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Pueblo perdido
Sebastián Fonseca

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Fonseca, Sebastián
Pueblo perdido
Sebastián Fonseca - 1a ed.
San Carlos de Bariloche
Municipalidad de San Carlos de Bariloche, 2016.
88p. ; 20 x 14 cm.
ISBN 978-987-96371-1-1 1.
Narrativa Argentina.
I. Título.
CDD A863

© 2016 Fonseca Sebastián


Contacto: sebafonse@gmail.com - facebook.com/sebafonseca

Diseño y supervisión general: Editora Municipal Bariloche


editoramunicipalbrc@gmail.com

Imagen de tapa: ‘’BOSQUE” lápiz sobre papel 47,5 x 64,5 cm 2015 de


Gabriela Herrera - www.gabrielaherrera.com.ar

Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723

1er. premio Concurso Literario - Género Narrativa Año 2016 - Municipalidad


San Carlos de Bariloche
Jurado: Luisa Peluffo - Diego Rodriguez Reis - Adrian Argento
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier
medio o procedimiento sin previa autorización del editor y/o autor.

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Pueblo perdido
Sebastián Fonseca

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A Loli, mi gran compañera
A Martina, mi hija

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Todos los narradores viven en la misma patria:
la espesa selva virgen de lo real.
Juan José Saer

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El asistente

Mientras un hombre de traje le da golpecitos a un micrófono, parado en el

escenario que recién terminaron de ensamblar entre veinte operarios municipales,

veo por el rabillo del ojo cómo se me acerca Carriqueo, sigiloso. Aparece en mi

campo visual con esa mandíbula deforme, algo desplazada hacia un lado, como si

estuviera soplándose el flequillo. Antes de pronunciar palabra se queda esperando

un instante, hasta que lo miro a los ojos. Solo entonces, desviando la mirada, me

pregunta si no sería conveniente suspender el acto.

Miro hacia el oeste y veo cómo, poco a poco, justo atrás del cerro Ventana,

viene asomando esa nubosidad azulada que suele preceder a la turbonada de

nieve. Me quedo observando esas nubes amenazantes durante unos segundos,

hasta que considero que ya es demasiado suspenso para el nerviosismo que he

notado desde hace un rato en el comportamiento de Carriqueo. Le digo que no,

que sigamos adelante.

Una semana atrás, me enteraba de la llegada de la ministra. Me acuerdo de que

ese día amaneció con ocho grados bajo cero y yo me enojé conmigo mismo por

seguir con un auto destartalado que no tiene calefacción. Por suerte, antes de que

termine este otoño pude levantar un techo para no dejarlo a la intemperie. Aunque

por dentro se hiele igual que por fuera, por lo menos no tengo que sacarle

toneladas de nieve de encima cada mañana.

Es que acá en Pueblo Perdido, cae mucha nieve. Y eso significa la muerte.

Cada copito que va cayendo aumenta las probabilidades de que alguien nos deje

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para siempre. Ya sea por falta de calefacción, alguna enfermedad respiratoria o un

patinazo en el hielo que se forma en los caminos.

Como el bueno de Carlitos, que hace dos semanas se encontró con hielo negro

en la ruta y perdió el control del vehículo. Desbarrancó y cayó cincuenta metros,

directo al sector congelado del lago Tigre. No tuvo chance el pobre. Cuando lo

encontraron estaba boca abajo sobre la capa de hielo y tenía las piernas en el

agua, como si hubiera intentado salir por el hueco que hizo el auto al caer. Esa

zona no es muy profunda, pero igual no se sabe cuándo podrán sacar el coche del

fondo del lago.

¡Y qué injusta que es la vida! Viene la señora ministra, que es nuestra jefa

máxima después del presidente del país, y no va a estar Carlitos para verla. Él,

justo él, que tanto la idolatraba. Si hasta tenía una foto de ella en nuestra oficina.

Y ahora, la señora ya debe estar aterrizando aquí, en Pueblo Perdido, y no está

Carlitos para verla. Eso para mí, es un desfasaje, como algo que se supone que

va todo junto pero después no solo se presenta por partes, sino que además estas

no tienen ni una conexión entre sí.

La visita de la ministra debería contar con la presencia de Carlitos o, por lo

menos, él debería haberse enterado de que ella venía. De haberlo sabido, quizá él

hubiese puesto más cuidado, hubiera extremado precauciones. Tal vez, enterarse

de que venía la ministra hasta le hubiese salvado la vida.

Espero que por lo menos, la llegada de la ministra salve muchas vidas y así

Carlitos no habrá muerto adorando una falsedad.

Se dice que la ministra es casi milagrosa, que por donde ella pasa mejora la

vida de los más pobres. Yo creo que eso ocurre porque, para darle credibilidad a

sus palabras, todo un equipo va corriendo detrás, facilitando cada vez más

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recursos desde el Estado. Como el año pasado que, en una localidad lejana al

norte del país, la ministra se entusiasmó tanto hablando que hasta prometió agua

potable para cada familia y a los dos meses comenzaron las obras. Hoy, en ese

lugar, cada poblador tiene en su casa un grifo con el servicio.

En este pueblo agua potable tenemos todos, pero hacen falta muchas otras

cosas. Los más pobres viven entre maderas y pedazos de plástico, y se abrigan

con los desechos de quienes, por vivir cerca y estar un poco mejor, nos sentimos

culpables.

En la oficina que el ministerio tiene acá, somos muy pocos, apenas tres sin

contar al director, y tenemos mucho trabajo. Está el viejo Leandro, que es un

trabajador social cansado de la vida y que ya no quiere ni salir de la oficina. Se

pasa toda la jornada al lado del calefactor, mirando por la ventana, tomando café,

fumando cigarrillos armados por él mismo y murmurando cosas ininteligibles

acerca de los pobres. A veces, con mucho disimulo, lee alguna novela. Él dice que

en tres años se jubila. Su cuerpo será, porque su mente ya lo hizo.

También está Ingrid, una compañera nueva que se sumó al equipo hace apenas

dos años. Tiene la misma profesión que Leandro y tampoco sale de la oficina,

pero a diferencia del viejo, ella es peligrosa. No tiene ningún cargo por encima del

nuestro, pero se comporta como si fuese la jefa.

Como es bajita, dientuda y fea, lo único a lo que puede aspirar es a ser vista

como imprescindible, por lo que pareciera estar dispuesta a caminar sobre

nuestras cabezas a cambio de que la figura de autoridad le dé una palmadita en el

hombro.

Por suerte nuestro jefe, además de no estar casi nunca en la oficina, no valora

en absoluto este tipo de actitudes. El problema es que ella pareciera no darse

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cuenta y sigue actuando como si estuviese en una empresa privada, donde suelen

ascender a los más inescrupulosos. Y digo que es un problema porque esta

actitud genera muchos malos entendidos y reuniones colmadas de tensión.

Debería haber sido ella quien cayera al lago Tigre.

Con Carlitos planificábamos el trabajo de la semana, a veces el del mes, y

salíamos a recorrer el barrio Virgencita, uno de los más pobres de Pueblo Perdido.

Conversábamos con la gente, la escuchábamos, nos poníamos al tanto de sus

necesidades. Después, como representantes del Estado nacional, tratábamos de

resolver como sea todas esas demandas.

A veces, solo se trataba de arremangarse y trabajar codo a codo con los vecinos

para destapar un conducto pluvial, organizar los festejos del día del niño, o

rellenar los inmensos baches que producen la nieve y la lluvia en esas olvidadas

calles de ripio.

Otras veces, nuestra tarea consistía en realizar algún trámite o mover los hilos

disponibles para que lleguen cuatro chapas o el audífono para un niño sordo.

Si tuviera que sincerarme, diría que a mí me interesaban tanto las tareas como

estar con la gente, pero por encima de todo eso estaba el hecho de poder

compartir el tiempo con Carlitos. Siempre admiré en él esa voluntad férrea de

pretender cambiar las cosas a pulmón, desde la base más elemental, casi desde

el subsuelo de la realidad, desde el trato diario con las personas. Él fue, además,

el único que me aceptó enseguida, sin darle importancia a mis preferencias

sexuales.

Y ahora, Carlitos no va a estar. Él, que leyó todos los libros de esta señora y

escuchó todas las entrevistas que le han hecho, que tenía como a uno de sus

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sueños conocerla en persona. Este acto será una situación que se desenvolverá

en el vacío, sin un sentido lógico de continuidad, sin sonidos. Cine mudo para mí.

Recuerdo que, cuando se acercó Ingrid a decirme que habían llamado desde

Buenos Aires para avisarnos que venía la ministra, se me retorció el estómago al

acordarme de que Carlitos había muerto. Por eso me levanté de un salto y fui

apurado hasta el baño.

Cuando volví, Ingrid retomó su relato sin preguntarme cómo me sentía. Me dijo

que al día siguiente tendríamos una reunión con un equipo técnico del área social

del municipio. Ella tomaba todo en sus manos y me estaba ordenando que la

acompañara.

Me pareció lo más adecuado, yo no estaba de ánimo para organizar nada, ni

siquiera una simple reunión.

—La ministra quiere un escenario rodeado de niños, algunos vestidos de celeste

y otros de blanco, formando un gran rectángulo que represente a la bandera

nacional— dijo Ingrid, con su media sonrisa de dar órdenes. Los técnicos del

equipo social del municipio se miraron entre sí, como si no hubiesen entendido.

Yo, que observaba la situación como quien mira televisión, solo pude mover la

cabeza de arriba hacia abajo varias veces, antes de que Ingrid volviera a insistir

con la idea de la bandera humana.

Los municipales volvieron a mirarse entre sí, por un instante que me pareció

larguísimo. Por fin Carriqueo, el responsable del equipo, moviendo esa mandíbula

corrida a un lado (lo que le da esa expresión tan huraña), dijo:

—Sí, entendimos bien, licenciada, pero es que… perdón, pero creemos que eso

que usted dice es imposible— y con una paciencia envidiable nos explicó que esa

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formación, con los niños vestidos de celeste y blanco, solo sería visible desde

varios metros de altura, y para eso habría que hacer el acto al aire libre. Por

cuestiones climáticas, dijo, lo más indicado sería hacerlo dentro de la carpa

gigante municipal que, además, podía calefaccionarse.

La lógica era aplastante, así que volví a mover la cabeza de arriba hacia abajo

varias veces, girándola hacia Ingrid, quien con una cara tenebrosa que nunca le

había visto, dijo:

—No, ninguna carpa. Si para lograr esa imagen es necesario que no haya un

techo, entonces se hará al aire libre.

Así terminó esa reunión. No me animé a mirar a la cara a los del equipo

municipal. Si lo hacía, terminaría pidiéndoles disculpas, así que me despedí

haciendo un gesto tímido con la mano y salí apurado.

Cruzábamos la Plaza de Los Pañuelos enfrentando un viento helado, cuando

Ingrid me contó que, al día siguiente, vendría una delegación del nivel central de

nuestro ministerio a supervisar la cuestión organizativa. Enseguida pensé en la

oficina y recorrí con la memoria cada rincón, cada cuadro, cada afiche, cada

imagen.

Recordé algo que, en términos potenciales, podía llegar a representar un

problema: una foto hecha cuadro. El viejo Leandro abrazado con los aprioristas

del gobierno municipal anterior. Esto podía representar una ofensa para los

posterioristas del gobierno nacional actual y no dudé en consultárselo a Ingrid.

Fue una suerte que el viejo Leandro ya se hubiera retirado de la oficina, no sé

qué hubiera pasado si él aún estaba allí. Tomé el cuadro entre mis manos y, como

todavía no sabía qué iba a hacer con él, le presté atención.

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La foto tendría por lo menos diez años, que es el tiempo que ha pasado desde

ese gobierno municipal, y la escena retratada era un festejo. Con una sonrisa

enorme, el intendente mantenía un puño en alto y con el otro brazo rodeaba el

cuello de Leandro. Y este, con expresión de felicidad, sostenía una bandera con el

dibujo de un martillo y una pluma cruzados, el tan conocido emblema de los

aprioristas.

Con semejante símbolo en la imagen, no había posibilidad de confiar en la

ignorancia de los visitantes del día siguiente. Era muy posible que no conocieran

al intendente anterior, pero al emblema de sus enemigos políticos seguro que sí.

Me costaba mucho decidir qué hacer con ese cuadro. Lo único que tenía en

claro era que no podía estar colgado en nuestra oficina. Pero me daba mucha

pena por el viejo Leandro, ya que esa foto tenía para él un valor emotivo muy alto.

Casi media hora estuve pensando en qué hacer con la imagen comprometedora,

y al final decidí esconderla en el archivo.

Es el escondite perfecto. Cabe una sola persona de pie, no hay ventilación y las

paredes están llenas de estantes con carpetas repletas de papeles amarillos.

Nadie quiere entrar ahí.

Hubo una época, hace ya unos años, en la que el viejo Leandro se encerraba

para fumar. Pero con Carlitos lo convencimos de que no nos molestaba que lo

hiciera en la oficina. Nuestro miedo era que se incendiara el archivo con él

adentro. A Carlitos le preocupaba el viejo, a mí los papeles.

—Redonda tendría que ser la formación de niños, porque más que bandera,

debería parecerse a una escarapela nacional con la ministra justo en el centro—

dijo Félix, el enviado por la Dirección Nacional de Protocolo. Ingrid, que al

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principio de la reunión lo miraba con expresión ausente, ahora parecía estar a

punto de tirar rayos por los ojos y tragando saliva dijo:

—Perdón, pero eso no es lo que se había sugerido desde el nivel central.

—Claro que sí, traje conmigo el comunicado original y lo dice claramente— dijo

Félix, y mientras con una mano abría su carpeta, con la otra se acomodaba los

anteojos.

Ingrid bajó la mirada y la concentró en un lugar impreciso de la amplia mesa de

ciprés rojo del salón de reuniones de la municipalidad. Félix leyó en voz alta “…

por lo que se sugiere que los niños estén ubicados alrededor de la figura de su

excelentísima ministra”. Al escuchar esto, Ingrid levantó la mirada, desplegó el

dedo índice y señaló que el texto decía “alrededor”. Y haciendo aspas con las

manos, trató de aclarar que el término “alrededor” no significa una disposición

circular, sino estar ubicado en el contorno de algo. Y agregó que si en el mismo

párrafo se hablaba de emular a la bandera, era inevitable hacerse una imagen

rectangular de la situación.

Los municipales también estaban sentados a la mesa, pero no habían abierto la

boca más que para presentarse. La palabra de Félix se imponía, no solo por

representar en esas circunstancias a la ministra (aunque nunca la haya tratado en

persona), sino además porque olía a perfume caro y eso siempre genera un

respeto inmediato aquí en Pueblo Perdido.

La pelota había quedado en el campo de Félix y su joven acompañante y, tanto

Ingrid como yo, sabíamos que la inminente devolución sería la definitiva. Dirían lo

que tuviesen que decir y ya no admitirían ninguna observación adicional referida al

asunto “bandera humana”.

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Félix se puso más serio de lo que ya estaba desde el comienzo de la reunión y

le echó una mirada a su acompañante, quien con un leve movimiento subió y bajó

la cabeza dos veces. Ambos nos miraron sonriendo y Félix nos dijo que no había

ningún inconveniente por el malentendido. Aseguró que, como él mismo había

redactado la nota, él mismo iba a corregirla introduciendo las palabras “circular” y

“escarapela” y, tal vez, hasta agregara la frase “formando así una figura redonda”.

Nos preguntó si nos parecía bien y, en silencio, asentimos.

—¡Qué hijo de mil putas!— dijo Ingrid, mientras caminábamos bajo las primeras

plumas de nieve del día. No conocía a Ingrid así, tan enojada, y tuve que taparme

casi toda la cara con la bufanda para disimular la sonrisa.

Desde siempre me pasó que, en las situaciones más intensas, mi boca cobra

autonomía y hace gestos que no puedo controlar. Y la verdad es que me encantó

ver a Ingrid furiosa, mostrando por fin un rasgo humano. Parece que no era tan

difícil hacer trinar de bronca a la pequeña dientuda que pretendía llevarse al

mundo por delante.

Cuando llegamos a nuestra oficina ya caían copos grandes y con tanta fuerza

que producían un leve zumbido. El sonido que preludia a la llegada de alguna

muerte, pensé al cerrar la puerta.

Ingrid puso agua a calentar y se ofreció, sonriente, a preparar café mientras yo

iba al baño.

Tratando de mantener el chorro de orina dando de lleno en la canastita

desodorizante vacía, entendí que este gesto de amabilidad de Ingrid tenía más

relación con su necesidad de conseguir un aliado que con una preocupación

genuina acerca de mi bienestar. La pobre estaba desesperada y quizá yo fuese la

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última cabeza sobre la que podía intentar pararse, para mantener así una mínima

sensación de poder que le inspirase el ánimo necesario como para levantarse

cada mañana.

Si mi hipótesis era cierta, ella se comportaría de una forma cada vez más

amable, de manera que a mí me resultase cada vez más difícil negarle algún

favor. Una estrategia muy básica, de manual, pero una de las más efectivas con

los desprevenidos.

Al intentar salir del baño, el picaporte giró en falso. Me había quedado

encerrado. Pero no caí en la desesperación porque me acordé de que, poco antes

de que llegara Ingrid a trabajar con nosotros, había ocurrido lo mismo y la causa

era que se salía un clavito que aseguraba la manija al mecanismo de apertura. Así

que busqué en el piso y enseguida encontré ese pequeño pero indispensable

elemento.

Ingrid esperaba sentada en la silla del director, con una taza humeante entre las

manos y otra sobre la mesa, justo enfrente, indicándome el lugar en el que según

ella debía ubicarme. Obediente, me senté, puse dos cucharaditas de azúcar en la

taza y justo cuando tomaba el primer sorbo de café, ella confirmó mis sospechas.

Empezó diciéndome que entendía muy bien lo difícil que debía ser todo para mí,

considerando mis preferencias emocionales y las características patriarcales de

Pueblo Perdido. Y que además, estaba segura de que por eso mismo yo trataba

de ocultarlo todo el tiempo y hasta era posible, según su intuición, que en algún

momento de mi vida hubiera querido negarlo intentando salir con mujeres.

Le dije que no se trataba de una cuestión emocional sino sexual, y que yo no

ocultaba nada sino que simplemente no iba por la vida aclarándole a la gente

cuáles eran mis preferencias en la cama. Le confesé además, que nunca se me

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cruzó por la cabeza la posibilidad de acostarme con una mujer, porque jamás tuve

esa duda. También le dije que, según suponía yo, la vida en Pueblo Perdido era

difícil para la gran mayoría de la población y no solo para quienes además de

pobres somos putos.

Pero me pareció que me estaba saliendo un poco del papel que Ingrid me había

asignado, así que sonreí, le tomé una mano y le dije que todo estaba bien. Ella

sonrió y mientras yo tomaba mi café, empezó a hablar mal de este tal Félix al que

apenas habíamos visto unos minutos.

Para referirse a él, utilizó los adjetivos calificativos más desagradables que oí en

mi vida. Haberla desautorizado frente al equipo de pobres diablos municipales

había sido como inocularle una neurotoxina que, habiendo pasado ya unas dos

horas, todavía no le permitía relajarse y pensar en otra cosa.

Intentando transmitirle interés y comprensión con la mirada, yo la escuchaba

llevándome la taza a la boca, una y otra vez, dando pequeños sorbos para ocultar

la sonrisa involuntaria.

Al día siguiente, fuimos a ver los dos lugares posibles para la realización del

acto. Félix y su joven acompañante iban con Carriqueo, en su Ford Falcon verde

de faros redondos. Ingrid y yo, íbamos en mi Fiat Duna blanco del año noventa y

dos.

Ingrid solo paraba de comerse las uñas para observarlas un instante, como

evaluando por cuál seguiría antes de llevarse otra vez los dedos a la boca. Por un

momento me dio pena tal despliegue de ansiedad, tanta fragilidad desnudada en

un gesto mínimo. Pero me repuse enseguida al pensar en que ella es una de esas

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personas capaces de mandar a fusilar a alguien y luego tratar de lavar esa culpa

haciendo terapia.

Ingrid no tiene escrúpulos. Ella no es lo que parecía en ese momento, una pobre

niña insegura dentro de un auto quejumbroso y helado que traqueteaba por un

camino de ripio, sino una zorra a la que solo le importan sus propios objetivos.

Pero aquella mañana, teníamos uno en común: encontrar un lugar adecuado para

el acto de la ministra.

Éramos una caravana destartalada buscando el mejor lugar para que alguien,

que ni siquiera sabía de nuestra existencia, hablara durante algunos minutos. De

alguna manera, se suponía que de eso dependía nuestra continuidad laboral. Si

seguía este gobierno, nosotros, los trabajadores del Estado, mantendríamos

nuestros puestos.

Yo, que trabajo en el mismo lugar desde el gobierno de los aprioristas, sé muy

bien que esa es una mentira burda, alimentada por los funcionarios, que son

quienes tienen un cargo que es político y, por lo tanto, volátil. Ellos mismos hacen

correr ese rumor para que, los que tan solo tenemos un puesto de trabajo, nos

asustemos y colaboremos de buena manera en todo lo que nos pidan. Pero aún

sabiendo que se trataba de una farsa, yo me entregaba gustoso al simulacro. Y es

que no solo me resultaba divertido, sino que además con el clima así, tan hostil,

no tenía otra cosa mejor que hacer.

El primer lugar que visitamos fue el estadio municipal, un galpón gigantesco que

lleva meses en desuso. Y, aunque se suponía que una cuadrilla de empleados

municipales estaba dedicada exclusivamente al mantenimiento de este lugar, las

condiciones en las que lo encontramos fueron lamentables. Había unas quince

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personas viviendo ahí adentro y cuatro perros muy flacos. En medio de la cancha,

y rodeado de grandes piedras, funcionaba un improvisado fogón que todos

compartían. El fuego se mantenía encendido y era alimentado a cada rato por los

niños y las mujeres. Ahí hervían agua, cocinaban y se calentaban un poco los

cuerpos. Algunos dormían, acostados sobre el piso, ubicados alrededor de las

piedras y envueltos en trapos.

Una señora, que con un palo revolvía el contenido de una gran olla renegrida y

muy abollada, nos miraba con expresión de incertidumbre. Unos metros más allá

de la gran fogata central, un grupo de niños jugaba con una pelota hecha de

trapos. La pateaban entre todos, con furia, riendo histéricos, como si el juego

consistiera nada más que en patear con frenesí el improvisado balón. En un

momento, el más corpulento de ellos tomó la pelota entre sus manos y le dijo a los

otros algo que no alcancé a oír, pero por los gestos, parecía que se trataba de

nuevas reglas o algún tipo de explicación acerca de cómo se suponía que debían

ser las cosas de ahí en más.

Un hombre desdentado se nos acercó mirando al piso y, levantando una mano,

pidió por favor que lo escucháramos un segundo. Félix fue el primero en decir que

sí. Nos acercamos un poco más y nos contó que habían podido entrar levantando

unas chapas que estaban atadas con alambre, suplantando a una puerta trasera

de emergencia que se había roto hacía ya más de un año. Y, ya dirigiéndose solo

a Félix, dijo que eran nada más que tres familias, la de él y las de sus dos hijos, y

que se mantenían juntos porque esa era la única manera de sobrevivir que

conocían.

También le aclaró que la intención de ellos no era molestar a nadie, ni usurpar el

espacio público, sino evitar que los niños muriesen de frío. Que si nosotros

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podíamos ayudarlos de alguna manera, ellos estarían más que contentos de poder

abandonar este lugar.

Carriqueo, Ingrid y yo mirábamos a Félix, quien sin quitar la mirada del piso

aseguró que, ni bien regresara a Buenos Aires, se iba a ocupar personalmente del

asunto y ver qué se podía hacer. Tuve que taparme la boca con una mano para no

soltar una carcajada y, como para disimular, apoyé el codo en la otra mano,

buscando una posición que pareciera natural y descansada. Carriqueo me miraba

con la mandíbula más ladeada que de costumbre, supongo que no le agradó mi

postura imprevista y tan poco masculina.

Las ganas de reírme nacían de la impotencia, de saber que Félix era apenas un

empleado administrativo capitalino. Alguien con cierta jerarquía en el mundo de

los trámites ministeriales necesarios para gestionar un evento, pero sin ningún tipo

de posibilidad de hacer algo por esta gente. Él solamente estaba representando

un papel que este pobre desgraciado le había atribuido al verlo tomar la iniciativa

y por estar bien vestido y perfumado. Cuando Félix esté en Buenos Aires, lo más

probable será que se acuerde de esto nada más que para reírse con los amigos, si

es que los tiene.

El hombre desdentado no paraba de agradecernos por haberlo escuchado, por

“haberle regalado parte de nuestro precioso tiempo”, dijo. Hubiera sido más justo

que nos masacrara con un hacha y con nuestros cuerpos alimentara a su familia,

pensé.

Al salir de allí, mientras nos separábamos para subir a los autos, alcancé a

escuchar cómo Félix lo increpaba a Carriqueo, preguntándole que cómo podía ser

que la municipalidad tuviera a esta gente viviendo en semejantes condiciones. Y

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señalando con una mano el galpón, aseguró que si la ministra viera esto volarían

varias cabezas, incluyendo la del intendente.

La cara de Carriqueo era la combinación perfecta del desconsuelo y el terror. Al

verla, no pude evitar reírme mientras me subía al auto y lo ponía en marcha. No

me importó que Carriqueo me mirase con ojos de fuego, ni tampoco que Ingrid

revisara su cuaderno azul como si no se hubiera enterado de nada.

El segundo lugar que visitamos fue el centro comunitario. Mucho tiempo atrás,

había sido financiado por nuestro ministerio y todavía no se había inaugurado, a

pesar de estar casi terminado desde hacía más de un año. Lo único que faltaba

era conectarle los servicios y darle dos o tres manos de pintura exterior. No se

sabía quién tenía las llaves, pero solo era cuestión de averiguarlo. El

inconveniente de este lugar era el espacio, allí no cabían más de doscientas

personas apretadas y distribuidas en cuatro aulas.

A Ingrid y a mí no nos correspondía decidir cuál sería el lugar más apropiado,

simplemente teníamos la consigna de acompañar el recorrido. Ahí había

terminado, por el momento, nuestra tarea.

Puse agua a calentar en el jarro esmaltado rojo, el mismo que una mañana de

nevada fuerte, trajera a la oficina el viejo Leandro. Me quedé pensando en que ya

no soy tan joven y hace diez años que trabajo en este mismo lugar. Siempre con

las mismas tareas, los mismos recorridos y las mismas excusas burocráticas

desde Buenos Aires, aunque cambien los gobiernos.

Por momentos, creo que estamos acá nada más que para formar parte de un

enorme simulacro. Somos parte de la gran comedia humana montada para que

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nada cambie de verdad. Quizá nuestra presencia sea tan solo un gesto, una

manera de conjurar una potencial revuelta de los más desgraciados. Quizá solo

estemos aquí para darle una chapa a doña Rosa y un pedazo de plástico a don

José. Tal vez estemos aquí únicamente para que los más desgraciados se sientan

atendidos, que crean que alguien los escucha y se interesa por ellos, que hacen

bien en aceptar en silencio la miseria.

Es que tal vez no sea conveniente que mejore de verdad la calidad de vida de

estos pobres diablos, ni que logren mayor autonomía en la toma de decisiones, ni

que puedan organizarse de otra manera. Quizá no sea conveniente que puedan

ocuparse de lo importante y dejar de perder tanto tiempo con lo urgente.

El sonido del timbre me sacó de mi abstracción, recordándome que estaba solo

en la oficina.

Era el correo y traía una nota con sello oficial dirigida a Ingrid que, gracias al

vapor del agua hirviendo, pude abrir con facilidad. Me preparé un té de rosa

mosqueta y me senté a leer la misiva.

Resultó que ascendían a Ingrid al rango de coordinadora, que era el cargo que

tenía Carlitos. Así las cosas, ella no solo pasaría a cobrar casi el doble que yo,

sino que además ahora sí sería mi jefa directa.

Guardé la carta en el bolsillo interno de mi campera justo cuando llegaba Ingrid.

La escuché durante unos segundos renegar del clima, mientras se quitaba varias

capas de ropa, y después me preguntó si había alguna novedad. Le contesté que

no, que todavía ni siquiera había sonado el teléfono. Ella se preparó un vaso

enorme de café y se puso a revisar unas anotaciones que tenía en el cuaderno

azul que siempre llevaba encima.

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La veía muy concentrada. Leía y se llevaba el bolígrafo retráctil a la boca

entreabierta, dejando ver un poco más los dientes manchados de sarro y una

lengua púrpura apenas asomando por la comisura de los labios finitos y resecos.

Cuando acercaba la punta del bolígrafo al cuaderno, iba y venía por las hojas,

agregando garabatos en algunas y tachando cosas en otras. A veces se detenía,

murmuraba algo inaudible y escribía con letra diminuta, ilegible, en una pequeña

etiqueta amarilla que luego pegaba en el margen externo de la hoja.

Me intrigaba ese cuaderno. Estaba seguro de que si pudiese leerlo, entendería

muchas cosas de Ingrid que me permitirían construir un juicio más benevolente o,

al menos, terminar de confirmar la insidiosa imagen que ya me había formado de

ella.

Cuando sonó el teléfono, nos miramos intrigados hasta que Ingrid dio un salto y

atendió la llamada. La vi que asentía al decir “Por supuesto”. La oí decir “Lo que

necesiten” y enseguida la vi morderse el labio inferior. También la escuché

pronunciar la frase “Estamos para servir” y luego la vi colgar el tubo, resoplar, y

con las manos taparse los ojos. Fue la sobreactuación más floja que vi en mi vida,

pocas veces me había sentido tan subestimado.

Se sentó, cerró el cuaderno y me contó que quien había llamado era el mismo

Charchi en persona. Charchi, el secretario de la ministra, su mano derecha. Todos

los que trabajamos en el ministerio lo hemos visto alguna vez. Un gordito

insoportable, que se dedica a mantener a sus colaboradores aterrorizados. Nadie

lo quiere, por eso en el ministerio se lo conoce como Chanchi.

A Chanchi no le importa quién atiende el teléfono o lo recibe en nombre de un

equipo de trabajo, para él todos estamos bajo la suela de sus zapatos y somos la

misma mierda.

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—Estas cortinas son inaceptables— dijo Chanchi, al empezar el recorrido por el

centro comunitario. Ingrid y yo lo seguíamos de cerca, pero algo retrasados. Por

instinto de supervivencia evitábamos ponernos a la par de este sujeto, tan

desagradable a pesar de oler a cítricos y jazmines.

Ingrid buscaba mi complicidad dedicándome fugaces miradas llenas de sorna, a

las que yo no respondía porque me aterraba la sola idea de que Chanchi me

pescara infraganti haciendo muecas a sus espaldas.

—Esto no puede ser, habrá que cambiar el piso por otro que no ofenda tanto al

buen gusto— dijo Chanchi, cuando estuvimos parados en medio del salón más

amplio. Ingrid no pudo con su propio genio y comentó que era complicado cambiar

el piso esa misma tarde.

Chanchi la miró, se acomodó los lentes, y abrió por completo los ojos, como si

estuviese observando a un insecto extraño. El tiempo se detuvo hasta que

Chanchi habló.

—Perdón, estaba pensando en otra cosa y no entendí lo que alguien dijo recién.

Ingrid me extendió su cuaderno azul y un bolígrafo y, con voz firme, casi militar,

me dijo:

—Tomá nota, hay que cambiar las cortinas y este piso.

—Si, por supuesto —dije, adoptando enseguida mi repentino papel de asistente

energúmeno. Abrí el cuaderno azul por la contratapa, donde supuse que habría

hojas en blanco y anoté todo lo que Chanchi iba sugiriendo y que Ingrid repetía.

Cuando terminamos de recorrer el lugar, la lista era bastante larga y compleja.

Incluía, entre otras cosas bastante descabelladas, hacer canteros con tulipanes

rojos en la entrada principal.

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Lo último que exigió Chanchi, fue que Ingrid lo acompañara hasta el hotel. Ahí

nos despedimos y tuve que salir a toda marcha rumbo a la municipalidad.

Esa tarde la dedicamos entera a tratar de cumplir con el listado de sugerencias.

Jarrones de tal forma, flores de tal color, cambiar cortinas, pisos y colocar cuadros

de posterioristas célebres, entre otras cosas. Por suerte, los de la municipalidad

estaban bastante asustados y pusieron manos a la obra sin objeciones.

No hubo manera de conseguir tulipanes a fines del otoño, así que arriesgándolo

todo le encargué a un artista local que los fabricara de tela.

Ya era de noche cuando llegué a casa, y estaba tan cansado que me tiré en la

cama vestido, sin bañarme ni cenar. Dormí de un tirón hasta hoy por la mañana.

Al entrar a la oficina, encontré a Ingrid recién llegada y fuera de sí. Me contó

que el día anterior Chanchi le había “sugerido” que almorzara con él y después le

pidió que lo llevara a tomar el té a algún lugar lindo. Así que no le quedó otra

opción que oficiar de guía turística durante toda la tarde por el acotado, pero de

nivel internacional, centro comercial de Pueblo Perdido. Me pareció que otra vez

estaba sobreactuando, pero elegí seguirle la corriente y hasta me ofrecí a

prepararle un té de rosa mosqueta.

Cuando el agua estaba a punto de entrar en ebullición, tiré adentro un par de

hojas de retama turquesa. Apagué el fuego, agregué la rosa mosqueta, dejé

reposar unos minutos y luego filtré la infusión.

Ingrid, con la taza de té ya vacía en la mano, repasaba en voz alta el programa

para este día cuando se interrumpió de golpe, anunciando que debía ir de manera

urgente al baño. Caminó unos pasos y, juntando las rodillas por las ganas de

orinar, me preguntó por el cuaderno azul. Recién entonces me di cuenta de que

26
me lo había olvidado en casa, así que le prometí que al salir de ahí pasaríamos a

buscarlo.

Escuché durante un rato largo cómo el violento chorro de pis de Ingrid

impactaba en el agua del inodoro. Después, la oí quejarse de que no había

suficiente papel en el baño y luego se oyó el chirrido del picaporte girando en

falso. “Mañana todo esto será solo un recuerdo y es poco probable que volvamos

a ver a la gente de Buenos Aires”, pensé, mientras me ponía la campera. Antes de

cerrar la pesada puerta de calle, escuché a Ingrid gritar cada vez más alto mi

nombre.

Cuando llegué al centro comunitario la situación era caótica. Faltaban dos horas

para el acto y todavía no lograban ubicar la cúpula transparente justo en medio del

escenario. Carriqueo se veía como un conejo asustado y, a pesar de aborrecerme

por mi orientación sexual, pareció tranquilizarse al verme aquí.

Sin saludarme, me preguntó por Ingrid y le dije que ella no vendría porque no se

sentía bien, pero que me había dado instrucciones precisas para cada asunto.

Apurado, me consultó acerca de la formación de los niños y le dije que debían

formar un rectángulo, como una bandera inmensa en la que la ministra sería el

sol. Sin decir nada, desapareció entre la multitud de operarios.

Los tulipanes se revelan falsos solo si uno los toca. Están muy bien, y hasta

podría decirse que se ven más reales que si hubieran sido verdaderos. El piso

nuevo, de madera de lapacho rosado, pulido y laqueado en tiempo récord, ha

quedado tan reluciente que opaca al resto de la estructura. Tengo que reconocer

que el gran mural, con la cara de la ministra y las mil manos de diversos colores

27
alrededor, a pesar de representar para mí el mal gusto en estado puro, es

visualmente impactante.

Todo lo demás, también ha quedado tal y como Chanchi lo había solicitado por

si acaso a la ministra se le antojara recorrer las instalaciones. El acto será al aire

libre y las tres topadoras municipales ya han desmalezado el terreno destinado al

público.

En este momento, los veinte operarios que terminaron de armar el escenario,

están abocados a la tarea de desplegar los rollos de césped sobre el que se

ubicarán las dos mil personas que ya empiezan a llegar.

Por fin han terminado de instalar esa bendita cúpula transparente que protegerá

a la ministra de un posible atentado. Me acerco y compruebo que es de un

material anti reflejo tan cristalino que, no solo no aparece en las fotos, sino que

además cualquier desprevenido podría llevársela por delante. Y por eso es que,

para señalar su ubicación, han colocado esas luces pequeñas en el piso del

escenario.

Un helicóptero se mantiene suspendido en el aire a unos treinta o cuarenta

metros sobre nuestras cabezas. Supongo que desde allí tomarán la foto de la que

tanto se habló y que parecería ser el único objetivo de toda esta locura.

Me alejo del escenario y camino hasta el otro extremo del centro comunitario,

para tener un panorama más completo del cielo y las nubes. Se acerca una

tormenta indescifrable, una opacidad plomiza que avanza desde el oeste.

Carriqueo me pregunta, delante del mismo Chanchi, si no sería adecuado

suspender el acto. Le digo en nombre de Ingrid, que no.

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Justo en el instante en que la ministra termina de saludar a las autoridades

presentes y se dispone a comenzar con su discurso, caen con virulencia los

primeros copos de nieve. Desde abajo de un alero de chapa y protegido del oeste

por una de las paredes, veo copos del tamaño de una pelota de tenis cubrir en

segundos la parte superior de la cúpula, acumulándose como un helado gigante

sobre un cucurucho invisible.

Mientras unos tipos de traje escoltan a la ministra hasta una van negra, la

multitud se dispersa, corriendo a refugiarse en el interior del centro comunitario.

Pronto, la capacidad llega a su límite y quienes no han logrado entrar, corren

hasta sus vehículos y parten a toda velocidad, escapando de la tormenta.

Aprovecho la confusión y corro hasta mi auto que, por suerte, arranca en el primer

intento.

Manejo hasta mi casa en un extraño estado de somnolencia que le atribuyo a la

presión a la que estuve sometido durante las últimas horas. Nada que no pueda

reparar una buena cantidad de horas de sueño, me digo, mientras múltiples copos

inmensos golpean estallando en la luneta trasera, como bolas de nieve lanzadas

por una multitud enardecida.

Llego a casa y, después de un generoso té de rosa mosqueta, me desparramo

sobre la cama sin importarme que apenas sea mediodía.

Despierto y ya es noche cerrada. Solo se oye cada tanto algún ladrido débil,

lejano. Veo que, por fuera, la nieve acumulada llega casi hasta la mitad de la

ventana. El reloj de la pared marca casi las diez y media de la noche, pero no sé

si han pasado algunas horas o un par de días. Necesito saber cómo viene el clima

29
y también en qué día estoy. Confundido, enciendo la radio y busco la emisora

local.

Es todo ruido blanco hasta que me topo con una desagradable canción folclórica

que desconozco, por lo que supongo que esa debe ser la radio local y ahí queda

la sintonía.

Enciendo la hornalla y mientras el agua se calienta me dejo llevar por la canción

que suena. Es de ritmo sencillo, con un sonido de fondo como de fritura. De la

letra solo alcanzo a distinguir que en una parte dice Y cuando la noche llega y el

sol se esconde en el monte, una lágrima de hombre, le rueda furtivamente. Me río

tratando de imaginar cómo será una lágrima de hombre.

Pongo dos cucharadas de Nescafé, agrego un chorrito de agua y ya estoy

revolviendo cuando me doy cuenta de que la canción ha terminado. Pasan todavía

unos segundos más de silencio hasta que una voz impostada, sobre la que han

abusado del efecto cámara de eco, anuncia:

—Resumen de noticias de Pueblo Perdido efe eme.

Y enseguida otra voz, que bien podría ser la misma pero desde el interior de un

caño, dice:

—Se recomienda a la población permanecer en sus casas, ya que sigue vigente

el alerta máxima a causa de la tormenta desatada durante la tarde del día de ayer.

Se han registrado múltiples accidentes y una persona fallecida por hipotermia. Se

trata de Ingrid González, oriunda de Buenos Aires. La joven fue encontrada esta

tarde ya sin vida en el baño de su lugar de trabajo. Es la hora veintidós con treinta

y cinco minutos. Temperatura diez grados bajo cero, viento del oeste a veinte

kilómetros por hora.

30
Con la taza vacía en la mano comprendo que se trata de una terrible desgracia,

pero no me despierta ninguna sensación, solo perplejidad. De pronto, recuerdo

que tengo en casa el cuaderno azul y lo encuentro junto a otros papeles sobre la

mesa.

Voy abriendo el cuaderno mientras vuelvo a colocar medio cuerpo bajo la

frazada. Lo abro por el final y veo la lista de Chanchi, escrita con mi letra

desgarbada, casi ilegible. La letra de un loco, diría quizá un grafólogo.

Arranco con cuidado esta página, la hago un bollo y la tiro a un costado. Vuelvo

a abrir el cuaderno azul, pero esta vez desde el inicio.

Lo recorro muy despacio. Cada frase, de una caligrafía impecable, obsesiva,

produce en mí una resonancia que con total naturalidad me lleva a la línea

siguiente. Y así avanzo, compenetrado, por estas páginas llenas de una

musicalidad oscura, de inquietudes profundas, de preguntas graves, envueltas en

una poesía potente, llena de vitalidad. El cuaderno azul está desbordado por un

largo y conmovedor poema acerca de la soledad y la complejidad de las relaciones

humanas.

Ya con un nudo en la garganta, leo en voz alta las últimas líneas:

Porque entendí

que todo ser viviente

es mi hermano.

Frente al lago

manso y cristalino

rompí a llorar.

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El pescador

Aunque hunda la pala del remo con extrema lentitud, la superficie espejada igual

se rompe. Una y otra vez pruebo metiendo la pala de filo, tan despacio que hasta

puedo ver esa leve curvatura que forma la tensión superficial justo antes de

romperse. Ya con la pala sumergida, apenas si la empujo hacia atrás, tratando de

que sea mínima la turbulencia. Remo con mucho cuidado para no quebrar la calma

que me rodea.

A esta hora de la mañana, el lago Tigre es el lugar más lindo que conozco. Hay

tanto silencio que pareciera que uno se ha quedado sordo y la niebla es tan densa

que no puedo ver ni la orilla que está ahí nomás, a unas pocas brazadas. Como

esta niebla también me tapa el cielo, la luz del sol no penetra en el lago y es por

eso que el agua tiene este color, tan parecido al del plomo. Tendré que estar muy

atento a los movimientos en superficie, que serán los únicos indicadores de la

ubicación de esta perca inmensa que hoy vengo siguiendo desde hace unas

horas.

A decir verdad, hace años que la sigo. Estoy seguro de que es la misma. No

puede haber más de una perca tan grande en esta zona. A juzgar por la aleta

dorsal, seguro que este bicho debe superarme en edad y tener más o menos mi

tamaño. Me pregunto cuánta fuerza tendrá, es la más grande que he visto nunca.

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La primera vez que la vi, yo era apenas un niño. Entonces vivíamos en la ruca

del bosque, pero no tan cerca del pueblo como vivo ahora, sino en el bosque

profundo, el original.

Esa vez, yo había salido a aventurarme por lugares desconocidos. El único

peligro verdadero era el tigre rojo, pero este animal puede olerte a mucha

distancia y siempre va a preferir alejarse de los humanos. Y, aunque nuestros

mayores aseguraban que había muchos peligros más, era de lo más común que

un niño caminara el día entero por el bosque.

Y aquella vez, después de una travesía de más de medio día, me encontré con

una playa de arena gris, la misma que ahora oculta esta niebla. Me había sentado

a descansar y comer llao llao antes de volver, cuando vi movimiento en el agua.

Recuerdo que se me puso la piel de gallina cuando de pronto emergió esa aleta

enorme, que se movía tan rápido, como cazando a otros peces. Vi cómo saltaban

truchas de las grandes, huyendo despavoridas de eso que las perseguía. Me

quedé un rato largo contemplando maravillado ese espectáculo que me pareció

sobrenatural y, como a mí mismo me costaba creer lo que había visto, nunca se lo

conté a nadie. Tuve miedo de que me llamaran mentiroso.

Hace un rato largo que no veo movimiento, el agua está tan quieta que parece

aceite. Dejo de remar y mientras enciendo un cigarro, la canoa continúa

silenciosa, desplazándose todavía unos metros más. Apenas si se oye el sonido

de la madera al rozar la superficie. La primera bocanada me quema por dentro,

dejándome un picor molesto, que solo se alivia con un buen trago de Doble V. El

trago calienta mi garganta, me produce un bienestar inmediato, como una

anestesia que me relaja y me lleva a necesitar ese picor de la siguiente bocanada.

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Y así paso un buen rato entretenido con el cigarro y la petaca, flotando en este

espejo que se funde con la niebla, ya sin saber si estoy en el lago o dentro de una

nube formada por una bocanada de Dios.

Percibo que, desde algún punto de esta bruma que me envuelve, algo grande se

acerca, silencioso. Apoyo la mano sobre el mango de la chuza y espero todavía un

poco más. Lento y manso, el perfil del hocico de un huemul adulto y su llamativa

cornamenta emergen de la niebla, con la quijada deslizándose sobre el aceite,

alterando apenas la quietud superficial, nadando con esa tranquilidad de saberse

en casa.

Pasa por delante de la canoa, sin alarmarse por mi presencia que, de tan

inmóvil, debe parecerle parte del paisaje. Lo veo perderse entre la bruma con la

misma rapidez con la que apareció. Un huemul macho, adulto, buscando un

territorio propicio para la brama.

Muevo la mano desde el mango hasta la chuza y en la punta apoyo el dedo

índice, presionando apenas, para comprobar el filo del acero. Ni siento el

pinchazo, pero veo que se va formando una gota de sangre en la yema del dedo.

Así debe ser cuando algo está bien afilado, pienso, no debe sentirse el dolor, solo

el frío del aire entrando en la separación que se produce en la carne.

Muchas veces volví a la playa de arena gris, anhelando ver cerca de la orilla a

esa enorme perca cazando truchas de las grandes, pero no tuve suerte. Llegué a

pensar que quizá no era del tamaño que tenía en mi recuerdo, o que tal vez había

sido una alucinación. Hasta que un día, la vi por segunda vez y pude confirmar

que no tenía el tamaño de mi recuerdo, sino que era todavía más grande.

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Yo era un muchacho que había ingresado al ejército. Hoy me resulta gracioso

recordar cómo llegué a creer que mi vida dependía de vestir un uniforme y

aprender a manejar un fusil automático. Cuando era un niño, cada vez que pasaba

por el regimiento, veía en ese predio cercado por altísimos alambres de púa mi

posibilidad de libertad. Se me ocurría que ese era el camino ideal para no tener

que depender nunca de las changas que me ofrecieran los gringos.

Veía con admiración a esos soldados de ametralladora en mano, que

custodiaban el lugar de entrenamiento de ese grupo de valientes que nos

defenderían ante cualquier amenaza. Ellos no dudarían en meterle metralla a todo

aquel que pusiera en riesgo el orden de la sociedad. Para eso estaban, para

mantener las cosas en su sitio.

Y yo quería ser eso: un defensor, una persona respetable. Tan respetable, al

menos, como uno de esos soldados de ametralladora en mano.

Me aceptaron más rápido y más fácil de lo que había imaginado. Llegué a

conocer cada árbol del perímetro del regimiento. Aprendí casi de memoria las

formas de las cortezas de los troncos de los pinos centenarios del lado este y las

de los cipreses del lado norte. Recuerdo también con cierta calidez la uniformidad

de las retamas del oeste y la desmesura de las cortaderas del sur, que frenaban el

viento, permitiendo así que el sol calentara el pasto, creando esas zonas tibias por

las que caminaba más lento.

Una hora tardaba en dar una vuelta completa. Recuerdo bien la senda estrecha

de tierra y los seis kilos de FAL colgando del hombro. Cada día daba ocho vueltas

así, caminando bien cerca del alambrado, manteniendo siempre los doscientos

metros de distancia con mis dos compañeros de ronda.

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Ocho vueltas, ocho horas: el día entero cuidando el perímetro de una amenaza

externa que nunca supe bien de qué se trataba.

Que nos podían asaltar para robarnos el arsenal, nos decía el sargento. Que

estábamos para cuidar a la patria, sí, pero que mientras tanto debíamos cuidar las

armas y las municiones. Que había grupos desestabilizadores, subversivos

comunistas y ateos anarquistas que pretendían tomar el poder para dedicarse a

vivir sin trabajar. Que teníamos que estar siempre alerta nos decía, porque estos

malditos eran capaces de llegar a disfrazarse de abuelo o hasta de mujer. Así las

cosas, todos eran sospechosos y, como podían adoptar cualquier forma, para mí

eran el mismo diablo. Pero en los casi cuatro años que estuve ahí dentro, nunca

pasó nada. Solo disparábamos nuestros FAL en la sesión semanal de tiro. El resto

de los días se nos iban caminando el perímetro, bien cerca del alambrado,

sosteniendo seis kilos de fierro, viendo cómo del otro lado del cerco pasaban los

gringos en sus autos de lujo.

Mis compañeros de ronda eran Leguizamón, un negro bajito venido del norte

que casi no hablaba y Carriqueo, un criollo de mandíbula ladeada nacido y criado

aquí, en Pueblo Perdido. Con ellos de vez en cuando nos íbamos de jarana. Como

aquella vez de la inesperada salida de pesca, que estábamos los tres muy

pasados de copas.

Hacía rato que tomábamos whisky en la Fonda de Copihue, cuando un gringo de

esos que gustan de regodearse espiando los modos de vida de los lugareños, se

acercó hasta nosotros. Se lo veía bastante alcoholizado y, aferrándose a los

bordes de la mesa, se presentó en un español muy torpe, tan torpe que de todo lo

que decía solo se le entendía la mitad.

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Habremos tardado media hora en entender que lo que el gringo quería era saber

dónde podía pescar truchas de las grandes y si alguno de nosotros podía llevarlo

hasta el lugar. Dijo que tenía plata para los tres y que estaba dispuesto a salir ya

mismo, en cuanto terminásemos los tragos que él invitaba.

Yo tenía esta misma canoa amarrada en este mismo rincón del lago, porque en

ese entonces a veces venía a pescar. Así que hasta aquí vinimos en la camioneta

del gringo. Manejó Leguizamón. Carriqueo no había abierto la boca desde que el

gringo se había acercado a nuestra mesa. Si a mí me caen mal los gringos,

Carriqueo directamente los odia, pero había aceptado participar porque no quería

perderse los cien dólares. El gringo tomaba gin de una petaca de metal y lo poco

que decía era indescifrable.

Cuando subimos a la canoa, el gringo ya estaba tan borracho que no podía

sostenerse sentado. Se acomodó de costado en el piso, casi en posición fetal, y

empezó a roncar. Sin saber bien qué hacer, fui hasta la camioneta y busqué en la

parte de atrás los elementos de pesca.

Encontré una caña Sage sin uso, que debería valer lo mismo que una moto de

baja cilindrada. Había también un reel de aluminio impecable, y una caja de

moscas variadas. Además, había un chaleco con los bolsillos cargados con

diversas líneas y rollos de nylon de diferentes medidas. Armé el equipo y volví con

todo eso hasta la canoa.

El gringo seguía dormido. Carriqueo prendió un cigarrillo, dio una pitada larga y

expulsó el humo de una vez, por el costado de la cara, y me pareció que su

quijada estaba hecha especialmente para eso, para fumar. Me preguntó de qué

me reía y le dije que del gringo dormido.

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El negro Leguizamón prefirió echar una siesta en la camioneta y, mientras se

vislumbraba la claridad del sol entre las montañas, Carriqueo, el gringo dormido y

yo nos adentrábamos en el lago.

Habríamos remado unos quince minutos cuando el gringo se despertó. Apuró

dos tragos de su petaca de metal, se incorporó, tomó la caña, eligió la mosca más

grande que encontró en la caja y, mientras la ataba al extremo de la línea, dijo

“pez grande quiere comida grande”. Y sin más, trató de lanzar.

El gringo era un desastre, además de estar muy borracho no tenía la menor idea

de lo que estaba haciendo. Revoleó la línea hacia atrás de manera muy desprolija

y cuando le dió impulso hacia adelante Carriqueo gritó de dolor. El anzuelo de la

mosca se le había clavado en la oreja y reaccionó dándole una trompada al

gringo, que cayó al agua como un muñeco de trapo, soltando la caña que alcancé

a sujetar en el aire.

El gringo chapoteaba desconcertado, como si se hubiese despertado recién al

entrar en contacto con el agua. Mediante señas pude indicarle que a pocos metros

a sus espaldas estaba la orilla. Volví remando con todas mis fuerzas hacia la

camioneta, pensando en encontrar una caja de herramientas, porque necesitaría

unas pinzas para quitar ese anzuelo. Mientras tanto, Carriqueo alternaba quejas

de dolor con diferentes juramentos acerca de la muerte del gringo.

En la camioneta no había ni una herramienta, solo latas vacías de cerveza y un

wader Patagonia sin estrenar. Me acordé del chaleco y al revisarlo encontré una

pinza, de esas de punta fina, que se usan para quitarle el anzuelo a los peces.

El problema era que el gringo no le había quitado la rebaba a los anzuelos, así

que tuve que aplastar esa pequeña y tan molesta punta, al tiempo que trataba de

calmar a un cada vez más quejoso Carriqueo. Pero la pinza no tenía la firmeza

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necesaria, por lo que la punta de la rebaba quedaba un poco levantada y hacía

tope, una y otra vez, contra el cartílago de la oreja.

Pasé un nylon grueso por debajo de la curva del anzuelo, le pedí a Carriqueo

que contase hasta tres y, cuando pronunció el número dos, tiré con fuerza.

Cuando volví remando solo, a buscar al gringo, el lago se había cubierto de

neblina, como ahora. El agua tenía este mismo brillo metalizado y hasta parecía

más densa, como si se tratase de un elemento diferente, mercurio o algo así. Ahí

fue cuando vi asomar por segunda vez en mi vida esa enorme aleta dorsal.

Recuerdo que se mantuvo a la par de la canoa, a unos pocos metros, moviéndose

despacio, con la serenidad de los animales grandes.

—¡Aquí estoy! — gritó el gringo y la perca se hundió de inmediato, dejando

como único rastro unos diminutos remolinos en la superficie. Más pequeños que

los que en este momento voy dejando al remar, aunque lo haga con extrema

delicadeza.

Ahora, a medida que la mañana avanza, la niebla se va disipando. No sé hacia

dónde se irá. Quizá vuelva al agua, cayendo en finísimas gotas, o tal vez se

evapore hacia el cielo. Como sea, ocurre de una manera tan sutil que uno ni

cuenta se da. El sol va entrando de a poco, acomodándose en los huecos que va

dejando la niebla en su retirada.

Hace rato que dejé de remar. Solo estuve flotando, y por más que la sensación

haya sido de inmovilidad, debo haberme desplazado unos cuantos metros.

Se me ocurre que de la misma manera, en algún momento de la vida uno puede

intentar mantener un orden determinado de las cosas, tratando de flotar. Pero la

deriva, aunque imperceptible, es inevitable.

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Tal vez no sea conveniente flotar durante mucho tiempo. Es un estar suave y

cómodo, pero sin rumbo. Tomo el remo y bien despacio hundo la pala en el agua

que, al recibir algunos rayos de sol, vuelve a mostrarse cristalina. Veo la pala

moverse bajo la superficie, dejando minúsculas burbujas tras de sí. Observo un

poco más allá, bien abajo, y distingo a unos metros el fondo de arena blanca.

Levanto la mirada y la niebla ya no está. Sorprendido, descubro que la deriva

me alejó unos dos kilómetros de la playa de arena gris. Lo sé porque he llegado

hasta la angostura del lago y desde aquí puedo ver el acantilado de enfrente, esa

costa que cada año se desmorona un poco, sembrando de árboles y rocas el

fondo cercano. Corrijo el rumbo, imprimiéndole más energía a la remada.

Una vez más, vuelvo a esta playa. Creo que, de una manera u otra, siempre

estoy volviendo aquí, aunque esté a mil metros o a cincuenta kilómetros haciendo

cualquier otra cosa. Como si una fuerza invisible se valiese de distintas

estrategias para traerme una y otra vez.

De hecho, haberme convencido de este influjo fue lo que me llevó a decidirme

por venir a vivir al bosque. Es un enigma que no sé si algún día podré descifrar.

Quizá cada cual tenga un lugar al que, lo quiera o no, siempre debe volver. Un

lugar que representa algo difícil de explicar, pero que forma parte del propio ser,

que a uno lo completa. De alguna manera, yo soy esta playa o, al menos, parte de

ella. Cada tanto necesito habitarla. Y cada vez que regreso, la sensación de

pertenencia se hace aún más fuerte.

Pero esta perca no se muestra cada vez que vengo, sino en contadas ocasiones

y es por eso que las recuerdo muy bien. Como la tercera vez que pude verla, que

también fue la última.

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Ya había renunciado al ejército. Un día, después de casi cuatro años, me di

cuenta de que estaba cansado de dar ocho vueltas por día con seis kilos de fierro

colgando del hombro.

Mi mujer no lo entendió y, a pesar de que teníamos un niño de apenas un año

de edad, decidió terminar con la relación acusándome de irresponsable. Pero yo

creo que las cosas ya venían mal desde antes de que naciera nuestro hijo y el

hecho de haber sido padres, sin estar seguros de la pareja, solo empeoró la

situación.

A los pocos meses, ella ya estaba viviendo con otro hombre, y a partir de ahí,

pude ver unas pocas veces a mi hijo. Pero más adelante, cuando se hizo grande y

decidió que le gustaban los varones, ya no pude verlo más. Todos saben que le

gustan los muchachos, pero son pocos los que saben que además es mi hijo.

Me gustaría mucho poder aceptarlo como es, pero no puedo. Creo que no podría

abrazarlo, que mi piel lo rechazaría. Y me duele que así sea, pero para mí es

como si mi hijo se hubiera muerto. No lo odio, pero cuánto me gustaría que no

hubiera existido nunca. No puedo entender qué le habrá pasado para llegar a eso,

que nunca puede ser amor, sino más bien una rebeldía, una idea equivocada

acerca de la vida. O, tal vez, sea nada más que algún tipo de venganza en mi

contra.

Hoy debe tener unos treinta y cinco años. Sé que trabaja en una dependencia

del Estado nacional, pero no sé bien qué es lo que hace. La última vez que lo vi,

fue en el barrio Virgencita. Yo estaba con el negro Leguizamón, arriba del techo

de la casa de este, ayudándolo a cambiar unas chapas, cuando lo vi a mi hijo a

unos treinta metros, casi en la esquina. Él escuchaba a una señora que no paraba

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de hablar, que gesticulaba con las manos y de vez en cuando se las llevaba a la

cabeza.

Después de un rato de prestarle atención a la señora, mi hijo movió la cabeza de

arriba a abajo, le apoyó una mano en el hombro y le dijo algo que pareció una

promesa. Después, se fue caminando y lo perdí de vista.

Esa misma tarde, estuve una o dos horas sentado en esta misma playa, mirando

el agua, fumando y tomando Doble V. Y fue entonces que vi por tercera y última

vez en mi vida a la madre de todos los peces que haya visto antes.

Esta vez, se había acercado a la orilla persiguiendo a un cardumen de truchas

medianas. Se movía muy rápido, asomando el lomo, mostrando en toda su

dimensión la enorme aleta dorsal y también la mitad superior de la cola.

Fue en esa oportunidad cuando pude hacerme una idea más precisa de su

tamaño descomunal. Estoy seguro de que en un solo bocado podría tragarse a un

hurón o, incluso, hasta un huillín.

Ese día sentí que algo me unía a esta playa, que existía algún vínculo poderoso

que, por esos misterios de la mente humana, yo no podía visualizar, pero sí

percibir. Y esa sensación no solo me acompañó durante los años siguientes, sino

que se fue intensificando.

Poco a poco, fue creciendo mi descontento con la vida en sociedad, hasta que

un día simplemente dejó de tener sentido vivir amontonado en el pueblo, oliendo

el humo de la basura que otros queman, pagando hasta para respirar.

Mientras termino de comer esta trucha asada, contemplo la canoa sobre la

arena gris. Me alegra pensar en que no necesito nada más para asegurarme la

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supervivencia. La canoa me sirve para manipular las redes y el lago me provee de

alimento.

Mi vida es bien simple, se basa en comer y tratar de estar contento. Ponerse

contento es fácil, basta con cocinar algo rico y concentrarse en disfrutarlo. Con el

estómago lleno, ya se despejan muchos problemas.

Cada vez que pienso en mi hijo, lo imagino viviendo en un mundo

incomprensible, lleno de ropa colorinche y música estridente. Un mundo en el que

las chicas se comportan como muchachos y los muchachos como chicas, al punto

en que ya no se sabe quién es qué. Un mundo acelerado, insensible, al que

sospecho que nunca podría acostumbrarme.

Si pienso en mi padre, recuerdo un mundo precario al que nunca quisiera

regresar. Toda mi infancia me parece tan ajena como si se tratase de la vida de

otra persona. El viejo anda todo el tiempo de paseo por el bosque. Noches y días,

semanas enteras, vagando entre los árboles, masticando flores y plantas, sin

importarle si llueve, cae un metro de nieve o hace un frío de rajamuerte. Habla de

seres que solo él puede ver y se ofende de por vida con quien se atreva a

cuestionar la veracidad de sus relatos.

Entre dos mundos estoy, el anterior que ya no puedo aceptar y el nuevo que no

alcanzo a comprender, entre el bosque nativo y el implantado, al igual que esta

playa.

Hay veces en que me siento triste y recuerdo todo lo que hice mal. Otras, en

cambio, ando tan contento que solo puedo recordar momentos felices.

Pero sé que un mismo recuerdo algunas veces puede alegrarme y otras

entristecerme, porque el sentir presente no solo me dice qué recordar, sino

además cómo. Porque el vaivén del corazón organiza la memoria. Aunque, en ese

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vaivén, a veces la memoria se desborda para un lado u otro, y si se desborda para

el lado negativo se vuelve muy fácil perder el rumbo. Por eso mismo es que,

cuando estoy alegre, como en este momento, siempre trato de recordar todo

aquello que me sea posible.

—Pesó once kilos y novecientos veinte gramos— dijo Carriqueo, con los ojos

bien abiertos y la mandíbula más ladeada que nunca, para finalizar su anécdota

acerca de la gran trucha que había pescado aquella misma tarde. Estábamos en la

Fonda de Copihue y los demás parroquianos, mostrándose muy interesados,

empezaron a acercar sus sillas. Una y otra vez, Carriqueo contó, ante un público

cada vez más numeroso, la peripecia de sacar fuera del agua a un pez de

semejante tamaño. Cuantas más veces contaba la anécdota, tanto más

entusiasmo le ponía al relato y la cuarta vez que lo hizo ya éramos cerca de veinte

escuchándolo.

Durante los días siguientes, fueron a entrevistarlo los dos diarios y las tres

radios. Por un tiempo, Carriqueo fue algo así como un ídolo popular. Pero lo más

increíble, fue que varios gringos enterados de la hazaña, insistieron en contratarlo

como guía de pesca y, como él no tenía idea, me llamaba a mí.

Varias veces llevamos gringos a pescar. Las truchas capturadas nunca pasaban

de los tres o cuatro kilos, pero salían muchas y los gringos quedaban muy

contentos. Carriqueo me daba la tercera parte de lo que le pagaban y a mí parecía

que así estaba bien.

Para ese entonces, ya me había instalado en el rancho que me hice acá nomás,

en el bosque. Al rancho pude hacerlo gracias al negro Leguizamón, que me regaló

las maderas y los plásticos. Cuatro veces tuve que cruzar el lago para traer todo

44
eso. Tardé una semana en armar el rancho y después ya pude dedicarme

tranquilo a mis cosas.

Cada dos o tres días, salía en la canoa bien temprano, pescaba un par de

docenas de truchas tamaño plato y me iba hasta el pueblo para venderlas a un

viejo conocido, dueño de un restaurante. A veces, también le llevaba algunos

atados de leña para el horno de barro. Me pagaba en el acto y de ahí me iba

derecho hasta el mercado. Con la mitad de la plata, compraba víveres para dos o

tres días y los cargaba en la Estanciera. La otra mitad del dinero me la gastaba

cenando en la Fonda de Copihue.

Así viví unos años, hasta que la semana pasada este viejo conocido cerró su

restaurante y ya no pude conseguir que otros me compraran la pesca del día.

Pero un hombre hace lo que tenga que hacer para seguir viviendo, y yo ya tengo

bien claro qué es lo que voy a hacer.

A la Fonda de Copihue voy a entrar arrastrando una bolsa de arpillera y, en el

centro del local y ante la vista de todos, la voy a dar vuelta para que caiga y ruede

la cabeza de esta bestia. En ese momento, voy a esperar hasta que alguien

pregunte y, recién entonces y con mucha calma, contaré mi aventura.

Si algo aprendí escuchando a mi padre es que, para que un relato funcione, no

es tan importante que todo sea verdadero, pero es fundamental que despierte la

imaginación de quien lo escuche.

Podría empezar hablándoles de las presencias que habitan las aguas del lago

Tigre. Decir, en tono confesional, que después de varios años de vivir de la

generosidad del lago, entendí por qué no podemos ver a estos espíritus. Y es que

no podemos verlos porque bajo el agua sus contornos son indefinidos y cuando

salen a la superficie adoptan formas que nos resultan familiares. De manera que a

45
veces son golondrina, otras cauquén o hasta libélula. Y, para dejarlos pensando,

podría agregar que solo podemos ver a estos espíritus cuando comprendemos por

qué razón no podíamos verlos.

Creo que voy a decirles, también, que siempre pensé que esta perca era una de

esas presencias, hasta que la vi cazando y comiéndose a otros peces. Que la

busqué durante diez días con sus noches, sin dormir, con la chuza en la mano,

atento a los movimientos de la superficie. Que cuando por fin estuvo cerca y pude

clavarle la chuza, entendí que me llevaría un buen rato lograr cansar a semejante

pez. Que no me quedó otra opción que dejarme arrastrar por la cuerda tensa entre

la canoa y la chuza clavada en el lomo de esta bestia. Que estuve dos días y dos

noches así, siendo remolcado de a ratos y en diferentes direcciones por la perca

agonizante. Que mientras tanto, comí truchas crudas arriba de la canoa. Que ver

nuestro cielo de noche y reflejado en el lago, desde una canoa que cada tanto es

tironeada desde las profundidades por un pez monstruoso, puede llegar a ser una

experiencia enloquecedora.

También les diré que el alma de un hombre ya nunca será la misma después de

quitarle la vida a un animal tan increíble. Que a medida que fui notando la

creciente debilidad de los tirones, me fue ganando una imparable tristeza. Que

minutos antes de darme cuenta de que la perca había muerto, me puse a llorar.

Que tal vez aproveché la ocasión para sacar lágrimas acumuladas por años,

porque cuando un hombre llora lo hace de verdad. Que todavía lloraba cuando por

fin pude acercarla hasta un costado de la canoa y, como para ir cerrando la

anécdota, podría agregar que no me quedó otra alternativa que remar hasta la

orilla con la perca flotando a un lado, ya que no hubo manera de subirla a la

embarcación.

46
Es muy importante que los testigos de mi relato solo vean la cabeza de la perca.

La imaginación y el boca en boca harán el resto, tanto con el peso como con el

tamaño. Supongo que así será como se arma una leyenda, sin precisiones.

Una bandada de cauquenes vuela hacia el este, como escapando de una

tormenta. Los sigo con la mirada hasta que se disuelven en la lejanía. Hacia el

lado opuesto, por encima de las montañas, el cielo se ve despejado. El sol ya se

hace sentir, así que me quito la campera y me quedo en mangas cortas. Destapo

una petaca de Doble V y tomo un trago.

Pienso en Cayuman, él fue quien me regaló este paquete de petacas que ya se

me están terminando. El bueno de Cayuman, mi padre de la vida. A veces, pesco

algunas truchas solo para llevárselas a él, que siempre las recibe con mucha

alegría.

La última vez que lo vi, hace unos días, seguía viviendo con toda la familia en el

estadio municipal. Me pidió que compartiera la cena con ellos y comimos trucha

asada, todos juntos alrededor del fogón. Estaba contento, me dijo, porque un

señor muy amable, funcionario importante de la capital, le había dicho que les iba

a resolver el problema de la vivienda. Brindo por eso, por fin alguien se ocupa de

los más necesitados.

Voy hasta la canoa y verifico que el equipo esté en orden. La chuza con buen

filo, con el mango bien atado a los veinte metros de cuerda plástica que, enrollada

de una manera prolija, tiene en la otra punta un aro de cuero para trabar la

muñeca mientras la mano sujete la cuerda, dos baldes llenos con pedazos de

truchas flotando en sus propias huevas y sangre, y mi cuchillo en su funda de

cuero que, con mucho cuidado, aseguro al cinturón.

47
Descalzo, sobre la arena gris y húmeda de la playa, me arremango los

pantalones, empujo la canoa hacia el lago y doy unos pasos hasta que los

pinchazos del agua helada me llegan hasta las rodillas. Dando un pequeño salto

en diagonal, subo a la canoa que, por inercia, se desplaza unos metros, llegando

hasta donde el fondo del lago se abisma. Empiezo a remar con energía, me

quedan unas pocas horas de luz de sol.

Una brisa gélida rompe la quietud de la superficie. Ya no puedo ver qué pasa

debajo de esas pequeñas olas, pero sé que estamos en una zona no muy

profunda. Vacío de a poco los baldes con el cebo y observo cómo, mientras los

pedazos de carne de trucha se hunden, se va formando una mancha rojiza

aceitosa que flota copiando las olas.

Despacio, la mansa oleada me va arrimando hacia un muelle natural formado

por un pequeño acantilado en el que dando golpecitos se apoya el costado de la

canoa. Aquí el agua debe llegarme hasta la cintura, y desde la canoa, con solo dar

un paso ya estoy pisando el pasto cortísimo de la orilla, que es una breve planicie

sobre la que he dormido tantas siestas.

Si tuviese que elegir un lugar para pasar mis días que no fuese la playa de

arena gris, sin dudarlo elegiría este. Bajo los pies descalzos, el pasto corto y

grueso se siente tan fresco y esponjoso que dan ganas de revolcarse, de pasar el

día entero recostado de cara al sol.

Estoy seguro de que mi padre nunca puso un pie acá. Y mi hijo tampoco. Este

lugar me pertenece, es mi territorio. Si quisiera, aquí mismo podría hacer un fuego

y pasar la noche sin que nadie me diga qué le parece. Es tan mío como esta

canoa. Aquí estoy muy a gusto conmigo mismo, no necesito más que eso para

vivir en paz.

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Por eso necesito cazar a esta perca. Para seguir aquí, respirando esta

tranquilidad, aunque de vez en cuando tenga que hacer que unos gringos se

saquen el gusto de pescar unas truchas. Pero a los gringos no los voy a traer acá,

sino que los voy a pasear por la costa de enfrente, al lado de la ruta, cerca de la

zona congelada. Ahí también hay algunos buenos peces.

Imagino a los gringos con tanta claridad como si los estuviera viendo, entrando a

la Fonda de Copihue a preguntar por el pescador de la perca gigante. Los veo

estacionando sus vehículos en la costa de enfrente, al lado de mi Estanciera,

haciendo señas de luces para que vaya a buscarlos. Sé que atenderán cada

indicación mía como si de eso dependiesen sus vidas y luego pagarán felices unos

cuantos dólares por unas pocas horas de pesca.

Tendido sobre el pasto, con la cara al sol y los ojos cerrados, oigo el canto de

un chucao. Parece desplazarse, cantando entre un arbusto y otro. Más allá, un

chimango lanza su chillido territorial y unos teros se alborotan. Los sonidos se van

apaciguando, el sueño me va ganando, y ya estoy a punto de dormirme cuando el

aire se pone más frío.

Abro los ojos, levanto un poco el torso y, apoyando las manos en el pasto, me

quedo sentado. Se ha nublado y el aire se ha puesto más denso, como si

estuviese cargado de una energía extraña. En el oeste, por detrás del cerro

Ventana, se asoma una oscuridad azulada inquietante. Nunca he visto algo

parecido, ni en el ochenta y cuatro ni en el noventa y cinco.

Me acuerdo bien de esas nevadas, más de un metro de nieve acumulada en

pleno centro del pueblo. Miles de techos se vinieron abajo, muchos pobladores

murieron aplastados.

49
Pero esto que viene asomando es diferente, es una nubosidad baja del color

profundo del hielo eterno, que ya cubre todo el horizonte del oeste, haciendo que

uno se sienta todavía más insignificante.

Nos acostumbramos a algunas variaciones climáticas y creemos que no hay más

que eso. Algunos, hasta se animan a hacer pronósticos, pero lo que sabemos es

nada y aquí, en Pueblo Perdido, si hay algo impredecible es el clima.

Escucho movimiento en el agua. Boca abajo, camino con los codos hasta la

canoa. Me asomo con mucho cuidado y veo, a un par de metros, una aleta grande

asomando en medio de la mancha aceitosa del cebo. Arrodillado en el pasto,

estiro el cuerpo hacia el interior de la canoa. Paso una mano por dentro del aro de

cuero y sujeto firme ese extremo de la cuerda. Cierro la otra mano alrededor del

mango de la chuza, la levanto bien despacio apenas por encima de mi cabeza y

me quedo inmóvil, con los músculos relajados pero alertas, esperando el momento

oportuno.

Mi brazo baja como un látigo, impulsando la chuza que se incrusta en el lomo de

la perca, justo por debajo de la aleta dorsal. De inmediato, el pez se sumerge y los

metros de cuerda van saliendo de la embarcación. Con un pequeño salto, me paro

sobre el piso de la canoa y sujeto la cuerda con ambas manos, preparándome

para el cimbronazo. La velocidad de salida de la cuerda se desacelera y no hay

tirón violento, pero sí arrastre.

La perca muestra una fuerza descomunal, me lleva parado sobre la canoa a

velocidad de remo. Por la cantidad de cuerda, sé que el pez está a unos veinte

metros de distancia. Voy a esperar hasta que se canse para empezar a enrollar la

cuerda, no quiero poner en riesgo esta captura. Si me apuro, solo voy a conseguir

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acercarme a un pez lleno de energía, en condiciones de intentar un movimiento

repentino que le permita soltarse.

He llegado hasta el medio del lago, parece haberse detenido. Me llama la

atención que se haya cansado tan pronto. Pero enseguida se mueve otra vez,

cambiando de dirección, arrastrándome de manera lenta, pero continua, hacia la

zona de la capa de hielo.

La situación se pone difícil, nunca pensé que este bicho pudiese tener tanta

resistencia. Se suponía que esto sería un trámite rápido, un lanzazo, hacerle un

poco de freno y esperar unos minutos, no más que eso. Pero ahora me doy cuenta

de que no tengo manera de parar a esta bestia, si recojo la cuerda me acerco con

canoa y todo, sin lograr siquiera frenarla un poco.

Trato de pensar en que lo más importante es no perder la calma, pero estoy

cada vez más cerca de la capa de hielo y ahí no me quedará otra alternativa que

resistir, con la canoa haciendo tope contra el borde congelado, arriesgándome al

desenganche.

Me lleva a una velocidad constante, no hay ninguna señal de cansancio. De

pronto, algo cambia, estoy a unos metros del borde de la capa de hielo y la perca

ha dejado de avanzar, pero no de moverse. Veo cómo la cuerda, que hasta recién

entraba en el agua unos cuantos metros más allá, ahora se va hundiendo cada

vez más cerca, en una inesperada y rápida huida del pez hacia el fondo del lago.

No tengo tiempo de pensar, me acuesto en el piso de la canoa, me aseguro unas

vueltas de cuerda alrededor de los brazos y la cintura, me preparo para ofrecer

toda la resistencia que pueda.

La bestia tironea hacia abajo con tanta fuerza que, de forma imprevista, la canoa

termina por darse vuelta y me hundo rápido, mientras trato de liberarme de las

51
varias vueltas de cuerda. En el descenso vertiginoso y oscuro percibo el frío cada

vez más intenso del agua y ya estoy soltándome de la cuerda cuando, al costado

del estómago, algo me corta.

Me libero de la cuerda y miro hacia arriba. Estoy bajo la capa de hielo, pero

justo encima mío, a unos pocos metros, hay una abertura por la que se cuela la

luz del día. Hasta ahí subo nadando y, con los pulmones a punto de explotar,

alcanzo a sacar la cabeza del agua.

Ya sobre el hielo, me arrastro hacia la orilla de altos pastizales, viendo cómo el

rastro de sangre que voy dejando se congela casi al instante.

Por fin, llego a la orilla y me acurruco entre los pastos, tiritando. Me levanto la

remera empapada en sangre y veo la tremenda herida abierta al costado del

estómago.

Me estoy muriendo. No lo digo porque me esté desangrando o por el frío que

está haciendo ahora mismo, sino porque hace un tiempo que empecé a fallar, que

vengo equivocándome demasiado. Es como si las leyes de la sociedad y las de la

naturaleza hubieran cambiado de pronto, sin aviso, volviendo inútiles todos mis

saberes.

No puedo funcionar en una realidad en la que ya no encajo. El mundo me ha

sido arrebatado, pareciera que los demás comprenden algo que yo no. Cuánto me

gustaría que viniese alguien y me dijera en qué momento empecé a morir.

Quizá podría intentar trepar arrastrándome, son nada más que cincuenta metros,

cincuenta pasos de hombre hasta la ruta. De vez en cuando, ahí arriba se oye el

paso de algún vehículo. Cincuenta metros.

Estiro una mano, me tomo con fuerza de una mata de pastos y trato de

arrastrarme sobre la espalda, manteniendo la herida hacia arriba. Pero la posición

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es muy incómoda, así que cubro el tajo con el antebrazo y la palma de la mano.

Me recuesto sobre ese costado, mientras trato de avanzar tironeando de los

pastos con la mano libre y moviendo un poco las piernas como pueda.

Haciendo un esfuerzo que está por encima de mis capacidades físicas, logro

avanzar un poco. Estoy exhausto. Cada músculo contraído acelera la pérdida de

sangre, con cada movimiento, me debilito.

Levanto la cabeza, pegando el mentón al pecho, para mirar hacia abajo. Avancé

unos dos metros, dejando una huella de pastos achatados, empastados con

sangre.

Cierro los párpados, me laten las sienes. Mi única posibilidad es seguir

arrastrándome hacia arriba, llegar hasta la ruta. Ahí pasa un camión, lo escucho

bien cerca. Si hasta vibra la tierra. Tengo que hacer un esfuerzo más.

Tomo con firmeza un manojo de pasto y tiro con fuerza mientras clavo un talón

en la ladera. Así avanzo una distancia de medio brazo por vez. Miro hacia arriba,

ya casi llego.

Allá abajo, veo la canoa dada vuelta, flotando en el lago, cerca del comienzo de

la capa de hielo. Veo también, sobre la capa de hielo, a unos pocos pasos de la

canoa, la abertura por la cual pude salir y el rastro de sangre hasta los pastizales

de la orilla, mi propio rastro de sangre. Ojalá que aún me quede suficiente como

para sortear estos pocos metros que restan.

Ya estoy con la mitad del cuerpo sobre el costado de la ruta, el pasto está tan

crecido que si yo estuviese de pie quizá me llegaría al pecho. Mis piernas, ya sin

respuesta, descansan sobre la pendiente.

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Hace un buen rato que no se oye ningún vehículo. Si alguien pasara en este

momento, no podría verme. Estiro el brazo entre la maleza y con la mano ya

puedo tocar el asfalto. Me arrastro un poco más, ayudándome con el codo.

Estoy sobre el asfalto, tirado sobre el costado por el que me desangro. Cada vez

se me hace más difícil respirar. Siento mucho frío y ya no sé si es por el clima o

por la llegada de la muerte.

Me pregunto si estos copos de nieve que ahora mismo están cayendo, grandes

como naranjas, cubriéndome, no serán acaso el fin del mundo.

54
El machi

Mañana mismo, antes de que se cierre la noche, tengo que llegar hasta el otro

lado del bosque, a la ruca quemada. El chucao me lo dijo, Kumiray tiene algo que

decirme.

Voy rozando las hojas de los árboles sin alterarlas, soy una presencia que se

despliega, caminando sin ruido ni huella, dando así tranquilidad tanto al huemul

como al nahuel. El bosque es infinito y, bajo este suelo, todos los árboles son uno.

El bosque es infinito porque cambia todo el tiempo, pero también porque es uno y

el mismo.

Llevo lo necesario para esta travesía: piedras del fuego y la piel de nahuel rojo.

Debo hablar con Kumiray mañana por la noche, ella me dirá cuándo y con qué

fuerza vendrá Piren. Sin Piren blanqueando la montaña, el suelo y la copa de los

árboles, el bosque se pone débil. Todos, desde el huemul hasta el nahuel,

sabemos que es malo estar débil. Lo débil es comida fácil y, como no puede

conseguir comida con facilidad, se vuelve cada vez más débil. Estar débil es estar

muriendo y Elmapun no quiere eso. Él nos creó para que seamos un Todo cada

vez más fuerte.

Un machi debe ser cada vez más fuerte, cada vez mejor. Como un árbol, que

cuanto más hunde sus raíces en el suelo, tanto más cerca de Antu llega con sus

brotes. Somos junto al bosque, sin bosque no hay Wallmapu.

55
Los hijos ya no quieren al bosque. El mío se ha ido hace ya muchos inviernos.

La risa del invasor lo embrujó. El invasor ríe porque no sabe existir, ríe porque la

ignorancia es irrespetuosa. La voz del invasor es temeraria, grita “Aquí estoy yo” y

es capaz de cortarse una mano para demostrarlo. Se repliega sobre sí, como las

flores en la noche, porque es débil y asustadizo. No se despliega para fortalecer

su Todo, solo lo hace para destruirlo.

El invasor duerme y come más de lo que necesita, por eso tiene el color de

Piren y la forma de Kuyen cuando está llena.

El hijo de este machi se fue hace mucho y solo Elmapun sabe por qué.

Quedó cerca, pero vive el mundo del invasor, cambiando partes de nuestro Todo

por abrigos y alimentos que no salen de los hijos de Aitue. Fuera del Wallmapu,

por propia elección, mi hijo ahora cambia leña y peces por ropas y bebidas sin

espíritu.

En el mundo del invasor, una machi ya no puede dedicarse a sus saberes de

curación de enfermedades y expulsión de espíritus malignos. Solo ha de

contentarse con limpiar las rucas de los huincas.

En el mundo del invasor, un machi ya no puede dedicarse a su magia, ni

tampoco a hablar con los seres y espíritus del bosque. Ha de alegrarse

construyendo las rucas de los huincas bajo la furia blanca de Piren.

Antes muerto que cambiar mi magia por toda esa nada.

Leña y peces a cambio de ropas y bebidas sin espíritu, a eso se dedica el hijo.

Su cuerpo está cerca, pero su alma está embrujada por el mundo del invasor,

ajena al Wallmapu.

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Hijo que vino una vez a pisar de nuevo el suelo sagrado que lo vio nacer y

crecer. Llegó vestido de huinca, deshonrando al bosque que nos da todo lo

necesario para levantar una ruca y protegernos de la oscuridad y de la furia

blanca de Pirén.

Ya no entendí a mi hijo cuando me habló vestido de huinca. Quise, pero no

pude.

No sirve la magia para entender al huinca. Otros machis aseguran que el invasor

es un pueblo que viene de lejos, pero este machi sabe que el invasor no es un

pueblo. El invasor es un espíritu maligno, más maligno que Fiura y tan fuerte que

va comiendo hasta las almas de los que no son huincas.

No hay magia que lo pare, porque el espíritu del invasor no tiene ancestros para

honrar. Es un padre que se come a sus propios hijos y a los de otros,

devorándoles primero la cabeza de un solo mordisco. Y después de comerles la

cabeza de un mordisco, se los lleva hasta las profundidades de su maldad, como

hace el Cuero con los desprevenidos que por no verlo terminan en el fondo del

lago.

Así fue como el espíritu del invasor se ha llevado a la descendencia de este

machi al que solo le quedan la magia y el bosque.

Muchos inviernos pasaron desde que no está Kumiray. Aquel fuego terrible, que

se comió medio bosque, se la llevó. Le aparecieron llamas por los cuatro vientos y

no pudo escapar. Las cenizas de Kumiray fueron así tierra del bosque. Y más

luego fueron árboles creciendo y hojas y flores y pájaros y también animales que

hoy corren libres.

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Y en la noche de mañana va a mostrarse en la ruca quemada y este machi debe

estar allí para hablar con ella. Sé que va a estar ahí porque me lo anunció el

chucao con su canto. Con los ojos cerrados este machi vio a Kumiray cuando el

chucao cantó.

Y al caminar por el bosque, el chucao dijo chucao. Y al volver a la ruca a buscar

lo necesario para cruzar hasta el otro lado del bosque, gritó una cahuacahua

anunciando que del cielo caería mucha lluvia. Y más luego, cuando empezaba a

andar, cayó agua fría como Piren.

Y este machi no buscó refugio. Porque esas son las pruebas que Elmapun nos

pone a los machi. Pruebas que no podemos pasar con la magia. Pruebas que solo

se superan siguiendo, estando, que es la única forma que tenemos de ser dentro

de este Todo que somos.

Este machi sabe que hay peligros que no son pruebas de Elmapun, que son los

peligros que solo un machi puede ver. Como esas manchas de sangre fresca que

ahora mismo veo sobre los troncos y las hojas de estos árboles, señales que solo

pueden significar peligro. Ahora, debo ser más silencioso que el huillín, es

necesario que pueda ver antes de ser visto.

Ahí mismo, verde, gruesa y enroscada sobre ese lahuan, la veo a Pihuichen.

Hace como que duerme, apenas si asoma su lengua de dos puntas, haciéndola

vibrar. Olfatea el aire y todo lo que este le traiga. Cada colmillo de Pihuichen tiene

mi tamaño, pero con eso no me mataría, solo chuparía mi sangre. Pihuichen mata

con su silbido y luego vacía de sangre el cuerpo del desprevenido. Pero para ser

vaciado por Pihuichen, hay que ser visto antes de verla. Solo así es como ella

puede emitir su silbido letal.

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Desde lo más alto del lahuan, Pihuichen me mira. Levanta las alas sin plumas y

abre la boca ensangrentada. Muestra su saciedad y avisa que sabe que la he visto

primero. Aletea agitando las hojas de los árboles y, ascendiendo, se desenrosca

para irse hacia algún lugar en donde pueda descansar sin ser vista antes de ver.

La noche me sorprendió en la mitad del recorrido, todavía me queda medio

bosque por cruzar. Hice una fogata y me ubiqué más allá del alcance del fulgor,

donde la oscuridad me cubre. Me mantengo despierto, debo ver antes de ser visto.

Los ojos tardan en comprender las formas en la oscuridad. Escucho ramas

secas rompiéndose, más cerca del fuego cada vez. Desde la negrura que flota

entre dos árboles, emerge una figura que tardo en reconocer.

Se acerca tambaleando hasta la fogata y le veo la cara, está contento. Se sienta

bien cerca del fuego y, con las mejillas rojas, canturrea en mapuzungun antiguo.

Entonces sé, porque canta la canción del destierro y el fuego de los volcanes,

que es Copihue.

Me pongo de pie y, valiéndome de la voz del trueno, le digo:

—¡Copihue, genio borracho y malsano de las cumbres de fuego, dime qué

camino te trajo hasta aquí!

Copihue mira hacia los cuatro vientos, asustado como un pudú. Luego abre la

boca y se echa a reír.

—Me pareció haber escuchado a un machi queriendo hablar como el trueno para

asustarme— dice Copihue y, sentado así como está, sin parar de reír abre las

manos y de ellas salen tantas campanas rojas, pequeñas y refulgentes como este

machi nunca ha visto. Algunas caen al suelo y las demás se adhieren a ramas y

hojas alrededor nuestro.

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Un amplio círculo de luz, irradiado por las muchas campanitas dispersas, nos

abarca. Levanto mi mano de lanzar maldiciones y hago una advertencia.

—Copihue, genio borracho y malsano de las cumbres de fuego, si te atreves a

hacerme algún daño, la fuerza de todos los machis hará que ya no puedas

disfrutar de la chicha.

Copihue deja de reír, se pone de pie tambaleando por la borrachera y me

desafía con una de las intrigas ancestrales más conocidas.

—Si Elmapun es tan sabio, ¿por qué no elimina la maldad que Gualicho

desparrama sobre el Wallmapu?

No tardo en responder que si no hubiera maldad no podríamos saber qué es la

bondad y que por eso Elmapun es el más sabio. Y digo también que no soy

defensor del creador, sino un humilde sirviente de nuestro Todo.

—¿Y por qué hay algo en lugar de nada?— grita Copihue, a lo que le respondo

que no conozco esa respuesta, ni tampoco entiendo por qué está haciendo

preguntas de las que no le importan las respuestas.

Copihue se ríe y abre las manos, lanzando más campanas refulgentes.

—Te quiero, machi— dice, y se acerca con los brazos abiertos y los ojos

cerrados.

Trepo a un maitén cercano y, de un hueco de la piel de nahuel rojo que llevo

sobre los hombros, tomo un puñado de especias ancestrales que espolvoreo sobre

la cabeza misma de Copihue que, ahí abajo, abraza el tronco del árbol.

Apoyo la palma de mi mano sanadora en la frente de Copihue que, tendido boca

arriba en el suelo, murmura algo incomprensible en una lengua que suena como el

antiguo mapuzungun. Solo escucho, con toda claridad, los nombres de seres

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malignos poderosos, como Trauco y Fiura, que Copihue repite varias veces antes

de dormirse profundo.

Busco un canelo para recostarme. Con los ojos cerrados, trato de ver las

respuestas evocando el pasado.

Veo a un tal Carriqueo, que ha llegado al machitun con la mandíbula ladeada.

Cuenta que al llegar a su ruca, ha visto a Trauco trenzado con su hija,

embrujada esta por el poderoso enamoramiento que este ser maligno prodiga con

su aliento a toda mujer que tenga cerca.

Por ser hombre, Carriqueo ha visto a Trauco tal como este es: un enano

horrible, que como pies solo tiene talones.

Al verse descubierto, el Trauco ha mirado fuerte a Carriqueo y así le deformó la

quijada.

El tal Carriqueo se ha acercado al machitun con la esperanza de ser curado,

pero el daño ha sido severo. Hueso astillado. Nada pudo hacerse.

Veo también agua cayendo. Agua profunda y arena.

Un puñado de arena. Piedrecitas de arena.

Ahora, veo la piel de piedra de la montaña desnuda asomando entre la

vegetación.

Al costado del tronco de un lahuan ancestral, casi oculta, descubro una cueva

oscura.

Oscuridad de la que asoma una figura pequeña y de enormes pies.

Un ojo que brilla al encontrarse con la pálida luz de Kuyen.

Media cara tapada por pelo negro muy largo.

Pelo negro muy largo siendo peinado con un peine de plata.

Peine de plata sostenido por una mano firme, nudosa y gris.

61
Hijos que ya no están.

Madres llorando.

Hombres ya sin rumbo, enloquecidos, penando por el bosque.

Deformaciones y torceduras de caras y miembros.

Una boca arrugada y seca que se abre apenas, mostrando unos pocos dientes

amarillos.

Carcajada seca que crece, se expande y corta como a cuchillo el silencio del

bosque. Es la risa de Fiura, hija de Trauco que lo supera en maldad.

Dejo de ver lo que sugieren los ancestros, todo ha vuelto a ser oscuridad. Abro

los ojos. Copihue se ha ido. Las campanitas refulgentes van extinguiéndose y en

su lugar quedan flores secas y marchitas.

Algo no está bien con la presencia de Copihue en el bosque, él es un ser de las

altas cumbres y el valle. Que vague por el bosque nada más puede responder a la

búsqueda de refugio cuando se acerca alguna calamidad.

Amanece. Sigo el rastro de Copihue, que ha quedado bien marcado,

zigzagueante, entre la hojarasca. Se dirige hacia donde sale Antu. Lo sigo porque

presiento que algo se acerca y no es Kumiray. Lo sigo porque si algo se acerca

debo ver antes de ser visto, porque un machi es poderoso solo cuando ve primero.

Me muevo por el bosque como la brisa suave. Ya entran los primeros rayos de

Antu entre las hojas más altas de los árboles. Los pies de un machi nunca hacen

ruido ni dejan huella. Me cuidan mis ancestros, soy todo lo que ellos anhelaban,

no puedo avergonzarlos.

Estoy llegando a los límites del bosque sagrado. A través de aquellos coihues

puedo ver el lago en el que, durante el primero de todos los inviernos, Elmapun

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venció al nahuel. Como hay un poco de niebla sobre el lago y me parece ver algo

en el agua, me acerco un poco más, casi hasta el límite.

Veo un wampo flotando. Es un wampo de los que hace el invasor, pero un solo

hombre va encima. Rema muy despacio, como si no quisiera molestar a la madre

de todos los peces. Lo vi antes de ser visto y me voy antes de que me vea. Ahora,

soy un poco más poderoso y vuelvo a internarme en lo profundo del bosque.

No he perdido el rastro de Copihue, sino que este ha salido del bosque y debe

haber seguido su viaje caminando entre los arbustos, bordeando el lago. Y un

machi no camina entre los arbustos, porque puede ser visto antes de ver y ya no

sería parte del Todo, sino nada más que un hombre caminando entre los arbustos

que bordean el lago.

Nunca pude ser un simple hombre caminando entre arbustos, siempre fui machi.

No se es machi por propio intento, sino que a uno le es dado serlo. Es una orden,

como un rayo que cae del cielo. Un día, siendo niño, uno se cae como muerto y

los demás llaman a una machi para que haga sus curaciones.

Al despertar, todavía sin ser dueño de sí mismo, uno toma el kultrun de la machi

y canta la oración de las almas auxiliadoras y protectoras. Y más luego, uno sigue

diciendo oraciones toda la noche. Después, la sabiduría y la magia le van siendo

dadas a medida que uno aprende a ver antes de ser visto.

Mi padre no quería un hijo machi, acusó de brujería a la machi que vino a

hacerme curaciones. Pero toda la comunidad acudió a convencerlo de que era

bueno que hubiese un machi y que uno no caería en brujerías por ser niño y no

conocer aún la maldad. “Este niño nada conoce de brujos y ha de ser machi por

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voluntad del Todo”, le dijeron. Entonces mi padre dijo que me dejaría ser machi y

esa misma noche comenzaron los preparativos para mi iniciación.

Vinieron machis de todo el valle, entonces éramos muchos lof y vivíamos allí, en

la zona del valle. También vino Rancal, que en ese entonces era el machi más

poderoso. Todavía no era el calcu en el que se convertiría más luego, brindando

su saber solo a quien pueda pagarlo.

Dos días duró la celebración de mi inicio como machi. Me pintaron el cuerpo

entero con sangre de cordero y se preparó carne cocida y chicha para toda la

concurrencia. El festejo empezó con un baile al son de los tambores. Las machis

más viejas rodearon a mi padre y le cantaron así:

Sangre que baña

de cordero sagrado

al niño machi.

Signado está

el machitun lo quiere

un machi será.

De nahuel rojo

el machi poderoso

la piel vestirá.

En el Wallmapu

un machi bondadoso

sabrá caminar.

64
Y después, Rancal, que ya era el machi más poderoso del valle, se paró en el

centro de la reunión y dijo sus palabras de cuidado y bienvenida, que hoy siguen

siendo las mismas que todo machi debe saber.

“Signado con sangre, el machi dirá siempre oraciones valederas en toda ocasión

y será así rico en favores de su comunidad. Entonces no pasará vergüenza ante

ningún enfermo, nunca se hablará mal de él y, por donde pase, siempre se dirá

“Ahí va un buen machi”. Y habrá para él, en cada ruca, un vaso de chicha y un

buen pedazo de carne cocida”. Dicho esto, empezó el baile.

Todos bailaban y ahí es cuando uno experimenta el arte, cuando vienen las

voces de los espíritus buenos que hablan a través de uno. El cuerpo empieza

como a temblequear y las palabras vienen solas. Que va a atender a los enfermos,

dice uno, y que le devolverá la salud a todo aquel que así lo necesite. También

dice uno que aprenderá la magia con respeto y nunca la usará para hacer el mal,

ni tampoco levantará jamás la mano contra un hermano.

Después, tuve que dar a cada machi presente una olla grande de caldo con

carne y llenarles el vaso de chicha, para que no digan oraciones en mi contra y

estén siempre dispuestas a ayudarme. Que hablen bien de un machi hace un poco

más poderosa a su magia.

Así es como uno se hace machi, no por propia ocurrencia, sino por señalamiento

del Todo. Y cuanto más temprana es la edad a la que uno es señalado, tanto

mejor machi será, porque más tiempo tendrá para aprender, para ser ayudado.

Mi padre ha sufrido bastante al criarme y luego tuvo que sacrificar cinco

corderos para honrar mi ceremonia de iniciación. Pero luego, el agradecimiento de

las gentes por mis curaciones no solo llenó de animales el corral de mi padre, sino

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que también le hizo levantar nuevos corrales. Y después, anduvo mi padre por ahí,

diciendo a todos que esto y aquello lo tenía gracias a su hijo, el buen machi.

Entonces era un buen machi, sí, pero mis visiones eran todavía jóvenes,

borrosas. Mis manos todavía no se parecían a la corteza del coihue, ni mis pies

eran silenciosos y livianos, como hoy. Aún no era poderoso, todavía no tenía

colaboradores ni tampoco esta piel de nahuel rojo.

En un pequeño claro del bosque, a la vera del arroyo Culebra, me siento a

descansar sobre una de mis rocas. Aprovecho para tomar un poco de agua fresca,

a la que agrego un puñadito de polvo de Palo de los Brujos, y me quedo

observando un quetri.

Los varios troncos de un quetri. La corteza roja siempre suave, siempre fría. La

necesidad de agua que tiene y, también, la necesidad de vivir siempre cerca de

otros. Los nuevos, que al crecer unirán sus raíces con las de los antiguos.

Todos los quetris que hay en el recorrido de este pequeño arroyo, son tocados

por el agua que nace en la montaña y desemboca en el lago en el que Elmapun

venció al nahuel. Cuanto más juntos están los quetris, tanto más hermosos y

parecidos entre sí serán.

El quetri solitario no solo es raro de encontrar, sino que suele crecer deforme,

con nudos que delatan sus cambios de dirección, sus dudas vitales, las

incertidumbres de la desolación.

Vivir entre iguales lo hace a uno más igual. Cuando vivíamos en el valle fuimos

una hermosa comunidad, cada vez más grande, cada vez más de iguales. Pero

luego, el invasor con distintas astucias y fuerzas nos fue desplazando y

66
separando. Las familias nos fuimos achicando y distanciando, a veces por muerte

y otras por falta de entendimiento.

El invasor compra lo que no puede embrujar y mata lo que no puede comprar,

porque le teme a todo aquello que no sea como él y desconfía de todo aquello que

se le parezca.

Una noche, despertamos en medio de las llamas. Ardía nuestra ruca y los

corrales, abiertos y vacíos, eran desarmados por huincas de a caballo que

portaban rifles y pistolas. Son muchas las batallas perdidas, muchos inviernos han

pasado desde que a nuestro Galvarino le cortaron las manos por alzarse en armas

contra el invasor.

Mi padre caminó hacia la cordillera sin decir palabra y nosotros lo seguimos.

Veinte días anduvimos antes de llegar aquí. Por donde pasamos, vimos la mano

pesada del invasor. Campos quemados, rucas vueltas cenizas, cuerpos

resecándose a la intemperie. La tristeza de que a uno lo ande buscando la muerte

solo por no poder ser otra cosa que lo que ya es.

El bosque más lejano fue nuestro último refugio. Este mismo bosque del que ya

éramos parte desde antes de conocerlo. Este mismo bosque en el que pasean los

espíritus de mi padre, mi madre y mis hermanos. El bosque sagrado, la última

morada de mi familia, el Todo que nos comprende.

Camino siguiendo el curso del arroyo, hacia el nacimiento de estas aguas. Estoy

en la zona más nueva del bosque, donde los árboles son jóvenes y Antu llega con

más fuerza. Conozco bien este territorio, es la mitad de bosque que se comió el

fuego. El mismo fuego que hace tantos inviernos se llevó a mi tan querida

Kumiray.

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Este machi salvó de la muerte al padre de Kumiray. Desde el otro lado de la

cordillera habían venido a buscarme, resultó que hasta ahí había llegado mi

nombre. Y caminé cuatro días, con sus noches, para ir a ver qué podía hacer por

ese hombre de gran valía, lonco de una comunidad como en algún tiempo fue la

nuestra.

Y le curé un mal de cabeza y panza que lo tenía a mal traer, con calores y

temblequeo, convaleciente. Una noche entera este machi fumó y echó el humo

sobre el cuerpo de aquel lonco, diciendo oraciones valederas para ahuyentar al

espíritu maligno que allí se había asentado.

Y ahí tuve la primera visión clara como el agua de este arroyo, en la que el

lonco me ofrecía un pedazo de carne cocida. Entonces supe que se pondría bien,

apagué el cigarro y aquella noche ya no dije más oraciones.

Al día siguiente, bien temprano, vino el lonco a agradecer a este machi las

curaciones realizadas y como muestra de generosidad me ofreció en matrimonio a

su hija menor, la hermosa Kumiray. Esa misma noche se hizo la ceremonia y

recibimos los buenos augurios de todas las gentes presentes.

Cuatro días con sus noches nos llevó el regreso a la ruca del bosque. Y en esos

cuatro días nos conocimos como de toda la vida. Y cuando uno, en tan poco

tiempo, puede entenderse tan bien con alguien que no conoce, es porque se trata

del destino.

No ha sido que conocí a Kumiray por haber salvado a su padre, sino que su

padre enfermó para que nosotros nos conociéramos. Así lo cree este machi, que

ahora camina por el bosque que tantas veces nos vio juntos, este bosque nuevo

que ahora mismo huele como ella.

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Este machi se fue haciendo machi poderoso, el más poderoso. Pero aún así no

me fue concedida la posibilidad de curar a mis padres de los años que cargaban.

Tampoco pude sanar a mi hermano del embrujo del invasor, que con promesas de

oro se lo llevó a vivir amontonado. Ni pude evitar que mis dos hermanas, siendo

poco más que niñas, un día desaparecieran, sin dejar más rastros que las huellas

de los cascos de cuatro caballos que, saliendo del bosque, seguían en dirección al

pueblo del invasor.

De pronto, en este bosque y en un solo invierno, fuimos nada más que dos.

Pero más luego, seríamos tres. Cuando llegó el hijo, vino la primavera a

nuestros días. Creció sano y bien fuerte. Kumiray dijo que estaría bien que

aprendiera del mundo del invasor, que el Wallmapu se hacía cada vez más chico,

que cada vez más hermanos adoptaban las oraciones y las ropas del huinca, que

se podría sobrevivir con solo aprender el saludo huinca y que hijo seguiría

hablando el mapuzungun y viviendo aquí, con nosotros.

Y así fue como el hijo durante varios inviernos caminó medio día para ir y venir a

eso que el huinca llama “escuela”. Ahí estaba el hijo cuando ardió esta mitad del

bosque y este machi andaba del otro lado de la cordillera, buscando Palo de los

Brujos.

He llegado al pozón que recibe el torrente del salto de los penitentes. El agua

cae en forma de espuma y su sonido tranquiliza a los espíritus. Es este uno de los

lugares mágicos del bosque. Aquí vienen a beber tanto el pudu como el nahuel

rojo, lo hacen al mismo tiempo.

La orilla es de una arena fina que tiene el color de Piren. Eso era lo que más le

gustaba a Kumiray. Siempre veníamos a este lugar. En el camino, juntábamos

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algunas frutas y las comíamos aquí, en esta misma playa, sobre esa roca que

asoma en la arena.

Siguiendo el sendero de los animales, me aparto del arroyo. Camino unos pasos

y giro la cabeza para contemplar una vez más el salto de agua. Oigo el sonido del

agua entrando en el agua, pero hay algo más, como por debajo de ese estruendo,

suenan unos golpes secos.

Por el sendero, subo la pendiente, alejándome del agua que cae para prestarle

más atención al otro ruido.

Los golpes suenan más cerca y más fuerte, ya los oigo por encima del sonido

del agua cayendo en el agua. Son golpes de hacha.

Sigo subiendo por el sendero y ahora solo se escuchan los hachazos, pero

vienen desde todos los árboles del bosque, que empiezan a girar a mi alrededor y

todo se hace verde, más verde. Me dejo caer de rodillas y, antes de desplomarme,

alcanzo a meter en mi boca un puñadito de polvo de Palo de los Brujos.

Abro los ojos y, ahí nomás sobre el pasto, al alcance de mi mano, veo dos

piernas que como pies solo tienen talones. Percibo el olor hiriente de los espíritus

malignos y miro hacia arriba. La cara deforme de Trauco me mira, sonriendo. El

hacha descansa en su hombro.

—Estás viejo, machi.— dice Trauco, moviendo esos labios que parecen

babosas, dejando ver dos o tres dientes torcidos. Me pongo de pie y ahora es

Trauco quien tiene que mirar hacia arriba. Levanto las manos todo lo alto que

puedo estirarme. El enano maligno, con torpeza, retrocede unos pasos y,

apoyándose en su hacha como si fuese un bastón, me advierte que aunque este

machi sea inmune a su mirada torcedora de mandíbulas, él aún tiene el

vuelacabezas.

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Con las manos en alto, usando la voz del rayo, digo:

—Trauco, ser maligno odiador de los hombres, te ordeno que guardes tu hacha

donde este machi no pueda verla y permitas que siga su camino ascendente.

—Estás viejo, machi, te haría un favor más grande volándote la cabeza. Dime,

¿por qué quieres seguir por este sendero?

—Trauco, ser maligno de baja estatura y figura horripilante, este machi no es un

calcu, este machi no revela sus propósitos a los malvados. Fuera de mi camino.

—Machi que no es amigable, machi que pierde la cabeza.— dice, mientras con

mucha torpeza avanza con el hacha en las manos.

Me quedo parado en el mismo lugar, porque los seres malignos no pueden hacer

daño físico a los machis. El filo del hacha zumba muy cerca de la boca de este

machi, casi bajo la nariz. Por el sendero, retrocedo sin tocar el suelo y me detengo

en la arena de la orilla del pozón. Aquí espero a Trauco que, dando pasos cortos y

torpes, viene con el hacha en las manos, mordiéndose las babosas que tiene por

labios.

Se acerca y levanta el hacha, como para bajarla de un solo golpe que la hunda

hasta el mango en el pecho de este machi. Abro la mano y dejo caer un puñado de

arena sobre la arena. El enano maloliente abre los ojos bien grandes, deja caer un

chorro de baba y suelta el hacha, que cae a sus espaldas. Se arrodilla ante mí y

comienza a contar las piedrecitas de arena, hechizado por un entretenimiento que

lo ocupará hasta que llegue Piren y lo cubra todo.

He retomado el sendero de los animales y ahora contemplo desde arriba el salto

de los penitentes. Allá abajo, Trauco cuenta granitos de arena y solo Elmapun

sabe cuántas mujeres menos serán engañadas, abusadas y preñadas por este

71
enano maligno que ahora se entretiene. Solo Elmapun sabe cuántos hombres

estarán a salvo de que Trauco les deforme la quijada con solo mirarlos. Solo

Elmapun sabe cuánta menos maldad habrá en el Wallmapu mientras un monstruo

esté entretenido.

No importa el cansancio, tengo que llegar antes que la noche. El machi ya tiene

sus años, pero aún puede caminar. Despacio, voy cruzando el bosque que

conozco tanto como a mis oraciones. El sendero de los animales ya no es visible,

se ha ido ramificando, separándose en distintos rumbos entre los árboles, hasta

desaparecer.

Ya no hay sendero, pero igual puedo seguir el rumbo. En el tronco del raral,

siempre están esos hongos que crecen ocultándose de Antu. El pitío arma su nido

protegiéndolo del viento que sopla desde la cordillera. En un claro en el bosque,

puede uno mirar hacia arriba, ubicar a Melipal, ver hacia dónde apunta su luz más

brillante y tener por cierto que la salida de Antu será del lado del corazón.

Me pregunto cuánto de todo esto habrá aprendido el hijo antes de irse. Este

machi piensa que el hijo se ha ido por no haber llegado a aprender lo suficiente.

La escuela del huinca le robó el tiempo del espíritu, que es la esencia de la vida

temprana de todo miembro de nuestra comunidad. Al hijo, la escuela del huinca le

habló de cosas que este machi no conoce y más luego el hijo ya no quiso oír las

cosas que sí conoce.

Solos, el hijo y este machi, ganados por el silencio de la tristeza, levantamos la

ruca nueva en el otro lado del bosque, más cerca del lago, fuera de esta mitad

maldita arrasada por el fuego, muy lejos de la escuela del huinca. Pocos días

después, este machi volvió de una travesía de recolección de especias y el hijo se

había ido.

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Muchos inviernos pasaron hasta que regresó, vestido de huinca, deshonrando al

bosque y a su padre. No hubo entendimiento. El hijo me contaba del mundo del

invasor y nada me parecía más interesante que contemplar una hoja de pellín en

otoño.

Le conté que ya era un machi poderoso con colaboradores, y el hijo me preguntó

que dónde estaban. La pregunta me resultó ofensiva, pero así y todo le contesté lo

que debería saber: que los colaboradores son los espíritus de machis que en vida

han aprendido algo de este machi y que por eso, en situación de necesidad,

pueden ser convocados a prestar su ayuda.

Pero el hijo pareció no entender lo que le decía. Tampoco aceptó mi pipa, ni

quiso un vaso de chicha. Se fue sin saber cómo saludar y este machi se quedó

sentado al lado de la fogata, fumando de la pipa, repitiendo en silencio la oración

de la despedida.

Las piedras que veo dispersas en el suelo son cada vez más grandes. Me

acerco a la montaña, ya estoy cerca de la ruca quemada. La luz de Antu ya se va

retirando y comienza a soplar de frente el viento de la cordillera. Pero este machi

sigue, cubriéndose con la piel de nahuel rojo, avanzando entre las muchas hojas

secas que vuelan.

Cortando como una piedra laja el silencio de los árboles, me llega una risotada

llena de maldad que enseguida reconozco. Si hay un ser malvado con el que

ningún machi quiere encontrarse, es este. Un ser tan despiadado que algunos

machis afirman que es un demonio introducido por el invasor, pero esto no puede

ser así porque es bien sabido que su padre es Trauco.

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Aún no es noche cerrada, pero el bosque está casi a oscuras. El viento se hace

más fuerte y ahora vuelan hasta ramas pequeñas. Busco reparo en el hueco de un

lahuan ancestral y con mi mano de enfrentar seres malignos tomo un puñado de

especias sagradas. Aún lleno de dudas, este machi se prepara para enfrentar a

Fiura.

Este machi sabe que la lluvia está cerca, ya se oyen los estruendos y el bosque

se ilumina de manera fugaz. Me asomo al ventarrón y, a la luz de los relámpagos,

veo la piel de piedra de la montaña desnuda asomando entre la vegetación. Y en

la piel de piedra de la montaña desnuda hay una cueva. Y de la oscuridad de esa

cueva emerge algo que destella. Es un peine de plata con el que una mano

nudosa peina una larga cabellera negra que cubre la mitad de una cara

monstruosa. La mitad de una cara monstruosa que abre la mitad de una boca.

Entre los dientes afilados asoma una lengua bífida, negra y brillante, que con sus

dos puntas se despliega como una culebra, y volando muy rápido, viene

zigzagueando entre los troncos de los árboles, para terminar clavándose en los

ojos de este machi.

La carcajada de Fiura retumba en todo el bosque y ahora es todo noche cerrada

para este machi. Tirado boca arriba, escucho cómo se acercan las pisadas de los

enormes pies de la enana Fiura, la madre de todos los seres malignos del bosque.

Percibo el olor acre de su pelo largo que roza mi cara, la escucho respirar, huelo

su aliento a animales muertos mientras me dice:

—No solo el machi se vuelve más poderoso, Fiura también, pero no tanto como

para matarte —y apoyando los labios resecos en mi oído, susurra— No todavía.

El viento se detiene, ya no siento a Fiura sobre mí. Todo está en silencio, todo

es oscuridad. Me pongo de pie y un líquido espeso me corre por las mejillas.

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Estiro las manos hacia adelante y, con cuidado, tanteando árboles y ramas,

camino en dirección a la ruca quemada.

A poco de andar, escucho el piso de hojas secas crujir bajo unos pasos que se

acercan, deteniéndose justo delante de este machi. Una presencia silenciosa se

interpone en el rumbo que estaba siguiendo. Pregunto quién es y una voz muy

baja, como hablando en secreto, me dice:

—Soy Cuca, machi, y hablo en voz baja por miedo a Fiura.

—Cuca, duende bondadoso que asiste a los extraviados, por favor ayuda a este

machi ciego a llegar hasta la ruca quemada.

—El machi estaba tomando otro rumbo, porque el machi además de ciego, está

perdido— dice Cuca y, al tomarme de la mano, puedo ver a través de sus ojos.

Desde la mirada de Cuca, los árboles se ven más altos y gruesos, aunque ya

casi no hay luz. Me veo a mí mismo a la cara, cubierta por la sangre que chorrea

desde las cuencas vacías de los ojos, manchando la piel de nahuel rojo. La

penumbra va ganándolo todo, ocultando cada vez más detalles.

Avanzamos entre inmensos troncos de coihues, lahuanes, rarales y pellines,

hasta llegar a un claro cubierto de altos pastizales. Enseguida reconozco el lugar,

hemos llegado a la ruca que fuera quemada tantos inviernos atrás. Cuca se

despide, suelta mi mano y todo vuelve a ser oscuridad.

Parado en el centro del lugar, me siento en la posición de decir mis oraciones

valederas. Ha llegado el momento de convocar a mis colaboradores. Levanto las

manos a la altura de mi cara, con las palmas vueltas hacia arriba, y con la voz del

trueno, realizo la invocación. Enseguida, percibo cómo el aire que está sobre mi

cabeza se vuelve más denso y, despacio, comienza a girar, formando poco a poco

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un remolino lento, pero potente, que termina por cubrir todo el espacio en el claro

del bosque.

De a uno, van corporizándose mis colaboradores, machis en deuda conmigo.

Aylén, Llantén, Lihuén y Rayen. Sentados en posición de decir oraciones

valederas, un colaborador en cada extremo y este machi en el centro, recuperando

la visión, viendo cómo el pasto decrece, como tironeado desde abajo, y las

paredes de madera de canelo vuelven a levantarse y el techo de paja vuelve a

estar ahí arriba.

La noche se cierra por completo. Puedo ver desde mis cuencas vacías gracias a

mis colaboradores y confío en que serán verdades todo aquello que me permitan

observar. Como esta luz intensa que empieza a desplegarse frente a mí, un fulgor

creciente que va adquiriendo forma de gente, hasta que distingo a la misma

Kumiray que ahora me observa.

Se ve tan hermosa como la última vez que la vi, pero hay tristeza en sus ojos.

Apenas si sonríe y me dice que tiene que hablarme de Piren, pero que no se trata

solo de Piren, sino del Wallmapu. Que la maldad se ha ido comiendo al Wallmapu

porque los buenos han sido cada vez menos, me dice. Y que han sido cada vez

menos por dejar de creer en sus hermanos. Que no sirve un machi poderoso si

solo es uno. Que no hay comunidad sin magia, como no hay magia sin comunidad.

Que Piren vendrá, y que lo hará con mucha fuerza, como nunca se ha visto. Y que

será la última vez, pero no para Piren, sino para el Wallmapu. Y que lo único

valedero que queda en pie del Wallmapu, es este machi ciego.

Kumiray cierra los ojos y llora lágrimas de plata, que caen al suelo formando

bolitas. Miro a mis colaboradores y trato de recordar qué cosa aprendió cada cual

de este machi. Me pregunto quiénes son en verdad estos seres refulgentes que

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me han devuelto la visión para ver a Kumiray, si no serán acaso un engaño de

Gualicho. Este machi empieza a cuestionarse lo que ve a través de otros. A

desconfiar de sí mismo y de los demás. Y así, creciendo la incertidumbre por

dentro, se debilita la luminosidad que irradian los colaboradores.

Uno a uno, se van extinguiendo, apagándose, y la visión de este machi se va

borroneando, oscureciendo, mientras los pastos crecen con rapidez y el techo y

las paredes recuperan su forma de restos carbonizados, ocultos por la vegetación.

Cuando la luminosidad del último colaborador se extingue, vuelve la oscuridad

absoluta.

Solo, en medio de la noche cerrada, escucho el golpe seco y pausado de un

kultrun cada vez más lejano que, en ese apagarse, va anunciando cómo avanza,

inevitable y lento como nube de tormenta, nuestro destino de pueblo perdido.

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¡Muchas gracias!

Sebastián Fonseca nació en Montevideo en 1974 y se radicó en Argentina

en 1984. Es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires.

Reside en Bariloche desde 2012. Recientemente ha sido distinguido en

narrativa por Vida dichosa (primer premio de novela de la Editorial de la

Universidad Nacional de Río Negro, 2019) y con Pueblo perdido obtuvo el

primer premio en el certamen 2016 de la Editora Municipal Bariloche.

En poesía, obtuvo reconocimientos por La Palabra Acorralada (tercer

premio Universidad Nacional de Moreno, 2018), Redes sociales (primer

premio Editora Municipal Bariloche, 2017), Los oficios (mención especial

Editorial Universidad Nacional de Río Negro 2017).

Algunos de sus textos forman parte de Patagonia Literaria VI. Antología

poética del sur argentino, Editorial Inolas, Potsdam, Alemania, 2019.

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Contenido

El asistente............................................................................................................................................8
El pescador.........................................................................................................................................32
El machi..............................................................................................................................................55

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