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DISIDENCIA

GONZALO SAN ROMÁN


1. In memórian de un novelista norteamericano muerto.


Esta mañana me desperté de nuevo con la angustia en mitad de la boca.

Me dolía el estómago por el alcohol ingerido en la noche de ayer y para


olvidar su presencia, agobiándome, me puse a caminar por el piso. Por último,

después de dos horas lúcidas y agónicas durante las cuales creí revivir y morir
varias veces, logré serenarme y traté de recordar el nombre del novelista
norteamericano que hace unos meses se quitó la vida, según el obituario de un

periódico.
Había estado de viaje por Europa, congraciándose a buen seguro con la
memoria de los representantes de la generación perdida, y trabajó durante

meses como actor ambulante en el viejo continente. Había escrito siete novelas
(una de ellas rechazada por setenta editoriales, que no admitían la maestría de

deparar siete centenares de páginas sin un solo diálogo) y, al fin, de modo

inesperado, había alcanzado el reconocimiento de ciertas partes del público y

de la crítica especializada, que asoció su nombre con la diablura barroca de


William Faulkner.

Lo último que se llegó a conocer de él, según palabras de su editor, fue su

cuadro clínico: dado a las perturbaciones psíquicas, a las crisis nerviosas y la

noticia, más o menos difundida por los rotativos del Estado al que pertenecía,

de que había participado en una protesta universitaria en contra del presidente

de su país, desnudándose en público.

De ese modo siniestro comencé a recuperarme de la negra experiencia de ayer.

Las sucias aspas del ventilador daban vueltas en torno a su eje sobre la cama
en la que yo permanecía acostado, tratando de conciliar el sueño. Al

comprender que no me había vuelto loco del todo, comenzaron a asaltarme las

esperanzas.
Como luciérnagas bullían en plena agitación, de aquí a allá. Al contemplarlas

regurgitar y chocar con las paredes, comencé a decirme que quizá no todo
estaba perdido, que acaso mi extraño comportamiento de anoche no había sido
tan evidente para los otros como yo temía. Pero eso, era evidente, significaba

otras tantas semanas como la última: divagando en torno a la ternura infinita


de su cuerpo, anhelando las líneas que conformaban el rostro que ya había

comenzado a amar y, también, enfrentarse a la nueva posibilidad de un


fracaso.
Todo resultó entonces tan agotador, que me prometí hacer lo que pudiera por

olvidarla, por no dejarme embaucar ni por un solo signo de mansedumbre...




2. James Joyce.

Hoy también me incorporé como un almuédano.


Como no podía permanecer varado, me agité, me arrastré, entré en el

dormitorio y, más tarde, en la cocina de la casa que tanto odio.


No la cúpula del cielo, la vida entera ejecutaba en torno a mí giros

mayestáticos.
Otra vez era yo, otra vez mi voz era la de un ser angustiado por el fracaso.
Digamos que inquirí la oración como decenas de veces te había oído hacerlo:

¡Tu boca, mi boca!



3. Remordimiento.

Siento en la carne la desazón de saber que mañana todavía será domingo.


Estoy solo, encerrado en el cuarto, y hace apenas una hora que he confesado,

al fin, que todo cuanto soy, que todo cuanto he sido siempre, es un hombre

equivocado.
Ellos, por supuesto, no me comprendieron.

Yo traté de aclararles que, como Franz Kafka, estoy tejido de postergaciones


infinitas. Las obsesiones que me enloquecen y atormentan fueron irrisorias y
se hallan olvidadas para el resto, pero yo sigo dejándome atravesar la piel y la

carne blasfema por sus dientes.


Ellos objetaron que mis prédicas tenían remedio.

Debía aprender a vivir dijeron, debía aprender a reconocer el signo del placer
pintado en las puertas y en las caras.
Entonces los miré fijamente a los ojos y quise, y los reconocí, y no pude, y fui
de nuevo el fantoche que ellos ansiaban.


4. Arthur Rimbaud.

Yo soy el otro escribió. La verdadera vida está ausente.

Una cierta crítica añadió después, en una de las muchas celebraciones habidas

por su aniversario, que antes de haber sido un hombre amputado en la carne, lo

fue en el espíritu. No tenía acaso diecinueve años cuando decidió dejar de

escribir. Sus poemas de juventud eran meras enjuagaduras, confesó.


Se amistó con una negra y pagó clases particulares para convertirla en el
sucedáneo de una esposa, previendo transformarse él mismo, de ese modo

quizá banal, en la sencilla representación de un hombre corriente.


Se hizo enviar desde Francia manuales para aprender diversos oficios, porque

aun como renegado de la poesía, pensaba ingenuamente que todo lo que existe
puede aprenderse en los libros. Viajó entonces por el cuerno de África. No

huyendo de algo indescifrable para los otros, como recorriera a pie medio
continente europeo, sino embaucado, engolfado, avasallado por la imagen que

le devolvía el espejo bajo el aspecto de un pequeño comerciante.


Ni siquiera en las entrañas más vulgares y olvidadizas del mundo pudo resultar
en algún modo feliz.

Había escrito:
“Por delicadeza me quedé sin vida”.





5. Pornografía.

Me había abandonado del todo esta mañana, lo comprendí en cuanto me

incorporé y, frente al espejo, supe que había perdido el ojo de cuervo. No

había tampoco rastro de la cara desencajada en la que ayer todos repararon.

Sin motivo alguno bajé a la calle y caminé junto a parterres de flores vulgares
que no recordaban tu nombre. Me senté en un banco y desde allá oí pasar los

trenes solitarios. A lo lejos, un niño jugaba con la arena vacua de un parque.

Entonces me tendí al sol, cuán largo era, tratando de entender en qué consistía

la fiebre errabunda que se apoderó de mí ayer, qué clase de alquimia utilizó

conmigo hasta altas horas de la noche, cuando caí rendido sobre el sueño
orgiástico de mil meretrices.
No se apoderaron de mi cuerpo, pero ejercieron ante mis ojos las posturas

secretas que yo mudamente ansiaba. Se volvían y me miraban mostrándome


sus labios, volvían a girarse y ejecutaban sobre las ingles los ritos que te dejan

ciego...
Yo, sobre el péndulo mágico, me balanceaba para observar los diversos

flancos del amor. De ese modo logré ver las sirenas y las flores, el cuero
esmaltado, la panza broncínea, las mataduras del éxtasis...














6. Desperdicio.
(Homenaje a la obra de Jorge Luis Borges)

Me sentí feliz al conocer que, por hoy,

había sido librado de la ejecutoria de

mi educación. Esa tarde me acerqué a

la ciudad y vagué por las ágoras en las

que se discernía el futuro y, con una

herramienta que usurpaba el Álgebra,

se conjeturaba sobre la muerte del


Todo.

En uno de los últimos templos perdí el

arrobamiento propio de la juventud,


discutí con los sabios y creo que los

derroté, y que también fui derrotado.


Habían pasado las horas, había caído la noche sobre los pórticos profundos y

las voces de los maestros y de sus discípulos habían cesado. Permanecían en el

pálido suelo serpentinas de colores, tributos al dios de la elocuencia, y los

escupitajos ignaros que surgieran horas atrás de las gargantas resecas.

Entonces regresé, transido de soledad, en una de las naves de tu magnánima


flota y en cubierta me acarició el rostro la mirada de una mujer de ébano.

Solícita, repasaba sentada frente a mí uno de tus volúmenes, pero yo no me

atreví a acercarme.
Cuando llegué al fin frente a las puertas de tu palacio estaba cansado y ufano

de mis pequeños logros insignificantes y tú, sonriendo con mansedumbre, me


preguntaste qué enseñanzas me había deparado el mundo ajeno.
Yo, tras meditar un instante, contesté:

“Es un mundo de obras vanas, maestro”.








7. William Faulkner.
(Homenaje a la publicación de “Las Palmeras Salvajes” el día en que el
huracán llegó a tres estados del Sur)

Inscribiste el mundo en una porción de mapa que era, según tú, poco más

grande que un sello de correos.


Hoy han llegado tristes noticias hasta nosotros (perdidos a este lado del mar),

de que también, como entonces, el Estado de Mississippi se halla anegado por

las aguas.

Con emoción hemos vuelto a oír los viejos nombres evocadores de Louisiana,

Alabama y el del condado de Yonknapatawpha, y hemos visto a los blancos y

a los negros subidos en los tejados, contemplando la inmensidad del océano

que ha borrado las avenidas y a los convictos con piel de naranja saludando
con la mano a los aviones...

Partiste el amor en dos. A un lado quedó un hombre virgen que mata sin
voluntad al objeto de su deseo e hiciste del “cornudo” un hombre honrado,

respetable y digno.
Al otro lado dejaste la inundación, las extensas aguas que se abren en el papel

en busca del mareo y la alucinación, de páginas que son cascadas que ahogan
y vuelven.

Contaste la misma historia dos veces, contaste la fuerza del pequeño engranaje
que regla, y esclaviza, y asume, el inquebrantable palpitar de sus membranas...





8. Camarón de la Isla.

Cantabas los cantes pequeños del flamenco como los otros sólo saben cantar el

cante jondo. No Bulerías, Fandangos, Alegrías de Cádiz... Tú cantabas los

pueblos blancos de la tierra que te dio la vida, las argucias mágicas y telúricas
de la Bahía, las arenas en las que te tumbaste a soñar prodigios premonitorios.

Cantabas a los caños de San Fernando, donde te bañaste de niño, y a las aguas

de la Victoria, donde te forjaste como hombre...

Cuando llegó el setenta y nueve, con 28 años de edad y a juicio de otros, no de

ti, que nunca hablabas de esos temas, la representación dramática que

ejecutabas en público se extendía no sólo al arte establecido a principios de

siglo por Manuel Torre y Enrique el Mellizo, sino incluso a los quejidos que

entre cante y cante emitías.


En escena pronunciabas el nombre de una mujer anónima, arquetípica, y los

que te escuchaban gritaban locos y se les erizaba el vello como si estuvieran

por poseerla.
Lo eras todo: el recluta que regresa de la guerra de Cuba, que por falta de años

no pudiste vivir; el padre que se duele con su ausencia; el eremita que se


encierra en la soledad de mil noches que te sorprendieron despierto y la única
lumbre de ese eremita, pero, también, la memoria grandilocuente y tenue de

una tierra convertida en provincia.


Lo eras todo.













9. Desgracia.

No puede decirse que estrictamente me rechazaras.

Tus frágiles dedos se encontraron levemente con los míos dos y tres días antes

de la desgracia. Fui yo, quien, enardecido por tu canto de pájaro, asombrado

por la belleza de tu alma desvelada, no supe o no pude tomarte.

Me volví loco, o el tiempo por venir hasta el próximo encuentro resultó

demasiado largo, o no encontré las palabras adecuadas y te confundí con el

fruto del poema cuando sólo podías ser su causa...


Habías mostrado demasiado ya y esa verdad es la más perentoria, la única

verdad que expira con el solo transcurrir de un día.




























10. John Ford.


(Nombre cinematográfico de Sean Aloysius O´Fearna)

Tenías predilección por los ponientes color púrpura y por los paisajes agrestes

puntuados con rocas en forma de chimenea. También, por una raza de hombres

rojos que aprendieron a vivir y a morir como guerreros.

Eras irlandés, sin embargo, y recurriste a un nombre común, incluso vulgar,

como el de John Ford, con la misma modestia con la que afirmaste no saber
hacer otra cosa que rodar películas de indios y de vaqueros.

Hoy sabemos que esa afirmación de humildad es casi por completo cierta,

pero también, que contiene algo de mentira. Los atardeceres en Monument

Valley y un actor que era un hombre grande que caminaba ladeado, te

sirvieron para contar una historia llena de grandeza y de coraje. Pero la

verdadera dimensión de tus películas es a menudo tan terrible que no resulta


raro que acudieras a las alusiones para no espantar.
Al lado de la iniquidad de la guerra y de la imposible coexistencia de dos razas

antagónicas, ideaste un esquema ágil y encantador que apunta directamente


hacia el costumbrismo. Todo lo pusiste en práctica para difundir una atmósfera

familiar de la que resultan, sin embargo, cruelmente expulsados tus


protagonistas. Éstos parecen no poder nunca asumir la vida organizada,

mediocre y abatida que a ti te deparó el azar de ser un hombre contemporáneo.


Por eso sabemos que la realización de películas del Oeste era sólo una excusa.
Por eso sabemos que nunca conseguiste usurpar esa paradoja que también
asoló a otros...


11. Fanáticos.

Sólo porque constituía un número más solicitaron mi concurso.

El agitador era un hombre alto, anciano, con aspecto triste y profundas ojeras.

Portaba un traje gris, de botones cruzados bajo una cartuchera de cuero, y es

bien cierto que en algún modo tenía ya encima el aire de los cadáveres.

Cuando logré apartar a la multitud que gritaba desde las primeras bancadas y

estuve lo suficientemente cerca de la tribuna, comprendí que no dominaba del

todo el mecanismo de su dentadura postiza y sus exabruptos, escapando por

los intersticios del metal, mojaban de saliva a los fieles más cercanos.
El hombre no imprecaba directamente a nuestros adversarios, pero

escuchándolo resultaba obvio que los consideraba herederos de una estirpe de

asesinos. La sangre vertida por aquellos individuos se remontaba a través de


los siglos afirmó. Manchaba sus manos, corrompía sus cuerpos y ahogaba en

la cuna la inocencia de sus hijos...


Ni siquiera le hizo falta añadir que resultaba imposible que alcanzaran por
todo tiempo el perdón de los pecados, una voz hizo ese sucio trabajo

gritándolo desde la grada.


El viejo se detuvo entonces para respetar el éxtasis provocado por esa última

andanada. Luego continuó:


Durante las épocas de turbación, aquella raza infernal se ufanaba en debilitar
la carne y el espíritu puros casándose y engendrando en el vientre de nuestras
mujeres. Cuando no lo lograban, secuestraban a los vástagos nacidos de las

uniones sin mácula y ejecutaban sobre sus pequeños cuerpos oscuras conjuras
viles...

Para fortalecer esas palabras, el viejo difundió en el aire un feto (con sus

manos venosas y arrugadas) y en él encontró impasible el signo de la incuria.

Aquí y allá halló con maestría de cirujano la plaga de crápulas, de ratas y de


gusanos.

La muchedumbre gritó entonces enloquecida.

Había mujeres que, sin conocer por qué, lloraban; los hombres se retorcían

salvajemente los miembros, llevados por una suerte de paroxismo que los

invitaba a matar; hasta los niños extendían los brazos y cantaban con fervor

viejas canciones patrióticas, evocadas en la última guerra perdida...


































12. ¡Winston Vuelve!


El monarca de un gran imperio en el que nunca se ponía el sol y el general del

mayor ejército que nunca vieron los mares hubieron de firmar una alianza para
evitar que aquel viejo de pasos ágiles y sonrisa mordaz desembarcara en la

playa poco tiempo después de las primeras oleadas. Cuando fue imposible

evitarlo incluso para ellos, aquel viejo llevaba su cabeza cubierta con una

gorra de marino (no en vano había sido antaño Lord del Almirantazgo) y

apretaba fuertemente entre los dientes un habano (no en vano había sido

siempre fumador).

A pesar de haber sufrido desde crío la venenosa pasión del gobierno, los

profanos que se acercan hoy a sus innumerables biografías quedan extrañados

por el modo en que le fue posible aprovechar los años. No fue lo que hoy
rutinariamente entendemos por un político profesional. Cambió tres veces de

partido y, en tan sólo el espacio de una vida con una extensión como las otras,
estuvo como corresponsal de prensa en la guerra de los Boers, al margen de

ser historiador, y participó en la que llaman la última carga de caballería del


Imperio Británico.

Otras destacan que en su día fue el personaje político más odiado por los
mineros de Gales y los nacionalistas irlandeses, además de renunciar, por
enésima vez, a una casi siempre frustrante carrera parlamentaria con objeto de

enrolarse como coronel en la guerra del catorce.


Después llegó el período de turbación de los Treinta (“the finest hour”, como
él mismo la tituló) y los periódicos anunciaron una mañana en sus portadas,

entre consternados, temerosos, divertidos:


¡¡WINSTON VUELVE!!

De ese modo, el viejo de pasos ágiles y sonrisa mordaz pasó de ser un político

acabado, empantanado por diversas aventuras con fines desastrosos, que se

remontaban hasta Gallipoli y más allá, a convertirse en un hombre único y

providencial.

Alguno de los ayudantes que debieron soportar sus manías de entonces


recuerdan que había que observarlo tan sólo en acción: probando una

ametralladora; encontrando en los Comunes expresiones poéticas para las

victorias y para las derrotas; o revistando las tropas sobre las arenas de Egipto

(vestido con un raro mono azul y unas zapatillas de baile que habían pasado de

moda veinte años atrás), para comprender que uno era testigo de algo
trascendental y emocionante, pero, también, que Alemania estaba

irremediablemente perdida.
No en vano había derrotado aún no a los ejércitos de un Reich llamado

milenario, pero sí a la fuerza del mito. El sistema político que no podía contar
con modelos ni con héroes, a juicio de Thomas Carlyle, había hallado en su

persona al más grande de todos ellos.


















13. Vorágine.

Fuimos dejando atrás breves pueblos y ciudades, también, estaciones de

servicio que parecían lienzos de Edward Hopper, con una bombilla solitaria

que irradiaba su luz sobre un entorno depravado...


Fuimos dejando atrás tardes repletas de una energía precipitada y salvaje,

tardes en las que unimos las manos bajo el cuenco de metal sagrado y bebimos

del agua bendita de la alucinación y el asombro mágicos...


Fuimos dejando atrás el lento transitar de los crepúsculos, vacíos de gritos, y

el aroma embriagador que surgía de los setos, cuando el nombre de una


muchacha única poseía el sabor del almizcle...

Fuimos dejando atrás las madrugadas preñadas de llantos, madrugadas que


constituían no más que una premonición del futuro, cuando no seríamos ya

nosotros, sino tú y yo y aquel otro, y nos hubieran invadido como una plaga
las renuncias...

Fuimos dejando atrás las excusas inverosímiles y aprendimos a mentir, a


soslayar, a renovar nuestras esperanzas no con el tejido nuevo del Amor, sino

con el de la conmiseración...






14. Mario Vargas Llosa.


Resulta casi imposible exponer en unas pocas palabras todo lo que te

debemos. Para ser parcos pudiéramos decir que bebimos de tu experiencia y


de tu sabiduría el amargo brebaje del fracaso, del fraude y de la decepción.

Tú nos enseñaste con palabras certeras y exaltadas lo que se escondía tras los

túmulos dorados de la utopía y le encontraste un lugar en el mundo al hecho

estético de la literatura una vez que ésta ya no pudo servir como estandarte

revolucionario. Por eso, no es de extrañar que tus metamorfosis terminaran por

resultar inevitablemente las nuestras.

Gracias a tu coraje, dejamos de jalear como fanáticos el socialismo, el

castrismo, de apuntalar el armazón marxista para enjaular por siempre la


realidad, y aprendimos a valorar por encima de cualquier otra consideración la

libertad de crítica y de juicio. Entonces comprendimos por qué motivo te

tiraban piedras en las cátedras a las que acudías a dar una conferencia y se
convocaban manifestaciones con el único objeto de impedirte hablar.

Tú continuabas hablando de todos modos...


Aquí y allá oímos la voz apasionada que no exoneraba de responsabilidad al
individuo por su destino y clamaba contra la superchería medieval de culpar

de todos los males al demonio anglosajón. Denunciabas que muchos de los


intelectuales del momento predicaban ejemplos que nunca aceptaban para sí;

que buena parte del enlatado y vago concepto del progresismo se hallaba
corrompido hasta la médula y servía sencillamente para no pensar, convertido
en uno de esos idiotas juegos de palabras que tanto obsesionaron a tu maestro
Flaubert; que...

Increíblemente, inquebrantablemente, tu voz, junto a la de Octavio Paz y la de

otros pocos intelectuales sudamericanos, fue abriéndose camino a través del


muro de silencio interpuesto...









































15. Septiembre.

Mes de los locos que transitan por un año delicado y estéril. Mes de las
esperanzas infundadas y de las energías sublimes que nacen ya muertas,

abortos de la precariedad. Mes de los poetas que son asaltados en la calle,

confundidos con hombres violentos y vengativos. Mes de las flores vacuas, de

los dementes furiosos que pretenden vengarse del mundo que los hirió y caen
al doblárseles las rodillas. Mes de la incuria y de las espumas afrodisíacas.

Mes de las alondras que acarician tu pelo, del aire sumiso que se rinde ante la

belleza ampulosa de tu piel de oro. Mes de los estigmas y de las vaguedades,

de los navíos varados y de los cuentos del desierto. Mes para desangrarse en

silencio, apagado, absorbido, en cualquier esquina de la ciudad que más

odies...



16. Parálisis.
(A José Manuel San Román)

Un autor, que narró un Sur en alguna forma diferente al que nosotros siempre

anhelamos, elevó al podio de la máxima inocencia y bondad a los hombres sin

sombra. Lo hizo del modo poético en que yo no sabré hacerlo contigo...

Cómo decir que han transcurrido los años desde la fecha en que quedaste
encerrado, aislado y solo, en una terraza que miraba sobre un vergel y que

oíste por vez primera los gritos del furor y de la solidaridad infantil que iban a

serte ajenos.
Han pasado los años y yo, ansioso de todas las famas que puede acaparar el

mundo, me he terminado ciñendo e identificando casi por completo con la

tuya. Aterrado y amargado por las consecuencias infinitas que engendra cada

acto, he encontrado en tu ser la bondad que la voluntad inicua siempre me

negaría.

Quizá todo era cuestión de tiempo, quizá bastaba con que el crío, cuya sangre

bullía en los jardines que tú observabas desde la prisión, quisiera vengar una

ofensa contra tu nombre para que el destino inexorable sellara su deseo. Quizá

bastó con que me encandilara con los artificios que no podría forjar ni ejercer
sobre el mundo para que fuera tú y me convirtiera en lo que tú eres y pudiera

gritar desde un pozo con la misma ansia y la misma furia de los humillados,
los ofendidos y los malditos...

Ahora han pasado los años y tú desearías ser, eres en realidad, el hombre que
yo ya no me atrevo a cumplir...




17. Furia.

Eres un estertor en la sangre y en la boca.


Todos han coincidido alguna vez con tus ditirambos efectistas y con tus

promesas de soluciones radicales, así que no dejas que nadie arguya la

ignorancia como excusa por tu trato.

Yo rompería las cabezas, quemaría las casas, odiaría sin pasión y sin denuedo,
me arrastraría por las alcantarillas..., para ejercer una justicia de muerte contra

la estupidez propia y la ajena.

Como siempre que me tomas, no me faltó hoy el ardor que mis ojos desatan en

mujeres conocidas o que nunca volveré a ver. No hay edades para tus mágicas

prerrogativas, lo sé, y sólo tengo que abandonarme a la cruel tensión de tus

cinchas para que todas, viejas y jóvenes, casadas o solteras, se me entreguen.

Sin rubor, sin malicia, sin conciencia plena de lo que se disponen a hacer, se

dejan arrastrar por una fuerza que es más antigua que la humanidad y todos

sus convencionalismos. Por ello, no es de extrañar, que a menudo tomes la


forma de un canto solitario que parte de mi garganta; el sonido irascible de un

golpe que dan mis manos sobre una mesa; el de una palabra procaz que escupe
mi boca, pues eso te basta para triunfar. Mientras otras, con objeto de lucir tu

poderío, te conviertas en un temblor repentino, apenas soportable, que abruma


los miembros y hace sentir una quemazón en todo el cuerpo.

Cuando hoy (ayudado de tu rencor contra todo y de tu vehemencia) la poseí al


fin, el único estrago que fui capaz de causarte fue prometerle que la próxima
vez yo sería un hombre repleto de ternura.

Entre mis brazos, ella, abandonada a la pasión, olvidada hasta de su nombre en


mitad de la carne desnuda, entornó los ojos que yo había besado y fueron ellos
los que ejecutaron el gesto del desasosiego.

Comprendí entonces que habías conseguido que fuera tu amante y no la mía,


que había representado otra vez el papel de instrumento tuyo, creyendo ser tu

benefactor.

18. Estupidez.

Se supone que debemos odiarlos una vez que ellos nos odian...

Las causas de ese odio resultan, sin embargo, vagas y se hallan veladas por el
número de años transcurrido desde la remota fecha en que se produjo aquel
pecado originario.
Ya no resulta fácil recordar, siquiera, por qué perteneces a la facción que

alumbra cotidianamente tus pensamientos. Tampoco, si siempre perteneciste a


ella y la cuidas como a una segunda piel; o si una o varias de tus metamorfosis

han quedado atrapadas por la evolución de los acontecimientos, en un

continuo proceso que conduce al absurdo y a la nada de modo inexorable.


El caso es que ellos nos odian y nosotros, a su vez, los odiamos...


Como el Sumo Benefactor no nos proveyó con pieles de distinto color para

hacernos distinguibles, nos vemos abocados a una prestidigitación diaria que


tiene no poco de alocada. Según sus imposiciones, fingimos razones, ideas y

excusas que no son otra cosa que manías psicopáticas y una regurgitación del

odio voraz que únicamente cuenta. Nos regodeamos, además, en una

ecuanimidad viciada que desarrolla trampas dialécticas que descubriría de

inmediato un niño de pecho.


Nuestros pensadores más preclaros, siempre más fanáticos en un grado que

cualquiera de sus correligionarios, se dedican a descubrir en nuestros


adversarios una maldad tan absoluta y desnuda de matices que espanta de sólo

nombrarla.
No deja de ser clarificador el hecho de que hombres dotados para la creación

de personajes dramáticos, personajes por lo tanto llenos de dobleces y


ambigüedades, al fin, de mera humanidad, se dejen arrebatar por una visión de

los acontecimientos que rechazaría de inmediato cualquier empresario de


pompas fúnebres.

En cualquier caso, es cierto que ellos nos odian y nosotros los odiamos...

No me preguntéis, os lo ruego, por la naturaleza del hecho oscuro y en algún

modo teatral que dio origen a nuestra batalla. El hecho es conocido, en verdad,

pero ha sufrido a lo largo de los años tales impugnaciones, alteraciones en los


juicios y en sus formas, que quien se acerca a las fuentes que sólo deparan

datos y se deja conducir por ellos, por el mundo que conoce y por la

irreflexiva idea de que los hombres que vivieron entonces no debieron ser muy
diferentes a los de hoy, sale de las cámaras donde reposan los archivos dando

pasos de ciego y con una sonrisa extraña y una mueca en mitad de la boca.

Pocos de ellos han sido reivindicados más tarde por ninguna de las facciones

en litigio. Pocos, o acaso ninguno, ha vuelto a ser tomados en serio por ellas y

han sufrido a menudo el maleficio que se dedica a los traidores. Algunos han

ardido en el patíbulo.

De todos modos, ellos nos odian y es por eso que nosotros, a su vez, los
odiamos...

Tampoco sabré explicar la génesis de las teorías según las cuales vivimos
odiando y morimos del mismo modo. Sólo podré decir que ellas no aventajan

en demasiado a las enseñanzas de nuestros sabios y que resultan hijas


ilegítimas de su concepto de la Historia y de sus diversas maneras de

subsanarla.
Según he creído entender, la misma previsión que hace de nuestros enemigos

hombres siempre malévolos, formula ahora la necesidad de que nuestras


identidades confieran a los hechos una racionalidad de la que éstos a menudo
carecen. Se agrupan colectivos heterogéneos o se los disgrega en individuos,
según las necesidades de la demostración. A continuación, se los juzga, pero

no se juzgan sus actos, sino “al individuo o al colectivo en sí”. De ese modo se
premian o denigran actividades idénticas, se disculpan o aborrecen los mismos

crímenes...

Para qué explicar de nuevo que mientras ellos nos odian, nosotros, a su vez,

continuamos odiándolos...

19. Vidas paralelas: Mijaíl Sholójov/ Alexander Solzhenitsyn. *


*(Premios Nóbel de Literatura los años 1965 y 1970, respectivamente)

Resulta toda una paradoja que te otorgaran el famoso galardón sólo un lustro

después de que lo recibiera otro de tus compatriotas.


Con sólo cinco años de diferencia, prácticamente los mismos hombres,
sentados a la misma mesa y divagando sobre las mismas cuestiones, premiaron
al parecer, sin entender la incongruencia que cometían dos obras y dos vidas

antagónicas.
La tuya fue la de un recluso político (un zek en el argot carcelario), con ocho

años de internamiento en un campo de concentración y otros tres de destierro

por cometer la ingenuidad de enviar desde el frente, en el que te condecoraron,

una carta personal que mostraba tus dudas sobre el talento como estratega
militar de José Stalin.

La de Mijaíl Sholójov fue la del escritor oficial que más o menos ya fuera

Máximo Gorki (cuya estela siguieron otros muchos). La de un intelectual del

aparato que murió perteneciendo al Comité Central del Partido, ideando desde

el interior de éste enmarañadas estrategias para que pequeños y mezquinos

cambios en la Estructura permitieran que todo continuara como de costumbre.

El jurado que lo premió a él en 1965 no comprendió la cortina de humo que

comportan en su prosa las alabanzas a la paciencia y a la socarronería propia


del viejo pueblo ruso, y, menos aún, que otros aparentemente

bienintencionados procedimientos narrativos sirvan en realidad como medio

para justificar el destino de la disidencia, de dañarla imputándole crímenes que


sólo afectan a unos pocos de sus miembros con objeto de negar la inocencia de

la mayoría de los condenados.


Lo que él se niega a tratar en sus libros, lo que entierra bajo varios metros de
nieve, en el más recóndito de los silencios de la tundra o de la taiga, toma

protagonismo de modo veraz y cruel en los tuyos. Casi puede decirse que, con
extraña exactitud, donde él deja de escribir comienzas a hacerlo tú mismo.

El jurado que te premió a ti, cinco años más tarde, confesó, o reconoció, que tu
obra se había convertido en la Historia más verídica de la URSS durante el
tiempo de la manipulación, la falsedad y el crimen institucionalizado.

Lo que los volúmenes oficiales negaron a perpetuidad, lo que mintieron u


omitieron, inventando una Historia llena de estadísticas falsificadas y de

felicidades boyantes y siempre colectivas, lo habías desenmascarado tú gracias

a una memoria prodigiosa y a la simple ayuda de unos trozos de papel que

debían ocultarse a los guardias.


Es precisamente desde esas páginas desde las que gritan los condenados a un

infierno en el que lugares de nombre como Kolymá o Vorkutá merecerían

entrar en la Historia Universal de la Infamia, junto a los de Buchenwald,

Auschwitz o Mauthausen...

Sólo unos pocos años después, tras la concesión de aquellos dos premios

otorgados con una ceguera tan pusilánime que salta a la vista de los profanos

desde las páginas de las enciclopedias, algunos especialistas entraron en ese

enfrentamiento de dos autores que apenas se conocían y sembraron las


primeras sospechas de que tu antagonista fuera siquiera el autor de la más

apreciada de sus obras, “El Don Apacible”, que, dijeron, pertenecía en

realidad a un oficial blanco muerto en 1920, Fiodor Krioulov.






20. Los Kafka.


Tu mera presencia silenciosa en uno de los lados de la mesa constituía una


reivindicación frente al padre el mediodía de los días festivos.
Para él no eras más que un hombre adulto con pájaros en la cabeza, un hombre
delgado, demacrado y estéril que apenas podía soportar unas pocas horas de

trabajo en la fábrica, horas de esfuerzo que él eternizó durante su juventud


para sacar a la familia adelante.

Él, sin complejos, con orgullo posterior de haberlo hecho, había llegado a

arrastrar una carreta por las calles. Tú, sin embargo, siempre te consideraste un

hombre débil y enfermo y anhelaste muchas veces el suicidio y la muerte.


Para él nada significaron los paisajes, las ciudades, los lugares exóticos, al

margen de la labor y el beneficio que proporcionaban. Para ti, el destino de tu

mera Praga fue un íntimo exilio, despiadado y tenso, a pesar de la larga

duración de los años y de la esperanza siempre vana de escapar de ella.

Aun en silencio, aun ignorándolo, tu débil carne, tu aspecto abatido, tu falta de

dureza y exceso de sensibilidad, denunciaban en uno de los lados de la mesa el

ascenso del hombre que como un premio más que le otorgara la vida (tan

parca con los tuyos) obtuviera el placer material, no carnal, de poseer a tu


madre.

No hacía falta que él lo entendiera, que lo entendieras tú, que fueras en algún

modo consciente de ello, porque tú mismo eras el fruto amargo de aquella


conquista de terreno social decretada por los fuertes espíritu sobre los débiles.

No hacía falta que nadie más con palabras lo entendiera para que llegado el
momento se comportaran como debían y te depararan la fatalidad de forjar
narraciones inolvidables.

Lo que él tuvo de emprendedor, de desprendido, de voraz para determinadas


cosas de la vida; lo tuviste tú de atildado, de pusilánime, de vencido. Lo que él

convencionalmente logró, fue inalcanzable para ti. Lo que lograste ejecutar tú,
gracias a la agonía y a la angustia que en algún modo le debiste, no lo hubiera
entendido tu progenitor ni en otros mil años de existencia...



21. Manuel de los Santos, “El Agujetas”.


Cierta leyenda sagitaria cuenta que aquel gitano de estirpe fue un díscolo

desde joven. Sólo conocía con certeza que algo aseguraba entre su gente que
había nacido con el pecho y la garganta dignos para la profusión de los cantes
negros, soledades en las que se llora la muerte de los padres y se recorren de

noche, como en un cuento de Poe, las lápidas y los panteones de cementerios


acongojados.

Cuando no a la muerte paterna, aquel gitano cantaba a las barberías que

existían hace un siglo, o más, en los patios de las cárceles; a los amores

desgraciados que terminan, quizá, aunque no siempre, con una puñalada


traicionera y a los toreros famosos que murieron en alguna plaza menor,

allende los siglos y la bravura de los grandes tendidos.

Según dicen, le corría por la sangre ese cante puro que los flamencos de Jerez

suelen negarle con pasión malsana a cualquier otro lugar del mundo, pero sus

críticos más acérrimos se irritaban por su carencia de comedimiento, por su

despreocupación casi legendaria por la puesta en escena y el defectuoso

acoplamiento de su voz con la guitarra, en fin, por una falta de instinto para

los efectos dramáticos que a él parecían no interesarle en exceso.


Yo lo vi, quiero decir que lo observé con mis ojos, al margen de que palpé su

voz con mi alma, y noté que aquella noche diversa de las otras cantaba con las

manos abiertas sobre los muslos, las palmas extendidas hacia el cielo, como si
orara... Y tú, a unos pocos metros de una torrentera en ebullición que te

atravesaba la carne y la piel, creías asistir a la metamorfosis de una voz


aguardentosa, repleta de las experiencias y temblores de un viejo, en la voz
salvaje y voraz de un muchacho núbil y enamorado.

Tenía ya por entonces, a su creer, más de sesenta años de edad, aunque nadie
pudiera decir con certeza la fecha y el lugar exacto dónde naciera, y esas dos

ignorancias habían sido añadidas a su figura por los fanáticos que lo seguían
por media España como a un santón pendenciero.
Como “cantaor de tierra adentro”, en su repertorio falta casi por completo la

presencia del mar; pero pronunciaba con pasión los nombres de la retama, de
los pueblos tórridos y blancos de Andalucía, de olivares siniestros donde

termina, al alba, una borrachera trágica que nunca debió comenzarse.

Junto a ellas, hubo años en que interpretó una seguirilla gnóstica que tiene

como protagonistas a los oficiales del Santo Oficio y a un gitano que huye de
ellos por las calles desiertas de la ciudad de Sevilla.




























22. Boon Hogganbeck. Faulkner.


Tuviste en cierto modo la extraña suerte de poseer un padre excepcional. Para


él cada hijo, y cada familia de hijos, comportaba el hallazgo de una fórmula
nueva y secreta que, aun siendo original, o lo que otros llaman original,

contaba con el anagrama irredento de lo no arbitrario.


Él descubrió para ti y para el resto de tus hermanos el modo retorcido, barroco

y sobrecogedor que puede adquirir la estructura formal en la narración de una

historia.

Se servía lo mismo de un libro de hule, donde se llevan a través de los años y


de las generaciones las cuentas de gastos e ingresos y la compraventa de

esclavos; que de los gemidos que emite en sus días y noches idénticos un

subnormal (como lo eras tú mismo); de la Biblia, bien llamada “El Libro” por

los que conocen; o de la invocación desde un porche, mientras caen las tardes

de verano y se plasman en el horizonte las luces de Agosto, de viejos ancestros

familiares perseguidos por una maldición griega.

Los destinos de la que bien puede llamarse tu familia son siempre trágicos y

terribles. La pulsión sexual, como pecado deformante, decreta la maldad allá


donde impera y arrastra consigo en su caída a las tres razas humanas. Pero

para comprender la corrupción que asola al Sur hace falta remontarse a los

primeros pobladores y al primer signo de incuria, al primer engaño: alguien


vendió una tierra que no le pertenecía, alguien sin derecho a ella la compró,

alguien esclavizó a otros para que la trabajaran...


A partir de entonces se desatan las tormentas y los arcanos destinos de una
plegaria inexorable.

Al margen de ella en cierto modo estás tú y los que son como tú. Personajes
que posan las manos yermas sobre las piernas de una muchacha, a la vez

inocente y venal, que será salvajemente violada; personajes que son castrados
por hermanos malvados; o que sirven de instrumento sin saberlo, como es tu
caso, al fin de los grandes mitos y de las leyendas certeras que evocan la

grandiosidad de Melville...
Cuando hundiste el cuchillo en la dura piel del viejo oso, abrazado a él como a

un amante, acababas tú, no ellos que no eran tú, con la vida del animal que

sufría y hacía sufrir a los hombres. Simbólicamente también, con los grandes

paisajes heridos por la ambición y el hartazgo, que eran de lo único que ellos,
pero no tú, podían aún enorgullecerse...

23. Desesperanza.

Juro que te amé del todo, ansiosamente, del modo en que sabía.

Desesperada, estúpidamente, te imaginé aquellas noches secretas entre mis


brazos.
Tú, con el cuerpo ladeado sobre un costado, las manos unidas bajo una de tus

mejillas como una niña, mirabas en silencio uno de los ángulos de la pared.
Mientras yo, aferrado a tu espalda, iba vertiendo en tus oídos la plegaria de

mis llantos.

Pasaron las horas nocturnas, hasta el alba, y aún mi boca y mi pecho latían

dispuestos a encontrar una nueva ternura. Pasaron las horas nocturnas, hasta el
alba, y aún mis labios y mis manos continuaban enredados en tu pelo y

trataban azarosamente de provocar sobre tu piel el amor y la bruma...

Después de tantas confesiones, no es extraño que al declararse la vigilia

apenas supiera tratarte, en algún modo habías sido mía ya de tanto imaginarte.

¿Cómo volver, tras la locura desatada cada noche, a las palabras vanas que

también eran para los otros?, ¿cómo volver, tras la desesperación pronunciada

sobre tu carne, a la invocación de la frugalidad y al hastío?







24. España.

Tierra del sol y de la sangre.


Tierra en la que cualquier lejanía se halla preñada de hombres que se matan a
garrotazos.
Tú eres la misma, siempre, vieja y corrompida por los hijos que te odian y se

avergüenzan de tus pasos.


Siempre la misma, con tus brumas de ensoñación oriental, tus deseos

omnipresentes de civilidad, que afirma la piel y niega la carne.

Eres la misma que dicta las madrugadas infames, la que recorre los horizontes

gloriosos de nada, la que va hinchando de pena los cadáveres.


La misma, siempre la misma, que destrozan la estupidez, la vanidad, la

vanagloria...

Y desconoce el juicio, el pragmatismo y la consideración que son comunes en

otros parajes.


25. Borges.

Muchos de los que se han convertido en tus seguidores más fieles recuerdan
todavía hoy fragmentos de tu vida ricamente ensanchada de anécdotas.

Un día cualquiera de Buenos Aires, un estudiante entró en el aula para


interrumpir la clase que impartías con la idea de homenajear a un ídolo de
barro. Al amenazar con expulsarte violentamente del estrado, tú,
prácticamente un anciano, en pie, con la cabeza alta y la mirada fija en un solo

punto del espacio, lo retaste a que lo hiciera él mismo, si es que de veras se


consideraba tan hombre.

Cuando el joven, como respuesta, te amenazó con ordenar apagar las luces, tú

contestaste una plena genialidad con la que podías haber magnificado uno de

aquellos relatos perfectos que escribiste: esperando precisamente aquel


momento habías tomado la precaución, tan leve, de quedarte ciego...

Es vano añadir ahora que la clase continuó a oscuras y que ni un solo

universitario impresionado se movió de su asiento.

Nunca, al parecer, en una vida larga, desgraciada y venturosa a la vez, rehuiste

la pelea. Fuiste a veces, todos lo saben, todos lo dicen, el “compadrito” o el

gaucho que la realidad tan parca no quiso depararte. Soñaste con quebradas y

eternos ponientes sobrecogedores, con cuchillos de viejas celebridades

malevas que se despiertan de un sueño de años y embaucan a hombres


pacíficos para que maten. Soñaste, también, con ser el tigre y la rosa...

Cabalgabas y en alguna ocasión fuiste Ascasubi, Del Campo, Segundo Sombra

y, claro está, el Martín Fierro de Hernández, cumpliendo oscuramente la


afirmación que tú mismo amonedaste para Shakespeare, que fue nadie para ser

todos los hombres.


Como la Pampa interminable, tu literatura es tan extensa que tiende a ahogar a
los que se acercan a ella. Pero al menos podemos decir hoy que para cada

pesadilla, para cada terremoto que conmueve la vida del hombre


contemporáneo, dejaste una intuición que tiende a explicarla y a explicarnos,

en lo posible.
Todos hemos sentido la perentoria necesidad de que pase un día nefasto, como
si el mero trasponer de esa noche redujera nuestra amargura infinita. Todos,

como Dalmann, hemos deseado una muerte corajuda con objeto de invalidar
una vida repleta de renuncias y de convencionalismos. O hemos desechado el

polvo y sentido a Cristo en nuestra carne, porque todos los inocentes que

sufren una ofensa son el mismo y una historia legendaria tiende a repetirse

ante nuestros ojos en innumerables ocasiones...


Borges, tu mero nombre sobre una cubierta de cartón, amengua hoy, a veces,

las penas de estar vivo, y otras veces las agranda.



26. Joseph Conrad.


Con una maestría que consistía en saber esperar pacientemente a lo largo de

los años y en acumular experiencias propias y ajenas, recorriste los siete mares
como marino antes de publicar la primera palabra.
Luego, lenta e inexorablemente, llegaron hasta los otros los signos más
proclives de aquel universo individual que se sobraba para contar la diversidad

del mundo con los pocos integrantes que forman una tripulación y los escasos
metros cuadrados con que cuenta una nave.

Para ti, las ventajas que la vida del Mar le deparaban a los hombres que lo

elegían o, mejor dicho, eran por él elegidos, contaba con la evidencia

aparecida ya en “The SeaFearer” (una de las más viejas leyendas del Inglés):
la de una íntima provocación que produce sobre la superficie del océano tan

poca huella como la que deja la estela de uno de tus barcos.

Lo que la vida en tierra firme posee de ruina sonámbula, llena de

mezquindades y temores insignificantes que se acrecientan con el peso de los

años (también del despliegue de esfuerzos inútiles que ha de comerse, hasta

hundirnos en el polvo, la nada que pisamos), encuentra entre las furiosas

tempestades y los infinitos horizontes marinos su propio tiempo y el destino de

sus héroes.
No es vano por eso señalar que uno de tus personajes, aquél que aparece entre

las más afamadas creaciones debidas a tu pluma, deseara huir de sí mismo tras

cometer un solo acto de cobardía que se confunde en la inteligencia del lector


con la irresponsabilidad y la falta de años; que otro, a su vez en el umbral de la

juventud, se encontrara de improviso con un mando para el que todavía no


estaba preparado y que madurara por siempre desde esa experiencia única; y
que aun otro, ya anciano, ocultara a todos una ceguera que lo dejaba inerte

frente a las asechanzas del Mar y a la de una de esas tripulaciones borrascosas


propia de los trópicos.

En todas y cada una de las historias citadas, y de otras muchas que salieron de
tu pluma, la soledad del individuo parece ser el drama apropiado para esa clase
de hombres que junto a ti otros talentos desde la antigüedad, incluido Homero,

han cantado.
Yo sólo diré, yo sólo sabré decir, que es una soledad que los que ignoran cierta

parte de tu biografía quizá desconocen de la más primitiva edad de tu persona,

que antes de responder al marino recio y experimentado y al escritor afamado

y admirado por casi todos, participó de la juventud de un mísero polaco


exiliado, sin padres, ni tierra propia, y que consintió al oscuro acto de valor de

un intento de suicidio.





























27. Inutilidad.

Mi pecho redobla hoy con resonancia de cobre.


Ayer apenas me hablaron de ti. Lo que me dijeron pretendía sin duda mi bien y
comportaba la destreza de pensar que yo, en algún modo, ya te había superado.

Eras como las otras: un nombre prendido de una sucesión de recuerdos y de


ausencias, y un rostro que apenas perduró unos segundos en la imaginación de

los que tuvieron la gracia o desgracia de contemplarte...


































28. Obituario.

El hombre al que me refiero, y del que por respeto no mencionaré el nombre,


murió ayer sobre las tres treinta de la madrugada.
Sobre su pecho, todavía caliente, sus seguidores han colgado como homenaje

póstumo los elogios más comunes utilizados en estas ocasiones. Panegíricos


en los que se destaca su carácter inconformista, provocador, y sus
convicciones al parecer irredentas de revolucionario cabal.

Es verdad que yo lo traté apenas. Era mucho más joven que él cuando una
tarde, recién llegado de mi provincia, me acerqué a su casa en busca de

consejo y él me recibió amablemente, con las puertas abiertas.

Conservaba entonces poco más o menos el mismo aspecto ceniciento de las

últimas fotografías publicadas por la prensa y lo cierto es que, por una causa
que ahora ignoro, aún no he podido olvidar en aquella tarde lluviosa que había

ido barriendo de gente las calles de la ciudad las ojeras en torno a sus párpados

caídos, la cara hinchada y la impresión de estar introduciéndome en un templo

del que él había sido instituido sumo sacerdote.

Nuestra amistad no duró mucho tiempo tras aquello porque comencé a

ahogarme entre sus visitantes de antaño, convertidos desde siempre a un tipo

de bromas de entendidos que me exasperaban, y el “trino” de las nuevas

“esperanzas blancas”, llamadas a mantener ardiendo la débil antorcha del


inconformismo nacional.

Acaso pueda confesar también que no me sentía capacitado para fingir, como

hacían otros, que admiraba su obra y su inteligencia mordaz, mientras


devoraba en las madrugadas los libros de sus antagonistas.

Lo que ahora, tras el horadar del tiempo sobre la carne y el espíritu, me es


dado comprender de aquella experiencia es que el hombre del que hablo había
aprendido a tener respuestas apropiadas para cualquier suceso y había

convertido esa rutina en una salmodia sobre la que ejecutaba los mayores
malabarismos.

A pesar de venerar profusamente la ciencia, era obvio que prefería las


supercherías más amables con sus prejuicios. Al quedar escritas sobre un papel
en blanco, sus ideas simulaban un eterno juego del ratón y del gato que

confluía en diversas vaguedades para evitar verse atrapado de nuevo por una
realidad traicionera.

Conmigo nunca fue descortés y no olvidó nunca abrirme la puerta de su casa,

aquella tan triste en la que entré como un sonámbulo y de la que partí siempre

con una especie de alivio. Sólo cuando comencé a demorar mis apariciones me
observó con aquella mirada tan melancólica y una tarde, ya a la salida, me dijo

con cierto fervor:

“Está usted a punto de abandonarnos, ¿lo imagino bien?”.

Yo contesté mecánicamente, sin tiempo para pensar y aprovechando la

oportunidad que se me presentaba, que, en efecto, me habían surgido muchas

ocupaciones últimamente (no me atreví a decir muchas dudas) y ya no

dispondría de tanto tiempo como antes para disfrutar de los placeres de la

conversación.
Tras despedirme de él estrechando su mano, que quedó un segundo blanda y

húmeda entre la mía, bajé al vestíbulo a través de la sinuosa escalera y sentí en

el corazón la punzada de haber cometido un crimen. Sin embargo, había


olvidado aquella desazón casi por completo al día siguiente, como si durante

aquellos extraños primeros meses de mi estancia en la capital hubiera tratado


poco menos que con fantasmas.
El hombre al que me refiero, del que por respeto no mencionaré el nombre,

murió ayer sobre las tres treinta de la madrugada.



29. El Retrato del Artista Adolescente. Joyce.


En público, en mitad de una sala que parecía el aula de un colegio, y con

fingida y complacida modestia, me retracté entonces de tu íntima y

permanente amistad nocturna. Es verdad que aún mantuve frente a las miradas

(curiosas algunas y otras despiadadas) de los que hasta entonces habían sido
mis compañeros, la osadía juvenil de replicar que —si nos habíamos impuesto

la necesidad de ser “subversivos”— nada podía serlo más que aquella novela

que tú habías escrito tanto tiempo atrás.


Hoy debo confesar que eran ellos, convertidos en jueces que contagiados de

una soflama poco entendían de la múltiple realidad, y no yo, los que tenían

razón. Tu volumen no sirve para cambiar el mundo en el sentido que nosotros

ingenuamente ansiábamos, pero es cierto que como contrapartida cambió mi

vida de un modo profundo y duradero.

No en vano, lo que a otros les otorgó la leve y bonita figura de la Bovary

regresando del castillo de Rodolphe para matarse; los pasos sobre un jardín del

joven Werther; el descubrimiento de la maldad en un suburbio londinense del

Dorian Gray, de Wilde; lo supuso para mí aquel estudiante que bautizaste con
un apellido griego (pretendiendo recalcar un antecesor mítico) y una ciudad

pequeña y olvidada que estaba considerada, considerada en primer lugar por ti,
como la periferia de Europa.

Antes de llegar por primera vez a ella, a tu “odiada y amada Dublín”, como
suelen entonar los críticos, ya la conocía del modo en que dicen que los

griegos aprendían la obra de Homero de corazón por el itinerario que Sthephen


Daedalus recorre en su caída, en esa pérdida de fe religiosa que no he logrado
olvidar y que ha significado tanto para tantos.

En mi fantasía quedaron grabados el sórdido barrio judío en el que, virgen


aún, el protagonista se entrega a una prostituta a la que pretende negarle los
labios; la tarde en la que encuentra un piojo sobre el cuello de su ropa y se

contempla en el futuro, melodramáticamente, comido por la miseria; la


convicción con la que renuncia al Amor, en nombre del Arte de que está

imbuido; o el momento en que define a su propia patria, en uno de esos

epigramas que enaltecen el libro y a la literatura misma, como una vieja cerda

que se come su propia lechigada...


Hoy he vuelto a coger tu libro y al abrirlo me dejé llevar a aquellas últimas

páginas que muchas veces repetí en los momentos más negros de mi existencia

de joven, tan sórdida como la tuya y como la de todos, y cuya evocación

puede comenzar, quizá, del modo a la vez prosaico, y mágico, y genial:


Madre está poniendo en orden mis nuevos trajes de segunda mano. Y

reza, dice, para que sea capaz de aprender, al vivir mi propia mi vida y

lejos del hogar y de mis amigos, lo que es un corazón, lo que puede sentir

un corazón. Amén. Así sea. Bien llegada, ¡oh, vida! Salgo a buscar por

millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi


espíritu la conciencia increada de mi raza.











30. Todo puedo serlo.



Esas historias, y otras muchas más, puedo recitarlas y verterlas también
sibilinamente en tus oídos.

Puedo convertirme, por el calor plácido bebido de tus senos, en la suntuosa

memoria del lecho de Cleopatra, la Reina; o hallarme en el sucio cuarto de


Tiro en el que una prostituta, por unas monedas como las que vendieron a

Cristo, se entrega a un oscuro soldado que ha de partir para la guerra.


Todo puedo serlo.


Puedo convertirte en el cuerpo mesiánico sobre el que todos los hombres

alguna vez amaron y olvidaron; en la carne palpitante que libera y concede

extenuada la gloria o sobre la que se pronuncian, en los silencios muertos de

las madrugadas, expresiones procaces oídas tan sólo en los más bajos
arrabales.

Todo puedo serlo.


Puedo ser carne y ser espíritu. Puedo poseerte sin apenas rozarte,

envolviéndote en una corriente salvaje de palabras que vayan desnudando tus


secretos hasta convertirlos en Oraciones que ya nadie jamás oirá, salvo tú.

Todo puedo serlo.


31. 1984. Orwell.


Las campanas repican en St. Martin in the Fields.


Saliste a flote en un mundo anegado de mentiras. Cumpliste la utopía de ser un
hombre decente frente a la brutalidad y a la barbarie de torturadores que

recolectaban turbias ratas entre los charcos.


Abjuraste desde el mismo templo del imperialismo inglés, al que sirvió

fielmente tu padre y durante unos pocos años tú mismo, y te avergonzaste de

aquella doble moral esparcida mediante ritos grandilocuentes que apenas

podían usurparse para llegar a fin de mes.


Cuando lo dejaste todo fue sólo para convertirte en vagabundo errante, en

reportero de los mineros en huelga, en luchador por una libertad que antes de

partir ya te habían arrebatado y que se hallaba esperándote en el puerto con

objeto de engañarte.

No tenías unas relaciones fáciles con las mujeres y fuiste profesor con

motocicleta, con aquel bigote ralo y aquel aspecto desarraigado de jerséis

agujereados en las costuras, que ocultaban paradójicamente un cuerpo delgado

y una voluntad férrea e intratable...


En un Londres desconocido, que parece emparentado en alguna cosa con un


lienzo sórdido y repleto de lucidez, un hombre consiguió contar una historia

pesadillesca que cambió en algún modo el mundo.


Después de ti, en efecto, todos oyeron hablar del “Gran Hermano”, del “Doble

Pensar”, de esa rara y cruel maldad de nombrar ministerios por sus


antónimos... De la debilidad de la vida, del amor, del sexo..., frente a los

totalitarismos que eran difundidos mediante argumentaciones falaces y,


también, de la inmensa cantidad de mentira y de autoengaño que estaba
dispuesta a asumir la sociedad contemporánea.

Sin embargo, lo que descubriste estaba a la vista de cualquiera que hubiera


deseado verlo. Las falacias eran paralogismos que suponían, en una lógica
para principiantes, ecuaciones de primer grado; las estadísticas propagaban

eternas mentiras y el poder sumo, en manos de un solo hombre, será utilizado


siempre por éste para dar cauce a sus manías, sus crímenes, sus temores...

Era evidente y estaba allá mismo, delante de ellos, para que todos lo vieran,

pero debiste llegar tú para mostrárnoslo.


32. San Camilo 1936. Obra de Camilo José Cela.


Puede decirse, y no resulta en verdad poco teniendo en cuenta las

circunstancias, que el tuyo es un libro grande, sin bandos. Por él, y por otros
como él, algunos te acusaron de haber nadado siempre, durante toda la vida,
guardando la ropa.

Esperaban al parecer de ti que trataras, como ellos, de apuntalar leyendas de


cartón piedra. De ti, que eras un hombre incomprendido y fuiste muchas veces
acusado de chabacano, de innoble, de cruel..., que parecías disfrutar de las

bromas macabras y que decidiste dejar para la posteridad una relación verídica
del hecho más fantaseado y maquillado del mundo.

Incapaz de creer en utopías (te echaste a llorar de crío el día en que unos

familiares de visita te preguntaron qué deseabas ser de mayor), le otorgaste la

voz de la decepción, de la estupidez, del fraude, a los personajes que sufren


una Historia grandilocuente sin perpetrarla.

Para nuestra maldita y eterna vergüenza ejemplarizaste unos cuantos sujetos

verosímiles que, lejos de las grandes filosofías liberadoras y de las felicidades

exorbitantes que prometen los carteles propagandísticos, quedaban atrapados

en un terremoto colectivo, brutal (con aspecto de trampa para conejos) y cuyas

miserias hemos convenido en considerar desde siempre como propias.

En esas negras páginas los anuncios sórdidos de los periódicos; la

masturbación de los más jóvenes; el olor a hembra de prostíbulo y la soledad,


en ese avispero alejado de la vida del mundo que era Madrid los tres días que

precedieron al desastre que todavía andamos pagando, brillan con el reflejo

hipnótico de un espejo roto.


Como joven genio emergente te habían emparentado con Dos Passos, con

Pérez Galdós, con Baroja, con Antonio Azorín... Más tarde, tú mismo
confesaste admirar la fuerza en Quevedo y en Faulkner, y los tradujiste a todos
ellos bajo un aroma de venganza, en esa novela que nos explica, que nos

disuelve, y a la que ya nunca estaremos seguros de sobrevivir.





33. Francisco Umbral.


Hubo una vez un hombre que, al margen de los grandes volúmenes
necesitados por el resto, precisaba tan sólo del espacio otorgado por dos
columnas de periódico para envenenar y contagiar de su ser el mundo

circundante.
Tuviste lectores innumerables que cada año, hasta quizá el de la muerte (pero

esas cosas pertenecen por completo al azar), esperaron las columnas ya


instituidas oficialmente y las confundieron con la llegada de las diversas

estaciones.
Había una de castañeras que convocaba al serafín del invierno; otra de
muchachas en flor, o con cuello/cisne, como tú inmortalmente las bautizaste,

que anunciaba la siempre increíble llegada de la primavera; y aun otra en que,


herido por la sensibilidad que te provocaba el sufrimiento de los animales,

detestabas públicamente el divertimento taurino con el que se asocia la

presencia de los veranos.

Los hubo que esperaron e incluso soñaron, cuando las palabras ejecutaron de
nuevo el noble y ágil oficio del florete, con venganzas quevedianas, de

Ronsard o de Bergerac, frente a un ministro decidido a enfrentarse con ese

lenguaje perfecto que demolía gigantes con dos líneas y te sorprendieron

entonces como un hombre comedido, esquivo, que detestaba abusar de una

superioridad tan fácil y evidente.

Los que habían pensado encasillarte, haberte previsto sin escapatoria en tu

itinerario, se encontraron a su vez con una inteligencia tozuda, amante de la

verdad, pero dispuesta a cambiar. Bien pensado, resultaba imposible que un


hombre como lo eras tú se dejara arrastrar por los sibilinos cantores de las

espadas, por los encantadores de serpientes y, cuando llegó la hora, defendiste

lo que creíste justo y lo que pensabas debía a pesar de todo perdurar.


No cambiaste de bando por los premios ni por los reconocimientos oficiales,

como ellos gritaron de modo infamante en más de una ocasión (de hecho, ya
los habías logrado en verdad casi todos); sino que, en una vejez, espléndida
por tantos motivos, aprendiste y nos enseñaste el lugar errado al que conducen

las perversiones del espíritu, las ideologías convertidas en manías


simplificadoras, el afán de venganza que ya enterró por una vez la carne y la

decencia de nuestros abuelos...



34. La eterna vergüenza del Chivo. Mario Vargas Llosa.


Sin dedicarte especialmente a ello, terminaste por escribir muchas páginas de


terror, para no dormir...

Una y otra vez, en esa obra que se sucede, se justifica y se emparenta consigo
misma, el esquema mental traducido a palabras reproduce a un padre como

pudo ser el tuyo. Un padre que al oír que, siendo todavía un joven, ibas a
casarte con tu tía Julia, te buscó por las calles de Lima para matarte.

El anterior no es más que uno de los más célebres términos de una serie que
contaba con otros muchos, quizá más insignificantes y desconocidos, y acaso
debido a ello mucho peores para la memoria. Todos hemos oído alguna vez de
tus mismos labios que aquel drama personal comenzó cuando el niño que eras

por la década de los cuarenta, acostumbrado a una vida dulce entre mujeres, se
despertó una mañana con la llegada de un progenitor que pensaba

desaparecido y que impone sobre la realidad, hasta entonces feliz, el férreo

corsé de una disciplina y una ley arbitrarias.

Aquél fue sin duda el inicio de todo cuanto había de sucederte. Pero nadie
podía imaginar los frutos que aquella angustia, aquel temor y aquella cobardía

tan íntima y sufrida que uno siente el temblor de los dedos al ser declarada

muchos años después en las páginas de una autobiografía, le depararían a la

literatura latinoamericana del siglo XX y por extensión a la literatura mundial.

Esos mismos hechos los he oído utilizar a menudo por tus detractores para

explicar tu cambio de postura política. La lamentable relación con el padre (y

el deseo de diferenciarte de García Márquez, del que, sin embargo, habías

escrito un ensayo elogioso) te habrían llevado según esos pérfidos incapaces


de sospechar otras razones a abandonar las filas del socialismo real y a

propagar las virtudes del capitalismo explotador.

Para ellos nunca te dejaste convencer por los argumentos de Popper o de Von
Hayek más que como mera simulación. Pero lo cierto es que, de desearlo,

podían haber averiguado que fue aquel desastre personal el que te convenció
para que en el futuro odiaras la tiranía en cualquiera de sus formas y que la
acabaras peleando con la fe del converso, del ultrajado y contagiado por ella,

en cuanto conseguiste desvestirla de los oropeles con que la juventud suele


adornar los empeños totalizadores.

Para todo aquel que desea comprenderlo, quedan pocas dudas de que tus libros
han sido, entre muchas otras cosas, una lucha ganada por la voluntad y la
pasión con que todo lo enfrentaste por distanciarte de aquel hombre

incomprensible, sin sensibilidad, visto con terror por un niño llamado para
desempeñar en el futuro un oficio dentro del arte.

No es vano, por lo tanto, que los padres de tus novelas sean por ellas zaheridos

hasta el máximo. Cuando no amparan un régimen dictatorial del que forman

onerosamente parte, han cometido pérfidas traiciones o han vendido a los de


su propia sangre para salvar el puesto en un dudoso escalafón. Cuando no

entregan hijas a sus mentores, son descubiertos en sus más innobles secretos

por un hijo primogénito, sombra de ese hijo único que tú fuiste, que se

arrodilló alguna tarde de domingo buscando amparo en la debilidad y la

sumisión frente a aquel hombre que lo golpeaba.

Años más tarde y no sé si tú, tan extremadamente lúcido para casi todo, con

una ceguera deliberada aún declarabas que nunca habías podido enfrentarte

con el tema de tu progenitor, encajarlo propiamente como personaje en uno de


tus libros; cuando yo, y otros muchos como yo, lo veíamos reflejado en casi

todos ellos como un comienzo inevitable y necesario, como una palabra

druídica que encrespaba tus ánimos y concitaba esa prosa hermosa que está ya,
desde hace tanto tiempo, entre las mejores...



35. Burdel.

A veces tienes nombre de película grandiosa, como aquel Rick´s,

establecimiento de Casablanca en el que una mujer blanca le pidió a un amigo

negro que tocara otra vez una canción. Otras, eres el reverberar en una

carretera lejana a la que acuden los que despiden una soltería o los que
pretenden engañar por una noche el peso muerto de la soledad.

Si posees un patio que no te disputan los aparcamientos o los solares en

construcción, haces volar de día, sobre las cuerdas, las prendas íntimas de las
esforzadas trabajadoras que descansan de los ejercicios amorosos de la noche

finada.
En ti hay raptos de países inconsecuentes en los que críos profanados, que no
llegan a los diez años, simulan los signos de la fornicación. Gasas, lentejuelas,

desproporcionados tacones de cristal. Marabunta de clientes que se suceden


por unos billetes. La imagen de un paraíso níveo y putrefacto sobre el que una

vieja loca grita mientras reparte escobazos en los rincones.



Otras veces tu nombre apenas despierta el hado de la imaginación. Eres Lucy
y Ágatha, prometes vergeles para hombres solventes y dispones del monopolio

de la veleidad y el del grotesco espectáculo de las ciudades. Eres, además, sin


apenas sentirlo, un pozo de esclavitud asumida y reflejada en los rostros

sonámbulos.

Otras te llamas Deborah, El Reino del Placer o Amigas Casadas Buscan..., y

dices hallarte siempre a la espera, prometiendo el inmortal imposible de que


por dinero una rutina se convierta en la mente de una hetaira en un gozo

inadecuado. Te cortejan los bajos fondos, los maridos que prefieren que

trabajen las mujeres, aunque se vendan, los que te llevan tu carga de amorosas

servidumbres a las puertas y luego desaparecen en un coche.


A veces te llaman La Herradura o el Jockey Club, porque tu artificio se parece

en algún modo a un rodeo y, para muchos, como un escritor de apellido

Flaubert, los caballos resultan elementos simbólicos del acto sexual. Tienes un
ascensor oficinesco, un mostrador de banco en el que se cobra a los morosos y

se reparten las llaves de cuartos en los que lucen las bombillas y se escuchan
teatrales gritos que atraviesan amortajados las paredes...

36. Lorca.

Para comprender toda tu influencia no hay nada como alejarse del pequeño

puñado de tierra incógnita que en una oscura carretera de Granada acoge tus

restos.

En un libro autobiográfico, de un gran y premiado escritor sudafricano, se

narra una fiesta estudiantil en la que surge una España que no es otra cosa que

una guitarra que llora acuchillada por cinco espadas romas y unos versos que

tú eternamente escribes.

Ese hecho vencería por sí sólo la repulsión, el cansancio por acumulación, que
a menudo causa la utilidad que pretenden extraer de ti tus supuestos deudos.

Según ellos, víctima del odio y de la sinrazón, tu muerte serviría para


extenderlas y multiplicarlas por doquier. Admírate, en ocasiones no extrañas

sirve para justificar otras tan absurdas e injustas como la tuya.


Sin embargo, tú habías vehementemente escrito:

Y no quiero llantos,
A la muerte hay que mirarla cara a cara,

Y no quiero llantos...

Ese mero recuerdo, jaleado por jóvenes estudiantes que sólo conocen los

rudimentos del español y que tiene lugar en el otro confín del mundo, invoca

la clase de escritor que fuiste: convertido en referencia de un país, de una

generación, de una catástrofe que fue a buscarte a casa de los hermanos


Rosales, que incluso siendo amigos tuyos y falangistas de primera hora en la

provincia de Granada, no pudieron salvarte, cuando nada habías hecho más

que ser poeta, homosexual y participar en una de esas empresas de una


república para la que cualquier golondrina hacía verano.

Con esa ingenuidad de niño eterno, de pasiones arrebatadas que sólo podías

arrostrar con la huida, con esa exactitud que atrapa entre millones de imágenes

las certeras evocaciones del alma de una tierra, has significado todo lo que la

tuya tan artera ha supuesto para el mundo en los ojos de los extraños.

Vehementemente habías una vez escrito:


Y no quiero llantos,
A la muerte hay que mirarla cara a cara,

Y no quiero llantos...

37. Ray Bradbury-Fahrenheit 451.


Nos visitabas a menudo desde ese extraño y lejano estado de Illinois en el que

tiempo atrás habías nacido. Apenas recién llegado concedías entrevistas a

publicaciones que entre sus páginas editaban fotografías de mujeres desnudas

y en las que tu presencia resultaba algo así como un signo de ponderación de

la infancia.

Hiciera frío o calor, fuera verano o invierno, te encontraran de noche o de día,

vestías unos pantalones cortos que debían difundir públicamente lo

verdaderamente ingrato que se te hacía la vida adulta y contestabas, convertido


ya en una especie de mito sin edad, a cualquier pregunta de los entrevistadores

con toda la amabilidad del mundo.


Habías escrito un libro de crónicas excepcional, quizá la joya más preciada de

la “Science Fiction”, de la que fuiste máximo representante, en la que la


protagonista (según la sabiduría y el prestigio como crítico literario de Jorge

Luis Borges) no es la aventura en el espacio; sino la soledad, la soledad eterna


del individuo en la tierra o fuera de ella y que toma en esas páginas diversos
disfraces embaucadores: desde un hombre que solo, en un universo con una

sola mujer, la rehúye antes de conocerla; hasta otros que son víctimas de un
engaño tan cruel que aduce la forma del retorno, después de los años, a los
seres más queridos...

Cuando te pasaste al siempre quimérico género del alegato defendiste a la


literatura de su aparentemente próxima e inevitable desaparición.

Según tú, especie de vidente de los infinitos mundos estelares y de las

desgracias por venir, la literatura sería asesinada por unas cuantas invenciones

debidas a la modernidad y por un clima de vagancia mental que imaginabas en


sus consecuencias un poco más allá de los otros.

El juego de ese drama comienza por la paradoja, ahora casi célebre, de

construir un cuerpo de bomberos que en lugar de apagar incendios quema

libros (a veces personas tras ellos, como anunció tanto tiempo atrás el poeta

alemán Heinrich Heine) y defiende un mundo donde reina una soledad adusta,

pueril, que algunos llaman felicidad.

En esa orgía de amistades sincrónicas, de palabras vanas que tan sólo

pretenden evitar el silencio que conduciría con probabilidad al suicidio, queda


resquicio para que un hombre, o unos pocos hombres, escapen de la acechante

tiranía y se conviertan a sí mismos en volúmenes de carne y hueso.

Sontag, el protagonista de tu relato, es uno de esos hombres. Traicionado


incluso por su mujer, a la que esa vida alienante ha convertido en una extraña,

el antiguo bombero cae atrapado en esa ínfula que nos sobrevivirá a todos y
suele llamarse insatisfacción.
Quizá convenga aclarar que los volúmenes que como bombero Sontag quema

en su jornada laboral no son otra cosa que el objeto más perfecto ideado para
apagar esa llama indolente y fatal que forma parte de nuestro ser, como un

miembro más de nuestro cuerpo. También, que la vida sobre este malhadado
planeta, del que tú tantas veces huiste, sería tan incomprensible sin ella como
sin los artilugios que los hombres inventaron para superar las dificultades con

que los enfrentara la naturaleza...




38. Der Prozess.


Una y otra vez se ha repetido la misma historia absurda y aparentemente

insignificante. De todos modos, es de decir que no debemos extrañarnos,

puesto que tus libros suelen comenzar casi siempre bajo la misma fórmula: un

hombre duerme y es despertado de su sueño por un insólito suceso que cambia

por completo su existencia.


De haber podido dormir un poco más, Gregor Samsa no hubiera despertado a

esa pesadilla (aunque quizá hubiera despertado a cualquier otra aun peor) que
lo lleva a descubrir sin grandes muestras de sorpresa que se ha transformado

en un insecto y dentro de la cual terminará deseando la muerte como modo de


evitar los problemas que ese hecho luctuoso le depara a su familia. De poder

continuar durmiendo, a pesar de que los extraños que habían entrado en su


cuarto aquella mañana, aparentemente como las otras, seguían haciendo ruido,
Joseph K. no se hubiera visto implicado en aquel proceso que termina de

modo dramático e inolvidable en una cantera de una ciudad que debe ser tu
Praga natal...
Muchos han tratado hasta hoy de entender la génesis de esa obra que explica,

quizá como ninguna otra, la vida del hombre durante el siglo XX, pero, como
todos los precursores, tú los has esquivado sin apenas esfuerzo.

Si hay algo que denota cuán revelador y veraz era tu empeño, cuánto de

verdad sacrificaste en escribirlo, es que partes enteras de tu obra quedaron

cegadas incluso para ti mismo. Hay capítulos que suceden arbitrariamente en


un ropero, en el que a deshoras se castiga a dos funcionarios que piden

denodadamente disculpas. Otros que conducen, por escaleras llenas de

macabros niños que juegan, a la asfixiante cámara de un pintor con nombre de

opereta italiana. Aun otros, los más difíciles de consignar, en que el autor,

Franz Kafka, agotado por el esfuerzo, deja de escribir sin entender que tal

imposible es una necesidad más del relato y muestra la inutilidad de la lucha

emprendida contra el tribunal quimérico que lo acusa de un crimen que nunca

cometió, o acaso, lo inútil de pelear contra un destino propagado ya como


hecho más o menos rutinario...

Incapaz, según te imaginamos, de escribir páginas y hasta palabras de relleno,

es cierto que junto a esas partes las hay que son más claras, pero no menos
inquietantes por varios o por muchos motivos.

A nosotros, aun hoy, nos bastan las primeras para comprender de qué modo
envolvente e hipnótico la literatura se confundió con tu vida, cómo
mortalmente la contagió y la acabó convirtiendo en una de esas pesadillas que

tú mismo soñabas, o te soñaban, y más tarde escribías, o te escribían.





39. Santuario. Faulkner.


Siempre te gustó decir, quién sabe si porque acaso esa era la verdad, que

escribiste aquella novela escabrosa y terrible para ganar algo de dinero.

Los rasgos generales son verídicos y le sucedieron a una muchacha de carne y

hueso. La literatura tan grande que conlleva ese libro único es por completo

obra tuya.

Sin indignarme, sin extrañarme acaso, he oído incluso propugnar la


argumentación de que esa casa descrita hasta el hallazgo, la confabulación y la

pesadilla de los primeros capítulos era una de las estancias del infierno que te
habría declarado íntimamente el Altísimo en un siglo de disipación para

espantar a los hombres por sus pecados.


Maniobras ocultas en las sombras de ese corredor y de esa cocina, que posee

en un rincón una caja de zapatos donde hay una criatura que acechan las ratas,
te habrían dictado ese afán para continuar adelante con una historia en la que
una violación, un abogado que a media vida pretende enmendarse tras un

matrimonio fracasado, una historia de paletos recién llegados a la ciudad, o


una Menphis de gánsteres y de prostíbulos para blancos (y otra para negros),
descifran un Sur que tú mismo has convertido en continente de todas las

reservas y de todos los sueños, aunque fueran casi siempre los más atroces...












40. Un Mundo Feliz.


Hay quien defiende que, siendo el más versátil de todos sus miembros, habías

heredado el espíritu científico de buena parte de tu familia. Sin ir más lejos, el

de tu hermano, o el de tu tío, T. H. Huxley, acérrimo defensor de los

postulados de la teoría de la evolución en la Inglaterra victoriana, y al que los


enemigos que él zahería salvajemente en los debates públicos llamaron “el

buldog del darwinismo”.


Esto supondría, según algunos, que te adornaban dos condiciones

aparentemente contradictorias: serías un hombre, un escritor, con las ideas


muy claras; serías un escritor limitado, falto de esos poderosos éxtasis que
raptan a otros durante capítulos enteros y los llevan a parajes adonde jamás

pensaron ir.
Tu libro es tan premeditado que causa muchas veces esa impresión.

Elaborado con la confianza de haber descubierto el mal de la civilización tras


un viaje a la América del constructor de coches Henry Ford, tu historia narra
un universo perfecto en el que el sistema ha solucionado definitivamente los
problemas de los hombres. Detalladamente explicas, en ese volumen que uno

imagina tomó ante tus ojos en muchas ocasiones el aspecto de una probeta de
laboratorio, todas las posibilidades, las llevas a sus máximas contradicciones y

las dejas explotar sin juicios establecidos de antemano.

Sin dificultades para el sexo, uno de los acicates de la insatisfacción

individual; con una droga, el “soma”, que cura de la ansiedad y de las crisis;
con una sociedad de castas que mantiene a cada elemento en el ámbito mismo

de sus limitaciones, haciéndolo plenamente consciente de ellas...; bastaba con

que un solo excluido de esa vida maravillosa apareciera en el interior de la

misma para que el drama se produjera.

El Salvaje, como lo llamaste, quizá para reírte de esa fe tan prosaica de los

hombres de la Ilustración, comprende que su exclusión social es preferible a

tener que adaptarse a un universo como el que representa el Londres feliz de la

historia.
Envenenado por una educación de exiliado y, en un mundo sin libros, por un

viejo volumen de las tragedias de Shakespeare, el personaje perora ante el

superintendente Mustafá Mond su necesidad de una vida en la que el peligro,


el drama, el amor o la pasión, no le sean hurtados al individuo por una

decisión tomada fuera de sus manos.


Las argumentaciones a la contra del cínico superintendente son tan compactas
e inteligentes que conllevan la ilusión de pensar que muchos hombres, o todos

ellos en algún momento de sus vidas, estarían dispuestos a asumir las


prerrogativas del “mundo feliz” para evitarse el dolor, el fracaso y el

sufrimiento.
Ese planteamiento te habría llevado a proponer, en los términos más concisos
y simples posibles, el dilema entre libertad y seguridad que iba a inundar con

dramáticas consecuencias el planeta, y a exponer sin apenas ambigüedades los


factores en los que se desarrollaría semejante pelea.

41. Jean François Revel.


En un país célebremente pintado como cuna del estatismo, de la intervención

gubernamental en todos los ámbitos de la vida, existen, sin embargo, hombres

con una capacidad de análisis, de independencia intelectual, que traspasa las


fronteras y los hace herederos del mejor espíritu de las Luces, del genio

volteriano, y afines en su amor por la libertad a Alexis de Tocqueville.


Francia es, si los tomamos a ellos como referencia, un país de dignas
contradicciones y tú serías, sin duda, uno de esos hombres.

Tu empeño ha resultado hasta la fecha ingente y tus teorías, tenidas por


algunos por estrambóticas y pueriles, se han ido cumpliendo con exactitud,

casi sin dejarse sentir. Desde el principio no fuiste un filósofo a la usanza de


los muchos discípulos de Martin Heidegger, cuyos modos y lenguaje te
irritaban. Sufriste el menosprecio de Sartre y te enfrentaste con las viejas
asechanzas del sociólogo Bordieu, pero todas ellas no fueron sino una

provocación para un espíritu cartesiano que desnudaba los problemas hasta sus
términos más simples y desechaba como palabrería huera las abstracciones

falaces.

En un mundo afamado por sus sofismas, te aplicaste a la digna contribución de

desenmascararlos. Debido a ello tu trabajo consistió las más de las veces en


disipar la cubrición de prejuicios, la ceguera sostenida por los peores intereses,

la retórica que a modo de aparato medieval se imponía sobre el pensamiento

hasta ahogarlo, antes que en exponer grandes sistemas teóricos en los que

cupiera la realidad.

Un filósofo haciendo uso de las estadísticas era hace años una cosa llamativa,

que además estudiara los acontecimientos sobre el terreno y obtuviera

conclusiones que situaban en la picota las explicaciones de los gurús de la

tribu, era piedra casi de escándalo. Pero tú afirmaste entre otros hallazgos que
la revolución juvenil de los últimos años sesenta estaba teniendo mayor

profundidad, mayor carácter, en los Estados Unidos que en Europa, en la que

la vulgata marxista no tardaría en imponer de nuevo sus corsés retóricos y esas


afirmaciones te convirtieron con el paso del tiempo en heraldo de la verdad...

En centenares de artículos escritos, en decenas de libros siempre polémicos,


brilla ese amor por el argumento irrebatible y la ironía que te causa el error
endiosado por una mentalidad estúpida y mendaz. En contra de lo que a veces

parecen desear creer tus adversarios, no son ellos, los hombres, sino las
falacias y esa diatriba del conocimiento que nada puede contra las

supercherías y convierte en irresolubles los problemas, las que verdaderamente


consiguen amargarte como hombre sabio y riguroso.
Leyéndote con placer, junto a Raymond Aron, el gran filósofo liberal;

François Furet, el gran historiador de la Revolución y tantos otros; uno siente


la certeza de que semejantes prodigios no pueden dejar de tener sus sucesores

y de que la debilidad y la crisis que desde hace años atacan Francia, según los

rumores, no significan más que un período de abatimiento que no puede

encontrar otro destino que el de ser superado.


42. Aflicción.

Eres una película fatal, sin apenas pretensiones. Podría decirse que huyen de ti
los improperios que otros hubieran a buen seguro utilizado y pesan en ti, sobre
cualquier otra consideración, los silencios.

Si tú, un mero objeto por el que pululan las palabras y las imágenes, tratas de
demostrar algo, esto sea acaso un tema inconveniente, sin edad: el de la

herencia paterna que reciben los hijos por medio de la genética o de las
enseñanzas y la imposibilidad, real o irreal, de escapar a ella.

En ti no hay apenas golpes, escenas de menores apaleados sin tregua por


padres desalmados, porque el terror infantil lo protagoniza en exclusiva una
escena recordada por unos antiguos vecinos que ignoran la dimensión que
tuvo para sus protagonistas.

Junto a ella existe la muerte de una mujer ya anciana, tiranizada hasta la


esclavitud por un marido despótico y dado a la bebida, y, también, una lúgubre

peripecia por retener de cualquier modo posible el manto de las apariencias.

La debilidad, la inadaptación a la vida adulta de los dos hombres que fueron

testigos y víctimas como críos de esa tiranía minúscula incardinada dentro de


la piel del mundo, son explicadas por el hallazgo genial de hacer a uno de ellos

historiador y a otro policía.

De ese modo sutil, la búsqueda de una verdad hurtada durante la infancia, el

sentimiento perenne de humillación y vergüenza frente a otros, el fraude

cometido sobre la vida en aquella época, se confunden en la imaginación de

ambos hermanos con el ansia de desentrañar un crimen cuya resolución, o

mera veracidad, parece quimérica.

Paradójicamente, mientras eso sucede, ambos acuden a un cementerio en el


que ocultan, sin apenas conciencia de estar haciéndolo, las verdaderas

características de la muerte de la madre.


Si dejas algo en el corazón, tú, objeto poblado de palabras y de imágenes, es


una desesperanza sin límites, sin perfiles fijos, como los paisajes nevados de

New Hampshire en los que tienes lugar, y ese silencio rencoroso que va
consumando sobre el aire el vaho de la respiración...




























43. Desesperanza II.


No permitas que al acostarme me venzan de nuevo los encantos secretos de


una mujer, ni que vuelva a soñar un solo día, un solo segundo de ese día, con

la normalidad, ni con el beneplácito, ni con el más común de los bienes.


No permitas que se haga sangre en ebullición la sangre coagulada de mi

orgullo, ni que el rencor de los otros, que nada entienden, quebrante mi


espíritu al acecho. No lo permitas y si así lo haces, entonces, arrástrame

contigo a ese infierno en el que viven los nuncios y los santos.


Arrástrame y concédeme la paz, porque habré comido pecaminosamente del

fruto de tu Árbol, pero no pretendí hacer el Mal y cuando por ignorancia lo


perpetré, más que contra otro, lo realicé en grado infinito contra mí mismo.

Ampárame de los desvelos aciagos, de las caricias mortuorias (que son aire),

de las esperanzas vanas que se agitan tumultuosas en la tenebrosa soledad de

mi prisión.

Ampárame y no me dejes sucumbir a los encantos de una mujer, aunque fuera

verdad que la amara, que ella me amara y yo la perdiera...










44. Humildad.

Lo cantó frecuentemente en sus sonetos John Donne y lo ocultó en sus

tragedias Shakespeare y fue el corrosivo ademán de la literatura infinita y

minúscula de Proust, pero yo no siento celos.


No pueden llamarse así, si son como yo los entiendo y ellos los entienden.

No son el mero afanarse y el mero retorcerse, para no ser reconocida, de la


envidia. Ni un deseo aniquilante por evitar que alguien posea la maravilla

secreta que a mí me fue negada. No, no es definitivamente eso.


Será, quizá, el sentir la inutilidad de tu vida y de la mía a partir de este

momento. Será el vagar con la imagen de tus ojos, de tu boca, convertidas en


humo. Será precaverme de tus destellos y temblar cada vez que sienta la

elemental proximidad de tu nombre en boca de otros, cuando lleve ya semanas


y domingos interminables tratando de olvidarte.
Eso serán a partir de ahora tu vida y la mía.

45. Boggie Nights.


Pese a ser la ópera prima de un joven director, dejaste desde el principio muy

claras cuáles eran tus pretensiones.

Utilizando un tema que casi no puede nombrarse sin levantar la hilaridad o la

sospecha y la música de baile de las discotecas de moda de los años setenta,


vendiste a los crédulos la posibilidad de haber pagado en la puerta por ver una

película frívola y de la que saldrían con una sonrisa en los labios. Lo tenías
todo a tu favor porque los pobres de espíritu imaginan, o imaginamos, el

paraíso como uno de los cielos que prometió el profeta a sus soldados y huríes,
bacanales y orgías sin Roma se suceden en tu tiempo artero.

Al parecer contabas la vida desde ese otro punto de vista, desde esa otra
sombra que se prodiga en las contra-utopías cuando se pretende negar la
resolución de los problemas y se conjetura sobre la felicidad universal. Tú,

más modesta, más humilde, pero no menos sabia que ellas, estableciste una
idealización de la realidad que afecta sólo a unos pocos hombres no a todos
sabiendo que la pretensión de hacerla general ya había sido probada en sus

contingencias por el resto.


Habiendo viajado a ese mundo sonámbulo del cine pornográfico californiano,

te instalaste allá para negarle cualquier pretensión de felicidad. Antes nos

habían arrebatado las otras bagatelas y viniste entonces tú a quitarnos también

la más prosaica, la más banal y escurridiza, y aplicar el fuego purificador


sobre el último ídolo que todavía nos predisponía al sueño.

Tus felices habitantes ejecutan un amor ritual, como otro cualquiera,

disfrazado de un ejercicio elefantiásico donde todo se mide por las

proporciones y desproporciones de la carne. Una mujer que ha contagiado de

ese teatro quimérico la realidad, acaba asesinada por un marido celoso en un

mundo que es la negación misma de los celos y del matrimonio. La

circularidad y el encerramiento a los que condenas a tus protagonistas los hace

parecer a veces fieras en una jaula que los demás observamos; otras,
beneficiarios de una extraña lotería a los que envidiamos con pleno derecho.

En cualquiera de los casos, ellos saben, y nosotros sabemos, que habitamos

universos que apenas tienen puntos de encuentro entre sí. Lo que para nosotros
es un anhelo constante, una tortura, un modo de evasión o el cumplimiento

inesperado de una promesa, se ha convertido en su caso en un trabajo o una


rutina que da mucho dinero por casi nada.
Juegas con esos dos polos antitéticos hasta que decides desatar el nudo de la

tragedia y te conviertes en una suerte de Nietzsche nihilista y provocador,


quien, desde un librito de joven, pronunció las consecuencias terribles que

deben caer sobre quienes violentan el velo que esconde los secretos mejor
guardados de la Naturaleza.
Tu infierno no es entonces el de la muerte ciega de un padre por un hijo, pero

se compone de la pobreza de las ciudades, de las madrugadas al raso en la


moderna soledad de los parkings y de una celda en la que un negro atosiga, de

modo tan veraz que transmite de inmediato el terror, a un viejo blanco...
















46. Kurtz.

Algo debe poseer de obsesionante y verídica en el Terror tu historia para que

desde que aquel polaco que escribiera en la lengua inglesa te inventara, hace

ya más de un siglo, otros muchos hayan recaído como posesos en tus


dominios.

No te han evitado el cine, de la mano de uno de sus más grandes creadores.


Tampoco la filosofía que, por la pluma de una mujer que fracasó en un

empeño, bien es cierto que sólo para gigantes, te tomó intuitiva como modelo
precursor de los grandes tiranos del siglo XX.
Uno tras otro, tras ese marino de nombre Marlowe, alter ego de Conrad, no

han precisado más que observar en la lejanía aquellas estacas en las que hay
pinchadas cabezas de hombres, para que tu sueño el perverso monstruo de la
modernidad vuele como un águila sobre su imaginación y la fecunde.
Con el peso de la corrupción y de la desidia, con el de saber que nos hallamos

ante una historia que nos explicará en el futuro, hemos asistido a ese lento
recrearse de un hombre que remonta un río en busca de otro que se ha vuelto

loco. De otro que puede pronunciar y hasta hacer creer que ya no es carne,

sino espíritu que clama con una voz tan desnuda que hace temblar las más

arraigadas convicciones.
En ti subsisten las efigies que De Quincey, visitado una mañana por un indio

atroz, diversificó en sus pesadillas orientales causadas por el opio. El sueño

del Mar y de lo desconocido. Lo abrupto e inconquistable de nuestra

personalidad, que puede lograr que con placer matemos, que creamos en

idiotas quimeras, que destruyamos con una perseverancia digna del mayor

encomio.

En ti están la sinrazón, y la sutileza, y el elaborado organismo de nuestra fe

mísera que nunca mueve montañas...

47. Búster Keaton.


A principios del siglo XX el mundo asistió asombrado a la pugna o a la


controversia entre tus seguidores y los de Charles Chaplin.

El cine no era entonces lo que hoy conocemos. Había tan sólo películas para
todos los públicos en las que geniales saltimbanquis, a menudo procedentes de

los circos, hacían reír y conquistaban de inmediato la atención de los


presentes. Había un piano que otorgaba la música y unos letreros aclaratorios,
en buena medida excusables, porque aquel lenguaje mímico era entre todos

universal.
Ambos, por caminos bien distintos, acabasteis siendo iconos del siglo que
comenzaba. Chaplin se convirtió con el paso del tiempo en célebre millonario.

Él, que había sido en el pasado y representado toda su vida la figura del
mendigo, obtuvo dinero y fama y masas enfervorecidas que iban a recibirlo a

las estaciones de tren de medio mundo, de las que él a menudo escapaba para

vomitar en un retrete.

Tú, que interpretaste a menudo a un joven de la alta sociedad norteamericana


(a un niño o a un colegial “pijo”, como dirían hoy), al que la educación y la

timidez lo llevan a escenas tan logradas que constituyen la envidia del teatro

del absurdo, sufriste la inesperada llegada del cine hablado que te arruinó y te

hizo finalizar la vida como un anciano que bebía en exceso y para comer

fregaba platos en la cocina de un restaurante.

Como un viejo campeón olvidado, nadie recordó entonces que le hiciste tan

dura competencia que muchos te prefirieron a ti antes que a él; que algunos se

reivindicaron en aquella bagatela de trenes que se persiguen en la guerra de


sudistas contra los soldados de la Unión; que te vieron hacer frente a

huracanes que derribaban fachadas que no te herían, porque te hallaban justo

bajo una de las ventanas abiertas; y que en alguna película, ya de las últimas,
se observa tu cara tan trabajada, tan estatuida por el dolor y por el

desconsuelo, que no necesitas de las palabras para que todo se comprenda,


cuando aquella invención maléfica que todo lo cambió había convertido tus
piruetas en estrambóticas y excesivas.

De Chaplin se ha narrado tantas veces ya que resulta ahora una reiteración


evocar su imagen en el sanatorio de lujo en el que debió terminar internando a

su madre, loca por una vida llena de privaciones, y el modo en que ésta, antes
de la despedida, le guardaba trozos de comida en los bolsillos, como cuando
fuera un niño vagabundo que hablaba con el acento “cokney” de las calles de

Londres.
De ti, apenas pueden descifrarse aquellos últimos años olvidados en los que no

fuiste Pamplinas, ni corriste delante de centenares de novias que te buscan

como partido tras una herencia anunciada en un periódico, ni deparaste esa

visión de las ciudades en progreso, que recorriste a mansalva y les enseñaste


con tus acrobacias a los otros, haciéndolos más plena e irremediablemente

conscientes de ser habitantes del mundo...



48. When were the Kings.


Los que apenas te comprenden te han escogido a menudo como blanco de sus
iras por ser una práctica que interrumpe, según ellos, el largo sueño de la
humanidad por mejorarse, por hacerse civilizada y no hundirse en las prácticas

brutales del pasado.


Para mejor herirte, tus adversarios siempre se fundaron en tus aspectos más
negros y siniestros, aspectos que una vez expuestos en público no suelen

carecer de veracidad: en ti habría corrupción, aunque no más que en la


respetable política; combates amañados; boxeadores explotados por

promotores malvados y se ejercería una crueldad en la que se causan lesiones

físicas y mentales a menudo fatales para el futuro, aunque bien es cierto que

no mayores que las que causa la enfermedad por sí misma y sin que nadie la
llame...

Los que te defienden, lo hacen con una pasión propia de fanáticos.

Los más rudimentarios hablan con torpeza de la excitación, de los nervios que

se mascan en la atmósfera antes del combate, de la larga espera frente al ring.

Los que abundan en referencias poéticas saben que lo que hacen Chávez, Ray

Sugar Leonard, Oscar de la Hoya o Tommy Hearns no es precisamente

“pegarse” y constituye un arte de tal sutileza y belleza estética como nunca

vieran otro.
Esa plaga de incongruencias te harían parecerte a la vida de tal modo que,

junto a los prostíbulos, resultas siempre uno de los mejores temas literarios

que puedan escogerse.


Sólo para nuestra suerte, las cámaras existían ya cuando el combate celebrado

en la capital de un país africano hace poco más de treinta años se produjo. Lo


que allá sucedió ha pasado a la imaginación de unos cuantos hombres con tal

fuerza que transmiten ese apasionamiento las crónicas del momento, el trabajo
periodístico del escritor norteamericano Norman Mailer o la película
documental de la que ahora hablo, ganadora de un Oscar.

Aunque cueste creerlo hoy, una nación entera se detuvo esperando a que
George Foreman, campeón del mundo de los grandes pesos, y aquel loco de
Cassius Clay, o ya Mohamed Alí, desposeído del título de campeón y juzgado

años atrás por negarse a acudir a la guerra del Vietnam, se enfrentaran. En


aquel combate participaron pueblos enteros, tribus, muchedumbres, que se

vieron por vez primera en el centro de la atención del mundo, y que siguieron

y jalearon las bromas de aquel bocazas que tenía la suerte de ser uno de los

más grandes, más excepcionales, más corrosivos boxeadores de todos los


tiempos.

Debido a una inesperada lesión en una de las cejas del campeón, que demoró

el combate por semanas enteras, Alí pudo servirse de aquellos días

suplementarios para explotar su conocido sentido de la propaganda. Hizo el

payaso; hizo política; reivindicó un “Black Power” a su medida; provocó a su

adversario y al gobierno de su país; se constituyó a sí mismo, por supuesto sin

que nadie lo nombrara, en portavoz de los “negros oprimidos”, frente al

representante de los “negros amigos de los blancos” (Foreman) y después, al


fin, subió al ring aquella negra noche de Zaire, mágica y única, que todos

llevaban tanto tiempo esperando que ya la creían a buen seguro de mentira.

Antes, años atrás, según siempre su desfigurada versión, lo habían despojado


de todo, y ahora, en esa soledad que magnifica como acaso ninguna otra a los

hombres por el valor, el sufrimiento y la entrega, tenía frente sí a un boxeador


que sabía más joven, furioso, con una pegada demoledora y que
justificadamente quería matarlo...

Los afortunados que lo contemplaron han narrado centenas de veces ese asalto
número ocho y un golpe de derecha como nunca hubo otro, como si ese rayo

luminoso y ajeno, que duró apenas unas centésimas de segundo, justificara sus
propias existencias.
Yo no ocultaré, no debería ocultar, que ganó Alí. Tampoco, que pasaron los

años y aquellos dos hombres que tanto y tan teatralmente se habían odiado en
la cumbre se convirtieron a la vejez, ya casi ganados por el olvido, en amigos.

49. Centauros del desierto. John Ford.


A pesar de los años transcurridos desde que firmaras tu último film, de los

transcurridos desde tu muerte o de la muerte de aquellos actores que, como


John Wayne y Lee Marvin, tuvieron como honor ser tus amigos, al margen de

trabajar a tus órdenes, los críticos más preclaros apenas se ponen de acuerdo
sobre cuál debe ser proclamada como la mejor de tus películas.
Nadie se atreve a negar hoy, sin duda, la plenitud que transmite gracias a su
belleza onírica “El Hombre Tranquilo”. Tampoco, la insuperable corrección

formal que acompaña durante todo su tiempo a “El Hombre que Mató a
Liberty Valance”. Ni la honradez que tenía como confesión personal el relato

de “Escrito bajo el sol”, en el que narras otra vez la imposibilidad para

adaptarse a la vida común de un hombre contagiado por el afán de aventura y

el riesgo.
Otros, cansados de tales perfecciones de las que sólo se puede extraer el

pleonasmo, han hurgado en películas aparentemente olvidadas y han

encontrado hallazgos que apenas admiten parangón. Descubriendo que un film

al parecer menor, como “Misión de Audaces”, bastaría por sí solo a un

estudiante aplicado para comprender lo que fuera el gran cine de Hollywood

durante el siglo XX.

No pocos han entendido ya tras este tiempo, tras todos los años pasados desde

que nos dejaste, que te correspondería el insigne papel que Homero tuvo en el
inicio de la literatura y que no hay maestro que no palidezca ante ese sentido

épico en el que ninguno pudo seguirte.

Tu grandeza es tal que haces de cualquier otro una anécdota, pero es bien
cierto que en “Centauros del Desierto”, el gran director que eras siempre, el

gran artesano dueño de todos sus recursos, parece a veces sorprendido por los
derroteros que está tomando aquella triste y cruel historia entre sus manos.
Seguramente sin buscarlo, y sin esperarlo, aquel año de gracia de 1956, tú,

John Ford, quien más lo merecía, dirigiste una película que se conducía a sí
misma y narraste una historia por la que hablabas al dictado de los dioses...


50. Diarios / Cuerpo / Kafka.


Para realizar la moderna edición que yo poseo eligieron como portada uno de
los dibujos que tú mismo realizaste. En él se ve la figura de un hombre/insecto

que, con la cabeza derrumbada entre los brazos, incansablemente ha escrito y


ha fracasado sobre el tablero de una mesa.

A intervalos, en esas páginas reducidas a escombros, se te ve aparecer como


una vez fueras. Cuentas una vergüenza extrema, inhumana en su precisión,
que recuerda a las páginas finales de El Proceso, vergüenza que te deparó la

mera ejecución de un traje por un sastre y el temor de que tu cuerpo de nuevo


te ridiculizara.
Acudías a las piscinas públicas, algunos veranos a centros naturistas donde la
gente se hallaba desnuda, y hay ocasiones en que señalas aliviado, cuando ya

eras por completo un hombre maduro: mi cuerpo parecía no destacar hoy entre
los otros.

Puede imaginársete metido en uno de esos helados vestuarios, solo y en

silencio, oyendo las voces de los demás y deshaciéndote de los pantalones

para encontrar las piernas delgadas como hilos y desnudando el pecho hundido
que nadie, menos tú, reparó que tuvieras.

Tenías tal intimidad con aquel cuerpo miserable, habías aprendido a odiarlo de

tal modo desde que eras crío, que quizá nunca lo viste de otro modo a lo que

era por entonces.

Él constituía tu “esencia”, dirimiendo ese eterno debate vano que ha quemado

los ojos y las energías de los filósofos. Él te hacía sentir la incapacidad para

cuidar de una mujer, cuando superabas el trance de abordarla. Marcaba las

diferencias insalvables con tu padre y decretó la mala salud, que tú empeoraste


por el afán de convertirte en anacoreta de esa nueva religión, sin Dios, que te

cuenta desde entonces entre uno de sus santones.


51. Holocausto I.

Del modo más siniestro posible, tú ocupas el lugar más central del mundo.
¿Cómo decir que, irremediable, multiplicaste hasta la náusea el fragor del

crimen?
Hasta ti llegaban trenes de ganado en los que se asfixiaban los muertos del

futuro y esa baladronada ramplona, que seduce a la gratuita naturaleza del


Mal, se cebaba con los críos de cabeza despeñada contra una tapia y afeitaba
en público el vello desnudo de las mujeres.
Había perros de presa y una estúpida, inverosímil, secuaz determinación por

matar, que tramaba las mentiras y despedía a los torturados a la puerta de las
cámaras de gas con una orquestina judía que interpretaba el “Adiós a la Vida”

de la Tosca.

Por ti, y no por otro, sabemos de lo que somos capaces.

Sombras errantes en esa tierra por la que corre la sangre del cordero y en la
que se alivia mortecino el rencor y se violan los más sagrados votos. Por ti lo

sabemos, en la multiplicación de las víctimas, en cada anécdota imposible, en

el terror dictado por tus hampones de hules grises y por tus médicos, veneros

enfermizos del sexo y la profanación de las razas. Por ti lo sabemos...















52. Bergman.

Tenías en el alma esa reciedumbre en la crítica propia de las iglesias

reformistas, que nos sorprende a nosotros, habituados al clamor y a la


perseverancia milenaria de una rutina.

En tu tierra de inviernos crueles e interminables, en los que la criatura humana


siente del todo su insignificancia ante Dios, evocas un templo en mitad del

bosque y pones en entredicho la fe de un hombre llamado para el servicio.


El tiempo se divide entonces en infinitos instantes en los que el protagonista es
plenamente consciente. Lo que no logra el avatar grandioso, lo consigue ese

pequeño aluvión que va disolviendo la entereza del convicto en la carne hasta


dejarlo imposibilitado. Tú lo conviertes en obcecación y Dios, ese Dios sin

piedad, golpea las puertas y hace que se congele en un cuarto sin calefacción y

tirite hasta la muerte de cara a una pared llena de manchas y de oprobios...


53. Oficio.

En contra de lo que pueda suponerse, todo lo constituye el oficio.

Te hablarán del talento inestimable de los grandes, pero yo te aseguro que sólo
pudieron llevarlo a cabo una vez que habían domesticado a su hermano más

espurio.
Horas, semanas, meses y años por entero malgastarás sondeando en tu alma el

lugar exacto que ocupa la fascinación que te hará único. Serán horas vertidas
en un vertedero sin memoria, puedes creerme. Una tarde escucharás desde un
albañal la voz de un hombre de inteligencia obtusa que ya te habrá superado.

Horas, semanas, meses y años por entero dedicarás a corregir intentos vanos,
empeños que forjaste mientras los otros se multiplicaban en el goce. Habrás
caído a pozos tan inmundos que nunca adivinarás el modo en que hallaste la

salida. Una madrugada deseaste hasta la muerte con tal de escapar a tan
humillante y obsesiva locura. Te habrá abandonado tu mujer, y ya no tendrás

hijo, habrás nadado en los profundos subterfugios de la fe y serás esa nada que

otros simulan en un lupanar cualquiera y que les depara un vislumbre festivo

que los avergonzará más tarde...


Serás nada, por lo tanto, y en algún modo, créeme, habrás comenzado a

vencer.














54. Dublín.

No voy a cantarte como Séptima Ciudad de la Cristiandad, cosa que eres o


fuiste, según creo. Tampoco recordaré tus monumentos mansos, o los expolios

que realizaron sobre tu suelo los conquistadores sajones.


No el libro de Kells, al que se llega por una crujía del Trinity College, lugar en

el que estudiaron las más grandes y bellas glorias de Irlanda. Tampoco ese
preciso entramado que ideó Joyce y que hace de ti un espejo del alma

individual, y un infierno, y un laberinto donde se suceden o delatan las


tentaciones.
Proscribiré las referencias históricas, la amalgama, el sombrío relato de tus
madrugadas, y olvidaré el inocente rostro increíble de una muchacha que pedía

dinero para las misiones cristianas en uno de tus bares. No te cantaré siquiera
como el florido vergel que eres los veranos en la carretera hacia Shannon, ni

mencionaré el disfrute de tus conciudadanos, que se bañan en el asidero de

BootersTown, al pie de una estación jeroglífica y de un faro de alto signo en

cuya terraza se hizo mofa del Confiteor...



















55. Gades.

Posees el encanto, la trabazón y la sensación de peligro de todas las tierras de

frontera. Conservas aún callejones portuarios, escaparates polvorientos en los


que se venden los antiguos aparejos para la pesca, una historia tan extensa que

hacen de ti, no pocos, la ciudad más antigua de Europa. Brújula de barrios


resguardados del poder de los vientos, solar de locos y de quimeras imposibles

disueltas en la posteridad...
Pero eres, sin duda, más que una ciudad.
Tu extensión se proyecta sobre una tierra que es más grande que otras no por
la magnitud de su superficie, pero sí por el talento y la diversidad de sus
evocaciones.

Al lado de un folclore exagerado, dispar, que rehúye lo magno y se ceba en el


ditirambo, posees cantadores populares que analfabetos le hablan al mundo

con el asombro de los metafísicos y la concisión de los poetas.

Y es bien cierto que basta recorrer la mera lejanía que te separa de Jerez de la

Frontera para vislumbrar, por siempre, la comprensión distinta del mundo que
poseen los hombres de mar frente a los de tierra adentro.















56. Wayne.

Eras un hombre y un actor incomprendido casi por completo.

Muchos te acusaron hasta la fecha de tu muerte de la pueril insignificancia de


interpretarte siempre a ti mismo. No entendieron que eras el modelo del héroe

allá donde éste se dé cita, en cualquier clase de guerra, en cualquier drama, en


cualquier oportuna y cruel desintegración de la vida común que otorgue su

espacio para la épica. No entendieron que eras el simulacro imposible de padre


que toda una generación quiso y no pudo tener...

Al parecer, tras los muchos años pasados, aún te avergonzaba esa paradoja
suprema que hizo de ti el más grande de los guerreros un hombre que no
combatió nunca en una guerra de verdad. Se impusieron las circunstancias, o

lo dictó pérfido el azar, para hacer que los soldados que morían para
salvaguardar la libertad en el mundo quedaran reflejados en ese personaje

único, del que te acusaron más tarde, nunca te saliste.

Eras el ambiguo Ethan Edwards, o Ringo Kid, o esos oficiales del ejército

yankee, sin familia y sin ninguna esposa que no fuera la Caballería. Eras el
hombre que mató, matándose a sí mismo, al forajido Liberty Valance, y el

boxeador que huye del ring para descubrir la más grande historia de amor,

contada en una Irlanda plena de ensoñaciones.

Eras el aventurero que destroza la vida de todos los que se hallan a su

alrededor y, por ende, la suya propia. Pero, también, el hombre que cumple

todos los designios de la masculinidad, convertido en una fuerza de la

naturaleza que arrastra a las mujeres hacia una puerta que no deben atravesar

con el tesón telúrico y violento de las tormentas y del desierto.


A pesar de la ceguera interesada, o de la ignorada, eras sin duda el más grande.

El único capaz de poner aliento y rostro a las mejores historias que ha podido

narrar el cine como invento del siglo XX, en el género en el que éste, con
naturalidad, sin apenas esfuerzo, suplantaba a la literatura de aventuras.

Eras todo a lo que cualquiera que crea en el valor y en el coraje pudiera


aspirar. Por eso te honra tanto el hecho de que la mera mención de no haber
combatido te avergonzara profundamente, te hiciera sentirte tan insignificante,

tan ridículo, al encontrarte con cualquiera de aquellos anónimos soldados que


lo hubieran sido de la realidad.


57. Holocausto II.


(A la memoria de Primo Levi)

Alambres de espino siguieron existiendo en tu vida tras todos los años en que
ya habías abandonado el mero infierno sobre la tierra.

Habías tenido la bonanza, aunque sólo aparente, de sobrevivir a seis millones


de tus iguales, catalogados de ese modo arbitrario por la siniestra contaduría

de los bárbaros señores de este mundo.


Alambres de espino, casamatas de madera, delgados cables de acero, de los

que a las puertas del campo pendía el borrón de un cadáver, siguieron


apesadumbrando tus noches contritas e interminables, en las que oías los

mismos gritos (gemidos alucinados) y sentías sobre la piel la trabazón de los


cuerpos semidesnudos comidos por el espanto.
Saliste doctorado de aquellos años en todas las formas de tortura, de tormento,
y también convencido, ya secretamente y para siempre, de la imposibilidad de

seguir considerándote como hombre tras una experiencia como aquella.


Tus páginas cuentan esa ignominia y, quizá, tuvieron el efecto de hacerte creer

que, gracias a la literatura, entendida en tu caso necesariamente como terapia,

te sería dado superarla. Pero allá mismo estaban las noches en las que te

hallabas recluido en uno de aquellos barracones agolpado de espectros. Y allá


mismo, de nuevo, se hallaban las pesadillas que confundían el terror de

Auschwitz con los tortuosos itinerarios del pasado, cuando aún no te habían

arrebatado la condición de hombre...

“Si esto es un hombre”, se cuenta a sí mismo el título de uno de aquellos, tus

tres libros, que pasaron a encumbrar aunque no lo creas la extensa bibliografía

del Holocausto.

Eso es realmente un hombre.


58. J. M. Coetzee.

Porque de cada cosa la quintaesencia


extraje;

Tú me diste tu barro y en oro lo troqué.

Charles Baudelaire.
Como hombre tímido que detestaba la fama, causaste a tu pesar el mismo
revuelo que cualquier otro a la hora de obtener el preciado premio.

Los demás oímos decir que aquel año el galardón más universal de la literatura
había recaído sobre un escritor sudafricano que había vivido y dado clases en
los Estados Unidos y, los que aún ignorábamos tu obra, pensamos que por otro
año la academia sueca, que comete célebremente tantas injusticias como

aciertos, había otorgado su premio a las complacencias bienpensantes de esa


extraña cosa extendida por el mundo y llamada el “hombre progresista”.

A bien decir, te imaginamos de inmediato con el pulso de un escritor

comprometido en la lucha contra el Apartheid y también que ese deber moral,

sin duda valioso, habría pesado en el plato de la balanza que usaron los jueces
tanto o más que tus dotes literarias.

Todos los prejuicios fueron, sin embargo, disolviéndose con el transcurrir de

los días.

A la natural reivindicación de tus traductores al español, se fueron sumando

los halagos de los que debían constituir por fuerza tu más dura competencia.

Afamados creadores de la actualidad: Vargas Llosa, Octavio Paz, Carlos

Fuentes; en España: Javier Marías o Félix de Azúa, te dispensaron, o te habían

dispensado en el pasado sin que nosotros lo presumiéramos, una unanimidad


de elogios que parecía ajena a los odios africanos que suelen acompañar a los

escritores cuando se ven acompañados por el éxito.

Según ellos, eras no otra cosa que uno de los más grandes autores vivos que
escribía en la lengua inglesa. Habías sido el humilde padre de grandes

hallazgos literarios en obras como Desgracia. Ideado personajes imborrables,


como esa dama que extiende, no sabemos cuán profundamente en la mente de
su autor, los derechos universales referidos comúnmente al hombre a todos los

animales. Y contado el deprimente hecho de la violación de una mujer en una


plantación sudafricana de tus años jóvenes, con el recurso fantasioso y, sin

embargo, incontrovertible de no citarla explícitamente.


Supongo que podría añadirse ahora, cuando ya nos ha sido a los últimos leer tu
magna obra, que tus libros poseen esa rara música que acostumbramos a

relacionar con el pasado. Es la huella dejada sobre el clasicismo por un


hombre que ha sido capaz de convertir el don de las letras en una corazonada

llena de presente. En eso mismo reside tu primogenitura en la literatura de los

últimos años, tras que utilizaras la inteligencia artificial de una máquina para

tratar los textos elucubrados por Samuel Beckett.


Es cierto que cuando se sucedan los años que ya no veremos, ni nos verán a su

vez, algunos lectores seguirán elucidando la historia de tu tiempo bajo la

sentida e íntima personalidad del niño que, secretamente, desde la periferia del

mundo, prefiere que sean los rusos y no los americanos los que ganen las

competiciones deportivas; bajo la de ese joven que llega a Londres con el

ánimo de ser poeta, tras su formación de matemático; o en ese despertar

adolescente, hundido en el egoísmo y el oprobio por la presencia de un padre

borracho...
Pues lo que otros vivieron como mera cotidianidad, sin apenas entender, tú,

como suelen hacerlo siempre los más grandes, intuiste que constituía el tejido

del que estaba fabricada la esencia del momento.

59. Nabokov.

Diste clases verdaderamente sorprendentes en una universidad de los Estados

Unidos, la Cornwell, después de haber sido profesor en el Wellesley College y


ser nombrado en 1942 por el Museo de Zoología Comparada de Harvard.
Los estudiantes que te escuchaban te sabían ruso, escritor y, más tarde, poco

antes de despedirte gracias al éxito que te proporcionara aquella obra, autor de


una novela escandalosa a tu pesar que declaraste allá mismo y en público que

la infidelidad constituía el divertimento de los pocos imaginativos.


Los jóvenes que te escuchaban te suponían conservador y tú, un exiliado que

había visto morir a su padre en un atentado y despeñarse a su país por la

espiral de una revolución, les mostraste el aprecio por la libertad y la

consideración por los semejantes que ellos, que nacieron bajo ellas, ya apenas
valoraban.

No entendiste jamás el Quijote, así que es preferible esparcir un silencio

piadoso sobre algunas de tus aseveraciones que lo tienen por objeto. Pero a

cambio deparaste unas recordadas lecciones en las que analizaste con tesón de

entomólogo, pasión que practicabas en los ratos libres ataviado con una red

que casi te cuesta algunas detenciones, la literatura rusa y la occidental.

Algunas de aquellas clases contaban con un guion elaborado por el ponente, es

decir por ti mismo, en el que éste anota hasta las bromas con las que piensa
divertir y sorprender a los alumnos. Tus comentarios son mordientes,

encendidos y sagaces.

Afirmas, por ejemplo, que la literatura se siente, comienza a sentirse, como un


cosquilleo en la espina dorsal, y hablas del extraño modo en que Dostoievski

era leído en las escuelas de Rusia a las que acudiste de crío, como un autor
simpático y particular para los niños.
A Joyce, en el que otros se pierden desde el principio debido a su apariencia

infinita, comienzas nombrándolo con unas notas reducidas y escuálidas que


trampean en el un poco vano baúl de su biografía.

A Flaubert lo halagas personal e íntimamente, por su lenta dedicación al


esfuerzo de pergeñar páginas perfectas, que lo hacían demorarse por semanas
enteras, y que él declamaba en voz alta, como un loco, bajo los árboles de su
buscado destierro de Croisset...

En cualquiera de aquellas clases es posible adivinar la pasión que te tomaba a


veces, esquinando tu frialdad científica, y lo que transmites, lo que transmiten

esos guiones a los que no tuvieron la suerte de contar con un maestro

semejante, es que en el amor por lo que se enseña radica todo el futuro de la

enseñanza.
Como otras escasas excepciones, dentro de aquel oficio que te hizo perdurar

cuando el mundo entero se había derrumbado a tu alrededor, logras que los

que te leen sientan ese otro cosquilleo de internarse en los vestigios de los que

dedicaron sus vidas a ensalzar las palabras y hallaron, como premio a su

perseverancia, el entendimiento de sus semejantes.

Hay quien dice que fuiste, al margen de gran profesor, maestro de la novela en

las dos lenguas en las que la practicaste: el ruso como idioma materno, que en

algún modo te arrebataron; y aquel inglés que algunos estudiosos han


emparentado con el del polaco Conrad, porqué les sonó con la misma rara

música abigarrada que apreciaban en el tuyo...






60. Lujuria.

Un derroche del espíritu en un erial de oprobio

Es la lujuria activa; y aun antes de actuar


Es perjura, asesina, sanguinaria, culpable,
Salvaje, extrema, ruda, no de fiar, cruel; (...)

Escribió en uno de sus extraños sonetos William Shakespeare.

O en bellas palabras inglesas, que vuelan y nos hacen creer, como creímos

durante nuestra infancia en un espectro que vagaba en la noche clamando


venganza por su asesinato:

The expense of spirit in a waste of shame

Is lust in action; and till action, lust

Is perjur´d, murderous, bloody, full of blame,

Savage, extreme, rude, cruel, not to trust; (...)













61. The Movement. Martin Amis.


Subtitulaste aquel libro, de veras cruel, con la fotografía de una sonrisa

enigmática bajo unos ojos atigrados y la cifra, acaso demasiado estricta, de los
veinte millones. Pretendías con él homenajear a tu padre y te pareció que

mezclando muertos, desaparecidos, recuerdos, pesadillas y cierta dosis de


humor británico, lavabas esa mancha de la que él al parecer nunca se sintió del

todo a salvo.
Ellos, tu padre y alguno de los intelectuales ingleses que constituían sus
amistades, celebraban sus encuentros en la que era tu casa por entonces y tú

llamas irónica, humorísticamente, a semejantes celebraciones “reuniones en


casa de los fascistas”, puesto que de ese modo solían vilipendiarlas vuestros

antagonistas del Oxford comunista que vivían al otro lado de los muros

victorianos.

Los críticos, sin embargo, acostumbran a ser menos ditirámbicos y llaman a


ese círculo, secreto y atónito en mitad del mundo, The Movement, y aseguran

que en él aparecen escritores que merecen una fama más o menos universal

por diversos motivos: el poeta e historiador Robert Conquest (declarado por

sus contendientes enemigo público número uno), el novelista Kingsley Amis,

su hijo Martin y el poeta Philip Larkin, autor de “The Less Deceived”, entre

otros.

Por lo que hoy sabemos, The Movement era una pequeña misión que

anunciaba la ruptura con una ilusión infantil que a algunos suele acompañarlos
hasta la muerte. Ilusión que supone que el mundo siempre mejora y se

conduce gracias a una verdad declarada mediante las mejores intenciones.

Algo así como una suculenta y a la vez anodina flor de invernadero que
Popper pudo llamar el mito del marco común.

Por eso The Movement, convertido en una minúscula secta de extravagantes


aguafiestas, concitó tantas pasiones contrarias y tantos odios africanos en una
geografía dada a la flema y al aguacero. Los mismos odios y las mismas

pasiones, cabría decir, que el filósofo Platón adujo produciría la sustitución en


una cocina de un pastelero por un médico ante un tribunal formado por los

asistentes a un colegio.
Quince años le duró a tu padre ese extraño veneno en la sangre que tú llamas
fe; otros, utopía; otros, él y algunos de los amigos de The Movement,

simplemente mentira. Quince años de zozobras, más todos los que él hipotecó
hasta su muerte para arrepentirse de una ceguera tan pusilánime y

perturbadora como, le pareció, no llegaría a serlo jamás la física.


62. Pater.

Lo cierto es que apenas nos entendimos. Pero sé, porque todavía lo recuerdo,

que en muchos momentos de la infancia pudo afirmarse que te quise.


Eran los mejores tiempos de la familia y su ponzoñosa reverberación en mi
sangre hicieron que me creyera un ser predestinado para el éxito y te culpara,
acaso injustamente, por el modo trágico en que se terminaron.
A partir de entonces y por varios, demasiados años, entré en una guerra sorda

suelen llamarla contigo. Poseíamos muchas cosas en común, sin duda, pero
éstas siempre eran las que yo más detestaba.

Una tarde de aquella extraña juventud, harto de mi comportamiento

iconoclasta, tú rompiste en dos mitades uno de mis ciegos empeños inútiles y

aquella noche fue la última vela en la que tuvimos algo que decirnos.
Desde entonces fuimos ajenos y permanecimos siéndolo.

Yo me encerré en una soledad malquista, a menudo en un silencio soterrado,

para no tragar la bilis de los otros y mejor ahogarme en la mía. Y tú

corroboraste, al fin, que yo pertenecía a esa rama de la familia de la que

hubieras deseado liberarte como un error, fruto de una pésima yuxtaposición

cuarterona.

Sin embargo, tu personalidad fue, ha sido siempre, la que más me ha influido

de entre todas las que traté. A lo largo de los años se convirtió en guisa de lo
que no deseaba, a ningún precio ser, y ha marcado mis noches, mis

elucubraciones y mis fracasos de modo reincidente hasta hoy.

A veces te odié, Padre, sin apenas entender que lo hacía por existir. Quizá,
porque en realidad yo deseaba no ser. En modo alguno.

63. GULAG.
(Glávnoe Upravlenie Lagueréi)

Has tenido una suerte menos caduca que la de tus hermanos, Lager, Lagueréi,
Laogai chino o 221 camboyano. Muchos, acaso la mayoría, ni siquiera hayan

oído hablar de ti, ni de tu excelsa clientela. De un tal Neftalí Frenkel, por


ejemplo, que de gris empleado se convirtió en tu patrocinador y mayor genio a
base de unos cálculos de medio pelo que lo llevaron a la dirección y a la fama.
Se supone que desde las islas Solovki te alzaste como modelo para perderte

aún más al Este y, sin embargo, tu forma sobre el mapa se distanció del
aspecto de palacio, del de monasterio iniciático que poseíste en los primeros

laureles, para terminar asemejándose a una bruñida tela de araña que alcanzó a

poseer millones de kilómetros cuadrados.

Tuviste tus juegos de salón triviales, tus placeres de privilegiados, tus


desgarros de gorilas, de dadaístas y de acmeístas; pero, también, como era

inevitable en un servicio que aspiraba a ostentar todas las estrellas, tu dolor

belle époque y tus regurgitaciones de nomenclatura siniestra.

Lo que la intempestiva preocupación por la minucia tiene de embrutecedora y

desesperante, fue tu gozo más refinado. Gracias a ella tus huéspedes viajaron a

unos dispendios dignos de las cavernas; otras, a los propios del Egipto de los

faraones.

Así, el tiempo, una vez hurgado, se fosilizó. Así, el espacio, una vez birlado,
se arqueó en desierto de nieve, plaga de mosquitos y auroras boreales. En

palabras de otro, fuiste un continente ciego y opaco cuyo peso oprimía los

pechos de diversos insectos que un Primus Inter Pares declaró, de una vez y
para siempre, entre los réprobos.

Tus estatuidas columnatas y tus setos presenciaron galas veraniegas


provenientes de Moscú y Petersburgo, fracs salidos de conciertos del Bolshoi,
entorchados de generales del Imperio, pulsión de adolescentes neuróticos que

se movían por los vestíbulos como chacales y actos de cobardía y de


heroicidad que para siempre enterró un montículo de nieve del que nunca más

se supo y por el que nadie jamás preguntó.


A la vez que tus hermanos, Lager, Lagueréi, Laogai chino o 221 camboyano,
tu secreta estampa fue una realidad más verídica, prolija y perdurable que la

presuntuosa cartelera oficial. Por ello, no fueron Mijail Suslov, ni aquel Naftalí
Frenkel, que empezó siendo camarero para terminar como prestidigitador en

abundancias apócrifas, Mikoyan, Voroshilov, ni aquel mismo Koba, que nunca

te visitó, pese a preguntar por ti a menudo a sus lacayos... Sino una tal

Ginzburg, Shalámov, Solzhenitsyn, o la esposa, Nadezhda (Nadia), de un


poeta apellidado Mandelstam, los que te celebraron y te convirtieron en paraje

hirsuto de declamaciones.


























64. Heston.

Las crónicas dicen que desapareciste ayer de una enfermedad degenerativa que
tú mismo habías anunciado sufrir desde hace meses. Quizá, ahora la muerte
limpie el polvo y la paja que han acumulado sobre tu figura los que no tienen

en sus manos ser otra cosa de lo que son, lo que continuarán siendo tan
irremisiblemente en el futuro.

Ellos mismos hablan pomposamente de humanitarismo y cometen la

heroicidad de encerrarse con un anciano enfermo, que les abre confiadamente

la puerta de su casa, para extraerle unas declaraciones que servirán para


ridiculizarlo cuando ya no pueda defenderse. Tú competiste en buena lid con

los dioses, que no en vano eran tus padres, y alargaste la sombra del Olimpo

cuando todos lo creímos tan muerto como dicen que tú lo estás ahora.

Decir que no te entendieron, es decir que no te dejaste entender por unos

cuantos hombres que no repiten más que reiteraciones inútiles y viven

amortajados por una sedicente forma de rutina. Decir que no te entendieron, es

olvidar que perdiste con ellos en el juego tramposo y malévolo de las

abstracciones, pero que los venciste en la trayectoria moral que hizo que nadie
que te tratara pudiera colegir una mala acción por tu parte.

Llegaste tarde al cine que te hubiera gustado protagonizar, así que, con

empeño personal, lograste extenderlo hasta que te aguantaron las fuerzas.


Cuando tu estrella pareció declinar, el hombre varonil y rudo que representaste

siempre se volvió a luchar contra las catástrofes naturales y los destrozos


humanos. En esas historias, a veces, fuiste un marido desencantado que se
sacrifica por una esposa que ya no ama y, otras, un padre de familia que muere

en una batalla en la que anida el futuro y se salvaguardan las esperanzas de


unos jóvenes con los que uno ya no se entiende.

No eran las mejores de todas las que protagonizaste, pero había que ver ese
gesto célebremente acartonado que lucha contra los elementos, se crece contra
la adversidad y se sabe en lo cierto por el mero hecho de conocerse nacido

sólo para lo grande. Había que verlo pelear contra terremotos y escuadras
enemigas que apenas se vislumbran en la espesura del mar; pedir favores por

un vástago que nunca hubieras pedido para ti; e inmolarse sin pensarlo,

generosamente, para entender cuán arrojado te habías sentido de ese universo

que había sido la única cosa que de veras habías conseguido amar.
Quizá fuera por ese error que lo defendiste a veces con certeza y a veces a

ciegas, a veces en el campo de batalla y otras veces en un foro menguado por

la barbarie, la decadencia y la sofistería. Lo defendiste como los héroes de

antaño, sin mediar el cálculo del menosprecio que te traería aparejado, ni el

descrédito que aparentemente iba a ganarte para siempre. ¿Para siempre? En

verdad eso fue hasta el día de ayer, cuando la portada de los periódicos

anunció que habías fallecido de una enfermedad degenerativa que tú mismo

habías anunciado sufrir desde hace meses.















65. The World at War I.



Pretendías mostrar la realidad macabra que nos había precedido e
imperturbablemente contagiado. Como no eras exactamente una colección de

libros, debías extinguir tus inevitables generalidades en la música feliz,


jubilosa o mendaz de la época y en las imágenes de felicidad y de sosiego que

precedieron al horror de las batallas y a los campos de exterminio.

Cuando éstos se desencadenaron, no ahorraste en sobriedad ni en amor por los

detalles, aunque resultaran escabrosos y de poca nobleza.


En los primeros capítulos pretendías mostrar los anhelos, esperanzas e

ilusorias maquinaciones que sedujeron a una generación que vio colmadas y

después frustradas sus aspiraciones por una guerra. Simulaste la vida con ello

y es por eso que ejércitos invencibles resultan tres años después bandadas de

pájaros moribundos que finan silenciosamente en la estepa. El aire glacial

levanta los faldones de sus abrigos, el viento golpea las caras quemadas por la

metralla y la escarcha cubre el cabello de gloriosos cadáveres que una vez

desfilaran victoriosamente por los Campos Elíseos.


La guerra de la que tratas, con su salvaje humanidad puesta en prédica, hizo el

mundo más pequeño. Los mismos hombres combatieron comidos por las

moscas de África, chapotearon sobre el lodazal en que convirtieron las


estaciones los valles del Po, murieron en las ruinas que el Bosco previó para

Estalingrado, o amaron en uno de los escasos recreos que permitió la batalla


sobre Francia, cuando la pelea se detuvo allá para beber unas cuantas botellas
de champán...

Es fama que, en el transcurso de tu tiempo, Hemingway liberó el bar de una


playa normanda; Lawrence Durrel disfrutó de los placeres prohibidos de El

Cairo y Grossman comprendió, corriendo tras las tropas del Ejército Rojo, que
su amor revolucionario había sido años ha despeñado desde la morgue
implantada en el Kremlin...

Pero tu personalidad no es única sino colectiva.


Tu protagonismo es el de todos y no el de uno.

En la que fuera conocida coloquialmente como “phony war”, los clubs de

Londres vieron ejecutar un baile que bromeaba con el saludo romano de los

nazis y con el bigote charlotín de Hitler. En esos salones se desfilaba con palos
de escoba al hombro y, al paso de un fox, se fingían los simulacros

multitudinarios de Nüremberg. Mientras, en Alemania, se redescubría el poder

evocador de la música militar, el orgiástico goce que deparan los baños de

masas y el resurgir de los Nibelungos.

Por esa misma excéntrica y loca época iconoclasta, y en el Follies Berger,

Francia esperaba la guerra con las mujeres desnudas de costumbre y con

canciones que imitaban el tableteo de las ametralladoras o declaraban París “la

ciudad más bella del mundo”.

























66. Soledad.

Siempre te quise y te anhelé, hasta el mismo instante en que fui capaz de


concebirte.

Lo hice como mujer, de la entraña de mi vientre, y como hombre, mediante mi

aliento ponzoñoso y extenuado. De veras que te di gestación con el vacuo y

mísero soplo de uno de mis estupros.


Entonces descubrí que no eras el salivazo de irreverencia y desconsideración

que creía haber alentado desde mis años núbiles, protegiéndote del negro

pantano de unos pocos y viejos melodramas y de unas pocas, y aún no viejas,

pasiones sincopadas.

En aquella época poseías un héroe, YO, que se enfrentaba con un suicida y en

algún modo excéntrico y exotérico lo vencía. Pretendía engañarte como me

engañabas, con la imagen de mil y una aventuras por venir y con batallas

heroicas que clamarían por el orgullo de la Gaviota en feroz lucha contra la

“Comisión Extraordinaria”.

















67. Vorágine II.

Fuimos dejando atrás la pasión de todo cuerpo, la voracidad combatida con


puños agrestes y hombros cavernarios.

Fuimos dejando atrás las dudas y el asombro mágicos y recolectamos, de los


desechos de un carrusel, la guadaña que sería desde entonces nuestro único

sustento.

Fuimos dejando atrás la pasión enloquecedora por la verdad y la sustituimos

por el rito farisaico que tú y yo tan bien conocemos, que tú y yo tan bien

escondemos.

Fuimos dejando atrás el salvoconducto de la inspiración, para quedarnos con

el frígido despertar de la mañana sin aurora, el polvo sin barro, el amor sin el
beso de tu sexo.

Fuimos dejando atrás las estaciones donde nos robaron el último de los

alientos, el puerto oriental donde se nos esculpió de la nada, la charca en la


que vencimos a la armada de los coleópteros y fuimos laureados por los

sargazos.

Fuimos dejando atrás la necesidad de aclamaciones, la levedad de tu peso, el

icono crespo de tu gloria.


Fuimos dejando atrás la vocación de ser plenos y caímos en la mórbida

provocación de un placer que terminará agotándose con el soplo de la muerte.


Fuimos dejando atrás la heredad de la tierra y nos convertimos en deudos de

una cierta miseria, sobre cuyos dividendos especulan ciertos amos de la

ponzoña.

Fuimos dejando atrás el tributo debido a los árboles, al más vil pariente de los

matorrales, al más sucinto de los cabellos de hierba y reverenciamos la prolija

vecindad de sombras cada día más pueriles.





68. The World at War II.


Eres un montón de gafas, el cabello recién cortado de múltiples mujeres, una


pastilla de jabón entre un barlovento de basuras, el llanto de muchos niños, la
plasmación sonámbula de una violación cometida en un bosque y ese
equívoco simulacro que resulta de la venganza de la víctima cuando ésta

adquiere la ira de los que hasta ayer fueron sus atormentadores.


Cae una bomba maléfica y el giro copernicano de un martillo golpea una

rodilla colaboracionista. Un avión de papel queda destrozado por un antiaéreo

con buena puntería y los cielos se convierten en púrpura sacra, sangre, mugre,

sobre playas donde vagan, mansamente cadáveres, los compañeros de Ulises.


El fuego del infierno y el de la consumación, el de la diatriba loca de la moral

y el de la abominación más contagiosa y empedernida. Pero, también, una

nube de flores sobre los carros de Marte y el beso de una muchacha que llora

de felicidad y de otra que, perdiendo un buen amante, sonríe provocativa y

recibe una de las deshonras cometidas contra las víctimas por quien ahora

pretende liberarlas.















69. Diario de un mal año. Coetzee


Un hombre solitario y reventado por un mundo en el que ya no se reconocen


las secuelas que ha infligido el pasado, cuando la porosidad del crío es esponja

cual la del viejo es granito. Un padre borracho que dejó todas sus pertenencias
en una caja de zapatos y un barrunto de estudios de Matemáticas y de Poesía.
Ciudad del Cabo. Una Londres detestable en invierno y no tan pródiga en

verano, donde temías que la gente te mirara como a un paleto al atravesar la


calle. Una detestación por lo que la filosofía anglosajona ha hecho por

empobrecer el mundo. Una detestación cierta por la dominación de una raza,

de un pueblo, de un hombre, sobre cualquier otro. Un cierto resquemor contra

lo que se conoce de primera mano y no puede engañarnos gracias al aliento del


mito. Una vivificante cualidad para convertir la novela en un no/hecho,

no/divertido, que nos haga reflexionar y nos abrume como búsqueda

sistemática, amén de arrebatarnos consabidamente de los pies el suelo que

pisamos. Un hurgar en el alma con los dedos cansados y agarrotados de los

viejos y con la prestancia de ánimo que provoca en un anciano la cercanía de

una joven hermosa. Un delirio de culpables e inocentes, locamente abrazados

en el estigma sobrehumano del terror y la depredación. Una esclerosis para

pretender la fecundación de la vida y obtener como premio hijos del detalle.


Una evanescente firmeza para crear, y ocultar, la técnica sin la que nada

seríamos. Un soplo de muerte que llega desde los mataderos de animales. Una

lucha contra el Apartheid y la cruel sociedad norteamericana. Un baluarte de


la libertad contra los supuestos que lograrían hundirnos en la abominación.

Una insatisfacción generalizada al comprender en lo que se ha ido


convirtiendo el paisaje humano en los últimos cincuenta, cien, doscientos, o
mil años de existencia. Una incuria de nefastas proporciones que miente y nos

engaña en forma de paradoja eleática. Un testamento dactilográfico que dijera


lo que fuiste...


70. Burdel II.


Tus flores yacen marchitas y no es baladí el que prometan el alquiler de una


lozanía de cadáveres. En tu puerta cualquier justo encuentra hombres y

mujeres que realizan acuerdos bajo sello, dentro de una clandestinidad teatral e
ignominiosa. Se escuchan risas falsas, estridentes, fatales, y desde el portón se

llama a los fulanos con un nombre por el que todos se igualan y todos se
reconocen.
En el interior de tus buhardillas, las medias de nylon se hallan a menudo
picadas por los gusanos (si se mira); entre batas gastadas, las axilas muestran

su mácula de arañas (si se baila); en bocas ajadas, asoma la profunda tumba de


una caries (si se ríe). Sobre el pálido lecho, y entre mugrientos cojines de

fantasía, hay sonrientes muñecas despanzurradas (si se duerme) ...

También existe el rumor jovial de las pianolas, el indispensable marco de

arrabal, el suburbio que prende eternamente en la calle y el populacho que, sin


dinero que gastar, se sienta en los escalones. Los usos y las costumbres de la

carne fresca vendida mil veces y las ávidas celestinas que, convertidas en

hábiles mentoras, airean su mercancía por las esquinas: ¡Heredad, cristianos,

heredad! ¡Heredad la belleza en la tierra por unos maravedíes!














71. Londres.

Una escalera de caracol sobre el acontecer naranja de un río.

La noche atrás vi mujeres ensabanadas que giraban en torno al eje de Leicester


Square y otras que allá mismo, sin ejercer el oficio, tomaban el miembro de

los varones en busca de unas entradas. Una especie de Berlín de Grosz que
hubiera cruzado el Canal y te hubiera reportado uno de sus entierros salvajes y
huracanados: sacerdotes calvos y sanguíneos, prostitutas que ya no ofician,

esqueletos que baten palmas sentados sobre un ataúd y banqueros que


desenfundan sus carteras para premiar a los lisiados.
Esa misma tarde, mi cuerpo crapuloso se había desentumecido cerca de

Pimlico, que una vez aspiró a ser república e independizarse para ahogar el
mar, y en su camino concibió un chofer que dirigía el vals de los clientes con

una pantomima de bailarina, una vocecita ridícula, divertida, de vodevil, y una

anciana dama venerable que había perdido su pluma de oca bajo la silla de una

hamburguesería.
Todo giraba, huía, corría espeluznante y veloz, sin detenerse ante la iglesia de

Nash o la catedral de Wren. Ni respeto humano, ni divino; ni novena de

convento, ni bacanal: ladrillos rojos de dos pisos, coches de caballos en forma

de cofre de cadáveres, cabinas de teléfono en las que se chapotea sobre orín,

apátridas que se sentían como en casa y violadores que hostigaban el resurgir

descubierto esa tarde en Hyde Park y desfallecía ahora en la usura de cuerpos

del Tottenham de Peter Clemence y Ray Charles.










72. Soledad II.


Eres una angustia en el pecho que anuncia que para siempre estarás solo.
No bastarán tus esfuerzos para acercarte a otra carne y contarás el tiempo con
cada ave que torne, pero entonces, también estarás solo.

Habrás pasado el medievo de tu vida y te afanarás aún en encontrar un lugar


preciso sobre la tierra, un afán desmayado por aferrarte al último asidero te
recorrerá, pero entonces, también estarás solo.
Nada podrá arrebatarte de la decisión ciega que tomaste una tarde de verano,

tantos años ha que aun pudiera pensarse que todo lo decidió otro. Nada podrá
arrancarte de ella y en toda boca oirás la sentencia que te espera, pero

entonces, también estarás solo.

De nada valdrá que te hablen de la vida, del goce, del muérdago o de la

mangosta. Porque no serás goce, ni vida; pero sí muérdago y mangosta...


Y estarás solo, y te verás solo, y morirás solo.



















73. Estupro.

Pretendías exigir que me conciliara con la tiranía, pero lo cierto es que por esta

vez yo no pude. Acaso fue porque la había padecido en el pasado y entonces


no encontré valor o determinación para levantarme contra ella.

Ahora parece una historia quimérica el relato de aquella medianía usurpada sin
apenas gasto a la piel del mundo, pero tenías que haber visto aquel chorreón

de luz que brillaba sobre una mesa vacía, luego lo he sabido, como un
eléctrico poste de campo; y aquel corredor inmaculado que, luego lo he
sabido, se hacía tan negro en la imaginación del penado como la embocadura

de una mazmorra.
Para comprenderme con plenitud tenías que haber oído el lamento cruel y la

ignorancia ciega que bullía a todas horas de la cabeza del tirano.

Es difícil entender por qué exigía precios desorbitados por artículos de los que

nadie, ni aun él, podía obtener beneficio alguno: una noche era la humillación
ruinosa de un hombre insignificante, mientras, la siguiente, una renuncia falaz

a lo que sólo podían arrebatarte por la muerte. Acaso puedas creer que su

mayor enternecimiento, al margen de la venganza colmada, lo provocaba

contemplar la pútrida condición que había contagiado tanto a sus justos como

a sus infieles.

Tú, sin embargo, cedías, porque no deseabas que la gente más querida fuera

infeliz por tu causa.

Imaginabas el viejo rostro dolido de tu madre, bañado en salmuera al otro lado


de las rejas; o el de tu padre, bello, sanguíneo..., y ajado por tu negativa a

hacerte menos inconveniente. Muchas veces claudiqué tras soñar con el llanto

de mis hermanos, acusándome de haber perdido su futuro y el derecho a la


gracia insalubre del Estado.

En otras ocasiones, cedías, por entender que las humillaciones y los desfalcos
cometidos contra tu alma eran una forma de juego que ganaba quien más
lograra engañar a su adversario.

Te atería ese foco luminoso pegándote en los ojos durante los interrogatorios y
te atormentaban los tercos pasos dados sobre ese corredor, propiciadores del

castigo. Entonces, cedías, porque, por qué motivo no estar de acuerdo con lo
que apenas era capaz de rozarte o, porque, por qué motivo no desear descanso
y paz para un corazón demasiado agitado para tal falta de años.

En fin, cedías, porque pensabas en algún modo incomprensible amar la


naturaleza del Fauno, por la creencia de que algo somero justificaría su

violencia y su rencor, y porque no entendiste a tiempo que semejante vendetta

quedaría grabada para siempre sobre tu carne.

Por último, cedías, porque nunca te preguntaste qué mísera cosa podías ceder
más...























74. Diógenes.

La fragilidad de mi cuerpo es como la naturaleza de tu basural, siempre presta


a despeñarse y contenida en última instancia por la falta de espacio y esa

partícula amoratada que, por algún motivo, todavía se respeta. Pero ahora que
lo pienso, acaso tu presencia me termine siendo grata y beneficiosa.
Quizá sea debido a que llevas nombre de enfermedad invasiva y a mí me
subliman desde siempre las epidemias negras y multitudinarias. Según los
médicos, tu virus se transmite como el tifus: por las guerras, el hambre y en el

marco anónimo y común de las calles. Algunos aseguran no obstante que tus
rejas son como las otras, mitad hierro y mitad falta de arrojo para romperlo.

Un hombre o una mujer caminan, se detienen de repente, miran con avidez un

cadáver y ya se hallan contagiados. A partir de entonces hacen como yo, todo

lo arramblan, todo lo secuestran y a todo le encuentran un uso, aunque sea


fúnebre y estrafalario.

Es por ello que tus sótanos, como los míos, se hallan repletos de artilugios

sucios, inútiles, disparatados y los cadáveres de tu familia, como los de la mía,

huyen por los corredores tratando de llegar a sus habitaciones.

Expresan las memorias más longevas que los que te sufren durante la infancia

desarrollan con la edad verdaderos complejos anarquizantes. Se dicen

infinitamente que todo lo ha invadido esa plaga feroz, de la que terminan

sintiéndose tan culpables como sus mayores, y la encuentran como gusanera,


como sombra junto a los zaguanes y la arrancan como costra de la piel, para

verla crecer de nuevo al cabo de los días.

Eres como yo, azote de mangosta y fiebre de vivos que deambulan junto a
muertos, mascarón de proa donde sólo brotan flores horrendas...

75. Londres II.


Pero no sólo agitación y febril movimiento alocado. Paz en las ánimas que
supuran de música el río y un condón colgado de uno de los herrajes del

Metro.
Blackfriars, Embarkment, Arsenal, con sus túneles y puentes de roblones
negros sobre las aguas, y una pelea a muerte en el suburbano que terminó en
añagaza de punkies y hooligans borrachos. Galanaduras italianas camino de

Portobello, donde sandías abiertas en canal recordaron de repente la vulva de


las mujeres y unos toldos enlutados sonrieron solícitamente a unas escaleras.

Primorosos desvelos sobre la rivera en la que una vez ondeara con orgullo el

pabellón de Shakespeare. Hamacas y tumbonas a rayas regentadas por un

présbita con visera y un cuaderno de boletos en la mano. Sargazos, nenúfares,


enredaderas que asaltan la costa agreste donde cantaban de amor, cuando tú no

eras aún tú, los cisnes y las gacelas.

Belgravia, con su aspecto venido a menos y su elegante decoro. El delicado

paisaje donde danzan, trágicos, un soldado vuelto loco de la guerra y un

médico reputado...

















76. Roth. Philip. American Pastoral.


Muchacho, la verdad, por culpa de aquel maldito velo tuyo no me dejaste


dormir.
Era poco más que el talón recortado de una sucia media de mujer, según tus
palabras, pero se enredó entre mis sueños y trajo consigo el retumbar de
cascos de la yegua que más temía montar esa noche. Era un trozo de media de

mujer sobre la cara de una muchacha, una mísera gasa sobre el horror y la
desesperación, un filtro contra el hedor horrendo y nauseabundo..., así que me

levanté de aquel lecho solitario de madrugada de sábado y me puse a vagar por

los flecos de mi casa.

Muchacho, vaya manera de hacerle la vida imposible a un hombre. Ni que te


lo hubieras propuesto con total determinación, pensé zaherido.

Así que cogí el problema resueltamente entre las manos, como por otra parte

suelo, y me dije: “Esto no me sucederá a mí”. Después le eché un vistazo al

pazguato anuncio de tu obra en un periódico y me tranquilicé al inferir que,

según éste, constituía una prolija denuncia del American way of life y me dije

de nuevo: “Precisamente por eso no me sucederá a mí”.

Más tranquilo, me aproximé a la cama y la vi tan vacía que daba pena, Phil.

Un hombre aún con vigor, lleno de amor, frente a una cama vacía y temiendo
la pesadilla que provocaba la dichosa gasa de tu maldito velo.

¿Estaba yo tan solo como entonces me lo parecía?, ¿tan solo como tú me

habías estado contando que te sentías recientemente? Con esa forma tuya de
titular las cosas. Primero extendiéndote en los detalles hasta no dejar ni uno

sin nombrar y, después, extendiéndote en ese maldito tejemaneje de idas y


venidas, de vueltas y revueltas, que es tu fuerte de veras, un fuerte en el que
nadie podría igualarte, ni aun soñándolo.

Esa forma de decir las cosas del modo más fúnebre posible, no dejando ni un
solo resquicio para la huida. Extendiendo tu vieja mano, Phil, hasta hacerle

sombra a las mismísimas civilizaciones. Dejando que uno crea tener razón por
el sentido común y, más tarde, sólo un poco más tarde, hundiéndolo a uno al
demostrar que esa razón no es más que un tenderete sobre el caos ambiente

que nos rodea y nos alimenta, sobre el caos ambiente que somos y del que
somos alimento...

La verdad que no me cuesta reconocerte, Phil, que cuando doblé la espalda

para retirar la sabana y acostarme de nuevo, me lo replanteé todito el asunto

otra vez.
La sábana me pesó como si fuera de metal, se acartonó como un sudario

enterrado por siglos de inconsistencia humana (pero yo me dije que, al menos,

no estaba fabricada de esa maldita gasa tuya) y el temblor de mi espina dorsal

pareció revivir la imagen de esa hija que está con las cosas, a favor de ellas en

absoluto, o contra ellas en absoluto, y tu cara arrugada previendo lo que

íbamos a poder llamar el mal en absoluto y en todo lo absoluto...























77. Joyce.
Escriben esta mañana sobre un papel de periódico que dejaste de creer en Dios
escuchando orinar a una criada. Otros sostienen, sin embargo, que en realidad
la culpa la tuvo ese viaje a Cork junto a tu padre, en el que pasaste la yema de

los dedos sobre una injuria grabada en un banco por un colegial y te zahirió el
alma el olor nauseabundo de un lavatorio.

Otros arguyen que “¡a Burke, a Burke!”, que se oye como reclamo en una de

las páginas más oscuras que escribiste, desentraña ese fenómeno nietzscheano

del que habrías formado necesariamente parte, porque, más que ese alemán
loco, tú te redimiste como poeta para crear un mundo más bello, elástico y

secreto que el daemon de Sócrates o el Dios de Dante.

Otros prefieren creer que perdiste la fe en uno de esos callejones del barrio de

los judíos, del que hoy son mera sombra los portalones de establo que se

desvanecen en el río y los vallados que antaño precedieron a las cuadras. Pero

otros te ven como un héroe en la época en que ya no podía haberlos,

entonando el “déjame ser y déjame vivir” frente al lecho de muerte de tu

madre y el no menos rotundo “non serviam” contra ese Dios que trata de
imponerse sobre ti con las peores artimañas.

Otros afirman que renegaste del dogma la tarde en que la belleza de una

muchacha te declaró la fatalidad de ser sacerdote de la muerte (como te


proponían), no de la vida (como lo serías), te confió la imposibilidad de no

caer cuando ya habías caído, cuando adivinaste que toda tu vida sería ese caer
y ese levantarse...




78. 227. Solzhenitsyn.



La mayor parte de las traducciones suelen eliminar de tu texto la lista de las
227 personas que te narraron sus experiencias en el campo de concentración y

a quienes está dedicado tu libro. Quizá sea por evitar la rutina de conocer el
nombre de desconocidos que nada nos dicen y se nos olvidarán de inmediato,

o por el ahorro de papel que dicta la política de las fábricas de impresión; pero

son 227, ni uno más ni uno menos, 227.

Presos, convictos, delincuentes, enemigos del pueblo, contrarrevolucionarios,


carroña, tifus..., según ellos.

Pero según tú: borregos, corderos, nueva carne que picar por nuestros

gloriosos Órganos de la Seguridad del Estado...

Aunque para ellos: bazofia, perros, basura fascista, espías, criminales, peste

burguesa, puercos...

Y otra vez para ti: primos, panolis, Yeuguenia, Svetlana, Zoya, Ania...,

compañeros, camaradas de los de verdad, santos que huirían despavoridos de

la delgada línea que distancia el mal del bien que todos portamos dentro, del
umbral que una vez traspuesto nunca se regresa...

Pero para ellos: canalla, traidor, mierda, alcantarilla, sucio, bastardo,

¡terminarás por hablar, bribón!...


Pero para ti: el honor de saber que todos vosotros, hombres y mujeres, y aún

críos honrados, estabais en aquella época negra en una cárcel, un campo de


tránsito, en uno de labor, donde se mataba por el trabajo, por el frío y por el
hambre...

Para ellos: escoria, desecho, excremento, gusano, eserista, kadete, anarquista,


cabrón, rabia, cristiano, esperantista, monja del infierno...

Pero para ti: no hijos de su Eminencia Gris, del Sabio Guía del Proletariado,
sino hijos de dios, porque en un siglo tan maldito como este hace más falta que
nunca un dios. Y no distinguiré entre réprobos y justos, y haré lo que éste en

mi mano para preservar el aliento y ser la voz de los que nunca la tuvieron...
De nuevo para ellos: ¡hez, tugurio andante, contra, empecedor, saboteador,

terrorista, asesino, hijo de puta! ¡Te vamos a matar, vas a pedir estar muerto

mucho antes de que acabemos contigo!...

Pero de nuevo para ti: y juro que no me arredrarán, no me podrán, no lo


lograrán...

No lo lograron.






























79. Infidelidad.
Sería la felicidad construida eternamente sobre la desgracia de un tercero, para
qué engañarnos.
No diré que no te deseo, en verdad me paso los días y, sobre todo, las noches

deseándote. A veces mi lujuria es suscitada por un vestido que flota sobre tus
muslos (la única tierra que en verdad nos ha sido prometida), cuya muselina

posee el relieve barroco de una guerra acontecida en la selva. Otras veces la

provoca un virginal blanco de verano, de bellos y grandes botones fractales,

con los que lucha tu cuerpo apenado o alegre como un pueblo sojuzgado que
pretende le restituyan la libertad.

A veces, lo hace el recorte de tus manos recogiendo agua de una fuente

espejada contra un bosque, pues pareces una de esas despreocupadas obreras

de Courbet que posan todos los festivos por unas moneditas y, otras, sufres el

relámpago que ciñe a las berlinesas de Grosz, sobre las que suelen cabalgar

nubes preñadas de sangre, y también de los peores presagios.

Otras veces es escuchar el sonido metálico de tu risa que, sin gran fanfarria,

camina sólo un paso por detrás de tu éxtasis. O imaginarte plenamente


desnuda, encerrada en una alta celda medieval, cuya única ventana mira sobre

esa bahía hacia la que marcha a despeñarse alborotada mi pasión.

En otras ocasiones logro al fin olvidarte y lo elucubró a él en su seguridad


malquista, de la que no debería, ni se vanagloria en absoluto, a decir verdad, y

redundo en la posibilidad de que cometa el único error que me permita


esquivar la maldición que pesa desde hace años sobre mi cabeza.
Elucubro su vida asentada, cómoda, pretérita, tan burguesa como de siglos

pasados, siglos que cabalgan sobre coches de caballos más que sobre autos de
motor; y me digo con convicción que quien roba al ajeno, quien le quita

cuánto posee, le arrebata hasta la vida, puede salvarse en última instancia de


poder pronunciar, sin mentir: “lo mereció, puesto que él hizo lo mismo”.

80. 36. Solzhenitsyn.


Pero, ¿cómo olvidarlo?, también dedicado a los 36 autores que según tus

mismas palabras por primera vez en la historia de la literatura rusa escribieron


un libro en el que se halagaba el trabajo de los esclavos.

Roña que se hundía en las pozas de Belomorkanal y cuyos huesos terminaron


sirviendo como materia para el mampuesto antes de que éste comenzara a

pudrirse. Sin apenas comida, ni agua potable, en jornadas laborales de doce y


catorce horas a la intemperie de uno de los climas más hostiles del planeta.
Golpeados con saña por bastones y barras de hierro, hundidos hasta las

rodillas en el cieno, sucios, humillados y medio muertos. Viejos, mujeres,


jóvenes y hombres entre los que aquellos intelectuales ilustres encontraron al

criminal redimido por el sistema penal soviético.

36, ni uno más ni uno menos, 36.

Aunque podamos permitirnos no citar sus nombres, aunque olvidemos las


marchitas obras que escribieron antes de su mísera venta o tras de que ésta se

produjera. Y es que, sin que ellos siquiera lo sospecharan, su talento se

sustancia por entero en ese libro apologético. No necesitaron escribir más y

nosotros no necesitamos leer más. Nos basta con esa miseria moral,

pretendidamente oculta bajo las fotografías, la abnegación siempre lacayuna

ante el Estado y la mentira que se pega todavía hoy sobre las manos...











81. Kane / La Diligencia.


Dicen que contemplaste cuarenta veces aquella película para aprender a rodar
la que sería posteriormente conocida como tu obra maestra.

La cosa no parece hoy tanto como lo que fue, acaso porque todos los sucesores
la imitaron aún sin conocerla, aun sin ni siquiera haber oído hablar de ella y

sus hallazgos se han convertido en una serie de tópicos barajados


infinitamente y que todos han terminado por usar.
Podemos decir, por ser parcos, que unos cuantos viajeros se ven sometidos al

peligro causado por una bandada de indios salvajes liderada por el jefe
Jerónimo, recientemente huido de la reserva. En ese grupo necesariamente

heterogéneo hay una mujer decente, una perdida tirada en el arrollo, un

médico borracho, un banquero corrompido, un caballero caído en la tela de

araña del juego y un abstemio representante de bebidas alcohólicas al que


durante el viaje le expolian todas las muestras.

También hay un sheriff con el corazón demasiado blando para el oficio y un

joven, recién salido de la cárcel por un crimen que nunca cometió, apostado en

uno de los lados más célebres del camino, que nunca se rodó, ni a buen seguro

se rodará.

Nadie acierta hoy a comprender, sin embargo, qué acabaste de descubrir en

aquella historia ditirámbica, que le debía sus retales más superficiales a un

cuento de Maupassant y los más profundos al instinto de un artista tan


universal como Homero. ¿Por qué resulta tan difícil establecer relaciones entre

tu obra maestra y esa otra que, según tú mismo, tanto la condicionó y ayudó a

forjarla?
Fue, quizá, ese espacio cerrado de un coche de caballos, que tú no pudiste

integrar en la tuya salvo bajando los techos opresivamente, como te parecía


hacerlo un famoso relato de Kafka.
Fue, quizá, esa hazaña de hombres anónimos, espoleados por un héroe; salvo

que en la tuya ninguna notoriedad se asume, si no es imponerle a la sociedad


las diabluras de un crío y la rabia de un hombre que se ha hecho adulto

dictándole sus condiciones a los otros.


Fue, quizá, esa flecha intransigente que hiere cuando todo parece llegado a su
fin, dando inicio a otra película, como la llegada al pueblo dará inicio a una

tercera. O esa sobriedad de túmulo funerario, propia de Monument Valley, que


tú transmutaste en una residencia que albergaba tal lujo de detalles que no

daba tiempo a colgarlos de los techos o clavarlos de las paredes.

Fue, quizá, esa baladronada de millonarios que todo pretenden comprarlo,

excepto la amistad, la juventud y el amor, que sólo pueden venderse; o esa


palabra insignificante que para tu obra fue “Rosebud” y, para tu mentor, un

sonido de pianola sobre el cenagal de un pueblo del Oeste...



















82. Gades II.


El seno de una muchacha casadera bajo el recorte de un bikini. La sonrisa de


una niña embarazada por amor, mientras lloran de pena todos sus allegados. El
blanco y ondulado patíbulo desde donde se suicidó un joven aliado y poseído

del mar. La Venta del Maca y su ejército de vampiros, que se atiborraron una
noche de la santa, humana y mísera sangre de tu padre. El increíble libro de

Stevenson, que acumulaba polvo en una estantería de la casa de tu abuela y te


hizo un futuro hombre para nunca y un lector para siempre. Un matrimonio
dotado con los peores indicios, corroborados después por las peores

intenciones, resultando finalmente tú mismo una de ellas. El egipcíaco temblor


de piedra sobre el que camina en la tarde un marica con un bolso de mano. La

imborrable impresión de ser un exiliado y haber nacido, y vivido, sólo para

contarlo. El canto gitano ejecutado en madrugadas colmadas de llanto y de

espanto. Las hojas de periódico, en forma de sabanas volanderas, que leía


aquel hombre desgraciado que era tu abuelo. El acantilado que forman todavía

hoy los edificios del paseo, del que muchas veces pendió iluso tu cadáver.

Sobre tus manos, las negras pezuñas de un payo que se robó un campo de

fútbol con una soga de ahorcado. Los charcos de espuma que deja tras de sí

cada marea y en las que se hunden los pies de niños silentes. El herético juego

nihilista que te declaró por vez primera la posible inexistencia de Dios,

probada sobre tu temblorosa fe porque, a resultas, y más o menos de

inmediato, Él no te matara.

83. En la muerte de Alexander Solzhenitsyn.


Casi sin sentirlo, ni decirlo, te marchaste hoy, definitivamente. En la foto que

te sacaron dentro del ataúd (y que a buen seguro ha recorrido a estas horas el
mundo) posees el aspecto irredento de un pájaro recién librado, con la piel

estirada sobre esa calavera en la que se adivinan aquí y allá los huesos
menudos, marchitos y cohibidos.
Los años y las penas fraguaron esas arrugas, te dejaron el cráneo pelado y,
sobre las sienes, le dieron al cabello fuerte y alborotado del capitán artillero el

temple ralo de un anciano. También los ojos se hicieron más pequeños y


brillantes de lo que lo fueran en la juventud, acaso por haber presenciado

demasiadas injusticias que denunciar, o debido al crepitar íntimo de conocer

mejor que ningún otro que las palabras sardónicas, profundas y enaltecidas de

un hombre derrumbaron en el pasado un imperio a decir de muchos


indestructible.

En esos últimos años volviste a caminar con la torpeza aparente de los presos,

que le esquivan de ese modo fraudulento unos días de condena al trabajo

forzado. La ropa te colgó abolsada del cuerpo, como si no fuera la tuya, del

mismo modo que te colgaron las chaquetas guateadas en las que te

inscribieron un número y tú abriste dos veces al día para pasar los cacheos.

Los pies golpearon rítmicamente el suelo para deshacerse de la nieve y entrar

en calor y otra mente, pariente de la mente cansada de entonces, pareció


negarse a impregnar de nuevas obras el futuro, porque tuvo bastante con sus

Tennos anónimos y sus encuentros azarosos en un tren de ganado o en una

prisión de tránsito.
Cuando el “Gran Padre” ya no estaba él te hubiera simplemente matado te

expulsaron de esa patria de leyenda que muchos terminaron conociendo sólo


gracias a tus palabras y vagaste por el planeta sin una nacionalidad y sin un
gran sentido de la orientación.

De una universidad a otra y de una conferencia a otra, elucubrando una


moderna Rusia cristiana que, tras tanta locura y maldad, escanciara un modelo

a seguir del que no tuviera que avergonzarse y arrepentirse como del


precedente.
Si en tu país no te entendieron, tampoco lo hicieron en exceso fuera de él.

Después de pasados los años de la gran sombra, después del deshielo y del
revisionismo para volver a helar la sangre; te creyeron un bicho raro que

pretendía traer a occidente una renovación espiritual que parecía haberte

conservado menos en un penal que en una celda que comunicara directamente

con el medievo.
Eso por parte de los críticos con el Sistema.

De los fieles, y de los casi ya célebres compañeros de viaje, te llovieron los

insultos de toda ralea que resultaban de esperar.

Para qué decirte, ya lo sabes, que algunos intelectuales se arrancaron

furiosamente las caretas entonces y pidieron para ti las penas que su amado

régimen llevaba decenios aplicando y, ellos mismos, decenios negando.

Pidieron que te encerraran en un sanatorio mental por padecer de una

enfermedad de la que solo sabían los psiquiatras soviéticos, porque no en vano


ellos mismos la habían inventado; o que, en vez de desmantelarlos, hicieran

los campos de concentración más seguros para que inocentes como tú nunca

salieran de ellos...
Tras tanto refutarlo bizantina, cínica, arteramente, tu sola presencia nos

descubrió que nosotros también teníamos nuestros guardias y nuestros


“opers”, nuestras “cluecas”, nuestros denunciantes de la Unión, nuestros
deseosos de alambrada..., frustrados todos ellos porque no se hubieran dado

las condiciones que les permitieran ponerse directamente al trabajo.

84. Vida y Destino. Vasili Grossman.



La única copia de tu trabajo la guardó durante años la funda de un traje y el
fondo de un armario ropero. Las influencias sobre ella son tan evidentes que

casi da pudor citarlas: siguiendo como corresponsal de prensa al Ejército Rojo,


pretendiste emular la labor de Tolstoi con una nueva “Guerra y Paz” en la que

los caballos hubieran sido sustituidos por carros blindados y al concepto de

guerra napoleónica le hubieran surgido unos gusanos tan sólo propios del siglo

XX.
Éstos trepan, acechan, se ceban con los vivos y los cadáveres de una familia

rusa que, pretendidamente, representa a todas las familias de la época.

Escuecen, provocan moratones, se clavan como piojos en el cuello, muerden

las axilas hasta volverlas sanguinolentas y recorren distancias kilométricas

para hacerse dueños de la tierra en diversos segmentos horarios.

Leibniz, el célebre filósofo alemán de las Mónadas, había sufrido también un

infierno como aquel.

De “día”, escribías una historia para calmar la sed del poder, según sus
arbitrarias entendederas; y se supone que, de “noche”, otra, en secreto, sólo

para la eternidad.

La primera era digna del realismo socialista, con sus reconocibles héroes de
cartón piedra, sus ideas simplonas travestidas maquinalmente de hombres y

mujeres y su psicología sólo apta para imberbes mentales. La segunda era una
historia narrada en carne viva por el hombre que contempló con horror los
campos de exterminio, que habló con esos sujetos cadavéricos, ataviados con

pijamas a rayas, que salían a su paso y llegó a sentirse judío por primera vez
en su presencia.

Sólo después de aquel viaje a un infierno que no hubiera podido imaginar


Dante ni en los detalles más exiguos y benignos, te fue dado comprender lo
que había significado el holocausto, la guerra del nazismo contra el hombre y

la libertad, pero, también, las semejanzas de los dos negros iconos que
poblaron el mundo como sueños pervertidos e ideológicos.

Los gusanos te asaltaron entonces por doquier, se subieron a tu cama, te

trepanaron el cerebro, se introdujeron en tus oídos y en tus ojos, te comieron la

juntura de los dedos y lo llenaron todo de bilis, de confusa putrefacción...


Muchas páginas y muchas palabras para llegar a unos pocos momentos

cumbre, como los capítulos que se introducen en una cámara de gas,

acompañando a la vieja virgen Sofía Ósipovna y al niño David, y en el que un

psicópata, blandiendo una porra, escupe: “¡Aparta esas manos, perra judía!”.

Muchos años y miseria asumida para llegar a esa conversación alucinatoria en

la que el SS Liss llama “maestro” y “camarada” al bolchevique Mostovkói y le

dice que, perdiendo o ganando la guerra, ganará el nacionalsocialismo, y que

puede mirarse en él como en un espejo, porque ambos son representantes de


esa nueva mutación horrífica de la diosa Historia.







85. Vorágine III.


Fuimos dejando atrás la sinecura de sabernos únicos y comprendimos cuánto

nos asemejaba a los demás. Conocer que, si fuéramos borrados como un leve

signo sobre la arena, nada se perdería.


Fuimos dejando atrás la ignorancia del precio y gastamos toda nuestra riqueza

en un álbum de mitos que luego nos robaron y por el que fuimos abaratados a

perpetuidad.

Fuimos dejando atrás los retales de una ficción de parco fruto y reventamos

plenos de un amor sin objeto, ni sentido, descubriendo que sólo éramos

capaces de amarnos a nosotros mismos.


Fuimos dejando atrás la patria con la que soñábamos y nos dejamos desbravar

por la que habíamos odiado sin descanso, sólo porque en ella nos era

concedido el privilegio de ser anónimos y el plácet de saber que nadie


recordaría nuestros fracasos.

Fuimos dejando atrás el llamado de la victoria y nos abandonamos con

displicencia al papel de ser hombres comunes, de procrear hijos a los que nada
enseñar, dispuestos a que cuando se rebelaran lo hicieran contra esa misma

nada inaprehendida.

Fuimos dejando atrás la vocación de ser valerosos y aprendimos a

humillarnos, a rehuir las peleas en las que poco había que obtener y de las que
uno podía librarse con un solo gesto y un minúsculo olvido.

Fuimos dejando atrás el bravo resquemor de los arrojos y desfallecimos en esa
heredad de aceptación aquietada que es tu cuerpo, suma soberana y adusta de

timbres pelagianos.

Fuimos dejando atrás el rumor de las entrañas y comprendimos la gangrena de


la que habíamos sido presa. Gangrena que en nada merecía el rododendro de

mito y orgullo que le habíamos asignado y en cuyo altar habíamos sacrificado

toda vida.

Fuimos dejando atrás el afán de encontrar un sentido al universo y en esa vana

pérdida comprendimos el concepto de la muerte, cuando tu carne y la mía sean


andrajos de un solo túmulo sobre el que brille por siempre la sumisa mengua

de la luna.




FIN

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