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Carlos Pérez Soto,

Profesor de Estado en Física.


Se desempeña desde 1986 co-
mo profesor de Epistemología
en la Universidad Arcis, en la
Escuela de Psicología de la
Universidad Diego Portales y
en la Facultad de Ciencias So-
ciales de la Universidad de
Chile.
Ha publicado los siguientes
Documentos de Trabajo en la
Universidad Arcis: Proble-
mas de Epistemología (1993);
Reflexiones en tomo a la Tole-
rancia Represiva (1995), A
propósito de la Biología del Co-
nocimiento de Humberto Ma-
turana (1996), Sobre la Con-
dición Social de la Psicología.
Psicología, epistemología y po-
lítica (Arcis - Lom, 1996).
CARLOS PÉREZ SOTO

Sobre un concepto
histórico de ciencia
De la epistemología actual
a la dialéctica

Serie Punto de Fuga

iLOi
CJ EDICIONES

UNIVERSIDADARCIS
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© LOM Ediciones
Agosto de 1998
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APÉNDICES

Apéndice N" 1
¿Qué puede ser la Epistemología? <^'*

«Nos han tocado malos tiempos para vivir...


como a todos los hombres» '^''^
Ricardo Piglia
«Respiración Artificial»

La idea de que la ciencia se caracteriza por un Método determinado


es, por sí misma, una idea de ciencia. No es que sepamos qué es la ciencia,
cuál es su idea de la realidad, qué supuestos sobre el hombre y sobre el
conocimiento hace y, luego, sepamos, también, que procede de una deter-
minada manera. Lo que ocurre es lo contrario. Pensamos a partir de la ma-
nera en que procede, la que, como una forma previa, aparentemente indu-
dable, nos proporcionaría, luego, una determinada idea de lo que puede ser
lo real, de en qué podría consistir el conocimiento, de qué tipo de relaciones
son legítimas, en el acto de conocer, entre el observador y lo observado.

Escribí este texto como ponencia para una Jomada Académica en el Departamento de
Psicología de la Universidad de Chile, entre los días 25 y 27 de Agosto de 1992, a la que fui
invitado hacer una Introducción Epistemológica a la exposición de nuevas formas de In-
vestigación y Metodología en Ciencias Sociales.
He sabido, después de escribir este texto, que esta frase admirable, que efectivamente apa-
rece en el texto de Ricardo Piglia, un autor muy erudito es, en realidad, originaria de Jorge
Luis Borges. Me ha parecido completamente lógico.

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Esta manera de entender lo que la ciencia es implica definirla como
un puro camino (método), como una mera forma, como un proceder que se
aplica a contenidos que, en principio, son independientes de él. Implica que
se podría aprender esta forma pura de manera independiente de los conte-
nidos. Implica una relación externa entre el observador, el método y el obje-
to. Los tres elementos existirían de manera previa, estable, completa, y el
conocimiento surgiría de su interacción adecuada. Interacción en que el
método aparece como regulador.
Para el concepto de ciencia que está fundado en la primacía del méto-
do éste, el método mismo, está fundado en su eficacia. Cuando se leen los
tratados de metodología no suelen encontrarse grandes explicaciones pre-
vias sobre por qué deba creerse que el conocimiento se puede obtener de
manera legítima y confiable según los cánones que se establecen luego. Es
notorio que impera al respecto una cierta sensación de evidencia. La ciencia
ya habría mostrado que es eficaz. El método habría mostrado su eficacia a
través de ella. Después de todo los relojes electrónicos funcionan, las bom-
bas atómicas explotan, los cohetes efectivamente llegan a la Luna.
No es difícil notar que, en la mayor parte de los casos, la sensación de
evidencia en torno a la eficacia no proviene directamente de las teorías en
juego sino de sus prolongaciones tecnológicas o, al menos, de las técnicas
que se cree que derivaron de ellas. ¿Es necesario cuestionar esta eficacia?.
¿Es posible hacerlo?. La respuesta, si se tienen en cuenta los resultados de la
tradición de la epistemología moderna es, claramente, que sí. No hay, en
realidad, ninguna conexión necesaria entre el desarrollo tecnológico y la
certeza de las teorías científicas. No es posible fundar la certeza del método
en la certeza de la técnica. Ambos son campos lógicamente independientes.
Pero, si es así, entonces las introducciones a los tratados de metodología
omiten, o tratan de manera sumaria, algo que no es evidente. La omisión
resulta ella misma un argumento, uno que opera justamente por su omi-
sión. Cuando se trata el problema como si fuese evidente se da por demos-
trado un punto de partida que puede, claramente, ponerse en duda.
La epistemología, al menos en sus formulaciones clásicas, se propuso
abordar el problema del fundamento del método. La cuestión central al res-
pecto fue encontrar el conjunto de fórmulas que permitieran acercarse al
conocimiento todo lo que sea posible. La ciencia, más que un conjunto de
contenidos sería, en esencia, una manera de proceder perfectible que, por
acercamientos sucesivos, a través de la crítica inter subjetiva, podría llevar-
nos cada vez más cerca de los que los objetos de estudio son en verdad, de
manera previa e independiente del acto de conocerlos.

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La epistemología, en este sentido, sería algo así como una ciencia de
la ciencia. Una disciplina cuyo objeto no es otro que el conocimiento cientí-
fico mismo o, incluso, el conocimiento, así, dicho así, en general, como si
sólo la ciencia pudiese ser considerada auténticamente conocimiento. Todo
tratado de epistemología debería, en principio, según este concepto, tener
una introducción, o algunos capítulos importantes, sobre esta ciencia de la
ciencia que fundaría al método.
Pero no lo tienen. El hecho, constatable, es que la mayoría de estos
tratados no lo tienen.
El desarrollo de la epistemología moderna según el concepto esboza-
do en el punto anterior es, de varias maneras, dramático. Ocurre que cuan-
do se buscó el conjunto de fórmulas metódicas, que expresaran tanto el ca-
mino característico de la ciencia como la fuente de su certeza, simplemente
no se lo pudo encontrar.
Al parecer no es posible construir un conjunto de procedimientos que
estén libres de críticas lógicas e históricas internas, que lleven con seguri-
dad a un acercamiento progresivo al objeto mismo. Los procedimientos ba-
sados en la inducción, con todo su detalle y artificio, no son capaces de ase-
gurar nada con la certeza que se esperaba. Los procedimientos basados en
la secuencia hipotético deductiva permiten probar y defender prácticamen-
te sin límites cualquier opinión. Los científicos reales no muestran, en su
práctica efectiva, seguir las saludables recomendaciones de los metodólogos,
lo que no les impide en absoluto hacer progresar la ciencia.
Cuando se sigue el camino, y se tienen en cuenta los resultados, de la
reflexión epistemológica contemporánea, desde Stuart Mill y Whewell, pa-
sando por Popper y el Círculo de Viena, y luego por Kuhn, Feyerabend y
Laicatos, se tiene una impresión algo confusa. La ciencia está allí. Al parecer
podemos seguir confiando en su eficacia y en la de las técnicas que parecen
surgir de ella. Y, sin embargo, no logramos explicar de manera completa y
satisfactoria en qué se funda su éxito.
A esta insatisfacción al interior de la epistemología como tradición
académica, se puede agregar la insatisfacción creciente que la metodología,
enseñada y practicada como canon establecido, va produciendo en los mis-
mos científicos sociales.
Por un lado es demasiado evidente que no todos los objetos de estu-
dio posibles e interesantes pueden ser acomodados en las formulaciones
tradicionales del método. Resulta cada vez más notorio que los esfuerzos
por reducir ciertos objetos hasta que sean tratables metodológicamente han
producido, a la larga, reformulaciones tales que hacen irreconocible lo que
efectivamente se quería estudiar.

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(En el ámbito de la Psicología quizás es caso más claro sea la reduc-
ción cienticista del Psicoanálisis: se ha logrado una formulación que parece
ser satisfactoria ... pero que ya no es el Psicoanálisis. Una formulación que
se distingue muy escasamente de las propuestas conductistas que, para el
Psicoanálisis original eran, ciertamente, criticables. A la vista de los resulta-
dos no se entiende muy bien por qué fue necesario el «rodeo» psicoanalítico
para llegar a un punto que no está muy lejano de algo a lo que el propio
conductismo, como lo muestran las formulaciones cognitivistas actuales,
perfectamente podría haber llegado por sí mismo).
Por otro lado es visible una creciente insatisfacción por la disminu-
ción de la productividad cognoscitiva que implica la reducción metodológica.
Ocurre que, dada la complejidad de cualquier objeto en el ámbito de las
Ciencias Sociales, la única forma de conseguir que sean tratables de las ma-
neras m.etodológicamente adecuadas es dividiéndolos en problemas meno-
res hasta un punto en que simplemente ya no es posible, o no tiene sentido,
intentar una recomposición que permita la comprensión global.
Una cierta trivialidad general, una aguda timidez en el vuelo de las
conclusiones, una descomposición administrativa de problemas que sólo
pueden ser comprendidos de manera global, un formalismo que encubre el
interés real de los objetos que se están investigando, penan, como pálidos
fantasmas, sobre las investigaciones sociales que se resignan a que la única
fuente de legitimación en la comunidad sea su pretensión de rigor
metodológico.
En el caso de la Psicología, por ejemplo, ni Freud, ni Jaspers, ni
Binswanger, ni Maslow, ni Rogers, ni siquiera Ellis, o Guidano, o el mismo
Watson, habrían logrado que sus ideas fundamentales lograran ser aproba-
das si hubiesen consentido en someterse a los criterios de rigor metodológico
que suelen imperar en la comunidad académica actual.
Lo más dramático es que todo el mundo lo sabe, o lo sospecha y, sin
embargo, nadie se atreve, sin riesgo de su prestigio profesional, a plantearlo
directamente. Yo creo que esta «timidez» no puede ser casual.
La insatisfacción que los enfoques metodológicos que se han hecho
tradicionales produce ha llevado, por vías independientes del ejercicio aca-
démico formal de la epistemología como disciplina, al intento de formular
epistemologías heterodoxas.
En nuestro ámbito la Biología del Conocin\iento de don Humberto
Maturana, o la perspectiva más amplia que deriva de Bateson, a través de
Keeney y Von Forrester, o las ideas que se ubican bajo la inspiración de la
Teoría General de Sistemas, son las más difundidas. Las profundas reflexio-

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nes epistemológicas que pueden derivar de la psicología de Piaget, o del
psicoanálisis lacaniano, quizás por su dificultad intrínseca, lo son menos.
Al menos en aquellas primeras (no así en Lacan), el problema se ha
planteado como una aspiración de «conocer el conocer». La impresión que
se tiene es que no se logrará conocer de una manera suficientemente ade-
cuada (como podría pretenderlo el método) sin una investigación previa de
las condiciones que rigen al acto de conocer como tal. Desde luego se man-
tiene aquí la idea de que el conocimiento que se debe alcanzar no es otro
que el conocimiento científico. No se considera de ningún modo evidente,
sin embargo, que baste con u n cierto conjunto de procedimientos
estandarizados para poder acercarse a los objetos. La expresión que antes
he usado, la epistemología como «ciencia de la ciencia», adquiere ahora un
sentido casi literal. Una indagación empírica de las características del cono-
cimiento que nos ayudaría a conocer mejor.
La sensación que producen estas nuevas epistemologías, sin embar-
go, no es menos confusa que la que producen los resultados de la epistemo-
logía institucional. A muy poco andar los nuevos epistemólogos nos infor-
man que el conocer es un acto demasiado complejo como para reducirlo a
fórmulas metódicas precisas. Nos enseñan que no es posible mostrar de
manera indudable la primacía de la certeza científica. Nos revelan que hay
muchas formas de conocer que resultan de hecho inconmensurables entre
sí, de tal manera que no es enteramente legítimo compararlas, y menos aún
pretender que alguna de ellas sea intrínseca y objetivamente superior. Nos
recomiendan que la ciencia es la manera más adecuada a nuestros patrones
c u l t u r a l e s y, q u i z á s , al objetivo de conformar u n a c o m u n i d a d
epistemológicamente tolerante. Pero nos advierten que este mérito no pro-
viene de una característica propiamente epistemológica de la ciencia sino,
más bien, de la actitud de buena voluntad que los científicos puedan tener
hacia la diversidad de la verdad.
Yo creo, sinceramente, que así están las cosas. Lo que he hecho, hasta
aquí, es mostrar el estado del problema. Cuando alguien pregunta para qué
puede servir la epistemología es este estado de cosas lo que subyace a la
pregunta es, por un lado un cierto autoritarismo metodológico con el que
nadie, ni siquiera los mismos metodólogos, están plenamente conformes, y
por otro lado el juicio de los expertos, o de los epistemólogos de nuevo tipo,
que no se atreven a asegurarnos nada con la certeza que se esperaría, ni con
el acercamiento a las cuestiones más concretas que pueda justificar creer en
ellos.

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Lo que ocurre frecuentemente (puedo observarlo en mis clases, pue-
do verlo en las reacciones que surgen ante las teorías de don Humberto
Maturana) es que las personas que se asoman, desde el mundo de las certe-
zas científicas no cuestionadas, al ámbito de la epistemología, se sienten
fuertemente confundidas, incluso ofuscadas. Sienten que no se ha respon-
dido en absoluto a lo que esperaban escuchar. A partir de eso, los que con-
sienten en caer a la «pérdida de inocencia epistemológica» frecuentemente
quedan en un estado en que simplemente no hay verdades, o en que todas
las verdades posibles son equivalentes entre sí. Un estado en que cualquier
cosa podría ser defendida. En que hay buenas razones para que cualquiera
se quede en lo que quiera quedarse.
Este no es, por cierto, el mejor resultado que se podría esperar de las
novedades que la epistemología tiene para contarles a los que se han forma-
do en el rigor científico. Lo que digo es que es el resultado más frecuente. En
la práctica, incluso, se puede ir fácilmente más allá de este escepticismo.
Basta con volver, en las cuestiones prácticas, a las fórmulas tradicionales.
(Ahora, sin embargo, de una manera considerablemente más relajada). O
basta, también, con abandonar la pretensión de que haya alguna metodolo-
gía precisa y, simplemente, aplicar a cualquier procedimiento de investiga-
ción las nuevas convicciones aprendidas como si fuesen una metodología.
Creo que no es posible entender tanto la autoridad de los metodólogos,
por un lado, como la confusión que siembran los epistemólogos, por otro,
sin una consideración algo más especulativa de las convicciones comunes
que subyacen a ambos polos, a pesar de su aparente diferencia, y a pesar de
las disputas institucionales, que se presentan a sí mismas como profunda-
mente fundadas, a las que dan lugar.
El punto central, creo, reside en lo que se espera del conocimiento
científico, y en la idea de realidad que suponen estas esperanzas. La cultura
moderna, profundamente impactada por el grado que ha logrado en el do-
minio de la naturaleza, ha racionalizado este dominio atribuyéndolo a un
saber claro y distinto sobre el objeto, atribuyéndolo a la aplicación consis-
tente del poder analítico e iluminador de la razón. El dominio surgiría del
saber. La aspiración por el saber no ha sido, en nuestra cultura, sino una
aspiración por el dominio.
Pero en esta relación tanto el sujeto, como el saber, como el objeto
sobre el que actúa, son pensados como mutuamente independientes, como
constituidos de manera previa al evento de su relación, del que surgirá el
dominio desde el que sabe y es libre hacia lo que es sabido que, como cosa,
no es capaz de ser otra que la que ya es de manera estable y segura.

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Creo que ambos supuestos pueden ser, y de hecho han sido, critica-
dos con naucha eficacia. En realidad no es dennostrable que haya objetos
previos e independientes al acto de conocerlos, en realidad no es demostra-
ble que el dominio de tales objetos provenga de su conocimiento objetivo.
Lo que ocurre es lo contrario. Es porque conocemos que decimos que hay
objetos. Es por que tenemos un cierto dominio que decimos que conocemos.
Lo primero y básico es que de hecho producimos, es que de hecho actua-
mos, lo segundo, derivado, es que racionalizamos ese vivir y ese dominar
presentándolos como productos de la razón. La lógica efectiva de nuestras
acciones es, en su contenido profundo, la contraria a la que reconocemos
como tal. Nuestros actos no son transparentes. Hay una profunda diferen-
cia entre lo que ocurre y lo que creemos que ocurre. Nunca podemos mirar
hacia el interior de la razón que vivimos como si fuera real y efectiva mien-
tras de hecho la vivimos. La enajenación es un hecho central de la forma en
que hemos organizado nuestras vidas.
Pero esta imposibilidad de mirar la lógica interior de nuestra manera
de producirnos sólo es real y completa en la medida en que estamos real y
completamente en una forma definida. El siglo XX, sin embargo, tiene la
virtud, dolorosa, de que vive la transición de una gran forma cultural a otra.
En la medida en que las claves de la modernidad están siendo puestas en
duda por el desarrollo propio de lo real y efectivo, en la medida en que
asistimos a su crisis, podemos, por fin, mirarla. Contemplar lo que fueron, y
en gran medida siguen siendo sus constantes históricas. Podemos contem-
plar la configuración de su razón, que hemos llamado de manera directa y
espontánea «realidad».
Es la crisis de la modernidad lo que permite hacer epistemología. Es
la ruptura o, mejor, el derrumbe catastrófico de sus certezas, que no es sino
expresión del derrumbe de su lógica, lo que nos permite entender cómo es
eso que hemos creído que es lo real, entender por qué lo real puede ir más
allá de sí y convertirse en otro, entender por qué ya no es suficiente con
creer que hay objetos y sujetos previos al acto de coproducirse, ya sea como
conocimiento o, más en general, como producción de realidad.
La crisis de la modernidad nos permite entender el lugar que la racio-
nalidad científica ha ocupado en el sistema de la producción. Su papel de
legitimadora del dominio. Su oficio de poner la realidad de las maneras
adecuadas para la conquista y la explotación. Su vocación de descomponer
toda racionalidad paralela hasta integrarla, por la vía del devoramiento, a
su articulación totalitaria del mundo, a su creación compulsiva de la uni-
versalidad.

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Es la crisis de la modernidad la que nos permite comprender las cla-
ves de la manera científica de ver el mundo más como un límite que como
las formas últimas de la realidad. Toda mirada sobre sí invita al ser a ser
más allá. Cuando por fin logramos vislumbrar lo que somos es porque ya,
de muchos modos no somos precisamente eso, y es porque aún no logra-
mos ser algo completamente distinto. El drama de la lucidez es iluminar lo
que muere.
¿Para qué puede servir hacer epistemología?. Para saber lo que fui-
mos, para saber que lo que aún somos no es necesario. Para encontrar los
fundamentos que, al aparecer como límites, nos inviten a superarlos. Para
ponernos de lleno en la situación que de hecho estamos, en una transición
hacia algo nuevo.
Creo que la afición por la epistenaología, aquella que traduce una cierta
«angustia epistemológica», que no es sino la angustia de la incerteza, no
expresa más perspectiva que la de recuperar el camino seguro que conduz-
ca hacia el conocimiento. En otras palabras, creo que se le pide a la episte-
mología que cumpla, en un intento de segundo orden, lo que antes se espe-
raba de la metodología. Quiero ser más enfático. Se piensa a la epistemolo-
gía como si fuese una metodología, como si su obligación fuese conducir a
una metodología.
Creo, pura y simplemente, que esto no puede hacerse. No hay un
nuevo «m^odo de conocer» del que pueda resultar un nuevo «modo de do-
minar». Nunca lo ha habido. La relación siempre ha sido al revés. Estoy
seguro de que las nuevas formas de dominación, que se incuban en esto que
llamo crisis sólo por la costumbre de contar la historia desde el pasado,
encontrarán a su hora una metodología que les será propia y legitimadora.
Me parece relativamente inútil tratar de adivinarla y prevenirla. Cuando
aparezca lo más probable es que la veamos no como una tal metodología
sino, ni nxás ni menos, como la forma misma de la realidad, por fin descu-
bierta. Es bueno notar que esto implica no sólo que la epistemología aparece
en las épocas de crisis sino que, además, sólo puede aparecer en ellas.
Si los metodólogos quieren una nueva metodología para prolongar
su función de legitimadores del sentido común de la racionalidad domi-
nante, en esencia, no deberían preocuparse. La función siempre será cum-
plida por alguien. Si son hábiles podrán ser ellos mismos. Si son dogmáticos
caerán y serán ridiculizados como lo han sido los sacerdotes paganos ya
más de una vez. Si esperan que su status se mantenga a partir de la explora-
ción de las posibilidades de la epistemología, en esencia, pierden el tiempo.
La única conclusión a la que pueden llegar por esta vía es que la época de su
tranquilo dominio está llegando a su fin.

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¿Para qué puede servir la epistemología?. Para lo que sirve la lucidez
en general. Para lo que sirve la vocación por los fundamentos. La erudita
contemplación de la riqueza de la historia humana. Sirve para darse cuenta
de que, contra lo que la pretensión de la Ilustración imaginó, no es la con-
ciencia la que rige los destinos de la humanidad en la época violenta y oscu-
ra de su prehistoria. Los sucesos van ocurriendo de hecho, las razones los
siguen. Hoy lo que ocurre es que se articula un nuevo dominio, una nueva
vuelta hacia la universalidad del género, una historia por fin efectivamente
mundial, con sus patrones de inti-gración y altísimo consumo, con la mise-
ria atroz de los marginados, potencialmente exterminables. Lo que ocurre
es que el ciclo de la cultura industrial clásica ha llegado al límite de sus
posibilidades y, con ello, la racionalidad que lo expresaba también lo hace.
Lo que ocurre es que cada uno trata de agarrarse como puede al vendaval
de los tiempos y, entre las muchas estrategias posibles se pregunta si no habrá
alguna manera sistemática de pasar y quedar en algún lugar aceptable.
No sé si la epistemología puede ser una buena manera de enfrentar
estos hechos. Ni siquiera lo sé en el ámbito reducido, pero clave, de la meto-
dología científica. Creo que desde el espacio teórico que permite es posible
comprender mejor lo que ocurre. El lugar desde el cual se pueda intervenir
de manera importante sobre lo real, ciertamente, no es este. Quizás como
estrategia de sobrevivencia individual. Lo dudo. A pesar de mi propio caso.
Como lugar teórico desde el cual intentar cambiar el mundo, sé que no es el
adecuado. Pero ¿se trata de cambiar el mundo?. ¿No será que esas cosas ya
pasaron de moda?. La realidad se ríe de muchos modos de los teóricos. Uno
quiere entender lo que ocurre y ella, casi sin aviso, coqueta al fin, cambia
igual.

Apéndice N° 2
En defensa del Sentido Común

1. «¿Entonces no se puede creer en nada?»

Hago desde hace varios años un Curso de Epistemología en que trato


de llevar la vocación crítica a desmitificar la onuiipotencia de la ciencia,
trato de mostrar que no hay razones epistemológicas para suponer que los
científicos puedan hacer sus afirmaciones con certeza, mostrar que la falibi-

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