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PURO CRISTIANISMO

Hugo Omar Seleme

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Agradecimientos

Las reflexiones que se encuentran contenidas en este texto me han acom-


pañado durante un periodo tan largo que sería imposible agradecer a todos
quienes, de un modo u otro, contribuyeron a desarrollarlas. Debo gratitud,
en primer lugar, a mis padres, quienes fueron mis primeros maestros en la
fe en Cristo. Y aunque con el tiempo he desarrollado un modo de entender
el cristianismo que se aparta de la manera en que ellos lo conciben, lo que
nos acerca es mucho más importante que cualquiera de nuestras diferen-
cias: la convicción de que Dios está con nosotros en Cristo.
También debo agradecer a los maestros y profesores de las institucio-
nes educativas que contribuyeron a mi formación cristiana: la escuela
San Pablo Apóstol, el Seminario Menor y el Instituto Católico del Pro-
fesorado, y a los dirigentes de los grupos parroquiales que dedicaron su
tiempo y esfuerzo para cultivar en mí la semilla de la fe. Nunca he podido
olvidar la entrega de una de mis primeras catequistas, la señorita Espe-
ranza Salort, que recorría nuestro vecindario como una evangelizadora
incansable, a pesar de que en los últimos años de su vida debía hacer un
esfuerzo enorme siquiera para moverse. Cuando regreso al barrio de mi
infancia todavía puedo ver su silueta, que me ha acompañado siempre.
Asimismo, estoy agradecido con todos aquellos cristianos que de
buena fe intentaron convencerme de que mis conclusiones sobre el cris-
tianismo estaban equivocadas. Valoro esa genuina preocupación por el
otro –presente en tantos cristianos–; ese sentido de comunidad que im-
pulsa a pensar que el error de uno es, en parte, responsabilidad de todos.
Si no han tenido éxito en la tarea es seguro que no ha sido por su falta
de convicción y compromiso.

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También estoy en deuda con los colegas y amigos que no comparten
la fe en Cristo, pero quienes, a pesar de nuestras diferencias, se pres-
taron pacientemente a conversar y debatir sobre mis preocupaciones
religiosas. Algunas de las conversaciones más profundas y motivadoras
las he tenido con José Luis Martí y su esposa, Águeda Quiroga, en cuya
bondad he podido ver a Cristo aun sin que ellos se den cuenta.
Agradezco también a los asistentes a los diferentes seminarios y con-
ferencias donde fueron presentadas algunas partes del texto; en especial
a los participantes del Seminario de Teoría Jurídica de la Universidad
de San Andrés: Martín Farrell, Carlos Rosenkrantz, Lucas Grosman,
Sebastián Elías, Patricio Nazareno, María Guadalupe Martínez Alles,
Marina Bericua, Diego Botana, Juan Agustín Otero y Alberto B. Bian-
chi; todos ellos dedicaron tiempo y esfuerzo a intentar mejorar el texto.
A Gretel, mi esposa, toda mi gratitud; ella y yo comenzamos un ca-
mino juntos hace más de 15 años, en una ajetreada ceremonia matri-
monial en la Iglesia San Jorge. Su sensibilidad religiosa –resistente a
los ritos y dogmatismos– ha sido un constante estímulo para volver
a revisar mis convicciones.
El agradecimiento final es para nuestras hijas, Trinidad, Concepción
e Irene, que son la prueba personal, íntima y definitiva de que el Dios
que es amor existe.

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Introducción

El cristianismo ha sido la religión en la que he vivido desde que llegué


al mundo. Fui educado en una familia de libaneses cristianos emigrados
a Argentina y los debates religiosos, morales, políticos, cosmológicos,
antropológicos se daban sin contornos definidos. Era posible comenzar
con una discusión bíblica y enlazarla sin mayor problema con alguna
cuestión política urgente que había aparecido en el periódico ese mismo
día. El lugar predilecto para estas conversaciones era la mesa familiar,
donde cada comida era precedida por la oración de agradecimiento por los
alimentos que estábamos por recibir.
Mi educación formal continuó luego en una escuela primaria católica
(el Colegio San Pablo Apóstol), donde mi madre se desempeñaba como
directora. La situación allí no era diferente a la que vivía en mi casa:
las enseñanzas religiosas se daban junto con las demás asignaturas; los
mandatos morales de respetar al semejante y ayudar al necesitado eran
presentados como una de las partes más importantes de la doctrina cris-
tiana. Se nos enseñaba que debíamos comportarnos de ese modo porque
éramos todos hijos de Dios y, por ende, hermanos. La vida de la parro-
quia, las ceremonias religiosas, los actos escolares, todo formaba parte
de un mismo continuo.
La situación no fue diferente en el Seminario Menor de Jesús Ma-
ría, donde cursé mi enseñanza secundaria; ni en el Instituto Católico
del Profesorado, donde luego obtuve mi título de profesor en Filosofía.
Dios estaba omnipresente, pero no en un sentido metafísico, sino en
uno bien mundano. Las discusiones políticas, la manera de concebir y
vivir la sexualidad, los vínculos personales, la manera de ver el univer-

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so, todo estaba permeado por apelaciones a la Divinidad y a las Sagra-
das Escrituras.
Esta manera de concebir el catolicismo, como imbricado con conside-
raciones científicas, morales y políticas, me ha acompañado durante gran
parte de mi vida adulta. Las misas dominicales han estado repletas de
sermones en que el sacerdote en turno, sin haber recibido la más mínima
formación en teoría política, se ocupaba de dar directivas que supuesta-
mente los fieles debíamos seguir. Sus únicas herramientas para abordar
intrincados problemas políticos o morales no eran más que apelaciones
esporádicas a las Sagradas Escrituras, a los documentos de la Iglesia o a
la tradición eclesial.
El único espacio de reflexión sobre cuestiones de moralidad y política
que parecía quedar disponible para los católicos –si había alguno– era
el que estaba libre en los intersticios de los documentos elaborados por
la jerarquía eclesiástica. Un católico reflexivo era quien había insumido
tiempo y esfuerzo para escudriñar los argumentos que se encontraban
contenidos dentro de los documentos eclesiásticos sobre temas como
el aborto, el control de la natalidad, la eutanasia, el fin social de la pro-
piedad privada, etcétera. Si los argumentos no aparecían, como sucedía
en muchos casos, o parecían endebles, esto no representaba ninguna
dificultad. El mero hecho de que la cuestión hubiese sido zanjada por
el magisterio eclesiástico funcionaba como un último argumento de au-
toridad que todo católico debía estar dispuesto a recibir y, a su turno, a
ofrecer.
Dar por terminadas complejas discusiones de moralidad y política
–tales como si es moralmente permisible abortar en algunas circunstan-
cias o si es moralmente permisible coaccionar a quienes abortan– por
apelaciones a los títulos de los documentos en latín era algo habitual.
El aborto era impermisible, como lo había establecido Evangelium
Vitae. El uso de métodos anticonceptivos era moralmente incorrecto,
como lo había establecido Humanae Vitae. Que un matrimonio se ne-
gase a traer hijos al mundo, estando en condiciones de hacerlo, era un
acto moralmente impermisible de egoísmo, como se había ocupado de
señalar Familiaris Consortio.
Tampoco era fuera de lo común zanjar las discusiones con apelacio-
nes a cánones del Catecismo o a pasajes de las Sagradas Escrituras. Los
actos homosexuales eran moralmente incorrectos, tal como lo había es-
tablecido el canon 2357 del Catecismo de la Iglesia Católica. La vida

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comenzaba desde la concepción, ya que en el libro de los Salmos, refi-
riéndose a la mirada de Dios, se dice: «mi embrión tus ojos lo veían».
Era moralmente incorrecto divorciarse, porque en el Evangelio de Ma-
teo se señala que «lo que Dios unió, no lo separe el hombre».
Con el paso del tiempo, circunscribir la reflexión moral o política a
los documentos elaborados por la jerarquía eclesiástica y usar las Sagra-
das Escrituras para zanjar cuestiones de esta índole provocó en mí una
sensación de hastío y vacío de la que desde entonces he intentado libe-
rarme. Este libro reúne algunas de las reflexiones que he ido realizando
en ese camino. No son más que el intento de purificar el catolicismo que
he profesado durante tantos años de una manera equivocada de conce-
bir la reflexión científica, moral y política. No es un intento de purificar
el catolicismo, al que considero la religión verdadera, testigo del Dios
vivo, sino de purificarme a mí mismo de la forma equivocada en que lo
he concebido y vivido.
Albergo la esperanza de que las reflexiones que me han sido útiles
para llevar a cabo lo dicho puedan ser de alguna utilidad también para
aquéllos que, como yo, piensan que es impermisible utilizar lo sagrado
–la buena nueva de la encarnación de Dios– para realizar tareas profa-
nas –como argumentar acerca de cuál es la descripción verdadera de
fenómenos empíricos, cuál es el modo correcto de comportarnos o cuál
es la manera correcta de diseñar nuestras instituciones públicas.

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Capítulo I

Tres Dioses muertos

Introducción

Se ha vuelto casi un lugar común sostener que la idea cristiana de Dios


se encuentra progresivamente desapareciendo del horizonte cultural de
Occidente. Hoy, tanto creyentes como no creyentes aceptan este hecho,
calificándolo de modo diferente. Uno de los primeros en notarlo fue
Friedrich Nietzsche, quien en 1882, con la publicación de De la Gaya
Ciencia, lanzó su famosa acusación de deicidio sobre Occidente. Se lee
(Nietzsche, 1984):

¿No habéis oído hablar de ese loco que encendió un farol en pleno día y corrió
al mercado gritando sin cesar: «¡Busco a Dios!, ¡Busco a Dios!»? Como
precisamente estaban allí reunidos muchos que no creían en dios, sus gritos
provocaron enormes risotadas. «¿Es que se te ha perdido?», decía uno. «¿Se
ha perdido como un niño pequeño?», decía otro. «¿O se ha escondido?».
«¿Tiene miedo de nosotros?». «¿Se habrá embarcado?». «¿Habrá emigra-
do?». Así gritaban y reían alborozadamente. El loco saltó en medio de ellos
y los traspasó con su mirada. «¿Que adónde se ha ido Dios? –Exclamó–.
Os lo voy a decir. Lo hemos matado: ¡vosotros y yo! Todos somos su asesi-
no. Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo hemos podido bebernos el
mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hicimos
cuando desencadenamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde caminará ahora?

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¿Hacia dónde iremos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos caemos
continuamente? ¿Hacia delante, hacia atrás, hacia los lados, hacia todas par-
tes? ¿Acaso hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una
nada infinita? ¿No nos roza el soplo del espacio vacío? ¿No hace más frío? ¿No
viene de continuo la noche y cada vez más noche? ¿No tenemos que encender
faroles a mediodía? ¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran
a Dios? ¿No nos llega todavía ningún olor de la putrefacción divina? ¡También
los Dioses se pudren! ¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!...». Aquí,
el loco se calló y volvió a mirar a su auditorio: también ellos callaban y lo mira-
ban perplejos. Finalmente, arrojó su farol al suelo, de tal modo que se rompió
en pedazos y se apagó. «Vengo demasiado pronto –dijo entonces–, todavía
no ha llegado mi tiempo. Este enorme suceso todavía está en camino y no
ha llegado hasta los oídos de los hombres. El rayo y el trueno necesitan
tiempo, la luz de los astros necesita tiempo, los actos necesitan tiempo,
incluso después de realizados, a fin de ser vistos y oídos. Este acto está
todavía más lejos de ellos que las más lejanas estrellas y, sin embargo, son
ellos los que lo han cometido». Todavía se cuenta que el loco entró aquel
mismo día en varias iglesias y entonó en ellas su Requiem Aeternam Deo.
Una vez conducido al exterior e interpelado contestó siempre esta única
frase: «Pues, ¿qué son ahora ya estas iglesias, más que las tumbas y pan-
teones de Dios?».

Desde que Nietzsche escribió estas páginas el tiempo necesario para


que el asesinato de Dios llegara a los oídos de los hombres ha transcurrido
y hoy son muchos los que entonan su Requiem Aeternam Deo. La muerte
de Dios, su progresiva desaparición de nuestro horizonte cultural, es vista
como una consecuencia inexorable del avance de la ciencia y la cultura.
Por un lado, la creencia en Dios es considerada un vestigio atávico de
otros tiempos en los que no se disponía del suficiente conocimiento del
mundo. Adicionalmente, su eliminación es percibida como un avance en
la empresa de posibilitar la convivencia política pacífica. Esto último,
porque se afirma que la creencia en Dios ha sido el sustrato en el que
han germinado la intolerancia y el totalitarismo. Finalmente, su muerte
aparece como la consecuencia inevitable del desarrollo del pensamien-
to moral autónomo. Mientras la reflexión ética se profundiza, se vuelve
menos necesario apelar a Dios –o a su palabra contenida en algún texto
sagrado– para saber lo que es bueno o malo, para justificarlo o para mo-
tivar su realización.

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Siendo ésta la concepción de Dios que tienen muchos, no es de ex-
trañar que el tono trágico del anuncio de su muerte haya desaparecido.
Nadie se pregunta «¿Cómo hemos podido hacerlo?», «¿Cómo hemos
podido bebernos el mar?», sino que la mayoría se congratula con su
muerte. El Dios de la ignorancia, la intolerancia política y el infantilis-
mo moral debía morir, y la lista de quienes se adjudican el crimen está
cada vez más poblada. Siendo Dios el causante de tantos males reviste
cierto mérito estar entre los que lo han asesinado1.
Que la muerte de Dios se perciba como algo positivo, que debía
suceder, ha producido un cambio en el modo de ver a los creyentes:
quienes todavía visitamos periódicamente los templos no somos vistos
como practicantes de un tipo de espiritualidad, ni siquiera, tal como
lo hacía Nietzsche, como los deudos que visitan la tumba de un Dios
muerto; es decir, Dios no sólo ha muerto, sino que ha sido ajusticiado, y
quienes persistimos en adorarle somos cómplices empeñados en propa-
gar la ignorancia, la intolerancia o una visión de la reflexión moral que
la degrada a mera repetición de preceptos escritos en textos arcanos.
Según esta visión, todos en conjunto estaríamos mejor si los templos
estuviesen vacíos y fuesen valorados no por su invocación a lo divino
–ni siquiera como tumbas o panteones–, sino, a lo sumo, por su valor
estético o cultural.
En este capítulo me propongo realizar dos tareas: en primer lugar, iden-
tificaré tres concepciones de Dios que, en diverso grado, han desaparecido
progresivamente del horizonte cultural por ser incompatibles con ciertos
nuevos rasgos de la cultura occidental. Al igual que quienes proclaman,
congratulándose, la muerte de Dios, pienso que acabar con estas concep-
ciones de Dios es un evento para festejar, pues, al igual que ellos, pienso
que éstas han sido aliadas de la ignorancia, la intolerancia y el infantilismo
moral.
En segundo lugar, mostraré que si se toman en consideración ciertos
elementos presentes en la tradición cristiana, existen razones para cues-
tionar la equiparación de las tres concepciones de Dios antes señaladas
con la concepción cristiana de Dios. Mi objetivo aquí es meramente
defensivo y trataré de mostrar que las concepciones de Dios que han

1
Un caso paradigmático lo encontramos en Jean-Paul Sartre (1957: 51), para quien
«el Existencialismo no es más que un intento de extraer todas las consecuencias de una
posición atea coherente».

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conducido a los males antes señalados no son compatibles con ciertos
rasgos de la concepción de Dios presente en el cristianismo. Es posible
construir una concepción del Dios cristiano diferente de las tres concep-
ciones cuya muerte sí debemos festejar.
Puesto que soy un cristiano que, dada su profesión, pasa gran parte
del tiempo entre personas que no lo son −no son muchos los cristianos
en los ambientes académicos en que me muevo− el presente trabajo tie-
ne por destinatarios tanto a quienes comparten mi fe como a quienes la
consideran falsa o les es indiferente. A los primeros, intento mostrarles
que no hay nada que lamentar en la muerte de Dios, porque el Dios que
ha muerto no es el Dios cristiano. Dicho de modo no metafórico, nues-
tro entorno cultural es hostil a tres concepciones de Dios que no encajan
bien con porciones de la doctrina y la tradición cristiana, y lo mejor
que podría haber sucedido es que estas concepciones desapareciesen.
A quienes no son cristianos −entre quienes se encuentran algunas de
las personas a quienes más respeto y quiero− intento presentarles una
concepción cristiana de Dios que no es aliada de la ignorancia, la intole-
rancia o la falta de reflexión moral. Con el paso del tiempo he advertido
que muchos de ellos han abandonado sus creencias religiosas por las ra-
zones correctas, esto es, por no consentir a los males que traía aparejado
el adherir a las tres concepciones de Dios que, felizmente, se encuen-
tran en proceso de desaparición. Por ello, quiero mostrarles que existe
una concepción del Dios cristiano que no posee esos defectos, tal vez
les ayude a entender mejor dónde reside el atractivo de ser cristiano.

Los Dioses muertos

Las tres concepciones de Dios que progresivamente han muerto por ser
incompatibles con partes importantes de la cultura moderna, son la del
Dios diseñador, el Dios legislador y el Dios moralizador. La creencia en
éstas es la que ha promovido la ignorancia, la intolerancia y el infantilis-
mo moral. En lo que sigue intentaré mostrar que a las tres concepciones
subyace la misma lógica: la de utilizar lo sagrado al servicio de lo profano.
En el primer caso, el del Dios diseñador, para hacer avanzar y fundar el
conocimiento del mundo. En el del Dios legislador, para fundar la unidad
política. Finalmente, en el caso del Dios moralizador, para dar contenido,
justificar o motivar el cumplimiento de las normas que prescriben cómo

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debemos conducir nuestra propia existencia y cómo debemos compor-
tarnos en relación con los otros.

El Dios diseñador

El Dios diseñador que me interesa es uno que ha estado presente desde


los inicios del cristianismo aunque ha alcanzado su máxima expresión
en la modernidad, por algunas razones que intentaré explicar2. Quienes
poseen esta concepción de Dios están dispuestos a utilizarlo para obte-
ner conocimiento científico acerca del mundo3. Las Sagradas Escrituras
se vuelven de este modo una fuente de conocimiento acerca de las re-
gularidades empíricas de la naturaleza.
Para comprender la idea del Dios diseñador y el modo particular en
que lo sagrado es puesto al servicio de lo profano, puede ser de utilidad
ejemplificarla con algunos de sus primeros antecedentes modernos: el
Dios de Descartes, Geulincx y Leibniz.
Como es sabido, la estrategia adoptada por Renato Descartes (1596-
1650) para dotar a la filosofía y a la ciencia de fundamentos sólidos
consistió en partir de una premisa indubitable: la existencia del yo
pensante. Habiéndola descubierto: «pienso luego existo», el paso si-
guiente fue encontrar un criterio general de certeza. La conclusión a la
que arribó fue que la característica propia de esta proposición –indicio
de su verdad– era la de ser concebida de modo claro y distinto. La regla
general que estableció partiendo de esta conclusión fue que si una idea
era clara y distinta, entonces existía certeza de su verdad. Dentro de

2
Agradezco a Patricio Nazareno el haberme hecho notar la necesidad de aclarar que
esta concepción errónea de Dios ya se encontraba presente antes de la aparición de los
fundamentalismos cristianos modernos.
3
Por este motivo, el Dios diseñador no debe ser equiparado al Dios creador. Afirmar
que Dios es creador implica sostener una tesis metafísica, no una de carácter científico
acerca del modo en que se originó el mundo. Ni siquiera implica sostener la afirma-
ción empírica de que el mundo ha comenzado en un momento determinado. Como Santo
Tomás se encargase de mostrar, sostener que Dios es creador es compatible con afirmar al
mismo tiempo que el mundo es eterno (Tomás, 2002).
Que Alberto B. Bianchi luego de leer el texto entendiese que el Dios Diseñador era
equivalente o implicaba al Dios Creador me hizo ver la necesidad de incluir esta acla-
ración par evitar posibles interpretaciones erróneas.

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las ideas claras y distintas que Descartes encontró se contaban la de su
propio cuerpo y la de otros cuerpos, entendidos como sustancias exten-
sas. Pero en este punto se le presentó un problema difícil de solucionar:
¿qué garantizaba que sus ideas claras y distintas, de las cuales tenía cer-
teza, se correspondiesen con la realidad? Era perfectamente posible que
aunque poseyese ideas que concebía como verdaderas, no encajaran
con la realidad. Aunque concebía su cuerpo y los objetos del mundo de
modo claro y distinto como objetos existentes, era todavía posible que
no lo fuesen. ¿Qué podría asegurar que las ideas que tenía del mundo no
fuesen engañosas? La estrategia de Descartes consistió en echar mano
a la idea de Dios; Dios entonces fue usado para garantizar el carácter
verdadero de las ideas acerca del mundo (Descartes, 1996: 63-ss).
La salida de Descartes, expuesta brevemente, fue la siguiente: en-
tre las ideas claras y distintas, que como sujeto pensante poseo, se
encuentra la de Dios como máxima perfección. Puesto que soy un ser
imperfecto, no es posible que la idea de máxima perfección haya sido
producida por mí, de lo cual se sigue que si tengo la idea de máxima
perfección debe ser porque un ser perfecto –distinto de mí mismo– la
ha producido.4 Habiendo mostrado que un ser perfecto existe, ahora es
posible garantizar que no me engaño al tener ideas claras y distintas con
respecto al mundo. Si un ser perfecto existe, concluyó, entonces debe
ser bondadoso y, por lo tanto, no podría permitirme vivir engañado. Si
concibo el mundo de modo claro y distinto como existente, y si un ser
bondadoso dotado de máxima perfección existe, entonces no puedo es-
tar sistemáticamente engañado. Dios es el garante de la verdad de mis
certezas acerca del mundo.
Para lo que me interesa señalar, lo relevante es advertir que el Dios
de Descartes sirve para fundar el conocimiento del mundo. Descartes
está preocupado por comprender el mundo y por asegurarse de que las
matemáticas le son aplicables –de allí su interés en la idea de mundo
como sustancia extensa, esto es mensurable– y la idea de Dios es utili-
zada para este fin. Lo sagrado –Dios– es puesto al servicio de lo profano
–fundar nuestro conocimiento del mundo.
4
Éste no es más que uno de los argumentos utilizados por Descartes para probar
la existencia de Dios. Lo que digo en el texto respecto a su utilización de lo sagrado
para fines profanos es válido para las distintas estrategias argumentativas utilizadas por
Descartes. Para una reconstrucción de las distintas pruebas de la existencia de Dios, ver
Copleston (1984: 97-112).

18
Tal como señala Bernard Williams (1996: xvii) en su estudio intro-
ductorio a las Meditaciones: «para los contemporáneos de Descartes,
parecía mucho más obvio que Dios existía y no era un embustero, que
el hecho de que la ciencia natural era posible. Todavía no existía el éxito
ni las instituciones de la ciencia moderna. Para nosotros, la ciencia es
claramente posible, y porque este es el caso, la exigencia de que debe
ser justificada desde sus fundamentos es menos fuerte de lo que parecía
a Descartes».
Un movimiento semejante se encuentra en Arnold Geulincx (1624-
1669), quien pretendía resolver el problema de la interacción entre
mente y cuerpo generado por la filosofía cartesiana. Si, por un lado, soy
un yo pensante y, por otro, un cuerpo extenso –se planteó Geunilcx–,
¿cómo explicar el hecho de que a mis voliciones le sigan movimientos
corporales? Nuevamente, la estrategia consistió en utilizar a Dios. Mi
acto de voluntad –sostuvo– es ocasión de que Dios produzca un cambio
en mi cuerpo, y una alteración sufrida por mi cuerpo es ocasión de que
Dios produzca ciertas experiencias mentales en mi conciencia. Cuerpo
y alma son como dos relojes independientes que marcan la misma hora
porque están sincronizados por Dios.
En su Annotata ad Ethicam, Geunilcx señala:

Mi voluntad no mueve el motor que mueve mis extremidades; pero aquel que
ha impartido movimiento a la materia y fijó las leyes que la regulan, es el
mismo que dio forma a mi voluntad y de esta manera ha unido estrechamente
estas cosas muy diferentes (el movimiento de la materia y la determinación de
mi voluntad), de tal manera que, cuando mi voluntad lo desea, un movimiento
de la clase deseada está presente, y, al contrario, cuando el movimiento está
presente, la voluntad lo ha querido, sin ninguna causalidad o influencia de una
sobre el otro. De la misma manera que sucede con dos relojes que acuerdan
entre sí y con el curso diario del sol: cuando uno suena y nos indica la hora,
el otro suena de la misma manera y nos indica el mismo número de horas;
no porque exista alguna causalidad entre uno y otro, sino a causa de la mera
dependencia, en que ambos están construidos por la misma habilidad y por
una actividad similar.

Por último, la idea de Dios concebido como una especie de relojero


es la misma de la que más tarde echara mano Leibniz (1646-1716) y
que sirve no ya para explicar la armonía entre mente y cuerpo, sino

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la armonía de todos los elementos del cosmos, esto es, de todas las
mónadas5. De modo que tanto en Geulincx como en Leibniz, Dios es
utilizado para explicar el carácter ordenado, sincronizado, del com-
portamiento de la mente y el cuerpo –en el primero– y del cosmos en
general –en el segundo.
El Dios de Descartes, Geulincx y Leibniz es uno que sirve para
alcanzar el conocimiento del mundo. Se apela a Dios como último
recurso explicativo y, de este modo, lo sagrado es puesto al servicio
de lo profano. Esta lógica encuentra su expresión más acabada en un
movimiento que parece estar en las antípodas de la filosofía moderna
pero que, no obstante, comparte su concepción de Dios. Se trata del
fundamentalismo cristiano y su idea de Dios como diseñador. Mientras
el Dios de Descartes servía para dar último fundamento a la ciencia y
ésta era la encargada de indagar acerca del mundo, el Dios diseñador
del fundamentalismo cristiano, al que la lógica cartesiana conduce, es
uno que es utilizado directamente para obtener conocimiento acerca del
mundo: Dios es puesto al servicio de lo profano, pero no ya para justi-
ficar las ciencias naturales, sino para reemplazarlas.
Una de las características distintivas de las concepciones religiosas
fundamentalistas es su apego a la interpretación literal de un texto sa-
grado; en este caso, la Biblia. Una de las consecuencias de esta lectura
literal es que se entiende el texto como conteniendo no sólo enseñanzas
religiosas, sino también información sobre el mundo. Así, por ejem-
plo, de la lectura literal del Génesis se extraen conocimientos sobre
el origen de la vida, la aparición de las especies y el origen del hom-
bre. El texto sagrado, y por ende Dios, es utilizado ahora de un modo
exacerbado para avanzar en el conocimiento del mundo. El fundamen-
talismo representa, de este modo, el caso más extremo de utilización de
lo sagrado para explicar lo profano. La idea del Dios que ha diseñado
el mundo en seis días, presente en el fundamentalismo cristiano, es la
misma idea de un Dios útil para hacer avanzar o justificar nuestro cono-
cimiento del mundo, que encontramos en Descartes, Geulincx y Leibniz.

5
La analogía aparece en el post scriptum de una carta que Leibniz dirige a Basnage
de Beauval, fechada el 13 de marzo de 1696. El texto ha sido citado de la traducción
al inglés presente en la obra de Radner a la que ahora se hace referencia y se encuentra
incluida en las fuentes citadas.

20
Es esta idea del Dios diseñador, y en general la idea del Dios útil
para explicar el mundo, la que ha muerto. En particular, el darwinismo
y su explicación del origen y evolución de las especies; y en general, la
investigación científica, han sido quienes han matado esta concepción
de Dios. El Dios diseñador, útil para explicar el mundo, ha muerto por
desuso; ha sido dejado sin espacio por la aparición de explicaciones del
mundo que no necesitan de la intervención divina ni para dar cuenta de
su funcionamiento ni para dar por seguro el conocimiento adquirido.

El Dios legislador

La segunda concepción de Dios que coloca lo sagrado al servicio de lo


profano es aquélla que utiliza a Dios no ya para avanzar en el conoci-
miento del mundo, sino para posibilitar la convivencia política. No se
trata aquí de un Dios diseñador, útil para comprender el mundo, sino de
un Dios legislador que es fundamento de la unidad política.
El origen de esta idea de Dios puede rastrearse hasta el Imperio ro-
mano del siglo iv y es el producto de tres factores. Primero, la idea
romana de religión oficial, entendida como religión cívica. Segundo, la
aparición del cristianismo como religión dotada de un ideal de vida y un
código moral. Tercero, la instauración del cristianismo como religión
oficial del imperio.
Los romanos concebían la religión cívica como parte fundamental
del entramado político. Participar de los rituales religiosos era parte de
aquello en lo que consistía ser un buen ciudadano y podía ser requerido
de modo compulsivo. La razón era simple, la unidad religiosa fundaba
la unidad política6. No obstante, como la religión estaba sólo centrada

6
Aunque la evidencia empírica no es decisiva, puede haber sido este rasgo de la
cultura política del Imperio romano lo que provocó las persecuciones a los cristianos
durante los siglos i y ii. El problema que presentaba el cristianismo no era sólo su mo-
noteísmo, que le impedía tomar parte en los rituales religiosos de la religión cívica, sino
su carácter universalista, su vocación de expansión. Esto lo diferenciaba del judaísmo,
que era monoteísta pero no universalista. «… Christians were not like Jews, who could
be excused for following their ancestral tradition and not taking part in other people’s
religion. Christians repudiated the gods they belonged to, and sometimes advertised the
fact…» (Hall, 1991: 13).

21
en la participación en los rituales, esta exigencia de unidad religiosa
era compatible con la existencia de una pluralidad de ideales de vida y
códigos morales7.
El cristianismo, a diferencia de la religión cívica, no era simple-
mente una religión ritual, poseía un ideal de vida y un código moral
propio. Este rasgo, y su adopción como religión oficial del Imperio,
ordenada por Teodosio en el edicto de Tesalónica en el año 380, condu-
jo a la aparición de la concepción del Dios legislador8. El cristianismo
fue introducido en la matriz de religión oficial de la que disponía el Im-
perio y pasó a ser el fundamento de la unidad política. En tanto religión
oficial, al igual que la antigua, debía ser impuesta coercitivamente para
garantizar la unidad de la comunidad política. Dado que a diferencia de
la religión antigua, el cristianismo contenía un ideal de vida y código
moral, el resultado fue la imposición coercitiva de dicho ideal y pau-
tas morales. Si la unidad política descansaba sobre la unidad religiosa,
y la unidad religiosa requería un único ideal de vida y código moral,
entonces la conformidad con el ideal y las pautas morales debía ser
impuesta de modo coercitivo. El medio para alcanzar la unidad política
era creer en un mismo Dios cuyos mandatos debían ser coercitivamente
impuestos.
Esta concepción de Dios es la que compartían los bandos en pugna du-
rante las guerras de religión de los siglos XVI y XVII. La fractura del cris-
tianismo, generada por la Reforma protestante, dio origen a la aparición
de dos Dioses legisladores –o a dos grupos de individuos que concebían al
Dios legislador dictando diferentes mandatos– con iguales aspiraciones de
fundar la unidad política. Los creyentes en diferentes Dioses legisladores
intentaban imponer de modo coercitivo sus mandatos como único modo de
preservar la unidad de su comunidad política. Ambos bandos pensaban que
el único modo de solucionar el problema que amenazaba la unidad política
era la supervivencia de un único Dios. Ambos bandos querían hacer desa-
parecer del horizonte cultural al Dios del bando contrario. La solución a la
que se arribó, no obstante, fue más radical. La propuso el liberalismo y

Los ciudadanos del Imperio romano percibían que «… social cohesion, the rule of
7

law and the authority of the emperor depend on a proper regard for the traditional gods.
Peace with the gods, or the peace of the gods (paxdeorum) must therefore be a goal of
public policy» (Hall, 1991: 4).
8
Sobre el trasfondo histórico del edicto de Tesalónica puede cotejarse Socrates
Scholasticus y Hermias Sozomenus, (1956: 619-621).

22
no consistió en matar al Dios legislador católico o al protestante, sino
en matarlos a ambos.
El inicio de esta línea de pensamiento puede encontrarse en la Letter
Concerning Toleration de John Locke (1632-1704). La idea de Locke,
como es sabido, era asentar el poder político en el consentimiento de
aquéllos a quienes se aplica y en la protección de los derechos naturales
que poseen. Ninguna de las dos cosas requiere la existencia de un credo
religioso unificado y menos aún su imposición coactiva por parte del
Estado. La principal tesis de Locke, en relación con la religión, es que
el gobierno no debe intentar imponer la verdadera religión utilizando la
coacción, y que las religiones no pueden utilizar la coacción sobre sus
miembros o sobre quienes no lo son.
Los argumentos de Locke para justificar su posición son tanto de ín-
dole religiosa como filosófica. Por lo que respecta a los primeros, Locke
pone de manifiesto, entre otras cosas, que en el Evangelio no puede en-
contrarse ningún pasaje en el que se diga que la coacción es una buena
herramienta para llevar a las personas a la salvación. Tampoco pueden
encontrarse razones para justificar la utilización de la coacción con fi-
nes religiosos si uno toma como ejemplo la conducta de Jesús relatada
en los Evangelios.
Los argumentos filosóficos, por su parte, son tres. El primero señala
que el cuidado de las almas de los ciudadanos no ha sido conferido a los
funcionarios gubernamentales ni por Dios ni por el consentimiento dado
por aquéllos. Es más, los ciudadanos jamás consentirían que los funcio-
narios llevasen adelante una tarea semejante. Esto, porque es imposible
que los ciudadanos crean algo simplemente porque un funcionario
se los señala, aun si las palabras del funcionario están respaldadas por
la coacción. Las creencias no pueden ser modificadas por el mero ejer-
cicio de la voluntad, sino que uno cree lo que piensa que es verdad.
El segundo argumento sostiene que el Estado sólo tiene el poder de la
fuerza, mientras que la verdadera religión requiere que el creyente haya
sido genuinamente persuadido. La amenaza de la fuerza puede hacer
que los ciudadanos se comporten como si creyesen, pero la verdade-
ra religión requiere efectivamente creer. El último argumento sostiene
que aun si fuese posible para los funcionarios gubernamentales alterar
las creencias de los ciudadanos, esto no garantizaría que profesasen la
verdadera religión. Las creencias religiosas del funcionario podrían ser
falsas (Locke, 1983).

23
Los argumentos de Locke para no imponer las creencias religiosas
por medios coactivos han sido extensamente discutidos9. Lo mismo ha
sucedido con su peculiar modo de explicar la legitimidad política a partir
del consentimiento. Sin embargo, más allá de si la respuesta de Locke es
o no adecuada, significó un punto de quiebre con la tradición que soste-
nía que el único modo de cohesionar a la comunidad política era a partir
de un credo religioso impuesto de modo coercitivo.
El logro del liberalismo fue, pues, mostrar que podía garantizarse la
unidad y la convivencia política en un contexto de pluralismo religioso.
Rompió de este modo con la idea heredada de Roma respecto a que la
unidad política requería la unidad de credo. El liberalismo mostró que para
fundar la unidad política y posibilitar la convivencia política no era nece-
sario utilizar a Dios. El Dios políticamente útil, el Dios legislador, murió
a manos del liberalismo del mismo modo que el Dios diseñador murió a
manos del darwinismo y la ciencia. Ambos murieron por la misma causa,
su inutilidad. Ambos eran producto de la misma lógica, la utilización de lo
sagrado al servicio de lo profano.

El Dios moralizador

Aunque el liberalismo tuvo éxito en desplazar al Dios legislador del


ámbito político, no pudo desplazarlo del ámbito de la moral. Las in-
vocaciones a Dios ya no eran necesarias para fundar la convivencia
política, pero dado que el cristianismo era una religión dogmática con
una concepción del modo bueno de vivir, era natural que tales invoca-
ciones encontrasen su lugar en el ámbito de la moral. En parte, debido
a la idea liberal de separar el ámbito público del privado, el Dios legis-

9
La primera réplica a los argumentos de Locke la llevó adelante Jonas Proast. Para
él, Locke había ofrecido dos argumentos, ninguno de los cuales era convincente. El pri-
mer argumento de Locke se reducía a sostener que la verdadera fe no podía ser impues-
ta. El segundo sostenía que no había más razones para creer que un funcionario estu-
viese acertado en sus creencias religiosas que las que cada uno de los ciudadanos tenía
para sostener que las creencias acertadas eran las suyas. Proast sostuvo que aunque las
creencias no podían ser alteradas de modo directo por medios coactivos, sí podían serlo
de manera indirecta. La amenaza de la coacción, por ejemplo, podría forzarnos a revisar
razones y argumentos que de otro modo no hubiésemos revisado. En relación con la
segunda razón, sostuvo que descansaba en un escepticismo moral que era inaceptable.

24
lador que había sido expulsado del primer dominio pareció encontrar
refugio en el segundo: Dios no era el fundamento de la unidad política,
pero seguía siendo el último fundamento de la moral.
Quienes tienen una concepción del Dios moralizador piensan que la
moral depende, en algún sentido, de la religión. Tal como expresara León
Tolstói (2016): «los intentos de fundar una moralidad independiente de la
religión son como las acciones de los niños cuando, deseando mover una
planta que les gusta, le arrancan la raíz que no les gusta y les parece inne-
cesaria, y la plantan en la tierra sin raíz». Las raíces religiosas en las que
puede anclarse la moral son múltiples. Una primera versión de teísmo es
semántica y sostiene que cuando afirmamos que algo es moralmente co-
rrecto lo único que queremos decir es que «es prescripto por Dios». Decir
que una acción es moralmente correcta es equivalente a señalar que es la
voluntad de Dios que dicha acción sea llevada adelante.
La segunda versión es justificatoria. El último fundamento del bien
moral es Dios, quien ha establecido en qué consiste la corrección o
incorrección moral. Así, por ejemplo, un realista moral que adoptase esta
concepción podría decir que Dios ha creado las propiedades morales que
hacen que una acción sea correcta, pero esto no lo comprometería con el
teísmo semántico. Afirmar que algo es moralmente correcto sería equi-
valente a sostener que tiene ciertas propiedades morales, no equivaldría a
decir que ha sido prescripto por Dios.
La tercera versión es epistémica. Según esta forma de teísmo el
único modo en que los seres humanos podemos conocer en qué con-
siste la corrección moral es a través de la revelación divina. Sólo
Dios puede conocer las pautas morales, y los seres humanos pode-
mos acceder a este conocimiento de modo derivado, a través de Él. La
religión es fuente de conocimiento moral. Es importante advertir que
alguien puede sostener esta versión de teísmo sin comprometerse con
las anteriores. Alguien que piensa que existen propiedades morales
no creadas por Dios y a la vez sostiene que sólo la inteligencia divina
es capaz de percibirlas, sería un teísta epistémico, pero no un teísta
semántico o justificatorio.
La cuarta versión es motivacional. Para esta forma de teísmo la re-
ligión es lo que nos mueve a actuar de modo moralmente correcto. Sin
Dios nuestras creencias morales serían inertes. Esta versión, a su vez,
posee distintas variantes. En una, Dios da motivo para seguir las pautas
morales a través de la concesión de premios o amenazas de castigo.

25
En otra, más amable, es el amor a Dios el único motivo para actuar de
modo moralmente correcto con el resto de los seres humanos. En ambos
casos, no obstante, Dios es necesario para que existan motivos suficien-
tes para actuar de acuerdo con las pautas morales.
El judeocristianismo ha sido terreno fértil para el desarrollo de la con-
cepción del Dios moralizador, debido a que en esta tradición Dios dicta
prescripciones a los hombres sobre qué deben o no hacer. Aunque los
diez mandamientos dados a Moisés en el Sinaí son el caso más evidente,
no es el único momento en que esta tradición adjudica a Dios ese rol.
Así, en el Génesis, Dios aparece creando el mundo a través de un man-
dato u orden y luego ordena a los animales multiplicarse. Más adelante
Dios ordena a Adán y Eva no comer del fruto del árbol del conocimien-
to del bien y del mal. A estos mandatos pueden sumarse los siete que el
judaísmo identifica como dictados por Dios a Noé.
Este nuevo rol otorgado a Dios por el judeocristianismo hizo que fue-
se natural para algunos cristianos interpretar que la última justificación
de la corrección moral era la voluntad divina. Lo que para Platón, en el
“Eutifrón”, era absurdo –que algo fuese bueno meramente porque Dios
lo ordenaba y no a la inversa–, comenzó a ser visto por los cristianos
como una alternativa viable. La mayor expresión del Dios moralizador
puede encontrarse en Lutero y los reformistas. Aunque tanto él como
Juan Calvino desarrollan ideas que ya se encontraban presentes en la
tradición cristiana, especialmente en Agustín y Escoto, ellos la llevan a
su máxima expresión. Para Lutero (1961: 195-196), «aquello que Dios
quiere no es correcto porque él deba o esté obligado a quererlo; por el
contrario, lo que sucede debe ser correcto porque él así lo quiere». La
misma idea se encuentra presente en Calvino (1960: III, 23.2), quien
afirma que «la voluntad de Dios es a tal punto la más alta regla de
corrección que cualquier cosa que él quiera, por el mero hecho que él lo
quiera, debe ser considerada correcta».
Aunque el catolicismo ha sido más reacio que el protestantismo al
teísmo semántico y justificatorio, en parte debido a su adopción de la
filosofía tomista durante la Contrarreforma, pueden encontrarse en él
versiones motivacionales de teísmo. Así, por ejemplo, para Anselmo, la
voluntad puede ser movida por la búsqueda de ventajas o la búsqueda
de justicia. El pecado original ha puesto en nosotros una tendencia a
buscar la ventaja antes que la justicia, tendencia que sólo puede ser
remediada con la asistencia de Dios.

26
Las versiones epistémicas de teísmo, por su parte, han tenido una
amplia cabida en todas las tradiciones cristianas. La razón es simple: si
Dios se ha hecho hombre en Jesús, quien no tiene pecado, es lógico ver
en su vida un ejemplo de cuál es el modo moralmente correcto de com-
portarse. Siendo Jesús verdadero Dios y verdadero hombre, era natural
que los cristianos tomasen a su vida no sólo como una revelación de la
divinidad, sino también como una revelación de cómo sería la Huma-
nidad si no hubiese caído por el pecado. Este segundo elemento es el
que ha conducido a desarrollar versiones epistémicas de teísmo dentro
del cristianismo.
El pensamiento cristiano se encuentra repleto de apelaciones a pasajes
de la vida de Jesús para intentar extraer de ellos algún tipo de mandato
moral. Así, por ejemplo, si Jesús no juzgó y perdonó a la prostituta
debe ser porque es moralmente incorrecto juzgar a los demás y debe ser
moralmente requerido perdonarlos. Si Jesús sacrificó su vida por la sal-
vación de los otros, debe ser moralmente correcto y requerido que, en
la medida de nuestras posibilidades, hagamos un sacrificio semejante.
Si Jesús fue misericordioso con el necesitado y el hambriento, debe ser
moralmente exigible para nosotros comportarnos de la misma manera.
Lo novedoso del cristianismo no ha sido extraer mandatos morales de
los textos bíblicos. El judaísmo tenía una larga tradición en este sentido.
La novedad ha venido dada por el hecho de inferir mandatos morales a
partir de pasajes de la vida de un ser humano considerado perfecto. No
sólo las palabras de Jesús son tomadas como fuentes de conocimiento
de lo que está bien o mal –como podría ser apelar al Sermón de la Mon-
taña–, sino también cada una de sus conductas.
Este Dios moralizador ha sido combatido por gran parte de los filóso-
fos de la Modernidad. Así, por ejemplo, William Wollaston (1659-1724)
creía que Dios existía y era posible probar su existencia y algunos de sus
atributos utilizando la mera razón, pero sostenía que los seres humanos
podían guiar su vida sólo apelando a la ética filosófica. Un movimiento
semejante, aunque más extremo, se identifica en David Hume (1711-
1776), quien sostiene que la existencia de Dios no puede probarse de
manera racional y hace descansar toda la moralidad en los denominados
sentimientos morales, de los cuales el más importante es la empatía.
Es, sin embargo, Immanuel Kant (1724-1804) quien lleva el desafío
al Dios moralizador a su máxima expresión. Kant revierte por com-
pleto la lógica de fundar la moral en Dios. En primer lugar, ofrece una

27
prueba práctica de la existencia de Dios a partir de la moral y parte de
la certeza de que nos encontramos sometidos a la ley moral para de allí
sostener la existencia de Dios como un postulado de la razón práctica.
La certeza de la obligación moral funda la certeza de la existencia de
Dios, y no a la inversa. En segundo lugar, Kant intenta mostrar que los
principales temas contenidos en la revelación bíblica –creación, pecado
original, redención y segunda venida de Cristo– pueden ser trasladados
a un lenguaje moral accesible a todos los seres humanos por el mero uso
de la razón. Si los textos sagrados tienen un mensaje moral, el mismo
es accesible a todos los seres humanos utilizando la razón, por lo que la
apelación a Dios es superflua (Kant, 1996).
No obstante, la idea del Dios moralizador está tan arraigada en nues-
tra cultura que ni siquiera Kant pudo librarse por completo de ella. En
efecto, que la existencia de Dios pueda ser probada a partir de la obliga-
ción moral supone que Dios tiene una función moral que cumplir –do-
tar de estabilidad la posición de aquél que decide seguir los mandatos
morales– y de ser así, contrario a las apariencias, seguimos estando en
presencia del Dios moralizador. Moviéndose en la dirección opuesta
parece que Kant ha llevado adelante un giro completo terminado en la
misma concepción de Dios de la que intentaba alejarse.
Como puede verse, el combate dado por los filósofos desde la Mo-
dernidad no ha terminado por matar al Dios moralizador, sólo lo ha
dejado mal herido. Sus esfuerzos han servido para mostrar los proble-
mas que tiene una concepción semejante de Dios y para señalar el ca-
mino que debería de seguir una reflexión moral autónoma. Un indicio
de que tal concepción de Dios no ha desaparecido ha sido el reciente
resurgimiento de la teoría del mandato divino en el ámbito de la filo-
sofía moral. El precursor de ello ha sido Philip Quinns, quien defendió
a la teoría de la objeción fundada en el argumento ofrecido por Platón
en el “Eutifrón”, según la cual si se adopta la doctrina del mandato
divino, la moralidad se vuelve arbitraria (Quinn, 1978). Una versión
contemporánea de la teoría se encuentra en Robert Adams, quien, en
primer lugar, identifica el sumo bien con Dios y, en segundo término,
distingue lo bueno de lo correcto. Lo correcto, a diferencia de lo bueno,
es lo que tenemos obligación de realizar: una obligación siempre lo es
en relación con alguien respecto de quien debemos responder. Dada la
imperfección humana, la persona más apropiada para ocupar este lugar,
concluye Adams (1999) es Dios. Linda Zagzebsk ha propuesto una teo-

28
ría de la motivación divina –en lugar del mandato. De acuerdo con ésta,
toda la moral puede ser interpretada a partir de la noción de emoción
buena y el caso paradigmático de este tipo de emoción se encuentra en
Dios (Zagzebski, 2004)10.
Otro indicio de que el Dios moralizador, aunque herido, sigue en pie,
puede encontrarse en los múltiples documentos de la Iglesia católica,
en los que se mezcla reflexión moral con exégesis bíblica, para intentar
extraer pautas de comportamiento correcto11. Así, por ejemplo, el canon
2357 del Catecismo de la Iglesia Católica sostiene «… [a]poyándose
en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves,
la Tradición ha declarado siempre que los actos homosexuales son in-
trínsecamente desordenados. Son contrarios a la ley natural. Cierran el
acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera comple-
mentariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún
caso». Los pasajes de las Sagradas Escrituras generalmente utilizados
para fundar la condena moral a las prácticas homosexuales son varia-
dos. Se hace mención, por ejemplo, a Levítico 18:22: «no te acostarás
con varón como con mujer; es abominación»; Levítico 20:13: «si al-
guien se acuesta con varón, como se hace con mujer, ambos han come-
tido abominación: morirán sin remedio; su sangre caerá sobre ellos»;
Romanos 1:27: «igualmente los hombres, abandonando el uso natural
de la mujer, se abrasaron en deseos los unos por los otros, cometiendo
la infamia de hombre con hombre, recibiendo en sí mismos el pago me-
recido de su extravío». El apoyo en las Sagradas Escrituras para extraer
una pauta moral es una muestra evidente de que el Dios moralizador si-
gue presente. A pesar de que los textos bíblicos han dejado de ser vistos
como una fuente de conocimiento científico o político, todavía siguen
siendo tratados como fuentes de conocimiento moral.
Afortunadamente esta apelación a los textos sagrados para extraer y
justificar exigencias morales ha comenzado a ser vista con sospecha por
un número creciente de cristianos que se preguntan por qué la mera exé-
gesis de un texto debería reemplazar la reflexión moral que todo hombre
debe llevar. Un número cada vez más elevado de cristianos han comenzado
a pensar que las conclusiones de un conjunto de expertos en exégesis

10
Otras versiones y defensas de la teoría del mandato divino pueden encontrarse en
Carson (2000), Wainwright (2005) y Hare (2015).
11
Lo mismo también es cierto para el resto de las variantes de cristianismo.

29
bíblica no puede ocupar el lugar de la actividad de buscar razones a favor
o en contra de la realización de cierto comportamiento. De este modo,
el Dios moralizador ha comenzado a desaparecer, aunque en mucha
menor medida que sus contrapartes científicas o políticas del horizonte
cultural.
Tal vez no ha muerto del todo porque todavía no ha terminado de
percibirse la semejanza estructural que la concepción del Dios mora-
lizador tiene con la de los Dioses diseñador y legislador. Al igual que
sucede en estos dos últimos casos, Dios es utilizado para fines profa-
nos: para hacer avanzar la moral. Puede ser utilizado para dar sentido
a los conceptos que utilizamos en nuestro discurso moral, justificar las
exigencias que contiene, motivar que sean cumplidas o servir de ins-
trumento para conocerlas. Lo cierto es que utilizarlo para cualquiera
de estos fines es –al igual que sucedía en el ámbito de la ciencia y la
política– poner lo sagrado al servicio de lo profano.
No se trata de que los cristianos nos abstengamos de realizar juicios
morales. Por el contrario, los cristianos, como todos los seres humanos,
tenemos la exigencia y la necesidad de reflexionar acerca de cuál es el
modo correcto de comportarnos. No satisfacemos esta exigencia si nos
excusamos de reflexionar apelando a las Sagradas Escrituras. Tampoco
se trata de que los cristianos debamos desentendernos de los juicios
morales formulados en las Escrituras. Si estos juicios, luego de reflexio-
nar moralmente, nos parecen falsos, entonces dos caminos nos quedan
abiertos: ofrecer una explicación del error que no comprometa el ca-
rácter sagrado de las Escrituras ni el núcleo salvífico de su mensaje, o
cuestionar el carácter sagrado y el origen divino de las mismas. Si, tal
como he señalado, la corrección moral de lo que señalan las Escrituras
es prueba de su origen divino –y no a la inversa– entonces su incorrec-
ción moral debe ser un indicio de que no poseen carácter sagrado. Los
creyentes, por tanto, debemos esforzarnos en brindar la mejor interpre-
tación moral de los preceptos contenidos en las Sagradas Escrituras en
lugar de utilizar literalmente estos preceptos para fundar requerimien-
tos morales irrazonables.
En síntesis, tres rasgos han determinado que nuestro entorno cultural
sea hostil a las concepciones de Dios que utilizan lo sagrado al servicio
de lo profano: su carácter científico, por lo que respecta a la adquisi-
ción de conocimiento acerca del mundo; su carácter liberal, por lo que
respecta al modo de organizar las instituciones políticas; y su apelación

30
a la razón y a la sensibilidad humana, para identificar y justificar las
exigencias morales. Pienso que estos rasgos son positivos y que, por
ende, la desaparición de las concepciones del Dios diseñador, legislador
y, en menor medida, moralizador no es algo que deba ser lamentado.
En especial, no deben lamentarlo los cristianos porque, como intentaré
mostrar en el próximo apartado, los Dioses que han muerto no son el
Dios vivo al que debían adorar.

Un Dios que no ha muerto

Existen diversas razones para sostener que la idea de utilizar lo sagrado


al servicio de lo profano es ajena a la correcta concepción cristiana de
Dios. Dicho de otro modo, existen razones para sostener que el darwi-
nismo –y la ciencia en general–, el liberalismo y el desarrollo de la
teoría moral a partir de la Modernidad no han matado al Dios cristiano.
Por lo que respecta a la concepción del Dios diseñador, la idea de
utilizar lo sagrado para hacer progresar el conocimiento del mundo es
contraria a la principal línea de pensamiento de la tradición cristiana.
Lo que los pensadores cristianos medievales pretendían era utilizar el
conocimiento filosófico –lo profano– para avanzar en su entendimiento
de Dios –lo sagrado–, no a la inversa. La utilización de Dios, inaugurada
por Descartes, para resolver los problemas filosóficos o científicos, es
contraria al espíritu del pensamiento teológico cristiano de la patrística y
el medioevo. También lo es, en consecuencia, la utilización de las Sagra-
das Escrituras para extraer conocimientos acerca del mundo, tal como
pretende el fundamentalismo. Lo propio del pensamiento cristiano ha
sido intentar entender el texto sagrado a la luz del conocimiento adquiri-
do por la razón. Dicho de modo sencillo, Santo Tomás y San Agustín no
utilizaron el texto sagrado para hacer avanzar su conocimiento filosófico
sobre Aristóteles y Platón, sino que utilizaron el conocimiento filosófi-
co proporcionado por éstos para hacer avanzar su entendimiento de lo
sagrado.
Que la concepción del Dios diseñador no encaja bien con la tradi-
ción cristiana de pensamiento se percibe con claridad si uno focaliza
su atención allí donde esta concepción se encuentra presente de modo
exacerbado, a saber, en el fundamentalismo. Contrario a lo que es
usualmente creído, el modo de entender las Sagradas Escrituras y la

31
concepción de Dios que de allí deriva, adoptados por el fundamenta-
lismo, no son un retorno a cosmovisiones medievales sostenidas des-
de tiempos inmemoriales dentro del pensamiento cristiano, sino más
bien un quiebre de dicha tradición producido en la Modernidad. Se
trata de una anomalía moderna producida en el seno del cristianismo
por dos eventos característicos de ese periodo histórico: la Reforma y
la Revolución industrial.12
La Reforma instaló la idea de que la Biblia –y no la Iglesia con su
doctrina, tradición y magisterio– era la autoridad final a la que todo
creyente debía apelar. Esto dio lugar a la libre interpretación –esto es,
la interpretación de las Sagradas Escrituras no constreñida ni por la
tradición ni por el magisterio de la Iglesia–, lo que a su vez posibili-
tó que ciertos pasajes bíblicos, específicamente aquéllos del Génesis
donde se relataba la creación del mundo, fuesen interpretados de modo
literal. Los riesgos de esto habían sido señalados ya por San Agustín,
pero como la Reforma sostenía la libre interpretación de la Biblia, ello
posibilitó que algunos en el seno del protestantismo pasasen a leer el
Génesis del modo en que había sido desaconsejado por la tradición.
Señala San Agustín, advirtiendo sobre los peligros de intentar extraer
conocimientos científicos a partir de la lectura literal de las Sagradas
Escrituras:

Usualmente, hasta alguien que no es cristiano sabe algo sobre la tierra y los
cielos, y los otros elementos de este mundo, sobre el movimiento y la órbita
de las estrellas y hasta sobre su tamaño y posiciones relativas, sobre los eclip-
ses predecibles del sol y la luna, sobre los ciclos de los años y las estaciones,
sobre las clases de animales, arbustos, piedras, etcétera, y este conocimiento
lo tienen por cierto a partir de la razón y la experiencia. Ahora bien, es algo
lamentable y peligroso que un infiel oiga a un cristiano, presumiblemente
interpretando la Sagrada Escritura, decir tonterías sobre estos temas; y de-
beríamos por todos los medios evitar una situación tan embarazosa, en la
que la gente percibe tan vasta ignorancia en un cristiano y lo pone en ridícu-
lo. Lo vergonzoso no es tanto que un individuo ignorante sea ridiculizado,
sino que personas que se encuentran fuera de la casa de la fe piensen que
nuestros escritores sagrados tuvieron tales opiniones, y, para gran pérdida

Para explicar las causas que han posibilitado el surgimiento de esta concepción de
12

Dios he seguido lo que sostiene Conor Cunningham (2010).

32
de aquellos por cuya salvación trabajamos arduamente, quienes escribieron
nuestras Escrituras sean criticados y rechazados como hombres ignoran-
tes. Si ellos encuentran que un cristiano está equivocado en un campo que
ellos conocen bien y lo escuchan defendiendo sus tontas opiniones sobre
nuestros libros, ¿cómo van a creer a esos mismos libros en cuestiones con-
cernientes a la resurrección de los muertos, la esperanza en la vida eterna,
y el reino de los cielos, si ellos creen que sus páginas están repletas de
falsedades sobre hechos que ellos mismos han aprendido por la experiencia
y la luz de la razón? Los expositores irresponsables e incompetentes de la
Sagrada Escritura acarrean problemas y sufrimiento a sus hermanos más
inteligentes cuando son atrapados en una de sus dañinas opiniones falsas y
son avergonzados por quienes no están sujetos a la autoridad de nuestros
libros sagrados. Porque, para defender sus completamente tontas y obvia-
mente falsas afirmaciones, ellos tratarán de invocar la Sagrada Escritura
como prueba y hasta recitarán de memoria muchos pasajes que piensan dan
sustento a su posición, aunque ni entienden lo que recitan ni los asuntos
sobres los que formulan sus afirmaciones (Agustín, 1982: 42-43).

El segundo evento que ayudó a la aparición del Dios diseñador en


su variante fundamentalista fue el impacto que tuvo la Revolución
industrial sobre la imagen del mundo y, por ende, sobre la de Dios. La pro-
liferación de maquinarias cada vez más complejas dio apoyo a la idea de
que el mundo en su conjunto no era más que una maquinaria suma-
mente sofisticada. A partir de esta idea, el teólogo inglés William Paley
elaboró una demostración de la existencia de Dios.13 Si el universo es

13
Señala Paley: «In crossing a heath, suppose I pitched my foot against a stone, and
were asked how the stone came to be there; I might possibly answer, that, for anything
I knew to the contrary, it had lain there forever: nor would it perhaps be very easy to
show the absurdity of this answer. But suppose I had found a watch upon the ground,
and it should be inquired how the watch happened to be in that place; I should hardly
think of the answer which I had before given, that for anything I knew, that watch
might have always been there. Yet why should not this answer serve for the watch as
well as for the stone? Why is it not as admissible in the second case, as in the first?
For this reason, and for no other, viz. that, when we come to inspect the watch, we
perceive (what we could not discover in the stone) that its several parts are framed
and put together for a purpose…This mechanism being observed (it requires indeed an
examination of the instrument, and perhaps some previous knowledge of the subject, to
perceive and understand it; but being once, as we have said, observed and understood,)
the inference, we think, is inevitable; that the watch must have had a maker; that there

33
como un mecanismo de relojería en el que diversas partes se encuentran
ordenadas para alcanzar un propósito –el primer ejemplo sobre el que
Paley trabaja es el del órgano visual mostrando cómo todas sus partes
contribuyen para alcanzar el propósito de la visión– debe existir un Ser
Supremo que las haya ordenado para alcanzar su fin, y éste es Dios.
La prueba de la existencia de Dios propuesta por Paley, junto con la
interpretación literal del Génesis, posibilitada por la libre exégesis del tex-
to bíblico defendida por el protestantismo, contribuyó a la aparición de
la concepción del Dios diseñador: si Dios había diseñado el universo tal
como hoy existe –como sostenía Paley– y si el Génesis –interpretado
literalmente– decía cómo lo había hecho, la conclusión era que podía
utilizarse la Sagrada Escritura para avanzar en el conocimiento del
mundo. Lo que se obtenía como resultado era una concepción de Dios
según la cual éste había diseñado y organizado todas las complejas par-
tes que componen a los seres, todo el universo habría sido creado en
seis días –tal como relata el Génesis–, la mujer habría sido creada del
costado del varón, etcétera.
Lo señalado sirve para mostrar que el Dios diseñador, muerto a manos
del darwinismo, no es más que una concepción de Dios presente en una
variante tardía de cristianismo, concepción cuya aparición fue provocada
por eventos característicos de la Modernidad. La concepción de Dios que
entronca con la principal línea de reflexión cristiana –que se remonta hasta
San Agustín– es bien diferente. Considerar las Sagradas Escrituras como
la única fuente de conocimiento –tal como afirma el fundamentalismo– es
algo ajeno a esta tradición que hunde sus raíces en la temprana Edad Media.
Poner lo sagrado al servicio de lo profano no condice con la tradi-
ción de pensamiento cristiana. Esto queda claro si se advierte el distinto

must have existed, at sometimes, and at some place or other, an artificer or artificers,
who formed it for the purpose which we find it actually to answer…» (Paley, 1862:
5-6). Más adelante continúa: «… Does not this, if anything can do it, be speak an artist,
master of his work, acquainted with his materials? ‘Of a thousand other things,’ say the
French academicians, ‘we perceive not the contrivance, because we understand them
only by the effects, of which we know not the causes: but we here treat of a machine,
all the parts whereof are visible; and which need only to be looked upon to discover the
reasons of its motion and action» (Paley, 1862: 25). Y señala en la conclusión, luego de
haber presentado múltiples casos en el mundo natural en donde las partes se encuentran
ordenadas para alcanzar un propósito: «… Therefore one mind hath planned or at least
hath prescribed, a general plan for all these productions. One Being has been concerned
in all» (Paley, 1862: 293).

34
modo en que proceden frente al Génesis los fundamentalistas modernos
y San Agustín. Mientras la lectura literal del Génesis llevada adelante
por los primeros intenta extraer conocimiento científico a través de la
interpretación del texto bíblico, la lectura propuesta por San Agustín
utiliza el conocimiento científico del que disponía en su época para in-
terpretar la Sagrada Escritura. Ello queda claro en su obra De Genesi ad
Litteram. Y John Hammond Taylor, en su comentario a la obra agusti-
niana, pone este extremo de manifiesto cuando señala: «en un trabajo
como este, que incorpora tanto de las teorías científicas del mundo anti-
guo, necesariamente existirán muchos pasajes tediosos de especulación
que ha quedado anticuada y solo puede atraer la curiosidad de un anti-
cuario…» (Taylor, 1982: 7).
Una conclusión semejante puede obtenerse respecto a la concepción
del Dios legislador. El concebir a Dios como fundamento de la unidad
política, cuyos mandatos deben ser impuestos coercitivamente, no es
algo que sea inherente a la doctrina cristiana. Una prueba de ello puede
encontrarse en el hecho de que, como he señalado, tal concepción fue
el producto de la adopción del cristianismo como religión oficial por
parte del Imperio romano. Hasta allí, tres siglos de cristianismo habían
transcurrido sin hacer referencia alguna a esta idea de Dios.
No obstante, no sólo pueden darse razones históricas para romper la
equiparación del Dios legislador con el Dios cristiano. Existen, adicio-
nalmente, razones enraizadas en la doctrina cristiana; éstas, básicamente,
tienen que ver con el modo en que Cristo enfrenta su propia misión en los
Evangelios. Cristo es presentado allí como un mesías espiritual que viene
a salvar del pecado, alejado del prototipo de mesías político que, a lo largo
del tiempo, había desarrollado el pueblo de Israel. El Cristo de los Evan-
gelios aparece como rehusando utilizar tanto el poder político, el poder
económico, como el poder mágico.
El pasaje evangélico en donde surge con claridad el rechazo de Cris-
to a utilizar estos tres tipos de poderes para alcanzar su misión es el de
las tres tentaciones mesiánicas.14 La tentación de utilizar el poder eco-
nómico es simbolizada por el desafío del demonio de que convierta las
piedras en pan. La tentación de utilizar el poder mágico es simbolizada
por la instigación a arrojarse desde lo alto del templo con el objeto de

14
Las tres tentaciones mesiánicas se encuentran relatadas en el Evangelio de San
Lucas, capítulo 4.

35
que los ángeles evitasen la caída. Finalmente, la tentación de utilizar
el poder político es simbolizada por el ofrecimiento, por parte del de-
monio, de controlar todos los reinos de la tierra.15 Con el rechazo de
cada una de las tentaciones, Cristo no se aparta de su misión mesiánica
espiritual: rechaza utilizar el poder económico para llevar adelante su
misión, lo mismo hace con el poder mágico y, lo que es importante para
nuestros fines, utilizar el poder político.
De modo que una de las conclusiones que puede extraerse en lo que
respecta al uso del poder político a partir del pasaje de las tentaciones
mesiánicas es la siguiente: ni Cristo ni su doctrina pueden utilizarse con
el objetivo de alcanzar fines políticos, sea la liberación del pueblo de
Israel del Imperio romano o cualquier otro.16 El Cristo de los Evangelios
no sólo deja claro que su misión no es política, sino espiritual; además

15
Señala Thomas Zanzig, respecto a las enseñanzas que pueden extraerse del relato de
las tentaciones: «… A major lesson from the Gospels is that Jesus flatly rejected the political
and militaristic messiahship that the Jewish people had come to expect. The story of the
three temptations illustrates this point quite well, for it deals with the kinds of power
that Jesus refused to exercise throughout his ministry [.] Economic power. Jesus’ mes-
siahship was not to be based on his ability to provide for the material wants and needs
of the people (symbolized by turning stones into bread). Rather, he came to provide for
the spiritual hunger of the people by proclaiming the word of God, which offers true
life [.] Magical power. Nor was Jesus’ messiahship to be based on magic or tricks done
to impress people and almost force them to believe in him (symbolized by throwing
himself off the top of the Temple and surviving) […] Political power. Finally, Jesus’
messiahship was not to be based on political power (symbolized by the temptation to
worship the devil and control all the kingdoms of the world). Jesus said that God alone
was to be worshiped and that the Reign of God in the world would take place in the
hearts of the people, not in political domination of them» (Zanzig, 2000: 117).
16
Respecto al carácter político de la tercera tentación, ha sido señalado: «The last Mes-
sianic temptation is to political power. The splendour and glory of this world are products
of ambitious human pride with its desire to rule. Jesus’ glory of the Cross stands in stark
contrast. The poor, the oppressed, and the unhappy are drawn by this display of infinite
love that liberates from evil. Jesus, in obedience to the plan of His Father, refuses political
power, the golden calf of this world. Jesus faced this temptation repeatedly. Peter was
called Satan because he wanted Jesus to avoid the Cross (Matthew 16:23). The crowd
also demanded that Jesus come down from the cross (Matthew 27:42). Jesus, by His
command of Sacred Scripture, rebukes Satan and states His intentions to serve exclu-
sively for God’s purpose (Deuteronomy 6:13). Jesus’ obedience reveals Him as the
suffering Servant (Isahia 42-53), the King reigning from the Cross and the instrument
of God’s love for us, which defeats Satan forever» (Majernik, Jan; Ponessa, Joseph y
Manhardt, 2005: 40).

36
rehúsa utilizar el poder político para llevarla a cabo. El mesianismo
político que Cristo rechaza no sólo se refiere a los fines, sino también a
los medios. Intentar utilizar a Cristo o a su doctrina para elaborar pautas
legislativas de aplicación coercitiva –esto es, con fines políticos– es con-
trario a la concepción de Dios y lo sagrado presente en los Evangelios.
Tampoco el Dios moralizador es el Dios vivo del cristianismo. Lo mis-
mo que ha conducido al error puede servir para sacarnos de él. De modo
necesario el Dios cristiano es el sumo bien. En la cosmovisión cristiana
sostener que Dios es malo es casi un sinsentido porque si es Dios, en-
tonces debe ser bueno. No podría ser de otro modo para un Dios que se
presenta como Padre y pone en el rol de hijos al conjunto de los seres
humanos.
Que Dios necesariamente sea bueno en la cosmovisión cristiana es lo
que explica que siempre se presente prescribiendo mandatos morales.
No se trata de que estos mandatos son moralmente correctos porque
Dios los prescribe, sino de que su corrección moral es una prueba de
que Aquél que los prescribe es bondadoso y, por lo tanto, puede ser
Dios. La corrección moral de lo que Dios prescribe sirve como prueba
de que quien realiza la prescripción es bueno y, por ende, es Dios. Si
uno de los atributos del Dios cristiano es su bondad, la corrección moral
de lo que prescribe es una prueba de su divinidad, y no a la inversa. No
es que la divinidad de Dios es la prueba de que lo que prescribe es mo-
ralmente correcto, sino que es la corrección de lo que prescribe lo que
permite entender su bondad y, por ende, su divinidad. La insistencia del
Dios cristiano por prescribir mandatos morales no prueba que se trata
de un Dios moralizador, todo lo contrario. Su insistencia es indicio de
que es un Dios que reclama para sí el atributo de la bondad.
Para ver que éste es el caso, hay que imaginar la siguiente situación:
alguien está escuchando el Sermón de la Montaña, porque ha seguido
a Jesús por espacio de varios meses. Los milagros que ha presenciado
lo han convencido de que posee poderes sobrenaturales aunque no sabe
bien a qué atribuirlos. Jesús toma la palabra y comienza a enseñar a la
multitud diciendo «malditos los pobres y los que lloran, porque no reci-
birán consuelo. Malditos los humildes, porque todo les será arrebatado.
Malditos los compasivos, porque su debilidad sólo merece castigo…».
Si se escuchase de Jesús lo que señala este relato revisado, ¿se seguiría
creyendo que es Dios? ¿No se creería que sus poderes se deben más
bien a que es un ser diabólico antes que divino? Si la respuesta es que

37
no se creería que él es Dios –como espero que sea– entonces la correc-
ción moral de lo que Jesús dice en las Bienaventuranzas es prueba de su
divinidad y no a la inversa.
Jesús utiliza la corrección moral de sus enseñanzas para dar a enten-
der su divinidad. Lo profano es, entonces, puesto al servicio de lo sagra-
do. Quienes se empeñan en utilizar la divinidad de Cristo para que sus
palabras y acciones prueben la corrección moral de alguna prescripción
hacen exactamente lo contrario.
Lo que acabo de señalar tal vez pueda ser explicado desde otra perspec-
tiva, tomando como punto de partida el reciente trabajo de Ronald Dwor-
kin acerca de su modo de concebir la religión17. De acuerdo con Dworkin
toda religión teísta –que afirma la existencia de Dios y busca establecer un
vínculo con Él– contiene necesariamente una parte moral referida a valores
que determinan el modo correcto de comportarnos.18
El objetivo de Dworkin es mostrar que la parte valorativa de la re-
ligión es independiente de la creencia en Dios que caracteriza a los
teísmos. Para alcanzar este objetivo apela a lo que denomina el princi-
pio humeano, según el cual existe una distinción tajante entre hechos y
valores. Si éste es el caso, y la existencia de Dios y sus prescripciones
son hechos, no puede derivarse de ellas ningún valor o prescripción
moral. La parte valorativa que contienen las religiones teístas es nece-
sariamente independiente de su afirmación de que Dios existe o de que
ha dictado ciertos mandatos.
Como Dworkin piensa que lo propio de la actitud religiosa frente al
mundo viene dado por la parte valorativa de las religiones –en especí-
fico, por sostener que la vida humana y el universo son objetivamente
valiosos– es del todo posible que alguien posea una religión sin Dios; es
decir, es posible que alguien no crea que Dios existe ni que ha dictado

17
Me refiero a su libro publicado de manera póstuma, Religion Without God (Dwor-
kin, 2013).
18
Dworkin sostiene que toda religión teísta debe también contener una parte cien-
tífica que se refiere a cómo es el mundo, cómo ha sido creado, si ha evolucionado o
se mantiene estático, etcétera. Creo que esto es una afirmación errónea que confunde
las afirmaciones científicas –susceptibles de corroboración empírica– con afirmaciones
metafísicas. Aunque existe algún asidero para sostener que todo teísmo contiene al me-
nos una afirmación metafísica –que Dios existe–, no hay ninguna razón para sostener,
tal como hace Dworkin, que todo teísmo contiene afirmaciones acerca de cómo es el
mundo que son empíricamente contrastables.

38
ningún mandato moral y que, sin embargo, comparta con el teísta la
porción valorativa de su religión.
Creo que el principio humeano al que apela Dworkin es correcto y
de él pueden extraerse conclusiones semejantes a las que he sugerido en el
texto. Si uno interpreta la actitud religiosa reduciéndola a creencias valora-
tivas, tal como hace Dworkin, es posible presentar la tesis que he defendido
de una manera diferente. Si la religión se reduce a un conjunto de valores
morales, de modo que ahora es posible tener una religión sin Dios, el Dios
vivo del cristianismo, que no puede ser utilizado para fines profanos, ni
siquiera para fines moralizantes, es un Dios sin religión.19
Por último, es necesario destacar que la posición de que la bondad
es un atributo esencial de la concepción de Dios no es pacíficamen-
te aceptada.20 Algunos filósofos, como Baruch Spinoza, han propuesto
remover este atributo de la idea de divinidad. Según él, los autores bí-
blicos «... imaginaron a Dios como un dador de reglas, un legislador, un
rey, misericordioso, justo, etcétera, a pesar del hecho que todos estos son
meramente atributos de la naturaleza humana completamente ajenos a la
naturaleza divina» (Spinoza, 2007: 63). Siguiendo este mismo camino,
Ludwig Feuerbach concluirá que todos los atributos de Dios –ya no sólo
su bondad– pertenecen a la esencia-especie humana de la que Dios no
es más que una representación. En Feuerbach, Dios es utilizado como
un mero espejo en donde vernos reflejados.21
Dios puede ser concebido por una inteligencia humana sólo a partir
de atributos que le son asequibles, siendo uno de ellos su bondad. A
partir de este hecho incontrovertible, Feuerbach extrae una conclusión
extrema y equivocada: que todos los atributos con los que una mente
humana concibe a Dios deben ser meras proyecciones humanas. Dios
no es más que un espacio simbólico donde los hombres hemos hipos-
tasiado los atributos valiosos de nuestra propia especie. Empero, que

19
He presentado este argumento de modo más extenso en mi reseña God Without
Religion (Seleme, 2014).
20
Agradezco a María Guadalupe Martínez Alles el haberme hecho notar la necesi-
dad de abordar esta cuestión.
21
Para Feuerbach, «la religión es el eco de la naturaleza humana, reflejada en sí misma
[...] Dios es el espejo del hombre» (Feuerbach, 1881: 63). Por esta razón, Feuerbach prefería
que su posición fuese presentada bajo el rótulo de «antropoteísmo», en lugar de utilizar
el más conocido de «ateísmo». Agradezco a Diego Botana por hacerme ver que era
oportuno incluir esta referencia a Feuerbach.

39
podamos concebir y entender a Dios en lo que nos es cercano y seme-
jante –por caso, su bondad– no implica que hayamos creado a Dios a
nuestra imagen y semejanza, como Feuerbach concluye.

Conclusión

Existen tres concepciones de Dios que a lo largo del tiempo han sido
sostenidas por algunos cristianos. Tal como piensan sus detractores, és-
tas han sido aliadas de la ignorancia, la intolerancia y el infantilismo
moral. No obstante, existen razones para cuestionar la equiparación
entre estas concepciones y la abrazada por el cristianismo. El Dios del
cristianismo no es uno que pueda ser utilizado para fines profanos, sean
éstos científicos, morales o políticos. Los cristianos no tienen nada que
lamentar en la muerte de estos tres falsos Dioses.
La desaparición progresiva de nuestro entorno cultural de estas fal-
sas concepciones de Dios no sólo debe ser vista con beneplácito por
quienes no profesan ninguna creencia religiosa, sino también por quie-
nes se adhieren a las creencias cristianas. Gran parte de aquéllos que se
han alejado del cristianismo lo han hecho espantados por estos Dioses
falsos. Su desaparición tal vez deje paso a que el Dios vivo del cristia-
nismo pueda ser presentado por quienes creen en Él y, una vez percibido
por quienes lo han abandonado, vuelvan a seguirlo. Si esto último no
sucede, quienes no creen en Él al menos habrán comprendido que el
cristianismo no es una amenaza para el avance de la ciencia, la toleran-
cia política o la reflexión moral.

40
Capítulo II

El Dios muerto de la ciencia

Introducción

El Dios útil para hacer avanzar en el conocimiento del mundo, tal como
he señalado, ha muerto a manos de la ciencia moderna. La utiliza-
ción de lo sagrado, Dios o su palabra, con fines científicos es hoy casi
unánimemente considerada un error. Tal vez la excepción dentro del
seno del cristianismo sean los fundamentalistas estadounidenses, que
han llevado adelante en las últimas décadas una intensa batalla contra el
evolucionismo darwinista, utilizando a tal fin extractos de las Sagradas
Escrituras en donde se hace referencia al diseño intencional del univer-
so por parte de un ser omnipotente y supremamente inteligente.
La actitud de los fundamentalistas cristianos frente al darwinismo
recuerda el comportamiento de la Iglesia católica con motivo de la con-
dena a Galileo. Utilizar algunos fragmentos del Génesis para oponerse
a la teoría de la evolución (tal como hacen los fundamentalistas) es aná-
logo a la utilización del pasaje del libro de Josué por parte de la Iglesia
para condenar la defensa del heliocentrismo ofrecida por Galileo. Sos-
tener que el Sol no puede estar inmóvil (como sostenía Copérnico en
oposición a Ptolomeo), porque de ser así sería falso el pasaje del libro
de Josué (contenido en los versículos del 12 al 15 del libro 10), donde se
cuenta que Josué le ordenó al Sol detenerse, es análogo a sostener que
la creación del mundo por parte de Dios relatada en el Génesis muestra

41
que la teoría de la evolución es falsa. En ambos casos se trata de una
utilización espuria de lo sagrado.
No obstante, pienso que es una simplificación pensar que todo lo que
está involucrado en la condena de las posiciones de Galileo por parte
de la Iglesia católica y de las tesis evolucionistas por parte de los fun-
damentalistas tiene que ver sólo con esta utilización de lo sagrado con
fines profanos. En el caso de Galileo, las razones que fundaban la con-
dena no sólo eran de índole religiosa, sino que también existían otras
vinculadas con el modo de concebir la tarea de conocer el mundo. Es-
pecíficamente, el modo de hacer ciencia de Galileo se oponía al modelo
aristotélico de hacer astronomía, en el que el conocimiento apriorístico,
y no el experimental o empírico, ocupaba el lugar más destacado.
En el caso de la condena al evolucionismo sucede algo semejante.
Junto con las razones religiosas y la apelación a los textos sagrados, se
encuentran otras que se refieren a diferentes maneras de concebir la ac-
tividad científica. Lo que se encuentra en cuestión aquí es, por un lado,
cuáles son los presupuestos sobre los que descansa la ciencia y, por el
otro, hasta dónde puede extender sus conclusiones. Algunos darwinistas
(y cientificistas en general) piensan que la ciencia presupone sostener
una especie de naturalismo que niega la existencia de cualquier entidad
supranatural; otros piensan que éste no es un presupuesto sino un resul-
tado al que indefectiblemente conduce cualquier indagación científica.
Pienso que el naturalismo es fruto de una actitud tan fundamenta-
lista y equivocada como la de los cristianos que se oponen a la teoría
de la evolución22. Los fundamentalistas religiosos se aferran al Dios
muerto de la ciencia y esto les impide acceder al Dios vivo del cristia-
nismo, que, huelga decir, no puede ser utilizado para fines profanos.
Los fundamentalistas naturalistas creen erróneamente que, por haber
constatado la muerte del Dios de la ciencia, entonces cualquiera que
valore la ciencia como una herramienta para conocer el mundo debe
negar la existencia de Dios. A mostrar dónde reside este último error de-
dicaré parcialmente el presente capítulo. Así como el cristianismo debió
purificarse expurgando al Dios de la ciencia, ésta debe ser purificada del
naturalismo que la vuelve hostil hacia la religión. Utilizar a Dios con

Niles Eldredge denomina ultradarwinistas a quienes piensan que la selección na-


22

tural basta para explicar la evolución (Eldredge, 1995); mientras que Stephen Jay Gould
utiliza el rótulo más expresivo de darwinistas fundamentalistas (Gould, 1997).

42
fines científicos es tan incorrecto como utilizar la ciencia para probar la
inexistencia de Dios.
Con todo, no creo que lo incorrecto de utilizar la ciencia para de-
mostrar que Dios no existe o para mostrar que es irracional afirmar que
Dios existe provenga de lo incorrecto de la conclusión a la que pretende
arribarse, pues utilizar la ciencia para probar que Dios existe me parece
igualmente inadecuado. Pensar que la creencia en Dios es irracional y
debe ser abandonada, a menos que pueda ser probada sobre la base de la
evidencia científica, es la contracara del Dios de la ciencia. En un caso,
se utiliza a Dios para probar o dar sustento a proposiciones o teorías
científicas. En el otro, se utiliza a la evidencia científica para probar y
dar sustento a la creencia en Dios. La otra cara de la profanación de lo
sagrado, utilizándolo con fines científicos, es la divinización de lo profa-
no: justificar la creencia en Dios sobre la base de la evidencia científica,
porque se piensa que cualquier creencia que no satisface este estándar es
irracional y debe ser abandonada, equivale a haber divinizado la ciencia.
Llamar la atención sobre este segundo error es el objetivo adicional de
este capítulo. No se trata de mostrar que las conclusiones alcanzadas por
la ciencia no tienen ninguna cabida en la reflexión teológica; tampoco de
hacer una crítica a la teología natural o a la utilización de las conclusiones
científicas como premisas de este tipo de reflexión teológica. Lo incorrec-
to no es utilizar la ciencia con fines teológicos, sino utilizarla para probar
las creencias religiosas que se poseen. La función de la ciencia no es
probar las creencias religiosas, confiriéndoles un estatus de racionalidad
del que de otra manera carecerían. En su lugar propondré una manera
alternativa de entender el lugar de la ciencia: las conclusiones científicas
deben utilizarse para entender aquello que se cree por fe. Por su parte,
aquello que se cree por fe no se vuelve irracional por el mero hecho de
que no se encuentre respaldado por alguna evidencia científica.
Los objetivos que persigue este capítulo: mostrar que el naturalis-
mo cientificista es falso y que la ciencia no debe utilizarse para probar
las creencias religiosas sólo puede entenderse con la idea de trasfondo
de que el Dios de la ciencia ha muerto. Por un lado, dado lo extendida
que se encuentra la idea de que utilizar a Dios con fines científicos es
errónea, es importante mostrar que esto no equivale a sostener una posi-
ción naturalista, según la cual la ciencia debe presuponer o concluir que
Dios no existe. Por el otro, dado el prestigio del que goza la ciencia, es
importante mostrar que la misma no debe ser utilizada para probar la

43
existencia de Dios ni las creencias religiosas en general –so pena de que
dichas creencias sean irracionales–, sino para entender lo que se cree
por fe. Utilizar a Dios para probar conclusiones científicas o a la ciencia
para probar las creencias sobre lo sagrado son dos actos equivalentes
de profanación. En ambos supuestos lo sagrado es sacado de su lugar.

Evidencia racional y creencia religiosa

El carácter que poseen las creencias religiosas ha sido objeto de un inten-


so debate. El problema ha girado en torno a si el carácter de las creencias
religiosas es semejante al de las proposiciones científicas. Específicamen-
te, si aquello que respalda y justifica las creencias religiosas es el mismo
tipo de evidencia que justifica y da respaldo a los enunciados científicos.
Quienes han intervenido en el debate han estado interesados, en última
instancia, en determinar si las creencias religiosas son racionales y, si
éste es el caso, de dónde obtienen dicho estatus.
De acuerdo con una de las posiciones en este debate, las creencias
religiosas poseen el mismo fundamento que las proposiciones científi-
cas. Para esta concepción, denominada evidencialismo, el mismo tipo
de evidencia que es apto para justificar las proposiciones científicas lo
es para dar sustento a las creencias religiosas. Resumido en un eslogan:
«si la evidencia científica no respalda las creencias religiosas, entonces
se trata de creencias irracionales».
La conclusión previa es alcanzada por uno de los adherentes contem-
poráneos a la concepción evidencialista: John Mackie, quien sostiene
que la evidencia y argumentos que justifican las creencias religiosas
son de la misma clase que los utilizados por la ciencia. Adicionalmen-
te, afirma que no existe ningún cuerpo de evidencia de este tipo que
funcione como respaldo de dichas creencias; sostenerlas, concluye, es
irracional (Mackie, 1982). Mackie se encarga de desmontar los argu-
mentos usualmente utilizados para justificar la creencia religiosa en la
existencia de Dios: la apelación a eventos milagrosos, el argumento
ontológico, el argumento cosmológico, entre otros.
Como es obvio, no hay nada que comprometa el evidencialismo,
acerca de las creencias religiosas, con el ateísmo. Algunos de los pri-
meros evidencialistas modernos, como Descartes, Locke o Leibniz,
consideraban que las creencias religiosas se encontraban firmemente

44
fundadas. Lo mismo puede señalarse de algunos de sus representan-
tes contemporáneos, como Richard Swinburne, quien ha ofrecido un
sofisticado argumento cosmológico que, a diferencia de sus versiones
clásicas, que intentan mostrar que es incoherente sostener a la vez que
un universo complejo como el nuestro existe mientras que Dios no,
no posee carácter deductivo sino inductivo. Lo que su argumento cos-
mológico se propone es aumentar la probabilidad de que sea verdad
la proposición de que Dios existe. Este argumento, en conjunción con
otros que él mismo ofrece, tienen el efecto acumulativo de mostrar que
la proposición que afirma la existencia de Dios tiene más probabilidad
de ser verdad que aquélla que la niega (Swinburne, 1979, 1996).23
Esta manera de concebir las creencias religiosas trae aparejado un
modo de concebir la tarea de la teología natural, cuya función es ofrecer
evidencias que den sustento racional a las creencias religiosas; debe,
por ejemplo, dar pruebas de la existencia de Dios. Sin embargo, los teís-
tas evidencialistas discrepan en el carácter –deductivo o inductivo– que
debe poseer este actividad probatoria. Algunos neotomistas (pertenecien-
tes a la denominada tercera escolástica) consideran que debe probarse de
manera deductiva la existencia de Dios para que la creencia se encuentre
racionalmente justificada, tarea que incluye la de desmontar las objecio-
nes que han sido formuladas en contra de la verdad de dicha proposición
(Craig, 1979; Braine, 1988; Miller, 1991). Otros teólogos, como el recién
mencionado Swinburne o Basil Mitchel (1973), sostienen que la teología
natural debe aspirar a buscar evidencia que muestre que es probable que
las creencias religiosas sean verdaderas. El enfoque sigue siendo eviden-
cialista, pero sin creer posible acceder a evidencia concluyente.
Una posición diferente al evidencialismo, en relación con las creencias
religiosas, es la sostenida por quienes piensan que las mismas poseen fun-
damentos diferentes de aquéllos que le dan sustento a las proposiciones
científicas; así entonces, las creencias religiosas no reciben su justificación
de la evidencia racional. El representante clásico de esta concepción es San-
to Tomás de Aquino, aunque ha habido adherentes contemporáneos como
Alston o Plantinga (Alston, 1991; Plantinga, 2000). Las razones por las
que Santo Tomás adopta esta tesitura son variadas. En primer lugar, op-

23
Todas la obras de Swinburne son eslabones de un argumento que intenta mostrar
que es probable que Dios se haya encarnado en Jesús. El último eslabón de este argu-
mento es su libro Was Jesus God? (2008).

45
tar por una posición evidencialista, según la cual el único acceso epis-
témicamente justificado a la creencia de que Dios existe es a través de
la argumentación racional a partir de evidencias, dejaría a muy pocas
personas con la posibilidad de acceder a dicho conocimiento: sólo unos
pocos instruidos tendrían acceso a una creencia que es indispensable
para el bienestar humano (Tomás, 2010; 1996). En segundo lugar, y
vinculado con lo anterior, piensa que todos los seres humanos posee-
mos una aptitud natural para conocer acerca de la existencia de Dios
(Tomás, 1979).
Plantinga ha sido quien, entre los filósofos contemporáneos, se ha
encargado, por un lado, de mostrar la continuidad que existe entre Santo
Tomás y las posiciones presentadas por Calvino en The Institutes of the
Christian Religion y, por el otro, de elaborar un modelo no evidencia-
lista para justificar las creencias religiosas que capturen las intuiciones
de sus dos predecesores. Para alcanzar este objetivo ha llevado adelante
dos tareas igualmente importantes: mostrar que el evidencialismo es
autocontradictorio y, en segundo lugar, presentar una opción no eviden-
cialista que aparezca como plausible y atractiva.
En relación con la primera tarea, Plantinga ha elaborado un argumento
en contra de lo que considera la premisa básica del evidencialismo, la
cual es una conjunción de una tesis que afirma el carácter fundacionista
de la estructura noética de cualquier persona racional –según la cual exis-
ten creencias básicas y no básicas, y éstas deben encontrarse fundadas
en aquéllas– con una tesis que afirma que una creencia es básica para
un individuo si es para él autoevidente, incorregible o evidente para sus
sentidos. Así, por ejemplo, la creencia de que 2+3 es igual a 5 es auto-
evidente para alguien como yo e imagino que también para alguien como
quien lee. La creencia de que alguien cree que le parece estar viendo una
rata rosa es incorregible para él. La creencia de que estoy escribiendo este
párrafo es evidente para mis sentidos. Luego entonces, de acuerdo con
el fundacionismo, en la base de nuestra estructura noética se encuentran
este tipo de creencias y es racional tener creencias de otro tipo sólo si se
encuentran fundadas en ellas. Estas creencias básicas son la evidencia so-
bre la que cualquier otra creencia no básica (incluida la creencia en Dios)
debe asentarse para estar justificada.24

Considero que este modo de conceptualizar al evidencialismo (como una especie


24

de fundacionismo) no es extendible a versiones contemporáeas como las de Swinburne.

46
Dado que el argumento antifundacionista de Plantinga es complejo, no
puedo aquí presentar más que una versión estilizada. Éste, básicamente,
muestra que el fundacionismo así concebido es inconsistente, porque el
propio criterio fundacionista –que señala que una creencia es básica en los
tres supuestos antes mencionados y que toda creencia no básica debe estar
asentada sobre una creencia básica– no es autoevidente ni incorregible ni
evidente para los sentidos; ni tampoco existe una prueba ofrecida por los
evidencialistas que muestre que se encuentra fundado en algunas de nues-
tras creencias básicas (Plantinga, 1983). Además, el criterio para determinar
cuándo una creencia es básica es excesivamente restringido, de tal suerte
que creencias tales como que existen otras mentes o que el pasado existió
son básicas en nuestra estructura noética, aunque no satisfacen ninguno de
los tres estándares propuestos por los fundacionistas.
En lugar de este enfoque fundacionista-evidencialista sobre las creen-
cias religiosas, Plantinga propone uno no evidencialista inspirado en
Santo Tomás y Juan Calvino. La intuición básica que el modelo intenta
articular es que existe una «... tendencia humana natural, una disposición,
una inclinación a formar creencias sobre Dios bajo ciertas condiciones y
en ciertas circunstancias…» (Plantinga, 2000: 171). Existe un «sentido de
la divinidad» –en palabras de Calvino– que en determinadas circunstancias
hace que se forme en nosotros la creencia en Dios. Esta creencia no es algo
que elegimos tener, sino que se forma en nosotros del mismo modo que,
debido a nuestras facultades sensoriales, se desarrollan nuestras creencias
perceptuales.25

El evidencialismo defendido por Swinburne no creo que caiga presa de la inconsisten-


cia que Plantinga denuncia en el fundacionismo. El «principio de credulidad» al que
hace referencia Swinburne no sufriría de la inconsistencia que Plantinga encuentra en
las versiones de evidencialismo que analiza.
25. El objetivo de Plantinga (2000) no es probar que su modelo no evidencialista
(funcionalista) es verdadero; su aspiración es más modesta, simplemente intenta mos-
trar que es «epistémicamente posible» y que si el cristianismo es verdadero, entonces el
modelo, probablemente, también lo es.
Este objetivo modesto se explica por la finalidad que persigue la obra de Plantinga.
En sus propias palabras, es un intento de refutar lo que denomina objeciones de jure a
las creencias religiosas –específicamente las cristianas–, dado que pretenden mostrar la
irracionalidad de tales creencias sin tener que entrar a la cuestión de si son verdaderas o
falsas. El caso paradigmático de una objeción de jure es la montada por Freud y Marx.
Mientras el primero ve las creencias religiosas como una ilusión producto de una clase
de wishful thinking, Marx piensa que son producidas por ciertos problemas sociales.

47
Entre las circunstancias que provocan la creencia en Dios pueden
enumerarse el carácter majestuoso del universo, la belleza de un atardecer
soleado, la sensación de desaprobación divina cuando se ha hecho algo
incorrecto, la sensación de perdón divino cuando al mal realizado so-
breviene el arrepentimiento, la búsqueda de auxilio divino cuando nos
encontramos en situaciones de extremo peligro. No es el caso que, a
partir de estos datos, construyamos una prueba cuya conclusión sea que
Dios existe; del mismo modo que la creencia de que el mundo existe no
es la conclusión de una prueba elaborada a partir de los datos empíricos
que obtenemos de nuestras facultades sensoriales. Enfrentados a ciertas
experiencias sensoriales desarrollamos de manera inmediata –sin apoyar-
nos en otras proposiciones que creemos de manera previa– la creencia de
que los objetos de esas experiencias existen. De igual manera, enfrenta-
dos a ciertas experiencias como las señaladas desarrollamos de manera
inmediata la creencia de que Dios existe (Plantinga, 2000: 174-175).
De acuerdo con Plantinga, el fundacionismo evidencialista es auto-
contradictorio y no sirve para capturar la manera en que desarrollamos
nuestras creencias religiosas. La creencia en Dios es una creencia básica,
en el sentido de que no la desarrollamos como fruto de una prueba que
adopta como premisas otras proposiciones. Al contemplar la belleza de
un atardecer no elaboramos una prueba en el sentido de que si exis-
ten objetos que poseen algún grado de belleza entonces debe existir
la belleza suprema de la cual ellos participan y, entonces, concluimos
que esa suma belleza es Dios. Por el contrario, cuando percibimos la
belleza del atardecer de manera inmediata aparece en nosotros una
tendencia natural a creer que Dios existe. La creencia es el fruto del
funcionamiento de una facultad cognitiva.
La creencia en Dios, por lo tanto, no sólo es básica, sino que además
está justificada en el sentido de que «... se encuentra formada por una
facultad cognitiva funcionando correctamente en un ambiente episté-
mico adecuado…» (Plantinga, 2000: 184). De esta manera es posible
comprender en qué sentido la creencia en Dios es racional: no obtiene

Plantinga intenta mostrar que si Dios existe, y los seres humanos tenemos una ten-
dencia a formar creencias religiosas –un sentido de la divinidad, digamos–, entonces
es probable que las creencias religiosas se encuentren fundadas por el hecho de ser el
producto de una facultad cognitiva dirigida a la verdad. Si esto es cierto, el único modo
de cuestionar la racionalidad de las creencias religiosas es embarcarse en un intento por
probar su falsedad. Las objeciones de jure, por tanto, no pueden tener éxito.

48
este carácter por estar fundada en proposiciones o creencias más bá-
sicas de las cuales se sigue, como la conclusión de un razonamiento
correcto; es racional porque es fruto del correcto funcionamiento de una
facultad cognitiva en ciertas circunstancias y condiciones.26
Entre las condiciones que deben darse para que el funcionamiento
correcto de una facultad cognitiva haga que la creencia que produce se
encuentre debidamente fundada, se encuentra una que es fundamental:
deben estar diseñadas para alcanzar la verdad en el ambiente que les es
apropiado. Así, por ejemplo, nuestras facultades sensoriales están dise-
ñadas para funcionar en ciertas condiciones prevalecientes en la Tierra y
para alcanzar creencias verdaderas (Plantinga, 2000: 156). Los naturalis-
tas, por su parte, piensan que este diseño ha sido el producto de un ciego
proceso evolutivo. Plantinga, por el contrario, sostiene que detrás de la
evolución se encuentra el designio divino.27
Esta manera no evidencialista de concebir cuando una creencia reli-
giosa se encuentra justificada, trae aparejada una manera de concebir la
teología natural que recoge mejor la idea que propongo en el texto de
no profanar lo sagrado utilizándolo con fines científicos, ni sacralizar la
evidencia racional o el razonamiento científico haciendo que las creen-
cias religiosas sólo estén justificadas si se apoyan en ellos; la teología
natural sólo aspira a ofrecer argumentos para intentar comprender las
creencias religiosas que se poseen y que es racional poseer aun si no
existe ninguna prueba que las respalde.28

26
El criterio completo para determinar cuando una creencia se encuentra justificada
es más complejo de lo que he señalado en el cuerpo del texto. En primer lugar, Plan-
tinga cree que existen «derrotadores» de las creencias, que se han formado del modo
señalado. Si estos «derrotadores» no existen, una creencia está justificada cuando se
corroboran los siguientes extremos: a) es el producto de una facultad cognitiva que
funciona de manera adecuada, b) existe un entorno cognitivo que es aquél para el cual la
facultad fue diseñada, c) de acuerdo con un plan de diseño que tenía por objetivo la pro-
ducción de creencias verdaderas y d) existe una alta probabilidad estadística de que las
creencias producidas por la facultad cognitiva sean verdaderas (Plantinga, 2000: 194).
27
Volveré sobre este asunto en la siguiente sección.
28
Una complejidad adicional que no abordo aquí se refiere a los efectos del pecado
sobre el funcionamiento de las facultades cognitivas, específicamente el «sentido de la
divinidad». El hecho de que esta facultad se encuentre dañada por el pecado justifica
otorgarle una función auxiliar al ejercicio de la razón en su búsqueda de Dios. Los
argumentos racionales vendrían a completar la tarea que el «sentido de la divinidad»,
menoscabado, no puede realizar.

49
Concebir la racionalidad teológica de este modo no es novedoso.
Su origen puede rastrearse hasta San Anselmo, en el siglo xi, para
quien hacer descansar las creencias religiosas sobre los argumentos
y evidencias racionales es inaceptable, ya que implica cometer el
pecado de presunción.29 Es por este motivo que en el “Proslogión”
comienza por dar gracias a Dios por haber imprimido en él su imagen
o creencia, para luego abocarse a la tarea de entender lo que cree. Dice
de sí mismo y la empresa teológica a la que se encuentra entregado:
«no busco tampoco entender para creer, sino que creo para entender.
Pues creo también esto: que si no creyera no entendería» (Anselmo,
1998: 100). Las denominadas «pruebas» de la existencia de Dios no lo
son en ningún sentido, sino sólo un tipo de intento de entender lo que
se cree y de acomodar las creencias religiosas en el entramado más
complejo de creencias que cada uno posee.
Es sintomático el hecho de que el creador de las «pruebas» más
famosas de la existencia de Dios, Santo Tomás, nunca utilizase esta
terminología para designarlas. Por el contrario, Santo Tomás las de-
nomina «vías»; esto es, caminos para entender lo que se cree. Lo que
mueve su empresa no es brindar una justificación racional –una «prue-
ba»– de las creencias religiosas que de otro modo serían irracionales o
injustificadas, pues las creencias religiosas están justificadas por ser el
fruto de una facultad cognitiva funcionando de modo adecuado. La re-
flexión racional no busca, pues, dotar a las creencias religiosas de una
justificación racional de la cual carecen, su objetivo es más modesto
y subordinado: simplemente busca entender las creencias religiosas
racionalmente justificadas.
Las «vías» comenzaron a ser denominadas «pruebas» sólo cuando
el éxito de la racionalidad científica llevó a pensar que las creencias
religiosas se encontraban injustificadas, a menos que descansasen
sobre el mismo tipo de evidencia y argumentos sobre los que des-
cansaban las conclusiones alcanzadas por la ciencia. La teología na-
tural dejó de intentar entender las creencias religiosas –que obtenían
su justificación racional de manera independiente– y pasó a tratar

29
Esta falta posee dos variantes. En una, el ser humano presume de sus capacidades y
niega la acción divina. En la otra, el ser humano presume de las capacidades de Dios, es-
pecíficamente de su omnipotencia y misericordia, y espera obtener el perdón sin arrepen-
timiento ni esfuerzo personal. San Anselmo hace referencia al primer tipo de presunción.

50
de probarlas o justificarlas sobre la base de otras proposiciones más
básicas.30
Así pues, tanto si el Dios diseñador se utiliza como premisa de un argu-
mento científico cuyo objetivo es avanzar en nuestro conocimiento sobre
el mundo, como si aparece en la conclusión de un argumento o «prueba»
construido a partir de proposiciones científicas, lo sagrado es sacado de su
lugar: en ambos casos se le está subordinando a lo profano. El presupues-
to común en ambos movimientos es que sólo la racionalidad científica
posee valor. Éste es el motivo último por el que los fundamentalistas
utilizan a Dios y las creencias religiosas como una mera herramienta
para obtener conclusiones científicas. Pero también es el motivo del
movimiento contrario, que conduce a sostener que la creencia en Dios y
las creencias religiosas sólo obtienen su justificación de la racionalidad
científica.
El primer error es casi universalmente percibido. Así, por ejemplo, a
nadie le parece hoy correcta la apelación de Newton a Dios para expli-
car que las órbitas planetarias no decaigan. Esta apelación a Dios para
mantener el diseño del cosmos hoy nos parece simplemente ciencia es-
puria o mala ciencia. Sin embargo, no sucede lo mismo con el segundo
error, sobre el que he intentado llamar la atención en esta sección. Por
algún motivo muchas personas que ven la estrategia de Newton como
síntoma del estadio de inmadurez en que se encontraba la ciencia en
aquel entonces siguen pensando que es posible probar la existencia de
Dios a partir del diseño que descubren en el cosmos. Imaginan que si no
ofrecen algún tipo de prueba racional, entonces es su creencia religiosa
la que sufre de alguna inmadurez.
He intentado mostrar que hay alternativa, una según la cual la creen-
cia en Dios no obtiene su racionalidad a partir de la evidencia colectada
o las pruebas ofrecidas. La función de la razón es aquí la de entender,
no la de probar. La religión sale así purificada por partida doble. Las
creencias religiosas no son utilizadas por la ciencia como una especie

30
Etienne Gilson ha sido quien más se ha esforzado por corregir la lectura de Santo
Tomás, a quien le atribuye el intento de «probar» la existencia de Dios. Señala, haciendo
explícito el objetivo: «me gustaría creer que, después de conocerlas (a las demostracio-
nes de la existencia de Dios), alguno de mis lectores hubiera entendido al menos lo que
quiero decir cuando expreso que la existencia de Dios no puede ser demostrada. Nadie
sabe realmente que esto no puede hacerse si antes no comprende al menos lo que habría
que hacer» (lo agregado entre paréntesis me pertenece) (Gilson, 1945: 22).

51
de muleta de la que puede librarse una vez que madura. La racionalidad
científica no es vista como el último tribunal de la razón que determi-
na si las creencias religiosas son injustificadas, inmaduras y deben ser
abandonadas.

Pura ciencia

El Dios de la ciencia, de la que el cristianismo debe ser expurgado,


posee dos manifestaciones. La primera, más evidente, es la del Dios
útil que sirve para fundar conclusiones científicas. La segunda, que he
intentado poner de manifiesto en la última sección, es la del Dios cuya
existencia puede ser probada a través del mero ejercicio de la razón. El
error del cual el cristianismo debe ser limpiado no es otro que la profa-
nación de lo sagrado, subordinándolo a lo profano.
La tarea de purificación, sin embargo, no debe detenerse en el cris-
tianismo, sino que es necesario extenderla a la ciencia. Así como el
cristianismo debe ser limpiado de sus componentes científicos, la cien-
cia debe ser purificada de sus componentes religiosos. Específicamente,
debe expurgársela del naturalismo que afirma que las únicas entidades
existentes son aquéllas asequibles a los métodos de la ciencia.31 Esta va-
riante de fundamentalismo cree que existe una tensión inherente entre
el pensamiento científico y las creencias religiosas, a las que es hostil.32
Utilizar a Dios con fines científicos –como hacen los fudamentalistas
cristianos– es tan incorrecto como utilizar la ciencia con objetivos reli-
giosos –como hacen los fundamentalistas naturalistas.
En parte, lo que ha conducido a los fundamentalistas naturalistas a
sostener que existe una tensión entre la ciencia y el cristianismo ha sido
el aceptar la visión de éste ofrecida por los fundamentalistas cristianos.

31
Existe una versión más general de naturalismo que afirma que no existe ninguna
entidad supranatural o supraempírica. Esto deja abierta la posibilidad de que existan
entidades que, a pesar de no ser supraempíricas, no son asequibles a la ciencia.
32
Stephen Gould señala que el mismo Darwin creía que la selección natural no era
el único proceso de modificación de las especies. Los datos recientes obtenidos por la
genética poblacional, la biología evolutiva y la paleontología parecen confirmarlo. Sin
embargo, los fundamentalistas –entre los que ubica a Richard Dawkins y Daniel Den-
nett– no sólo desconocen estos datos y las propias advertencias de Darwin, sino que están
empeñados en explicar cualquier cosa a través de la selección natural (Gould, 1997).

52
Tanto los fundamentalistas cristianos como los naturalistas comparten
la idea de que la teoría de la evolución es incompatible con la doctrina
cristiana. Lo que cambia en ambas variantes de fundamentalismo es
qué extremo del conflicto se considera el triunfante. Los fundamen-
talistas cristianos piensan que la teoría de la evolución es la que sale
derrotada; los fundamentalistas naturalistas piensan que el derrotado es
el cristianismo.
Los fundamentalistas cristianos piensan que los seres humanos y la
diversidad de especies han sido diseñados siguiendo un plan divino.
Los fundamentalistas naturalistas piensan que no existe ningún diseño
inteligente, la diversidad de especies es meramente el producto de la
selección natural que opera a partir de variaciones genéticas azarosas;
en consecuencia, concluyen, no existe detrás de la diversificación de las
especies y la aparición del género humano ningún «diseñador» ni ningún
plan, todo es meramente fruto del azar (Dawkins, 1986: 5). La principal
«prueba» de la existencia de Dios –el aparente orden que percibimos
en el mundo natural– es sólo fruto de dos fuerzas que no poseen ningún
propósito: mutación genética y selección natural.
Como es obvio, la afirmación de que no existe ninguna entidad su-
prasensible no puede ser científica; el naturalismo, por lo tanto, no es
una doctrina que pueda ser validada utilizando los métodos de la cien-
cia, se trata de una doctrina metafísica o filosófica que posee el mismo
alcance y cumple funciones semejantes a las creencias religiosas. Natu-
ralistas como Richard Dawkins o Daniel Dennett aspiran a responder
preguntas últimas referidas a la naturaleza del cosmos, el propósito de
la vida humana, la existencia de vida después de la muerte, el problema
del mal, etcétera. La idea extendida de que el naturalismo es parte de
la ciencia se debe principalmente a un equívoco: algunos han sido con-
ducidos a esta conclusión por una especie de constatación sociológica;
aunque no les pasa desapercibido que el naturalismo es una cosmovi-
sión que excede el ámbito de la ciencia, piensan que la mayor parte de
los individuos que ayudaron a desarrollar la ciencia moderna poseía
esta cosmovisión. El naturalismo no es, pues, una doctrina científica,
sino una doctrina filosófica, pero es la cosmovisión filosófica que ayu-
dó al surgimiento y expansión del pensamiento científico.

53
Sin duda se trata de un error que es fácil de desenmascarar. La mayoría
de los precursores del pensamieto científico –por ejemplo, Copérnico,33
Galileo,34 Kepler35 y Newton– eran cristianos convencidos. Aun Newton,
que defendía posiciones religiosas heterodoxas, era en última instancia
un cristiano36. La revolución científica se produjo en la Europa cristia-
na –y no en otras latitudes–, en parte porque allí el cristianismo había
esparcido la creencia de que Dios, por un lado, había creado un mundo
regulado por leyes y, por otro, había creado al ser humano a su imagen
y semejanza; en consecuencia, que los seres humanos poseyesen una in-
teligencia semejante a la divina los volvía aptos para descubrir las leyes
que la inteligencia divina había imprimido al cosmos.
En consecuencia, la vinculación sociológica entre naturalismo y cien-
cia es falsa por partida doble: por un lado, quienes ayudaron a concebir
y expandir el método científico no sólo no eran naturalistas, sino que
profesaban seriamente convicciones religiosas cristianas. Por el otro, el
entorno cultural que permitió la eclosión de la revolución científica en
Europa tenía ingredientes propios de la cosmovisión cristiana del mundo.
La segunda razón por la que algunos piensan que la ciencia se encuentra
vinculada con posiciones naturalistas es por la creencia de que entre am-
bas posiciones existe una especie de compatibilidad que no se da entre la

33
Copérnico fue canónigo de la catedral de Frombork.
34
Galileo no sólo era cristiano, sino que elaboró una respuesta a la pregunta de cómo
el cristianismo debía relacionarse con la ciencia. En la Letter to the Grand Duchess
Christina (Galileo, 1615), sostiene que la Biblia es un texto fruto de la inspiración
divina, no puede, por lo tanto, contener afirmaciones erróneas. Cuando aparece una
contradicción entre las verdades científicas y la interpretación usualmente ofrecida de
algún pasaje bíblico, entonces debe elaborarse una nueva interpretación que lo vuelva
compatible con la verdad científica.
35
Kepler estudió Teología en la Universidad de Tübingen. Sostenía que Dios no sólo
se expresaba a través de las Sagradas Escrituras, sino también en las regularidades de la
naturaleza, que podían ser descubiertas a través del intelecto humano. Su convicción de
que el universo respondía a regularidades geométricas, y el empleo de los cinco polie-
dros regulares para descubrirlas, tenía sustento en sus creencias religiosas.
36
La principal discrepancia de Newton con las versiones ortodoxas del cristianismo
se refiere a la Trinidad. Newton pensaba que el cristianismo había sido corrompido en
el siglo iv con la introducción de la doctrina tardía que afirmaba el carácter trinitario de
la Divinidad. Al parecer esta lectura del cristianismo era también compartida por John
Locke, a quien Newton se la hizo conocer a través de una carta (Newton, 2008: 83-129) .

54
ciencia y las posiciones metafísicas o religiosas que afirman la existencia
de entidades suprasensibles. Quienes abogan por vincular la ciencia con el
naturalismo de esta manera afirman específicamente que creer que Dios es
el último responsable de la existencia del cosmos es incompatible con las
conclusiones obtenidas por la ciencia; específicamente, con la teoría de la
evolución.
Dos tipos de respuestas han sido dirigidas en contra de esta manera de
vincular la ciencia con el naturalismo. La primera ha estado orientada a
mostrar que –contrario a lo que sostiene el argumento naturalista– no
existe incompatibilidad alguna entre la teoría de la evolución y la creen-
cia religiosa en la existencia de Dios. Cuando la teoría de la evolución
afirma que la diversidad de especies se explica por mutaciones gené-
ticas azarosas y selección natural, simplemente quiere poner de mani-
fiesto que las adaptaciones producidas a través de la selección natural
no responden a las necesidades que un determinado organismo tiene
conforme cierto entorno ni a sus planes: las adaptaciones no responden
a los fines o necesidades que posee el organismo que las recibe. Inter-
pretada de esta manera, la teoría es compatible con la afirmación de que
Dios existe y es la causa última de las mutaciones genéticas que luego
dan lugar a la selección natural. La teoría de la evolución, como no po-
dría ser de otro modo, ni afirma ni niega la existencia de Dios.
Esta primera respuesta enfrenta una variante de procesismo ateo
con otra que afirma la existencia de Dios. Ambas coinciden en que la
realidad es mudable y cambiante. Ambas acuerdan en que lo real evo-
luciona. Sin embargo, para el procesismo ateo los cambios operados
por la realidad no persiguen ningún objetivo o fin. Según esta forma de
procesismo secular, la naturaleza se basta a sí misma. En cambio, para
el procesismo teológico37 la evolución responde a un designio divino:
Dios utiliza la evolución para alcanzar sus fines.38

37
De acuerdo con el procesismo teológico Dios se encuentra involucrado en los pro-
cesos histórico-temporales y es afectado por éstos. Uno de los precursores de este tipo
de corrientes es Alfred North Whitehead (1997).
38
Un representante paradigmático de esta visión es Teilhard de Chardin, quien
adopta una especie de panpsiquismo con el objetivo de evitar el problema de la discon-
tinuidad entre la evolución material y la emergencia de la mente y la conciencia. En su
opinión existe una evolución de la conciencia, que es la continuación de la evolución
biológica, cuya culminación es una clase de espíritu-global o conciencia universal
interconectada, a la que denomina noosfera. Su idea es que esta inteligencia interco-

55
Puesto gráficamente, esta primera respuesta aspira a lograr un empa-
te entre el naturalismo y las posiciones teístas, predominantemente las
cristianas, en su batalla por apropiarse de la ciencia. Los teístas aspiran
a mostrar que el cristianismo, al igual que el naturalismo, es compatible
con la ciencia. El naturalismo es un aditamento metafísico, cuasi reli-
gioso, que se hace a la ciencia (Van Inwagen, 2003). Una vez que ésta es
purificada de tal componente espurio, se vuelve plenamente compatible
con las concepciones metafísicas o teológicas propias del cristianismo.
No existe incompatibilidad entre los hallazgos de la ciencia y el cristia-
nismo como doctrina religiosa y metafísica, sino entre el naturalismo y
sus afirmaciones metafísicas y cuasi religiosas y el cristianismo.
La segunda respuesta es mucho más ambiciosa, ya que tiene por
objetivo mostrar que la creencia generalizada de que el naturalismo es
compatible con las conclusiones científicas –específicamente con la
teoría de la evolución– es falsa. Si uno acepta la teoría de la evolu-
ción, sostienen los defensores de esta segunda estrategia, entonces
no puede aceptar al mismo tiempo una concepción naturalista. Por el
contrario, la aceptación del teísmo es perfectamente compatible con
aceptar al mismo tiempo la teoría de la evolución. Quienes defienden
esta posición no aspiran a lograr un empate con el naturalismo en su
disputa por apropiarse de las conclusiones de la ciencia, sino que as-
piran a una victoria.
En el último capítulo de Warranted and Proper Function, Alvin
Plantinga ha desarrollado su argumento evolutivo en contra del natura-
lismo. Comienza por plantear algunas dudas sobre nuestras facultades
cognitivas, tales como la memoria, la percepción o la razón. Las dudas
se fundan en el origen que tales facultades poseen. De acuerdo con la
teoría de la evolución, dichas facultades –al igual que el resto de los
rasgos característicos de nuestra especie– se han desarrollado gracias
a mutaciones genéticas azarosas y selección natural, la cual descarta

nectada ayudará a que el hombre pueda liberarse de la lentitud del proceso evolutivo
acelerando su velocidad para converger, finalmente, con el «punto omega» fin de toda
la evolución, que es Cristo.
De Chardin, refiriéndose a la noosfera, señala: «... una nueva capa, la “capa pen-
sante”, la cual, después de haber germinado al final del Terciario, se instala, desde
entonces, por encima del mundo de las Plantas y de los Animales; fuera y por encima
de la Biosfera […] La Tierra cambia su piel. Mejor aún, encuentra su alma» (Teilhard
de Chardin, 1967: 221).

56
aquellas mutaciones genéticas que no son adaptativas y, a la vez, ayuda
a explicar por qué las mutaciones adaptativas se encuentran esparcidas
en los actuales individuos que componen la especie. Este mecanismo de
mutación genética y selección natural es el que, de acuerdo con la teoría
de la evolución, ha originado nuestras facultades cognitivas.
Como hemos señalado, la teoría de la evolución, y por ende esta
explicación de cómo se han originado nuestras facultades mentales, no
se encuentra en tensión con la tesis de que Dios existe y ha orquestado el
proceso evolutivo mismo. De acuerdo con esta variante explicativa que
conjuga la explicación evolutiva y el designio divino, Dios ha creado al
hombre a su imagen y semejanza y se ha valido del proceso evolutivo
para dotarlo de facultades mentales que, a semejanza de lo que sucede
con Él mismo, le posibiliten tener conocimiento del mundo. El hombre
a semejanza de Dios es capaz de adquirir conocimiento. Dios lo ha
creado con esta capacidad, y se ha valido de la evolución para dotarlo
de las facultades mentales que le permiten adquirir conocimiento.
De manera que la teoría de la evolución y la creencia de que Dios ha
diseñado el proceso evolutivo no sólo no son incompatibles, sino que se
refuerzan recíprocamente. En específico, las facultades mentales produ-
cidas por la selección natural se vuelven confiables como instrumento
para alcanzar conocimiento si se sostiene, como hace el cristianismo,
que detrás del proceso evolutivo se encuentra el designio de Dios de
configurar al hombre a su imagen; esto es, con capacidad de conocer.
No sucede lo mismo con el naturalismo. Si no existe ningún designio
divino orquestando la evolución, entonces aparece la pregunta acerca de
qué tan confiables son las facultades cognitivas desarrolladas a través
de dicho proceso de selección. Plantinga señala que esto era un pro-
blema que el propio Darwin había visto y para el cual no tenía ninguna
solución. En una carta dirigida a William Graham, fechada el 3 de julio
de 1881, Darwin expresaba de este modo sus cavilaciones: «pero enton-
ces siempre surge en mí la horrenda duda de si las convicciones de la
mente del hombre, que se ha desarrollado a partir de la mente de anima-
les inferiores, tienen algún valor o son en absoluto dignas de confianza.
¿Confiaría alguien en las convicciones de la mente de un mono, si es que
hay convicción alguna en una mente semejante?» (Darwin, 1887: 316).
La misma preocupación puede verse reflejada en un pasaje de la auto-
biografía de Darwin, esta vez vinculada expresamente con la existencia de
un Dios responsable del orden que percibimos en el cosmos. Allí, Darwin

57
afirma que al momento de escribir The Origin of Species tenía la convicción
de que el universo, incluido el hombre y su capacidad de conocer, habían
sido creados por una primera causa inteligente que reconocía como Dios.
Sin embargo, agrega «... desde aquel tiempo esta convicción muy gradual-
mente, con muchas fluctuaciones, se ha vuelto más débil. Pero entonces
aparece la duda: ¿Puede la mente del hombre, que tal como firmemente
creo ha sido desarrollada a partir de una mente tan inferior como aquella
poseída por los animales más inferiores, recibir algún grado de confianza
cuando extrae tales enormes conclusiones...» (Darwin, 1887: 313).
Éste es precisamente el punto sobre el que Plantinga funda su argu-
mento. El problema sobre el que llama la atención es que para el proceso
de selección natural que gobierna la evolución –y el surgimiento de
las facultades cognitivas humanas– lo relevante son sólo las conductas
adaptativas. Poseer creencias verdaderas es irrelevante. A la selección
natural le interesan las conductas, no las creencias. Que estemos aquí
garantiza que las conductas de nuestros ancestros fueron adaptativas,
pero no garantiza que las capacidades cognitivas que nos legaron sean
confiables en el sentido de producir creencias verdaderas. Si el proceso
evolutivo no es guiado más que por la selección natural; esto es, si el
naturalismo es verdad y no existe un Dios que lo haya orquestado para
alcanzar el fin de dotarnos de inteligencia, la probabilidad objetiva de
que nuestras facultades cognitivas sean confiables es baja.
Las razones que han conducido a Plantinga –y aparentemente al pro-
pio Darwin– a esta conclusión se vinculan con el problema general de
cómo están relacionadas las creencias y las acciones. Si es probable
que sujetos con nuestra constitución desarrollen conductas adaptativas,
aun si la mayor parte de las creencias que poseen son falsas, entonces la
probabilidad de que nuestras facultades cognitivas sean confiables será
baja. Si el desarrollo de tales facultades es el producto de la selección
natural sobre la base de conductas adaptativas, y si es probable que
estas conductas tengan lugar aun sobre la base de creencias falsas, no
hay ninguna razón para sostener que nuestras facultades cognitivas son
del tipo que por lo general produce creencias verdaderas. Si esto es así,
nuestras facultades cognitivas no son confiables.
De acuerdo con Plantinga existen tres maneras en que las creencias
y las conductas pueden estar vinculadas.39 Si se adopta la teoría de la

39
En rigor de verdad, Plantinga sostiene que existen cuatro maneras en que las

58
evolución para explicar el surgimiento de las facultades cognitivas, y se
acepta la tesis naturalista, ninguno de estos tres modos de conectar creencias
y acciones hace que sea necesario poseer creencias verdaderas para llevar
adelante conductas adaptativas. La probabilidad de que las facultades
cognitivas produzcan creencias verdaderas –si se acepta la evolución por
selección natural y se adopta una cosmovisión naturalista– es baja.
La primera manera en que creencias y acciones pudieran estar vincu-
ladas es aquélla que defiende el epifenomenalismo. De acuerdo con
esta posición, las conductas de los individuos no están causadas por las
creencias que poseen; por el contrario, son causadas por algo diferente,
como, por ejemplo, cierto tipo de impulsos neuronales, los que a su vez
son causados por otro tipo de condiciones orgánicas. Lo importante es
que en esta cadena causal de estados orgánicos, que tiene como eslabón
final la conducta y movimientos corporales, las creencias no tienen nin-
gún rol que cumplir (Plantinga, 2012: 6).
Un modo alternativo en que conductas y creencias pueden encontrar-
se interconectadas es el epifenominalismo semántico. Aquí se sostiene
que las creencias cumplen un rol causal en la producción de las acciones
de los individuos, pero tal eficacia causal es independiente del conte-
nido proposicional que las creencias tengan. Una posibilidad es concebir
las creencias como patrones de actividad neuronal que se extienden en el
tiempo y que poseen ciertas características electroquímicas. Estas caracte-
rísticas, que constituyen el sustrato o sintaxis neuronal de las creencias, y no
su contenido semántico, es lo que posee incidencia causal sobre la conducta
individual (Plantinga, 2012: 7).
Finalmente, la tercera variante sostiene que las creencias tienen efi-
cacia causal sobre las conductas del individuo no sólo por los eventos
orgánicos que son su sustrato –su sintaxis, en la terminología recién
utilizada–, sino por su contenido proposicional; esto es, su semántica. A
su vez, es posible que esta vinculación entre creencias y conductas sea
adaptativa a nivel evolutivo o no lo sea. En el primer caso, las conduc-
tas serían aptas para la supervivencia y la reproducción. En el segundo
caso, la conexión no provoca conductas con estas características (Plan-
tinga, 2012: 8).

creencias y las conductas pueden estar vinculadas. No obstante, pienso que las dos
últimas que él propone en realidad pueden ser vistas como variantes de una misma
posición.

59
De acuerdo con Plantinga, si las creencias y las conductas se
encuentran vinculadas, como señala el epifenomenalismo en sus dos
versiones, no existe ninguna razón para sostener que nuestras facultades
cognitivas son confiables. Si el contenido semántico de las creencias –
que es lo que determina que sean verdaderas o falsas– no tiene ningu-
na incidencia causal sobre las conductas del individuo, y si el proceso
de selección natural que ha provocado nuestras facultades cognitivas
sólo se focaliza en conductas, entonces sería evolutivamente irrelevante
cuál es el contenido semántico de las creencias que nuestras faculta-
des cognitivas producen. Sería evolutivamente irrelevante si nuestras
creencias son verdaderas o falsas y, por ende, nuestras facultades cogni-
tivas desarrolladas gracias al proceso evolutivo de selección natural no
serían confiables como productoras de creencias verdaderas.
Si el epifenominalismo es falso, y el contenido proposicional de las
creencias tiene incidencia causal sobre las conductas, las probabilidades
de que nuestras facultades cognitivas sean confiables no son mejores.
Si la conexión entre contenido semántico y conducta no es adaptativa,
desde el punto de vista evolutivo, la probabilidad de que nuestras facul-
tades cognitivas produzcan creencias verdaderas es baja. Si el individuo
estaría mejor desde el punto de vista adaptativo sin esta conexión, no
hay razones para creer que las creencias que están produciendo sus fa-
cultades cognitivas son predominantemente verdaderas.
Uno podría pensar que si lo anterior es verdadero, entonces también
lo es la tesis que señala la relación inversa: si la conexión entre contenido
semántico de las creencias y conductas es adaptativa, la probabilidad
de que nuestras facultades cognitivas produzcan creencias verdaderas
es alta. Contrario a las apariencias, Plantinga se ha esforzado en mostrar
que esta visión –sostenida por la mayoría de las personas– es falsa. La
razón que Plantinga esgrime es simple. Aun si el contenido proposi-
cional de las creencias tiene eficacia causal sobre las conductas, ningu-
na creencia es condición suficiente para provocar una conducta. Para
hacerlo necesita indefectiblemente el auxilio de un deseo correlativo.
Por lo tanto, una misma creencia puede causar diferentes conductas,
combinada con diferentes deseos e, inversamente, diferentes creencias
pueden dar lugar a la misma conducta si se las combina con los deseos
apropiados.
Si esto es así, concluye Plantinga, «... (p)ara cualquier acción adap-
tativa dada existirán muchas combinaciones de creencias-deseos que

60
podrían producir dicha acción; y muchas de estas combinaciones de
creencias-deseos serán tales que la creencia involucrada es falsa» (Plan-
tinga, 2012: 8). Para ejemplificar el punto utiliza el siguiente caso ima-
ginario: supongamos que un homínido prehistórico –a partir del cual
hemos desarrollado nuestras facultades cognitivas– se encuentra con
un tigre. En estas circunstancias, supongamos, nuevamente, que huir es
la conducta más adaptativa, ya que es la que le permitirá sobrevivir y
transmitir su carga genética. Esta conducta puede ser provocada por
una combinación indeterminada de creencias y deseos, en muchas de
las cuales la creencia involucrada es falsa. Por ejemplo, quizá nuestro
antepasado deseaba ser comido por el tigre, pero creía que este tigre
no estaba lo suficientemente hambriento y entones salió corriendo a
buscar a otro; o quizá creía que el tigre era un enorme y bello gato que
deseaba adoptar como una mascota y pensaba, así mismo, que el mejor
modo de lograrlo era salir corriendo; o quizás suponía que el tigre era
una ilusión recurrente y tenía la convicción de que para hacerla disipar
tenía que correr tan rápido como pudiese (Plantinga, 2012: 225-226).
Si creencias falsas pueden causar conductas adaptativas, y lo que
es relevante para el proceso que ha seleccionado nuestras facultades
cognitivas es la selección natural a partir de conductas adaptativas, quien-
quiera que adopte el naturalismo y la teoría de la evolución tiene una
razón para dudar sobre su creencia de que estas facultades son confiables;
tiene, por lo tanto, una razón para derrotar su creencia en la confiabilidad
de sus facultades cognitivas. Esto porque la probabilidad de que las fa-
cultades cognitivas sean confiables es baja si el naturalismo y la teoría de
la evolución son verdaderas.
Adicionalmente, la razón que el naturalista tiene para derrotar su
creencia en la confiabilidad de las facultades mentales no puede a su vez
ser derrotada. Cualquier consideración que encontrase en contra de la
razón que tiene para dudar de sus facultades mentales sería ella misma
una creencia producto del ejercicio de las facultades sobre las que se
tiene razón para dudar. De manera que, concluye Plantinga, aceptar el
naturalismo y la teoría de la evolución es incompatible con sostener que
las facultades cognitivas humanas son confiables. Sin embargo, como el
mismo naturalismo es producto de nuestras facultades cognitivas, quien
lo acepta en conjunción con la teoría de la evolución tiene una razón
–que no puede ser derrotada por otras– para dudar sobre su veracidad.
Como es obvio, el argumento no tiene por objetivo poner en en-

61
tredicho la teoría de la evolución. Si existe incompatibilidad entre el
naturalismo y dicha teoría, dado el grado de corroboración empírico y
de poder explicativo que tiene la segunda, entonces debe abandonarse
el primero. A diferencia de lo que sostiene la opinión generalizada de
que el naturalismo es la posición más acorde con las conclusiones al-
canzadas por la ciencia, entre las que destaca la evolución natural, lo
contrario es cierto: entre el naturalismo y la teoría de la evolución existe
una incompatibilidad que no está presente para quienes combinan las
tesis evolucionistas y la creencia teísta de que Dios ha hecho al hombre
a su imagen y semejanza.
Si Dios es el que ha orquestado todo el proceso evolutivo que condujo
al desarrollo de nuestras facultades cognitivas, y uno de sus designios
ha sido dotar al hombre de inteligencia para constituirlo de acuerdo a su
propia imagen, entonces las probabilidades de que nuestras facultades
cognitivas sean confiables es alta. La confiabilidad de nuestra inteligencia
es compatible con la tesis de que el proceso evolutivo que la ha generado
ha sido configurado por un Dios dotado de inteligencia y del deseo de que
el hombre sea su semejante.
Este segundo argumento en contra del naturalismo tiende a mostrar
que «... existe un conflicto superficial pero una profunda concordia en-
tre ciencia y religión, y una concordia superficial pero un desacuerdo
profundo entre ciencia y naturalismo» (Plantinga, 2011: 235). Existen,
sin embargo, dos maneras de entender la concordia profunda entre cien-
cia y religión.
La primera consiste en sostener que el último garante de la confiabi-
lidad de nuestras facultades cognitivas y, por ende, de la ciencia misma,
es Dios. De acuerdo con esta reconstrucción, a menos que se crea en
la existencia de Dios es imposible sostener que la ciencia (y nuestras
facultades cognitivas en general) posee algún grado de confiabilidad. El
último garante de las certezas científicas es Dios.
Pienso que esta manera de interpretar el argumento de Plantinga
contra el naturalismo lo hace pasible de las mismas críticas que en el
capítulo anterior he dirigido a la utilización de Dios con fines cientí-
ficos promovida por Descartes. Allí la única garantía de que las ideas
claras y distintas eran verdad –y no fruto de las maquinaciones de un
genio maligno– era la existencia de un Dios bondadoso que impedi-
ría que viviésemos completamente engañados. Aquí la única garantía
de que nuestras facultades cognitivas producen creencias verdaderas

62
–y no sólo creencias con efectos conductuales adaptativos– es que
el proceso de selección natural esté orquestado por un Dios inteligente
deseoso de constituirnos a su semejanza. En ambos casos Dios es utili-
zado con fines profanos, como instrumento para brindar la justificación
última del conocimiento científico.
Afortunadamente existe un segundo modo de reconstruir la conclu-
sión del argumento. De acuerdo con esta variante, el punto de partida
es el carácter confiable de las conclusiones alcanzadas por la ciencia.
Siendo éste el caso, Dios no puede ser utilizado como un recurso para
dotar de sustento a las creencias de cuya confiabilidad se parte. El paso
siguiente es mostrar que mientras el naturalismo es incompatible con
el carácter confiable de nuestras facultades cognitivas, no sucede lo
mismo con el cristianismo. Afirmar que Dios existe encaja bien con el
carácter confiable de nuestras facultades cognitivas. En esta segunda
reconstrucción la concordia no hace referencia a que el cristianismo
sea el último fundamento de la ciencia, sino a que las conclusiones de
la ciencia son compatibles con la existencia del Dios del cristianismo.
Mientras el naturalismo socava los fundamentos últimos de la ciencia,
no sucede lo mismo con el teísmo cristiano.

Conclusión

A nadie le parece adecuado apelar a Dios para explicar el diseño y las


regularidades que la ciencia ha ayudado a percibir en el cosmos. Casi to-
dos hoy consideran que este tipo de apelación a Dios (que se encontraba
en los primeros estadios del conocimiento científico) era síntoma sólo
de su inmadurez como disciplina. No obstante, muchos de quienes sos-
tienen correctamente esta posición no advierten que son presa de un
error análogo, piensan que, a menos que se pruebe la existencia de Dios
utilizando las regularidades que la ciencia ha descubierto, su creencia
religiosa es irracional e infundada. Sin el apoyo de la racionalidad cien-
tífica las convicciones religiosas padecen la misma inmadurez que la
ciencia padecía en sus orígenes.
He mostrado que existe otra manera de concebir la racionalidad de
las creencias religiosas. De acuerdo con ésta, la razón sigue teniendo
un lugar de privilegio en la reflexión teológica, pero no para colec-
tar evidencia y buscar pruebas que ofrezcan un sustento racional a las

63
creencias religiosas, sino para entender lo que se cree. La racionalidad
científica no es el tribunal último donde las creencias religiosas deben
sortear con éxito el enjuiciamiento o ser condenadas a la desaparición.
Adicionalmente, he señalado que la tarea de purificación no sólo debe
alcanzar al cristianismo –purgándolo de componentes científicos–, sino
también a la ciencia –de la que deben quitarse algunos componentes cuasi
religiosos–; específicamente, me he detenido a mostrar que el naturalismo
no es una tesis científica, sino un aditamento metafísico espurio que no
forma parte de la ciencia ni como un presupuesto para llevarla adelante ni
como una conclusión a la que indefectiblemente se arriba si se siguen sus
métodos.
La vinculación entre ciencia y naturalismo tampoco puede ser de-
fendida como una especie de conclusión sociológica, según la cual los
precursores del pensamiento científico eran naturalistas. He llamado la
atención sobre cómo dicha afirmación es falsa en relación con la mayoría:
Galileo, Kepler, Copérnico, entre otros, eran creyentes cristianos a quie-
nes la idea de un Dios regulando el mundo a través de leyes los impulsó
a tratar de descubrirlas con el método científico.
Finalmente, la vinculación entre ciencia y naturalismo tampoco puede
ser sostenida sobre la base de que existe una supuesta incompatibilidad
entre las conclusiones de la ciencia –específicamente la teoría de la evo-
lución– y la tesis de que Dios existe, pues la idea de Dios orquestando
el proceso evolutivo, es perfectamente compatible con las conclusiones
obtenidas por la ciencia. Contrario a las apariencias, es el naturalismo
y no el cristianismo el que se encuentra en tensión con la evolución por
selección natural.

64
Capítulo III

El Dios muerto de la política40

Introducción

Como he señalado, el Dios legislador, útil para fundar la unidad política,


murió a manos del liberalismo. No obstante, dado que el liberalismo puede
adoptar diferentes formas, es preciso tener claro cuál de sus variantes es la
que llevó adelante esta encomiable tarea. Si no se hace se corre el riesgo de
reemplazar un mal –el de la política unida a la religión– por otro igualmente
pernicioso: el de la política enfrentada a la religión.
El liberalismo adoptó el ideal de laicidad y separación de la Iglesia
del Estado como una de sus banderas, pero la laicidad puede ser enten-
dida de diferentes maneras, lo que a su vez puede dar lugar a diferentes
formas de liberalismo.

40
El presente capítulo reexpone algunas ideas que presenté en dos trabajos previos: el
primero, “El Desafío del Católico Liberal”, publicado en Doxa (Seleme, 2007), artículo
que es una versión expandida de una ponencia presentada en una sesión plenaria del
III Congreso Estudiantil de Derecho y Teoría Constitucional desarrollado entre el 21 y
el 24 de agosto del 2007 en Santiago de Chile. Agradezco a los participantes de aquel
Congreso, quienes con sus observaciones sin duda han ayudado a mejorar el texto. En
especial debo gratitud a Pablo Ruiz-Tagle y a Fernando Atria por sus comentarios y
sugerencias. El segundo es Laicidad y Catolicismo, publicado en la Colección de Cua-
dernos Jorge Carpizo para Entender y Pensar la Laicidad (Seleme, 2013).

65
Un primer aspecto que dota de complejidad al ideal de laicidad es su
carácter paradojal. Quienes han defendido este ideal han combatido his-
tóricamente con la corriente de pensamiento en la cual el ideal mismo
hunde sus raíces (el cristianismo en su versión católica y protestante).
Siendo el laicismo un producto propio de la cultura de Occidente, tal
extremo no es sorprendente si uno piensa en la perdurable influencia
que durante siglos el cristianismo ha tenido sobre ella.41
Estas raíces cristianas, sin embargo, no son siempre reconocidas por
quienes promueven la laicidad como ideal político. Su visión del cristia-
nismo –específicamente del catolicismo, por ser ésta la corriente cristiana
dominante en Francia al momento de la revolución laicista de 1789– es la
popularizada por Voltaire, quien declaraba: «debemos darnos por satisfe-
chos con el desprecio en que la infame (la Iglesia Católica) ha caído entre
todas las gentes honradas de Europa».42
Aun si existían razones para que Voltaire tuviese esta visión del catoli-
cismo, lo cierto es que éstas no siguen presentes. Mantener, con respecto
al catolicismo contemporáneo –especialmente el post-Concilio–, las mis-
mas opiniones que Voltaire formulara en el siglo xviii es un anacronismo
inexcusable, así como lo es que estas opiniones no permitan apreciar la
contribución que el cristianismo ha desarrollado a lo largo de la historia
de Occidente para la construcción del ideal político de laicidad.
Esta visión del catolicismo –como enfrentando los ideales de separa-
ción de la Iglesia y el Estado– no sólo es compartida por quienes se en-
cuentran fuera de la Iglesia; algunos católicos aún hoy siguen pensando
que existe alguna tensión entre el ideal de vida cristiana y la forma laica
de hacer política y de organizar las instituciones públicas. Al igual que
sucede con sus contrapartes fuera de la Iglesia su pensamiento es ana-
crónico y se asienta sobre un modo inadecuado de concebir la política
y la doctrina cristianas.

41
Las raíces cristianas del Laicismo son patentes hasta en su denominación. La
palabra «laico» proviene del griego λαικóς, la que a su vez procede de λαóς, que hace
referencia a un individuo que pertenece al pueblo. Durante la Edad Media esta palabra
pasó a ser utilizada por los cristianos para referirse a aquellos individuos que no pertenecían
al clero, sino que simplemente eran miembros del pueblo de Dios; esto es, de la Iglesia.
42
Lo agregado entre paréntesis me pertenece. «La infame» era el modo en que Vol-
taire se refería a la Iglesia católica. Así, cuando D’Alambert le explicó su idea de ela-
borar la Enciclopedia, Voltaire respondió: «¡Aplastad a la infame! Es esa una gran obra
que vos y vuestros colaboradores podéis realizar».

66
El presente capítulo persigue dos objetivos. El primero se refiere a
aquellos liberales, comprometidos con el ideal de laicidad, que poseen
una visión anacrónica del catolicismo, a quienes pretendo mostrarles
las razones que condujeron a la Iglesia católica a oponerse y condenar
el laicismo, el liberalismo y la democracia. Intentaré argumentar que
una de estas razones es la visión distorsionada de estos ideales que pre-
sentó el iluminismo y los liberales del siglo xix. Los excesos cometidos
por la Revolución francesa y la concepción errónea que algunos pen-
sadores liberales tenían de estos ideales explican en parte las condenas
que en el pasado dictó la Iglesia católica.
El segundo objetivo de mis reflexiones se vincula con aquellos
católicos que, a partir de un modo defectuoso de concebir la política,
siguen pensando que ésta posee un vínculo inescindible con la reli-
gión. A ellos pretendo mostrarles que, sean cuales sean las razones
religiosas que poseen, no es correcto utilizarlas para justificar el
modo en que se encuentran diseñadas las instituciones públicas. Exis-
te un deber moral, identificado correctamente por las concepciones
liberales, de no intentar fundar las políticas públicas sobre nuestras
convicciones verdaderas si éstas no son aptas para ser compartidas por
aquellos conciudadanos que poseen otras cosmovisiones.
La primera parte del capítulo está dedicada a reseñar brevemente
los motivos que tuvo la Iglesia durante el siglo xix y principios del xx
para condenar la separación del «altar y el trono» y los ideales libera-
les y democráticos asociados con esta posición. Específicamente, me
interesa examinar las condenas que la Iglesia católica formuló contra
el liberalismo, para mostrar el contexto en que fueron dictadas. Dichas
condenas deben ser entendidas en el contexto del liberalismo irrazona-
ble que se desarrolló en el continente europeo a partir de la Revolución
francesa.
El liberalismo del siglo xix y su ideal de Estado laico era en múltiples
aspectos una mera caricatura de lo que hoy consideramos un pensa-
miento liberal. Se trataba de una doctrina intolerante y agresiva con la
religión, que pretendía arrinconarla y privarla de toda influencia sobre
la cultura y la vida social. Con este liberalismo de trasfondo es que
deben mirarse las condenas producidas por la Iglesia católica. Que el
catolicismo, a partir del Concilio Vaticano ii, comenzase a tener una mi-
rada positiva sobre las formas de gobierno liberales y democráticas no
se debe sólo a un cambio en la perspectiva de la Iglesia; las razones para

67
este cambio en el juicio de la Iglesia también deben buscarse en el seno
del pensamiento liberal: el liberalismo, con el que el Concilio dialoga,
no es más el liberalismo antirreligioso de la Revolución francesa, sino
el liberalismo profundamente respetuoso de la religión corporizado en
la Revolución norteamericana.
La conclusión de esta primera parte del trabajo será que el catolicis-
mo pudo adoptar una posición política razonable, a partir del Concilio
Vaticano ii, sólo cuando el liberalismo –que había sido su principal
contendiente en materia política– se transformó en una posición ra-
zonable. La visión comúnmente aceptada de que durante el siglo xix
existió un enfrentamiento entre una posición irrazonable –representada
por el catolicismo– y una razonable –corporizada en los pensadores
liberales– debe ser revisada. Es cierto que pugnaron posiciones razo-
nables e irrazonables, pero esta batalla se libró en el seno de cada una
de estas concepciones. Hubo católicos y liberales razonables e irrazo-
nables. Sólo cuando los liberales razonables comenzaron a tener mayor
visibilidad –principalmente debido a la influencia creciente del modelo
angloamericano de gobierno– fue posible que los católicos razonables
comenzaran a tener peso en el seno de la Iglesia. El Concilio representó
el triunfo de las posiciones católicas razonables que defendían el ideal
de laicidad, la libertad religiosa, el carácter no confesional del Estado y
la democracia como forma de gobierno.
La segunda parte del capítulo intenta justificar una de las caracte-
rísticas más contraintuitivas que posee la concepción de la política tal
como la entiende el liberalismo de cuño angloamericano. Me refiero
específicamente a la exigencia de no apoyar decisiones estatales que
se encuentren justificadas en algún tipo de verdad, sobre las que otros
ciudadanos, racionales y razonables, puedan discrepar.
La idea es que no todo lo que es verdad es apto para justificar deci-
siones estatales. No todas las razones a favor de una decisión estatal
pueden ser ofrecidas como justificación. Sólo pueden cumplir esta fun-
ción aquellas razones que pueden ser reconocidas por otros ciudadanos.
Si las razones que un ciudadano posee pueden no ser reconocidas por
otro ciudadano, sin que ello evidencie una falla en sus facultades men-
tales o un deseo de favorecerse a sí mismo, tales razones no son aptas
para justificar decisiones estatales.
La exigencia de no ofrecer una consideración que efectivamente es
verdadera como justificación de una decisión estatal aparece a primera

68
vista como contraituitiva. ¿Qué otra cosa distinta a la verdad puede jus-
tificar una decisión de este tipo? Dicho de otro modo, si algo es verdad,
qué razones pueden existir para no ofrecer dicha consideración como
justificación de las decisiones estatales.
Esta exigencia de no justificar las decisiones públicas con base en ciertas
verdades aparece como plausible si uno tiene en vista la actividad de un ór-
gano jurisdiccional. La función de este órgano consiste en aplicar el derecho
de modo que, aunque el juez tenga verdaderas razones para fallar contrario
a lo prescripto en la norma jurídica, no puede fundar sus decisiones en ellas.
Cuando se trata de la actividad legislativa, sin embargo, la situación
comienza a tornarse menos plausible. ¿Por qué razón un legislador
en el debate parlamentario no debería ofrecer como única justifica-
ción ciertas consideraciones a pesar de ser efectivamente verdaderas?
¿Tiene algún sentido el deber moral que prescribe no esgrimir ciertas
consideraciones verdaderas como única justificación de las decisiones
parlamentarias?
Finalmente, cuando uno visualiza la actividad de los ciudadanos en
su función de electores, el grado de implausibilidad se torna mayúscu-
lo. La exigencia prescripta por el liberalismo mandaría aquí a no votar,
conforme a ciertas consideraciones, con independencia de que éstas sean
verdaderas; es decir, a pesar de que algo fuese verdad, el ciudadano, en
ciertas circunstancias, tendría el deber moral de no fundar su voto o su
opinión política en estas consideraciones. ¿En qué puede encontrar sus-
tento el deber moral de no fundar el voto en ciertas verdades? ¿No es
valiosa la posibilidad de votar porque permite que todas las opiniones
de los ciudadanos sean escuchadas? Si esto es así, ¿qué sentido tiene un
deber moral que prescribe autocensurar algunas de ellas?
La conclusión de esta segunda parte del capítulo será que el único
modo que tiene un cristiano de cumplir con los deberes que engendra la
existencia de una comunidad política es el abstenerse de ofrecer razo-
nes de índole religiosa para justificar las decisiones políticas colectivas.

La condena católica al liberalismo y la democracia

El choque entre el liberalismo y el catolicismo, como he señalado, tie-


ne que ser contextualizado si es que quiere ser entendido cabalmente.
La reacción adversa que el catolicismo tuvo hacia el liberalismo –y su

69
ideal de laicidad– estuvo provocada por múltiples circunstancias, entre
las que ocupan un lugar destacado la Contrarreforma, frente al avance
del protestantismo, y el carácter marcadamente antirreligioso de la Re-
volución francesa.
La Reforma protestante puso en riesgo la misma existencia de la
Iglesia católica tal como se la conocía entonces. La Iglesia «Una y
Santa», según la fórmula acuñada por Bonifacio viii,43 amenazaba con
disgregarse en múltiples iglesias nacionales. La reacción de la Iglesia
católica frente a esta amenaza de atomización consistió en centralizar
el poder en Roma. Frente a la crisis, el catolicismo se volvió más je-
rárquico, más homogéneo y menos democrático. A nivel litúrgico, se
unificaron los rituales en toda Europa bajo el «rito romano».44 Por lo
que respecta a la estructura eclesiástica, la designación de obispos co-
menzó a estar bajo el control de Roma. Hasta entonces, la designación
había sido un asunto en el cual tenía una participación preponderante la
propia comunidad eclesial.45
Para asegurar su propia existencia, las Iglesias protestantes y la Igle-
sia católica buscaron tener como aliado al poder político. Las primeras
se unieron a las autoridades políticas de los Estados del norte de Euro-
pa. La segunda se alió con los Estados del centro y del sur. Desapare-
ció la tensión que había existido durante toda la Edad Media entre el
«altar y el trono», que había contribuido a limitar el poder político, y
consecuentemente el poder del monarca pudo expandirse libre de toda
atadura.46 Esto abrió el camino a las monarquías absolutas, que hubie-

43
Esta expresión corresponde a la bula Unam Sanctam de 1302.
44
Este rito es el que fue trasladado luego a América, debido el carácter europeo de los
conquistadores. Dado el talante eminentemente europeo de la Reforma protestante, la unifi-
cación no alcanzó a las comunidades eclesiásticas de Oriente, que siguieron manteniendo su
propia liturgia. El rito más seguido por las Iglesias de Oriente es el de San Juan Crisóstomo.
45
Esto era así no sólo en la Iglesia primitiva, sino hasta entrado el siglo xii, tal como puede
constatarse en la Distinctio lxii, c i del Decretum de Graciano. El Decretum representa el
comienzo del derecho canónico moderno. Allí fueron compilados, armonizados y sistema-
tizados textos patrísticos, conciliares y papales. El Decretum, fruto de la obra de un jurista,
nunca recibió sanción oficial, pero fue constantemente utilizado (Winroth, 2004). Finalmente
fue incorporado en el Código de Derecho Canónico promulgado en 1917 (Benedicto xv,
1917). Un nuevo Código Canónico fue dictado durante el papado de Juan Pablo ii (Juan
Pablo ii, 1983).
46
Mientras en la Iglesia oriental los emperadores asumieron roles religiosos casi desde el
comienzo de la era constantinopolitana, lo que dio origen al «cesaropapismo», en la Iglesia

70
sen sido impensables en un contexto medieval. A cambio de que los
Estados les concediesen a las Iglesias privilegios en áreas vinculadas
con la educación47 y el matrimonio –que permitían frenar la expansión
de las Iglesias rivales–, éstas permitieron a los Estados inmiscuirse en
su organización interna, específicamente en lo que se refiere a la Iglesia
católica, los Estados, a través de concordatos, adquirieron el derecho de
patronato, que consistía en la facultad de proponer candidatos para ser
consagrados como obispos.
De modo que la reacción producida por la Reforma protestan-
te contribuyó a que la Iglesia católica se emparentase con un modelo
monárquico y no democrático de gobierno por partida doble. En primer
lugar, la organización interna de la Iglesia resultó más centralizada y
homogénea, y Roma adquirió mayores poderes y prerrogativas.48 En se-
gundo lugar, la Iglesia se volvió una aliada de las monarquías absolutas
que en los años sucesivos se esparcieron por todo el territorio europeo.
Los rasgos de la doctrina y la tradición cristiana que podían dar fun-
damento para defender una visión más democrática de la organización
interna de la Iglesia o para cuestionar la alianza con las monarquías
absolutas fueron relegados a un segundo plano. Así, por ejemplo, la
promesa evangélica de que «allí donde dos o más estén reunidos en

de Occidente existió una rivalidad entre el emperador y el papa y los obispos. Esto condujo
a que la Iglesia de Occidente fuese más independiente del poder político. Un ejemplo
extremo de esta tensión e independencia puede encontrarse en la excomunión que San
Ambrosio dictó en contra de los emperadores Valentiniano ii y Teodosio i. La tensión
entre poder político y religioso se mantuvo durante siglos, tal como atestigua la bula
Sicut Universitatis Conditor dictada por Inocencio iii, en la cual mientras la autoridad
del papado es comparada con la luz del sol –destinada a reinar sobre las almas–; la de
los reyes es comparada con la luz más tenue de la luna –destinada a gobernar los cuer-
pos– (Inocencio iii, 1098).
47
La educación religiosa pasó a ocupar un lugar central en las preocupaciones de la
Iglesia católica luego de la Reforma. Lutero puede ser considerado como el autor del
primer catecismo moderno. El Concilio de Trento (1566), a modo de respuesta, elaboró
el que se conoce como el Catecismo Romano. El último catecismo, denominado Cate-
cismo de la Iglesia Católica, fue promulgado en 1994 por Juan Pablo ii .
48
La Reforma contribuyó a esta centralización, pero no fue el único factor que desen-
cadenó el proceso. La centralización y jerarquización de la estructura interna de la Iglesia
había comenzado en el mismo siglo xii. A ello había contribuido la idea neoplatónica de
que existía una jerarquía de seres que debía ser reflejada en las organizaciones sociales.
Así como existía una jerarquía de ángeles organizada en tronos, dominaciones y potesta-
des, así también debía existir una jerarquía eclesiástica cuya cabeza era el papa.

71
mi nombre, yo estoy en medio de ellos» (Mateo 18:20), que daba pie
para conferir autoridad en cuestiones religiosas a la comunidad eclesial
y para organizar a la Iglesia de modo más horizontal, y el mandato de
«dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Marcos
12:17), que daba razones para separar el «altar del trono» y para no
brindar apoyo incondicional a las monarquías absolutas, fueron deja-
das de lado o interpretadas de modo tal que fuesen compatibles con la
nueva situación.49
Frente a esta Iglesia aliada al trono de Francia fue que se levantaron
los revolucionarios de 1789, lo que explica en gran medida el tono de
sus críticas. A su vez, como no podía ser de otro modo, el carácter de las
críticas de los revolucionarios y liberales franceses explica la reacción
posterior de la Iglesia frente al liberalismo y al ideal de laicidad. Los re-
volucionarios franceses tuvieron dos estrategias igualmente intolerantes
frente a la Iglesia católica: en un primer momento, intentaron inmiscuir-
se en su organización interna con el objeto de volverla un instrumento
que fuese útil a la Revolución. Cuando esta primera estrategia fracasó,
entonces intentaron reemplazarla por una religión cívica que no cuestio-
nase la lealtad al Estado.50
La Revolución francesa, su marcado carácter anticlerical, provocó que
la Iglesia viese con recelo los ideales políticos liberales y democráticos
que alegaba corporizar; su reacción frente a este avance del poder polí-
tico, como era de esperar, consistió en aliarse con las fuerzas políticas
antirrevolucionarias. Cuando se produjo la Restauración, la Iglesia –que
sólo había experimentado las versiones distorsionadas de liberalismo y
democracia que había corporizado la Revolución– reforzó sus lazos con
el trono firmando una serie de concordatos y apoyando explícitamente la
Santa Alianza.
Las versiones de liberalismo laicista que la Iglesia tuvo como interlo-
cutoras en Alemania e Italia durante el siglo xix no fueron más tolerantes

49
Algunos teólogos católicos –como Francisco Suárez– no se unieron a las filas
de aquéllos que apoyaban la monarquía absoluta. Suárez defendió la tesis del origen
divino del poder político, pero a diferencia de quienes sostenían el derecho divino de
los reyes a gobernar, Suárez afirmaba que el poder político era conferido al pueblo y, a
través de éste, al monarca. La transferencia de poder del pueblo al monarca, por ende,
era condicional y no ilimitada. Esta idea tuvo una profunda influencia en la articulación
del ideal de Estado constitucional.
50
Éste último fue el camino seguido por Rousseau.

72
que la de los revolucionarios franceses: en Alemania, por ejemplo, Otto
von Bismark, con el objetivo de construir un poder central fuerte y una
Alemania unificada, lanzó una campaña en contra de la Iglesia católica;
comenzó en 1871, eliminando el Departamento del Ministerio de Cul-
tura dedicado al catolicismo y, un año más tarde, secularizó las escuelas
y expulsó a los jesuitas.51
La relación entre los liberales italianos y la Iglesia católica estuvo
marcada durante el siglo xix por el problema de los Estados papales.
Con la unificación de Italia en 1870 y la pérdida de los Estados papa-
les, las relaciones entre la Iglesia católica y el nuevo Estado quedaron
en un punto muerto. Pío ix, quien se veía a sí mismo como prisionero en
el Vaticano, ordenó que ningún católico italiano participase en política.
Esta situación de hostilidad recién cambió con la firma del tratado-con-
cordato de Letrán en 1929. La Iglesia fue indemnizada por la pérdida
de los Estados papales.52
De modo que puede decirse que durante el siglo xix se enfrentaron
dos posiciones igualmente irrazonables: la versión del liberalismo, que
tenía a la vista la Iglesia, era una que aspiraba a acumular poder para
lograr procesos de unificación nacional, cuyo objetivo declarado era
eliminar cualquier influencia cultural que la doctrina católica pudie-
se tener. Se trataba de un liberalismo beligerante que no veía ningún
impedimento en utilizar el aparato coercitivo del Estado para alcanzar
sus objetivos secularizadores. La reacción de la Iglesia fue igualmente
beligerante.
Esta reacción se concretó en una serie de condenas al liberalismo, la
libertad de culto y la democracia. El papa Gregorio xvi, en su encíclica
Mirari Vos53 de 1832, recomendaba a los católicos mostrar «fidelidad
51
La reacción de Bismarck se produjo como consecuencia del surgimiento de un partido
político de oposición que aglutinaba a los católicos. El catolicismo había tenido un renaci-
miento impulsado por la Universidad de Tübingen. La política anticatólica llevada adelante
por Bismarck tuvo por objetivo cortar este avance del catolicismo, consolidar la posición de
los Estados luteranos del norte y aislar a los católicos austríacos. Las políticas anticatólicas
de Bismarck llegaron a su fin luego de intensas negociaciones con León xiii, quien fue ele-
gido como nuevo papa en 1887. Estas políticas produjeron un éxodo de católicos alemanes
a diversos países de América.
52
Se acordó que el credo católico fuese enseñado en las escuelas públicas y que los
clérigos recibiesen un sueldo del erario público. Estas concesiones fueron eliminadas
en 1985 cuando Juan Pablo ii renegoció el tratado.
53
El contexto histórico de la encíclica fue un levantamiento de los Estados papales

73
y sumisión a los príncipes»54, condenaba la libertad de conciencia55, a
quienes tratan de «esclavizar al pueblo con el señuelo de la libertad», y
a quienes intentan separar la Iglesia del Estado56. Su sucesor, Pío IX, en
la encíclica Quanta Cura de 1864, volvió a condenar las ideas liberales.
La encíclica estuvo acompañada de un Syllabus, donde se consignaban
y condenaban una lista de errores propios de los tiempos modernos.
Entre la lista de proposiciones que se denunciaban como erróneas se
encontraban las siguientes: «es bueno que la Iglesia esté separada del
Estado y el Estado de la Iglesia» (Pío ix, 1864). «En esta nuestra edad
no conviene ya que la Religión católica sea tenida como la única reli-
gión del Estado, con exclusión de otros cualesquiera cultos» (Pío IX,
1864); «es sin duda falso que la libertad civil de cualquiera culto, y
lo mismo la amplia facultad concedida a todos de manifestar abierta-
mente y en público cualesquiera opiniones y pensamientos, conduzca
a corromper más fácilmente las costumbres y los ánimos, y a propagar
la peste del indiferentismo» (Pío ix, 1864). Con estas declaraciones el
Syllabus se oponía al ideal de laicidad del Estado y a la libertad de culto.
El Syllabus también se oponía expresamente al liberalismo, y seña-
laba como errónea la idea de que «el Romano Pontífice puede y debe

que pudo ser contrarrestado gracias a la ayuda de las tropas austríacas.


54
Sostiene la encíclica: «… se han divulgado, en escritos que corren por todas par-
tes, ciertas doctrinas que niegan la fidelidad y sumisión debidas a los príncipes, que por
doquier encienden la antorcha de la rebelión, se ha de trabajar para que los pueblos no
se aparten, engañados, del camino del bien. Sepan todos que, como dice el Apóstol, toda
potestad viene de Dios y todas las cosas son ordenadas por el mismo Dios. Así, pues, el
que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios, y los que resisten se condenan a
sí mismos. Por ello, tanto las leyes divinas como las humanas se levantan contra quienes
se empeñan, con vergonzosas conspiraciones tan traidoras como sediciosas, en negar la
fidelidad a los príncipes y aun en destronarles».
55
La encíclica señala que «afirmar y defender a toda costa y para todos la libertad de
conciencia» es una «absurda y errónea sentencia o, mejor dicho, locura. Este pestilente
error se abre paso, escudado en la inmoderada libertad de opiniones que, para ruina
de la sociedad religiosa y de la civil, se extiende cada día más por todas partes, llegando
la impudencia de algunos a asegurar que de ella se sigue gran provecho para la causa
de la religión».
56
Afirma la encíclica: «que también los Príncipes, Nuestros muy amados hijos en
Cristo, cooperen con su concurso y actividad para que se tornen realidad Nuestros de-
seos en pro de la Iglesia y del Estado. Piensen que se les ha dado la autoridad no sólo
para el gobierno temporal, sino sobre todo para defender la Iglesia; y que todo cuanto
por la Iglesia hagan, redundará en beneficio de su poder y de su tranquilidad...».

74
reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la mo-
derna civilización» (Pío ix, 1864). Por lo que respecta a las formas de
gobierno, parecía apoyar la monarquía y desconfiar de la democracia.
Lo primero quedaba plasmado cuando se declaraba un error sostener
que «(n)egar la obediencia a los Príncipes legítimos, y lo que es más, re-
belarse contra ellos, es cosa lícita» (Pío ix, 1864). Lo segundo, parecía
inferirse del error lx, que señalaba: «la autoridad no es otra cosa que la
suma del número y de las fuerzas materiales».
El tono beligerante de la reacción, que se explica en parte por el
carácter intolerante del liberalismo laicista que enfrentaba, sepultó las
voces razonables de los denominados «católicos liberales» que existían
en la Iglesia católica. Como ejemplos de estas voces puede citarse el
caso de Johann Dölinger,57 quien se opuso al Syllabus y su condena al
liberalismo, y al intento de Roma por mantener su poder político sobre
los Estados papales, o de John Acton, en Inglaterra,58 quien, oponiéndo-
se a la dirección antiliberal en que se movía la Iglesia, señalaba que el
verdadero católico era aquél «que no hace ningún alarde de su religión,
que no apela a ninguna consideración extrínseca –sea esta la benevolen-
cia, la fuerza, el interés, u otros artilugios– para defender su posición;
que discute cada asunto sobre la base de sus méritos intrínsecos –res-
pondiendo a quien lo crítica con una crítica más severa, respondiendo al
metafísico con un razonamiento más ajustado y sutil, al historiador con
un aprendizaje más profundo, al político con una política más correcta...»
(Dalberg-Acton, 1988: 193).
También fueron acalladas las voces de aquellos católicos que valora-
ban la democracia, pero que, a diferencia de Acton, pensaban que debía
seguir existiendo una alianza entre el altar y el poder político. Según
éstos, debía forjarse una nueva alianza entre el altar y el pueblo, último
depositario del poder político, que reemplazase la antigua; ansiaban ade-
más una restauración del poderío de la Iglesia, pero creían que el mejor
modo de alcanzar tal objetivo era a través de medios democráticos.59

57
Dölinger fue excomulgado en 1871, entre otras cosas, por su oposición al dogma
de la infalibilidad.
58
Otros pensadores católicos con ideas semejantes fueron Charles Forbes, René
Montalembert, John Henry Newman y Jean-Baptiste Henri Lacordaire.
59
Felicité de La Mennais fue un representante paradigmático de esta posición. Adi-
cionalmente, defendió la libertad de sufragio, la libertad religiosa y la libertad de opi-
nión. Todas éstas eran vistas por él como herramientas en el proceso de restauración de

75
Estas dos posiciones volverán a surgir dentro del catolicismo luego del
Concilio Vaticano ii.
León xiii, sucesor de Pío ix, mantuvo la posición opuesta a la laicidad
del Estado y sostenía que «(e)rror grande y de muy graves consecuen-
cias es excluir a la Iglesia, obra del mismo Dios, de la vida social, de
la legislación, de la educación de la juventud y de la familia. Sin reli-
gión es imposible un Estado bien ordenado…» (León xiii, 1885: 15).
No obstante, sí modificó la posición que la Iglesia había adoptado con
respecto a la democracia, que ahora era reconocida como una forma de
gobierno válida y legítima. Más aún, tomando una posición diametral-
mente opuesta a la que había adoptado Pío ix, quien había ordenado a los
católicos italianos no participar en política, la encíclica ahora señalaba
que en algunas ocasiones tal participación era un deber. Así, Inmortale
Dei afirma que «… no queda condenada por sí misma ninguna de las
distintas formas de gobierno, pues nada contienen contrario a la doc-
trina católica, y todas ellas, realizadas con prudencia y justicia, pueden
garantizar al Estado la prosperidad pública. Más aún: ni siquiera es en sí
censurable, según estos principios, que el pueblo tenga una mayor o me-
nor participación en el gobierno, participación que, en ciertas ocasiones
y dentro de una legislación determinada, puede no sólo ser provechosa,
sino incluso obligatoria para los ciudadanos» (León xiii, 1885: 18).
También modificó la posición de la Iglesia con respecto a la libertad de
expresión y de culto. En sintonía con lo estipulado por el Syllabus
de Pío ix, sostenía que «… la libertad de pensamiento y de expresión,
carente de todo límite, no es por sí misma un bien del que justamente
pueda felicitarse la sociedad humana; es, por el contrario, fuente y ori-
gen de muchos males…» (León xiii, 1885: 15). Sin embargo, agregaba
que «… si bien la Iglesia juzga ilícito que las diversas clases de culto
divino gocen del mismo derecho que tiene la religión verdadera, no
por esto, sin embargo, condena a los gobernantes que para conseguir
un bien importante o para evitar un grave mal toleran pacientemente en
la práctica la existencia de dichos cultos en el Estado. Es, por otra parte,
costumbre de la Iglesia vigilar con mucho cuidado para que nadie sea
forzado a abrazar la fe católica contra su voluntad, porque, como ob-

la Iglesia. Muchas de las posiciones de La Mennais fueron condenadas en el Syllabus.


Antes, Gregorio xvi, en sus encíclicas Mirari Vos (1832) y Singulari Nos (1834) ya
había condenado sus ideas.

76
serva acertadamente San Agustín, «el hombre no puede creer más que
de buena voluntad» (León xiii, 1885: 18). De esta manera, la libertad de
culto era ahora justificada como una especie de mal menor.
El cambio de posición de la Iglesia con respecto a la libertad de culto y,
en general, respecto a la relación de la Iglesia con el Estado, no se produjo
sino hasta bien entrado el siglo xx. Se debió en gran medida a la activa par-
ticipación de un conjunto de pensadores católicos que había desarrollado
su pensamiento teniendo en mente una visión del liberalismo mucho más
razonable que la variante europea. La figura más destacada entre éstos
fue el sacerdote jesuita estadounidense John Courtney Murray.
El primer problema que enfrentó Murray en su obra fue uno emi-
nentemente práctico. Se trataba de determinar si era posible para los
católicos colaborar con cristianos de otras denominaciones para resol-
ver problemas sociales, específicamente los problemas generados por
la destrucción ocasionada por la Segunda Guerra Mundial. El proble-
ma que planteaba esta cooperación para los católicos residía en que
implicaba cooperar con quienes consideraban equivocados –puesto
que el catolicismo era la verdadera religión–, contribuyendo a que
todas las creencias religiosas fuesen vistas como igualmente válidas.
La respuesta ofrecida por Murray al problema consistió en distinguir,
tal como había hecho en el pasado John Acton, el ámbito religioso del
político. Sostuvo entonces que los católicos debían seguir defendiendo
que su fe era la única verdadera. De esto se seguía que, en materia re-
ligiosa, la cooperación era imposible. La participación de un católico
en un acto de culto interconfesional –sostuvo Murray– debía ser des-
cartada. No obstante, afirmó, la cooperación política para resolver los
problemas comunes que aquejan a las personas que poseen diferentes
credos religiosos es posible y deseable. Una vez que se distinguen los
dos dominios –el religioso y el político– la cooperación política deja de
ser percibida como una amenaza para la integridad de la fe. Haciendo
suyas las palabras del jesuita Maximilian Pribilla, señalaba: «cuando se
trata de llevar adelante un esfuerzo común para aliviar el problema de la
vivienda, el alcoholismo, o la explotación del económicamente menos
privilegiado, no tengo que preguntarle primero a mi asociado si él cree
en la divinidad de Cristo» (Murray, 1943: 105).
La forma en la que Murray había resuelto el problema de la coo-
peración entre credos despejaba el camino para resolver el problema
más general de la libertad de culto y de la relación entre Iglesia y Es-

77
tado. Como he señalado, Inmortale Dei había representado un avance
en materia de libertad religiosa, pues había dejado de considerar dicha
libertad (y en general la separación de la Iglesia del Estado) como algo
moralmente impermisible y había pasado a considerarla como un mal
menor cuya tolerancia estaba moralmente justificada. El problema con
esta posición residía en que allí donde los católicos tenían el poder po-
lítico suficiente para volver a su religión la religión de Estado –sin que
esto trajese aparejado males mayores– tenían el deber de hacerlo. Pare-
cía que el catolicismo sólo estaba a favor de la libertad de culto cuando
era minoritario y carecía de poder político.
Como es de entender, esta posición generaba un sentimiento de profunda
desconfianza en los otros credos religiosos que veían en el catolicismo
una constante amenaza. El trabajo de Murray estuvo dirigido a revisar,
criticar y reformar esta posición adoptada por la Iglesia católica. El pun-
to central de su argumento consistió en mostrar que el ideal al que los
católicos debían aspirar era el de la libertad de la Iglesia en lugar del
establecimiento del catolicismo como religión oficial. Así, continuaba
Murray, la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos
no debe ser aceptada por un católico como un mal a ser tolerado, sino
como un principio que garantiza la situación ideal en la cual la Iglesia
es libre. Murray demostraba que la libertad de la Iglesia, por la que
habían luchado todos los papas, estaba garantizada por la separación de
ésta y el Estado, establecida por la Constitución (Murray, 1951).
La posición defendida por Murray adquirió notoriedad pública en eua
debido a la postulación de un candidato católico a la presidencia: John F.
Kennedy, quien durante la campaña presidencial, conociendo los temores
que el catolicismo despertaba en sus conciudadanos, recibió asesora-
miento de Murray en los asuntos vinculados con la relación entre Iglesia
y Estado. Una vez que Kennedy ganó la presidencia las posiciones de
Murray (que ahora eran las del presidente) alcanzaron un alto reconoci-
miento y exposición.
A pesar de este amplio reconocimiento de sus ideas en eua, o quizás debi-
do a él, el Vaticano le ordenó en 1954 dejar de escribir sobre asuntos vincu-
lados con la relación entre Iglesia y Estado. A diferencia de otros pensadores
católicos, Murray acató el mandato del Vaticano, se despojó de todos los
libros que tenía vinculados con el tema y comenzó a enviar sus trabajos para
que fuesen previamente evaluados y aprobados por Roma. Esta situación
cambiaría abruptamente con el advenimiento del Concilio Vaticano ii.

78
Debido a que Murray había defendido la tesis de que la libertad de
culto era un derecho de toda persona humana y no sólo de los católicos y
que, por lo tanto, no era un mal que debía ser tolerado, sino un ideal que
debía ser protegido, no fue invitado a participar en las sesiones del Con-
cilio, que comenzaron en 1962. Esta tesis era contraria a la posición que
la Iglesia sostenía en ese entonces; sin embargo, las gestiones del carde-
nal Spellman lograron que fuese convocado en calidad de especialista.
El impacto de la intervención de Murray en el Concilio no pudo
ser mayor. Sus ideas fueron aceptadas casi en su totalidad y pasaron a
formar parte de la Declaración sobre la Libertad Religiosa. La Decla-
ración reconoció que la libertad religiosa era un derecho humano y un
derecho civil que tenía su fundamento en la dignidad de la persona hu-
mana y no en el carácter verdadero de las creencias que se profesan. La
idea de que el error no tenía ningún derecho, defendida con anterioridad
por la Iglesia para oponerse a la libertad religiosa, había sido finalmente
abandonada.
La diferenciación del ámbito político y del religioso adoptada por el
Concilio, pieza clave de la posición de Murray, hizo que finalmente una
concepción razonable de catolicismo triunfase. Murray había defendido
que la acción política debía fundarse en un terreno común para todos
los seres humanos, más allá de sus creencias religiosas. Este terreno de
común racionalidad era el único sobre el cual estaba justificado ejercitar
el poder político. No todo juicio verdadero es apto para servir de fun-
damento para configurar las instituciones jurídicas –señalaba Murray–,
lo que se exige en este dominio político es que el juicio que se esgrime
como razón sea aceptable por la generalidad de los seres humanos con
base en el ejercicio de su razón. Así, las creencias religiosas (sobre las
que los seres humanos mantienen juicios discrepantes) no son aptas
para justificar el diseño de las instituciones jurídicas (Murray, 1994).
La respuesta dada por Murray, y adoptada por el Concilio, al pro-
blema de la relación entre la Iglesia y el Estado fue denominada el
«esquema americano». La experiencia que Murray había tenido con
un esquema liberal razonable, a diferencia de la experiencia que el ca-
tolicismo europeo había tenido con el liberalismo irrazonable francés,
alemán e italiano, posibilitó que elaborase en el seno del catolicismo
una respuesta razonable al problema de la relación entre Iglesia y el
Estado. Sólo cuando la concepción americana de liberalismo, surgida
para proteger a la religión del Estado y no para combatirla, comenzó a

79
tener visibilidad para la Iglesia católica, fue posible que una concepción
razonable de catolicismo comenzase a tener aceptación entre los miem-
bros de la Iglesia.
Las dos posiciones irrazonables que habían estado en pugna durante
el siglo xix, el liberalismo continental profundamente anticlerical, que
aspiraba a borrar la influencia de la Iglesia en la cultura, a reformarla
para utilizarla para sus fines políticos o directamente a eliminarla, y
el catolicismo integrista, que se resistía a romper la alianza con el tro-
no porque le parecía el único modo de sobrevivir al ataque que sufría,
finalmente fueron reemplazadas por dos posiciones razonables que co-
menzaron a dialogar. El liberalismo americano razonable mostró ser
el interlocutor que los católicos habían estado esperando encontrar. El
Concilio Vaticano ii con su Declaración sobre la Libertad Religiosa
y su adopción del ideal de laicidad, fue la respuesta razonable que la
Iglesia ofreció a este interlocutor.

El modo liberal de concebir la política

El liberalismo americano,60 que ha sido el interlocutor razonable con el


que ha contado el catolicismo de mediados del siglo xx, posee un modo
característico de concebir la política: considera que todos los ciudada-
nos deben honrar el deber moral de abstinencia,61 como denominaré a
la exigencia de no ofrecer ciertas verdades como única justificación del
ejercicio del poder político.

60
El liberalismo al que me referiré a lo largo del texto es un tipo de liberalismo cir-
cunscrito a lo político; es decir, un liberalismo neutral en relación con las concepciones
del bien. Muchos han sido los que han cuestionado la supuesta neutralidad liberal y no
es el objetivo del presente trabajo abordar sus objeciones ni esgrimir las razones por las
que considero existe una variante de liberalismo neutral. De tal tarea me he ocupado en
otra parte (Seleme, 2004). Aquí simplemente pretendo establecer cuál es el sustento de
la exigencia de neutralidad y mostrar que interpretar al liberalismo de ese modo es parte
de la solución al problema que enfrentan nuestras sociedades.
61
El «deber de abstinencia» sería una de las exigencias de lo que Rawls denomi-
na «deber de civilidad». Este deber impone la exigencia de «…to be able to explain
to one another on those fundamental questions how the principles and policies they
advocate and vote for can be supported by the political values of public reason. This
duty also involves a willingness to listen to others and a fairmendedness in deciding
when accommodations to their views should reasonably be made» (Rawls, 1993: 217).

80
Este deber se funda en dos premisas. La primera, es de índole norma-
tiva. Sostiene que el ejercicio del poder estatal debe justificarse con
base en razones aceptables por todos los ciudadanos, en tanto raciona-
les y razonables. La segunda, es empírica; afirma que el hecho de que
algo sea verdad no excluye la posibilidad de que ciudadanos racionales
y razonables sostengan su falsedad. Ciudadanos racionales y razona-
bles pueden fallar en apreciar la verdad de una consideración.
Para comprender por qué el liberalismo exige de los ciudadanos que
no ofrezcan ciertas verdades como única justificación del ejercicio del
poder estatal, deben responderse, en consecuencia, dos preguntas. En
primer lugar, ¿por qué es legítimo ejercitar el poder estatal a partir de
razones públicamente aceptables? Y segundo, ¿por qué el desacuerdo
entre ciudadanos razonables y racionales es posible? En lo que sigue
mostraré cómo las respuestas a estas dos preguntas permiten justificar
el «deber moral de abstinencia».

La premisa normativa: coacción, aceptabilidad pública. La comunidad


política como comunidad de autores

Comencemos por la respuesta a la primera pregunta. La razón por la que


el liberalismo exige que las decisiones estatales sean públicamente jus-
tificables reside en el carácter coercitivo del esquema institucional que
tales decisiones configuran. El esquema institucional configurado por las
decisiones estatales, se aplica a los ciudadanos con independencia de sus
opiniones y deseos. El poder estatal configura el diseño institucional que
se nos aplica coercitivamente. Las instituciones sociales y económicas
configuradas por el poder estatal determinan nuestras expectativas vi-
tales, nuestros deberes y derechos, nuestra posición social, más allá de
nuestras opiniones y deseos. El hecho de que se nos apliquen coercitiva-
mente instituciones creadas por el ejercicio del poder estatal engendra la
exigencia moral de autogobierno o legitimidad.
La razón por la que esto es así es la siguiente: el hecho de la coerción
amenaza el carácter de sujetos de razones que los ciudadanos poseen.
La relevancia moral de la coerción reside en la imposición a un sujeto
de una decisión ajena. El sujeto, por tanto, deja de ser el autor de su
propia vida, deja de dirigir su vida según sus propias razones. Así, la
exigencia moral que engendra la existencia de un esquema coercitivo

81
es la de tratar a sus ciudadanos como autores. Exigir que un esquema
coercitivo trate a sus ciudadanos como autores equivale a exigir auto-
gobierno o legitimidad. Es decir, la existencia de un esquema coercitivo
genera exigencias de legitimidad política, autoría o autogobierno.
De lo que se trata entonces es de determinar cuándo un esquema
institucional trata a sus ciudadanos como autores.
Mi idea es que si el esquema institucional62 permite satisfacer los in-
tereses que los ciudadanos tienen en tanto autores, entonces los trata
como tales. Pienso que estos intereses vinculados a su calidad de autores
pueden ser agrupados, siguiendo a Beitz, en tres categorías: el interés en
el reconocimiento, en el modo de tratamiento63 y en la responsabilidad
deliberativa. El primero de ellos se refiere a los efectos que tiene sobre
la identidad pública el lugar que el procedimiento político de toma de de-
cisión colectiva asigna a los individuos. Cuando una persona es excluida
enteramente del acceso a cualquier rol público o cuando los roles en los
procedimientos decisorios reflejan la creencia social en la inferioridad de
un grupo, el interés en el reconocimiento que todos los ciudadanos tienen
como autores de las decisiones políticas no es satisfecho.64
El segundo de estos intereses, el referido al modo de tratamiento, no
se encuentra vinculado directamente al rol que los ciudadanos tienen
como autores de las decisiones políticas, sino al que tienen como suje-
tos destinatarios de tales decisiones.65 Sin embargo, existe un vínculo
indirecto con los intereses que poseen en tanto autores. Esto porque, en
tanto autores, les interesa no recibir cualquier trato como sujetos. La
razón es que ciertas medidas adoptadas en relación con los ciudadanos
en tanto sujetos les impedirían ocupar su rol de autores. Tal sería el caso

62
He desarrollado esta idea de la legitimidad política en otro lugar (Seleme, 2010).
63
Beitz lo denomina «interés en el tratamiento equitativo» (Beitz, 1990: 107).
64
Un procedimiento decisorio que no satisface el interés en el reconocimiento «...
establish or reinforce the perception that some people’s interests deserve less respect
or concern than those of others simply in virtue of their membership in one rather than
another social or ascriptive group…» (Beitz, 1990: 110).
65
Esta dualidad de roles en los ciudadanos (en tanto autores y sujetos de las deci-
siones políticas) había sido advertida ya por Hobbes. No obstante, a pesar de haber
advertido la dualidad de roles, la posición hobbesiana, a diferencia de la que presento en
el texto, pone el énfasis en el rol que los ciudadanos tienen como «sujetos» o súbditos,
y no como «autores» de las decisiones colectivas. El único acto de «autoría» o de par-
ticipación de los ciudadanos en Hobbes es el de autorizar la formación de un gobierno
donde su ulterior participación no tiene cabida (Hobbes, 1997).

82
de un sistema político que no les permitiese a sus ciudadanos obtener
los medios de subsistencia, o que no garantizase algún grado de libertad
religiosa y de pensamiento, así como la libertad de la ocupación forzo-
sa y la esclavitud, o no les reconociese algún derecho de propiedad. A
cualquier ciudadano, en tanto sujeto de las decisiones políticas, se le
debe reconocer tales derechos. La razón de ello es que de otro modo
se vería impedido de cumplir su rol de autor. Sin estos derechos la idea
misma de sistema político, como sistema de cooperación social de cu-
yas decisiones son «autores» los ciudadanos, carece de sentido.66
Finalmente, en tanto autores, los ciudadanos tienen un interés en la
responsabilidad deliberativa; tienen interés en que la resolución de los
asuntos políticos se haga en función de una deliberación pública suficien-
temente informada, donde sus opiniones o razones sean consideradas y
evaluadas con responsabilidad (Beitz, 1990: 113-117).
Este tercer interés que los ciudadanos poseen en tanto autores po-
see especial relevancia para comprender el «deber de abstinencia», de
modo que me detendré en él.
Un sujeto posee diversos tipos de razones relevantes a nivel político.
Un conjunto de razones se refiere a cuál es el contenido que deberían de
tener las decisiones colectivas particulares. Así, por ejemplo, si se debe
decidir colectivamente sobre la penalización del aborto algunos tendrán
razones a favor y otros en contra. La satisfacción del interés en la res-
ponsabilidad deliberativa exige que el procedimiento no impida que las
opiniones de todos sean consideradas. Un segundo conjunto de razones
no se refiere al mejor contenido de las decisiones colectivas, sino a cuál
es el modo correcto de tomar tales decisiones. Los individuos poseen,
o pueden poseer, opiniones acerca de cómo los procedimientos de toma
de decisión colectiva deberían estar organizados para ser correctos. El

66
Aunque no puedo detenerme, en la concepción que estoy presentando los derechos
humanos exigibles en el dominio internacional son aquéllos que el individuo debe tener para
ser tratado como autor por el esquema institucional. Sin estos derechos garantizados –sin
los intereses de autoría satisfechos– el esquema institucional es mero ejercicio de la coac-
ción desnuda. Existe sólo un esquema de coacción centralizado, pero no existe comunidad
política entendida como «comunidad de autores». Aunque esto es debatible, considero que
es el modo en que Rawls justifica los derechos humanos: «... What have come to be called
human rights are recognized as neccesary conditions of any system of social cooperation.
When they are regularly violated, we have command by force, a slave system, and no coo-
peration of any kind» (Rawls, 1999b: 68).

83
objeto de estas razones no es el contenido de las decisiones colectivas
(si el aborto debe o no ser penalizado), sino los criterios que sirven para
evaluar el procedimiento decisorio (si la decisión debe tomarse por vo-
tación o no, por mayoría simple o calificada, etcétera).
Ahora bien, dado que los ciudadanos poseen razones de los dos tipos,
existen dos modos en que el interés deliberativo puede ser vulnerado:
por utilizar procedimientos de toma de decisión colectiva que impidan
la consideración de algunas opiniones referidas al contenido de la decisión
colectiva, o por utilizar procedimientos de toma de decisión colectiva que,
aunque permitan que las opiniones de todos sean escuchadas, estén fun-
dados en consideraciones que no puedan ser vistas como razones por
los individuos en cuestión.
Dicho de otro modo, existen dos niveles en que el esquema institu-
cional puede satisfacer el interés deliberativo y tratar a los ciudadanos
como autores. Uno se refiere a los procedimientos de toma de decisio-
nes colectivas que emplea el esquema institucional estatal. Otro, más
profundo, se refiere a los criterios para diseñar y evaluar dichos pro-
cedimientos. Los procedimientos de toma de decisión colectiva tratan
a los ciudadanos como autores cuando son sensibles a sus opiniones
sobre el contenido que deben tener las decisiones (por ejemplo, si el
aborto debe o no ser penalizado). Si las reglas institucionales impiden
que algunas opiniones sobre la marcha de los asuntos públicos sean
escuchadas, entonces el interés en la responsabilidad deliberativa no
está siendo satisfecho y, por tanto, el esquema institucional no trata a
dichos ciudadanos como autores. Si el procedimiento de toma de deci-
siones colectivas permite que todas las opiniones cuenten, es sensible
a las razones que los ciudadanos tienen en relación con el contenido
de las decisiones colectivas, y en este respecto los trata como autores.
El segundo nivel en que un esquema institucional puede satisfacer
el interés en la responsabilidad deliberativa no se refiere a las razones
que los ciudadanos tienen para adoptar una particular decisión colectiva
(por ejemplo, referida a la penalización del aborto), sino a las razo-
nes que tienen para adoptar un determinado procedimiento de toma de
decisiones colectivas. En este segundo nivel el interés deliberativo no
puede ser satisfecho por la existencia de un procedimiento de toma de
decisiones colectivas que no contenga impedimentos para que las razo-
nes de todos los ciudadanos cuenten y que tenga por objeto elegir cuál
será el procedimiento de toma de decisiones colectivas a seguir. Aquí,

84
el interés deliberativo no puede ser satisfecho por la existencia de un
procedimiento colectivo de toma de decisiones que sea sensible a las
razones que los ciudadanos tienen a favor de un procedimiento de toma
de decisión en lugar de otro, mediante el cual se vaya a decidir cuál es
el procedimiento colectivo de toma de decisiones adecuado. A la hora
de determinar el contenido de una decisión colectiva el ciudadano es
tratado como autor por el esquema institucional si no existen impedi-
mentos para que participe en el procedimiento de toma de decisiones.
A la hora de determinar el procedimiento de decisión colectiva el ciu-
dadano igualmente es tratado como autor si no existen impedimentos
para su participación. Sin embargo, la participación de la que se trata
aquí no puede consistir en tomar parte en un procedimiento de decisión
colectiva puesto que de lo que se trata es justamente de establecer cuál
es este procedimiento. La única participación que puede darse aquí es
a nivel de razones. Un ciudadano ha participado en la adopción de un
procedimiento de toma de decisiones colectivas si puede juzgar a las
consideraciones que lo justifican como razones. En consecuencia, un
ciudadano es tratado como autor en este segundo nivel si no se encuen-
tra impedido de participar; esto es, si las consideraciones que fundan el
procedimiento de toma de decisiones colectivas pueden ser considera-
das por él como razones (aunque éste, efectivamente, no sea el caso).67

67
No puedo detenerme en este asunto aquí porque me desviaría del objetivo del
presente artículo; sin embargo, unas pocas consideraciones pueden aclarar la idea. Esti-
mo que una consideración puede ser tomada por mí como una razón cuando es posible
vincularla a las creencias, compromisos, proyectos, valores, etcétera, que actualmen-
te poseo. Sólo en este caso puedo afirmar que algo es una razón. La idea es semejante
–aunque no idéntica– a la defendida por Bernard Williams (1981), por lo menos en una de
sus interpretaciones. Williams sostiene que afirmar que un individuo tiene una razón
implica afirmar que existe una «sounddeliberativeroute» entre el conjunto motivacional
S del individuo y la realización de determinado comportamiento. Análogamente, en el
texto sostengo que para que alguien pueda percibir a determinada consideración como
una razón tiene que poderla vincular mediante un proceso de deliberación correcta con
algún componente subjetivo, que no necesariamente debe tener carácter motivacional
(creencias, valores, deseos, disposiciones de evaluación, etcétera), que actualmente
posee. Lo señalado en el texto es compatible con admitir que los individuos pueden
modificar sus razones a través de lo que Scanlon denomina la «modificación reflexiva».
Sostener que algo es visto como una razón por un individuo cuando puede ser vinculada
a algún elemento subjetivo del mismo no equivale a adoptar una posición quietista en
relación con las razones. Las consideraciones que reconocemos como razones pueden
cambiar, pero sólo haciendo pie en algún componente subjetivo. El procedimiento a

85
Cuando los procedimientos para tomar decisiones colectivas están
fundados en consideraciones justificatorias que no pueden ser vistas
como razones por algunos de los ciudadanos sus razones no están sien-
do consideradas, su interés en la responsabilidad deliberativa no es
satisfecho por el esquema institucional, el cual, en consecuencia, no
los trata como autores.68
Recapitulando, un esquema institucional satisface el interés delibera-
tivo de sus ciudadanos, y los trata como autores, sólo si el procedimiento
de toma de decisiones colectivas se encuentra fundado en consideracio-
nes que pueden ser vistas como razones por éstos.
¿De qué depende que esta exigencia pueda ser satisfecha? ¿Qué es lo
que posibilita que un conjunto de individuos pueda juzgar en común una
determinada consideración como una razón? Pienso que la respuesta debe
buscarse en el hecho de que comparten una misma cultura política públi-
ca; una práctica argumentativa referida a la toma de decisiones colecti-
vas y al diseño institucional, la cual descansa en ideas implícitamente
aceptadas por todos los participantes. Un procedimiento de toma de de-
cisiones colectivas, que se encuentra justificado a partir de estas ideas, es
uno que puede ser visto como fundado en razones por cualquier ciudada-
no en tanto miembro de una misma cultura política, participante de una
práctica argumentativa. Como es obvio, esto no equivale a señalar que el
carácter de razón de una consideración le viene dado por una cultura, sino

través del cual «... one decides what reasons one has, depend on the reactions that the
person doing the deciding has or would have to the distinctions, examples, and analo-
gies in question...» (Scanlon, 1998: 368). Un individuo se encuentra impedido de juzgar
una consideración como una razón cuando no es posible vincularla por deliberación con
ningún componente subjetivo.
68
Como no podía ser de otro modo tal situación impide, de igual manera, que el inte-
rés en el reconocimiento que todo ciudadano posee en tanto autor se encuentre satisfecho.
Este interés encuentra su última justificación en el interés en ser reconocido por el sistema
político al que pertenezco como un sujeto de razones. De esto se sigue que, al igual que
el interés en la responsabilidad deliberativa, puede verse insatisfecho porque el esquema
institucional no sea sensible a las razones que en los dos niveles que he distinguido poseen
los ciudadanos. Sus razones referidas al contenido de las decisiones colectivas particulares
y sus razones referidas al modo en que debería configurarse tal procedimiento decisorio.
Si un ciudadano se encuentra impedido de juzgar como razones las consideraciones que
justifican el procedimiento de toma de decisiones colectivas, aunque éste sea sensible a
sus razones referidas al contenido de tales decisiones, no está siendo reconocido como un
sujeto de razones, su interés en el reconocimiento no está siendo satisfecho y, por tanto,
no está siendo tratado como autor por el sistema institucional.

86
simplemente que el juicio sobre qué cuenta como una razón es relativo
a un determinado ambiente cultural. Mientras más densa sea la cultura
común, más posibilidades existirán de juzgar conjuntamente determina-
das consideraciones como razones. El modo de satisfacer la exigencia
de participación política y la de tratar a los ciudadanos como autores de
las decisiones colectivas dependerá de las características culturales que
posea la sociedad en cuestión.
Una de las ideas centrales en la cultura política de sociedades libera-
les es la de ciudadanía libre e igual. Cada ciudadano, individualmente,
es considerado como una fuente de reclamaciones legítima con indepen-
dencia del grupo social, religioso o racial de pertenencia; es considerado
con derecho a esgrimir sus razones sobre el contenido que deben tener
las decisiones colectivas. El procedimiento de toma de decisiones demo-
crático, con su idea de «un ciudadano, un voto», se encuentra justificado
en estas consideraciones, las cuales pueden ser vistas como razones por
todos los ciudadanos en tanto miembros de una cultura política liberal.69

69
Por las consideraciones señaladas en el texto pienso, en oposición a la opinión ma-
yoritaria, que la democracia no es una forma de gobierno legítima sin más. No es el caso
que un procedimiento democrático de toma de decisiones colectivas garantice que los
ciudadanos están siendo tratados como autores. Si la cultura política no contiene la idea
de ciudadanía libre e igual, los ciudadanos que la habitan se encuentran impedidos de
ver como razones las consideraciones que justifican el procedimiento democrático. Por
esta razón, la tarea de ayudar a que otros pueblos construyan instituciones legítimas,
que los traten como autores, no puede consistir en exportarles sistemas democráticos;
de lo que se trata, en cambio, es de ver cuáles son las mejores instituciones que pueden ser
justificadas a partir de su cultura política. En una cultura política de índole comunitarista –
estoy pensando en las sociedades islámicas– la idea de ciudadanía libre e igual se encuentra
ausente. Si se instala allí un sistema democrático, efectivamente no existirán impedimentos
normativos para que cuente la opinión de todos en relación con el contenido de las deci-
siones colectivas. Los ciudadanos estarán siendo tratados como autores en tanto no existen
impedimentos para que cuenten sus razones referidas a qué decisiones colectivas adoptar.
Sin embargo, sus razones referidas al modo en que tales decisiones deben adoptarse; esto
es, al procedimiento de toma de decisiones colectivas, no habrán sido consideradas. Esto
porque, dada la cultura política de esta sociedad, es imposible que los ciudadanos que
la habitan consideren el sistema democrático, con su idea de «un hombre, un voto» y
su estipulación de que los representados son los individuos, como fundado en razones.
Aunque el sistema de toma de decisiones no contiene impedimentos para que las opi-
niones de los ciudadanos referidas al contenido de las decisiones políticas sean con-
sideradas, contiene un impedimento más profundo referido a sus opiniones y razones
vinculadas a los procedimientos mismos de toma de decisiones colectivas.

87
Para sintetizar lo señalado hasta aquí: la existencia de un esquema
institucional que se aplica coercitivamente a los ciudadanos que en él
habitan, determinando sus expectativas vitales con independencia de sus
deseos y preferencias, engendra la exigencia moral de legitimidad, au-
togobierno o autoría. Dicha exigencia es satisfecha cuando el esquema
institucional trata a los ciudadanos sujetos de la coerción como autores.
Tal extremo es alcanzado cuando el esquema institucional satisface los
intereses que como autores poseen los ciudadanos, el interés en el reco-
nocimiento, el interés en el trato y el interés en la responsabilidad deli-
berativa. Finalmente, el esquema institucional satisface el interés en la
responsabilidad deliberativa si el procedimiento de toma de decisiones
colectivas cumple dos requisitos: a) no establece impedimentos norma-
tivos para que cuenten las razones que los ciudadanos consideran que
existen en relación con una decisión colectiva, y b) se encuentra funda-
do en consideraciones que pueden ser vistas como razones por todos.
Si el esquema institucional reúne las dos condiciones precedentes y,
por ende, el interés en la responsabilidad deliberativa está satisfecho;
si la configuración y acceso a los roles públicos no refleja la creencia
social respecto a la inferioridad de algún grupo, y el interés en el reco-
nocimiento está satisfecho, y si los ciudadanos poseen los derechos y
recursos mínimos enunciados, y el interés en el modo de tratamiento
está satisfecho, entonces dicho esquema institucional trata a los ciuda-
danos como autores. A partir del momento en que estas exigencias son
plenas comienza a existir la comunidad política como una «comunidad
de autores», esto es, como un nosotros a quien el poder político perte-
nece. A partir de este momento aparece el poder político colectivo como
un poder compartido, como un poder nuestro.
Las decisiones coercitivas adoptadas por una comunidad política, en
tanto «comunidad de autores», se encuentran moralmente justificadas
toda vez que son decisiones nuestras, no ajenas. Como se recordará,
era el carácter ajeno de las decisiones coercitivas lo que poseía rele-
vancia moral y engendraba las exigencias de legitimidad, autogobierno
y autoría; en consecuencia, las decisiones coercitivas adoptadas en el
seno de un esquema institucional que satisface los tres intereses vincu-
lados a la autoría son legítimas, lo que equivale a señalar simplemen-
te que los ciudadanos carecen del derecho a no ser coercionados. En
términos hohfeldianos, la legitimidad política, o el derecho a mandar
que posee la «comunidad de autores», involucra un derecho-libertad

88
que se corresponde con la ausencia del derecho-exigencia por parte de
los ciudadanos a no ser coercionados.70
Con todos estos elementos a mano, es ahora posible vislumbrar la
razón por la que quienes propugnan ciertas decisiones estatales deben
mostrar que son públicamente justificables. Como hemos señalado, un
esquema institucional trata a sus ciudadanos como autores si el procedi-
miento de toma de decisiones colectivas permite que cuenten todas las
opiniones sobre el contenido de las decisiones a adoptar. El procedimien-
to decisorio debe permitir que aun aquellas opiniones que se encuentran
fundadas en consideraciones que otros ciudadanos no pueden ver como
razones puedan ser esgrimidas. De otro modo, si contuviese impedi-
mentos normativos para que algunas opiniones cuenten, no trataría al
ciudadano impedido de hacer valer sus opiniones como un sujeto de
razones, esto es, como un autor. Esto no significa, sin embargo, que el
ciudadano que, para apoyar o rechazar una decisión estatal, esgrime
consideraciones que no pueden ser vistas como razones por sus ciuda-
danos actúe correctamente. El ciudadano que como miembro del par-
lamento o como elector funda su decisión de este modo no trata a sus
conciudadanos como sujetos de razones, esto es, como autores; quien
actúa de este modo realiza un acto moralmente incorrecto en el seno de
un esquema institucional correcto.
De modo que la existencia de un esquema coercitivo genera exigen-
cias morales respecto del diseño del esquema institucional y respecto de
la conducta que los individuos deben adoptar en su seno. Las primeras
son exigencias de legitimidad política –cuyo objeto son las institucio-
nes–; las segundas son de moralidad personal pública –cuyo objeto
son las conductas de los ciudadanos en el seno de las instituciones
70
Defiendo una concepción no correlativista de la legitimidad política, una que
concibe que el derecho a mandar no se corresponde con el deber general de obedecer
por parte de la ciudadanía. Creo que éste era el entendimiento que Hobbes tenía de
la legitimidad. Hobbes entendía el derecho a mandar como una libertad. No obstante la
concepción de la legitimidad presentada en el texto difiere de la suya en que la legiti-
midad entendida a partir de la noción de «comunidad de autores» involucra la potestad
de que las decisiones coercitivas adoptadas en el seno de un esquema institucional que
trata a sus ciudadanos como autores les sean imputables a éstos como propias. Waldron
ha llamado la atención sobre este componente de la legitimidad y del derecho a mandar.
Haciendo referencia al mismo señala: «se trata de una demanda a favor de cierto tipo de
reconocimiento y, como dije, de respeto, ya que esto, por el momento, es todo lo que la
comunidad ha llegado a acordar… » (2005:121).

89
públicas. Los ciudadanos tienen el deber moral personal de justificar
las posiciones que adopten en relación con las decisiones colectivas
coercitivas, conforme a consideraciones que sean aceptables por todos
sus conciudadanos. En este caso, como en el referido a la adopción del
procedimiento decisorio, lo que posibilita esta aceptabilidad pública es
que los argumentos brindados para favorecer una decisión colectiva se
encuentren fundados en las ideas presentes en la cultura política pública
de la sociedad en cuestión. Dado que nuestras sociedades son liberales, e
incluyen la idea de ciudadanía libre e igual, de lo que se trata es de brindar
como justificación consideraciones que sean aceptables para ciudadanos
libres e iguales, o lo que es lo mismo, racionales y razonables. Ésta es la
razón por la que los ciudadanos deben justificar sus decisiones referidas
a los asuntos colectivos en razones que sean públicamente aceptables
para individuos racionales y razonables.

La premisa fáctica: la experiencia vital divergente como causa de


desacuerdos. La experiencia religiosa

¿Qué puede decirse de nuestra segunda pregunta? ¿Por qué razón el


desacuerdo razonable es inevitable? O dicho de otro modo, ¿por qué
el hecho de ser racionales y razonables no garantiza que acordemos
plenamente sobre el fundamento de las decisiones políticas?
De lo que se trata es de encontrar causas, diferentes a la irracionalidad
o malicia de los ciudadanos, que expliquen algunos de sus desacuerdos.
Una de estas causas es que las evaluaciones que realizamos, tanto de
consideraciones empíricas como normativas, se encuentran modeladas a
partir de las diferentes experiencias que hemos enfrentado a lo largo de
nuestra vida. El desacuerdo razonable es posible porque nuestros juicios
sobre qué razones justifican una determinada decisión política son el pro-
ducto de evaluaciones realizadas a partir de nuestra experiencia vital, la
cual es diferente de un ciudadano a otro.
Dentro de las experiencias vitales que configuran el modo en que eva-
luamos y sopesamos las evidencias empíricas y las consideraciones nor-
mativas ocupan un lugar relevante las experiencias religiosas. El hecho de
que los ciudadanos posean cosmovisiones religiosas diferentes, entre otras
cosas, hace que no obstante ser racionales y razonables, discrepen a la hora
de juzgar si una decisión política se encuentra o no justificada en razones.

90
Consideraciones que pueden ser juzgadas como razones por algunos
individuos, a partir de su propia cosmovisión religiosa, pueden no ser
juzgadas del mismo modo por individuos que poseen cosmovisiones
diferentes. Mientras más cercana es la consideración al núcleo dogmá-
tico de la cosmovisión religiosa, menos posibilidades existirán para
quienes no aceptan dicho dogma de juzgarla como una razón. El nú-
cleo dogmático de una cosmovisión religiosa son las convicciones más
firmes que el creyente posee, a las cuales las demás se acomodan en la
eventualidad de un posible conflicto. Un católico, por ejemplo, ubicará
en este lugar su convicción de que Jesús es el Hijo de Dios y que murió
y resucitó al tercer día. Ésta es una de sus creencias más inamovible, a
la que las restantes deben ajustarse. Aquí también se ubican sus creen-
cias en la inmortalidad del alma y la resurrección de los muertos, en
la creación del mundo, en la virginidad de María y el perdón de los
pecados.
El núcleo dogmático no es aceptado por el creyente a partir de razo-
nes. Dicho en otros términos, la razón no conduce a la fe. ¿Qué razones
podrían brindarse para que estuviese racionalmente justificado acep-
tar que Dios se ha hecho hombre? ¿Qué pruebas podrían brindarse? El
problema reside en que para que una prueba funcione la verdad de la
conclusión no debe ser tan improbable como para que ponga en cues-
tión el carácter verdadero de las premisas. Si la conclusión es altamente
improbable, o altamente contraituitiva, cualquier argumento utilizado
para justificarla termina convirtiéndose en una reductio ad absurdum
de las premisas que intentaban justificarla. Así, por ejemplo, si pretendo
justificar la divinidad de Jesús en su capacidad para hacer milagros (su-
pongamos que construyo un argumento señalando que sólo Dios puede
tener tal facultad), dado lo improbable que es la conclusión de que Jesús
sea Dios y hombre a la vez, creador y criatura, esto es una razón para
cuestionar la verdad de la premisa que la implica, esto es, su capacidad
para realizar milagros.
Para el creyente este núcleo dogmático se encuentra compuesto por
consideraciones que actúan como razones de primera importancia, pero
las mismas no se encuentran a su vez fundadas en razones. Así, por
ejemplo, el hecho de que Jesús sea Dios es para el creyente una razón
para adorarlo todos los domingos en la eucaristía, pero no existe nin-
guna razón que justifique considerarlo Dios. Ésta es una cuestión de
fe, no de razón. Es decir, una persona que no comparta con el católico

91
su núcleo dogmático no verá ninguna razón para adorar a Cristo en la
eucaristía. Individuos que han tenido distintas experiencias religiosas y
aceptan diferentes núcleos dogmáticos discreparán a la hora de juzgar
si una acción se encuentra o no justificada en razones.
La conclusión anterior también se aplica cuando la acción que se tra-
ta de justificar es una acción estatal. Mientras más cercana sea al núcleo
dogmático la consideración que se ofrece como justificación de una
decisión política menos probable será que alguien que no acepta dicho
núcleo pueda verla como una razón. Así, por ejemplo, si para justificar
una norma que penalice el no adorar a Cristo en la eucaristía esgrimo mi
convicción de que Jesús es el Hijo de Dios, tal consideración no podrá
ser vista como una razón por aquéllos que no aceptan mi mismo núcleo
dogmático.
Si reunimos esta conclusión con la obtenida en el punto anterior
tenemos lo siguiente: la existencia de un esquema coercitivo estatal
genera la exigencia, en cada individuo que forma parte del mismo,
de justificar las posiciones que adopte en relación con las decisiones
estatales según consideraciones que sean aceptables por todos sus con-
ciudadanos. Esto, unido al hecho de que los ciudadanos elaboren sus
juicios a partir de experiencias vitales divergentes, funda la exigencia
liberal de no ofrecer ciertas verdades como única justificación de las
decisiones estatales. Si una verdad no puede ser apreciada por otros
ciudadanos racionales y razonables, dada su experiencia vital (una
de cuyas partes centrales es la experiencia religiosa), entonces no es
apta para justificar decisiones estatales. A la hora de justificar deci-
siones estatales los ciudadanos tienen el deber moral de abstenerse de
ofrecer consideraciones que, no obstante ser verdaderas, no pueden
ser vistas como razones por otros dada su particular cosmovisión.
Modificando ligeramente el ejemplo antes brindado, aun si fuera ver-
dad que Jesús es el Hijo de Dios, y aun si esto justificara que debiera ser
adorado, no está justificado adoptar decisiones estatales que tiendan a
lograr que todos lo adoren. Así, quien apoya una norma que establece la
enseñanza en las escuelas del catecismo católico, donde consta el dog-
ma de la divinidad de Jesús, con el objeto de que todos acepten y ado-
ren al verdadero Dios, vulnera un deber moral, el de abstinencia, que
surge a partir de la existencia de un esquema coercitivo. Esto, porque
la decisión estatal de invertir fondos públicos para costear la enseñanza
del catecismo católico se encuentra fundada en consideraciones que,

92
aunque sean verdaderas, no pueden ser vistas como razones por quien
no comparte el núcleo dogmático del católico.

El creyente escindido

El deber moral de abstinencia parece ubicar al creyente que acepta el


liberalismo en una posición paradójica. Para comprender la dificultad
puede ser útil recordar un caso real. A mediados de los años ochenta,
Mario Cuomo, por entonces alcalde de Nueva York, se opuso a la prohi-
bición del aborto. Lo sorprendente del caso fue que adoptó esta decisión
política aun siendo un devoto católico y con la convicción de que el
aborto era una práctica moralmente condenable. Cuomo sostenía que
no era correcto que las decisiones que adoptaba en su rol de gobernador
estuviesen fundadas en sus convicciones religiosas; proceder de otro
modo, afirmaba, sería justificar las decisiones colectivas en fundamen-
tos que muchos de sus conciudadanos razonablemente podrían rechazar
(Cuomo, 1993: 23-51).
El ejemplo es útil porque muestra dónde reside el carácter aparen-
temente paradójico de la situación. Como católico, Cuomo creía que
el feto era una persona humana, que él tenía la obligación de adoptar
medidas para preservar su vida y que el aborto era una práctica con-
denable. Como alcalde, sin embargo, se negaba a adoptar una medida
tendiente a preservar la vida del feto, con lo que parecía incumplir la
obligación que en tanto católico reconocía.
La situación era peor aún porque el hecho de que Cuomo, como al-
calde, se opusiese a la prohibición de abortar, parecía presuponer que,
como alcalde, no creía que el feto fuese una persona humana. Pero ésta
era exactamente la creencia que, en tanto católico, afirmaba. Las caracte-
rísticas paradójicas de la situación, entonces, eran dos. En primer lugar,
como alcalde liberal tenía obligaciones que le impedían cumplir con las
obligaciones que, como creyente, reconocía. En segundo lugar, como
creyente afirmaba ciertas verdades de las que renegaba en tanto alcalde.
La decisión adoptada por Cuomo presuponía la aceptación de las dos
premisas, la normativa y la empírica, a las que me he referido previamente.
Cuomo tenía tanto una forma de entender la política como una manera
de entender su religión. Como liberal sostenía que las decisiones estata-
les debían estar justificadas en razones públicamente aceptables. Como

93
católico pensaba que no todas sus convicciones podían ser demostradas
por la razón y, por tanto, no todas eran públicamente aceptables. Sin em-
bargo, la aceptación conjunta del catolicismo y del liberalismo parecía
conducirlo a una posición esquizofrénica. En el ámbito privado, actua-
ba como católico, creía que el feto era una persona y que debía hacer
todo lo posible por preservar su vida. En el ámbito público, actuaba
como liberal, se oponía a prohibir el aborto, no hacía todo lo posible por
preservar la vida del feto, de lo que parecía seguirse que no lo conside-
raba una persona humana. Cuomo parecía tener una doble personalidad
escindida entre el ámbito privado y el público.
Muchos creyentes se perciben a sí mismos escindidos de este modo,
lo que entraña un riesgo para los sistemas liberales. El riesgo reside
en que los creyentes, para evitar verse fracturados, intentaran ingresar
todas sus convicciones a la hora de justificar decisiones estatales. En
el caso tomado como ejemplo, el riesgo residiría en que utilizaran su
convicción de que el feto es persona humana para justificar la decisión
política de prohibir el aborto.
Puesto que se trata de un creyente liberal, el modo de hacer tal
cosa no consistirá en dejar de lado la exigencia moral engendrada por
la existencia de un esquema coercitivo; es decir, el creyente seguirá
suscribiendo la premisa normativa que afirma que la coacción debe
justificarse en consideraciones que sean aceptables por todos los ciu-
dadanos, en tanto racionales y razonables.
Pienso, por el contrario, que la peligrosa alternativa que se ofrece
al creyente liberal es la de intentar fundar las convicciones que tiene,
en tanto creyente, con argumentos racionales. Racionalizadas de este
modo, las convicciones podrían ser ofrecidas como justificación de
decisiones políticas, puesto que a sus ojos serían aceptables por todos
los ciudadanos si es que son racionales. Al inclinarse por esta alter-
nativa, el creyente niega la posibilidad de que ciudadanos razonables
y racionales puedan discrepar sobre sus convicciones. Es decir, esta
alternativa pone en cuestión la premisa empírica del argumento que
conduce al deber moral de abstinencia.
La estrategia permite soldar la fractura que el creyente liberal percibe
en su persona. Si pueden obtenerse argumentos racionales, que mues-
tren la verdad de sus convicciones religiosas, por ejemplo, que el feto
es una persona humana, entonces tal convicción puede ser ofrecida para
justificar decisiones estatales. Si estos argumentos racionales existen en

94
relación con el estatus del feto, entonces situaciones de escisión como
aquélla en que se encontraba Cuomo pueden ser evitadas. En tanto al-
calde, podría haber apoyado la prohibición de abortar fundándose en
la convicción que como católico tenía respecto de que el feto era una
persona humana. De este modo, en primer lugar, habría hecho algo que
se encontraba a su alcance para protegerlo. En segundo lugar, como
alcalde y como católico habría podido afirmar que el feto era una per-
sona: lo que afirmaba como católico también podría haberlo afirmado
como alcalde.

La racionalización como solución espuria

Pienso que la estrategia racionalizadora es incorrecta, pues no aprecia


el modo en que las convicciones religiosas inciden sobre las facultades
de juicio de los individuos. Este modo de resolver la supuesta escisión
entre la personalidad pública del creyente liberal y su personalidad pri-
vada presupone otra escisión: la del individuo en tanto sujeto de creen-
cias y en tanto sujeto capaz de razonar. La idea que subyace al intento
de racionalizar las creencias religiosas es que nuestras facultades de
juicio no se ven influidas por las creencias que profesamos. La razón es
ejercitada en el vacío sin que la particular cosmovisión que poseen los
ciudadanos configure el modo en que, tanto las consideraciones empí-
ricas como las normativas, son sopesadas. Esta visión escindida del ser
humano permite concluir que todas las consideraciones que son juzga-
das por un creyente como razones pueden ser juzgadas también como
razones por cualquier otra persona.
El modo en que funcionan nuestras facultades de juicio, sin embar-
go, parece ser distinto. No somos seres escindidos en un yo creyente y
uno racional, sino que juzgamos, sopesamos evidencia, evaluamos, en
el marco de nuestras creencias religiosas. Por esta razón, es equivoca-
da la estrategia tendiente a encontrar razones públicamente aceptables,
que funden las convicciones que el creyente posee. Si el ejercicio de
las facultades de juicio se encuentra enmarcado en las convicciones
religiosas, otro ciudadano con las mismas facultades pero con distintas
convicciones podría no juzgar del mismo modo. Mientras más cerca-
no a su núcleo dogmático sea el tópico a evaluar, menos públicamente
aceptable será el juicio evaluativo realizado por el creyente. Volviendo

95
al ejemplo del aborto, si la afirmación de que el feto es una persona es
percibida como formando parte de este núcleo de verdades incuestio-
nables, entonces el modo en que se sopesa la evidencia empírica, por
ejemplo, los datos obtenidos de la medicina sobre el desarrollo del feto
y el modo en que se evalúan consideraciones normativas pueden no ser
aceptables por quienes no comparten dicho núcleo dogmático.
Lo señalado hasta aquí sirve para mostrar que el intento del cre-
yente de racionalizar sus convicciones religiosas, para de este modo
justificar decisiones políticas, es incorrecto. No obstante, esto todavía
no muestra que este problema sea una amenaza para nuestros sistemas
liberales. Para esto es necesario, además, que se trate de un error que
amenaza con extenderse.
Dos condiciones adicionales, en mi opinión, hacen probable que esto
suceda. La primera, es que entre los ciudadanos exista una mayoría re-
ligiosa. La segunda, es que la religión mayoritaria posea una tradición
de reflexión racional.
Que la religión haya albergado una tradición de reflexión racional
puede hacer que los creyentes perciban su intento racionalizador como
factible. El creyente percibe que lo que se propone hacer ya ha sido
hecho por otros antes, lo que facilita su tarea. Que dicha religión sea
mayoritaria hace poco probable que los creyentes tengan contacto con
quienes no lo son. Esto les impide advertir que las razones ofrecidas por
la reflexión racional llevada adelante en el seno de su tradición religiosa
pueden no ser vistas como razones por aquéllos que no pertenecen a ella.
Estas dos condiciones unidas a la percepción paradójica que el cre-
yente tiene de su situación en el seno del liberalismo generan un ambien-
te poco favorable al mantenimiento de un sistema liberal. Si el creyente
percibe que el no recurrir a sus convicciones religiosas verdaderas a la
hora de justificar decisiones políticas es una posición esquizofrénica,
que escinde su persona, tendrá un fuerte incentivo para racionalizar sus
convicciones y de este modo soldar la escisión. Si la religión que profesa
posee una tradición de reflexión racional, entonces la tarea de raciona-
lizar sus convicciones será vista por él como natural y relativamente
fácil. Si la religión es además mayoritaria, será poco probable que ad-
vierta que las razones que ha obtenido de la reflexión racional llevada
adelante en el seno de su religión no son aceptables por quienes no
la profesan. El primero de estos ingredientes genera el incentivo para
racionalizar las convicciones religiosas. El segundo hace que esto sea

96
relativamente sencillo. El tercero hace que el error que esto implica no
sea fácilmente apreciado.
Pienso que la situación en la que se encuentran nuestros países satis-
face peligrosamente las tres condiciones antes mencionadas, lo que pone
en riesgo la empresa de construir y mantener en ellos sistemas políticos
liberales. Por lo que respecta a la tercera condición, la misma se en-
cuentra satisfecha toda vez que el catolicismo es una creencia religiosa
mayoritaria. La segunda condición, de igual modo, está presente, ya
que el catolicismo alberga en su seno una de las más elaboradas tradi-
ciones de reflexión racional. De hecho, el problema de cómo vincular
razón y fe fue planteado en su seno, por la patrística y la escolástica
medieval. Finalmente, la primera condición también se encuentra satis-
fecha. Un número creciente de fieles se sienten compelidos a justificar
sus opciones políticas de acuerdo con sus convicciones religiosas.71
Es decir, en nuestros países los católicos liberales se encuentran en
una situación que, por un lado, genera los incentivos y las facilidades
para transgredir su deber moral de abstinencia y, por el otro, evita que
adviertan su error.

Restaurar la unidad del creyente

Para enfrentar esta amenaza propongo hacer una reflexión interna, tanto
en el seno del liberalismo como en del catolicismo, que eliminaría dos
de las tres condiciones antes mencionadas. En primer lugar, ayudaría a
percibir que el espíritu de la reflexión racional en el seno del catolicis-
mo es completamente opuesto al del creyente que busca racionalizar su
fe. En segundo lugar, eliminaría la percepción paradójica que algunos
católicos liberales tienen de su situación. Es decir, la reflexión interna
permitiría eliminar los incentivos que tiene un católico para racionalizar
sus convicciones e introducirlas en el ámbito público. Adicionalmente,
le mostraría que el intento de racionalizar sus convicciones no tiene
sustento en su tradición religiosa.

71
Esta situación ha sido promovida por la jerarquía de la Iglesia católica. La Iglesia
ha comenzado a exigir que los católicos justifiquen, según sus convicciones religiosas.
la adopción de decisiones estatales. Un ejemplo de esto es la declaración de excomu-
nión a todos aquéllos que promuevan o no se opongan a la despenalización del aborto.

97
Dado que soy católico y liberal, en lo que sigue diré unas pocas pala-
bras desde los dos puntos de vista. En relación con la primera tarea, en
el seno del catolicismo puede afirmarse que lo que motivó la reflexión ra-
cional sobre las convicciones religiosas no fue el intento de racionalizarlas,72
una de las maneras en que el catolicismo ha entendido la relación razón-fe
ha consistido en ver la fe como el presupuesto del que parte la razón. Esta
posición adjudica a la actividad racional, que parte de los presupuestos de fe,
dos funciones. La primera consiste en buscar, a partir de los contenidos que
se aceptan como cuestión de fe, otros contenidos. Éste era el sentido del
lema agustiniano «creo para entender» (Agustín, 2005).73 Aquél que cree
ejercita su razón en una posición de privilegio que le permite alcanzar
contenidos que de otro modo no habrían estado fácilmente disponibles.
La razón, en consecuencia, no busca demostrar las convicciones religio-
sas. La razón, por el contrario, es ejercitada en el marco de las creencias
religiosas y es potenciada por éstas.74 La segunda función que se le adju-
dica a la razón es la de entender aquello que se cree por fe. La tarea de la
razón aquí es la de entender los contenidos de fe, la de reflexionar sobre
la fe con el objeto de entender, y no de probar, sus afirmaciones. Éste era
el modo en que San Anselmo entendía la función de la razón y el sentido
de su lema fides quarens intellectum.
Es decir, el modo de entender la reflexión racional en el seno del
catolicismo es completamente opuesto al intento de racionalizar las
convicciones religiosas. Siendo esto así, no puede encontrarse en esta
tradición sustento alguno para el intento del católico liberal que busca
razones públicamente aceptables que justifiquen sus convicciones de fe.
Si la fe potencia la razón, si sólo el que cree puede entender, entonces
las razones que el católico ve como sustento de sus propias conviccio-
72
Éste era el modo en que entendía la relación entre razón y fe Filón el Judío (25
a. de C. - 50 d. de C.). En su opinión, la razón demostraba aquello que se creía por fe.
El problema de tal posición es que terminaba eliminando la fe. Este modo de entender
la relación entre fe y razón fue también el defendido por Hegel, quien consideraba a la
religión como un estadio previo al alcanzado por la razón.
73
En De Magistro funda su afirmación en el texto de Isaías 7.9, al que interpreta
diciendo: «si no creyereis no entenderéis» (Agustín, 1976).
74
Tal potenciación de la razón se da en Agustín a partir del dogma católico de la
creación del mundo ex nihilo. Partiendo de este dogma la razón puede descubrir la
distinción entre seres contingentes y necesarios. Aunque la verdad de esta distinción es
accesible a la razón, el acceso a la misma es facilitado si se parte de la fe. La fe potencia
la razón.

98
nes pueden no ser aceptables para el que no cree. Mientras más cercana
a su núcleo dogmático sea una verdad, menos posibilidades existirán
que alguien que no tiene su razón potenciada por su fe pueda percibirla.
Por último, si no tenemos en mente las cuestiones de fe sino aquellas
cosas que se denominan el «preámbulo de la fe», la situación no es dife-
rente. Refiriéndose a estas verdades accesibles por el mero ejercicio de
la razón, Santo Tomás señala, en relación con el dogma de la existencia
de Dios, que «… no son artículos de fe, sino preámbulos para ellos,
porque la fe presupone las luces naturales, como la gracia presupone la
naturaleza y la perfección lo perfectible…» (Tomás, 2010). El creyente
tampoco puede apelar a estos «preámbulos de la fe» para fundar polí-
ticas públicas.
El tipo de racionalidad que la escolástica tenía en mente al plantear el
problema de la relación que la razón tenía con la fe era la racionalidad
filosófica. En el párrafo antes citado, cuando Santo Tomás habla de «las
luces de la razón» está haciendo referencia a las luces provenientes de
la reflexión filosófica. Lo que preocupaba a la escolástica era compati-
bilizar la reflexión filosófica helénica con las verdades religiosas. Así,
cuando Santo Tomás sostiene que en relación con Dios existen verdades
que pueden ser accesibles a la razón natural está pensando en las verda-
des sobre Dios (como el hecho de su existencia) a las que, entre otros,
accedieron Aristóteles y Platón. Prueba de esto es que una de las vías
tomistas utiliza el argumento aristotélico del «motor inmóvil» y otra el
argumento platónico de los «grados de perfección» (Tomás, 2010).
Como los ciudadanos discrepan en su cosmovisión filosófica, del
mismo modo en que lo hacen sobre sus cosmovisiones religiosas, de
esto se sigue que aun una consideración que en la tradición católica
fuese considerada como accesible a la razón natural podría no ser
aceptable por todos los ciudadanos en tanto poseen una pluralidad de
visiones filosóficas y, por tanto, no sería apta para justificar la toma
de decisiones estatales.
Para sintetizar entonces lo señalado respecto de la tradición católica
de reflexión racional: sea que se entienda con San Agustín que la fun-
ción de la razón es partir de los presupuestos de fe en busca de nuevos
contenidos, sea que con San Anselmo se piense que la función de la ra-
zón es la de reflexionar sobre los contenidos de fe, o sea que se sostenga
que existen verdades accesibles a la luz natural de la razón que funcio-
nan como un «preámbulo de la fe», nada de esto da sustento al intento

99
del creyente de racionalizar sus convicciones religiosas para hacerlas
valer a la hora de justificar decisiones estatales.
Por lo que respecta a la segunda tarea, aquélla referida a eliminar la
percepción paradójica que el católico liberal tiene de su posición, pue-
den ayudar dos tipos de consideraciones, unas se refieren al catolicismo,
otras al liberalismo. Comencemos por las referidas al catolicismo. El
catolicismo incluye un código moral que califica conductas75. Sin em-
bargo, este código no contiene una norma que prescriba a los católicos
ejercitar la coacción estatal para garantizar que lo moralmente correcto
sea realizado y lo moralmente incorrecto no. Por supuesto, el consi-
derar que una conducta es moralmente correcta implica el deber de
promover su realización, pero de esto no se sigue que tal promoción
pueda ser hecha por todos los medios, coacción incluida. Así, existen
muchas conductas que verdaderamente un católico considera correctas
(por ejemplo, honrar a Dios no blasfemando) y, sin embargo, no por eso
concluye que tal cosa debe ser exigida coactivamente. Es decir, no existe
en el catolicismo ninguna pauta moral que mande coaccionar a los otros
a comportarse del modo moralmente correcto. Para un católico, afirmar
que algo es moralmente correcto o incorrecto no lo compromete con
tener que afirmar que su realización debe ser exigida o prohibida coer-
citivamente por la acción del Estado; afirmar que algo es moralmente
correcto no lo obliga a tener que esgrimir esta consideración cuando se
está discutiendo acerca de decisiones estatales tendientes a configurar
la estructura institucional que de modo coactivo se aplica a todos sus
conciudadanos.
Trasladado al caso del aborto, que un católico afirme la incorrección
moral del aborto no lo compromete con afirmar la corrección moral del
ejercicio de la coerción estatal para prohibirlo. No es el objeto propio
del catolicismo la valoración moral del ejercicio de la coerción. Abor-
tar y coaccionar son dos conductas distintas, por lo que de afirmar la
incorrección de una no se sigue nada respecto de la otra.
El ejercicio de la coerción, en cambio, sí es el objeto propio del li-
beralismo. La situación es exactamente la inversa a la del catolicismo.
No es su preocupación establecer si conductas tales como el abortar o

75
Volveré sobre este punto referido a la teología moral católica en el capítulo si-
guiente.

100
el blasfemar son moralmente correctas o incorrectas,76 su preocupación
consiste en determinar cuándo es moralmente correcto el diseño de un
esquema institucional que se aplica coercitivamente, con independencia
de si lo desean o no, a los ciudadanos. Como hemos visto, el liberalismo
señala que la coacción está justificada cuando se ejercita según razones
que todos pueden aceptar.
Estas consideraciones hechas desde el seno del catolicismo y del libe-
ralismo permiten eliminar la percepción paradójica que algunos creyentes
tienen de su situación. En primer lugar, que el católico liberal no utilice
sus convicciones verdaderas para justificar la coerción estatal no im-
plica que reniegue de su verdad, sólo implica que considera que otros
ciudadanos pueden poseer un sistema de creencias que no les permite
ver esta verdad. El católico liberal no está partido en dos. En el ámbito
público y en el privado sus convicciones son las mismas. Si no debe
esgrimir algunas consideraciones a la hora de justificar decisiones esta-
tales no es porque deba juzgarlas aquí falsas, sino porque es posible que
otros no aprecien su verdad y, en este sentido, no es correcto justificar
las decisiones estatales coercitivas con base en ellas.
Así, en relación con el feto, sus convicciones son que es una persona
humana y que abortar es moralmente incorrecto. Si el católico liberal
se opone a la prohibición del aborto, no es porque en el ámbito público
considere que no es verdad que el feto es persona o que es moralmente
incorrecto abortar,77 se opone porque considera que no todos sus con-
ciudadanos pueden apreciar esta verdad; se opone porque considera
moralmente correcto ejercitar la coerción a partir de consideraciones

76
Que el objeto propio del derecho, del cual se ocupa el liberalismo, es sólo la justifi-
cación de la coacción no está claro para la Iglesia católica. Tal vez esto explica su férrea
oposición a la despenalización del aborto. Señala en la declaración sobre el aborto de
1974 de la Congregación para la Doctrina de la Fe: «la ley humana puede renunciar al
castigo, pero no puede declarar honesto lo que sea contrario al derecho natural, pues
una tal oposición basta para que una ley no sea ya ley» (Pablo vi y Congegación para
la Doctrina de la Fe, 1974).
77
Por el contrario, ésta parece ser la conclusión que se extrae. Se señala en la De-
claración sobre el Aborto de 1974, refiriéndose a la renuncia del legislador a prohibir y
castigar el aborto: «… esta renuncia hasta parece incluir, por lo menos, que el legislador
no considera ya el aborto como un crimen contra la vida humana, toda vez que en su
legislación el homicidio sigue siendo siempre gravemente castigado…» (Pablo vi y
Congregación para la Doctrina de la Fe, 1974).

101
públicamente aceptables.78 Puede sostener, sin contradicción, que es
moralmente incorrecto abortar, porque el feto es una persona humana,
y que es moralmente incorrecto prohibir abortar, porque las razones que
justifican tal medida no son aceptables públicamente.
Esto permite apreciar por qué un católico liberal que se niega a
justificar la toma de decisiones estatales coercitivas, conforme sus
convicciones religiosas, no por esto incumple ninguna obligación que
tenga como católico. Volvamos al caso del aborto para ejemplificar.
Sin duda una de sus obligaciones como católico es la de evitar que
los otros aborten. Para hacerlo, debe utilizar todos los medios dispo-
nibles. No obstante, no se trata aquí de utilizar cualquier medio, sino
sólo los moralmente correctos.
Si el principio liberal sobre el modo moralmente correcto de justificar
el ejercicio de la coerción es adecuado, el católico liberal que se niega a
justificar la coacción conforme sus convicciones verdaderas, que no son
públicamente aceptables, no incumple su deber como católico. Tiene el de-
ber moral de evitar que otros aborten, pero utilizar la coacción estatal para
hacerlo es moralmente incorrecto. Un católico, entonces, tiene el deber de
oponerse al aborto y promover su no realización por medios que no impli-
quen la utilización del aparato estatal, esto es, que no impliquen coerción.79

78
Lo que justifica oponerse a la prohibición coactiva de abortar no es el pluralismo
ético ni la protección de la libertad de expresión. Como he señalado, lo que justifica
oponerse, si es que algo lo hace, es la norma moral que señala cuándo es correcto
coaccionar. Esto parece no ser advertido en la Declaración. Allí se señala: «en muchos
países los poderes públicos que se resisten a una liberalización de las leyes sobre el
aborto son objeto de fuertes presiones para inducirlos a ello. Esto, se dice, no violaría la
conciencia de nadie, mientras impediría a todos imponer la propia a los demás. El plura-
lismo ético es reivindicado como la consecuencia normal del pluralismo ideológico. Pero
es muy diverso el uno del otro, ya que la acción toca los intereses ajenos más rápidamente
que la simple opinión; aparte de que no se puede invocar jamás la libertad de opinión
para atentar contra los derechos de los demás, muy especialmente contra el derecho a la
vida…» (Pablo vi y Congegación para la Doctrina de la Fe, 1974).
79
La posición defendida en el texto es compatible con lo señalado por Rawls en re-
lación con la posición testimonial que puede adoptar un creyente respecto de una deci-
sión política que considera equivocada (Rawls, 1999a: 594-595). El «testimonio» del
que habla Rawls no constituye ni un caso de desobediencia civil ni un caso de objeción
de conciencia. Lo primero, porque mientras la desobediencia civil se da en una sociedad
que aunque justa no lo es perfectamente, el «testimonio» sólo tiene lugar en sociedades
perfectamente justas. Además, porque el objeto de la desobediencia civil es apelar al sen-
tido de justicia que poseen los conciudadanos ofreciendo para la desobediencia razones

102
Si el liberalismo es interpretado como una respuesta al problema de
la coacción estatal, que no toma partido sobre la calificación moral
de las conductas, y si se admite que la coacción no es el problema
central del catolicismo, entonces la situación del católico liberal deja
de percibirse como paradójica, no hay motivos para que se vea a sí
mismo escindido.
Pienso que si el católico liberal percibe que tal escisión no existe y
si percibe que el espíritu que ha movido a la reflexión racional en el
seno del catolicismo no ha sido el de racionalizar las convicciones re-
ligiosas, la amenaza que existe sobre nuestros sistemas liberales habrá
desaparecido.

Conclusión

Adoptar decisiones que configuran un esquema institucional que determina


las perspectivas de vida de nuestros conciudadanos con independencia de si
éstos lo desean impone una fuerte exigencia moral. Tales decisiones deben
ser justificadas a partir de consideraciones que en conjunto podamos ver
como razones.
El cumplimiento de este deber moral exige, por parte de los ca-
tólicos, revisar los argumentos que pretendemos ofrecer para que se
adopten determinadas decisiones estatales con sumo cuidado. Si el ar-
gumento descansa en alguna de las convicciones que son centrales al
núcleo dogmático de nuestra fe (tales como la inmortalidad del alma, la
divinidad de Jesús, la virginidad de María, etcétera), entonces tenemos
el deber moral de índole personal de no esgrimirlo. Lo mismo sucede

públicamente aceptables. Tampoco es un caso de objeción de conciencia porque el objeto


del mismo no es exceptuarse del deber individual de obediencia. Lo único que se pre-
tende realizar, por el contrario, es una acción política tendiente a dejar constancia de que
aunque la decisión adoptada es legítima –se trata de un sistema perfectamente legítimo–
es equivocada. Es decir, el creyente da testimonio de que la decisión es errada, pero no
busca alterarla con su acción –como en la desobediencia civil– ni desobedecerla –como
en la objeción de conciencia. La razón de esto radica en que la decisión es considerada
legítima. El «testimonio», en consecuencia, no es un caso de razonamiento público que
tenga por objeto alterar el diseño institucional coercitivo –como sí lo es la desobediecia
civil‒ y no representa ninguna excepción al «deber de abstinencia». Este deber se refiere
a la razones que pueden ser ofrecidas como justificación de decisiones coercitivas, no a
las meras declaraciones.

103
si el argumento descansa en consideraciones filosóficas tales como una
particular concepción de la naturaleza humana, o del sentido de la exis-
tencia, o de la constitución del mundo. Consideraciones metafísicas y
religiosas, por igual, deben ser excluidas de las justificaciones ofrecidas
para las decisiones estatales.
Tal actitud no implica duda sobre las propias convicciones ni ubi-
carlas en un pie de igualdad con las ajenas, sólo implica respeto por
aquéllos sobre los cuales nuestras decisiones tendrán profundos efec-
tos; implica reconocerlos y tratarlos como sujetos de razones.
Finalmente, tal actitud tampoco implica renunciar a la vocación
evangelizadora que todo católico posee, sólo renunciar a la tentación de
utilizar la coacción para hacerlo.

104
Capítulo IV

El Dios muerto de la moral

Introducción

Utilizar a Dios y a lo sagrado como una herramienta moral es, como


he señalado, una de las maneras más sutiles y perniciosas para hacer
de Dios un medio. Se trata del error más fácil de cometer, uno de los
principales obstáculos para no entablar con Dios una relación personal
en la que no es visto ni tratado como un medio para otros fines, sino
como un fin en sí mismo.
Puesto que el catolicismo tiene una larga tradición de reflexión moral,
a la que se ha dado en llamar teología moral, es importante reflexionar
sobre cuál debe ser su rol si quiere evitarse utilizar lo sagrado para fines
profanos. El objetivo de este capítulo consiste en llevar adelante esta
tarea de encontrar cuál es el lugar correcto de la reflexión moral desde
el punto de vista teológico.
El primer paso para alcanzar este objetivo será ofrecer una breve re-
construcción del modo en que la teología moral se fue desarrollando a
través de los siglos. Lo que importa aquí es entender cómo la reflexión
teológica sobre la moral fue desarrollando la comprensión de cuáles
eran los fines que debía perseguir. Aunque esta primera parte tiene un
carácter histórico la finalidad es presentar la manera en que la teología
moral era concebida desde el Concilio de Trento y hasta el advenimien-
to del Concilio Vaticano ii.

105
El segundo paso se refiere a un modo de concebir la teología moral de-
sarrollado a partir del Concilio Vaticano ii, según el cual se trata sólo de
una reflexión contextual, histórica, situada. Aunque este enfoque historicista
ha tenido la virtud de volver a vincular la teología moral con el resto de la
reflexión teológica y ha puesto de manifiesto la importancia de las fuentes
neotestamentarias para la reflexión moral, al igual que el anterior enfoque
ha sucumbido a la tentación de utilizar lo sagrado con fines profanos. La
figura de Cristo es ubicada ahora en el centro de la reflexión por la teología
moral, pero sólo para obtener preceptos de una moralidad cristiana única y
específica cuyo último fundamento de corrección no es otro que el carácter
ejemplar de la vida de Jesús.
El último paso consistirá en presentar una teología moral que apare-
ce como una síntesis del enfoque tridentino e historicista. Al igual que
el enfoque histórico, sostiene que en el centro de la reflexión llevada
adelante por la teología moral debe encontrarse la persona de Jesús y
las fuentes neotestamentarias. Sin embargo, a diferencia de este enfo-
que, la corrección de los preceptos morales obtenidos a partir de esta
reflexión no está anclada ni en las Escrituras ni en la persona de Jesús;
su corrección moral puede y debe ser mostrada con independencia de
las fuentes bíblicas que le dan sustento y se encuentra anclada en la
racionalidad humana.
De acuerdo con este enfoque de la teología moral, la reflexión teoló-
gica debe prestar más atención a las fuentes bíblicas, debe encontrarse
vinculada con otros aspectos de la reflexión teológica, tales como la
teología dogmática, la ascética, la sacramental, etcétera. No obstante,
los preceptos y recomendaciones morales obtenidos a partir de esta re-
flexión deben ser validados a través del mero ejercicio de la razón y sin
ninguna referencia a las fuentes bíblicas a partir de las cuales han sido
elaborados.
Si la teología moral se desentiende de las fuentes neotestamentarias,
tal como había hecho a partir de Trento, y se concentra en la validez ra-
cional universal de los preceptos obtenidos, la reflexión moral no aporta
nada a la comprensión del carácter divino de Jesús. Al estar desgajada
de la persona de Cristo la reflexión llevada adelante por la teología mo-
ral no sirve para mostrar su bondad como un elemento de su divinidad.
Si la teología moral pone en el centro de la reflexión las fuentes bíbli-
cas y a la persona de Cristo, pero sostiene que los preceptos morales que
obtiene son específicamente cristianos y carecen de validez universal,

106
tampoco aporta nada a la comprensión del carácter divino de Jesús.
Aunque está centrada en Cristo, el hecho de que sean las fuentes bíbli-
cas las que validan los preceptos morales que, por otro lado, carecen
de todo valor moral independiente, determina que la reflexión llevada
adelante por la teología moral tampoco sea apta para mostrar la bondad
de Cristo como un elemento de su divinidad.
En ambos supuestos la teología moral se vuelve estéril como re-
flexión teológica, esto es como reflexión acerca de la divinidad. En
el primer caso, porque la persona divina de Jesús está ausente. En el
segundo caso, porque aunque la reflexión gira en torno a Jesús, al no tra-
tarse de una reflexión moral sino meramente histórica o bíblica carece
de toda fuerza para entender su bondad y, por extensión, su divinidad.

Una teología moral sin Cristo

La reflexión teológica se refiere, como es obvio, a la divinidad. Aunque


se trata de un campo de reflexión unificado, a lo largo del tiempo se
han desarrollado diferentes áreas de especialización, las dos principales
son la teología sistemática (denominada en el pasado teología dogmá-
tica), que se ocupa de lo que un cristiano debe creer en relación con la
divinidad; esto es de los dogmas de fe; y la teología moral, que trata de
elucidar cómo un cristiano debe actuar en respuesta a la divinidad. Jun-
to con estas dos ramas principales existen otras tales como la teología
espiritual, la teología pastoral, la teología histórica y la teología bíblica.
La teología moral, por su parte, también se encuentra dividida en
diferentes ramas, cada una de las cuales tiene que ver con un objeto
específico de estudio: la teología moral fundamental (antiguamente de-
nominada teología moral general) se ocupa de los problemas morales
básicos, tales como la agencia humana, las virtudes, los principios, la
libertad, la conciencia, entre otros. Las otras partes de la teología moral
se ocupan de problemáticas específicas. Una de estas ramas se ocupa de
la moralidad sexual, otra de la bioética y la última de la moralidad social.
La reflexión acerca de cómo un cristiano debería DE comportarse ha
estado presente desde las primeras comunidades.80 Según los Hechos

80
Para hacer esta breve reconstrucción histórica he seguido lo que Charles Curran
señala en Catholic Moral Theology in the United State. A History (2008).

107
de los Apóstoles, «la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una
sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo
tenían ellos en común […] No había entre ellos ningún necesitado, porque
todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de
las ventas, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno
según su necesidad». Tertuliano, en el siglo ii, dirá que este comportamien-
to ejemplar de los cristianos hacía que los paganos dijeran sorprendidos
«mirad cómo se aman».81
La reflexión sistemática sobre cuestiones morales en el seno del
cristianismo comenzó con fines defensivos. Lo que buscaban estos
primeros pensadores cristianos, denominados apologetas, era, pri-
mero, mostrar que las acusaciones de inmoralidad que se dirigían
en contra de los cristianos eran falsas. En segundo lugar, tenían por
objetivo poner en evidencia la superioridad de la doctrina cristiana.
Para esto intentaban poner de manifiesto cómo la forma de vida cris-
tiana instaba mejor aquello que se consideraba valioso en cualquier
vida humana (Murphy, 2003: 859).
La reflexión teológica en materia moral abandona los fines apologéti-
cos y alcanza su madurez con San Agustín. El pesimismo antropológico
de San Agustín y su contraposición exagerada entre la naturaleza y la
gracia condujo a una moralidad rigorista durante la Edad Media. El papa
Gregorio i (590-604) realizó esfuerzos para mitigar y corregir este sesgo.
81
La cita completa de la Apología contra los Gentiles señala: «pero también esta
demostración de gran amor lo notan con murmuración algunos. Mirad, dicen, cómo se
aman entre sí: admíranse, porque ellos recíprocamente se aborrecen. Mirad cómo cada
uno está aparejado a morir gustosamente por el otro: extráñanlo porque ellos más dis-
puestos están para matarse. También nos calumnian por el nombre de hermanos con que
nos tratamos, y no por otra razón, según creo, sino porque entre ellos todos los nombres
de parentesco no son demostraciones de amor, sino voces de cumplimientos afectados.
Hermanos vuestros somos también nosotros por derecho de la naturaleza; que esta es
la común madre de los hombres, aunque vosotros no parecéis hermanos de hombres,
siendo hombres sin humanidad. ¿Cuánto más dignamente se llaman y son hermanos
aquellos que conocieron á un mismo Dios por padre, que bebieron un mismo espíritu
de santidad; que esperan una misma herencia; que nacieron de un mismo vientre de la
ignorancia ciega; que al nacer, con el repentino reflejo dieron pavorosamente con la luz
de la verdad? Por eso por ventura nos tienen por hermanos menos legítimos, porque de
nuestra hermandad no se han compuesto tragedias, ó porque la hacienda que entre voso-
tros deshace la hermandad, entre nosotros la establece y corrobora; y es así que los que
tenemos las almas y los corazones unidos no rehusamos unir y comunicar los bienes»
(Tertuliano, 1947: 101-102).

108
Sus escritos van a ser la voz autorizada en materia moral en el seno del
catolicismo hasta la Alta Edad Media.82
En el siglo vi, un evento va a tener un profundo impacto sobre el modo
de llevar adelante la reflexión sistemática en materia moral: aparece un
nuevo modo de administrar el sacramento de la penitencia. En reem-
plazo de la práctica de la «penitencia pública», que exigía que quienes
habían cometido algún pecado diesen pública satisfacción del mismo,
apareció la «penitencia privada»; ahora el sacerdote escuchaba los pe-
cados confesados privadamente por cada individuo, imponía una pena
y concedía la absolución actuando como mediador de la gracia. Que
el sacerdote tuviese que imponer diferentes penas para diferentes pe-
cados, según su grado de gravedad, hizo que los preceptos morales
tuviesen que ser sistematizados y ordenados en los denominados «li-
bros penitenciales».83
Estos «libros penitenciales» eran meras listas de pecados y peniten-
cias. La reflexión moral más sistemática y académica llegó en los siglos
xii y xiii. La fundación de las universidades, el redescubrimiento de las
obras aristotélicas y la aparición de órdenes religiosas dedicadas a la
enseñanza contribuyeron a que la reflexión teológica en materia moral
se volviese más organizada y profunda. La segunda parte de la Suma
Teológica de Santo Tomás es un ejemplo acabado de este nuevo enfo-
que de la teología moral.84
Durante el mismo periodo, a la par que la reflexión teológica en ma-
teria moral se vuelve más académica, aparecen, para ayudar a la tarea
de los confesores, las Summae de Poenitentia. El motivo de estas obras

82
Existió también una patrística en las Iglesias de Oriente a las que no he hecho
referencia en el texto simplemente para no desviarme del objetivo principal de este
capítulo.
83
En el periodo que va desde el año 700 al 1100 este cambio en el modo de administrar
la confesión, y su impacto sobre la teología moral, es el único de relevancia. L Vereecke
afirma que «the only important development of that time was thediffusion of the Libri-
poenitentiales and the extension of private penance. Originating in Irelandor the British
Isles, the Libri poenitentiales were spread through France, Germany, Switzerland, and
Northern Italy by Irish missionaries. These books are notmanuals of moral theology,
but rather detailed lists ofsins with their penances…» (Vereecke, 2003: 861).
84
Santo Tomás nunca utilizó la expresión «teología moral»; ésta es utilizada por pri-
mera vez por Alanus de Insulis o Alan de Lille, quien murió en 1202 (Vereecke, 2003:
860). De acuerdo con el enfoque tomista, la teología moral no puede ser desgajada del
resto de la reflexión teológica.

109
puede encontrarse en el afán de unificación de los cánones, preceptos y
prácticas que invadieron a la Iglesia católica luego del Decreto de Gra-
ciano de 1140. La más famosa de estas Summae de Poenitentia es la de
San Raimundo de Peñafort, quien murió en Barcelona en el año 1275.
En el siglo xvi se produce un resurgimiento del pensamiento tomista,
que conduce a una renovación de la teología moral. Esta renovación
se llevó a cabo a través de los comentaristas de la segunda parte de la
Suma Teológica. Los primeros indicios de este resurgimiento se vieron en
Alemania e Italia, pero va a ser en España donde cobren mayor fuerza.
La Universidad de Salamanca, con Francisco Suárez y Francisco de
Victoria a la cabeza, será la principal responsable de la renovación
de la teología moral.
Al igual que había sucedido antes en el siglo xiii, el periodo de reno-
vación que sufría la teología moral en los ámbitos académicos no tuvo
un reflejo directo en el dominio pastoral. El Concilio de Trento, que fue
la respuesta católica al movimiento protestante, había abordado explíci-
tamente el tema de la confesión. La práctica de confesarse había decaído
en el último siglo y Trento intentaba poner remedio a esta situación.
Llamando la atención sobre la importancia del sacramento de la peni-
tencia también corregía una de las desviaciones de los reformadores
protestantes, quienes no concedían mayor relevancia a este sacramento.
Mientras que los reformadores sostenían que el perdón de los peca-
dos provenía directamente de Dios sin necesidad de intermediarios, el
Concilio de Trento sostenía que la mediación humana a través del sa-
cerdote era indispensable. Adicionalmente, también eran necesarias las
acciones del penitente para que el perdón fuese conferido: aquél tenía
que confesar sus faltas, arrepentirse y soportar el castigo impuesto para
reparar el mal cometido.
De modo que el enfoque que Trento brindaba del sacramento de la
penitencia era eminentemente judicial. Se requería que el sacerdote ac-
tuara como un juez que, luego de escuchar la confesión de quien había
pecado, midiera la gravedad de la falta e impusiese un castigo. Sobre el
arrepentido, por otra parte, pesaba la obligación de confesar al sacerdo-
te todos los males cometidos.
Si los sacerdotes iban a actuar como jueces era indispensable formar-
los para cumplir tal función. La formación sacerdotal en esta área se
esperaba que también tuviese un efecto de contención sobre la Reforma
protestante, que se encontraba en un proceso expansivo. Trento enco-

110
mendaba la misión de formación de los sacerdotes a los seminarios.
Para cumplir la misión de formar a los sacerdotes como futuros confe-
sores aparecieron las Intitutiones Morales, que tendrían una importante
influencia en el desarrollo de la teología moral posterior.
Las Intitutiones eran manuales con un objetivo práctico: preparar a
los sacerdotes para evaluar la gravedad de los pecados e imponer penas
adecuadas. Trataban brevemente la primera sección de la segunda parte
de la Suma Teológica de santo Tomás, donde se aborda el tema de los
actos humanos, la conciencia, el pecado y la ley, para luego concentrarse
en el estudio de casos particulares. Para tratar las diferentes faltas seguían
el siguiente orden: primero, se analizaban cada uno de los mandamientos
del decálogo, luego se procedía del mismo modo con los sacramentos y
las censuras, para terminar con los deberes de algunos roles específicos
(Vereecke, 2003: 861).
Con el paso del tiempo, estos manuales, que habían surgido con un fin
eminentemente práctico, cuasi judicial, comenzaron a identificarse con la
teología moral. Como consecuencia, la teología moral pasó a concebirse
como desgajada del resto de la reflexión teológica y bíblica. El énfasis
estaba puesto en las conductas prohibidas y, por tanto, no se decía nada
sobre el papel de la gracia divina y las virtudes como rasgos de carácter.
Las referencias a las Sagradas Escrituras eran escasas y, por lo general,
estaban centradas en el decálogo del Antiguo Testamento. La figura de
Cristo estaba casi completamente ausente de la reflexión moral.
Los manuales eran básicamente exposiciones de normas de derecho
natural. Se entendía que estas normas estaban fundadas en las funcio-
nes normativas de la naturaleza humana. De acuerdo con este enfoque
tradicional del derecho natural la naturaleza humana posee funciones o
fines que deben ser satisfechos por los individuos a la hora de actuar.
Actuar en contra de esos fines es moralmente incorrecto. Los manuales
exponían las normas del decálogo, los preceptos y censuras como fun-
dados en la naturaleza humana. Estas normas eran presentadas como
fundadas en la razón y las referencias a las Sagradas Escrituras funcio-
naban meramente como una prueba de que Dios las había refrendado
confiriéndole su propia autoridad.
Una consecuencia del enfoque seguido por los manuales era que las
normas morales que contenían eran presentadas como fijas e inmuta-
bles, universalmente válidas, y dado que se encontraban fundadas en la
naturaleza humana, su validez se extendía a todos aquéllos que compar-

111
tían dicha naturaleza, es decir a todos los seres humanos: si sólo existe
una naturaleza humana, debe existir sólo una moralidad verdadera. La
moralidad cristiana, por lo tanto, es la moralidad humana, y no reclama
para sí ningún carácter específico u original.
El abordaje de la teología moral a partir de la ley natural, utilizado por
los manuales, también permitía que aquélla pudiese desarrollarse y en-
señarse aislándola de la reflexión teológica más general. Si la moralidad
cristiana no tenía ningún carácter específico y se encontraba fundada en
la naturaleza humana, la reflexión bíblica, o la llevada adelante por la
teología dogmática, la teología espiritual o la sacramental, no tenían
mayor importancia para desarrollar la tarea de la teología moral. Más
aún, la reflexión sobre Cristo, su vida y sus acciones era casi superflua.
Prueba patente de este hecho es que los manuales no hacían referencia
a Jesús o Cristo en sus índices analíticos.85
El manual que más influencia ejerció sobre los seminarios católicos
fue, por mucho, el elaborado por san Alfonso Ligorio a mediados del
siglo xviii. Las razones por las que este manual se convirtió en el texto
de teología moral con el que se educaron generaciones de sacerdotes y
laicos católicos son múltiples. En primer lugar, Ligorio adoptaba una
posición conciliatoria y equidistante entre dos doctrinas en pugna en la
Iglesia católica de la época: el laxismo y el rigorismo. El énfasis que el
rigorismo ponía en el seguimiento de la Ley, y el énfasis que el laxismo
ponía en el seguimiento de los dictados de la propia conciencia, ocupa-
ban un lugar en el pensamiento de Ligorio; para él, la Ley era la norma
remota y material de las acciones humanas, pero la conciencia era la
norma próxima y formal.86 En segundo lugar, el enfoque de Ligorio
fue seguido por otros teólogos católicos de gran influencia durante el
siglo xix. Puede nombrarse aquí la labor realizada por Thomas Gousset
en Francia, Peter Scavini en Italia y John Peter Gury en el seno de la
Compañía de Jesús. El texto de Gury, que adoptaba los lineamientos
de Ligorio, fue ampliamente utilizado durante el siglo xix. En tercer
lugar, la obra de Ligorio recibió la aprobación explícita de las autori-
85
Quien ha llamado la atención sobre este dato, por lo menos curioso para textos de
teología cristiana, ha sido Robert J. Rigali (1980: 113).
86
Una consecuencia de esta posición es que para Ligorio una persona que actúa
movida por un error invencible realiza una acción moralmente correcta. En esto se
distancia de Santo Tomás, quien sostiene que en esta situación la persona realiza una
acción moralmente incorrecta aunque no es culpable.

112
dades eclesiásticas. En 1803, el papa Pío vii declaró que la misma no
contenía ninguna posición que fuese censurable. En 1831, el Supremo
Tribunal de la Penitenciaria Apostólica, uno de los tres tribunales de la
Curia, estableció que los confesores podían seguir las opiniones de Li-
gorio. Finalmente, en 1839, Alfonso Ligorio fue canonizado. En 1871
fue elevado por el papa a la categoría de doctor de la Iglesia (Curran,
2008: 7).
El creciente apoyo que recibieron en el siglo xix por parte del papa-
do las obras de San Alfonso Ligorio en materia de teología moral debe
enmarcarse en la batalla que éste libraba con el liberalismo continental.
Como he señalado en el capítulo anterior, la amenaza que esta forma de
liberalismo irrazonable implicaba para la Iglesia, provocó que el papa-
do y las posiciones ultramontanas ganasen fuerza. La Iglesia se volvió
más centralizada y autoritaria. Las opiniones del papa en materia de
teología moral, que hasta entonces habían sido excepcionales, comen-
zaron a ser la regla. Puesto que Ligorio había sido un defensor de la
autoridad del papado y un opositor del liberalismo continental, adoptar
sus obras y enfoques, como la norma en materia de teología moral, en-
cajaba perfectamente con el espíritu de la época.
Esta teología moral centrada en los manuales, especialmente en el
de Ligorio, y las opiniones papales ni siquiera recibieron la renovación
proveniente del neotomismo posterior a la encíclica Aeternis Patris de
1879, en la que León xiii hacía un llamado para renovar la teología ca-
tólica siguiendo los lineamientos trazados por Santo Tomás seis siglos
antes. Esta reforma no alcanzó el ámbito de la teología moral, que si-
guió teniendo el enfoque propiciado por los manuales.
Diferentes motivos se combinaron para que la teología moral
permaneciese inmune a la renovación. En primer lugar, seguir los
lineamientos marcados por Santo Tomás implicaba abandonar el en-
foque de la teología moral que brindaban los manuales, que no podían
ser renovados, sino que debían ser descartados. En segundo lugar,
dado que el papado había respaldado el enfoque de los manuales y era
el mismo papado el que llamaba a seguir el enfoque tomista, muchos
concluyeron que el enfoque de los manuales era el tomista. En tercer
lugar, San Alfonso Ligorio, en su manual, afirmaba –erróneamente–
estar siguiendo la tradición tomista (Curran, 2008: 10). Todo esto con-
dujo a que se creyese que esa teología moral de manual, focalizada en
las opiniones del papado, era la tomista.

113
El vehículo que desde entonces han utilizado los papas para hacer co-
nocer sus opiniones, incluidas las referidas a cuestiones morales, han sido
las encíclicas. El primero en utilizarlas fue Gregorio xvi. Su primera en-
cíclica, a la que me he referido en el capítulo previo, fue Mirari Vos dada
a conocer el 15 de agosto de 1832. La manera de proceder de quienes lo
sucedieron, en especial Pío ix, León xiii, Pío xi y Pío xii, se caracterizó por
dos elementos: el uso cada vez más asiduo de las encíclicas y el énfasis
creciente del papado en su grado de obligatoriedad para los católicos.
En relación con la obligatoriedad de aceptar como correctas las opinio-
nes expresadas por el papado, tuvo especial relevancia lo establecido por
el Concilio Vaticano i convocado por Pío ix en 1869. En la cuarta sesión
del Concilio se aprobó la Constitución Dogmática Pastor Aeternus que
en su capítulo cuarto define el dogma de la infalibilidad papal en los
siguientes términos: ‹«el Romano Pontífice, cuando habla ex cátedra,
esto es, cuando en el ejercicio de su oficio de pastor y maestro de todos
los cristianos, en virtud de su suprema autoridad apostólica, define una
doctrina de fe o moral como que debe ser sostenida por toda la Iglesia,
posee, por la asistencia divina que le fue prometida en el bienaventura-
do Pedro, aquella infalibilidad de la que el divino Redentor quiso que
gozara su Iglesia en la definición de la doctrina de fe y moral. Por esto,
dichas definiciones del Romano Pontífice son en sí mismas, y no por el
consentimiento de la Iglesia, irreformables» (Pío ix y Concilio Vaticano
i, 1869).
Los debates en el seno del Concilio con motivo de la definición del
dogma de la infalibilidad hicieron necesario distinguir entre lo que pasó
a llamarse «magisterio papal extraordinario» (dotado de infalibilidad) y
«magisterio papal ordinario». Esta distinción debió ser incluida para dar
respuesta a las objeciones históricas en contra de la infalibilidad. Los
obispos que se oponían al dogma llamaron la atención sobre algunas en-
señanzas evidentemente erróneas que habían formulado papas del pasado.
Se concentraron básicamente en tres: Liberio,87 en el siglo iv, Virgilio,88

87
El papa Liberio es reconocido como quien apoyó la herejía arriana, que básica-
mente sostenía que Jesús no tenía la misma condición divina que Dios Padre. Según
esta herejía Jesús había sido creado por Dios Padre y se encontraba subordinado a él.
Se trata básicamente de una herejía antitrinitaria.
88
Se le critica el comportamiento errático que mantuvo en relación con la condena
emitida por el emperador Justiniano de las obras de Teodoro de Mopsuestia, Ibas de
Edesa y Teodoreto de Ciro. El haber cedido a las presiones de Justiniano hizo que la

114
en el siglo vi, y Honorio,89 en el siglo vii. En los debates se citaron doc-
trinas erróneas que cada uno de ellos había sostenido. Para responder
a este embate se sostuvo que cuando estos pontífices habían expresado
sus opiniones no lo habían hecho ex cathedra ejerciendo su magisterio
extraordinario.
Sin embargo, aunque el Concilio distinguía cuando el papa hablaba ex
cathedra –ejerciendo el magisterio papal extraordinario– y cuando no,
el modo en que un número elevado de teólogos y católicos en general
interpretaron el dogma fue diferente. El Concilio estableció que sólo
el magisterio papal extraordinario era infalible, pero se extendió la idea
de que todas las opiniones del papado vertidas en las encíclicas eran
infalibles e irreformables. Un grupo considerable de católicos pasó a
creer que el dogma de la infalibilidad los comprometía a aceptar todas
las opiniones expresadas por el papa en materia moral, como si se tra-
tasen de un dogma de fe.
La manera errónea de entender el dogma no puede ser atribuida sólo
a una mala interpretación por parte de los teólogos y los laicos, sino
que fue alentada por el propio papado. El énfasis creciente que los pa-
pas ponían sobre el carácter obligatorio de las opiniones expresadas en
sus encíclicas con carácter de magisterio ordinario tendía a borrar las
diferencias de éste con el magisterio extraordinario o sus enseñanzas ex
cathedra. Así, en la encíclica Humani Generis, dada a conocer el 12 de
agosto de 1950, Pío xii sostenía:

Ni puede afirmarse que las enseñanzas de las encíclicas no exijan de por


sí nuestro asentimiento, pretextando que los Romanos Pontífices no ejer-
cen en ellas la suprema majestad de su Magisterio. Pues son enseñanzas
del Magisterio ordinario, para las cuales valen también aquellas palabras:
«El que a vosotros oye, a mí me oye» (Luc. 10:16); y la mayor parte de
las veces, lo que se propone e inculca en las encíclicas pertenece ya –por
otras razones– al patrimonio de la doctrina católica. Y si los sumos pontí-

Iglesia sufriese lo que se conoce como el Cisma de los Tres Capítulos.


89
El error atribuido a este papa tiene que ver con su afirmación de que no debe atri-
buirse a Cristo ni una voluntad (la Divina) ni dos voluntades (la Divina y la humana). El
problema viene dado porque esta última posición ha sido reconocida por la Iglesia como
correcta. Existe una disputa sobre si Honorio fue anatemizado por sostener una doctrina
herética –el monotelismo– o por negligencia a la hora de predicar la doctrina correcta se-
gún la cual en Cristo había dos voluntades.

115
fices, en sus constituciones, de propósito pronuncian una sentencia en ma-
teria hasta aquí disputada, es evidente que, según la intención y voluntad
de los mismos pontífices, esa cuestión ya no se puede tener como de libre
discusión entre los teólogos (Pío xii, 1950).

Esta concepción del dogma de la infalibilidad papal, junto con la idea


de que la moral católica se encontraba fundada en la naturaleza humana y
la ley natural, el enfoque cuasi judicial de los manuales, la ausencia en las
reflexiones de moral teológica de la persona de Jesús y las fuentes neo-
testamentarias condujeron a un modo pernicioso de concebir la teología
moral. Si el papa era infalible en cuestiones morales y la moral se en-
contraba fundada en la ley natural, entonces el papa debía ser infalible a
la hora de determinar el contenido de esta ley natural: sus opiniones en
materia moral eran irreformables porque la ley natural que identificaba
de modo infalible también lo eran.
Este giro de la teología moral hacia las enseñanzas papales persiste hoy
y puede constatarse simplemente cotejando el índice de cualquier libro
especializado. Así, por ejemplo, si uno mira uno reciente sobre bioética,
como Medical Ethics: Sources of Catholic Teachings (O’Rourke y Boy-
le, 1999), podrá advertir las referencias a Pío xii en temas tales como
inseminación artificial, autopsias, confidencialidad, determinación de la
muerte, terapia genética, consentimiento informado, administración de
calmantes, psicoterapia, operaciones de resucitación, esterilización, ciru-
gía, entre otros. Las referencias a Juan Pablo ii no son menos numerosas
y abarcan temas tan variados como aborto, sida, planificación natural de
la familia, trasplantes de órganos, diagnóstico prenatal, suicidio, estado
vegetativo o sexualidad.90
El resultado no pudo ser peor, la teología moral, que hasta allí había
estado focalizada en la ley natural, con escasa reflexión sobre la persona
de Cristo o el Nuevo Testamento, pasó a estar centrada en las opiniones
vertidas por el papado en tanto intérprete infalible de las prescripcio-
nes de la naturaleza humana. Adicionalmente, se entendía que toda la
ley natural, y no sólo sus principios fundamentales, eran objeto de esta
identificación papal infalible. Se pasó de una teología moral que no
estaba centrada en Cristo, a una centrada en Roma.

90
Por supuesto que también está la referencia casi obligada a Pablo vi en materia de
contracepción artificial.

116
Esta manera de concebir el dogma de la infalibilidad papal, y la teo-
logía moral a la que dio lugar, también puede entenderse en el marco
de la batalla que la Iglesia libraba contra el liberalismo irrazonable, el
relativismo moral y la siempre presente amenaza protestante. Durante
el siglo xix un número creciente de teólogos, obispos y laicos pensaron
que si se fortalecía la autoridad espiritual del papado, esto mantendría
unida a la Iglesia frente a las amenazas que la circundaban. El costo que
se pagó por esta búsqueda de la unidad fue que el eje de la reflexión mo-
ral pasó a estar ubicado en la autoridad que lo respaldaba. Se extendió
la opinión entre el pueblo católico, errada y nunca sostenida por ningún
teólogo u obispo, de que los juicios emitidos por el papa en materia mo-
ral eran correctos por el mero hecho de que habían sido emitidos por él.
Esta concepción autoritaria de la moralidad, donde estaba ausente
la reflexión teológica sobre la persona de Cristo y la reflexión sobre el
modo correcto de conducir la propia existencia, se extendió entre los
católicos. El lugar que antes ocupaban las fuentes veterotestamentarias
y las reflexiones filosóficas sobre la ley natural pasó a estar ocupado
por las citas y referencias a las encíclicas papales. Daba la impresión
de que el único que podía reflexionar a partir de la persona de Cristo
sobre los aspectos de la vida humana era el papa, quien luego transmitía
sus conclusiones a los católicos a través de encíclicas que debían ser
obedecidas.
Adicionalmente, la idea de que el papa era una especie de legislador
moral encajaba bien con el enfoque cuasi judicial que la teología moral
había adoptado desde el Concilio de Trento. Este modo de concebir la re-
flexión teológica en materia moral se vio fortalecido por el hecho de que
en 1917, luego de diez años de trabajo, se produjo la primera codificación
del derecho canónico. Los manuales tuvieron que ser revisados para que
estuviesen de acuerdo con los nuevos requerimientos del código. La im-
portancia que adquirió el Código Canónico recién elaborado y el lugar
que sus prescripciones pasaron a ocupar en los manuales terminaron de
consolidar el enfoque legalista y cuasi judicial de la teología moral.
Apareció una versión caricaturesca de esta teología moral autoritaria
y legalista, que ponía juntos diferentes desarrollos que había venido su-
friendo la Iglesia católica a lo largo de los siglos. El papa, a través de sus
encíclicas, establecía cuáles eran las prohibiciones y mandatos morales.
Estos requerimientos morales, al estar fundados en la ley natural, eran
válidos para todos los seres humanos. La teología moral, debido al en-

117
foque adoptado por los manuales, estaba dirigida principalmente a servir
de guía a los confesores cuya tarea principal era concebida como la de
ponderar transgresiones y administrar penitencias. Como consecuencia,
la teología moral pasó a ser una mera enumeración de prohibiciones y
mandatos, con explicaciones sumarias, cuya casi exclusiva justificación
eran las encíclicas papales, a las que se consideraba infalibles.
Creo que la reacción adversa de algunos teólogos católicos frente al
énfasis puesto en la infalibilidad papal debe ser interpretada como una
sana rebeldía frente a este sesgo autoritario y legalista que tomó la Iglesia.
El crítico más destacado ha sido Hans Küng, para quien a través de la infa-
libilidad el papado ha usurpado una tarea que desde la Iglesia primitiva no
era desempeñada por los obispos, incluido el de Roma. Según él, esta tarea
de enseñar y de reflexionar acerca de la persona de Cristo no se circunscri-
bía, en los orígenes de la Iglesia, a la persona de los obispos; es decir, no es
cierto «… que los obispos sean los únicos maestros en la Iglesia (o los úni-
cos maestros “auténticos”). De acuerdo con el Nuevo Testamento, todos
están llamados a proclamar la palabra de Dios. Y aunque la dirección de la
comunidad, que con la evolución histórica vino a recaer en los epíscopos
y presbíteros, tiene que ser ejercida a través de la palabra, esto de nin-
gún modo puede implicar la absorción de los otros carismas y ministerios
de la predicación. En i Cor. 12, Pablo expresamente advierte en contra de
aquellos individuos que pretenden monopolizar todo y llama la atención
sobre otros dos grupos de individuos ubicados a la par de los apóstoles:
“En segundo lugar, profetas; en tercer lugar, maestros” (I Cor. 12:18). A la
par de una sucesión especial de los apóstoles, existe también una sucesión
especial de profetas y maestros…» (Küng, 1971: 84).
La crítica de Küng está centrada en la acumulación de carismas que
los obispos, con el papado a la cabeza, han reclamado para sí. Junto con
el rol pastoral, que les es propio, se han arrogado roles vinculados con la
reflexión teológica (incluida la referida a cuestiones morales) que desde
la Iglesia primitiva eran ejercidos por otros. Esta última tarea es la pro-
pia de los teólogos, no de los obispos ni el papa. De acuerdo con Küng,
«(p)astores y maestros en la Iglesia, líderes y teólogos, tienen su pro-
pio carisma, cada uno tiene su propia vocación, cada uno tiene su propia
función…» (Küng, 1971: 233). Sólo cuando la herejía amenaza los ci-
mientos de la Iglesia, los obispos adoptan el rol reservado a los teólogos.
Pero ni siquiera allí pueden ejercitarlo sin la cooperación de éstos. En
estas circunstancias excepcionales los obispos «… con la colaboración

118
de todos los teólogos de buena voluntad se congregarán y, confiando en
el Espíritu de Dios, dirán con claridad qué es la fe Cristiana y qué no…»
(Küng, 1971: 239).
Más allá de si son correctos los fundamentos bíblicos e históricos que
Küng esgrime, creo que su reacción se explica por la deriva absolutista y
autoritaria en la que parecía estar embarcada la Iglesia católica. El libro
de Küng debe ser visto como el llamado de atención de un teólogo católi-
co que experimenta en carne propia cómo el énfasis sobre la infalibilidad
papal ha reducido a la insignificancia la tarea de la reflexión teológica. Si
el magisterio ordinario es equiparado al extraordinario, si el papa es infa-
lible cuando ejerciendo este último magisterio se expide sobre cuestiones
morales, y si las cuestiones sobre las que puede expedirse abarcan toda
la ley natural, la preocupación de Küng parece razonable. La reflexión
teológica sobre la moral ya no tiene nada de reflexión y debería limitarse
a una mera exégesis de las encíclicas papales.
Pienso que el malestar que fluye a través de las páginas del libro de
Küng es genuino. El objeto del malestar es, en parte, esa teología moral
sin Cristo, repleta de argumentos de autoridad y centrada en Roma, que
antes he descripto. Esta manera de concebir la reflexión teológica sobre
la moral es, como he señalado, estéril y perniciosa. Si el libro de Küng
ha contribuido a llamar la atención sobre estos extremos, meramente
por ese hecho debe ser considerado valioso.
Esta reflexión teológica es estéril porque, al no partir de la persona
de Cristo, es inútil como herramienta para comprender su bondad en
tanto atributo de su divinidad. Una teología que no tiene en su centro
a Cristo y las fuentes neotestamentarias, no es cristiana en ningún
sentido. No sólo es estéril como teología, sino también en tanto re-
flexión. Con la aparición de manuales dirigidos principalmente a formar
confesores, el énfasis de la teología moral pasó a estar en enumerar y
ponderar prohibiciones y transgresiones, pasando a ocupar la reflexión
sobre la ley natural un lugar subalterno. Si se reflexionaba acerca de la
naturaleza humana y sus fines, era sólo para obtener y justificar el catá-
logo de prohibiciones veterotestamentarias.
La definición del dogma de la infalibilidad, y su errónea interpreta-
ción, fue el último jalón en el camino de la esterilidad. Las reflexiones
sobre la ley natural, que ya tenían el rol subordinado de justificar pro-
hibiciones, adquirieron un rol aún más subordinado y periférico. Dado
que el papa era concebido como el intérprete infalible de toda la ley na-

119
tural, el lugar que le quedaba a la reflexión teológica sobre esta ley –si
es que le quedaba alguno– era el de justificar las opiniones que el papa
hubiese vertido en sus encíclicas. Siendo infalible en sus juicios sobre
la ley natural, lo que el papa sostenía debía ser correcto. La tarea de la
reflexión teológica era descubrir por qué.
La esterilidad de este modo de concebir la reflexión teológica sobre
las cuestiones morales es completa. Su desvinculación con la persona
de Cristo –y las otras ramas de la reflexión acerca de Dios– la vuelve
estéril como teología. Nada de lo que dice sirve para comprender el
misterio de la divinidad de Cristo. Su deriva autoritaria, provocada por
la errónea interpretación del dogma de la infalibilidad, la vuelve estéril
como reflexión moral. La teología moral sólo puede ser fecunda si tiene
en su centro a Cristo y no cae en la tentación de utilizar argumentos de
autoridad allí donde sólo debe tener cabida la reflexión moral.

Una teología moral sin reflexión moral

Con el Concilio Vaticano ii, el catolicismo comenzó una profunda re-


forma de la que no estuvo excluida la teología moral. El propósito
general del Concilio, iniciado por Juan xxiii en octubre de 1962 y clau-
surado por Pablo vi tres años después, es enunciado en la Constitución
Pastoral Gaudium et Spes: especificar el rol y la misión de la Iglesia
en el mundo contemporáneo. La actitud de recelo que el catolicismo
había tenido hasta entonces con los cambios que la modernidad había
producido en el ámbito político, cultural, social y científico comenzó
a ser revisada. El catolicismo adoptó una actitud de apertura, reno-
vación, actualización o –utilizando la expresión original empleada en
los textos conciliares– aggiornamento. Desaparecieron las condenas al
liberalismo y la democracia –como he tenido oportunidad de destacar
en capítulos previos– y la ciencia dejó de ser vista como una enemiga.
El catolicismo, finalmente, tomaba nota de los cambios sociales y
culturales que se habían producido durante los últimos siglos y decidía
poner al día su doctrina. La estrategia de negar los cambios o de enfren-
tarlos frontalmente era reemplazada por una posición contemporizadora.
El catolicismo se volvía sensible a las circunstancias que lo circunda-
ban e intentaba entrar en diálogo con ellas. La concepción quietista
de la sociedad, comprometida con el mantenimiento del statu quo,

120
que hasta entonces había tenido, era reemplazada por una más flexible
y abierta a los cambios históricos. Las mismas palabras de apertura de
la constitución pastoral dejaban claro el nuevo enfoque:

Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de
nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez
gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada
hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón […] La
Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y
de su historia (Pablo vi y Concilio Vaticano ii, 1965).

La nueva actitud de diálogo y de apertura a los cambios sociales y


culturales era puesta en evidencia por la Constitución Pastoral en su
parágrafo 3. Luego de describir la situación actual del género humano:
«… admirado de sus propios descubrimientos y de su propio poder…»,
y a la vez angustiado por preguntas «… sobre la evolución presente del
mundo, sobre el puesto y la misión del hombre en el universo, sobre
el sentido de sus esfuerzos individuales y colectivos, sobre el destino
último de las cosas y de la humanidad…», el Concilio explicita la mi-
sión de la Iglesia en relación con «toda la familia humana»: «… la de
dialogar con ella acerca de todos estos problemas…» (Pablo vi y Con-
cilio Vaticano ii, 1965).
Sin embargo, esta actitud de renovación, puesta al día, apertura y
diálogo no tenía que hacerse abandonando las verdades del Evangelio.
El mismo parágrafo 3 dejaba en claro que el diálogo acerca de los pro-
blemas humanos que el nuevo contexto sociocultural generaba debía
ser llevado adelante «… a la luz del Evangelio…», con el objeto de «…
poner a disposición del género humano el poder salvador que la Igle-
sia, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su Fundador». De
manera que el Concilio proponía un movimiento doble de renovación
para el catolicismo. Por un lado, debía abandonar su actitud hostil hacia
las nuevas circunstancias sociales y culturales, iniciando nuevos diálo-
gos. Por el otro, debía regresar al Evangelio y a las palabras de Cristo.
Un movimiento, el de aggiornamento, miraba al presente y al futuro.
El otro, el de volver a las fuentes, miraba hacia el pasado. El desafío del
catolicismo, a partir de entonces, ha sido el de encontrar el equilibrio
entre estas dos exigencias de renovación aparentemente antagónicas.
Cómo «aggiornarse» sin perder su anclaje en Cristo.

121
La teología moral, como no podía ser de otro modo, no estuvo ajena
a la exigencia de renovación formulada por el Concilio. Dado que su es-
tudio, a partir del Concilio de Trento, había estado casi exclusivamente
circunscripto a los futuros sacerdotes, y dado que su principal objetivo
había sido el de prepararlos para su rol cuasi judicial de confesores, no
es extraño que el Concilio abordase su tratamiento en el decreto sobre
la formación sacerdotal. El Decreto Optatium Totius, promulgado el
28 de octubre de 1965 casi por unanimidad,91 establece en su proemio
que la renovación de la Iglesia no puede llevarse adelante si no se re-
nueva la formación sacerdotal. Los siete capítulos de los que consta el
decreto sientan las bases para ejecutar la tarea de renovación.
El capítulo v se refiere específicamente a la renovación de los estu-
dios eclesiásticos, tanto en contenidos como en métodos. En la forma-
ción de los sacerdotes puede percibirse también la doble exigencia de
diálogo con los nuevos aportes y de vuelta a las fuentes. Así, por un
lado, se establece que «(a)ntes de que los seminaristas emprendan los
estudios propiamente eclesiásticos, deben poseer una formación huma-
nística y científica semejante a la que necesitan los jóvenes de su nación
para iniciar los estudios superiores…». Por el otro, los futuros sacerdo-
tes deben «… adquirir tal conocimiento de la lengua latina que puedan
entender y usar las fuentes de muchas ciencias y los documentos de la
Iglesia. Téngase como obligatorio en cada rito el estudio de la lengua
litúrgica y foméntese, cuanto más mejor, el conocimiento oportuno de
las lenguas de la Sagrada Escritura y de la Tradición» (Pablo vi y Con-
cilio Vaticano ii, 1965b).
El mismo capítulo, en el parágrafo 16, hace referencia explícita
a la renovación de la teología moral. Luego de señalar que el estu-
dio de las Sagradas Escrituras es el «… alma de toda la teología…»,
haciendo explícita la necesidad de volver a focalizar la teología en las
fuentes neotestamentarias, establece el mandato de renovación de la
teología moral en los siguientes términos: «renuévense igualmente las
demás disciplinas teológicas por un contacto más vivo con el misterio
de Cristo y la historia de la salvación. Aplíquese un cuidado especial
en perfeccionar la teología moral, cuya exposición científica, más nu-
trida de la doctrina de la Sagrada Escritura, explique la grandeza de la
vocación de los fieles en Cristo, y la obligación que tienen de producir

91
Obtuvo 2, 318 placet y 3 non placet.

122
su fruto para la vida del mundo en la caridad…» (Pablo vi y Concilio
Vaticano ii, 1965b).
De esta manera, el Concilio se proponía corregir el curioso error de
ser una teología cristiana sin Cristo, en el que había acabado la teología
moral a partir de su evolución desde Trento. La exigencia general de
volver a las fuentes bíblicas se traducía en el ámbito de la teología mo-
ral en el requerimiento de volver a ubicar a Cristo, sus palabras y obras,
en el centro de la reflexión teológica acerca de la moral. La teología
moral debía dejar de ser un mero ejercicio filosófico de búsqueda de la
ley natural (en el mejor de los casos) o una recopilación de las opinio-
nes papales sobre cuestiones morales (en el peor), donde las referencias
bíblicas funcionaban como un modo de obtener una especie de refren-
dación divina de las conclusiones alcanzadas de manera independiente.
La renovación propuesta por el Concilio tuvo el efecto saludable de hacer
que la teología moral abandonase el enfoque manualístico que por siglos
la había caracterizado. Ya no era su función principal ofrecer un catálogo
de normas que sirviesen como guía a confesores que actuaban a modo de
jueces, estableciendo la transgresión y fijando el castigo; la teología moral
debía volver a estar en contacto con las otras ramas de la reflexión teológica
y servir como guía para que los cristianos siguiesen a Cristo en su tarea de
vivir una existencia fundada en la caridad. No se trataba de enunciar un
catálogo de prohibiciones, sino de reflexionar acerca de un ideal de vida
humano a partir de la persona de Cristo.
De manera gradual, desde el Concilio, la teología moral abandonó la
idea de que su principal rol era el de preparar a confesores ofreciéndoles
un listado de prohibiciones fundadas en la ley natural, del cual el último
intérprete era el papa. El enfoque cuasi legalista comenzó a dejar paso
a uno más pastoral. El aislamiento que le permitía su fundamentación
casi exclusiva en la ley natural dio paso a una mayor integración con
el resto de la reflexión teológica. Las referencias esporádicas a las Sa-
gradas Escrituras, principalmente al Antiguo Testamento, dio paso a un
estudio sistemático y a una reflexión sostenida sobre los textos bíblicos.
El confinamiento de su enseñanza y desarrollo en los seminarios, donde
se formaban los futuros sacerdotes, dio lugar a una expansión del número
de los centros de estudios no eclesiales, los académicos especializados
en la disciplina y las publicaciones dedicadas a la materia.
La Teología Moral no sólo volvió su mirada a las Sagradas Escrituras y
a la figura de Cristo sino que, siguiendo también el mandato del Concilio,

123
inició un proceso de aggiornamento y de diálogo con las tradiciones de
pensamiento modernas. El enfoque clasicista de los manuales, fundado
en una concepción esencialista de la naturaleza humana y la ley natural,
comenzó a ceder terreno frente a otros métodos y formas de reflexión
filosófica. El contacto de la teología moral con la filosofía, que requería
el Concilio, hizo que apareciese una pluralidad de enfoques metodoló-
gicos anclados en diferentes tradiciones filosóficas.
Entre estos nuevos modos de reflexión ocupó un lugar destacado el
denominado «método de conciencia histórica». Este enfoque metodo-
lógico se funda en una filosofía general de índole existencialista. La
visión del mundo propuesta por el existencialismo es mutable, dinámi-
ca y cambiante y, se opone frontalmente a la visión estática e inmutable
de la realidad sobre la que se funda la filosofía clásica. En relación con
la moral, lo que se sigue de este nuevo enfoque es que no existe una ley
natural atemporal, fija, inmutable, que posea fuerza normativa universal
sobre todos los seres humanos. Los requerimientos morales son con-
textualizados y dependen de las circunstancias históricas, culturales y
sociales. No existe una moral, sino una pluralidad de sistemas morales.
Tanto el enfoque clásico como el existencialista fundan las exigencias
morales en una concepción antropológica. La diferencia reside en la ma-
nera en que ambas tradiciones de pensamiento conciben al ser humano.
Mientras la visión clásica sostiene que existe una naturaleza humana úni-
ca, compartida e inmutable sobre la que se fundan exigencias morales
universales y atemporales; el existencialismo se concentra en el carácter
particular de cada individuo humano en tanto se encuentra configurado
por sus vínculos de pertenencia, y sobre esta concepción de ser humano
funda su tesis de que no existen requerimientos morales que se apliquen
universalmente a cualquier individuo con independencia de sus peculiari-
dades existenciales.
Las dos exigencias de renovación establecidas por el Concilio: la de
volver a las fuentes ubicando a Cristo en el centro de la teología moral y
la de aggiornamento y diálogo con las tradiciones filosóficas contempo-
ráneas condujeron a un resultado que parecía natural: apareció una teo-
logía moral existencialista de acuerdo con la cual la vida de Jesús –esto
es, su existencia– debía ser adoptada como la última norma para medir
cualquier existencia humana. La tarea de la reflexión teológica no era ya
la de descubrir requerimientos morales universales, sino establecer en
qué consistía imitar a Cristo en el particular contexto histórico, cultural y

124
comunal en el que vivían los cristianos. La moral cristiana no es más que
el conocimiento que la comunidad cristiana ha construido a través de su
reflexión histórica acerca de la persona de Jesús; no son un conjunto de
normas válidas para cualquier sujeto racional y a las que cualquier suje-
to cognoscente puede tener acceso. Es sólo a través del contacto con la
existencia compartida de la comunidad cristiana que alguien puede tener
acceso al conocimiento moral que ella ha construido.
El enfoque existencialista de la «conciencia histórica» parecía cuadrar
todas las exigencias de renovación dictadas por el Concilio. La teología
moral, centrada en la existencia de Cristo y en la experiencia histórica de
la comunidad cristiana, abandonaba su enfoque legalista emparentado
con el derecho canónico, la preparación de confesores y la identificación
de prohibiciones universales; ahora debía vincularse con la eclesiología
y la reflexión acerca de la espiritualidad. Adicionalmente, su afirma-
ción de que no existían exigencias morales universales, sino que todas
eran contextualizables parecía acorde con el espíritu de apertura a los
cambios socioculturales que expresaba Gaudium et Spes.
Una consecuencia del nuevo enfoque es que la teología moral
no descubre una moral que es accesible a todos los seres humanos,
sino que elabora una específicamente cristiana. Toda reflexión moral es
contextual, incluida la que vive la propia comunidad cristiana. La idea
de que existen reglas morales universales que se aplican a todos los seres
humanos y exigencias morales que sólo se aplican a los cristianos (como
por ejemplo, la de ser testigos de Cristo expandiendo la buena noticia)
se vuelve carente de sentido. Si todas las exigencias morales están fun-
dadas en los modos particulares de existencia, de los cuales el cristiano
es uno, la moral cristiana es específica de la comunidad cristiana. Enton-
ces no existe algo como la moral, sino una pluralidad de moralidades.
El problema viene dado por el hecho de que si uno sigue hasta sus úl-
timas consecuencias el enfoque de la «conciencia histórica» en materia
moral, entonces parece ser conducido a una especie de relativismo cul-
tural donde los diferentes códigos morales –entre los cuales el cristiano
es sólo uno– son igualmente válidos. No existe una única moralidad,
sino que existen tantas moralidades como comunidades humanas se ha-
yan desarrollado a lo largo del tiempo. El afán por centrar la reflexión
moral en Cristo, y por volver al cristianismo sensible a las cambiantes
circunstancias históricas y culturales, ha contribuido a socavar la idea
de que existen exigencias morales objetivamente válidas.

125
Si el enfoque manualístico produjo el curioso resultado de una teolo-
gía moral cristiana sin Cristo, focalizada en las abstracciones de la ley
natural identificada de modo infalible por el magisterio papal, algunos
desarrollos posteriores al Concilio Vaticano ii parecen haber conducido
a otro resultado estrafalario, como es el de una teología moral sin moral.
Focalizarse en Cristo, en la experiencia histórica de la comunidad cris-
tiana, en las circunstancias sociales y culturales cambiantes ha hecho
que la idea de reflexión moral, como la búsqueda de la verdad sobre los
asuntos prácticos, haya sido dejada de lado.
El progresivo abandono del tomismo y su concepción de ley natural,
que la Iglesia católica había adoptado casi como filosofía oficial, tuvo el
efecto no deseado de poner en riesgo la idea de objetividad moral que,
aunque era propia del tomismo, no era su característica distintiva ni le
pertenecía en exclusividad. La teología moral tuvo éxito en comenzar a
nutrirse de los estudios bíblicos y de los aportes de otras tradiciones filo-
sóficas (como exigía el Concilio), pero en el camino abandonó el objetivo
que debe guiar a todo reflexión moral: la búsqueda de la verdad.
El problema de una teología moral que ha renunciado a la búsqueda
de la verdad objetiva ha comenzado a ser evidente hasta para aquéllos
que gustosamente adoptaron el enfoque de la «conciencia histórica». Así,
por caso, Rigali se ha esforzado por mostrar que su idea de que la mora-
lidad cristiana es una de muchas moralidades particulares, enraizada en
un sistema particular de valores, en una específica cosmovisión, en una
cultura determinada y en la historia de una comunidad entre otras, es
una particularización de una moralidad universal (Rigali, 1994: 28-29).
Sin embargo, con esta estrategia el probema viene dado porque no hay
modo de juzgar cuál de las diferentes moralidades que particularizan
la moralidad universal es superior. Dado que todo acceso a la morali-
dad universal es a través de particularizaciones contextualizadas por
la historia y la cultura de una comunidad determinada, no existe un
criterio objetivo, independiente de estas particularizaciones contextua-
lizadas, que permita establecer cuál es la más válida.
Rigali piensa que una vez que se advierte que todo lo que es posi-
ble tener son particularizaciones contextuales de la moralidad, y que
no existe algo como la moralidad, sino una pluralidad de moralidades,
incluso una pluralidad de moralidades cristianas, la pregunta por la ob-
jetividad moral se disuelve. No estoy seguro de que éste sea el caso.
Estoy inclinado a pensar que aun para quien adopta el enfoque de la

126
«conciencia histórica» la pregunta sigue teniendo sentido y no se di-
suelve como un pseudoproblema. Creo que lo que efectivamente se
disuelve no es la pregunta por la objetividad, sino la objetividad misma.
Una preocupación idéntica puede encontrarse en las perspectivas
feministas en teología. Las concepciones feministas han llamado la
atención sobre el carácter contextual, histórico, situado de muchos
preceptos morales formulados por la Iglesia católica; han mostrado
la necesidad de una hermenéutica de la sospecha que exige revisar
los aportes provenientes de la tradición, dada la alta probabilidad de
que éstos se encuentren sesgados por un entorno patriarcal. Anne E.
Patrick, por ejemplo, sostiene que la epistemología moral no puede
reclamar la certeza e inmutabilidad que afirmaba tener en el pasado.
La reflexión moral debe incluir el análisis crítico de factores sociales,
históricos, políticos, psicológicos y económicos. No obstante, sostie-
ne, esto no debe conducirla al relativismo (Patrick, 1996: 40-71). Lisa
Sowle Cahill, para citar otro caso, a la vez que insiste en que la teología
feminista es histórica, particular y concreta, llama la atención sobre la de-
riva posmoderna que han tenido algunas feministas. Pretende retener la
objetividad a la vez que rechaza el universalismo abstracto y ahistórico
que caracterizaba el enfoque tomista focalizado en la Ley Natural (Cahill,
1996).
Fundar la corrección de los preceptos morales en el carácter ejemplar
de la vida de Cristo o en la reflexión que sobre la vida de Cristo ha de-
sarrollado a lo largo de los siglos la comunidad cristiana implica utilizar
lo sagrado con fines profanos. Preguntarnos qué hubiese hecho Cristo
en el particular contexto histórico, social y cultural, como una estrategia
para buscar respuesta a los interrogantes morales no sólo implica hacer
mala teología, sino también mala teoría moral. Lo primero, porque no
contribuye en nada a entender la divinidad de Cristo a través de uno de
sus atributos: la bondad. Lo segundo, porque reflexionar implica buscar
razones, en este caso razones morales a favor o en contra de determinada
conducta, estado de cosas o rasgo de carácter. Las apelaciones a la autori-
dad, sea a las encíclicas papales, a las Sagradas Escrituras, a los estudios
bíblicos, a las tradiciones de la comunidad de creyentes, en ningún sentido
pueden contar como razones. Una teología moral que funda la validez de
sus conclusiones morales en los estudios bíblicos neotestamentarios, y la
imagen de la persona de Cristo que a través de ellos se obtiene, es tan au-
toritaria como aquélla que lo hace en las encíclicas papales.

127
Una teología moral centrada en Cristo y en busca de la verdad

Las dos secciones previas han mostrado la necesidad de elaborar una


teología moral que, a semejanza del enfoque de la «conciencia históri-
ca», ponga en el centro de la reflexión teológica a la persona de Cristo
y, a semejanza del enfoque tridentino, centrado en la ley natural, bus-
que validar los preceptos morales que obtenga a través de un tipo de
reflexión moral cuya validez objetiva no dependa de su anclaje en las
fuentes bíblicas, en la tradición de la comunidad cristiana o en el ma-
gisterio eclesiástico.
Para despejar el camino de una teología moral centrada en Cristo y
en búsqueda de la verdad, es necesario, en primer lugar, brindar una in-
terpretación del dogma de la infalibilidad que evite la deriva autoritaria
que ha terminado viendo al papado como una especie de legislatura
moral. En segundo lugar, es necesario especificar el lugar que debe-
rían tener los estudios bíblicos neotestamentarios. Específicamente, se
trata de encontrar un rol para estos estudios focalizados en la persona
de Cristo, que no sea el de ser la justificación última de los preceptos
morales cristianos. Finalmente, en tercer lugar, es preciso determinar
la manera en que es posible abrazar el pluralismo filosófico, dejando
de lado la adopción cuasi oficial del tomismo y la ley natural, sin aban-
donar la tesis de la objetividad moral.
El camino que condujo al catolicismo al dogma de la infalibilidad
papal ha sido sinuoso. El primer escalón de este desarrollo fue el dog-
ma de que los Concilios ecuménicos gozan de infalibilidad. El dogma
quedó establecido a fines del primer milenio y sus primeras menciones
en la literatura cristiana se encuentran recién en el siglo ix. La comu-
nidad cristiana no llegó a comprender y aceptar este dogma por algún
argumento a priori, sino a través del efecto benéfico que los Concilios
ecuménicos habían tenido en mantener íntegra la fe (Sullivan, 2002:
82-83).
La idea, por supuesto, no es que los obispos reunidos en un Concilio
reciban una especie de revelación particular. Las verdades reveladas
se encuentran en el denominado «depósito de la fe», que es la doctrina
que la Iglesia recibió de Cristo no solamente a través de sus palabras,
sino también por sus obras. Cristo, y no sólo su discurso, es la revela-
ción completa. Ningún Concilio puede agregar nada nuevo a la verdad
revelada. Lo único que hace el Concilio es «definir»; esto es, poner

128
término a una controversia dentro de la comunidad cristiana acerca del
modo correcto de entender una verdad revelada. Dicho gráficamente,
el Concilio no es una especie de legislatura divina que crea dogmas de
fe con base en algún tipo de autoridad.
La Constitución Dogmática Dei Verbum, elaborada durante el Con-
cilio Vaticano ii, deja en claro el lugar subordinado del magisterio
eclesiástico cuando señala: «este Magisterio, evidentemente, no está
sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo
que le ha sido confiado, por mandato divino y con la asistencia del
Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone
con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que pro-
pone como verdad revelada por Dios que se ha de creer» (Pablo vi y
Concilio Vaticano ii, 1965).
El depósito de la fe, la verdad revelada, ha sido confiada a la comu-
nidad cristiana en su conjunto y no sólo a los obispos; éstos, reunidos
en Concilio ecuménico, prestan el servicio de iluminar las disputas que
sobre estas verdades se originan y de resolverlas de manera definitiva
e infalible (Pablo vi y Concilio Vaticano ii, 1965). Ahora bien, dado
que la depositaria de la verdad revelada es la comunidad cristiana, para
resolver las controversias los obispos deben prestar atención a las ex-
presiones de la propia comunidad92 y a las opiniones de aquéllos que
entre ellos se han dedicado al estudio de lo sagrado, los teólogos.
Junto con el carácter infalible del magisterio extraordinario, ejercita-
do por los obispos reunidos en Concilio, dejó en claro que el magisterio
unánime de los obispos no reunidos en Concilio también gozaba de
infalibilidad en relación con la determinación del depósito de la fe. Al-
gunos ejemplos de este magisterio ordinario, a diferencia del conciliar,
y universal, esto es unánime, son algunos artículos del credo bautismal
que nunca han sido objeto de controversia y, por lo tanto, no ha existido
necesidad de «definición» formal (Sullivan, 2002: 57).
La autoridad especial del magisterio papal apareció como un recurso
para dirimir aquellas cuestiones en las que los propios obispos se en-
contraban divididos. Este rol especial en materia doctrinaria le venía
dado por ocupar la sede en la que los dos apóstoles más importantes de

92
La idea de consultar a la comunidad de fieles es defendida por John Newman, po-
niendo como caso paradigmático la reacción que la comunidad cristiana tuvo en contra
del arrianismo (Newman, 1859).

129
la Iglesia habían sido martirizados por profesar su fe: Pedro y Pablo.
Cuando existía una cuestión controvertida sobre cuestiones doctrina-
rias, estar de acuerdo con Roma comenzó a ser visto como una señal de
que se estaba en lo correcto.
El reconocimiento de este rol especial, no obstante, estuvo lejos de
ser unánime. Las comunidades cristianas del Este sostenían –y aun hoy
sostienen– que el magisterio supremo e infalible de la Iglesia es ejercido
por los obispos reunidos en Concilio. Las enseñanzas del papa deben ser
aceptadas como infalibles sólo cuando coinciden con lo señalado por el
Concilio. A diferencia de lo que sostenía la Iglesia de Occidente, cuya
cabeza era Roma, en su opinión las enseñanzas papales no gozaban de
ningún grado de infalibilidad. La división sobre la infalibilidad papal en-
tre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa continúa hasta nuestros días.
Con todo, el reconocimiento de la infalibilidad papal en Occidente es-
tuvo lejos de ser unánime. Un factor que contribuyó a que la infalibilidad
ganase aceptación en Occidente fue el cisma ortodoxo que desgajó a la
Iglesia del Este que, como he señalado, había sido la principal opositora
a la infalibilidad papal. Otro de los múltiples factores que ayudó a que se
extendiese la convicción de que el papa era infalible fue la introducción
de fragmentos de las Falsas Decretales de Isidoro, en el Decreto de Gra-
ciano. Este material apócrifo respaldaba la idea de un papado centraliza-
do ejercitando un poder, no sólo doctrinario, casi absoluto.93
Las discrepancias sobre la infalibilidad papal, no obstante, volvieron
a ganar fuerza con el debilitamiento de la imagen del papado debido
al cisma de occidente (finales del siglo xiv e inicios del siglo xv), el
triunfo de las posiciones que otorgaban preeminencia a la autoridad de
los Concilios corporizado en el Concilio de Constanza (1414-1418), los
Artículos del Clero Galicano (1682), que afirmaban que una decisión
doctrinaria emitida por el papa era infalible e irreformable sólo después
de que el episcopado hubiese dado su consentimiento. Las reticencias
frente al dogma de la infalibilidad se mantuvieron hasta entrado el siglo
xix en las comunidades cristianas de Francia, eua y del norte de Europa
(Sullivan, 2002: 93).
En este contexto la idea de extender al papa la infalibilidad que se
reconocía a los Concilios desde el primer milenio comenzó a ganar

93
La falsificación tuvo su origen en Francia y no en Roma, donde fue aceptada de
buena fe (Sullivan, 2002: 71).

130
adeptos entre los obispos a fines del siglo xix. Más allá de las induda-
bles presiones que el papado ejercitó sobre los obispos reunidos en el
Concilio Vaticano i para que definiesen el dogma de la infalibilidad,
un factor tuvo especial importancia para su adopción: la creencia de
que fortalecer el papado, reconociéndole autoridad infalible en materia
doctrinaria, ayudaría a que la Iglesia pudiese enfrentar el desafío que le
planteaba el liberalismo, la democracia y el relativismo.
Advertir que la infalibiliad del papa, a la hora de «definir» una cues-
tión doctrinaria es el mismo tipo de infalibiliad de la que gozan los
Concilios, y en última instancia la comunidad de fieles, permite ver
el dogma a una nueva luz. En primer lugar, el modo de ejercitar por el
papa el magisterio extraordinario es en consulta con la comunidad de
fieles y el resto de los obispos. En segundo lugar, para gozar de infali-
bilidad el papa debe expedirse en su condición de tal –y no como mero
teólogo u obispo de Roma– con la intención de «definir» un dogma de
fe. Finalmente, y más importante, debe expedirse sobre una verdad que
ya se encuentre en el «depósito de la fe» de la comunidad cristiana. El
papa no es depositario de ninguna revelación especial, ni actúa como
una especie de legislador religioso creando nuevos dogmas.
Adicionalmente, percibir que la infalibilidad papal es la misma, en
última instancia, que la infalibilidad de la comunidad cristiana, hace
visible un último requisito que generalmente pasa desapercibido. La
última confirmación de que el papa ha hablado de modo infalible defi-
niendo un dogma es que la comunidad de fieles a quienes ha dirigido
esta definición la reciba «con el asentimiento de la fe». La idea de un
monarca que dicta decretos infalibles a súbditos se encuentra completa-
mente fuera de lugar. Si la comunidad de fieles no acepta como dogma
de fe lo que el papa ha definido, a pesar de que obedece respetuosamen-
te sus mandatos, esto es una prueba final de que el papa no ha hablado
de manera infalible.94

94
Este test fue propuesto por primera vez por B. C. Buttler en un artículo publicado
en la revista católica The Tablet comentando el libro de Hans Küng. Buttler señala:
«Testing for Infallibility To put the matter shortly, then, the Church’s dogmatic utte-
rances are infallibly true when they are utterances to which she has intended finally
to commit herself. They are, in those circumstances, not only true but infallibly true,
because if God were to allow his Church to commit herself irrevocably to a false sta-
tement purporting to reproduce his original message, then obviously the very purpose
for which the Church was endowed with the power of teaching would have been frus-

131
Lo mismo vale para aquellas situaciones en las que el resto de las
condiciones de la infalibilidad no se han dado. Así, si el papa no tie-
ne intención de definir un dogma cuando habla, o no se expresa en su
calidad de cabeza de la Iglesia, o no identifica una verdad que ya se
encontrase contenida dentro del «depósito de la fe», sus expresiones
no son infalibles. Tal como señala Sullivan, el papa es infalible cuando
esas condiciones se dan, pero no es infalible cuando afirma que se han
dado. Es decir, no basta que el papa afirme, por ejemplo, que lo que está
diciendo se encuentra dentro del «depósito de la fe» para que éste sea el
caso. Esta afirmación, al igual que cualquiera referida a la satisfacción
de las condiciones de infalibilidad, es perfectamente falible (Sullivan,
2002: 108).
Dada la importancia de este punto, tal vez valga la pena expresarlo
de un modo más formal. La idea sería la siguiente. Si se dan ciertas
condiciones (A, B, y C), las afirmaciones del papa son infalibles. Una
de estas condiciones se refiere al contenido que deben tener las afir-
maciones: deben referirse a «cuestiones de fe o moral». Dado que la
afirmación de que se han dado las condiciones A, B y C no es una
cuestión de «fe o moral», cuando el papa afirma que las condiciones
para expedirse de modo infalible se encuentran satisfechas no está for-
mulando una afirmación infalible. El tema queda abierto a debate en la
comunidad de fieles, y si las condiciones efectivamente no se encuen-
tran satisfechas entonces la afirmación del papa diciendo lo contrario
será falsa, y la definición dogmática que haya realizado en esas circuns-
tancias no será infalible.
Hasta aquí he estado utilizando la expresión «cuestiones de fe o
moral» para referirme al objeto de la infalibilidad, sin hacer mayores
precisiones. También aquí es necesario introducir clarificaciones. La
expresión utilizada por la encíclica Pastor Aeternus es «doctrina de fide
vel moribus». El mejor modo de traducir esta expresión es entenderla
haciendo referencia a dos tipos de cuestiones. En primer lugar, están las
teóricas o de fe, que se vinculan con las creencias cristianas. En segun-
do lugar, están las prácticas, que se refieren al modo de vida cristiano.
La infalibilidad papal se extiende no sólo a aquellas cuestiones teó-
ricas o prácticas expresamente reveladas, sino tambien a las teóricas y
prácticas que se encuentran tan íntimamente vinculadas con el mensaje

trated» Buttler (1971: 328).

132
evangélico que es imposible explicarlo o presentarlo sin apelar a ellas.
El Concilio Vaticano ii se encargó de dejar en claro esta última cuestión,
que había sido dejada abierta a la hora de definir el dogma. Sin embago,
dado el carácter expansivo que ha tenido la interpretación del dogma de
la infalibilidad es útil llamar la atención sobre la fórmula restrictiva uti-
lizada por la comisión que trabajó sobre el tema durante el Vaticano ii.
Cuando el dogma de la infalibilidad se formuló, el grupo de obis-
pos más favorables a extender las atribuciones papales proponía una
fórmula que dijese que la infalibilidad se extendía de modo genérico
a todo lo que estuviese de algún modo «conectado con el depósito de
revelación». La Comisión que trabajó en el Vaticano ii sobe la Cons-
titución referida a la Iglesia optó por una formulación mucho más
restringida. La infalibilidad sólo se extendía a aquellas «verdades que
son necesariamente requeridas, para que el depósito de la revelación
pueda ser preservado intacto». La conexión que se exigía con el núcleo
de verdades reveladas era mucho más estrecha, y por tanto el ámbito de
la infalibilidad era mucho más restringido.95
Una vez que se ponen juntas todas las consideraciones expuestas,
pienso que aparece una interpretación del dogma de la infalibilidad
que es menos proclive a la deriva autoritaria que ve al papa como una
especie de legislador moral. En primer lugar, aunque puede impartir
su enseñanza sobre asuntos morales, sólo puede reclamar infalibilidad
sobre aquéllos que se encuentran tan íntimamente vinculados con el
«depósito de la revelación» acaecida a través de la venida de Cristo,
que sería imposible explicar a Cristo y su misión sin abordar el tema en
cuestión. Así, quien sostiene que la declaración sobre la impermisibili-
dad de la contracepción artificial es un ejercicio de magisterio infalible,
debe mostrar de modo previo que si este asunto no se abordara sería im-
posible preservar intacta la revelación acaecida por la venida de Cristo
como Salvador.
En segundo lugar, y para seguir con el ejemplo de la contracepción,
no basta que el papa afirme que la cuestión de la contracepción se en-
cuentra vinculada de un modo necesario con las creencias y la forma de
vida cristiana. Dado que ésta es una condición que tiene que darse para

95
Aunque el trabajo de la Comisión quedó trunco y la Constitución no fue aprobada
por el Concilio, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe dictó una declara-
ción el 24 de junio de 1973 en los mismos términos (Sullivan, 2002: 133-134).

133
que sus declaraciones sean infalibles, la afirmación de que está satisfe-
cha carece de infalibilidad y se encuentra sujeta a opinión y disidencia
por parte de la comunidad de fieles.
Por último, si la comunidad de fieles no acepta con el paso del tiem-
po la declaración formulada por el papa, dado que el pueblo de Dios
no puede estar equivocado en su conjunto, esto es un indicio de que no
ha hablado de manera infalible. Si un conjunto creciente de creyentes
cristianos con una vida espiritual profunda, comprometidos en su vida
con el mensaje evangélico, consideran que la utilización de algunos
métodos anticonceptivos no es inmoral, la condena formulada por el
papa no puede ser interpretada como un ejercicio de infalibilidad.
Pienso que esta manera de entender la infalibilidad es acorde con lo
señalado en la exhortación apostólica Amoris Laetitia del papa Francis-
co con motivo del sínodo. En el parágrafo 3 de la introducción afirma:
«... no todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben ser
resueltas con intervenciones magisteriales...». Más adelante, se expresa
en contra de hacer dictados morales generales que estén alejados de las
circunstancias concretas de quienes padecen el problema. Esta «... fría
moral de escritorio...» (Francisco i, 2016) dictada por un intérprete infa-
lible, como he señalado, era el modo caricaturesco que había adoptado
la teología moral, en parte alentada por una interpretación desmesurada
del dogma de la infalibilidad papal.
Otro síntoma de que el modo de concebir la infalibilidad papal está
en proceso de cambio dentro de la Iglesia católica ha sido la reacción
del papa Francisco a la carta abierta de Hans Küng, publicada en pe-
riódicos de diferentes países. Küng pedía al papa que autorizase la
apertura de un debate abierto, imparcial y libre de prejuicios sobre el
dogma. El papa respondió al pedido unos pocos días después con una
carta en tono personal en la que, entre otras cosas, valoraba la inten-
ción del teólogo de debatir con base en las escrituras y la tradición el
modo de interpretar el dogma de la infalibilidad papal. El malestar
de Küng, expresado hace casi medio siglo, finalmente tenía quien lo
escuchase.
Reinterpretar el dogma de la infalibilidad contribuye a combatir
uno de los males que ha aquejado a la teología moral: ser una teología
no centrada en Cristo, sino en Roma. Las cuestiones sobre las que el
papa es infalible no son todas las cuestiones doctrinales o morales, sino
sólo aquéllas que se encuentran estrechamente vinculadas con el «depó-

134
sito de la fe»; esto es, con la persona de Cristo. Para enfrentar el segun-
do problema, el de haber abandonado la búsqueda de la verdad a través
de la reflexión, el camino debe ser otro. Sin duda, la reflexión teológica
debe estar centrada en la persona de Cristo y, como no podía ser de
otro modo, en las fuentes neotestamentarias. Sin embargo, la apelación
a las escrituras no debe cumplir la función de validar moralmente los
preceptos que se proponen.
El desafío que debe enfrentarse puede ser planteado del siguiente
modo. Es necesario rescatar el pluralismo de métodos filosóficos como
herramientas teológicas, es necesario centrar la reflexión sobre la perso-
na de Cristo y, por último, esto no debe implicar abandonar un criterio
objetivo y racional acerca de la verdad moral. Sólo si estas tres condi-
ciones son satisfechas la reflexión teológica estará abierta a los avances
de la modernidad, dando cabida a los nuevos métodos filosóficos, y
servirá como herramienta para entender la divinidad de Cristo a través
de su bondad, centrando la reflexión en él y mostrando que sus dichos y
acciones son moralmente correctos de acuerdo con un criterio objetivo
y racional.
Esta preocupación por rescatar la objetividad moral y mantener el
pluralismo en materia de métodos filosóficos puede encontrarse en la
encíclica Fides et Ratio promulgada por Juan Pablo ii el 14 de septiem-
bre de 1998. Allí, explícitamente, afirma que:

(l)a Iglesia no propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía en


particular con menoscabo de otras. El motivo profundo de esta cautela está
en el hecho de que la filosofía, incluso cuando se relaciona con la teología,
debe proceder según sus métodos y sus reglas; de otro modo, no habría
garantías de que permanezca orientada hacia la verdad, tendiendo a ella
con un procedimiento racionalmente controlable. De poca ayuda sería una
filosofía que no procediese a la luz de la razón según sus propios princi-
pios y metodologías específicas. En el fondo, la raíz de la autonomía de
la que goza la filosofía radica en el hecho de que la razón está por naturaleza
orientada a la verdad y cuenta en sí misma con los medios necesarios para
alcanzarla… (Juan Pablo ii, 1998).

Aunque Fides et Ratio sostiene que el catolicismo no canoniza una par-


ticular filosofía moral –en particular la tomista–, sigue sosteniendo una
tesis central de las concepciones fundadas en la ley natural. Dado que

135
la filosofía moral (con la que se relaciona la teología moral) procede
de acuerdo con la razón, y la razón por naturaleza está orientada a la
verdad, se sigue que cualquier ser humano es capaz de acceder a las
mismas conclusiones morales. Fides et Ratio al igual que sostenía la
concepción clásica fundada en la ley natural, sostiene que la verdad
moral es una y es accesible a cualquier ser humano a través del uso de
la razón.96
Pienso que el camino trazado por Fides et Ratio es el camino que
debe seguir una teología moral que no utilice lo sagrado con fines pro-
fanos. La teología moral debe tener por objetivo el dar una respuesta
racional al problema práctico de cómo es correcto comportarse. En este
sentido, como es obvio, la teología moral es filosofía moral y los méto-
dos utilizados para validar sus conclusiones no pueden ser diferentes a
los utilizados en filosofía. Siendo éste el caso, la reflexión teológica en
materia moral puede optar por una pluralidad de métodos filosóficos,
con la única condición de que sean los más adecuados para alcanzar
la verdad. El pluralismo metodológico tiene un único límite: el relati-
vismo y escepticismo moral que menoscaba el carácter objetivo de la
verdad.
Adicionalmente, como también es obvio, la teología moral es teolo-
gía; es decir, se trata de una reflexión dirigida a entender a Dios revelado
en la persona de Cristo; si se vuelve una mera reflexión racional en
busca de preceptos morales objetivos –como sucedió luego de Trento–
no poseería nada de teología. Lo mismo si –como sucedió luego del
Concilio Vaticano i– se vuelve una reflexión sobre encíclicas papales.
Su carácter teológico le viene dado de poner en el centro de la reflexión
a la persona de Cristo. La teología moral intenta, pues, elucidar cuá-
les son los rasgos de carácter valioso y las pautas de comportamiento
correctas instadas por la vida de Cristo.
Para obtener este ideal de vida cristiano los estudios bíblicos son de
especial importancia; sin embargo, no deben tener ninguna incidencia a
la hora de justificar el ideal cristiano como una forma de vida moralmen-
te correcta. Mostrar que se trata de un ideal de vida genuino, correcto,
96
Como es obvio, que la verdad sea accesible a través del uso de la razón no implica
que todo ser humano, de hecho, acceda a ella o que quienes no puedan hacerlo son, por
este mero hecho, irrazonables. Las experiencias vitales previas, la complejidad de las
cuestiones a evaluar y el conjunto de creencias previas con las que cada uno cuenta,
pueden facilitar o entorpecer el acceso a la verdad, dando lugar al pluralismo razonable.

136
de acuerdo con criterios objetivos accesibles a cualquier ser humano, es
tarea de la argumentación racional, no de la apelación autoritaria a textos
bíblicos. Que el ideal de vida instado por Cristo sea moralmente correcto
contribuye a entender uno de los atributos de su divinidad: la bondad.
Intentar validar el ideal de vida cristiano por apelaciones a las Sagra-
das Escrituras, a la tradición de la comunidad cristiana o al magisterio
eclesial infalible no sólo es hacer mala teología moral, implica utilizar
lo sagrado –el depósito de la fe revelado por Cristo– para fines pro-
fanos, para hacer avanzar nuestro conocimiento en materia moral. Lo
que es más grave, el hacerlo cierra uno de los caminos que como seres
racionales tenemos abiertos para entender lo sagrado: la reflexión moral
sobre la vida de Cristo, que queda obstaculizada cuando la reflexión
racional es reemplazada por las apelaciones autoritativas a pasajes de
su vida con fines justificatorios.

Conclusión

Utilizar a Dios y a lo Sagrado como una herramienta para hacer moral es


el modo más sutil y pernicioso de tomar a Dios como un medio. Puesto
que una relación genuina con Dios sólo puede establecerse cuando éste
es visto como una persona; esto es, como un fin en sí mismo, este modo
de concebir la teología moral es uno de los principales obstáculos para
entablar con él un vínculo personal.
Utilizar lo sagrado de esta manera tiene un efecto adicional: impide
entender cabalmente la divinidad de Cristo. La reflexión moral no sir-
ve de ayuda para entender la bondad de Jesús, sino que él, sus palabras
y su persona, es utilizado para entender cuál es el modo correcto de
comportarnos y el modo bondadoso de ser. El resultado es decepcio-
nante por partida doble. Es inútil como reflexión moral e inútil como
reflexión teológica.
Por el contrario, si la teología moral recupera su carácter teológico,
y vuelve a centrarse en Cristo, y su carácter de reflexión moral, y no
abjura de su vocación por la búsqueda racional de la verdad objetiva,
el riesgo de utilizar lo sagrado con fines profanos desaparece y el
camino para entender la divinidad de Cristo a través de su bondad
vuelve a quedar abierto.

137
Capítulo V

El Dios vivo del cristianismo

Introducción

El camino recorrido nos ha dejado con una idea de lo que no es el


Dios del cristianismo. He intentado mostrar que el cristianismo debe
ser purificado de tres Dioses muertos que han sido utilizados con fines
científicos, morales y políticos. El Dios al que el cristianismo honra
no es uno que sirve para explicar las regularidades que la ciencia ha
descubierto en el universo, ni tampoco es uno cuya existencia necesite
ser probada a partir de estas regularidades. La reflexión racional sirve
para entender nuestra creencia en Dios, no para probarla. La búsqueda
de anclar el conocimiento científico en Dios es tan ajena al cristianis-
mo como lo es la búsqueda de anclar a Dios sobre el conocimiento
científico.
El Dios del cristianismo tampoco puede ser utilizado para hacer polí-
tica o para intentar justificar la manera en que debemos diseñar, evaluar
o modificar las instituciones públicas que se nos aplican coercitivamente.
Dado el carácter coercitivo de estas instituciones las mismas deben ser
justificadas conforme a consideraciones que tanto los cristianos como
aquéllos que no lo son podamos ver como razones. Los cristianos te-
nemos el deber moral de no esgrimir nuestras convicciones religiosas
como el único argumento a favor de determinadas políticas públicas.
Proceder de otra manera implica imponer nuestras convicciones –antes

139
por la fuerza de las armas y ahora por la fuerza del voto– a quienes no
las comparten. Al hacer esto no sólo transgredimos nuestros deberes de
moralidad política, sino que presentamos ante nuestros conciudadanos
una imagen falsa y autoritaria del Dios cristiano y les cerramos el cami-
no al verdadero Dios.
Finalmente, el Dios del cristianismo no puede ser utilizado para
responder a la pregunta moral acerca de cómo debemos conducir
nuestras vidas y tratar a nuestros semejantes. Las apelaciones a las
Sagradas Escrituras, a la tradición o a las encíclicas para zanjar esta
cuestión no pueden en ningún caso reemplazar la reflexión moral ra-
cional: pretender dar respuesta a los problemas morales por apelacio-
nes a lo sagrado, revestidas de autoridad, es quizás el acto más sutil
de profanación en el que un cristiano puede caer. El Dios revelado
en Cristo exige reflexionar sobre su vida en tanto vehículo de revela-
ción de lo Divino, pero esta reflexión no debe tener por objeto validar
preceptos morales. Por el contrario, la validez objetiva y racional de
los preceptos y virtudes corporizados en Cristo son un camino para
entender su Divinidad.
La fuerza que estas tres concepciones falsas de Dios ha ejercido so-
bre la mente y la conciencia de algunos cristianos es de tal magnitud
que muchos de ellos piensan que una vez que el cristianismo es puri-
ficado tal como he propuesto, ya no queda nada en que creer. Piensan
que una vez que son expulsados el Dios diseñador, el Dios legislador y
el Dios moralista, el cristianismo se disuelve en una doctrina intimista,
inerte y vacía. Temen que si creer en Dios ya «no sirve para nada», en-
tonces ya no exista ninguna razón para creer. Al privar a Dios de toda
utilidad, sostienen, se condena a las creencias religiosas a la completa
irrelevancia.
Aunque creo que estas preocupaciones son entendibles, pienso que
son infundadas. Son comprensibles en una cultura que valora todo –in-
cluso a Dios– por la utilidad. Si se endiosa la eficiencia y la racionalidad
instrumental, es comprensible que la idea de un Dios inútil aparezca
como vacía e inerte. No obstante, una vez que el ídolo de la eficiencia es
abandonado es posible entender que el hecho de que Dios sea inútil para
los hombres no lo transforma en algo vacío y carente de significado. A
presentar esta concepción de un Dios inútil y plenamente vivo dedicaré
este breve capítulo.

140
Un Cristo útil

El escollo para presentar una concepción de Dios según la cual éste no


posee ninguna utilidad es que, según el cristianismo, Dios mismo envió
a su Hijo a cumplir una misión. La tarea que le encomendó fue, en-
tendida genéricamente, la de salvar o redimir a todos los hombres. A
partir de esto es razonable concluir que aunque la utilidad de Dios no
reside en hacernos avanzar en el conocimiento del mundo, ayudarnos a
organizar nuestras instituciones públicas o a determinar cómo debemos
comportarnos, esto no muestra que no posea ninguna utilidad. Dios es
útil porque nos salva. Creemos en Dios y nos vinculamos con Él porque
esto nos salvará o redimirá de algún mal.
Si Dios utilizó a su Hijo –que es Dios– para salvarnos, parece com-
pletamente fuera de lugar sostener que Dios no puede ser utilizado.
De acuerdo con esta reconstrucción Dios quiere ser utilizado como
instrumento de salvación; quiere ser una herramienta útil para nuestra
redención; ha venido a rescatarnos de la condena eterna del infierno y
ha aceptado ser utilizado con este fin. Creemos en Él para escapar a esta
condena de sufrimiento y miseria. Creemos en Él para ser salvados de
este mal que desesperadamente queremos evitar.
La manera de entender la misión de Cristo –y consecuentemente su
utilidad– ha variado a lo largo de la historia del cristianismo. Durante
el periodo de la patrística la explicación dominante fue la del «pago
de rescate». La idea fue defendida, entre otros, por Orígenes, Atanasio
y Gregorio de Nisa.97 De acuerdo con éste último, los seres humanos
han sido creados para alcanzar la belleza y lo sagrado a través de la
voluntad libre. El Demonio, sin embargo, engañó a los seres humanos
para que persiguiesen una belleza ajena a Dios. De esta manera los se-
res humanos cometieron la misma falta que el Demonio, quedando en
sus dominios. El Demonio, por la elección de los seres humanos, adqui-
rió derechos sobre ellos.
Puesto que Dios ama a los seres humanos, tiene el deseo de liberarlos
de la esclavitud en que voluntariamente se han colocado. Sin embargo,
y dado que es justo, no puede hacerlo vulnerando los derechos que el
Demonio tiene sobre ellos. Dios no puede simplemente utilizar su po-
der para liberar a los hombres, porque esto sería pasar por encima de

97
Gregorio de Nisa presenta su teoría en el Gran Catecismo.

141
los derechos que el Demonio legítimamente ha adquirido. Los hombres
son esclavos del Demonio, y lo son de manera legítima. Para liberarnos
Dios decidió pagar un rescate que sirviese de compensación por los de-
rechos que el Demonio tenía sobre los seres humanos. Para eso decidió
hacer que su Hijo se volviese un ser humano –sometido a la muerte,
la tentación y al dominio del Demonio– sin que el propio Demonio lo
supiese.
El Demonio simplemente creyó que se trataba de un ser humano
excepcional, que deseaba tener bajo su poder. El Demonio no sabía
que era Dios hasta luego de su resurrección. Al estar bajo el dominio
del Demonio sin merecerlo ha pagado el rescate y al vivir una vida sin
pecado, a pesar de estar sometido al Demonio, ha vencido al mal. Los
seres humanos, por lo tanto, a través de su sacrificio, han sido rescata-
dos. Con la muerte de Jesús, el Demonio creyó haber ganado la apuesta
al retener ahora a este ser humano excepcional bajo su dominio. No
advirtió que debajo de la apariencia humana de Cristo se encontraba
Dios, a quien le permitió voluntariamente ingresar a su reino de muerte.
Es sólo en la resurrección que el Demonio advierte que la muerte y su
dominio han sido derrotados, y el rescate ha sido pagado.
El problema con esta explicación de la misión de Cristo es que pre-
supone algunas cosas que no estamos fácilmente dispuestos a aceptar
en tanto cristianos. En primer lugar, presupone que Dios y el Demonio
se encuentran casi a la par librando una especie de batalla por el con-
trol de la Humanidad. En segundo lugar, presupone que Dios tiene una
especie de deuda u obligación hacia el Demonio. En tercer lugar, en la
versión de Gregorio de Nisa, Dios engaña al Demonio, quien sólo se
da cuenta del fraude luego de la resurrección de Cristo. En cuarto lu-
gar, presupone una personificación del mal casi mitológica. Por último,
sostiene que el precio por la salvación de la Humanidad ha sido pagado
al Demonio: Dios ha entregado voluntariamente a su Hijo.
Por algunos de estos problemas esta explicación de la misión de
Cristo fue abandonada ya en la Edad Media. Las concepciones que
ganaron terreno a partir de allí han sido diferentes variantes de la teo-
ría de la «satisfacción de una deuda». La idea central de este tipo de
concepciones es la siguiente: el pecado ha sido una ofensa en contra de
Dios. El perdón y la reconciliación entre Dios y la Humanidad es im-
posible desde el punto de vista moral hasta tanto el daño hecho a Dios
a través de la ofensa del pecado sea reparado o compensado. Dada la

142
magnitud del daño los hombres por sí solos son incapaces de darle
reparación. Librados a su suerte quedarían separados de Dios por la
eternidad. Cristo ha venido a ayudarlos a reparar el daño.
Las diferentes variantes de estas teorías de la satisfacción o repara-
ción conciben de manera distinta la ayuda brindada por Cristo. Según
la versión sostenida por San Anselmo, Cristo ha pagado nuestra deuda.
Al pecar, los seres humanos no le han dado a Dios lo que le debían:
obediencia. Al mismo tiempo, al haber pecado, los seres humanos se
han vuelto incapaces de llevar una vida libre de pecado, se han vuelto
incapaces de dar a Dios lo que le es debido. No sólo se han vuelto deu-
dores, sino –y aquí está el problema– deudores eternamente insolventes
que, en justicia, deben ser condenados por el resto de su existencia.
Dios ha decidido que su Hijo pagase esa deuda por la Humanidad. Al
hacerse hombre y vivir una vida de obediencia a Dios libre de pecado le
ha dado a Dios lo que le es debido. Aunque no merecía ningún castigo, ni
merecía morir, se sometió a la muerte por obediencia. Cristo ha pues-
to a Dios en la posición de deudor. Así como Dios en su justicia debía
castigarnos por nuestra desobediencia, así también debe recompensar a Cris-
to por haber soportado lo que no merecía sólo por obediencia. Pero dado que
Cristo también es Dios no hay nada de lo que carezca y, por lo tanto, no
hay nada que pueda dársele en recompensa. Sin embargo, Cristo puede
transferir su recompensa y esto es lo que ha hecho reclamando que la
deuda colectiva de la Humanidad con Dios sea cancelada.
La versión defendida por Juan Calvino es diferente. Al igual que en
Anselmo, la Humanidad merece ser castigada por haber desobedecido
a Dios en el pecado. El castigo por esta falta es la muerte y una exis-
tencia separada de Dios. Sabiendo que la falta es impagable para los
seres humanos Dios ha hecho que su Hijo se vuelva hombre. El Hijo de
Dios ha asumido como un sustituto el castigo que le correspondía a
la Humanidad en su conjunto. Él ha sustituido voluntariamente a la
Humanidad, aceptando que la pena que ésta merecía le fuese impuesta.
Al aceptar la muerte –castigo por los pecados de la Humanidad– Cristo
ha soportado el castigo que en justicia era debido, levantando el impe-
dimento moral que no permitía que la Humanidad volviese a estar en
contacto con Dios.
Una tercera versión de esta respuesta se encuentra en Santo Tomás.
De acuerdo con esta variante la expiación de los pecados requiere de
cuatro pasos: pedido de perdón, arrepentimiento, reparación y peniten-

143
cia. Si, por ejemplo, lastimo a otro, la expiación de mi falta requiere
que le ofrezca disculpas por lo hecho y manifieste algún cambio de
actitud que implique que no volveré a hacerlo. Adicionalmente requiere
que cure sus heridas o, si no tengo la habilidad para hacelo, soporte el
costo de su tratamiento. Por último, es necesario que realice un gesto de
sacrificio voluntariamente asumido con el objeto de mostrar la seriedad
de mi arrepentimiento y mi intención de reparar la relación personal
que con mi acto he dañado. Así, por caso, puedo sacrificar parte de mi
dinero para comprarle como obsequio un objeto que conozco que lar-
gamente ha deseado. Este último elemento es el que está vinculado con
la penitencia.
Estos mismos cuatro elementos se encuentran presentes en la ex-
piación de la falta que la Humanidad ha cometido en contra de Dios
a través del pecado. La Humanidad es capaz de arrepentirse y pedir
perdón por el mal hecho, pero por sí misma no está en posición ni
de reparar el daño ya hecho ni de ofrecer un sacrificio autoimpuesto
que pueda valer como penitencia. Para ayudarnos Dios envió a su Hijo
al mundo, quien haciéndose hombre, llevando una vida de completa
obediencia y muriendo, ha brindado a Dios la reparación y la penitencia
que le era debida.98
Las diferentes variantes de las «teorías de la satisfacción» no están
exentas de problemas. Al igual que sucedía con las que apelaban a la
idea de rescate, nos exigen asumir que Dios posee ciertas cualidades
cuestionables; transmiten la idea de un Dios violento y sediento de re-
paración que sólo está dispuesto a reconciliarse con la Humanidad y
perdonarla luego de haber entregado a la muerte a su propio Hijo. Es
difícil ver cómo un Dios que exige compensación por la falta que contra
Él se ha cometido, en realidad está realizando un acto de perdón. Lo
que nos repugna de todas estas explicaciones es que Dios haya decidido
utilizar a su propio Hijo como medio de pago de una deuda contraída
por la Humanidad. Esta versión de la salvación basada en el derecho
penal, con castigos debidos, ofrecidos y asumidos parece ir en contra de
la idea de que Dios es alguien que nos ama.
Quien se acerca a Cristo para que pague el rescate que lo libre de
la condenación eterna, o quien lo hace para que salde sus deudas, lo

He presentado la versión de esta concepción propuesta por Richard Swinburne en


98

Responsibility and Atonement (1989).

144
sustituya en el castigo que merece, o brinde a Dios la reparación y
la penitencia que él es incapaz de ofrecer tiene una imagen del Dios
útil que haría bien en abandonar. Sigue persiguiendo un dios tan falso
como el de la ciencia, la política y la moral. Sigue buscando un Dios
instrumento que le sirva para alcanzar los fines propios. Que el fin per-
seguido sea evitar la condena eterna –el infierno en las versiones más
pictóricas– no hace que el acto de utilización de lo divino sea menos
impertinente.
Si el cristianismo va a ser puro, expurgado de cualquier dios muerto,
entonces también debe ser depurado de este Dios hecho hombre con el
que nos vinculamos porque paga nuestras deudas, asume el castigo que
nos merecemos, se ofrece como ofrenda penitencial o nos pide como re-
compensa. El Dios del cristianismo no permite ser utilizado como medio
para otros fines ni siquiera cuando estos otros fines tienen que ver con la
salvación. Aunque la expresión puede sonar demasiado fuerte –y tendré
oportunidad de explicarla en la sección siguiente– utilizar a Dios como
un instrumento que nos permite alcanzar la salvación es un acto de pro-
fanación, implica no haber comprendido que lo sagrado no puede ser
utilizado como medio para otros fines.

El Dios que acompaña

Pareciera que al final del camino hemos llegado a un callejón sin salida.
Después de todo si Dios ni siquiera puede ser utilizado para salvarnos,
¿para qué intentamos vincularnos con Él? Si encontramos algo para
lo que Dios pueda ayudarnos, y decimos que por eso creemos en Él,
entonces lo estaremos utilizando. Si no encontramos nada en lo que
nos sirva de ayuda, ¿qué importancia o relevancia tiene creer en Él y
entablar alguna especie de vínculo religioso?
Pienso que el lugar privilegiado para indagar quién es Dios y por qué
nos vinculamos con Él es el pasaje bíblico donde se define; tal lugar es
el texto de Éxodo 3:14, en el que se relata la aparición de Dios a Moisés
en la zarza ardiente. El pasaje dice lo siguiente: «contestó Moisés a
Dios “Si voy a los israelitas y les digo: ‘El Dios de vuestros padres me
ha enviado a vosotros’; cuando me pregunten: ‘¿Cuál es su nombre?’,
¿qué les responderé?”. Dijo Dios a Moisés: “Yo soy el que soy”. Y aña-
dió: “Así dirás a los israelitas: ‘Yo soy me ha enviado a vosotros’…”».

145
Este pasaje ha recibido múltiples interpretaciones.99 Sin ánimo si-
quiera de hacer un mapa de la voluminosa discusión que ha existido al
respecto, quiero llamar la atención sobre algunas interpretaciones que
servirán de trasfondo para presentar luego la que me parece correcta. Un
modo de interpretar el pasaje es dotándolo de tintes ontológicos. Santo
Tomás, por ejemplo, pensaba que detrás de la afirmación de Dios se
encontraba la idea de que en Él la existencia coincidía con su esencia, o
dicho de otro modo, que era el puro acto de existir.100 Como es obvio, es
casi seguro que éste no fue el modo en que lo entendían los hebreos que
primero recitaron y luego escribieron el texto bíblico. Los problemas
metafísicos vinculados con la esencia y la existencia estaban lejos de
sus intereses y preocupaciones.
Una segunda manera de interpretar el pasaje es como si Dios se pre-
sentase como la causa última de todo lo que existe. En este caso, «Yo
soy» debe ser interpretado como yo soy la causa de todo lo que es. En
esta interpretación Dios se presenta como aquél que hace que todo lo
que es exista; como el creador del cosmos. Aunque esta interpretación
cosmológica del pasaje es posible, no creo que capture lo que el pasa-
je quiere expresar. Dios quiere expresar quién es Él para el pueblo de
Israel, no pretende dar una respuesta genérica presentándose como el
poder que mueve todo lo que existe.
Pienso que el modo correcto de interpretar el texto es diferente a la
versión ontológica o cosmológica. Dios se presenta al pueblo de Israel
haciendo referencia a la relación especial que tiene con él. Lo primero
que Dios hace en el pasaje de Éxodo es evitar dar una respuesta a la
pregunta tal y como es planteada. Moisés le pide que revele su nom-
bre; esto es, que revele cuál es su naturaleza íntima, y Dios se niega a
hacerlo. Dios no tiene nombre. En lugar de decir yo soy Ra, Osiris o
Baal, simplemente dice Yo soy.

99
Algunas de estas interpretaciones tienen que ver con el significado que debe otor-
garse al verbo hebreo que sirve de raíz para el nombre de Dios. Una de las discusiones
ha versado acerca de si debe darse un sentido histórico –cercano al sentido «estar» del
castellano– o metafísico –cercano al sentido «ser» del verbo castellano– al verbo he-
breo. No puedo detenerme en ello aquí, aunque creo que sea cual sea el sentido por el
que se opte, lo señalado en el texto todavía es plausible.
100
Santo Tomás aborda el problema del nombre de Dios en la Cuestión número xiii
de la Suma Teológica. En el artículo 11 ofrece su interpretación del pasaje de Éxodo
(Tomás, 2010).

146
Para comprender cabalmente lo que esto implica, es necesario enten-
der previamente la función que cumplían los nombres de los Dioses en
las religiones antiguas. Los nombres permitían que los Dioses fuesen
invocados para que sirviesen a los propósitos de quienes eran sus segui-
dores. Un Dios con nombre era uno que podía ser utilizado. Al no dar su
nombre el Dios del Éxodo establece una de sus características centrales:
es el Dios que no puede ser usado. Es el Dios inútil. Es el Dios que no
permite que lo sagrado sea utilizado para fines profanos.
En el pasaje de Éxodo, sin embargo, Dios no evade simplemente la
pregunta de Moisés evitando dar su nombre, sino que la parafrasea al
ofrecer otra respuesta. Dios no dice cuál es su naturaleza, su identidad
personal o su nombre (ubicándose por encima de cualquier relación de
uso que los seres humanos pudiesen entablar con Él), pero sí dice quién
es en relación con el pueblo de Israel. No dice quién es, sino qué es lo que
hace. Y lo que hace es simple: acompaña. El pasaje de Éxodo debe ser
leído como «Yo soy el que está contigo». Frente a la pregunta de Moisés
por su nombre, Dios le responde haciendo referencia a su presencia.
Dios es el que ha estado al lado acompañando al pueblo de Israel. Dios
dice que está cerca.
En el Nuevo Testamento, Cristo hace a sus discípulos la misma pre-
gunta que Moisés dirigiese a Dios: «¿Quien soy? ¿Cuál es mi nombre?»
(Mateo 8:27-29; 16:14-17; Lucas 9:18-20). La respuesta que va a dar la
comunidad cristiana es la misma que ofreciese Dios en el Éxodo. Cristo
es «Emanuel», Dios con nosotros. Con Cristo, Dios no sólo está cerca
de los hombres de manera contingente y esporádica, sino que Dios se
ha hecho hombre. Dios ahora está con nosotros para siempre. Dios no
sólo ha mostrado su cercanía haciéndose hombre, sino que la ha vuelto
inalterable.101
Como es lógico, este modo de entender a Dios implica un modo de con-
cebir la manera de vincularnos con él. La relación adecuada con el Dios
sin nombre que se acerca a la Humanidad no es una de uso. Este Dios no
es uno con quien nos vinculemos porque nos sirve. No es un Dios que
puede ser usado de medio para conseguir otros fines. Es un Dios que es fin
en sí mismo, esto es, un Dios personal. Ésta es la parte esencial de la idea
cristiana de Dios. Dios es una persona que ama y pretende establecer una

101
Una interpretación ligeramente diferente a la propuesta en el texto puede encon-
trarse en Murray (1965).

147
relación personal de cercanía con cada ser humano. La nota más relevante
de la relación personal con Dios es su gratuidad, esto es, su inutilidad.
Sean cuales sean los efectos útiles que engendra una relación perso-
nal, no pueden ser estos efectos los que la fundan. Cuando esto sucede
y los efectos accesorios de la relación personal se transforman en lo
esencial, la relación personal desaparece y, con ella, los efectos que
produce. Tal vez un ejemplo pueda servir de ayuda. Amar a mi esposa,
querer su bien por sí mismo, tratarla como un fin y no un mero medio
–esto es, tener con ella una relación personal– lógicamente me provoca
felicidad. Sin embargo, si estuviese al lado de ella sólo porque me pro-
voca felicidad –haciendo de lo accesorio lo esencial– y la viese como
un medio para alcanzar mi propia plenitud personal, entonces la felici-
dad a la larga desaparecería. Lo mismo sucede con la relación personal
que me vincula a Dios.
Tener una relación personal con Él, y advertir que no estoy solo flo-
tando en el medio del cosmos, produce el efecto de que mi vida sea más
plena y tranquila. Sin embargo, si lo que motivase mi búsqueda reli-
giosa fuese la mera persecución de esa sensación de sosiego, entonces
la relación personal que podría haberla producido se vuelve imposible.
Sólo cuando la compañía de Dios es buscada para nada que la trascien-
de, sólo cuando lo único que se desea es estar acompañado por Él, la
relación personal con el «Dios que está cerca» y se niega a ser utilizado
se vuelve posible.
Una vez que se advierte que el Dios del cristianismo es el que nos
acompaña, con el cual debemos vincularnos de manera personal, la
misión salvífica de Cristo puede ser vista a una nueva luz. Cristo no
es un medio para alcanzar una salvación que es distinta de Él. Cristo
no es la herramienta para salvarnos del infierno. Quienes se vinculan
con Dios para que los salve no han advertido el mal del que deben ser
salvados. El infierno y la condena eterna son simplemente la soledad
de no tener una relación personal con Dios. No han advertido que la
salvación no es algo que se logra por tener una relación personal con
Dios, sino que la salvación consiste en tener esta relación con Él.
Los seres humanos, al hacer y convalidar el mal, perdemos nuestra
capacidad de percibir a Dios. Nuestra relación personal con Él se encuen-
tra quebrada, y sin siquiera ser capaces de percibir su presencia es difícil
que la relación pueda ser reparada. Aunque Dios siempre es «el que está
cerca», esperando nuestra respuesta, nos sentimos solos.

148
La encarnación de Dios es el intento extremo de acercamiento a los
hombres. Para que podamos percibir su cercanía Dios se ha hecho hom-
bre, asumiendo cada rasgo de nuestra condición. Dios ha facilitado el
camino para que los seres humanos tengamos una relación personal con
Él hasta el extremo de lo posible. Este hecho fundamental queda en-
sombrecido cuando se lo interpreta en términos de expiaciones, deudas,
pagos y reparaciones.

Conclusión

El Dios del cristianismo es uno que no puede ser tomado como medio
para alcanzar otros fines; es un Dios personal e inútil, fin en sí mismo.
Que ésta sea la idea cristiana de Dios trae consecuencias tanto para los
cristianos como para quienes no lo son. Quienes no son creyentes deben
resistir la tentación de afirmar que el Dios cristiano ha muerto a manos
de la ciencia, el liberalismo o la teoría moral: que Dios no sea ya útil
para hacer ciencia, política o moral no puede ser un argumento para
mostrar que el Dios que no debe ser utilizado para fines profanos, el
Dios personal cristiano, debe desaparecer de nuestro horizonte cultural.
Si nuestra cultura es hostil a la creencia en Dios, porque promueve la
ignorancia y la intolerancia, entonces debemos congratularnos de que
haya muerto. En cambio, si lo es porque es hostil a todo a lo que no pue-
de encontrarle utilidad, si condena la creencia en Dios porque condena
todo a lo que no puede encontrarle uso, tal rasgo cultural no es un logro
a festejar, sino una carencia a lamentar. Para una cultura que valora todo
por su función o utilidad el Dios sin nombre o utilidad del cristianismo
necesariamente debe poseer un carácter disruptivo.
Los cristianos, por su parte, deben resistir la tentación de utilizar a
Dios con fines científicos, políticos o morales. Utilizar a Dios para hacer
avanzar nuestro conocimiento del mundo, para fundar la convivencia po-
lítica o para determinar el modo en que debemos comportarnos, es pasar
por alto que el Dios del Éxodo es el Dios sin nombre, que pretende no
ser utilizado para otros fines. Dicho de modo concreto, intentar extraer
de los textos sagrados conocimiento científico, normas jurídicas para
organizar la convivencia política o prescripciones morales es no enten-
der al Dios del Éxodo; es no comprender que el Dios cristiano no puede
ser usado para hacer ciencia, política o moral. No se trata de creer en

149
un Dios intimista, cuya palabra no puede ser esparcida o transmitida a
otros; por el contrario, el mandato evangelizador de todo cristiano sigue
estando presente: de lo que se trata es de advertir que la apelación a
Dios no puede ser utilizada como un atajo para la ardua tarea de hacer
ciencia, argumentar políticamente o desarrollar argumentos morales.
La investigación científica y la argumentación política y moral poseen
sus métodos propios y la apelación a Dios no puede servir como una
excusa para no aprenderlos y dominarlos.
La investigación científica requiere ofrecer razones contrastadas
empíricamente a favor de las aseveraciones que se sostienen. La argu-
mentación política requiere ofrecer razones a favor de las decisiones
políticas que sean públicamente aceptables; esto es, que sean acepta-
bles por todos con quienes compartimos la misma comunidad política,
sean cuales sean las convicciones religiosas, antropológicas o meta-
físicas de cada uno. La argumentación moral requiere identificar qué
somos y cuál es la manera adecuada de tratarnos unos a otros. Cada
vez que como cristianos insistimos en defender posiciones científicas,
políticas o morales utilizando nuestras convicciones religiosas no sólo
hacemos mala ciencia, mala política y mala ética, sino que también
vulneramos la obligación de ser testigos del verdadero Dios frente a
quienes nos rodean; presentamos, frente a quienes nos observan, una
caricatura de Dios (un Dios útil para fines profanos), un Dios muerto, y
les cerramos de este modo el acceso al verdadero Dios, al Dios vivo que
exige no ser usado, al Dios persona, fin en sí mismo.
Por último, los cristianos debemos resistir la tentación de utilizar
a Dios como un mero medio para salvarnos. Si dejamos que la com-
pañía de Dios diluya la soledad existencial que nos atenaza, tal vez
podamos percibir que ya hemos sido salvados. La salvación que pro-
duce el Dios escondido en la historia y la naturaleza humana es un
fruto elusivo que sólo puede ser alcanzado cuando no es buscado.

150
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156
Índice

Agradecimientos ..................................................................... 7
Introducción ............................................................................ 9

Capítulo I. Tres Dioses muertos . ............................................ 13

Capítulo II. El Dios muerto de la ciencia................................. 41

Capítulo III. El Dios muerto de la política............................... 65

Capítulo IV. El Dios muerto de la moral.................................. 105

Capítulo V. El Dios vivo del cristianismo................................ 139

Fuentes citadas......................................................................... 151

157

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