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Visita al médico

La doctora me hacía subir luego a la báscula, movía las pesas


hasta que los pilones se alineaban para demostrar cuánto me
atraía la tierra con su fuerza magnética. Y yo me pegaba a ella
como los céntimos al imán de mi tía. Cada año, la tierra estrujaba
más y más mis huesos, los prensaba contra el pavimento, contra
el suelo, contra las alcantarillas del centro de la calle… A
continuación me medía colocándome sobre la cabeza la placa
deslizable y constataba que el animal en el que habitaba había
encontrado en cierto modo la manera de oponerse a la ruina y la
desmembración universal. Él crecía mientras todo a mi alrededor
se aplastaba, se pegaba a la tierra, se reducía a polvo y cenizas.
Me enfrentaba irresponsablemente al dios de la nivelación de
todas las cosas en la nada, que es el suelo del ser. Luego me ponía
las inyecciones de rigor, no puedo imaginar mi infancia sin ellas:
penicilina, estreptomicina. En aquella época, los médicos
pensaban que su existencia en este mundo no tenía sentido si no
ponían inyecciones. Yo sospechaba ya entonces que de alguna
manera necesitaban los gemidos, los llantos y las lágrimas de los
pequeños, que no entendían por qué los castigaban de esa forma.
Lo que más me dolía era el hecho de que cada vez que forcejeaba
sobre el hule, berreando con toda mi alma, mientras la enfermera
se acercaba con su aguja de avispa despiadada, mi madre era
siempre su cómplice. Ella me sujetaba con todas sus fuerzas, ella
me gritaba, ella me amenazaba con una paliza. A veces se
tumbaba sobre mí, en la cama, retorciéndome las manos a la
espalda. Y enseguida sentía la aguja en mi carne y el veneno
invadiendo mi nalga. Después, me quedaba tumbado en el hule,
humillado y llorando a moco tendido, y mi madre —algo también
incomprensible— me secaba la cara mojada y me abrazaba los
hombros con una ternura que me asombraba y me indignaba: «Ya
está, ya está, ya ha pasado…»

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