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Religión y violencia

Hablar de Dios en un país violento


Raúl Pariamachi ss.cc.
“Bienaventurados los que trabajan por la paz,
porque ellos serán llamados hijos de Dios”
(Mateo 5,9)

Esta semana teológica se ha propuesto reflexionar sobre el hecho de


la violencia como desafío a la evangelización. En la buena lógica de
estas jornadas, ayer se invitó a reconocer los múltiples rostros de la
violencia en el Perú y hoy se sugiere la pregunta de cómo hablar de
Dios en un país violento. Cuando se pregunta “cómo hablar de Dios”
se está utilizando una fórmula breve para expresar algo más amplio.
Es evidente que no se trata sólo de “cómo hablar”, sino de cómo mos­
trar, sentir y pensar al Dios de la vida en medio de las violencias coti­
dianas: física, emocional o sexual; infantil, familiar o social; estructu­
ral, cultural o política. No se trata tampoco sólo de cómo hablar “de
Dios”, sino de cuál es su voluntad y su proyecto para un pueblo que
sufre la violencia, el maltrato y la injusticia. Quisiera partir planteando
algunas cuestiones teológicas: 1) ¿qué relaciones podemos estable­
cer entre la religión y la violencia?, 2) ¿cómo imaginar un cristianismo
no-violento para un mundo no-violento? y 3) ¿qué modelos, metáforas
o conceptos de Dios son adecuados para una ética orientada a la
superación de la violencia?

* Ponencia presentada en la XXXII Semana de Reflexión teológica del ISET Juan XXIII
sobre "Violencia, desafío a la evangelización", realizada en Lima entre el 15 y el 18 de no­
viembre de 2011.

Páginas 225. Marzo, 2012.


1 .La religión y la violencia
La religión ha estado relacionada con la violencia -así como con otras
formas de cultura- sea para contenerla y superarla o para provocarla
y justificarla. El cristianismo no ha sido ajeno a esto. Las religiones
son vistas como praxis de compasión, solidaridad y justicia, al mismo
tiempo que como fuentes de violencia, sufrimiento y fanatismo. No
es posible entrar en un análisis detallado de la explicación de las co­
nexiones que existen entre religión y violencia para bien o para mal.
Sin embargo, habría que reparar en que las ciencias han estudiado
los vínculos entre religión y violencia.
Desde sus orígenes, las religiones han presentado a dioses que exi­
gen sacrificios de animales o de personas. En muchos casos se sacri­
ficaba, torturaba o mutilaba a diferentes grupos de seres humanos
(guerreros, niños y vírgenes). Se buscaba conseguir así el orden, la
seguridad y el bienestar, la prosperidad de las tierras o la venganza
de los enemigos. Estos sacrificios se practicaron entre las culturas y
las religiones de egipcios, moches, mayas, aztecas, hindúes, budistas
y musulmanes. En la tradición bíblica existen sacrificios de animales;
también tenemos relatos como el frustrado sacrificio del hijo de Abra-
hán (cf. Gn 22,1-19) o el ambiguo sacrificio de la hija de Jefté (cf.
Jue 11,36-40), sin descontar la matanza de los sobrevivientes de las
guerras.
El tema de la violencia en la Biblia, sobre todo la violencia "ordenada”
por Dios, rebasa los límites de mi charla; solamente quería sugerir
que la propia tradición bíblica no escapa a estas complejas relaciones
entre religión y violencia.
El cristianismo de los primeros tiempos encarnó el espíritu no-violento
del Jesús del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5-7), al punto de padecer
la persecución, la calumnia y el martirio. Sin embargo, al constituirse
en religión oficial del Imperio, el cristianismo pasó -en determinados
casos- de perseguido a perseguidor. En los siglos posteriores la Igle­
sia adoptará la violencia por diversos motivos y en diversas formas:
en las cruzadas organizadas para conquistar a espada los lugares
santos, en el tribunal de la inquisición que entregaba los herejes a la
hoguera, en las guerras sangrientas contra los protestantes, en las
colonias justificando tantas veces la explotación y la esclavitud, en el
respaldo de algunos grupos católicos a regímenes políticos totalita­
rios, etc.
Quiero advertir que no me mueve un instinto sadomasoquista de críti­
ca corrosiva al cristianismo en sus complejas relaciones históricas con
la violencia (más adelante voy a aludir al hecho de que el cristianismo
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no sólo padeció en su propia carne la violencia, sino que además pro­
movió una teoría y una praxis de la no-violencia), aquí simplemente
quería subrayar que, de facto, el cristianismo adoptó la violencia.
En nuestros tiempos vivimos conflictos políticos, culturales y étnicos
en los que se mezclan la religión y la violencia en diferentes grados.
Los últimos años hemos visto con horror los enfrentamientos entre
hutus y tutsis en Ruanda, entre Cingaleses y tamiles en Sri Lanka, en­
tre hindúes y musulmanes en la India, entre croatas y serbios en Bos­
nia, entre católicos y protestantes en Irlanda, etc. El ataque terrorista
a las torres gemelas del 11 de septiembre del 2001 y la respuesta de
Estados Unidos estuvieron cargados de un discurso religioso-político
de cristianos vs. musulmanes.
Habría que añadir que las religiones están ligadas no sólo con la vio­
lencia de los enfrentamientos armados, sino también con la legitima­
ción de órdenes sociales injustos, el ejercicio abusivo del poder, la
manipulación de las conciencias y la discriminación de las personas
(seguimos presenciando el escándalo de los cuerpos violados, que­
mados y mutilados de mujeres por razones supuestamente religio­
sas).
La pregunta que suele hacerse es si acaso la violencia es un elemen­
to intrínseco a la religión o si es una realidad histórica que se puede
superar. Se debe contar también con que en algunos casos (¿cuán­
tos?) los hechos de violencia amparados por la religión están bastan­
te mezclados con razones de orden político, económico o cultural, al
punto de que los poderes seculares utilizan la religión para justificar
actos de violencia contra sus adversarios. No me cabe duda de que el
cristianismo contiene potenciales espirituales, semánticos y prácticos
que contribuyen a un mundo no-violento.
Antes de pasar al siguiente apartado deseo aclarar que doy por su­
puesto todo lo dicho ayer sobre la violencia que hemos vivido y es­
tamos viviendo en el Perú, desde la violencia política que dejó cer­
ca de 70,000 muertos hasta las violencias "de cada día”: asaltos,
violaciones, secuestros, asesinatos, maltratos, calumnias, chantajes,
represiones y exclusiones (violencias en las que todos somos en par­
te víctimas y en parte verdugos). Más bien he preferido dedicar este
primer tiempo a señalar las relaciones entre religión y violencia de las
que no siempre somos conscientes. Me parece entonces que cual­
quier reflexión cristiana sobre la violencia tendría que tomar en serio
una sana autocrítica que nos permita reconocer que la violencia está
agazapada a la puerta (cf. Gn 4,7), aunque seamos cristianos que
optamos por la civilización del amor.
2.Un cristianismo no-violento
He expresado mi convicción de que el cristianismo tiene potenciales
espirituales, semánticos y prácticos que están orientados a un mundo
no-violento. Al mismo tiempo, he sostenido que el cristianismo adoptó
la violencia en determinados hechos históricos. Por lo tanto, en este
segundo apartado voy a ofrecer algunos elementos que nos ayuden a
imaginar un cristianismo no-violento para un mundo no-violento.

a) Releer las Escrituras


Un cristianismo no-violento se inspira en el compromiso por la no-
violencia que proponen las Escrituras. Más allá de la posible oposi­
ción entre el Dios violento del A.T. y el Dios compasivo del N.T., una
hermenéutica de la no-violencia recorre los caminos de paz, justicia
y libertad que atraviesan la Biblia, a la vez que mira críticamente los
textos que ocultan una visión religiosa teñida de violencia, venganza y
castigo, tanto en el A.T. como en el N.T. En el corazón de esta búsque­
da emerge la persona de Jesús de Nazaret como el siervo sufriente de
Dios que superó la violencia en la cruz.

b) Recuperar la tradición
Un cristianismo no-violento bebe del pozo de su propia tradición; sin
desconocer su responsabilidad por la violencia ejercida en nombre
de Dios, recupera los contextos, las intuiciones, las espiritualidades,
las teologías y las prácticas de cristianos que como Francisco de Asís,
Bartolomé de Las Casas, Martin Luther King Jr., Teresa de Calcuta y
Óscar Romero apostaron por la convivencia pacífica en la tierra. El
cristianismo recobra el testimonio olvidado de los movimientos que
encarnaron un estilo de vida fundado en el reconocimiento, el respeto
y el cuidado. La tradición cristiana pacífica es un aliciente para los
hombres y las mujeres que siguen trabajando como hijos y como hijas
de la paz en los barrios, las escuelas, los talleres, los hospitales y las
cárceles.

c) Recrear una comunidad cristiana no-violenta


Un cristianismo no-violento promueve una cultura de paz al interior
de la misma Iglesia. Este cristianismo recrea las relaciones humanas
desde los valores del evangelio, evitando toda forma de violencia en­
tre hermanos y hermanas, sin reproducir la conducta de los que go­
biernan las naciones con violencia (cf. Le 22,25), de los que imponen
sus doctrinas con amenazas, de los que resuelven los conflictos con
castigos, etc. Será clave entonces cómo se asume dentro de la Iglesia
la tolerancia ante la diferencia: qué se hace con los disidentes que
“atentan” contra la identidad del grupo.

d) Reconstruir una sociedad humana no-violenta


Un cristianismo no-violento se empeña en la reconstrucción de una
sociedad no-violenta. La acción crítico-constructiva de los cristianos
presentes en el mundo empieza por mostrar que otro mundo no-vio-
lento es posible: se promueve la paz como el fruto de la justicia, se
enseña la resolución pacífica de los conflictos, se visibiliza la solida­
ridad con los afectados, se acompaña a las víctimas en la curación
de sus heridas, se intercede por la reparación de los daños, etc. Los
cristianos y las cristianas se sienten convocados a colaborar con otras
personas en la reconciliación del mundo.

e) Resituar el cristianismo
Un cristianismo no-violento busca resituarse en el pluralismo de las
religiones y las culturas. El cristianismo revisa sus creencias y sus ac­
titudes que podrían disparar la violencia. La Iglesia se deja interpelar:
¿cómo seguir radicalmente a Jesús sin caer en el fanatismo?, ¿cómo
comunicar la verdad de la palabra de Dios sin ser fundamentalista?,
¿cómo vivir la pasión por el evangelio sin ser agresivo?, ¿cómo re­
conocer la salvación en la Iglesia sin ser sectario?, ¿cómo sabernos
elegidos sin discriminar a los que sienten, piensan o actúan distinto?
En este sentido, la tolerancia es la virtud de los que evitan la violencia.
El cristianismo hace creíble entonces que la salvación, liberación y
sanación que ofrece Jesús son una respuesta a la condición humana
violentada.
Me gustaría añadir que los elementos planteados se enriquecen
cuando se asume una perspectiva ecológica cristiana. La crisis ecoló­
gica nos ha hecho conscientes de que la violencia ejecutada contra la
humanidad tiene terribles repercusiones para el planeta, así como el
maltrato del planeta acarrea consecuencias nefastas para los seres
humanos. La paz de la creación incluye a todo lo creado por Dios.

3.Otro Dios y otra ética


Hablar de Dios en un país violento reclama una revisión de nuestras
creencias y nuestras acciones: los modelos, las metáforas o los con­
ceptos que tenemos de Dios están íntimamente vinculados con la
conducta que asumimos en la vida.
Cuando hablo de “otro” Dios, evidentemente no me refiero a que cam­
biemos de Dios, sino a que necesitamos revisar nuestros modelos,
36 metáforas y conceptos acerca de Dios. Al respecto, debemos superar
el modelo de un Dios disociado de o enfrentado a lo humano: un mo­
delo en el que la trascendencia divina abre un abismo entre Dios y el
ser humano (entonces en nombre de Dios se puede agredir a las per­
sonas), al punto de que en algunos casos el propio Dios aparece como
una suerte de rival del ser humano (entonces la lucha de Dios contra
el pecado se traduce en la violencia de una persona contra otra). En
cambio, en el modelo del Dios encarnado, que asume la condición
humana histórica, el ser humano no se acerca a Dios alejándose de
sí mismo.
Por otra parte, tendríamos que ser más conscientes, críticos y crea­
tivos en el uso que hacemos de las metáforas cuando hablamos de
Dios. Es verdad que unas metáforas se prestan más que otras para
una interpretación ambigua por parte de los creyentes; sin embar­
go, considero que en alguna medida todas pueden ser objeto de una
deformación: desde “el padre de los pobres” hasta "el señor de los
ejércitos” (incluido “el juez de los vivos y los muertos"). No debemos
olvidar que el lenguaje con que hablamos de Dios es analógico, donde
la desemejanza siempre es mayor que la semejanza.
Al mismo tiempo, donde fuera necesario habrá que purificar nuestros
conceptos para evitar que se presten a malentendidos que acaben
sugiriendo actitudes violentas en Dios o que terminen justificando ac­
ciones violentas de unos contra otros. En tal sentido, existen doctrinas
sensibles, como es el caso de la visión del sacrificio de Jesús en la
cruz como una satisfacción al Padre por los pecados cometidos por
todos los seres humanos. Debo aclarar que no estoy diciendo que ta­
les doctrinas sean violentas en sí mismas, sino que suelen prestarse
a una deformación asociada a la violencia.
Al mismo tiempo es necesaria una ética orientada a la superación de
la violencia a niveles personal, local y global. En nuestro caso, esta­
ríamos ante una ética fundada en la fe cristiana: inspirada en los va­
lores del evangelio, motivada por la praxis de Jesús y orientada por el
magisterio vivo de la Iglesia. Cabe subrayar que la ética cristiana tiene
el enorme desafío de dialogar con éticas seculares, con personas de
buena voluntad que quieren colaborar en la construcción de una con­
vivencia pacífica, pero que no comparten los mismos presupuestos
culturales, filosóficos o religiosos.
Es preciso madurar en la conciencia la opción ética de la no-violencia
expresada en la Biblia, desde el “no matarás” (Ex 20,13) de Dios en
la montaña del Sinaí hasta el “no opongan resistencia armada al mal”
(Mt 5,39) de Jesús en el sermón de la montaña. Los principios funda­
mentales de la propuesta ética cristiana contra la violencia radican
en el respeto a la persona y en la defensa de la vida. Una vez más, el 37
concilio Vaticano II es buen ejemplo de una visión amplia de las impli­
cancias de la violencia y la injusticia, al enumerar algunas situaciones
que se oponen a la vida:
“Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cual­
quier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo
suicidio voluntario: todo lo que viola la integridad de la perso­
na humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y
mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo
lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones in­
frahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las de­
portaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas
y de jóvenes: también las condiciones ignominiosas de trabajo
en las que los obreros son tratados como meros instrumentos
de lucro, no como personas libres y responsables: todas estas
cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al co­
rromper la civilización humana, deshonran más a quienes los
practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente
contrarios al honor debido al Creador” (GS 27).
La superación de la violencia implica la promoción de la paz. Por lo
tanto, habrá que recordar sencillamente que la paz es un atributo
esencial del Dios de los cristianos, además de que es al mismo tiem­
po don divino y tarea humana. En su propia realización la paz es mu­
cho más que la simple ausencia de guerra, puesto que representa la
plenitud de la vida. La paz es la meta de la convivencia social entre
personas iguales y distintas. En definitiva, se requiere no solo una
ética para la vida cotidiana en los ámbitos locales, sino también una
ética de alcance planetario en defensa de la vida.
Cuando el padre Mateo Garr se refería al “abrazo reconciliador de Je­
sús en la cruz”, me acordé que el teólogo croata Miroslav Volf ha escri­
to que las categorías de “opresión” y “liberación” (que son adecuadas
para estudiar la explotación económica y la dominación política) de­
berían complementarse con las categorías de “exclusión” y "abrazo”
(que son adecuadas para estudiar los conflictos culturales). Parecen
sugerir que lo trágico de la violencia no es solamente la opresión, sino
la exclusión, la eliminación o la expulsión del otro. Volf propone una
“teología del abrazo” basada en la metáfora del “abrazo”: en el gesto
del abrazo, yo abro mis brazos para crear en mi interior un espacio
para el otro. Los brazos abiertos son una señal de que no quiero estar
únicamente a solas conmigo, son una invitación al otro para que entre
y se sienta conmigo como en su casa. El apretón al cerrar los brazos
es un signo de que quiero que el otro se convierta en parte de mí mis­
mo, sin que ninguno pierda su identidad propia. □
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