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Educación científica

Muy pocos de nosotros rechazaríamos la idea de que es deseable estar educado científicamente. A
pesar de ello, el porcentaje de la población que tiene un buen nivel educativo en ciencia es
relativamente bajo

La ciencia ha adquirido un carácter ubicuo. En el mundo actual, no pasa un solo día en el que los
medios de comunicación no publiquen detalladamente avances y preocupaciones científicas: la
gripe aviar, el bioterrorismo, la clonación, las células madre, el desarrollo de nuevos fármacos y
sus efectos secundarios. Estos y muchos otros temas sobre los que oímos cotidianamente no
corresponden en absoluto a la tradicional imagen del científico en su torre de marfil, sino que
tienen un carácter inmediato para casi todos nosotros —desarrollos en esas áreas tienen el
potencial de afectarnos directa y rápidamente.

En biomedicina, el problema es aún más delicado. La llegada de Internet ha puesto en nuestras


manos tanta información en materia de salud que no es inusual presentarnos en el consultorio del
médico con un fichero pletórico de impresos sobre toda clase de condiciones que podrían explicar
nuestros síntomas. O si ya tenemos un diagnóstico, nos presentaremos con toda la información al
respecto que pudimos encontrar en el ciberespacio, sobre todo aquellas páginas que tienen los
pronósticos más desafortunados.

En Estados Unidos, las compañías farmacéuticas están autorizadas a anunciar sus productos
directamente al consumidor, lo que ha conducido a una proliferación escandalosa de anuncios de
medicamentos contra toda clase de indicaciones, desde reducir los niveles de colesterol hasta
tratar la impotencia sexual. Más aún, las compañías de seguros, en su afán por reducir costos,
están favoreciendo un mercado en el que los pacientes deben involucrarse más directamente en
tomar sus propias decisiones terapéuticas.

Estos y otros ejemplos apuntan claramente a que la educación científica no puede ser vista como
un lujo. Por el contrario, es imprescindible comprender a un nivel elemental conceptos científicos
para tomar decisiones que afectan directamente a nuestros intereses personales. Si no tenemos
un conocimiento básico de ciencia, ¿cómo podemos decidir si lo que leemos en Internet sobre
nuestra salud es útil o producto de la charlatanería? ¿O cómo saber si una pandemia de influenza
causada por la gripe aviar es o no inminente? ¿O cómo decidir si merece la pena almacenar células
del cordón umbilical de nuestros hijos con miras a utilizarlas cuando la medicina regenerativa sea
una realidad, o si nos interesa invertir en una compañía que ofrezca este servicio?

Más allá de nuestra esfera personal, entender ciencia es imprescindible para participar de manera
inteligente en debates científicos que afectan a la sociedad en la que vivimos. En el caso de las
células madre, por ejemplo, muchos de nosotros seguramente tenemos un punto de vista muy
definido sobre los límites éticos que deben imponerse a la investigación con ellas.
Pero cabe preguntarse si este punto de vista está basado en nuestra comprensión científica de las
células madre, de los diferentes tipos que existen, de las diferentes ideas que se han propuesto
para su uso y de otras consideraciones científicas, o si simplemente ha sido el producto de una
reacción intuitiva —legítima pero desinformada.

Del mismo modo, estar informado sobre ciencia nos permitirá participar en debates sobre la
cantidad y el uso de recursos que es necesario destinar a proyectos de investigación. Este hecho es
ejemplificado por lo sucedido en California en 2004, cuando los electores votaron sobre la llamada
Proposición 71, con la cual se destinaban cuantiosos fondos estatales a la investigación con células
madre, la cual estaba (y continúa en su mayor parte estando) paralizada en el resto de los Estados
Unidos. En Japón, por su parte, la opinión pública ha influido a la política científica en casos como
el estudio del síndrome metabólico. Dado que ésta y otras condiciones crónicas han sido
percibidas por el público de aquel país como particularmente relevantes para su bienestar, el
gobierno ha respondido mediante la implementación de programas de investigación a gran escala
con objetivos y parámetros de evaluación muy precisos —investigación comisionada.

En España la ciencia no ha figurado todavía en las papeletas electorales, pero ésta no es razón
para concluir que lo que piense el ciudadano medio no tiene trascendencia a nivel político. Si
estamos bien informados científicamente, estaremos en una mejor posición para argumentar por
qué creemos que es necesario destinar más o menos recursos a la investigación, y podremos
opinar sobre las áreas que deben ser prioritarias para el gobierno.

. Mientras tanto, la encuesta del FECYT encontró que para el 65,5% de los entrevistados, el nivel
de la educación científica recibida en la etapa escolar fue bajo o muy bajo; solamente el 10,6% lo
calificó de alto o muy alto. Igualmente, el Ministerio de Educación y Cultura en su publicación Las
Cifras de la Educación en España, cuya última edición apareció en febrero de 2006, señala que el
número de graduados en ciencia y tecnología en 2003 fue 12,6 por cada mil habitantes entre la
población de 20 a 29 años. Esta cifra es similar a la media europea (13.1), pero claramente inferior
al de países como Francia (22,2) o Gran Bretaña (21).

Tomando en cuenta estas cifras, no es difícil explicar que el número de científicos en España
(2.195 por cada millón de habitantes en 2003, de acuerdo con datos de la UNESCO) sea
sustancialmente inferior si lo comparamos con las cifras de Japón (5.287), Suecia (5.333) o
Singapur (4.745). Desde luego, la falta de graduados no explica toda la disparidad; diferencias
entre los países con respecto a su capacidad de crear nuevas plazas científicas es muy importante.
Pero si partimos de una población joven con poco interés y conocimiento científico, será difícil
cambiar el statu quo al margen de un aumento en la inversión en ciencia. De hecho, como
argumento a continuación, mejorar la educación científica de un país no depende exclusivamente
de gastar más dinero.

En resumen, saber sobre ciencia tiene implicaciones directas para nuestra salud y bienestar
individuales, e implicaciones menos inmediatas para el desarrollo de nuestras sociedades. No
debemos ignorar ni a unas ni a otras.

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