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2018/07/24
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Las redes sociales son un espacio en que una continua interacción se lleva a cabo. Son hoy
el lugar de un encuentro virtual, en su extraño no tener lugar en ninguna parte y, hasta
cierto punto, en su simplemente no tener lugar. En las redes ocurre todo lo que no ocurre; o
entonces el significado de “ocurrir” se ha ido desplazando y puede que no estemos aún en
condiciones de medir ese desplazamiento.
Decir que hoy podemos mantener reservas muy serias frente al entusiasmo de McLuhan y a
su optimismo tecnológico-humanitario es apenas un chiste. Él mismo matiza su delirio
armónico en otros lugares de sus textos con reflexiones complejas que procuran una
herramienta crítica, más allá de la celebración ciega o del lamento nostálgico. Su punto de
partida es que un “medio” es la extensión de algún órgano humano, y que la tecnología que
reemplaza –o desplaza– a la imprenta es una extensión de nuestro sistema nervioso central.
Sin haber alcanzado a hacer un diagnóstico de las tecnologías digitales, el análisis de
McLuhan se anticipa en mucho a ellas. Las redes sociales parecieran en efecto un sistema
nervioso tecnológicamente extendido, un gran cerebro del que ahora nuestras ínfimas
mentes participan con gratitud.
Le puede interesar: ¿Es esto lo que nos había prometido el mundo digital?
La acción, en todas las dimensiones importantes de la vida, cambia las cosas y nos cambia,
altera el curso inerte no solo de la materia, sino también la inercia de una vida mecanizada
por hábitos de consumo, por formas de vida y de poder heredadas, en las que debemos
participar aun sin hallar sentido en ellas. La acción política, es decir la acción común,
irrumpe y cambia no solo lo que pareciera un destino individual, sino el de muchos.
LA CHÁCHARA DE LA TRANSGRESIÓN
Pero las redes se están volviendo, cada vez más, un sucedáneo de la acción común. No solo
porque en ellas, la mayor parte del tiempo, ya no se coordina nada, ni nada se proyecta,
sino porque creemos estar actuando en ellas y creemos que eventualmente las cosas irán
mejor. ¿Para qué salir a las calles si podemos dar un like o un share desde la comodidad de
nuestras casas? El simulacro de la acción común en las redes solo enmascara la
desaparición progresiva y el debilitamiento de la acción común real.
Podemos hasta cierto punto usar las redes, porque las redes son, o podrían ser, un “medio”,
es decir algo de lo que nos podemos servir para un fin que no está en ellas mismas. La
lucidez de McLuhan se asoma cuando afirma que “hemos comprendido la futilidad de
cambiar de fines cada vez que cambiamos nuestras tecnologías”. Aunque su sentencia está
otra vez preñada de un optimismo dudoso al afirmar que lo hemos comprendido. ¿Lo
hemos comprendido? Deberíamos intentar comprenderlo al menos.
Por estar entretejidas con el medio humano primero que es el mundo, las redes sociales han
ido dejando de ser nuestras: hemos pasado a ser de ellas. Pero quizá todavía podamos hacer
una distinción entre estas y el mundo. Y quizá, si no podemos hacerla, estaremos
simplemente perdidos. Perdidos para nosotros mismos y perdidos para el mundo. A lo
mejor siga siendo posible salir de las redes para usarlas. Para eso necesitamos ejercicios de
distanciamiento cotidianos.
Parecería estar teniendo lugar una especie de nomadismo en las redes sociales, una
migración masiva del mundo en el que siempre, mientras estemos en él, podremos cambiar
al espacio virtual en el que solo podemos reproducirnos. Las redes sociales parecen
espacios llenos de gente, mientras creemos que el mundo se ha ido vaciando. El mundo sin
las redes nos parece un lugar insoportablemente aburrido. ¿Qué hay en el mundo, después
de todo, que no aparezca en las redes? Por una extraña inversión, estas ya no son parte del
mundo: es como si el mundo estuviera en ellas, y no al revés. Si queremos estar en el
mundo, debemos estar en las redes.
EL REINO DE LO "FAKE"
La verdad es que, además de todas las alegrías y tristezas que podemos compartir en las
redes, estamos también entregados a una mutilación anímica de dimensiones planetarias, en
medio de una embriaguez que tendríamos que intentar comprender.
Muchas veces creemos que limitarnos a describir lo que nos rodea es un modo de evitar la
ingenuidad. Eso quizá sea un acierto teórico, yo no lo sé. Lo cierto es que a veces, aunque
sea arriesgado, es tan importante lo que está en juego que es difícil abstenernos de hacer
juicios, abstenernos de valorar y de librarnos del desprendimiento que nos protege. Por eso
creo que es importante decir que entre las virtudes y las potencias de la virtualidad, las
redes sociales son también el reino de lo fake, la confusión entre opiniones y hechos, la
guerra de las inexactitudes, un gran bazar iluminado en el que consumimos nuestros días,
en donde un torrente de mensajes compiten por atención y se cancelan unos a otros. Las
redes son invernaderos donde puede crecer el fruto venenoso del hastío y una forma de
autoconciencia intoxicada que se parece mucho a la absoluta inconsciencia. Y son muy
reales, sí, no solo porque pueden poner presidentes, sino porque su principal efecto en el
mundo es mantenernos ocupados, y porque al vivir en ellas, como lo estamos haciendo,
nuestras mentes están sufriendo una transfiguración radical. Las palabras impresas en un
libro resbalan ahora como patinadoras con trajes pálidos por nuestras cabezas, sin dejar
rastro ni recuerdo, de la misma manera que las imágenes pasan como un par de esquís
vacíos sobre la nieve de nuestras pantallas. No creo que sea bueno que nuestras mentes se
vuelvan de hielo, intocables, llenas, densas; pero vacías, resquebrajadas. Apenas mentes.
Porque entonces ya no tendremos ninguna potencia creativa para afrontar los poderes, tan
brutales como inesperados, que se multiplican hoy en el mundo. No tendremos recursos
individuales ni colectivos.
Uso internet todos los días y lo agradezco. Gracias a Facebook hay días en que me he
sentido menos sola. Gracias a Twitter me he sentido acompañada en los duros momentos
políticos que hemos transitado y que seguramente se nos seguirán viniendo encima. Nadie
está esperando que nos hagamos unos Amish de las redes sociales. Tal vez se trate de estar
atentos. Tal vez se trate de asirnos a un cierto realismo: seguimos estando, de manera
primordial, en el mundo; y al mundo volveremos cuando tengamos que dejarlo. Podríamos
intentar, de algún modo, recuperar algo que siempre ha estado ahí. Para eso quizá sea
posible hacer valer una distancia que es importante mantener frente a poderes mediales
tremendamente ambiguos que pueden llegar a raptarnos por completo. Estos intentos de
comprensión y de distancia no están condenados a quedarse en la impotencia de la denuncia
o en gruñidos meramente reaccionarios.
De nada sirve pensar, ni hablar, ni estar con otros si no cambiamos nuestras vidas. De nada
sirve vivir, si es que vivir sirve, si no podemos hacer nuestras vidas valiosas, embellecerlas
y potenciarlas, si no podemos sobrevolar lo establecido y alterar lo dado, lo que nos es
impuesto por formas de vivir aglutinantes, por el pasado o por nuestro propio carácter. Las
redes nos están cambiando, pero, ¿quién sería hoy optimista con la dirección de esa
cambio? Nos están cambiando sin que nosotros hayamos decidido cambiar. La fuerza para
cambiar conscientemente nuestras vidas se expresa de manera silenciosa y no histérica. A
veces es metódica, a veces es lenta; a veces es como el impulso de un huracán que sopla en
nuestros corazones.
* Escritora, filósofa y columnista de ARCADIA. Autora de La naturaleza seguía propagándose en la oscuridad (Planeta, 2018), su primer libro de cuentos