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Grupo de Investigación OUT_Arquías. ETSA, Universidad de Sevilla.
Texto publicado en las actas del II encuentro internacional arquitectura‐filosofía celebrado en la Universidad
Europea de Madrid. Marzo 2010.
Abstract.
Esta reflexión tratará de establecer vinculación entre varios argumentos físicos‐teóricos‐antropológicos‐sociales‐geográficos desde
la noción de espacio (político) que, para la arquitectura, son fundamentales en su empeño de formar parte de una cultura.
Disciplinarmente no puede sentir la acción arquitectónica que el espacio es un asunto interno, pero tampoco olvidar que esa acción
es el atributo primordial desde el que las percepciones geográficas, antropológicas y sociales organizan su saber. Si todos podemos
imaginar a qué se refiere un espacio tematizado: parques, urbanizaciones, centros comerciales, pero también la mercadotecnia de
la imagen arquitectónica como marca urbana, o los intercambios de comodidades en la vida social, el acento de esta reflexión se
centrará en el otro marco, en el de las exploraciones temporales con movimientos bizarros (en su dualidad equívoca del empleo del
término, apropiada/extrañada). Así pues, las expresiones “contraespacio”, contradon” o “contratiempo”, se podrán sobre la mesa
para estudiarlas y tratarlas en ejemplos concretos.
Bio.
Carlos Tapia es arquitecto, profesor de la Escuela de arquitectura de Sevilla, en el departamento de Historia, Teoría y Composición
Arquitectónicas. Premio Extraordinario de Doctorado por su tesis “Capturar Forma con Artes Prohibidas”. Profesor invitado del
Politecnico di Milano, dentro de su programa de doctorado IC Urban Theory. Research "Measures and Scales of the Contemporary
City: Big Boxes and Inner Landscapes” y de la Universidad de São Paulo en el programa de doctorado ”Cidade(s): Processos Sócio‐
Espaciais e Transformações Urbanas”.Es miembro de la comisión académica del máster oficial “Ciudad y arquitectura sostenibles”,
donde imparte clases. Ha sido asesor del Centro de las Artes de Sevilla. Ha publicado numerosos artículos y algunos libros
compartidos, como Sobre la situación actual de la arquitectura: genealogías, diagnósticos e interpretación (US, España 2005),
Geopolíticas: espacios de poder y poder de los espacios (INER, Medellín. Colombia, 2007). Como investigador ha desarrollado o lo
hace en estos momentos proyectos con financiación pública como “Hibridación y Transculturalidad en los modos de habitación
contemporánea”, “La originalidad en la cultura de la copia” o “Prototipos para la sostenibilidad a escala pública, social y colectiva”.
Pertenece al grupo de investigación OUT_Arquias, investigación para los límites en arquitectura. Ha sido conferenciante invitado
en distintas instituciones españolas y latinoamericanas (Brasil, Colombia, Argentina, México, Cuba, El Salvador). Ha sido
subdirector de Innovación Docente y posteriormente subdirector de Proyección Exterior y Actividades Culturales de la escuela de
arquitectura de Sevilla. Ha sido galardonado con algunos reconocimientos (premios y exposiciones) por su obra arquitectónica.
Reversos del Espacio Público: contraespacios.
En un sentido de negatividad permanente, marcado por la indeterminación y la constante perturbación,
atreverse a usar e, incluso, a explicar un concepto desde la “positividad de la negatividad” podría
entenderse como una más de esas palabras‐valija, cargadas de ecos de alta frecuencia, pero rápido
desvanecimiento.
Si el diagnóstico ya plenamente asumido desde la definición de la cultura del espectáculo, medio siglo ya
atrás, es que nos encontramos (y sorprendentemente cómodos) en un estado social secundario pleno
de sujetos ausentes, elementos borrosos, distraídos, irresponsables, y enervados. Si, como acusa
Baudrillard, nos han dejado el nervio óptico, pero han inervado todos los demás, la confianza en que es
posible hallar en el magma de la postmodernidad (que tiene dirección postal, más que horario de inicio
y final, una virtud en la decrepitud) exige un posicionamiento claro y sostenido.
Ir a la contra, prepondera significaciones políticamente situadas, ejemplificables sospechosamente en la
historia y, por imprecisas, acumula reacciones que las convierte en simulaciones en vez de en manejos
de las dimensiones de lo real.
Y si se hace desde el interior de la arquitectura, la sospecha se convierte en culpabilidad inmediata, el
posicionamiento político en criterio de sorna y rechazo, las reacciones en exhibiciones que se mueven
entre el descrédito y la indiferencia.
Pero, ¿cómo expresar hoy la necesidad de encarar con un margen de precisión la acción en el espacio
público? ¿Es posible hoy pensar con garantías el lugar de la comunidad desde la acción no inducida
unívocamente? ¿Es creíble la intensificación del argumento de lo público para la acción arquitectónica
como desarrollo de las condiciones actuales de su estatuto? ¿Qué categorías de ese estatuto de la
arquitectura deberían hacerse cargo del problema comunitario‐inmunitario, de la verbalización del
sentir de lo público?
Son preguntas que trataron de ser respondidas desde el foro “Arquitectura y Filosofía” que el grupo
[Inter]Sección organizó en marzo de 2010, a partir de los presupuestos que ellos elaboraron y que los
participantes recibimos como encargo de reflexión y debate. Desde distintos frentes, disciplinas y
actitudes, esas preguntas cobraron forma propia, y lo que sigue es el resultado, y aportación para de
una investigación realizada dentro de un grupo de investigación, el grupo OUT_Arquías de la
Universidad de Sevilla, dentro de una línea de trabajo abierta para su red internacional de estudios
RESE, sobre procesos socioespaciales.
Esquema diagramático de la investigación
1. Negatividad y cultura, arquitectura y forma del mundo.
Si observamos la escala de representación social que tiene el arquitecto, la asociación arquitectura
con mundo predispone a una cierta prepotencia criticable. Más bien, la pregunta conduciría a hacer
desaparecer la arquitectura tal y como la entendemos, como una disolución coloidal en la que los
cuerpos están disgregados, pero no descompuestos.
Sloterdijk, quien también se pregunta por la forma del mundo, dice que sería una suerte de
espuma, compuesta por esferas de diferentes procedencias. La cultura, por ir dispersando este
tufillo egocéntrico que parece administrar la arquitectura ‐de la que forma parte, conviene
recordar‐ manejando la clara constatación de la pérdida del orden moderno, dormiría al lado de una
definición de forma de mundo espumosa como la de Sloterdijk. Georg Simmel habla de cultura
siempre que la vida produzca ciertas “formas” mediante las cuales se exprese y realice: obras de
arte, religiones, ciencias, tecnologías, leyes. Proporcionan forma y contenido, orden y libertad, que
llegan a ser rígidas por no ir acompasadas por el ritmo de la vida, de tal manera que es
consustancial a la cultura su generación y su erosión. El término “erosión” utilizado por Bauman a
propósito de este aspecto en Simmel, calibrando negativamente la generación de la forma cultural,
viene a reafirmar la condición histórica del concepto, donde a diferencia de épocas anteriores, ya
llevamos tiempo sin compartir ideal alguno. Esta falta de valores comunes por los que la forma
alcance un sentido de estado final u objetivo último, que acabaría con las críticas producidas por el
enfrentamiento entre la vida subjetiva y sus contenidos, no es hoy una nostálgica añoranza de
orden, sino la mayor aproximación a la asunción completa de la vida en la no existencia de “formas
fijas”. Bauman, consciente de la multiplicidad burbujeante de la cultura, indica que cualquier
intento de dominarla implica domeñar una matriz de posibles, que no probables permutaciones, en
un desplazamiento estático, incompleto, que en vez de tratar con una panoplia de componentes, de
significaciones, lo hará a través del “arte de reconocer sus soportes”. Se trata de una matriz
cambiante, aunque no sistémica, que evita la petrificación de algunas inclusiones en los soportes y
su erosión, desviación o eliminación.
Ya que no podemos fijar en formas para modelizar un sistema, la cultura, convertida en rastro y no
en traza, opera a través de diferentes soportes de intermediación. La forma de su aparición, la
exterioridad de la cultura, se manifiesta, o acaso es meramente reconocible, en tanto que
estimulemos sus atributos, definiciones, modos de hacer, etc. En un sentido más acotado o, más
precisamente y felizmente enfocado, el establecimiento de la atención sobre el espacio público
como forma de la exterioridad, como soporte de intermediación entre ser y aparecer, es una
antigua problemática, arquitectónica, urbana, social. Aún en el duelo permanente de opuestos que
recorre la modernidad, de lo dionisíaco a lo apolíneo, de la búsqueda del orden a la pasión por el
desorden como naturalidad, donde el enfrentamiento interior/exterior tiene un largo recorrido, el
desequilibrio hacia el lado de lo público, y en el espacio, aclararía en parte la pregunta por la forma
del mundo. Desde la introspección en el momento del Werther de Goethe, hasta la fundamentación
de la dinámica de las cosas en el exterior, en el proceso social en Marx (Safranski, 2004), la
dualística ha reconocido el uno y su otro, su negativo o su contrario. No es de extrañar, por tanto,
que la arquitectura haya mediado su estatuto en la interrogación por su posicionamiento, como en
el entre que estaría integrando exterioridad con interioridad, o que en las últimas décadas, confiera
a su modo de hacer específico la confianza en el entrelazamiento con disciplinas exógenas, como la
matemática topológica. Sin entrar en profundidad, aunque más adelante se harán algunas otras
incursiones no ortodoxas para la acción arquitectónica, la comprensión del espacio por la topología,
asegura el manejo de la complejidad con solvencia y no descuida factores clave como las relaciones
de entorno o proximidad, de envolvimiento, continuidad, separación y orden. El espacio topológico
es un espacio donde exterior e interior son dos caras de lo mismo (espacio y su contraespacio) y no
existen por separado. El interior y el exterior de la arquitectura no son conceptos diferentes sino
que forman un lugar continuo (Vela Castillo 2002, 73). El espacio, usualmente reglado por el
continuum de su entendimiento geométrico pero por su confrontación con el número aritmético,
que es de por sí discontinuo, decantó su forma de aparición en la expresión de la belleza clásica
(Bodei, 2004, 55.) caracterizada por la exactitud y cierre de la forma en sí misma, rechazando las
formas no diferenciadas o difuminadas, vagas o confusas.
Pero eso ya no es así.
Derrida, necesaria es su inserción en esta disquisición de la positividad de la negatividad, dice con
estas palabras “El continuum es la experiencia privilegiada de una operación soberana que
transgrede el límite de la diferencia discursiva” (Derrida, 1989). Pero añade Derrida que este
continuum no es la plenitud del sentido o de la presencia, como apunta la metafísica, sino la
experiencia de la diferencia absoluta, no hegeliana, al servicio de la presencia, trabajando en la
historia (del sentido). Sería, como señala José Luis Brea, el negativo de la esencia, el aparecer.
¿Cuáles son los despliegues del aparecer en (del) espacio público?
Podemos adelantar una conclusión. Lo que Gadamer añadió acerca de los horizontes cognitivos,
vida cotidiana, para la personalización espontánea de los espacios públicos, y lo que el geógrafo
Soja defiende en su último libro, la justicia espacial.
Es lo que hemos querido llamar, con un juego de palabras, el “apaDecer”. La afectación de lo que
emerge como lugar común (Virno, 2008, 35 y Rabotnikov, 2008), en sentido aristotélico. Los “topoi
idioi” son los lugares comunes puesto que nadie puede dejarlos de lado, y por ello son lugares
especiales. Lo que aparece son esos discursos invisibles, el ethos, los hábitos compartidos en la
ciudad.
La mirada deconstructiva ha tomado partido en el desvelamiento de esos discursos no visibles, pero
dependientes de los visibles. Aunque sólo sea para dar cuenta del interés de una época, la de la
década de los 90, con una gran repercusión traducida en forma arquitectónica, esa mirada quedó
caracterizada porque se decía que desarrollaba una actividad negativa. No era simplemente la
técnica de un arquitecto instruido en cómo deconstruir lo que se ha construido, sino que era, y es,
una investigación que concierne a la propia técnica, a la jurisdicción de la metáfora arquitectónica y,
por lo tanto, “deconstituye su personal retórica arquitectónica” (Derrida, J. 1999). Si hay una
consideración a extender como nota al pie, sería que con la llegada de lo virtual (ciberespacio,
instantaneidad, aceleración informacional, neguentropía) la categoría espacial se retrae hasta la
subsunción manifiesta sobre la variable tiempo, que es la que toma el relevo de la organización de
la cultura. La operación deconstructiva concibe la cultura desde un sentido discontinuo, y ya no
continuo, donde la arquitectura se encargaba de velar por esa contigüidad desde el espacio. Por
ello, la pregunta por el contraespacio surge del conocimiento de lo que acontece en el presente,
desde el manejo de estos presupuestos, tratando de aclarar las oportunidades que brinda esta
noción para volver a insertar la categoría del espacio en el seno de la cultura, con una intención no
reconstructiva, y desde la apertura que provee el pensarla en lo público. Se acercaría al término
inventado por Latour de una Gedankenausstellung, cuando comentaba la exposición “haciendo las
cosas públicas”, justamente en el sentido de re‐presentar un problema.
Ejemplos arquitectónicos de espacios de la negatividad en la arquitectura podríamos encontrarlos
en el laberinto, por ejemplo, cuyo espacio es interioridad y exterioridad al mismo tiempo, pero
también las exploraciones, que se tornan imprescindibles en este contexto, sobre la virtualidad en
toda su amplitud, que Libeskind articula declaradamente desde la noción de negatividad, o el arte
como de‐creatio, negatividad de la representación de la verdad (Brea, 1992). O la reconsideración
actual de las vanguardias negativas, Surrealismo y Dadá, como las únicas vanguardias que podrían
extender la noción de arte contemporáneo, como el lugar de los opuestos, confundidos y
enfrentados, uno contra otro, el uno invertido en el otro y de nuevo al contrario, arte y su contra‐
arte. (Composite, 2005)
Pero podríamos dilatarlo más allá en lo arquitectónico, si recordamos sólo fugazmente la Dialéctica
Negativa de T. W. Adorno, como una lectura negativa del Hegel que, por cierto, configura lo
Moderno y el estatuto de la arquitectura a partir de sus “Lecciones de Estética” (Eisenman, 1988).
Para Adorno, las polaridades no deben resolverse, sino expresar con crudeza los enfrentamientos
que se producen en lo real. Adorno, en 1966, las llamaba “contradicciones”. En el mismo año,
Robert Venturi publicaba el libro seminal que perfila un cambio paradigmático en la comprensión
de la acción arquitectónica que determinará movimientos sísmicos, en ocasiones espasmódicos, en
el último tercio del siglo XX. “Complejidad y Contradicción en arquitectura” es, junto con “La
arquitectura de la Ciudad” de Aldo Rossi, un hito insoslayable para esa acción en la cultura, a través
de la arquitectura de finales de nuestro siglo aún de referencia. Para hablar de contradicción, un
consustancial no reconocido cabalmente en la historia de la arquitectura, Venturi se apoya en un
libro del historiador Peter Blake, “God’s own Junkyard”, que con un tono irónico, exhibe
ilustraciones que comparan fotografías de Times Square y de los bordes de las carreteras, contra
paisajes de Nueva Inglaterra y de Arcadia. Si con la invocación a la unidad contradictoria de sentido
en el patio de los desechos, de la basura, de la chatarra, Venturi concibe un control en las tensiones
y conflictos que cada elemento mantiene en la composición, Rem Koolhaas agota ese sentido al
describir irónicamente ya a todo el espacio, como espacio basura (JunkSpace). Ya no contradicción
productiva, sino contrafigura –es la palabra que se puede leer su texto‐ del espacio, “un territorio
de ambición devaluada, expectativas limitadas y una sinceridad reducida”. La materia de los
desechos describe tan auténticamente la realidad como los objetos que la componen pero ahora,
multiplicado hasta la náusea sólo existiría el reverso de los deseos, de los proyectos, órdenes y
objetivos. Realidad y su doble, con‐fundidos.
2. La realidad y su doble.
En el fin de la excluyente máxima arquitectónica de “lo uno y lo otro”, el hombre, seducido consigo
mismo, se moldea su doble, su espectro inteligente, y “confía la tesaurización de su saber a un
reflejo” (Virilio, 1980). El Doppelgänger, doble espectral, es a la literatura lo que la basura es para
Koolhaas. Dejando aparte la búsqueda de un criterio fuerte para tal comparación, lo que serviría a
nuestros supuestos en el símil es que si mi “doble que camina a mi lado” es visto por mí mismo,
acabaría sucumbiendo, al unificarse las dos partes y destruirse entre sí. Anverso y reverso jamás se
encuentran, salvo en el resultado de la Modernidad, donde ya no hay esperanza (Harvey, D. 1990).
De aquí, a todo un desarrollo, o despliegue, como sería más correcto, del lugar de la
postmodernidad, no sería sino relatar dejándose llevar. Pero el encuentro en lo real puede hacerse,
quizá con riesgo especulativo (quien sabe ya si es posible determinar si estamos a uno u otro lado
del espejo), desde el conocimiento que se encarga específicamente de ello, la física. La teoría física
de la contraparte (counterfactual theory) genera, coincidente con el término que usa Koolhaas para
el espacio basura, “contrafiguras” discursivas donde congregar el sujeto de la enunciación y el
sujeto del enunciado, en una suerte de paradójica discursividad del “uno en la posibilidad de lo
otro” donde hallamos duplicidades dialógicas de focalización, de perspectivas, de horizontes.
Heteroglosias que se han expresado con soltura en los libros de Bajtin, Irigaray o Kristeva. Aunque
es más asumible el discurso de la literatura o de la psicología, no son pocos, ni banales, los
esfuerzos de las llamadas “Hard Sciences” en la descripción de los mundos posibles. David Lewis,
autor del libro “On the plurality of words”, describe con formulaciones matemáticas las
posibilidades para los “ersatz worlds” o sucedáneos de mundo. Para aislar este argumento, es
interesante recordar los trabajos de J. Quetglas quien, a partir de los bosquejos desechados de Le
Corbusier para sus obras más importantes, construye reflexiones sobre qué habría sido de la
arquitectura actual de haberse aceptado tales decisiones. Como dice Lewis, la teoría de la
contraparte es una alternativa a la convencional forma de entender mundos posibles desde los
modelos de Kripke, que interpretan una lógica modal. Lewis no desestima mundos posibles, pero
requieren que los individuos sólo existan en uno de ellos. Si lo conocido es sólo un fragmento de lo
existente, lo desconocido es la mayor porción de la realidad, que manejamos necesariamente en
forma de posibilidades improbables, un concepto expresado en la negatividad no contradictoria con
lo conocido. Informaciones latentes que pueden ser actuales y activas en cualquier momento. Más
aperturas a estos razonamientos pueden recorrerse de las condiciones de lógica modal en Chatelet,
las contrafiguras de los espacios literarios en el matemático Zalamea, las ucronías (historia
contrafactual) de cine y novela o la anti‐esfera (Sloterdijk, 1999, 526) por excelencia, el infierno.
En ningún momento la originalidad del argumento se dispone aquí como algo nunca revelado o
jamás expresado. Para el catedrático argentino de historia de la arquitectura, Roberto Fernández,
conducirse por el siglo XX es hacerlo desde el bucle razón‐sin razón, que para los estudios de
arquitectura arrancan con Nietzsche y son recursivos en la lógica del límite de Eugenio Trías. Y
apenas un buceo a pulmón libre ya daría claves sobre las que detenerse más tiempo que el aquí
tenemos. Desde las pulsiones de encuentro en la Naturaleza y la divinidad, que se articulan a partir
del reconocimiento de un contraespacio, en el sentido antroposófico del hombre en el universo tal
y como el Goethe de “Las afinidades electivas” dejara escrito, asumido de él por Rudolpf Steiner y,
por él, conocido y practicado por premios Nóbel o grandes artistas como Beuys, Kandinsky o el
cineasta Tarkovsky, a las geometrías ocultas del cosmos y Teoría Gaia, la excitación del término
tanto vela como desvela.
Para no dejar este punto sin un anclaje más plausible, habría que puntualizar para quienes lo
tangible tiene la potestad de lo real, que se sabe que al principio del tiempo, materia y antimateria
coexistían a partes iguales. Como nuestros Doppelgängers, materia y antimateria se destruyen
cuando se encuentran, liberando una gran cantidad de energía. Hoy, el dominio es de lo unívoco
real en nuestras convicciones, un único mundo posible, donde sólo hay antimateria en los
laboratorios y muy débilmente, dispersa por el universo. Pero es asimismo real que un reverso de lo
real tiene entidad propia, es decir, es actualizable y manejable, del mismo modo que su opuesto, y
hasta la física ofrece evidencias en su defensa.
3. Lo Público como contraespacio. Noguchi, juego, niños, posibilidades improbables.
Tres definiciones aporta Rabotnikov a lo público en la actualidad. Lo público como lo que es de
interés o de utilidad común a todos, opuesto a lo privado que se refiere al interés de lo individual, y
que sería el crisol del “general intellect”, lo público como lo que es por y a la luz del día, opuesto a
lo secreto e incorporando para ello la noción ilustrada de publicidad, y lo público como accesibilidad
abierta, “open source”. Todas ellas tienen una vocación espacial de reivindicación política. Harvey lo
llama “espacio del poderío”, y se sumará su crítica a la amplia puesta al día que hoy tienen las tesis
de Henri Lefebvre por ser las que mejor acompasan nuestro discurso. No por las oportunistas
lecturas de las que se presumen en los foros más especializados, forzando un diacrónico entente,
sino porque concretamente, su definición y defensa del contraespacio daría la oportunidad de
repensar el espacio de lo público, coincidente con los aportes de alguien que también pensó los
espacios otros, Michel Foucault.
Si seguimos en el año 1966, es porque ya lo introdujimos antes (en realidad es un intervalo de
varios años alrededor del 66), y porque es un año en el que Foucault pronuncia unas conferencias
radiofónicas invitado por el arquitecto Ionel Schein para France‐Culture bajo la égida literatura‐
utopía y el cuerpo en esa relación inserto. No distan muchos años (el original es de 1974) para la
aparición del libro de Lefebvre “The production of the Space”, en el que puede leerse que el espacio
social contiene potencialidades ‐de trabajo y reapropiación‐ que existen en primer lugar en la esfera
artística, pero responden sobre todo a las demandas de un cuerpo “transportado” fuera de sí en el
espacio, un cuerpo que por la resistencia de presentación inaugura el proyecto de un espacio
diferente definido por Lefebvre como el espacio de una contracultura, o un contraespacio en el
sentido de una alternativa en principio utópica al actualmente existente espacio “real”.
Aunque para nosotros las resonancias de lo utópico aún siguen impregnadas de modernidad, por lo
que su invocación en el presente se carga de significaciones, de memorias, de idearios, que alinean
los argumentos hacia un lugar en adelante en el tiempo que nunca acaba de llegar (ya no ha lugar),
el empleo de su término vendrá por la corrección que Harvey imprime al término, basándose
precisamente en las críticas al autoritarismo y condescendencia del espacio utópico del propio
Lefebvre (Harvey, 2000, 212). También Harvey se reúne en esta idea con Foucault, y prefiere hablar
de procesos sociales en su alternatividad y extraer un potencial mayor empleando un utopismo
espacio‐temporal, no sólo espacial, que denomina utopismo dialéctico.
Dado que Foucault se desdice años más tarde del valor de lo utópico, y de los mismos espacios
otros, que surgen como alternativas en forma de parques temáticos, urbanizaciones de
autoexclusión, centros comerciales y sus derivados en escala inferior o, cada vez más, en escala
superior (ciudades, ordenamientos territoriales) podría sobreentenderse que aquí acabó la
potencialidad de nuestras hipótesis.
Harvey se decanta por mantener sin demasiada convicción en sus Espacios de Esperanza la relación
espacio temporal, reivindicando militantemente un descabalgue de los modelos neoliberales
imperantes desde la base, utópicamente ad marginem, como es fácil de comprender.
Del espacio entendido en estos supuestos, como heterotopías, emplazamientos del afuera, y su
correlato temporal, y las heterocronías, todos los tiempos a un tiempo (el lugar de la Modernidad),
procuraríamos un salto, no tanto como metodología de intervención, (que es lo que a los
arquitectos nos interesaría en el tiempo de la indeterminación, una operatividad que ponga en claro
la más bella utopía, la posibilidad de darse forma y destino a sí misma, como diría Haraway)
estudiando contratiempos y contraespacios. Para ello, y tratando de cerrar este resumen acelerado
de una reflexión más amplia, mencionaremos dos casos. Por un lado, los trabajos del geógrafo
social Ulrich Oslender, con los grupos negros en Colombia que han logrado títulos colectivos de
derechos sobre sus tierras. Estas comunidades se están consolidando como autoridades legales en
estas tierras dentro del territorio nacional del Estado, lo cual se podría entender como un
verdadero contra‐espacio. Si los intereses y conflictos socio‐políticos surgen, los llamaríamos
contradicciones, es por y en el espacio, que a su vez se vuelve contradictorio. La respuesta de
Lefebvre, criticada por Oslender, consiste en entender el paso del espacio abstracto, descriptor de
la contradicción, al espacio diferencial. Oslender cree que de uno no se llega linealmente al otro,
por lo que, si hay contraespacio, es por la dialéctica entre uno y otro.
Por otro lado, propondríamos un ejemplo concreto de acción arquitectónica para la clarificación de
lo que entendemos por contraespacio, el jardín infantil de Isamu Noguchi de 1951, un proyecto en
colaboración con el arquitecto Julian Whittlesey para el complejo de las Naciones Unidas en el East
River de Nueva York.
Sumando a la clasificación dada por Rabotnikov de lo público, para mantener nuestros supuestos y
dejarlos al lado del parque de Noguchi, habría que dejar ya dichos un par de colorarios: un
contraespacio no es posible sin su espacio –pero sí a la inversa‐ y, para desesperación de los
arquitectos, un contraespacio no se puede proyectar.
Aunque expresamente Lefebvre reniega de los espacios de ocio por haberse mercantilizado,
impuesto como extensión del trabajo o comodificados (juego de palabras que surge de commodity,
mercancía en inglés, common, como lo común, y su resonancia en español de placentera
comodidad en el estado liberal del bienestar), Foucault se detiene en los jardines como primeros
estadios de la utopía. Los niños no inventan los espacios de juego, ni viven los jardines como son
proyectados, sino que trasladan sus ensoñaciones a experiencias espaciales que se acompasan a
formas sin nombre ni atributo previo.
Noguchi intentó construir no sólo este jardín, sino muchos otros más, incluso en colaboración con
arquitectos muy prestigiosos como, también en el año 1966, uno en Nueva York junto a Louis Kahn.
Sólo dos se realizaron en vida de su autor. Noguchi defendía su proyecto, que incluía todos los
elementos requeridos y al uso, pero de manera que no hubiera sino una carencia en la relación
directa entre experiencia inducida y deducida. Inducida por el creador, el contexto, el espacio
dominante, las reglas del orden, y deducida por una indefectible condición de ciudadano, que
conoce las normas y las acata. En el parque había toboganes, pistas deportivas, lugares de escalada,
etc., pero en la tesitura de tener que ser hallados tras vencer las resistencias de nuestras propias
prerrogativas. Antes extrañamiento que comodidad. Si rescatamos el término abducción del
pensamiento de Peirce, encontraremos el margen diferencial, espontáneo, especial, cotidiano,
abierto, de común interés, a la luz del día, justo socialmente, que podría dar una oportunidad a
volver a pensar el espacio público. La abducción peirceana se asienta en una condición de inferencia
para contribuir con una hipótesis explicativa frente a un "hecho sorprendente", esto es, lo que no es
explicado o aparece en contradicción a las teorías existentes para analizar dicho fenómeno. Ni
deducido ni inducido, el espacio abducido de los jardines para el edificio de las Naciones Unidas de
Noguchi, nunca construido, pero en el más profundo seno del imaginario, y del acervo
arquitectónico, sería la mejor ejemplificación que podría darse para pensar los contraespacios,
como soportes de intermediación en el empeño de reconocer qué forma tiene (por un instante) el
mundo.
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