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CULTURA ENTEÓGENOS Y EMOCIONES

DESPEJANDO EL CAMINO HACIA UNA ANTROPOLOGÍA DE LAS EMOCIONES


Dr. Josep Mª Fericgla
Societat d'Etnopsicologia Aplicada i Estudis Cognitius
Prof. MGS de la FBG-Universitat de Barcelona

Es algo ya sabido que las emociones constituyen un elemento esencial y a la vez paradójico de nuestra
existencia humana. Su estudio es uno de los campos de investigación más complejo al que alguien
pueda enfrentarse. Actualmente dedican sus recursos al estudio de las emociones ramas de la ciencia
tan distantes como la biología, la psicología clínica y social, las ciencias de la comunicación, la
neurología, la farmacología y la bioquímica, la etología, las matemáticas y la robótica. Y todo ello sin
olvidar el arte y las religiones que, en nuestras sociedades, han constituido el campo tradicional de
socialización de las emociones (además de la familia). En sentido contrario, la antropología y la
sociología, ciencias de la conducta que deberían tener las emociones en su punto de mira fundacional,
parecen ignorarlas. A pesar de esto, no es ninguna idea absurda organizar las culturas según la
emoción dominante en cada una. Me refiero a dirigir la atención tanto al modelo emocional ideal de
cada cultura, como al modelo emocional real que regula las relaciones sociales y el comportamiento.
Para poner un simple ejemplo, el cristianismo católico propone como emoción ideal el amor, la
fraternidad y la plenitud del gozo de vivir, pero el sentimiento real en el que encultura a las sociedades
crecidas bajo sus nubes es el de profunda culpa. El miedo al castigo domina el cielo cristiano.

Vayamos, pues, por partes. En el presente artículo trataré de caminar de lo más simple a lo
más complejo, de lo más arcaico a lo más actual y de una concepción estática de las
emociones en la cultura a otra concepción más abierta y sistémica. Comencemos por ajustar
los conceptos ¿Qué es una emoción? ¿Cómo hay que entenderlas desde la antropología?
¿Hay espacio para una Antropología de las emociones o, como afirmó cierta escuela francesa
contemporánea, es un campo caótico que carece de interés para la antropología?

I.

Alguna idea inicial acertada sobre la naturaleza de las emociones humanas puede extraerse de
la propia etimología del término. Nuestra palabra “emoción” proviene del latín emotional, que significaba
“acto de remover”; y del verbo emotio, que venía a significar “alejarse” y “moverse”. De ahí los juegos
de palabra ingleses actuales que parten de la raíz motion, moverse y emoción a la vez. Para nuestros
ancestros latinos, pues, la emoción tenía algo que ver con el movimiento, con la acción.

Para la biología, las emociones suponen un complejo proceso hormonal, fisiológico e incluso
muscular que sirve para establecer y asentar la vida en sociedad. Para la psicología, simplificando, las
emociones suponen el impulso básico de la mente consciente además de una fuente de patologías
diversas si han sido mal socializadas. Para las grandes religiones ¾cristianismo, budismo, islamismo,
hinduismo¾ las emociones son, en el fondo, el objeto central de su motivo de existir que consiste en
socializar ciertos impulsos emocionales ¾como la ira o el terror a la muerte¾ para orientarlos hacia el
amor y el gozo de existir. En definitiva, para favorecer la vida en sociedad. Desde la antropología, las
emociones deben entenderse como el campo básico sobre el cual se crea la red de conexiones y
prácticas sociales que devienen en sistemas y contenidos culturales. Así pues, las emociones son la
matriz sobre la que se mueve la vida social.

Por ejemplo, gracias el estudio de la mente y de la importancia que tiene en la construcción del
mundo habitado por los humanos, cada día aparecen más datos que permiten afirmar, sin lugar a
dudas, la existencia de profundas relaciones entre el cáncer y el sistema endocrino (donde residen
principalmente las emociones); entre el estrés, las depresiones emocionales y el sistema inmunitario (a
mayor estrés, menor eficacia inmunológica); entre las alergias físicas, hasta ahora atribuidas de forma
genérica al polen primaveral, y las fobias o miedos psicológicos, y un largo etcétera más que hoy
constituye el interesante objeto de estudio de la psicoinmunología.

Para poner otra ilustración del peso de las emociones y de los procesos mentales en la vida
física, cabe citar la importancia del factor placebo en la vida humana. Un estudio dirigido por el Dr. B.
Materson del Veteran Affairs Medical Center de Miami, puso de relieve que el 20% aproximado de los
ancianos de Florida (EE.UU.) regulan su hipertensión con un fármaco placebo que estiman eficaz. Por
otro lado, H. Beecher, de la Harvard University demostró que con el uso de placebos podía erradicar la
tos nerviosa y el asma a un 40% de sus pacientes. En estos casos, citados a modo de simple ejemplo
de otros muchos que se podrían mencionar, la mente desde su lado inconsciente y emocional ¾con un
elevado condicionamiento cultural¾ es la que regula procesos somáticos básicos y las interrelaciones
sociales que derivan de ellos.

Entrando en campos propiamente antropológicos, también sabemos de la incuestionable


relación que existe entre la tradición oral de transmisión de conocimientos, ciertos patrones culturales
específicos y la forma de vivir las emociones. La memoria está muy ligada a las emociones y las
personas socializadas en una tradición oral reviven las emociones como guión mnemotécnico de los
aconteceres que sucedieron en su vida. Es decir, no recuerdan los hechos del pasado en abstracto,
como haría un occidental, sino que sus asociaciones son de carácter eminentemente emocional. Para
recordar con detalle algún evento del pasado, primero evocan su mundo interior y reviven las
emociones asociadas a aquel evento. A través de los cambios emocionales es como los pueblos de
tradición oral pueden reconstruir los hechos de pasado en su mente. Sabemos también, por ejemplo y
para no ir más lejos con las ilustraciones, la gran relación existente entre el amor y la cultura. Cada
sociedad genera una determinada ideación sobre la importancia y naturaleza del amor y, desde luego,
no se trata ni de una emoción universal ni de una noción intelectual. El amor ¾sea lo que sea que se
entienda con este término¾ puede concebirse como algo de valor terapéutico ¾el investigador de la
Teoría de Sistemas H. Maturana, por ejemplo, en octubre del 2000 imparte un seminario sobre el amor
como terapia, en Barcelona¾, puede ser entendido como una emoción religiosa, como una atracción
profana, como... En nuestras sociedades tradicionales el amor era entendido como el instinto de
atracción que justificaba las uniones matrimoniales ¾a pesar de que en muchas épocas de la historia
de Occidente las futuras parejas eran acordadas por los progenitores, como sigue sucediendo en buena
parte del mundo árabe. En algunas sociedades se entiende el amor con lo que podríamos denominar
con un genérico “emoción espiritual”, en tanto que en otras es entendido como algo más carnal; e
incluso el enamoramiento es interpretado como enfermedad en diversas otras culturas (FERICGLA,
1997 y 2000). Los orientales, en especial la cultura japonesa, afirman que los occidentales damos
demasiada importancia al amor romántico, que no ocupa un lugar tan central como el que le damos en
nuestras vidas. En cambio, en el mundo tradicional persa se daba tal importancia a este sentimiento
que se decía que las personas tenemos un camino fijado desde que nacemos y que tan solo el amor o
la muerte nos desvían de tal camino.

Todavía hay un largo etcétera más que podría incluir el amor y el desamor como justificación,
en ciertas sociedades, de actos violentos, suicidios, desajustes en sus prácticas cotidianas, locuras
pasajeras o sacrificios espléndidos y altruistas. O simplemente la inexistencia de alguna vivencia,
culturalmente consensuada, equivalente a lo que en castellano entendemos por amor. Todo ello ilustra
un campo de investigación antropológica de primera magnitud que aun está por explorar.

En este campo de estudio centrado en la consciencia y en las emociones, existe un ámbito de


especial y fecunda profundidad para la antropología. Me refiero al estudio de los Estados Modificados
de la Consciencia (EMC) y a su larga relación con la cultura, el arte, la religión, las curaciones y la
historia de cada sociedad. Y ello tanto si los EMC están inducidos por propulsores químicos
(enteógenos, estupefacientes, estimulantes emocionales) como si lo están por técnicas biomecánicas
(respiraciones especiales, deprivación sensorial, danzas extáticas, ayunos místicos). Más adelante me
referiré de nuevo a los EMC y a su gran relación con la educación de las emociones en las culturas.

II.

Por un lado, las emociones impulsan y dan forma a nuestras reacciones frente a los estímulos
que nos llegan; en especial, frente a los demás seres humanos. Por otro lado, las emociones influyen
profundamente en nuestras percepciones y procesos cognitivos; es decir, que afectan la memoria, la
capacidad de raciocinio, la de discriminación, etc. y además las emociones condicionan la forma en que
cada ser humano establece sus relaciones con los demás y consigo mismo. De ahí que podamos
afirmar que las emociones están en la base del mundo en que cada uno vive inmerso y que la
desmedida emocional, sea en más o en menos, es uno de los pocos signos universales de anomalía.

El principal problema teórico que presentaba hasta ahora el estudio analítico de las emociones
y su relación con la cultura era el mismo interrogante del huevo o la gallina, o del bipedismo y la
inteligencia. ¿Qué sucedió primero en la historia de nuestra especie: el bipedismo necesario para usar
las manos en menesteres más complejos, lo cual impulsaría el desarrollo del neocórtex; o vino primero
el desarrollo del cerebro que animó a aquellos homínidos a levantar la cabeza del suelo? Con las
emociones el problema es que, sabiendo que se trata de señales que alimentan y son alimentadas a su
vez por la vida en sociedad ¿qué estuvo antes, la expresión emocional como señal o la vivencia
subjetiva de cada emoción, tal vez aun inexpresada? De ahí la importancia que debe dar la
antropología al proceso de enculturación de las emociones básicas. Podemos reír, manifestar tristeza,
incluso llorar para simular una emoción sin que haya una vivencia subjetiva previa; en sentido contrario,
podemos sentir una emoción muy profunda sin manifestar la menor señal externa de ello. Pero también
sucede que el hecho de expresar arbitrariamente una emoción moviendo los músculos que la
manifiestan ¾reír o llorar¾, acaba despertando la propia vivencia subjetiva. Así pues, la forma de
expresión emocional depende del proceso de socialización recibido pero ¿y la vivencia subjetiva
emocional? ¿Cuánto de ello adquirimos con los valores sociales y cuánto es connatural en el hecho de
ser humano? De nuevo nos hallamos en el límite sistémico de la vida humana, donde la biología y la
cultura se entrelazan de forma (casi) inseparable para continuar la historia de la humanidad.

La biología ha puesto de relieve la existencia de un lenguaje bioquímico molecular de las


emociones, los péptidos ¾se conocen unos 60 péptidos distintos¾, pero la antropología no ha hecho
todavía su parte de estudiar cómo la cultura transforma estas pulsiones biológicas en modos de cultura,
en señales comunicativas. En este sentido, parece claro que las culturas modelan y educan las
emociones por medio de los ritos y de los mitos. En especial de los ritos. La existencia de la vida ritual
constituye la columna vertebral de las sociedades no occidentales y, si seguimos las propuestas el
algunos teóricos, los ritos también son el centro de las actividades cotidianas más repetidas en la vida
occidental. El verdadero rito en acción sirve de marco para realizar pactos sociales y, a la vez, como
estructura para vivir profundamente las emociones y educarlas. El proceso que cada usa colectivo para
educar las emociones básicas de los recién llegados y, a la vez, enseñarles a sentir y a expresar
sentimientos culturalmente codificados, es un punto nuclear para comprender los factores esenciales
del orden sistémico que es cada sociedad. Repito, las emociones constituyen la red sobre la que se
conforma la vida social.

Según E.R. Dodds, reputado lingüista y especialista en el mundo clásico, los griegos áticos del
siglo V a.C. y sus predecesores jonios, se referían al “yo” con la palabra psykhé, traducible por el yo
emocional más que el yo racional. Nuestros ya lejanos ancestros griegos consideraban la psykhé como
sede del valor, de la pasión y la compasión, de la ansiedad y del apetito animal. De hecho, nunca se
mencionó la psykhé como sede de la razón con anterioridad a Platón. Así por ejemplo, y citando el texto
de Dodds, Anacreonte le dice a la mujer a quien amaba: “eres la dueña de mi psykhé”; Simónides habla
de: “hacer pasar un buen rato a su psykhé”; y en un epitafio en Eretria, del siglo VI a.C., el personaje
enterrado se lamentaba de que la profesión de marino: “da pocas satisfacciones a la psykhé”. Para los
griegos clásicos, pues, no existía ningún antagonismo entre la psykhé ¾las emociones¾ y el soma ¾el
cuerpo. Para ellos, la psykhé era meramente el correlato mental del soma. El intelecto era denominado
con la palabra gnome y ambas dimensiones, la emocional y la intelectual, se englobaban bajo un
término medio, el phrónema (DODDS, 1999; 136-137).

En este sentido, los griegos del siglo V a.C. imaginaban la psykhé ¾las emociones¾ habitando
algún lugar de las profundidades del organismo, desde donde hablaban a su dueño con voz propia. La
emociones griegas no eran prisioneras del cuerpo como promulgó más tarde el mundo cristiano, sino
que eran entendidas justamente como la vida o el alma que anima el cuerpo. En él se sienten a gusto,
como en su propia casa. Y no es una mala forma de describirlo. Nuestra ciencia ha corroborado lo
mismo a partir de los estudios de psicobiología y de neuroanatomía: las emociones habitan el cuerpo
de forma global, en forma de péptidos que se distribuyen por todos los órganos y tejidos. Es decir, todo
el cuerpo responde al lenguaje químico de las emociones, las vive.

Los griegos clásicos, como la casi totalidad de sociedades no cristianas y no industrializadas,


no creían en el más allá ni en un determinado orden natural sino que sentían deliberadamente la vida.
Las emociones primaban, eran la realidad a partir de la que se construían las relaciones con el mundo.
Así por ejemplo, los alimentos y juegos que dejaban los griegos en las tumbas de sus muertos ¾ya
desde tiempos neolíticos¾ no era la respuesta a una creencia en el más allá sino que era una respuesta
directa a sus impulsos emocionales, sin que mediase ninguna teoría abstracta sobre la permanencia de
las almas. Como cuando un niño da de comer amorosa y cuidadosamente a su caballito de juguete: se
abstiene de matar su vivencia emocional aplicando criterios de racionalidad al objeto muerto, a pesar de
que el niño sabe que el caballito es un juguete inerte.
A pesar de la gran importancia de las emociones, estamos aun muy lejos de entender en su
totalidad qué son y cómo se producen, y estamos más lejos aun de comprender hasta dónde configuran
y son modeladas a la vez por cada cultura. Solo sabemos que juegan un papel básico en nuestra
producción cultural, lo mismo que los EMC. Y a pesar de ello, ha habido escasos intentos de clasificar
las culturas partiendo del tratamiento y socialización que dan a las emociones. Muy pocos trabajos
antropológicos se han interesado en construir una Teoría Cultural de las Emociones. En este sentido, la
actual psicología cultural-evolutiva está ocupando un territorio que hubiera debido labrar la
antropología.

Algunos de los pocos casos mencionables como precursores de una antropología de las
emociones son la antropóloga anglosajona Ruth Benedict quien, en su obra El crisantemo y el sable,
propuso dividir los pueblos en culturas de vergüenza y culturas de culpabilidad. Los griegos clásicos y
la mayoría de los pueblos indígenas americanos son ejemplos de Culturas de Vergüenza. En ellas, todo
lo que expone a un hombre al desprecio o a la burla de los demás es vivido como algo insoportable,
llegando incluso a propiciar el suicidio. Justo lo contrario de lo que sucede hoy, por ejemplo, con la
mayoría de nuestros políticos quienes actúan impermeables al desprecio y a las burlas de los
ciudadanos. No sienten vergüenza de sus actos a pesar de que puedan ser objeto de la repulsa de
muchos de sus conciudadanos. Esto sería la causa, siguiendo la propuesta de E.R. Dodds, de que
estas sociedades de la vergüenza acabaran proyectando en la intervención divina tanto los casos de
fracaso moral ¾tal podría ser la pérdida de dominio sobre uno mismo, por ejemplo¾ como también
todos aquellos eventos externos que incitaban a la burla ajena ¾cual sería un mal negocio o una
batalla perdida. Los dioses habrían sido los causantes de tales actos vergonzosos y el ser humano solo
era un juguete en sus manos. Los avatares que jalonan los veinte años que dura el regreso de Ulises a
Itaca, en la Odisea, es un ejemplo ilustrativo fundamental de cómo funciona una cultura de la vergüenza
en la cuenca mediterránea.

En otras sociedades, en cambio y según R. Benedict, el tono dominante es el sentimiento de


culpa, son las Culturas de la Culpa. El cristianismo es el ejemplo más cercano que tenemos y no me
alargaré sobre ello porque lo vivimos todos desde dentro con más o menos intensidad. En todo caso, es
ilustrativo del funcionamiento de estas sociedades de la culpabilidad uno de los últimos edictos del
actual Papa, Juan Pablo II. En él, el Sumo Pontífice de los católicos declaró que corregía el estado
espiritual en que se hallaban todos los pueblos no cristianos. Hasta aquel momento, las sociedades no-
cristianas (que no significa ateas) no eran juzgadas por esta tremenda religión de la culpabilidad:
quedaban al margen de sus dictámenes y pecados. Pero desde hace unos pocos años, el Papa
dispuso que no habría más marginalidad, que la Iglesia Católica debía extenderse a todos los humanos.
Por tanto, cada ser humano o bien está en gracia de Dios ¾del Dios cristiano, naturalmente¾ o es
culpable de ignorancia y está en pecado. Por tanto, todos los humanos no cristianos han sido
unilateralmente declarados “culpables de pecado”; la cultura de la culpa lanza sus zarpas más allá de
toda frontera geográfica o cultural. No es extraño el gran interés y las muchas páginas que S. Freud
dedicó al estudio de este sentimiento, de la culpa.

Además de esta propuesta de dividir las sociedades en culturas de culpabilidad y culturas de


vergüenza según se orientaran los patrones de control social, Ruth Benedict también propuso dos
nuevas tipologías según el trato que daba cada cultura al ámbito emocional extático.

Esta autora recibió la influencia de la escuela de historiadores de Dilthey y Spengler, y trató de aplicar
la dicotomía de F. Nietzsche entre apolíneos y dionisíacos al contraste existente entre los indios Zuñi,
una etnia apolínea altamente formal perteneciente a los Pueblo del sudoeste de los Estados Unidos, y
dos grupos violentamente dionisíacos vecinos de los Zuñi: los indios de los llanos y los Penitentes
mexicanos, ambos consumidores regulares de peyote, el potente cactus visionario. A pesar de esta
clasificación de las culturas entre apolíneas y dionisíacas, R. Benedict no siguió literalmente la
propuesta de F. Nietzsche, sino que las definió de la siguiente forma: “El dionisíaco persigue los valores
de la existencia aniquilando las cadenas y los límites de la existencia; en sus momentos más valiosos,
éste trata de escapar de los límites que le imponen sus cinco sentido, intenta penetrar en otro orden de
la experiencia (...). El apolíneo desconfía de todo eso, y con frecuencia sabe muy poco de la naturaleza
de tales experiencias. Encuentra los medios de proscribirlas de su consciencia” (BENEDICT, 1934).

El punto clave de R. Benedict era analizar el trato que recibía la experiencia extática en unas y
otras comunidades. En su opinión, los pueblos dionisíacos consumían psicotropos y eran buscadores
de experiencias emocionales límite, descontroladas. En cambio, las sociedades apolíneas apostaban
por la norma fría, seguían el dictado de sus patrones altamente formalizados relegando a unos pocos
especialistas, a chamanes y locos, la experiencia extática (para un comentario más extenso sobre este
importante punto entre las relaciones de la experiencia extática y la cultura, sugiero leer la propuesta de
Stephen Larsen que resumo en mi libro FERICGLA, 2000; o buscar el texto original, en LARSEN 1998,
donde el autor propone cinco etapas evolutivas para entender la relación entre el imaginario mítico o
transpersonal y la cultura).

También se debe a uno de los padres fundadores de la moderna antropología cultural, Franz
Boas, el haber realizado importantes observaciones sobre la dimensión cultural de las emociones y la
dimensión emocional de las culturas (en BOAS, 1992). Boas afirmó que una diferencia importante entre
las sociedades orales y las industrializadas era que las primeras parecían organizar su mundo a partir
de asociaciones emocionales, en tanto que los modernos pueblos con escritura parecen crear su
mundo a partir de asociaciones lógicas.

Así mismo, sobre la importancia del miedo al ridículo como motivación cultural cabe destacar la
obra El hombre primitivo como filósofo de Paul Radin, el entrañable profesor californiano de mediados
del siglo XX quien fue el primer antropólogo que escribió sobre

el determinante uso de enteógenos en las sociedades no occidentales. Él mismo fue, probablemente,


uno de los primeros investigadores contemporáneos que se sumergió en las visiones del peyote para
estudiar el peso real de este cactus psicotropo en las cultura y la vidas de los indios de Norteamérica.

Margaret Mead y Gregory Bateson también constituyen dos conocidas y fecundas excepciones
al desinterés antropológico por lo emocional. M. Mead investigó la hipotética universalidad de las
propuestas psicoanalíticas de S. Freud, cuya obra leyó estando ella en pleno trabajo de campo, y las
discutió en sus clásicas obras sobre la sexualidad en Samoa. En especial cabe mencionar algunos
artículos escritos en sus años ya maduros, los de 1967 y 1978. Por su lado, el biólogo y antropólogo G.
Bateson puso parte de las bases de lo que llegaría a ser la Teoría General de Sistemas y la Teoría de
la Comunicación, con especial énfasis en los aspectos cognitivos de la cultura. Su obra sobre la
educación de los niños en Bali es un modelo aun no seguido, y sus dos obras Pasos hacia una
ecología de la mente y Una unidad sagrada son precursores de una auténtica antropología de las
emociones.

En la actualidad hay que mencionar algunos investigadores cercanos al tema que nos ocupa tales
como M. Cole, R. G. D’Andrade, J. M. Ingam, C. Geertz, Schweder, P. Kay, J. Bruner, R. A. Paul, W. La
Barre, más otros que no cito por no alargar la lista. No obstante, el objeto de estudio de estos y otros
distinguidos autores no se centra tanto en una auténtica antropología de las emociones sino en una
antropología cognitiva o psicológica, o en una psicología antropológica.

Para acabar con este pequeño repaso histórico ¾en absoluto exhaustivo¾ de precursores y
textos sobre el tema que nos ocupa, me permitiré citar una interesante novela contemporánea
descriptiva de las emociones y de su peso en la cultura. Se trata de la última obra del escritor checo
Milan Kundera (KUNDERA, 2000), titulada La ignorancia. Es un interesante texto sobre las diferencias
culturales respecto y a partir de la nostalgia y la añoranza. El libro, a pesar de ser una novela, empieza
con un capítulo dedicado al análisis etnolingüístico de los términos equivalentes a nostalgia y añoranza
en diversos idiomas, y lo que significa en y para cada pueblo el tener o carecer de categorías
lingüísticas para referirse a estos sentimientos. M. Kundera pone de relieve la importancia cultural en la
conformación de las emociones y de los sentimientos tal y como son vividos subjetivamente.

Otros ejemplos de igual peso, son el sentimiento de morriña que dicen sufrir los gallegos
cuando están lejos de su tierra. La morriña es una determinada añoranza de la lluvia, los olores y del
verde especial que tiene la naturaleza en Galicia, al noroeste de España, a lo que se añade una mezcla
de tristeza, pena, angustia, desazón y otros sentimientos de difícil descripción en castellano. La morriña
es intraducible lingüística y culturalmente. Lo mismo puede afirmarse de la tuza, emoción típica de la
Colombia andina, de los llamados paisas. Sufren de tuza algunos hombres al ser abandonados por su
amada y es ¾para intentar una traducción libre¾ una mezcla de pena, rabia, frustración, sequedad
interior, tristeza, abandono y temor infantil, casi me atrevo a decir que temor edípico. En sentido literal,
la tuza es la parte central, seca y leñosa, que queda de una mazorca de maíz al extraerle los granos.
Los colombianos saben reconocer cuando alguien está entuzado porque se embriaga de aguardiente y
se pone a cantar una misma canción melancólica durante horas y horas, a veces noches enteras,
evocando el ser querido sin nombrarlo aunque todo el mundo lo sabe (lo cual forma parte esencial de la
socialización de la tusa), y a veces llorando. Alguna mujer ha estado también entuzada, pero
generalmente son los hombres quienes experimentan este sentimiento. Ser capaz de vivenciar
subjetivamente la tuza, como toda experiencia emocional, no es solo una cuestión de modismos
idiomáticos sino que se trata de realidades culturales inexportables.

Pongamos un otro ejemplo del peso de la cultura en el aprendizaje de las emociones, en su


expresión y en la importancia de todo ello al marcar la tensión de la red social. Para muchos europeos
meridionales, la expresión emocional típica norteamericana es percibida como algo infantil, vacío y
totalmente carente de temple. Creen que la mayor parte del tiempo, los norteamericanos reprimen sus
emociones y se pasan el día “con una sonrisa boba en la boca”. De ahí que los sectores más críticos
contra la Nueva Era ¾a los que me sumo¾, vean en este movimiento norteamericano de la “felicidad
vacía de ser uno mismo sin dolor” una tendencia narcisista, ingenua e infantil. Una tendencia emocional
propia de personas atrapadas en una adolescencia permanente, con problemas de identidad y de
expresión de sus emociones, y muy en especial en referencia a la emoción del enojo o beligerancia.
Los europeos meridionales valoran de una forma positiva, en ciertos momentos, la expresión de la ira;
consideran que un hombre viril debe tener arrestos, y ello siempre contiene una buena dosis de rabia
bien dirigida. Pero los anglosajones la reprimen en extremo, impidiendo que sus hijos expresen la ira en
todo momento. La emoción feisty ¾to be feisty¾ está mal considerada en el mundo anglosajón. Por
ello, estas sociedades frías sienten que los latinos y mediterráneos se dejan llevar en exceso por las
emociones, en especial por la ira. Generalmente, el norteamericano medio no puede soportar la
intensidad emocional latina, viviendo la expresividad mediterránea con desprecio y envidia a la vez.
Todo ello, como es obvio, condiciona las relaciones sociales entre unos y otros. La red social se
construye sobre las emociones y sentimientos específicos en que ha sido enculturada cada sociedad.
Lo que más nos acerca a los demás humanos no es tanto compartir un mismo idioma, un mismo
estatus social o habitar un mismo territorio, sino ser cómplices en las mismas expresiones emocionales,
en las mismas vivencias sentimentales.

Aprovecho este punto de mi conferencia para realizar una importante aclaración terminológica:
entenderé los sentimientos como emociones que han pasado por el filtro de la consciencia y, por tanto,
de la cultura. Los sentimientos son emociones secundarias o derivadas, culturalmente condicionadas y
aprendidas, de las que el sujeto es consciente.

III.

Historia de una amnesia

Al margen de las opiniones del soporífero estructuralismo francés, debemos reconocer que las
emociones son una parte esencial de los mecanismos que regulan la vida social. En este sentido, son
una foco crucial de interés en el proceso de educación de todo pueblo humano y especie animal. Así
pues, llegados a este punto cabe plantearse la pregunta directa ¿por qué la antropología se ha
mantenido tan alejada del estudio de las emociones? ¿Por qué las emociones se han entendido, casi
exclusivamente, como fenómenos psicobiológicos y no han formado parte de los objetos de estudio de
las ciencias de la conducta y de la cultura hasta muy recientemente?

A pesar de las avanzadas propuestas decimonónicas del psicólogo William James (1890) y de Charles
Darwin (1872), cuyos marcos teóricos sobre la naturaleza de las emociones iluminaron tanto el mundo
humano como el animal, ha tenido que pasar un siglo ¾hasta la década del 1970¾ para que la
investigación de las emociones iniciara su camino de una forma sistemática (IZAR, 1978; 1-2). Hasta
entonces y con alguna contada excepción, ni la psicología ni la biología, y menos la antropología o la
sociología, se habían interesado por las emociones.

La reflexión sobre este vacío ¾que ahora no me alargaré en detallar¾ permite observar una de las
facetas más antropocéntricas de la historia de las ciencias de la conducta. El campo epistemológico en
que se ha cultivado la lógica racional es radical: expulsa de su dominio toda hipótesis que comprometa
su discurso sobre el ser humano, entendiéndolo en tanto que perfecto y brillante creador del
pensamiento lógico racional. De ahí el áspero contraste de estos últimos tres siglos entre la razón y el
sentimiento, entre la lógica y los instintos, y entre la razón y las emociones.

Hace pocos, muy pocos, años que se ha empezado a aceptar seriamente que somos animales y que
como tales tenemos dos caras. Por un lado, está la cara de las emociones, de los afectos y de los actos
irracionales. Por otro, está la de la capacidad de procesamiento analítico. Y ambas dimensiones de la
mente humana se afectan mútuamente, son caras de una misma moneda. Hasta los años 1970-80 la
cultura oficial oponía emoción a conocimiento, lo emocional frente a lo proposicional (RIBA, 1989; 10 y
ss.). De ahí, la orgullosa postura del estructuralismo francés de alejarse de las emociones por
considerarlo algo irracional y caótico. En un tono más anecdótico, también cabe recordar que en
muchos sectores de las universidades anglosajonas y europeas, el epíteto “emocional” poseía ¾¡y aun
posee!¾ connotaciones despectivas o, como mínimo, pocas veces tiene un tono positivo. En cualquier
Academia de Ciencias, decirle a alguien que es demasiado emocional implica una cierta acusación de
que no sirve para la ciencia, de lo cual deriva una cierta acusación implícita de que no sabe desarrollar
su parte más elevadamente humana, la lógica racional. La misma oposición entre razón productiva y
cálida emoción la observamos extendida hoy a categorías continentales.

Desde Europa, Canadá y los EE.UU. se habla “del sur” con cierto desprecio para referirse
genéricamente a poblaciones poco productivas, desordenadas y de sangre caliente. En definitiva,
emocionales. Hay un disco de conocido cantautor catalán Joan Manel Serrat titulado El sur también
existe, en el que reivindica la validez de un sur emocional, rural, cálido y artístico frente al norte
industrial, urbano, racional y frío. Este contraste del norte frío y productivo frente a un sur emocional y
desordenado lo observamos tanto en Europa (Alemania, Escandinavia, Gran Bretaña… frente a las
desordenadas y emocionales España, Portugal, Italia y Grecia; y toda Europa frente a la vecina África),
como en América (los productivos EE.UU. y Canadá frente a los países de sangre caliente de Centro y
Sudamérica).

En resumidas cuentas, la escasa valoración cultural que recibieron las emociones y los afectos en
contraste con la soberanía del pensamiento analítico han supuesto una estrategia más ¾¡y ciertamente
muy efectiva!¾ para apoyar el magno proyecto de las áridas y controladas sociedades urbanas
estatales e industrializadas de la civilización occidental frente a cualquier otra forma de cultura humana.
Por ahora, el Estado ha vencido a las sociedades. Para las emociones y la naturaleza, cada persona es
un ser individual, concreto y complejo, definido por su sentir; pero para el Estado cada persona es tan
solo una cifra de la que se calculan racionalmente los impuestos que debe entregar y la intención de su
voto para perpetuar al propio Estado.

Esta oposición entre emoción y lógica racional ha sido una de las estrategias más eficaces para
consolidar, de una vez por todas, un desierto que separara el animal y el ser humano, la sociedad
industrial y la naturaleza. De ahí que la antropología y otras ciencias de la cultura y la conducta,
atrapadas por esta manifestación de la soberbia humana, hayan prestado mayor atención al estudio de
los mecanismos de control social que a los sentimientos, a las vertientes más codificadas y predecibles
de la conducta que a los aspectos más vivos y cambiante vinculados a las emociones.

Por ello, me alegro especialmente de impartir esta conferencia en una universidad


latinoamericana, donde las emociones y los afectos no han sufrido este proceso demoledor de la
industrialización y post industrialización y donde los arrebatos extáticos o de ebriedad de todo tipo no
son mal vistos sino causan daño ajeno. Probablemente es aquí donde el terreno está más abonado
para que nazca una deseable antropología de las emociones.

IV.

Emociones animales y humanas

Siguiendo con la alienación de la antropología académica al ignorar el estudio de las


emociones, hoy se observa una nueva situación triplemente paradójica. Por un lado, el estudio de las
emociones fue rechazado a la vez por la psicología humana y por la etología animal, debido a un doble
motivo. Como he comentado, hasta los años 1970 se consideraba que los animales carecían de
emociones porque éstas selectas vivencias debían ser patrimonio exclusivo del ser humano.
Constituían el paisaje de fondo de un cosmos subjetivo que ¾se creía¾ falta completamente en los
demás organismos superiores. Las emociones nos hacen humanos, se decía popularmente. Pero en
cambio y al mismo tiempo, las emociones humanas no gozaban del favor de los científicos porque
desvelaban “el rostro menos humano” del Homo sapiens sapiens, el rostro que entraba en conflicto con
el dominio de la lógica racional, del análisis proposicional que impulsaba el progreso. Y este es el
escollo principal, aunque no el único, que ha desviado cualquier intento de construir una teoría unitaria
de las emociones (ibid, 13): ni se estudiaron en los animales porque eran algo demasiado humano, ni
tampoco se investigaron las emociones humanas porque es nuestra parte vergonzosamente animal.
Como se dice en España, los unos por los otros y la casa sin barrer.

En la actualidad, la situación ha cambiado rápidamente, y es aquí donde aparece el tercer pie de la


paradoja. Finalmente se acepta que las emociones son un ámbito propio ¾aunque no exclusivo¾ del
ser humano. Entre otros eventos significativos en este sentido, en los años 70 la psicología ve
expandirse la escuela de la Gestalt donde se empuja a los pacientes a vivir y expresar sus emociones
sin traumas, a identificarse abiertamente con ellas como camino terapéutico. Al mismo tiempo que esto
se acepta por una mayoría académica, la etología y la neurofisiología ponen de relieve que los demás
mamíferos también son movidos por emociones. También ellos disfrutan de un sistema neuroanatómico
y bioquímico que les capacita para tener vivencias emocionales, y se observa en los mamíferos ciertas
conductas expresivas cargadas de emoción en contextos eminentemente sociales, al igual que entre
los humanos (RIBA, 1988). Esto nos acerca más aun a los animales y a nuestra vertiente natural. En un
momento u otro de la historia contemporánea tenía que pasar.

Finalmente, uno de los últimos ataques a nuestra propia soberbia como especie ha venido, una vez
más, dada por la investigación científica. Estudios comparativos recientes sobre la composición
genética de los chimpancés y los humanos están convergiendo en la conclusión de que hay un máximo
de un 1% de diferencia entre los genomas de una y otra especie animal. Incluso hay especialistas en
genética, según los cuales este pequeño porcentaje está distribuido de tal manera que hace
inapropiado hablar de genes humanos frente a genes de chimpancé (COLE, 1999;144). En el siglo XIX,
Ch. Darwin afirmó que la diferencia entre humanos y homínidos es más de cantidad que de calidad. En
su época, esta afirmación, fue motivo de las burlas y críticas descarnadas que todos conocemos, y lo
sigue siendo: en algunas universidades norteamericanas actuales imperan como objetivas las
afirmaciones metafóricas de la Biblia sobre los 10.000 años de antigüedad del ser humano, y en los
colegios de los EE.UU. está prohibido explicar la teoría evolucionista. En cambio, hoy los primatólogos
afirman la presencia de cultura incluso entre los chimpancés en libertad. J. Goodall, la famosa erudita
en comportamiento de los chimpancés afirma que: “los chimpancés jóvenes aprenden los patrones de
uso de herramientas de la comunidad durante la infancia, por medio de una mezcla de facilitación
social, observación, imitación y práctica, con una buena cantidad de ensayo y error añadida”
(GOODALL, 1986; 561). Se sabe incluso que hay modas simiescas y que cada comunidad de
chimpancés puede construir las mimas cosas, por ejemplo elaborar herramientas destinadas a un
mismo fin, pero elaborarlas de forma distinta. Esto implica, ni más ni menos, que la existencia de una
cierta cultura.

Obviamente, aunque se observa un uso de herramientas entre los chimpancés en su hábitat natural, y
existe una intensa vida social animal, esta utilización y las normas sociales son extremadamente
rudimentarias comparándolas con los patrones humanos. Pero discutir este problema nos alejaría de
nuestro recorrido actual, la cultura en las emociones.

Partiendo de lo expuesto hasta aquí, deriva otro hecho muy importante para la antropología. Tanto si
aceptamos una definición amplia de la emoción ¾por ejemplo, de carácter neuroanatómico¾, como si
nos atendemos a una definición más rígida ¾de carácter psicológico¾ hay un hecho evidente en toda
conducta emocional: en aquellas especies animales donde es incontestable la existencia de expresión
emocional, ésta contribuye a moldear el entorno característico de la especie. Una teoría sistémica y
unitaria de la emoción debe partir del hecho de que, en buena parte, estos motores del comportamiento
esculpen el Umwelt o ambiente contextual que cada especie lleva impreso dentro y trata de reproducir
en su entorno. Es decir, las emociones tallan el mundo de significados y de acciones posibles en que
se mueve cada animal social incluyendo, naturalmente, a los seres humanos.

Dicho de otro modo, en la actualidad nuestra mente es interpretada, no como una suma de
pensamientos, recuerdos y decisiones, sino como una “práctica relacional” en la que los objetos, los
recuerdos y los contextos se presentan juntos, formando parte de un único proceso bio-socio-cultural de
desarrollo. De ahí que numerosos especialistas contemporáneos en antropología y sociología usen la
noción de “práctica” en los debates sobre el pensamiento humano. “El conjunto de las prácticas de una
sociedad proporciona el fundamento para la comunidad y el discurso” (COLE, 1999; 131). Hoy son las
prácticas, en lugar de los roles, los constituyentes básicos del sistema social. Y, en muy buena parte,
las prácticas están movidas por emociones.

De esta misma concepción parte la noción de habitus, propuesta por P. Bourdieu hace ya dos largas
décadas. El sociólogo francés define el habitus en tanto que: “sistema de disposiciones duraderas
transponibles que, integrando experiencias anteriores, funciona en todo momento como una matriz de
percepciones, apreciaciones y acciones, y hace posible el logro de tareas infinitamente diversificadas”
(BOURDIEU, 1977;82-83). Pero debemos reconocer que detrás de las prácticas y debajo de los hábitos
que definen y dan forma a cada sociedad hay un propulsor emocional que talla e impulsa la vida social,
tanto en animales superiores como en la vida cultural de los seres humanos. El hecho de no haber
reparado en ello hasta ahora se debe, probable y justamente, a que se trata de algo tan esencial en la
vida social compleja. El antiguo dicho castellano de “tiran más dos tetas que dos carretas” es una de las
expresiones más populares de este hecho, del mismo modo que el pez es el último en darse cuenta
que vive dentro del agua. La teoría de sistemas ha puesto de relieve que ningún sistema puede
incluirse a sí mismo, en su totalidad, en de la explicación ni en la simple observación del propio sistema.
Si nuestra matriz social básica es la de las expresiones y vivencias emocionales ¿cómo incluirlo dentro
de un marco analítico holístico?

V.

Una cuerda de múltiple hilos

En el caso del ser humano, debe distinguirse entre sentimientos, motivaciones y emociones. Este trío
es el núcleo propulsor de las prácticas que nos definen como animales culturales. Es también en este
trío ¾sentimientos, motivaciones y emociones¾ donde está el hilo múltiple y complejo que entrelaza
de forma sistémica la cultura y la naturaleza biológica humana en una sola cuerda.

Un ejemplo. Se sabe que el propulsor químico de diversas emociones es la adrenalina. Es el


combustible material del miedo, la rabia, el estrés y la sexualidad. En este sentido, se han realizado
diversos experimentos de laboratorio inyectando adrenalina y placebo, por el método del doble ciego, a
voluntarios humanos divididos en dos grupos. El grupo A está formado por sujetos que reciben
adrenalina ¾o placebo¾, sin saber qué se les inyecta. Durante el experimento se mantiene el grupo en
un entorno emocionalmente neutro, sin ningún estímulo externo que induzca a reaccionar. Por su lado,
el grupo B también recibe adrenalina ¾o placebo¾ en las mismas cantidades y proporciones, pero
durante el efecto del estimulante químico se somete al grupo a ciertas situaciones experimentales,
aparentemente espontáneas, que les producen determinas emociones ¾agresividad, sexo o miedo.
Tras el experimento, se informa del efecto que produjo la substancia a cada uno de los grupos. En el
grupo A ¾sin estímulos ambientales¾, las respuestas son diversas y dispersas, se constata que el
efecto estimulante de la adrenalina alimenta las expectativas personales (un voluntario informa que con
la substancia se ha sentido más agresivo, otro que sexualmente excitado aunque no haya habido
ningún estímulo erótico, otros informantes simplemente se han sentido incómodos o con dolor de
cabeza). En cambio, en el grupo B sometido a cambios manipulados de su entorno, la respuesta es
casi unánime: la substancia ha producido una misma e intensa emoción ¾producto de la manipulación
ambiental inducida más el propulsor químico inyectado.

Otros experimentos de laboratorio con actores imitando un determinado estado emocional o con
grabaciones de voz cuya emoción debe ser reconocida por un tribunal, han permitido constatar que
mientras la tristeza y la ira son emociones fácilmente reconocibles, el miedo y la alegría son fácilmente
confundibles (DANTZER, 1989). El miedo se confunde a menudo con la sorpresa o con la excitación y
este hecho es consistente con que el hecho de que sea la adrenalina el propulsor químico de ambas
emociones.

Un individuo colocado en una situación dada y en un momento preciso de su existencia reacciona a los
estímulos sensoriales y químicos a que ha sido expuesto de acuerdo a su experiencia anterior y a sus
expectativas. Dicho en otras palabras, la emoción nace de la interpretación que cada uno hace de la
situación en que está inmerso, no de la situación misma. Este hecho implica la existencia de una
relación muy estrecha entre las emociones, la cognición (en especial la memoria) y el entrenamiento
cultural. Se trata de algo ya aceptado pero que hay que recordar a menudo: a pesar de la unidad
primordial de lo material y lo simbólico en los procesos cognitivos humanos, las personas vivimos un
mundo doble. Vivimos en el mundo factual y en el mundo mental que interactúan creándose y
modelándose uno al otro. Como ya escribió hace ya años, en 1959, el antropólogo Leslie White, unos
de los padres de la antropología cognitiva: “un hacha tiene un componente subjetivo, no tendría
significado sin un concepto y una actitud. Por otra parte, un concepto o actitud no tendría significado sin
la expresión abierta en la conducta o en el habla (que es una forma de conducta). Todo elemento
cultural, todo rasgo cultural, por tanto, tiene un aspecto subjetivo y uno de objetivo” (WHITE, 1959;
236).

Resumiendo las diversas propuestas y aportaciones realizadas hasta aquí ¾y otras no mencionadas¾
cabe afirmar que tanto en antropología como en psicología y en neurociencias se acepta sin discusión
que los humanos nos movemos en situaciones concretas que podemos entender gracias a los
esquemas internos que tenemos de ellas, esquemas que hemos adquirido por medio del proceso de
enculturación. El contexto es algo que rodea a los humanos desde antes de su nacimiento y, a la vez,
los humanos llevan genéticamente impreso el entorno que proyectarán sobre el contexto modificándolo.
Las personas somos, al mismo tiempo, objetos pasivos y sujetos activos de la doble realidad que nos
rodea. Por medio de las palabras y del recuerdo grupal, el entorno arrastra inevitablemente a cada ser
humano hacia un mundo de significados que modela y permite entender el simple contexto. Como
indicó el psicólogo A.R. Luria: “La enorme ventaja es que su mundo [el de las personas] se duplica. En
ausencia de palabras, los seres humanos tendrían que ocuparse solo de aquellas cosas que pueden
percibir y manipular directamente. Con la ayuda del lenguaje, pueden ocuparse de unas cosas que no
han percibido siquiera indirectamente y de otras que eran parte de la experiencia de generaciones
anteriores. Así, la palabra añade otra dimensión al mundo de los humanos. Los animales tienen un solo
mundo, el mundo de los objetos y de las situaciones. Los humanos tienen un mundo doble” (LURIA,
1986; pág. 35 de la ed. original de 1981).

En este sentido, el mundo doble es el de las emociones y los sentimientos. Los sentimientos
son emociones que han pasado por la razón y la consciencia, son emociones culturalmente codificadas
y, por tanto, tienen algo de “artefacto”, forman parte del mundo doble de los humanos. Las emociones,
en cambio, forman parte del mundo primero, del que se experimenta de forma inmediata. Los
sentimientos pueden contarse por decenas o por centenares, depende de cada cultura, pero el número
y calidad de las emociones básicas es muy limitado. Varía en relación a la escuela de que se trate, pero
partiendo de mi propia experiencia tras observar más de un millar de personas que han vivido la
explosión emocional casi pura que sigue a los estados de catarsis de los Talleres de Integración
Vivencial de la Propia Muerte que dirijo, creo poder afirmar que hay seis emociones básicas: rabia o ira,
miedo, tristeza, orgasmo sexual, éxtasis trascendente y alegría o gozo de vivir. Cada una de estas
emociones básicas tiene, en nosotros, una expresión animal y varias formas culturales a la vez.
Algunas escuelas afirman que la envidia es también una emoción básica, pero es solo pareja de los
sentimientos de inferioridad, de culpa y de vergüenza (NARANJO, 1997;173).

VI.

Emociones culturales

Voy a ofrecer ahora el ejemplo de un proceso de aprendizaje cultural dirigido a expresar y reconocer las
emociones. Se trata de un cambio histórico reciente de enculturación de las emociones. Hasta la
primera mitad del siglo XX, todos los humanos debían ¾y podían¾ reconocer con facilidad la ira, la
tristeza o la alegría de los que les rodeaban por medio de los gritos, gestos, actitudes y exclamaciones
del otro. Pero la difusión del teléfono como medio de comunicación obligó de inmediato a reaprender a
conocer y expresar estas emociones. La gesticulación facial y de las manos, y el resto de comunicación
no verbal de los interlocutores resultaron, de pronto, inaccesibles para organizar las propias reacciones
frente al estado emocional del otro. Hoy todos descubrimos si nuestro interlocutor telefónico está de
buen o de mal humor y, para reconocerlo, no necesitamos parámetros visuales, hecho que antaño era
imprescindible y lo sigue siendo en las sociedades no entrenadas en el uso del teléfono. Sabemos
reconocer la ira o la alegría del interlocutor por la tonalidad de la voz, la gama de frecuencias usadas, la
intensidad y el tempo con que habla (FRICK, 1985; 412-429). Los usuarios del teléfono hemos
aprendido a expresar y reconocer estas emociones de una forma automática e históricamente nueva, a
pesar de que la mayoría seguimos moviendo los brazos y gesticulando con la cara al hablar por
teléfono, igual que si el interlocutor estuviera delante. La gran pregunta que queda abierta se refiere,
obviamente, a la intensidad de las vivencias emocionales en sí mismas. El avance de la tecnología
parece caminar a la par con la pérdida de expresividad emocional. En este sentido ¿la reducción de la
tradicional gran expresividad emocional, tal como amplios gestos de manos y brazos, sonoros lloros y
risas, amenazas con los puños, enrojecimiento de la cara, erección de los pelos, risas de carácter
compulsivo acompañadas de abundante gesticulación corporal y todo lo demás que se ha perdido, ha
rebajado a su vez la intensidad subjetiva de la rabia o la alegría vivida por el sujeto? ¿La pérdida de la
capacidad de función expresiva de las emociones, también implica que nos estamos enculturando en
una sociedad con menos intensidad emocional? En Occidente, la gente ya no muere de añoranza
amorosa, de un ataque de risa o mata a su maestro y consejero debido a un ataque de ira, como hizo
Alejandro Magno con Aristóteles.

Los impulsos emocionales básicos son pocos ¾miedo, ira, tristeza, gozo de vivir, placer orgásmico y
trance extático¾, pero los diversos y numerosos sentimientos que brotan de estas emociones son
producto del proceso de enculturación seguido por cada persona. Por tanto, se trata de un campo en el
que la naturaleza y la cultura se entrelazan formando un sistema único y básico en toda red social. Una
cara de la realidad son los umbrales y formas que adquiere la experiencia emocional ¾objeto de
estudio de la neurofisiología, la neuroquímica y la psicología¾, y otra cara distinta son las normas que
regulan la contingencia pública o social de las emociones y su expresión, transformándolas en
sentimientos aprendidos que disfrutan de algún sentido ¾lo cual debería ser objeto de estudio de la
antropología.

Las emociones se consolidan en el habitus o las prácticas. Éstas modelan el contexto en que vive cada
especie animal; y el contexto a su vez ¾en el caso humano, contexto socio-eco-cultural¾ modela las
emociones básicas y socializa los sentimientos hasta transformarlos en los juegos de estímulo-
respuesta que nos permiten y empujan a la vida social, cerrando así el sistema.

A pesar de lo anterior, el estudio de las emociones sigue alimentando un problema esencial


para la antropología. Este problema se resume en el cómo dar el salto de lo objetivo a lo subjetivo. La
antropología es una ciencia natural y como tal sólo puede fundamentar sus afirmaciones en hechos
visibles y describibles, no en subjetivismos ajenos interpretados por el antropólogo. La tarea de
interpretar lo subjetivo corresponde, en todo caso, al psicólogo.

Los procesos emocionales, como sabemos, están constituidos por una experiencia subjetiva a
menudo intransmisible de forma completa, y por modificaciones químicas y fisiológicas objetiva que le
son sincrónicas, sin saberse aun qué es primero. Como he comentado más arriba, la rabia, por ejemplo,
en su dimensión objetiva está compuesta por una mímica facial, una contractura de los músculos de las
mandíbulas, un aumento del ritmo cardíaco, de la respiración y de la presión arterial, etc. Pero en la
dimensión subjetiva se experimenta la sensación de ira de una forma intransmisible ya que la expresión
depende mucho de la personalidad de cada sujeto, y no se puede medir la intensidad de la emoción
vivida por medio de la intensidad de su expresión. Una persona extrovertida comunica mucho más su
rabia que una persona introvertida, pero ¿se puede decir que esta emoción sea más acentuada en uno
que en otro? Si se inducen arbitrariamente los cambios fisiológicos resulta también activada la
experiencia subjetiva. ¿Qué debe centrar la atención del antropólogo: la expresión de la emoción, la
declaración del sujeto al margen de su extroversión, la interpretación del propio investigador…?

Por otro lado aun, en la vivencia y expresión de las emociones intervienen importantísimos
factores socioculturales. Cada cultura premia la expresión de determinadas emociones y castiga otras.
Algunas emociones están presentes desde el nacimiento, o aun desde antes, pero otras aparecen
tardíamente. En este sentido, se puede afirmar que aprendemos a reconocer cada una de las
emociones y sentimientos a la vez en nosotros mismos y a través de los demás. Para hablar de las
emociones y usarlas para crear redes de interacción social ¾ya que esta es, aparentemente, su
función¾ aprendemos a designarlas con palabras y por medio de la comunicación no verbal, a la vez
que experimentamos su dimensión subjetiva.

Por ello, la frontera con que topa la observación ¾no la interpretación¾ de las experiencias
emocionales de un individuo por parte de otro, es justo la imposibilidad de conectar plenamente la
subjetividad del científico ¾que se supone sometida a reglas y controles de verificación¾ con la
subjetividad del individuo observado. Si nos trasladamos a las emociones observadas en otras especies
animales podemos admitir que son distintas, pero eso es todo (lo cual no nos sirve para el análisis
antropológico de las emociones humanas). El hecho de que el animal no hable y no sea capaz de
contarnos sus vivencias emocionales, es secundario. Lo significativo, como apuntó Wittgenstein, es que
si los animales hablaran de sus emociones tampoco les entenderíamos. Así pues, ya que humanos
provenientes de realidades culturales distantes pueden reconocer las emociones básicas de otro
¾pero ni siempre los sentimientos¾ es de suponer que la experiencia emocional probablemente sea
uno de los universales humanos más básicos. Ello indicaría una dirección a seguir para buscar las
leyes generales que regulan nuestra vida natural en su interrelación con la cultura, el mundo primero y
el mundo segundo, en expresión de Luria.

Antes he apuntado que las emociones son triplemente paradójicas. Por un lado, nos impulsan a
vivir en sociedad. Sabemos que el no compartir ni externalizar las emociones es fuente de aislamiento,
enfermedad y tal vez pueda conducir hasta la muerte. Somos emocionales porque somos seres
sociales y al revés. Sentimos emociones, debemos compartirlas y a la vez ellas son el motor que nos
impulsa a estar en sociedad. Pero por otro lado y al mismo tiempo, son la expresión más individual de
cada uno y de cada una de nosotros. Las emociones son la dimensión humana que nos produce más
problemas si no la hemos socializado correctamente. No se considera asocial quien sufre mermas
cognitivas o físicas ¾por ejemplo, tener mala memoria o andar cojo¾, pero sí es marginante el hecho
de que alguien esté siempre rabiando, extático o triste; el que alguien no comparta nuestro cosmos
emocional.

VII.

Robots humanoides dotados de sentimientos, no de emociones

Una buena parte de los problemas que he apuntado en las líneas anteriores ¾y que nos
debiéramos haber planteado los antropólogos hace tiempo¾, ahora están siendo tomados por otros
especialistas científicamente lejanos a nosotros. Me refiero a los matemáticos y a los expertos en
robótica y en inteligencia artificial.

Los mejores expertos de todo el mundo en robótica se reunieron por primera vez el mes de
setiembre del 2000 en Boston, en un gigantesco congreso, para hablar solo de robots humanoides.
Actualmente ¾inicios del siglo XXI¾ se han desarrollado ya diversos humanoides capaces de emular
capacidades hasta ahora exclusivas de los seres humanos. Así por ejemplo, la empresa japonesa
Honda ha fabricado el humanoide bípedo P3. Mide 1’60 metros y tiene un aspecto típicamente humano:
dos piernas con pies que le sostienen y le trasladan, dos brazos multi articulados con artefactos
parecidos a las manos en los extremos... El P3 es capaz de caminar, subir y bajar escalones, y doblar
esquinas (parte de los datos que siguen provienen del libro de Peter Menzel y Faith D’Aluisio, Robots
humanoides, editado por MIT Press, 2000). Esta capacidad de bipedestación implica un complejo
reconocimiento del entorno y una auto evaluación permanente de las propias capacidades respecto del
entorno: ¿puedo subir este escalón? ¿Mantendré el equilibrio al inclinarme para descender? Otro caso
es el del humanoide Wasubo, creado por el especialista Ichiro Kato de la Universidad de Waseda, en
Tokio. Este robot humanizado, ya en la lejana Expo nipona de 1985 interpretó al piano una sonata de
Bach acompañado por la orquesta NHK. Por otro lado, el Instituto de Investigación Avanzada en
Ciencia e Ingeniería de esta misma universidad japonesa, ha desarrollado la cabeza robótica WE-3RIII.
Esta cabeza robótica es capaz de expresar tristeza, sorpresa, enfado, miedo, felicidad y desagrado en
respuesta a las acciones humanas. Percibe la presión y el calor en su piel, sigue con la vista los
movimientos que se dan a su alrededor, parpadea y es capaz de reconocer e identificar el origen de los
sonidos que le llegan.
El ingeniero A. Takanishi, uno de los creadores del humanoide WE-3RIII, afirmaba en una
entrevista reciente que algo que define de forma única a las personas son las emociones y los
sentimientos, o al menos su expresión. De ahí que haya incorporado el estudio de las emociones entre
sus objetivos, y que se haya fundado una rama de la ciencia denominada cognobiótica en la que
coinciden matemáticos, psicólogos e ingenieros para el estudio de las emociones y aplicarlas a los
humanoides. Entre los resultados de sus investigaciones que nos interesan ahora, cabe mencionar que
el humanoide WE-3RIII decide su estado emocional en función de valores aritméticos, de ciertas
variables colocadas en un sistema de coordenadas definido por tres ejes: el eje del placer, el de la
activación y el de la certeza. Se trata de una ecuación que trata de reproducir las acciones y reacciones
emocionales de los humanos. Tal ecuación está trazada para que, tras recibir un estímulo agradable, el
humanoide se sorprenda y suba el eje del placer pero esta variable debe volver rápidamente al valor
cero. La sorpresa no puede durar. Pero, y aquí se plantean preguntas que han formado parte de
nuestras reflexiones filosóficas desde los albores de nuestras sociedades ¿y el placer? ¿Tampoco debe
durar? ¿Y el sufrimiento? ¿En qué medida la sublimación del sufrimiento constituye algo esencialmente
humano ¾ya que no se conoce en los demás animales¾ o solo es una cuestión cultural que cambia?
Los expertos en cognobiótica plantean que, en el futuro, un problema importante pueda ser cómo
identificar, educar y disciplinar a los humanoides. En definitiva, los mismos problemas que se plantea
cada generación de seres humanos con respecto a sus hijos. Además de ello, también observo otras
coincidencias importantes.

Ya en 1950, Alan Turing propuso un test que, en su opinión, debería ser superado por los
robots para ser considerados verdaderos humanoides. El test planteaba tres preguntas: 1) ¿Puede un
ser humano distinguir si habla con un humanoide o con otro ser de carne y hueso?; 2) Cuando un
humanoide y un humano se den un apretón de manos ¿advertirá la persona algo extraño?, y 3) ¿Se
comporta el humanoide correctamente, como un humano, incluso en ausencia de humanos?

Si establezco algunas comparaciones culturales libres, resulta que estas tres preguntas,
aunque planteadas de distinta forma, son aproximadamente las que se hace cualquier shuar amazónico
cuando se encuentra con otra persona desconocida en medio de la selva (los shuar, popularmente
conocidos como jíbaros, habitan la alta Amazonia ecuatoriana; actualmente son unos 45.000 individuos
y solo el 8% de ellos se mantienen en contacto habitual con los colonos blancos que van ocupando
toda la cuenca amazónica). En lugar de un humanoide, el shuar estará pensando en un wacáni o
espectro de persona ya muerta que anda pululando por la selva. Los shuar realizan un baile agresivo,
acompañado de un interrogatorio cantado y amenazante a la vez, para distinguir la naturaleza del ser
desconocido con aspecto humano que encuentran por la selva. Su sistema de creencias les enseña
que las personas, al morir, vagan un tiempo por la selva con aspecto humano, pero solo se trata de un
peligros espectro sin emociones. Para ellos se hace necesario descifrar quién es quién, por razones
que ahora me alejarían del tema que nos interesa, y la forma de averiguarlo es a través de la danza
cantada con salmos interrogatorios que lanzan en forma de amenaza al desconocido. En el caso de los
humanoides parece una repetición de patrón.

Pero, si el bipedismo es un problema complejo de resolver en los humanoides, el pensamiento


artificial y las emociones lo son mucho más. Los ingenieros se preguntan ¿cómo construir algo similar a
la estructura abierta que es nuestra mente? Las estrategias actuales van por dos caminos. O bien
fabricar robots que nazcan sabiendo, es decir que salgan de la fábrica listos para desenvolverse en la
vida y en el contexto que les tocará (por ejemplo, para cuidar ancianos se necesitarán humanoides
poco inteligentes para evitar discusiones, pero muy hábiles en sus movimientos y en el reconocimiento
del entorno para evitar choques con los ancianos que deberán cuidar). O bien la estrategia se encamina
a hacer humanoides-bebé que aprendan poco a poco, a través de la interacción con los humanos. Las
personas usamos ambas estrategias por igual: las emociones básicas y los instintos responden a
capacidades innatas genéticamente dadas, en tanto que los centenares de sentimientos y afectos que
manifestamos, y que nos sirven para la vida social inteligente, son adquiridos. A mayor riqueza de
sentimientos, mayor inteligencia social.

Aunque la etnolingüística casi no se ha dedicado al estudio del vocabulario emocional, nuestra


capacidad expresiva de emociones es extremadamente rica. Psicólogos de la Universidad de Illinois,
EE.UU., han registrado casi 600 vocablos ingleses distintos para referirse a las emociones y
sentimientos (DANTZER, 1989;30). ¡Son muchas palabras para que la antropología no le preste mayor
atención! Pero aun estamos lejos de poder usar ambas estrategias de acción en los humanoides
porque solo tenemos un conocimiento muy difuso de la organización del cerebro humano, y no se
puede aplicar todo lo que la ciencia ha ido descubriendo de forma automática al diseño de robots. No
obstante, se puede afirmar que todo ello está configurando una nueva forma de ser humano y la
antropología debe contribuir a la creación y al estudio de esta nueva forma de ser humano, de la misma
manera que hasta ahora ha dedicado sus esfuerzos a la investigación de las diversas maneras de ser
humano que cada cultura ha configurado en el pasado.

¿Cómo se socializan las emociones en nuestras sociedades altamente tecnificadas, en especial


en Europa, Japón y Norteamérica? De diversas formas, aunque cada vez más tal proceso sucede fuera
de la familia. En estudios experimentales se ha verificado que los humanos proyectamos emociones y
sentimientos hacia las máquinas, y en especial hacia los ordenadores, como si se tratara de personas.
En nuestra mente, los dotamos de una vida emocional. Otra situación experimental servirá de ejemplo.

Las personas hablamos con más neutralidad de otra persona estando frente a ella que si nos
giramos de espaldas. Cuando alguien desaparece de mi vista soy más realista en las apreciaciones y
soy más duro en mis juicios... Con las computadoras sucede lo mismo: se ha verificado que las
cargamos de vida emocional hasta el punto de llegar a formar parte de nuestras redes sociales. Una
persona se sitúa frente a un ordenador y le habla en tono conciliador, pero cuando el sujeto
experimental se gira de espaldas a la pantalla y sigue hablando de la computadora, se ha observado
que aumenta el tono crítico dirigido al aparato, igual que haría con otra persona.

VIII.

El éxtasis y la catarsis

Es muy probable que el único espacio emocional inequívocamente humano sea el del trance
extático, el de la catarsis; popularmente conocido como consciencia cósmica o estado holorénico de
consciencia (FERICGLA, 1989). Se trata de una experiencia emocional de primer orden en todas las
culturas, buscada por prácticamente todas las religiones y chamanismos clásicos. El trance extático o
catártico es una implosión hacia las vivencias emocionales más puras y limpias, previas al proceso de
enculturación si puede así decirse (“implosión” significa explotar hacia dentro). En muchas culturas
regionales la ebriedad es permitida y alimentada socialmente como mecanismo emocional
negantrópico, y alrededor de la embriaguez se da una gran parte de la producción cultural regional. Así
por ejemplo, en Iberoamérica y al norte de la cuenca mediterránea está sancionado positivamente el
consumo de bebidas alcohólicas como medio para sacar penas del corazón, para compartir alegrías
con las personas cercanas o incluso desconocidas, para adquirir el valor necesario en eventos
emocionalmente densos ¾desde pedir una chica en matrimonio hasta vengar con violencia alguna
afrenta¾ y también se acude a la ebriedad para dar forma y educar las emociones en su expresión más
directa. De ahí que su manejo de las emociones sea mucho más fluido y hábil que entre los
anglosajones. Si un anglo desea algo de otra personas es probable que recurra a los razonamientos
para convencerla, pero si es un latino fácilmente entrará en el terreno de las emociones como
estrategia para conseguir si objetivo (seduciendo, ofuscando al otro, etc.)

No hace mucho, y sólo para citar una ilustración etnográfica, al caer una tarde el autor estaba
paseando por la calle de un pueblo de las islas Galápagos y se topó con un taxista que había conocido
días antes, durante un pequeño viaje. Durante el corto viaje, habíamos estado comentando lo pesado
de su trabajo y la soledad del taxista que se pasa buena parte del tiempo esperando a sus viajeros.
Cuando nos topamos aquella tarde, él ya estaba ebrio de alcohol en una pequeña calle céntrica de
Puerto Ayora. Literalmente, se tambaleaba buscando farolas de las que cogerse. Todo el mundo lo
conocía, como sucede en los pueblos e islas pequeñas, y lo respetaba mientras andaba sumergido en
su embriaguez. El taxista no sentía ninguna vergüenza de su estado como hubiera pasado, con toda
probabilidad, en cualquier ciudad anglosajona o centroeuropea. Al verme, y dado que el día antes
habíamos estado hablando de la soledad, me dijo que le apetecía tomar una tequila juntos, que él
ganaba su dinero honradamente y le gustaba gastarlo así. No robaba ni hacía daño a nadie. Este
taxista no tiene mala fama en Puerto Ayora, ni nadie le rechaza como chofer por su hábito de
embriagarse. Simplemente, hoy está bebido y ebrio, viviendo sus penas ante la mirada de los vecinos,
nada más. Aquí los hombres hacen esto cuando lo necesitan. Lo dejé y se sentó en una acera, medio
llorando su soledad, medio encerrado en sus propios pensamientos. Implotando. Al día siguiente estaba
de nuevo afable, contento y eficaz en su taxi. En sociedades como la Europa post industrial y altamente
formalizada, una persona que mantenga esta actitud es mal considerada e incluso puede llegar a ser
despedida de su trabajo por el solo hecho de buscar la ebriedad. Los recursos (en especial
embriagantes) y las estrategias usados en cada sociedad para educar las emociones son definitivos
para dar forma a la red social sobre la que se construye cada pueblo.

En nuestras sociedades postindustrializadas la televisión y el cine son los principales vehículos


transmisores de valores, símbolos y aprendizaje emocional. Tal vez esta sea también la única función
profunda, la socialización emocional, que le queda a la estructura familiar después de haber sido el
centro de producción económica en el mundo agrícola, el punto central de la identidad individual en
muchas sociedades tradicionales y de haber sido también el principal espacio donde se educaba a los
niños. En otras sociedades, como la mestiza latinoamericana, el uso del aguardiente o de otras
potentes substancias psicoactivas ¾ayahuasca, borrachero o brugmansias, tabaco silvestre¾ es
central para amplificar los estados emocionales y crear sentimientos de complicidad, solidaridad,
tristeza o alegría, rabia y orgasmo, lo cual permite a las personas educar sus emociones por el proceso
de vivirlas intensamente, compartirlas y, en definitiva, darles una forma cultural. En estas sociedades
latinas y cálidas también es básica la ebriedad aguardentera para enmarcar la transmisión de valores
de género.

Para acabar, voy a enumerar una corta lista de epígrafes importante cuyo estudio daría pie a realizar
una auténtica antropología de la emociones en un pueblo indígena de la alta Amazonia ya mencionado,
los shuar.

IX.

Breve etnografía de los shuar y su relación

con las emociones y los enteógenos

Los shuar tienen diferentes términos para referirse a las emociones y sentimientos que llenan su
panorama, pero carecen de palabra alguna para decir “emoción” ni “emocional” en sentido abstracto, en
un sentido lejano a la propia experiencia vital concreta.

       En
ellos se observa un gran control emocional, dedicando importantes esfuerzos a este objetivo
durante el proceso de enculturación. Se puede decir, incluso, que tienen un excelente control en el
descontrol de sus expresiones emocionales extremadas. Así por ejemplo, cuando alguien muere las
mujeres del clan familiar lloran ruidosamente la pérdida, pero a la vez que gritan fuerte y derraman
lágrimas se espera de ellas que relaten, con voz clara, las virtudes del muerto, su vida, su
genealogía y demás. Sin duda, esto supone una elevada educación emocional ¾no un bloqueo¾
que permite exteriorizar y comunicar la tristeza de una manera a la vez altamente codificada y
emocionalmente intensa. Es un mecanismo de elaboración del duelo que en nuestras sociedades
ha desaparecido (generando continuos trastornos psicológicos por carecer de camino de
exteriorización y elaboración del duelo). A los hombres shuar no se les permite llorar tanto como a
las mujeres y deben educarse en la contención del duelo. Se espera de ellos que no sean tan
expresivos de la tristeza, pero que lo sean más respecto de otras emociones como la ira.

       Respecto de la rabia se observa una expresión emocional masculina que pudiera parecer muy
alocada, pero en realidad está también muy codificada. Cuando un hombre se siente enojado dicen
que “está cogido por la ira”. Entonces, el sujeto se queda quieto y va pronunciando una sola sílaba
(¡am, am, am…!), en tono bajo, grave, largo y suave pero claramente audible. Es una manera de
decir: “no te acerques, estoy muy rabioso, estoy enfadado y soy peligroso”. Los hombres se enojan
y son conscientes de su estado, pero pueden retener la expresión explosiva de su emoción todo lo
que la situación social requiera. En ello hay una elevada educación emocional. En su ¡am, am..!
como tranquilo aviso de que “¡cuidado, estoy muy enojado!”, hay un gran dosis de templanza. En
sentido contrario, también estimulan la rabia cuando es necesario disponer de un buen caudal de
esta emoción. Cuando un hombre shuar debe ir a pelearse o a discutir con alguien, para lo cual
necesita estar “bien cogido por la rabia”, come abundante ají para que esta tremenda variedad de
pimiento picantísimo le queme la boca y le aumente la rabia. Todos los hombres shuar acuden a tal
estímulo hortícola para acrecentar su emoción de ira. Es, literalmente, como drogarse con
adrenalina para, una vez estimulado, dirigir este impulso emocional hacia algún fin prefijado.

       Otraemoción muy importante es la risa, máxima expresión de alegría. Entre los shuar se sonríe
menos que, por ejemplo, entre los occidentales, pero se ríe mucho más. Es probable que se sonría
menos porque hay un contacto cotidiano permanente: viven en comunidades y agrupaciones
familiares cuyos miembros pasan el día conjuntamente. En este sentido, la sonrisa tiene la función-
señal de recibir amigablemente al otro dentro de tu propio espacio ¾o de pedir que otro te reciba
amistosamente¾ , pero esto deviene innecesario cuando un grupo de personas pasan la mayor
parte del tiempo diario juntas. La sonrisa es expresión de un sentimiento no de una emoción. Pero
la risa plena, a carcajadas abiertas, es otra realidad. La risa es expresión de una emoción básica.
Antes, más que ahora, los shuar reían mucho y más los hombres que las mujeres. Es una risa
alegre, primaria, escandalosa y descarnada. Les saltan las lágrimas y se golpean las piernas al reír
para ayudarse a expresar con mayor énfasis tal estado emocional. ¿Tal vez la pérdida de la risa
sea un signo de civilización? En Europa, lamentablemente se ríe poco; es muy extraño ver a
alguien reír hasta provocarse el lagrimeo y, menos aun, se ve a las personas reír golpeándose las
piernas; esto era antes de formalizar la sociedad al nivel de control y desconexión emocional y
neurótica actual. Hasta tal punto ha desaparecido la expresión de esta emoción básica que en
España hay cursillos de risoterapia, de un fin de semana de duración, para aprender a reír y para
reír. La expresión plena de la alegría es un buen recurso terapéutico para descargar tensiones y
para aliviar la entropía propia de las relaciones sociales. El altruismo primero y la risa en segundo
lugar son los mecanismos de defensa más adultos, los más elaborados y en psicología se
considera que también son los más sanos (no quiero ahora hacer inferencias sobre el narcisismo
egoísta y la pérdida de la risa abierta en la vida cotidiana de nuestras sociedades
postindustrializadas, pero este paso resulta obvio para cualquier persona que quiera pensar sobre
ello).

       En
general, los shuar disfrutan de una expresividad emocional muy firme y controlada por el propio
sujeto. Se diría que ríen alegres o amenazan rabiosos cuando quieren reír o amenazar, pero que
nunca se les escapa una manifestación indeseada. El interlocutor jamás debe saber lo que piensa
el propio sujeto y menos aun lo que siente. La expresión de sus emociones permanece subyugada
a su sentido del deber que, a su vez, regula las relaciones sociales. Así por ejemplo, cuando los
hombres van a cazar deben estar atentos durante horas al menor movimiento de la presa y no se
pueden permitir que una u otra emoción los arrastre fuera de este vital estado de atención. Si la
presa escapa, la familia puede pasar hambre sin saber cuándo habrá más cacería. Esta necesidad
permanente implica una contención rígida de sus emociones pero los shuar saben, con detalle y en
todo momento, cuál es su estado emocional. A diferencia de ellos, muchos occidentales que siguen
algún proceso psicoterapéutico necesitan saber, simplemente, qué sucede dentro suyo, necesitan
aprenden a reconocer su mundo subjetivo (la sonrisa es una señal de bienvenida pero no implica
que el sujeto esté realmente alegre). En este sentido, la expresión emocional de los shuar es objeto
de una importante y refinada educación ¾que no es lo mismo que una desconexión emocional¾
consistente en no mostrar nunca sus emociones si no quieren hacerlo, y cuando expresan sus
emociones lo hacen bajo un estricto control en el descontrol. La expresión emocional crea la red de
relaciones y debe estar bajo mano todo el tiempo. Los hombres mayores hablan mirando al suelo, a
un metro de distancia, y con una mano tapando ligeramente la boca para esconder al máximo sus
gestos inconscientes y su expresión emocional. Cuando quieren, pueden permanecer como
impenetrables y silenciosas estatuas de piedra durante mucho tiempo, pero cuando desean soltar
sus emociones las viven con una intensidad de expresión desconocida para la mayoría de
occidentales.

       Una
parte muy importante y un potente recurso para su entrenamiento emocional proviene del
consumo de ayahuasca y de otros enteógenos que, en este caso, cabe entenderlos como
amplificadores y desveladores emocionales. Los shuar consumen la mixtura visionaria de la
ayahuasca, diversas variedades de brugmansia y tabaco. Ingieren estos enteógenos en ocasiones
rituales para auscultar su mundo interior, para tomar decisiones y para hacerse adultos (“atrapar el
espíritu del arútam”, para los jóvenes shuar, viene a significar “atrapar la visión producida por el
enteógeno, que me hará adulto”). El consumo de enteógenos juega un papel capital en su
desarrollo del control emocional. Los psicotropos desempeñen un papel básico como mecanismos
adaptógenos inespecíficos, tanto entre los shuar como entre todos los pueblos que contemplan su
uso tradicional o que lo han adquirido de forma reciente, como es el caso de nuestras sociedades
occidentales.

       Cabe mencionar también como parte de la estrategia educativa emocional la contención que se
obliga a tener a los niños. En la vida tradicional shuar es frecuente que el padre obligue a sus hijos
púberes a salir a caminar por la selva durante las noches de más tormenta “para que el sufrimiento
aumente el poder del hijo”. También es frecuente que la idea de contención ¾no de frustración de
los deseos¾ llene todo el panorama educativo hasta los mínimos detalles: se prefiere el
estreñimiento de las heces a la evacuación holgada; se castiga como las pena más grave el quitar
comida a otro niño (la comida se reparte de forma jerárquica: el padre come de una gran fuente,
cuando está satisfecho pasa la comida a la madre, ésta come y pasa el recipiente a los hijos
mayores y así va pasando la comida hasta los niños menores, pero todo el mundo debe ser
consciente de la cantidad de comida que debe dejar en la fuente a la vista de los que le siguen en
la jerarquía, aunque se tenga más hambre). A veces, en plena noche, a las dos o las tres de la
madrugada, el padre de la familia obliga todos los niños y niñas de la casa a levantarse ¾sean
familiares o invitados¾ para contarles hechos educativos propios de su sistema de valores. En
especial cuando han llegado noticias de algún hecho importante sucedido por los alrededores, el
padre despierta a los niños para educarlos moral, emocional y socialmente sobre ello: “esto está
bien, esto otro no, si sucede este hecho hay que comportarse de esta forma, no es bueno sentir
esto o aquello…”. Durante la madrugada, el padre alecciona sobre los modelos adecuados e
inadecuados de conducta y los niños deben mantenerse firmes asimilando la charla (esto me hace
pensar en el método de aprendizaje descubierto y formalizado por G. Lozanov: ciertos estados
modificados de la mente, en profunda relajación y en estado de somnolencia consciente, permiten
aprender y memorizar mucho más material que en estado de vigilia cotidiano, por ejemplo hasta
quinientas nuevas palabras en un estudiante de idiomas).

       El
consumo de enteógenos, tan habitual en las sociedades primitivas, supone una experiencia
emocional de primer orden compartida por todos los individuos que participan en ello. De ahí que la
expresión de tales profundísimas emociones compartidas sea casi innecesaria y, en todo caso, los
mitos se encargan de esta difusión y los ritos permiten actualizarlas. Los enteógenos, substancias
sagradas en la mayoría de las culturas tradicionales, son amplificadores emocionales, pero no de
su expresión y esta es una de las diferencias básicas con los robots humanoides: en ellos se busca
que haya expresión, no una vida emocional subjetiva. En este sentido, hay que admitir que la
vivencia emocional es, en su mayor parte, una realidad cultural relacionada con EMC. Hoy son el
cine y la televisión los mayores vehiculadores de formas de expresión emocional; a través de estos
medios de comunicación de masas se difunden nuevos sentimientos y nuevas formas expresivas.
El cine induce un ligero, pero claro, EMC. El espectador ¾en especial si es “una buena película”¾
deja de vivir su contexto físico inmediato para vivir la realidad alternativa que hace suya. Suda, se
enoja, se deprime en extremo, ríe, sube su presión sanguínea, descubre nuevos sentimientos…
según el contenido emocional que la película le está estimulando y socializando. Lo mismo sucedió
con los shuar: antes de su contacto habitual con los colonos, no sabían golpear con las manos ni
dar puñetazos. Cuando dos hombres se querían agredir, su expresión de la rabia extrema consistía
en cogerse mútuamente de la cintura y sacudirse hasta tirarse al suelo. Los padres shuar tampoco
golpeaban a los niños para castigarlos, no sabían hacerlo, la penalización más dura consistía en
fregarles con una variedad de muy irritante de ortigas. Así, los golpes tan frecuentes hoy como
expresión de rabia y de enojo, han sido aprendidos en los últimos cuarenta años.

X.

Comentario final
Caminamos hacia una fusión de diversas ramas de la ciencia a la vez que nos vamos especializando.
Para trabajar en una antropología de las emociones es preciso hacerlo partiendo de las aportaciones de
la neurología, la fisiología comparada, la psicología y actualmente también la robótica. Tal vez así la
antropología recupere su vocación inicial consistente en ser una ciencia holística y transdisciplinaria.

Si la psicología evolutiva-cultural estudia cómo afecta la cultura en la mente, la antropología de la


emociones debe estudiar como afecta la mente emocional en la cultura, qué camino de transducción
siguen las emociones hasta convertirse en la red expresiva y de vivencias subjetivas sobre la que se
construye la vida social de los pueblos humanos. Y el único camino seguro de exploración de que
disponemos hoy es la teoría general de sistemas y sus hijos de gabinete, la teoría de la comunicación y
la teoría del caos.

Sabemos que las emociones son procesos mentales y físicos abiertos, muy complejos y
básicos en nuestras vidas. Sabemos que tienen: a) una dimensión fisiológica (ciertas emociones suben
o bajan la presión arterial, estimulan las glándulas sudoríferas y los lagrimales, actúan sobre el sistema
hormonal, etc.), b) que tienen una dimensión psicológica (la vivencia que cada uno tiene de sus
emociones), y c) sabemos también que tienen formas de expresión personal consecuencia de la
estructura de personalidad individual. Los biólogos admiten que las emociones tienen un papel decisivo
en la organización de las conductas. Actualmente también sabemos que están regidas por un sistema
químico autónomo dentro de nuestro cuerpo, y que este sistema, tan complejo como el sistema
nervioso, se comunica por medio de las macromoléculas denominadas péptidos, y parece que cada
uno de ellas se encarga de transmitir un tipo específico de emoción en combinación con el
entrenamiento facilitado por la cultura que estimula o inhibe ciertas vivencias y expresiones
emocionales. Así pues, ya que todo nuestro cuerpo está lleno de receptores de péptidos cabe decir que
las emociones, aunque popularmente se sitúen en la cabeza o en el corazón, realmente actúan en todo
el cuerpo, estimulando ganglios, músculos, aparato perceptual y demás. Es decir, las emociones nos
afectan completamente tanto a través de la biología como de la cultura, o mejor dicho, es en ellas que
la cultura y la biología se entrelazan de forma de forma inseparable.

En este sentido, también sabemos que la función de las emociones es actuar de mecanismo de
interrelación social. Gracias a estos motores de nuestras vidas nos sentimos atraídos o refractarios a un
estímulo determinado, actuamos cuando algo nos produce ira o rabia, tratamos de mantener una
situación o una compañía cuando nos resulta grata y nos llena de alegría. Y nos jugamos la vida hasta
límites insospechados para tener una experiencia emocional extática, sea por medio de substancias
enteógenas o por medio de prácticas deprivatorias o de otro tipo. De ahí que, a pesar de no haberse
construido aun una antropología de las emociones cabe reconocer que regulan nuestra vida
sociocultural y también cabe reconocer que nuestra percepción de los hechos está matizada por la vida
emocional, de la misma forma que lo está nuestra capacidad de reacción y nuestra conducta.

Un individuo colocado en una situación dada, en un momento preciso de su vida y en un


contexto determinado, no reacciona a los estímulos exteriores con la misma carga emocional que en
otro momento de su camino biográfico o en otro contexto. En otras palabras, la emoción ¾y en especial
los sentimientos¾ nace de la interpretación de las situaciones, no de las situaciones en sí mismas y de
ahí también que la vida emocional se convierta inmediatamente en potencial objeto de estudio de la
antropología, de la misma forma que lo es la vida económica o la vida familiar de los humanos.
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