el honor del Ejér­
cito la petición de arm isticio debía salir del gobierno, no podía
parecer que salía bajo ningún concepto del Alto M ando del Ejér­
cito. Debía ser una m otivación política, no militar.
Con este objetivo, se p lan teab an tres cuestiones: ¿Cómo se
motivaba políticam ente una petición de armisticio? ¿Qué gobierno
estaría dispuesto a prestarse a ello? ¿Cómo asegurarse de que el
enemigo victorioso concediera realm ente el arm isticio solicitado?
Las resp u estas a estas p reg u n tas convergían en u n p u n to
com ún. P ara que p areciera existir u n a m otivación política, la
petición de arm isticio debía aparecer ju n to a u n a oferta de paz y
debía proceder de aquellos que siem pre habían abogado p o r u na
paz acordada: es decir, de los partidos de la m ayoría parlam en ta­
ria. P or lo tanto, estos p artid o s debían e n tra r en el gobierno o
form ar ellos m ism os el gobierno.
P ara que la m ayoría parlam entaria, ante estas terribles con­
diciones, se sintiera dispuesta a afro n tar la responsabilidad del
gobierno, debía recibir algo a cam bio: la reform a de la C onstitu­
ción, tan cara a la m ayoría parlam entaria, la transición hacia una
forma parlam entaria de gobierno. Ésta reform a m ejoraría a su vez
las posibilidades de aceptación de la petición de arm isticio: la
Entente sostenía estar llevando a cabo u n a guerra por la dem ocra­
cia; especialm ente el presidente am ericano W ilson se h abía com ­
prom etido públicam ente en reiteradas ocasiones a m arcar com o
objetivo de la guerra la dem ocratización de Alemania. ¡Magnífi­
co! Si ahora se presentaba ante él u n nuevo gobierno dem ocráti­
co, era casi imposible que rechazara su petición de armisticio. Sus
famosos 14 puntos se ad o p tarían asim ism o com o base p ara las
34 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

negociaciones de paz, y de este m odo se le pondría m ás difícil aún


la negativa.
¿Y si a p esar de todo ello aú n se negaba e im ponía nuevas
condiciones, im previsibles y deshonrosas? E ntonces h abría que
ver qué o tra cosa se podía llevar a cabo. Tal vez el nuevo gobier­
no popular desencadenaría u n a guerra popular, u n a desesperada
levée en masse. Y si no hacía esto, sino que se som etía, se tra ta ­
ría entonces de su sum isión; en cualquier caso el Ejército h abría
quedado intacto: tanto su existencia como su honor. Tal vez inclu­
so podría perm itirse llevar a cabo u n a protesta, desde el principio
inútil y p o r ello inofensiva, contra la vergonzosa sum isión, y m ás
adelante, tras la guerra, con sus fuerzas intactas y su honor inm a­
culado, podría m an d ar a casa al gobierno parlam entario hum illa­
do po r la capitulación.
Éste era el plan, el plan de Ludendorff p ara m anejar la derro­
ta que ah o ra veía inevitable. Lo planeó el 27 de septiem bre. El 28
de septiem bre puso al corriente a H indenburg, quien, com o de
costum bre, lo aprobó. El 29 de septiem bre consiguió, u n a tras
otra, las ap ro b acio n es del m in istro de A suntos E xteriores, del
káiser y del canciller. Fue la ú ltim a g ran op eració n de L uden­
dorff; al contrario que con su gran ofensiva m ilitar del año 1918,
esta vez consiguió, al p rim er intento, u n éxito rotundo.

La operación se llevó a cabo con u n a precisión propia del E sta­


do Mayor, jugando u n papel decisivo el factor sorpresa. H asta el
viernes p o r la noche nadie tenía ni la m ás rem ota idea del plan
global de Ludendorff. El 28 de septiem bre por la m añana hizo que
el canciller im perial, el anciano conde Hertling, fuese inform ado
p o r su oficial de enlace en Berlín, el coronel Von W interfeldt, de
que el Alto M ando del Ejército hab ía llegado a la conclusión de
que «se había hecho necesaria u n a reestructuración del gobierno
a nivel general o u n desm an telam ien to del m ism o». Al m ism o
tiem po le recom endó al canciller im perial que se acercara inm e­
diatam ente al Gran Cuartel General. El hijo y ayudante m ilitar del
conde H ertling narra:
EL 29 DE SEPTIEMBRE DE 1918 35

Mi padre entró inmediatamente después de que el coronel Von


Winterfeldt hubiese abandonado su cámara y me contó el repen­
tino cambio de rumbo político del jefe del Alto Mando del Ejérci­
to. Naturalmente, me sorprendió mucho oír de él que de un día
para el otro el jefe del Alto Mando del Ejército se había rendido a
los pies del parlamentarismo, del que nunca antes había sido par­
tidario.

El canciller decidió partir por la noche. Antes que él, ya había


partido el secretario de Estado de Exteriores, Paul von Hintze.
Todo ello sucedió la m añana del sábado del 28 de septiembre.
Bien entrada la tarde, después de haber dado ya este paso, Luden­
dorff consideró necesario comunicarle sus intenciones a su jefe
nominal, Hindenburg. En sus memorias él mismo nos cuenta:

El 28 de septiembre a las seis de la tarde me dirigí a ver al


mariscal de campo, cuyos aposentos se hallaban en el piso inferior.
Le presenté mis ideas sobre una propuesta de paz y de armisticio...
En estos momentos se trataría de llevar a cabo, sin demora, con
decisión y claridad, esta única misión. El mariscal me escuchaba
conmovido. Me respondió que él había querido decirme lo mismo
esa noche, él también había estado dándole vueltas a la situación
y consideraba necesario dar ese paso... El mariscal y yo nos sepa­
ramos tras un fuerte apretón de manos, como si de hombres que
se habían jurado amor eterno se tratase, como hombres que pre­
tendían permanecer unidos en lo bueno y en lo malo ante lo que
se les avecinaba.

Con esta descripción no queda claro si Ludendorff informó


íntegramente a su jefe del plan o si —lo que es más probable— le
reveló únicamente una parte del mismo: la militar, así como an­
tes le había revelado la política al canciller imperial.
Sin embargo, lo que es indudable es que el plan general fue
discutido por Ludendorff, hasta el más m ínim o detalle, con el
secretario de Estado de Exteriores, Von Hintze, que acababa de
llegar. Incluso es posible, según las afirmaciones de Hintze, que
36 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

el plan de Ludendorff fuese aú n m odificado d u ran te esa conver­


sación y que el secretario de Estado le diese los últim os retoques.
H intze estaba cortado p o r u n p atró n parecido al del propio Lu­
dendorff: u n hom bre m ás joven, aguerrido, de sangre fría y pers­
picaz, originalm ente oficial de m arin a y com o Ludendorff de fa­
m ilia b u rg u esa y de convicciones p an g erm án icas. D ebido a la
brusca n o tificación de L udendorff de que el F ren te O ccidental
podía derrum barse en cualquier instante y de que la situación del
Ejército requería u n arm isticio inm ediato, se quedó «consterna­
do», pero se recom puso rápidam ente. La idea de Ludendorff de
que la necesaria petición de arm isticio debía surgir bajo la respon­
sabilidad de la m ayoría p arlam en taria le pareció bien, pero aún
fue u n paso m ás allá. Al parecer, en un principio Ludendorff sólo
había pensado en u n a incorporación de los representantes social-
dem ócratas, del Partido Progresista y del Zentrum en el gobierno
vigente p ara m otivar la rep en tin a propuesta de paz y la petición
de arm isticio. H intze opinaba que no era suficiente. E n vista de
las «catastróficas consecuencias p a ra el Ejército, el pueblo, el
Im perio y la m onarquía» que eran de temer, debía efectuarse un
cam bio com pleto del sistem a, visible y dram ático, u n a m odifica­
ción de la Constitución, u n a «revolución desde arriba». (La expre­
sión fue p ronunciada p o r p rim era vez durante esta conversación,
ah o ra bien, si fue H intze quien la utilizó en p rim er lugar o fue
Ludendorff no h a quedado del todo claro.) Al principio L uden­
dorff tem ía que así se retrasase la petición de arm isticio; pero rá ­
pidam ente se apropió de las ideas del secretario de Estado. Una
«revolución desde arriba», eso le convencía plenam ente; se corres­
pondía con sus preferencias de ir-a-por-todas. A decir verdad daba
el toq u e final a su p lan . C uanto m ás rad ical fuese la escisión
con el gobierno an terio r y la Constitución, m ás creíble resultaría
que la dem anda de arm isticio surgiera de la iniciativa política de
los nuevos dirigentes, y que el Ejército nada tenía que ver en todo
ello.
H indenburg fue consultado y, com o siem pre, se adhirió al
plan. F ueron a comer. P ara esa tard e se h ab ía convenido u n a
charla con el káiser.
EL 29 DE SEPTIEMBRE DE 1918 37

M ientras tanto, sin sab er nada, el canciller im perial, el conde


H ertling, se hallaba cam ino de Spa, el balneario belga que desde
hacía un tiem po albergaba el G ran Cuartel General. Su hijo, que
viajaba con él, n arra con expresividad el recorrido y lo que suce­
dió a su llegada:

Era un bonito, caluroso y soleado día. Una curiosa sensación


se fue apoderando de mí a medida que nos acercábamos a la bien
conocida y estimada región que hacía justo un mes habíamos
abandonado. Entretanto el otoño se extendía sobre el país, los
bosques resplandecían en todos los colores... Cuando nos acercá­
bamos a Spa cambió el tiempo, se levantaron oscuras nubes y a la
entrada de nuestro castillo empezó a caer del cielo una suave llo­
vizna. En el interior hacía frío.
No llevábamos mucho tiempo allí cuando el señor von Hintze
se hizo anunciar... La charla entre él y mi padre fue breve. Cuan­
do se marchó, mi padre entró en la habitación en la que yo me
encontraba, se dirigió hacia mí con expresión muy seria y dijo: «Es
terrible, el jefe del Alto Mando del Ejército ha exigido que tan pron­
to co m o sea po sib le se presente una oferta de paz a la Entente.
¡Hintze llevaba razón al mostrar su pesimismo!».

El anciano canciller h abía decidido d u ran te el cam ino p re­


sentar su dim isión: toda su vida hab ía sido u n m onárquico con­
vencido; no quería p articip ar en la parlam entarización del régi­
men. Ni p o r u n m om ento se le pasó p o r la cabeza que podía
evitarla, au n q u e L udendorff la exigiera. ¡Y p a ra colm o encim a
estaba la solicitud de armisticio! Como p atrio ta se sentía conster­
nado. Como canciller que había decidido dim itir de todas form as
se sentía m ás bien aliviado de que todo ello, en cierto m odo, ya
no fuera con él.
El canciller im perial no participó apenas en la charla decisiva
entre H indenburg y el káiser. H intze, quien desde la m añ an a se
había puesto plenam ente de acuerdo con H indenburg y Luden-
38 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

dorff, era ya el representante único del gobierno civil. El káiser no


opuso resistencia alguna, lo aceptó todo: tanto la parlam entariza-
ción com o la solicitud del arm isticio. Ú nicam ente se negó, p o r el
m om ento, a acep tar la dim isión de H intze, p resen tad a nada m ás
llegar.
E n realidad, todo estaba ya decidido cuando el káiser se p re­
sentó ante el canciller im perial con su séquito hacia las cuatro de
la tarde. Tan sólo faltab a re d a c ta r el decreto im p erial sobre la
instauración de u n régim en parlam entario y autorizar la dim isión
del conde Hertling. Lo que m ás curioso resulta de los sucesos de
esos días históricos es el poco dram atism o, la facilidad, sencillez
y n atu ra lid a d con la que todo se desarrolló. Al fin y al cabo se
tratab a de d ar p o r p erd id a u n a encarnizada guerra m undial que
había d urado cuatro años, dem oliendo al m ism o tiem po el edifi­
cio constitucional de Bism arck; pero nadie parecía inm utarse, y
lo único que ocasionó algunas discusiones fue la cuestión de la
dim isión del canciller im perial y del secretario de E stado de Ex­
teriores. Ludendorff sorprendió a todo el m undo, y todos jugaron
su papel prefijado com o si estuvieran en trance, com o si no fue­
sen conscientes de las atrocidades que com etían.

El káiser —comenta el joven Hertling— no me parecía tener


peor aspecto de lo habitual... La charla fue larga. Herr von Hint­
ze, que durante la noche había viajado hacia Spa y que durante
toda la mañana había estado negociando con el jefe del Alto Mando
del Ejército, parecía totalmente agotado y durmió su excesivo es­
fuerzo en la misma habitación que nosotros mientras esperaba ser
consultado... Entretanto se había preparado el comunicado del
káiser, en el que expresaba su voluntad de acercarse más que nunca
a los asuntos del gobierno como representante del pueblo, y en el
que concedía (por su gracia) a mi padre la dimisión presentada.
Llevé el escrito al despacho, donde todavía no habían concluido las
conversaciones de más trascendencia. El káiser no participó dema­
siado en ellas; el que tomó la palabra por él fue su jefe de gabine­
te, quien además discutía con tanta vehemencia que su voz se
podía percibir con toda nitidez desde la habitación contigua. La
EL 29 DE SEPTIEMBRE DE 1918 39

dimisión del canciller le resultaba al káiser más que dolorosa...


Entonces las conversaciones llegaron a su fin. El káiser se despi­
dió de nosotros como de costumbre, amablemente, y nos queda­
mos solos. Mi padre se había quedado bastante silencioso. Pero
cuando le dije que pronto nos mudaríamos de las «tierras bajas»
a la altiplanicie de las amadas montañas bávaras, una sonrisa se­
rena y de felicidad se dibujó en su serio rostro.

¿Y qué pasó con el káiser? Según su cronista N iem ann, «la


tarde del 29 de septiem bre reinaba en el entorno del káiser u n a
resignación queda, pero acom pañada de una irritación m anifiesta
hacia el general Ludendorff».
Una resignación queda y u n a «manifiesta» irritación, eso fue
todo de lo que ese día crucial m anifestaron el káiser y el canciller
para oponerse a los designios de Ludendorff; ninguno de los dos
se atrevió a rechistar.
Ese 29 de septiem bre de 1918, los poderes constitucionales
del Im perio alem án capitularon sin resistencia alguna; en cierto
modo ya habían abdicado.
Con no ta n ta facilidad se efectuó, en los días siguientes, la
constitución del gobierno p arlam entario en Berlín, que ju n to al
poder gubernam ental tenía que cargar con la responsabilidad de
la derrota; las decisiones del 29 de septiem bre cayeron tam bién
como u n a bom ba p ara los oficiales de E stad o M ayor del Alto
M ando del Ejército.
3

OCTUBRE

«¡Horrible y espantoso!», escribió en su diario el coronel del Es­


tado M ayor G eneral Von T haer el 1 de octubre tras la reunión en
la que Ludendorff hab ía dado cuentas de lo sucedido al E stado
M ayor del Alto M ando del Ejército. Y éste relata seguidam ente:

Mientras L. hablaba, se podían oír tenues lamentos y sollozos,


a muchos, la mayoría, las lágrimas les rodaban por las mejillas
involuntariamente... Como tras la reunión tenía que presentarme
a él para informar, le seguí inmediatamente y —como ya hacía
tiempo que le conocía— le agarré con ambas manos por el brazo,
cosa que nunca me hubiese permitido en otras circunstancias, y le
dije: «Excelencia, ¿es eso cierto? ¿Es ésta la última palabra al res­
pecto? ¿Estoy despierto o estoy soñando? ¡Es tan espantoso! ¿Y qué
pasará ahora?».

E scenas m uy p arecid as se vivieron al día siguiente en el


Reichstag de Berlín, donde u n enviado de Ludendorff, el com an­
dante Von dem Bussche del E stado M ayor General les com unicó
a los líderes de todos los partidos:

El jefe del Alto Mando del Ejército se ha visto obligado a su­


gerir a Su Majestad que intente poner fin al combate, que renun­
cie a continuar con una guerra que ya está perdida. Cada día que
OCTUBRE 41

pasa puede empeorar la situación y permite al enemigo conocer


nuestra debilidad.

Un testim onio expresó de este m odo las reacciones que se


produjeron:

Los diputados estaban completamente afligidos; Ebert se que­


dó lívido y no era capaz de articular palabra; el diputado Strese-
mann reaccionó como si hubiese recibido una puñalada... Parece
ser que el ministro Von Waldow abandonó la sala diciendo: lo úni­
co que nos queda ya es disparamos un tiro en los sesos.

Von H eydebrand, el líder de los conservadores prusianos, se


precipitó a la galería gritando: «¡Nos h an estado m intiendo y en­
gañando durante cuatro años!».
M ientras sacaba de quicio al E stado M ayor y al R eichstag
—los dos centros de poder entre los cuales se dirim iría de ahora
en adelante la política alem ana—, Ludendorff h abía recuperado
com pletam ente la calma. Se había rehecho p o r com pleto, sentía
haber recuperado de nuevo el dom inio de la situación y hacía sus
cálculos fría y claram ente, com o siem pre había hecho. El coronel
Von T haer —el legado de su diario posee u n valor inapreciable
como único relato m ás o m enos literal de las declaraciones de Lu­
dendorff durante esos días— describe de la siguiente m an era su
entrada en escena:

Cuando nos encontrábamos reunidos, Ludendorff se mezcló


entre nosotros, su rostro reflejaba la aflicción más profunda, estaba
pálido pero mantenía la cabeza bien alta. ¡Una bella y auténtica
figura heroica alemana! Su imagen me remitió irremediablemen­
te al Sigfrido herido mortalmente en la espalda por la lanza de
Hagen.
A continuación nos dijo más o menos que se veía obligado a
comunicamos que nuestra situación militar era totalmente desas­
trosa. Nuestro Frente Occidental podía derrumbarse en cualquier
momento... con las tropas ya no se podía contar... Era de prever
42 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

que el enemigo lograría en poco tiempo, con la ayuda de los ame­


ricanos, siempre tan belicosos, una estrepitosa victoria, un éxito de
lo más rotundo, y entonces el Ejército occidental perdería su últi­
mo aliento y refluiría como la marea, completamente disgregado,
cruzando el Rin, trayendo la revolución a Alemania. Era estricta­
mente necesario evitar esa catástrofe. Pero ahora no era momento
de dejarse abatir por las razones aducidas. Por eso mismo el Alto
Mando del Ejército había exigido a SM. y al canciller que presen­
taran sin demora alguna ante el presidente norteamericano Wilson
la petición de armisticio con el fin de alcanzar una paz sobre la
base de sus 14 puntos...
El mariscal de campo y él mismo habían pasado por un terri­
ble trance al tener que comunicar estos hechos a Su Majestad y al
canciller. Éste último, el conde Herding, le explicó a Su Majestad
del modo más respetuoso que, en consecuencia, debía renunciar a
su cargo inmediatamente. Después de tantos años vividos respeta­
blemente, éste no podía ni quería, como hombre anciano que era,
acabar así sus días, solicitando ahora un armisticio. Así que el
káiser aceptó su dimisión.
Su excelencia Ludendorff añadió: «Así pues, no tenemos can­
ciller por el momento. Todavía está por ver quién será el próximo.
Sin embargo le he rogado a SM. que también acerque ahora al gobier­
no a aquellos sectores a los que debemos agradecer principalmente el
haber podido llegar a este punto. Ahora veremos a estos señores
entrar en los ministerios. Ahora les toca a ellos conseguir la paz
que debe acordarse. ¡Ahora tendrán que apechugar con todos los
líos en los que nos han metido!».

Y cuando, a co ntinuación, Von T h aer lo ag arró del brazo,


«éste perm aneció com pletam ente tranquilo y sosegado y dijo con
u n a sonrisa p ro fundam ente am arga: "Por desgracia es así, y no
veo ninguna o tra solución"».

La «solución» que L udendorff contem plaba y que le infundía un


«sosiego y u n a tranquilidad absolutas» no consistía en o tra cosa
OCTUBRE 43

que en deshacerse de la responsabilidad de la derrota, en to m o a


la cual, m ás adelante, se crearía la leyenda de la p u ñ alad a trap e­
ra. ¿Quién hacía entonces apechugar a quién con los líos en los
que se había m etido? Si es verdad que la d erro ta alem ana del 29
de septiem bre era tan absoluta como afirm aba Ludendorff, enton­
ces se tratab a de su derrota, ya que era él quien había determ ina­
do hasta ese día la estrategia m ilitar y la política de guerra alem a­
nas: él, y no sus opositores. Y si lo que p asab a era que la derrota
aún no era definitiva y la petición de arm isticio era precipitada,
entonces era m ás que nu n ca su derrota: ya que en ese caso era él
m ism o quien provocaba esa d erro ta insistiendo en la petición de
armisticio. Cuando en el frente enemigo existían aún dudas acerca
de la victoria, cuando en Alem ania existían aú n dudas acerca de
la derrota y por eso existía allí u na predisposición a la negociación
y aquí una predisposición a la resistencia, la petición de arm isti­
cio acabó de inm ed iato con am bas. Con eso se izó la b an d era
blanca. E ra Ludendorff quien ah o ra se em peñaba en que esto se
llevara a cabo realm ente. Pero no era él quien quería cargar con
esta responsabilidad, sino el gobierno de la m ayoría p arlam en ta­
ria quien debía «apechugar». Éste fue el precio que le hizo pagar
al gobierno.
E n el m om ento de su derrota, L udendorff seguía siendo el
mism o calculador frío y tem erario que siem pre había sido. Como
siem pre, se lanzó a p o r todas. Les ofreció a los p artid o s de la
mayoría parlam entaria lo que éstos no hubiesen im aginado ni en
sus sueños m ás osados: el establecim iento de u n régim en p arla­
m entario, todo el poder. ¡Un cebo irresistible! Sólo que el cebo
estaba envenenado: de él pendía la responsabilidad de la derrota,
la derrota total que se hizo inevitable tras la petición de arm isti­
cio. L udendorff les h ab ía ten d id o u n a tra m p a a sus enem igos
políticos com o antaño había hecho con los rusos en Tannenberg
y, como los rusos en Tannenberg, éstos cayeron tam b ién de cua­
tro patas, aunque no sin sospechar de la tram pa. El príncipe Max
de Baden, el nuevo canciller im perial, u n p rín cip e liberal que
durante los últim os años hab ía criticado p ru dentem ente la polí­
tica de guerra de Ludendorff, se quedó de u n a pieza al enterarse
44 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

a su llegada a Berlín el 1 de octubre de lo que se le exigía. D urante


un p a r de días em prendió u n a lucha encarnizada co ntra la peti­
ción de arm isticio; finalm ente la cuestión se resolvió el 4 de oc­
tubre, no el 1 com o le hubiese gustado a Ludendorff. Philipp
Scheidem ann, entonces segundo del SPD y su portavoz en el
Reichstag en asuntos de política exterior, abogaba lleno de malos
presen tim ien to s en la reu n ió n del grupo p arlam en tario p o r no
aceptar la entrad a en u n a «em presa en bancarrota», con lo que
coincidía con u n a gran p arte del grupo parlam entario.
Los dos hom bres que acabaron con la resistencia del p rínci­
pe y de los diputados socialdem ócratas fueron, curiosam ente, el
jefe del E stado y su futuro sucesor. D urante el consejo de m inis­
tros, Guillermo II increpó al polémico príncipe, m iem bro tam bién
del consejo de la Corona: «No has venido aquí p ara po n er trabas
al Alto M ando del Ejército». Y Friedrich Ebert, líder del Partido
Socialdem ócrata, arg u m en tab a en la reunión parlam en taria del
SPD que, ah o ra que todo se desm oronaba, el p artid o no debía
exponerse a que le reprocharan que había negado su colaboración
en el m om ento en el que se le había requerido con urgencia des­
de todas partes. «Bien al contrario, lo que debem os hacer es p o ­
nem os m anos a la obra. Debemos pro cu rar conseguir el prestigio
suficiente p ara llevar a cabo n uestras pretensiones y, si fuera p o ­
sible, ligarlas a la salvación del país, así que conseguirlo se con­
vierte en nu estra m aldita obligación y deuda.» E bert ganó y for­
zó el nom bram iento del reticente Scheidem ann com o secretario
de E stado en el gobierno del príncipe Max.
Y así fue com o Alem ania se enteró, la m añ an a del 5 de oc­
tubre, de que a p artir de ese m om ento se había convertido en una
dem ocracia parlam entaria; de que tenía un nuevo gobierno en el
que, con u n príncipe liberal de Baden com o canciller, los social­
dem ócratas, los «hom bre de Scheidem ann», m arcaban la pauta;
y de que este gobierno había dirigido al instante u n a petición de
paz y de arm isticio, com o p rim er com etido, al presidente am eri­
cano. De lo que h ab ía ocurrido el 29 de septiem bre nadie supo
nada. Que Ludendorff se escondía tras la petición de arm isticio,
que hab ía sido él quien verdaderam ente la había forzado, de eso
OCTUBRE 45

en Alem ania nadie se hacía ni la m enor idea, excepto un círculo


m uy reducido. Tal sospecha hubiese parecido absurda: H inden-
burg y Ludendorff eran efectivam ente los hom bres de los nervios
de acero, de la férrea voluntad de victoria, quienes se autodeno-
m inaban garantes de la victoria final. Por el contrario, Scheide­
m ann y el diputado del Z entrum M atthias Erzberger, quienes re­
pentinam ente se encontraban form ando gobierno, ellos sí eran los
hom bres de la «resolución de paz» del Reichstag de julio de 1917,
las «figuras lastim osas, los aguafiestas, los don nadie, los pájaros
de m al agüero, los sapos creadores del subm undo», tal com o el
Partido Liberal C onservador les calificaba a su llegada al poder.
¡Eso de em pezar a reivindicar la paz a gritos ah o ra que las cosas
se ponían feas, ya iba con ellos! «La paz de H indenburg» frente
a «la paz de Scheidem ann»: Desde hacía años se discutía en Ale­
m ania sobre los objetivos de la guerra esgrim iendo am bos esló-
ganes. Ahora Scheidem ann se encontraba en el gobierno y la ca­
pitulación estaba encim a de la mesa. Ahí estaba. N aturalm ente,
algo así tenía que ocurrir. Con ese gobierno se acabó la guerra,
pero tam bién se perdió.
La otra novedad, el giro radical de la Constitución que supo­
nía la instauración del régim en parlam entario pasó prácticam ente
desapercibida. E bert celebró en el R eichstag la jo m a d a del 5 de
octubre com o «el punto de inflexión en la historia de Alemania»
y el «nacim iento de la dem ocracia alem ana», pero apenas nadie
le escuchaba. E n esos m om entos, las m asas alem anas se m o stra­
ban indiferentes ante los cam bios constitucionales, y adem ás con
un príncipe com o canciller, eso no ten ía dem asiado aspecto de
dem ocracia. Lo que sí tenía im portancia era el fin de la guerra, la
derrota, la capitulación, el fin de las atrocidades y ese terrible final.
Ello dividió fulm inantem ente al país en dos bandos. Unos se lo
tom aron con desesperación, y otros con alivio. Las masas, hartas
de la guerra y m uertas de ham bre, respiraron profundam ente; los
burgueses, entusiastas de la guerra y sedientos de victoria, solloza­
ban. Unos exclamaban: «¡Por fin!», los otros gritaban: «¡Traición!».
Pronto am bos bandos em pezaron a m irarse con odio. Unicam en­
te estaban de acuerdo en u n a cosa: el final había llegado.
46 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

Sin em bargo, precisam ente en eso se equivocaban: el final se


haría esperar. Los acontecim ientos se precipitarían en octubre. Se
m andó la petición de arm isticio al presidente Wilson, que no era
el único que tenía potestad p ara decidir sobre ello; W ilson reac­
cionó con vacilación y desconfianza, y adm inistró sus condicio­
nes previas con cuentagotas. E n tre el 8 y el 23 de octubre envió
tres notas. E n la prim era exigía la retirada de las zonas ocupadas,
en la segunda exigía el final de la guerra subm arina y en la tercera
exigía, apenas sin disim ulo, la abdicación del káiser. E ntretanto,
la guerra continuaba. E n el F rente O ccidental seguían m uriendo
hom bres y en la p a tria m u ch o s seguían m u rien d o de ham bre.
D urante este mes de octubre de 1918 incluso se m an d aro n m asi­
vam ente nuevas cédulas de alistam iento: se llegó a reclutar a cha­
vales de diecisiete años.
E n B erlín, y en tre B erlín y el C uartel G eneral de Spa, se
discutía d u ran te días cada respuesta de Wilson y, curiosam ente,
ahora se invertían las posiciones.

D urante las prim eras sem anas de octubre, el canciller del Reich se
había opuesto rotundam ente a la petición de arm isticio y Luden­
dorff había insistido im periosam ente en ella. Pero ah o ra que se
había hecho pública, el gobierno del Reich ya no veía n inguna
posibilidad de d ar m archa atrás, m ientras que Ludendorff se des­
decía cada día m ás de su posición inicial. De pronto estaba a favor
de abortar el intercam bio de notas y proseguir la lucha a pesar de
que la situación de Alemania era cada día m ás desesperada.
Sin em bargo, la gran ru p tu ra del Frente O ccidental p o r par­
te de la E ntente que tan to había tem ido Ludendorff d u ran te los
últim os días de septiem bre no se produjo. El Frente Occidental se
tam baleaba y retrocedía, pero no se vino abajo ni en octubre ni
en noviembre; el día del arm isticio, en el oeste aún se m antenía
u n frente alem án continuo, aunque en retirada total y sin esperan­
zas de resistir. Pero los últim os aliados de Alemania, Austria-Hun-
gría y Turquía, se d esm o ro n aro n d u ran te el m es de octubre, y
desde los Balcanes e Italia los ejércitos de la Entente se aproxim a-
OCTUBRE 47

ban im parables a las fronteras indefensas del su r de Alemania. La


pérdida del petróleo rum ano hizo prever que pronto no podría ga­
rantizarse el sum inistro p ara las tropas, así com o p ara la aviación
y la m arina, que quedarían inm ovilizadas. Aunque tal vez hubie­
se sido posible resistir el invierno en el oeste, era im pensable re­
em prender los com bates en prim avera.
Suponer que no se había percatado de todo ello sería subes­
tim ar el juicio m ilitar de Ludendorff. Como p ara cualquier otro,
en la segunda m itad de octu b re a L udendorff le debía resu ltar
evidente que la derrota era ya realm ente inevitable y que u n ar­
misticio inm ediato era lo único que podía perm itir al país ahorrar­
se al m enos los horrores de u n a invasión. Pero en este m om ento,
Ludendorff se erigió en abogado de u n a guerra desesperada has­
ta el final, com o si nunca hubiese existido u n 29 de septiem bre.
No existen razones m ilitares o de política exterior p a ra el
cam bio de postu ra de Ludendorff; la única explicación que cabe
es de política interior. Ludendorff no era nada am igo de la dem o­
cracia parlam entaria. Aunque él m ism o había decretado el 29 de
septiem bre el gobierno parlam entario, no lo había hecho con la
intención de crear u n a exitosa institución perm anente, sino ú n i­
cam ente para atribuirle la culpa de la derrota y de la capitulación
y así, después de que hubiese hecho su trabajo, poder hacerla caer
lo m ás rápidam ente posible y con la m áxim a eficacia. El prim er
paso, com o todos esperaban, le salió bien. El nuevo gobierno
parlam entario cargó con toda la responsabilidad de la petición de
arm isticio m ientras el Alto M ando del Ejército se libró de cual­
quier sospecha de haberlo instigado. El 16 de octubre, en la con­
ferencia de prensa del gobierno, se dieron las siguientes directri­
ces: «En cualquier caso debem os evitar d ar la im presión de que
los pasos dados hacia la paz provienen del cam po militar. El can­
ciller im perial y el gobierno han asum ido la responsabilidad de
haber sido ellos quienes han dado los pasos. La prensa no debe
acabar con esta imagen». Con esta leal autoinculpación, el gobier­
no de la m ayoría p arlam en taria in ten tab a llevar a cabo u n farol
patriótico ante el enem igo extranjero: en América, In g laterra y
F rancia nadie debía p ercatarse h asta el últim o m in u to de que
48 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

había sido el propio Alto M ando del Ejército quien h abía dado la
guerra por perdida. Pero precisam ente de este m odo el gobierno
parlam entario se entregaba al Alto Mando: siendo él mism o el que
insistía en h ab er izado volu n tariam en te la b an d era blanca, los
m andos m ilitares po d ían perm itirse el lujo de p ro testar co n tra
una rendición tan cobarde y vergonzosa, y así difundir a posteriori
la acusación de la «puñalada p o r la espalda»; y tan to m enos se
arriesgaba, cu an to m ás evidente se h acía que no h ab ía vuelta
atrás. Desde m ediados de octubre, L udendorff se en co n trab a
nuevam ente en posición de ju g a r el papel heroico del soldado
invicto y d ispuesto a lu c h a r que se opone valientem ente a u n
gobierno de dem ócratas blandengues ávido de paz y dispuesto a
capitular.

Ludendorff aún adm itió la prim era nota de Wilson. Tras la segun­
da ya m ostraba m olesto su desaprobación y declinó toda respon­
sabilidad ante u n a respuesta aprobatoria. Tras la tercera, el 24 de
octubre publicó p o r su cuenta, sin esperar la reacción del gobier­
no del Reich, u n a orden del día en la que afirm aba que la nota era
inadm isible y «sólo puede significar p ara nosotros, los soldados,
la exigencia de p ro seg u ir con la resistencia con todas n u estras
fuerzas».
Sin em bargo, L udendorff h ab ía jugado dem asiado fuerte.
Y sucedió lo inesperado: el canciller im perial, el príncipe Max de
Baden, u n h o m b re distinguido, de carácter m ás bien débil y, a
decir verdad, de n atu raleza poco belicosa, se defendió. Puso al
káiser ante el dilema: «o Ludendorff o yo». Y esta vez quien tuvo
que m archarse fue Ludendorff.
El 17 de octubre, en u n a sesión del consejo de m inistros en
la que p articipaba Ludendorff, el príncipe Max m anifestó «haber
perdido la confianza en la persona de Ludendorff». Según dijo:
«Hoy el general Ludendorff no ha dicho ni u n a sola p alabra acer­
ca de la propuesta de arm isticio y sus catastróficas consecuencias
p ara el m undo y p ara Alemania; po r el contrario, responsabiliza
de alentar al enem igo y de provocar el decaim iento de los ánim os

.
OCTUBRE 49

en el frente a las reuniones m antenidas en Berlín acerca del arm is­


ticio». Tal vez el príncipe no advirtió ni p o r u n m om ento el pér­
fido juego que Ludendorff había planteado al gobierno, pero po­
día captar, con el instinto de los aristócratas de la Casa reinante,
algo desleal, despótico, poco de fiar en el cam bio de ru m b o de
Ludendorff. El orden del día del 24 de octubre y u n segundo via­
je, em prendido al día siguiente p o r H in d en b u rg y L udendorff
hacia Berlín co n tra la voluntad expresa del canciller, fueron la
gota que hizo co lm ar el vaso: «Mi decisión era clara, ese viaje
debía finalizar con el cese del general Ludendorff. El m otivo ale­
gado era su iniciativa no autorizada. Tam bién ayudó el deseo de
distender la situación interior y exterior. Pero lo decisivo fue que
había dejado de confiar en él».
Y ahora se ponía de m anifiesto que ante u n a crisis de esta
m agnitud entre el gobierno del Reich y el Alto M ando del Ejérci­
to, Ludendorff ya no era el m ás fuerte: im poniendo la petición de
arm isticio, él m ism o había serrado la ram a en la que estaba sen­
tado. Su poder ilim itado d u ran te dos años se debía a sus garan­
tías acerca de la victoria. Cuando dejó de darlas, se convirtió en
un general com o cualquier otro. Antes del 29 de septiem bre, Lu­
dendorff sólo ten ía que p resio n ar en cualquier conflicto con su
dim isión p ara im poner su voluntad. C uando ah o ra intentó hacer
lo mismo, com probó la réplica del káiser: «Pues si definitivamente
quiere m archarse, p o r m í puede hacerlo».
Esto sucedió el 26 de octubre a las diez de la m añana en una
audiencia en el Palacio Bellevue de Berlín, donde L udendorff y
H indenburg fueron recibidos por u n káiser, «muy m alhum orado».
De pronto, el káiser le reprochaba a Ludendorff la propuesta de
arm isticio y tam bién la orden del día del 24 de octubre, y le con­
firm aba rotundam ente que había perdido su confianza.
L udendorff g u ard ab a u n a ú ltim a bala en la recám ara, o
como m ínim o eso era lo que él creía. Cuando el káiser acogió con
indiferencia el deseo de dim itir del general, «el m ariscal de cam ­
po [H indenburg] perdió su m oderación habitual h asta entonces
y planteó tam bién su dimisión; ésta fue rechazada p o r el káiser
con tres palabras: "¡Usted se queda!". El m ariscal de cam po se
50 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

inclinó ante esta imposición imperial. Apenas el káiser hubo aban­


donado la estancia, H indenburg y Ludendorff iniciaron u n a bre­
ve y acalorada discusión en la que Ludendorff acusó al m ariscal
de haberle dejado en la estacada en el m om ento decisivo. C uan­
do el m ariscal de cam po, al su b ir L udendorff al autom óvil, le
sugirió que viajasen juntos, éste lo rechazó y volvió solo al Cuar­
tel General». Todo esto se lo contó Ludendorff inm ediatam ente
tras la audiencia al coronel Von H aeften, quien dejó constancia
escrita de lo sucedido.
De este m odo tan funesto llegó a su fin la dictadura del ge­
neral Ludendorff.

Sorprendentem ente, el suceso, que tan sólo u n mes antes hubie­


se conm ovido com o ningún otro a la opinión pública alem ana,
pasó casi desapercibido. Los acontecim ientos ensom brecieron la
figura de Ludendorff.
No sólo había cam biado la situación m ilitar tras la oferta de
arm isticio, sino que tam bién lo había hecho el am biente que se
vivía en el interior de Alemania. «Dos opiniones —inform aba a su
m inisterio el enviado de Sajonia en Berlín— dividen a las m asas.
Los unos sienten u n anhelo de paz cada vez m ás intenso y extre­
mo, los otros u n a am argura m anifiesta debido a la falta de clari­
dad del gobierno anterior sobre los límites de la capacidad alem a­
na y a la actitud del gobierno de alim entar con ta n ta insistencia
la creencia de la invencibilidad alem ana, cosa que h abía hecho
confiar en u n a falsa seguridad a am plios sectores.» Así pues, b ro ­
tab an los anhelos de paz y la crisis de confianza a los que se unía
la certeza clara, desde el 5 de octubre, de que la guerra estaba
perdida y de que cada soldado caído suponía u n sacrificio inútil:
u n a m ezcla explosiva de im previsibles consecuencias. Y a ello
había que añ ad ir que los días iban pasando y el tardío arm isticio
no llegaba. La im paciencia y la tensión eran insoportables.
Las notas con las que el presidente W ilson se cuestionaba la
dem ocratización de Alem ania proclam ada de la noche a la m añ a­
na y con las que p resionaba p ara que se llevaran a cabo m ás re-
OCTUBRE 51

form as internas, dejaban m uchas p u ertas abiertas al debate. El


intercam bio de notas entre el gobierno del príncipe Max y el pre­
sidente am ericano fue el m ás curioso que haya precedido jam ás
a un arm isticio entre potencias enfrentadas. E ra com o u n a discu­
sión académ ica entre especialistas en derecho público de diferen­
tes tendencias. Las notas alem anas aseguraban u n a y otra vez que,
a p a rtir de las reform as constitucionales de octubre, el gobierno
alem án ya no rep resen tab a a nin g ú n régim en autocrático, sino
únicam ente al pueblo y a su P arlam ento escogido librem ente. El
presidente no acababa de creérselo, y no le faltaban motivos para
su escepticismo. «Por m uy significativas e im portantes que pudie­
ran parecer las m odificaciones en la C onstitución de las que h a­
blaba el secretario de A suntos E xteriores en su n o ta del 20 de
octubre —expresaba W ilson en su respuesta tres días después—,
no puede deducirse claram ente que el principio de responsabili­
dad del gobierno ante el pueblo alem án esté plenam ente aplica­
do, que exista, o que se contem plen disposiciones destinadas a
garantizar que la reform a básica y práctica acordada ah o ra par­
cialm ente vaya a d u ra r... E stá claro que el pueblo alem án no
posee ningún medio p ara som eter a su voluntad a las autoridades
m ilitares del Reich, que la influencia dom inante del rey de Pru-
sia en la política del R eich no ha m enguado, que la iniciativa
definitiva sigue en m anos de aquellos que hasta ahora han sido los
dueños y señores de Alemania.» Todo esto no era del todo falso.
Wilson, que hab ía ejercido com o profesor de ciencias políticas,
podía ser u n doctrinario y su (más sincera) percepción de la gue­
rra com o u n a cru zad a a favor de la d em o cracia te n ía algo de
quijotesco, pero su análisis de la situación interior de Alemania
dio en el blanco. ¿No era cierto que la recién estrenada dem ocra­
cia p a rla m en taria h ab ía sido in sta u ra d a p o r la gracia del Alto
M ando Militar? ¿Estaba ésta realm ente consolidada, m ientras que
en todo el país reinaba aún el estado de guerra, adm inistrado por
las autoridades m ilitares? ¿Era el gobierno del príncipe Max algo
más que un sutil velo p arlam entario situado ante la antigua rea­
lidad, cuando en verdad debía agradecer su existencia exclusiva­
m ente a u n a «revolución desde arriba»?
52 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

A p a rtir de la tercera n o ta de Wilson, A lem ania vio cóm o dos


cuestiones corrían de boca en boca, dos cuestiones que tres sem a­
nas antes nadie había siquiera escuchado: «la cuestión del káiser»
y «la revolución». Si la persona del káiser ponía trab as a la con­
secución del arm isticio, ¿no deb ía entonces éste sacrificarse y
abdicar? Esto era lo que se preguntaban de pronto, no únicam en­
te los trabajadores socialdem ócratas, sino tam bién los m onárqui­
cos convencidos; no únicam ente el pueblo, sino tam bién los m i­
nistros. Todavía no se tratab a de resolver la cuestión «M onarquía
o República». Al contrario, m uchos hom bres que ocupaban car­
gos de responsabilidad, incluyendo el canciller del Reich, contem ­
plaban la renuncia al trono del káiser com o la m ejor solución, el
único m edio posible p ara salvaguardar la m onarquía. Calculaban
que con u n a regencia y u n rápido arm isticio todavía estarían a
tiem po de m an ten er el Estado, la C onstitución y la M onarquía.
Pero si el arm isticio fracasaba a causa de «la cuestión del káiser»,
entonces surgiría am enazante la Revolución.
Cómo y de dónde pro v en d ría la revolución, nadie lo sabía
aún. Pero, de un m odo inquietante e inaprensible, su presencia se
percibía ah o ra en el aire y p arecía a punto de estallar a propósi­
to de la cuestión del káiser. Se tem ía que las m asas se alzaran
desesperadas p ara librarse del káiser, que se interponía entre ellos
y la paz, y si lo conseguían b arrerían junto con él todo lo dem ás:
la M onarquía, el Estado, el Ejército y la M arina, el gobierno y la
adm inistración, la aristocracia y la alta burguesía.
D ebían an ticip arse a ellos. Así pensaba no sólo el príncipe
M ax de B aden, sino tam b ién F ried rich E bert. T am bién a él le
preocupaba m ucho la am enaza revolucionaria. La derrota exterior
era ya inevitable, y suficientem ente grave. La derrota exterior y la
revolución interior ya eran dem asiado, era im posible acab ar con
todo ello. La sola idea h orrorizaba a Ebert. Por eso su program a
era aho ra exactam ente igual al del gobierno, al que apoyaba des­
de fuera con todos los m edios: abdicación del káiser —ráp id o
arm isticio-regencia— salvaguarda de la m onarquía.
OCTUBRE 53

El káiser, p o r su parte, no pensaba en abdicar, pero tam bién


tem ía a la revolución. Precisam ente por ello deseaba ahora el ar­
misticio con tanta urgencia como el pueblo y el gobierno. Necesi­
taba al Ejército para sofocar la revolución en la patria, si es que ésta
llegaba a estallar. Pero p ara ello debía aco rd ar el arm isticio. El
Ejército no debía seguir atrapado en la lucha contra el enemigo
durante m ás tiempo, debía d ar m edia vuelta p ara poder m archar
contra la patria insurrecta. Si Lundendorff no quería autorizar esta
acción, entonces era precisam ente él quien debía hacerlo. Pensaba
en un nuevo jefe p ara dirigir al Ejército en la tarea de sofocar la
revolución: el general Groener, u n prosaico suabo de quien espera­
ba que asum iera la derrota exterior con serenidad, ya que no se
trataba de su derrota, y que volviese a casa y estableciese la calma
y el orden con m ano dura. El 30 de octubre el káiser abandonó
Berlín a hurtadillas, rehuyó los indiscretos debates en la capital
sobre la abdicación y asentó su base de operaciones en el Gran
Cuartel General, entre sus paladines militares.

Un período am biguo, este m es de octubre de 1918, u n período


entre guerra y paz, entre Im perio y Revolución, entre dictadura
m ilitar y dem ocracia parlam entaria. Cuanto m ás avanzaba el mes,
m ás se d ilu ían com o en la niebla las líneas b ásicas de la vida
política cotidiana. Los actores se perd ían de vista unos a otros,
casi no se oían entre ellos; cada cual tem ía p o r algo distinto: el
káiser po r su trono, el jefe del Alto M ando p o r la cohesión del
Ejército, el canciller p o r u n arm isticio que no llegase dem asiado
tarde, el líder del Partido Socialdem ócrata po r la paciencia de las
m asas. E n B erlín (y ú n icam en te allí) se consiguieron p o n er de
acuerdo algunos conspiradores que planeaban una acción revolu­
cionaria, prim ero p ara el día 4 y luego p ara el 11 de noviembre.
Éstos tam bién tem ían po r sus planes. Porque aunque todo habla­
ba a favor de la posibilidad de u n a revolución, nadie sabía si las
m asas estaban realm ente p reparadas y eran capaces de llevar a
cabo un levantam iento; y nadie sabía cuánta resistencia ofrece­
rían, llegado el levantam iento, los antiguos poderes.
54 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

Finalm ente no fueron los revolucionarios berlineses quienes


pusieron en m archa la revolución y no fue «la cuestión del káiser»
quien la desató, sino u n acto desesperado del m ando de la M ari­
na con el que nadie había contado.
P ara entenderlo mejor, escuchem os de nuevo la voz de Lu-
dendorff. L udendorff se h ab ía dirigido a Suecia con p asap o rte
falso, pero su espíritu aún seguía presente en el Estado M ayor del
Ejército y de la M arina. El 31 de octubre, Ludendorff ponía po r
escrito lo que le preocupaba:

Está claro que nuestra situación no puede mejorar. El desastre


en el sudeste prosigue su curso, no cabe ninguna duda. Pero los
inusitados esfuerzos del pueblo alemán podrían haber desalenta­
do a los pueblos y a los ejércitos franceses, ingleses e incluso ame­
ricanos. Aún podíamos proseguir la lucha durante algunos meses.
Una fortaleza que se rinde antes de haberlo intentado todo hasta
el final queda condenada a la maldición del deshonor. Un pueblo
que acepta la humillación y se deja imponer condiciones que ani­
quilan su existencia como tal, sin defenderse hasta las últimas
consecuencias, se hunde irremisiblemente. Pero si se ve obligado
a soportar tales afrentas después de haberse esforzado hasta la
extenuación, entonces sobrevivirá.

E n estas afirm aciones hay m ucho de irreal e ilógico, pero una


cosa sí es cierta: no se puede sobrevivir a la aniquilación total; ni
siquiera tras ofrecer u n a últim a resistencia extraordinaria; y cier­
tam ente las condiciones de Wilson no pretendían llegar a este pun­
to. Que A lem ania pudiese «proseguir la lucha d u ran te algunos
meses», tal vez hubiese venido al caso antes del 29 de septiembre;
ahora ya no. Pero cuando Ludendorff habla de «la m aldición del
deshonor» que cae sobre quienes ab andonan la lucha antes de
haber agotado todos los recursos, hace referencia a algo real y vi­
gente en el m om ento: a u n determ inado concepto del honor que
entonces llegaba al alm a al cuerpo de oficiales alem án y, en gene­
ral, a las castas superiores alemanas; un concepto del honor que se
puede considerar rígido y formal, que hoy ya tiene algo de trasno-
OCTUBRE 55

chado, pero que en ese m om ento form aba parte de una realidad
psicológica poderosísim a. Este concepto constituía el pensar, el
sentir y el actuar de la clase dirigente alem ana, que se autodefinía
a través suyo y m ediante el cual se desm arcaba de las m asas im po­
sibles de satisfacer. Este concepto del honor dividió en dos m undos
irreconciliables a la clase alta de la baja. Lo curioso del caso es que
Ludendorff hubiese olvidado por com pleto este concepto el 29 de
septiem bre y que ahora, sin embargo, se acordase de él.
M uchos no lo h abían olvidado, ni entonces ni antes. Recor­
dem os por ejemplo la reacción de sus propios oficiales del E sta­
do M ayor ante su decisión de capitular: «se p o d ían o ír tenues
lam entos y sollozos, a m uchos, la m ayoría, las lágrim as les ro d a­
ban por las mejillas involuntariam ente». Se sentían deshonrados.
Las m asas que se habían quedado en casa y tam bién las m asas de
soldados rasos y m arineros se sentían aliviadas ante la perspec­
tiva de la paz y de sobrevivir a la guerra, aunque ésta se hubiera
perdido, a pesar de la rendición, m ejor eso que entregarlo todo
«hasta el final»; los. oficiales, no. P ara ellos la rendición era una
deshonra: antes la m u erte que la deshonra. Y las tropas, claro
estaba, debían m orir si era necesario.
Las tropas, sin embargo, ya no querían seguir m uriendo; aho­
ra ya no, una vez la guerra se había dado p o r perdida, y aún m enos
en nom bre de un honor que pertenecía a una clase de la que ellos no
form aban parte y no significaba nada para ellos. Esto, y no «la cues­
tión del káiser», fue lo que realm ente hizo estallar la revolución.
Cuando los oficiales de m arina quisieron llevar a cabo «una
resistencia hasta la muerte», los m arineros se am otinaron y arras­
traron con ellos al Ejército del interior y a las clases trabajadoras.
Lo que aquí se ponía de m anifiesto era u n deseo de vivir funda­
mental, y se m anifestaba contra u n concepto exagerado del honor
que exigía u n a inm olación heroica. Tres días después del cese de
Ludendorff, dos días después de la recepción de la últim a carta
de Wilson, m ientras el gobierno en Berlín se ocupaba de librarse
del káiser y de salvar a la m onarquía y m ientras la delegación que
se preparaba para ir a firm ar el arm isticio se disponía p ara la par­
tida, la tierra em pezó a tem blar en Alemania.
4

LA R E V O L U C IÓ N

El prim er histo riad o r de la R epública de Weimar, A rthur R osen­


berg, h a descrito la Revolución alem ana de Noviem bre de 1918
com o «la m ás extraña de todas las revoluciones». «Las masas, que
apoyaban a la m ayoría p arlam entaria, se rebelaron co n tra el go­
bierno de Max de Baden, es decir, contra sí mismas.»
El análisis de R osenberg acerca del origen y la historia de la
R epública de W eim ar sigue siendo el m ás profundo y agudo que
se haya escrito h asta ah o ra. Pero en este p unto, R osenberg se
equivoca. Las m asas no se rebelaron contra el gobierno. Por m uy
raro que pueda sonar, se rebelaron a favor del gobierno.
El terrem oto de la segunda sem ana de noviem bre se inició,
com o es conocido, con el am otinam iento de los m arineros de la
Flota de Alta M ar co n tra sus jefes, pero lo que desencadenó este
am otinam iento —precisam ente lo que después h a sido sistem áti­
cam ente silenciado— fue otro m otín: el m otín de los jefes de la
Flota contra el gobierno y su política.
C uando las tro p as se rebelaron, creyeron estar actu an d o a
favor del gobierno. El dram ático pulso entre los m arineros y los
oficiales que tuvo lugar el 30 de octubre de 1918 en Schillig-Ree-
de frente a W ilhelm shaven, donde arrancó la revolución, no fue
un pulso entre ésta y el gobierno. E ra la p rim era p ru eb a de fuer­
za entre revolución y contrarrevolución, y el disparo de salida lo
dio esta últim a.
LA REVOLUCIÓN 57

El 20 de octubre, tras el cese de la guerra subm arina decre­


tado p o r el gobierno, de acuerdo con lo exigido po r Wilson, los
jefes de la Flota decidieron provocar u n a batalla decisiva entre la
Flota de Alta M ar alem ana y la inglesa. Fue u n a decisión aislada
y constituyó, po r sus características, u n am otinam iento. Se pla­
neó a espaldas del nuevo gobierno y se m antuvo en sum o secre­
to. Iba claram ente dirigida a p o n er co rtap isas a su política. El
deseo evidente que se escondía tras esta decisión, el deseo que
quedaba sin form ular y quizá incluso de form a sem iinconscien-
te, era el de ignorar y hacer com o si n u n ca hubiese tenido lugar
la «revolución desde arriba», que había conducido al poder a esos
«pájaros de m al agüero» del Parlam ento.
Más adelante se intentó sacar hierro a la decisión, tom ada en
ese m om ento, de hacer zarpar a toda la Flota de Alta M ar alem ana
haciéndola pasar com o u n a m era acción de diversión destinada
a reducir la presión en el frente terrestre, como si se tratase de una
operación m ilitar ru tin aria de la que el gobierno no tenía p o r qué
estar inform ado. E ra u n a excusa insostenible. La batalla terrestre
en el Oeste, cuyos puntos críticos se hallaban m uy tierra adentro,
no podían solucionarse desde la costa. N unca nadie podría haber
creído lo contrario, y m ucho m enos el Alto M ando del Ejército. El
Ejército de Tierra nunca pidió auxilio a la Flota, sim plem ente por
el hecho de que esta ayuda carecía co m pletam ente de sentido
desde el punto de vista militar.
No, cuando la Flota de Alta M ar alem ana, que no había he­
cho n ad a parecido en los dos últim os años, decidió a tacar con
todas sus fuerzas, sólo podía ten er una razón; la m ism a que en
mayo de 1916 en Skagerrak: desafiar a la Flota b ritán ica p ara li­
b rar u n a batalla naval decisiva.
Una batalla naval de tales características no podía cam biar
el rum bo de la guerra: ni siquiera en el im probable caso de ven­
cer a la Flota británica, ya que tras ésta se enco n trab a ah o ra la
Flota de Estados Unidos, que podía continuar el bloqueo. Además,
ésta ya no jugaba ningún papel esencial en el desenlace de la gue­
rra. Todo se jugaba en tierra y de form a inm inente. Por el co n tra­
rio, el enorm e sacrificio de vidas causado p o r u n a gran batalla
58 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

naval, cualquiera que fuera su resultado, debía servir p ara atizar


al m áxim o la exasperación y el ansia guerrera de las potencias
enem igas y fru strar cualquier esperanza de u n arm isticio rápido
y sin condiciones onerosas com o al que aspiraba el gobierno con
aprem io. De ahí que la decisión de lib rar una batalla naval fuese,
en ese m om ento m ás que nunca, u n a decisión de alto contenido
político que adem ás desafiaba a la política del gobierno. Que los
jefes de la Flota tom aran u n a decisión unilateral suponía negar la
obediencia a gran escala, y derivó en la in su b o rd in ació n y el
am otinam iento de los oficiales. Y a esta sedición de los oficiales
respondió ahora el am otinam iento de la m arinería.

El descontento cundía desde hacía tiem po entre los m arineros de


la Flota de Alta M ar alem ana. Ya en 1917 se h ab ían producido
infracciones disciplinarias con tintes políticos que h ab ían sido
reprim id as con m ano d u ra y castigadas con m u ch a severidad.
Pero desde este incidente no se había vuelto a rep etir n ad a sim i­
lar, y nada, nada en absoluto podía hacer sospechar que ahora los
am edrentados m arineros, con el anhelado fin de la guerra ante
sus ojos, podrían optar, en el últim o m om ento, po r poner su vida
en juego con u n gran m otín. Pero tam poco en u n a batalla naval.
Cuando de pro n to se les dio a escoger entre arriesgar su vida de
un m odo u otro, los hom bres de algunos grandes buques (no to ­
dos, ni m ucho m enos) se d ecantaron p o r la desobediencia. In d u ­
dablem ente no fue p o r cobardía —u n am otinam iento en tiem pos
de guerra exige m ucho m ás coraje que la lucha en la batalla—,
sino porque creían en la justicia.
Un p a r de días antes, u n enviado de los m arineros había su­
bido a bordo del Thüringen, uno de los dos barcos de línea que se
h ab ían negado a z arp a r el 30 de octubre, p a ra co m u n icarle al
p rim er oficial que el ataq u e naval planeado no se aju stab a a la
política del nuevo gobierno. El oficial contestó con sequedad (se­
gún la posterior declaración del m arinero d u ran te la instrucción
del consejo de guerra): «¡Sí, de vuestro gobierno!». E sta conversa­
ción aclara la disparidad de posturas en pocas palabras: E ran los
LA REVOLUCIÓN 59

oficiales quienes ya no reconocían al gobierno com o suyo y las


tropas las que creyeron que tenían que lu ch ar p o r «su» gobierno.
Desde su punto de vista, actuaron en legítim a defensa del Estado
y salieron en apoyo del m arco legal establecido; si se am otinaron,
entonces se puede decir que lo hicieron contra los am otinados.
El am otinam iento de Schillig-Reede —un d ram a oculto so­
bre el cual d u ran te varios días nadie en B erlín o en el C uartel
General Suprem o de Spa tuvo conocim iento alguno— term inó en
tablas. Tras unos m inutos de estupor d u ran te los cuales los bar­
cos alem anes am otinados y los que aún no lo estaban, a m uy poca
distancia unos de otros, se ap u n tab an con sus enorm es cañones,
los am otinados se rindieron. En este sentido, vencieron los oficia­
les. Pero se abandonó el planeado ataque naval: con u n a m arin e­
ría tan poco fiable, los alm irantes no quisieron arriesgarse a librar
una batalla naval. E n este sentido, los m arineros eran los vence­
dores. La flota reunid a en Schillig-Reede se dispersó de nuevo.
Tan sólo una escuadra perm aneció ante W ilhelmshaven, otra re­
cibió la orden de dirigirse a B runsbüttel y la tercera escuadra, la
que no se había am otinado, navegó de vuelta a Kiel, donde llegó
el viernes 1 de noviembre. Los m arineros detenidos, que supera­
ban el millar, fueron llevados a tierra, a las prisiones militares. Les
esperaba un consejo de guerra y el pelotón de ejecución.
Ahora se trataba de su destino. Las tropas de la tercera escua­
dra regresaron hacia Kiel tan com pungidos com o cuando zarp a­
ron una sem ana antes hacia W ilhelmshaven. La «cabalgada de la
m uerte» hacia la que creían dirigirse entonces había fracasado.
Pero ahora p ara sus cam aradas, que la habían hecho fracasar, la
am enaza de m uerte era inm inente. Este sentim iento revolvía y
atorm entaba a los m arineros. E n Schillig-Reede, finalm ente, sólo
se habían am otinado las tripulaciones del Thüringen y del Helgo­
land, pero prácticam en te todos estab an a favor de la revuelta,
aunque les faltó valor. Ahora este pensam iento los carcom ía. Los
cam aradas del Thüringen y del Helgoland que sí h ab ían tenido
valor y de este m odo se habían convertido en sus salvadores, ¿de­
bían verse ahora condenados a m orir? No lo podían permitir. Pero
si no lo querían permitir, necesitaban ahora m ucho m ás coraje del
60 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

que hab ían necesitado en el últim o m om ento, dos días antes, en


Schillig-Reede, así que debían arriesgar al máximo: no sólo debían
insubordinarse, sino que debían ap o star p o r el levantam iento, el
uso de la violencia y la tom a del poder. ¿Y qué pasaría a continua­
ción? Eso les atorm entaba. ¿Pero dejar m orir a sus com pañeros?
E ra inconcebible, aú n m ás que inconcebible.
P asaron tres días h asta que estos hom bres, que no h ab ían
tenido el valor de am otinarse en W ilhelmshaven, enco n traro n la
fuerza suficiente p ara revelarse en Kiel. El prim er día m andaron
una delegación al com andante de la plaza para exigir la liberación
de los prisioneros; obviam ente esta reclam ación fue rechazada. El
segundo día discutieron largo y tendido en el edificio sindical de
Kiel con los soldados de infantería de m arina y los estibadores so­
bre qué era lo que podían hacer, pero no llegaron a ninguna con­
clusión. El tercer día, el dom ingo 3 de noviembre, pretendían pro­
seguir las discusiones, pero se encontraron bloqueada la en trada
del edificio sindical que estaba vigilada p o r u n a guardia arm ada.
P or eso se reu n iero n al aire libre, en u n cam po de instru cció n
donde miles de trabajadores se unieron a ellos, escucharon los dis­
cursos y form aron finalm ente un gran cortejo. Algunos estaban ar­
m ados. E n un cruce de calles, una p atru lla detuvo la m anifesta­
ción. El jefe de la patrulla, u n tal teniente Steinhäuser, ordenó que
se disgregasen, y al ver que no lo cum plían ordenó ab rir fuego.
Nueve m uertos y veintinueve heridos quedaron tendidos sobre el
pavimento. La caravana se dispersó, pero u n m arinero arm ado se
adelantó y disparó al teniente Steinhäuser.
Ése fue el acto decisivo, el disparo de salida de la Revolución
alem ana. De pronto todo el m undo fue consciente de que ya no
había m archa atrás. Y ah o ra todos sabían lo que debían hacer. La
m añan a del lunes 4 de noviembre, los m arineros de la Tercera Es­
cuadra eligieron sus consejos, desarm aron a los oficiales, se arm a­
ro n e izaron en los navios la b andera roja. Ú nicam ente u n buque,
el Schlesien no se unió a ellos: huyó a alta m ar bajo la am enaza
de los cañones de sus barcos herm anos. Sólo un com andante, el
capitán W eniger del König, defendió con las arm as su pabellón.
M urió de u n disparo.
LA REVOLUCIÓN 61

M arineros arm ados, ah o ra bajo las órdenes de sus consejos


de soldados, y dirigidos p o r u n co n tram aestre llam ado Artelt,
desem barcaron en form ación, ocuparon sin resistencia la prisión
m ilitar y liberaron a sus com pañeros. Otros ocuparon los edificios
públicos y la estación. Al m ediodía llegó a Kiel u n destacam ento
de soldados del Ejército de Tierra que había sido enviado p o r la
com andancia de Altona p ara rep rim ir la sublevación de los m a­
rineros: pero el d estacam en to fue desarm ado en tre escenas de
confraternización. El com an d an te de la base naval, privado de
cualquier m ecanism o de autoridad, recibió a regañadientes a una
delegación del consejo de soldados y capituló. Los infantes de
m arina de la guarnición se solidarizaron con los m arineros. Los
estibadores de los muelles declararon u n a huelga general. Al atar­
decer del 4 de noviembre, Kiel estaba en m anos de cuaren ta mil
m arineros y soldados insurrectos.

Los m arineros no sabían qué hacer con el poder que acababan de


conquistar. Cuando al caer la tarde de ese 4 de noviem bre llega­
ron de Berlín dos enviados del atem orizado gobierno, el d ip u ta­
do socialdem ócrata Gustav Noske y el secretario de E stado bur­
gués H aussm ann, m uy inquietos, fueron recibidos con júbilo y
alivio y Noske fue elegido inm ediatam ente «gobernador», lo que
dem uestra una vez m ás que los rebeldes no se levantaron contra
el gobierno, sino a favor de él, y creyeron estar actuando en este
sentido. Pero instintivam ente ten ían clara u n a cosa: tras h ab er
dado en Kiel el gran salto, tras h ab er acabado con la autoridad
local y tras tener la ciudad en sus m anos, el m ovim iento no de­
bía quedar circunscrito únicam ente a Kiel, si no la ciudad se con­
vertiría en una tram pa. E n estas circunstancias sólo les quedaba
la h u id a hacia delante: debían salir de la ciu d ad y p ro p ag ar el
movimiento, si no su triunfo sería tan suicida com o lo había sido
una sem ana antes el triunfo de los am otinados en Shillig-Reede,
centenares de los cuales aú n seguían en prisión en W ilhelm sha­
ven y en B runsbüttel. Debían liberarlos, y en todas partes debía
suceder lo m ism o que h ab ía sucedido en Kiel; de lo contrario,
62 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

estarían perdidos. De la m ism a form a que del am otinam iento se


había llegado a la revuelta, de la revuelta debía su rg ir ah o ra la
revolución: es decir, los rebeldes, tal y com o hab ía ocurrido en
Kiel, debían hacerse con el po d er en todos los rincones del país
si no querían ser acorralados, derrotados y castigados brutalm en­
te en Kiel. D ebían dispersarse y extender la revolución p o r todo
el país. Y lo consiguieron con un éxito tan rotundo que ni ellos
m ism os hu b ieran im aginado jam ás.
Por dondequiera que p asaran los m arineros se les u n ían los
soldados de las guarniciones y los trab ajad o res de las fábricas,
com o si les h u b ieran estado esperando; prácticam ente en ningún
lugar encontraron u n a firm e resistencia; p o r todas partes, el or­
den vigente se desm oronaba com o u n castillo de naipes. El 5 de
noviembre, la revolución había llegado hasta Lübeck y B ru n sb ü t­
telkoog; el 6, h asta H am burgo, B rem en y W ilhelm shaven; el 7,
hasta Hannover, O ldenburg y Colonia; el 8, tenía bajo su control
a todas las grandes ciudades del oeste de Alemania, adem ás de
Leipzig y M agdeburgo, al este del Elba. A p artir del tercer día, la
revolución ya no necesitó del im pulso de los m arineros; com o si
se tratase de u n incendio forestal, ah o ra la revolución se ab ría
paso p o r sí m ism a. Por todas partes, com o p o r acuerdo tácito,
sucedía lo m ism o: los soldados de las guarniciones elegían sus
consejos de soldados, los obreros escogían sus consejos de tra b a ­
jadores, las au to rid ad es m ilitares capitulaban, se en treg ab an o
huían, y las autoridades civiles, atem orizadas e intim idadas, re­
conocían tím idam ente la nueva soberanía de los consejos de tra ­
bajadores y de soldados. El m ism o espectáculo se rep etía p o r
doquier: se veían p o r todas partes concentraciones de personas
po r las calles, grandes asam bleas populares en las plazas de los
m ercados, p o r todas partes se veían escenas de herm anam iento
entre m arineros, soldados y civiles extenuados. En todas partes se
tratab a en p rim er lugar de liberar a los presos políticos; después
de las prisiones, se o cupaban los ayuntam ientos, las estaciones,
las com andancias m ilitares, e incluso a veces las redacciones de
los periódicos.
La elección de los consejos de trab ajad o res y soldados
LA REVOLUCIÓN 63

no puede com pararse n atu ralm en te con unas elecciones n o rm a­


les en tiem pos de paz. E n los cuarteles, los com pañeros n o m b ra­
b an a m enudo a los soldados m ás ad m irad o s o a los m ás des­
tacados. La elección de los consejos de trab ajad o res sólo se
celebraba en las fábricas, y cuando se hacía, que era en contadas
ocasiones, se desarrollaba de un m odo muy similar; habitualm en­
te «el consejo de trabajadores» estaba form ado po r m iem bros de
los com ités ejecutivos locales de los dos p artidos socialistas (el
SPD y los Independientes) y se confirm aba dicha elección, m e­
diante aclam ación, en grandes concentraciones, con frecuencia a
cielo descubierto y en las plazas centrales de las poblaciones. La
m ayoría de veces los consejos de trabajadores estaban integrados
paritariam ente por m iem bros de am bos partidos; la voluntad de
las m asas apuntab a claram ente a la reunificación de los dos par­
tidos herm anos enem istados, que se habían separado durante la
guerra. La opinión general e indiscutible era que ju n to s debían
constituir el nuevo gobierno de la revolución.
Hubo poca resistencia, violencia y derram am iento de sangre.
La sensación que caracterizó estos prim eros días de la revolución
fue de perplejidad: perplejidad de las autoridades ante su repen­
tina e inesperada pérdida de poder, perplejidad de los revolucio­
narios ante su repentino e inesperado poder. Ambos bandos actua­
ban com o si de un sueño se tratara. P ara unos era u n a pesadilla,
para los otros era uno de esos sueños en los que de pronto uno es
capaz de volar. La revolución fue bondadosa: no hubo ni lincha­
m ientos ni tribunales revolucionarios. M uchos presos políticos
fueron liberados, pero no se arrestó a nadie. E n contadas ocasio­
nes se apaleó a algún oficial o a algún suboficial especialm ente
odiados. A la gente le b astab a con arran ca r los galones y las m e­
dallas a los oficiales; form aba parte del ritual revolucionario tanto
com o el izar la bandera roja. M uchos de los afectados, sin em bar­
go, lo vieron com o u n a ofensa m ortal. A las m asas victoriosas de
poco les sirve a c tu a r con bondad; los señores vencidos no les
perdonan la victoria.
64 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

Son precisam ente los señores vencidos entonces los que m ás tar­
de escribirían la historia de la Revolución alem ana de noviembre,
y p o r ello no es sorprendente que en los libros de historia se en­
cuentren pocas palabras am ables p ara con los acontecim ientos
que tuvieron lugar durante la sem ana del 4 al 10 de noviem bre de
1918. Ni siquiera le concedieron el honroso nom bre de «Revolu­
ción»; sólo se quiso ver desorden, derrum bam iento, am otinam ien­
to, traición, arb itraried ad de la plebe y caos. Pero lo que ocurrió
esa sem an a fue, en realidad, u n a au tén tica revolución. Lo que
sucedió el 30 de octubre en W ilhelmshaven había sido tan sólo un
m otín, una insubordinación frente a la autoridad, sin ningún tipo
de plan o de pretensión real de derrocarla. Los hechos de Kiel del
4 de noviem bre fueron m ás allá, se trató de u n levantam iento en
el que los m arineros d errib aro n a la autoridad, aunque sin tener
la m enor idea de qué p o n d rían en su lugar. Pero lo que se desa­
rrolló entre el 4 y el 10 de noviem bre en la Alem ania al oeste del
Elba sí fue u n a au tén tica revolución, el derrocam iento de la an ­
tigua autoridad y su sustitución po r u n a nueva.
D urante el transcurso de esa sem ana, la Alem ania occiden­
tal pasó de u n a dictadura m ilitar a una república de los consejos.
Las m asas que se levantaron no desencadenaron el caos, sino que
establecieron p o r doquier los elem entos toscos y rudim entarios,
aunque claram ente reconocibles, de un nuevo orden. Lo que se
elim inó fu ero n las co m an d an cias m ilitares, la ad m in istració n
suprem a militar, que durante toda la guerra habían gobernado las
ciudades y los distritos alem anes bajo la ley m arcial. E n su lugar
se estableció la nueva autoridad revolucionaria de los consejos de
trabajadores y soldados. Las instituciones adm inistrativas civiles
m antuvieron su actividad y siguieron funcionando bajo la super­
visión y el m ando de los consejos, tal y como habían hecho d u ran ­
te la guerra con los m ilitares. La revolución no se entrom etió en
cuestiones de propiedad privada. E n las fábricas todo siguió fu n ­
cionando com o antaño. Tam bién fueron apartados de sus cargos
los príncipes en cuyo n om bre gobernaban las instituciones m ili­
tares. En el seno del ejército la au toridad fue reem plazada p o r la
de los consejos de soldados. La revolución no fue ni socialista ni
LA REVOLUCIÓN 65

com unista. E ra —de form a natural y sin form ularse explícitam en­
te— republicana y pacifista; y sabido por todos y ante todo, era
u n a revolución antim ilitarista. M ediante la im plantación de los
consejos de trabajadores y soldados abolía y sustituía la potestad
disciplinaria del cuerpo de oficiales en el ejército y en la m arina
y el poder ejecutivo dictatorial en las instituciones m ilitares, vi­
gente en el país desde 1914.
Las m asas que habían establecido los nuevos órganos de di­
rección y de gobierno form ados p o r los consejos de trabajadores
y soldados no eran ni espartaquistas ni bolcheviques, eran social-
dem ócratas. Los esp artaq u istas, los p recu rso res del p o sterio r
Partido Com unista, no ap ortaron ningún dirigente a la cabeza de
la revolución, ni siquiera u n «cabecilla de segunda fila». A la
m ayoría de ellos, la revolución los sacó de las cárceles. Rosa
Luxem burg, p o r ejem plo, vivió to d a esa sem ana, tem blando de
im paciencia, en la prisión m unicipal de B reslau y fue liberada el
9 de noviembre tras largos años de prisión; y Karl Liebknecht, que
había salido del presidio el 23 de octubre, se quedó en Berlín y
desde allí se enteró, únicam ente a través de los periódicos, de lo
que se desarrollaba en el Reich du ran te la sem ana de la revolu­
ción.
El ejem plo ruso quizá jugó indirectam ente u n papel crucial,
pero no hubo n ingún enviado ruso controlando el curso de los
acontecim ientos. E sta revolución no tuvo, excepto en M unich, ni
dirigentes ni organización alguna, ni estado m ayor ni plan de
operaciones. Se llevó a cabo gracias al m ovim iento espontáneo
de las m asas, de los trab ajad o res y de los soldados. Ahí residía
su debilidad —que enseguida se m anifestaría—, pero tam bién ahí
residía su gloria.
Pero esta sem ana revolucionaria tuvo tam bién sus m om en­
tos de gloria, se opine lo que se opine sobre los objetivos de los
insurgentes. Q uedaron de m anifiesto notables cualidades: valen­
tía, capacidad de decisión, esp íritu de sacrificio, u n an im id ad ,
empuje, entusiasm o, iniciativa, inspiración y confianza en el des­
tino. Los ingredientes de la gloria revolucionaria. Y todo ello con
m asas sin liderazgo, ¡y p ara colmo, m asas alem anas! Siem pre se
66 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

repite que los alem anes son incapaces de h acer la revolución


—ya conocem os las so carro n as p alab ras de Lenin de que los
revolucionarios alemanes serían incapaces de ocupar un a estación
si la ventanilla p ara sacar los billetes estuviese cerrad a—, pero
com o m ínim o es u n a afirm ación cuestionable en lo que se refie­
re a esa sem an a de noviem bre. Las m asas alem anas o cu p aro n
m uchas estaciones y m uchos otros edificios. En u n a ciudad tras
otra, miles de personas arriesgaron no sólo su vida, sino que se
atrevieron a d ar el salto hacia lo desconocido, hacia lo que n u n ­
ca se había probado, hacia la inm ensidad, lo cual requería u n a va­
lentía revolucionaria, m ayor que la del soldado en el cam po de b a­
talla. La capacidad revolucionaria de las m asas alem anas durante
esa sem ana de noviembre puede com pararse con la capacidad m i­
litar desarrollada d u ran te los cuatro años de guerra anteriores, y
no queda p o r debajo de la capacidad revolucionaria de las m asas
rusas d u ran te la revolución de m arzo de 1917. El im pulso y el
auge de esta sem ana im presionó incluso a la burguesía.
R ainer M aria Rilke, todo m enos u n revolucionario, m ás bien
u n esnob, le escribió a su m u jer tras h ab er p articipado en M u­
nich en u n a asam blea revolucionaria:

A pesar de estar todos sentados alrededor de las mesas de


madera y entre ellas de modo que las camareras sólo podían abrir­
se paso entre la espesa estructura humana como si fueran carco­
mas, el ambiente no resultaba opresivo, ni siquiera para la respi­
ración; el olor a cerveza, humo y gente no era desagradable, era
apenas perceptible. Lo más importante era, y para todo el mundo
estaba clarísimo, que se podían decir las cosas, que por fin había
llegado su tumo, y que tan pronto como empezaban a pronunciar­
se eran acogidas por la enorme multitud con ovaciones masivas. De
pronto un trabajador joven y pálido se subió a la tarima y dijo sim­
plemente: «Usted, usted o usted; vosotros, dijo, ¿habéis pedido el
armisticio? Pues deberíamos pedirlo nosotros, no esos señores de
allí arriba; hagámonos con una estación radiotelegráfica y diga­
mos, las gentes sencillas a las gentes sencillas del otro lado, que
pronto habrá paz». No lo reproduzco tan bien como fue expresa-
LA REVOLUCIÓN 67

do. De pronto, una vez hubo dicho eso, le asaltó una contrariedad,
y con un ademán de emoción dirigido hacia Weber, Quidde y los
demás profesores que se encontraban junto a él en el estrado, pro­
siguió: «Aquí, los señores profesores saben francés, nos ayudarán
a que lo expliquemos bien, tal y como queremos». Tales momen­
tos son maravillosos, y cómo los necesitábamos precisamente aho­
ra en Alemania... No se puede por menos que admitir que los tiem­
pos tienen toda la razón cuando buscan dar tan grandes pasos.

El fragm ento de esta c a rta es un testim o n io esencial, no


únicam ente porque capta la atm ósfera de esta Revolución alem a­
na con el fino sentir de u n poeta, la curiosa m ezcla de seriedad,
valor y conm ovedora torpeza, sino tam bién porque describe con
claridad, a pesar de la inconsciencia del escritor, la actitud de la
revolución frente al gobierno. Los revolucionarios de M unich,
igual que diez días antes los am otinados de Schillig-Reede, no se
levantaron contra el nuevo gobierno, sino bien al contrario, aspi­
rab an a lo m ism o que éste, creían que ten ían que ayudarlo y
echarle una m ano; la paz no podía ser únicam ente obra de «los
señores de allí arriba», las m ism as m asas querían verlo de este
m odo y hacer triu n far lo que, según su opinión, había puesto en
m archa el nuevo gobierno y que parecía no poder asumir. La «re­
volución desde abajo» no p retendía apropiarse de la «revolución
desde arriba», sino com plem entarla, estim ularla, hacerla avanzar,
en definitiva, hacerla realidad. No ap u n tab a co n tra el nuevo go­
bierno parlam entario del Reich, sino co n tra la d ictadura m ilitar
que seguía funcionando com o gobierno paralelo utilizando siem ­
pre el estado de guerra, la censura y la prisión preventiva. Con
agudo instinto, las m asas p resin tiero n que este co n tro l m ilitar
ponía tan tas trabas a la revolución desde arrib a com o a la revo­
lución desde abajo, que en realidad no aspiraba ni a la paz ni a
la dem ocracia, que en lo m ás profundo de su alm a estaba reñido
y era irreconciliable con la revolución y que con todos sus in stru ­
m entos de poder, con sus insignias y sus símbolos, debía ser apar­
tado del cam ino para dejar paso al nuevo orden, a la nueva dem o­
cracia pacífica que todos podían ya casi ver ante sus ojos. Las
68 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

m asas socialdem ócratas que así lo veían y que hacían la revolu­


ción creían estar to talm en te de acuerdo con sus dirigentes. Su
tragedia fue que se equivocaron.

D urante la sem ana revolucionaria nadie podía sospechar la trage­


dia que se avecinaba, pero su p rim er acto ya se representó en ton­
ces. M ientras la revolución se iba propagando con fervor por to ­
das partes —ya la noche en la que Rilke, conm ovido, se refería a
ella, triu n fab a tam bién en M unich—, en Kiel, el lugar de donde
había arrancado, ya expiraba. Allí llegó el diputado del SPD G us­
tav Noske la m ism a tard e del lunes 4 y fue recibido p o r los m a ri­
neros com o «su hom bre»; al día siguiente llam ó a B erlín p ara
com unicar que «sólo cabía una esperanza: el restablecim iento del
orden v o luntariam ente bajo el m ando socialdem ócrata; de este
m odo la revolución se desm oronaría p o r sí m ism a... Por doquier
—así es com o lo n arrab a— sentía cóm o se despertaba de nuevo
entre los trabajadores y los m arineros esa necesidad de orden tan
inherente a los alem anes». El canciller im perial, el príncipe Max
de Baden, que tom aba n o ta de todo ello, im puso el m ism o día en
el consejo de m inistros su decisión: «Vía libre p ara Noske en su
intento de sofocar esta erupción local». Un p ar de días m ás tar­
de pudo co rro b o rar satisfecho que Noske, en nom bre de la revo­
lución, había conseguido contener con éxito la propia revolución
en Kiel, había restituido la autoridad de los oficiales hum illados
e incluso h abía establecido de nuevo las patrullas navales; en lo
referente a los m arineros que se habían quedado en Kiel, volvie­
ron a sus tareas habituales. «No quieren ver llegar a los ingleses»,
com unicó con orgullo Noske po r teléfono a Berlín, y el príncipe
Max quedó adm irado p o r lo que Noske había conseguido en Kiel:
«Este hom bre h a hecho u n trabajo sobrehum ano». Más adelante
escribió en sus m em orias que en ese m om ento tuvo el p resen ti­
m iento que «el destino de Alem ania dependía de que E b ert em u ­
lara a un m ayor nivel la tarea que su com pañero de p artido h a ­
bía realizado», es decir, que el m ovim iento «diera m arch a atrás»
en todo el país.
LA REVOLUCIÓN 69

Que el m ovim iento diera m archa atrás. Esto era lo único que
preocupaba duran te la sem ana de la revolución a los tres centros
de poder que en ese m om ento todavía poseía el Reich y que sen­
tían cómo se tam baleaba el suelo bajo sus pies: al káiser y al Alto
M ando del Ejército dirigido p o r H indenburg y G roener en Spa,
Bélgica; al gobierno del Reich del príncipe Max de Baden en Ber­
lín; y, tam bién en Berlín, a la dirección del Partido Socialdemó-
crata bajo el m ando de Ebert, que deseaba y apoyaba a este go­
bierno, pero que sentía cóm o se aproxim aba la necesidad de salir
de un segundo plano y de ser él m ism o quien salvara al gobierno.
Los tres coincidían en que la revolución debía ser «sofocada» o
que «diera m archa atrás». Día tras día, esta cuestión se fue con­
virtiendo en su m áxim a preocupación.
Tam bién coincidían en que lo prim ero que debían resolver
era el arm isticio: C uanto m ás durase la guerra, m ás se extende­
ría la revolución.
El miércoles 6 de noviembre por la m añana se recibió con un
profundo alivio, tan to en Spa com o en Berlín, el com unicado del
presidente Wilson inform ando que el com andante en jefe de las
fuerzas de la Entente, el general Foch, estaba dispuesto a recibir
en su Cuartel General de Compiégne a u n a delegación alem ana
p ara el arm isticio. El m ism o día, el secretario de Estado Erzber-
ger se dirigió, m uy a pesar suyo, hacia Compiégne pasando por
Spa. (H asta el últim o m om ento, el gobierno se aferró a la ficción
de que la petición de arm isticio había salido de ellos y no del Alto
M ando del Ejército; de ahí que pusieran a la cabeza de la delega­
ción a un civil, cosa m uy poco com ún en estos casos, y no a un
general.) El viernes 8 de noviem bre a las diez de la m añana, Erz-
berger se presentó, ju n to a la com itiva m ilitar que se les había
unido en Spa, ante Foch en Compiégne, quien le recibió con las
siguientes palabras: «¿Pero qué les ha traído h asta aquí, señores?
¿Qué puedo hacer p o r ustedes?» y a la respuesta de que deseaban
recoger sus propuestas p ara llegar a un arm isticio, replicó seca­
mente: «No tengo ninguna propuesta que hacerles». Y realm en­
te, no tenía ninguna «propuesta». Lo que puso sobre la m esa fue
una lista de condiciones elaboradas po r los gobiernos aliados a lo
70 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

largo de los diez días con un u ltim átu m p ara que fueran acepta­
das en u n m áxim o de setenta y dos horas. Ya entonces estaba cla­
ro que el u ltim átum sería aceptado.

¿Pero qué sucedería tras el arm isticio? Aquí se separaban los ca­
m inos de los dirigentes am enazados en Berlín y en Spa. Todos
—el káiser, el jefe del Alto M ando Militar, el canciller y la cúpula
del SPD— coincidían en que el paso siguiente consistía en dete­
n er la revolución y salvar lo que aún quedase del Estado en ese
m om ento. También todos coincidían en que el factor determ inan­
te se en co n trab a en el Ejército del Oeste, único in stru m en to de
poder que todavía seguía obedeciendo, que aún no se h abía vis­
to contam inado p o r la revolución y que gracias al arm isticio que­
daba libre p ara poder disponer de él en el interior; pero divergían
las opiniones sobre a favor de quién o de qué se m ovilizaría el
Ejército del Oeste.
El káiser estaba convencido de que el Ejército del Oeste se
en fren taría al «enem igo interior» tal com o h ab ía hecho con el
enem igo exterior. E staba decidido a ord en ar que el ejército diera
m edia vuelta tras el arm isticio y m archase co n tra la p atria revo­
lucionaria.
Groener, el sucesor de Ludendorff en el E stado M ayor Gene­
ral, y el canciller im perial, el príncipe Max, no pensaban lo m is­
mo. Ambos co m p artían la opinión tácita de que la p erso n a del
káiser se hab ía convertido en u n obstáculo que debía ser ap arta­
do si se quería que el Ejército continuase obedeciendo a sus ofi­
ciales y actuase co ntra la revolución. El príncipe Max veía que la
solución p asab a p o r la abdicación del propio káiser, seguida de
u n a regencia; el general G roener creía que h abía llegado el m o­
m ento de que el káiser buscase m o rir en p rim era línea. Sin em ­
bargo, n inguno de los dos osaba co m p artir su opinión ab ierta­
m ente con el m o n arca. H ab laro n de ello con sus colegas de
gabinete y con o tro s generales, pero no con el káiser. Algunos
de los colegas de gabinete o del resto de generales asintieron ape­
sadum brados, otros rech azaro n la idea, horrorizados. Pero tam -
LA REVOLUCIÓN 71

poco éstos quisieron hab lar con el em perador. Así tran scu rriero n
los días, sin que nada sucediese.
Fue la dirección del SPD, en p articu la r el p resid en te Frie­
drich Ebert, que cada día que pasaba ocupaba u n papel m ás re­
levante, la que forzó los acontecim ientos. No era hostil al gobier­
no, a quien m ás bien había ayudado a sobrevivir y al que había
ofrecido su apoyo desde el prim er m om ento de su existencia; tam ­
poco se oponía férream en te a la m o narquía; no se o p o n ía p o r
principio al orden estatal establecido; se sentía, al igual que su
partido, com o una fuerza viva del Estado, com o su últim a reser­
va. P ara él, al igual que p ara G roener y el príncipe Max, se tra ta ­
ba de salvar el E stado y de controlar la revolución. Pero se había
percatado, m ejor que ellos, de la fuerza que hab ía adquirido la
revolución y de que no podía perderse ni u n día m ás si lo que se
pretendía era frenarla. Pero tam bién le rondaba p o r la cabeza otra
preocupación: si p ara los otros se tratab a ú n icam ente de cóm o
m antener el control sobre el Ejército del Oeste, p ara E bert tam ­
bién se trataba de cómo m antener el control sobre el SPD. Día tras
día veía cóm o sus m ilitantes y sus cuadros provinciales abrazaban
la revolución.
El m iércoles 6 de noviem bre E bert apareció con sus colegas
de la dirección del SPD en la cancillería del Reich, donde tam bién
se hallaba el general Groener, y exigió a m odo de ultim átu m la
abdicación del káiser. E ra necesario si «se quería evitar que las
m asas pasasen al bando revolucionario». E ra «la ú ltim a opo rtu ­
nidad p ara salvar a la m onarquía».
G roener se negó indignado —la p ro p u esta estab a fuera de
toda discusión—, a lo que E bert replicó con dram atism o: «Enton­
ces, que los acontecim ientos sigan su curso. Aquí se separan nues­
tros cam inos. Q uién sabe si algún día volverem os a en co n trar­
nos».
Pero m ientras G roener seguía negándose a escuchar, el can­
ciller ya estaba plenam ente convencido y convocó a E b ert a una
reunión en la Cancillería p ara el día siguiente, el jueves 7 de n o ­
viem bre. E sta ch arla tuvo lugar en el ja rd ín de la C ancillería,
donde am bos hom bres iban y venían entre la hojarasca m archi-

L
72 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

ta de los viejos árboles. El príncipe Max describió posteriorm en­


te al pie de la letra las cruciales decisiones adoptadas d u ran te el
encuentro. Le com unicó a E bert su decisión de p artir personal­
m ente hacia el Cuartel General p ara exigirle al káiser la renuncia
al trono. «Si consigo convencer al káiser, ¿lo tendré entonces a
usted de m i p arte en la lu ch a c o n tra la revolución social?» El
príncipe Max prosigue: «Ebert respondió sin titubeos ni am bigüe­
dades: “La revolución social será inevitable si el káiser no abdica.
Pero yo no la quiero en absoluto, la detesto com o al pecado".
ȃl esperaba poder atra er a las m asas y a su partido hacia el
gobierno tras la abdicación del káiser. Tocamos de pasada la cues­
tión de la regencia. Le dije que, según la constitución, el regente
de Prusia y del Reich debía ser el príncipe Eitel Friedrich. E bert
dio su p alabra y la de su partido de no poner dificultades al go­
bierno en estas cuestiones constitucionales. Luego m e deseó con
palabras conm ovedoras m ucho éxito en m i viaje».

¡Demasiado tarde! El viaje no se llevó a cabo y el pacto entre el


príncipe Max y E bert se rom pió el m ism o día, ya que a lo largo
del m ism o quedó claro que la revolución había llegado a B erlín
y ya no h ab ía tiem po p a ra viajar a Spa. Los Independientes, el
partido que com petía p o r la izquierda con el SPD, habían convo­
cado p ara esa tarde veintiséis asam bleas en Berlín. El gobierno
pretendía prohibirlas. Pero el SPD estaba convencido de que u n a
prohibición de las asam bleas desataría la revolución en la capital.
Más bien quería hacerse cargo de las reuniones y apaciguar los
ánim os. A las cinco de esa tard e presentó al gobierno u n nuevo
ultim átum : autorización de las asam bleas y abdicación del káiser
antes del viernes al m ediodía. Ebert le dijo al indignado canciller:
«Esta tarde anunciarem os el ultim átum desde todas las tribunas,
si no todo el m undo optará po r los Independientes. El káiser debe
abdicar inm ediatam ente, si no estallará la revolución». De p ro n ­
to, el príncipe Max y Ebert, que habían aspirado a u n m ism o fin
—librarse del káiser y sofocar la revolución— parecían haberse
convertido en enem igos.

i
LA REVOLUCIÓN 73

Tras la confusión, el vaivén y el pánico de esos últim os días


del Reich se ocultaba algo m ás profundo, algo de lo que no se
había hablado. Todos los responsables, de un lado G roener y el
príncipe Max y del otro Ebert, veían abalanzarse sobre ellos algo
que les aterrorizaba. Los tres se percataron de que deberían con­
vertirse en traidores si querían llevar a cabo su objetivo com ún:
la salvación del Estado y la sociedad vigentes. G roener y el p rín ­
cipe Max debían traicionar a su am o y señor, al que habían ju ra ­
do fidelidad. E bert tenía que traicionar a la revolución, que inge­
nuam ente había delegado en él su jefatura. Los tres m antenían la
esperanza de que la traición de los dem ás les evitaría ten er que
dar el paso hacia su p ropia traición. Tras el diálogo explícito que
m an ten ía n en tre sí, podía oírse o tro so terrad o e im plícito: «Si
vosotros traicionáis al káiser, yo no tendré po r qué traicio n ar a la
revolución». «No, acepta tú la revolución sólo en apariencia, pero
traiciónala, así no tendrem os nosotros que traicio n ar al káiser.»
Pero nadie quería m o strar sus cartas, y así trascurrió el tiem po y
se agotó la arena del reloj.
Finalm ente, ninguno de los tres hom bres pudo ah o rrarse la
traición que unos habían querido traspasar a los otros. La hora de
la verdad les golpeó a los tres el m ism o día, el dom ingo 9 de no­
viembre. Éste se convirtió en el día decisivo p ara el destino de la
m onarquía y la revolución alem anas. Ese día, los paladines del
káiser lo abandonaron. Tam bién el m ism o día, la revolución se
entregó al hom bre que estaba decidido a sofocarla.
5

E L 9 D E N O V IE M B R E

El viernes 8 de noviem bre p o r la tarde, el m inistro del In terio r


prusiano, Drews, sacó su reloj en u n a sesión del consejo de m inis­
tros y dijo: «Son las nueve y m edia, debem os suspender esta reu ­
nión. M añana hay huelga general, se esperan altercados violentos.
Todo d ep en d erá de si las tro p as resisten o no. Si no resisten,
m añan a el gobierno p rusiano se podrá d ar p o r liquidado».
El m inistro de la G uerra Von Scheüch replicó airado: «¿Qué
le hace pensar a su Excelencia que las tropas no podrán resistir?».
Más o m enos en ese m om ento, R ichard Müller, el líder de un
clandestino que planeaba desde hacía tiem po un golpe de Estado
p ara el lunes siguiente, se encontraba en la H alleschen Tor. «Co­
lum nas de infantería m uy bien pertrechada, com pañías de am e­
tralladoras y artillería ligera de cam paña desfilaban ante m í en
form aciones interm inables hacia el centro de la ciudad. Los hom ­
bres tenían u n aspecto m uy bravucón. Un sentim iento de angus­
tia se apoderó de mí.»
Lo que atem orizaba a M üller y en lo que Von Scheüch había
depositado to d as sus esperanzas, era el C uarto R egim iento de
Cazadores, u n a u n id ad especialm ente fiable, que ya d u ran te el
verano h ab ía sido enviada co n tra los revolucionarios rusos en
el Frente del Este. Ahora debía movilizarse en Berlín contra los re­
volucionarios alem anes. El día antes se había puesto en m archa
desde N aum burg hacia la capital p ara reforzar su guarnición. Al
EL 9 DE NOVIEMBRE 75

finalizar la tarde del 8 de noviem bre entró en la Alexanderkaser­


ne (el cuartel Alexander). Esa noche se distribuyeron granadas de
m ano.
E ntonces se produjo u n incidente.
Uno de los cabos hizo u n a observación sediciosa; inm ediata­
m ente fue arrestado; todo ello sucedió sin que se opusiera resis­
tencia alguna. Pero repentinam ente, tras este acontecim iento, las
tropas em pezaro n a p ro te sta r y a h acer p reg u n tas incóm odas,
p a ra desconcierto de sus oficiales. Tam bién esos «hom bres de
aspecto bravucón» se em pezaron a p lan tear m uchas cuestiones.
¿Qué estaba pasando realm ente? ¿Por qué estaban en Berlín? ¿No
apuntaba ya todo al fin de la guerra y la abdicación del káiser?
¿No estaban ya los socialdem ócratas en el gobierno? ¿Los envia­
rían a luchar contra el gobierno? Ya no entendían nada. Si tenían
que lan zar granadas co ntra los propios paisanos, q uerían saber
exactam ente qué se estaba poniendo en juego. Los oficiales con­
siguieron tranquilizarlos relativam ente prom etiéndoles que al día
siguiente recibirían todas las explicaciones necesarias. De este
m odo los soldados se fueron a dormir. E staban cansados po r la
larga m a rc h a realizad a d u ran te el día. Pero el dom ingo po r
la m añana, tras desayunar unos panecillos, repentinam ente todos
se pusieron de acuerdo en buscar por sí m ism os las explicaciones.
Una delegación se dirigió en automóvil hacia el Vorwärts (Adelan­
te), el periódico del SPD. No se sabe a ciencia cierta si los oficia­
les habían sido inform ados y habían dado su aprobación.
Desde las siete, los enlaces sindicales del SPD se encontraban
en la redacción del Vorwärts. E speraban saber si el káiser había
abdicado o si «debían seguir adelante». E speraban con im pacien­
cia. Ya no estaban seguros de ser capaces de influir en los acon­
tecim ientos. Ahora, líderes m ás radicales hab ían tom ado la pala­
bra. Si no ocurría pronto alguna cosa, los acontecim ientos podían
precipitarse sin su actuación. En su apresurada reunión aparecie­
ron de pronto los soldados. ¿Habían venido a apresarlos? Todo era
posible. E stab an frente a la p u erta, arm ad o s h asta los dientes,
arrogantes, con aspecto decidido. Q uerían que alguien los acom ­
pañase p ara explicar la situación a las tropas. ¿Qué significaba
76 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

eso? El diputado del SPD Otto Wels decidió meterse en la boca del
lobo; era un hom bre fornido y robusto de sencillos modales. Viajó
en el cam ión con los soldados, un solo civil entre todos los solda­
dos arm ados y m udos. No sabía lo que le esperaba.
E n el patio del cuartel Alexander estaban form adas las tro ­
pas tras sus oficiales. Wels desconocía su estado aním ico. E m pe­
zó a hab lar subido en u n cam ión militar. Inició su discurso con
prudencia, evitando h acer un llam am iento a la sedición. H abló
con tristeza y sinceridad sobre la guerra perdida, de las fuertes
condiciones de Wilson, de la insensatez del káiser, de la esperan­
za de paz. M ientras h ab lab a pudo n o ta r poco a poco cóm o las
tropas iban asintiendo y cóm o crecía la inseguridad entre los ofi­
ciales. P au latin am en te siguió adelan te con tien to y fue siendo
cada vez m ás claro, hasta que dijo: «¡Vuestra obligación es evitar
la guerra civil! Os llam o a ello: ¡Un h u rra por el E stado popular
libre!», y de pro n to todo el m undo aplaudió. H abía ganado. Las
tropas se abalanzaron sobre él y rodearon el vehículo sobre el que
estaba de pie y m uy erguido, un objetivo fácil p ara cualq u iera
que quisiera disparar. Pero n ingún oficial disparó. Con sesenta
hom bres que debían proteger el Vorwärts, Wels regresó triu n fan ­
te y continuó su ru ta hacia otros cuarteles de la guarnición ber­
linesa. Ahora sabía de qué se tratab a y cómo debía m anejar a los
soldados. Los Cazadores de N aum burg le habían ayudado a tom ar
la decisión crucial.
E ran las nueve de la m añana. Berlín todavía estaba en calma,
los trabajadores aún estaban en las fábricas. La revolución aún no
había em pezado en la capital pero su destino ya estaba m arcado.
Las fuerzas arm adas en B erlín estaban ahora en m anos del SPD.
E n ese m om ento, eso significaba el final del Reich. Y con los
próxim os días significaría tam bién el fin de la revolución.
E n el m ism o m om ento en el que Wels llegaba de nuevo con
su escolta m ilitar al Vorwärts, H indenburg y G roener en el Cuar­
tel General de Spa se dirigían al káiser p ara com unicarle que el
Ejército ya no le prestaba su apoyo. La víspera, aproxim adam ente
a la m ism a hora en la que el m inistro del Interior prusiano había
dicho inocentem ente: «Todo dependerá de si las tropas resisten o
EL 9 DE NOVIEMBRE 77

no», recibieron un a noticia estremecedora: la Segunda División de


la G uardia (form ada p o r los regim ientos de la G uardia del rey de
Prusia), que había sido retirad a del frente y enviada hacia Aquis-
grán p ara reconquistar Colonia a los revolucionarios y asegurar
la vía m ás im portante de avituallam iento y de retirad a de las tro ­
pas en cam paña, se había negado a obedecer a sus oficiales y se
h ab ía puesto en m a rc h a h acia casa, incum pliendo las órdenes
explícitas. ¡La Segunda División de la G uardia! Si no se podía
confiar en ella, todo estaba perdido.
E sa m añ an a fueron convocados trein ta y nueve com andan­
tes de unidades p ara preguntarles si sus tropas se hallaban dis­
puestas a luchar contra la revolución y a favor del káiser. Hinden-
burg y G roener los sondearon brevem ente antes de reunirse con
el káiser, y dejaron que el jefe del D epartam ento de O peraciones,
el coronel Heye, los interrogase con m ás detenim iento. La res­
puesta confirm aba las noticias relativas a la Segunda División de
la G uardia: las tropas ya no eran utilizables en u n a guerra civil.
El día anterio r p o r la m añana, el káiser había anunciado su
intención de restablecer el orden en el país m archando al frente
de su Ejército inm ediatam ente después del arm isticio y p ara ello
había ordenado form alm ente al general G roener que preparase la
operación. Ahora le tocaba explicar a G roener que la orden no se
iba a poder cum plir y lo hizo m inuciosam ente, de form a escueta
y objetiva, dando todo tipo de detalles técnicos. Su inform e cul­
m inó con la frase: «El Ejército volverá a casa ordenadam ente bajo
el m ando de sus jefes y oficiales, pero no bajo el m ando de Vues­
tra Majestad». La tan citada frase «El ju ram en to a la b an d era no
es ah o ra m ás que u n a ilusión» no surgió durante esta conversa­
ción. G roener no la pronunció directam ente en presencia del kái­
ser, sino m ás adelante en una conversación con otros oficiales. Sin
em bargo, poco tiem po después, el coronel Heye, que entretanto
había recogido las opiniones de los treinta y nueve m andos convo­
cados, le confirm aba al káiser: «El Ejército puede volver a la patria
bajo el m ando de sus generales. Si Vuestra M ajestad quiere poner­
se al frente de sus soldados, puede hacerlo y será bien recibido,
pero el Ejército no com batirá ni dentro ni fuera de Alemania».
78 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

Con ello tam bién se resolvió la cuestión en Spa: las fuerzas


com batientes eran tan poco utilizables p ara derrotar la revolución
com o la guarnición de Berlín. El Reich ya no poseía ningún otro
instrum ento de poder p ara defender su existencia, ni en el frente
ni en la patria.

C uando llegaron las noticias sobre la defección de las tropas a la


Cancillería, el príncipe Max de Baden, el canciller im perial, llegó
a u n a clara conclusión que m ás tard e form ularía de la siguiente
m anera: «Ya no podem os d erro tar a la revolución, sólo podem os
asfixiarla». Seguram ente, esa m añ an a al general G roener le pasó
p o r la cabeza algo similar. «Asfixiar la revolución» quería decir
que se le concedería u n a victoria aparente, perm itiendo que ocu­
p ara parcelas de poder, p ara luego cogerla desprevenida. H ablan­
do claro: el káiser tenía que abdicar, el gobierno socialdem ócra-
ta m oderado debía convertirse a la socialdem ocracia p u ra y el
canciller debía llam arse F ried rich Ebert. E ntonces sería E b ert
quien debería acab ar con la revolución en apariencia triunfante,
pero perpleja y asu stad a ante su propia y fácil victoria, y luego
restablecer el orden. Como d iría el p ríncipe Max: h acer a gran
escala, lo que Noske había hecho en Kiel.
E bert estaba dispuesto a ello, y el príncipe Max lo sabía; el
general Groener, com o m ínim o, lo sospechaba. Los tres hom bres,
com o m uy tard e desde la m añ an a del 9 de noviembre, tiraban de
la m ism a cuerda. Los tres seguían el m ism o plan.
Pero no estaban coordinados, y po r eso se originó el dram a
del 9 de noviem bre; u n d ram a que a pesar de las pasiones y las
tensiones no estaba exento de pinceladas cómicas. La m añana del
9 de noviem bre G roener creía disponer todavía de u n p ar de días
antes del arm isticio; el príncipe Max creía que tenía unas horas.
Berlín parecía estar en calma. Pero E bert no tenía ni u n m inuto
que perder. A la ho ra del alm uerzo los trabajadores se reu n irían
en todas las fábricas y form arían colum nas. Si el SPD no actu a­
ba inm ediatam ente y no se hacía con las riendas de form a eviden­
te, perdería el control.
EL 9 DE NOVIEMBRE 79

E bert debía actu ar sin poder esperar al príncipe Max y éste


no podía h ace r lo propio con G roener; en Spa el asu n to de la
abdicación se prolongó du ran te todo el día, po r lo que los acon­
tecimientos de Berlín pasaron inadvertidos durante bastante tiem ­
po. El príncipe Max, tras largas horas de duda, dio a conocer la
abdicación del káiser sin que ésta se hubiese consum ado; y esta
noticia falsa llegó dem asiado tarde para poder detener el curso de
los acontecim ientos.
P rácticam ente todo lo que hasta la fecha había preocupado
y angustiado a los dirigentes del R eich h ab ía dejado de ten er
im portancia. E n Spa y en la Cancillería tuvo lugar el últim o acto
del Reich, sin que de ello dependiera ya apenas nada. E ra com o
si unos actores continuasen declam ando después de h ab er caído
el telón.
P or la m añana, poco después de las nueve, Spa establecía
contacto con la Cancillería (a través de una línea telefónica directa
secreta, que m ás ad elante jugó u n papel de g ran im p o rtan cia)
p ara com unicar que el Alto M ando del Ejército estaba dispuesto
a com unicarle al káiser que el Ejército ya no estaba de su parte.
Inm ediatam ente la Cancillería transm itió p o r teléfono la noticia
a E bert: R evolución innecesaria, abd icació n inm ediata. E bert
respondió: «¡Dem asiado tarde! La bom ba ya h a estallado. Una
fábrica se ha lanzado ya a las calles». Tras u n a p equeña p au sa
añadió: «Vamos a ver qué se puede hacer».
Pero si p ara Ebert, m uy a p esar suyo, ya era dem asiado tar­
de, en Spa era dem asiado pronto p ara to m ar decisiones definiti­
vas. A las once, el káiser habló p o r p rim era vez de abdicación
en una conversación privada con su consejero personal. Lo hizo en
tono m alhum orado y m ostrando un profundo desdén: «He gober­
nado lo suficiente p a ra saber cuán desagradecida es esta tarea.
Y no siento ningún apego p o r ella». Pero no se tratab a ni m ucho
menos de un a decisión definitiva y durante las horas siguientes el
káiser tuvo o tra idea: ren u n ciar al título de em perador, m a n te­
niéndose com o rey de Prusia. A las doce llegó el príncipe heredero
con la ingenuidad del ignorante y enérgico com o siem pre: «¿Así
que todavía no han sido puestos co n tra la pared esos puñados de
80 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

m arineros?». P adre e hijo m antuvieron u n a conversación en el


parque. N adie pudo oír lo que se contaron; parecía que todo se
estaba replanteando de nuevo. E ntretanto siguieron llegando inin­
terrum pid am en te de B erlín llam adas perentorias: la abdicación
debía anunciarse de inm ediato si se p retendía que su rtiera algún
efecto. C ada m in u to era valiosísim o. Las respuestas desde Spa
eran de irritación, no se podían forzar decisiones de tal enverga­
dura. Su M ajestad había tom ado su decisión pero ésta debía ser
form ulada y, com o poco, Berlín debía ser paciente.
A las doce, m ientras llegaban a la Cancillería noticias sobre
enorm es concentraciones de trabajadores que acudían en m asa
hacia el centro desde las zonas industriales, al canciller se le agotó
la paciencia. H abía perm itido p rep arar d u ran te horas la com uni­
cación oficial de la ab d icación del káiser. A hora o rd en ab a que
fuese publicada, a sabiendas de que era falsa. La prom ulgación se
hizo a través de la agencia de noticias oficial:

El káiser y rey ha decidido renunciar al trono. El canciller


permanecerá en su cargo el tiempo necesario hasta que todas las
cuestiones relativas a la abdicación del káiser, a la renuncia al tro­
no del príncipe heredero del Reich Alemán y de Prusia y al estable­
cimiento de la regencia hayan sido resueltas. El canciller tiene la
intención de proponer al regente el nombramiento del diputado
Ebert como canciller y presentar un proyecto de ley para que se
convoquen inmediatamente elecciones generales para formar una
Asamblea Constituyente, que determinará definitivamente la futura
forma del Estado alemán, así como el tratamiento de las minorías
nacionales, que deseen permanecer dentro de las fronteras del
Reich.

El príncipe Max tenía la sensación de estar llevando a cabo


algo inaudito al an ticipar la decisión del káiser y al d ar a conocer
al pueblo su abdicación antes de que se hubiese efectuado. Antes
de atreverse a d ar tal paso, hab ía estado m editando d u ran te h o ­
ras. Realm ente, si su iniciativa hubiese podido ten er alguna rele­
vancia, h ab ría sido considerada u n a felonía con grandes conse-
EL 9 DE NOVIEMBRE 81

cuencias históricas p ara un hom bre de su origen y estatus social.


Pero ya no tenía ni la m ás m ín im a im portancia; los gestos del
príncipe canciller eran com o los de un payaso de circo que sim u­
lara dirigir el show; era com o u n a com edia, com o tam bién lo era
la orden de ab rir fuego que se im partió inm ediatam ente después.
El com andante de la guarnición de Berlín, el general Von Linsin-
gen, preguntó si era necesario dar la orden de ab rir fuego, tenien­
do en cuenta que la m ayoría de las tropas no h aría uso de sus
arm as. El canciller se vio forzado a contestar tras u n a ap resu ra­
da consulta con su E stado Mayor: «Sólo en el caso de tener que
proteger la vida de los ciudadanos y de los edificios gubernam en­
tales». La respuesta fue en vano ya que Linsingen en tretan to h a­
bía dado él m ism o la orden, ante la presión de los acontecim ien­
tos: «Las tropas no deben hacer uso de las arm as, ni siquiera para
p roteger edificios públicos». E incluso esta o rd en llegó d em a­
siado tarde; las tropas protagonizaban ya escenas de confraterni­
zación con los trabajadores sublevados y, de todos m odos, no p a­
recían m uy dispuestos a disparar. E n tretan to , pocos m inutos
después de las doce, E b ert apareció en la Cancillería con una re­
solución de la ju n ta directiva del SPD y exigió el trasp aso del
gobierno a él y a su partido «para m an ten er la calm a y el orden».
A cababa de hacerse pública la decisión del canciller de perm ane­
cer en su cargo tanto tiem po com o fuese necesario p ara resolver
todas las cuestiones referentes a la regencia, pero el príncipe no
se opuso. Ebert y él querían básicam ente lo mismo, y fue un enor­
m e alivio p ara él que ahora E bert estuviese dispuesto a descargar­
le de cualquier responsabilidad. Así que le traspasó su cargo de
canciller, de canciller del gobierno del Reich, justo cuando acaba­
ba de anunciarse oficialm ente (aunque era falsa) la abdicación del
káiser. Con todo, el proceso era ab so lu tam en te co n trario a la
Constitución, ya que ningún canciller tiene derecho a n o m b rar a
su sucesor. De todas form as, el gobierno del que ah o ra se hacía
cargo E bert seguía siendo el antiguo gobierno; todos los secreta­
rios de E stado m antuvieron sus cargos, incluido Von Scheüch, el
m inistro de la G uerra prusiano. La única diferencia residía en que
el canciller se llam aba ahora Ebert en lugar de Max de Baden. Su
82 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

prim er acto oficial fue u n llam am iento a los trabajadores berline­


ses que se habían lanzado a las calles: «¡Conciudadanos! El h as­
ta ah o ra canciller im perial m e h a trasp asad o el control sobre
los asuntos del Reich con la aprobación de varios secretarios de
E stad o ... ¡C onciudadanos! Os pido que ab an d o n éis las calles.
¡M antened el orden y la calma!». Sin em bargo, E bert llegaba con
dem asiado retraso, el llam am iento hecho p ara in citar a los ciu­
dadanos a ab an d o n ar las calles cayó en saco roto, com o tam bién
la falsa noticia del príncipe Max sobre la abdicación del káiser y
su orden de ab rir fuego. Cientos de miles de personas habían in­
vadido las calles y en ese m om ento —era alrededor de la u n a del
m ediodía— habían llegado al centro. Los panfletos con el llam a­
m iento de E bert acabaron sin contem placiones en la basura.
E ntretanto llegó la h o ra de la com ida, y fue entonces cuan­
do se produjo el siguiente acto de esa vana tragicomedia. Tuvo tres
m om entos destacables.
El prim ero tuvo lugar en el Reichstag, donde E bert y Schei­
dem ann estaban com iendo, en m esas separadas porque no se te­
n ían m ucha estim a, la insípida sopa de patatas que se ofrecía en
la cantina. M ientras ellos com ían, fuera se había producido un
gran alboroto, u n a enorm e m uchedum bre había llegado al Reich­
stag y reclam aba la presencia de E bert y Scheidem ann. Un coro
de voces gritaba al unísono: «¡Fuera el káiser!», «¡Fuera la guerra!»
y «¡Viva la República!». Varios diputados en traro n atro p ellad a­
m ente y presionaron a E bert y Scheidem ann p ara que hablasen
a la m ultitud. E bert sacudió la cabeza y siguió com iendo su sopa.
Sin em bargo Scheidem ann, que era un brillante orador populista
y que esperaba beneficiarse de ello, dejó su sopa y se apresuró a
salir, atravesando los largos y suntuosos corredores del edificio del
Reichstag. M ientras pasaba pudo oír a u n grupo de diputados y
altos funcionarios especulando sobre los posibles candidatos a la
regencia y rió para sus adentros. Se acercó a una ventana y la abrió.
Allí abajo pudo observar la enorm e m ultitud que parecía pacífica,
el bosque de banderas rojas, los miles de semblantes acongojados,
piadosos y en los huesos que alzaban la m irada extasiada hacia él.
¡Vaya momento! Se había crecido, él era el hom bre de los discur-
EL 9 DE NOVIEMBRE 83

sos improvisados y enardecidos, ahí residía su fuerza y su talento;


se le desató la lengua, las palabras le b ro tab an de la boca. «¡El
pueblo ha logrado una victoria en toda regla! —exclamó, y añadió
exultante de júbilo—: «¡Viva la República Alemana!»
Pensaba que se hab ía salido b astante bien y regresó satisfe­
cho a la cantina, donde su acuosa sopa ya se había enfriado. Pero
allí, de pronto, se encontró a E bert de pie ju n to a su m esa, rojo
de ira. «Golpeó con el puño sobre la m esa y m e espetó: “¿Es eso
cierto?”. C uando le respondí que no sólo era cierto, sino que no
tenía nada de extraño, m e m ontó u n a escenita que no acerté a
com prender. “¡No tienes ningún derecho a proclam ar u n a R epú­
blica! ¡Lo que tenga que ser de Alemania, sea u n a R epública o lo
que fuere, lo decidirá u n a Asamblea Constituyente!"» Así lo cuenta
Scheidem ann en sus m em orias Erinnerungen eines Sozialdemokra­
ten (Memorias de un socialdemócrata).
En realidad, E bert no se tom aba tan al pie de la letra lo de
la C onstituyente. Un p a r de horas después le pidió al príncipe
Max, que había venido a despedirse, que se quedara com o adm i­
nistrad o r del Reich. E staba dispuesto a anticiparse a la C onstitu­
yente al igual que Scheidem ann, sólo que en sentido opuesto; no
quería que se in stau rara u n a República, todavía p retendía salvar
a la M onarquía. Pero el príncipe Max ya no tenía ningún interés
en seguir jugando, ya h ab ía hecho sus m aletas. E sa tard e salió
clandestinam ente hacia el su r de Alemania, lejos del alborotado
y conm ocionado Berlín, y fuera de la H istoria.

M ientras E bert y Scheidem ann com ían en el Reichstag de Berlín,


el káiser hacía lo propio en su tren en Spa. Y allí, en plena com i­
da, se le com unicó la noticia que acababa de llegar p o r teléfono
desde Berlín, la noticia de que el príncipe Max h ab ía dado a co­
nocer su abdicación. El káiser, p o r su cargo, estaba aco stu m b ra­
do a controlarse y siguió com iendo m ecánicam ente. Poco a poco
fue palideciendo y dijo: «Que un príncipe de B aden derroque al
rey de Prusia...». No acabó la frase. Se le cortó la voz.
A cababa de firm ar el docum ento en el que abdicaba como
84 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

káiser pero no com o rey de Prusia y estaba tratando de habituarse


a este nuevo rol. ¡Y ahora esto! Después de comer, m ientras tom a­
ba el café entre u n círculo reducido de allegados dejó vía libre a
su tem peram ento e indignación: «¡Es una traición, u n a vergonzo­
sa e indignante traición!», gritó u n a y otra vez m ientras llenaba
apresurad am en te con insultos cada vez m ás acres los im presos
p ara telegram as que hab ía ordenado traer. Pero ninguno fue en­
viado. De todas m aneras no hubiesen llegado a su destinatario.
También en la Cancillería de Berlín el alm uerzo se vio inte­
rrum pido po r la llam ada telefónica en la que se anunciaba la ab ­
dicación a m edias —como káiser pero no com o rey de Prusia— y
no causó m enos indignación que la que le había causado al káiser
el com portam iento del príncipe Max. «¿Cómo dice?», exclamó el
subsecretario de Estado W ahnschaffe al aparato. «¿Abdica como
káiser pero no com o rey de Prusia? No nos sirve de nada. ¡Es im ­
posible jurídicam ente hablando!» M ucho m ás indignados que por
la imposibilidad jurídica del asunto, que adem ás ya no tenía impor­
tancia alguna —todo lo que había sucedido desde hacía un p ar de
horas era jurídicam ente im posible—, los señores de la cancillería
estaban indignados porque nadie les había dicho nada acerca de u n
plan parecido, y en eso tenían razón. Todo ello era u n a loca im pro­
visación. E n Berlín no se habló m ás que de este asunto. El com u­
nicado quedó registrado en las actas, pero nunca se publicó. La ab­
dicación a m edias del káiser no entró nunca en vigor.
Efectivamente, el káiser no abdicó el 9 de noviem bre de 1918
(lo hizo tres sem anas después desde H olanda), y el Reich Alemán
no pasó a ser aún u n a República. Que Scheidem ann, desde u n a
ventana del Reichstag, hubiese proclam ado la República era irre­
levante. El anuncio de la abdicación hecho p o r el príncipe Max
fue sencillam ente u n anuncio falso. La declaración con la que el
káiser renunciaba a su cargo y se m antenía com o rey de Prusia
quedó com o u n proyecto sin valor oficial, enterrado en los arch i­
vos de la cancillería im perial. El hom bre que ahora, aunque de un
m odo com pletam ente irregular, se había convertido en canciller,
todavía se sentía com o canciller del Reich y se esforzó en salvar
la m onarquía de algún modo.
EL 9 DE NOVIEMBRE 85

Pero ya era insalvable. Toda Alemania era consciente de ello,


incluso los sim patizantes de la m onarquía: ése era su últim o día
y el propio káiser le asestó el golpe de gracia, no m ediante la ab ­
dicación (ya no se hablaba de ello), sino exiliándose.

No ha quedado claro quién sugirió la idea de la partida. No era


ninguna idea obvia. El káiser no corría u n peligro personal. Se
desplazaba librem ente entre su residencia, el Cuartel General y su
tren. La guardia seguía presentándole arm as com o siem pre. La
revolución no había llegado a Spa. Los com andantes del frente
habían explicado hacía un p a r de horas al coronel Heye que las
tropas no tenían ningún inconveniente y que incluso «se alegra­
rían» si el káiser volvía con ellos a casa pacíficam ente. Y de pro n ­
to, después de comer, todo el m undo se puso a h ab lar de la segu­
ridad personal del káiser y de su futura residencia. Todos parecían
estar de acuerdo en que el káiser corría peligro y debía partir. Sólo
G roener se oponía: «Me gu staría llam ar la atención sobre u n a
cuestión: si el káiser h a abdicado puede p a rtir adonde quiera.
Pero si no ha abdicado no debe ab an d o n ar a su Ejército. R esulta
im posible no abdicar y ab an d o n ar al Ejército».
Por to d a resp u esta recibió u n em barazoso silencio. N adie
parecía q u erer entender. Tras u n a p eq u eñ a p au sa prosiguió el
debate sobre las posibilidades de p a rtid a com o si G roener no
hubiese abierto la boca. El m ism o H indenburg, que d u ran te esos
días se había m antenido bien al m argen, repitió varias veces: «En
caso de extrem a urgencia, cabe la posibilidad de cruzar la fron­
tera de H olanda». Los responsables de la corte destacaron que si
el káiser pretendía partir, la decisión debía tom arse en breve para
poder inform ar de ello al gobierno holandés. A p esar de no haber
tom ado ninguna decisión concreta, se inició u n a ro n d a ap resu ra­
da de llam adas. A las cinco, el káiser, que se h ab ía au sen tad o
durante esos agitados m om entos, citó de pronto a los m iem bros
del Alto M ando p ara despedirse, negándose a estrech ar la m ano
al general Groener: «Después de h ab er renunciado al m ando su ­
prem o ya no tengo nad a que ver con usted. Usted es u n general
86 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

de W ürtem berg». Al p arecer se sentía ofendido p o r la m anera en


que G roener le había exigido p erm anecer ju n to al Ejército m ien­
tras no abdicara; al p arecer seguía sintiéndose com o rey de Pru-
sia. Pero el rey de Prusia abandonaba ahora al Ejército.
Aún se produjeron algunos titubeos. De pronto volvía a oír­
se: «No nos vamos», y luego: «Partimos». Sea com o fuere, el kái-
ser acabó pasando la noche con las m aletas hechas en el tren y al
día siguiente, a las cinco de la m añana, su tren partió de la esta­
ción de Spa hacia la frontera holandesa. También el káiser, tal y
como había hecho el príncipe de Baden doce horas antes, desapa­
recía de la H istoria, y con él, desapareció tam bién de la H istoria
la m onarquía alem ana. Tras esta p artida en form a de huida, nada
ni nadie estaba ya en condiciones de salvar a la M onarquía. No
abdicó, se extinguió.
Para la posteridad, la huida a hurtadillas del káiser y el silen­
cioso hundim iento de la m o n arquía alem ana tuvieron im p o rtan ­
tes consecuencias. A rrebataron a las clases altas su razón de ser
y su apoyo; le otorgaron a la contrarrevolución que acechaba esa
tendencia desesperada y nihilista que difícilm ente hubiese tenido
com o m ovim iento de restauración m onárquico; dejó tras de sí el
vacío, que finalm ente llenó Hitler. Pero p ara el d ram a inm ediato
del 9 y 10 de noviem bre, lo que el káiser hizo o dejó de h acer fue
del todo irrelevante. Desde la m añ an a del 9 de noviem bre, cu an ­
do la clase obrera se movilizó en B erlín y las tropas se pusieron
del lado del SPD, dejó se im p o rtar si el káiser abdicaba o no, si
perm anecía en Spa o p artía hacia H olanda. A p artir de ese día el
defensor del antiguo ord en ya no era el káiser, era Ebert. Y esa
tarde del 9 de noviembre E bert ya no tenía tiem po de ocuparse del
káiser, al contrario de lo que el príncipe Max había vivido por la
m añana; tenía otras preocupaciones bien distintas. Esa tarde, la re­
volución am enazaba con sobrepasar a Ebert.
EL 9 DE NOVIEMBRE 87

¡A LOS CIUDADANOS ALEMANES!

Berlín, 9 de noviembre. El nuevo canciller del Reich Ebert hace el


siguiente llamamiento a los ciudadanos alemanes:
¡C o n c i u d a d a n o s !

El hasta ahora canciller del Reich, el príncipe Max de Baden, me


ha traspasado la salvaguardia de los asuntos del canciller bajo la
aprobación de todos los secretarios de Estado. Estoy en condicio­
nes de constituir el nuevo gobierno de acuerdo con los demás par­
tidos e informaré en breve públicamente sobre los resultados.
El nuevo gobierno será un gobierno democrático. Su empe­
ño consistirá en devolver cuanto antes la paz al pueblo alemán y
en afianzar la libertad que ha conquistado.
¡Conciudadanos! Os pido a todos vuestro apoyo en esta dura
tarea que todos esperamos cumplir con impaciencia, ya sabéis con
qué dureza la guerra amenaza la alimentación del pueblo, el pri­
mer requisito para la vida política.
El cambio político radical no debe impedir el suministro de
alimentos al pueblo.
La primera obligación para todos debe consistir, tanto en el
campo como en la ciudad, en no impedir la producción de alimen­
tos ni su suministro a las ciudades, sino en fomentarlos.
La necesidad de alimentos conlleva saqueos y robos ¡con mi­
seria para todos! Los más pobres serán quienes sufrirán más, los
obreros industriales serán los más afectados.
Quien atesore alimentos u otros objetos de primera necesidad
o retenga medios de transporte necesarios para su distribución
perjudica en primera instancia al conjunto de toda la sociedad.
¡Conciudadanos! Os pido a todos urgentemente: ¡Abandonad
las calles! ¡Procurad mantener el orden y la calma!
Berlín, 9 de noviem bre de 1918

E bert
El canciller del Reich

Llam am iento del canciller del Reich Friedrich E bert p ara apoyar la políti­
ca del nuevo gobierno en m ateria de abastecim ientos a la población.
6

LA H O R A D E E B E R T

Friedrich Ebert, el hom bre que el 9 de noviem bre de 1918 se con­


virtió para Alemania en aquel que dirigiría su destino, no tenía un
aspecto im ponente: gordito, con las piernas y el cuello cortos y la
cabeza de p era asentada sobre u n cuerpo de pera. Tampoco era
u n orad o r cautivador. H ablaba con voz gutural y leía sus discur­
sos. E ra tan poco intelectual como proletario. Su padre había sido
m aestro sastre (com o el p ad re de W alter Ulbrich), y el pro p io
E b ert ap rendió el oficio de guarnicionero; desde pequeño, su
pasión secreta habían sido los caballos y m ás adelante, com o p re­
sidente del Reich, practicó equitación con regularidad en el Tier­
garten.
E bert era el prototipo de los m aestros artesanos alem anes:
íntegro, escrupuloso, de horizontes lim itados, pero u n m aestro
dentro de sus lim itaciones; de u n a dignidad m odesta en las rela­
ciones con su distinguida clientela, lacónico y au to ritario en su
taller. Los funcionarios del SPD em pezaban a tem blar al presen­
tarse ante él, así com o tiem blan los oficiales y los aprendices ante
u n m aestro rígido. No era especialm ente estim ado d en tro del
partido pero gozaba de u n inm enso respeto. En los grandes deba­
tes que sacudieron al partido antes de la guerra —entre revolución
o reform a, y acción de m asas o vía p arlam entaria—, apenas par­
ticipó; pero lo que hizo inm ediatam ente cuando fue elegido m iem ­
bro de la ju n ta directiva del partido, fue equipar las oficinas del
LA HORA DE EBERT 89

partido con teléfonos y m áquinas de escribir y puso en m archa un


m eticuloso registro de la docum entación que se producía. Bajo
E bert reinaba el orden. Al estallar la guerra fue el hom bre envia­
do a Zurich con las arcas del partido. E ra el hom bre con el que
se podía contar; el hom bre que siem pre sabía qué quería.
¿Y qué quería? Ciertam ente, ninguna revolución. La detesta­
ba «como al pecado». Si había algo que odiase aú n m ás que a la
revolución, era la falta de disciplina en su partido. «La falta total
de disciplina y confianza y la ausencia de u n a estru ctu ra organi­
zativa —explicó en 1916—, sólo pueden llevar al derru m b am ien ­
to del partido. ¡Ahí se encuentra la gran am enaza p ara el partido!
Hay que acabar con esta form a de dejarse llevar.» Precisam ente
el partido se dividió p o r esta razón. En 1917, el sector crítico del
partido ya no soportaba m ás el dom inio de E bert y fundó el Par­
tido Independiente Socialdem ócrata (USPD). E bert m iraba a este
nuevo partido de izquierdas con recelo pero tam bién con despre­
cio: u n a pandilla de caóticos en la que no existía ni disciplina ni
organización.
Quería lo m ejor p ara su partido y no tenía ni la m ás m ínim a
duda sobre qué era lo m ejor p ara éste: m ás poder p ara el Reich­
stag y la aplicación en Prusia de la ley electoral del Reichstag. Así
llegaría un día en que el SPD se convertiría en u n p artido de go­
bierno, tal vez incluso en el partido m ás fuerte, y de este m odo
podría llevar a cabo reform as sociales y m ejorar la suerte de los
trabajadores. Friedrich E bert no aspiraba a m ás ya que su am pli­
tud de m iras era lim itada.
A grandes rasgos, no tenía nada que objetar al Reich alem án
tal y com o era. D urante la guerra fue, obviam ente, u n patriota,
pero tam poco se tom ó ta n m al la derrota: «A guardarem os con
calm a y firm eza —había dicho el 22 de octubre en el Reichstag—
«a ver qué nos depara nuestro paso hacia la paz. Podem os perder
todos nuestros bienes pero nadie puede arreb atarn o s el im pulso
de crear nuevas realidades. Sea lo que sea, seguim os siendo un
gran pueblo, num eroso, valiente y trab ajad o r situado en el m is­
m o corazón de Europa».
En octubre de 1918, Ebert había conseguido básicam ente todo
90 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

a lo que había aspirado y su partido estaba precisam ente allí donde


él quería. Que no gobernase solo, sino junto a otros socios burgue­
ses respetables, era algo que de hecho le parecía bien; así como que
el respeto al káiser perm aneciese por encim a de todos ellos. ¡Y pre­
cisam ente ahora tenía que estallar la revolución! ¡Y precisam ente
eran sus propios seguidores quienes tenían que llevarla a cabo! Para
Ebert esto representaba una terrible desgracia, un terrible m alenten­
dido. Pero él confiaba en sí m ism o p ara acabar con ello.
E n estos m om entos él era el canciller im perial y tras él se en­
contraba el Estado, la organización adm inistrativa, el funciona-
riado, tam bién el poder arm ado o m ás bien lo que quedaba de él.
Él representaba el orden. ¿Y acaso eso no significaba nada? ¿Aca­
so no era necesario u n gobierno ordenado para alcanzar un arm is­
ticio y la paz que todo el m undo deseaba? ¿Acaso no era necesa­
rio el orden p ara evitar u n a catástrofe alim entaria? E bert quería
orden. E bert era el orden, y hubiese sido ridículo que los alem a­
nes no hubiesen deseado recu p erar rápidam ente ese orden.
Pero E bert tenía aún otro as en la manga: no sólo era canci­
ller imperial, tam bién era el presidente del SPD. No sólo en cam a­
ba el orden po r antonom asia, encam aba el nuevo orden. ¿A quién
podrían colocar a la cabeza del Reich estos revolucionarios, en su
m ayoría socialdem ócratas, si no a su propio presidente de p arti­
do? Claro está que tam b ién estab an los inquietos genios del
USPD, allí estaba ese tipo incóm odo y antipático, K arl Liebk­
necht, que tan popular se había hecho ahora com o m á rtir de las
protestas contra la guerra. Así pues incorporaría tam bién al go­
bierno a u n p ar de m iem bros del USPD, p ara taparle la boca a la
revolución. Tam poco p o d ían ocasionarle tan to s trasto rn o s. El
m ism o 9 de noviem bre, antes de m archarse a comer, E bert topó
en la cancillería del Reich con u n a delegación del USPD y le pi­
dió que presentara a tres candidatos a m inistro. Uno de ellos p re­
guntó si podían designar a quienes ellos quisieran. «Pues claro
—respondió E bert—. N ada debe fracasar a causa de cuestiones
personales.» «¿También Liebknecht?», continuó ese delegado del
USPD. «Si así lo desean, tráigannos tam bién a Liebknecht —fue
la respuesta de E bert— . Lo aceptarem os con m ucho gusto.»
LA HORA DE EBERT 91

Entonces todos se fueron al Reichstag, Ebert para com er solo


y en silencio su sopa de patata, y los delegados del USPD p ara
discutir con su grupo parlam entario su participación en el gobier­
no, asunto que no consiguieron resolver en toda la tarde. Es cierto
que eran una pandilla indisciplinada en la que cada cual tenía su
opinión. A p a rtir de esa tard e el R eichstag em pezó a parecer un
cam pam ento m ilitar. Los grupos p arlam en tario s del SPD y del
USPD se m antenían reunidos por separado y periódicam ente al­
guien del SPD asom aba la cabeza en las reuniones del USPD p ara
p reguntar si finalm ente hab ían llegado ya a algún acuerdo. Los
Independientes recibieron tam bién otras visitas: incluso la de Karl
Liebknecht que se había enterado de lo que estaba pasando y le
dictó al secretario que levantaba acta de la reunión lo siguiente
«en un tono triunfante, parecido casi a u n a orden»: «Todo el po­
der ejecutivo, legislativo y judicial debe ser p ara los consejos de
trabajadores y de soldados», cosa que suscitó de inm ediato una
acalorada discusión. Pero tam b ién otros invitados asaltaro n el
Reichstag: com itivas desconocidas que no habían sido invitadas,
a veces tam b ién caravanas en teras con b an d eras rojas. E ra un
perm anente ir y venir. E sa tarde del 9 de noviem bre las calles del
centro de Berlín parecían un océano ondulante de personas, y una
vez tras otra rom pía co n tra el Reichstag u n a ola batiente de ese
océano.
N adie ha contado n unca a la m uchedum bre que el 9 de n o ­
viem bre avanzaba hacia el centro de la ciudad, pero todos los
testigos oculares hablan de cientos de miles de personas. Todo el
m undo experim entó u n brusco cam bio de parecer: por la m añ a­
n a estab an convencidos de estar dirigiéndose h acia la m uerte.
Desconocían que la tropa no iba a plan tar cara, se esperaban una
salva de fuego de am etralladora cuando llegaran ante los cu arte­
les y los edificios gubernam entales. En las prim eras filas de las
interm inables colum nas que se acercaban con ronco sonido y len­
tam ente desde todas los puntos cardinales, algunos llevaban car­
teles que decían: «¡Hermanos, no disparéis!». Al final de ellas no
era raro e n co n trar arm as. La gente, trág icam en te decidida, se
esperaba u n a lucha a m uerte alred ed o r de las casernas. El día
92 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

estaba cubierto y la tem p eratu ra era agradable p ara la época del


año, el viento era espeso, casi bochornoso; efectivam ente un día
crucial y fatídico, u n día adecuado p ara morir.
¡Y entonces no ocurrió nada! Realm ente, los «hermanos» no
dispararon y abrieron ellos m ism os las puertas de los cuarteles,
ay u d aro n a izar las b an d eras rojas, se u n iero n a la m asa, o
—com o el cuerpo de policía de la Jefatura S uperior de Policía en
la Alexanderplatz— lanzaron las arm as y ¡se esfum aron lo m ás rá ­
pido que pudieron! La gente estaba tan desconcertada que le abría
paso a la policía p ara dejar que se m arch aran a casa sin im pedi­
m entos; en ningún m om ento se oyeron fuertes insultos. La revo­
lución en Berlín fue tan poco violenta com o lo había sido en to ­
das partes. Si se derram ó sangre fue po r parte del otro bando: en
la caserna Maikäfer, dos oficiales dispararon de pronto a través de
la puerta abierta de u n a sala en la que habían m ontado una ba­
rricada. H ubo tres m uertos, y m ás adelante alguno m ás debido a
incidentes parecidos en las caballerizas y en la U niversidad, en
to tal se pro d u jero n quince m uertes. Pero en tre las gigantescas
m asas estos hechos p asaro n inadvertidos; la gran m ayoría no
experim entó nad a sem ejante. A p a rtir del m ediodía, después de
que el miedo y la tensión previos a la esperada m asacre se viera que
habían resultado infundados, reinaba po r todas partes u n inm en­
so alivio, com o u n a liberación, u n a disposición al júbilo, pero a
la vez algo parecido a la decepción, algo de desconcierto. ¿Qué
había que hacer ahora? Las calles se encontraban llenas, ab arro ­
tadas p o r la m u ltitu d desorientada, p o r todas p artes se po d ían
contem plar escenas de herm an am ien to y reinaba u n tenue am ­
biente de fiesta popular, tenue porque no había nada que celebrar
y porque aún flotaba en el aire, ah o ra sin sentido, el sorprenden­
te coraje de las personas dispuestas a d ar su vida.
Por lo m enos algunos hom bres con talento p ara la im provi­
sación y la organización to m aban aquí y allá la iniciativa, agru­
paban hileras de personas arm adas y colum nas de cam iones y se
ponían en m archa: prim ero, com o en todas partes, se ocuparon
las prisiones y se liberaron los presos políticos —¡únicam ente los
políticos, po r lo que tuvieron que consultarse los archivos!—, lúe-
LA HORA DE EBERT 93

go se ocuparon las estaciones, las oficinas centrales de correos y


tam bién varias redacciones de periódicos (la del Vorwärts fraca­
só debido a los cazadores de N aum burg, que m o n tab an guardia
allí desde esa m añana). Se dejaron en paz los edificios g u b ern a­
m entales sin vigilancia, en ellos ya se había establecido, com o se
había divulgado, u n gobierno popular. Pero a las cuatro de la tar­
de alguien pronunció la consigna: «¡Al palacio!». M edia hora m ás
tarde, el palacio real estaba ocupado y Karl Liebknecht se asom ó
a u n balcón desde el que alguien había desenrollado u n a sábana
roja y proclam ó p o r segunda vez en ese día la R epública, pero
ahora era una República socialista. Su voz solemne, con u n a pro ­
sodia com o de pastor, resonó p o r toda la plaza donde la gente se
apiñaba y finalizó: «¡Quien quiera ver la República Libre Socia­
lista de A lem ania y la revolución m undial, que alce la m ano y
jure!». Todos hicieron el juram ento, pero ¿cuántos lo m antuvie­
ron? N adie lo sabe.
Karl Liebknecht fue durante esos días u n nom bre im p o rtan ­
te, tal vez el nom bre m ás im portante de Alemania. Todo el m u n ­
do había oído hablar de él y no dejaba indiferente a nadie: desper­
taba la pasión m ás ardiente y el odio m ás profundo. Pero sólo era
u n a figura sim bólica sin ningún poder. H acía apenas catorce días
que había salido del presidio al que h ab ía sido condenado dos
años y m edio antes debido a su aislada protesta co ntra la guerra.
No pertenecía a ningún p artido —el USPD se constituyó cuando
él ya estaba en prisión—, no form aba parte de ninguna organiza­
ción y, dicho sea de paso, no poseía ningún talento p ara la orga­
nización, com o qu ed aría d em o strad o d u ra n te las sem anas si­
guientes. E n los acontecim ientos revolucionarios de las últim as
sem anas no había desem peñado ningún papel y ese 9 de noviem ­
bre en Berlín tan sólo representó, po r así decirlo, u n papel secun­
dario decorativo. Él no dirigió la revolución y su aparición en el
balcón del palacio fue tam bién u n sensacional entrem és, u n epi­
sodio que no cam bió el rum bo de los hechos.
Pero hubo otro grupo de hom bres que sí se atrevió a to m ar
el m ando de la revolución y cuya intervención sí cam biaría d ra ­
m áticam ente el rum bo de los acontecim ientos d u ran te estos agi-
94 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

tados días: eran los dirigentes revolucionarios de las grandes


em presas berlinesas, un grupo de cien hom bres aproxim adam ente
cuyo núcleo lo form aban unos doce; verdaderos trabajadores, tra ­
bajadores cualificados, jefes apreciados cuyos nom bres (al contra­
rio que Liebknecht) se veían apoyados p o r u n a organización, es
decir, po r el personal efectivo de sus em presas que se había acos­
tum brado a escuchar sus palabras. El grupo de dirigentes revolu­
cionarios se había constituido d u ran te las grandes huelgas del in­
vierno pasado. H abían sido sus verdaderos cabecillas y tras ellas
se habían m antenido secretam ente en contacto. Desde hacía unas
sem anas p reparaban la revolución, y el 4 de noviem bre —sin sos­
pechar n ad a sobre la oleada revolucionaria que estaba tom ando
form a en Kiel— habían decidido d ar u n golpe de E stado el 11 de
noviembre. H abían reunido arm as, las habían repartido y habían
preparado el golpe de m ano co ntra los centros de poder.
Los acontecimientos em pezaron a escapar de las m anos de los
dirigentes revolucionarios, pero no tenían ninguna intención de
perm itir que eso sucediera. La tarde de ese 9 de noviembre, m ien­
tras las m asas entusiasm adas deam bulaban sin objetivo fijo y algo
cansadas p o r las calles de Berlín, m ientras E bert in ten tab a go­
bernar en la cancillería y m ientras en los salones del Reichstag las
fracciones del SPD y USPD seguían reunidas indefinidam ente sin
llegar a ningún acuerdo sobre cuáles serían las condiciones bajo
las que el USPD entraría a form ar parte del gobierno de Ebert, los
dirigentes revolucionarios se unieron p ara deliberar rápidam ente
y pasaron a la acción.
No eran ni grandes teóricos ni gente de program a, eran hom ­
bres prácticos y veían claram ente de qué se tratab a en esos m o ­
m entos: había que d ar a las m asas u n líder con capacidad de ac­
tuación, u n órgano que pudiese h acer política, u n gobierno
revolucionario que q u itase de enm edio a E b ert y a los dem ás
partidos. Convocaron a unos doscientos seguidores. Al atardecer,
m ientras caía la noche y las m asas em pezaban a disolverse poco
a poco en las calles, o cuparon el Reichstag.
LA HORA DE EBERT 95

D urante todo el día, el R eichstag se había convertido en un aje­


treado y descontrolado ir y venir, y el grupo que entró a em pujo­
nes repentinam ente entre las ocho y las nueve de la noche no lla­
mó la atención de nadie porque era tan variopinto com o todos los
dem ás grupos singulares que el Reichstag había visto llegar ese
día. E n ningún caso se lim itó la entrada, y curiosos y em prende­
dores de todo tipo vestidos de civil o con uniform e se u nieron a
la corriente de los dirigentes revolucionarios. Pero, de pronto, ese
día pareció surgir u n cierto orden: u n plan, u n a dirección. El gru­
po, conform ado p o r varios cientos de hom bres, ocupó prim ero la
habitación 17, entonces sala de plenos. La sala fue cubierta con
trapos rojos, alguien se hizo con la presidencia, se oyó la cam pa­
na del presidente y las sillas de los diputados fueron ocupadas. En
la tu rb u le n ta reu n ió n se im puso la disciplina; se p ro p u so u n a
m esa del parlam ento y fue aprobada. Desde fuera de la sala de
plenos se oían voces y aplausos de aclam ación, el m ism o ritual
que en una sesión norm al del Reichstag. Los diputados, reunidos
por grupos políticos en diferentes dependencias, acudieron para
ver lo que sucedía y constataron sobresaltados que se encontra­
ban ante un parlam ento revolucionario en plena actividad.
E ra u n a asam blea tu rb u len ta que no había sido elegida, que
no había pasado ninguna criba, pero al parecer era m uy capaz de
funcionar. Un grupo de hom bres que había ocupado los bancos
azules del gobierno dirigía la reunión con b astante firm eza. Eran
los líderes de los delegados revolucionarios, y algunas caras eran
conocidas: Richard M üller y Em il Barth. In terru m p ían discursos
interm inables, se daban la p alabra unos a otros, hablaban poco
y contundentem ente y parecían saber exactam ente lo que querían.
Ahora se presentaban mociones, ahora incluso llegaban a aprobar­
se. Poco después de las diez, algunos m iem bros del SPD que h a ­
bían participado en la sesión salieron apresuradam ente de la sala,
recorrieron a pie con paso acelerado el cam ino m ás corto entre
el Reichstag y la Cancillería y le contaron a Ebert, atónito, lo que
estaba ocurriendo: ahora mismo, en el Reichstag, u n a sesión aca­
baba de decidir que al día siguiente deberían ser votados en todas
las fábricas y cuarteles los consejos de trab ajad o res y soldados
96 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

—un represen tan te po r cada batallón y p o r cada mil trab ajad o ­


res— y estos consejos que saldrían por elección debían reunirse
a las cinco de la tarde en el circo B usch p ara n o m b rar un gobier­
no provisional, u n «Consejo de los C om isarios del Pueblo». E n
ningún m om ento se había hablado del gobierno de Ebert, se h a­
bía hecho com o si no existiera ningún gobierno; p o r lo visto se
pretendía sim plem ente dejarlo a un lado. Probablem ente en estos
m om entos ya se habían m andado p o r doquier desde el R eichstag
enviados para convocar a los trabajadores y soldados a las elec­
ciones del día siguiente. Al parecer se tratab a de u n golpe de Es­
tado de los dirigentes revolucionarios. Ya se había oído h ab lar
acerca de la existencia de estos dirigentes revolucionarios y de su
poder en las em presas.
Ebert, furioso, escuchó en silencio y con aspecto p reo cu p a­
do las funestas noticias sin m o strar ninguna excitación, pero es­
ta b a pálido y m an ten ía prieto s los labios. «Está bien —dijo— .
E sperad en el vestíbulo.»

Lo que E bert b uscaba ese día se deduce perfectam ente de lo que


hizo y dijo: quería frenar la revolución en el últim o m inuto, de­
ja r tran scu rrir la gran m archa de los trabajadores com o u n a sim ­
ple m anifestació n y m a n te n e r a salvo la e stru c tu ra b ásica del
antiguo orden bajo otro nom bre. El program a del príncipe Max:
Abdicación del káiser-regencia-armisticio-asamblea nacional, tam ­
bién era el program a de Ebert. La única diferencia consistía en
que éste se sentía m ás capacitado personalm ente y m ejor situado
políticam ente p ara llevarlo a cabo que el príncipe. La tarde en que
el príncipe Max fue a despedirse de él se lo en co n tró «todavía
em pecinado en no ro m p er la línea de continuidad orgánica con
el pasado».
Al m ediodía, u n a vez h u b o tom ado posesión del cargo de
canciller, Ebert todavía confiaba en que todo le saliera bien. Se en­
contró con un gobierno preparado del que se hizo cargo, sin h a ­
cer ninguna m odificación en su com posición. Se dirigió al funcio-
n ariad o en uno de los llam am ientos que realizó esa tarde, casi
LA HORA DE EBERT 97

suplicante, casi disculpándose: «Sé que será m ucho m ás difícil


trabajar con los nuevos representantes políticos pero apelo a vues­
tro am or por nuestro pueblo». A fin de cuentas, los funcionarios
no se declaran en huelga tan fácilmente. Tenía las riendas de la di­
rección del SPD y sabía desde la m añ an a que las tropas berline­
sas le daban su apoyo. E staba dispuesto, p ara tran q u ilizar a las
m asas trab ajad o ras, a a ce p tar en el gobierno a algunos de los
m iem bros del USPD. Conocía a los Independientes y no les temía.
H asta bien en trad a la guerra, hab ían sido fieles com pañeros del
SPD bajo su presidencia y cuando a continuación poco a poco se
fueron distanciando, m uy pocos de entre ellos se convirtieron en
agitadores y radicales. Los te n d ría bajo co n tro l en el seno del
gobierno y su presencia le p erm itiría calm ar los ánim os. Cuando
ese m ediodía, en la Cancillería, de cam ino al R eichstag p ara to ­
m a r su sopa de patata, les había propuesto a toda p risa fo rm ar
coalición, lo hizo, según m an ifestaro n algunos testim onios, de
u n a form a «bastante abrupta» y «con desprecio». Al m ediodía
todavía creía tener todas las cartas en su poder.
Pero p o r la tard e las cosas tom aron u n m al cariz. El prim er
contratiem po fue la proclam ación de la R epública realizada por
Scheidem ann; el segundo y peor, fue la negativa del príncipe Max
de convertirse en regente y su precipitada partida. E bert tenía que
conform arse m al o bien con la idea de u n a república, sim plem en­
te porque no h ab ía ya nadie allí que q u isiera re p re se n ta r a la
m onarquía. Tenía que aceptarlo en cualquier caso. De pronto, los
Independientes em pezaron a poner trabas; de entrada, no habían
sido capaces de llegar a ninguna decisión sobre la pro p u esta de
form ar coalición y después habían planteado condiciones inadm i­
sibles. Por la noche, seguían sin llegar a u n acuerdo de coalición
y E b ert había tenido que co n ten tarse con el n o m b ram ien to de
algunos secretarios de E stado del SPD suplem entarios. Su llam a­
m iento a ab a n d o n a r las calles fue en vano. Como m ínim o las
m anifestaciones masivas en las calles transcurrieron hasta cierto
punto sin altercados violentos y E bert esperaba que a la m añ an a
siguiente, domingo, las m asas estarían fatigadas, querrían dorm ir
la resaca revolucionaria y quedarse en casa.
98 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

Pero de nuevo no sucedió n ad a de eso. E staba claro que al


día siguiente todo seguiría igual e incluso sería m ás peligroso por­
que estaría m ás organizado y con unos objetivos m ás definidos.
Se h ab ía destapado u n nuevo co n trap o d er que le d isp u tab a su
m andato y que, en total oposición a él, no pretendía acab ar con
la revolución de u n soplido, sino que pretendía llevarla hacia de­
lante. ¿Cómo acab ar con ello?
No tenía n in g u n a capacidad de m aniobra, no co n tab a con
u n a posición a la que retirarse. E b ert representaba la izquierda
m ás extrem a del establishment, la últim a reserva del antiguo or­
den, que p a ra él rep resen tab a el orden p o r an to n o m asia. Tras
E bert sólo quedaba Ebert. Si fallaba, ya no había nada.
Entonces, ¿qué posibilidad quedaba? ¿La guerra abierta? ¿Pro­
hibir la elección de los consejos y la reunión del circo Busch, recu­
rriendo incluso al ejército? Ante esta idea Ebert se acobardó. Lo cier­
to era que desde esa m añana tenía a las tropas berlinesas haciéndole
costado. ¿Pero les podía exigir cualquier cosa? ¿Las tropas realmente
seguirían obedeciendo ciegam ente? H acía tan sólo unas cuantas
horas que Wels las había persuadido de no disparar. ¿Podía conven­
cérselas ahora repentinam ente de que sí debían disparar? E incluso
si fuera posible, ¿era conveniente? ¿Un baño de sangre entre trab a­
jadores socialdem ócratas provocado por el prim er canciller social-
dem ócrata el día de su investidura? ¡No, era imposible!
Sólo quedaba u n a salida: E bert debía ren u n ciar a m antener
en su persona «la relación orgánica con el pasado». Debía ren u n ­
ciar a ser el últim o canciller del Reich y en su lugar debía conver­
tirse en el prim er presidente de ese —¿cómo llamarlo?— «Consejo
de los Comisarios del Pueblo». Debía buscarse u n a segunda legi­
tim ación: tras la obtenida del príncipe Max, que ya había sido su­
ficientem ente cuestionada, ahora debía obtener la de la asam blea
del circo Busch. ¿Imposible? No. Al fin y al cabo había suficien­
tes socialdem ócratas fieles en tre los trabajadores berlineses; lo
que debía hacer era m ovilizarlos en el m om ento oportuno. Ante
todo, debía rem atar la alianza con los Independientes, aunque h u ­
biese que hacer concesiones; debía p oner a los trabajadores y sol­
dados presentes en el circo ante el hecho consum ado de un gobier-
LA HORA DE EBERT 99

no totalm ente socialista. Reconciliación, unidad, «no a u n a gue­


rra entre herm anos», ése debía ser ahora el lema. E bert conocía
a sus trabajadores lo suficiente com o p ara saber que este lem a le­
vantaría el entusiasm o y sería irresistible.
¡Y no había que olvidar a los soldados! Ellos también tenían
que votar y eran todo m enos revolucionarios; esa m añ an a nadie
hubiese podido decir si acabarían o no a tiros con la revolución.
Lo cierto es que no lo h abían hecho, y era algo que ah o ra ya no
se les podía exigir; pero lo que sí podían hacer era d erro tar a la
revolución con sus votos. Otto Wels debía regresar a los cu arte­
les; esa m ism a m añana había estado perfecto, había sido capaz de
encontrar el tono correcto p ara con los soldados. Por ello debía
volver a los cuarteles y tra ta r de persuadirlos de que votasen lo
correcto al día siguiente.
Y finalm ente, u n a vez todo eso se hubiese llevado a cabo, el
m ism o E bert debería aparecer en el circo Busch secundado por
la coalición de los dos partidos socialistas y hacerse elegir com o
líder revolucionario. Tendría pues que au llar con los lobos u n a o
dos horas. E ra la única vía. Lo que p ara el príncipe Max de Ba­
den com o canciller del R eich hab ía rep resen tad o E bert, ah o ra
p a ra el E bert canciller lo era el com isario del pueblo E bert. Si
todavía quería im pedir la revolución, po r ah o ra debía aparecer él
mismo, en apariencia, al frente de ella. De otra m anera no funcio­
naría, pero quizá sí.
E bert llam ó a los com pañeros de p artido que le aguardaban
en el vestíbulo. H abía tom ado u n a decisión y dio sus instruccio­
nes. D urante la noche su equipo se puso m anos a la obra, espe­
cialm ente Otto Wels, incansable y envanecido p o r su éxito.
Pero tam bién durante toda esa noche trabajó el equipo de los
dirigentes revolucionarios. Esa noche transcurrió com o si los es­
tados m ayores de dos ejércitos desplegados se p rep araran antes
de llevar a cabo u n a batalla decisiva.
El 9 de noviem bre de 1918 pasó. H abía traído consigo la caí­
da de la m onarquía, pero todavía no la victoria de la revolución.
La noche del 9 al 10 de noviem bre su destino aú n estaba en el
aire. Todo quedaría resuelto al día siguiente.
7

E L 10 D E N O V I E M B R E : LA BA TA LLA D E L
M A R N E D E LA R E V O L U C IÓ N

El profesor E m st Troeltsch —teólogo y filósofo de la historia, uno


de los orgullos de la U niversidad de Berlín desde 1914— descri­
bió días m ás tarde cómo había vivido la burguesía berlinesa aquel
10 de noviembre:

El domingo por la mañana, tras una noche de inquietud, los


periódicos de la mañana permitían hacerse una idea clara de la si­
tuación: el káiser en Holanda, la revolución triunfante en las prin­
cipales ciudades y los príncipes federados a punto de abdicar. ¡Ni un
sólo muerto por el káiser o por el Reich! ¡Los funcionarios habían
seguido trabajando para el nuevo gobierno! ¡La continuidad institu­
cional estaba asegurada y ningún banco había sido asaltado!
El domingo 10 de noviembre era un precioso día de otoño. Los
ciudadanos salieron en masa, como de costumbre, a pasear por el
Grünewald. Nadie iba especialmente arreglado, sólo podían verse
algunos burgueses, muchos de ellos vestidos a propósito de forma
modesta. El ambiente estaba algo apagado. La gente tenía la sen­
sación que su destino se estaba decidiendo lejos de allí, pero al mis­
mo tiempo existía el convencimiento de que todo se había desarro­
llado bastante bien hasta ese momento. Los tranvías y el metro
funcionaban con normalidad, imprimiendo sensación de seguridad
a la vida cotidiana. Se podía leer en todas las caras el convenci­
miento de que seguirían cobrando puntualmente sus sueldos.
EL 10 DE NOVIEMBRE 101

Los burgueses que paseaban el dom ingo p o r la tard e en el


Grünewald, y que en ese m om ento se sentían tranquilos p o r «lo
bien que había salido todo» no podían ni im aginar que realm en­
te esa tarde de dom ingo su destino se había decidido, pero no «en
algún lugar m uy lejano», sino en la parte este de su propia ciudad,
en u n a tu rb u len ta reu n ió n en el circo Busch, donde la tarde de
este 10 de noviem bre se libró la p rim era gran batalla de la Revo­
lución y se perdió. La p rim era y al m ism o tiem po la m ás decisi­
va: la Batalla del M arne de la Revolución Alemana.*
El sábado 9 de noviembre fue el punto culm inante de la olea­
da revolucionaria, im provisada y sin liderazgo, que había estalla­
do en Kiel el lunes anterior. El dom ingo 10 de noviem bre ya se
iniciaba su fracaso. P aradójicam ente, lo que selló su d errota,
se vio desde fuera com o su triunfo m ás grande y definitivo.
Por la m añ an a del dom ingo aú n estaba todo p o r decidirse.
Las calles del centro de la ciudad, que el día anterior se habían lle­
nado de una m area hum ana, se en co n trab an vacías y tranquilas.
Por la U nter den Linden todavía se veían banderas rojas que on­
deaban en las astas y unos pocos paseantes cam in ab an p o r las
calles, algunos felices y otros molestos. Los trabajadores que el día
anterior, a esa m ism a hora, habían llevado a cabo su gran m archa
revolucionaria, se encontraban casi todos de nuevo en sus fábri­
cas p ara votar los consejos de trabajadores que po r la tarde, en el
circo Busch, designarían el nuevo gobierno de la revolución vic­
toriosa. Los dirigentes revolucionarios que h ab ían tom ado esta
decisión el sábado a la caída de la noche consiguieron un gran
éxito organizativo. La consigna pasó de boca en boca y p ráctica­
m ente todos los trabajadores se p resentaron en las fábricas p ara
votar.
Pero no votaron lo que los dirigentes revolucionarios hubie­
sen querido. El SPD tam poco había pasado la noche ocioso. Se di­
señaron miles de panfletos a toda prisa, se im prim ieron y se dis-

* El autor cita la batalla del M am e com o ejemplo de batalla que m arca un


cam bio radical en el curso de los acontecim ientos. En 1914, los franceses y los
británicos frenaron el avance de las tropas alem anas en su victorioso cam ino
hacia París. (TV. del I )
102 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

tribuyeron. El periódico Vorwärts circuló esa m añana de m ano en


m ano p o r todas las fábricas o se leyó, de pie, en grupos que asen­
tían gravem ente con la cabeza. El artículo principal llevaba po r
título: «¡No a u n a guerra entre herm anos!». El lem a recogió con
genial instinto el sentir general.
Pero los dirigentes revolucionarios no habían tenido en cuenta
que este sentir ya no era el mism o que el de la m añana anterior. Se
había respirado un am biente de am argura, impaciencia, rebeldía,
u n am biente absolutam ente desconcertante, lleno de u n ren co r
acum ulado que desde hacía tiem po estaba a punto de estallar; era
un am biente revolucionario. En esos m om entos este am biente se
había diluido, m ucho m ás propenso a la generosidad y a la recon­
ciliación; se respiraba u n a atm ósfera de victoria, ya no de em bria­
guez, sino de satisfacción. Todo el m undo sentía un vago agrade­
cim iento po r la facilidad con la que se había alcanzado la victoria,
por no haber tenido que librar u n a batalla, porque no hubiese h a­
bido víctimas y no hubiese habido derram am iento de sangre. To­
dos aquellos que el día an terio r hab ían m archado p o r la ciudad
dispuestos a m orir tenían la sensación de que se les había devuel­
to la vida. R ichard Müller, uno de los líderes de los dirigentes re­
volucionarios, n arra que algunos funcionarios del SPD, ayer ap a­
leados fuera de las empresas por no querer unirse a la gran marcha,
eran ahora votados en los consejos de trabajadores.
N ada podía hacerse contra esta oleada de herm anam iento. Si
bien es cierto que los candidatos presentados po r los delegados
revolucionarios fueron m ayoritariam ente elegidos, u n a gran parte
de los nuevos consejos de trab a jad o res estab an form ados p o r
partidarios de Ebert, lo que de inm ediato se hizo evidente a los
revolucionarios m uy a su pesar.

Las elecciones en las fábricas representaron u n a derro ta parcial.


Las que se llevaron a cabo en los cuarteles rep resen taro n u n a
derrota total. Allí los dirigentes revolucionarios no pintaban nada,
allí nadie les conocía, allí la voz cantante la llevaba Otto Wels y
decía las cosas claras. N ada de reconciliación ni de herm anam ien-
EL 10 DE NOVIEMBRE 103

to, allí se tratab a de h acer fracasar u n oscuro com plot m ediante


el cual se p reten d ía coger desprevenido al SPD alejándolo del
gobierno. ¿Acaso los soldados no se habían puesto el día antes, sin
consideración de partido, de p arte del pueblo? Bien, pues ahora
tenían la obligación de defender los derechos del pueblo. Ahora
los soldados d ebían p o n erse a disposición del gobierno Ebert-
Scheidem ann, tal y com o hab ían hecho el día antes los Cazado­
res de N aum burg.
El júbilo dom inaba la escena. E nseguida se decidió crear un
com ité de acción de las tropas de Berlín. Al m ediodía tuvo lugar
en el patio del edificio del Vorwärts u n a reu n ió n de soldados
—tanto de los que habían sido elegidos com o de los que no— , los
líderes y los portavoces se p u siero n de acuerdo, se p rep aró la
com ida y p o r la tarde, m ucho antes del inicio de la asam blea, los
soldados m archaron, con Wels a la cabeza, hacia el circo Busch,
donde ocu p aro n las p rim eras filas cerca de la pista. H erm an n
Müller, m ás tarde canciller del SPD, arroja algo de luz sobre el
am biente que reinaba en las filas: «Un espartaquista, que de ca­
m ino hacia la L indenstrasse se h ab ía un id o p o r cu rio sid ad al
desfile de los consejos de soldados, se percató de lo que sucedía
y gritó, am enazando a Wels con un revolver: “¡Perro, nos corrom ­
perás a todos!”. No disparó. Por eso tam poco fue linchado».
De ese m odo se preparó en fábricas y cuarteles la derrota de
la revolución y la victoria de Ebert. Pero ni el propio E b ert sabía
n ad a de todo aquello. F rente a la asam blea del circo B usch se
sentía com o un dom ador la p rim era vez que en tra en la jau la de
los leones. Únicam ente se sentía fuerte ante ella presentándose en
coalición con los Independientes, como el gobierno de la reunifi­
cación socialdem ócrata. M ientras en las fábricas y los cuarteles se
hacía p ro p ag an d a política y se celeb rab an las elecciones, en
la Cancillería, bajo la presidencia de Ebert, se reunía el gobierno
del Reich que seguía siendo el gobierno parcialm ente burgués del
príncipe Max; y al m ism o tiem po estaba reunido nuevam ente en
el Reichstag el grupo parlam entario del USPD. E n am bas reunio­
nes se trató el tem a de la rem odelación del gobierno.
En el orden del día se incluía tam bién el asunto de la acep-
104 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

tación o el rechazo de las condiciones para el armisticio, pero ape­


nas se discutió sobre ello; la aceptación estaba fijada de an tem a­
no. Las condiciones eran duras; im posibilitaban a A lem ania la
prosecución de la lucha. Pero de todos m odos, ya estab a claro
desde el 29 de septiem bre que A lem ania no podría proseguir la
lucha. Existía u n telegram a del jefe del Alto M ando en el que se
pedía que se intentaran suavizar algunas de las condiciones; pero
aunque no se consiguiera, se debería cerrar igualm ente el acuer­
do. «Por favor, decisión gobierno en este aspecto lo antes posible.
Von H indenburg.» El gobierno decidió actu ar en consecuencia.
Erzberger, que pasó ese día en Compiégne esperando inquieto una
respuesta, cuenta que le llegó bien entrada la noche un telegram a
abierto en el que se le autorizaba a firmar, «cosa que me desagra­
dó profundam ente, ya que este telegram a ponía considerablem ente
en peligro el resultado de las negociaciones que se habían prolon­
gado durante los dos últim os días». (A pesar de lo cual consiguió
suavizar algunas de las condiciones.) «El telegram a iba firm ado:
“Canciller del Reich Schluss*”. El oficial intérprete p reguntó si
“Schluss” era el nom bre de un nuevo canciller y quién era ese se­
ñor: nadie le conocía en el Alto M ando francés ni en el gobierno de
París. Le expliqué que “Schluss” significa lo mism o que punto».

Por así decirlo, todo esto sucedía ju n to a m uchas otras cosas; la


aceptación de las condiciones p a ra el arm isticio ya no era u n a
cuestión principal. Lo que esa m adrugada ocupaba realm ente a
E b ert era la decisión de los In dependientes, y en su situ ació n
actual estaba dispuesto a acep tar sus condiciones p ara gobernar
en com ún prácticam ente sin reservas, al igual que h ab ía hecho
con las condiciones p ara el arm isticio. Ahora necesitaba a los In ­
dependientes en su gobierno, los necesitaba con ta n ta urgencia
com o Alemania necesitaba el fin de la guerra; o como m ínim o eso
era lo que él creía todavía esa m añana. Con un gobierno de recon-

Final. (N. del T.)


EL 10 DE NOVIEMBRE 105

ciliación socialista se sentía dueño de la situación; sin u n gobier­


no de tales características no sabía cóm o acab aría la asam blea
revolucionaria de la tarde.
A las 13.30 horas llegó el m ensaje tranquilizador. Los Inde­
pendientes, tras largas h o ras de tira y afloja, h ab ían decidido
n o m b rar tres «Comisarios del Pueblo» p ara el gabinete de Ebert.
Sus condiciones eran duras; el día antes E bert no hubiese acep­
tado; en ese m om ento sim plem ente las leyó p o r encim a: po d er
político en m anos de los consejos de trab ajad o res y soldados;
aplazam iento de la adopción de un acuerdo sobre u n a asam blea
nacional; igualdad de derechos y poderes p ara cada uno de los
«Comisarios del Pueblo». Ahora aceptaría todas las condiciones.
Lo esencial era ten er a los Independientes en el gobierno. Su lis­
ta de candidatos, dicho sea de paso, era tranquilizadora: Haase,
su presidente, un blando m elancólico acostum brado a quejarse
p ara acabar siem pre cediendo; D ittm ann, un cero a la izquierda;
y el tercero, Em il Barth, uno de los líderes de los dirigentes revo­
lucionarios: tal vez no fuera u n a idea tan m ala tenerlo a él en el
gobierno en lugar de a Geisel. E bert aceptó tanto las condiciones
com o a los candidatos a m inistro, sin po n er objeciones ni discu­
tir. M ientras com ía a toda prisa y ponía po r escrito su discurso
p ara la asam blea, sintió de nuevo el suelo bajo sus pies.
Pero durante esas prim eras horas de la tarde tuvo lugar una
tercera reu n ió n previa a la batalla decisiva que se ju g aría en el
circo Busch: los delegados revolucionarios querían revisar su tác­
tica a la luz de los últim os acontecim ientos. A diferencia de Ebert
y H aase, éstos conocían ya el resu ltad o de las elecciones de la
m añana: habían estado presentes y sabían que las elecciones no
les habían ido m uy bien. Ahora debía ocurrírseles algo nuevo; y
lo consiguieron.
R ichard M üller cuenta:

Tras el resultado de las elecciones estaba claro que los socia­


listas del ala más derechista junto con los independientes de dere­
cha... tenían mayoría. Era imposible contemplar un gobierno sin
contar con los socialistas más conservadores. Esto era un hecho.
106 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

También estaba claro para todos que los socialistas conservadores


intentarían acabar con el poder de los consejos de soldados y tra­
bajadores para conseguir instaurar una asamblea nacional y con
ello, una república democrática burguesa. Si lo conseguían, la re­
volución estaba perdida.

¿Qué h acer entonces? Alguien —quién, no queda claro en


ningún lugar— tuvo u n a idea salvadora. Si ya nadie podía im pe­
dirle a E bert form ar gobierno, debía escogerse u n segundo orga­
nism o que pudiese convertirse en u n a especie de contragobiem o.
A pesar de todo, los delegados revolucionarios eran los organiza­
dores de la asam blea y m antuvieron la presidencia, con lo que p a­
saron a controlar el orden del día y el reglam ento; con u n a direc­
ción hábil tenía que ser posible dar vida a otro consejo, aparte del
«Consejo de com isarios del pueblo», en el que su gente estuviese
integrada. R ichard Müller: «Se decidió p roponer en la asam blea
la votación de un com ité de acción de los consejos de trab ajad o ­
res y de soldados. No debía en trarse en el debate de en qué con­
sistirían sus tareas, sino constituirlo, po r así decirlo, m ediante este
engaño».

Así se colocaron las m inas y las contram inas y a las cinco de la


tarde, m ien tras la te m p ran a oscu rid ad de noviem bre se cernía
sobre Berlín y los ciudadanos volvían a sus fríos hogares tras su
paseo de la tarde p o r el Grünewald, la revolución y la república
parlam entaria burguesa entraron en guerra en el circo Busch ante
u n a m asa enfervorizada fo rm ad a p o r en tre dos m il y tres mil
hom bres. Ambas luchaban bajo banderas falsas. Tam bién E bert
se hizo p asar p o r revolucionario. Tam bién los revolucionarios se
hicieron p asar po r parlam entarios. Sin em bargo, la victoria o la
d erro ta estab a en m anos de u n a asam blea desconocida h asta
entonces en Alemania: en las gradas inferiores unos mil hom bres
en uniform e gris de cam paña form aban un bloque fuertem ente
disciplinado; arriba, hasta la cúpula, mil o dos mil obreros y obre­
ras, u n m undo de Zille desdibujado en la penum bra de caras ar-
EL 10 DE NOVIEMBRE 107

dientes y acongojadas. E n la pista del circo, en u n as m esas de


m adera im provisadas, estaban la presidencia y todas las persona­
lidades de los partidos socialistas, desde E bert h asta Liebknecht.
La presidencia estaba en m anos de Emil Barth, uno de los di­
rigentes socialistas, que había sido nom brado com isario del p u e­
blo; un hom bre tan enérgico y activo com o vanidoso, que se creía
el N apoleón de la revolución y al que le gustaba dem asiado oírse
a sí m ism o. E sa tarde, esa m an era de ser le llevaría a él y a su
causa a la perdición.
Ebert, que habló en prim er lugar, anunció la unión de los dos
partidos socialistas y con ello se ganó inm ediatam ente a los con­
gregados: era precisam ente eso lo que esperaban oír. Tam bién su
discurso —paternal, riguroso y m esurado, en el tono de siem pre—
encajaba bien con el am biente. H abló m ucho de calm a y orden,
un orden im prescindible «para la victoria com pleta de la revolu­
ción». Haase, el líder de los Independientes, a quien le tocó hablar
a continuación, poco pudo decir en contra de Ebert. Sólo podía
confirm ar lo que éste había dicho. Tal vez se notó que, en el fon­
do, estaba en contra de la coalición. Volvió a repetirse el destino
de H aase. Ese día, igual que aquel 4 de agosto de 1914, debía
p resen tar públicam ente los acuerdos del partid o que se hab ían
adoptado en co n tra de su parecer. A continuación habló Liebk­
necht, que in ten tab a n a d a r co n tra corriente. Le rep ro ch ab a al
SPD la política llevada a cabo du ran te la guerra. Pero en ese be­
llo m om ento de la victoria y la reconciliación, nadie quería oír
eso. H ubo m uchas interrupciones, especialm ente intranquilos es­
taban los soldados de las prim eras filas, que com enzaron a gritar
al unísono: «¡Unidad! ¡Unidad!».
E ra el m om ento de votar. De form a n atu ral y com o si se tra ­
tase de algo secundario, h ab ía llegado el m om ento de elegir el
com ité de acción, p ara el cual la ju n ta directiva de la asam blea
—esto es, los dirigentes revolucionarios— h ab ía confeccionado
u n a lista. Fue en ese m o m en to cu ando Em il B arth com etió el
error m ás grave. E n lugar de exigir sim plem ente la votación, ini­
ció, contra lo program ado, un cuarto largo discurso, ya fuera para
rep arar el erro r de Liebknecht o sim plem ente porque disfrutaba
108 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

oyendo su p ro p ia voz. Su am igo-enem igo R ichard Müller, que


im potente, se retorció en la silla que estaba ju n to a él, anotó: «El
atento au ditorio reconoció en las palabras de B arth las tu rb ias
intenciones». E specialm ente E b ert se dio cuenta de ello. Pidió
nuevam ente la palabra y explicó claro y conciso que un com ité de
tales características era innecesario po r redundante, pero que si
ya estaba constituido debía estar com puesto po r am bos partidos
de form a paritaria. E n la lista que acababa de oír echaba en fal­
ta al SPD. Con ello B arth finalm ente perdió la partida. ¡En este
com ité —gritó excitado— no debía p articip ar ningún socialista
conservador! Así acabó descubriendo el pastel.

Lo que siguió al discurso de B arth —escribe R ichard M ü­


ller— es prácticam ente indescriptible. Los soldados gritaron feroz­
m ente al unísono: «¡Unidad! ¡Paridad! ¡Paridad!» El capitán Von
Beerfelde presentó u n a lista de los soldados. El socialista conser­
vador Büchel (a quien B arth intentó im pedir que hablara hacien­
do sonar a sus espaldas la cam panita del presidente, com o cuen­
ta el otro Müller, H erm ann M üller) se acercó con u n a lista de su
partido. R ichard M üller y Karl Liebknecht in ten taro n h ab lar en
contra de la paridad; pero am bos fueron abucheados. La excita­
ción se to m ó en furia. Los soldados invadieron la pista del circo
y la trib u n a de la ju n ta directiva. A m enazaban con con tin u ar so­
los la revolución, sin obreros y sin partidos, y con establecer u n a
dictadura militar. E ra tal el tum ulto que resultó im posible prose­
guir la asam blea.

M ientras la asam blea era interrum pida, m ientras los soldados de


las prim eras filas iban perdiendo los nervios y los obreros de las
filas superiores em pezaban a discutir confusos entre ellos, en la
pista del circo se negociaba febrilmente ante los ojos, pero no para
los oídos de la m asa alborotada, ya que, claro está, todavía no
había m icrófonos. De pro n to las dos partes se habían am edren­
tado y se h acían p ro p u estas p recip itad as e im pulsivas. A hora
parecía que el SPD se conform aba con dos m iem bros de once,
EL 10 DE NOVIEMBRE 109

ahora parecía que los dirigentes revolucionarios querían desistir


de toda idea de crear el com ité de acción. Ahora, de p ronto, el
propio SPD se m an ifestab a co n trario a esta iniciativa: ¿Cómo
había pues quedado todo? Bien, entonces se configuraría u n co­
m ité paritario, pero faltaba acordar a su debido tiem po por quié­
nes estaría com puesto. Alguien sugirió a Liebknecht, pero Liebk­
necht lo tenía claro: ¡Nunca se sentaría en la m ism a m esa que la
gente de Ebert! C uando p o r fin p arecía h aberse llegado a un
acuerdo, los soldados p u siero n m ás trab as: ah o ra exigían u n a
doble paridad, no sólo entre SPD y USPD, sino tam bién entre tra­
bajadores y soldados. Se hacía tarde, debía tom arse u n a decisión
y la gente estaba dispuesta a ello. Pero ahora eran los soldados
quienes no conseguían acordar quién debía representarles. Por fin
se reanudó la asam blea y m ientras poco a poco se reestablecía la
calma, B arth anunció la form ación de un «Consejo Ejecutivo de
soldados y trabajadores» de veinte miembros: diez soldados y diez
trabajadores, de los cuales la m itad sería gente del SPD y la otra
m itad candidatos presentados por los dirigentes revolucionarios.
Los representantes de los soldados se elegirían al día siguiente.
La asam blea lo aceptó, aunque hay que decir que en tretan ­
to estaba dispuesta a aceptar casi cualquier cosa. Se había hecho
tarde, ya había pasado la hora de la cena, todo el m undo estaba
ham briento (por aquel entonces se pasaba ham bre en Alemania)
y m uchos ten ían u n largo trayecto h asta casa. De repente todo
se precipitó. Se ratificó el nuevo gobierno que a p artir de ahora se
llam aría «Consejo de los com isarios del pueblo» y se aprobó una
nueva resolución presentada anteriorm ente con m uy bonitas p a­
labras sobre la república socialista y la revolución m undial (los
periódicos burgueses la publicaron al día siguiente, únicam ente
se abstuvo el Vorwärts). Entonces se cantó la Internacional y final­
m ente —ya en plena noche— se vació el circo Busch.
N inguno de los personajes principales se m archó a casa sa­
tisfecho. Los dirigentes revolucionarios sabían que su batalla es­
taba perdida. Ahora E b ert tenía u n a legitim ación revolucionaria
p ara su gobierno antirrevolucionario y, com o ah o ra todo parecía
indicar, con el Consejo ejecutivo era difícil enfrentarse a él. Pero
110 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

tam bién E bert se sentía abatido: había ganado, es cierto, había


conseguido dom inar la situación, pero ¡a qué precio! Los Indepen­
dientes estaban en el gobierno, ese inquietante Consejo ejecutivo
organizado com o gobierno paralelo; él m ism o se veía com o «Co­
m isario del Pueblo» y no com o canciller del Reich, líd er de la
revolución a contrapelo y, p o r decirlo de alguna m anera, ¡anexio­
nado p o r la revolución que él m ism o hab ía pretendido atajar y
sofocar! ¿Confiarían en él todavía sus colegas burgueses del Par­
lam ento y de los m inisterios? ¿Confiaría aún en él el jefe del Alto
M ando en Spa? Se veía em pujado hacia un rol falso y equívoco.
Siem pre había detestado la revolución, pero ahora la detestaba el
doble p or obligarle a él, u n hom bre honorable, a convertirse en un
m entiroso y u n traidor. P orque no albergaba n in g u n a d u d a al
respecto: si aú n quería deshacer la revolución —y eso era lo ú n i­
co que b u scab a—, ten ía que traicio n arla. E stab a condenado a
ju g ar un doble juego. Pero ¿estaría a la altura de las circunstan­
cias? El Estado y la sociedad que él pretendía salvar, ¿estarían dis­
puestos a dejarse salvar p o r él después de lo sucedido ese día?
Como mínimo, le tranquilizó u n a inesperada llam ada que re­
cibió en trad a la noche. Se hacía desde u n a línea secreta que h as­
ta ese m om ento era totalm ente desconocida por él. Spa al aparato,
el jefe del Alto M ando Militar, el general Groener. ¡Por fin u n
hom bre honrado con el que poder hab lar de form a razonable!
N unca han llegado a conocerse los térm inos en los que se lle­
vó a cabo esta conversación telefónica; entonces aún no existían
las grabaciones y no hubo testigos presenciales. Pero se puede
deducir m ás o m enos cóm o debió ser p o r las declaraciones pos­
teriores de G roener (Ebert n u n ca habló de ello). El general ofre­
ció u n a colaboración leal e im puso condiciones: lu ch ar co n tra el
radicalism o y el bolchevism o, acab ar rápidam ente con los «abu­
sos de los consejos», asam blea nacional, vuelta al «orden». E bert
aceptó todas las condiciones de todo corazón; era exactam ente a
lo que él aspiraba. Debió de abrirle su corazón a G roener ya que
éste anotab a m ás adelante que Ebert, según le había dado la im ­
presión durante esta conversación, «había m antenido el tim ón a
d u ras penas y h ab ía estado a p u n to de ser m ach acad o p o r los
EL 10 DE NOVIEMBRE 111

Independientes y el grupo de Liebknecht». Al parecer todavía es­


taba bajo los efectos de la tu rb u le n ta reu n ió n que acab ab a de
concluir. Finalm ente, E bert le dio las gracias al general: el canci­
ller al general, y no a la inversa.
G roener habló tiem po después de un «pacto» acordado esa
noche con Ebert. E ra un pacto p ara lu ch ar contra la revolución
p o r la que pocas horas antes E b ert se hab ía dejado entronizar.
«E bert aceptó m i propuesta de pacto —escribe G roener—. A par­
tir de entonces, a través de u n a línea secreta entre la cancillería
y el Alto Mando, m antuvim os conversaciones diarias po r la noche
sobre las m edidas que era necesario tom ar. Así se m antuvo el
pacto.»
8

E N T R E R E V O L U C IÓ N
Y C O N T R A R R E V O L U C IÓ N

Theodor Wolff, entonces uno de los periodistas alem anes m ás co­


nocidos, escribió el 10 de noviem bre en el Berliner Tageblatt:

La más grande de todas las revoluciones, actuando como una


repentina tempestad, ha derrocado al régimen imperial y a todo su
aparato. Se la puede llamar la más grande de todas las revolucio­
nes porque nunca una Bastilla tan sólida, protegida por tan firmes
muros, había sido tomada, por decirlo así, al primer intento. Hace
una semana todavía existía un aparato militar y administrativo civil
tan amplio, tan bien tejido, tan profundamente enraizado, que
parecía tener asegurado su dominio más allá del paso del tiempo.
Por las calles de Berlín corrían a toda velocidad los coches grises
de los oficiales, en las plazas, como columnas del poder, estaban
los policías, parecía que una inabarcable organización militar lo
rodease todo, en las oficinas y ministerios dominaba una burocra­
cia aparentemente invencible. Ayer por la mañana todo esto, como
mínimo en Berlín, estaba aún allí. Ayer por la tarde ya no queda­
ba nada de todo ello.

E sto no era cierto; así podía parecerlo el 10 de noviem bre,


pero no era así. E n realidad, el E stado apenas h ab ía sido toca­
do. Los propios funcionarios volvieron el lunes, tras el fin de se­
m ana revolucionario, a sus oficinas de siem pre, tam b ién los po-
ENTRE REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN 113

licías (que el dom ingo p o r la tard e evidentem ente se h ab ían ale­


grado de po d er volver a casa sin problem as) volvían a estar en
sus puestos u n p a r de días m ás tarde; los m ism os generales y
oficiales seguían al m an d o de las fu erzas co m b atien tes en los
frentes del E ste y del O este e incluso el m ism o g o b iern o del
Reich era básicam ente com o el antiguo, lo único que había cam ­
biado era que ah o ra, a la cabeza del gobierno, en lu g ar de u n
canciller im p erial se en co n trab a u n colegio de seis m iem b ro s
denom inados «Com isarios del Pueblo», en tre los cuales, en rea­
lidad, uno de ellos seguía siendo el canciller: E bert. Los conse­
jeros, los directores de los m inisterios y dem ás altos fu n cio n a­
rios, conservadores sin n in g u n a duda, seguían trab ajan d o com o
siem pre. N inguno de ellos fue destituido, sólo les im pusieron un
p a r de consejos de trab ajad o res y con ello se consiguió encres­
parlos aún m ás.
Otro periodista, Paul Becker, expresaba así su estado de án i­
mo, y el de gran parte de la burguesía conservadora. Tam bién el
10 de noviem bre escribió en el periódico conservador Deutschen
Tageszeitung:

No existen palabras para describir la indignación y el dolor...


¡La obra que nuestros padres han creado con sudor y lágrimas,
aniquilada por la traición del propio pueblo! ¡Alemania, ayer toda­
vía invicta, entregada a sus enemigos por hombres con nombre
alemán, traicionada por gente salida de sus propias filas y hundi­
da en la culpa y la vergüenza!
Los socialistas alemanes sabían que la paz, de todos modos,
estaba al caer y que sólo era necesario mostrar al enemigo un fren­
te firme, compacto durante unas semanas, tal vez sólo días, para
conseguir condiciones soportables. Y en esta situación izaron la
bandera blanca.
Ésta es una culpa que nunca debería ser perdonada y nunca lo
será. Es una traición, no sólo a la monarquía y al ejército sino al
propio pueblo alemán, que acarreará consecuencias durante siglos
de decadencia y miseria. t
114 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

Todo esto era tan poco acertad o com o el him no «a la m ás


grande de todas las revoluciones» de Theodor Wolff. No fueron los
socialistas quienes izaron la b an d era blanca, sino Ludendorff; las
condiciones de arm isticio sólo podían em peorar si éste se aplaza­
ba, n u n ca m ejorar, y era im posible h ab lar de traición. Tam poco
estab an al caer siglos de m iseria y decadencia. Pero sin lugar a
dudas Paul B ecker creía sin ceram en te lo que escribía y puso en
palabras exactam ente lo que otros pensaban: los oficiales a quienes
habían arrancado sus condecoraciones, los funcionarios conserva­
dores que de pronto se veían obligados a tra ta r con exasperantes
consejos de trabajadores, toda la burguesía cuyo m undo se derrum ­
baba, pero tam bién sim ples ciudadanos con un sentim iento «na­
cionalista» rígido, com o p o r ejem plo el cabo Hitler, quien en esos
días sollozaba en su cam a del hospital m ilitar de Pasewalker, y en­
tre lágrim as de rab ia decidió dedicarse a la política. La co n trarre­
volución nació al m ism o tiem po que la revolución y a p artir del 10
de noviem bre se pudo oír claram ente su voz. Es significativo que
este artículo apareciese el 10 de noviem bre en B erlín sin n ingún
problem a: nu n ca u n a revolución ha perm itido de form a tan ilim i­
tada, desde el prim er m om ento, la agitación y el insulto p o r parte
de sus enem igos com o la Revolución alem ana de 1918.
N ada que sus enem igos le agradecieran. La m ujer de Luden­
dorff por aquel entonces, M argarete (M athilde, la segunda, se h a ­
ría bastante fam osa años m ás tarde), cuenta de su m arido: «Tras
la revolución, Ludendorff repitió en reiteradas ocasiones: "La ton­
tería m ás grande de los revolucionarios fue dejarnos con vida.
Ahora bien, si vuelvo a subir al poder, no h ab rá perdón alguno.
¡Con la conciencia bien tranquila, veré cómo cuelgan y se bam bo­
lean Ebert, Scheidem ann y sus colegas”».
Ebert, Scheidem ann y sus colegas, no sólo Liebknecht y Rosa
Luxemburg, que como m ínim o habían querido la revolución. Ebert
y Scheidem ann no la deseaban bajo ningún concepto, al contrario,
hasta el últim o m inuto habían querido evitarla, y desde el prim er
m om ento de su triunfo no se ocuparon de otra cosa que de atajar­
la, in te n ta r que retro ced iera y en lo posible h acer com o si n ad a
hubiese sucedido. Pero p ara L u d en d o rff—y p ara m uchos m iem -
ENTRE REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN 115

bros y p artid ario s de las viejas clases altas que reaccio n aro n de
igual form a— eran revolucionarios, traidores: los «crim inales de
noviembre»; de hecho la revolución los había llevado al poder como
«Comisarios del Pueblo». Desde entonces representaron a la revo­
lución a ojos de revolucionarios y contrarrevolucionarios, tanto si
la querían com o si no. Desde el prim er m om ento de su gobierno se
encontraron entre revolución y contrarrevolución.
Su tragedia —o tragicom edia— residió en que no se p erca­
taron de ello. No vieron o no quisieron ver que desde el 9 de no­
viem bre tenían millones de enem igos —enem igos m ortales— en
las derechas; y sólo veían a sus enem igos íntim os en las izquier­
das. Por ejemplo, Scheidem ann declaraba aún el 28 de diciem bre
en un crucial consejo de m inistros: «Claro está que hay u n a do­
cena de oficiales capaces de llevar a cabo u n a alocada jugarreta.
Pero es del otro lado, donde se encuentran aquellos que ponen en
peligro la revolución. De ellos es de quien debem os protegernos».
Y el tercer «Comisario del Pueblo» del SPD, el doctor Otto Land­
sberg, dijo en la m ism a ocasión: «Siempre se habla dem asiado de
la contrarrevolución que nos am enaza. Pero esta revolución se
diferencia de todas las revoluciones anteriores esencialm ente en
que todos los organism os de poder de la clase derrocada han sido
tocados y hundidos tan com pletam ente que el peligro de la con­
trarrevolución sólo p o d ría agudizarse si la gente de izquierdas
consiguiese con éxito llevar a las m asas a la desesperación». Para
acabar, H erm ann Müller, que más tarde sería canciller con el SPD,
diría: «Sinceramente, desde el 9 de noviem bre no he tem ido ni un
sólo día a la contrarrevolución».
Realm ente, E bert y sus amigos políticos seguían creyéndose
aún en el m es de octubre, en la época en la que el Reich, que se
tam baleaba y hundía, había descargado en ellos la responsabili­
dad de la derrota, acogiéndolos, a ellos, a los «sin patria», cortés-
m ente. H abían dado sinceram ente lo m ejor de sí m ism os p ara
apoyar al Reich en este m om ento difícil, pero no habían consegui­
do salvar a la m onarquía; ahora seguían intentando salvar todo lo
dem ás. La revolución era p a ra ellos u n m alentendido o u n de­
sagradable alboroto que seguían intentando desarticular.
116 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

Pero ya era im posible deshacer lo hecho, ni siquiera ahora que


la revolución había sido sofocada y aplastada. Lo que había suce­
dido en Alemania entre el 4 y el 9 de noviembre, m uy a pesar de los
deseos de los dirigentes socialdem ócratas, había rasgado la nebli­
n a artificial de octubre y había enfrentado claram ente las posturas
políticas. D urante la sem ana revolucionaria la acción espontánea
de las m asas de trab ajad o res y soldados socialdem ócratas h abía
acabado con todo: con la ficticia paz entre el jefe del Alto M ando y
la m ayoría parlam entaria, entre m ilitares y parlam entarios, con el
plan urdido delicadam ente p o r Ludendorff que proporcionaba un
poder aparente a los socialdem ócratas y sus aliados burgueses tan
sólo p ara cargarles con la responsabilidad de la derro ta m ientras
los m ilitares m an ten ían en segundo plano el poder real.
La revolución de las m asas hab ía otorgado p o r p rim era vez
a los dirigentes socialdem ócratas la oportunidad de hacerse con
el poder real, siem pre y cuando renunciasen al poder envenena­
do que Ludendorff sólo les había p restado el 29 de septiem bre.
Después de arrancarles a los oficiales sus condecoraciones y sus­
titu ir las com andancias generales p o r los consejos de trab ajad o ­
res y soldados, no cabía ninguna posibilidad de reconciliación, ni
siquiera aparente: había en trado en juego la cuestión del poder,
y el 9 de noviem bre, parecía incluso estar resuelta. La d ictadura
m ilitar que había gobernado Alem ania h asta ese día había caído
sin oponer resistencia.
Si el gobierno socialdem ócrata, aprovechando la victoria de
sus seguidores y renunciando a la paz de octubre con el Alto M an­
do, com pletaba ahora la derrota del antiguo poder m ilitar y orga­
nizaba sus propias fuerzas arm adas revolucionarias, ya no tendría
por qué tem er la venganza de los generales y de los oficiales de­
rrocados. Pero si les p erm itía recu p erarse del hum illante golpe
que les había sido asestado en noviem bre, entonces no debía es­
p erar ninguna indulgencia p ara con sus aliados revolucionarios
que habían osado «am otinarse», ni tam poco p ara con ellos m is­
mos. Al perm itir que la revolución les nom brase «Comisarios del
Pueblo», Ebert, Scheidem ann y Landsberg se habían identificado
con la revolución a ojos de los hum illados oficiales.
ENTRE REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN 117

A p artir de entonces jugaron un doble juego sin percatarse de


que estab an jugan d o co n tra sí m ism os. V erbalm ente se hacían
pasar por revolucionarios, y todas sus palabras quedaron registra­
das y fueron u sad as en co n tra suyo m ás adelante. Pero en los
actos eran contrarrevolucionarios, sin que po r ello fuesen respe­
tados p o r la contrarrevolución. Pero las m asas que el 9 y 10 de
noviem bre se h ab ían p u esto de su p arte p lenam ente confiadas
fueron tom ando conciencia paulatinam ente de a qué estaban ju ­
gando y optaron po r oponerse a ellos. E n dos meses, el doble ju e­
go de E bert y el SPD condujo a la guerra civil.

¿Qué pasó durante esos dos meses? Si escucham os a los entonces


m iem bros del SPD y a los posteriores historiadores del SPD todo
giraba en torno a u n a cuestión: dictadura de los consejos o dem o­
cracia parlam entaria; defensa del bolchevismo o elección de u n a
asam blea nacional que otorgara una constitución. Pero entonces,
y aun hoy en día, esto es propaganda tendenciosa. La verdad pe­
rece ser otra. E n realidad se tratab a lisa y llanam ente de revolu­
ción o contrarrevolución.
En ningún m om ento du ran te 1918 Alem ania estuvo am en a­
zada p o r u n a d ic tad u ra bolchevique, sencillam ente po rq u e no
existía el instrum ento im prescindible p ara ponerla en m archa: un
partido bolchevique capaz de im poner u n a dictadura. Karl Liebk­
necht y Rosa Luxem burg no co ntaron h asta el 30 de diciem bre
con ningún tipo de organización y, posteriorm ente, su partido era
m uy frágil. N ada que pudiese com pararse a los cuerpos de revo­
lucionarios profesionales de Lenin, entrenados d u ran te catorce
largos años. E ran individuos im potentes que sólo podían ocasio­
n ar agitación y lo que los dirigentes revolucionarios de Berlín de­
nom inaban despectivam ente «gimnasia revolucionaria»: m ultipli­
caban las m anifestaciones sin u n objetivo claro, y m ediante ellas
esperaban generar en sus participantes un espíritu revolucionario.
En el otoño de 1918, el «peligro bolchevique» en Alemania era un
espantajo, no era ninguna realidad.
Por otra parte, las elecciones a la asam blea nacional no fue-
118 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

ron en ningún m om ento objeto serio de discusión. Lo m ás que lle­


gaba a discutirse era el m om ento en que debían llevarse a cabo,
que adem ás no era esencial: los Independientes pretendían pos­
ponerla com o m áxim o h asta la p rim avera de 1919, p a ra poder
consolidar en tretan to la revolución.
El SPD deseaba las elecciones lo antes posible p ara que la
Asamblea Nacional, por decirlo de algún modo, pudiese asegurar
la continuidad con el antiguo parlam ento com o si nunca se h u ­
biese producido ninguna revolución. Pero ya a finales de noviem ­
bre se había acordado el 16 de febrero com o día de elecciones; y
a m ediados de diciem bre tuvo lugar el Congreso de los Consejos
del Reich, el órgano suprem o de la Revolución, que paradójica­
m ente adelantó la fecha fijada p ara las elecciones al 19 de enero,
cosa que dem uestra claram ente que los consejos no aspiraban a
una dictadura propia y que no existía la alternativa entre la dic­
ta d u ra de los Consejos y la dem ocracia parlam entaria.
E n realidad se tratab a de algo com pletam ente distinto. Los
Consejos —la revolución había consistido realm ente en la cons­
titución de consejos de trabajadores y soldados y su abolición era
el prim er objetivo de la contrarrevolución— no tenían nada que
oponer a la dem ocracia parlam entaria. No se concebían a sí m is­
m os com o sustitutos de u n parlam ento, sino como instrum ento
de revolución y dem ocratización del Ejecutivo, de la organización
del Estado, de su A dm inistración y en especial de la institución
militar. De entrada, los consejos quisieron controlar la vieja b u ­
rocracia conservadora y el conservador cuerpo de oficiales, luego
su intención era transform arlos totalm ente.
Los trabajadores y soldados que habían llevado a cabo la re­
volución sabían instintivam ente que m ientras la vieja burocracia
y el antiguo cuerpo de oficiales m antuviesen su poder, la revolu­
ción estaría perdida, incluso con la m ejor de las constituciones y
el m ejor de los parlam entos. El p o d er real se encontraba en los
m inisterios, en las prefecturas de policía, en las com andancias
generales y en los palacios de justicia. Si no se do m in ab an los
antiguos poderes, éstos m ism os utilizarían cualquier oportunidad
p ara vengarse de la revolución. Solam ente un bando podía ven-
ENTRE REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN 119

cer. Ahí se decidía la victoria de la revolución o de la co n trarre­


volución.
Y naturalm ente, E bert y la dirección del SPD tom aron par­
tido de form a visible por el bando de la contrarrevolución. Que­
rían salvar exactam ente lo que la revolución pretendía destruir: el
antiguo E stado y la antigua sociedad encam ados en la b u ro cra­
cia y el cuerpo de oficiales. Pretendían parlam entarizarlo e inte­
grarse ellos m ism os en él, gobernarlo en el futuro co n juntam en­
te. Pero les h o rro riza b a el desorden que su tran sfo rm ació n
verdadera hubiese conllevado de form a natural. Por eso querían
lib rarse cu an to antes de los consejos. Por eso los p resen ta b an
—m uy en contra de la voluntad de la m ayoría de los consejos—
como alternativa a la Asamblea Nacional y por eso recogieron gra­
tam ente en su propaganda el m alentendido burgués: el control de
los consejos era equivalente al bolchevismo.
En realidad, apenas h ab ía esp artaq u istas en los consejos
—Liebknecht se presentó al Congreso de los Consejos del Reich
y no resultó elegido— m ás bien era el SPD el que, desde el p rin ­
cipio, obtuvo la m ayoría en casi todos los consejos locales y esta
m ayoría iba aum entando al escogerse, a principios de diciem bre,
los consejos provinciales y de los lander. Los consejos eran el cuer­
po vivo del SPD, sus m iem bros y sus funcionarios activos (una m i­
noría eran m iem bros del USPD, y tam bién había algunos rep re­
sentantes de partidos burgueses, especialm ente en los consejos de
soldados); se veían a sí m ism os com o las tro p as auxiliares del
gobierno, al que no obstante seguían viendo com o un gobierno
revolucionario.
Aquí reside el trágico m alentendido, ya que el gobierno de
Ebert no era ningún gobierno revolucionario. Éste se veía sim ple­
m ente, com o m ás tard e reconoció E b ert en u n a ocasión, com o
adm inistrador de la quiebra del Im perio. Servía fielmente a aque­
llos que desde el 9 de noviem bre se habían convertido en sus ene­
migos acérrim os y luchaba enconadam ente contra aquellos que se
sen tían sus apoyos. P o r su p arte, los consejos tam b ién h acían
frente a sus m ejores amigos: no querían saber nada de los espar­
taquistas que exigían la dictad u ra de los consejos; tan sólo aspi-
120 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

rab an a pro p o rcio n arle al estado socialdem ócrata u n ejecutivo


socialdem ócrata.
N adie m ejor que Liebknecht y Rosa Luxem burg p ara com ­
prender lo que pasaba. Por ejemplo, Liebknecht escribía el 20 de
noviem bre: «Con frecuencia, los trab a jad o res elegidos son tan
poco ilustrados, tienen tan poco sentido de clase, que los conse­
jos de trabajadores [...] apenas tienen un carácter revolucionario»,
y Rosa Luxem burg diez días m ás tarde: «Si la revolución hubie­
se seguido su curso en aquellos órganos revolucionarios que se
crearon duran te los prim eros días, en los consejos de trab ajad o ­
res y soldados, ésta no hubiese tenido nada que hacer [...]. La re­
volución vivirá sin los consejos, los consejos sin la revolución es­
tá n m uertos».
Tam poco podía p asar m uy inadvertido p ara los dirigentes
socialdem ócratas que los consejos no estaban ocupados p o r los
espartaquistas, sino p o r su p ro p ia gente. Sin em bargo, los con­
sejos fueron p ara ellos, desde el principio, com o u n a espina cla­
vada: no se h ab ían previsto, no se am o ld ab an al program a, im ­
p ed ían la alian za con los p a rtid o s b u rg u eses y con el Alto
M ando. D ebían ser elim inados. Desde el principio, la relación de
E bert y Scheidem ann con los consejos no fue sólo de desconfian­
za y oposición, sino ta m b ién de su scep tib ilid ad y h o stilid ad .
S cheidem ann en el C ongreso de los Consejos del Reich: «Estoy
p le n am en te convencido —y lo digo tras larg as h o ras de re ­
flexión— de que la in stitu ció n de los consejos de trab ajad o res y
soldados significaría el h u n d im ien to absoluto e in d u d ab le del
Reich».
E videntem ente resu ltó m uy fácil en m en d ar la p lan a a los
consejos. Les faltaba la ru tin a adm inistrativa de los antiguos fun­
cionarios y los conocim ientos m ilitares propios de los oficiales de
Estado Mayor. ¿Por qué iban a tenerlos? Al principio, su interven­
ción significó desorden. ¿Pero acaso ha existido alguna revolución
sin desorden? Sin em bargo, todo lo que propagó entonces la con­
trarrevolución po r hostilidad sobre el «caos» de la «gestión eco­
nóm ica de los consejos» y que los dirigentes del SPD recogieron
servicialm ente, era u n a exageración. Los consejos no pertenecían
ENTRE REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN 121

a la bohem ia revolucionaria co rru p ta y deseosa de diversión, es­


taban form ados po r la élite obrera, cuadros de los partidos y de
los sindicatos que, a su modo, estim aban tan to el orden com o los
antiguos funcionarios a los que preten d ían co ntrolar y sustituir.
E n cuatro sem anas hab ían conseguido su p erar m ayoritariam en-
te el caos inicial y habían logrado a todos los niveles una organi­
zación paralela a la de los antiguos cuerpos adm inistrativos com ­
p letam ente capaz de funcionar, lo que su p o n ía u n resu ltad o
im presionante. E berhard Kolb, que h a escrito la obra de referen­
cia obligada Die Arbeiterräte in der deutschen Innenpolitik 1918/19
(Los consejos de trabajadores en la política interior alemana 1918/
19) afirm a que a principios de diciem bre con la organización de
los consejos «se había dotado al nuevo gobierno y a la dirección
del partido de un instrum ento políticam ente fiable p ara la recons­
trucción del Estado del que podrían servirse si estaban dispues­
tos a ello».

Pero estaban dispuestos a todo lo contrario. Pretendían «estable­


cer el orden», es decir, re sta u ra r el orden an terio r exactam ente
con el m ism o instrum en to con el que aú n el 8 de noviem bre el
káiser hubiese querido hacerlo: con el Ejército del Oeste que vol­
vía a casa gracias al armisticio. Éste era el objetivo del «pacto» en­
tre E bert y el general Groener.
Más adelante, G roener se expresó con claridad en el proce­
so contra E bert conocido com o el de «la puñalada p o r la espalda»
que tuvo lugar en M unich en 1925. Aquí reproducim os su decla­
ración:

Por el momento se trataba de arrebatar el poder a los conse­


jos de trabajadores y soldados en Berlín. Con este objetivo se pla­
neó el avance sobre la ciudad por parte de diez divisiones. El co­
misario del pueblo Ebert estuvo plenamente de acuerdo. Se envió
un oficial a Berlín para negociar también los detalles con el minis­
tro de la Guerra prusiano (que seguía siendo, como antes del 9 de
noviembre, Von Scheüch), quien obviamente debía ser informado.
122 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

Allí tropezamos con una serie de dificultades. Sólo puedo decir que
los Independientes que formaban parte del gobierno, los llamados
«Comisarios del Pueblo», y creo que también los consejos de sol­
dados —aunque así de memoria no puedo acordarme de todos los
detalles— exigieron que las tropas entraran desarmadas. Natural­
mente, nosotros nos opusimos a ello inmediatamente y el señor
Ebert, claro está, estuvo de acuerdo en que las tropas entraran en
Berlín con armas.
Para llevar a cabo esta ocupación, que simultáneamente debía
servir para establecer de nuevo un gobierno firme en Berlín —de­
claro bajo juramento como ustedes me han solicitado y por ello
debo decir lo que, por motivos justificados nunca he dicho anterior­
mente—, elaboramos un programa militar para varios días. Este
programa detallaba día a día las misiones que debían llevarse a
cabo: el desarme de Berlín, la purga de espartaquistas en la ciu­
dad, etc.»

El «programa», u n plan de operaciones elaborado según los


cánones de los estados m ayores, se hizo público m ucho m ás tar­
de, en 1940. Contiene puntos como:

Quien sin licencia para ello se encuentre en posesión de ar­


mas será fusilado. Quien esté en posesión de material bélico, in­
cluidos coches, será juzgado según la ley marcial. Los desertores
y marineros deben alistarse en un plazo de diez días en la primera
unidad de reserva o en el destacamento territorial más próximo.
Quien de forma no autorizada se atribuya la condición de funcio­
nario, será fusilado. Registro de barrios inseguros. Disposiciones
sobre los parados y actuaciones de urgencia para socorrer el paro.
La autoridad de los oficiales vuelve a restablecerse totalmente
(medallas, saludo obligatorio, condecoraciones, tenencia de ar­
mas). Las autoridades y las tropas recobran sus competencias
legítimas. Todas las unidades de reserva se disolverán inmediata­
mente.
ENTRE REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN 123

G roener añadió en su declaración:

Todo esto fue discutido con Ebert a través del oficial que en­
vié a Berlín. Le estoy especialmente agradecido al señor Ebert por
su amor absoluto a la patria y por su entrega total en este asunto
y por eso le he defendido siempre dondequiera que haya sido ata­
cado. Este «programa» se decidió de mutuo acuerdo y con la ple­
na conformidad del señor Ebert.

El plan Ebert-G roener debía llevarse a cabo entre el 10 y el


15 de diciembre. El día 16 se había convocado en Berlín el prim er
Congreso de los Consejos del Reich. Por lo visto, a él debía ade­
lantarse la «reinstauración del orden» m ediante diez divisiones
procedentes del frente.
N ada de todo esto se llevó a cabo. Por esta vez la co n trarre­
volución tuvo que esperar y el Congreso de los Consejos se cele­
bró según la fecha prevista, sin sospechar en lo m ás m ínim o el
destino del que acababa de escapar.
En prim er lugar, algunas unidades de la guarnición de Ber­
lín —que desde el prim er día de la revolución habían desem peña­
do un papel am biguo y que ahora, al parecer, se olían algo de lo
que se estaba planeando— atacaron dem asiado pronto. El viernes
6 de diciem bre sucedió algo que m ás adelante Scheidem ann de­
nom inó «un barullo infernal» y R ichard M üller «una farsa». Una
unidad del Regim iento Franz ocupó la C ám ara de los D iputados
de Berlín y arrestó al Consejo Ejecutivo de los Consejos de tra b a ­
jadores y soldados berlineses que el 10 de noviem bre había sido
elegido en el circo B usch y que desde el 11 de noviem bre inten­
taba sencilla y lealm ente llevar a cabo su tarea. Un destacam en­
to de Fusileros de la G uardia interceptó u n a m anifestación calle­
je ra de esp artaq u istas en la esq u in a en tre In validenstrasse y
C hausseestrasse y disparó sin previo aviso con sus am etrallado­
ras. Hubo dieciséis m uertos y m uchos heridos. Otro destacam ento
del Regimiento Franz apareció ante la Cancillería y exigió a Ebert
que saliese —cosa que hizo com o siem pre de buena gana—, y lo
proclam aron presidente del Reich. El portavoz era un sargento
124 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

m ayor llam ado Spiro. Term inó su discurso diciendo: «De este
m odo doy la bienvenida a la R epública Alem ana y al gran Fritz
Ebert, a quien ah o ra proclam o presidente de Alemania, apoyado
p o r el p o d er que nos o to rg an las arm as y con la conciencia de
hablar en nom bre de toda la nación».
E b ert no dijo ni sí ni no. P rim ero ten ía que h ab lar con sus
colegas del gobierno. Dos m eses m ás tarde, el 11 de febrero de
1919, ya no h a b ría n a d a de que d is c u tir cu an d o la A sam blea
N acional de W eim ar le invistió com o presidente del Reich. Por
lo visto aú n era dem asiado p ro n to p ara eso; el proyecto fracasó
po r com pleto. N unca se h a aclarado si E b ert ya sabía de an te­
m ano de qué iba todo aquello. Al fin y al cabo, tam poco se ha
responsabilizado p o r el m om ento a nadie del intento de golpe de
Estado. Los soldados regresaron a los cuarteles, los co n sp irad o ­
res p e rm a n e c ie ro n en la o scu rid ad y el consejo ejecutivo fue
puesto en libertad. Todo volvía a en co n trarse com o si n ad a h u ­
biese p asad o . Ú nicam en te los m u e rto s de la C hau sseestrasse
siguieron m uertos.
C uatro días después, el 10 de diciem bre, en tra b an en Ber­
lín, según lo program ado, las divisiones com batientes que regre­
sa b a n a casa, sin desfilar, au n q u e en o rden, con el equipo de
cam p añ a y sus arm as. E b ert —que no h ab ía aparecido ante las
m asas trab ajad o ras el 9 de noviem bre— les dio la bienvenida en
la P u erta de B ran d en b u rg o con u n discurso exaltado: «¡No h a ­
béis sido vencidos p o r enem igo alguno! ¡Ahora la u n id ad de Ale­
m an ia está en vuestras m anos!». Pero no sucedió nada. El plan
de restau rar el orden y u n gobierno «firme» en Berlín no se cu m ­
plió y duran te años nadie supo ni tan siquiera que había existido
tal plan.
Lo que sucedió fue sencillam ente lo siguiente: las tropas, in­
m ediatam ente después del discurso de bienvenida de Ebert, em pe­
zaron a disolverse espontáneam ente, indisciplinadam ente, de for­
m a incontenible. Lo que ni G roener ni E b ert h ab ían tenido en
cuenta era el estado de ánim o de las tropas: la guerra había acaba­
do, todo el m undo se alegraba de haber sobrevivido a ella, todos
querían irse a casa y las navidades estaban a la vuelta de la esqui-
ENTRE REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN 125

na. Ya no resistirían. Al caer la noche, cuando las unidades regre­


saron a sus cuarteles, ya no estaban al completo. Al día siguiente
aú n eran m enos y catorce días después, de las diez divisiones sólo
q u edaban ochocientos hom bres. E n palabras de G roener: «Los
hom bres habían ido desarrollado tal ansiedad por volver a casa que
era imposible hacer nada con estas diez divisiones y todo el progra­
m a de la purga de elem entos bolcheviques de Berlín, de la entrega
de vehículos, etc. no podía llevarse a cabo de ninguna manera». La
contrarrevolución, por el m om ento, había fracasado.

E n lugar de eso, tal y com o estab a previsto, se reu n ió el 16 de


diciem bre el Congreso de los Consejos del Reich en el Congreso
de los D iputados de Prusia situado en la Leipziger Platz de Ber­
lín. No fue u n a asam blea m asiva caótica com o lo h ab ía sido el
Congreso revolucionario de los Consejos de trabajadores y solda­
dos de Berlín del 10 de noviembre en el circo Busch. Lo que ahora
se celebraba en Berlín era una asam blea parlam entaria sum am en­
te ordenada que a los periodistas presentes les recordaba irrem e­
d iablem ente a los congresos del SPD de antes de la guerra: el
m ism o tipo de personas, a m enudo tam b ién las m ism as caras,
el m ism o am biente, los m ism os gestores prudentes del orden y la
honradez, tam bién la m ism a dirección. Lo que antaño había sido
la m inoría de izquierdas del partido, estaba representada ahora
p o r los Independientes, ésta era to d a la diferencia. La m ayoría
apoyaba firm em ente al com ité ejecutivo del partido.
Esta m ayoría en el Congreso de los Consejos decidió, m uy de
acuerdo con el sentir de Ebert, an ticipar la fecha de las eleccio­
nes a la Asamblea Nacional, rechazó term inantem ente la propues­
ta de los Independientes de atrib u irse los poderes legislativo y
ejecutivo, y no concedió al Comité Central form ado p o r dieciséis
m iem bros (creado p ara su stitu ir al antiguo Consejo Ejecutivo de
Berlín del 10 de noviem bre) ni la capacidad de legislar tem poral­
m ente hasta la celebración de la Asamblea Nacional. Los Indepen­
dientes, irritados, decidieron p erm anecer alejados de este Comi­
té Central, que quedó íntegram ente form ado p o r m iem bros del
126 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

SPD. Así pues, el p rim er Congreso de los Consejos actuó de la


form a m ás dócil y pacífica.
Pero este Congreso de los Consejos, inofensivo y benévolo,
provocó la gran ru p tu ra entre la dirección del partido y las bases,
la crisis de la Revolución y la G uerra Civil que estalló en enero de
1919. Y esto sucedió porque en u n punto fue totalm ente in tran ­
sigente: la dictadura m ilitar que la revolución había derrocado, no
debía reinstaurarse, el poder del generalato y del cuerpo de oficia­
les debía ser destruido p ara siem pre. A petición de la delegación
de H am burgo, el Congreso acogió po r am plia m ayoría u n a reso­
lución conocida bajo el nom bre de los «Puntos de H am burgo» en
la que se aprobaba la reform a total del ejército: el m ando supre­
m o pasaba a los Com isarios del Pueblo bajo control del Comité
Central; la potestad disciplinaria quedaba en m anos de los Con­
sejos de soldados; se establecía la libre elección de los oficiales; y
desaparecían los distintivos de rango y la obligación del respeto
a la jerarquía fuera del servicio.
Lo que se m anifestaba aquí nuevam ente era el carácter b á­
sicam ente antim ilitarista de la revolución. En todo el resto podía
ser m oderada o ten er objetivos indeterm inados, pero este punto
era tom ado m uy en serio. La m ayoría de los delegados ya sabía
p o r experiencia p ro p ia que el cuerpo de oficiales p rep arab a la
contrarrevolución de form a inm inente. Más de uno com unicó los
actos vandálicos que se habían producido durante la retirad a de
las tropas en las ciudades del oeste de Alemania: arresto y m altra­
to de los m iem bros de los consejos de trabajadores, quem a de
banderas rojas, órdenes secretas p ara constituir form aciones vo­
luntarias en caso de guerra civil. Nadie sospechaba aún de Ebert.
N adie sabía n ad a sobre su pacto con Groener.
La aprobación de los «Puntos de Hamburgo» tocó la fibra de
esta alianza y dio paso a la crisis. Inm ediatam ente, H indenburg
telegrafió que él «no reconocía» la decisión tom ada por el Congre­
so de los Consejos. G roener p artió h acia B erlín y am enazó con
dim itir si los «Puntos de H am burgo» se aplicaban. Los tres com i­
sarios del pueblo del USPD tam b ién am enazaron con retirarse,
claro que en el caso de que los «Puntos de H am burgo» no se lie-
ENTRE REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN 127

varan a cabo. Ebert intentaba ganar tiempo. Esperaba futuros de­


cretos de aplicación. (Según G roener: «E b ert d o m in ab a com o
nadie el arte del engaño».)
E n tretan to , el Alto M ando em pezó a re u n ir form aciones de
voluntarios en los cam pos de m aniobras de los alrededores de Ber­
lín, órganos fuertes, eficaces y com bativos de la contrarrevolución
que no se disolverían com o las diez divisiones del frente que volvían
a casa. Y las tropas en Berlín, que hasta ese m om ento, aunque tam ­
bién de un m odo ambiguo, habían optado por la revolución, em pe­
zaron a intranquilizarse.
M ientras la población berlinesa se preparaba p ara su prim era
y m ísera fiesta de Navidad desde la paz —no había ni gansos, ni
pasteles, ni tam poco velas de N avidad, pero en su lugar, en el
m ercado negro, se podían conseguir casquillos de bala rellenos de
carburo, que se podían colgar de los árboles de N avidad y que al
encenderse difundían una luz pestilente—, em pezaba a propagar­
se de nuevo en el am biente político de Berlín el calor sofocante
que había precedido al fin de sem ana de la revolución. Y en ton­
ces, precisam ente la noche de Navidad, se desencadenó la torm en­
ta. El 24 de diciem bre de 1918 Berlín se despertó con el estruen­
do de los cañones.
9

LA C R I S I S D E N A V ID A D

D urante las prim eras horas de la m añ an a del 24 de diciem bre de


1918 se libró en la Schlossplatz de Berlín una sangrienta batalla
entre la revolución y la co n trarrevolución. La revolución salió
victoriosa pero entregó su victoria. Puede decirse que fue su re­
galo de Navidad a la contrarrevolución.
En cualquier revolución es decisiva la actitud de las fuerzas
arm adas. Lo que hizo tan am biguas las últim as dos sem anas de
1918, no fue tan sólo el doble juego de los «Comisarios del Pue­
blo» socialdem ócratas, fue sobre todo que nadie podía decir, a
m edida que trascu rrían los días y las sem anas, de qué lado esta­
ban las fuerzas arm adas y quienes las form aban. Con el arm isti­
cio se inició u n a feroz e incontrolable desmovilización. Los sol­
dados procedentes del frente con los que E bert y G roener habían
pretendido liquidar la revolución en diciem bre se dispersaron tan
pronto como llegaron a la p atria y las fuerzas del interior que h a­
b ían hecho la revolución a p rin cip io s de noviem bre se h ab ían
vuelto incontrolables: tam bién querían p asar la Navidad en casa.
Los que se quedaron en los cuarteles fueron los oficiales y, entre
las tropas, aquellos que eran soldados po r gusto. (Precisam ente la
revolución la habían hecho aquellos que lo eran a disgusto. Por
lo que concierne concretam ente a la todavía decisiva guarnición
de Berlín, ya había quedado claro el 6 de diciem bre que se incli­
n aría m ás p o r la contrarrevolución que p o r la revolución. Como
El jefe supremo, el káiser Guillermo II, con sus influyentes consejeros, el ma­
riscal de campo Paul von Hindenburg (izq u ierd a ) y el jefe adjunto del Estado
Mayor General, Erich Ludendorff (derecha) durante un análisis de la situación
en el Gran Cuartel General. (Foto: In terfo to , M u n ic h .)
Inicio de la revolución. El 30 de octubre de 1918, después de que el mando de
la Flota ordenara una última salida de la Flota de Alta Mar a espaldas del go­
bierno del príncipe Max, se produjo un amotinamiento de los marineros. El
3 de noviembre de 1918, las tropas se reunieron en Kiel junto a miles de tra­
bajadores en una gran manifestación. (Foto: U llstein.)
Soldados de la flota revolucionaria. (Foto: U llstein B ilderdienst.)
Friedrich Ebert.
(Foto: B ild a rch iv P reu ssisch er
K u ltu rb e sitz-)
Philipp Scheidemann. Gustav Noske.
(Foto: dpa.) (Foto: K eystone, H a m b u rg o .)

Estos cuatro hombres sc convertirían en las figuras clave para el destino de la


revolución. Aunque se encontraran momentáneamente al frente de ella, en
todo momento estuvieron determinados a reprimirla. Friedrich Ebert, como
canciller del Reich, pactó con el general Groener el envío de las tropas que
regresaban del frente contra los revolucionarios. De este modo se entregaba
a sí mismo y al joven Estado a los poderes del pasado. Philipp Scheidemann,
quien en un principio se había mostrado contrario a una entrada del SPD en
una «empresa en bancarrota», proclamó pocas semanas más tarde, por su
cuenta, la República. Gustav Noske dirigió la represión definitiva de la
revolución. Declaró: «Alguien tendrá que ser el perro sanguinario».
Los marineros revolucionarios cruzan bajo la Puerta de Brandenburgs en su
avance. Como en toda Alemania, aquí también se les unieron los trabajadores.
(Foto: B ild a rc h iv P reu ssisch e r K u ltu rb e sitz-)
Entrada de las tropas contrarrevolucionarias de Kapp y Lüttwitz en Berlín.
(Foto: B ild a rc h iv P reu ssisch e r K u ltu rb e sitz.)
El comisario del pueblo Philipp Scheidemann pronunciando un discurso
desde una ventana de la Cancillería, en la Wilhelmstrasse, probablemente el
6 de enero de 1919. El 9 de noviembre de 1918 se había vivido una escena
similar cuando Scheidemann proclamó la República desde una ventana del
Reichstag. (Foto: U llstein B ild erd ien st.)
Karl Liebknecht en una manifestación. También él proclamó la República el
9 de noviembre de 1918, aunque en su caso fue la República socialista.
(Foto: U llstein B ild erd ien st.)
Ebert aceptó, de mala gana, en el circo Busch la oferta de liderar la revolución.
A partir de ese momento, el gobierno se llamaría Consejo de los Comisarios
del Pueblo. (Foto: U llstein B ild erd ien st.)

I
Friedrich Eberl da la bienvenida en la Pariser Platz, junto al general Lequis y
al alcalde de Berlín, Wermuth, a los soldados que vuelven del frente. Estos
mismos soldados debían movilizarse luego contra la revolución, tal como
preveía el pacto entre Ebert y Groener... (F oto: B ild a r c h iv P re u ssisc h e r
K u ltu rb e sitz.)

... pero el plan quedó en nada. Tras el discurso de bienvenida del canciller, las
tropas iniciaron inmediatamente su disolución. (Foto: B ild a rch iv P reussischer
K u ltu rb e sitz.)

V
Karl Liebknecht. El líder de la Liga Espartaquista ine
una figura simbólica durante los días de la revolución,
pero no gozó de ningún poder político.
(Foto: U llstein B ild erd ien st.)
I'

Rosa Luxemburg. Junto a Karl Liebknecht fundó el


Partido Comunista, diseñó el programa del partido y
escribió editoriales en el R o te Fahne.
(Foto: U llstein B ild erd ien st.)
Las «Navidades sangrientas» de Ebert. El 24 de diciembre de 1918, las tropas
gubernamentales rodearon el Berliner Schloss, en el que desde noviembre se
había establecido la unidad de élite revolucionaria, la Volksmarinedivision.
Aquí se observa el portal del Berliner Schloss tras los tiroteos. (Folo: Ullstein
B ild erd ien st.)

D erecha:Tropas fieles al gobierno


en la Puerta de Brandenburgo.
(Foto: U llstein B ild erd ien st.)
Los revolucionarios se atrincheraron en el barrio de la prensa. Durante va­
rios días libraron violentos combates con las tropas gubernamentales.
(Foto: C orbis.)
X X X JS

El 12 de enero de 1919, Berlín estaba en manos de las tropas leales al gobierno,


que habían ocupado todos los puntos estratégicos de la ciudad, como el puente
Hansa. (Foto: D IZ M ü n c h e n / S ü d d e u ts c h e r Verlag B ild erd ien st.)
ww

Kurt Eisner (iz q u ie r d a ), presidente del Land de


Baviera, en la Conferencia de los Representantes de los
gobiernos regionales celebrada en Berlín en diciembre
de 1918. A su lado, el doctor Friedrich Mucklc, el de­
legado provisional de Baviera en Berlín. (Foto: D IZ
M ü n c h e n / S ü d d e u ts c h e r Verlag B ild erd ien st.)
Una guardia de honor revolucionaria en la Prannerstrasse de
Munich, donde Kurt Eisner había sido asesinado el 21 de febrero
de 1919. (Foto: D IZ M ü n c h e n / S ü d d e u tsc h e r Verlag B ilderdienst.)
El Freikorps Werdenfels. Estas tropas sofocaron la República de los Conse­
jos de Baviera junto a unidades de voluntarios prusianas y de Württemberg.
(Foto: U llstein B ild erd ien st.)
D e te n c ió n de trab ajadores r e v o lu c io n a rio s. (F o to : I n t e r f o t o , M u n i c h . )
Hans von Seeckt. Walther von Lüttwitz.
(Foto: dpa.) (Foto: B ild a rch iv P reu ssisch er
K u ltu rb e sitz.)

Estos dos generales personificaron las dos tendencias políticas principales de


la Reichswehr, constituida en marzo de 1919 a partir de los freikorps. Hans von
Seeckt, jefe del Estado Mayor, quería despolitizar por el momento la
Reichswehr. Walther von Lütlwitz, el «padre de los freikorps», quería
prepararlos para un golpe de Estado militar de derechas; el 13 de marzo de
1920 se convirtió en el iniciador del putsch de Kapp.
I
Hermann Ehrhardt, jefe del Freikorps
que llevaba su nombre. Sus tropas
actuaban como unidad militar de
élite y tuvieron una participación
decisiva en la represión de la re­
volución. (Foto: B u n d e s a r c h iv K o ­
blenz.)
Tropas golpistas en la Wilhelmstrasse. (Foto: B u n d e sa rc h iv K oblenz.)

La 2.a Brigada de Marina proveniente de Döberitz, con unos cinco mil


hombres y bajo el mando del capitán Hermann Ehrhardt, entra en Berlín la
madrugada del 13 de marzo de 1920. La brigada actuó como fuerza motriz del
putsch liderado por Wolfgang Kapp y el general Von Lüttwitz.

Posiciones de los golpistas en la Wilhclmplatz. (Foto: B u n d e sa rc h iv K oblenz.)


Ciudadanos berlineses leyendo una edición especial del V ossischen Z eitung con
las primeras noticias sobre el putsch. (Foto: B u n d e sa rc h iv K oblenz.)
■í

Las tropas revolucionarias no encuentran ninguna resistencia al recorrer


Berlín a bordo de sus vehículos. (Foto: C orbis.)
Wolfgang Kapp, gobernador provincial de Prusia Oriental, desempeñó un
papel secundario en el drama de los días de marzo, aunque el putsch ha
pasado a la historia con su nombre. (Foto: dpa.)
Junto a la Puerta de Brandenburgo el 13 de marzo de 1920, a las siete de la
mañana: las tropas de Kapp han entrado en Berlín y esperan la orden de
ocupar el distrito gubernamental. (Foto: B ild a rch iv P reu ssisch er K ulturbesitz-)

Soldados per­
D oble p á g in a sig u ien te:
tenecientes a las unidades golpistas en
la Potsdamer Platz con cruces ga­
ruadas pintadas en sus cascos de
acero. (Foto: U llstein B ild erd ien st.)
—- | AM I
JO S T Y S !D i T O R E l
Tras los combates callejeros: líneas eléctricas del tranvía destrozadas en la
Alcxanderplatz. (Foto: U llstein B ild erd ien st.)
LA CRISIS DE NAVIDAD 129

mínimo había cobrado una importancia incalculable bajo el man­


do de Otto Wels, que tan bien se las había arreglado con los sol­
dados el 9 y 10 de noviembre y que a posteriori había sido nom ­
brado comandante de la ciudad.)
Pero existía una excepción: la División de la M arina Popular
(Volksmarinedivision), que el 9 de noviembre aún ni existía, pero
que a partir de entonces se convertiría en la verdadera guardia
de la revolución. Su núcleo estaba formado por unos cientos de
marineros que durante la semana de la revolución habían llega­
do desde Kiel a Berlín, donde habían sido arrestados, pero a quie­
nes se había puesto en libertad el 9 de noviembre. A ellos se unie­
ron unos cuantos m arineros más que residían en Berlín; y para
finalizar, dos mil que Wels había hecho venir expresamente des­
de Kiel el 12 de noviembre. Por el momento, con tres mil hom ­
bres, la Volksmarinedivision servía en noviembre como tropa re­
volucionaria de élite. Por orden del comandante de la ciudad, el
15 de noviembre había tom ado el Berliner Schloss que estaba
siendo saqueado. Desde entonces allí se albergaba su estado m a­
yor y enfrente, en las caballerizas, se encontraban las tropas.
Durante cuatro semanas, la Volksmarinedivision fue el orgu­
llo de la comandancia berlinesa. Pero repentinam ente esto cam­
bió. Ya sea porque la división renunció al golpe de Estado del 6 de
diciembre y su comandante, que estaba implicado en él, fue sus­
pendido; ya sea porque se interponía de forma evidente en el plan
de Greoner de «restaurar el orden en Berlín»; ya sea sólo porque
el viento había cambiado de dirección y la división no navegaba
a su favor: desde mitad de diciembre, el comandante de la ciudad,
Wels trabajaba obstinadamente en su disolución, ya sea por ini­
ciativa propia o por indicación de algún superior.
Como dice un refrán francés, quien quiere ahogar a su perro,
tiene que culpar a la rabia. De pronto se acusaba a la Volksmari­
nedivision de «espartaquista», y se le atribuían los saqueos del
castillo con los que precisamente esta división había acabado. Fue
trasladada del castillo y reducida en seiscientos hombres. (Debi­
do a la desmovilización, ya se había reducido por sí misma en
unos mil hombres.) Como método de presión, el com andante de
130 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

la ciudad, Wels, ya había retenido sus sueldos. Y las Navidades


estaban al caer.
Suena grotesco que una unidad de mil soldados fuese esta­
fada en su paga de Navidad y que por ello en Berlín se produjera
una sangrienta lucha callejera, saltase el gobierno, se establecie­
sen definitivamente los bandos de una guerra civil y que eso le
concediese y le arrebatase a la revolución su última oportunidad.
Suena como el argumento de una opereta. Pero muy escondido
tras lo ridículo encontramos una crudísima gravedad: en realidad
no se trataba únicam ente de la paga de Navidad de la Volksma-
rinedivision, se trataba de su existencia y con ello, tal y como
estaban en ese momento las cosas, casi de la existencia de la pro­
pia revolución. Los sucesos de las Navidades de 1918 son verda­
dera Historia; un capítulo de la historia alemana con el que uno
nunca sabe si reír o llorar.
Durante toda la semana previa al día de Navidad los portavo­
ces de los marineros negociaron en la comandancia con Wels. Exi­
gían su sueldo, pero Wels exigía que primero desalojaran el castillo.
Los m arineros pidieron entonces que antes Wels les asignara otro
cuartel general. No ha quedado claro si finalmente llegaron a algún
acuerdo. Sea como fuere, no sucedió nada; los marineros no reci­
bieron ningún otro acuartelamiento, no abandonaron el castillo y
no recibieron su paga. Y la Navidad llamaba a la puerta.
El 23 de diciem bre los m arineros perdieron la paciencia.
A las doce del mediodía, sus dirigentes y sus portavoces no se di­
rigieron a la comandancia, sino a la Cancillería imperial.
Allí encontraron un ambiente crítico. La «coalición de unidad
socialista», constituida el 10 de noviembre, estaba despedazándo­
se. Entre los tres comisarios del pueblo del SPD y los del USPD
reinaban la desconfianza, la irritabilidad y disputas abiertas. Los
m arineros no pudieron evitar notar que los Independientes les
trataban como a amigos y la gente del SPD como a enemigos.
Finalmente se les despachó con la siguiente respuesta: entregad
el castillo y entonces recibiréis vuestra paga. Pero no se habló de
otros cuarteles y no se dijo a quién debían entregar las llaves los
marineros.
LA CRISIS DE NAVIDAD 131

A las cuatro de la tarde, los dirigentes de los m arineros volvían


a estar en la Cancillería con las llaves en la m ano, pero tam bién con
una com itiva arm ada que m ontaba guardia en la puerta. Los porta­
voces de los m arin ero s, con su líd er a la cabeza, u n tal ten ien te
D orrenbach, se presentaron ante Em il Barth, uno de los tres com i­
sarios del pueblo del USPD, y le entregaron las llaves. B arth descol­
gó el teléfono y le com unicó a Wels que las llaves estaban allí y que
ah o ra él debía pagar. Wels se negó: él sólo recib ía peticiones de
E bert. B arth envió a los portavoces de los m arin ero s an te Ebert.
E bert m andó decir que no se encontraba allí.
F inalm ente, los m arin ero s agotaron del todo su paciencia.
Por o rden de D orrenbach bloquearon todas las salidas de la Can­
cillería, ocuparon las centrales de teléfonos y cortaron los cables
telefónicos. Los com isarios del pueblo quedaron así en la Canci­
llería bajo arresto dom iciliario. Si hubiesen querido, los m arine­
ros podían h ab er apresado al gobierno, podían h ab er arrestado a
los com isarios del pueblo y podían haberlos fusilado. Sin em bar­
go, D orrenbach y sus h om bres no p en sab an en algo así. ¡Sólo
querían su paga! Pero adem ás, a p arte de esto, ah o ra sentían una
rabia corrosiva. Se sentían m altratados p o r todas partes y creían
que no tenían p o r qué tolerarlo.
¿Q uién tenía las arm as? ¿Q uién era entonces el m ás fuerte?
Y después de todo, ¿quién había hecho la revolución? ¿A quién de­
bían agradecer sus cargos E bert y Wels? Estos señores debían reci­
b ir ahora u na lección. ¡Ni u n a sola vez m ás debía pasárseles por la
cabeza dejar a los m arineros revolucionarios sin sus sueldos!
M ientras u n a tro p a de m arineros m antenía encerrados a los
com isarios del pueblo en la Cancillería, otro grupo, aú n mayor,
m archaba hacia la com andancia local. Allí se ofreció resistencia.
Los guardias se negaron a dejar en tra r a los m arineros en el edi­
ficio. E n las entradas se llegó a las manos; y entonces apareció un
tanque y disparó co n tra los m arineros. H ubo tres m uertos.
E ntonces los m arin ero s atacaro n y asaltaro n el edificio,
arrestaro n a Wels y a dos de sus subordinados y les llevaron h as­
ta las caballerizas a empujones, entre golpes y am enazas de m uer­
te. De poco le servía a Wels ofrecer las pagas. Los m arineros co-
132 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

gieron sus pagas pero tam b ién le cogieron a él. E n tretan to , los
com isarios del pueblo seguían presos en la Cancillería. E ran las
cinco de la tarde, em pezaba a caer la noche de ese día de d i­
ciem bre.
H abía algo que los m arineros no sabían cuando ocuparon la
central telefónica de la Cancillería y co rtaro n la com unicación:
existía u n a línea d irecta en tre el despacho de E b ert y el Alto
M ando M ilitar (que ahora se encontraba en Kassel) que no pasaba
p o r la central. A través de esta línea directa, E b ert p udo p ed ir
socorro. Al o tro lado del ap a ra to h ab lab a u n h om bre que m ás
adelante d esem p eñ aría u n papel esencial, el m ayor K urt von
Schleicher. Ese día hizo su p rim era en trada en la H istoria. «Or­
denaré inm ediatam ente —dijo— que las tropas de los alrededores
de Berlín leales al gobierno se pongan en m arch a p ara que lo li­
beren.» «Tal vez —añadió esperanzado— tras tan tas o p o rtu n id a­
des m algastadas, tengam os ah o ra ocasión de acab ar de u n a vez
con los radicales.»
Al m ism o tiem po, m ientras los m arineros volvían a las caba­
llerizas con su paga conseguida a la fuerza y con su prisionero
Wels, las tropas de P otsdam y B abelsberg se pusieron en m archa
hacia Berlín p o r orden telefónica del jefe del Alto M ando Militar.
E ran los últim os restos disponibles de las diez divisiones que ya
habían tenido que «im poner el orden» en Berlín entre el 10 y el
15 de diciem bre: poco m ás de ochocientos hom bres, pero con un
p a r de baterías de artillería de cam paña. Los m arineros, algo m ás
de m il hom bres, sólo tenían am etralladoras y fusiles.
El asunto se com plicaba. Debido a los inform es contradicto­
rios es difícil arro jar luz sobre lo que sucedió al final de aquella
tarde del 23 de diciem bre. No está claro si el arresto dom iciliario
de los com isarios del pueblo se levantó en ese m om ento, o no; en
cualquier caso, se celebró u n a reu n ió n del consejo de m inistros
entre las cuatro y las cinco en la que E bert no inform ó a los tres
Independientes sobre la m arch a de las tropas y tras ella, hacia la
hora de la cena, los Independientes abandonaron la Cancillería sin
problem as y sin sospechar nada. E bert y sus colegas del SPD se
quedaron.
LA CRISIS DE NAVIDAD 133

Tam poco está claro cóm o se en teraro n los m arin ero s del
avance de las tropas. Pero de algún m odo debía h ab er llegado a
sus oídos que las tro p as estab an en m archa. Por la tarde, a las
ocho y m edia según los testigos, llegaron las tro p as de am bos
bandos, fuertem ente arm adas, desde direcciones opuestas y con­
vergiendo hacia la Cancillería: del oeste, desde el Zoológico, las
tropas de P otsdam y Babelsberg con fusiles al hom bro y artille­
ría tirad a p o r caballos; del este, desde las caballerizas, to d a la
Volksmarinedivision en orden de com bate. Los m arineros llega­
ro n algo antes que los soldados. D orrenbach se presentó p o r ter­
cera vez en ese día ante Ebert. Le dijo que en el Zoológico había
tro p as apostadas y le p reg u n tó qué h acían allí. S eguidam ente
aseguró a Ebert que si esas tropas no se retiraban el com bate sería
inevitable.
En ese m om ento ap areciero n tam b ién en el despacho de
Ebert los com andantes de las tropas llam adas y solicitaron perm i­
so p ara ab rir fuego. Los líderes de las dos form aciones antagóni­
cas estaban frente a frente en la m ism a habitación; am bos esta­
ban ante Ebert, a quien consideraban —no sin desconfianza— de
su propio bando. P ara los m arineros seguía siendo «el Comisario
del Pueblo» de su revolución. P ara los oficiales era él quien los
había llam ado p ara que librasen al país de la revolución.
Uno daría lo que fuera p o r ten er u n a grabación de esta esce­
na, pero desgraciadam ente no trascendió lo que se dijo durante
ese encuentro en el despacho de Ebert. Tan sólo conocem os el
resultado: am bas partes se retiraron, los soldados regresaron al
Tiergarten y los m arineros a las caballerizas. También se sabe que
E bert prom etió po n er fin a la situación al día siguiente m edian­
te u n acuerdo de gabinete. E n tretan to : ¡Q uedaba p ro h ib id o el
derram am iento de sangre!
Pero tam bién se sabe que po r la noche, sobre las dos, E bert
dio la orden a las tropas acam padas en el Tiergarten de atacar por
la m añana las caballerizas y acab ar con los m arineros.
Los m otivos p ara d ar esta orden son controvertidos. E bert
afirm aba al día siguiente haber recibido u n a llam ada de las caba­
llerizas en la que se le com unicaba que la vida de Otto Wels co-
134 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

rría peligro. Pero suena poco convincente: si la vida de Wels h u ­


biese corrido realm ente peligro, el m edio m ás fácil p ara acab ar
con él hubiese sido atacar el edifico en el que se encontraba. Ade­
m ás Wels apareció en la Cancillería, según el testim onio de Schei­
dem ann, a las tres de la m adrugada, es decir bastantes horas antes
del asalto y u n a h o ra después de h ab er dado la orden de ataque,
y au n q u e m uy desm ejorado, se en co n trab a sano y salvo. Aquí
vuelve a hacerse paten te la benevolencia de los revolucionarios
alem anes de 1918 que ni siquiera en m om entos de rab ia llegaron
a perder. No cabe ninguna duda de que Wels fue tratado duram en­
te y de que tam bién a E b ert y a sus colegas se les infundió in ten ­
cionadam ente un m iedo innecesario. Pero con eso se d ab an p o r
satisfechos; se abstuvieron de llegar h asta las últim as consecuen­
cias. Nadie pretendía asesinar a nadie, tam poco en m om entos de
cólera. La contrarrevolución no ten d ría tantos escrúpulos.
Existe otra versión m ás creíble según la cual, hacia la m edia­
noche, tuvo lugar u n a conversación telefónica en tre G roener y
E bert en la que G roener am enazó a E bert con rom per la alianza
si en ese m om ento no se actuaba hasta las últim as consecuencias.
Dicho sea de paso, seguro que no necesitó m uchos argum en­
tos p ara convencerle: A lo largo del m ediodía y la ta rd e E b ert
había pasado miedo, y el m iedo deriva fácilm ente en ira. Como
quiera que fuera, a las dos de la m adrugada se dio desde la Can­
cillería la o rd en de atacar, y p o r la m añ an a, a las ocho m enos
cuarto atro n ab an los cañones en la Schlossplatz.
El com bate duró sin interrupciones hasta las doce del m edio­
día y finalizó con la victoria de los m arineros. Esto es lo único que
puede asegurarse, ya que sobre los detalles del transcurso de la
lucha sólo existen inform es contradictorios. Lo que sí está claro
es que el cañoneo con el que las tropas de E bert h ab ían iniciado
el ataque resultó u n fracaso. D ispararon desde distintos p u ntos
con cañones y am etralladoras. Ya du ran te las prim eras horas del
com bate hicieron im pacto en el castillo y en las caballerizas unos
sesenta proyectiles. El edificio quedó trem en d am en te dañado,
pero los m arineros m antuvieron sus posiciones.
E n tre las nueve y las diez, m ientras el com bate aú n estaba
LA CRISIS DE NAVIDAD 135

por decidir, se abrieron paso hacia allí m asas de civiles que habían
ido siguiendo el ru id o atro n a d o r de los cañones; trabajadores,
m ujeres y niños; su aparición parece que causó u n efecto desm o­
ralizador en las tropas del gobierno, ya que de form a totalm ente
espontánea la gente tom ó partido po r los m arineros. El am bien­
te creado por todo el gentío que allí se agrupó recordaba al del 9
de noviembre: «¡Hermanos, no disparéis!».
Sobre las diez se produjo u n alto en la lucha p ara poder apar­
ta r a m ujeres y niños del lugar del com bate. A las 10.30 horas se
reanudó el com bate con m ayor violencia y ahora eran los m ari­
neros quienes atacaban. A lo largo de la batalla algunos soldados
se p asaro n de bando, uniéndose a los m arin ero s y tam b ién se
in co rporaron algunos civiles arm ados. De todas form as, según
u n a noticia aparecida al día siguiente en el Vorwärts, que preci­
sam ente no estaba de parte de los m arineros, a las doce «toda la
zona que rodeaba las caballerizas, incluida la K önigstrasse has­
ta el ayuntam iento, estaba ocupada p o r los m arineros y sus par­
tidarios arm ados con am etralladoras».
En ese m om ento la lucha se interrum pió definitivamente. Las
tropas que p o r la m añ an a h abían iniciado el com bate se vieron
obligadas a aban d o n ar el cam po de batalla y pudieron retirarse
sin problem as. Los m arineros regresaron a sus cuarteles, de don­
de les habían intentado expulsar. H abían conseguido m antener en
su poder el cam po de batalla. Cada bando se llevó a sus m uertos
y heridos, cuyo núm ero sigue siendo desconocido.

Esa tarde, en el Cuartel G eneral de Kassel y en la Cancillería de


Berlín rein ab a u n a p ro fu n d a consternación y u n intenso ab ati­
m iento. El m ayor Von H arbou, que d u ran te la operación actuó
como oficial de estado mayor, m andó u n telegram a a Kassel: «Las
tropas del general Lequis h an dejado de ser operativas. No veo
ningún m odo de proteger al gobierno con los m edios actuales. El
resultado del enfrentam iento de hoy puede ser políticam ente ca­
tastrófico p ara el gobierno. Las tropas bajo el m ando de Lequis,
a m i m odo de ver, ya no p ueden llevar a cabo la m isión. Reco-
136 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

m iendo su disolución». (El general Lequis era el com andante en


jefe de las diez divisiones que h ab ían en trad o en B erlín h acía
catorce días.) E n u n a conferencia del Estado M ayor que tuvo lu­
gar inm ediatam ente en Kassel, varios oficiales se pronunciaron a
favor de disolver el Alto M ando del Ejército. «No sirve de nad a
seguir rebelándose p o r m ás tiem po co n tra el destino. Todo el
m undo debe m archarse a casa y p en sar en cóm o pro teg er a su
fam ilia y salvar la propia piel.»
Q uien se encargó de p o n er fin a este derrotism o —y con ello
intervino por segunda vez en dos días en la historia alem ana— fue
el m ayo r Von Schleicher. Si ah o ra no tira b a n la toalla, explicó
clarividentem ente, la derrota de Berlín quedaría tan sólo com o un
episodio. La salvación v en d ría de las tro p as de v o luntarios
(Freikorps) que se estaban form ando. G roener coincidió con esta
opinión. Sabía que la form ación de los Freikorps se estab a p o ­
niendo en m archa con vigor, y estaba convencido que el tiem po
correría a favor de la contrarrevolución.
E bert estaba m ucho m enos inform ado; el Alto M ando ta m ­
poco le dejaba ver todas las cartas. A E bert se le hacía cada vez
m ás evidente que se encontraba indefenso si la revolución ap ro ­
vechaba su victoria y contaba seriam ente con u n ataque sorpre­
sa contra la Cancillería. Le daba vueltas, no sin motivo, a su p ro ­
pia seguridad.
Groener, que esa N ochebuena volvió a h ablar con él po r te­
léfono, describe a u n Ebert sereno, flemático, casi de buen humor.
Cuando le preguntó qué iba a hacer, Ebert, según Groener, con­
testó: «Lo p rim ero que voy a h acer es visitar a unos am igos y
descansar, de lo cual siento una inm ensa necesidad. Si Liebknecht
tiene que o cupar la Cancillería, pues que lo haga. Se encontrará
con el nido vacío».
Otros testigos presenciales que hablaron con E bert esa m is­
m a noche ofrecen u n retrato m enos m ajestuoso. Ya la noche an ­
terior, y aún m ás tras la derrota ante el castillo, Ebert, presa del
pánico, había insistido en ab an d o n ar Berlín con todo el gobierno
p ara dirigirse a alguna provincia m ás tranquila, a R udolstadt o
Weimar. «Sencillam ente-así-no-se-pude-seguir —repitió en varias
LA CRISIS DE NAVIDAD 137

ocasiones con un énfasis casi histérico— . Así-sencillamente-no-se-


puede-gobernar.»
Tal vez, Ebert se m ostró ante G roener realm ente m ás sosega­
do que d u ra n te la conversación con sus colegas. Que ya no se
sentía seguro en la Cancillería, lo señala un testigo tras otro. Y m i­
rado objetivam ente, tenía motivos de sobra p ara ello. Si la revo­
lución hubiese tenido u n líder, esa noche n ad a se h ab ría inter­
puesto entre ella y el poder.
Pero la revolución no tenía líder y tam poco veía cuáles eran
sus opciones, y aparte de ello: era N ochebuena. Por fin los m ari­
neros ya habían recibido su paga, habían luchado y hab ían ven­
cido; ahora tenían ganas de festejarlo.
Por lo que respecta a Liebknecht estuvo toda esa noche ocu­
pado en p rep arar un núm ero especialm ente im portante del perió­
dico Die Rote Fahne (B andera Roja) que saldría publicado a la
m añana siguiente con u n gran titular: «Las Navidades sangrien­
tas de Ebert». Los dirigentes revolucionarios, que al igual que
todo el m undo estaban sentados en su casa ante el árbol de N a­
vidad y can tab an «noche de paz, noche de am or», convocaron
p ara el siguiente viernes u n a m anifestación bajo el lema: «La si­
tu ación es extrem adam ente grave, la R evolución corre u n gran
peligro». Pero los socialdem ócratas independientes, encabezados
por el m elancólico Haase, sólo veían u n a cosa: debían abandonar
el gobierno; ya no querían te n e r n ad a que ver con sucesos tan
terribles com o los que se habían producido el 24 de diciem bre sin
su conocim iento y sin su intervención.
De este m odo, le hicieron a E bert y a sus colaboradores el
m ás grande de los favores. G roener elogió a E b ert p o r h ab er
m anejado con habilidad la crisis de Navidad, consiguiendo echar
a los Independientes del gobierno. El entonces secretario del jefe
de los servicios de la Cancillería, W alter Oehme, cuenta que ya en
los días previos al día de Navidad se había instaurado en la Can­
cillería una estrategia abiertam ente hostil contra los tres com isa­
rios del pueblo del USPD. «El tem a del día era que debían dimitir.
Ya se tenía la m irada puesta en nuevos colaboradores socialistas
conservadores. Como todo el ap arato de la Cancillería se había
138 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

alineado con los com isarios del pueblo del SPD, a partir de ese día
sólo trabajó p ara ellos [para acab ar con el Congreso de los Con­
sejos del Reich y llevar a cabo la elección de u n Consejo Central
form ado únicam ente p o r m iem bros del SPD]. L entam ente se fue
apartan d o a H aase, D ittm ann y Barth.» Pero si las cosas fueron
realm ente así —algunos cronistas socialdem ócratas lo niegan—,
se podrían h ab er ahorrado el trabajo porque Haase, D ittm ann y
B arth, los com isarios del pueblo del USPD, ya salían del m edio
p o r su propio pie.
La ingenuidad de su táctic a política d u ran te la discusión
acerca de los hechos del 23 y 24 de diciem bre sólo puede explicar­
se si se supone que, de form a consciente o inconsciente, no aspi­
rab an a o tra cosa que a deshacerse de la responsabilidad del go­
bierno, a cuya altu ra n u n ca h ab ían estado. D espués de h ab er
discutido estérilm ente d u ran te todo u n día con sus colegas del
SPD sobre lo justo o injusto de la orden de ab rir fuego del 24 de
diciembre, apelaron al Consejo Central, constituido exclusivamen­
te por representantes del SPD com o árbitro; y después de que el
Consejo Central, tal y com o era de esperar, hubiese votado en su
contra, aban d o n aro n el gobierno.
Esto sucedía el 29 de diciembre. Y el 30 de diciembre, los tres
com isarios del pueblo del SPD h abían elegido a dos nuevos cole­
gas de su m ism o partido, Wissell y Noske, y la «unidad socialis­
ta» proclam ada siete sem anas antes fue en terrad a sin disim ulo
con gran éxito. «La desavenencia entorpecedora se h a superado
—celeb rab an en u n llam am ien to dirigido al pueblo alem án —.
¡Ahora tenem os la posibilidad de em pezar a trabajar!» La procla­
m a ta m b ién m arcab a com o objetivo «Calma y seguridad». La
palabra «Revolución» ya no aparecía en ella. E iba firm ada: «El
gobierno del Reich». Se había elim inado el «Consejo de los Comi­
sarios del Pueblo».

De este modo, de la p rim era y única victoria m ilitar de la revolu­


ción, se pasó en cinco días a su derrota política decisiva. El 9 y 10
de noviem bre, E bert todavía le hab ía concedido a la revolución,
LA CRISIS DE NAVIDAD 139

para poder controlarla, u n «Gobierno de Unidad Socialista». Aho­


ra, sólo siete sem anas después, se term inó con esta unidad socia­
lista, aunque ya desde el principio había sido m ucho m ás aparente
que real. Todas las fuerzas políticas que habían aspirado realm en­
te a la revolución o que, com o m ínim o, habían sim patizado con
ella, se habían quedado fuera. E n p arte había sido por su culpa:
habían dejado p asar su h o ra y no se h ab ían tom ado en serio sus
posibilidades. Se habían dejado excluir, o mejor, se habían exclui­
do a sí m ism as.
La consecuencia inm ediata fue tam bién el desm oronam ien­
to de la izquierda política. Tras cada derrota, se producen dispu­
tas entre los vencidos; cada uno culpa al otro de lo sucedido. Y así
tam bién pasó en esta ocasión.
El 30 de diciem bre la Liga E spartaquista se separó definiti­
vam ente del USPD y se co nstituyó com o P artid o C om unista
(KPD). Al m ism o tiem po se enem istó con los dirigentes revolucio­
narios que no querían p articip ar en esta nueva form ación y que
consideraban desde hacía tiem po peligrosa y diletante la «táctica
callejera» de Liebknecht, consistente en organizar m anifestacio­
nes de form a perm anente.
Incluso en el congreso fundacional del KPD se dieron desde
el principio divergencias extrem as entre la m asa de seguidores
que exigía u n a acción inm ediata, y los dirigentes que veían un
largo cam ino ante ellos. (Rosa Luxem burg: «Compañeros, vues­
tro radicalism o es b astante sim ple... Estam os al principio de la
revolución».)
El USPD quedó m uy dividido, incluso después de la escisión
de los E spartaquistas. Algunos m iem bros de su ala derecha se p a­
saron nuevam ente al SPD. Su ala izquierda acusaba a los anterio­
res com isarios del pueblo de h ab er fracasado y de haberlo hecho
todo al revés. Los dirigentes revolucionarios exp u lsaro n de su
organización a Em il B arth, su único representante hasta en ton­
ces en el Consejo de los Com isario del Pueblo, que siete sem anas
antes aún era uno de los m iem bros m ás antiguos del grupo.
Pero m ientras se d esm o ro n ab a la dirección política de las
izquierdas, se fue creando entre las m asas trabajadoras u n nue-
140 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

vo espíritu revolucionario. E n noviem bre las m asas creyeron h a ­


b er vencido. Después de N avidad se sentían traicionadas, decep­
cionadas p o r su victoria, pero todavía no derrotadas. Tenían que
rehacerse. ¿Acaso no lo h abían conseguido tam bién solas en n o ­
viem bre, sin líder alguno? ¿Por qué lo que h abía sido entonces
posible, debía resu ltar im posible esta vez?
Cuando el dom ingo 29 de diciembre, los m arineros caídos en
F riedrichshain, en B erlín este, fueron enterrados, les seguía un
inm enso cortejo fú n eb re form ado p o r gente furiosa. Llevaban
pancartas en las que se podía leer:

«Acusamos a Ebert, Landsberg y Scheidem ann


de ser los asesinos de los m arineros.»

«¡A la Violencia se le responde con m ás violencia!»

Alzaron los puños y gritaro n todos a una: «¡Fuera los tra i­


dores!».
D urante algunas h o ras se desencadenó en las calles de la
zona este la segunda oleada revolucionaria. Sería d errotada u n a
sem ana m ás tarde.
10

E N E R O D E C IS IV O

El destino de la Revolución se decidió en Berlín d u ran te la sem a­


na del 5 al 12 de enero de 1919. E sta sem ana h a en trad o en la
H istoria injustam ente com o la «Semana E spartaquista». Lo que
sucedió d u ran te esa sem ana no fue u n levantam iento com unista
contra el gobierno socialdem ócrata. Fue un intento de las m asas
trabajadoras de Berlín p o r conseguir de nuevo lo que h ab ían lo­
grado entre el 9 y 10 de noviem bre y que entretanto casi se había
vuelto a perder, y adem ás, p o r conseguirlo del m ism o m odo que
antaño. El 5 de enero fue u n segundo 9 de noviem bre.
Pero lo que en noviem bre se h abía alcanzado al m enos en
apariencia, fracasó plenam ente en enero. Fracasó, en parte, por­
que la dirección, situada en tom o a los dirigentes revolucionarios,
operaba aún m ás desorientada y sin plan que antaño. Ahora Ebert
se sentía realm ente fuerte p ara atreverse a hacer lo que antaño no
se había atrevido: esto es, dejar que la Revolución fuera aplasta­
da por las arm as.
Nadie había planeado o previsto lo que sucedió el 5 de ene­
ro en Berlín, fue u n im pulso espontáneo de las m asas. El motivo
era trivial. El jefe su p erio r de la Policía de B erlín, u n ho m b re
b astan te insignificante llam ado E m il E ich h o rn que n u nca, ni
antes ni después, desem peñó u n papel im portante, se negó a acep­
ta r su despido decretado po r el m inisterio del In terio r prusiano.
E ra m iem bro del USPD y se dirigió a la sección local de su par-
142 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

tido p a ra p ed ir apoyo. El sáb ad o 4 de enero, el presid en te del


USPD, los delegados revolucionarios y dos representantes del re ­
cién form ado KPD, Liebknecht y Pieck, se encontraron con Eich­
horn en la jefatu ra de Policía y decidieron convocar p ara el do­
m ingo una m anifestación de protesta contra la suspensión de este
últim o; fue lo único que se les ocurrió. Pero les esp erab a u n a
sorpresa.
Se convocó p ara las dos de la tarde del dom ingo «una im po­
nente m anifestación masiva en la Siegesallee». Ya por la m añana,
com o el 9 de noviem bre, acudieron en m asa nuevam ente desde
todos los suburbios obreros cam ino del centro del Berlín, y a las
dos ya h ab ía cientos de m iles de p ersonas, codo con codo, no
únicam ente en la Siegesallee, sino tam bién atravesando el Tiergar­
ten, a lo largo de la U nter den Linden, h a sta la S chlossplatz y
desde allí po r toda la K önigstrasse h asta la Alexanderplatz, d o n ­
de se hallaba la jefatu ra de Policía.
No fue en ningún caso u n a reunión pacífica. E ra una concen­
tración militar. M ucha gente iba arm ada. Todos estaban irritados
y sedientos de acción. Después de h ab er oído el discurso —a pe­
sar de que la m ayoría apenas oía nada porque p o r aquel entonces
aún no había equipos de altavoces—, las m asas no se dispersaron.
E xactam ente del m ism o m odo que el 9 de noviem bre, algunos
individuos decididos tom aron la iniciativa repentinam ente, em i­
tieron algunos eslóganes y reunieron destacam entos arm ados. La
gente no pretendía únicam ente manifestarse, quería actuar, actuar
de alguna m anera.
Más adelante se afirm ó que algunos confidentes del gobier­
no in terviniero n com o agentes provocadores. Es posible, pero
hubiese sido im posible que arrastrasen a las m asas a ac tu a r si
estas m asas no hubiesen estado ya decididas p o r sí m ism as.
P or la tarde, la m an ifestació n se h ab ía convertido en u n a
acción arm ada. Su radio de acción principal se situó en el barrio
de la prensa. Se ocuparon los locales de todos los grandes perió­
dicos —Scherl, Ullstein, Mosse, y el Vorwärts—, se p a raro n las
m áquinas y se m andó a casa a los redactores. Más adelante, otros
grupos arm ados ocuparon las estaciones principales.
ENERO DECISIVO 143

Por la noche, podían verse colum nas de exaltados po r todo


el centro de Berlín, buscando objetivos estratégicos que ocupar o
enem igos a los que abatir.

N adie estaba m ás sorprendido po r este arrebato violento de las


m asas que la gente que h ab ía convocado la concentración. No
h ab ían podido im ag in ar ni p o r u n m om ento la avalancha que
habían desencadenado.
Ese dom ingo por la tarde se reunieron en la jefatura de Poli­
cía de Berlín ochenta y seis hom bres: setenta dirigentes revolucio­
narios, diez m iem bros de la ju n ta directiva del USPD de Berlín con
el viejo Georg Ledebour al frente, dos representantes de los solda­
dos y dos de los m arineros, Liebknecht y Pieck com o enviados
del KPD y finalmente el propio Eichhorn. Los reunidos, según el in­
forme de uno de los participantes, estaban «atónitos po r la violen­
cia de la manifestación, y eran incapaces de tom ar una decisión res­
pecto a qué era lo que tenía que suceder a continuación». Im peraba
«un am biente que no perm itía que se llegase a ninguna postura
objetiva. Los participantes presentaban propuestas cada vez m ás
descabelladas entre im properios y reivindicaciones».
H einrich D orrenbach, el líder de la Volksmarinedivision, era
el que se com portaba de form a m ás brutal, ya que no sólo esta­
ba sobreexcitado por lo sucedido en las últim as horas como todos
los demás, sino que adem ás se le había subido un poco a la cabeza
la victoria conseguida du ran te el com bate del día de N ochebue­
na en la Schlossplatz. A hora afirm ab a que «no ú n icam en te la
Volksmarinedivision, sino que tam bién todos los dem ás regim ien­
tos de Berlín apoyaban a los dirigentes revolucionarios y estaban
dispuestos a derrocar m ediante las arm as al gobierno Ebert-Schei-
dem ann». Liebknecht m anifestó al respecto que en el estado ac­
tual de las cosas era posible y absolutam ente necesario derro car
al gobierno. Ledebour dijo: «Si optam os p o r ello, todo debe rea­
lizarse con la m ayor rapidez».
Sin em bargo, los dos representantes de los soldados hicieron
una advertencia. «Tal vez las tropas nos apoyen —dijo uno—, pero
144 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

siem pre h an vacilado.» El otro era aún m ás pesim ista: incluso se


podía d u d ar sobre si D orrrenbach tenía a su propia gente de su
parte (un escepticismo que pronto quedaría dem ostrado). Pero los
que pro nunciaban las advertencias no pudieron hacer nada con­
tra la em briaguez de la victoria que curiosam ente no trasm itieron
los dirigentes a las m asas, sino las m asas a los dirigentes. Con
ochenta votos co n tra seis se decidió «iniciar la lucha co n tra el
gobierno y llevarla a cabo h asta conseguir derribarlo».
D urante la noche se publicó el siguiente llam am iento:

¡Trabajadores! ¡Soldados! ¡Compañeros! El domingo manifes­


tasteis con una fuerza abrumadora vuestros deseos de hacer fraca­
sar el último ataque malicioso del ensangrentado gobierno de
Ebert. Ahora se trata de algo aún mayor. ¡Hay que poner freno a
las maquinaciones de los grupúsculos contrarrevolucionarios! ¡Por
eso debéis salir de las fábricas! ¡Congregaos en masa hoy a las once
de la mañana en la Siegesallee! ¡Hay que afianzar la Revolución y
llevarla hasta el final! ¡Luchemos por el socialismo! ¡Luchemos por
el poder del proletariado revolucionario! ¡Fuera el gobierno Ebert-
Scheidemann!

Se constituyó u n «Comité Revolucionario Provisional» de no


m enos de cincuenta y tres hom bres, con Ledebour, Liebknecht y
un tal Paul Scholze a la cabeza; este com ité revolucionario declaró
que «se hacía cargo tem poralm ente de los asuntos de gobierno».
Pero en realid ad no se hizo cargo n u n ca ni de los asu n to s del
gobierno ni de los de la revolución. La única acción que llevó a
cabo fue el llam am iento a u n a nueva concentración p ara el lunes.

Este llam am iento fue seguido. El lunes p o r la m añ an a las m asas


volvían a estar en la calle, tal vez aú n m ás num erosas que el do­
m ingo. Codo con codo volvían a llen ar la Siegesallee h asta la
Alexanderplatz, arm adas, expectantes, dispuestas a actuar en cual­
quier m om ento. Se sentían fuertes. El día antes h abían podido
m o strar su fuerza y su po d er com o si de u n juego se tratara, de
ENERO DECISIVO 145

form a totalm ente espontánea, sin líderes. Ahora creían tener un


líder, ahora esperaban decisión, lucha y victoria.
Pero no sucedió n ad a de nada. La dirección no se dejó ver. Al­
gunos grupos aislados actu aro n p o r su propia cuenta y ocuparon
un p a r de edificios públicos, la oficina de telégrafos Wolffsehe y la
im prenta del Reich. Nadie se atrevió a llevar a cabo el ataque deci­
sivo contra la Cancillería; y no llegaba ninguna orden. F rente a la
Cancillería se habían agrupado algunos sim patizantes del gobierno
arm ados, que el SPD había convocado p o r la m añana.
Pasaron las horas. El día, que había am anecido con u n a be­
lla luz de invierno, se nubló, hacía u n frío húm edo y poco a poco
fue oscureciendo. Y no llegaba ninguna orden. La gente se comió
los bocadillos que hab ía traído de casa y volvía a tener ham bre,
el eterno ham bre de esos días de revolución. Después de comer,
las m asas se fueron dispersando lentam ente. Por la tard e se h a­
b ían esfum ado. Y a la m edianoche, el cen tro de B erlín estaba
vacío. Ese 6 de enero de 1919, aunque nadie lo sabía, la Revolu­
ción alem ana había m uerto.
¿Qué había pasado? E n p rim er lugar, no se produjo el espe­
rado apoyo de las tropas berlinesas a la segunda oleada revolucio­
naria. H abía sucedido exactam ente lo que los representantes de
los soldados habían previsto la tarde anterior: las tropas vacilaron,
discutieron, no acababan de saber lo que pasaba; com o siem pre,
estaban tanto a favor de la revolución com o de la calm a y el or­
den. Sea com o fuere, no ten ían ningunas ganas de arriesgar su
vida. Incluso la V olksm arinedivision se declaró «neutral». Por la
m añana, el com ité revolucionario form ado p o r cincuenta y tres
m iem bros se había trasladado esperanzado de la jefatura de Po­
licía al cuartel general de los m arineros, en las caballerizas. Por
la tarde, fue nuevam ente evacuado con buenas palabras. Así tras­
currió el día.
Por la tarde se convocó u n a nueva reunión en la jefatu ra de
Policía, reinaba un am biente totalm ente distinto al del día an te­
rior. Ya no se tratab a de discutir si el gobierno podía ser derro ca­
do, sino únicam ente de si podían salir del ap u ro de u n a form a
aceptable.
146 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

Ese lunes p o r la m a ñ an a todavía p arecía posible, incluso


d u ran te los siguientes dos o tres días. Ambos bandos se tem ían
m utuam ente: tam bién el gobierno tem ía a la revolución. El sus­
to del dom ingo les h ab ía calado h asta los huesos, y el lunes se
podía ver desde la W ilhelm strasse la gigantesca concentración;
la U nter den Linden parecía u n cam pam ento m ilitar: ¿Qué p a ­
saría si este ejército se ponía en m ovim iento p ara atacar el edi­
ficio del gobierno? N adie sabía cu án desam parados estab an en
realidad los líderes de la Revolución. Al parecer, ni el gobierno
ni sus o p o n en tes p o d ía n c o n ta r con la m ay o ría de las tro p as
berlinesas.
Fuera, sin em bargo, en los cam pos de entrenam iento de las
tropas situados en la m arca de B randem burgo, se form aban los
Freikorps. Todavía el sábado, en Zossen, E b ert y Noske h ab ían
hecho u n a visita al recién form ado L andesjägerkorps (C uerpo
N acional de Cazadores) del general Maercker, y se llevaron u n a
agradable sorpresa al ver ante ellos nuevam ente a «verdaderos
soldados»; Noske golpeó en el hom bro a Ebert, dos cabezas m ás
bajo que él, y le dijo: «Estate tranquilo, todo volverá a to m ar su
rum bo». Pero esto pasaba en Zossen el sábado y el lunes en Ber­
lín, en U nter den Linden, no h abía ningún m iem bro del Cuerpo
de Cazadores, sino la revolución arm ada.
La m ediación que ofrecían ese lunes los com isarios del p u e­
blo del USPD, que se h abían separado del gobierno el 29 de di­
ciem bre, era m ás que bienvenida. E b ert la aceptó gratam ente;
com o m ínim o así podía g an ar tiem po. Sólo puso u n a condición:
levantar la ocupación de las redacciones de los periódicos.
Sobre eso debía decidir el com ité revolucionario la tarde del
lunes. Si hubiese aceptado, tal vez no hubiese pasado nada. Pero
dijo que no.
El espectáculo que ofrece desde el p rim er m in u to h asta el
últim o esta especie de com ité incapaz de actu ar es digno de com ­
pasión. No podía seguir adelante, pero tam poco quería retroceder.
El decaim iento de los ánim os tras la em briaguez de la victoria del
día anterio r había sido dem asiado fugaz; darse cuenta de la de­
rro ta y adm itirla, e iniciar la retirad a apenas veinticuatro horas
ENERO DECISIVO 147

después de toda esa euforia: era m ás de lo que podían aceptar sus


cincuenta y tres m iem bros.
Tal vez, a los cin cu en ta y tres tam b ién les co rro ía u n a duda
interior: si podían —o no— garantizar el desalojo de las redacciones
de los periódicos. No h ab ían ordenado su ocupación y no ten ían
ningún control sobre los grupos arm ados que las habían ocupado,
en m uchos casos no ten ían ni la m enor idea de quién dirigía esos
grupos. ¡Pero esto no debía saberse! No po d ían d em o strar que la
situación se les iba de las m anos. Por eso dijeron que no.
E n el fondo, a E bert esto ya le iba bien. No p retendía llegar,
com o el 10 de noviem bre, a u n a paz aparente con la Revolución;
lo que quería era desquitarse. («¡Se acerca la h o ra de la revan­
cha!», rezaba un llam am iento del gobierno form ulado p o r él m is­
m o que apareció dos días después, el 8 de enero.) M ientras apla­
zaba un p a r de días esas negociaciones sin futuro, organizó unos
preparativos m ilitares que seguían en dos líneas.
Una era la línea de Noske, la línea de los Freikorps. El lunes,
Noske había sido nom brado en la Cancillería, a m edio sitiar, co­
m andante en jefe. («Esto no m e m olesta —según testificó él m is­
m o—, alguien tendrá que ser el perro sanguinario.») H abía tenido
que m archarse inm ediatam ente de la zona de peligro atravesan­
do la P uerta de B randem burgo entre las m asas arm adas que no
tenían ninguna idea de quién era ese civil alto y con gafas. («Pedí
am ablem ente en repetidas ocasiones perm iso p ara p asar porque
tenía un recado que hacer. Se m e abrió paso de b u en a gana.»)
Desde entonces se instaló en Dahlem, en el Luisenstift, u n subur­
bio del oeste de Berlín, u n fino pensionado de señoritas que dis­
frutaban de unas prologadas vacaciones de Navidad. Allí había
instalado su cuartel general, y desde allí im pulsaba la form ación
de los nuevos Freikorps en los alrededores de B erlín y p rep arab a
su m archa sobre la ciudad. E n Dahlem no había ninguna revolu­
ción, ningún obrero se perdía po r esa zona. E n los am plios ja rd i­
nes invernales reinaba la calm a señorial. Noske podía trab ajar allí
sin ser m olestado.
Pero su trabajo requería tiem po, y E bert no disponía de él.
Berlín seguía en huelga general, las redacciones de los periódicos
148 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

y las estaciones seguían ocupadas, el com ité revolucionario seguía


apostado en la jefatura de Policía y en el este y en el norte seguían
produciéndose grandes concentraciones de revolucionarios. ¿Si
los Freikorps aú n no estaban p reparados p ara la m archa, no se
podía em pezar con las tropas de Berlín? E b ert lo quería in ten tar
a toda costa. ¡Por Dios, algo debía poder utilizarse co n tra los es-
partaquistas!
E n u n a segunda línea, él m ism o p rep arab a el co n tra ataq u e
m ientras sim ultáneam ente seguía negociando y expresaba su re ­
chazo ante u n derram am iento de sangre. Y efectivam ente, fueron
las tro p as berlin esas las que tu v iero n u n papel decisivo. Los
Freikorps entrarían en Berlín cuando la batalla ya se había librado.

El giro decisivo tuvo lugar en los días que van del jueves 9 al do­
m ingo 12 de enero de 1919. D urante esos días, p o r o rd en de
Ebert, la Revolución fue aplastada a tiros en la capital. Los caño­
nes, que sólo se habían dejado oír el 24 de diciembre, tronaron de
form a continuada, m ientras u n a serie de unidades im provisadas
—las tropas del cuartel Maikäfer, que siem pre h abían m antenido
u n a p o stu ra m uy conservadora, el R egim iento R eichstag, u n a
nueva form ación fiel a Ebert, el R egim iento R einhard de volun­
tarios de extrem a derecha constituido d u ran te las N avidades y,
finalm ente, los batallones de Potsdam bajo el m ando del m ayor
Von Stephani derrotados tan vergonzosam ente la tarde del día de
N ochebuena y que desde entonces h abían vuelto a reorganizar­
se— reconquistaban uno tras otro los edificios ocupados, lib ran ­
do cruentas luchas callejeras, que p o r m om entos fueron casa por
casa, p ara al fin, el dom ingo, ocupar la jefatu ra de Policía.
El com bate m ás duro se libró el sábado 11 de enero p o r la
m añ an a cerca de la redacción del Vorwärts, en la Lindenstrasse:
el p rim er bom bardeo, al igual que lo sucedido en el castillo, no
tuvo el efecto esperado. El p rim er asalto fue repelido, pero le si­
guió u n segundo, precedido de u n bo m b ard eo m ás intenso, y
entonces sucedió algo espantoso: el equipo del Vorwärts envió seis
parlam entarios con b an d era blanca p ara negociar u n a salida pa-
ENERO DECISIVO 149

cífica. Uno de ellos fue enviado de vuelta con la exigencia de una


rendición sin condiciones, los otros cinco fueron retenidos, dete­
nidos, terriblem ente m altratados y finalm ente fusilados ju n to a
dos correos que habían sido apresados. Entonces se asaltó el Vor­
wärts. Trescientos hom bres que lo defendían fueron hechos p ri­
sioneros.
El m ayor Von Stephani llamó a la Cancillería y preguntó qué
debía h acer con todos los presos. Según su relato recibió la si­
guiente respuesta: «¡Fusiladlos a todos!». El m ayor se negó a ello;
era un oficial de la vieja escuela. A pesar de ello, siete de los pre­
sos fueron fusilados, la gran m ayoría recibieron terribles golpes
con la culata de los fusiles, sin que Von Stephani pudiese im pe­
dirlo. Volkmann, el archivero del Reich, que escribió u n a historia
sobre la revolución m uy favorable los m ilitares, n arra lo siguien­
te: «Los soldados apenas podían refrenar la rabia. Al ver a uno de
sus propios oficiales, preso p o r los insurrectos y retenido en el
edificio del Vorwärts d u ran te el tiroteo, estrechar la m ano de los
espartaquistas p ara agradecerles el buen trato que le hab ían dis­
pensado, le apalearon violentam ente».

El 12 de enero se acabaron las luchas en Berlín. La Revolución


había sido aplastada. ¿Fue u n a revolución espartaquista, es decir,
com unista? Desde el principio esto es lo que los vencedores han
hecho creer a la opinión pública y lo que se h a m antenido hasta
el día de hoy. (Se puede observar la n aturalidad con la que Volk-
m ann tra ta a los ocupantes del Vorwärts de «espartaquistas».)
Pero ésta no es la verdad. El KPD no había ni previsto el levan­
tam iento de enero ni lo había pretendido, no lo había planeado ni
lo había dirigido. De hecho, incluso se sentía h o rro rizad o p o r la
precipitación de las m asas, la falta de planificación y de dirección.
Un levantam iento de estas características, antes de que el partido
estuviese perfectam ente consolidado, ¡contravenía cualquier regla!
Cuando el 8 de enero Liebkencht se dejó caer nuevam ente po r el
com ité ejecutivo del partido, fue abrum ado con reproches a causa
de su participación unilateral. «Karl, ¿es acaso éste nuestro progra-
150 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

m a?», debió espetarle R osa Luxem burg, o, según o tra versión:


«Karl, ¿dónde h a quedado nuestro program a?».
Pero tam poco el m iserable «Comité Revolucionario» —en el
que llevaban la voz can tan te los setenta delegados revoluciona­
rios y no los dos com unistas convencidos, Liebknecht y Pieck—
había planeado ni participado, y aún m enos dirigido, el levanta­
m iento de enero. Este levantam iento era exclusivamente obra es­
pontánea de las m asas obreras berlinesas, las m ism as m asas que
h ab ían hecho la R evolución de noviem bre; la m ayor p arte de
estas m asas eran socialdem ócratas, no espartaquistas o com unis­
tas, y su levantam iento de enero no era diferente a su levanta­
m iento de noviem bre.
Todo ello puede dem ostrarse, ya que las m asas no se q ueda­
ro n calladas. E n la segunda m itad de esta trágica sem ana de ene­
ro, cuando se les hizo evidente el fracaso del «Comité Revolucio­
nario» y m ien tras en el b arrio de la p ren sa ya h ab lab an los
cañones, form ularon en grandes asam bleas sus objetivos con una
claridad notoria.
El jueves 9 de enero se reu n iero n en H um boldthain cu aren ­
ta mil trabajadores de las fábricas AEG y Schwartzkopff. Decidie­
ro n —exactam ente igual que el 10 de noviem bre— la «Unidad de
los trab a jad o res de to d as las tendencias» y con stitu y ero n u n a
com isión p aritaria con este propósito. E n los días siguientes p rác­
ticam ente todas las fábricas de B erlín ab razaro n el m ovim iento
unitario. C aracterística es la resolución de cuatro puntos que to ­
m aron el 10 de enero las fábricas de Spandau (ochenta mil trab a­
jadores): «l.°) dim isión de todos los com isarios del pueblo; 2.°)
reunión de los com ités p aritario s de los tres partidos; 3.°) nuevas
elecciones de los consejos de trabajadores y soldados, del conse­
jo central, del consejo ejecutivo y de los com isarios del pueblo, y
4.°) p u esta en m a rc h a de la u n ió n de los p artid o s socialistas».
Significativas tam bién p ara m uchos eran las dem andas de dim i­
sión de los «dirigentes de todas las tendencias políticas incapaces
de im pedir este espantoso asesinato entre herm anos» p o r parte de
los trabajadores de las centrales eléctricas del Sudoeste y Schöne­
berg del viernes 10 de enero.
ENERO DECISIVO 151

Éstos no son los típicos objetivos ni de espartaquistas ni de


com unistas. Son los m ism os objetivos que el 10 de noviem bre
E bert había m anifestado falazmente: unión socialista y «no a una
guerra entre herm anos». Los obreros berlineses habían luchado
el 9 de noviem bre po r estos objetivos y po r estos objetivos habían
tom ado las arm as de nuevo, espontáneam ente y sin líder, d u ran ­
te la sangrienta sem ana de enero.
Seguían queriendo lo que habían querido en noviem bre: la
unió n de todos los p artid o s socialistas y la an iq u ilació n de un
viejo estado feudal y burgués a favor de u n nuevo estado obrero.
El 10 de noviembre, E bert había correspondido aparentem ente a
este anhelo. Pero en realid ad n u n ca lo h ab ía querido; desde el
principio había pretendido el m antenim iento del estado anterior.
Precisam ente esto es lo que los obreros berlineses h abían enten­
dido entre noviem bre y enero, y po r eso no hicieron en enero una
revolución esp artaq u ista o com unista, sino de nuevo la m ism a
revolución. Pero si la prim era vez habían conseguido com o m íni­
m o una victoria aparente, esta vez la revolución acabó con una
derrota violenta.
Los trabajadores que el 9 de noviembre y el 5 de enero habían
salido a las calles y que el 9, 10 y 11 de enero habían expresado sus
propósitos en acuerdos masivos, votaron otra vez m ayoritariamente
a los socialdem ócratas el 19 de enero en las elecciones a la Asam­
blea Nacional que establecería una constitución. Seguían sintién­
dose socialdem ócratas, ni independientes ni com unistas. Los que
a su entender ya no eran socialdem ócratas eran Ebert, Scheide­
m ann y Noske.
Pero quienes ah o ra te n ían el p o d er en sus m anos eran
Ebert, Scheidem ann y Noske, y ellos determ inaban, de ahora en
adelante, quién tenía derecho a considerarse socialdem ócrata y
quién debía dejarse in su ltar com o «¡Espartaquista!». Tam bién
tenían el poder para arrojar sim plem ente a la papelera cualquier
resolución de los trabajadores elaborada durante la sem ana de
enero.
152 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

Sin em bargo, p ara consolidar el poder frente a sus propios


seguidores, se veían obligados ah o ra a respaldarse en extraños
aliados, aliados p ara quienes ellos m ism os eran «medio esparta-
quistas». Con la m ism a ingenuidad con la que dos m eses atrás la
revolución se hab ía entregado a Ebert, ah o ra se entregaba E bert
a la contrarrevolución.
U na vez E b ert h u b o ganado la b atalla p o r B erlín, N oske
concluyó tam bién sus preparativos. Los prim eros Freikorps esta­
b an form ados; p o d ían e n tra r en Berlín. El sábado 11 de enero
—tras el asalto al Vorwärts—, se realizó u n a dem ostración: u n os­
tentoso desfile de los Landesjägerkorps de M aercker a través de
los barrios burgueses situados al oste de Berlín, desde Lichterfelde
p asan d o p o r Steglitz y Schöneberg h asta la P o tsd am er Platz y
siguiendo hasta la Dönhoffplatz. El periódico conservador Post
describía al día siguiente el suceso bajo el título «Un rayo de es­
peranza»:

Ayer por la tarde, hacia las tres, aquellos que defienden los
intereses de la nación pudieron alegrarse de nuevo al contemplar
una escena anhelada durante tanto tiempo. En la Potsdamer Platz
se veían tropas en dirección a la Dönhoffplatz. Tropas con oficia­
les, tropas bajo el mando de sus jefes. Una enorme multitud de
gente se amontonó en la calle y les saludaba con vítores entusiás­
ticos. La marcha se vio frenada en varias ocasiones. Se impartie­
ron enérgicas órdenes «¡Compañía, alto! ¡Presenten, armas!» que
fueron ejecutadas con precisión. «¡Bravo!», estalló el público. Todo
el mundo miraba con admiración a esta excelente, impecable y
disciplinada tropa y a sus jefes.

Lo que el Post calló fue que esta excelsa tropa era conduci­
da p o r u n único, alto y m iope civil: G ustav Noske. No hubiese
renunciad o a ello p o r n ad a del m undo. El ya citado Volkm ann
ofrece u n a in stan tán ea de la curiosa im agen: «En su rostro, de
u n a seriedad im perturbable, se dibujaba u n a voluntad de hierro.
A su lado, m edio burlón, m edio avergonzado, se encontraba u n
coronel».
ENERO DECISIVO 153

E sta m archa era tan sólo u n preludio. El 15 de enero, el m iér­


coles después de la sem ana revolucionaria, fueron ocupados el sur,
el oeste y el centro de Berlín p o r el nuevo Cuerpo de Ejército Lütt-
witz. El norte y el este —los barrios obreros— quedaron libres por
el m om ento. Su som etim iento, que no podía realizarse sin d erra­
m am iento de sangre, estaba previsto p ara m ás adelante.
El oeste de Berlín fue tom ado po r la recién form ada División
de Fusileros M ontados de la G uardia. Instalaron su cuartel gene­
ral en el elegante Hotel Eden. Llevaban carteles consigo en los que
se podía leer: «La División de Fusileros M ontados de la G uardia
ha entrado en Berlín. ¡Berlineses! La división os prom ete no aban­
d onar la capital hasta que el orden haya sido reinstaurado defi­
nitivam ente».
También el día de su entrada, la división entregó su tarjeta de
visita al asesinar a Karl Liebknecht y Rosa Luxem burg.
11

LA P E R S E C U C I Ó N Y A S E S IN A T O D E K A R L
L IE B K N E C H T Y R O SA L U X E M B U R G

C uando la tard e del 15 de enero de 1919 Karl Liebknecht y Rosa


Luxem burg, aturdidos a golpes de culata, fueron conducidos en
autom óvil desde el Hotel E den de B erlín h asta el Tiergarten p ara
ser asesinados, el curso de los acontecim ientos políticos no se vio
afectado, p o r el m om ento, en nada. H abía sonado la últim a hora
de la Revolución, d u ran te la cual el papel de Liebknecht fue m uy
m arginal y R osa Luxem burg no participó activam ente en nada.
Sea com o fuere, su sangriento final era inm inente. El asesinato de
estas dos figuras sim bólicas quizá m arcó este final; pero en el
conjunto de los acontecim ientos, este crim en no parecía ser m ás
que u n episodio p articu larm en te cruel.
Hoy se percibe con h o rro r que éste fue el episodio m ás car­
gado de histo ria de todo el d ram a de la Revolución alem ana. Ob­
servado con m edio siglo de distancia, este suceso acarreó conse­
cuencias ta n en o rm es e incalculables com o lo sucedido en el
Gólgota, que apenas pareció trasto car n ad a cuando ocurrió. La
m uerte h a unido a Liebknecht y a Rosa Luxem burg. Pero d u ran ­
te sus vidas, y casi h asta el final, poco tuvieron que ver el uno con
el otro. Ambos siguieron trayectorias m uy distintas y fueron per­
sonalidades m uy diferentes.
Liebknecht era uno de los hom bres m ás valerosos que Alema­
nia jam ás haya dado. No era un gran político. H asta 1914 apenas
le conocía nadie fuera del SPD; y dentro del p artido tenía poco
LA PERSECUCIÓN Y EL ASESINATO DE KARL LIEBKNECHT Y RO SA ... 155

peso, era el hijo de u n o de los grandes p ad res fu n d ad o res del


partido, W ilhelm Liebknecht: u n «apasionado y testarudo aboga­
do con u n gran corazón y cierta tendencia al dram atism o».
Militó en las juventudes del p artido y escribió u n libro an ti­
m ilitarista que le supuso año y m edio de prisión; cuando fue li­
berado, el p artid o lo p resen tó a las elecciones, en p arte com o
com pensación p o r lo que había pasado y tam bién com o señal de
desafío. Desde 1908, ocupó u n escaño en el Landtag de Prusia y
desde 1912 en el Reichstag. R osa Luxem burg describió entonces
m uy irónicam ente al diputado Liebknecht: «En el parlam ento, en
las reuniones, en las comisiones, en las conferencias, con prem ura
y urgencia, siem pre está a punto, del tren al tranvía y del tranvía
al coche, con los bolsillos llenos de blocs de notas, todos los p e­
riódicos recién com prados bajo el brazo, im posible que tuviera
tiem po de leerlos todos, cubierto en cuerpo y alm a con el polvo
de la calle...». Todavía al principio de la guerra, cuando ella inten­
taba form ar un grupo de oposición a la guerra en el partido, es­
cribió: «Karl es prácticam ente inaprensible porque pasa com o una
nube por el aire».
Por el contrario, desde principios de siglo, Rosa Luxem burg
era en Alemania una figura política de prim er orden, aunque m ar­
ginal en tres sentidos: com o mujer, com o ju d ía y com o m edio
extranjera (había nacido en la Polonia ru sa y únicam ente había
adquirido la nacionalidad alem ana gracias a u n m atrim onio fic­
ticio); aparte de esto, naturalm ente, el radicalism o de su p o stu ra
aterrorizaba a la burguesía e incluso a los socialdem ócratas pero
era adm irada tanto p o r sus am igos com o po r sus enem igos —con
frecuencia, ad m irad a a disgusto— p o r sus diversas cualidades,
que lindaban con la genialidad: u n intelecto de lo m ás agudo y
sutil, un estilo brillante y u n a oratoria que entusiasm aba. E ra una
política de p u ra cepa y al m ism o tiem po u n a p ensadora original,
adem ás de ser una m ujer calurosa y fascinante. Con su humor, su
rigurosidad encantadora, su pasión y su bondad, uno se olvidaba
de que no era herm osa. E ra tan querida com o tem ida y odiada.
H abía p articip ad o en las grandes controversias socialistas
nacionales e internacionales de inicios de siglo. Era, de igual modo,
156 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

la aliada o la adversaria de Bebel y Kautsky, de Lenin y Trotski,


de Jaurés y Pilsudski. M ientras, tuvo tiem po de conocer de prim e­
ra m ano la Revolución rusa de 1905, y en varias ocasiones fue a
p a ra r a la cárcel p o r ofensas al káiser, po r hacer llam am ientos a
la desobediencia civil y p o r in su ltar al cuerpo de oficiales. Una
m ujer que saltaba a la vista, u n a gran mujer, la m ás grande del
siglo.
La guerra lo cam bió repentinam ente todo de tal modo, que
hace que pensem os en los versos de Fausto :

«... la m ujer lo hace con mil pasos;


pero p o r m ucho que se apresure —
el hom bre lo hace de u n salto.»

(«... mit tausend Schritten m acht’s die Frau;


doch wie sie auch sich eilen kann —
m it einem Sprunge m acht’s der Mann.»)

D urante la guerra, el desconocido diputado Karl Liebknecht


le tom ó la delantera a la gran Rosa Luxem burg y se convirtió en
una figura m undial, no p o r u n a capacidad especial en lo que a su
brillantez política u originalidad intelectual se refiere, sino sim ­
plem ente debido a dos actos de valor; naturalm ente, nos referimos
a un inm enso valor moral: el 2 de diciem bre de 1914 fue el ú n i­
co que votó en el Reichstag co n tra la aprobación de u n segundo
em préstito de guerra. Sólo quien conozca el am biente reinante en
la A lem ania de entonces y en el Reichstag puede m esu rar lo que
esto significaba. Y el 1 de m ayo de 1916 inició u n a arenga en u n a
de las manifestaciones del Día del Trabajo en la Potsdam er Platz de
Berlín (no era u n a gran m anifestación; unos centenares de hom ­
bres, m il com o m ucho, ro d ead o s de policía) con las p alabras:
«¡Abajo la guerra! ¡Abajo el gobierno!». No pudo seguir. La poli­
cía le redujo y se lo llevó detenido y desapareció en u n a prisión
d u ran te los dos años y m edio siguientes. Pero las seis palabras
surtieron m ás efecto que el m ás largo y brillante de los discursos.
C uando el 23 de octubre de 1918 Liebknecht fue puesto en liber-
LA PERSECUCIÓN Y EL ASESINATO DE KARL LIEBKNECHT Y R O SA ... 157

tad se había convertido p ara toda Alem ania y m ás allá de Alema­


nia en la protesta personificada contra la guerra y en la propia re­
volución.
Rosa Luxem burg salió de la cárcel el 9 de noviembre de 1918.
H abía pasado casi to d a la guerra entre rejas: p rim ero un año a
causa de u n a sentencia política dictada antes de la guerra y lue­
go, dos años y m edio en «prisión preventiva». D urante esos años,
en los que escribió sus críticas, convertidas en clásicas, a la social-
dem ocracia alem ana y a la Revolución bolchevique, se convirtió
en un personaje gris, pero su espíritu no hab ía perdido nad a de
su superioridad resplandeciente.
A p artir de ese m om ento, a am bos les quedaban dos meses
de vida, los dos m eses d u ran te los cuales la Revolución alem ana
estalló y fracasó.
Cuando uno se pregunta en qué contribuyeron Liebknecht y
Rosa Luxem burg al d ram a de esos dos meses, la verdadera res­
puesta es que en poco o nada. Todo hubiese ocurrido exactam ente
de la m ism a form a si no hubiesen existido. Incluso figuras de u n
día com o los m arin ero s A rtelt y D orrenbach ejercieron m ayor
influencia en algunos breves m om entos que los dos grandes revo­
lucionarios. Liebknecht y Rosa Luxem burg no tuvieron ninguna
influencia real sobre los principales actores: Ebert y su equipo, los
dirigentes revolucionarios, los m arineros, las tropas de Berlín, las
dos organizaciones socialistas, las asam bleas de consejos, las
m asas que siem pre intervenían de form a imprevisible. Liebknecht
hizo un p ar de apariciones; Rosa Luxem burg ni eso.
Lo que hicieron d u ran te esos sesenta y siete días puede re­
construirse al m ilím etro. A p esar de la infinitud de dificultades y
obstáculos, fundaron y red actaro n u n periódico, Die Rote Fahne
(La B andera Roja) y escribieron a diario sus artículos de fondo.
Participaron —sin n ingún tipo de éxito— en reuniones y asam ­
bleas de los dirigentes revolucionarios y del USPD de Berlín. En
vista del fracaso, finalm ente decidieron fundar un partido propio,
prepararon el congreso fundacional del KPD (El Partido Com u­
nista Alemán), lo organizaron y expusieron las ponencias p rinci­
pales; Rosa Luxem burg esbozó el program a del partido. Pero este
158 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

congreso inaugural tam poco representó ningún éxito p ara Liebk­


necht y Luxemburg: en las cuestiones m ás im portantes fueron de­
rrotados. Esto ocurría precisam ente d u ran te los últim os días de
1918. Luego L iebknecht p articip ó tam b ién en las in fru ctu o sas
reuniones del Comité Revolucionario de los cincuenta y tres en la
jefatura de Policía de Berlín. D urante esos días, Rosa Luxem burg
redactó en solitario el Rote Fahne. Y entonces, la escasa ración de
vida que les hab ía sido asignada, se agotó.
Si a esto sum am os la participación en las m anifestaciones,
los discu rso s ah í im provisados, las discusiones co n tin u as con
correligionarios, aparece entonces el retra to de u n a época m ás
que satisfactoria, de u n a época trep id an te y en la que no hab ía
descanso. Liebknecht y Rosa Luxem burg, durante los días que les
quedaban de vida, del 9 de noviem bre de 1918 al 15 de enero de
1919, trabajaron com o posesos hasta la extenuación. Pero no con­
siguieron nada. No eran los líderes de u n a revolución alem ana
bolchevique, no eran los Lenin y Trotski alem anes. Tam poco as­
p ira b a n a ello: ni R osa L uxem burg, po rq u e d esap ro b ab a p o r
motivos fundam entales la violencia que com portaba la revolución
forzada defendida p o r Lenin y Trotski y no dejaba de repetir, casi
con solem nidad, que la revolución debía surgir de form a n atu ral
y dem ocrática de la conciencia de las m asas proletarias, y en Ale­
m an ia ésta aú n se en co n trab a m uy al principio del proceso. Ni
tam poco Liebknecht, porque estaba convencido de que la revolu­
ción se hacía p o r sí m ism a y com o ya se había hecho no necesi­
ta b a ni m ás organ izació n ni m ás intervención. Lenin, apenas
hubo regresado en abril de 1917 a Rusia, lanzó la consigna: «¡Or­
ganización, o rg an izació n y m ás organización!». L iebknecht y
Luxem burg no organizaron nada. El lem a de Liebknecht era agi­
tación y el de Rosa Luxem burg, ilustración.
N aturalm ente ella lo aplicó. Nadie avanzó abiertam ente, des­
de el p rim er m om ento, con ta n ta claridad y sin reservas la reali­
dad de la Revolución alem ana y los m otivos de su fracaso com o
lo hizo Rosa Luxem burg, día a día, en el Rote Fahne : la falta de
sinceridad del SPD, la incoherencia del USPD, la falta de planes
de los dirigentes revolucionarios. Pero ésta fue —a su m odo, glo-
LA PERSECUCIÓN Y EL ASESINATO DE KARL LIEBKNECHT Y R O SA ... 159

riosa— u n a labor periodística, no revolucionaria. El único efec­


to que Rosa Luxem burg produjo con ello fue dirigir hacia sí m is­
m a el odio m ortal de aquellos a quienes acababa de descubrir el
juego y desenm ascarar.
Mortal. Este odio era m ortal en sentido literal y desde el p ri­
m er m om ento. Se puede com probar fehacientem ente que el ase­
sinato de Liebknecht y de Rosa Luxem burg se planeó, com o muy
tarde, a principios de diciem bre y se ejecutó de form a sistem áti­
ca. Ya en estos prim ero s días de diciem bre saltab an a la vista
pancartas en todos los postes de anuncios, con el siguiente texto:
«¡Obreros, ciudadanos! A la p atria se le acerca el final. ¡Salvadla!
Se encuentra am enazada, y no desde fuera, sino desde el interior
po r la Liga E spartaquista. ¡M atad a sus líderes! ¡Matad a Liebk­
necht! ¡Entonces ten d réis paz, trab ajo y pan! Los soldados del
frente».
Los soldados del frente aú n no estab an en B erlín en ese
m om ento. La invitación al asesinato surgía de otra fuente.
¿De cuál? Existen indicios p ara saberlo. El entonces ad jun­
to de Wels, u n tal Anton Fischer declaró p o r escrito en 1920 que
en noviem bre y diciem bre de 1918 la política de su departam en­
to había consistido en «seguir el rastro noche y día» a Liebknecht
y a Rosa Luxem burg «y cazarlos p ara que no pu d ieran llevar a
cabo ninguna actividad de agitación ni organizativa». Ya la noche
del 9 al 10 de diciem bre, los soldados del Segundo Regimiento de
la G uardia entraron en la redacción del Rote Fahne —más adelan­
te lo reconocieron— con la intención de asesinar a Liebknecht. En
el proceso sobre este suceso, m edia docena de testigos declararon
que entonces Scheidem ann y Georg Sklarz, un am igo suyo, que
se había hecho m illonario du ran te la guerra, habían puesto p re­
cio a la cabeza de Liebknecht y Rosa Luxemburg: 50.000 m arcos
por cada una.
El 13 de enero de 1919, dos días antes del asesinato alevoso,
se podía leer en el Mittielungsblatt der freiwilligen Hilfskorps in
Berlin (Boletín inform ativo de los Freikorps auxiliares de Berlín):
«Aumentan las sospechas de que el gobierno podría relajarse en
su persecución co n tra los espartaquitas [sie]. Como se asegura
160 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

en un com unicado oficial, nadie va a conform arse con lo alcan­


zado hasta ahora, hay que proceder tam bién contra los líderes del
m ovim iento con toda la energía. El pueblo berlinés no debe creer
que los que se h an librado hasta ah o ra d isfrutarán en otra parte
de u n a existencia tranquila. E n los próxim os días se d em ostrará
que tam bién con ellos se actu ará con dureza». El m ism o día ap a­
reció en el Vorwärts, el órgano central socialdem ócrata, u n poe­
m a que acababa con la siguiente estrofa:

«Incontables m uertos en u n a fila —


¡Proletarios!
Karl, Rosa, Radek
Y sus com pinches —
¡No estaban allí, no estaban allí!
¡Proletarios!»

(« Vielhundert Tote in einer Reih’ — / Proletarier! / Karl, Rosa,


Radek und Kumpanei — / es ist keiner dabei, es ist keiner dabei! /
Proletarier!»)

Unos días antes, en el Luisenstift de Dahlem, Gustav Noske,


com andante en jefe de E bert d u ran te la G uerra Civil, le ordenó
personalm ente al entonces teniente Friedrich W ilhelm von Oert-
zen, tal y com o éste declaró posteriorm ente po r escrito, m antener
bajo continuo control la línea telefónica de Liebknecht e inform ar
al capitán Pabst de la División de Fusileros M ontados de la Guar­
dia de todos sus movim ientos, día a día y hora a hora. E sta orden
perm itió la detención de Liebknecht y de Rosa Luxemburg. Pabst
dirigía el com ando asesino.

A la larga, ni a Liebknecht ni a Rosa Luxem burg les pudo p asar


por alto que estaban siendo perseguidos. Lo curioso y, en el sen­
tido m ás honroso, significativo, es que a pesar de ello ninguno de
los dos pensó ni p o r u n m om ento en ab an d o n ar Berlín; tam bién
se negaron a llevar guardaespaldas, ofrecidos reiteradam ente por
LA PERSECUCIÓN Y EL ASESINATO DE KARL LIEBKNECHT Y RO SA ... 161

sus seguidores. E staban dem asiado inm ersos en su labor política


y periodística p ara p erd er el tiem po p ensando en su seguridad
personal; tal vez incluso dem asiado confiados, ya que am bos es­
tab an m uy acostu m b rad o s a los arrestos y a las cárceles com o
p ara temerlos. Precisam ente debido a su experiencia, seguram en­
te durante m ucho tiem po no llegaron ni a im aginarse que esta vez
se tratab a de su vida; R osa Luxem burg, de form a conm ovedora,
prep aró p a ra su «arresto» u n a m aletita con pequeños objetos
personales de poco valor y sus libros preferidos que ya la habían
acom pañado a la prisión en otras ocasiones.
Pero durante esos últim os días de su vida se vieron dom ina­
dos por un presentim iento fatal. Siem pre habían llevado u n a vida
ajetreada; durante esos sesenta y siete días no pasaro n p ráctica­
m ente ninguno en casa; siem pre pasaban la noche, durm iendo las
m ínim as horas im prescindibles, altern an d o en tre la redacción,
habitaciones de hotel o casas de amigos. Pero en la ú ltim a sem a­
na de sus vidas, este constante cam bio de dom icilio adquirió u n
nuevo significado, que anticiparía el destino de los judíos perse­
guidos a m uerte d u ran te el Tercer Reich.
La redacción del Rote Fahne, al final de la W ilhelmstrasse, se
convirtió en un lugar peligroso. Las tropas del gobierno irrum pían
ahora allí casi a diario; u n a redactora a la que confundieron con
Rosa Luxem burg escapó p o r poco a la m uerte. Rosa Luxem burg
redactó sus artículos d u ran te unos días en la casa de u n m édico
situada en la Hallesches Tor, y luego, cuando su presencia se hizo
peligrosa p ara su encubridor, pasó a vivienda obrera de Neukölln.
Allí se encontró con ella Karl Liebknecht el dom ingo 12 de ene­
ro, pero dos días después —el 14 de enero— una llam ada telefó­
nica les asustó (tal vez fuera ya una tram p a tendida p o r el grupo
de asesinos que desde hacía días observaba todos sus m ovim ien­
tos y seguram ente, los dirigía). H uyeron a su últim a guarida en
Wilmersdorf, en el núm ero 53 de la M annheim er Strasse, cerca de
la Fehrbelliner Platz, la casa de los M arkussohn. Allí escribieron
el 15 de enero p o r la m añ an a sus últim os artículos p ara el Rote
Fahne, que no sólo por casualidad se entienden com o sus palabras
de despedida.
162 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

El artículo de Rosa Luxem burg se tituló: «El orden rein a en


Berlín». Y term inaba: «¡Obtusos esbirros! V uestro 'o rd e n ” está
construido en arena. M añana la revolución “se elevará de nuevo
hasta lo m ás alto” y p ara vuestro espanto an u n ciará al son de las
trom petas: ¡Fui, soy y seré».
El artículo de Liebknecht («¡A pesar de todo!») acababa así:
«Los abatidos de hoy serán los vencedores de m añ an a... Sobrevi­
vam os o no, llegado el m om ento, nuestro program a continuará,
y un día verem os el reinado de la hum anidad liberada. ¡A p esar
de todo!».
Al caer la tarde —R osa Luxem burg se hab ía tu m b ad o con
dolor de cabeza y Wilhelm Pieck se acababa de presentar con las
galeradas del Rote Fahne— sonó el timbre. Ante la puerta se encon­
traba M ehring, el propietario de u n restaurante, que preguntaba
por el señor Liebknecht y la señora Luxemburg. Ambos hicieron
decir que no se encontraban en casa, pero M ehring no desistió.
Llamó a un pelotón de soldados bajo el m ando de u n tal teniente
Lindner. El piso fue registrado, encontraron a los fugitivos y les
obligaron a acom pañarlos. Pudieron recoger u n p ar de cosas. E n­
tonces se les condujo hasta el Hotel Eden, donde se encontraba el
cuartel general de la División de Fusileros M ontados de la Guardia.
Allí ya se les estaba esperando. Lo que pasó a continuación, se hizo
rápidam ente y se explica tam bién rápidam ente.
Se les recibió en el H otel E den con insultos y m altrato s.
Liebknecht, que a causa de los culatazos tenía dos heridas abier­
tas en la cabeza, pidió vendas, pero se las negaron. Tam bién p i­
dió ir al lavabo; tam poco se lo perm itieron. Ambos fueron condu­
cidos an te el cap itán Pabst, que dirigía la operación, en su
habitación en el prim er piso. No se sabe de qué hablaron en la h a­
bitación de Pabst. Ú nicam ente nos queda la declaración de este
últim o d u ran te el proceso —en otros puntos se ha com probado
que era falsa—, que describe su conversación con Rosa Luxem­
burg com o sigue:
—¿Es usted la señora Rosa Luxem burg?
—Decide usted m ism o, por favor.
—Por los retratos, debe de ser usted.
LA PERSECUCIÓN Y EL ASESINATO DE KARL LIEBKNECHT Y R O SA ... 163

—Si usted lo dice...


Liebknecht y algo m ás tarde Rosa Luxem burg fueron condu­
cidos, o m ejor arrastrados, escaleras abajo m ientras eran golpea­
dos y luego entregados a los com andos asesinos instruidos previa­
m ente. M ientras tanto, P abst se en co n trab a en su despacho y
redactó un inform e detallado que apareció al d ía siguiente en
todos los periódicos: Liebknecht m urió de u n disparo de cam ino
a la prisión preventiva de M oabit al intentar fugarse, m ientras una
m ultitud rabiosa se hizo con Rosa Luxem burg a pesar de la escol­
ta, encontrándose en p aradero desconocido.
En realidad, la calle a la que daba la puerta lateral por la cual
fueron conducidos Karl Liebknecht y Rosa Luxem burg a su ú lti­
m o paseo, estaba cerrad a y sin gente. E n esta p u erta lateral se
encontraba el cazador Runge. H abía recibido la orden de d ar un
culatazo en la cabeza —p rim ero a L iebknecht y luego a Rosa
Luxem burg— a los escoltados. Les golpeó fuertem ente, dos veces,
aunque sin m atarlos aún. Liebknecht, y unos m inutos m ás tarde
Rosa Luxem burg, atu rd id o s o m edio atu rd id o s p o r el terrib le
golpe, fueron arrastrad o s violentam ente hasta los coches que es­
taban preparados. El grupo de asesinos encargado de Liebknecht
estaba al m ando del teniente capitán Von Pflugk-Harttung, y el de
Rosa Luxem burg lo encabezaba un tal teniente Vogel.
Ambos coches se dirigieron al Tiergarten con un intervalo de
pocos m inutos. A Liebknecht se le hizo bajar en el N euen See, y
le dispararon en la nuca, luego lo m etieron de nuevo en el coche
y fue entregado en la m orgue com o «el cadáver de u n hom bre
desconocido».
Rosa L uxem burg recibió u n disparo en la sien in m ed iata­
m ente después de haber salido del Hotel Eden y fue lanzada desde
el puente Liechtenstein al canal Landwehr. Si m urió debido a los
golpes, por el disparo o ahogada, es algo que no h a sido confirm a­
do. La autopsia de los cadáveres realizada meses después revela
que el cráneo no se había partido y que la herida causada p o r el
disparo no era necesariam ente m ortal.
164 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

¿Por qué Karl Liebknecht y Rosa Luxem burg fueron perseguidos


y asesinados? La leyenda —m antenida p o r los socialdem ócratas
y, de hecho, p o r los com unistas, que exageran el papel de los es-
partaquistas d u ran te la revolución— pretende hacer ver que ca­
yeron víctim as de la G uerra Civil que ellos m ism os habían desen­
cadenado. E n el caso de Rosa Luxem burg no hay el m enor atisbo
de verdad. Y si se pretende que la participación de Liebknecht en
el Comité R evolucionario de enero fue u n acto de guerra civil, se
hace difícil de explicar p o r qué no les pasó lo m ism o a los dem ás
cincuenta y dos m iem bros de ese com ité. Georg Ledebour, que
había tenido el m ism o papel en el com ité, fue detenido el 10 de
enero y fue absuelto tras ser juzgado. Por o tra parte, Liebknecht
fue perseguido desde principios de diciem bre, cuando nadie p o ­
día im aginar lo que sucedería en enero. No, ese asesinato no fue
u n a acción de com bate en el contexto de la G uerra Civil. H ubo
otras razones.
Por una parte, Liebknecht y Luxem burg encam aban m ás que
nadie la Revolución alem ana, tan to p ara sus am igos com o p ara
sus enem igos. Se convirtieron en su sím bolo y atacarlos era ata ­
car a la revolución, sobre todo en el caso de Liebknecht. Por otra,
am bos com prendieron m ejor que nadie el doble juego que p rac­
ticaban desde un principio aquellos que estaban destinados a di­
rigir la revolución. E ran los lúcidos testigos que había que m atar
p ara acallar su voz, sobre todo la de Rosa Luxem burg.
Su asesinato fue el asesinato del valor y de la inteligencia, el
asesinato de la verdad.
¿Q uién fue el culpable? Los au to res m ateriales fueron sin
duda el capitán Pabst —quien décadas m ás tarde, en 1962, pro ­
tegido p o r la p rescrip ció n del delito, habló ab iertam en te de lo
sucedido— y su escuadrón de la m uerte. No actuaron com o sim ­
ples ejecutores, obedeciendo con indiferencia u n a orden. Fueron
autores voluntarios y convencidos de lo que hacían. Pero, ¿fueron
los únicos, o incluso los principales, culpables?
No debem os olvidar que la persecución, las am enazas públi­
cas y los preparativos del asesinato com enzaron com o m uy tarde
a principios de diciem bre, antes que los asesinos m ateriales en-
LA PERSECUCIÓN Y EL ASESINATO DE KARL LIEBKNECHT Y R O SA ... 165

trara n en escena. No olvidemos que fue entonces cuando se puso


precio a su cabeza y la prensa burguesa y socialdem ócrata difun­
dió sin ningún p udor auténticas incitaciones al asesinato. Tampo­
co hay que perder de vista la actitud hipócritam ente defensiva de
Scheidem ann o la fría satisfacción de Noske tras el asesinato. Por
m ucho que supiese, E b ert perm an eció en este asu n to callado
com o una tum ba.
No hay que olvidar tam poco la desvergonzada indulgencia
gubernam ental y judicial de la que se beneficiaron los asesinos.
Fueron juzgados po r un tribunal m ilitar form ado en el seno de la
m ism a división a la que pertenecían los acusados. Un proceso de
parodia en el que prácticam ente todos fueron absueltos. Luego,
los que fueron condenados a penas leves po r «desobediencia a las
órdenes» u «ocultación de cadáver» fueron ayudados a huir. En
fin, no olvidem os la reacción de burgueses y socialdem ócratas,
que fue del elegante eufem ism o h asta la alegría m ás m anifiesta.
La típica actitud de aquel que se beneficia del crim en.
Esto no ha cam biado. E n 1954, el ju rista e h istoriador libe­
ral Erich Eyck escribió. «No pretendo excusar a los asesinos cuan­
do evoco el viejo proverbio según el cual quien a hierro m ata a
hierro m uere. H em os visto dem asiados crím enes com etidos por
los cam aradas ideológicos de Liebknecht y Luxem burg p ara expe­
rim entar indignación ante lo que les pasó.» En 1962, el Boletín de
prensa e inform ación n° 72 del gobierno federal citaba este ase­
sinato com o u n a «ejecución».
El asesinato del 15 de enero de 1919 fue el preludio de miles de
asesinatos com etidos d u ran te los años de Hitler. El pistoletazo
de salida de todos los dem ás. Hoy en día aú n no se ha reconocido
ni expiado lo sucedido, nadie h a dem ostrado arrepentim iento. Es
por todo ello p o r lo que este crim en debe aú n p esar sobre la socie­
dad alem ana. Es por ello por lo que aún lanza su luz siniestra sobre
nuestro presente.
12

LA G U E R R A C IV IL

De enero a mayo de 1919, con brotes aislados h asta bien entrado


el verano, Alemania se vio ensangrentada po r una cruenta guerra
civil que dejó tras de sí miles de víctimas y un indecible sentim ien­
to de am argura.
E sta guerra civil m arcó la desdichada historia de la R epúbli­
ca de Weimar, nacida de ella, y el surgim iento del Tercer Reich,
engendrado en ella. Convirtió en insalvable la división de la vieja
socialdem ocracia, im pidió a lo que qu ed ab a del SPD cualquier
posibilidad de alianza futura con las izquierdas y lo arrastró a una
posición de perm anente m inoría; vio nacer tam bién en el seno de
los Freikorps, que ganaron la guerra en nom bre del gobierno del
SPD, las ideas y los com portam ientos que m ás adelante guiarían
a las SA y las SS. Por ello, la G uerra Civil de 1919 representa un
acontecim iento central en la historia alem ana del siglo xx. Pero
curiosam ente, la H istoria la ha elim inado, ninguneado y despla­
zado casi p o r com pleto. Y esto tiene su razón de ser.
Uno de estos motivos es, sencillamente, la vergüenza. Todos los
im plicados se avergüenzan del papel que desem peñaron en la Gue­
rra Civil. Los revolucionarios vencidos se avergüenzan de no haber
realizado ningún acto glorioso, de no haber conseguido ni una victo­
ria parcial, ni siquiera de haber sufrido una derrota honrosa; lo único
que conocieron fue la desorientación, la indecisión, los fracasos, las
derrotas, el sufrim iento y miles de m uertes anónim as.

-
LA GUERRA CIVIL 167

Pero tam bién los vencedores se avergüenzan. F orm aron una


coalición insólita: u n a coalición de socialdem ócratas y... nazis.
Y más adelante, ninguno de los socios de esta m onstruosa coalición
quiso adm itir lo que h abía hecho: ni los socialdem ócratas, que re­
clutaron a los precursores de las SA y las SS y los arrojaron contra
su propia gente; ni los nazis, que se h ab ían dejado reclu tar p o r los
socialdem ócratas y que bajo su am paro habían conocido el sabor
de la sangre. La Historia omite gustosam ente todo aquello de lo que
se avergüenzan los im plicados en la guerra civil.
Pero aú n existe o tro m otivo p a ra h ace r d esap arecer de la
m em oria y la historia alem anas la G uerra Civil de 1919: esta gue­
rra no ofrece ninguna b uena «historia», nada que se pueda expli­
car fácilmente. N inguna tensión d ram ática ni m om entos dignos
de ser recordados, n in g u n a g ran acción, n in g u n a g ran b atalla
entre enemigos en igualdad de condiciones. Los hechos sangrien­
tos se desplazaron lentam ente p o r todo el país, sin llegar nunca
a abarcarlo todo al m ism o tiem po. Los focos de tensión surgían
cuando otros se apagaban. Todo em pezó a principios de febrero
en la costa del m a r del Norte, con B rem en como punto central; a
m ediados de febrero, el escenario principal de la guerra se tra s­
ladó de pronto a la cuenca del Ruhr, a finales de febrero a Turin-
gia y Alem ania central, a principios y m ediados de m arzo a Ber­
lín, en abril a B aviera y en m ayo a Sajonia; en tre ta n to se
pro d u jero n episodios locales de g ran m ag n itu d com o la lucha
alrededor de Braunschw eig y M agdeburgo, y otros tantos hechos
m enores de los que ya sólo se acuerdan las crónicas locales: una
sucesión confusa y desestructurada de grandes y pequeñas luchas,
batallas y carnicerías inconexas entre sí.
El resultado de estas luchas estaba claro desde el principio
y todo se desarrollaba siguiendo el m ism o esquem a en u n a eter­
na y m onótona repetición. Los cinco o seis m eses de la G uerra
Civil de 1919 son tan difíciles de describir com o los cinco o seis
días de la Revolución de noviem bre de 1918, de los que fueron su
reflejo. Igual que entonces se sucedieron en to d a A lem ania los
m ism os hechos en el m ism o orden con pequeñas diferencias lo­
cales. Entonces, se produjo la victoria sin resistencia de la revo-
168 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

lución; ahora, p o r todas partes triu n fab a la contrarrevolución, y


aunque se topaba con u n a cierta resistencia, era igualm ente im ­
parable. La ú n ica diferencia resid ía en que lo que entonces se
h ab ía efectuado a u n a velocidad vertiginosa se p ro d u cía ah o ra
con una m etódica lentitud; lo que entonces se hab ía producido
derram ando m uy poca sangre, ahora se llevaba a cabo d erram an ­
do ríos enteros; y lo que entonces había sido la revolución, u n acto
espontáneo de las m asas sin liderar, p o r el cual los dirigentes so-
cialdem ócratas llegaron al poder de m ala gana, era ah o ra la con­
trarrevolución, una acción m ilitar sistem ática y dirigida po r estos
m ism os líderes socialdem ócratas.
Sobre ello no cabe duda alguna: la iniciativa que condujo a
la guerra civil, la decisión de llevarla a cabo y —si se quiere p lan­
tear en estos térm inos— la «culpa» de la m ism a fueron inequívo­
cam ente responsabilidad de los líderes socialdemócratas, especial­
m ente de E b ert y Noske. El otro b ando les proporcionó, com o
m ucho, algunos pretextos p ara el ataque, pero a veces ni eso. Tras
lo de Berlín en enero, sólo se produjo u n a «segunda oleada» re­
volucionaria, en abril en M unich. Por lo dem ás, E bert y Noske
fueron los atacantes de principio a fin. Si querem os entender lo
que sucedió, debem os conocer en p rim er lugar el m odo de p en ­
sar de estos dos hom bres.
P ara ello no debem os detenernos m ucho tiem po en Noske.
Noske era u n h o m b re de u n a violencia p rim itiva que enten d ía
la política según u n sim ple esquem a de conm igo o contra m í y la
ejecutaba siguiendo el m étodo, igualm ente simple, de ap lastar a
sus enem igos utilizando todos los m edios disponibles. Sus escri­
tos posteriores así com o sus actos lo identifican com o u n hom bre
incapaz de discernir, com o u n hom bre enam orado de la violencia
cuya m entalidad h u b iera encajado m ejor en el NSDAP (Partido
N acionalsocialista O brero Alemán) que en el SPD. Pero Noske no
era la cabeza de la G uerra Civil; sólo era la m ano d erech a de
E bert, o m ejor dicho su p u ñ o derecho. Así que es en E b ert en
quien debem os detenem os.
LA GUERRA CIVIL 169

E bert no era ningún nazi, tam poco era ningún inconsciente, y no


era u n hom bre incapaz de discrim inar. Se sentía com pletam ente
socialdem ócrata y, a su m anera, com o u n defensor de los derechos
de los trabajadores. Sus objetivos eran los mism os que los del SPD
de antes de la guerra, los m ism os que él se había encontrado al
llegar: p arlam entanzació n y reform a social. Pero no era u n revo­
lucionario. P ara él, la revolución era tan «superflua» (su p alabra
favorita) com o ilegítima. La detestaba «como al pecado». Todo lo
que quería y a lo que siem pre había aspirado ya se h abía conse­
guido en octubre de 1918 con la parlam entarización otorgada por
el káiser y con la entrada de los socialdem ócratas en el gobierno.
A su m odo de ver, lo m ás que había aportado ese noviem bre de
1918 a lo conseguido fueron m ajaderías, m alentendidos y desór­
denes. Y lo que acrecentaba su antipatía p o r la revolución era el
haberse visto obligado a aceptarla com o legítima.
E bert nunca se sintió m al p o r haber traicionado a la revolu­
ción, m ás bien le reprochaba el haberle obligado a practicar un
doble juego; com o m ucho sentía m ala conciencia respecto al an ­
tiguo régim en por haber tenido que representar durante un tiem ­
po el papel de revolucionario. Las circunstancias habían sido m ás
fuertes que él y le habían obligado a fingir. H abía tenido que aliar­
se con los Independientes, dejarse legitim ar p o r los Consejos y
actu ar com o «Com isario del Pueblo». B astante grave era todo,
pero, según él, ya era agua pasada. E n lo m ás p ro fu n d o de su
corazón siem pre fue el guardián del viejo E stado y de la antigua
m ayoría parlam entaria.
Después de que las elecciones a la Asamblea N acional del 19
de enero de 1919 hubiesen restablecido esta an tig u a m ayoría
parlam entaria (SPD 38 p o r ciento, Z entrum 19 p o r ciento, Par­
tido D em ocrático A lem án 18 p o r ciento), E b ert volvió a sen tir
el suelo bajo sus pies. Para él, todo lo que había sucedido entre el
9 de noviem bre y el 19 de enero fue barrido en esas elecciones.
Todas las instituciones revolucionarias que se habían constituido
durante este período, especialm ente los consejos de trabajadores
y soldados, habían perdido a su entender el derecho a existir, y no
podía com prender que no lo vieran po r sí m ism as. Pero natural-
170 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

m ente no lo veían, y p o r ello tuvieron que ser apartadas m edian­


te el uso de la violencia, p o r m ucho que él lo sintiera. Este enfo­
que de E bert totalm ente bienintencionado, aunque com pletam en­
te subjetivo, fue la causa de la G uerra Civil alem ana.
Hay un hecho casi grotesco que ilustra bien cuán profunda
era esta convicción en Ebert. El órgano suprem o de la revolución
del cual derivaba tam bién la legitim idad del gobierno de los «Co­
m isarios del Pueblo», era en teoría el Consejo Central de los Con­
sejos de T rabajadores y Soldados que hab ía sido elegido p o r el
Congreso de los Consejos de diciem bre. Este Consejo Central era
lo m ás m anso y lo m ás to rp e que u n o p u ed a im aginar: estab a
constituido exclusivam ente p o r m iem bros del SPD, n u n ca le h a­
b ía creado a E b ert la m ás m ín im a dificultad, incluso le h ab ía
prestado ayuda activa p ara elim inar del gobierno al USPD, y tam ­
bién estab a dispuesto a tra n sfe rir su au to rid ad a la A sam blea
Nacional. Pero incluso esto se lo negó Ebert: ya no había nada que
transferir, explicó; desde que la Asamblea Nacional se había cons­
tituido, el Consejo Central debía sim plem ente cerrar la boca, co­
ger sus cosas y desaparecer. É sta fue la p rim era y la única discu­
sión seria entre E bert y el Consejo Central, que p o r algún tiem po
aún siguió existiendo en la som bra y sin ningún poder. Un episo­
dio grotesco sin significación política pero que arroja luz sobre el
punto de vista político de Ebert: con la elección de la Asamblea
N acional —que p o r su p arte escogió in m ed iatam en te a E b ert
como presidente provisional del Reich— se había constituido a su
m odo de ver u n a nueva legitim idad que continuaba con la an ti­
gua de octubre de 1918. Todo lo que entretanto se hu b iera cons­
tituido quedaba ahora ilegitim ado, y esto se aplicaba con efectos
retroactivos. La revolución quedaba anulada de derecho; ahora,
por fin, debía anularse tam bién de hecho. Los consejos de tra b a ­
jadores y soldados tenían que desaparecer. Esto era p ara E bert
totalm ente lógico, con toda su m ejor buena fe.
Pero los consejos todavía estaban ahí y, naturalm ente, veían
las cosas de form a m uy distinta a Ebert. P ara ellos, la revolución
no había sido anulada ni de hecho ni de derecho, p ara ellos seguía
siendo la única fuente de toda nueva legitim idad. «Nosotros po-
LA GUERRA CIVIL 171

dem os echar a los Com isarios del Pueblo, pero ellos a nosotros,
no», razonaba incluso el m anso Consejo Central; y en un prim er
m om ento los consejos locales, que aún ejercían el poder local por
todas partes, sintiero n la necesidad de resp o n d er con am argas
carcajadas a las desm esuradas exigencias de Ebert. Sabían que las
m asas obreras aún estaban a su favor. Estas m asas de trabajado­
res estaban constituidas m ayoritariam ente p o r soldados desm o­
vilizados con u n a experiencia bélica aú n reciente, y casi todos
tenían aún un fusil en casa. Poco después de finalizada la guerra,
había arm as y m uniciones de sobras en toda Alemania. ¿Quién se
atribuía el derecho de m an d ar a casa al pueblo victorioso y arm a­
do com o si se tratara de u n a pandilla de colegiales tras u n a estú­
pida pelea? Como escribió m ás tarde el presidente del consejo de
trabajadores de Leipzig, K urt Geyer, con tristeza y autocrítica: «Al
estar el poder local en m anos de las m asas radicalizadas, éstas
perdieron de vista p o r com pleto el verdadero equilibrio general de
fuerzas».

Pero no fueron ú n icam en te las «m asas radicalizadas», fueron


tam bién los propios consejos, incluidos los m iem bros del SPD
moderados, quienes no entendieron de ningún m odo que de p ron­
to se hablase de la revolución com o si n u n ca h u b iera existido.
N aturalm ente, ahora había una Asamblea Nacional cuya elección
había sido decidida por el propio Congreso de Consejos del Reich.
Pero a nadie se le había pasado p o r la cabeza que eso significa-
ra d esterra r a la revolución. A ojos de los consejos, la existen­

II
cia y legitimidad de la Asamblea Nacional se debía exclusivamente
a las elecciones celebradas en el Congreso de Consejos. Tenía ta­
reas m uy precisas: elab o rar u n a constitución y leyes, decidir el
presupuesto y controlar al gobierno. Pero no debía ser todopode­
rosa, y bajo ningún concepto anular la revolución. Ju n to con ella,
los consejos se sentían todavía com o órganos estatales legítimos
establecidos por la revolución, como antaño se habían sentido las
adm inistraciones m unicipales y regionales junto con el Reichstag
im perial. Así com o h asta noviem bre de 1918 h ab ía hab id o u n
172 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

parlam ento surgido de elecciones generales dentro de un E stado


que, eso aparte, era u n E stado de clases, así debía seguir siendo:
sólo que la revolución, en lugar de los nobles y los ricos, había
im puesto com o clase dirigente a los trabajadores y a los soldados.
Esto era lo que opinaban los consejos. Los consejos de soldados
seguían reclam ando la potestad disciplinaria en el ejército y los
consejos de trabajadores seguían sintiéndose la autoridad decisiva
en virtud del derecho revolucionario. Si alguien se lo disputaba,
estaba entrando en juego la cuestión del poder.
N oske fue quien lo expresó con m ayor claridad. El 21 de
enero declaró en una reunión del gabinete: «El gobierno m an ten ­
drá la autoridad m ientras disponga de un factor de poder. E n el
tran scu rso de u n a sem an a se h a logrado re u n ir u n ejército de
veintidós mil hom bres. E n consecuencia, la relación del gobierno
con los consejos de soldados h a subido ligeram ente de tono. An­
tes, los consejos de soldados eran el elem ento de poder; ah o ra
som os nosotros ese elem ento de poder.» Y el m ism o día, Noske
am enazó a los delegados del consejo de soldados del Séptim o
Cuerpo de Ejército, en M ünster, que protestaban contra la resta­
blecim iento de las insignias de rango en el ejército y co n tra el
reclutam iento de los Freikorps: «No tenéis nada claras cuáles son
vuestras funciones com o consejo de soldados, ya os enseñarem os
nosotros en los próxim os días cuáles son. ¡Entonces todo cam bia­
rá! Al gobierno no le gustan vuestras disposiciones e intervendrá
com o ya lo ha hecho en otros lugares.» Las últim as palabras alu­
den a los hechos de enero de B erlín y al asesinato de Liebknecht
y Rosa Luxem burg.
Efectivamente, el gobierno «intervino» de inmediato, prim ero
en Brem en, luego en el Ruhr, m ás tarde en Turingia, y así sucesi­
vam ente. A principios de febrero, la guerra civil se fue extendien­
do lentam ente p o r todo el país. Los m otivos p ara la intervención
iban variando. La m ayoría eran directam ente de tipo m ilitar: sa­
botaje en el reclutam iento de los Freikorps, negativa de los con­
sejos de soldados a restablecer nuevam ente las insignias de ra n ­
go y el saludo obligatorio (para lo que éstas apelaban a la decisión
del Congreso de Consejos del Reich que E bert y Noske ya habían
LA GUERRA CIVIL 173

prácticam ente abolido el 19 de enero); en ocasiones tam b ién la


m otivaban huelgas o disturbios locales.
E n realidad, en todas p artes se tratab a ú nicam ente de u n a
cosa: de la existencia de los consejos de trabajadores y soldados
y, con ello, de la legitim idad de la revolución. El «conquistador de
ciudades» de Noske, el general Maercker, com andante del Landes­
jägerkorps, lo expresó abiertam ente: «En la lucha del gobierno del
Reich contra los extrem istas de izquierda se tratab a únicam ente
de hacer saber quién m an ten ía el p o d er político. Las tro p as se
em plearon con esta finalidad p u ram en te política: com o in stru ­
m ento de poder p ara la consolidación de la política interna. Pero
la fragilidad del gobierno no perm itía decirlo abiertam ente. Temía
m anifestar sus verdaderas inclinaciones y declarar que las tropas
de voluntarios servían p ara elim inar el poder de los consejos allí
donde aún tuvieran alguno. Porque al fin y al cabo se tratab a de
eso. El gobierno evitaba reconocerlo poniendo cuestiones m ilita­
res com o motivo para los ataques. E sta falta de franqueza no me
agradaba en absoluto. Si hubiera podido hablarles abiertam ente
diciéndoles: “Mi presencia representa la lucha co n tra el poder de
los consejos que intentáis im plantar, y contra la tiran ía im puesta
por la violencia del proletariado arm ado”, h abría gozado de una
posición m ás sólida frente a los líderes de los trabajadores».
M aercker era un oficial ultraconservador y reaccionario, pero
era un oficial de la vieja escuela, acostum brado a la disciplina y
a la obediencia, y su Landesjägerkorps p o r lo m enos fue, d u ran ­
te la Guerra Civil de 1919, una unidad gubernam ental h asta cierto
punto correcta y eficaz. No puede decirse lo m ism o de la m ayo­
ría de Freikorps, reclutados con nerviosa urgencia d u ran te esos
m eses de g uerra civil. Al final de las operaciones h ab ía 68
Freikorps reconocidos con u n total, según los datos de Noske, de
casi cuatrocientos m il hom bres, cada uno de los cuales ju ra b a
fidelidad a su propio líder, «no m uy distinto de como debió ser en
tiem pos de Wallenstein» (Noske). Lo m ás curioso es que ni Ebert
ni Noske se escandalizaron p o r ello o, en todo caso, no vieron
ningún motivo de preocupación. Aún m ás curiosa que la despia­
dada falta de respeto con la que procedieron contra los revolucio-
174 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

narios de izquierdas, a quienes sin em bargo debían agradecer su


propio poder, fue la candidez y la despreocupación con la que
arm aron a sus enem igos acérrim os de la derecha y cóm o los h a ­
b ituaron al sabor de la sangre.
Desde el prim er m om ento, no podía existir duda alguna acer­
ca del posicionam iento político de la inm ensa m ayoría de los lí­
deres de los Freikorps y de sus hom bres. «Sería u n a benévola
exageración —escribió m ás tarde Von Oertzen, el entonces subte­
niente de la División de Fusileros M ontados de la G uardia— afir­
m a r que los oficiales del H otel E den sen tían sim p atía p o r los
hom bres del gobierno de entonces.» Claro que lo sería. Por ejem­
plo, el coronel R einhard, m ás tarde com andante de esta división
y conocido, según el caso, com o el «libertador» o el «carnicero»
de Berlín, ya habló en las N avidades de 1918 del «infierno social -
dem ócrata» y m ás tarde, en u n a alocución a sus tropas, describió
al gobierno al que servía com o «gentuza». El líder de la «Banda
de Hierro», u n tal capitán Gengler, escribió el 21 de enero de 1919
en su diario sobre el gobierno de Ebert: «Llegará el día en el que
ajuste las cuentas con este gobierno y les arranque la m áscara a
to d a esta p an d illa de m iserables y despreciables». El teniente
coronel Heinz, otro conocido líder de los Freikorps, decía un p ar
de m eses después: «Este Estado, nacido de la insurrección, será
siem pre nuestro enemigo, da igual qué constitución prom ulgue y
quién esté a su cabeza... ¡Por el Reich! ¡Por el pueblo! ¡Contra el
gobierno! ¡M uerte a la R epública dem ocrática!». Y Von Heyde-
breck, p o r aquel entonces líder del Freikorps «Werwolf» (hombre-
lobo), m ás tard e alto dirigente de las SA y finalm ente fusilado el
30 de junio de 1934 ju n to con su jefe R ohm p o r orden de Hitler,
exclam ó: «¡G uerra al E stad o de W eim ar y a Versalles! ¡G uerra
cada día y con todos los m edios disponibles! ¡Cuanto m ás quie­
ro a Alemania, m ás odio a la R epública del 9 de noviembre!».
Así pensaban los líderes de esos cuatrocientos mil hom bres
a los que E bert y Noske arm aban y soltaban contra los trabajado­
res, y a los que confiaban la defensa de la república burguesa y de
su propio destino personal. E n el caso de Noske, que en el fondo
tenía algunos puntos en com ún con ellos y que, en el trascurso del
LA GUERRA CIVIL 175

siguiente año, acarició alguna vez la idea de dejarse n o m b rar dic­


ta d o r po r ellos, aú n se puede llegar a entender. E n el caso de
Ebert, revela un curioso rasgo de estrechez de m iras y tozudez. Lo
que él se im aginaba no era un E stado de las SS, sino la dem ocra­
cia p arlam en taria burguesa, el gobierno conjunto de los social-
dem ócratas y el Z entrum burgués, calm a, orden y decencia, u n
E stado de la clase m edia en el que tam bién los trabajadores estu­
vieran integrados. Y p ara conseguir todo esto, ah o ra les echaba
encim a una jau ría enardecida que ya presentaba casi todas las ca­
racterísticas de las fu tu ras SA y SS; algunos de estos hom bres
p articiparían m ás adelante personalm ente en el ascenso al poder
de Hitler. Además de Heydebreck, en la G uerra Civil alem ana de
1919 ya aparecen, por ejemplo, los nom bres de Seldte y Von Epp:
el prim ero, futuro m inistro de H itler y el segundo, gobernador del
Tercer Reich en Baviera.

Resulta del todo evidente que la verdadera esencia de estos pione­


ros nazis escapaba a la capacidad de com prensión de Ebert. A su
derecha, él sólo veía a gente amable, cultivada y de intereses eleva­
dos, y su único objetivo fue que se les reconocieran a él y a su SPD
los mism os derechos que a ellos y que se les viera como gente ca­
paz de gobernar junto a ellos. ¿Y acaso no se había conseguido ese
objetivo desde octubre de 1918? ¿Acaso no había consentido final­
m ente el propio Ludendorff, o m ejor dicho ordenado, la parla-
m entarización y la particip ació n de los socialdem ócratas en el
gobierno a las que tan to h ab ía asp irad o E b ert d u ran te to d a la
guerra, aunque por desgracia lo hubiese hecho en el m om ento de
la derrota? A Ebert nunca se le pasó por la cabeza que eso pudiera
ser u na tram pa, y aún m enos que la revolución, que había respal­
dado en noviem bre al gobierno de octubre, pudiera co nstituir su
única oportunidad de eludir dicha tram pa. Tan sólo contem pla­
ba la honrosa tarea de ser la tab la de salvación del E stado bur­
gués; en su fuero interno se había m antenido fiel a esta tarea, y de
la derecha no esperaba m ás que gratitud. Los únicos enem igos
de la derecha que podía llegar a im aginar eran los m onárquicos
176 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

(a la m on arquía sí que no había podido salvarla), y estaba claro


que los hom bres de los Freikorps ya no eran m onárquicos. Lo que
ellos querían, lo que anhelaban, aquello p o r lo que lu ch ab an e
incluso m ataban, era algo distinto de la m onarquía, algo que sólo
u n hom b re p o n d ría luego en palab ras, u n h o m b re que en ese
m om ento actuaba aún com o oscuro inform ador de la Reichswehr
bávara en M unich.
Su espíritu, el espíritu de los futuros cam pos de concentra­
ción y de los com andos de exterm inio ya planeaba en 1919, au n ­
que no claram ente expresado, sobre las tropas de la contrarrevo­
lución a las que Ebert había hecho venir y que Noske capitaneaba.
La Revolución de 1918 había sido bondadosa; la contrarrevolu­
ción fue brutal. Se puede ten er en cuenta que esta últim a debió
luchar, lo que p ara la revolución no había sido necesario, y que
tam bién en el otro bando se com etieron en ocasiones b ru talid a­
des y atrocidades, com o se dan de hecho en cualquier guerra ci­
vil. Pero no deben pasarse p o r alto dos aspectos: desde el p rinci­
pio y casi sin excepción, las tropas gubernam entales com andadas
de form a rigurosa y bien arm adas superaban en m ucho a las fuer­
zas com batientes de trabajadores de los consejos locales, reunidas
a toda prisa y equipadas únicam ente con arm am ento ligero, de
m odo que, ya desde los prim eros enfrentam ientos, las bajas que
se produjeron fueron m uy desiguales. Y casi siem pre los verdade­
ros horrores —los consejos de guerra, los fusilam ientos en m asa
arbitrarios, las palizas y las to rtu ras— em pezaban tras la victoria
de las tropas gubernam entales, cuando éstas ya no tenían nad a
que tem er y podían desfogarse librem ente. Se produjeron en ton­
ces en m uchas ciudades alem anas hechos terribles de los que ni
un solo libro de historia habla.
Sin em bargo, la contrarrevolución no fue horrible p ara todo
el m undo: m uchos la vivieron com o u n a liberación y u n a salva­
ción. M ientras reinaba un pálido h o rro r o u n a rabia obstinada en
los barrios obreros de las ciudades conquistadas; m ientras seguían
vacías las calles liberadas y si algún solitario oficial se atrevía a
avanzar dem asiado en la zona ocupada, se arriesgaba a ser ata­
cado y linchado; en las zonas residenciales burguesas se recibía
LA GUERRA CIVIL 177

a los liberadores con júbilo y gratitud: cerveza, chocolate y paque­


tes de tabaco, m uchachas y niños lanzando besos al aire, b ande­
re a s ondeando; banderitas negro, blanco y rojo. La G uerra Civil
alem ana, com o cualquier guerra civil, fue u n a guerra de clases.
Pero lo curioso es que fuera u n gobierno socialdem ócrata el que
em prendiese la guerra co ntra la clase obrera.
Como toda guerra civil ésta tam bién conllevó en su desarro­
llo u n a escalada progresiva de la violencia. Al principio, en B re­
m en y en el centro del país, los hechos que se produjeron fueron
relativam ente leves; en la cuenca del Ruhr, donde continuaron los
com bates esporádicos d u ran te sem anas tras el p u n to álgido de
febrero, se p ro d u jero n ya m uchos episodios atroces. Pero los
m ayores horrores tuvieron lugar en Berlín, donde en m arzo las
tropas de Noske, bajo el m ando del coronel R einhard, iniciaron
el ataque con u n doble objetivo: la ocupación de los barrios obre­
ros del este y del n o rte que en enero aú n h ab ían perm an ecid o
intactos, y el desarm e de la poco hable guarnición berlinesa, en
especial de la todavía existente Volksmarinedivision, que en n o ­
viembre había participado en la revolución. Un terrible detalle de
este capítulo h a reco rrid o todos los libros de historia: cuando
unos m arineros de la Volksm arinedivision que hab ían sido cita­
dos se presen taro n desarm ados en u n a oficina de la F ranzösis­
chen Strasse p ara recoger sus papeles de despido y co b rar su fi­
niquito (en la Volksmarinedivision todo tenía siem pre algo que ver
con el salario), se capturó a trein ta de ellos, y sin ningún motivo
y sin avisar, se los condujo al patio, se los colocó contra la pared
y se los fusiló.
Estos trein ta m arineros, sin em bargo, representan u n a frac­
ción m uy pequeña de todos los que fueron m asacrados en Berlín.
Noske calcula, y seguram ente no exagera, que fueron «unos mil
doscientos». Él m ism o había dado la terrible orden: «Cualquier
persona sorprendida con arm as en la m ano luchando contra las
tropas gubernam entales debe ser inm ediatam ente fusilada». El
coronel R einhard llevó esta o rd en todavía m ás lejos: «Además,
se hará salir a la calle a los habitantes de las casas desde las que se
haya disparado a las tropas, no im porta que proclam en o no su
178 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

inocencia, y en su ausencia se registrarán las casas en busca de


arm as; los elem entos sospechosos en cuyas casas se encuentren
efectivam ente arm as, deben ser fusilados». Uno debe im aginarse
los abarro tad o s bloques de pisos de B erlín este. De todo lo que
sucedió debido a esta orden el 11, 1 2 y 13 de m arzo de 1919 en
las calles próxim as a la A lexanderplatz y en B erlín-Lichtenberg
existen inform es sobre los que es m ejor co rrer u n tupido velo.
La desesperación llevó en algunos lugares de Berlín, ya d u ­
rante estos enfrentam ientos de m arzo, a u n a resistencia desespe­
rada com o nadie había conocido antes en la G uerra Civil alem a­
na. Pero las luchas de m arzo en Berlín no representaban todavía
el punto álgido de esta sangrienta G uerra Civil. Éste se produjo un
m es después en M unich.
13

LA R E P Ú B L IC A D E L O S C O N S E J O S
D E M U N IC H

E n Baviera, la revolución trascurrió de un m odo distinto al resto


de Alemania.
Al revés que en Berlín, en M unich la revolución no cayó des­
de el p rim er m om ento en m anos de sus propios enem igos; al re­
vés que en el resto del Reich, no fue obra de m asas sin líderes.
Tuvo una dirección y un dirigente: K urt Eisner, u n hom bre que,
sin ninguna organización que le apoyara, dom inó d u ran te tres
m eses con m aestría la situación en su Land gracias a u n a m ezcla
única de creatividad y dinam ism o, idealism o y astu ta habilidad,
sensibilidad finísim a y firm eza ante las decisiones.
M ientras vivió K urt Eisner, la revolución en Baviera fue tanto
exitosa com o incruenta. A su asesinato le siguió el caos, pero p ri­
m ero se oyó el clam or masivo de un furioso lam ento y u n a rabiosa
sed de venganza se apoderó de las m asas como hasta entonces no
había ocurrido en ningún otro lugar, ni siquiera tras el asesinato
de Liebknecht y Rosa Luxemburg. Con su m uerte se dem ostró que
E isner se había ganado el corazón de la gente de la calle.
Y tal vez éste sea el resultado m ás sorprendente, ya que Eis­
n er en realidad no se parecía en nada al típico héroe p o pular bá-
varo: no era bávaro, sino berlinés de origen, y adem ás judío;
y encim a era u n literato, el típico intelectual de barba, anteojos y
aire de bohem io. E isner creció entre la O pernplatz y los bosques
de castaños de Berlín; su padre regentaba u n negocio de artícu-
180 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

los m ilitares y condecoraciones en la U nter den Linden, y se veía


a sí m ism o com o a u n proveedor de palacio. El hijo pródigo se
hizo esteta y socialdem ócrata. Tam bién com o socialdem ócrata,
era m ás p erio d ista que político: tuvo éxito fu n d am en talm en te
com o crítico de teatro. E n 1907, con cu aren ta años, esto le hizo
ir a p a ra r a M unich. Pertenecía al SPD aunque no desem peñaba
ningún papel especial en él, m ás bien era del ala derecha, liberal
y sem iburguesa del partido. La guerra lo em pujó hacia la izquier­
da y hacia el USPD, que apenas tenía peso en Baviera com o par­
tido organizado. Tampoco E isner hizo nada p o r promoverlo; no
era ni un político ni u n líder de partido. Pero su p rim era actu a­
ción política destacada consistió en organizar las huelgas de enero
de 1918. Fue detenido y perm aneció nueve m eses en prisión p re­
ventiva esperando el proceso. E n octubre fue puesto en libertad.
E n noviem bre hizo la Revolución de M unich.
Porque fue E isner quien literalm ente la hizo. La Revolución
de noviem bre en M unich fue cosa de u n solo hom bre. Todos los
com ponentes de la revolución berlinesa del 9 y 10 de noviem bre
(el cam bio de opinión de las tropas, la concentración de m asas,
la proclam ación de la República, el parlam ento revolucionario, la
constitución del gobierno, la elección de los consejos) habían te­
nido lugar en M unich dos días antes en u n a sucesión algo distinta,
durante la noche del 7 al 8 de noviem bre, y todo se realizó bajo
la dirección y el pro tag o n ism o ab soluto de K urt Eisner: fue al
m ism o tiem po Otto Wels y Karl Liebknecht, Em il B arth y Schei­
dem ann, y en cierto sentido tam bién el E bert de la Revolución de
M unich; p o rq u e él fue el ú n ico que sab ía exactam ente lo que
quería y entendió cóm o podía llevarlo a cabo.

La Revolución de M unich com enzó con u n a concentración m asi­


va en la T heresienw iese la ta rd e del jueves 7 de noviem bre. El
gobierno real bávaro había autorizado la m anifestación organiza­
da po r el SPD p ara ab rir u n a válvula de escape a la tensión revo­
lucionaria. El líder del SPD, E rh ard Auer, había ofrecido garan­
tías tranq u ilizad o ras: ten ía a su gente bajo control, no p asaría
LA REPÚBLICA DE LOS CONSEJOS DE MUNICH 181

nada. E isner sería «reducido a la im potencia». R ealm ente, tras


finalizar los discursos en los que se exigió la abolición de la m o­
narquía y el derrocam iento del gobierno, Auer se unió a u n a parte
de los m anifestantes en u n a ordenada m archa a través de la ciu­
dad hasta llegar al m onum ento del Friedensengel (El ángel de la
paz), donde la concentración se disolvió. Pero entretanto, E isner
había tom ado la dirección contraria con una com itiva tan num e­
rosa com o la otra y se dirigía hacia el norte de M unich, hacia los
cuarteles.
Allí, a ú ltim a h o ra de la tarde, se pro d u jo el acto decisivo
inherente a cualquier golpe de Estado: el «giro» del poder arm a­
do. A continuación, en la cervecería M atthäser y siem pre bajo la
dirección personal de Eisner, se constituyeron im provisadam en­
te los prim eros consejos de trab ajad o res y soldados. Luego, en
plena noche, una vez el rey ya había salido de M unich y soldados
arm ados en cam iones conducían p o r el centro de la ciudad vigi­
lando los edificios públicos, en el edificio del Landtag en la calle
Prannerstrasse se proclam ó la República en la prim era reunión de
estos consejos (el «parlam ento revolucionario») y Eisner fue nom ­
brado presidente del Land.
A la m a ñ an a siguiente, E isn er m antuvo algunas entrevistas
políticas decisivas: u n a con el presidente real del Land, quien entre
protestas dio por perdido su cargo, y otra con Auer, el líder del SPD,
que, a contrapelo, se m ostró dispuesto a hacerse cargo del m inis­
terio del In terio r bajo la dirección de Eisner. Por la tarde, E isner
presentó a su nuevo gabinete en la p rim era sesión p len aria del
«Consejo N acional Provisional». Se había com pletado la Revolu­
ción de M unich, llevada a cabo p o r u n solo hom bre en u n ab rir y
cerrar de ojos, en m enos de veinticuatro horas. No se efectuó ni u n
disparo, no se d erram ó ni u n a gota de sangre. Y el h o m b re que
había conseguido esta obra de arte de la política, el día antes aún
un don nadie, tenía bien cogida la sartén p o r el mango.
E isner hizo esa tard e ante el Consejo N acional Provisional
«un discurso sorprendentem ente fluido p ara un hom bre que h a­
bía pasado en vela buena p arte de la noche», según Allan Mitchell,
un historiador am ericano de la Revolución en Baviera, que m an-
182 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

tiene u n a posición extrem adam ente crítica, tal vez incluso algo
envidiosa, respecto de Eisner.
El discurso de E isner del 8 de noviem bre no sólo había sido
fluido, era el discurso propio de u n hom bre de Estado. «Cuando
las cosas estuvieran m ás tranquilas» se convocaría una Asamblea
N acional p ara que diseñase la form a definitiva de la República;
pero entretanto debía gobernar el pueblo directam ente m edian­
te «la fuerza m o triz elem ental», los Consejos R evolucionarios.
Ahora lo m ás im portante era com enzar de nuevo, asestar la esto­
cada final al antiguo Estado y ren u n ciar especialm ente a su des­
piadada política de guerra, si lo que se quería era alcanzar u n a
paz soportable. «Un gobierno que asum a todas las responsabili­
dades del pasado —dijo E isner m irando de reojo y refiriéndose
con este gesto claram ente a Berlín—, se ve am enazado po r la im ­
posición de u n a paz terrible.»
Al contrario que Ebert, E isner tuvo desde el p rim er día una
visión inequívoca de la situación in tern acio n al de la A lem ania
vencida y u n a concepción m uy clara de la política exterior a se­
guir. Veía el peligro de u n a paz im puesta e intentó anticiparse a
ella dando pruebas irrefutables de la ru p tu ra con el pasado en el
interior del país y estableciendo contactos directos con las poten­
cias occidentales, sobre todo con E stados Unidos; R usia apenas
le interesaba. Al seguir este tipo de política, Eisner topó m ás ade­
lante en B erlín con u n rechazo total ya que allí se m antenía una
política exterior plenam ente continuista respecto a la del Reich,
y la ru p tu ra sin contem placiones de E isn er con la política de
guerra de 1914 se consideraba u n a «actitud indigna»; m ás tarde,
todo el m undo se quedaría de u n a pieza cuando los vencedores en
Versalles trataron al «nuevo» Reich alem án de Ebert como si fuera
el viejo im perio derrotado.
Pero aquí no nos interesa tanto la política exterior de Eisner
com o su m anejo de la revolución en Baviera y nos vemos obliga­
dos a adm itir que fue m agistral, aunque queden dudas acerca de
si u n a revolución triunfante en Baviera se podría haber m anteni­
do a la larga frente a u n a contrarrevolución victoriosa en el res­
to de Alemania. E isner fue el único hom bre de Alem ania que con
LA REPÚBLICA DE LOS CONSEJOS DE MUNICH 183

agudo instinto com prendió a qué aspiraba la revolución , y le pro­


curó hábil asistencia en el parto; al contrario que Ebert, que n u n ­
ca pensaba en otra cosa que en ahogar la revolución; y tam bién
al co n trario que Liebknecht, quien exigía algo de ella que ella
m ism a no quería. El verdadero contrincante de Ebert no fue Liebk­
necht, fue Eisner. Por eso A rthur Rosenberg lo ha calificado, no
sin m otivos, com o el único ho m b re de E stado verdaderam ente
creativo de la Revolución alem ana.

¿Qué querían las m asas revolucionarias de Alem ania? Pues no


querían, o al m enos no in m ediatam ente, el socialism o. E n n o ­
viembre no se ocuparon fábricas en ningún sitio; las exigencias de
socialización llegaron m ucho m ás tarde, y en realidad sólo entre
los m ineros. Lo que se quería era, en p rim er lugar y p o r encim a
de todo, finalizar la guerra y derrocar al poder m ilitar y, de paso,
derrocar a la m onarquía. Pero la caída del poder m ilitar y de la
m onarquía im plicaba algo más: el derrocam iento de las clases
dom inantes hasta entonces. Los consejos de trabajadores y solda­
dos, que la revolución h ab ía creado y que fo rm ab an su espina
dorsal, pretendían ser los sucesores del viejo cuerpo de oficiales
y de la antigua burocracia. Las clases dom inantes, de donde el
Estado reclutaba a sus líderes, ya no debían ser en lo sucesivo la
aristocracia y la alta burguesía, sino las tropas y la clase obrera. El
nuevo E stado debía ser u n Estado de los obreros; E isner añadió:
tam bién un Estado de los campesinos. Baviera, bajo la dirección de
Eisner, fue el único Land alem án en el que los consejos de cam ­
pesinos desem peñaron, desde el principio, u n papel im portante.
Así pues, ¿una dictadura de los consejos? De ningún modo.
Los propios consejos fueron quienes decretaron la elección de una
Asamblea Nacional. Y E isner tam bién aprobó en Baviera la elec­
ción a un L andtag (P arlam ento del Land), aunque p o r gusto él
la hubiese aplazado y no se diera dem asiada prisa en convocarlo
tras la elección. Los consejos no deseaban en absoluto im plantar

1
una dictadura. No querían ni u n a dictadura de los consejos ni una
dictadura del Parlam ento, sino u n a dem ocracia de los consejos
184 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

constitucional; básicam ente, u n a co n stru cció n co n stitu cio n al


parecida a la de Bism arck, sólo que cabeza abajo, o m ejor dicho,
renovada de pies a cabeza: los consejos de trabajadores y solda­
dos com o poder suprem o del Estado, com o antes lo habían sido
la aristo cracia y la alta burguesía; u n p artid o socialdem ócrata
reunificado com o partido de E stado y de gobierno independien­
te del Parlam ento, tal y com o habían actuado antes los conserva­
dores; y de paso, com o antes, u n Parlam ento escogido librem en­
te p o r todo el pueblo —tam b ién p o r las clases que ya no eran
dom inantes— com o representación del Pueblo y órgano legisla­
tivo y de control, tal vez incluso con derechos m ás am plios que el
viejo Reichstag, pero sin p o d er absoluto. Ésa era la constitución
a la que aspiraba en todas partes la Revolución alem ana de 1918.
Y quien, com o Eisner, tuviera oídos p ara escuchar, podía distin­
guir con toda claridad este anhelo en todas sus m anifestaciones,
tanto en las palabras com o en los actos.

Ni E bert ni Liebknecht tenían oídos p ara escuchar. Ambos se fi­


jab an únicam ente en la alternativa, aunque ponían el acento en
aspectos opuestos: d ictad u ra de los consejos o dem ocracia bur­
guesa parlam entaria. E isner fue el único en darse cuenta de que
la revolución no planteaba en absoluto esta alternativa. Este lite­
rato bohem io era el único político realista de la Revolución ale­
m ana de 1918. Se percató de que la verdadera disyuntiva no era
entre el gobierno de los consejos y el gobierno parlam entario, sino
entre revolución y contrarrevolución; y que revolución no signi­
ficaba ni d ictadura de los consejos ni d ictadura del Parlam ento,
sino un sistem a equilibrado de checks and balances entre el poder
de los consejos y el P arlam ento. Tam bién se percató de que los
consejos eran nuevos e inexpertos y necesitaban tiem po p ara de­
sarrollarse. Por eso hubiese retrasado gustosam ente las elecciones
al Landtag, pero com o no lo logró, aplazó todo lo que pudo la
convocatoria del m ism o.
Las elecciones, com o era de esperar en la católica Baviera,
dieron com o resultado u n a m ayoría católico-burguesa. El parti-
LA REPÚBLICA DE LOS CONSEJOS DE MUNICH 185

do con m ás votos (con 66 de 180 diputados) fue el Partido Popu­


lar Bávaro (BVP), el m ism o que ah o ra se llam a CSU (Unión So­
cial Cristiana). El SPD fue el segundo partido m ás votado con se­
senta y un diputados. El USPD, al que pertenecía Eisner, pero del
que nunca se preocupó seriam ente, siguió siendo dim inuto: obtu­
vo tres de los ciento ochenta escaños del Landtag.
A E isner no le inquietó dem asiado. No pensaba en térm inos
parlam entarios, sino revolucionarios. Aunque la burguesía seguía
representando la m ayoría en núm ero de escaños, había quedado
desacreditada, intim idada y pasiva debido a la guerra y a su re­
sultado, m ientras que las m asas de soldados y trabajadores, que
ahora querían votar al SPD o al USPD, estaban dom inados por el
entusiasm o, la actividad y el vigor revolucionarios. Su órgano
revolucionario no eran los partidos, sino los consejos. Y E isner
sabía que tenía a las m asas de su parte si insistía en relativizar el
poder del Parlam ento y se aferraba a los consejos. P or este m oti­
vo se produjo un conflicto entre E isner y su m inistro del Interior,
el líder del SPD Auer, y u n a crisis entre los consejos y el Landtag.
E sta crisis se hizo m uy evidente la sem ana previa a la re u ­
nión del Landtag, fijada p ara el 21 de febrero: en u n ala del edi­
ficio del Parlam ento se reu n ían los grupos parlam entarios y en la
otra, los consejos. Los partidos, bajo la dirección de Auer, se en­
treten ían en organizar u n gobierno parlam en tario de coalición
entre socialdem ócratas y liberales, en el que el partido parlam en­
tario m ás fuerte, el BVP, seguiría estando excluido. Los consejos
se prep arab an p ara u n a «segunda revolución» po r si se daba el
caso de que el gobierno parlam entario intentara, com o en el res­
to del Reich, elim inar a los consejos. E isner estaba dispuesto a
dim itir com o presidente del Land y confiarle a Auer, p o r el m o­
m ento, el terreno parlam entario; pero en cualquier caso quería
perm anecer al frente de los consejos y en caso necesario liderar
la «segunda revolución». Su reivindicación consistía en la incor­
poración de los consejos a la nueva Constitución.
Parecía inm inente u n a lucha po r el poder. Su desenlace era
incierto. E n Baviera no había Freikorps, y las unidades que aú n
no se habían desm ovilizado estaban en su m ayoría en m anos de
186 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

sus consejos de soldados. Al fin y al cabo aún era posible llegar a


un acuerdo; h asta ese m om ento, Baviera h ab ía sido el m odelo
p ara la Revolución alem ana, y a pesar de algunos episodios crí­
ticos eventuales había trascurrido sin que se produjeran derram a­
m ientos de sangre; E isner había sabido equilibrar las situaciones
peligrosas m ostrando a m enudo u n valor personal considerable y
siem pre haciendo uso de su gran habilidad. Posiblem ente h abría
sido capaz finalm ente de conseguir el anhelado equilibrio entre el
poder de los consejos y el control parlam entario.
Pero cuando la m añ an a del 21 de febrero de 1919, dos m i­
nutos antes de las diez, doblaba la esquina de la P rom enaden­
platz hacia la P rannerstrasse p ara dirigirse a la sesión de apertu­
ra del Landtag con su discurso de renuncia en el portafolio, fue
asesinado.
El asesino, u n joven con gabardina que desde la en trad a de
u n a casa se acercó a E isn er y le disparó a la cabeza dos balas
de revolver a bocajarro, era u n nazi m edio judío. El conde Arco-
Valley había sido expulsado de la Sociedad Thule, una asociación
que m ás tarde se vanagloriaría con razón de h ab er sido la célula
originaria del m ovim iento nazi, por no decir que su m adre era ju ­
día. Por eso quería, tal com o m ás tarde escribió el fundador de la
Sociedad Thule R udolf von Sebottendorff, «dem ostrar que ta m ­
bién un m edio judío era capaz de ejecutar u n acto heroico».
E isner m urió en el acto. Un guardaespaldas de E isner dispa­
ró al asesino y lo hirió de gravedad, pero se recuperó, fue juzga­
do e indultado. Vivió hasta 1945.
Tras este crim en sangriento, que inm ediatam ente fue divul­
gado en todo M unich y desató ira y horror, se produjo acto segui­
do un segundo intento de asesinato. Un carnicero llam ado Lind­
ner, apenas tuvo noticia del asesinato de Eisner, cogió su pistola
lleno de rabia, corrió hacia el edificio Landtag, consiguió en trar
p o r la fuerza, apuntó al líder del SPD Auer, que en esos m om en­
tos pronu n ciab a en un tono convencional de indignación un dis­
curso en m em oria de su oponente asesinado, y le disparó. Lo in­
teresante es que al p arecer L indner asum ió com o evidente que
tras el asesinato de u n dirigente revolucionario debía esconderse
LA REPÚBLICA DE LOS CONSEJOS DE MUNICH 187

necesariam ente el líder del SPD del m om ento. H asta ese punto
habían llegado las cosas en la Alem ania de entonces. Realm ente,
Auer no tenía nada que ver con el asesinato de Eisner. Sobrevivió
a sus heridas, pero duran te años quedó apartado de la vida polí­
tica.

Las consecuencias de estos hechos fueron trem endas. De pronto,


los dos cerebros de la política bávara habían desaparecido. Y en
su lugar, fueron las pasiones desatadas las que se adueñaron de
la situación. Toda la ciudad, todo el Land, ofrecían de golpe una
im agen de anarquía. Por todas partes podían verse hom bres ar­
m ados alborotando en las calles, a pie, en coche o en cam ión; ti­
roteos, detenciones violentas, peleas y saqueos, pánico, rabia y sed
de venganza.
El Landtag quedó sum ido en el caos. Ya no había gobierno:
de los ocho m inistros que lo h ab ían conform ado, uno estab a
m uerto, otro gravem ente herido, otro se hab ía escondido y dos
habían huido del agitado M unich; tan sólo tres de ellos in ten ta­
ban continuar con las tareas rutinarias en sus ministerios, aunque
ya sin reuniones del consejo de m inistros ni com unicación entre
ellos. Se convocó u n a huelga general y se proclam ó el estado de
sitio. Miles de personas pereg rin ab an al lugar del crim en en la
Prom enadenplatz, donde en torno a la enorm e m ancha de sangre
se había levantado u n a especie de altar con bayonetas y con un
retrato de Eisner; y su entierro, que se celebró dos días después
con gran pom pa, se convirtió en una gigantesca m anifestación de
luto y rabia. También la población rural se precipitó en m asa a la
ciudad, y los m ontañeses bávaros, con sus ad o rn o s de pelo de
gam uza en los som breros y sus pantalones de cuero, m arch aro n
cerem oniosam ente con total seriedad tras el féretro de ese judío
berlinés asesinado, que tan bien les h ab ía com prendido. N adie
sabía lo que pasaría a continuación.
La única autoridad que quedaba intacta hasta cierto p unto en
m edio del caos eran los consejos. Su Consejo Central, bajo la p re­
sidencia del joven m aestro E m st Niekisch, quien m ás adelante se
188 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

h aría fam oso com o perio d ista y alcanzaría la gloria com o m á rtir
del Tercer Reich, intentó continuar «el legado de E isner», alcanzan­
do un acuerdo entre los consejos, los partidos socialdem ócratas y
el Landtag. Ya nadie hablaba de un gobierno de coalición que agru­
pase a burgueses y socialistas. Tras sem anas de com plicadas nego­
ciaciones se logró form ar finalm ente un nuevo gobierno com pleta­
m ente socialista bajo la dirección del socialdem ócrata Johannes
Hoffm ann, que el 17 de m arzo, en u n a breve reunión del Landtag,
obtuvo am plios poderes. Form alm ente era u n gobierno dictatorial,
pero en realidad tenía los pies de barro. No quería ser considerado
com o el gobierno de los consejos, pero excepto los consejos nadie
m ás lo apoyaba. No contaba con la m ayoría en el Landtag y, en el
fondo, los consejos no confiaban en él. El gobierno de Hoffmann no
tenía ninguna posibilidad. Desde el asesinato de E isner y la caída
de Auer, las circu n stan cias en B aviera p arecían co n d u cir a u n a
R epública de los Consejos; sencillam ente porque los consejos en
ese m om ento eran la única fuente de poder relativam ente sólida, la
única alternativa a la a n arq u ía y a la guerra civil.
Sin em bargo, dos aspectos seguían siendo u n a incógnita: en
prim er lugar, si se podría constituir y m antener un a República de
los Consejos en Baviera m ientras en el resto de Alemania los con­
sejos eran elim inados p o r los Freikorps de Noske; y en segundo
lugar, si realm ente los consejos serían capaces de gobernar, espe­
cialm ente ahora, sin Eisner.
Además de la tendencia m oderada de Niekisch, que quería
continuar el legado de Eisner, hacía poco habían aparecido en los
consejos dos fuerzas m ás que luchaban entre sí: p o r u n lado, u n
grupo de intelectuales caracterizado p o r u n a m ezcla de arro g an ­
cia, am bición y una cierta ingenuidad política: poetas expresionis­
tas com o E rich M ühsam y E rn st Toller, universitarios com o el
h isto riad o r de la literatu ra G ustav L andauer o los econom istas
Otto N eurath y Silvio Gesell; p o r otro lado, y p o r p rim era vez en
la h isto ria de la R evolución alem ana, los com unistas; p ara ser
m ás exactos, un com unista, Eugen Leviné, u n enérgico joven que,
a diferencia de Liebknecht y Rosa Luxemburg, podría considerar­
se el Lenin o el Trotski alem án.
LA REPÚBLICA DE LOS CONSEJOS DE MUNICH 189

Leviné, nacido en San Petersburgo en el seno de u n a fam ilia


de judíos alem anes y educado en Alemania, fue enviado a p rinci­
pios de m arzo a M unich p o r la dirección b erlinesa del p artid o
p a ra co n stitu ir u n P artid o C om unista (KP) bávaro. E n p rim er
lugar despidió a cinco de los siete hom bres que conform aban el
KPD en M unich, luego, en un m es puso en pie u n a disciplinada,
aunque pequeña, organización y em pezó a hacerse n o ta r en los
consejos com o revolucionario radical, autoritario y sin ilusiones.
D urante este período fue el enem igo m ás encarn izad o de u n a
República de Consejos bávara. Según él, los consejos aún no es­
ta b an preparados p ara gobernar. P rim ero debían o rg an izar los
m ás m ínim os detalles, disciplinarse y arm arse; sólo entonces
podrían tom ar el poder, y adem ás en solitario, sin coaliciones ni
acuerdos. Todo o nada; nada de una dem ocracia de consejos cons­
titucional, sino u n a d ictad u ra del proletariado. C uando el 5 de
abril se proclam ó realm ente la República de los Consejos, Leviné
y sus com unistas fueron los únicos que votaron en c o n tra y se
negaron a participar. Pero u n a sem ana m ás tarde, el 13 de abril,
sí se hicieron con la República de los Consejos llevando a cabo un
golpe de E stado dentro del golpe de Estado.
¿Qué había sucedido en tretanto? H abía estallado la guerra
civil.

Curiosam ente, el em pujón definitivo p ara proclam ar la República


de los Consejos el 5 de abril lo había dado Schneppenhorst, el m i­
nistro de Asuntos M ilitares del gobierno socialdem ócrata de Hoff­
m ann. Se han hecho m uchas cábalas sobre sus motivos, pero hoy
en día parecen ser bastante claros a grandes rasgos: quería dem os­
trar claram ente a los consejos que eran incapaces de gobernar para
luego librarse de ellos de form a rápida y, a ser posible incruenta,
m ediante un golpe m ilitar de la guarnición de M unich a la que al
m enos en parte, controlaba. Tanto a él com o al gobierno de Hoff­
mann, refugiado en Bamberg, no sólo se tratab a de deshacerse de
los consejos, sino de hacerlo sin ayuda. No querían tener po r el
Land a los Freikorps prusianos ofrecidos por Noske.
190 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

El putsch m ilitar tuvo lugar el 13 de abril, Domingo de R a­


mos, tal y como se había previsto, pero fracasó. En u n a sangrienta
lucha callejera de cinco horas, que em pezó en la M arienplatz y
finalizó con el asalto a la estación principal. Las tropas de Schnep-
penhorst fueron aplastadas por un Ejército Rojo improvisado bajo
el m ando de u n m arinero llam ado R udolf Eglhofer. Las fuerzas
derrotadas huyeron de M unich en ferrocarril. Un segundo inten­
to de tom ar la ciudad llevado a cabo po r tropas bávaras leales al
gobierno —esta vez desde el exterior— acabó tres días m ás tarde
con u n a nueva derrota en Dacha. El «Ejército Rojo» venció el 16
de abril a sus enem igos «Blancos» y ocupó la ciudad. El com an­
dante de las fuerzas rojas era el poeta E m st Toller.
Sin em bargo, la suerte estaba echada. El gobierno de Hoff­
m ann en Bam berg, aunque a regañadientes, pidió ayuda a Nos-
ke, y veinte mil hom bres de los Freikorps de Prusia y W ürttenberg
en traro n en B aviera po r el norte y el oeste bajo las órdenes del
general prusiano Von Oven.
Entretanto, Leviné se había hecho en M unich con el poder de
los consejos. Pero no se detuvo allí y arrojó por la borda todo su
realism o político; el asunto había tom ado u n m al cariz, ah o ra se
tenía que luchar, y no quería dejar la responsabilidad ni en m a­
nos de los m oderados de Niekisch, que seguían asp iran d o a la
negociación y al com prom iso, ni en m anos de esos idealistas de
Toller y Landauer.
Lo que no veía Leviné —o se negaba heroicam ente a ver—
era que ahora ya era dem asiado tarde no sólo para la negociación,
sino tam bién p ara la lucha. Aún logró reunir, bajo las órdenes del
enérgico Eglhofer, un «Ejército Rojo» de unos diez mil hom bres
y dotarlo de u n a organización y un entrenam iento rudim entarios.
Pero p ara conseguir la victoria co n tra esa fuerza superior im pa­
rable que seguía avanzando, no era suficiente; ni siquiera p ara
ofrecer u n a resistencia notable.
El territorio de la República de los Consejos de M unich llega­
ba, por el norte, prácticam ente sólo hasta Dachau y por el sur, hasta
G arm isch y Rosenheim . Todas las vías de sum inistros estaban cor­
tadas; M unich pasaba ham bre. Al m ism o tiem po reinaba u n a im-
LA REPÚBLICA DE LOS CONSEJOS DE MUNICH 191

p ortante escasez de m edios de pago: la filial m uniquesa del Reich­


sbank había evacuado todas las reservas de dinero y las prensas de
papel m oneda. Leviné perm itió que se confiscaran cuentas banca-
rías y de ahorros e hizo req u isar las reservas de alim entos de los
hogares burgueses: unas m edidas desesperadas, nacidas de la ira y
generadoras de ira. Fue el p rim er revolucionario alem án que per­
m itió que se detuvieran opositores políticos. Al final, cuando los
cañones ya retum babam en la ciudad, ocho m iem bros de la Socie­
dad Thule fueron ejecutados ju n to a dos oficiales tom ados com o
p risioneros de guerra. Leviné no fue el responsable de este acto;
nunca ha quedado aclarado del todo quién fue realm ente. Éste fue
el único acto de Terror verdadero que se le pueda atrib u ir a la Re­
volución alem an a... y la venganza fue terrible.
Y entonces, en el últim o m inuto, irrum pió el gobierno de los
consejos: u n a m ayoría liderada po r Toller obligó a dim itir a Le­
viné el 29 de abril a causa de este «asesinato de rehenes», al que
veían como la consecuencia de su política violenta, y trató en vano
de entablar de nuevo negociaciones con Bam berg. Q uedaba aún
el Ejército Rojo, que seguía luchando p o r su cuenta. Pero ya no
había nada que salvar. El 29 de abril cayó D achau y el 30 de abril
las tro p as de N oske en tra b an en el térm in o m u n icip al de M u­
nich desde tres puntos distintos; el día 2 de mayo p o r la tarde se
derrum bó la últim a de resistencia.
A todo esto le siguió el «Terror Blanco» com o ninguna ciu­
dad alem ana, ni siquiera Berlín en m arzo, había vivido hasta ese
m om ento. D urante una sem ana entera los conquistadores goza­
ron de libertad total p ara disparar, y todo aquel que pudiera ser
«sospechoso de espartaquista» —básicam ente toda la población
obrera de M unich— quedó fuera de la ley. Josef Hofmiller, un
catedrático de instituto y crítico literario nacionalista que escri­
bió u n diario de la revolución, anotó el 10 de m ayo lo que le
había com unicado el editor Bruckm an: «Las m uchachas del ser­
vicio de todo el edificio están alteradísim as porque allí se ejecuta
a gente a diario». M enos conm ovido, tam bién cuenta sobre «es-
partaquistas» que, ante sus propios ojos, habían sido sacados a
la fuerza de tabernas y trenes y se les había ejecutado allí mis-
192 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

mo. «Ya estam os com pletam ente acostum brados al tiroteo cons­
tante.»

E n este «Terror Blanco» de M unich salta a la vista u n a m anifies­


ta tendencia al sadism o. Por ejemplo, Gustav Landauer, el culti­
vado m inistro de Educación del p rim er gobierno de los consejos,
cuyas m aneras de erudito judío debían excitar particularm ente a
sus torturadores, fue literalm ente pateado hasta la m uerte en el
patio de la prisión de Stadelheim , no en un arrebato de ira, sino
m ás bien en u n a especie de celebración jolgórica de la victoria. El
entonces jefe de los Freikorps, M anfred von Killinger, quien m ás
tarde h aría u n a fulgurante carrera du ran te el m andato de Hitler,
describe con fruición en su libro de m em orias Ernstes und. Heite­
res aus dem Putschleben (De lo trascendente y lo intrascendente de
la vida durante el Putsch) otras atroces escenas con m arcados tin ­
tes sexuales cuyas víctim as acostum braban a ser m ujeres, «hem ­
bras espartaquistas».
O tra particularidad que caracteriza los días de mayo de 1919
en M unich ad o p taro n los rasgos de u n a invasión y ocupación
extranjera. Los Freikorps prusianos se sentían y se com portaban
com o vencedores en una tierra conquistada; los obreros m unique-
ses les parecían antipáticos, andrajosos y sucios; los m iraban po r
encim a del hom bro y no enten d ían su dialecto. P robablem ente
esto ocasionó el m alentendido que llevó a exigir el fin de las eje­
cuciones indiscrim inadas: el 6 de m ayo, veintiún m iem bros de
u n a asociación católica que osaron celebrar una reunión al am ­
paro de los liberadores fueron descubiertos po r estos m ism os li­
beradores y, com o ya era habitual, fueron ejecutados sin vacilar.
Una reunión de jóvenes pertenecientes claram ente a la clase obre­
ra tenía que ser sin duda u n a «reunión de espartaquistas»; senci­
llam ente, los libertadores no com prendieron las excitadas expli­
caciones que estos m uniqueses aterrorizados po r la m m inencia de
la m uerte in ten taro n darles.
Tras este penoso error dism inuyeron las ejecuciones inm edia­
tas. El «orden» recayó ah o ra sobre los juzgados y los consejos de
LA REPÚBLICA DE LOS CONSEJOS DE MUNICH 193

guerra. Tampoco ellos procedieron con delicadeza con los venci­


dos. Se produjo u n diluvio de sentencias de m uerte.
Leviné aprovechó su juicio p ara despedirse con u n a salida
triunfal. «Nosotros, los com unistas —dijo com o com entario fi­
nal—, somos m uertos que estam os de perm iso. Ahora ustedes de­
ciden si renovarán mi hoja de perm iso o me alistarán en las filas
de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg.» Dos horas m ás tarde era
fusilado. M urió gritando: «¡Viva la Revolución Mundial!».
14

N É M E S IS

Ahora sucederá algo horrible.


Mundo y posteridad lo negarán obstinadamente:
Recógelo fielmente en tu sumario.

G oethe

A m ediados de 1919, la Revolución alem ana se había ido a pique.


A hora el SPD g o bernaba en u n E stado burgués, tras el cual se
levantaba com o u n auténtico poder la contrarrevolución que este
m ism o partido había hecho venir en su ayuda. A parentem ente, el
SPD se encontraba en u n a posición espléndida, com o nunca h a­
b ía disfru tad o h asta entonces ni después disfru taría. O cupaba
todos los puestos im portantes del Reich, de P rusia y de Baviera.
Pero su poder era del todo vacío. D entro del E stado burgués que
él m ism o h ab ía restablecido seguía siendo un cuerpo extraño.
P ara los Freikorps contrarrevolucionarios, gracias a cuya ayuda
había podido restablecer este estado, seguía siendo un enemigo.
Y este p artido obrero había destruido las bases de su propio po­
der al sofocar la revolución de las m asas trabajadoras.
Básicam ente, el SPD siem pre había am bicionado volver a la
situación de octubre de 1918. Con la parlam entarización del Reich
había visto satisfechos sus m odestos deseos. Finalm ente se había
NÉMESIS 195

«fam iliarizado» con el E stad o y su dirección, se h ab ía dejado


cortejar y seducir p o r el establishment estatal y social. La m aldi­
ta Revolución de noviem bre había acabado provisionalm ente con
este idilio, pero ahora, después de que afortunadam ente hubiera
sido vencida, a los líderes socialdem ócratas les parecía haberlo
retom ado de nuevo; y con m ayor com odidad ah o ra que ya no
estaba el káiser. Como en octubre de 1918, el SPD gobernaba de
nuevo un E stado parlam en tario en coalición con progresistas y
centristas. La «Coalición de W eimar» no era o tra cosa sino la
antigua m ayoría parlam entaria, la m ism a coalición que en octu­
bre de 1918 apoyó al gobierno de Max de Baden.
Y sin em bargo, todo era distinto. E n octubre de 1918, la re­
volución era inm inente; ah o ra ya había term inado y h abía sido
vencida. Antaño, las clases burguesas y feudales tuvieron miedo;
ah o ra h ab ían recu p erad o la seguridad en sí m ism as. E ntonces
habían necesitado al SPD p ara hacerle cargar con la capitulación
y sofocar la revolución; ah o ra que am bas cosas se habían conse­
guido ya no necesitaban al SPD, o a lo sum o lo necesitaban com o
chivo expiatorio y cabeza de tu rco al que achacarle la d erro ta
y la m iseria de la posguerra. A p a rtir de m ediados de 1919, en
palabras del m ás agudo de los observadores de la época, E m st
Troeltsch, empezó a recorrer Alemania u n a «ola de derechas». Los
socialdem ócratas se convirtieron en los «crim inales de noviem ­
bre» y en los «políticos de la renuncia» que habían «apuñalado al
Ejército alem án p o r la espalda».
Ni siquiera la relación con sus socios de gobierno, los p arti­
dos de centro burgueses, era com o antaño. Antes de octubre de
1918, durante la lucha p o r la parlam entarización, los tres p a rti­
dos habían tirado del m ism o carro. Ahora, los dem ócratas y el
Zentrum ya no eran los com pañeros de lucha del SPD, sino sus
guardianes. P rocuraban que el SPD no se inm iscuyera dem asia­
do ni en la econom ía capitalista ni en la Iglesia católica. Los so­
cialdem ócratas, sin m ayoría absoluta en el P arlam ento y sin po­
sibilidad de fo rm ar coalición con las izquierdas, se h ab ían
encom endado a los partidos de centro burgueses. Pero los p arti­
dos de centro, si querían, po d ían aliarse con los p artid o s de la
196 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

derecha burguesa, que p o r su p arte podían escoger si preferían


fo rm ar un bloque burgués p arla m en tario o si q u erían p a c ta r
ab iertam en te con la co n trarrevolución. La co n trarrev o lu ció n
co n stitu ía ah o ra u n poder, a ojos de m uchos, el p o d er real. Se
organizaba desde agosto de 1919 en la Unión Nacional, un gru­
po conspirativo que p reparaba un golpe de Estado. Sus cabecillas
eran Wolfgang Kapp, procedente de Prusia O riental y el organi­
zador del asesinato de Liebknecht y Luxemburg, el capitán Pabst.
E n segundo plano se encontraba Ludendorff, que en tretan to h a­
bía regresado de Suecia.
Desde noviem bre de 1918 h asta el verano de 1919, la situ a­
ción alem ana había oscilado entre revolución y contrarrevolución.
Ahora la cuestión era: ¿R estauración burguesa o contrarrevolu­
ción? (Diez años m ás tarde, la pregunta sería: ¿Qué tipo de con­
trarrevolución ?)
La resp u esta a la p reg u n ta dependía tanto de los soldados
com o de los políticos. La Reichswehr, form ada po r 400.000 hom ­
bres y constituida en m arzo de 1919 a p artir de los Freikorps, era
cada vez m ás u n ejército politizado, y evidentem ente h acia la
derecha. Como en la derecha política, entre los m ilitares tam bién
había conservadores prudentes y tácticos y golpistas im pacientes.
Los unos se m ostraban dispuestos a ofrecerle u n a oportunidad al
E stado burgués p arlam en tario bajo u n gobierno del bloque de
partidos burgueses; los otros deseaban el golpe de E stado m ilitar
y la dictadura. Ninguno de los dos grupos necesitaba de los social-
dem ócratas. Como m ucho, algunos de ellos hacían u n a excepción
con la persona de Noske.
E n julio de 1919, tras la firm a del Tratado de Versalles, Hin-
denburg y Groener, los jefes del antiguo Alto M ando del Ejército,
habían dim itido. Desde entonces, en la R eichsw ehr se tratab an
tanto las cuestiones políticas como en la Asamblea Nacional. Prác­
ticam en te cad a u n id a d del ejército seguía su p ro p ia ten d en cia
política y cada general sus propias ideas. Dos de ellos se erigieron
progresivam ente en los líderes de las dos principales tendencias
políticas de la Reichsw ehr: H ans von Seeckt, el jefe del E stado
Mayor, quien, com o m ínim o al principio, aspiraba a «despoliti-
NÉMESIS 197

zar» el ejército; y W alter von Lüttw itz, com an d an te en jefe del


G ruppenkom m ando I, el «padre de los Freikorps» que ya desde
1919 planteaba constantes exigencias políticas (por ejemplo, la
supresión del derecho de huelga y la derogación del subsidio de
desempleo). Los planes de la R eichsw ehr de establecer u n a dicta­
d u ra fueron te m a de conversación co n stan te desde verano de
1919. También Noske se implicó varias veces en tales conversacio­
nes, y el papel que jugó en ellas fue bastan te am biguo: rechazó
que lo nom brasen dictador p o r m edio de u n putsch militar, pero
no em prendió ninguna acción contra los oficiales que le hacían
tales propuestas, y tam poco se sabe si habló con sus colegas m i­
nistros acerca de sus repetidos flirteos con esos facciosos culpa­
bles de u n delito de alta traición. Lo que se deduce de todos esos
proyectos planteados d u ran te la segunda m itad de 1919 fue que
los oficiales no tenían a nadie a quien erigir en dictador: ¿Algu­
no de los suyos? ¿Noske? ¿Kapp? ¿Ludendorff? F altaba u n can­
didato convincente; aún no h abía aparecido ningún Hitler. C uan­
do despuntó el año 1920, todo el m undo se hab ía habituado ya a
la eterna habladuría sobre el golpe, y ya nadie se la tom aba m uy
en serio.

Y precisam ente entonces se convirtió en un tem a im portante. El 10


de enero de 1920 entró en vigor el Tratado de paz de Versalles, que
red u cía al E jército alem án a 100.000 h om bres y a la M arina a
15.000. Esto im plicaba u n a reducción de personal m asiva de los
400.000 hom bres que co n fo rm ab an la R eichsw ehr en 1919. La
m ayoría de los Freikorps tenían que disolverse por las buenas o por
las m alas. Ya no se les p o d ía utilizar: no h ab ían sido reclutados
p ara defender al país, sino p ara derrocar la revolución, y ya habían
cum plido esta tarea. A hora se h ab ían convertido en u n facto r de
inestabilidad y en un peligro p ara el E stado y el gobierno.
Pero los Freikorps no estaban dispuestos a dejar que se les
m andara a casa; los politizados generales tam poco estaban dis­
puestos a prescindir de su instrum ento de poder político. Antes de
dejárselo arrebatar, querían utilizarlo. Y así se produjo el golpe
198 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

de E stado m ilitar del 13 de m arzo de 1920, que ha pasado a los


libros de historia con el nom bre de putsch de Kapp.
El nom bre conduce a error, igual que el nom bre de «Sema­
na E spartaquista» adjudicado a la sem ana revolucionaria de Ber­
lín de enero de 1919. K app y su U nión N acional ju g aro n en el
dram a de m arzo un papel secundario tan lastim oso com o el Co­
mité Revolucionario de los cincuenta y tres en la tragedia de enero
del año precedente. A ntaño se trató de u n a acción m asiva espon­
tánea, y esta vez se tratab a de u n a revuelta militar. Su cabecilla
no era Kapp, sino el general Von Lüttwitz. La disolución de la Bri­
gada E h rh ard t de la M arina dispuesta p o r Noske el 29 de febre­
ro de 1920 sirvió com o m otivo p ara desencadenar la revuelta en
ese m om ento.
La B rigada E hrhardt, com puesta p o r 5.000 hom bres, era un
Freikorps constituido originariam ente p o r oficiales y suboficiales
de m arin a y am pliado posteriorm ente con los «Baltikumer», tro ­
pas alem anas que en 1919 aú n lu ch ab an en Letonia co n tra los
bolcheviques. D urante la g u erra civil, la B rigada com batió en
Berlín y en M unich. M ilitarm ente hablando era u n a form ación de
élite m uy hostil al gobierno. Exhibía banderas negras, blancas y
rojas y sus m iem bros elegían sistem áticam ente contraseñas que
rid icu lizab an a los m in istro s. Desde enero de 1920, cu ando el
general Von Lüttw itz la trasladó al cam po de m aniobras de Dó-
beritz en Berlín, llevó la cruz gam ada en su casco de acero. El es­
p íritu de esta unidad era ya en 1920 el inconfundible espíritu de
las futuras Waffen SS.
A la orden de disolución del 29 de febrero, la brigada reac­
cionó al día siguiente con u n gran desfile al cual no se invitó al
m in istro de la Reichswehr. S obre dicho desfile, el general Von
Lüttw itz declaró: «No toleraré que se desarticule u n a unidad de
élite com o ésta en tiem pos tan difíciles». Con estas palabras n e­
gaba públicam ente la obediencia al gobierno; y p ensaba exacta­
m ente lo que decía.
Algunos oficiales de su estado m ayor se asustaron y d u ran ­
te los días siguientes in ten taro n fren ar el ard o r de Lüttwitz. En
p rim er lugar organizaron u n a entrevista entre él y los líderes de
NÉMESIS 199

los dos partidos parlam entarios de derechas. É stos ya habían te­


nido u n a iniciativa política propia: exigían la disolución de la
Asamblea N acional y la convocatoria de elecciones al Reichstag,
un nuevo gabinete de «expertos» y la elección inm ediata del p re­
sidente del Reich po r sufragio directo, dem andas todas ellas ple­
nam ente constitucionales con las que ah o ra, gracias a la «ola
derechista», esperaban expulsar al SPD del gobierno del Reich.
E speraban im poner estas dem andas, que obviam ente los partidos
gubernam entales rechazarían, m ediante u n a prolongada cam p a­
ña propagandística. Por ello, u n putsch en estos m om entos no les
era de ninguna utilidad. Lüttw itz tuvo en cuenta estas dem andas,
pero no se dejó disuadir de sus planes golpistas. Al contrario que
los líderes de los partidos de derechas, estaba convencido de que
el tiem po corría en su contra. No quería arriesgar sus mejores tro ­
pas. Se sentía obligado a actuar.
En los días siguientes aum entó esta sensación de urgencia, ya
que Noske relevó el m ando de la B rigada E h rh ard t y la subordi­
nó a la M arina, de la que esperaba que ejecutase su orden de d i­
solución. Lüttw itz ignoraba esta orden, pero dejó que sus oficia­
les de estado m ayor le convencieran p a ra que solicitase u n a
entrevista cara a cara con Ebert, antes de llevar las cosas hasta sus
últim as consecuencias. E bert vio con buenos ojos recibir al gene­
ral rebelde («el viejo sigue resultando curioso», dijo de él). El 10
de m arzo Lüttw itz apareció con un gran séquito ante Ebert, que
por su parte había convocado a Noske. La conversación trascurrió
de form a catastrófica. Lüttw itz exigió «con gran ím petu y de for­
m a tajante» nuevas elecciones y un gobierno de expertos, to m an ­
do ejemplo de los líderes de los partidos de derechas, y aparte de
eso añadió a las exigencias su propio n o m b ram ien to com o co­
m andante en jefe de la R eichsw ehr y la anulación de las órdenes
de disolución. E bert y Noske rechazaron estas exigencias: E bert
con su tono paternalista y utilizando argum entos prolijos y rea­
listas; Noske irritad a y bruscam ente: esperaba p ara la m añ an a
siguiente la dim isión del general. Se despidieron enfurecidos.
Al día siguiente no hubo dim isión. E n lugar de ello, Lüttw itz
se dirigió a ver a H erm ann E h rh ard t en Döberitz y le preguntó si
200 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

podría o cupar Berlín con su brigada esa m ism a noche. E h rh ard t


se vio obligado a contestar negativam ente: necesitaba u n día para
prepararlo todo. Pero el sábado 13 de m arzo p o r la m añ an a po­
dría situ ar a su brigada en la P uerta de B randem burgo. Se deci­
dió actu ar de esa form a. Lüttw itz dio la orden de m arch ar sobre
Berlín; E h rh ard t inició los preparativos.
Fue entonces cuando Lüttw itz involucró a la Unión N acio­
nal en el complot: Kapp, Pabst, Ludendorff y sus tropas. D ebían
estar prep arad o s el sábado a p rim era h o ra p ara hacerse con el
gobierno de Berlín. La orden repentina les pareció b astante ino­
portuna. Sus propios planes p ara un putsch no estaban aú n m a­
duros, en m uchas zonas del Reich aún no habían concluido los
preparativos de organización ni se habían elaborado las listas para
u n gabinete. Pero ahora que Lüttw itz y E h rh ard t habían fijado la
fecha del putsch, Kapp y los suyos se p restaro n al juego. Ahora
tam bién ellos se sentían aprem iados, pues ese m ism o día se em i­
tieron órdenes de arresto co n tra ellos que no obstante no se lle­
varon a cabo: en lugar de d etener a los conspiradores, la policía
de seguridad de B erlín les avisó. E sta policía era «tan nacionalis­
ta» com o la Reichswehr.
Al día siguiente, el viernes 12 de m arzo, B erlín era un hervi­
dero de rum ores. Incluso los periódicos vespertinos berlineses
traían noticias sobre u n putsch inm inente de la Brigada Ehrhardt.
Tan sólo Noske quería seguir sin tom arse la cosa en serio, o en
todo caso es lo que expresó posteriorm ente; hay que reconocer
que d u ran te los nueve m eses precedentes h ab ía habido varios
planes golpistas que se habían ido a pique y varios rum ores sobre
un putsch que habían quedado en nada. Aunque p o r lo m enos,
Noske tom ó algunas m edidas de precaución: situó dos regim ien­
tos de la policía de seguridad y u n regim iento de la R eichsw ehr
en el distrito gubernam ental para defenderlo m ilitarm ente en caso
necesario. Con ello creyó h ab er tom ado todas las precauciones
necesarias; pero le esperaba la m ayor sorpresa de su vida.
E sa m ism a noche, todos los oficiales de los tres regim ientos
acordaron no obedecer la orden de defender el distrito guberna­
m ental. Se p u siero n de acuerdo con los dirigentes del resto de
NÉMESIS 201

unidades apostadas en Berlín y sus alrededores p ara que ningu­


no de ellos obedeciera la orden correspondiente, y p a ra m ayor
seguridad solicitaron la aprobación de Seeckt, que aunque no te­
nía m ando directo gozaba n atu ralm en te de gran au toridad m ili­
ta r p or ser jefe del Estado Mayor. Dio su aprobación diciendo que
n atu ra lm e n te no pu ed en «organizarse en tre B erlín y P otsdam
unas m aniobras con m unición real». Más adelante, la leyenda dio
de esta frase cam pechana (casi podem os im aginam os el tono fan­
farrón en el que fue pronunciada) u n a versión m ás contundente:
«la R eichsw ehr no dispara co ntra la Reichswehr».
Pero en realidad la R eichsw ehr estab a ab so lu tam en te d is­
puesta a d isparar co ntra la Reichswehr. Esa noche a las diez, el
cap itán E h rh a rd t dio la orden a su brigada de « m archar h acia
Berlín com o si estuvieran en guerra, acabar sin contemplaciones
con cualquier tipo de resistencia y ocupar el centro de la ciudad y
los m inisterios». Antes de en tra r en Berlín insistió de nuevo a sus
tropas: «Si se llega a pro d u cir un com bate con las tropas estable­
cidas en el distrito gu b ern am en tal, se a ctu ará de form a ab so ­
lu tam en te enérgica». La fracción de la R eichsw ehr favorable al
putsch estaba pues com pletam ente dispuesta a d isp arar sobre la
m ism a Reichswehr; únicam ente no lo estaban aquellas unidades
de la R eichsw ehr que debían oponerse al putsch. Una p arte del
ejército estaba decidida a hacer caer violentam ente al gobierno;
la otra, estaba decidida a no defenderlo. Ambas actitudes suponen
un am o tinam iento . E sa noche del 12 al 13 de m arzo de 1920,
E bert y Noske fueron dejados en la estacada p o r sus fuerzas ar­
m adas, algo parecido a lo que le ocurrió al káiser Guillerm o II el
9 de noviem bre de 1918.

Fue una noche repleta de acontecim ientos. Desde las diez de la


noche, la Brigada E h rh ard t se encontraba m archando hacia Ber­
lín en form ación de com bate, desplegada com o si avanzara po r
territorio enemigo, con las arm as al hom bro y granadas de m ano
en el cinturón. El G ruppenkom m ando en Berlín tuvo noticia de
la m archa de la brigada u n a h o ra m ás tarde. Noske fue inform a-
202 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

do por teléfono. Dos generales de la plaza, Von Oven y Von Older­


shausen, m arch aro n en dirección a la brigada, al parecer (según
m anifestaron m ás adelante tras el fracaso del putsch) p ara disua­
dir en el últim o m inuto a E h rh ard t de sus intenciones. En reali­
dad, iban a p lan tear un últim o in ten to de m ediación en tre él y
Noske. Llegaron con dificultades hasta E h rh ard t y le convencie­
ron para que, antes de arrestar a los m iem bros del gobierno, ofre­
ciera u n a oportunidad de capitulación; exigiendo que el gobierno
aceptase las exigencias de Lüttw itz antes de las siete de la m añ a­
na. H asta ese m om ento, él y sus tro p as p erm an ecerían ante la
Colum na de la Victoria. E n consecuencia, se produjo u n a nueva
llam ad a telefónica de los dos generales a Noske, quien p o r su
p arte poco después de m edianoche visitó a E b ert y le inform ó
sobre el u ltim átu m de E h rh ard t. E bert convocó a las cuatro de
la m añ an a en la cancillería a su gabinete y Noske, a la u n a de la
m añana, a sus com andantes en el m inisterio de la R eichsw ehr en
la B endlerstrasse.
E n la reunión de com andantes, Noske exigió la defensa de los
m inisterios; fue inútil. Todos los generales y oficiales del Estado
M ayor allí presentes vacilaron h asta las dos de la m añ an a sobre
si cum plir o no la orden del gobierno de ab rir fuego. Von Oven y
Von O ldershausen recom endaron negociar con E hrhardt. Otros
pusieron excusas: las tropas no com prenderían una orden de com ­
bate, o bien no estarían en condiciones de hacer frente a la B ri­
gada E hrhardt. Seeckt hizo u n largo discurso sobre la cam arade­
ría y arg u m en tó que al fin y al cabo siem pre sería m ejo r que
E h rh ard t se to p ara con u n a R eichsw ehr indiferente a que en tra­
se en Berlín «franqueando la Puerta de B randem burgo com o ven­
cedor en la batalla». Noske lo resum ió con am argura: «O sea que
no quieren luchar». Viendo que nadie le contradecía, gritó: «En­
tonces, ¿me dejan com pletam ente solo?». Los oficiales p erm ane­
cieron callados. Un Noske descom puesto se dirigió a las cuatro de
la m añ an a desde la B endlerstrasse a la C ancillería p ara com uni­
carle al gabinete que estaba totalm ente indefenso. A sus ayudan­
tes de cam po llegó a m encionarles el suicidio.
La reunión de gabinete de los agotados m inistros fue u n caos.
NÉMESIS 203

Todo el m undo hablaba a la vez y se gritaba; Ebert, que actuaba


com o presidente, tra tó en vano de que h u b iera u n a discusión
m edianam ente ordenada. Aun así, en esa reunión dom inada por
el pánico se tom aron im portantes decisiones: por u n lado, la de
h u ir de Berlín; p o r otro, el llam am iento a u n a huelga general.
N inguna de estas dos decisiones se tom ó unán im em en te.
Aunque la excitación y la confusión del m om ento pu d ieran ocul­
tarlo, esa noche se abrió la grieta entre los socialdem ócratas y sus
socios de coalición burgueses, u n a grieta que venía an u nciándo­
se desde hacía tiempo. El vicecanciller dem ócrata Schiffer y algu­
nos m inistros burgueses no se m ostraron de acuerdo con la h u i­
da de E bert y del gobierno. No querían cortar com pletam ente los
lazos con los insurrectos. Además, y lo que era m ás im portante,
la convocatoria de huelga general recogió únicam ente las firm as
de E bert y de los m inistros socialdem ócratas. Los m inistros bur­
gueses no se adhirieron.
La convocatoria de huelga era difícil de asum ir; incluso para
los socialdem ócratas rep resen tab a u n cam bio de posición sin
igual. Presos de la desesperación, ah o ra volvían a hab lar rep en ­
tinam ente el lenguaje de la revolución, a la que u n año antes h a­
bían aniquilado sangrientam ente con las m ism as tropas que aho­
ra am enazaban su seguridad: «¡Trabajadores! ¡C am aradas! No
hicimos la revolución para som etem os hoy de nuevo a un régim en
de lansquenetes. No pactarem os con los crim inales del B áltico...
¡Está en juego nu estra supervivencia! Por ello es necesario em ­
plear la defensa m ás enérgica... ¡Dejad de trabajar! ¡A la huelga!
¡Ahoguemos a esta banda de reaccionarios! ¡Luchad con todos los
m edios por el m antenim iento de la República! ¡Dejad a u n lado
vuestras diferencias! Sólo hay u n cam ino contra la dictadura de
Guillerm o II: ¡La paralización de toda actividad económ ica! ¡Ni
una sola m ano debe moverse! ¡Ningún proletario debe ayudar a
la dictadura militar! ¡Todo el m undo a la huelga general! ¡Prole­
tarios, uniros! ¡Abajo la contrarrevolución!».
La convocatoria acordada p o r los m inistros socialdem ócra­
tas sin la aprobación de sus colegas burgueses fue redactada d u ­
rante la reunión p o r el jefe de pren sa del gobierno del Reich, el
204 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

cual anotó al final, en lápiz, los nom bres de E bert y de los m inis­
tros socialdem ócratas. Ú nicam ente el canciller B au er firm ó el
papel de su puño y letra, los dem ás ya no tuvieron tiem po: la reu ­
nión se levantó a las 6.15 horas, y los m inistros se p recipitaron
hacia los coches, ya preparados, ta n sólo diez m inutos antes de
que las colum nas de E h rh ard t atravesaran entre cánticos inflam a­
dos la P uerta de B randem burgo, donde les esperaba u n grupo de
uniform ados y civiles ataviados con chaqué y som brero de copa:
Lüttwitz, Ludendorff y Kapp, acom pañados de su séquito. C uan­
do K app y su gente to m aro n la C ancillería p a ra p ro clam ar u n
nuevo gobierno «de orden, lib ertad y acción», en co n traro n los
sillones aú n calientes.

D urante todo el sábado 13 de m arzo de 1920, el golpe de E stado


pareció h ab er triunfado. E n ningún sitio hubo resistencia militar.
Las tropas berlinesas, así com o la Policía de Seguridad, toda la
M arina, y los m andos m ilitares en P rusia O riental, Pom erania,
B randem burgo y Silesia se som etieron p o r com pleto al nuevo y
au to p ro clam ad o co m an d an te en jefe L üttw itz y a su canciller
Kapp. El Ejército bávaro aprovechó la oportunidad p ara derrocar
po r su cuenta al gobierno regional socialdem ócrata de M unich y
poner en su lugar al infam e gobierno de Kahr, que tuvo el d udo­
so h o n o r de p erm itir a H itler convertirse en u n personaje im por­
tante. Se m antuvo en el poder hasta el segundo putsch de noviem­
bre de 1923, o b ra del p ro p io Hitler. En el resto del Reich, los
m andos m ilitares regionales no se pron u n ciaro n oficialm ente ni
a favor ni en co n tra de Kapp y Lüttwitz; pero su n eutralidad no
era sincera: esperaban con anhelo el triunfo de su em presa. E n el
fondo, todos ellos sim patizaban con el «nuevo gobierno», y m u ­
chos com andantes locales m ostraron abiertam ente sus sim patías.
La posición del alto fu n cio n ariad o era sim ilar: ap aren tem en te
neutral y expectante, pero en el fondo m ayoritariam ente sim pa­
tizante. M ás tard e se afirm ó que el fracaso de Kapp y Lüttw itz
pudo atrib u irse a las reticen cias de la ad m in istració n central.
Sobre ello no podem os m ás que encogernos de hom bros. El apa-
NÉMESIS 205

rato estatal civil y m ilitar (ap arte de las provincias orientales,


«ultranacionalistas», que siguieron com o un solo hom bre a Kapp
y a Lüttwitz) m ostró, esporádicam ente, u n a prudente vacilación,
pero estaba totalm ente dispuesto —com o siem pre— a «cum plir
con su deber» bajo el «nuevo gobierno» si la situación se decan­
taba en su favor.
El «viejo gobierno», m ientras tanto, vivía en la precariedad
de su exilio. G obernar le era ya imposible: los m inistros fugitivos
ya no disponían de equipo adm inistrativo, ni siquiera de m ecanó­
grafos. E stab an solos. E n u n p rim er m om ento se dirig iero n a
Dresde, donde el m ando estaba a cargo del general Maercker, el
antiguo «conquistador de ciudades» de Noske. A su lado espera­
ban estar seguros, pero M aercker había recibido d u ran te la m a­
ñ an a del sábado u n telegram a de Berlín con la orden de arrestar
a los m in istro s com o «m edida de seguridad» cu ando llegaran,
orden que se m ostró m ás que dispuesto a ejecutar a pesar de ser
lo suficientem ente considerado com o p ara explicarles a sus supe­
riores que los detenía únicam ente p ara su propia seguridad. Hein-
ze —líder del Partido Popular Alemán que se encontraba casual­
m ente en Dresde—, logró algo que no consiguieron los m inistros,
que M aercker desistiera po r el m om ento de sus propósitos. Pero
ese m ism o día, tras leer con indignación la convocatoria de huelga
general de los socialdem ócratas, M aercker se presentó de nuevo
ante los recién llegados, esta vez sí p ara detenerlos. Los m inistros
se vieron obligados a ju ra r p o r lo m ás sagrado que sus nom bres
se habían puesto al pie del «papelucho» en contra de su voluntad
h asta que lograron convencerlo de nuevo. Pero E bert y Noske no
querían arriesgarse p o r tercera vez, así que tras su segunda aven­
tu ra con Maercker, el «viejo gobierno» se decantó p o r h u ir a otro
lugar. Esa m ism a noche se dirigió hacia Stuttgart, donde los m i­
litares se h ab ían m an ten id o h asta el m om ento inactivos. Pero
tam bién allí tuvieron que esperar varios días hasta que el com an­
dante local proclam ó oficialm ente su lealtad al gobierno legal del
Reich. De hecho, no lo hizo h asta que la huelga general ya había
hecho su efecto y la posición de Kapp y Lüttw itz ya era insoste­
nible.
206 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

La huelga general, que em pezó enérgicam ente en B erlín el


dom ingo 14 de m arzo p ara extenderse el lunes p o r todo el Reich,
paralizando p o r com pleto al gobierno golpista, fue la m ás radical
que haya vivido Alem ania jam ás. El país entero quedó detenido.
No circulaban trenes ni tranvías, no había servicio de correos ni
periódicos. C erraron todas las fábricas. La A dm inistración esta­
b a paralizada porque los funcionarios de bajo nivel se sum aron
a la huelga, y los de alto no tenían posibilidad alguna de m an te­
ner la actividad. En Berlín no había ni agua, ni gas ni electricidad.
La gente hacía largas colas ante las antiguas fuentes y las bom bas
p ara obtener agua potable.

La huelga general le arrebató al gobierno golpista de Berlín cual­


quier posibilidad de gobernar a p artir del segundo día de su exis­
tencia. Todas las com unicaciones entre la capital y las provincias
estaban cortadas. Incluso en el propio Berlín, los m ilitares y b u ­
ró cratas p erd iero n p ro n to su au to rid ad sobre la población. Al
«nuevo gobierno» se le habían cortado los tendones y las cuerdas
vocales; la m aquinaria del Estado hacía aguas.
Incluso la com unicación con las tropas locales debía hacer­
se p o r m ensajeros y enlaces. E n vano Kapp y sus colaboradores
redactaron tranquilizadoras llam adas a la reanudación del tra b a ­
jo, en vano prom etieron nuevas elecciones, en vano decretaron la
pena de m uerte p ara los líderes huelguistas y en vano la abolie­
ron después. N inguna de estas acciones trascendía m ás allá del
distrito gubernam ental de Berlín. Tras tres días de huelga gene­
ral, la im potencia del gobierno golpista de Berlín se asem ejaba a
la del gobierno exiliado en S tuttgart. Ambos sólo m an d ab an en
sus antecám aras.
D uran te esa sem an a de huelga, del 14 al 21 de m arzo de
1920, el proletariado alem án m ostró de nuevo todo el poder y la
energía que había m ostrado durante la sem ana revolucionaria del
4 al 10 de noviem bre de 1918. Las sim ilitudes en tre estos dos
im portantes acontecim ientos son im presionantes. Así com o en­
tonces había surgido de la solidaridad de ideas y sentim ientos un
NÉMESIS 207

m ism o fenóm eno en toda Alemania, sin planificación ni líderes;


así como entonces la esencia de la acción de las m asas no había
sido socialista, sino dem ocrática y an tim ilitarista; así ah o ra la
huelga general, com o la revolución, se dirigía contra la hegem o­
nía de lo m ilitar y creía acu d ir en ayuda de u n gobierno civil.
Como entonces, la gran m ayoría de los huelguistas eran socialde-
m ócratas; sólo los m inistros socialdem ócratas habían llam ado a
la huelga. Los Independientes dudaron en un prim er m om ento en
sum arse a la convocatoria. («El SPD nos ha tratado com o a pe­
rros —declaró Crispien, uno de sus portavoces, a la dirección sin­
dical de Berlín el 13 de m arzo—, ah o ra no puede p reten d er que
olvidemos sin m ás todo lo ocurrido.») Incluso la dirección central
del KPD, cuyo líder era entonces E rnst Reuter, que años después
sería alcalde de Berlín occidental d u ran te el bloqueo, em itió el
m ism o día un llam am iento contra la huelga: «¡No debem os m o­
ver ni un dedo por el ignominioso gobierno de los asesinos de Karl
Liebknecht y Rosa Luxemburg!». Todo fue com pletam ente inútil:
los m ilitantes del USPD y del KPD se sum aron a la huelga com o
un solo hom bre, y a sus líderes no les quedó m ás rem edio que
unirse a ellos. Ahora que había llegado el m om ento de la verdad,
ahora que la contrarrevolución m o strab a su verdadero ro stro y
que el SPD había reencontrado el lenguaje de la revolución, p a­
recía que las m asas trabajadoras hubieran olvidado todo lo ocu­
rrido desde el 9 de noviem bre de 1918. Parecía llegado de nuevo
el m om ento de la unidad socialista. El levantam iento p o pular de
m arzo de 1920 tam bién se pareció al de noviembre de 1918 en que
dio po r hecha la reunificación de los partidos socialistas.
A lo largo de la sem ana, en Sajonia, Turingia y sobre todo en
la cuenca del Ruhr, la huelga se convirtió en revolución arm ada.
El im pulso decisivo lo dieron com andantes locales de la R eich­
swehr, que «se pusiero n de p arte del nuevo gobierno», izaron
banderas negras, blancas y rojas en los cuarteles e hicieron dete­
n er a algunos piquetes. Se toparon con actos de resistencia, y de
los tiroteos aislados se pasó a com bates y luchas callejeras, con
resultado diverso. Se reprodujo de nuevo la guerra civil de la p ri­
m avera precedente, esta vez con u n a relación de fuerzas distinta.
208 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

Entonces, los Freikorps habían encam ad o el poder del gobierno,


ahora protagonizaban la insurrección; entonces, los trabajadores
se habían m ostrado a m enudo desunidos e inseguros, ah o ra los
desunidos e inseguros eran m ás bien sus enem igos m ilitares; en­
tonces, los trabajadores de cada región donde surgía la lucha es­
taban solos y aislados, ahora contaban con el apoyo de u n a huelga
general en todo el país; pero sobre todo, ah o ra luchaban con u n a
resolución, u n a exasperación y u n a desesperación m ucho m ás
intensas que un año antes. E n tretan to habían conocido el te rro r
blanco, y sabían lo que les esperaba si salían derrotados. La revo­
lución, que en m arzo de 1920 «se elevó de nuevo con ruido de
cadenas hasta lo m ás alto» y retom ó u n a lucha antaño perdida,
ya no fue tan benevolente com o lo había sido cuando en noviem ­
bre de 1918 reinaba el am biente de victoria.
A p esar de ello, los m ilitares term in aro n im poniéndose en
Sajonia y Turingia tras sangrientos com bates. E n el Ruhr, en cam ­
bio, se produjo un m ilagro militar. Tras las prim eras escaram uzas
victoriosas, un im provisado Ejército Rojo avanzó com o un alud
po r todo el territorio. El 17 de m arzo conquistó D ortm und, el 18
H am m y Bochum , el 19 Essen. El m ando regional de la R eichs­
w ehr en M ünster ordenó la retirad a de las desm oralizadas guar­
niciones de Dusseldorf, M ülheim, Duisburg, H am born y D insla­
ken. Al final de la sem an a de huelga, to d a la cuenca del R u h r
estaba bajo el dom inio de los trabajadores arm ados.
Pero precisam ente este inesperado despliegue de poder de la
renovada revolución fue su propia perdición. En vista de la huelga
general, el gobierno de Kapp era insostenible; los m ilitares que lo
apoyaron lo tuvieron claro a los pocos días. Pero el m iedo a la
revolución, que se creía definitivamente vencida y ahora levantaba
de nuevo la cabeza, unió en pocos días a sus enem igos del 13 de
m arzo. El E stad o burgués y los rebeldes m ilitares volvieron a
aliarse rápidam ente co n tra la revolución, y no pasó m ucho tiem ­
po antes de que el propio SPD se u n iera a este frente unitario y
la traicio n ara p o r segunda vez.
El 13 de m arzo, Kapp había hecho arrestar al vicecanciller
Schiffer, que había perm anecido en Berlín, así com o a los minis-
NÉMESIS 209

tros del gobierno de Prusia, pero al día siguiente —la huelga h a­


bía em pezado— los puso de nuevo en libertad, y un día después
em pezaron las negociaciones. E n ellas to m aro n p arte los líderes
de los dos partidos burgueses de derechas, O skar H ergt y Strese-
m ann, y quedó p atente el pu n to en com ún instintivo de los cua­
tro partidos burgueses: los cuatro estaban de acuerdo en que el
principal peligro ah o ra era «el bolchevismo», y la tarea principal,
«ganarse de nuevo» al cuerpo de oficiales. El vicecanciller Schif­
fer puso en palabras lo que todos pensaban diciendo que no era
deseable que Kapp y Lüttw itz fueran derrocados p o r un «motín»
de sus tropas o p o r la huelga general; las dos cosas conducirían
al «bolchevismo». Más b ien se tra ta b a de fo rzar u n a ren u n cia
vo luntaria de K app y Lüttw itz; h ab ía que p ro p o rcio n arles u n a
salida airosa. D urante esos días, en Berlín se form ó tácitam ente
u n a coalición de los cuatro partidos burgueses, u n a coalición del
bloque burgués que pocos m eses m ás tarde se hizo con el gobier­
no de la R epública de W eim ar y que no ab an d o n aría, salvo en
breves paréntesis, h asta su disolución. Su p rim era iniciativa po­
lítica fue el acuerdo con los rebeldes m ilitares que puso fin, sin
vencedores ni vencidos, al putsch de Kapp.
Para la renuncia voluntaria de Kapp y Lüttw itz, los cuatro
partidos, junto con la aprobación de algunos políticos socialdemó-
cratas que habían perm anecido en Berlín, ofrecieron la convoca­
to ria de nuevas elecciones, la rem odelación del gabinete y una
am nistía p ara todos los que h u b ieran participado en el putsch.
Los rebeldes em pezaron a ju g ar sus bazas. Prim ero sólo destitu­
yeron a Kapp, quien de todos m odos se h abía descubierto p ara
ellos com o un fracasado. Lüttw itz trató d u ran te un día m ás de
perm anecer com o dictador militar. Pero entonces, com o le había
ocurrido a Noske unos días antes, se vio ab an d o n ad o p o r sus
com andantes. Ahora tam b ién ellos creían que hab ía llegado el
m om ento de restitu ir el frente unitario contra el «bolchevismo».
Le propusieron al vicecanciller Schiffer, quien ahora llevaba los
asuntos de gobierno en Berlín —oficialm ente todavía en nom bre
de la coalición de Weimar, en realidad representando a los cuatro
partidos burgueses—, el no m b ram ien to del general Von Seeckt
210 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

com o com andante en jefe de la Reichswehr, y Schiffer lo nom bró


en nom bre de Ebert.
Las negociaciones trascu rriero n del m odo m ás cordial que
pueda im aginarse. El principal negociador de los rebeldes era el
cap itán Pabst, el asesino de L iebknecht y Luxem burg, a quien
Lüttwitz había nom brado com andante el 13 de m arzo (el nom bra­
m iento n unca se revocó). Cuando, al em pezar las negociaciones
el 16 de m arzo, Pabst se presentó ante Schiffer, éste hizo que les
sirvieran u n a b uena cena. «De este modo, se creó u n a atm ósfera
que no se correspondía con la gravedad de la situación, pero que
ayudó a resolverla», escribió m ás tarde el vicecanciller. Cuando
dos días después Pabst le trasm itió la dim isión de Lüttw itz —que
Schiffer aceptó in m ed iatam en te en n o m b re del presid en te del
R eich concediéndole la in teg rid ad de los derechos a u n a p en ­
sión—, el vicecanciller le aconsejó a Pabst que perm aneciera en
lugar seguro hasta la aprobación de la am nistía p o r parte de la
Asam blea N acional, algo que tam bién recom endaba a Lüttwitz.
«Schiffer incluso les ofreció a am bos pasaportes falsos y dinero,
lo que Pabst rechazó agradecido. Los golpistas ya se habían p ro ­
curado p asap o rtes falsos a través de sus am igos de la Jefatu ra
Superior de Policía», cuenta Johannes E rger en su nuevo y deta­
llado estudio Der Kapp-Lüttwitz-Putsch (El putsch de Kapp y Lütt­
witz) basándose en las declaraciones idénticas de los dos im pli­
cados.
A E h rh ard t aú n se le trató m ejor que a Pabst y a Lüttwitz. El
nuevo jefe de la Reichswehr, Seeckt, «en u n a orden del día del 18
de m arzo y tras u n a conversación con E hrhardt, se refirió en tér­
m inos elogiosos a la disciplina de la brigada, adm itió que ésta
había actuado en la creencia de «servir a los intereses de la patria»
y le aseguró a E h rh ard t p o r escrito el 19 de m arzo que no se le
detendría m ientras la brigada estuviera a su mando» (Erger). Acto
seguido, la brigada abandonó B erlín cantando y agitando bande­
ras, tal y com o había entrado. C uando en la P uerta de Brandem -
burgo las tropas se toparon con una concentración hostil de gente
que em pezó a abuchearlas, éstas dispararon con am etralladoras
sobre la m u ltitu d sin n in g u n a vacilación. Fue su despedida del
NÉMESIS 211

rojo Berlín. Sobre el pavim ento de la Pariser Platz quedaron doce


m uertos y treinta heridos graves.
Ahora, el gobierno del Reich podía volver desde S tuttgart a
Berlín. Su prim era preocupación era la de poner fin a la huelga
general, y la segunda desarm ar al Ejército Rojo, que seguía ocu­
pando la cuenca del Ruhr. Los m inistros socialdem ócratas, que
cuando am enazab a el peligro h ab ían vuelto a p ed ir ayuda a la
revolución y que, de hecho, fueron salvados po r ella, reencontra­
ron po r sí m ism os su antiguo papel com o pantalla de la co ntra­
rrevolución. A los líderes sindicales, que dud ab an en dar po r ter­
m inada la huelga general, les hicieron prom esas sabiendo que no
podrían cum plirlas, com o que im pondrían severos castigos a los
im plicados en el putsch, o que no querían en absoluto cumplir,
com o la integración de trabajadores en las fuerzas de seguridad.
Al Ejército Rojo del R uhr le hicieron llegar un ultim átum para que
depusiera las arm as en u n breve plazo de tiem po. Luego dejaron
que la Reichswehr, «retornada al ám bito constitucional», hiciera
el trabajo sucio. Para ello, la R eichsw ehr empleó, y no sin querer,
las unidades que se habían levantado contra el gobierno bajo el
m ando de Kapp y Lüttwitz; entre otras, los Freikorps Epp, Pfeffer,
Lützow, Lichtschlag y Rossbach, así com o la Brigada de M arina
Löwenfeldt, herm ana de la Brigada E hrhardt. Ahora debían vol­
ver a d em o strar su eficacia. Y esta c arta de un m iem bro de la
Brigada Epp atestigua cóm o lo hicieron:

AL HOSPITAL MILITAR DE RESERVISTAS I,


ESTACIÓN 9

Wischerhofen, 2 de abril de 1920

¡Queridas enfermeras, queridos enfermos!


Por fin estoy en mi compañía. Llegué ayer por la mañana, y a
la una del mediodía empezamos el primer asalto. Si os describie­
ra todo lo que pasó, diríais que miento. Aquí no hay perdón que
valga. Hasta disparamos a los heridos. El entusiasmo es enorme,
difícil de describir. En nuestro batallón hubo dos muertos; entre los
212 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

rojos, 200 o 300. A todo el que se pone a nuestro alcance lo despa­


chamos primero con la culata del fusil y luego le disparamos.
Durante todo el combate estuve pensando en la estación A. Lo digo
porque también matamos a diez hermanas de la Cruz Roja. Todas
ellas llevaban una pistola encima. Disparamos con placer contra
esa penosa estampa, ¡y cómo lloraban e imploraban que les perdo­
náramos la vida! ¡Ni hablar! Todo aquel que lleve un arma es nues­
tro enemigo y debe diñarla. Contra los franceses éramos mucho
más humanos. Por lo demás, ¿cómo va todo por el hospital?... La
gente nos lo regala todo. En los restaurantes, a menudo nos invi­
tan a 20 o 30 de nosotros. Mi dirección es: Cazador Max Ziller,
estudiante, 11.a Compañía, Brigada Epp, Oficina de Correos Re-
kow, Westfalia.

Así term in a el p u tsch de Kapp: con u n m onstruoso castigo


del gobierno, aú n socialdem ócrata, contra aquellos que lo salva­
ron; u n castigo ejecutado p o r aquellos de quienes h abía sido sal­
vado.
Pero ah o ra el propio SPD debía som eterse al juicio de sus
seguidores. Las elecciones prom etidas a los golpistas no podían
retrasarse más. E n abril se disolvió la Asamblea N acional y el 6
de junio se escogió el nuevo Reichstag. El SPD pagó las conse­
cuencias de su traición a la revolución, u n a traición que tras el
putsch de Kapp había vuelto a confirm ar espectacularm ente: de
golpe perdió m ás de la m itad de sus votantes.
E n enero de 1919, en las elecciones a la Asamblea Nacional,
el SPD obtuvo doce millones y m edio de votos. Ahora se reducían
a cinco m illones y m edio. El descalabro del SPD privó —p ara
siem pre— a la coalición de W eim ar de la m ayoría parlam entaria.
Com enzó la época de los gobiernos del bloque burgués, que se
extendió hasta el final de la República de W eimar y se retom ó tras
la creación de la R epública Federal de Bonn.
El m om ento estelar del SPD, esperado d u ran te m edio siglo,
había llegado y se había esfumado. Desde entonces ha pasado otro
m edio siglo, y nu n ca h a regresado.
NÉMESIS 213

«Lo que se rechaza en un momento,


no lo devuelve la eternidad.»

(«Was man von der Minute ausgeschlagen


gibt keine Ewigkeit zurück.»)
15

TR ES LEYENDAS

Sobre ningún otro acontecim iento histórico se h a m entido tanto


com o sobre la Revolución alem ana de 1918. En particular, hay
tres leyendas que h an aguantado el paso de los años y que han re­
sultado im posibles de erradicar.
La prim era de ellas se divulgó sobre todo —e incluso continúa
hoy en día— entre la burguesía alem ana y sencillam ente consiste
en la negación de la revolución. Aún se sigue oyendo a m enudo que
en Alemania, en 1918, no hubo una auténtica revolución. Lo m ás
que ocurrió fue un derrum bam iento. La fragilidad m om entánea de
las fuerzas del orden en el instante de la derrota perm itió que un
am otinam iento de m arineros pareciese una revolución.
La ceguera y la falsedad de todo esto pueden verse a simple
vista al co m p arar el año 1918 con 1945. N aturalm ente, en este
últim o año sí que se pro d u jo ú n icam ente u n d errum bam iento.
Cierto es que en 1918 u n m otín de m arineros le proporcio­
nó a la revolución el em pujón que necesitaba; pero le proporcio­
nó sólo eso, el em pujón. Lo extraordinario fue precisam ente que
un m ero m otín de m arineros du ran te la p rim era sem ana de n o ­
viem bre de 1918 desencadenase u n terrem oto que sacudió toda
Alemania; que hizo que se levantara todo el ejército, toda la cla­
se obrera u rb an a y en Baviera adem ás u n a parte de la población
rural. Pero este levantam iento ya no era un simple m otín, era una
auténtica revolución. Ya no se tratab a únicam ente de u n acto de
TRES LEYENDAS 215

insubordinación, com o sucedió d u ran te los días 29 y 30 de octu­


bre en la Flota de Alta M ar en Schillig-Reede. Ahora se tratab a del
derrocam iento de la clase dirigente y de la reform a del Estado. ¿Y
qué es una revolución sino exactam ente esto?
Como toda revolución, ésta tam bién derrocó el viejo orden y
dio los prim ero pasos p ara in stau rar uno nuevo. No sólo fue des­
tructiva, sino tam bién creadora: su creación fueron los consejos
de trabajadores y soldados. Que no todo sucediera sin obstáculos
y ordenadam ente, que el nuevo orden no funcionara enseguida
tan perfectam ente com o el derrocado, que se com etieran actos
desagradables y ridículos, ¿en qué revolución hubiese sido de otra
forma? Y que naturalm ente la revolución pusiese de m anifiesto de
pronto la debilidad y los errores del viejo orden y que su victoria
se debiera en p arte a esta debilidad, no es m ás que u n a obviedad.
E n n in g u n a o tra revolución de la H istoria h a ocu rrid o de otro
modo.
Por el contrario, debem os reconocer incluso com o u n a haza­
ña de la Revolución alem ana de noviem bre de 1918 la autodisci­
plina, la bondad y la h um anidad con la que se llevó a cabo, m ás
rem arcable aún si se tiene en cuenta que fue casi en todas partes
la obra espontánea de las m asas sin liderazgo. El verdadero hé­
roe de esta revolución fueron las m asas, el espíritu de la época ha
dejado constancia de ello: no es casual que los puntos culm inan­
tes en las obras de teatro y cine alem anes de esos años m uestren
m agníficas escenas de m asas, no es casual que un d ram a enton­
ces fam oso de E m st Toller sobre la revolución llevara p o r título
Masse Mensch (El ho m b re m asa). En lo que se refiere a la ca­
pacidad de convocatoria de m asas, el noviem bre de 1918 ale­
m án no les va a la zaga ni al julio de 1789 francés ni al m arzo de
1917 ruso.
Los ríos de sangre que se vertieron durante la prim era m itad
de 1919 p ara aplastar la revolución, d an fe de que ésta no fue ni
u n a quim era ni una ilusión, sino una realidad viva y sólida.
No hay duda alguna sobre quién sofocó la revolución: la di­
rección del SPD, E bert y sus hom bres. Tampoco existe ninguna
duda de que los líderes del SPD, p ara poder derrotarla, se pusie-
216 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

ron prim ero a su cabeza y luego la traicionaron. E n palabras del


incorruptible y lúcido testigo Ernst Troeltsch, «esta revolución que
los dirigentes socialdem ócratas no habían hecho y que p ara ellos
era una especie de aborto, fue adoptada para no perder su influen­
cia sobre las m asas, com o si se tratase de la adopción de un niño
largam ente deseado».
E n este pu n to hay que ser preciso, cada p alabra resulta cru ­
cial. Es cierto que los dirigentes del SPD no h abían hecho ni h a ­
bían deseado la revolución. Pero Troeltsch es inexacto cuando
afirm a que solam ente la «adoptaron». La revolución no fue ú n i­
cam ente «adoptada», sino que realm ente fue su propio hijo, su
hijo largam ente esperado. La habían estado predicando y prom e­
tiendo durante cincuenta años. Aunque ahora «este hijo largam en­
te esperado» ya no era deseado, no dejaba de ser suyo. El SPD era
y siguió siendo su m adre natural; y cuando lo asesinó, com etió u n
infanticidio.

Como cu alq u ier in fanticida, el SPD in ten tó excusarse an te su


actuación. Y éste es el origen de la segunda gran leyenda acerca
de la R evolución alem ana: que no se tra ta b a de la revolución
p roclam ad a d u ran te los últim os cin cu en ta años p o r los social­
dem ócratas, sino de u n a revolución bolchevique, un producto de
im portación rusa, y que el SPD había protegido y salvado a Ale­
m ania del «caos bolchevique» (por cierto: la expresión «caos bol­
chevique» es en sí m ism a u n a m entira term inológica; el bolche­
vism o —y no hay n ad a que o b jetar a esto— es el antónim o del
caos, es el orden m ás inflexible y dictatorial; es, si se quiere, el
orden tiránico).
E sta leyenda inventada po r los socialdem ócratas siem pre ha
sido apoyada, voluntaria o involuntariam ente, por los com unistas,
ya que otorgan todo el m érito de la revolución al KPD o a su p re­
decesor, la Liga E spartaquista, y se vanaglorian de él, lo que los
socialdem ócratas u tilizan p a ra ju stificarse a sí m ism os y p a ra
acusar a la revolución: la Revolución de noviem bre de 1918 fue
una revolución com unista (o «bolchevique»).
TRES LEYENDAS 217

Y a pesar de que socialdem ócratas y com unistas coincidan


excepcionalm ente en este punto, sigue siendo u n a falsedad. La
Revolución de 1918 no fue un producto de im portación rusa, fue
un producto genuinam ente alemán; y tam poco fue una revolución
com unista, sino socialdem ócrata: la m ism a revolución que el SPD
había proclam ado y exigido d u ran te cincuenta años, p ara la que
h abía prep arad o a sus m illones de seguidores y a la que había
consagrado su existencia.
Este p u n to resu lta fácil de dem ostrar. La revolución no la
hizo la Liga E spartaquista, u n grupo con escasa capacidad orga­
nizativa y con pocos seguidores, sino m illones de trab ajad o res
y soldados socialdem ócratas. El gobierno exigido p o r estos m i­
llones de personas —tan to en enero de 1919 com o antes en n o ­
viem bre de 1918— no era ni espartaquista ni com unista, sino un
gobierno del p artid o socialdem ócrata reunificado. La co n stitu ­
ción que anhelaban no era la de u n a d ictad u ra del proletariado,
sino la de u n a dem o cracia p ro letaria: el p ro letaria d o , y no la
burguesía, quería ser a p a rtir de ah o ra la clase dirigente, pero
quería gobernar dem ocráticam ente, no de form a dictatorial. Las
clases derrocadas y sus partidos podían expresar su opinión m e­
diante el p arlam en tarism o , m ás o m enos com o h ab ían podido
expresar su opinión los socialdem ócratas d u ran te el R eich gui-
llerm ino.
Tam bién los m étodos de la revolución eran com pletam ente
distintos a los m étodos bolcheviques o leninistas, tal vez en per­
juicio propio. Si observam os con atención, no eran ni siquiera
m arxistas, sino lassallianos: la palanca de poder decisiva que asie­
ro n trabajadores, m arineros y soldados revolucionarios no fue,
com o hubiera correspondido a las teorías m arxistas, la propiedad
de los m edios de producción, sino el poder estatal. Con ello se­
guían, com o dice la canción de lucha socialdem ócrata,

«el cam ino que nos m arca Lassalle»...

Las m asas revolucionarias tom aron el poder del E stado y no


el po der económ ico, tal y com o reivindicaba el p recu rso r de la
218 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

socialdem ocracia F erdinand Lassalle —y no Marx— en la década


de 1860. No ocuparon las fábricas, sino las adm inistraciones y los
cuarteles. Eligieron com o «Comisarios del Pueblo» a los líderes
socialdem ócratas
Y estos dirigentes, después de que la revolución les entrega­
ra el po d er estatal, u tilizaro n dicho p o d er p a ra ap lastarla san ­
grientam ente: a su p ro p ia revolución, a la revolución an h elad a
durante tanto tiem po y que po r fin se había hecho realidad. Apun­
taron los cañones y las am etralladoras hacia sus propios seguido­
res. E b ert tam b ién in ten tó desde el principio, lo que el káiser
había intentado inútilm ente: lan zar contra los trabajadores revo­
lucionarios al ejército que volvía del frente. Y com o tam poco lo
consiguió, no dudó en d ar u n paso más, que consistió en arm a r
y m ovilizar co n tra sus inocentes seguidores a los adeptos m ás
extrem istas de la violenta contrarrevolución, a los enem igos de la
dem ocracia burguesa, esto es, a sus propios enemigos, a los p re­
cursores del fascism o en Alemania.
Así fueron los hechos: lo que el SPD aplastó y, si se quiere,
aquello de lo que «protegió» o «salvó» a A lem ania no fue u n a
revolución com unista, sino socialdem ócrata. La revolución social-
dem ócrata que tuvo lugar en Alemania en 1918, tal y com o desea­
ba receloso el príncipe Max de B aden la sem ana an terio r al 9 de
noviem bre, se «ahogó»; y se ahogó en su propia sangre. Pero no
la ahogaron ni el príncipe ni los soberanos derrocados p o r ella,
sino sus propios líderes, aquellos a quienes la revolución plena­
m ente confiada h ab ía subido al poder. Fue aplastada con la vio­
lencia m ás extrem a, m ás despiadada, y no m ediante u n a lucha
leal, cara a cara, sino po r la espalda, a traición.
Da igual de qué parte estemos, o si lam entam os o celebramos
el resultado final: se tra ta de u n acontecim iento que asegura u n a
inm ortalidad ignom iniosa a los nom bres de E bert y Noske. Dos
sentencias p ro n u n ciad as en aquel entonces, m arcad as p o r la
m uerte de los que las pronunciaron, siguen resonando a pesar del
paso de las décadas: el veterano m iem b ro del SPD e histórico
del partido F ranz M ehring dijo en enero de 1919, poco antes de
m orir con el corazón roto: «Ningún gobierno h a caído tan bajo»;
TRES LEYENDAS 219

y G ustav L andauer no m ucho antes de m orir a m anos —o más


bien bajo las botas— de los Freikorps de Noske, escribió: «No co­
nozco en todo el reino de la naturaleza a ninguna criatura más re­
pugnante que el Partido Socialdem ócrata».
Que E b ert y N oske no fueran grandes sinvergüenzas, sino
burgueses conservadores no les hace m ás sim páticos. La m ons­
truosidad de su actuación histórica no concuerda con su carácter
personal. Si buscam os sus motivos, no encontram os nada diabó­
lico ni de u n a m aldad satánica, m ás bien encontram os motivos
banales: am or al orden y arribism o pequeñoburgués. Uno puede
creerse sin m ás que detestaran sinceram ente y que adem ás sintie­
ran un pánico aterrador ante el desorden que va ligado a cualquier
revolución, incluso aunque, curiosam ente, no sintieran tal terro r
ante el desorden igualm ente grande —y m ás san g rien to — que
rep resen tab a la contrarrevolución. Pero m ucho m ás pro fu n d o
que el pánico ante el desorden era el orgullo pequeñoburgués que
de pronto era adm itido po r el m undo entero; m ejor dicho, al que
el m undo entero llam aba pidiendo socorro. Que ahora los colegas
parlam entarios burgueses tra ta ra n con respeto a los que u n a vez
fueron ésos «oficiales sin patria», que hom bres com o G roener o
el príncipe Max les profesaran u n a confianza lisonjera, que inclu­
so el káiser y H indenburg les m o straran cierta condescendencia,
que todos ésos, antes tem idos y envidiados, reconocieran en su
apuro a E bert y a los suyos com o su últim a tabla de salvación,
todo esto produjo en estos distinguidos señores u n cálido im pul­
so de confiada y orgullosa lealtad que los condujo a sacrificarse
a sí m ism os, e incluso a sacrificar a miles de personas. Sacrifica­
ron alegrem ente a aquellos que les seguían y confiaban en ellos,
a aquellos que les d aban su protección. El h o rro r se llevó a cabo
con el m ás ingenuo espíritu pequeñoburgués.
Ebert confiaba en los generales, príncipes y burgueses de clase
alta que le «entregaron el cuidado del Reich alemán» tan ingenua­
m ente como confiaban en él los trabajadores, m arineros y soldados
socialdem ócratas que hicieron la revolución. Y así com o él traicio­
nó a la revolución, así le traicionaron a quienes servía con su trai­
ción una vez hubo acabado el trabajo. El medio po r el cual lo hicie-
220 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

ron fue la tercera de las tres grandes leyendas sobre la Revolución


alem ana: la leyenda de la pu ñ alad a p o r la espalda.
La afirm ación de que la revolución socialdem ócrata tuvo la
culpa de la derro ta alem ana y de que «apuñaló p o r la espalda al
victorioso ejército que luchaba en el frente» fue form ulada públi­
cam ente p o r H indenburg y Ludendorff tan pronto com o E bert y
N oske h u b iero n sofocado la revolución. La b u rguesía alem ana
creyó esta afirm ación d u ran te u n cuarto de siglo.
E sta afirm ación fue en sí m ism a u n a puñalada, u n a p u ñ ala­
da po r la espalda a los líderes socialdem ócratas, a quienes la Ale­
m ania im perial había cargado entre octubre y noviem bre de 1918
con su p ropia d erro ta y a quienes habían confiado su propia sal­
vación (Ludendorff: «Ahora ten d rán que apechugar...»).
Tras hacerse cargo con lealtad de la derrota (Ebert a las tro ­
pas que volvían del frente: «No habéis sido vencidos po r enemigo
alguno...») y poner a los pies de la burguesía alem ana el cadáver
de la revolución, se vieron pagados con esta leyenda de la puñala­
da. El propio Ebert se vio literalmente acosado hasta su m uerte por
la acusación, com pletam ente infundada pero repetida sin cesar y
legitim ada judicialm ente, de haber traicionado a la patria.
Uno podría sentir cierta com pasión por él si la form a en que
la H istoria se vengó de él no hubiese sido tam bién u n a m anera
sofisticada de h acer justicia. Existe u n a balad a de A nnette von
Droste-Hülshoff que ilustra con exactitud el destino de Ebert:
Tras un naufragio, alguien ha asesinado a otro pasajero em ­
pujándolo de la tabla de salvación a la que am bos se agarraban.
C asualm ente, al asesino se le queda g rab ad a en la m em o ria la
m arca de fab ricació n in scrita en la tabla: «Batavia qu in ien to s
diez». El asesinato n u n ca sale a la luz. Pero al llegar a tierra, el
asesino es confundido con u n p irata al que buscaban desde hacía
tiem po, es condenado a m uerte y se le ejecuta:

«Y cuando, orgulloso, se enfrenta a su destino


levanta su m irad a hacia el cielo,
y lee sobre la m adera del patíbulo:
Batavia quinientos uno.»
TRES LEYENDAS 221

(« Und. als er in des Hohnes Stolze / Will starren nach den Äther­
höhn, / Da liest er an des Galgens Holze: / Batavia Fünfhundertzehn.»)

El poem a se titula Die Vergeltung (El m erecido).


Del m ism o m odo in trincado pero preciso, E b ert recibió su
m erecido p o r lo que había hecho con la revolución. Se le acosó
con un a m entira hasta la m uerte, se le reprochó u n a traición que
nunca había com etido. Pero nunca hubiera podido ser víctim a de
esta acusación si no hubiera com etido realm ente otra traición. No
había apuñalado p o r la espalda a las victoriosas tropas que esta­
ban en el frente, pero sí había apuñalado por la espalda a la re­
volución victoriosa. Y lo hizo po r aquellos que ah o ra lo ap u ñ ala­
ban a él, po r la espalda con la m entira.
Cuesta ocultar u n a cierta satisfacción ante la perfección es­
tética de esta com pleja sim etría. Uno se siente com o en el punto
álgido de una com posición sinfónica, cuando convergen todos los
tem as de la obra y desvelan su causa común. Visto superficialm en­
te, E bert fue víctim a de u n a am arga injusticia a través de la m en­
tira de la puñalada. Visto en m ás profundidad, obtuvo su m ere­
cido. Fue traicionado tal y com o él había traicionado; y sólo podía
ser traicionado porque él había traicionado.
El 29 de septiem bre de 1918, L udendorff h ab ía descargado
su d erro ta en los socialdem ócratas p ara poderlos p resen ta r m ás
adelante com o los culpables. La revolución acudió en su ayuda;
em pezó a d esarticu lar la tram p a que L udendorff les h ab ía te n ­
dido y en la que habían caído sin sospechar nada. Pero ellos trai­
cionaron a la revolución, y con ello la tram p a se cerró de golpe.
E sa es to d a la h isto ria en tres frases. U na h istoria terrible pero
no carente de sentido. Su títu lo p o d ría ser: «Un m erecido cas­
tigo».
Por desgracia, el castigo p o r la inm ensa traició n co n tra la
Revolución alem ana de 1918 no recayó únicam ente sobre los que
lo m erecían.
El héroe colectivo de esta revolución, la clase obrera alem a­
na, n u n ca se recuperó del golpe que le fue asestado. La u n ió n
socialista por la que con ta n ta valentía luchó y m urió se perdió
222 LA REVOLUCIÓN ALEMANA

p a ra siem pre en 1918. El g ran cism a del socialism o y el odio


im borrable entre com unistas y socialdem ócratas, u n odio com o
entre perros y lobos, d ata de la gran traición de 1918. (Como es
sabido, el perro proviene del lobo al que el hom bre h a dom esti­
cado p ara sus propios fines. La socialdem ocracia proviene de un
partido obrero que el capitalism o h a dom esticado p ara sus p ro ­
pios fines.) Los m ism os trabajadores que en 1918 —y tam bién en
1919 y en 1920— habían com batido con tan ta valentía pero con
tan poca suerte, se enco n traro n con u n espíritu com bativo to tal­
m ente extenuado cuando quince años m ás tard e lo hubieran ne­
cesitado nuevam ente... co n tra Hitler. Y en 1945 sus hijos ya no
eran capaces de rep ro d u cir las h azañ as de 1918 de sus padres.
Hoy, sus nietos ni siquiera las conocen. La tradición revoluciona­
ria de los trabajadores alem anes se ha extinguido po r com pleto.
E incluso el pueblo alem án en su conjunto, incluyendo a las
clases burguesas que entonces celebraron el fracaso de la revolu­
ción con u n alivio com prensible, alegrándose del mal ajeno, h a
pagado u n altísim o precio po r dicho fracaso: con el Tercer Reich,
con la repetición de u n a guerra m undial, con u n a segunda y aún
m ás terrible derrota y con la pérdida de su unidad nacional y su
soberanía. La contrarrevolución desencadenada p o r los líderes
socialdem ócratas ya contenía en germ en todo esto. Y u n a victo­
ria de la revolución h u b iera podido ah o rrarle a A lem ania todo
esto.

Aún hoy existen m uchos alem anes com o E b ert que «detestan
com o al pecado» cualquier revolución; aún hoy existe m ucha gen­
te que niega la Revolución de 1918 com o si fuera una m ancha en
la historia nacional alem ana. Pero la revolución no es en absolu­
to u n a deshonra. Fue, especialm ente tras cuatro años de ham bre
y m uerte sangrienta, un acto glorioso. La deshonra fue la traición
que se com etió co ntra ella.
Cierto es que u n a revolución no es algo que se haga po r pla­
cer; cierto es que el arte de gobernar consiste en evitar en lo p o ­
sible la revolución m ediante reform as preventivas. Toda revolu-
TRES LEYENDAS 223

ción es un acontecim iento doloroso, sangriento y terrible, igual


que un parto. Pero com o todo parto, u n a revolución exitosa es un
acontecim iento creador y generador de vida.
Todos los pueblos que h an sufrido una revolución la evocan
con orgullo; y toda revolución victoriosa ha engrandecido po r un
tiem po al pueblo que la llevó a cabo: H olanda e Inglaterra en el
siglo xvir, Estados Unidos y F rancia en los siglos xvm y xix y R u­
sia y China en el xx. No son las revoluciones victoriosas, sino las
sofocadas y reprim idas, las traicionadas y negadas aquellas que
hacen enferm ar a un pueblo.
Alemania enferm ó durante la revolución traicionada de 1918,
y continúa aún hoy enferm a.
E P Í L O G O A LA N U E V A E D I C I Ó N D E 1 9 7 9

Escribí este libro hace poco m ás de diez años y hoy lo escribiría


de otro m odo: con m ás calma, m ás escepticism o, m ás distancia.
P ara m i gusto está escrito con dem asiada indignación. Al releer­
lo he sentido en algunas ocasiones unas trem endas ganas de re­
form ularlo, suavizándolo o suprim iendo algunas cosas. Pero lo
m antengo com o Pilatos: «Lo que he escrito, escrito está». Mejo­
rarlo a posteriori m e resultaría algo deshonesto.
Pero, ¿por qué publicar de nuevo este libro? En dos palabras:
porque creo que, a pesar de todas sus carencias, sigue teniendo
algo correcto e im portante que transm itir. Lo que hoy en día me
disgusta de él es algo que sólo me atañe a m í m ism o, a mi m odo
actual de ver las cosas: m i actitud com o n a rra d o r en ocasiones
dem asiado exaltada, m i posicionam iento dem asiado sentim ental
a favor y en contra. Pero desacreditar u ocultar el libro entero por
eso m e p arecería p u ra vanidad, ya que p o r lo que se refiere al
contenido, no tengo n ad a que retirar. Los hechos son exactos.
Y tam bién su análisis es correcto, en todo caso a m i juicio. Los
hechos de los que se ocupa el libro siguen siendo algunos de los
m ás im p o rtan tes y d eterm in an tes de la H isto ria alem ana m ás
reciente. Y hoy día sigue existiendo u n a escasez llam ativa de li­
bros que traten estos hechos con fidelidad y que presenten u n a
visión general de los m ism os. Desde que hace diez años se publi­
có este libro —que pasó b astante desapercibido— que yo sepa no
EPÍLOGO A LA NUEVA EDICIÓN DE 1979 225

se ha escrito ningún otro sobre el tem a. La Revolución de 1918 y


su represión, llevada a cabo po r aquellos a quienes la revolución
había llevado provisionalm ente al poder, han desaparecido p rác­
ticam ente de la conciencia histórica alem ana; incluso podríam os
decir que han sido m arginadas. Y si mi librito puede ap o rtar algo
para rom per con esta m arginación, aunque sólo sea provocando
réplicas y rectificaciones, entonces m e parece que todavía tiene
una función útil que cumplir.
Me g u staría a h o n d ar en dos objeciones que se h an hecho
contra la tesis de este libro: u n a realizada po r C. P. Snow en una
reseña a la traducción inglesa, y otra que me hago yo mismo.
E n resum idas cuentas, Lord Snow escribió que el libro pasa­
ba por alto la participación de los Aliados occidentales, vendedo­
res en la guerra, que nunca h u b ieran tolerado una verdadera re­
volución alem ana; si los propios alem anes no hubiesen sofocado
su revolución, los Aliados hubiesen invadido el país y lo hubiesen
hecho en su lugar.
Suena convincente, ¿pero es eso cierto? La Revolución de
noviembre de 1918 fue en prim er lugar una revolución antim onár­
quica y antim ilitarista; y es difícil im aginar que los Aliados hubie­
sen entrado en Alem ania p ara restablecer al káiser en su trono y
re in sta u ra r el po d er de los generales. C uando m enos hubiesen
tenido algunos problem as p ara explicar a sus respectivos pueblos
el cam bio radical de los propósitos con los que se libraba la gue­
rra, proclam ados durante tantos años. Y si incluso obviamos esta
razón, hay que añ ad ir que los Aliados tam bién estaban hartos de
la guerra. No es tan fácil com o parece reto m ar en plena desm o­
vilización u na guerra felizmente acabada. Y es peligroso atacar un
país convulsionado po r una revolución; las revoluciones son con­
tagiosas. ¿Hubiese tenido m ás éxito u n a intervención an tu rev o ­
lucionaria de los Aliados occidentales en Alemania que en Rusia,
donde realm ente se intentó? No hay respuesta a esta pregunta.
A m i parecer, tam bién Lord Snow olvida que si la Revolución ale­
m an a no hubiese sido rep rim id a de inm ediato, ésta les h ab ría
proporcionado a los alem anes que luchaban por la paz u n a n u e­
va arm a política.
226 EPÍLOGO A LA NUEVA EDICIÓN DE 1979

La otra objeción m e la pongo yo a m í m ism o p ara que m is


lectores no tengan que actu ar p o r cuenta propia. E n varios p u n ­
tos del libro afirm o que el SPD de 1918-1919 dejó pasar u na opor­
tunidad única «para siem pre». Cuando apareció el libro po r p ri­
m era vez, en el otoño de 1969, debió sonarles a sus lectores de
entonces com o u n a profecía p recip itad a, fácilm ente rebatible.
¿Precisam ente no se eligió ese otoño de 1969 com o canciller a un
socialdem ócrata? ¿Acaso hoy en día no seguim os teniendo otro
canciller socialdem ócrata y parece que aún se q u ed ará d u ran te
algún tiem po? Sin duda alguna: fueran cuales fueran los errores
que com etió el SPD de 1918-1919, h a sobrevivido a ellos y hoy en
día es el partido del gobierno de la República Federal alem ana.
Pero precisam ente, sólo en la República Federal. No nos ol­
videmos por com pleto de la división de Alemania. E n 1918-1919
todavía existía u n Im perio alem án en el cual y con el cual creció
el SPD, y si se m e perm ite sacar a colación el principio de este
m ism o libro, «algún día éste esperaba dotarlo de u n a sustancia
política sensata y duradera». La Revolución de 1918 les ofreció la
oportunidad p ara ello, y esta o portunidad se perdió «para siem ­
pre», cuando en lugar de u tilizar la Revolución, la sofocaron, la
«traicionaron», tal y com o digo am argam ente en mi texto. Así es
que esta oportunidad no se ha vuelto a d ar n unca jam ás. En su
lugar llegaron Hitler, la S egunda G uerra M undial, la segunda
d erro ta y la división. Y esto es lo que hace que la h istoria de la
Revolución de 1918 y su derrota, infligida p o r los líderes que ella
m ism a había proclam ado, siga siendo tan rabiosam ente actual.
Ofreció la m ejor y, desde u n a perspectiva histórica, la única opor­
tunidad para im pedir todo lo que sucedió después. Tampoco olvi­
dem os que esta historia abrió, prescindiendo de las reparticiones
de las potencias exteriores, el abism o que hoy divide internam ente
no sólo a los dos Estados alem anes y a sus gobiernos, sino ta m ­
bién a sus pueblos.

S. H.
BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA

B aden, Max v o n , Erinnerungen und Dokumente, Deutscher Verlag,


Stuttgart, 1927.
E r g e r , Johannes, Der Kapp-Lüttwitz-Putsch. Ein Beitrag zur deutschen
Innenpolitik 1919/20, Droste, Düsseldorf, 1967.
E r z b e r g e r , Matthias, Erlebnisse im Weltkrieg, Deutscher Verlag, Stutt­
gart, 1920.
G r o e n e r , Wilhelm, Lebenserinnerungen. Jugend, Geneistab, Weltkrieg,
Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga, 1957.
H e r t l in g , Karl von, Ein Jahr in der Reichskanzlei. Erinnerungen an der
Kanzkerschaft meines Vaters, Herder, Friburgo de Brisgovia, 1919.
H ü r t e r , Johannes, Paul von Hintze, Marineofficer, Diplomat, Staatsse­
kretär. Dokumente einer Karriere zwischen Militär und Politik,
1903-1918, Boldt im Oldemburg-Verlag, Munich, 1998.
K i l l i n g e r , Manfred von, Ernstes und Heiteres aus dem Putschleben,
Eher, Munich, 1931.
K o l b , Eberhard, Die Arbeiterräte in der deutschen Innenpolitik 1918/
1919, Droste, Düsseldorf, 1962.
L u d e n d o r f f , Erich, A uf dem Weg Feldhermhalle. Lebenserinnerungen,
Ludendorff, Munich, 1937.
L u d e n d o r f f , M argarette L., Als ich Ludendorffs Frau war, Drei-Mas-
ken-Verlag, Munich, 1929.
M a e r c k e r , Ludwig R., Vom Kaiserheer zur Reichswehr, geschichte des
freiwilligen Landsjägerkoips. Ein Beitrag zur Geschichte der deuts­
chen Revolution, Koehler, Leipzig, 1922.
M it c h e l l , Allan, Revolution in Bavaria, Princeton University Press,
Princeton, 1965.
228 BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA

M üller, Richard, Geschichte der deutschen Revolution, Olle & Wolter,


s.d., Berlín (reedición de 1974).
M ü l l e r - F r a n k e n , H erm ann, Die November Revolution, Berlin, der
Bücherkreis, 1928.
N ie m a n n , Alfred, Kaiser und Heer. Das Wesen der Kommandogewalt
und ihre Ausübung durch Kaiser Wilhelm II, Verlag für Kultur­
politik, Berlin, 1929.
N o s k e , Gustav, Von Kiel bis Kapp. Zur Geschichte der deutschen Revo­
lution, Verlag für Politik und Wirtschaft, Berlin, 1920.
O e h m e , Walter, Damals in der Reichskanzlei. Erinnerungen aus den
Jahren 1918/1919, Kongress Verlag, Berlin, 1958.
R o s e n b e r g , Arthur, Die Enstehung der deutschen Republik, 1871-1918,
Rowohlt, Berlin, 1928.
S c h e id e m a n n , Philipp, Memoiren eines Sozialdemokraten, Reissner,
Dresde, 1928.
T h a e r , Albrecht von, Generalstabsdienst an der Front und in der OHL.
Aus Briefen und Tagebuchaufzeichnungen 1915-1919, Vanden-
hoeck & Ruprecht, Gotinga, 1958.
T r o e l t s c h , Em st, Spektator-Briefe. Aufsätze über die deutsche Revolu­
tion und die Weltpolitik 1918-1922, Mohr, Tubinga, 1924.
V o l k m a n n , Erich O., Revolution über Deutschland, Stalling, Oldenburg
i. O., 1930.
INDICE ONOMASTICO

Arco-VaUey, Anton, 186 Ebert, Friedrich, 19, 23, 41, 44,


Artelt, marinero, 157 45, 52, 71-73, 78, 79, 81-83,
Auer, Erhard, 180, 181, 185, 187 86-91, 94-99, 103-107, 109-
111, 113-126, 128, 131-134,
136-138, 140, 141, 146, 148,
Baecker, Paul, 113, 114 151-152, 160, 165, 168-176,
Barth, Emil, 105, 107-109, 131, 182-184, 199, 201-205, 210,
138, 139, 180 215, 218-222
Bauer, Gustavo, 204 Eglhofer, Rudolf, 190
Bebel, August, 15, 16, 156 Ehrhardt, H erm ann, 199-202,
Bernstein, Eduard, 24 204, 210
Bismarck, Otto von, 11, 13-15, Eichhorn, Emil, 141, 142
17, 22, 28, 38 Eisner, Kurt, 179-188
Bruckmann, Wilhelm, 191 Eitel, Friedrich, 72
Bussche, com andante Von dem, Epp, Franz Ritter von, 175, 211
40 Erger, Johannes, 210
Erzberger, Mathias, 46, 69, 104
Eyck, Erich, 165
Crispien, Artur, 207

Fischer, Anton, 159


Dittmann, Wilhelm, 138 Foch, Ferdinand, 69
Dorrenbach, Heinrich, 131, 133,
143, 157
Drews, Bill, 74 Geisel, 105
Droste-Hülshoff, Annette, 220 Gengier, capitán, 174
Gesell, Silvio, 188
230 ÍNDICE ONOMÁSTICO

Geyer, Kurt, 171 Ledebour, Georg, 143, 144, 164


Groener, Wilhelm, 23, 53, 69-71, Lenin, Vladimir Ilich Ulianov, 16,
73, 76-79, 85, 86, 110, 111, 24, 117, 156, 158, 188
121, 122, 124, 126, 128, 129, Lequis, general, 135
134, 136, 137, 196, 219 Leviné, Eugen, 188-191
Guillermo II, 17, 18, 44, 201, 203 Liebknecht, Kart, 19, 24, 65, 90,
93, 94, 107-110, 114, 117, 119-
120, 136, 137, 139, 142-144,
Haase, Hugo, 19, 105, 107, 138 149, 150, 153-165, 172, 179,
Haeften, Hans von, 50 180, 183, 184, 188, 193, 196,
Harbou, mayor Von, 135 207, 210
Heinz, teniente coronel, 174 Liebknecht, Wilhelm, 155
Hergt, Oskar, 209 Lindner, teniente, 186
Hertling, conde, 34, 37, 38, 42 Linsingen, general Von, 81
Heydebrand, Ernest von, 41 Ludendorff, Erich, 21, 26, 28-
Heydebreck, Peter von, 174, 175 50, 53-55, 70, 113, 114, 116,
Heye, Wilhelm, 77, 85 175, 196, 197, 200, 204, 220,
Hindenburg, Paul, 21, 28, 32, 34- 221
37, 45, 49, 50, 69, 76, 77, 85, Lüttwitz, Walter von, 197-200,
104, 196, 219, 220 202, 204-205, 209-211
Hintze, Paul von, 31, 35-38 Luxemburg, Rosa, 24, 65, 114,
Hitler, Adolf, 28, 29, 86, 114, 165, 117, 119, 120, 139, 150, 153-
174, 175, 197, 204, 222, 226 165, 172, 179, 188, 193, 196,
Hoffmann, Johannes, 188-190 207, 210
Hofmiller, Josef, 191

Maercker, general, 146, 173, 205


Jaurés, Jean, 156 Marx, Karl, 218
Max de Baden, 43, 44, 48, 51, 52,
56, 68-73, 78-84, 86, 87, 96,
Kafka, Franz, 11, 12 98, 99, 103, 195, 218, 219
Kahr, Gustav von, 204 Mehring, Franz, 162
Kapp, Wolfgang, 196-198, 200, Mehrin, Gastwirt, 162
204-206, 208, 209, 211, 212 Mitchell, Allan, 181
Kautsky, Karl, 24, 156 Mühsam, Erich, 188
Killinger, Manfred von, 192 Müller, Hermann, 103, 108, 115
Kolb, Eberhard, 121 Müller, Richard, 74, 102, 105,
106, 108, 123

Landauer, Gustav, 188, 190, 192,


219 Neurath, Otto, 188
Landsberg, Otto, 116, 140 Niekisch, Ernst, 187, 188, 190
Lassalle, Ferdinand, 14, 218 Niemann, Alfred, 38
ÍN D IC E O N O M Á ST IC O 231

Noske, Gustav, 68, 78, 138, 146, Schleicher, Kurt von, 132, 136
147, 151, 152, 160, 165, 168, Schneppenhorst, Ernst, 189
172-174, 177, 188-191, 196, Scholze, Paul, 144
197, 199-202, 205, 209, 218, Sebottendorff, Rudolf von, 186
219 Seeckt, Hans von, 196, 201, 202,
209, 210
Seldte, Franz, 175
Oehme, Walter, 137 Sklarz, Georg, 159
Oertzen, Friedrich Wilhelm von, Snow, C. R, 225
160, 174 Spiro, sargento mayor, 123
Oldershausen, general Von, 202 Stephani, mayor Von, 149
Oven, general Von, 190, 202 Stresemann, Gustav, 41, 209

Pabst, capitán, 160, 162, 164, Thaer, general Von, 40-42


196, 200, 210 Toller, Ernst, 188, 190, 191, 215
Pflugk-Harttung, teniente capi­ Troeltsch, Em st, 100, 195, 216
tán Von, 163 Trotski, León, 156, 158, 188
Pieck, Wilhelm, 142, 143, 150
Pilsudski, Josef, 156
Ulbrich, Walter, 88

Quidde, Ludwig, 67
Vogel, teniente, 163
Volkmann, Erich Otto, 152
Reinhard, Wilhelm, 174, 177
Reuter, Ernst, 207
Rilke, Rainer Maria, 66, 68 Wahnschaffe, Arnold, 84
Rohm, Ernst, 174 Waldow, Wilhelm, 41
Rosenberg, Arthur, 14, 15, 56 Weber, Mas, 67
Runge, soldado, 163 Wels Otto, 67, 76, 98, 99, 102,
103, 129-131, 134, 159, 180
Wilson, Thomas Woodrow, 33,
Scheidemann, Philipp, 44, 45, 42, 46, 48, 50-52, 54, 55, 57,
82-84, 97, 114-116, 120, 134, 69
140, 151, 159, 180 Winterfeldt, general Von, 34, 35
Scheüch, Heinrich, 74 Wissell, Rudolf, 138
Schiffer, Eugen, 203, 208-210 Wolff, Theodor, 112, 113
ISBN 84-96364-17-8

9 " 7 8 8 4 9 6 "3 6 4 1 7 2

También podría gustarte