Nota de la Autora Este libro, pretende ser un paseo por un lugar atractivo en un tiempo difícil. Jerusalén, a principios del S.XIII, resultaba un escenario complejo en el que cristianos y musulmanes se disputaban su hegemonía y control. No pretendo crear polémica y siento un profundo respeto por todas las creencias, religiosas o no, pero el libro está escrito desde el punto de vista de unos personajes ficticios y sus opiniones les pertenecen, aunque suene extraño, solo a ellos. He intentado ser lo más fiel posible a los datos históricos de los que he dispuesto, así como a algunos de los personajes históricos que aparecen, aunque he tenido que amoldar la realidad en ocasiones en virtud de la trama. Pido disculpas por ello a los más escrupulosos, pero lo he considerado necesario y espero que sepan entenderlo. La parte del desierto y la vida nómada de “los hombres azules”, es la que más me atrae. Sin duda, el pueblo tuareg, tiene algo romántico que de inmediato te invita a soñar… o puede que solo sea yo. He intentado reflejar de la forma más fiel su cultura y costumbres, aunque también me he permitido algún desliz. Aun así, espero que sirva para dar a conocer un poco mejor este pueblo al lector. He incluido un glosario con los términos que aparecen durante el relato y que he querido respetar en su lengua, pues me parecía interesante y servían a mi propósito, trasladar al lector a un espacio y tiempo distintos. Sin embargo, no he pretendido hacer una novela histórica, sino un relato entretenido y de ficción, que espero que les resulte a veces emocionante y otras conmovedor. ◆◆◆ Glosario Tahawit: Palanquín de mujer para montar en camello. Ettebel: Es un gran recipiente de madera de atas (Acacia albida) o de tuwila (Sclerocarya birrea), cubierto con una piel de vaca blanca (la piel de una vaca blanca con exclusión de cualquier otra). El cuerpo está cubierto de inscripciones de suras del Corán escritas con pluma. En su interior hay amuletos, textos coránicos escritos en papel y protegidos por un estuche de cuero y pepitas redondas de oro que hacen ruido al rodar cuando se mueve o golpea el tambor. Amenokal: Caudillo guerrero, jefe supremo, elegido dentro del marco restringido de algunas familias y, en caso de candidatos con derechos equivalentes, se tienen en cuenta las cualidades morales que se reconocen a cada uno. Antaño, el Amenokal detentaba el ettebel, o tambor de guerra, insignia que materializaba la posesión del poder, el cual se extendía sobre un conjunto que agrupaba a las tribus puestas bajo su protección. Amajegh: Constituyen la nobleza, o más exactamente la aristocracia guerrera, detentan el poder político y participan en todas las guerras. La imagen del amajegh es la de un hombre que no teme a nada y cuyo valor moral debe igualar su coraje físico. Imajeghan: Es el plural de Amajegh. Djinns: Espíritus de fuego que habitan en una especie de mundo subterráneo, ya que Ibis (también llamado Seitán), un demonio de la religión islámica, es su padre y Señor. Moraban perpetuamente en el desierto, y solo se dejaban ver por los peregrinos extraviados y por los dementes. Imzad: Vihuela. Yihad: Guerra Santa. Ahal: Una especie de corte de amor que se desarrolla en un lugar definido fuera del campamento o en una tienda erigida con tal finalidad. En esos encuentros participan las jóvenes a partir de la edad núbil y sus pretendientes, así como los hombres divorciados y aquellos cuyas esposas se hallan ausentes siempre que no sean demasiado viejos. Las mujeres mayores acuden como espectadoras. Tassufra: Bolsa de cuero para guardar la ropa. Zakkat: Especie de adorno de plata que se coloca alrededor del cuello. Asad: El león Tazerwalt: Ojos azules. Haytam: Joven halcón. Abaraï Baraï: Sería una especie de hombre del saco. Los tuaregs cuentan historias sobre él a los más pequeños para que no se alejen del campamento. Morabito: Conforman en el mundo tuareg una categoría social precisa por oposición a las demás. Entre los ellos se encuentran morabitos particularmente instruidos que imparten justicia y ante quienes se presentan las diferencias entre particulares o familias. Uno de sus papeles más importantes en el seno de las confederaciones es apoyar a los guerreros confeccionándoles amuletos. Sloughi: Un lebrel de fina estampa y largas patas, utilizado en la caza y objeto de una cría esmerada. Es un animal precioso pero con el que no se comercia. No es capaz de esfuerzos prolongados y no es adiestrado para guardar el rebaño. Su única utilización es la caza y cumple de maravilla, no por su olfato, sino exclusivamente por su gracia y velocidad Awinagh: Una variedad de camello de pelaje pío agrisado y cada ojo de un color distinto. Muy apreciado entre el pueblo tuareg. Al-Iskandariyya: Antiguo nombre de Alejandría. Misr: Pueblo a las a fueras de El Cairo. Dul-hiyya: El tiempo de la peregrinación, duodécimo del calendario musulmán. Bakkah: nombre antiguo de La Meca o de la zona donde se encuentra. Hajj: Peregrinación a la Meca. Madinat al-Qahira: Nombre antiguo de El Cairo. Kaaba: La Kaaba es un lugar de adoración con forma de cubo, cuya fundación, unos 2000 años antes de nuestra era se atribuye a Abraham y su hijo Ismael. Pozo de Zamzam: Es un pozo considerado sagrado ubicado en La Meca a pocos metros al este de la Kaaba. Todos los musulmanes que realizan la Gran Peregrinación o Hajj beben de sus aguas, consideradas medicinales, la recogen en algún recipiente para llevarla a sus lugares de origen, y procuran sumergir en sus aguas el sudario con el que serán amortajados cuando mueran. Ihrâm: Es el estado de sacralización o consagración ritual en que debe encontrarse quien realiza los ritos de peregrinación a La Meca. Simboliza la entrada en el universo sagrado. El peregrino debe someterse a una purificación física completa. Muzdalifa: Lugar destinado a la oración nocturna en el que los peregrinos, en su viaje a la Meca, buscan las piedras que más tarde, usarán en lo que se conoce como la “Lapidación del Diablo”. ◆◆◆ PRÓLOGO Hacía tiempo que no veía a Ana, aunque sabía que lo estaba pasando realmente mal. Estaba destrozada. Miguel, luchaba con todas sus fuerzas, que a estas alturas no eran demasiadas, ya no por sobrevivir, él sabía que su final era inminente, esa lucha ya la había librado y el cáncer había salido victorioso, luchaba, simplemente, para que Ana no sufriera demasiado. No más de lo que pudiera soportar. Después de hablar con su médico, vino a verme. Necesitaba hablar con alguien y sabía que Ana se pondría hecha una fiera. Había rechazo el nuevo tratamiento propuesto por el doctor Ibáñez y toda medicación, se vio reducida a morfina. ¿Qué sentido tenía seguir luchando? ¿Para qué alargar la agonía? Ya habían hecho todo lo posible; se había sometido a varios tratamientos e intervenciones con el fin de reducir primero y limpiar después la parte afectada. Quimioterapia, radioterapia… Había pasado por un infierno, arrastrando a Ana con él, sin poder evitarlo. Lloraba desconsolado, no por miedo a morir ni porque se lamentara de su mala fortuna, lloraba por Ana. Por el dolor que sabía que sentía y por el que sabía que aún estaba por llegar. Me pidió que estuviera a su lado y que no la dejara sola. Que cuidara de ella. La muerte, tardó un mes más en hacer su trabajo. No fue una muerte dulce, pero Miguel la agradeció profundamente. Por fin un poco de paz. Sin embargo, Ana era testaruda y jamás aceptaba una derrota. No era capaz de entender las razones de Miguel y no le perdonó que se rindiera. Casi se sintió traicionada. Se conocieron en el instituto. Él acababa de llegar de Barcelona y el destino les obligó a compartir clase. No tardaron mucho en decidir que eso no sería lo único que compartirían. Se compenetraban a la perfección, entendiéndose como si funcionaran con una sola mente, con la complicidad de dos hermanos siameses. Formaron un equipo invencible desde el primer día. Ana estudió informática y Miguel, periodismo. Ana encontró trabajo primero y Miguel, consiguió ganarse un puesto como fotógrafo en un periódico local. No ganaba mucho, pero junto al sueldo de Ana, se arreglaban bastante bien. Pronto decidieron casarse. Su vida transcurría acorde a sus planes, paso a paso. Sin prisa, pero sin pausa. Avanzando juntos en una misma dirección. Lo siguiente, según la lógica de Ana, era formar una familia. Ana quería hijos y Miguel, no era capaz de negarle nada. En el fondo, él también lo estaba deseando. Justo después de decidir que había llegado el momento de empezar a buscar descendencia, llegó la fatal noticia. Al principio, simplemente lo pospusieron, seguros de que Miguel saldría de aquel bache pasajero. Solo era un revés. Evidentemente estaban preocupados, pero la esperanza y la fe que sentían en la vida, les hacía pensar que tenía que salir bien. No se merecían aquello, de eso no había ninguna duda, pero ¿quién había dicho que la vida tuviera que ser justa? No lo era. Les golpeó una y otra vez sin piedad. Destrozando cada uno de sus sueños, consumiendo cada ilusión que surgía de unas fuerzas que se agotaban hasta que aniquiló toda esperanza. Ana, no era la misma. Siempre había sido una persona vital y positiva, que se enfrentaba a la vida sin ningún temor. La certeza de la pérdida, la impotencia ante la penitencia con la que la vida le había sentenciado y el dolor que se había instalado en cada uno de sus tejidos, eran ahora, lo único que le hacía saber que estaba viva. Una sombra en la noche… Invisible. Un agujero en la nada… Insignificante. Una bala de fogueo… Inútil. Una gota en el mar… Perdida. ◆◆◆ Primera Parte: Laila. El fuego dice:- “Mi poder se extiende sobre cualquier cosa” El agua dice:-“¿También sobre mí? El fuego responde:- “Yo no me refería a ti…” (Proverbio africano). 1 Un cuaderno en blanco. ― ¿Laila? ¿Quieres decirle a tu padre que la cena está lista? ― ¡Ya voy, madre!―Le eché un último vistazo al cuaderno que acababan de regalarme por mi cumpleaños. Había empezado presentándome. Eso me pareció lo más correcto. Leí lo que había escrito: “Me llamo Laila, ya sé que es un nombre poco usual entre los cristianos, pero aunque una parte de mi familia nació en Occidente y se rige por sus costumbres, otra parte está completamente ligada a Oriente. Yo amo las dos.” ― ¡Laila! ― ¡Ya voy! ― No había escrito mucho, pero ya terminaría luego. Fui a buscar a mi padre que ya estaba sentado a la mesa y me sonrió. Entonces apareció mi madre… Ella no me sonrió, simplemente, levantó una ceja para reprocharme que no le hubiese hecho caso inmediatamente. Nada más terminar de comer, me levanté y me encerré en mi habitación. Estaba muy contenta por tener un cuaderno en el que escribir y dibujar. Continué donde lo había dejado antes de que mi madre se pusiera hecha un basilisco. “Nací en Tierra Santa y un hombre llamado Omar, me puso el nombre. Es una historia complicada y extraña, nunca he conocido a nadie que fuera criado en las mismas circunstancias que yo, aunque no dudo de que exista. Así que, aquí estoy, con una vida en medio de dos mundos y un corazón dividido entre dos tierras tan distintas como el día y la noche o el cielo y la tierra. Incompatibles como el agua y el fuego, que juntos no pueden existir, aunque ambos son necesarios para la vida. Uno te refresca en los calurosos días de verano, mientras que el otro te calienta en las frías noches del invierno. Una extraña mezcla entre dos culturas, dos tierras y dos religiones, pero con un solo Dios. Eso dice siempre mi madre. Todo comenzó cuando mi padre, un hombre de origen noble y soldado de la fe en Cristo, llegó a Oriente para combatir con los infieles e intentar recuperar Jerusalén. Fue tras la conquista de la ciudad en el año 1.187 de nuestro señor, por el gran Al-Nasir Salah al-Din, conocido entre los occidentales como Saladino. Mil veces me han contado la historia, la conozco tan bien, como si aquellas batallas las hubiera librado yo misma… Mi padre, llegó con la tercera cruzada que lideraba Ricardo de Inglaterra y Felipe II Augusto de Francia, su primo. En una de las acometidas cristianas antes de llegar a Jerusalén, mi padre estuvo a punto de perder la vida bajo una espada sarracena, la de Omar, que implacable, consiguió desmontarle de su caballo y se quedó frente a él, examinándole. Mi padre se encontraba sobre la arena, sabiendo que sus días terminaban allí, en aquel instante, en aquella tierra, lejos del hogar y de su familia. Su cuerpo jamás recibiría una sepultura cristiana, su familia jamás podría llorarle. Esos pensamientos ocupaban su mente, no el miedo al dolor o la muerte, sino la soledad. Omar iba a dejar caer su espada cuando vio algo en sus ojos o eso, es lo que dice él. Le tendió el brazo y lo levantó. Luego, lo llevó hasta su casa y ordenó a dos mujeres que se ocuparan de él. Cuando estuvo limpio y a punto, le llevaron a una gran estancia en la que Omar esperaba sentado, sobre una gran alfombra llena de almohadas y cerca de él, estaba dispuesta una pequeña mesa con algunos frutos secos y té. Le hizo un gesto para que se sentara y comenzó a hablar en aquella lengua extraña. Uno de los sirvientes, comenzó a traducir todo lo que Omar le decía a mi padre. ―Soy Omar, hijo de Yusuf y hombre de confianza del señor de estas tierras. Tomemos un té y charlemos.― Mi padre hizo un gesto afirmativo con la cabeza. ― ¿Qué queréis de mí? ¿Por qué no me habéis matado? ―Luego esperó a que el sirviente hiciera la traducción. ―Aún…―Le corrigió Omar, aunque según cuenta mi padre, no sintió que fuera una amenaza, solo era la constatación de un hecho. Mi padre supo entonces, que todo lo que ocurriera a partir de ese momento, dependía de él. ―Espero no tener que hacerlo. Soy un hombre de paz. Nunca fue mi pretensión arrebatarle la vida a otro hombre, pero estos tiempos son difíciles, no nos dejáis otra salida. Vuestra gente, piensa que es la dueña del mundo, que puede llegar a cualquier parte e imponer sus costumbres, incluso hacer que los fieles renieguen de su dios, pero esto es Oriente, estáis muy lejos de casa y nuestro dios, es fuerte. Es el mismo que el vuestro. Si no me equivoco, procedéis de una familia noble. Lo he deducido por vuestra armadura y vuestras armas, son distintas a las del resto. Vuestra montura, sin duda, también era mucho mejor. Decidme, extranjero, ¿quién sois? ―Me llamo Guillén, pertenezco a una familia noble y soy un soldado del Señor. Yo dirigía a los hombres contra los que luchabais. Ya no me queda nada, nadie a quién dirigir. Os ruego que contestéis a la pregunta que os hice. ¿Qué queréis de mí?― Omar sonrió, más para sí mismo que para el hombre que permanecía frente a él. ―Bueno, lo que yo quiero no creo que esté a vuestro alcance, aun así os lo diré. Quiero que os marchéis y dejéis a mi gente en paz, quiero que respetéis esta tierra y que no tenga que morir nadie más, sea cristiano o musulmán. Ningún hombre merece pagar con su vida por creer en lo que siempre le han enseñado. ¿Qué importa si yo estoy en lo cierto o lo estáis vos? Uno de los dos irá al cielo y el otro al infierno. ¿No es ya bastante castigo descubrir que has vivido toda tu vida engañado, profesando la fe equivocada? ¿Quién somos nosotros para decidir cuándo debe ajustar sus cuentas con el Misericordioso un hombre? Todo esto no nos conduce a ninguna parte. Estoy cansado de ver morir a mis hombres, de llorar por mi gente, de perder a los que amo… ¿Vos no? ― ¿Y qué otra cosa podemos hacer? ― ¿Intentar convivir? ¿Y si intentamos entendernos y ver que los hombres contra los que luchamos no son unas bestias, que también tienen familia, leyes y un pasado al que se deben? ¿Y si os alojáis en mi casa un tiempo y convivís con mi familia? Podríais considerar ser mi invitado. Yo os ayudaré a comprender nuestras costumbres y a conocer mejor a aquel a quien llamáis enemigo. Luego, podríais volver a vuestro hogar y contar todo lo que habéis visto. Intentar convencer a vuestra gente para que deje de venir a aniquilar a la mía. ―Me perdonáis la vida y me convertís en vuestro invitado. ¿Qué clase de hombre sois? ―El trato tiene condiciones. Tendréis que convivir con unos “bárbaros e infieles” y con sus costumbres. Solo hay una cosa que nunca os pediré que hagáis… ― ¿Cuál? ―Que os convirtáis a mi fe, pero tendréis que cumplir las leyes por las que nos regimos y comprometeros conmigo a que hablaréis con vuestro rey para que acabe con esta locura. ―Omar, sois un hombre extraño. En mi tierra, se os acusaría de proteger a un infiel, incluso es posible que os acusaran de herejía o algo peor, pero vos me ofrecéis vuestra casa y me dais la oportunidad de vivir. Tengo curiosidad por conoceros mejor y es por eso que acepto vuestra oferta, además, siento que estoy en deuda con vos. ―Bien. Mi esposa, Fátima, os llevará hasta vuestras dependencias. Hay algo de ropa y de comida, tengo otras dos esposas, sé que eso en vuestra tierra no está bien visto, así que os prevengo, aquí no está bien visto, tocar a la esposa de otro hombre. También tengo tres hijas y dos hijos, os respetarán, ya he hablado con ellos. Mañana los conoceréis a todos. Ahora descansad. ― Me preguntaba… ― ¿Sí? ―Me preguntaba si sería posible enviar un mensaje a mi familia para decirles que estoy bien y que volveré lo antes posible. ―Mañana podréis hacerlo. ―Gracias. Mi padre, se quedó en aquella casa durante años, y aunque al principio siempre les acompañaba aquel sirviente que hacía de traductor, pronto empezó a sentir la necesidad de aprender el idioma de su anfitrión. Pasaba casi todo el día hablando con Omar, aprendiendo sus costumbres y aprovechando cuando él se marchaba para estudiar su lengua. Siempre fue un hombre curioso que intentaba aprender de todo lo que le rodeaba. Así que, inevitablemente, con el paso del tiempo mi padre y Omar, se hicieron amigos. Supongo, que la gratitud que mi padre sentía por el hombre que de un modo u otro le había salvado la vida, tuvo algo que ver, pero lo cierto es, que encontró un motivo mucho más poderoso que la amistad o el respeto para decidir quedarse. Para entonces, corría el año 1.193 y Saladino, acababa de firmar un tratado con el Rey Ricardo, en parte aconsejado por Omar, que le había ido relatando su experimento con el cristiano. El tratado permitía el paso de cristianos a la ciudad Santa, siempre en grupos pequeños y completamente desarmados, por lo que Omar le avisó de que era libre de marcharse cuando quisiera. Sin embargo, no lo hizo. Algo le retuvo. Ese algo, se llamaba Aisha, y era mi madre. Era la hija menor de Omar y aunque él no estaba del todo de acuerdo, decidió que la unión entre ambos podría ser el principio de una alianza. Un puente entre ambos mundos. Y no se equivocó demasiado porque lo fue, pero no de la forma que Omar esperaba. Mi padre tenía veinticuatro años y mi madre catorce, y aunque ya tenía edad para casarla, Omar decidió que esperasen algún tiempo, así que mi padre decidió esperar pacientemente, hasta que Omar consintiera. Aisha, llegó a cumplir los dieciséis años. La última carta que mi padre mandó, iba dirigida al Rey. Mi Señor, soy vuestro primo, Guillén. Vine a Tierra Santa cumpliendo con vuestros deseos, con el servicio y la lealtad que solo os debo a vos. Pero como ya sabéis, una vez aquí, en mitad de una batalla contra los sarracenos, ocurrió algo que cambió mi vida. La historia ya la conocéis, os he hablado de Omar en otras ocasiones. Creo que esta alianza está siendo beneficiosa para ambas partes. Ahora empieza a respirarse algo de paz, pues desde que firmasteis el tratado, se ha relajado la tensión en las fronteras y eso facilita el comercio. Omar, me pidió que os convenciera de que paréis esta guerra y creo que con ayuda de Dios he logrado hacerlo sin traicionar a mi patria ni a mi Rey. Debo haceros saber, que jamás me pidió que renunciara a mi fe y que por supuesto no lo he hecho. Ni mi fe ni mi lealtad se han visto mermadas, siguen siendo fuertes y pertenecen a Dios y a Vos. Quiero que sepáis también, que en mi modesta opinión, la convivencia de ambas culturas es posible, pero seamos prudentes y que sea el tiempo el que nos dé la razón. Esta carta, mi señor, es un juramento de compromiso con Vos, pero también es una súplica. Necesito Vuestro permiso para comprometerme con alguien más. Como ya habréis adivinado, os hablo de contraer matrimonio. La decisión es delicada ya que se trata de una de las hijas de Omar. Como hombre, solo podríais entenderlo si la vierais, como Rey, lo entenderéis porque fortalecerá nuestra alianza con los infieles y afianzará nuestra posición en Tierra Santa. Hace años que estoy lejos de mi tierra y de mi gente y añoro la patria cada día desde que sale el sol hasta que se pone. Bien sabéis que no he dejado de velar por vuestros intereses, incluso a miles de millas de distancia y me duele que este compromiso me ate definitivamente a estas tierras y su gente, apartándome de Vos, aunque tengo la esperanza de que sea por una buena causa y el futuro haga que merezca la pena, si eso complace a Dios y a Vos. Si tenéis a bien darme Vuestra bendición, el enlace se hará de aquí a dos años, entonces me mudaré a un palacete que Omar me ha cedido como regalo de bodas. Como siempre, mi Señor, mi casa es vuestra y espero que vengáis a visitarme muy pronto. Os aseguro que vuestra vida no correrá peligro alguno, tenéis mi palabra y yo, tengo la del hombre que me salvó la vida. Vuestro primo, Guillén. A los tres meses llegó una misiva real, contestando su carta que rezaba así: Querido Guillén, he leído vuestra carta varias veces, sin dar crédito a cuanto me narráis en ella. Mi consejo no me permite ir a visitaros, pues no lo consideran prudente, pero os mando a uno de mis hombres más leales para que se cerciore de que estáis bien. También os mando mi bendición, junto con mis mejores deseos, pero lo hago a escondidas y con la petición de que jamás regreséis a vuestro hogar y que vuestros hijos sean educados en la fe de Nuestro Señor. Os he nombrado embajador en Tierra Santa, ya que creo que estáis en disposición de llevar a cabo ese papel, dadas vuestras nuevas alianzas. Os otorgo junto con vuestro nuevo nombramiento, el poder de negociar y tomar decisiones en mi nombre, pero tened cuidado y mantenedme siempre informado de lo que penséis hacer, este poder es un arma de doble filo, para vos y para mí. Ya conocéis la política y también a nuestro amigo inglés. Con mis mejores deseos, El Rey. Más o menos, esa es la historia de cómo mi padre se convirtió en embajador de estas tierras extrañas, de cómo salvó su vida el que debía ser su enemigo y cuál era la realidad del mundo en el momento de mi nacimiento. Mi padre cumplió con todos los preceptos de su religión. Con todas las condiciones de su rey y lo hizo sin traicionar jamás al hombre que le salvó la vida; primero su enemigo, luego su amigo y por último, su suegro. Su vida está llena de contradicciones y todas ellas, de algún modo perviven en mí. No tuvieron mucha suerte con su descendencia, a mi madre le costaba mucho quedarse embarazada y en las ocasiones en las que lo conseguía, el bebé no llegaba a nacer o nacía muerto. Empezaban a preguntarse si las dos razas eran incompatibles para engendrar, aunque mi padre sabía que no, porque conocía a otros que ya habían mezclado su sangre. Él pensaba simplemente, que Dios le había castigado por casarse con una infiel. Cuando ya habían perdido por completo la esperanza, mi madre volvió a quedarse embarazada. Tenía casi treinta años y estaban desolados esperando el nuevo fracaso, pero por fin Dios quiso recompensarles y yo llegué a ver la luz, en el año 1212, aunque no fue la luz del sol, sino la de la luna. Por eso mi abuelo me llamó Laila, nacida durante la noche. Mi padre, siempre me dice que yo soy el puente entre los dos mundos. De pequeña no lo entendía, pero ahora creo que sí. Me han educado en la fe cristiana, pero también intento cumplir con los preceptos del Islam. Mi abuelo, Omar, dice que no está bien que me pasee por el jardín a la vista de cualquier hombre sin cubrir mi rostro, así que me coloco el velo solo cuando voy a verle. No quiero disgustarle y él lo sabe, siempre dice que soy demasiado impulsiva para ser musulmana y mi padre, que lo soy porque tengo el espíritu de mi madre, así que yo he llegado a la conclusión de que simplemente, soy así. Mis rasgos son extraños, tengo el color de la piel y del pelo de mi madre, y los ojos claros de mi padre: ― “El cielo y la tierra, el agua y el fuego… Tú eres la prueba de que pueden coexistir.” ― Me dice mi madre cuando me mira de esa forma extraña, como si contemplase un tapiz o algo parecido. Solo otra persona me mira así, Arnau. Hace poco que él llegó con su familia desde el reino de Aragón. Su familia se dedica al comercio. Importan a Occidente productos exóticos y han decidido establecer aquí su residencia, según dijeron, así abarataban costes. El caso es, que en Tierra Santa empiezan a poder convivir ambas culturas, gracias en parte, a los tratados que mi padre firma con Omar y a la alianza entre nuestras familias. Todos los extranjeros que llegan, deben hacérselo saber a mi padre, junto con el periodo de duración de la estancia y las intenciones del viaje. La mayoría, solo está de paso hacia tierras más orientales, pero la familia de Arnau, quiere quedarse. Tienen otra hija, una chiquilla pelirroja que tendrá más o menos mi edad. A mi padre, no le ha pasado inadvertida la posibilidad de que podría ser una nueva amiga para mí. Una “compañía apropiada”. Fe cristiana y nacida en Occidente. Le calé nada más poner un pie en mi casa. Esa chiquilla no me duraría ni un asalto. Yo no me había ganado mi fama de rebelde porque sí, había tardado años en forjarla, doce para ser exactos, y si mi padre pensaba que de pronto iba a empezar a comportarme como una señorita remilgada, es que se había vuelto loco.” 2 Estaba en el jardín con Anna, la hija de los comerciantes aragoneses, intentando dibujarla en el cuaderno que mi padre me había regalado. Ella posaba junto a la fuente mientras un pajarillo intentaba robarle el protagonismo a toda costa, y he de decir, que lo consiguió, aunque ella jamás llegara a enterarse. Hacía una tarde estupenda, la verdad, y la luz era perfecta. Su hermano, nos miraba desde el porche, pero sin hacer el menor ademán de acercarse. Tenía ocho años más que yo y siete más que su hermana. Habían tenido otro hermano, que murió por las fiebres, hacía unos años y era tres años mayor que Anna y cuatro menos que Arnau. El pobre, no llegó a cumplir los diez. Su padre le estaba diciendo algo, mientras señalaba hacia donde estábamos nosotras. Yo desvié la mirada y empecé a prestarle más atención a Anna que me estaba contando alguna tontería, aunque me había distraído hacía algunos minutos y tuve que hacer un esfuerzo para ponerme al día en la conversación. Entonces, vi que Arnau negaba con la cabeza y tras algunas palabras más, se fue derechito hacia los establos. ¿Qué creía que estaba haciendo? Yo estaba intentando que Anna, la niña pelirroja de modales occidentales, supuestamente refinados, me dejara en paz. Tenía cosas más importantes que hacer como averiguar qué hacía su hermano en mis establos. Entonces lo vi, iba montado a caballo con aires de suficiencia, ignorándome, negándose a perder su tiempo conmigo… pero al parecer no le importaba montar mi caballo. Me daba igual que fuese mayor y me daba igual que fuese un hombre. Pagaría por su osadía. ― ¡Eh, tú! ¿Por qué has cogido ese caballo? ― Él frenó en seco y cambió su rumbo, dirigiéndose hacia a mí. ―Porque es el mejor. ¿Es tuyo?―Levanté la barbilla y me enderecé, intentando parecer tan mayor y digna como él. ―Sí. Me lo regaló mi abuelo.― Dije con determinación y sin ninguna pretensión de resultar simpática. ―Pues te felicito, es un animal fantástico. Espero que no te importe.― Lo dijo humildemente, sin ninguna pretensión y de una forma tan educada, que no pude recriminarle nada. Cada tarde, doña Genoveva, venía a visitarnos, y sus hijos, muy a pesar de ellos al parecer, le acompañaban. Yo me veía obligada a pasear con Anna, como una condena impuesta por un crimen no cometido que se asume con resignación, aunque era Arnau quien despertaba mi interés. Él, siempre se quedaba al margen de nuestros paseos, haciendo notar la diferencia de sexo y edad, pues se consideraba un hombre a sus veinte años. De vez en cuando, su hermana se enfadaba conmigo, tras una provocación deliberada por mi parte, iba en su busca esperando que le diera la razón tras contarle lo “grosera”, ―y esas eran sus palabras exactas― que yo había sido con ella. Pero él nunca lo hacía, siempre le respondía que si su problema era conmigo, debía resolverlo conmigo, de frente. Ella le miraba con cara de reproche, como si hubiera sido víctima de una conspiración que su hermano apoyara y luego, se iba para buscar el consuelo incondicional que le proporcionaba su madre.― ¡Corre, señorita!― Pensaba yo. A su familia, le iba bastante bien en los negocios y al cabo de un año, lograron conseguir en propiedad unas tierras cercanas a las nuestras. No fue casualidad. Fue mi madre, su hija favorita, quién se lo solicitó a Omar, explicándole la amistad y la compañía que la madre de Arnau le brindaba cada tarde. A mi abuelo, no le costó demasiado ponerle precio, si aquello le hacía feliz. El día de mi catorce cumpleaños, mi padre decidió organizar una fiesta e invitar a la gente más importante de la zona, por supuesto, también vendría la familia de mi madre al completo. Mi madre mandó hacer un vestido al estilo occidental. Yo, casi siempre vestía con ropa propia del lugar y aquello, suponía toda una novedad para mí. Cumplía catorce prometedores años y cuando mi padre me vio con aquel vestido, abrió mucho los ojos, como si me viese por primera vez. Yo le sonreí algo avergonzada. Me sentía de lo más extraña envuelta en aquellos ropajes. Metros de tela comprimiendo y ahuecando mi cuerpo y me sentía desnuda. Yo me encontraba terminando de arreglarme, pues la falta de costumbre me retrasó un poco. Cuando por fin consideré que estaba lista y pensé en que tenía que bajar, solo un rostro me vino a la mente, el de Arnau. ¿Le gustaría? En ese instante comencé a sentir unos nervios terribles, seguidos de una ligera irritación. ¿Qué más me daba lo que pensara ese muchacho? Intenté encontrar un calificativo despectivo que le definiera correctamente, pero lo cierto, es que no se me ocurría nada desagradable que decir de él. Aunque daba igual, en mi opinión, seguía siendo un chiquillo que intentaba parecer un hombre. Aunque para ser justos, debería decir que parecía un hombre. Su altura había dejado atrás a la de su padre hacía ya mucho y su complexión, se había tornado más fuerte. Como si alguien le hubiese estirado a lo largo y a lo ancho. Tal vez fuese un hombre, pero a mí no me impresionaba lo más mínimo, porque según me había dicho mi padre, yo ya era toda una mujer. Estábamos igual. Con aquella determinación me dispuse a bajar las escaleras hacia la estancia en la que esperaban los invitados. Cuando llegué al rellano de la escalera mi padre hablaba con dos hombres, el Señor Pons, que llevaba colgado del brazo como si de un apéndice se tratara a su esposa, doña Genoveva, y otro al que no reconocí. Junto a ellos, y en un segundo plano, pude ver a Arnau algo distraído de la conversación en la que le había sumido otro joven que parecía algo mayor que él, aunque es posible que fuesen de la misma edad, ya que el otro chico se había dejado crecer la barba. Cuando se percataron de mi presencia, mi padre carraspeó e hizo la presentación oportuna. ―Caballeros, esta es mi hija, Laila. Hoy cumple catorce prometedores años, la fiesta es en su honor, aunque la conozco bastante bien para saber que estará agradecida de que su presencia le robe un poco de ese protagonismo que tanto la irrita. ¿No es así, pequeña? ―Desde luego…― Dije yo sin poder dirigirme a aquel hombre, ya que aún no se había presentado. ―Permitid que me presente, soy Felipe Hurepel, Conde de Clermont, a sus pies, señorita…― Se apresuró a besarme en la mano, cosa que jamás había hecho nadie. Eso me desconcertó, pero mantuve la compostura lo mejor que pude.― Permítame presentarle a mi buen amigo, Simón de Montfort, futuro Conde de Leicester…― Le ofreció mi mano a aquel joven de la barba que también se apresuró a besarla, aunque esta vez, yo estaba preparada. Fue entonces cuando me encontré con su mirada, era distinta, no sabría decir en qué, pero no la apartaba de mí, casi lo hacía con descaro, pero había algo más, algo que intentaba contener y disimular, aunque no supe adivinar de qué se trataba hasta que fue demasiado tarde. Durante toda la noche aquel joven extranjero, el futuro Conde de Leicester, me hizo compañía. Durante la cena se sentó frente a mí y no dejó de darme conversación, interesándose por mis gustos y aficiones y haciéndome toda clase de cumplidos. Cuando la música comenzó a sonar, me pidió que bailara con él y yo acepté halagada y complacida de que un caballero de tan noble porte me prestara atención. Era un tipo agradable, aunque en mi opinión, hablaba demasiado. Intenté, no parecer descortés, ni grosera en ningún momento y debo decir, que me costó más de lo que había previsto, pero creo que lo conseguí. Decidí salir a tomar el aire al jardín, aprovechando que mi padre había requerido la presencia de los distinguidos invitados para tratar algunos asuntos. El cielo se había oscurecido por completo y parpadeaba tímidamente, mientras la luna sonreía, como quien sabe un secreto que el resto ignora. Una figura se apoyaba en la baranda que daba acceso a la zona de plantas ornamentales. Me acerqué un poco, intentando vislumbrar de quién se trataba. Era Arnau. Se volvió al escuchar mis pasos, pero no dijo nada, solo se giró nuevamente para fijar la vista en el firmamento, ignorándome como era su costumbre. Fui yo quien habló primero. ―No esperaba encontraros aquí. ¿No os gusta mi fiesta? ―Necesitaba tomar algo de aire, ahí dentro hay demasiada gente. En cambio vos, parecéis estar disfrutando mucho. Sobre todo con el futuro conde… ―Parece un muchacho agradable, aunque si os soy sincera, habla demasiado.― Le sonreí y él me devolvió la sonrisa. Fue entonces cuando sentí un calor extraño que invadía mis mejillas y comencé a ponerme de nuevo nerviosa. ―Así que habla demasiado, ¿eh? Pues no parecía que os molestara. ― ¿Qué queréis decir? ―Nada. Dejadlo. ―No pienso dejarlo. ¿Estáis enfadado conmigo? ― ¡Ésta sí que es buena!― ¿A vos qué más os da? ―Tenéis razón, no tengo ningún derecho a enfadarme. Olvidadlo. ―Pero lo estáis y quiero saber por qué. ―Sois solo una cría, no podríais entenderlo. ― ¿Así que soy solo una cría? ¿Y se supone que vos sois un hombre? Dejad que os diga algo entonces… Sois un hombre muy cobarde, incapaz de decir lo que piensa a esta cría. ―Me di media vuelta y me marché de nuevo al interior de la casa. Al día siguiente, vino como cada tarde la doña Genoveva acompañada de su hija, pero ni rastro de Arnau. Debía de seguir enfadado, aunque yo seguía sin adivinar el motivo. En cualquier caso, él había sido bastante grosero conmigo. ¡No tenía ningún derecho! El que sí vino, fue su amigo, el joven futuro Conde de Leicester. La tarde siguiente se repitió la historia, nada de Arnau, y en su lugar, el persistente conde. Y la siguiente, y todas las tardes de aquella semana que se me hizo eterna. Yo sentía una angustia que no había sentido antes, una presión en el pecho y un desasosiego enorme, unido a la tristeza y la preocupación por la discusión con Arnau. No podía pensar en otra cosa. Creo que ya era viernes cuando me dirigí a doña Genoveva para preguntarle por él. Ella me contó que se había ido a casa de unos conocidos que vivían en un pueblo de las afueras. Me confesó que Arnau ya tenía edad para buscar esposa y que aquellos amigos, tenían una hija muy guapa y claro, dada la ausencia de jóvenes de fe cristiana y costumbres occidentales en la zona, pues ella pensaba que Arnau había sugerido aquella escapada, para conocer mejor a la chica. Yo la escuché con atención. Todo cuanto salía de su boca me producía una nueva oleada de calor, pero era un calor muy distinto. Estaba indignada, dolida con cada una de las palabras que aquella mujer había pronunciado, como si fueran dagas contra mi pecho. Aunque no sabía por qué. En realidad, todo aquello, tenía mucho sentido, era lógico. El problema era mío. Yo nunca imaginé a Arnau de esa forma, como un futuro esposo de nadie. Arnau, era el hijo de la amiga de mi madre. El muchacho que venía cada tarde y se quedaba mirando como su hermana paseaba conmigo y se mantenía al margen de cuanto pasaba a su alrededor. Al menos, hasta la noche de mi cumpleaños en la que abrió la boca para soltar una serie de groserías incoherentes hacia mí, que por supuesto, no merecía. Después de eso, no le había vuelto a ver y la primera noticia que recibía, era que está buscando esposa. No fui capaz de seguir con el paseo que estaba dando con su hermana, me dirigí hacia mi habitación y rompí a llorar. No era posible. Por primera vez en mi vida, me sentí impotente. Estaba furiosa, frustrada, triste… Necesitaba hablar con él, decirle que no podía casarse con alguna desconocida solo porque se hacía mayor. ¿Y yo qué? ¿No le importaba a nadie lo que yo quisiera? No soportaba la idea de que encontrase una esposa y se alejara de mí. No verle mientras paseaba con su hermana o descubrirle bostezando en una conversación vacía. No volver a cepillar a mi caballo solo porque sabía que vendría a montarlo él al día siguiente. No quería que cambiaran mis tardes de primavera bajo su supervisión, estaba demasiado acostumbrada a su presencia. ¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué me molestaba tanto que Arnau se casara con otra? Yo no quería casarme con él. Yo no quería casarme con nadie. Era demasiado joven para casarme con nadie. ¿O acaso no lo era? La hija de los Ordóñez ya se había comprometido y tenía mi edad. Jamás me lo había planteado, yo solo quería… ¿Qué era lo que yo quería? Yo quería seguir viéndole en el porche mirándome pelear con su hermana y quería seguir viendo la cara de ella cuando él me daba la razón. Quería seguir quejándome de que utilizara siempre mi caballo y cepillarlo cada tarde, segura de que lo volvería a montar al día siguiente pero, ¿le amaba? Algo me traspasó el pecho al imaginarle casándose con otra mujer y la piel se me erizó cuando la sustituí por mi persona. Definitivamente y sin saber cómo, yo le amaba. Era yo quién debía casarse con él. De pronto llamaron a mi puerta. ―El joven conde ha venido a verla, señorita. Solicita que bajéis a recibirle.― Él se había marchado a buscar esposa. Tal vez, yo también debiera buscar esposo. ―Bajo en seguida.― Me coloqué otro vestido de estilo occidental con ayuda de Farah. Me habían regalado varios por mi cumpleaños y me pareció lo más apropiado si quería parecer digna de un conde occidental. Después de varias pruebas y experimentos, bajé a recibirle. ―Señorita Laila…― ¿Señorita? Se me escapó una sonrisa al oír el título que acompañaba a mi nombre, sin duda, no lo merecía.― Me preguntaba si le apetecería dar un paseo… ―Será un placer, monsieur. Salgamos al jardín, ¿le parece? ―Señorita Laila, sé que es pronto, pero me gustaría hacerle saber cuáles son mis intenciones hacia usted. Verá, es usted la joven más bella que he visto en mi vida y he viajado por todo el mundo. Me preguntaba si…― Yo le miraba expectante, intentando adivinar lo que se proponía, pero él debió confundir la curiosidad de mis ojos con otra cosa, porque aquel hombre y su barba, se abalanzaron sobre mí. Yo le aparté de un empujón tan rápido como comprendí la situación. ―Se ha equivocado usted conmigo, Conde.―Le escupí el título que aún no poseía a la cara, sin duda, él tampoco lo merecía.― Yo, soy una dama y a mí me debe respeto. ― Le dije con toda la determinación que logré reunir, aunque me temblaban las piernas, mi voz no lo reflejó. Había sido una estupidez darle pie a aquel hombre, pero qué sabía yo, era solo una cría, con cuerpo de mujer, sí, pero una niña muy en el fondo. Una niña enamorada de otro hombre… ― Si estas son sus intenciones, le ruego que se mantenga alejado de mí. Fui corriendo hasta los establos, buscando algo que me recordara a él, que me hiciera sentir segura y a salvo. Ensillé a Sansón y salí como un rayo hacia la casa de mi abuelo. Llegué llorando y él, que estaba sentado en el porche comiendo dátiles y bebiendo té, se puso de pie nada más verme y salió en mi busca. Yo solo hacía eso, cuando me enfadaba con mis padres, cuando necesitaba su apoyo. Puso mala cara al verme vestida con aquellas ropas y sin llevar velo, pero no protestó. ― ¿Qué ha ocurrido, niña? ― Yo le conté todo lo que había estado pasando desde la fiesta de mi cumpleaños, incluso que no soportaba que Arnau se casara con otra. ― ¿Entiendes ahora porque las muchachas bellas deben ir cubiertas? Cualquier hombre que contemple tu belleza, sentirá el deseo de poseerte. ―Todos no. ― ¿Crees que él no te desea? Eres muy niña aún… Él te desea más que ningún otro, por eso se enfadó contigo la noche que te vio bailar con el conde. Estaba celoso, pero no tenía derecho a reprocharte nada. ―Entonces, ¿creéis que él solo estaba celoso? ― ¿Solo? No subestimes los celos de un hombre. Aquí, creemos que el hombre que no cela a una mujer, no la ama. A menudo es cuando se sienten los celos cuando se descubre el amor. En cuanto al conde… hablaré con tu padre, en otro tiempo yo mismo le habría colgado por las entrañas, pero ahora es tiempo de paz. Si tu padre no es capaz de echarle de estas tierras, lo haré yo. Nunca volví a ver al conde. 3 Había terminado de comer y me dirigí a los establos para montar a Sansón, pero ya estaba ensillado, miré a mí alrededor y de pronto vi Arnau. El corazón me dio un vuelco. ―Me he enterado de que el conde se ha marchado. ―Y yo, de que os fuisteis a buscar esposa. Al parecer, ninguna muchacha de la zona reúne los requisitos. ¿Habéis encontrado alguna señorita digna de vuestra persona? ― Una sonrisa se dibujó en su cara. ―La verdad, es que había muchachas muy hermosas, occidentales y cristianas, pero ninguna de ellas despertó mi interés. ―Cuánto lo lamento. ¿Por qué no? ―Creo que es imposible, y ahora sé por qué. ―Siento curiosidad… ―Simplemente, ya amo a alguien. ― ¿Y entonces para qué os marchasteis a buscar esposa? ¿Por qué no se lo pedís a esa mujer? ―No me marché a buscar esposa. Me marché, huyendo de lo que sentía. Temo que ella sea demasiado joven o que no sienta lo mismo. Soy un cobarde, tal como dijisteis, y creí que ella amaba a otro.― Lanzó un suspiro al aire y luego miró al cielo.― ¿Qué tal os ha ido a vos? El conde parecía muy interesado… ―Lo estaba. Demasiado, creo yo. Intentó besarme. ―Le confesé para que viera que otros hombres me consideraban una mujer.― Fue horrible.― Pude ver como su cuerpo se tensaba, apretando los puños y las mandíbulas.― Se lo conté a mi abuelo y creo que por eso se ha marchado. ―Desde luego, conociendo a vuestro abuelo, le habrá invitado a marcharse. Menos mal que alguien tiene un poco de cordura. ― ¿Por qué os parece una locura que el conde se interese por mí? ―Porque sois demasiado joven. Le conozco demasiado bien para saber que no es el hombre apropiado para alguien como vos.― ¿Demasiado joven? ―Pues es evidente, que no todos piensan así… ―Será porque no todos os conocen como yo. ― ¿Qué queréis decir? ―Exactamente lo que he dicho. ―Pues si pensáis que soy una cría, ¿qué hacéis aquí perdiendo vuestro valioso tiempo conmigo? ―No quiero que os caséis con el conde. ― ¿Y a vos que más os da?―Bufó con desesperación. ―Demos un paseo, ¿queréis? ―Este es mi caballo. ―Lo sé. Me lo dejasteis muy claro el día que os conocí.―Se rio sacudiendo la cabeza.― Yo montaré el de vuestro padre, si no os importa… ―Está bien.― Subí a mi caballo y no le esperé. ¿Por qué siempre terminábamos discutiendo? ¿Eso era el amor? Si no le veía me ponía histérica, me sentía triste y antes de dormirme siempre pensaba en él. Rezaba para soñar con él, llorando porque pensaba que la vida en una demostración de crueldad infinita, había decidido que se casara con otra, pero cuando lo tenía cerca, no hacíamos otra cosa más que discutir. Estaba harta de que me tratara como a una niña. ¿Era el único que no se había dado cuenta de que ya era una mujer? Oí su caballo acercándose. Me dio alcance enseguida y yo dejé que lo hiciera. ―Laila, la idea es que paseemos juntos, uno al lado del otro, no me apetece correr detrás de vuestra montura, solo quiero que hablemos.― ¡Oh! Aflojé el paso, acompasándolo al de su caballo. ― ¿De qué queréis hablar conmigo? Os recuerdo que solo soy una cría… y me habéis estado ignorando todo este tiempo. ― ¿Eso es lo que creéis? Entonces es que no entendéis nada y que seguís siendo una cría. Si me marché fue porque… ― Se quedó un momento callado escogiendo las palabras ― Fue porque no soportaba la idea de veros con otro, fuese conde o califa. ―No os entiendo… ―Yo creo que sí.― Desmonté de mi caballo y lo até a una palmera. Arnau me siguió.― ¿Me permitís tutearos? ―Asentí. ― Tú eres la razón de que no me interese ninguna otra mujer. He tardado algún tiempo en comprenderlo, en aceptarlo, pero ahora estoy seguro de que todo lo que he estado buscando, eres tú. Dices que te he ignorado, pero sabes que no es cierto. Siempre estuve pendiente de cada movimiento que hacías, de cada sonrisa que te arrancaba cuando no le daba la razón a Anna, aunque reconozco que a veces la tenía. No soy capaz de imaginar mi vida sin verte paseando por ese jardín, intentando fastidiar a mi hermana y disfrutando de tu sonrisa por el triunfo. Sin perderme en tu mirada, desafiándome. Sin ver tu pelo brillando bajo los rayos del sol al atardecer. Cuando pienso en una mujer con la quiero envejecer, solo aparece tu rostro, como ahora, dorado por el sol. ―Es demasiado fácil irritar a tu hermana. ―No estoy hablando de mi hermana, Laila. ―Pero si acabas de decir que… ― ¡Dios, me vas a volver loco! Pero no es culpa tuya y sé que no debería haberte dicho nada. Eres muy inocente aún y yo…― ¿Qué pasaba con mi inocencia? ¿Y por qué le suponía un problema? ―El conde no debía de pensar lo mismo. ―Laila…―Más que mi nombre pareció un gruñido. Era una clara señal de advertencia, pero decidí ignorarla. Estaba dispuesta a llegar al fondo de aquella cuestión, costase lo que costase. ― ¿Qué? Está claro que mi inocencia te resulta problemática y es un impedimento para que puedas hablar conmigo. ―Protesté. ―Puede que no sea tan inocente como crees. ―Le provoqué deliberadamente, levantando la barbilla en un intento por parecer resuelta, aunque no tenía muy claro qué estaba haciendo. Dio un paso hacia mí con decisión y su cuerpo apenas quedó separado del mío por unos malditos centímetros que parecían estar cargados de una corriente eléctrica. Mi respiración se aceleró al compás de mi pulso y una ola de calor me invadió desde mi propio centro. Me intimidaba, pero no de un modo amenazante. Era otra cosa… Puso una mano sobre mi cara y acarició mi mejilla con su pulgar, clavando su mirada en mi boca. Yo no sabía qué esperar, pero mi piel ardía impaciente ansiando algo que no llegaba. ―No me provoques. Podría demostrarte ahora mismo hasta qué punto te equivocas, pero… soy un caballero. ―Se apartó de pronto, dejando un vacío frío e inesperado ante el que mi cuerpo se rebelaba. ― ¿Cómo es posible que consigas minar mi determinación con una simple mirada?― Miró al cielo, buscando la respuesta. No sé si la encontró, pero entonces yo le miraba prestándole toda mi atención. Él me clavó su mirada de nuevo y los dos nos echamos a reír.―No tiene gracia. ―Suspiró. ―Eres desafiante y terca. ―Lo heredé de mi abuelo.― Le sonreí.― Arnau, tú…―él resopló, intentando hacer un esfuerzo por calmarse. ―Dime… ― ¿Tú estás enamorado de mí?― El color subió a mis mejillas y tuve que desviar la mirada. ―Eso parece.―Guardó silencio durante algunos segundos que me parecieron una eternidad― Esto es una locura… ― ¿Por qué dices eso?―Ya no lo preguntaba con ira, sino curiosa. ― ¿No te parece una locura que esté enamorado de ti?― Me miró esperando ansioso la respuesta. ―En realidad, no. ―Eres solo una… chica demasiado joven. No lo digo para ofenderte. Es que creo que con catorce años, no estás preparada.―Su voz era un protesta, contrariado porque pensaba que aquello no estaba bien. ¿Cómo podía explicarle que eso no era así, que ya no era una cría, que yo sentía lo mismo por él? ―Galatea, tiene mi edad y ya está comprometida. El conde, no me ve de ese modo.―Vi sus puños apretarse hasta que los nudillos se quedaron blancos, cuando hice referencia a ese hombre horrible.― Mi padre, dice que ya soy una mujer… ¿Por qué todo el mundo se da cuenta menos tú? Mira, si de verdad me amas, debes dejar de tratarme así. ―Laila, yo… Si tú me amas, esperaré lo que haga falta. Si no es así, dímelo y me marcharé a Europa. Aquí me sería imposible seguir con mi vida, sabiendo que serás de otro. ― ¿Allí no? Puede que no me ames tanto cómo dices.― Él se rio. ―Allí también, pero aquí sería una tortura. Cada palmera, lleva tu nombre, cada dátil guarda tu dulzura, cada atardecer encierra el calor de tu piel y estos cielos despejados, reflejan la pureza de tus ojos… ¿Cómo podría vivir aquí, sabiéndote tan cerca en cada rincón y hacer mi vida con alguien que no seas tú? ―Arnau, yo no sé nada del amor… o eso creía, pero sé que cada tarde, espero verte mirándome en el porche, y que cuando te vas, después de soltar un millón de improperios contra ti por montar a Sansón, lo cepillo cuidadosamente sabiendo que querrás montarlo al día siguiente. Cuando me enteré de que te habías ido a buscar esposa, maldije mi suerte por querer alejarte de mí, robándome todo eso. No sé si es amor, pero no quiero que desaparezcas, ni soportaría verte con otra mujer. Cada noche, mi último pensamiento, el último rostro que aparece en mi mente, es el tuyo y es el primero que veo cada mañana. Sí, creo que yo también estoy enamorada de ti. ―Él me miró intentando comprender cada una de las palabras que yo acababa de pronunciar. Luego me tomó las manos con cuidado y su mirada se desbordó de ternura. Se sentó en la arena blanca y me obligó sin soltar mi mano a hacer lo mismo. No dijo nada, estaba pensando en algo, al menos eso me parecía, así que decidí esperar, aunque la paciencia nunca fue una de mis virtudes. ―Te esperaré. Mañana iré a hablar con tu padre y también hablaré con tu abuelo. Va a matarme, pero el riesgo merece la pena.―Me miró y me sonrió al tiempo que me guiñaba un ojo.― No quiero a más condes por aquí, cuanto antes sea oficial nuestro compromiso, mucho mejor. Con derecho o sin él, si otro hombre vuelve a acercarse tanto a ti como ese canalla…―Sus músculos se tensaron y su mandíbula se cerró, apretando los dientes. No terminó la frase. ―Me pilló desprevenida. Yo no imaginé sus intenciones. La próxima vez…― No me dejó terminar. ― ¿La próxima vez? ¿Acaso no estabas escuchando? No habrá una próxima vez, no lo permitiré. ―Arnau, tienes que confiar en mí ¿de acuerdo? No se trata de la lealtad que a partir de ahora te debo a ti, se trata de la que me debo a mí misma y a mi corazón. Puedes estar tranquilo. Ahora sé lo que siento, sé que no quiero a otro hombre, ni conde, ni príncipe, te quiero a ti.― Volví a sonrojarme. ―No deberías decirme esas cosas.― Ahora acarició mi cabello y yo me sentí extraña, me faltaba el aire. ― Volvamos. No está bien que andemos tanto tiempo a solas y lejos de tu casa. Quiero hacer las cosas bien. Si tu padre está en casa, hablaré con él hoy mismo.― Luego me levantó aún sin soltar mis manos y las acarició suavemente. Yo me estremecí por el cosquilleo y el calor que me invadió de repente. Miró mis manos, les dio la vuelta y me besó en ambas palmas. Yo le miré contrariada por la corriente eléctrica que sacudió mi cuerpo y me lancé contra su pecho para ocultar mi rostro enrojecido por la vergüenza. Él cerró su abrazo sobre mi espalda y permitió que me quedara allí tanto tiempo como quise, hasta que levanté la mirada para ver si le había molestado que le abrazara. Me miró con ternura y me sonrió, al tiempo que estrellaba sus labios contra mi pelo.― ¿Estás lista?― Yo asentí con la cabeza.― Vamos. Estaba nerviosa, no sabía que era lo que iba a ocurrir de aquí en adelante o qué esperaba de mí. Había dicho que me esperaría, ¿pero a qué tenía que esperar? No entendía nada. Aun así, estaba feliz. Él me amaba. Ahora era un poco más mío y ya no iba a perderle. Llegamos a casa y fuimos a guardar a los caballos, ahora libres de las sillas y nuestros pesos. Yo cogí el cepillo y empecé a cepillar al mío, él me quitó el cepillo de la mano y me volteó obligándome a mirarle. ― ¿Eres consciente de lo que esto significa? Si quieres puedo hablar con tu padre otro día. Si no estás segura, tal vez…― ¡Eso era lo que le pasaba! Por eso estaba tan callado durante el camino de regreso. Él pensaba que yo no estaba segura y era cierto, en parte, no estaba segura, pero la confusión no tenía que ver con mis sentimientos, si no con lo que pasaría a partir de ahora. No sabía cómo se suponía que debía comportarme con él. ―Mis sentimientos están claros como el agua de un arroyo, no hay nada turbio en ellos. Podría casarme contigo mañana, si quisieras, pero hay algo que me preocupa… ― ¿Qué es?― Me exigió también con la mirada. ―No sé cómo debo comportarme a partir de ahora. Todo esto es nuevo para mí. ― Dije sintiendo como la sangre inundaba mis mejillas de nuevo. ―Entiendo.― Pensó unos segundos y luego me acarició la cara.― Bueno, no creo que debas preocuparte por eso. Todo ocurrirá de forma natural, cuando sea el momento. Solo hay una cosa que espero que me concedas a partir de ahora…― Yo le miré intrigada, sin adivinar de qué se trataba. ― ¿Y qué es? ―Me gustaría que mañana pasearas conmigo en lugar de con mi hermana. ―Yo también lo prefiero, me resulta más fácil hablar contigo que con ella. No te ofendas, pero es demasiado…― busqué las palabras con cuidado, no quería ofender a su familia― ¿comedida?― Soltó una carcajada y yo le seguí. ―Sí, es una forma de decirlo, ― me concedió― aunque yo diría que es una remilgada consentida.― Volvió a reírse.― Toda una señorita. ¡Sois tan diferentes! ― ¡Eh! ¿Qué quieres decir con eso? ¿Yo no soy una señorita?― Me miró y volvió a acariciarme la cara. ―Tú eres todo menos eso. Eres mucho más. Eres inteligente, divertida, noble… y mucho más hermosa que cualquier señorita que haya conocido, pero serías capaz de darle una patada al mismísimo diablo si se interpusiera en tu camino como el más valiente de los soldados. Tienes dos mundos encerrados ahí dentro, guardando sus misterios. En tus ojos combaten el agua y el fuego. Eres especial. Nunca intentes compararte con ninguna otra mujer, porque las dejarías a la altura de cualquier bestia. ― Me miró con orgullo, creo, y volvió a besarme en las manos. Luego soltó una de ellas y agarrándome por la otra se dirigió hacia la casa. ― ¿Está el señor?―Preguntó a uno de los sirvientes. ―Acaba de llegar. ¿Quiere que le avise de que quiere verle? ―Sí, Mohamed, ve a decirle que quiero hablar con él. Mi padre apareció en unos minutos, yo me marché, tal como me había pedido Arnau que hiciera. Se encerraron en su despacho un largo rato. Yo subí a mi habitación y aproveché para refrescarme un poco y cambiarme de ropa. Deseché las ropas occidentales que me acababan de regalar y me puse mi atuendo habitual, lleno de colores, de los colores de la tierra, del mundo y de la vida. Cuando salieron del despacho, yo estaba allí esperándoles y Arnau me miró, creo que complacido por mi atuendo. Mi padre, me dedicó una sonrisa llena de ternura y yo supe que todo iba a ir bien. Él se marchó, me guiñó un ojo cuando mi padre no le miraba y salió por la puerta. Durante la cena, mi padre me explicó, lo que habían hablado y me preguntó si yo estaba de acuerdo. Eso no era lo normal, pero mi padre, nunca fue demasiado convencional, siempre me permitía expresar mi opinión. Después me informó de que al día siguiente los dos irían a ver a mi abuelo. Yo sabía que mi abuelo quería mi felicidad. Ya le había explicado lo que sentía por Arnau y sabía que no le parecía mal, además, intuía que Arnau le caía bien, aunque jamás se había pronunciado en un sentido u otro. A la mañana siguiente, decidí ir a verle para asegurarme de que no se opondría. Así que ensillé a mi caballo y me dirigí hacia su casa, esta vez, vestida como sabía que a él le gustaba, con mi túnica de seda y el obligado velo. No me molesté en abrir la puerta, hice que mi caballo la saltara, no era demasiado alta y ya lo había hecho otras veces. Mi abuelo estaba hablando con algunos hombres y cuando me vio, les despidió de inmediato. Ellos se retiraron para reanudar sus faenas. ― ¡Mi dulce niña! ¿Qué haces aquí tan temprano? Y entrando como un djinn[1]…―Añadió. ― ¡Hola, abuelo! ―Bajé del caballo y se lo entregué a uno de los sirvientes. ―Traigo noticias. ¿Recuerdas lo que hablamos la otra tarde?― Le pregunté sin poder contener la emoción en mi voz.― Pues Arnau volvió. No encontró ninguna esposa. Dice que está enamorado de mí y que esperará a que yo esté lista para casarse conmigo. Ya ha hablado con mi padre y esta tarde vendrán juntos para hablar contigo. Les dirás que te parece bien ¿verdad? ¿Harás eso por tu nieta preferida? ― ¿Estás segura de que es eso lo que quieres? Él solo es el hijo de un comerciante. Dentro de poco tendrás rendidos a tus pies a príncipes y reyes. Seguro que podrás optar a un marido mejor.―Le miré fulminándolo con la mirada. ¿Acaso iba a oponerse a mi felicidad? ―Yo no quiero a ningún rey, le quiero a él. Abuelo, por favor… ―Ya sé que le quieres a él. Solo te tanteaba. No me apetece perderte tan pronto. ― ¿Perderme? No me perderás jamás, siempre seré tu nieta favorita, tu djinn… y tú, siempre serás el gran Omar, mi abuelo favorito. ― Me arrojé a él y le di un besó en la mejilla, sabiendo que me complacería una vez más, dándome lo que yo más deseaba en el mundo. ― ¿Me lo prometes? Ya soy viejo y ahora es cuando más me apetece disfrutar de mi familia. No te olvides de este pobre anciano, ni te vayas lejos de mí. Un favor por otro. ¿Qué me dices? ―Hecho, pero ya sabes que no te hago ningún favor. ―Bueno, antes tengo que hablar con él. No pienso entregarle a mi nieta al primero al que se le ocurra pedir su mano. ―Abuelo…― Le reproché― Yo le quiero. ―Está bien, pero no le digas nada. Deja que le tantee, ¿de acuerdo? Si no es el adecuado, este viejo lo sabrá. ―Haz lo que quieras, yo sé que no hay nada malo en él, nada que merezca tu desaprobación. ― ¿Dónde quieres la casa?― Yo le miré sorprendida, no esperaba esa pregunta.― Necesitarás una casa. Yo la mandaré construir dónde prefieras.― Lo pensé un momento, no porque tuviera dudas acerca del lugar, sabía exactamente dónde quería vivir, pero intentaba encontrar la forma de explicárselo. ―Hay un palmeral entre tu casa y la de mis padres, ¿sabes a cuál me refiero? ―Claro, niña… estas son mis tierras. Pero allí no hay agua.―Vio mi cara de decepción y quiso complacerme.― Construiremos un pozo y desviaremos agua desde mi casa a la tuya a través de una acequia. ¿Por qué allí? ―Porque siempre me ha gustado ese lugar. Las palmeras me darán sombra y en todas tus tierras no hay palmeras que den mejores dátiles que esas. ―Eres mi nieta, no hay ninguna duda.―Me dijo orgulloso.― Otros habrían elegido un lugar más cercano a la ciudad, buscando comodidad, pero tú solo quieres sentirte parte de la tierra y de lo que ella te ofrece, eres parte del desierto. Parte de mí. Tus ojos, no son occidentales como muchos piensan, tienen el color de este cielo no del de allí. ―Abuelo…―Protesté. ― ¿No puedo decir lo orgulloso que me siento de mi nieta?―Me cogió levantando mi barbilla y me miró directamente a los ojos.― No, el azul de tus ojos no es el de su cielo… es parte de la piel de mis antepasados que ha permanecido en mi sangre hasta llegar a ellos.― Le miré extrañada sin comprender una palabra. ¿Hombres con la piel azul? Pensé, y él adivinó mi pensamiento, como siempre.― Sí, mi querida niña, yo provengo de la gente del desierto, no de este desierto, de otro muy lejano. Tan lejano, como el tiempo en el que mi familia vivía en él y luchaba en él, a veces, contra él. Yo provengo del desierto, de los nómadas, de los hombres del velo. Yo era uno de esos guerreros que visten el velo azul. Un azul extraño, cargado de misterio, como el velo que guarda en secreto el rostro de un hombre, sus emociones, su dolor. Para el pueblo de mi padre, ese era el color del mundo, al menos el que predomina en él, el color del techo que nos protege, el color de esos ojos tuyos. Dejé mi pueblo cuando conocí a Al-Nasir Salah al-Din, en la tierra que baña el Nilo, tras la muerte de Nur al-Din. Luego, me pidió que me quedara aquí y ayudara a su hijo. Me dijo que necesitaría hombres de confianza que fuesen capaces de mantener el tratado. Poco después, murió. Yo cumplí aquella promesa y no regresé al desierto como deseaba. Aunque echo de menos a mi pueblo y también mi velo azul. Fue una alianza extraña. El destino nos unió y nosotros forjamos la amistad a golpe de espada. ― ¿Tu padre llevaba velo? ¿Cómo una mujer? ―En el pueblo de mi padre, son los hombres quienes lo llevan, para protegerse de la arena del desierto y para salvaguardar sus emociones y que estas no les delaten. Jamás se lo quitan. ―Nunca me habías contado esas historias.―Le reproché. ―Nunca me habías preguntado por mis orígenes. ― ¿De verdad tenías la piel azul?― Mi abuelo soltó una fuerte carcajada y yo me sentí estúpida. ―No, pequeña. Mi piel no era de color azul, pero el tinte de las ropas y del velo desteñía un poco y la piel adquiría ese tono en mayor o menor medida. Aún tengo algún pariente entre sus gentes, ¿sabes? ―Me gustaría mucho conocerles. Podrías invitarles para mi boda…― Sugerí. ―No creo que eso sea posible, es un viaje demasiado largo, pero ¿quién sabe? Tal vez algún día puedas conocerles. Ahora debes irte a casa, tu madre estará preocupada. ―Recuerda que esta tarde vendrá mi padre con Arnau y has prometido portarte bien, ¿de acuerdo?― Mi abuelo hizo un gesto con la mano para que no me preocupara y yo confiaba en él, más que en cualquier otra persona del mundo. Ya había oscurecido cuando vi entrar a mi padre en casa, busqué a su alrededor pero no encontré a Arnau, tal vez la cosa no había ido bien. Una oleada de incertidumbre y preocupación me sacudió de arriba abajo y sentí el temor ¿Qué ocurriría si mi abuelo había encontrado en Arnau algo que no aprobaba? Me escaparía con él, de todas formas pensaba casarme con él y nadie me lo impediría. Yo había escogido. ― ¿Qué tal ha ido?― Pregunté impaciente. ―Pues parece que a Omar le cae bien el muchacho. No se opondrá. ― ¿Y tú? ―Bueno, no es lo que yo había pensado para ti, hubiese preferido alguien con cierto linaje, pero ya sabes que ni tu abuelo ni yo podemos negarte nada. ― ¿Puedo hablar con mamá? Me gustaría contárselo yo misma. ―Ve y dile que ya he vuelto.―Asentí y fui corriendo a buscar a mi madre que estaba en la cocina. ― ¡Madre! ― ¿Qué ocurre, Laila? ―Padre ya está en casa y yo quería hablar contigo de algo. ―Ya lo sé…―Puse mala cara, quería que fuera una sorpresa.―pero prefiero que me lo cuentes tú y quiero todos los detalles. ―Arnau, ha hablado con padre y con el abuelo. ¡Quiere casarse conmigo! ―Ha tardado más de lo que yo esperaba…― Yo no esperaba esa respuesta. ― ¿Ah sí?― Mi madre asintió reprimiendo una sonrisa. ―Ya eres una mujer. Es hora de que te hable como a una mujer.― Suspiró limpiándose las manos en un paño.― Siéntate.―Yo obedecí de inmediato.― ¿Acaso crees que soy ciega? Solo una mujer puede ver esas cosas. Me preguntaba, cuando te darías cuenta. ― ¿Qué cosas?― No conseguía imaginar que le había podido llevar a esa conclusión. ―Pues la forma de miraros, de buscaros con la mirada cuando no os encontráis y la desesperación cuando sabéis que el otro no estará… o la alegría que reflejan vuestras caras si llega por fin. Todo eso, hija mía, solo lo pueden ver los ojos de una mujer. Tenemos tiempo para prepararte, no te preocupes. Cuando llegue el momento, estarás lista. ― ¿Para qué debo prepararme? ―Tu noche de bodas. Será un momento muy especial y las mujeres árabes, sabemos cosas que las cristianas no son capaces ni si quiera de imaginar acerca de cómo contentar a un hombre. Te enseñaré todos nuestros secretos.―Yo enrojecí por el descaro con el que me hablaba mi madre, pero decidí que tendría que enfrentarme a eso y cuanta más información tuviera, mejor. ―Pero él es cristiano y yo también. Puede que no disfrute de las mismas cosas. ―Torcí el gesto, dudando. ―Tu padre también es cristiano. Al principio, habrá cosas que le parecerán extrañas, pero te aseguro, que no protestará. Eso sí, ni una palabra de esto a tu padre. Será nuestro secreto. ―El abuelo, me ha estado enseñando también las Suras del Corán. ―Lo dije en voz baja, haciéndole saber que también era un secreto. ―Ya lo sé. Yo se lo pedí, pero sé que lo habría hecho de todos modos. Quiero que conozcas ambos mundos, por entero y por igual y luego, que tú decidas quién quieres ser. ―Pero yo creí que tú… que tú te habías convertido, que eras cristiana. ―Yo amo a tu padre, Laila, no su religión. Nadie puede cambiar quién soy. Tu padre lo sabe. Solo me pidió que fuera discreta contigo y lo he sido. Al menos yo, lo que haga mi padre es otra historia, pero no debe enterarse ¿de acuerdo? Él me ama, pero sé que eso le apenaría. Le pondría entre la espada y la pared y no quiero eso, pero tampoco puedo negarte que sepas quién eres, porque provienes de mí y yo soy musulmana, así que tú en parte también lo eres. Yo consiento que oficialmente seas educada en su fe, pero extraoficialmente, quiero que no olvides la mía.―Miré a mi madre como si fuera una completa desconocida. Yo siempre había pensado que ella era una mujer obediente y dulce, relegada a las decisiones de un hombre fuerte como mi padre, pero no sé por qué, en ese momento tuve la sensación de que era más dueña de su vida de lo que parecía. Una mujer fuerte e inteligente. ―Gracias… por darme dos mundos en lugar de uno solo, por dejarme elegir. ―Dile a tu padre que la cena ya está lista ¿quieres?― Asentí y salí de la cocina en su busca. 4 Me pasé todo el día esperando que llegara la tarde para poder ver a Arnau. Después de comer me senté en el porche, impaciente. Estaba deseando verle atravesar el portón que daba acceso a los jardines desde el exterior. El día anterior, no pude hablar con él y ahora, ya era mi prometido. ¿Cómo me sentiría? ¿Cómo se sentiría él? Por fin su silueta apareció en la puerta de la entrada al jardín. Se acercó sonriendo y sacudiendo la cabeza, creo que estaba contento. ― ¿Lista para dar un paseo? ―Lista.― Me ofreció su brazo y yo pasé el mío por el hueco que quedaba libre y comencé a andar.― Parece que ayer no te fue mal. ―Nunca había hablado con tu abuelo, pero sabía que era un gran hombre porque aquí todo el mundo le respeta. Debo decir, que ahora entiendo por qué. Es un hombre inteligente y sereno, y te quiere más que a nada en el mundo. ―Lo sé. Yo también le quiero muchísimo.― Me reí divertida. ―Tienes una familia estupenda, está bien que les ames y seas buena con ellos. Debes escuchar sus consejos y respetarles. ―La verdad es que siempre me he sentido amada, aunque yo a veces no esté de acuerdo con ellos, procuro pensar en que me corrigen por mi bien y créeme, hay mucho que corregir. ―Ya sé que no eres una mujer de carácter dócil ni espero que me lo pongas fácil. No te preocupes por mí, no necesito más avisos, pero procura no disgustarles a ellos. Se han portado muy bien aceptándome como esposo para ti. En realidad, eres la nieta de uno de los hombres de confianza del Sultán y la prima segunda del Rey de Francia. Yo no te merezco. Deberían haberle concedido tu mano al conde, pero te quieren tanto como para olvidarse de todo eso, sacrifican su linaje por tu felicidad. Debes entenderlo y valorarlo. ―Tenemos mucha suerte de que mi familia sea así, pero ¿qué me dices de la tuya? ¿Están contentos? ―A mi familia le parece bien, no solo por la dote que tu padre ha ofrecido, sino porque esta alianza, fortalecerá el negocio aquí. ―Hablas de nuestra boda como si fuera un buen trato entre mercaderes.―Le reproché algo molesta. ―Es lo que son. Ellos lo ven así. Pero no es eso para mí, si es a lo que te refieres. Solo te contaba como lo ven ellos. Hoy me siento el hombre más feliz de la tierra. ―Yo también soy muy feliz.―Nos quedamos unos segundos en silencio.― ¿Sabes que mi abuelo va a construir una casa para nosotros como regalo de bodas?― Arnau me miró extrañado.― Ya he elegido el sitio, si a ti te parece bien. Me gustaría que la construyera cerca del palmeral. ― ¿No sería mejor más cerca de la ciudad? ―Me gusta ese sitio. Me gusta el color de su tierra y las palmeras, dan los mejores dátiles. ― ¿Y el agua? Allí no hay agua. ―Mi abuelo construirá un pozo y desviará el agua del suyo a través de una acequia ¿Qué opinas? ―Me parece una idea estupenda. Allí serás muy feliz. No imagino un sitio mejor.―Se rio. ―La casa no es solo para mí, es para los dos. Si no te gusta, podemos buscar otro lugar. ―Laila, yo no tengo raíces. Siempre he ido de un sitio para otro. No me importa demasiado el lugar en el que vivir, siempre que sea contigo. Yo seré feliz en cualquier lugar del mundo si tú eres feliz.―Me quedé impresionada por aquel gesto de generosidad y sentí una necesidad de demostrarle cuánto le admiraba por ello, lo agradecida que le estaba por tener en cuenta mi felicidad. Puede que fuera joven, pero hasta yo sabía que rara vez los hombres tenían en cuenta las preferencias de las mujeres a su cargo. Ellos tomaban las decisiones y nosotras vivíamos con ellas, así de simple. Sin embargo, nunca fue mi caso, yo sabía que era tremendamente afortunada. Le miré y me topé con sus ojos, tenían un brillo especial. ―Me gustaría compensarte por tu generosidad, pero no sé cómo.―Admití. ―No es generosidad, Laila, es amor… y el amor, no se puede compensar.― Yo le abracé tal como había hecho bajo aquella palmera y él estrechó su abrazo y me besó en el pelo. Yo sentí como me invadía una ola de calor al sentir su cuerpo tan cerca del mío, apenas separados por las telas de nuestras ropas y deseé quedarme allí para siempre, abrazada a él. ― ¿Damos un paseo a caballo?― Le pregunté.― Dejaré que montes a Sansón. ―Está bien. Ensillamos a los caballos y fuimos al palmeral, a nuestro palmeral. Atamos los caballos bajo la misma palmera de unas tardes atrás y nos sentamos bajo otra palmera cercana con más sombra. ―Estoy deseando ver nuestra casa terminada.―Le confesé. ―Yo estoy deseando casarme contigo. ―Yo también. Mi vida ha cambiado por completo en un par de días. Debería estar aterrada. ― ¿Y no lo estás? ―No, en absoluto. Solo desearía que fuera mañana. Sé que es por ti, si fuera con cualquier otro hombre, no me sentiría así, pero tú me das confianza y seguridad y deseo estar cada día, más cerca de ti. ―Laila, yo… ―Le vi dudar, su rostro parecía reflejar algún temor que yo no lograba comprender. ― ¿Qué te ocurre? ―Me cuesta estar cerca de ti, a veces. ― ¿Qué quieres decir? ¿Ya no me amas?― Le pregunté contrariada por aquellas palabras. ―Al contrario, te amo demasiado.― Yo resoplé. ―Eso es una bobada. ―No cuando eres un hombre y tienes delante a la mujer más hermosa del mundo.―Lo dijo sin mirarme a la cara, avergonzado por sentirse atraído por mí. Le entendía, a mí me pasaba lo mismo. ―No tienes nada de lo que avergonzarte, es normal que te sientas así, si ese no fuera el caso, no estaríamos comprometidos. Yo me siento igual.―Ahora me miraba sorprendido ¿Qué había dicho? ¿Estaba mal acaso sentirme atraída por el hombre que sería mi esposo? ―Eres única, una mujer excepcional. ¿Sabes que no deberías decirme esas cosas? ― ¿Y por qué no? ¿Qué hay de malo en sentirme atraída por mi futuro esposo? ―No hay nada de malo, es solo que no está bien que lo digas. No es propio de una señorita.―Yo sonreí quería quitarle importancia y no estaba de acuerdo con su teoría de lo que debía o no hacer o decir una señorita. ―Entonces, no hay problema, yo no soy una señorita. Soy Laila, la misma Laila de hace tres días. Así que puedo decir todo lo que quiera, al menos a ti ¿Estás de acuerdo?― Se rio. ―Claro, puedes decirme todo lo que quieras. Además, sé que lo harás de todos modos. ―Yo decidí tentar la suerte que hasta ahora me acompañaba a todas partes. ― ¿En serio?―Él asintió.― Me gustaría pedirte algo, pero me temo que no lo aprobarás. ― ¿Qué es? ―Me gustaría que me besaras.―Nada más decir esto mi cara se hizo eco de la vergüenza que me producía. Él me miró intentando digerir aquella petición. ―Laila, ya habrá tiempo para eso. No creo que sea el momento.― Me estaba rechazando. Yo le había abierto mi corazón, dejando al descubierto mis más íntimos deseos y él… me estaba rechazando. ― ¿Por qué no? ¿Acaso no me deseas? ―Claro que te deseo. Besarte, es lo que más deseo en el mundo, pero no estaría bien. ―No lo entiendo.― Me sentí tan vulnerable, tan frágil… Una lágrima se derramó por mi cara y yo la cubrí con mis manos de inmediato. ―No te enfades conmigo. Solo trato de hacer lo correcto.― Yo me aferré a mis piernas, hundiendo mi cara entre las rodillas para que no pudiera verme llorar.―Laila, por favor, trata de comprenderlo. Tenemos toda la vida por delante…― Yo no le escuchaba, no quería hacerlo, sabía que probablemente tenía razón, pero me daba igual, yo no quería sentirme así, sentirme mal por querer besarle. Estaba avergonzada. Sentí sus manos en las mías.― Laila… mírame, por favor. No quiero verte triste por esto, es una tontería. ¿No lo ves? En poco tiempo, seré tu esposo y podrás besarme todo lo que quieras. ―Puede que entonces yo no quiera besarte.― Le dije con todo el aplomo que pude reunir. Me sentía humillada. Me levanté sin mirarle siquiera, subí a mi caballo, al mío, Sansón, que era mucho más rápido que el de mi padre y salí disparada hacia mi casa. Él hizo lo mismo. Llegó solo un minuto después que yo, bajó del caballo, me quitó el cepillo que yo llevaba en la mano para cepillarle y me dio la vuelta para que le mirase. Lo que vio en mis ojos no debió gustarle mucho, pero me besó. Atrapó mis labios con furia al principio, haciéndome saber su enfado por haberme marchado y haberle dejado allí, su ansiedad por no haber atendido sus demandas para que parase, pero luego su beso se volvió más tierno, haciéndome sentir también su amor. Me separé un poco para mirarle y él me respondió con una mirada condescendiente. ― ¿Contenta? Siempre te sales con la tuya. ―No, solo cuando tengo razón.―Le dije desafiante. ―Esto va a ser más complicado de lo que creía. ― ¿Complicado?― Le interrogué. ―Complicado. Ahora será cada vez más difícil permanecer a tu lado de una forma caballerosa. Correcta.―Me sonrió. ―Yo no soy una señorita, no espero que tú seas un caballero. Hagamos esa excepción solo entre nosotros. Nadie tiene porqué saberlo. ¿Qué importan los demás? Lo único que importa es que nos amamos.― Yo me acerqué un poco a él y hundí mi cabeza en su pecho, como había hecho otras veces y él me besó en el pelo, entonces yo le miré y me aparté un poco para buscar sus labios y él me correspondió.― Ahora si te has portado como un caballero, dándole a esta señorita, aquello que te pide y que desea.― Me reí de nuevo, triunfal. ―Te prometí que haríamos las cosas bien. Deja que haga las cosas bien y ayúdame a portarme como debo, no como quiero. Te lo compensaré.― Volví a coger el cepillo y comencé a pasarlo por el lomo de Sansón. ―No te prometo nada. Al día siguiente, me puse la prenda más bonita que tenía en el armario, una túnica de color azul claro que resaltaba el color de mis ojos, al menos eso me parecía a mí. Durante toda la tarde, no dejó de mirarme de un modo descarado, aunque desviando la mirada en las ocasiones en las que sentía que le había descubierto, aunque no dijo nada al respecto. Durante varios días usé esa misma táctica, vistiendo prendas de telas de colores vivos, tan finas y vaporosas, que dejaban intuir cada una de las curvas de mi figura e invitaban a pasear sus manos sobre ellas. Por fin una tarde en la que le sorprendí mirándome de ese modo tan suyo, no apartó la mirada. Estábamos bajo la palmera y sin dejar de mirarme se acercó más y me dijo: ― ¿Esta es tu forma de ayudarme?― Lo dijo cogiendo mi túnica y arrugándola en su puño. ― ¿No te gusta?―Le sonreí, pero él no dijo nada, se acercó y estampo sus labios contra los míos.― Esto no está bien.―Le reproché divertida.― Creí que eras un caballero. ―Lo era, hasta que te besé. Ya te dije que ahora sería más complicado mantener la compostura y el decoro. Te pedí que me ayudaras y tú, te pones estos vestidos vaporosos de finas gasas llenas de colores para llamar más mi atención. Lo estoy pasando fatal.―Intentó besarme y yo me aparté. Me miró sorprendido. ―No quiero que lo pases mal por mi culpa―Dije divertida. Entonces me agarró por las muñecas y me tumbó sobre la arena sin dejar de mirarme, pidiéndome permiso y yo se lo di, sin decir nada, le miré y él supo que podía hacer conmigo lo que quisiera, pero no lo hizo. Me besó con dulzura y se apartó.―Así que sigues siendo un caballero… ―Intento conservar lo poco que has dejado de él en mí.― Se rio sacudiendo la cabeza. ―Me gusta que seas un caballero.― Le di un beso en la cara y subí a mi caballo. Dimos un agradable paseo para volver a mi casa, sin apresurarnos, charlando tranquilamente. Le pregunté por cómo era la vida en otros lugares, pues yo jamás había vivido en ningún lugar que no fuera aquel y él me complació, contándome su vida en Aragón y en la tierra del Nilo. Yo le escuché con atención. De cada relato, surgían otro millón de preguntas que él, intentaba responder y de cada respuesta, más preguntas, hasta que satisfice mi curiosidad, al menos por aquella tarde. Quería saberlo todo de él, no quería dejarme nada en el camino. No quería quedarme al margen de un solo pensamiento que pudiera tener. Quería sentirme parte de su vida, incluso de la vida que tuvo antes de conocerme y de amarme. Nos pasábamos las tardes enteras así, hablando de todo y de nada, a veces de cosas importantes; cómo sería nuestra casa, el nombre de nuestros hijos, nuestra boda, pero otras, simplemente, nos limitábamos a gastarnos bromas y a tentarnos. Le encantaba hacerme rabiar, ver como yo me enfadaba y sacaba mi genio para luego venir a reconciliarse y tener una excusa para besarme. Yo siempre le reprochaba que no jugara limpio, pero lo cierto es que me encantaba aquel juego, porque solo era eso, un juego. Jamás nos enfadábamos de verdad. Yo me ponía furiosa a veces para darle un poco de emoción, pero siempre sabía cómo terminaría todo, con besos y risas y más besos. 5 La casa ya estaba casi acabada. Mi abuelo había mandado construir un palacete parecido al de mis padres, algo más pequeño, aunque con más encanto, al menos en mi opinión. El jardín, evocaba un pequeño oasis, lleno de plantas alrededor un estanque y una pequeña fuente de la que emanaba agua todo el día. En el centro de la casa, había un patio interior con un gran aljibe del que se podía extraer el agua fresca a cualquier hora. A la derecha de la construcción principal quedaba el palmeral, y todo el conjunto estaba rodeado por un bajo muro y una puerta de entrada que siempre permanecería abierta. Así lo quería yo. No me gustaba sentirme encerrada. Yo siempre fui libre y me sentía libre. Tanto como la arena del desierto que viaja a lomos del viento de un lugar a otro, sin importar dónde, sin fronteras ni muros que la puedan retener. Faltaba apenas una semana para el gran día y ninguno de los dos podía esperar más. Durante el año que transcurrió desde nuestro compromiso hasta el día de nuestra boda, así lo dispuso mi abuelo, jamás nos separamos ni dejamos de amarnos, todo lo contrario, ahora siendo conscientes de lo que cada uno sentía por el otro, nuestro amor se hizo manifiesto y fuerte. En cada mirada y en cada gesto se reflejaba la complicidad y la impaciencia por estar unidos para siempre y de todas las formas posibles. Mi madre mandó hacer un vestido de novia occidental y cristiano, pero encargó otro muy distinto para la noche de bodas. Uno de seda transparente con aberturas laterales que dejaban mi cuerpo prácticamente al desnudo. Me regaló también pulseras para mis tobillos y mis manos, incluso para mis caderas y durante todo el tiempo que tuvimos desde el compromiso hasta mi boda, cada mañana se propuso convertirme en la mejor amante del mundo. Me enseñó no solo a seducir a mi marido, sino el arte de sorprenderlo y colmarlo de sensaciones nuevas cada noche. La danza del vientre, las pinturas con gena, lavarme cada día y perfumar mi cuerpo con aceites… Un millón de formas de saciar su apetito. Muchas de ellas prohibidas para las cristianas, pero yo no era cristiana, ni musulmana, era una mezcla de ambas culturas y mi madre decía que nada puede estar mal a los ojos de ningún Dios, si se hace de corazón y por amor, así que decidí que mi Dios, después de conocer la Biblia y el Corán, era el amor. Tuve una gran boda cristiana a la que asistió todo el mundo importante de estas tierras, incluso algunos emisarios del rey de Francia, aunque él no vino en persona. Todos se quedaron festejando el momento de alegría que provocaba la unión de dos familias y los más allegados nos acompañaron a nuestra habitación, en la que se dispuso una gran cama, mucho más grande que la mía, incluso que la de mis padres. Mi madre la mandó hacer expresamente para mí. Tras nuestro paso, se cerraron las puertas y ambos nos asomamos a la terraza a la que daba nuestra habitación, mirando hacia un horizonte que se imponía sobre un cielo ya cansado, a punto de desfallecer. Vimos algunos invitados que aún vagabundeaban por los jardines, apurando sus copas de vino antes de marcharse, aunque la música continuó hasta que la luna se alzó en el firmamento para reinar sobre las estrellas. La gente bailaba y reía, ebria por el vino y nuestra felicidad. Entonces él me miró nervioso, impaciente creo, me tomó de la mano y bajó la mirada, supuse que por los nervios, pero yo no estaba nerviosa, mi madre me enseñó bien y sabía lo que debía hacer. Sin soltar su mano, le llevé de nuevo dentro de la habitación y le pedí que me ayudara a soltar el vestido. Sus manos temblaban a mi espalda, luchando por desabrochar cada presilla y desatar cada lazo. Entonces, me volví para mirarle mientras me quitaba el resto de la ropa que aún cubría mi cuerpo hasta quedar totalmente desnuda. Sus ojos se abrieron, estallando en llamas y quiso arrastrarme hasta la cama, pero yo no había acabado y me resistí. Su cuerpo, se había ido tensando con cada prenda de ropa que había caído al suelo y quería comprobar sin restricciones el efecto que había causado. Sentía curiosidad. Así que me acerqué despacio a él y le desnudé también. Escuchando su respiración y su pulso acelerarse de pronto. Me sorprendió su tamaño y no pude evitar pensar que aquello no podía encajar dentro de mí. No debí esconder mi recelo con suficiente presteza, porque me acarició la cara con dulzura y su voz me acarició cerca de la oreja, como un viento cálido del desierto caldeando mi sangre: ―No te preocupes. Estamos hechos el uno para el otro. Solo te dolerá una vez. Confía en mí. ― Y lo hice. Me rendí a su voz y a sus manos. Me llevó hasta la cama y me invitó a tumbarme junto a él. Entonces, me miró con dulzura y con deseo también, me acarició en el pelo y yo le besé y ya no hizo falta nada más que nuestras bocas y nuestras manos cobrándose el premio que se nos había prometido, sin que fuera suficiente. El resto de la noche la dedicamos a descubrirnos y a poner en práctica toda la teoría que había estado aprendiendo durante un año, bueno, no toda, pero la suficiente para que él cayese rendido y yo eufórica por la victoria de una noche perfecta. La luz del amanecer me despertó sin motivo. Yo estaba tendida sobre su pecho, desnuda, y así me levanté para asomarme por la ventana y dar gracias al Cielo por aquella noche y todas las que seguro vendrían después. Unos brazos me sorprendieron aferrándose a mi cuerpo desde atrás, era Arnau, rebuscando entre mi cabello y apartándolo con su cara para encontrar mi cuello y posar sus dulces labios sobre él. ―Vas a coger frío.―Me advirtió. Su voz resonó en todo mi cuerpo y un espasmo de anticipación lo recorrió de punta a punta. ―No podía perderme esto.― Le sonreí y él acompaño mi mirada al cielo que ya amanecía bañándolo todo con miles de colores. ―Es hermoso.―Convino. ―Sí, lo es. La tierra adquiere tonos especiales que solo se ven al amanecer. ―No me refería a la tierra, me refería a nosotros. Es hermoso lo que tenemos.― Me volví para mirarle y él clavó su mirada en la mía y me dio un beso cargado de intenciones y determinación. Habían desaparecido los miedos, las dudas, los nervios… Solo quedábamos él y yo, el deseo y la pasión. Un año después, llegó nuestro primer hijo. Le llamamos Arnau, como su padre. Tenía los ojos claros, como yo, pero su pelo era más claro y sus rasgos, eran los del hombre que colmaba mis noches y mis días de una felicidad absoluta, también su piel era tan blanca como la arena. Me pareció el niño más guapo del mundo cuando le vi nada más nacer. No lloró, sería un hombre valiente. En lugar del típico llanto, se escuchó una especie de protesta reclamando su alimento, que le ofrecí con gusto. Cuando me recuperé de aquel parto, antes de lo que esperaba, me encerré en mi habitación una tarde en la que Arnau, había ido a ayudar a sus padres con uno de los pedidos procedentes de Damasco, ahora era él quien llevaba prácticamente el negocio familiar y al parecer, habían tenido algún problema con unos comerciantes que estaban buscando mercancías con las que hacer negocio en Francia. Tardaría en volver, así que decidí dedicar ese tiempo a prepararme tal y como mi madre me enseñó. Lavé todo mi cuerpo a conciencia y lo froté con aceites y esencias de flores. Pinté mis manos con gena y coloqué dátiles y frutos secos en una alfombra en la que también dispuse varios almohadones. Me coloqué el vestido que mi madre había mandado hacer para la noche de bodas y que todavía no había estrenado, y adorné mi cuerpo con las pulseras en los tobillos y en las manos y también alrededor de mis caderas, por último me coloqué la fina túnica que dejaba adivinar con poca dificultad mi figura, desnuda bajo ella. También decidí pintar mis ojos con carbón. Creí que ya estaba lista, así que me senté pacientemente a esperar su llegada. Pronto le oí llamándome desde la entrada. Acababa de dejarle al ama a mi pequeño para poder estar tranquilos durante un rato. Ella le informó de que yo estaba en mi habitación y que había estado aquí buena parte de la tarde. Oí sus pasos acercándose a la puerta y entonces entró preguntándome si me encontraba bien, pero entonces me vio y comprendió que no me pasaba absolutamente nada. Yo le cogí de las manos y le llevé hasta la pequeña alfombra en la que había dispuesto los frutos y una jarra con limonada y él se sentó. Yo no, me alejé un poco y comencé a bailar al son de una canción tarareada con tanta gracia como hallé en mí, como me enseñó mi madre, suavemente al principio y acelerando el ritmo a la vez que su deseo, provocándole con cada movimiento. No apartó la vista de mí ni un solo segundo, no podía. No se extrañó de toda aquella puesta en escena de origen claramente oriental, tampoco me juzgó. Él me conocía, sabía quién era, cuáles eran mis raíces y cuánto las amaba. No, nunca me juzgó y ese día especialmente, disfrutó de ellas. Cuando terminé mi danza, le pedí que se acercara con un dedo y se levantó obedeciendo, casi hipnotizado. Yo le desnudé y lavé su cuerpo, cada parte, sin excepción y fui besando cada una de ellas. Él me liberó de la única prenda de tela que luchaba por ocultar mi cuerpo sin conseguirlo y pellizcó mis pechos, brotando de ellos un pequeño manantial de leche caliente que él se apresuró a beber. Comió de mí sin agotar aquel recurso, pensando en el pequeño, primero de un pecho y luego del otro, sin llegar a saciarse. Luego le sorprendí con posturas diferentes que él ni si quiera había imaginado, guiándole por los senderos que mi madre había abierto para mí, para nosotros. Nos disfrutamos mucho más que la primera vez. Nos conocíamos mejor, nuestros ritmos, nuestras caricias favoritas… ―Ahora entiendo por qué algunos hombres en mi tierra, buscan amantes de la tuya. ―Yo le sonreí pícaramente disfrutando por el placer que nos habíamos entregado. Luego bajé a buscar a mi hijo y le consolé con el alimento que estaba reclamando hasta que se quedó dormido de nuevo. 6 Pasó el tiempo, llegaron caballeros cruzados de toda Europa, nuestro Rey, el de mi padre al menos, estaba cumpliendo con lo que había prometido, pero nada se había hablado de otros lugares. Los cruzados habían tomado varias ciudades cercanas al Nilo y el Sultán, por miedo a perder su centro de poder, llamó al rey Federico y en Jaffa, le rindió Jerusalén, Nazaret y Belén. Hasta donde alcanzaba mi memoria, los cruzados seguían viniendo a nuestras tierras, pero mi padre les explicaba el tratado con la firma del Rey y ellos, tenían que acatarlo, les gustara o no. Muchas familias musulmanas, decidieron marcharse tras los acuerdos de Jaffa, pero mi abuelo tenía esperanza en el Sultán, pensaba que no nos abandonaría a nuestra suerte. Se equivocó. Llegaron muchos soldados de occidente, ahora armados, paseándose por las calles, exultantes y provocadores. Uno de ellos, agredió a una joven de origen musulmán. La sorprendió mientras regresaba a su casa y la violó brutalmente. Luego, terminó el trabajo con su espada, cortándole la cabeza mientras le gritaba “¡perra mora!”. Mi abuelo regresaba a casa cuando escuchó los llantos y los gritos de su madre y se acercó a ver lo ocurrido. El soldado seguía allí, contemplando su cadáver sin rastro de preocupación o arrepentimiento y comprendiendo la situación, mi abuelo, deslizó su espada de la funda que protegía la hoja y lanzó un golpe mortal contra el cruzado, que no tardó en caer al suelo, iban a echarse sobre él, pero la multitud y la familia de la muchacha, no lo permitieron y le ayudaron a escapar. Nunca pensó en las consecuencias que traería aquel acto de justicia. Estalló una pequeña revuelta. Mi padre intentó calmar las cosas, pero fue acusado de traición y asesinado junto con mi madre, una noche mientras dormía. Luego le prendieron fuego a la casa y culparon a los sirvientes, alegando que se habían revelado contra su amo por ser cristiano. Yo sabía que eso no era cierto, conocía a Mohamed desde siempre y sabía que aquel hombre veneraba a mi padre. Mi abuelo, vino a buscarme a mi casa y me contó todo aquello, sus esposas e hijos también habían sido asesinados. Solo quedaba yo. Tierra Santa, mi hogar, de pronto ya no era un lugar seguro, debíamos marcharnos. ― ¿A dónde iremos? Yo no conozco otro lugar. No conozco a nadie fuera de aquí.―Protesté. ―Yo sí. Será un largo viaje, pero necesitamos ayuda de nuestros hermanos en la fe. Guerreros que vengan a recuperar lo que es nuestro. Debemos ir hasta la tierra de mis antepasados. Allí, encontraremos el asilo y la ayuda que buscamos.― Yo miré a Arnau que estaba entre la espada y la pared. Él era cristiano, pero nunca estuvo de acuerdo con aquellas matanzas que se libraban en nombre de Dios, fuera el que fuera. Él asintió, comprendiendo que nuestra familia no estaría bien vista por los cristianos y tampoco por los musulmanes. En tiempos de paz era fácil la convivencia, pero en tiempos de guerra, todo era muy distinto. ―Coge solo lo necesario, partiremos al amanecer. Por cierto, Arnau, ahora eres musulmán. Yo no soy estricto con estas cosas, pero allí dónde vamos podrías tener problemas. Será más seguro si finges haber abrazado la verdadera fe. A solas, puedes rezarle al Dios que quieras, pero en público, te atendrás a las leyes de mi gente ¿entendido?― Arnau entendió al instante y volvió a asentir.― Lo mismo para ti, Laila, tú ya conoces nuestras costumbres aunque jamás has hecho uso de ellas, ahora tendrás que comportarte como una esposa musulmana, así que escoge las prendas apropiadas y no te olvides del velo.― Yo obedecí. Dispuse todo para el viaje mientras Arnau preparaba los caballos. Luego partimos. No miramos atrás, un único vistazo al que había sido nuestro hogar con una única promesa, la de volver tan pronto como fuera posible. Nos dirigimos al oeste, hasta la tierra del Nilo, el gran río. Allí compramos algunos camellos; uno para mí y el pequeño Arnau, otro para cada uno de ellos y otro para nuestras pertenencias. Los caballos fueron vendidos. Mi abuelo nos anunció, que para encontrarnos con sus parientes más cercanos, teníamos que atravesar el desierto. “Nada como una buena camella para eso”, nos dijo. Cada noche frente al fuego, Arnau y mi abuelo discutían cual era la ruta más apropiada para la siguiente jornada y yo, aprendía todo lo que podía de aquellas conversaciones, a pesar de ser mujer, nunca me gustó quedarme al margen de las decisiones que se tomaban acerca de mi vida. Atravesamos Madinat al-Qahira[2], siempre hacia el oeste, adentrándonos cada vez más en el inmenso desierto. Procurábamos no andar demasiado lejos de las ciudades, incluso compartimos noche con algunas caravanas que encontramos acampadas entre las dunas y que iban en busca de sal. Mi abuelo nos informó de que ya no andábamos muy lejos y que seguramente la gente azul, ya era consciente de que estábamos allí, pero yo no conseguí ver a nadie más, a parte de nosotros. El camino era largo y cada jornada se hacía interminable. Arena y más arena, y arriba, el cielo azul como mis ojos y un sol que brillaba imponente, dominando ese inmenso firmamento. Parecía ser un camino sin fin ni rumbo, aunque Omar siempre decía que llegaríamos pronto. Empezaba a escasear el agua, así que ahora dejamos que las camellas nos guiaran hasta ella. Su instinto era más fuerte y más fiable que el nuestro. Sí, ellas encontrarían el líquido elemento que calmaría nuestra sed, pero ¿cuándo? El tiempo jugaba en nuestra contra. Teníamos que conseguirlo, no habíamos abandonado nuestros hogares, nuestra tierra, nuestros amigos, huyendo de la muerte, para encontrarnos con ella en el desierto. Ese no podía ser nuestro final, no lo permitiríamos. Arnau, tenía toda una vida por delante y yo procuraría por todos los medios que siguiera siendo así. ¿Qué culpa tenía mi hijo de que los hombres estuvieran completamente locos? Eso me hizo pensar en que algún día, él también se convertiría en un hombre. ¿Sería como ellos? ¿Se pasaría la vida buscando teñir su espada con la sangre de otros? No, yo no quería eso para él. Yo le enseñaría a ser diferente, a ser un hombre de paz. Unos gritos me alertaron alejando esos pensamientos en los que me hallaba sumida, arrullada por el vaivén de mi camella. Caballos al galope azuzados por sus jinetes venían directos hacia nosotros. Pude oír como Omar y Arnau desenvainaban sus espadas y me tensé de inmediato. ¿Nos atacaban? ¿Qué más podía pasar? Aquellos hombres nos ordenaron detenernos y luego nos hicieron saber que éramos sus prisioneros. No hubo enfrentamiento. Nos llevarían a la ciudad para vendernos como esclavos y se quedarían todas nuestras pertenencias. Eso no me preocupaba, al menos seguíamos con vida y nos darían agua. ¿De qué les servíamos muertos? Muertos no podrían vendernos y aunque Omar, mi abuelo, ya era mayor y no sacarían mucho por él, Arnau y yo aún éramos jóvenes y fuertes y podíamos proporcionarles una pequeña fortuna. Nos mantendrían con vida, seguro. El único problema es que estábamos volviendo sobre nuestros pasos, íbamos en dirección contraria. Esclava. Nunca había imaginado que terminaría siendo una vulgar esclava. Yo, que tenía desde siempre varias personas a mi servicio preocupadas por satisfacer cualquiera de mis deseos de inmediato, ahora sería la que tendría que cumplir las órdenes y deseos de otro. Qué caprichosa la vida y qué hábil para hacer cambiar las tornas, pero estaba viva y la gente a la que más amaba también, eso era lo importante. No todos, había perdido a mis padres, pero al menos seguía teniendo a mi abuelo, a mi esposo y a mi hijo. Ellos me ayudarían a sobrellevar la pérdida. De pronto me di cuenta de que en cuanto nos vendieran, nos separaríamos y probablemente, jamás volvería a verlos. No podía permitirlo. Prefería morir a no vivir junto a los míos, junto a Arnau. Acampamos en cuanto el sol empezó a descender. Nos permitieron montar nuestra tienda, pero no nos permitieron descansar, nos hicieron llamar para que dada nuestra nueva condición, empezáramos con aquel cometido. Yo ayudé a preparar la cena, bajo la supervisión de unos hombres que no dejaban de mirarme de forma descarada. Me sentí muy incómoda, pero decidí que era mejor no causar problemas y empeorar aún más las cosas. Obedecí a todas y cada una de las órdenes recibidas con presteza. Luego, entré en la carpa del jefe de la caravana para servir los alimentos que había estado preparando y entonces, me encontré con aquel hombre obeso que se desparramaba sentado sobre algunos almohadones. Me sonreía de forma pícara, sin dejar de observar mis pechos, como un lobo hambriento. Entonces le atravesé con la mirada y él le susurró algo al hombre que tenía a su derecha, que era enorme y completamente calvo, con unos zarcillos que colgaban de sus orejas. Este acarició su espada y me sonrió. No me gustó su sonrisa, escondía intenciones oscuras. Estaban tramando algo, estaba segura. El hombre que estaba sentado me pidió que me acercara, yo miré a Arnau y él se tensó. Omar le obligó a permanecer donde estaba con un gesto sutil de su mano y él me miró sin relajarse, como si esperara lo peor. Entonces, el hombre gordo levantó su vaso, yo le serví limonada y él, aprovechó para llevar su mano hasta mi pecho. Arnau se levantó de inmediato, pero antes de que pudiera dar un solo paso, tenía el filo de una espada delante de su nuez. Yo le clavé mi mirada cargada de desprecio, directa a sus ojos llenos de lujuria y él, dejó la limonada sobre la mesa y luego, agarrándome por la muñeca, jaló de mí para colocarme sobre él, me mordió en el pezón y yo le arañé la cara. No pensé en lo que hacía, simplemente intentaba defenderme. Busqué a mi abuelo con la mirada y vi como negaba con la cabeza. ¿Debía consentir que aquel hombre me tomara delante de mi esposo y de mi hijo? ¿Qué clase de persona haría algo así? Demasiado tarde comprendí, que una persona más sensata. El orgullo puede repararse, pero una vida perdida, no se puede recuperar. El hombre, me dio un bofetón y sentí que el ojo me explotaba, luego intentó besarme y yo le mordí en el labio, que comenzó a sangrar de pronto. El hombre que había a su derecha, me levantó en peso cogiéndome por el pelo y yo le agarré de uno de los pendientes y se lo arranqué. Otro que sangraba. Me lanzó en mitad de la tienda y luego acercándose de nuevo a mí, me cogió del pelo y me arrastró afuera. Arnau le dio un golpe al hombre que le amenazaba con su espada. Consiguió arrebatársela y hundirla en su estómago, pero el grandote me soltó, lanzándome contra mi abuelo y ambos caímos al suelo. Luego se encaró con Arnau. Entraron dos hombres más. Vi en la cara de mi abuelo que aquello no podía terminar bien y me lancé a la espalda del hombre para ayudar a Arnau. ¿De qué me serviría vivir, si ni él, ni mi hijo, ni mi abuelo, iban a estar conmigo? ¿Qué vida me esperaba a partir de entonces sola y esclava? Prefería morir luchando por mi amor. Eso, me parecía mucho más noble. Omar tendría que explicárselo a mi pequeño y él tendría que entenderlo. Le arranqué el pendiente que le quedaba y le arañé en todos los sitios en los que le alcancé, como si fuera una fiera enfurecida, hasta que consiguió deshacerse de mí con un brutal codazo que me propinó en la boca del estómago. Yo me revolví en el suelo como un pez fuera del agua, boqueando en busca de aire. Él, ni si quiera se volvió a mirarme, se dirigió a Arnau y con un gesto de su daga le abrió la garganta. Yo me sentí morir. Lo único que fui capaz de hacer, fue arrastrarme intentando salvar la distancia que nos separaba para tenderme junto a él a esperar mi muerte. Pero no hubo descanso, no me concedió ni un segundo para llorarle. Volvió a cogerme del pelo y a arrastrarme fuera de la tienda, esta vez sí consiguió hacerlo, nadie se lo impidió. Me ató las manos y desgarró mi ropa, dejando mi cuerpo casi al descubierto. Me agarró los dos pechos con fuerza, haciéndome daño. Una espada cayó del cielo, seguida por una sombra azul que envolvía unos ojos llenos de furia. Luego, todo se fue diluyendo en el espeso manto de la noche hasta que solo quedaron la oscuridad y el silencio. 7 Me desperté al alba. Estaba sola en la tienda sobre un camastro improvisado demasiado incómodo para procurar descanso. Me dolía todo el cuerpo y estaba llena de cardenales. ¿Qué había pasado? ¡Arnau! Él intentó protegerme y ahora estaba… estaba muerto. Arnau había muerto. ¿Y mi abuelo y mi pequeño? ¿Estarían bien ellos? Miré de nuevo a mí alrededor, inquieta, y salí de la tienda en busca de mi familia. ―Estáis a salvo, señora.―Me sorprendió la voz de un hombre que ocultaba su rostro tras un velo azul. ¿Sería el hombre que me salvó de aquel bárbaro? Me fijé en lo poco de su rostro que quedaba a la vista y sus ojos no me parecieron los mismos, pero no podía estar segura. ― No tenéis nada que temer. ― ¿Y mi hijo? ―Está con Omar. Os acompañaré.― Yo asentí, aliviada porque mi familia estuviera bien, impaciente por verlos, pero a la vez consciente de que mi vida sin Arnau, no tenía sentido, criaría a mi hijo como era mi deber, pero yo estaba muerta, tan muerta como mi amor. Mi abuelo, estaba sentado con el niño en brazos cuando llegué escoltada por aquel hombre. ―El viaje ha terminado. Hemos encontrado nuestro destino. Bueno, ― dijo con una mueca que no llegaba ser una sonrisa― nuestro destino nos ha encontrado a nosotros. Justo a tiempo. ―No, no llegó a tiempo.―Le respondí con toda la amargura que sentía en ese momento y que sabía que me acompañaría durante el resto de mi vida. ―Hassan, es el pariente del que te hablé. Es un pariente muy lejano, pero es el único que tengo y nos guiará para encontrar la ayuda de nuestros hermanos en la fe. Los hombres azules nos protegerán hasta que podamos regresar con un ejército y acabar de una vez y para siempre con esos infieles. Con esa manada de bárbaros. Tu hijo está hambriento.―Me informó acercándome al niño. Yo le cogí entre mis brazos, sabiendo que era lo único que me quedaba de su padre, con todo el amor que aún me quedaba y con todo el dolor y el vacío que dejaba en mí. Le ofrecí primero un pecho y luego el otro, hasta que quedó satisfecho y cayó rendido entre mis brazos. Otro hombre vestido de azul y con la cara cubierta, tal y como mi abuelo me había descrito en sus historias, cruzó la puerta de la tienda. ―La paz sea contigo.― Saludó a mi abuelo. ―La paz.― Le respondió él.― Hassan, esta es mi nieta, Laila.―Yo no lo miré, no quería mirar a otro hombre, y menos a este, no podía. Él tampoco dijo nada, no me saludó. ―Hoy descansaremos aquí, mañana partiremos hacia los pastos, dónde nos espera mi pueblo, y el tuyo. Habrá que preparar un tahawit[3] para ella, pero no creo que sea problema, aunque Samir es herrero, estoy seguro de que con la madera y las telas que hay aquí podremos improvisar uno decente. ―Bien. ¿Tu padre sigue guiando a nuestras gentes? ―Mi padre, está con Alá desde hace dos inviernos. Una gran sequía se llevó a los más ancianos y también a algunos niños.―Lo dijo con un tono de indiferencia y una voz tan entera que pensé que aquel hombre, por muy pariente que fuera de mi abuelo, no se parecía en nada a él. ¿O quizá sí? Tras la muerte de mi madre y de sus esposas e hijos, él fue capaz de organizar nuestra huida de inmediato, no se concedió un solo minuto de duelo y jamás le oí lamentarse o llorar. ¿Cómo lo hacían? ¿Cómo conseguían seguir viviendo sin dejar que el dolor dominase sus vidas? ¿No sentían la necesidad de derrumbarse? O tal vez, lo vivían a su manera. Yo tampoco había sido capaz de llorar, sin embargo estaba destrozada, hueca por dentro como el tronco de un árbol que ha sido pasto de las llamas, inservible, muerto… ―Una gran pérdida, sin duda.― Mi abuelo lo dijo al tiempo que posaba sobre su ancho hombro una de sus manos y él le devolvió el gesto.― ¿Quién porta ahora el ettebel[4]? ¿Amastan, tal vez? ―No, él también murió. Ahora, les guío yo, pero me vendrá bien tener a un hombre más sabio a mi lado. Yo, solo soy un guerrero. ―Yo estoy viejo, Hassan, pero estaré a tu disposición siempre que me necesites. Estoy en deuda contigo. Anoche, fuiste muy oportuno. El brazo de Alá te guio hasta mí, no digas que eres solo un guerrero, eres nuestro guía, nuestro Amenokal[5]. ―No te preocupes Omar, no me debes nada, nos une la sangre y la fe. ¿Acaso puede haber un lazo más fuerte? A mi padre le hubiera gustado volver a verte.―Luego me miró.― ¿Es cristiana?― Le preguntó a mi abuelo. ―Es mi nieta.―Mi abuelo dio aquella respuesta como si lo explicara todo. No hizo falta más. Yo también lo entendí. Ya no estaba en medio de dos mundos o entre dos dioses, ahora solo había un mundo, el desierto… y un Dios, el Misericordioso. Durante el camino y las jornadas de viaje que nos separaron de nuestro nuevo destino, me limité a ocuparme de mi hijo y no hablé con nadie. Mi abuelo, pareció entender que necesitaba tiempo para asimilar lo que había ocurrido. Lo que había perdido. Respetó mi duelo y no se atrevió a molestarme. Por las mañanas, viajaba entre las telas que me protegían del sol y de las miradas del resto de los hombres, sobre la camella. Por las noches, no salía de mi tienda. Cuando llegamos a nuestro destino, la cosa tampoco cambió mucho. No había casas como yo suponía, aquellas gentes vivían como parias, en mitad de las dunas. Varias tiendas constituían el poblado y un grupo de unas treinta personas y algunos chiquillos, conformaban toda la población, junto con el ganado y varios perros. El campamento estaba cerca de un pequeño oasis y una noche, cuando dejé a mi hijo durmiendo, sentí la profunda necesidad de lavarme todo el cuerpo, de sentir como el agua purificaba mi piel. Sentía la sangre de Arnau y de aquellos hombres, adherida a ella. Quería liberarme de aquella sensación, así que me encaminé hacia el agua, me desnudé y me sumergí en ella. Las estrellas me observaban desde lo más alto, como testigos silenciosos de mi desesperación. Me sentí protegida por ellas, a salvo después de tanto tiempo y por fin, las lágrimas fueron libres para salir al exterior y lo hicieron con tanta fuerza, que no pude retenerlas, corrieron por mis mejillas libres, frenéticas, hasta que ya no hubo más, en aquel lugar sagrado, me vacié entera. ―No deberías estar aquí tú sola.―Esa voz me sorprendió. Sabía de quién provenía, pero ¿qué hacía él aquí? ¿Y cuánto tiempo llevaba mirando? Me quedé inmóvil allí donde me encontraba y me sumergí un poco más, intentando que el agua ocultara mi cuerpo desnudo.― Sal y vístete.― ¡Me daba órdenes cómo si yo fuera uno de sus hombres! ¿Quién demonios se había creído que era? Me había salvado la vida, sí, pero había llegado tarde para salvar la de Arnau. Seguramente, había estado observando todo lo que ocurría, como ahora, y no hizo nada hasta que ya fue demasiado tarde. Nunca le perdonaría. ―No te preocupes, estoy bien aquí.― Entonces vi sus ojos. Por primera vez desde que nos presentara mi abuelo después de que nos rescataran de la caravana de esclavos, me atreví a mirarle y me di cuenta de que ya los conocía. Eran los mismos ojos que brillaron en la oscuridad al asestar el golpe mortal contra mi verdugo. Fue él, no me cabía ninguna duda, lo sentía con cada fibra de mi ser. Este era el hombre que me había condenado a una vida sin amor y le odié por ello. Esos pozos negros ahora brillaban con esa misma intensidad. Estaba furioso. ¿Y qué? No me importaba en absoluto aquel hombre y tampoco su furia. Solo quería que me dejara en paz con mi dolor. ―Mujer, ¿acaso te atreves a desafiarme? Si no sales por tus propios medios, entraré a buscarte.― ¿Entraría a buscarme? No creí que en realidad se atreviera a hacer tal cosa, nos medimos unos segundos y él dio un paso hacia mí. Sí, lo haría. Yo hice un gesto con la mano para que se detuviera y él, comprendiendo que había ganado, se dio la vuelta para que pudiera salir. Luego me escoltó a cierta distancia hasta mi tienda, sin decir una sola palabra. Mi hijo empezaba a dar sus primeros pasos y la vida en el campamento, cobraba poco a poco la normalidad. Cambiamos de campamento en varias ocasiones en busca de los pastos y yo empezaba a familiarizarme con aquella rutina. Al amanecer, los jóvenes partían con los rebaños y regresaban con la caída del sol. Luego, junto al fuego, contaban historias y recitaban poemas para entretenerse. Mi abuelo, a menudo se quedaba en la tienda de Hassan hablando con él. Yo no entendía por qué le tenía tanto respeto. Era cierto que ostentaba el título de Amenokal, lo que le convertía en el jefe de aquel territorio, no solo de nuestro campamento, también de otros con los que coincidíamos en algunas épocas cuando no escaseaba tanto el agua, pero no dejaba de ser un guerrero. Solo era un soldado, un soldado más que luchaba por ensuciar su espada con la sangre de algún cristiano. Otro estúpido guerrero, ávido de poder y de sangre. Un guerrero que había dejado morir a Arnau, contemplando su muerte como antes había contemplado la de su padre y otras gentes de su pueblo, impasible, sin hacer nada para evitarlo. Un hombre sin sentimientos que hablaba de ello, como si de una carrera de camellos se tratase. Le detestaba, le odiaba, le despreciaba con todo mi ser. ¿Cómo había dejado morir a su propio padre? Y al de mi hijo. Pagaría, yo sabía que no podía vencerle con una espada, pero ya encontraría el modo de hacérselo pagar. 8 La siguiente primavera, a petición de mi abuelo, Hassan partió con un grupo pequeño de hombres para organizar una reunión con los jefes de otros campamentos que dependían de él y así, reclutar toda la ayuda posible para recuperar Tierra Santa. Yo me sentí aliviada tras su marcha. Ya no tendría ese par de ojos clavados en mi nuca cada vez que salía a dar un paseo o a jugar con mi hijo, que ya andaba perfectamente. Ahora era un poco más libre, solo me sentía prisionera de una cosa, mi dolor. Pasaron varias semanas. Se me hacía extraño no sentirle vigilándome todo el tiempo y empecé, poco a poco, a sentir su ausencia de un modo distinto. Le imaginaba en los lugares donde solía verle, sentado bajo la palmera, en lo alto de la duna que quedaba al norte del campamento, mirando al horizonte, vigilando. Siempre vigilando… o paseando con mi abuelo, charlando tranquilamente, pero siempre con el ceño fruncido, eternamente preocupado. ¿Ese hombre se habría reído alguna vez? No lo creía. Esa voz, siempre medida, calmada y a la vez con tanto aplomo que no admitía réplica. Daba miedo. ¿Cuántos años tendría? Por su mirada yo diría que unos treinta, pero por su forma de comportarse, podría tener setenta. ¿Y a mí qué me importaba todo eso? Ojalá no regresara. No le necesitaba para nada y mi vida era más tranquila desde que no estaba él. Muchas veces se puso el sol desde su marcha y vi en el rostro de mi abuelo crecer la preocupación. Empezaba a impacientarse. Hassan tardaba demasiado. Se pasaba el día hablando de todas las dificultades que él imaginaba que Hassan había podido encontrar. Yo le escuchaba, a veces reconozco que con cierta desidia. Habían pasado al menos dos lunas cuando una noche, soñé que se acercaba una tormenta de arena y arrasaba el campamento. Por la mañana le conté a mi abuelo el sueño que había tenido y él me escuchó con mayor atención de la que yo misma me hubiera prestado. Luego, me hizo un montón de preguntas de las cuales algunas no supe responder, pero al cabo de un rato se dio por satisfecho. Antes de comer, le vi reforzando las sujeciones de nuestra tienda y también las de la tienda de Hassan. Yo pensé que no tenía que haberle contado nada, porque los ancianos suelen ser más supersticiosos. Aún recuerdo los cuentos sobre los djinn que me contaba de niña. Aquel recuerdo, me hizo sonreír por primera vez en mucho tiempo. Por la tarde, empezó a soplar viento. La fuerza del aire jugaba con la arena a voluntad, elevándola sobre el suelo firme haciendo figuras en el aire. Lejos de generar en mí la preocupación que leía en el rostro de los otros, aquella visión me traía paz, como ver bailar las lenguas de fuego en una hoguera o las olas del mar chocando contra las rocas, pueden parecer gestos violentos de la naturaleza, pero yo veo en ellos un lenguaje secreto que me seduce y me calma, así que me permití distraerme un rato en aquella danza mística de los elementos. Vi como hombres, mujeres y niños imitaban a mi abuelo reforzando las sujeciones de las tiendas. ¿Qué significaba todo aquello? No tardó demasiado tiempo en llegar la respuesta. Mi abuelo me obligó a entrar y me pidió que amarrase bien la tela que cubría la entrada. La tienda entera comenzó a zarandearse y el sonido del viento era aterrador, rugía como el espíritu de un hombre agraviado reclamando su venganza. Aquella tormenta de arena, la primera que vivía, sacudió el campamento durante un rato que se me hizo eterno. Luego se alejó sin más y tras ella, todos salimos a respirar a cielo abierto. En el horizonte, como si de un espejismo se tratase, apareció la silueta de una sola montura. El pueblo entero salió a recibirle, todos, menos yo. Me quedé plantada delante de la puerta de mi tienda sin acercarme al jinete que regresaba, aunque reconozco, que algo sacudió mi cuerpo cuando reconocí su figura. Era normal, supuse, si había logrado su objetivo, volvería a casa, a mi hogar. A todo lo que conocía y a la tierra que amaba. Cayó la noche y los hombres se sentaron alrededor del fuego para discutir las noticias que traía Hassan. Yo aproveché para ir a darme un baño, como hacía cada noche desde que él se había marchado. Ya nadie me importunaba y ese, era mi único momento de soledad y también de libertad. La noche me protegía y era completamente libre para llorar. Para llorar por mi Arnau. El cielo, estaba especialmente tranquilo tras la tormenta y las estrellas brillaban con fuerza, millones de ellas lo hacían a la vez, en perfecta armonía. El agua estaba tibia y quieta, la luna se reflejaba en ella como lo haría una tímida muchacha en un espejo. Me quedé pensando en cuánto había cambiado mi vida, en todo lo que me había pasado desde que llegaron los malditos cruzados, en lo vieja que me había hecho en tan poco tiempo. Miré mis manos. No era vieja, al menos, no lo parecía. No había arrugas en mi piel ni manchas del sol. De pronto, me pareció ver una sombra moviéndose entre el follaje de los arbustos que dotaban de cierta intimidad a aquella poza de agua milagrosa. No tuve que esperar a verle para saber quién era. Hassan. Mi corazón dio un vuelco, como hacía siempre que pensaba en él o le tenía cerca. ¿Por qué no me dejaba en paz de una maldita vez? Ese hombre se había propuesto convertir mi vida en un infierno. ¡Pues no pensaba salir! Esta vez, si quería hacerme salir, tendría que entrar a buscarme. Ya me había cansado de que me tratara como a una niña. Me miró unos segundos, sin decir nada. Yo no entendía qué estaba haciendo allí parado. ¿Acaso pensaba quedarse mirando cómo me bañaba? Se quitó el cinto y lo dejó caer con la espada a sus pies. Luego las botas… Lo hacía sin prisa, tomándose más tiempo del que en realidad necesitaba. ¡Me estaba dando tiempo para salir antes de entrar a buscarme! No se atrevería. ―Quédate dónde estás.―Le amenacé. ―No me gusta repetir las cosas.― Siguió quitándose las botas sin hacerme el menor caso. ―Déjame en paz, ¿quieres? El que tú no sientas dolor, no quiere decir que los demás no lo sintamos. El que tú no hayas amado nunca, no quiere decir que los demás no lo hayamos hecho. Déjame con mi dolor y márchate.―Entró en el agua sin decir nada más, me cogió de la muñeca y se dio la vuelta en dirección a la orilla, arrastrándome con él.― ¡He dicho que me dejes con mi dolor! ―Tu dolor. Mi dolor. Su dolor… ¡Es el mismo! Todos hemos perdido a alguien. Mi padre… tu padre… sus padres… Todos sentimos la misma pérdida, pero ellos no volverán. Y tú te atreves a arrastrarme hasta aquí, consumiendo mi atención y mi tiempo, porque una cría caprichosa y egoísta, decide apartarse del campamento en mitad de la noche y me obliga a ir a buscarla dejándolo desprotegido, mi gente corre peligro. ¡Les estás poniendo en peligro!― Su voz sonó como el trueno en mitad de la noche, con tanta fuerza y rabia que me atravesó entera, de pies a cabeza y me obligó a mirarle. Esos ojos implacables. ―Nosotros somos pastores. Nunca he perdido un animal de mi rebaño, porque los vigilo a todos y los mantengo unidos. El desierto puede ser una trampa si no sabes leer en la arena el peligro. Vístete y que esto no vuelva a ocurrir. Estás avisada.― Esa fue la primera vez que le escuché hablar, le había oído algunas veces cuando hablaba con mi abuelo, pero jamás le presté la menor atención. Esta vez sí lo hice, su voz me golpeó con la misma fuerza con la que lo habrían hecho sus puños de haber tenido ese derecho, y dolió mucho más. Supe que tenía razón en cada una de las palabras que me había escupido y yo merecía todas y cada una de ellas. Mi abuelo y Arnau ya dormían cuando llegué a la tienda. Yo me acosté y procuré hacer lo mismo, aunque lo cierto es que no lo conseguí. Por la mañana, me levanté temprano y preparé el desayuno. ―Hassan no ha conseguido la ayuda que buscábamos, al menos, no de inmediato. Tendremos que quedarnos aquí más tiempo del que habíamos previsto.― Yo asentí comprendiendo lo que me decía.― ¿No te importa?― Me preguntó extrañado. ―Lo entiendo.― Le respondí yo. ― ¿Qué ha ocurrido? ―Después de reunirse con todo el consejo de imajeghan[6], acordaron ir a ver al sultán de Egipto para que hiciera un llamamiento a la Yihad[7]. Nosotros no contamos con suficientes guerreros para luchar contra los cruzados, ni si quiera tras hacer sonar el ettebel contaríamos con suficientes imajeghan. Por eso se han vuelto a reunir, para escuchar las noticias y tomar una decisión. Hassan, intentó hacerle ver que los cristianos habían roto el tratado, que habían muerto muchas personas después de que él rindiese Jerusalén, pero el sultán de Egipto, Al-Kamil, no quiere ayudar. ¿Cómo iba a hacerlo si fue él quien entregó Jerusalén a los cristianos? Dijeron que había sido una decisión política, diplomática, pero solo intentaba proteger Egipto y su palacio, no a su gente. Piensan que no murió nadie, que fue una rendición pacífica, tal vez después de todo, la vida de mis hijos no sea tan importante. El Sah de Persia tampoco puede hacer gran cosa, tiene suficientes problemas para mantener sus tierras a salvo de los mongoles, como para intentar ocupar Jerusalén. Tendremos que esperar nuevos tiempos. Eso es lo que ha decidido el Consejo. Yo coincido con ellos. Sin la ayuda de todos nuestros hermanos en la fe, no es posible la victoria. Qué pobre es la memoria de algunos, cuando les conviene olvidar… Yo no puedo olvidar las historias que mi abuelo me contaba de cuando perdimos Jerusalén, ni el respeto que los musulmanes sentían por sus hermanos en la fe. ¿Dónde están los hombres valientes, los hombres como Abu-Saad al- Harawi?―Los ojos de mi abuelo se cerraron unos segundos, como si buscara aquella información, como si a través de la oscuridad, pudiera viajar al pasado, a las palabras de sus antepasados.― Nunca te he contado esa historia, pero *cuando Tierra Santa fue tomada por primera vez por los cristianos, Abu-Saad al- Harawi marchó a Bagdad y entró gritando en el diván del califa al- Mustazhir-Billah. Algunos dignatarios de la corte intentaron calmarlo, pero él, apartándolos con gesto desdeñoso, avanzó resueltamente hacia el centro de la sala: “¿Osáis dormitar a la sombra de una placentera seguridad, en medio de una vida frívola como la flor del jardín, mientras que vuestros hermanos de Siria no tienen más morada que la silla de los camellos o las entrañas de los buitres? ¡Cuánta sangre vertida! ¡Cuántas hermosas doncellas por vergüenza, han tenido que ocultar su dulce rostro entre las manos! ¿Acaso los valerosos árabes se resignan a la ofensa y los ardidos persas aceptan el deshonor?”. Todos los presentes, se estremecieron entre gemidos y lamentaciones. Pero al-Harawi no buscaba sus lágrimas: “La peor arma del hombre ―les gritó― es verter lágrimas cuando las espadas están atizando el fuego de la guerra. […] Nunca se han visto los musulmanes humillados de esa manera; nunca, antes de ahora, han visto sus territorios tan salvajemente asolados”.[8] Luego, pidió al califa, que hiciera un llamamiento a la Yihad, la guerra santa contra los enemigos de Mahoma y del Islam.―Yo asentí comprendiendo la indignación e impotencia de mi abuelo y no quise recordarle más ese dolor. ― ¿Murió mucha gente en la sequía?―Mi abuelo me miró extrañado por el giro que yo le había dado a la conversación, pero me respondió sin hacerme ninguna pregunta, al menos sin verbalizarla porque sus ojos intentaban adelantarse a mis intenciones. ―Eso he oído. Duró demasiado tiempo. Nadie recuerda otra igual. Murió la gente más anciana y también los más pequeños. Las desgracias siempre se ceban con los más débiles. Hassan, ― pronunció su nombre y estudió mi reacción, dudando si contarme aquella parte de la historia y al parecer, decidió hacerlo― se llevó posiblemente la peor parte. Perdió a su padre y eso fue un golpe muy duro, estaban muy unidos, pero fue un golpe mayor la pérdida de su esposa y su primogénito recién nacido.― Yo le miré aterrada, odiándome por cada una de las palabras que le había dicho. Él debía sentirse igual que yo, desconsolado, perdido… y con toda la responsabilidad de su pueblo sobre los hombros. Puede que estuviera equivocada sobre aquel hombre. Salí de la tienda y encontré a Hassan sentado en su palmera, rodeado por algunos críos. Me miró desde allí y siguió hablándoles sin prestarme la menor atención. Me odiaba, tenía que odiarme, yo me odiaría. Yo le habría molido a golpes si hubiera sido al revés. ¿Por qué no lo había hecho? Me acerqué para disculparme. Era lo menos que podía hacer. Cuando me tuvo delante, les dijo a los críos que le fueran a buscar un poco de limonada y ellos obedecieron al instante. Era mi turno, él no parecía tener intención de decir nada. ―Debió de ser horrible.―Fue todo lo que conseguí decir. Creí que me mandaría con los djinns, pero finalmente habló. Su mirada me hizo saber que comprendía perfectamente de lo que le estaba hablando, pero decidió cambiar de tema, quizá le resultara demasiado doloroso. ―Arnau, ha crecido mucho, pronto podrá jugar con los otros niños.― Imaginé a mi hijo bajo la palmera, escuchando las historias que contaba Hassan, siempre protegido bajo su atenta mirada, y sentí que en ningún lugar estaría más seguro que en sus brazos. Y me odié al instante por ello. Sentía esos pensamientos como una traición a la memoria de mi esposo. Entonces comprendí que eso era lo que en realidad detestaba de Hassan, que fuera capaz de despertar en mí, algo a lo que había renunciado cuando Arnau se desangró sobre la alfombra de aquella tienda perdida entre las dunas. Tuvo que ser horrible perder a su hijo y a su esposa. De aquello, debían de haber pasado ya un par de años, pero él no se había vuelto a casar, que extraño… ¿Por qué Hassan no acudía al ahal[9]? Los hombres procuraban asegurarse la descendencia, no eran demasiado exigentes con las mujeres y seguro que algunas de las muchachas del campamento, estarían dispuestas a contraer matrimonio con él. Era fuerte y gozaba de una buena posición entre su pueblo, no sabría decir si era guapo o no, nunca se quitaba el velo. Ese velo azul que seguro habría desteñido sobre su piel. Me eché a reír, al pensar en Hassan con toda la cara de color azul, tenía que ser muy gracioso.― ¿He dicho algo gracioso, mujer?― Su voz sonó dura como siempre, implacable, pero sus ojos no, sus ojos tenían un destello inquieto, casi divertido, como si se hubiera unido a mí risa en silencio, sin ni siquiera entenderla. Una mujer se acercó y me cogió del brazo para hablarme en un tono confidencial. Yo la miré algo molesta por la interrupción, pero no quería ser grosera y la atendí. Me preguntó si había soñado algo últimamente. Estaba preocupada porque su hijo había enfermado. Durante la noche pasada, había sufrido unas fiebres horribles. Me disculpé y le dije que no había soñado nada, pero que estaría encantada de ayudarla con lo que necesitase. Cuando la mujer se marchó, llegaron los críos con la limonada que Hassan había pedido y yo decidí que no era buen momento para mantener una charla, así que me marché. Esa noche, soñé con un escorpión, un gran escorpión negro que se escondía en la arena y una lanza que caía con tanta fuerza sobre la arena que lo partía en dos. Me levanté temprano, la vida en el campamento resurgía con la llegada de las primeras luces. Preparé gachas con leche de cabra y mijo, y tras servir el desayuno a mi abuelo y fui a buscar a la madre para contarle lo que había soñado. La mujer buscó al escorpión por toda la tienda, levantando las alfombras y moviendo todos los enseres. Yo pensaba que no iba a encontrar nada en absoluto, hasta que vi una cosa negra que se escondía entre la arena. Entonces soltó un grito, creo que de alegría por haber encontrado al escorpión y me abrazó para darme las gracias. Yo no pensé que fuera a haber ningún escorpión, ni si quiera sé por qué fui a contarle mi sueño. Ella intentó darle caza, pues el remedio tenía que hacerlo con aquel bicho repugnante, pero aquel animal ponzoñoso, se resistía. Salió disparado de la tienda y nosotras corrimos detrás, entonces una lanza cayó sobre la arena, era la lanza de Hassan dejando al descubierto al escorpión partido en dos. La mujer cogió los pedazos del mortífero animal y se los llevó a su tienda, dispuesta a preparar el remedio para su hijo de inmediato. Yo me quedé allí, mirando al hombre que había llegado justo a tiempo y me pregunté, si era posible que en mi caso, también lo hubiera hecho, si Alá lo habría dispuesto así. Supe que sí, que jamás se habría quedado al margen contemplando una injusticia, supe que llegó justo en el momento en el que el Dios Misericordioso lo había decidido y le perdoné por las culpas que nunca fueron suyas, sino mías. Por no haber obedecido, por no haberme sometido tal y como habría hecho cualquier otra mujer. Él, que todavía seguía allí también, se dio la vuelta y comenzó a alejarse, pero mi mano voló rápida para detenerle. ―Hassan… lo siento.― Agaché la cabeza, creo que por primera vez en toda mi vida. Luego me obligué a levantarla para mirarle a esos profundos ojos del color del ébano.― Lo siento de verás. No tenía ningún derecho a decirte las cosas que te dije. Siento mucho tu pérdida. ―Está bien así. No te preocupes más.―Parecía incómodo, pero yo necesitaba que comprendiera que era consciente de que le había juzgado mal. Quería… necesitaba su perdón. ―Fui injusta contigo, no te daré más problemas. A partir de ahora… ―Ten cuidado con las promesas que hagas, porque podría obligarte a cumplirlas.― Luego me sonrió, o eso me pareció, y se fue a su palmera. A media tarde, la madre del chiquillo vino a contarme que la fiebre había empezado a bajar y me entregó un plato lleno de dulces. Vi la cara de mi abuelo, llena de orgullo y sonreí avergonzada. ―Tienes el don de tu abuela. Ella también tenía sueños y Alá le revelaba sus misterios en ellos. Su don, el tuyo, es muy apreciado entre la gente del desierto. ―No sé si se trata de un don.―Le sonreí algo incómoda. ― ¿Qué si no? ―Solo veo cosas malas.― Le advertí. ―Para que podamos poner remedio antes de que sea tarde. Es un don, no lo dudes. El misericordioso ha puesto en ti su confianza y nuestro pueblo también. Tú y Hassan sois los guardianes de nuestro pueblo.― ¿Yo y Hassan en la misma frase? ¿Unidos por algo? ―Él es más efectivo que yo. Yo solo puedo soñar y no siempre recuerdo esos sueños. ―Recordarás los importantes. Hassan puede protegernos del peligro cuando ya ha llegado, pero solo tú puedes avisarnos de que viene, para que estemos preparados. Juntos seréis invencibles.―Yo volví a sonreír y el plato que tenía en mis manos cayó al suelo.― Aún no eres capaz de ver en el corazón de un hombre, pero ya aprenderás. El corazón está detrás de los ojos. Mira en sus ojos y encontrarás las respuestas que buscas. ―Yo no tengo ninguna pregunta para Hassan.―Le advertí. ―Puede que sí o puede que no, pero ahora ya sabes dónde buscar la respuesta si algún día te surge la pregunta.― Se rio. 9 Cayó el sol, estrellándose en el horizonte como si una ciruela madura lo hiciese sobre un manto de lino y le fuera cediendo, poco a poco, su color. Yo terminaba de acostar a Arnau y Hassan apareció en la puerta de la tienda. ―La paz sea contigo, Omar. ―La paz, Hassan. ― ¿Hoy no te bañas?―Dijo dirigiéndose a mí.― He ido al agua, pero no te he encontrado allí, quería asegurarme de que no te habías ahogado.―Yo levanté la vista y me tropecé con sus ojos y escuché una risa apagada que traspasaba el velo. ¡Se estaba riendo! ―Ya te dije que nunca más te daría problemas. ―Te acompañaré, si quieres. Hoy te lo has ganado.― Yo le miré confundida y luego miré a mi abuelo que asintió de forma sutil. Hassan abrió la tela para que yo pudiera salir y luego la dejó caer tras nosotros. ― ¿Cómo lo sabías? ― ¿El qué? ―El escorpión. ―Lo soñé.―Dije algo avergonzada. ― ¿También la tormenta de arena? ―Sí, pero no vi que llegarías tras ella. ― ¿Y qué? ―Nada. Me habría gustado verlo. Cuando soñé con el escorpión, también vi como una lanza lo partía en dos, pero no vi de quién era la lanza. Mis sueños me ocultan cosas.―Le confesé contrariada. ― ¿Qué crees que te ocultan? ―A ti. Siempre estás cuando se hacen realidad, pero en ellos nunca apareces. ―Bueno, ves lo importante, el peligro. ¿Para qué quieres soñar conmigo?― Yo me sonrojé al instante. ―Yo no he dicho que quiera soñar contigo.―Le reproché algo avergonzada. ―Me daré la vuelta para que puedas entrar en el agua.― Me desvestí deprisa y entré en el agua sumergiéndome hasta los hombros. ―Ya puedes mirar.― Se dio la vuelta y estuvimos en silencio durante un tiempo. ―Quiero explicarte porqué te odiaba. ― ¿Me odiabas? ―Sí, eso creo. ―Le confesé.―Creía que mi esposo murió porque tú no llegaste a tiempo, que le dejaste morir. Ahora sé, que solo era la voluntad de Alá, que tú siempre llegas en el momento oportuno. ―Necesitabas un culpable, es comprensible. Yo no tuve tanta suerte. La sequía no es cosa de los hombres. Si hubiera encontrado al culpable, le habría arrastrado por todo el desierto y mirado, mientras las alimañas, devoraban sus despojos, pero no hay culpables. Solo nos queda llorar su pérdida y rezar al Misericordioso, para que nos lleve con ellos. ― ¿Aún te sientes así? ¿Preferirías estar muerto? ―El dolor se calma, su recuerdo permanece y la vida, sigue… No hay misterio, solo tiempo. He aprendido a vivir con ello. He comprendido que ya no van a volver. He aprendido a aceptar la voluntad de Alá y a apreciar la vida y sus regalos. ―Esta noche sí que es un regalo.―Le confesé yo. Y realmente lo sentía así. Estaba tranquila, el agua me refrescaba y la oscuridad, ocultaba mi rostro sonrojado aliándose conmigo. ― Mira las estrellas, brillan como la plata sobre la seda. ― ¿Cómo es la vida en una ciudad? ¿No os aburrís? ―Yo solté una carcajada. ―Yo te hubiera preguntado lo mismo cuando llegué aquí. Confieso que no entendía cómo podíais vivir así, pero ahora lo entiendo. Mi casa era grande, tenía un palmeral para mí sola, unos muros y unas puertas que me protegían. Tenía caballos y sirvientes y muchos vestidos… ―Debe de estar bien tener tantas cosas, aunque mi padre siempre decía, que lo que tenemos en las manos puede desaparecer, pero lo que tenemos en la mente y en el corazón, no desaparece nunca. ―Ahora sé que vosotros, tenéis mucho más de lo que yo tendré jamás. Tenéis todo el desierto para vosotros, hasta el horizonte. Los niños van a jugar por donde quieren y todos sois una gran familia. ―Somos.―Me corrigió. ―Somos.― Le concedí. ― En mi hogar, jamás vi un cielo como este. Tu gente es feliz. La mía, está siempre preocupada de sus grandes negocios o por la guerra. ―Tuvo que ser horrible. Omar me contó lo que le ocurrió a tu familia. ―Lo fue, pero como tú has dicho, el tiempo suaviza el dolor. Sé que ahora ya no sufrirán más, ahora están en paz y creo que yo también empiezo a encontrar un poco de esa paz.― Empecé a sentir frío de pronto.― ¿Puedes darte la vuelta? Me gustaría salir. No dijo nada, simplemente se giró. Yo me dirigí hacia mi ropa que estaba cerca de él. Iba a recogerla y cuando estaba a punto de hacerlo, detuvo mi mano. ―Quieta.― Me susurró― No te muevas.― Sacó su espada lentamente y descargó un golpe contra mi ropa. Escuché un siseo y vi como mi túnica se cubría de sangre. Me quedé helada allí donde me encontraba.― ¿Estás bien? ―No le contesté, el miedo no me dejaba todavía hablar. Entonces se volvió para comprobarlo y fui consciente de que aún estaba desnuda. ― ¡No!―Él soltó una carcajada y yo también me reí, más por los nervios que por que me hubiera hecho gracia en realidad.― Deja que me vista ¿quieres? ― ¿Puedo elegir?― Esa pregunta me pilló por sorpresa. No contesté. Aguardé en silencio.―Preferiría que no lo hicieras…― No dije nada, simplemente le giré hacia mí, sin pensar muy bien en lo que hacía y él dejó caer su espada sobre el suelo y se quitó el velo sin dejar de mirarme. Yo sonreí. Era realmente guapo, no me equivoqué con la edad, debía tener unos treinta años. Sus ojos se clavaron en los míos con la misma fuerza que cuando me sacó del agua, ahora sé que no solo era furia lo que había en ellos, también había deseo.― ¿Qué te hace tanta gracia? ―Dijo acercándome a él. ―Creía que tendrías la cara azul.― Ahora fue él quien rio y luego me estrechó con fuerza contra él, me acarició el pelo y me besó al tiempo que me levantaba lo suficiente para que mis piernas pudiesen rodear su cintura. Pero había demasiada tela que separaba nuestros cuerpos y yo necesitaba sentirle más cerca de mí. Necesitaba sentir sus manos y hacer que él sintiera las mías, necesitaba su piel. Llevé mis piernas hasta el suelo y le ayudé a quitarse la ropa. Tenía el cuerpo de un guerrero. Me fijé que tenía varias cicatrices sobre la piel y quise acariciarlas, como si pudiera aliviar con mis manos el dolor que un día le ocasionaron y entonces quise que fuera verdad, quise poder aliviar cualquier dolor o pena que alguna vez le rozara y ser el bálsamo que necesitara en adelante. Su piel ardía allí donde la rozaba. Me cogió en brazos, como si fuese una pluma, se metió en el agua llevándome con él y allí, en aquel lugar olvidado del mundo, compusimos una sinfonía que alejaba a fuerza de esperanza, el miedo, el dolor, la soledad, la amargura… todo despareció bajo nuestras caricias. Toda incertidumbre fue engullida por nuestras bocas y solo quedó el deseo, la fuerza y la pasión, y nuestras oraciones pidiéndole a Alá que aquello no se acabara nunca. Fuimos el uno para el otro el antídoto al veneno que el destino había vertido en nuestras vidas. Nos liberamos de todo el sufrimiento al sentir la posibilidad de encontrar la felicidad de nuevo. Estaba a punto de romper el alba cuando empezamos a vestirnos. Yo fui a coger mi ropa y entonces, la vi sesgada por el filo de su espada y llena de sangre. La levanté y puse mala cara. ―Me debes una túnica nueva.― Él me sonrió. ―Y tú, me debes dos veces tu vida. ―Es cierto. Te prometo que te lo compensaré.― Puse las manos sobre su pecho y le besé. ―Mujer, ya te dije que te obligaría a cumplir las promesas que me hicieras. ―Y yo estoy dispuesta a cumplir con esta. Te lo compensaré. ― ¿Ha sido por eso?― Me miró frunciendo el ceño, preocupado porque me hubiera entregado a él para saldar alguna deuda. Lo leí en sus ojos tal y como me había dicho mi abuelo. ―No. Nunca saldaría mi deuda así, lo único que conseguiría es aumentarla.―Bajé la mirada intimidada por aquel hombre que acababa de llevarme al mismo paraíso. ―Sabes que no me debes nada. ―Dos veces mi vida y la de mi hijo. Nunca podré saldar esa deuda. Esto no tiene nada que ver con eso. No es gratitud, creí que lo sabías… ―Bien. ―Tú sigues endeudado por una túnica.―Me reí para suavizar un poco la tensión. Con la tela de su velo me hizo una especie de túnica para mí. Al menos iría cubierta hasta mi tienda. El campamento estaba en calma, a él, nadie le vería sin su velo.― Deberías dedicarte a esto. ― ¿A vestir a mujeres desnudas? ―Ni se te ocurra vestir a una mujer que no sea yo.― Le advertí divertida. ― ¿Y si volviera a casarme? ―Si te casas, será conmigo.― Soltó una carcajada. ―Te has criado entre cristianos y tu padre era uno de ellos. Me refería a una segunda esposa.― Nunca había tenido que pensar en eso. Él podía hacerlo, la ley musulmana permitía tener varias esposas. ―Estarás en tu derecho.―Dije sin más, sabiendo que era así e intentando no pensar en el dolor que aquello me provocaría. ―No creo que lo haga, las mujeres sois demasiado complicadas. Con una hay bastante dolor de cabeza para todo el día.― Se rio. Ahora yo estaba molesta ― ¿Eso es lo que voy a ser, un dolor de cabeza? ―No, claro que no, en tu caso sé que será más de uno.―Dijo divertido. Yo eché a andar sin volver a mirarle, pero antes de que diera tres pasos me agarró por la muñeca y me obligó a enfrentarme a él.― No te preocupes, yo también te daré algún dolor de cabeza, pero el tiempo suavizará el dolor y Alá nos dará el remedio, mientras permanezcamos juntos. Te haré una promesa y tú podrás obligarme a cumplirla: Te prometo que… ―puse un dedo sobre sus labios para que se guardara su promesa. ―Ya está bien de promesas por hoy. Solo necesito sentirte cerca. Saber que me amarás como esta noche, cada día. Deja que yo cumpla primero la mía y luego, si estás satisfecho, podrás hacerme la tuya.―Él volvió a besarme y yo le respondí con la misma fuerza. ―Es tarde. ―O pronto…―Le señalé hacia el cielo en el que estaba despuntando el alba. ―Debemos volver. Luego hablaré con Omar para empezar a preparar la boda. Aunque si lo prefieres, yo podría esperar un poco. ― ¿Puedo elegir?―No contestó.― Preferiría que no lo hicieras. Pronto, mejor que tarde. ―Que decida tu abuelo. ―Le diré, que he soñado que era mañana. ¿Quién puede discutírmelo? ― Se echó a reír. ―Eres una mujer extraña. Puede que sean más de dos… ― ¿Más de dos?― Le pregunte sin comprender. ―Los dolores de cabeza.―Nos reímos los dos y yo le empujé. Luego cada uno se fue en silencio a su tienda. Yo me dispuse a preparar el desayuno, sabiendo que Omar no tardaría en despertarse. ―No te oí llegar anoche. ―Abuelo…― Las palabras se pegaron a las paredes de mi garganta y no querían salir. ― ¿Has encontrado las respuestas que buscabas? ― ¿Cómo lo sabías? ―Supongo, que simplemente soy un hombre. Hassan es bueno y fuerte, él cuidará bien de ti. ―Quiere que nos casemos. ― ¿Y tú? ―También. Creí que jamás sería capaz de mirar a ningún otro hombre, pero Hassan es distinto, hace que quiera estar viva de nuevo. Vuelvo a sentirme capaz de amar y de ser feliz. ―Cuanto antes, mejor. ―Eso es lo que queremos. La siguiente noche, fue la última que dormí en aquella tienda. 10 Hassan me regaló un zakkat[10], para que lo pudiera lucir el día de nuestra boda. Era realmente bonito y pesaba menos de lo que yo imaginaba. Se lo había encargado a Samir, que había hecho un buen trabajo con la plata. Algunas mujeres del pueblo me regalaron útiles para la casa fabricados con cuero. Lo que más me gustó fue el regalo de Fátima, la esposa del herrero, era una tassufra[11] para la ropa, el tejido tenía muchos dibujos y colores. La tienda de Hassan, era mucho más grande que la mía y su lecho también. Cada día, él se levantaba y yo preparaba el desayuno. Nada más terminar, se iba a su palmera, llevándose a mi hijo con él. Los otros niños del campamento también iban en su busca y a mí, me encantaba verle allí sentado, rodeado de criaturas expectantes por cada palabra que salía de su boca y con mi hijo entre sus brazos. Sería un gran padre. Solo habían pasado tres lunas desde nuestra boda y yo no había vuelto a sangrar. Estaba segura de que estaba embarazada, pero había decidido esperar, por miedo a que el embarazo no fuera bien. Él se pondría triste si yo perdía el niño, pero esa noche soñé con él. Hassan levantaba al cielo, un pequeño recién nacido, pero desconocido para mí. Entonces, supe que el bebé llegaría a nacer y me moría de ganas por decírselo. Puse el desayuno sobre la mesa y le miré sin poder ocultar una sonrisa. Él también me miró extrañado, sin comprender. ― ¿Tengo la cara azul?―Me dijo recordando la noche en la que le vi la cara por primera vez. De eso no hacía mucho, pero sentía que aquella época se perdía en mi memoria, como si no pudiera recordar un tiempo antes de Hassan. ―No, pero pronto tendrás que ir a comprar más tela azul. ―Hace tiempo que no he roto ninguna túnica.―Protestó. ―No es para mí. ― ¿Arnau necesita una nueva? Ese crío crece muy deprisa. ―Sí, pero tampoco será para él. ― ¿Para qué quieres la tela entonces? La mía aún está nueva…―Se quejó. ―Para tu hijo.―Le dije por fin. Él abrió mucho los ojos comprendiendo el significado de mis palabras y entonces, dejando el desayuno sobre la mesa se acercó a mí y me abrazó por la cintura sin estrecharme demasiado. Luego acarició mi barriga. ―Alá me sonríe de nuevo. No hay mejor noticia―Se rio eufórico por la alegría de saber que tendría descendencia, alguien a quien dejar su legado.― Pronto volveremos a acampar junto al oasis. Si esperamos demasiado no podrás hacer el viaje y quiero el agua cerca. El agua, es vida.―Yo asentí y vi en su rostro la preocupación por el recuerdo de su esposa y su hijo fallecidos, el miedo a que a mí me pasara lo mismo. Decidí tranquilizarle. ―No te preocupes, todo irá bien. El bebé nacerá y será un niño sano y fuerte, como su padre. Lo he visto.―Le clavé la mirada con toda la fuerza que pude, no quería dejar lugar a dudas en cuanto a eso. ― ¿Lo has visto? ―Sí, hace tiempo que lo sé, pero estaba esperando a estar segura de que llegaría a nacer para decírtelo, podría haber surgido alguna complicación y no quería añadir más tristeza a tu vida. Pero anoche el cielo me confió la respuesta, despejando cualquier duda. He soñado contigo, por primera vez, te he visto en mis sueños. ―Mujer, no quiero que me ocultes nada, aunque creas que puede producirme dolor. ―Yo bajé la mirada, comprendiendo su reproche y él me levantó la cara para que pudiera mirarle, pero yo le había disgustado y no quise abrir los ojos, no quería enfrentarme a su mirada cuando ésta, seguramente, estaría cargada de ira o decepción.― Abre los ojos… Mírame.―Su voz me obligó a obedecer y me encontré con dos hermosos ojos negros. No había ira en ellos, solo comprensión.―Cualquier cosa que suceda, la superaremos juntos.― Yo aparté el velo y busqué sus labios. ―Perdóname. ―No tengo nada que perdonar. Hoy me has hecho el hombre más feliz de la tierra. 11 El camino fue duro. Mi barriga había crecido suficiente para que el tahawit, ya no me resultase cómodo y Hassan, que siempre encabezaba la caravana, desandaba sus pasos para comprobar que estaba bien con más frecuencia de la necesaria. No llegábamos a hablar, se limitaba a apartar la tela y mirarme y yo asentía para hacerle saber que no sentía ninguna molestia. El viaje se me hizo más largo que otras veces y la misma noche que llegamos al campamento que había junto al oasis, le pedí que me acompañara hasta el agua. Aquel era mi lugar favorito, aunque me había acostumbrado a aquella vida errante, aquel lugar me hacía sentir mejor que los demás. Allí encontraba la paz. Él lo sabía. Ya no se quedaba fuera del agua, se desnudaba para bañarse conmigo y yo, lo agradecía profundamente. Se sentó en la orilla. El agua le llegaba a la cintura y yo me acerqué a él, sentándome sobre sus piernas. Le besé en la cara, absorbiendo cada una de las gotas de agua que resbalaban por ella. No tardé en encontrar la respuesta de su cuerpo que reaccionó con toda eficacia para satisfacer mi deseo y también el suyo. Nos amamos con la misma intensidad que la primera vez, siempre era así. Apasionado, fuerte, sabía exactamente qué era lo que yo quería y me lo daba sin vacilar. No es que Arnau no fuera un buen amante, simplemente mi cuerpo reaccionaba de un modo distinto ante él. Cuando Hassan me tocaba, mi cuerpo estallaba en llamas de inmediato y una pasión desmedida se apoderaba de mí, recorriendo mi cuerpo como una ola de calor y electricidad. De pronto, una sonrisa se asomó a mis labios al recordar la noche que Hassan se metió al agua a buscarme. Ahora, entendía porque le había retado. Creo que en lo más profundo de mí ser, yo deseaba que él se metiera en el agua conmigo y en aquel momento, esa era la única forma de conseguirlo. Tal vez yo siempre le había deseado, aunque sin ser consciente de ello. ― ¿Qué te ocurre?― Me preguntó. ―Nada, me acordaba de la noche que me sacaste del agua por la fuerza. ― ¿Eso te hace gracia? Me provocaste un gran dolor de cabeza.―Me lo dijo con cierto tono de humor. ―Creo, que aunque en ese momento no lo supiera, te reté porque quería verte en el agua conmigo. ¡Te provoqué deliberadamente!― Ahora él también sonreía. ―Reconozco que la primera vez que te descubrí bañándote, recé para que me obligases a entrar, pero fuiste más prudente.― Arrugó la nariz como si aquello le hubiese desagradado y luego se rio. ―Eres un descarado. Mira que entrar en el agua, cuando se está bañando una mujer desnuda. Una que entonces, no era tu esposa. ―En el fondo siempre supe que serías mía. ― ¿Ah sí? ― ¡Qué remedio! Los demás te tienen miedo. Dicen que tienes el espíritu de algún djinn y que mira a través de tus ojos.―Soltó otra carcajada. ―Me alegro de que todos los demás, sean un atajo de supersticiosos.―Él me apretó más contra su cuerpo, complacido por lo que le había dicho. Descansaba sobre su pecho y él hacía dibujos con las yemas de sus dedos sobre mi espalda y la piel, se me erizó al instante. Yo le mostré mi brazo para que él pudiera contemplar como me hacía sentir ― ¿Tienes frío? ― ¡Mira lo que ocurre cada vez que me tocas! ¿Eso será normal?―Él sonrió un poco pagado de sí mismo. ―No sé si es normal, pero me gusta saber que te sientes así.―Luego me besó en el pelo y llevó sus labios hasta mi pecho y continuó desde allí hasta mi barriga, besando cada parte de ella. Yo me estremecí y él se apartó de pronto. Yo le miré para ver porqué se detenía y él me sonrió.― Es tarde y empieza a hacer frío. Deberíamos volver. ―Yo obedecí, aunque un poco contrariada porque la noche terminara tan pronto. Me equivoqué. Nada más llegar a nuestra tienda, me abrazó pegándose a mi espalda y me quitó la túnica. Apenas noté su tacto caliente, me estremecí y un suspiro se escapó de mis labios. Me cogió en brazos y sin dejar de besarme, me llevó hasta nuestro lecho, terminando allí, lo que había empezado. A media mañana, fui a la tienda de mi abuelo para ver qué tal estaba. Le llevé unos dulces, aunque seguramente Alia, la sirvienta que tenía Hassan antes de que nos casáramos, ya le habría hecho el desayuno. Él aún permanecía en la cama. Qué extraño, ¿Se encontraría mal? ― ¿Y Alia?―Le pregunté. Mi abuelo no tenía buena cara y Alia le había dejado solo, tendría que hablar con ella.― ¿Te encuentras bien, abuelo? ―He pasado mala noche. Ya estoy viejo para esta vida.― Era cierto, ahora que me fijaba parecía haber envejecido de repente.― Alia ha ido a buscar agua. ―No estás viejo… solo algo cansado.―Traté de animarle.― Te pondrás bien. Solo necesitas dormir un poco, luego vendré a verte. ¡Ah! Te he traído dulces de los que te gustan.―Le sonreí. Él asintió y cerró los ojos intentando encontrar el descanso que la noche le había negado. Volví a mi tienda, Hassan ya estaba en su palmera, rodeado de los más pequeños como siempre y Arnau, con él. A media mañana, bajó para refrescarse y le serví un poco de limonada. Leyó en mi rostro la preocupación y su voz me trajo de vuelta. ― ¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras mal?―Dijo mientras me examinaba. ―No. Yo estoy perfectamente. Es mi abuelo quién me preocupa. Ha envejecido de golpe. ―Sí, yo también lo he notado. No le he visto esta mañana. ―No se ha levantado, dice que ha pasado mala noche.― Hassan torció el gesto y eso me alertó.― ¿Crees que se recuperará?―Pregunté temiendo su respuesta. ―Es difícil saberlo. Omar es un hombre fuerte, un hombre del desierto, pero es muy mayor, luego me pasaré a verle, pero lo cierto, es…―hizo una pausa midiendo sus palabras para no herirme― que no creo que aguante mucho más, no con esta vida. Tampoco aguantaría un viaje a la ciudad.―Esperó mi reacción, pero no llegó.― Lo siento, Laila. ―Aún no. Aún no…―Apreté los ojos, apartando aquellas ideas de mi cabeza. No quería pensar en ello. Hassan no insistió. Miré mi barriga que ya era enorme, mucho más grande de lo que fue cuando tuve a Arnau.― He engordado demasiado. Parece que vaya a parir un camello en lugar de un niño.― Me quejé. ―Es cierto.―Me miró con atención.― Es enorme. ¿No sientes nada extraño?― Me interrogó. ―Solo es más incómoda que la otra vez, se mueve más también, pero nada más. Omar no volvió a levantarse de la cama. Yo fui cada día a visitarle, le ofrecí que se viniera a nuestra tienda, pero él lo rechazó, dijo que Alia se ocupaba bien de él. La oscuridad dominaba el campamento pero no hacía frío, era una buena noche para dar un paseo y deleitarse con las figuras que brillaban en el cielo, puede que ajenas a todo cuanto acontecía en el mundo o puede que todo lo contrario, tal vez todo estuviera escrito en ellas, como si fueran páginas de un libro sagrado que guarda los secretos de nuestro destino. Me dirigía a mi tienda cuando Alia me paró antes llegar y me pidió que entrara a ver a mi abuelo. Hassan no protestó, me dijo que dejara a Arnau con él y yo consentí, sabiendo que era lo mejor. ―Hija…―Me llamó al amanecer. ―Estoy aquí.―Le cogí la mano y él me miró complacido. ―Ha llegado mi hora. ― Dos lágrimas resbalaron por mis mejillas y miré a Alia para que nos dejase a solas.― Te prometí que algún día conocerías a mi pueblo y te he traído al desierto con ellos. He cumplido mi promesa y estoy en paz, viendo que eres de nuevo feliz. ―Sí, mucho… ―Hassan es un buen hombre, él cuidará de ti y tú, debes cuidarle a él. ―No te preocupes, abuelo. ―Su pulso que ya era débil, se detuvo. Sentí como la vida le abandonaba y la temperatura también. Su cara se relajó y yo comprendí que mi abuelo, ya no estaba en aquella tienda. Ahora Alá, el Misericordioso, cuidaba de él. Rompí a llorar y de pronto, sentí como algo más se rompía dentro de mí y un chorro de agua resbaló entre mis piernas…― ¡Alia! ― Las piernas me temblaron y un latigazo recorrió mi espalda. Hassan apareció y miró a mi abuelo, comprendiendo lo que había pasado, al menos, una parte. Luego su mirada me buscó y me encontró sentada sobre un gran almohadón. Vio el charco sobre la alfombra y entonces, comprendió totalmente. ― ¡Alia! ¡Fátima!― Gritó. Y luego se agachó junto a mí y me acarició el pelo hasta que llegaron las mujeres. Salió de la tienda y las mujeres se concentraron en mí. No pudieron sacarme de la tienda como era costumbre, tuvieron que asistirme allí mismo. Fue un parto largo, cuando salió la criatura, las mujeres la examinaron, era un varón. Pero yo, aún sentía ganas de empujar… y lo hice, Fátima me miró perpleja. ―Viene otro…―Aseguró. Yo no la escuché, solo podía concentrarme en empujar, y lo hice con todas mis fuerzas, pero el bebé no quería salir.― No empujes.― Me dijo al examinar mi barriga― Viene al revés. Hay que darle la vuelta.― ¿Cómo iba a darle la vuelta? Entonces, salió de la tienda y escuché cómo hablaba con Hassan, él estaba fuera, no se había ido. Estaba allí, esperando. ― ¿Hassan?― Le llamé con las pocas fuerzas que me quedaban. Su figura se abrió paso entre las telas que cubrían la entrada a la tienda. Yo extendí la mano y él se apresuró a apretarla entre las suyas.― Hassan, cuida de él.― Él me miró y vi ese fuego en sus ojos. ―Eres tú quien debe cuidarle. No te vayas. Aguanta un poco más.―Vi el miedo en sus ojos.― No te atrevas a dejarme, ¿me oyes?―Me dijo apretando los dientes.― Laila… ― Lamenté ser la causa del dolor que sabía que le provocaría, pero no podía hacer nada para evitarlo. Él tendría que entenderlo. Así que me rendí y me dejé llevar, hundiéndome en una neblina que iba más allá del mundo real, un lugar donde no sentía dolor, ni miedo. Donde no sentía nada. Excepto su voz, lejana y distorsionada, como el eco de un recuerdo que no acabas de alcanzar. Sus manos golpearon suavemente mi cara, reclamándome de nuevo a su vida y mi cuerpo no supo negarse, regresando a la consciencia.― Laila, aguanta un poco, le sacaremos.― Le oí llamar a un hombre y discutir con él. Solo escuché que le decía: “cómo si fuera una cabra, igual. Con ellas ya lo has hecho antes. Te doy permiso para que lo hagas con mi esposa, pero sálvala.” ―Pero el hombre no quiso hacerlo. Hassan entró en la tienda y por primera vez vi el miedo en sus ojos. Le oí murmurar: ―Yo también fui pastor, he visto un millón de partos.― Él mismo decidió asistirme. Yo agradecí que fueran sus manos las que entraran a buscar a la pequeña criatura que no quería salir. ¿Quién mejor que su padre para obligarle a hacerlo? Sentí su mano abriéndose paso a través de mí y me retorcí de dolor. Luego noté que empujaba a la criatura desde dentro, mientras presionaba sobre la barriga desde fuera, pero algo no iba bien porque le oía murmurar, aunque no entendía el qué. A veces escuchaba mi nombre. Luego todo se quedó a oscuras y de pronto también en silencio. Frío. Algo frío sobre la cara y su voz junto a mi oído, me trajeron de vuelta. Yo habría preferido que me dejara ir, pero él no parecía estar dispuesto a consentirlo.―Voy a hacerte daño, pero tienes que aguantar. Si no lo saco ya, morirá. Prepárate. ―Su mano de nuevo se introdujo en mí y sentí como algo me desgarraba desde dentro al pasar a través de mí. Por fin la presión cesó. 12 Caía de nuevo la noche cuando lo consiguió. Yo me sentía muy débil, pero aliviada de que todo hubiese terminado y la criatura estuviera con vida. Era una niña. Hassan, salió con los dos pequeños entre sus brazos y se los entregó a Fátima. Ella, aún estaba criando y supo entender lo que Hassan le pedía. Se llevó a mis hijos a su tienda y alimentó a ambos. Hassan entró de nuevo y se llevó el cuerpo de Omar, me colocó sobre el camastro, me tapó y me lavó la cara con mucho cariño. El paño frío me sentó bien. Se quedó toda la noche velándome, lo sé, porque cuando abrí los ojos a la mañana siguiente, él estaba ahí, con mi mano entre las suyas, rezando y llorando, sin el velo. ― ¿Están bien?― Mi voz le sorprendió y limpió sus lágrimas de inmediato. ―Están sanos y Fátima, se está ocupando de ellos. Tú debes descansar. ―Quiero a mis hijos conmigo. ―Le discutí encontrando las fuerzas para hacerlo en alguna parte de mi alma. ―Para poder alimentar, primero debes alimentarte.― Sentenció. Luego me dedicó una especie de sonrisa y besó mis manos, se colocó el velo y salió de la tienda. Volvió en apenas unos minutos con un plato que contenía algo de caldo. Me ayudó a incorporarme un poco y luego, me ayudó a tomar la sopa, mirándome con alivio y comprendiendo que me recuperaría. Cuando acabé con el caldo, me besó en la frente. Luego volvió a salir de la tienda y en apenas unos minutos, le oí regresar, pero sus pasos no llegaban solos, dos llantos muy diferentes le acompañaban. Me ofreció al varón y yo descubrí uno de mis pechos y se lo ofrecí. Él acunó a la pequeña hasta que le llegó su turno. Vi su cara de felicidad mientras la contemplaba absorto, jugando con su pequeña manita. ― ¿Eres feliz?― Me miró y yo comprendí aquella mirada. ―Has cumplido tu promesa. Me has devuelto, dos veces mi vida y casi pierdes la tuya al hacerlo. Doy gracias a Alá, porque aún estés conmigo. Creí que te llevaría con Él, pero en lugar de eso, me ha bendecido. ¿Puedo hacerte ahora mi promesa?―Yo asentí. No necesitaba nada, pero leí en sus ojos que necesitaba hacerlo.― Te prometo, que jamás te dejaré sola, ni haré nada sabiendo que puede causarte dolor. Inevitablemente, te daré algún dolor de cabeza, pero te prometo, que conseguiré hacerte tan feliz como tú me has hecho a mí. ―No te costará mucho cumplir esa promesa. ―Le sonreí. Luego pensé un momento, que había algo que quería pedirle, pero no sabía si sería posible.― Me gustaría pedirte algo… ―Creo que si me pidieras ahora mismo la luna, sería capaz de subir hasta el firmamento y bajarla solo para ti… ¿Qué es? ―Algo mucho más sencillo. Me gustaría que cuando estemos solos, te quites el velo. Me gusta ver cómo te ríes y poder besarte siempre que quiero.―No dijo nada, simplemente empezó a desenrollar la tela azul que ocultaba su rostro.―Así está mejor. ―Él sonrió y yo también lo hice. Luego le pedí que se acercara para poder besarle y añadí entre sus labios― No puedes hacerme más feliz de lo que ya soy.― Él volvió a besarme, esta vez con más fuerza. ― ¿Has pensado algún nombre? ―No. La verdad es que no conozco bien las costumbres y tradiciones de nuestro pueblo.― Admití. ― ¿Qué te parece si le llamamos Omar? Como tu abuelo. Rezaremos para que haya algo de él en el pequeño.―Yo asentí. No había tenido tiempo de pensar en mi abuelo. Todo fue tan rápido, que no había sido consciente de su ausencia hasta ahora. No me sentía triste, sabía que había muerto junto a su pueblo, tal como seguramente habría deseado y ahora, descansaría en el desierto y lo haría en paz. ― ¿Y la niña? ― ¿Qué te parece Aisha? Tu madre se llamaba así. Siempre me gustó su nombre. ―Me gusta… Omar y Aisha. Son nombres bonitos. ―Aisha tiene tus ojos, tazerwalt, ojos azules. ―Me he fijado. Su piel es como la tuya. ―Omar, tiene los míos. ―Espero que haya mucho más de ti en él. Una mezcla entre tú y mi abuelo. Será un gran hombre. ― ¿Lo has visto?― Me preguntó curioso. ―Aún no, pero no necesito soñar eso para saberlo. Lo siento en mi corazón. Alia entró en la tienda y colocó una daga bajo el almohadón. Yo la miré extrañada y ella salió sin decir nada. ―Es para alejar a los djinns. Hasta que el morabito no les ponga el nombre, están indefensos ante ellos. El metal los mantiene alejados.―Yo asentí sin llegar a saber cuántas de aquellas palabras Hassan creía firmemente, pero las creyera o no, su pueblo sí lo hacía, mi pueblo, así que no protesté. También me informó de que su nombre debía estar compuesto por uno de origen árabe, Omar en el caso del varón y Aisha en de la hembra, luego un segundo nombre en el idioma del pueblo, que sería secreto, Kenan en el caso de Omar y Kella, en el caso de Aisha, y un tercer nombre que le definiera, y tras hacer toda la composición de ambos nombres, la cosa quedó así: Omar Kenan Asad[12] y Aisha Kella Tazerwalt.[13] Ocho días después el morabito[14] presentó ante el pueblo a mis dos hijos; “Omar y Aisha” al tiempo que otro hombre degollaba un cordero en su honor, que todo el pueblo degustó agradecido. Se les cortó el poco pelo que tenían para cortar su vínculo con el mundo de los espíritus y luego, se los entregamos a Alia para que se ocupara de ellos. Ahora que mi abuelo había muerto, Alia se quedó en su tienda y la compartía con Arnau y los más pequeños, excepto por las noches que los acostaba junto a mí, ya que tenía que alimentarles. Todo el mundo terminaría llamando por sus nombres secretos a mis dos hijos, gracias a mi persistencia y a que el pueblo de Hassan, no era demasiado estricto con esa tradición. Kenan y Kella. Pronto me encontré totalmente recuperada. Había luna llena y le pedí a Fátima que se ocupara de los pequeños esa noche, pues necesitaba estar tranquila con Hassan. Desde el parto, nos habíamos hecho grandes amigas y nos gustaba sentarnos por las tardes a hablar y tomar el té. A ella no le importó. Cuando llegó él, yo ya me había preparado tal como me enseñó mi madre. También había dispuesto una palangana con agua y comencé a desvestirle y a lavar su enorme cuerpo. No solo era más fuerte que Arnau, también era algo más corpulento. Me dejó acabar de hacerlo, pero leí la impaciencia en sus ojos. Luego, se sentó sobre los almohadones llevándome con él. No quedó un retal de mi piel que no ardiera bajo sus manos. Se entretuvo en acariciarme hasta que me estremecí por el éxtasis. Bebió de mis pechos, como en su día lo hiciera el padre de Arnau, apretándolos suavemente hasta que la leche salió al exterior y luego recogió el producto con su lengua, succionando con sus labios el líquido que mis pezones generosos le ofrecían con presteza. Pasamos la noche entre sus gemidos y los míos, el éxtasis y la pasión, y todo el deseo contenido que por fin, corrió libre como el viento por el desierto, sin encontrar ningún obstáculo en su camino. Después de aquella noche, hubo muchas más. Jamás nos cansábamos de disfrutarnos. Incluso, me atrevería a asegurar que tras la venida al mundo de mis hijos, nos amábamos con mayor intensidad. Yo tenía más trabajo, eso era cierto, pero también tenía a Alia, que me ayudaba con las tareas domésticas y el cuidado de los más pequeños. La paz, llegaba con sus caricias a la caída del sol. 13 Arnau ya tenía ocho años cuando Hassan le comunicó que Abaraï Baraï[15], el animal que acecha a los niños que se alejan del campamento, no existía. Arnau no le creyó, ― “pregúntale a tu madre”, ― le dijo. Y él vino corriendo para que yo se lo explicara. ―Abaraï Baraï, se ha ido al cielo. ―Le conté.― A partir de ahora, hay que respetar al propio cielo.―Mi hijo asintió comprendiendo. Entonces, Hassan empezó a enseñarle a respetar al cielo; a leer en las estrellas y a orientarse con el viento y las dunas. Le mandó durante un año con otros muchachos del pueblo mayores que él para que aprendiese el oficio de pastor y cuando ya contaba los nueve años, fue a buscar algunas cabras en los campamentos que dependían de él. Luego se las confió a Arnau. Cada mañana, después de desayunar, se iba presto con sus cabras en busca de los pastos y no regresaba hasta la hora de comer, cuando el sol comenzaba a bajar. Luego, como uno más, se sentaba junto al fuego y Hassan y otros hombres, contaban cuentos y recitaban poemas que llamaban su atención. Hasta que se hacía tarde y cada uno se marchaba a su tienda. Los más pequeños ya dormían en la tienda bajo los cuidados de Alia y en la nuestra, estábamos solo nosotros dos. Era cuando la oscuridad se adueñaba del mundo cuando Hassan venía a mí para que le atendiera a él. No era ningún sacrificio, aquel era el premio por el duro día de trabajo. Solo entonces, era libre para disponer de mi cuerpo y de mis deseos. Le amaba, no podría describir la forma en la que lo hacía. Era un amor completamente distinto del que había sentido por mi anterior esposo. No menos, supongo, pero sin duda, muy diferente. Arnau fue mi primer amor, un amor tierno y alocado, lleno de buenas intenciones y recuerdos maravillosos, si no hubiera muerto, sé que siempre habríamos estado juntos y habríamos sido muy felices. La vida a su lado era tan fácil y dulce… Hassan, era un hombre muy distinto y su amor, también. Era menos expresivo con las palabras y mucho más con su cuerpo. Él me lo decía todo con sus manos, con sus labios, con sus ojos… también me hablaba con su carácter. Era el vigía, siempre estaba alerta, no solo al peligro, sino a todo lo que yo y nuestros hijos pudiéramos necesitar, incluido Arnau. Cambiamos muchas veces de lugar, nuestros hijos iban creciendo y haciéndose mayores. Ahora, era Kenan quién llevaba el rebaño a pastar y Kella, a sus nueve años, era ya una belleza y bastante habilidosa cosiendo el cuero. Arnau estaba aprendiendo el oficio de herrero, pues le aburría llevar el rebaño en busca de pastos, aunque nunca se quejó de ello. Ya casi era un hombre cuando el herrero, le pidió ayuda para transportar el hierro que tenía que trabajar. Era un hombre fuerte, pero ninguno de sus hijos parecía interesarse por el negocio familiar, así que decidió que Arnau sería su pupilo. Yo me sentí orgullosa de cada uno de sus trabajos. Kenan, también se alegró de la decisión de su hermano. A él, sí le gustaba trabajar con los animales. 14 El tiempo pasaba por nosotros como el viento lo hace por el desierto, esculpiéndonos y moldeándonos como si fuéramos dunas. Siempre cambiantes, pero sin llegar a perder nuestra verdadera esencia. Lo importante, permanecía intacto. Una noche me desperté sobresaltada. Había tenido una horrible pesadilla. Una batalla. Veía la espada de Hassan hundiéndose en el cuerpo de otro hombre, pero como siempre no vi el rostro que la empuñaba. Solo reconocí el lugar, era el desierto, cerca del campamento. Veía las siluetas de los hombres a caballo y pude sentir el olor a sangre, a muerte y a devastación. Me cubrí el rostro y empecé a llorar. Sus manos aterrizaron sobre mi pelo mientras lo acariciaba y me pedía que me calmara y se lo contara todo, pero no podía respirar, el miedo se había adueñado de todas mis palabras. ―Calma, Laila, calma… Tranquila, no es real, aún no. Yo estoy aquí, no va a pasar nada malo… tranquila… ssshhh…― Su voz me calmó como un eficaz bálsamo y empecé a relatarle todo cuanto había visto. Le hablé de la batalla, pero no quise decirle que había visto con total claridad su espada en ella. Durante aquella semana, no bajó de su palmera a almorzar tal como era su costumbre. Yo le veía otear el horizonte, como si fuera un halcón buscando alguna presa, atento para caer sobre ella en el momento preciso. Y un día, hizo sonar el ettebel. A su señal, dos hombres montaron sobre sus camellas sin demora y yo supe sin la menor duda, que la batalla le había encontrado. Eran jinetes a caballo, pero lo sabía por mi sueño, no porque pudiera verlos. Todo el mundo se puso a cubierto, excepto los guerreros, los poderosos y temidos imajeghan, que montando sobre sus bestias, salieron al paso. Unos con lanzas, otros con su takuba[16] y al frente de todos, Hassan. No duró mucho tiempo aquella lucha y pronto, el silencio se adueñó de las dunas, haciendo una única excepción con el viento. La gente comenzó a salir de las tiendas. Nuestros hombres regresaban y Hassan volvía con ellos. Algunos les recibieron con gritos de victoria y otros alababan a Alá, pero todos miraban agradecidos a Hassan: “¡Qué Alá, el Misericordioso, te bendiga, Hassan! ¡Qué Alá guíe la fuerza de tu brazo!”. Yo me limité a esperar en la puerta de mi tienda. Ató al camello y vino a lavarse. Me miró un segundo y luego me sonrió. ―Eres bastante precisa…―Me dijo a modo de saludo. ― ¿Estás bien? ¿No te han herido?―Supe que sonreía por la forma en la que se estrecharon sus ojos y por las pequeñas arrugas que aparecieron en sus contornos, pero no por sus labios, aún cubiertos por el velo. Luego su voz sonó seria. ―Eran unos críos que jugaban a ser mayores y han escogido mal el camino para crecer y la gente a la que atacar. ― ¿Ninguno ha resultado herido? ―Todos han muerto.―Lo dijo con cierto pesar. ―No tenías otra salida.― Intenté aliviar su carga. ―Lo sé, pero no deja de ser triste arrebatarle la vida a un muchacho. Contra un hombre es distinto, un hombre ya ha vivido, ha experimentado y es responsable del camino que ha escogido, pero estos… ―Apoyé la mano sobre su brazo. ―Eran ellos o nosotros. Tú solo has hecho lo que tenías que hacer, pero el pesar que reflejan tus palabras, no hace más que enorgullecerme de mi esposo, porque es capaz de sentir compasión por la vida de sus enemigos. Hassan, ya está hecho.―Me apretó la mano y yo le encaré, apartando el velo para buscar sus labios. Aquella noche, Hassan me pidió que le acompañara al agua. Yo le seguí, comprendiendo lo que necesitaba. Cuando la sangre de otro hombre salpica tu piel, no es suficiente con lavar esa parte, sientes la necesidad de sumergirte en el agua, para que ella te purifique, para que se lleve el olor de la sangre, el sabor del óxido, el sonido de la carne al desprenderse y la mirada de terror del que se va. De la misma forma que la sangre te une a la muerte, en el desierto, el agua te une a la vida. Le ayudé a desvestirse y él no me esperó, se lanzó al agua. Yo no le seguí. Hoy, era para él. Cogí su ropa y la lavé mientras él se bañaba y cuando salió le ofrecí una túnica seca que había llevado conmigo. Estaba completamente desnudo ante mí y a pesar de la edad, su cuerpo aún reflejaba la misma fuerza que sus ojos y que su espada, pero no era momento para disfrutar del amor. Hoy me pedía paz, lo leí en sus ojos. Cogió la túnica de mis manos y me sonrió. ― ¿Hoy no te bañas? ―Quería dejarte a solas un momento, sé que tienes mucho con lo que lidiar. Además, quería lavar tu ropa, estaba sucia.―Se colocó la túnica y el velo y me abrazó al tiempo que se acercaba a mi oreja para susurrarme algo. ― ¿Cómo podría el halcón dejar de surcar los cielos? ―Ese es tu nombre, ¿verdad?―Me miró sorprendido y luego vi el orgullo en sus ojos. ―Eres muy perspicaz para ser una mujer… Mi nombre completo es, Hassan Nauzet Haytam, el joven halcón. Aunque ya no soy tan joven… ―Me sonrió. ―Sigues siendo igual de fuerte, pero el doble de sabio.―Le guiñé un ojo y se rio. Ya estaba de mejor humor. El agua le había hecho bien. ―Volvamos, quiero dormir algo antes de volver a levantarme y aún queda noche.― Me avisó. Cuando por fin me quedé dormida la imagen que vino a mi mente me perturbó. Otra vez la lucha, seguía viendo la espada de Hassan hundiéndose en algún hombre, esta vez tampoco conseguí verle, pero sí reconocí el lugar con total claridad. Tierra Santa. Distinguí en el escudo de su adversario una gran cruz. Procuré no despertarle, me levanté sin hacer ruido y bebí un poco de agua. Esperé a que mi corazón recuperase el ritmo y luego intenté dormir de nuevo. ¿Qué significaba aquello? ¿Hassan tendría que luchar contra los cristianos en Tierra Santa? ¿Acaso la guerra no se detendría hasta encontrarle? Me desperté temprano y preparé el desayuno. Hassan ya estaba sentado esperando. ―Anoche volví a soñar con la guerra. ― ¿El mismo sueño? ―No exactamente. El enemigo era cristiano. Vi su escudo. La lucha, era en Tierra Santa. ―Tierra Santa, está muy lejos. La gente del desierto no suele participar en las guerras a menos que haya un llamamiento a la Yihad, cosa que sé, que no va a ocurrir por desgracia, al menos no en algún tiempo. Nadie quiere luchar aquí y tampoco creo que nos ataque ninguna otra tribu. El campamento es grande y contamos con suficientes imajeghan. Estaremos bien. ―Quiero tu palabra.―Le miré aterrada tenía que obligarle a hacerme esa promesa― Prométeme que no irás a la guerra contra los cristianos en Tierra Santa.― Él sopesó lo que le pedía. ―No puedo hacerte esa promesa. Si el Sultán nos reclama, tendremos que luchar, pero no creo que eso vaya a pasar. No ha ocurrido jamás, no desde que yo naciera.― Rompí a llorar, sabiendo que la guerra le atraparía si no me hacía aquella promesa. Ella conseguiría llegar hasta él.― Tranquila, te haré una promesa que pueda cumplir ¿de acuerdo?― Yo lo miré expectante.― Te prometo, que no iré a ninguna guerra, si puedo evitarlo. No, si tengo otra salida.― No era lo mismo, pero sabía que no podía pedirle nada más, así que me conformé.― Puede, que solo sea una forma de liberar un temor.― Intentó quitarle importancia. ¿Así que ahora iba a cuestionar mi don? Ojala tuviera razón y por una vez yo estuviera equivocada o mi visión no fuera acertada, pero sería la primera vez. ―Laila, ya te he dicho que eso no va a pasar, quédate tranquila. No pienso ir a ninguna parte. Si los cristianos quieren luchar conmigo, tendrán que venir a buscarme entre las dunas y el desierto, acabará con ellos mucho antes de que puedan llegar hasta aquí. ―Espero que tengas razón. Al cabo de unos días, llegó una caravana y pidió hacer noche junto a nuestro campamento para evitar el ataque de ladrones, esclavistas o cosas peores. Ninguna mujer salió de su tienda mientras aquellos extraños permanecieron cerca. Hassan me contó que se dirigían a Tierra Santa para unirse al Sah persa y luchar por su fe. Yo miré fijamente a Hassan mientras me contaba aquello, esperando oír cual había sido su respuesta. Por fin me confirmó que había rehusado unirse a su propósito y yo solté el aire que había almacenado en mis pulmones, dando gracias al Misericordioso por aquella noticia. Por la mañana, Hassan ya se había marchado para despedir a la caravana y Arnau, no se sentó a desayunar. Estaba sola con Alia y los pequeños. A media mañana, me propuse ir a ver a Arnau y a Samir para llevarles algo de limonada y unos dulces. Habían empezado temprano y apenas habrían comido nada. ―La Paz sea contigo, Samir. ―La Paz. ― ¿Y Arnau? Os he traído algo para almorzar. Esta mañana habéis empezado pronto.― Le dije con una sonrisa. Pero la cara de aquel hombre, me dijo que algo no andaba bien.― ¿Qué ocurre? ―Arnau, no está aquí. Se ha ido con la caravana a luchar en nombre de Alá a Tierra Santa. Yo le vi partir con el grupo que llegó anoche.― Todo lo que llevaba en las manos cayó al suelo y salí corriendo en busca de Hassan. Corrí hasta encontrarle y luego le miré, no hizo falta más. Él ordenó a los niños que fueran a jugar a otra parte y les dijo que luego les contaría más cosas acerca de las estrellas. ― ¿Lo sabías?―Le inquirí. Él tenía que saberlo, tenía que haberle visto marchar. No contestó.― ¿Lo sabías? ¡Contesta, Hassan! ―No hizo falta que hablara. Él lo sabía. Y sabiendo el horror que me provocaba la guerra, había dejado que mi hijo fuera en su busca.― ¿Cómo has podido? Tú sabes…― No terminé la frase rompí a llorar y luego sequé mis lágrimas, ellas no me lo traerían de vuelta. No. Ellas no lo harían, pero yo sí. Me dirigí a la tienda y cogí algunos dulces y un odre con agua y cuando me disponía a salir, la figura de Hassan me cortó el paso.― Hazte a un lado.―Le dije con resolución. ― ¿Dónde vas? ¿Acaso crees que alcanzarás a la caravana? Te llevan casi una jornada de ventaja. ―Al menos, puedo intentarlo.―Le dije decidida. ―Solo conseguirás perderte en el desierto y morir. No irás.― Decidió. ―Aparta de mi camino.― No hizo caso, se quedó bloqueando el paso de la tienda con su cuerpo.― ¡Deja que vaya a buscarle!― Lloré de nuevo, no de tristeza sino de impotencia, le golpeé con mis puños en el pecho y siguió sin inmutarse, dejando que le golpeara y descargara mi rabia con él.― Deja que vaya a buscarle, por favor…― Estaba desesperada. ―Aunque consiguieras encontrarle, cosa poco probable… ¿Qué harías, mujer? Solo conseguirías avergonzarle. ¿Cómo le tratarían los demás, si supieran que su madre, ha ido para hacerle volver? ―Entonces, ve tú… Te lo suplico, Hassan… ve y tráele de vuelta… ―Laila, esta mañana le sorprendí mientras huía, no se atrevió a decírtelo porque sabe que no lo habrías permitido y habríais terminado discutiendo. Me dijo, que si esa era la última vez que iba a verte, no quería llevarse ese recuerdo, que le pesaría más que toda la arena del desierto. Yo intenté persuadirle de que era un error, pero es un buen musulmán. Me contestó que Alá es asunto de todos y que recuperaría Tierra Santa solo para que algún día, tú pudieras volver a tu hogar. No se ha ido solo por Alá, también lo ha hecho por ti. Sabe utilizar la lanza y la takuba, es un buen cazador, ha cazado algunas presas grandes. Es un hombre ya, Laila, al menos, habló como uno. Dentro de poco tiempo, el morabito le habría puesto el velo y entonces, habrías tenido que acatar su decisión. Yo solo he adelantado el proceso, no pude detenerle. Lo único que pude hacer para protegerle, fue darle mi espada, al menos, tendrá algo con lo que luchar. También le he dado uno de los caballos que montaban aquellos chiquillos. Va mejor preparado que muchos de los hermanos que morirán a su lado. Puede que regrese o puede que no, pero sea lo que sea, lo hará con honor.― Me quedé allí, llorando desconsolada, sabiendo que Hassan no me dejaría ir en su busca. Sabía que tenía razón, pero era solo un crío, por mucho que sus palabras fueran las de un hombre. ¿De qué le serviría el honor si acababa muerto? ―Has roto tu promesa…― le dije a Hassan― y la has roto de tal forma, que nunca podré obligarte a cumplirla. Lo que has hecho ya no tiene arreglo. Sabías que el dolor que esto me causaría sería grande y aun así, lo has permitido.―Me levantó del suelo y me obligó a mirarle. ―Sé lo que he hecho. Solo el tiempo dirá, si el dolor que ahora sientes se transformará en alegría. Hasta entonces, mientras el dolor no llegue, no habré incumplido ninguna promesa. ―Yo ya siento el dolor. Y no se calmará hasta que mi hijo atraviese de nuevo esa puerta.― Fue todo lo que dije y luego salí de la tienda para ir a buscar agua para preparar la comida. Hassan me agarró por el brazo cuando pasé por su lado y me susurró con ira. ―Esta guerra será como un parto, el dolor es necesario a veces para que llegue la alegría. Ahora entendía por qué había visto su espada en la guerra. No era Hassan quien la empuñaba, sino Arnau. El hijo de un cristiano, luchando como cualquier otro musulmán. ¡Qué extraña era la vida! Ese día la comida transcurrió en silencio y también la noche. La primera en más de quince años, sin sus caricias, dejando a un lado el periodo de recuperación después del parto, claro. ¡Qué larga se me hizo la noche y que largo el día! Muchos más vinieron como ese, en silencio y se fueron de la misma manera. Yo había tenido tiempo para pensar, más tiempo del que había tenido en toda mi vida. Kenan, se iba temprano con el ganado y Kella, me ayudaba con las tareas domésticas, así que tenía gran parte del día para mí sola. ¡Qué harta estaba de aquella soledad! ¡Cuánto echaba de menos a aquel hombre que me había herido! Sabía que él tenía razón, Arnau ya era un hombre, era capaz de doblegar el hierro mucho mejor que su maestro, tenía más fuerza. Sabía cazar, incluso alguna vez se había tenido que enfrentar a las hienas. Tal vez sobreviviera… Yo debía respetar su voluntad. Si hubiera sido más fácil hablar conmigo, no habría tenido que marcharse como un vulgar ladrón. Tal vez, yo le habría convencido. Nada de eso importaba ahora. Él se había marchado a cumplir con su destino, ojalá el Misericordioso guiará su mano y su espada fuera presta, lo suficiente para proteger su vida. Sí, eso era lo único que ahora podía hacer, rezar. Rezar y enmendar mi error. Cuando Hassan llegó a la tienda, yo le esperaba con algunos dulces y algo de limonada. También había preparado una palangana para lavarle y cuando terminó su refrigerio, me acerqué y comencé a desvestirle. Estaba nerviosa. No sabía si querría perdonarme después de haberle despreciado durante tanto tiempo. Cualquier esposo habría obligado a su esposa a yacer con él, con gusto o sin él, o habría buscado otra mujer que le contentara, pero Hassan había padecido abnegado mi desidia, sin reclamar derecho alguno sobre mí. Había abandonado mi ritual para asearlo desde que Arnau se fuera y él, no esperaba que lo hiciera. No se apartó como creí que haría, tampoco me apartó a mí, simplemente, me dejó hacer. Yo llevé mis labios a cada una de las zonas que iba limpiando y él se estremeció. Me entregué a sus manos, sumisa, implorando su perdón. Él descargó sobre mí toda su furia a través de su pasión. Fue violento, pero también, de algún modo, liberador. Sentí en sus caricias el precio de los miedos y la frustración que había padecido largo tiempo y reclamó con vehemencia lo que se le había negado por despecho. La noche fue larga e intensa y ambos caímos igualmente rendidos y agradecidos de volver a tenernos. Aquella fue la manera que encontramos de sanar las heridas que nos habíamos causado mutuamente. No sé si fue la mejor, pero desde luego, fue eficaz. Al amanecer, yacía pegada a su cuerpo y me despertó besándome en el cuello. ―Ha salido el sol…―Me informó. ―Iré a preparar el desayuno.―Iba a levantarme pero sus brazos no me dejaron, me hicieron prisionera y yo me reí.― ¿Estás loco? Todos están a punto de despertar. ― ¿Qué importa? Nadie nos espera.―Kenan y Kella, nos miraban extrañados. ― ¿Padre está enfermo? ―No estoy enfermo, pequeña.― Le tranquilizó. ― ¿Y por qué no quieres levantarte?― Le preguntó. Hassan soltó una fuerte carcajada. ―Porque hoy me he despertado “perezoso”.― Dijo, y luego le sonrió.― Tu madre aún no ha preparado el desayuno.― Les confesó.― Ella también se ha levantado perezosa hoy. ―Y luego volvió a reírse. Yo me levanté y preparé el desayuno. El primero en marcharse, fue Kenan, seguido por su padre. A media mañana, vino para tomar algo y refrescarse un poco. ―Kella, ¿por qué no vas a vigilar desde mi palmera mientras yo como algo? No me gusta dejarla sola, podría venir alguien y yo no me enteraría, pero si tú estás vigilando, yo podré comer mucho más tranquilo. ― ¿En serio? ¿Puedo ir yo a vigilar? ―Eso es lo que he dicho. ¿Quién mejor que mi hija para hacerlo?― Yo le miré sin entender ni una palabra, pero no me pareció mal. No tardé mucho en entender las intenciones que escondían las palabras de mi esposo. ―El sol ha salido pronto hoy, demasiado pronto.―Yo le interrogué con la mirada.― Es una pena que la noche haya sido tan corta.―Ahora lo entendí todo. ―Sí, pero, ¿quiénes somos nosotros para decidir eso? Alá sabe cuándo levantar al sol y cuando hacer brillar a la luna. Solo Él, rige nuestro tiempo. ―Sí, pero soy yo quién decide como emplearlo.― Me agarró por la muñeca y me sentó sobre sus piernas. ―Hassan…―Protesté divertida.― Es de día, tienes cosas que hacer… ―Nadie me acusará de abandonar mi puesto si mi esposa reclama mi atención. Solo soy un buen esposo que acude presto a cumplir con su señora. ―Pues esta señora, solo quiere complacer a su señor. ―Descubrí el velo que ocultaba su boca y le besé en los labios y él me devolvió el beso con ganas. Luego me arrastró hacia el lecho y se sentó colocándome sobre él. No se entretuvo en desnudarme, solo apartamos lo imprescindible para apaciguar nuestro deseo. Yo seguía sentada sobre él, susurrándole cuánto le había echado de menos, cuando apareció Kella. ― ¡Padre! Se acerca un grupo de camellos.― Hassan asomó la cabeza por encima de mi hombro. ― ¿Solo camellos? ¿No se ve ningún jinete? ―No, solo camellos. ― ¡Alá es grande!― Dijo y luego añadió.― Dile a los hombres que yo te mando, que hemos avistado camellos. Yo iré enseguida.― La niña asintió y salió corriendo de la tienda. Hassan me dio un beso y yo supe que debía apartarme. Tenía trabajo que hacer.― Nunca pasa nada y justo hoy, un grupo de camellos decide aparecer. ¡Qué animales tan inoportunos!― Se quejó. ―Ya tendrás tiempo de acabar lo que has empezado, no te preocupes.― Le sonreí. ―Si no fuera así, tendría que despellejarlos.― Me guiñó un ojo y salió de la tienda. 15 Mis hijos crecían; fuertes, hermosos, felices. Yo había procurado darles una buena educación, aunque no tan esmerada como la que recibí yo, pues en el desierto la vida era muy distinta y no estaba exenta de obligaciones, sin embargo, no quise negarles el conocimiento de los números y el dominio de las letras y aunque solo El Misericordioso sabe cuánto me costó, les enseñé a hacer cálculos matemáticos simples, pero suficientes para desenvolverse en el mundo y también a leer y a escribir en árabe y en el idioma de su abuelo, el francés, pues la vida me había enseñado que todo podía cambiar en un instante y creí prudente hacerlo. Kella, compartía casi todas las tareas conmigo y tuvo más oportunidad de practicar, así que su dominio era mucho mayor que el de su hermano, que se defendía con bastante dificultad, aunque con perseverancia y la insistencia de Hassan, Kenan había logrado aprender lo suficiente para desenvolverse llegado el caso. Llegaban caravanas de gente que iba o venía de las ciudades, algunas de Tierra Santa. Yo siempre le preguntaba a Hassan por las noticias que traían, pero nadie portaba las que yo quería oír, que la guerra había acabado. Dos años habían pasado desde que Arnau partiera, con cada día que pasaba, mis esperanzas de volver a verle se hacían más pequeñas y de pronto, una noche lo vi. Le vi caminando por mi casa, en Tierra Santa. No le vi la cara, pero supe que era él. Estaba recorriendo la casa donde nació, la casa de su padre. Me desperté llorando. ― ¿Por qué lloras, mujer? ¿Qué es lo que has visto esta vez? Cuéntame qué has soñado. ―Está vivo. Está en mi casa. Estaba destrozada, pero era mi casa… y no he visto su cara, pero era él. ¡Está vivo, Hassan! ― Hundí mi cabeza en su pecho y seguí llorando, sin poder contener la emoción, la alegría y el alivio, que se abrieron paso a través de mis ojos. Él me dejó desahogarme y me estrechó con fuerza entre sus brazos y luego besó mi pelo. ―Si estaba en tu casa, la guerra habrá terminado. No tardará en regresar. La semana que viene, partiremos hacia los pastos del este, los que a ti te gustan, están más cerca. Él sabrá encontrarnos, conoce el desierto. Ya ha pasado todo… ―Gracias, Hassan. ―No digas bobadas. ¿Acaso crees que no le considero hijo mío? Me dolió verle marchar tanto como a ti y me alegro igual que tú de su vuelta. Apenas se tenía en pie cuando os encontré. Yo le he puesto su primer velo.―Le miré sabiendo que eran ciertas cada una de sus palabras y le besé la cara, los ojos, las manos y los labios. ―Eres un buen hombre, Hassan. El mejor hombre del mundo y Alá, en su infinita misericordia, te puso en mi camino. ¿Qué he hecho yo para tener tanta suerte? ―Algo habrás hecho bien. Yo me pregunto lo mismo cada día. Sé que soy afortunado de tenerte como esposa y espero poder enmendar el dolor que te causé. ―Ese dolor, me lo causé yo sola, por no saber escuchar qué era lo que quería mi hijo. Pero ahora sé que debo escuchar y confiar más en los demás. En ti. ―Un dolor de cabeza en… ¿casi veinte años? No está tan mal.― Me miró con dulzura y luego sonrió. ―Tú esperabas más de uno.―Le recordé. ―Más de uno diario…―Me corrigió. ―Si tan mala mujer me considerabas ¿Por qué me elegiste como esposa?―Le dije peleona, pero con humor. ―Porque sabía que tras tus ojos de hielo, solo podía esconderse el fuego de mil soles y porque nada más verte, incluso, mientras mi espada se hundía en aquel hombre, lo primero que pensé fue “esa mujer, ha de ser mía…” y eso era lo que pensaba cada día, a pesar de tus desaires, yo te miraba y me decía “ha de ser mía”. Porque cada noche veía tu rostro en mis sueños y me peleaba con el sol por perezoso, por no querer amanecer y ahora que te tengo a mi lado, le acuso de madrugador e impaciente y de acortar las noches. Eres la sal de mi vida, a veces escueces, pero siempre curas y has convertido una vida pobre en otra mucho más rica. Tu abuelo se equivocó en una cosa, no tienes los ojos del cielo, tus ojos encierran el gran océano con todos sus misterios y su alma de sal. Tienes el alma de sal y mientras estés junto a mí, seré dichoso y fuerte. ― Vi aquel brillo en sus ojos, el mismo que tenía cuando descargó aquel golpe con su espada, el mismo que tenía cuando me sacó del agua y el mismo que había cuando me impidió salir a buscar a mi hijo al desierto. El mismo que veía cada noche, cuando mis hijos dormían y el mismo que tenía cuando se sentaba bajo la palmera para cuidar de su pueblo. No era el brillo de las ocasiones especiales, era el brillo que hay en los ojos de los hombres como él. Los hombres que ponen el corazón en todo lo que hacen. ―Te amo, Hassan. Tú también eres la sal de mi vida. Te amo como nadie ha amado nunca a otro ser. ―Demuéstramelo.―Me susurró.― Ámame.―Le obligué a tumbarse y amé cada parte de su cuerpo de mil formas distintas. Con caricias, con besos, con mi pelo, con mi lengua y con mi corazón. No le dejé hacer a él, esta noche me tocaba a mí, era mi turno para demostrarle mi amor. Cabalgué sobre él hasta que se retorció por el éxtasis y luego seguí recorriendo su cuerpo con mis besos. Se quedó dormido. Yo intenté hacer lo mismo, pero antes de que saliera el sol, sus manos ya me buscaban entre las sábanas. Gemí de placer antes de poder mirarle si quiera y entonces me dio la vuelta, llevando su lengua hasta mis pechos y jugando con ellos. Me sujetó las manos por encima de la cabeza y se echó sobre mí. En cada embestida, yo intenté retener su sexo, a diferencia de las otras veces, desde que nacieran nuestros hijos. Yo quería que su esencia se quedara dentro de mí. Aún podíamos engendrar. Sí, aún éramos fértiles, él se iba a apartar, pero yo le agarré con fuerza por las nalgas y le apreté contra mí y volvió a gemir, intentó apartarse de nuevo, pero no se lo permití y por fin sentí como se derramaba en lo más profundo de mis entrañas, derrumbándose contra mi pecho y hundiendo su cabeza en aquel valle cálido y acogedor. La semana siguiente, partimos hacia el oasis tal como Hassan me había prometido. Encontramos una sombra y Hassan ordenó que parásemos a descansar. Los críos jugaban alrededor de la caravana y Fátima, se sentó a mi lado y me informó de que estaba embarazada de nuevo. Yo le di mi más sincera enhorabuena y le hice algún comentario acerca de lo fuerte que era el deseo en los hombres de aquellas tierras y ella me miró extrañada. ¿Acaso su marido no la deseaba como Hassan a mí? ― ¿Qué ocurre? ¿Acaso Samir no se siente atraído? ―No lo sé. Yo cumplo con todo lo que él me pide. Soy una buena esposa. ―Leía algo en sus ojos, algo que no me decía, yo solo quería ayudarla. ― ¿Cuál es el problema, entonces? ¿Él no te satisface a ti? ―No puede. Ni él ni nadie. Yo no siento nada.―Yo le miré expectante, esperando alguna explicación. ¿Cómo no iba a sentir nada?― Me mutilaron cuando estaba a punto de cumplir doce años. Yo no nací aquí y aunque en mi tierra tampoco era una práctica común, mi primer esposo lo puso como condición para casarse conmigo y mis padres accedieron. Éramos cinco hermanas, no podían permitirse regatear.―Fátima era joven, como yo y también había tenido otro esposo, pero jamás había sentido placer al amarles. ¡Qué difícil debía ser amar a un hombre cuando no puedes sentir placer! ―Entiendo. Lo siento, no lo sabía. ― ¿Cómo es?―Le miré, decidiendo si complacer su curiosidad, me parecía que solo aumentaría su angustia si le explicaba en realidad lo que yo sentía cuando Hassan me tocaba. ―Agradable.― Me pareció que era lo más acertado, no le mentí, pero tampoco quería hacerle más consciente de su desgracia. ― ¡Vamos! No seas así… Satisface mi curiosidad… ―Me dijo en un tono divertido.― Yo no lo sentiré nunca, soy consciente y no me daña saber que las demás sí podéis experimentar el éxtasis. No soy boba. ―Está bien.―Le concedí.― ¿Qué quieres saber exactamente? ― ¡Todo! ¿Cómo es? ¿Tan intenso es el placer como para que a la gente se le escapen gritos y gemidos o solo son para darle emoción?―Yo sonreí ante aquellas preguntas y sentí una inmensa lástima por mi amiga. ―Yo no creo que tenga las respuestas correctas, supongo que cada persona lo sentirá distinto. Solo puedo contarte cómo lo siento yo.― Le advertí y ella asintió, animándome a seguir.― El éxtasis, es algo imposible de describir. Es como si una burbuja de calor y placer fuera creciendo en tu interior y sientes que vas a morir, porque ya no eres capaz de soportar más… y de pronto, la burbuja estalla y sientes el alivio y una paz indescriptible, como si te acabaras de despertar en el paraíso. ―Ella me miró intentando imaginar aquello, pero no podía.― En mi caso, no hay teatro. Te confieso, que intento contener los gemidos cuanto puedo, porque si no lo hiciera, levantaría a todo el campamento haciéndoles pensar que nos están atacando.―Me reí y levanté la mirada un poco avergonzada.― Algunas veces, Hassan me tapa la boca con su mano, cuando son demasiado fuertes y otras, me besa, para no dejarlos salir. ―Debe de ser hermoso que te hagan sentir así. Si yo sintiera esas cosas, lo buscaría a cada momento, pero no siento nada cuando me toca, así que ya ni se molesta en hacerlo. Solo busca su alivio, sabiendo que yo no puedo encontrar el mío, por mucho que él lo intente. No le culpo, debe de ser frustrante.―Guardó silencio unos segundos y yo aproveché ese silencio para buscar la forma de ayudarla. Ella no estaba muerta, solo había una parte de su cuerpo en la que no sentía. ¿Y el resto de su piel? ―No estás muerta.― Le dije al fin.― ¿No sientes nada cuando te acaricia los pechos o cuando te besa? ―Ni me acuerdo.―Admitió entre risas.― Se ha cansado de intentarlo. Se ha dado por vencido. Supongo que no busca otra esposa porque no podría mantenernos a las dos.― Lo dijo con indiferencia, encogiéndose de hombros. ―Verás, dentro hay una zona especialmente sensible, creo que si le ayudaras a encontrarla tal vez tú podrías sentir placer. Oblígale a regalarte sus caricias donde puedas sentirlas y luego, haz que encuentre ese lugar. ―No sé… ¿Crees que funcionará? ―No lo sé, pero nunca lo sabrás si no lo intentas.― Le guiñé un ojo. ― ¿Cómo es Hassan? Parece un hombre fuerte.― Desvió la mirada temiendo que yo pudiera malinterpretar sus intenciones, pero yo sabía que no había maldad en aquella pregunta, solo curiosidad. ―Hassan, es un buen hombre, y fuerte. ¿Ves cómo vigila que cada uno de nosotros llegue a salvo a su destino? En mi lecho, es igual. Siempre está atento a lo que yo necesito, preocupándose de que llegue a ese destino. ―Parece un hombre serio. Creo que jamás le he visto reír.― Recordé que yo pensaba lo mismo al principio y sonreí. El velo ocultaba su sonrisa, en realidad sonreía más a menudo de lo que la gente pensaba, pero había que aprender a leerlo en sus ojos. En la única parte que podías ver. Allí, estaban las respuestas. ―Se toma las cosas importantes muy en serio. Pone el corazón en todo lo que hace. No puedo encontrar un motivo para quejarme de él. ― ¿Con que frecuencia te busca? ―Cada noche, y si él no lo hiciera, lo haría yo.―Admití. Aquella conversación me dejó realmente preocupada, sentía tanta lástima por Fátima… Ojalá, Alá le regalase muchas noches de placer. Ojalá, yo pudiera ayudarle en algo. Hassan, se dio cuenta en cuanto entró a la tienda de que algo me preocupaba. ― ¿Qué es? ―No es nada. ―Vamos, mujer, ¿qué te preocupa? ―Cosas de mujeres.―Le respondí. ― ¿Te encuentras mal? ¿Algo va mal?― Me interrogó preocupado y con el ceño fruncido. ―No se trata de mí. ― ¿De quién, entonces? ―Fátima. ¿Sabías que la mutilaron siendo una niña? ¿Cómo pudieron hacerle eso? ―Son costumbres. ―Pero ahora, ella tiene dificultades para cumplir con su esposo. El capricho del primero, lo está pagando el segundo. ¿Cómo pudo ser tan egoísta? ―No he oído a Samir quejarse. ―Se queja ella. Una mujer no es solo una matriz para engendrar hijos. ¡No ha sentido el placer en su vida!―Le dije escandalizada, pero ahogando el grito para que nadie pudiera oírme. ―Fátima, es una buena mujer, pero hay cosas que no se pueden reparar. ―Me gustaría ayudarla. ― ¿Cómo lo harás? ¿Acaso puedes reconstruir la parte que le falta? ―Estoy segura de que yo podría sentir placer sin esa parte… ―Me gusta esa parte.―Hassan me clavó su mirada esperando que fuera al meollo del asunto. ― ¿Crees que podrías conseguirlo olvidándote de ella? ― ¿Por qué iba a hacer eso? A ti no te falta. ―Vamos, Hassan… es por Fátima, solo intento ayudarla. Solo por esta vez. ―Me ahorraré un dolor de cabeza.― Yo empecé a desvestirlo y a lavarle como era mi costumbre, sin dejar de besarle. Su cuerpo no tardó en reaccionar y antes de que le cegara la pasión quise recordarle que por una vez, había restricciones. ―No existe. No puedes acercarte a ella.― Él puso los ojos en blanco, pero me complació, como siempre. Sus manos recorrieron mi cuerpo con una única excepción, y para asegurarme de que no la rozaba mientras empujaba, le ofrecí la espalda. Probamos algunas posturas, todas desde detrás y aunque me costó más encontrar el éxtasis, por fin llegó. Yo sabía que era posible, que él lo conseguiría. Cuando acabamos, me sonrió, pero al cabo de un rato, me susurró: ―Se acabaron los experimentos. No me gusta sentir que hay alguna parte de ti a la que no tengo acceso. ―Sabía que lo conseguirías. ―No sin esfuerzo.―Admitió.― Empiezo a hacerme viejo. ―Eres más fuerte que cualquier hombre con la mitad de edad.― Llevé su mano hasta la parte de mi cuerpo que le había prohibido durante toda la noche y le sonreí retándole.― Supongo, que no serás capaz de hacer un esfuerzo más… ―Estoy cansado y algo viejo, pero aún no estoy muerto. ―Y deslizó sus dedos dentro de mí, besándome todavía con fuerza. Esta vez disfrutó sobre todo de aquella parte, jugando con ella, con sus dedos y sus labios y su lengua, llevándome al éxtasis mucho antes de llegar a llenarme. Emprendimos de nuevo el camino, aún nos separaban algunas jornadas de nuestro destino y nos habíamos retrasado debido a una tormenta de arena. Fátima, buscó sentarse a mi lado cuando hicimos un alto para descansar. Yo sonreía pensando que había encontrado la solución a su problema. ― ¿Por qué sonríes?― Me preguntó. ―Porque creo que es posible que quedes satisfecha. ― ¿Por qué lo dices? ―Bueno, no estoy segura, pero ayer hice un pequeño experimento. Le pedí a Hassan que se olvidara de la parte que a ti te falta.―Me miró sorprendida.― No le hizo mucha gracia…― admití― pero al final accedió. ― ¿Y? ―No fue como siempre. Lo eché de menos. Me costó más alcanzar el éxtasis y fue menos intenso, pero fue placentero. ― ¿De veras? ―Tienes que centrarte en lo que sí puedes sentir, en lo que tienes, no en lo que te falta. ― ¿Crees que yo podría conseguirlo? ―Espero que sí, de todas formas, no lo sabrás hasta que no lo intentes.―Parecía insegura y decidí animarla un poco más.― No tienes nada que perder. Eres una mujer completa. Todo tu cuerpo siente, tu piel está viva. Déjate llevar por sus caricias donde puedes sentirlas y no pienses en nada más que no sea tu placer. Pídeselo a él, es tu marido, lo entenderá.― Por fin asintió. El resto de la jornada transcurrió sin sobresaltos. Por la mañana, Fátima me buscó antes de reanudar la marcha. Me dedicó una sonrisa pícara y me dijo a modo de saludo: ―Samir te da las gracias. Y yo, también.― ¡Había funcionado! ― ¿Ha funcionado?― Asintió con la cabeza entre risitas nerviosas. ―Fue mucho mejor. Siempre me enfrentaba a sus manos con cierta desidia, pero anoche decidí hacerte caso. Me concentré en sentir sus caricias allí donde mi piel es más sensible. ¡Qué injusta he sido! Sus manos son cálidas y sus labios también. ―Me alegro de haberte ayudado. ― ¿Por qué lo hiciste? Quiero decir que… Tú nunca hablas con las otras mujeres de estas cosas, siempre te quedas al margen. Muchas te han preguntado cómo era Hassan en el lecho y jamás les has contestado. ―Porque ellas esconden otras intenciones tras sus preguntas. Puedo leer la malicia en sus ojos. Tú solo buscabas ayuda, solucionar el problema que tenías con tu marido, no crearme problemas con el mío. ―Sin embargo, Hassan se disgustó contigo por mi culpa.― Yo sonreí. ―No te preocupes, ya se le ha pasado. Le conozco bien y sé cómo pagarle por los favores que le pido.― Le guiñé un ojo y ella me miró liberada de su culpa.― Además ¿Por qué no iba a hacerlo? Tú me ayudaste a mí cuando más lo necesitaba. Te ocupaste de mis hijos y ahora crecen sanos y fuertes. ―Ya sabes que lo hice porque podía, no supuso ningún esfuerzo. ―Yo también lo hice porque podía. No te preocupes más. Cuando Hassan entró en la tienda, yo estaba canturreando y al verle, corrí hacia él y no esperé a que él se quitara el velo, lo levanté lo suficiente y le di un beso. Me miró sin comprender qué era lo que me hacía estar tan feliz y me sonrió aunque sin comprender el motivo. ― ¿Y ahora qué?― Yo le sonreí, clavándole la mirada y le guiñé un ojo― ¿No piensas decírmelo? ―Cosas de mujeres. ―Ya veo qué seres tan extraños sois.―Murmuró. ― ¿Decías algo? ―Nada. Sé que me costaría otro dolor de cabeza. ―No te dolerá la cabeza. ¿Por qué dices eso? Solo estoy feliz por Fátima.― Miró al techo como si acabara de ser testigo de una revelación. ―Ahora comprendo las miradas de Samir. No dejaba de mirarme de una forma muy extraña. Sé que es un buen hombre, pero estuve a punto de sacarle a golpes de la fila. ―Pobre muchacho. ―Es joven, aún tiene mucho que aprender. ―No es más joven de lo que eras tú cuando te conocí y tú ya parecías saberlo todo. ―No soy ningún experto. Ningún hombre lo es. Todas las mujeres sois distintas. ― ¿Y has conocido muchas?― Le pregunté curiosa. Sabía que no podía herirme su respuesta. Él era mío y lo que hubiera hecho antes de conocerme, no me afectaría. ―Las suficientes para saber eso.―Me cogió por la muñeca y me sentó sobre sus piernas. ― ¿Tantas? ―No hace falta que sean muchas, con dos, es más que suficiente. ― ¿Solo tu mujer y yo?―Me sorprendió aquella respuesta. ― ¿Para qué más? Nunca he echado en falta nada. ―Y si lo haces, solo tienes que decirlo. ―Ahora que lo dices… ― ¿Qué necesita mi señor?―Dudó antes de pedirme lo que quería. ―Quizá, otro hijo. ― ¿Y a qué estás esperando? Yo nunca te he pedido que te apartes, eres tú quién ha decidido hacerlo. Creí que estabas contento.― Lo dije con ternura, no era ningún reproche. ―Después del parto, me pareció lo más prudente. No sabía si aguantarías otro igual. Yo no quiero verte jamás sufrir de esa forma. Sentí un gran temor al pensar que podía perderte, pero el otro día, no dejaste que me apartara. Eso me hizo pensar en la felicidad que me traería otro hijo. ―No tienes nada que temer. Soy joven aún y fuerte, Alá proveerá. Ese fue un parto complicado, sabes que es uno de los peores, si tú no hubieras estado allí, seguramente estaría muerta.― Sentí como su cuerpo se tensaba y estrechaba su abrazo alrededor de mí. ―Ni si quiera soy capaz de pensarlo. Prefiero no tener más hijos antes de que eso ocurra. ―Si esa hubiera sido Su Voluntad, lo habría hecho de todos modos.― Le sonreí.― No debes preocuparte. Cena algo y luego, tentaremos a la suerte. 16 Durante todas las noches que estuvimos en el camino y muchas otras después de llegar a nuestro oasis, no se apartó de mí y yo procuré retener su esencia dentro, para que diese fruto. No tardé mucho en concluir que estaba embarazada. La última semana habíamos estado discutiendo todo el tiempo, siempre por tonterías y las náuseas que me sacudieron nada más despertarme, confirmaron lo que yo ya sospechaba. Esta vez, no tuve que esperar a soñar nada. ― ¿Te sentó mal la cena? ―Eres bobo, Hassan.― Él comprendió de inmediato y vi el orgullo en sus ojos. ―Parece que no soy tan viejo como creía.―Sonrió para él mismo.― Aún soy lo suficientemente fuerte para dejarte preñada. ― ¿Lo dudabas? ―No, simplemente creí que me costaría más, eso es todo.― Volvió a sonreír. ―Si es varón, me gustaría llamarle Hassan, como su padre. ―No creo que sea buena idea. ― ¿Por qué no? Es un nombre bonito. ―Es poco original tener dos hijos con el mismo nombre. ―Entiendo, tu hijo se llamaba así. ―No, pero el tuyo necesitaba un nombre musulmán y me preguntó si podía decir que se llamaba así, Hassan Ibn Hassan. Me pareció una buena idea, ya que yo utilicé el nombre de su abuelo para mi hijo. ―No me lo habías dicho. ― ¿Te parece mal? ―No, me sorprende, eso es todo. Habrá que buscar otro nombre, entonces… ―Mi padre se llamaba Salah. ―Está bien, Salah me gusta. ―Espero que esta vez venga uno solo. ―Posé mi mano sobre su brazo para tranquilizarle. ―Todo irá bien. Pasaron las lunas y sentía que a la vez que mi barriga, crecía su preocupación. Le había dicho un millón de veces que no se preocupara, pero él no dejaba de darle vueltas, siempre en silencio, sin compartir su temor, aunque tampoco hacía falta que lo hiciera, yo sabía que temía por mi vida. ¡Qué ganas tenía de parir a aquel hijo! Si hubiera sabido la preocupación que le traería, no le habría permitido dejarme preñada. Yo quería hacerle feliz, no aumentar el peso sobre sus hombros, ni las arrugas de su ceño. Esa noche, no dejaba de mirarme la tripa, el ombligo se me había salido hacia fuera y él lo acarició con ternura, como si temiera romperlo. Se inclinó sobre mi barriga y reposó sobre ella la cabeza, besándola con cariño. ―Hassan…―No levantó la cabeza.― Hassan…―Volví a llamarle. Me encontré con sus ojos aterrados y no pude soportarlo más.― ¡Ya está bien! ―No sé de qué me hablas. ―Sí que lo sabes. Un hijo, es motivo de alegría y felicidad. No puedes pasarte el día preocupado y temeroso de lo que pueda pasar. Todas las mujeres somos fuertes, estamos preparadas para parir, Alá nos dio la fuerza para poder hacerlo. Miles de mujeres paren cada día, algunas mueren, pero no es lo normal, son muy pocas las que pierden la vida al hacerlo. ―No me importa lo que les pase al resto de mujeres. Yo estaba allí y te vi retorcerte por el dolor. Me dieron ganas de azotar a Kella nada más nacer por haberte hecho pasar por aquello. Tuve que obligarme a pensar que era solo una niña inocente, que no había sido culpa suya. ―Hassan, te estás comportando como un crío. Sé razonable. ―Me comporto como un perro que sabe que está tan acostumbrado a los cuidados de su amo, que si este le faltara, moriría de tristeza. ―Pero tú no eres un perro, mi señor. Eres un hombre fuerte, tu pueblo te necesita y yo también, pero entero, no la sombra triste en la que te estás convirtiendo. Necesitamos tu fuerza.― Me senté sobre sus piernas y le rodeé con mis brazos― Mírame. ―Lo hizo, pero no le encontré en sus ojos― ¿Dónde estás, Hassan? ¿Dónde te has escondido? Te necesito aquí, conmigo.― Sujeté su cara entre mis manos y le clavé mi mirada― Hassan, vuelve.―Le besé y él se apartó con dulzura y temor.― Hassan, tienes que volver.―Le supliqué y volví a besarle, pero volvió a apartarse demasiado pronto. Entonces, llevé sus manos hasta mi pecho y le susurré antes de volver a besarle― Hassan, te necesito.― Ahora sí le encontré, respondiendo eficaz a mis deseos. El brillo de sus ojos apareció de la nada y me respondió con un beso cargado de fuerza mientras me llevaba en brazos hasta la cama. Fue muy cuidadoso conmigo, pero ya no había miedo en sus ojos, sino prudencia. Por la mañana, se despertó de mejor humor del que acostumbraba en los últimos días. Después de almorzar, oí alboroto. Al parecer llegaba gente al campamento, otra caravana que quería descansar con nosotros en busca de protección. Hassan vino a buscarme, yo ya sabía que cuando había extraños no debía salir de la tienda. ¿A qué tanto alboroto? ―Laila… ― ¿Qué ocurre?―Entonces vi que había alguien más junto a él. Otro hombre con velo. Me fijé mejor y vi sus ojos azules. Las lágrimas corrieron libres y no fui capaz de dar un paso hacia ellos. Caí de rodillas allí donde estaba y extendí mis manos hacia aquella figura, ahora casi irreconocible. ―Madre…―Se acercó Arnau despacio, besando mis manos cuando llegó a tocarlas.― Madre, estoy bien. No llores, por favor. Estoy bien y he vuelto.―Se arrodilló junto a mí y me abrazó. Ya no era el muchacho delgado que se había marchado para recuperar Tierra Santa, ahora era un hombre grande y fuerte, más alto que su padre. Me ayudó a levantarme y entonces vi que Hassan se tensaba. Busqué la respuesta y la encontré en mi túnica, empapada. Vi que el miedo estaba a punto de aparecer, así que no dejé que lo hiciera, le miré con aplomo, sin apartar de sus ojos los míos, y le pedí a Arnau que fuera en busca de Fátima. ―Ayúdame a levantarme, ¿quieres?―Le pedí. Tal vez si él no estaba presente, si simplemente veía al niño ya en mis brazos, como era normal, no lo pasaría tan mal. ¿Y si salía mal? Me obligué a no pensar en eso. Él me cogió por debajo de mis brazos y me iba a dejar sobre la cama, pero le dije que estaría mejor con las mujeres a la sombra de un gran árbol. Él obedeció y me acompañó hasta el oasis. Me miró y me acarició la cara y entonces llegó Fátima y Alia, no eran mujeres de mi familia, pero era lo más parecido que yo había encontrado allí. Hassan se quedó allí, inmóvil, me agarró de la mano y se arrodilló a mi lado. Alia iba a protestar, pero mi mirada le obligó a guardar silencio sin necesidad de decir ni una palabra. ―Hassan, no es necesario que te quedes. Todo va a ir bien. Márchate y tranquiliza a Ibn Hassan.― Besó mi frente y salió andando en dirección al campamento. Fue un parto normal y bastante corto, en apenas unas horas mi hijo estaba en el mundo y Fátima se lo ofreció a su padre que salió a recibirnos. Luego, con el niño en brazos, lo alzó hacia el sol para que todo el mundo pudiera verle. ― ¡Alá es grande!―Gritó. Ocho días después, el morabito le presentó a su pueblo― ¡Idir!― Luego, siguieron todas las tradiciones y tras ellas, Hassan me lo ofreció para que pudiera alimentarle, y lo hice con gusto una vez en mi tienda. Necesitaba un poco de paz. Arnau, entró a buscarme y le pedí que me contara todo cuanto había vivido lejos del desierto y él me complació. Cuando el niño se quedó satisfecho y dormido, Hassan puso una mano sobre su hombro y dijo lleno de orgullo: ―Salgamos hijo, dejemos que descanse un rato.―Ibn Hassan no discutió, se levantó y salió con él. La vida nos sonreía y Alá, el Misericordioso, nos había bendecido una vez más. Dos hijos vinieron a mí ese día, el nuevo y el primero de todos. Al parecer, yo siempre paría de dos en dos. Hassan, ayudó a Ibn Hassan a instalarse en la tienda que un día fuera de Omar. Él ya era mayor para dormir con nosotros y sus hermanos, prefirieron dormir con él, querían escuchar sus historias sobre las batallas que había librado. Yo prefería no saber nada de eso, lo único que me importaba era que estuviera a salvo. Al anochecer, Hassan entró a la tienda, yo le daba el pecho al pequeño Idir. ― ¿Por qué le has llamado Idir?― Quise saber. ―Me pareció… apropiado.―Se acercó y me besó en la frente y también al pequeño. ― ¿Ya estás tranquilo?―Le pregunté mientras se lavaba y se desvestía para meterse en la cama. No habló en seguida, terminó su ritual y se echó junto a mí, dejando al pequeño dormir entre los dos. ―Ya tengo suficientes hijos. No creo que vuelva a tentar a la suerte.―Me informó ―Alá, proveerá. ―Yo le ayudaré a proveer. ―No seas blasfemo, Hassan.― Le reproché divertida ―No es blasfemia decir, que haré todo lo posible para controlar mi descendencia. Alá es grande y Misericordioso, Él me entenderá. ― ¿Y yo?― Me miró comprendiendo que tal vez podría querer más hijos. ―Tendrás que entenderme y esperar a que yo muera. Si todavía eres fértil, podrás buscar otro esposo y pedirle todos los hijos que desees. ―No digas eso ni de broma, Hassan, ¿me oyes? ―Hoy es un día feliz, mujer, deja que lo disfrute. Acabas de dar a luz y ya estás pensando en más hijos. ―Solo bromeaba, pero no me gusta que pienses en esas cosas. ―Entonces, ¿para qué me preguntas?― Idir, se revolvió incómodo y Hassan se lo colocó sobre el pecho, ya no protestó, se quedó dormido escuchando el corazón de su padre. Yo me acurruqué junto a él y dormimos así los tres, hasta que el pequeño reclamó su alimento de nuevo. Por la mañana, mientras Hassan tomaba el desayuno me dijo: ―El amigo de Ibn Hassan, mira mucho a Kella.―Mi hija tenía ya casi diecisiete años, y aunque yo a su edad estaba casada, me pareció que era aún muy niña. ―Aún es joven. ―A su edad muchas mujeres ya están casadas y tienen algún hijo. ―No sé… ¿Crees que es un buen muchacho? ―Ya veremos. Había pensado, que esta noche podríamos cenar todos juntos. También podríamos invitar a Fátima y a Samir. ―Me parece una gran idea. Luego iré a decirle a Fátima que me ayude a prepararlo todo. ―Si te sientes débil, podemos dejarlo para más adelante.― Me ofreció. ―No me siento débil, pero así tendremos una excusa para hablar como dos cotorras.― Le sonreí. ―Es una buena mujer. Samir, estaba pensando en buscar otra esposa, pero hace tiempo que ya no habla del tema. Tienen cinco hijos, mutilada o no, es una mujer fértil. ―Y tiene buen corazón, no te olvides de eso. No tiene malicia como otras mujeres. Esas, sí que son unas cotorras. “Hassan parece resistente… Seguro que la tiene tan grande como un caballo…” ―dije imitando sus voces.― Debería haberle cortado la lengua a más de una.―Hassan me miró divertido y soltó una carcajada.― ¿Qué te hace tanta gracia? Si fuera al revés no te reirías. ―No, yo le habría cortado la lengua y algún pedazo más con toda seguridad a cualquier hombre que se atreviera a hablar así de ti, pero ningún hombre, haría ese tipo de comentario sobre la mujer de otro. Sois unas desvergonzadas. ―No te atrevas a meterme en el mismo saco. Yo jamás he dicho nada parecido, me limito a escuchar y a procurar no parecer demasiado grosera, aunque ellas me lo parecen, y mucho. ―Eso espero, porque si me entero de que se te ocurre decir algo parecido sobre otro hombre… ―Descuida. ¿Tú les has visto bien?―Soltó una carcajada y yo le seguí. ― ¿Y tú que les dices? Cuando te dicen esas cosas, ¿qué les contestas? ―Que el tamaño no es lo que importa, sino lo que uno es capaz de hacer con él.―Hassan, frunció el ceño. ―Eso no me deja en muy buen lugar. ―Hassan, no tengo ninguna queja de tu “tamaño”, pero no querrás que encima les anime a desearte más. Yo me habría apañado con menos, que ellas aprendan a hacer lo mismo. ¡Alá es grande y muy generoso conmigo, mucho más que con ellas! ― Hassan soltó otra risotada y me sentó sobre sus rodillas. ―Ahora tendré que mostrarme desnudo, para que ellas puedan juzgar y sacarles del engaño.―Me dijo provocándome. ―Atrévete, y tu “tamaño” quedará reducido al de un pequeño dátil. ―Bien. Yo no me mostraré, pero tú, no les vendas que soy eunuco ¿de acuerdo? Además, no engañas a nadie. Mi primera esposa, me contó que después de la noche de bodas, todas le preguntaron ese tipo de detalles. Ella, era muy ingenua y no se percató de esas intenciones que tú me cuentas. Decidió ser generosa conmigo y alabó mi “tamaño”. Supongo que por eso sienten tanta curiosidad.―Volvió a reír al mirar mi cara.― Deben pensar, que realmente la tengo como un caballo.―Siguió riendo y yo le golpeé bromeando para que dejara de decir aquellas cosas.― ¿Te has sonrojado?―Me acarició la cara y yo la hundí en su hombro. ―Todas las mujeres hablan del “tamaño” de mi esposo.―Protesté. ―Pero solo una sabe la verdad y disfruta de él.―Me cogió la barbilla y me besó con fuerza.― Olvídate de ellas. ¿Qué más te da lo que deseen? Sabes que serán deseos frustrados, deseos que nunca llegarán a hacerse realidad. ―Prométemelo. Di que jamás desearás a ninguna de ellas. ―Te lo prometo.―Dijo sin vacilar. ― ¿De verdad no hay ninguna que te resulte apetecible? ― ¿Tú las has visto bien?―Me sonrió.― Tendrían que nacer mil veces para igualar tu belleza. Ni si quiera Kella, que es la muchacha más bonita de aquí, iguala la belleza de su madre. Solo un loco o un ciego, las desearía a ellas cuando puede tenerte a ti.― Yo le besé aliviada por sus palabras. ―Llegarás tarde. Anda, ve a tu palmera, pero vuelve para almorzar. 17 Había tenido un sueño de lo más extraño aquella noche, no sabría decir si malo o bueno. Vi una pareja joven cerca del oasis, el sol brillaba furioso y un pájaro oteaba la escena desde lo alto como si fuera un vigía intentando avistar algún intruso. Como era habitual, no alcanzaba a distinguir sus rostros y esta vez, tampoco les reconocía de ninguna otra forma, aunque pertenecían a nuestro campamento. El muchacho se abalanzó sobre la muchacha y me pareció que ella se resistía. Luego veía una boda con gran alegría. No estaba segura de molestar a Hassan con este asunto, a fin de cuentas, la cosa parecía acabar bien. Sin embargo, siempre que tenía un sueño, lo compartía con él y sentía que al no hacerlo, de algún modo le traicionaba. Decidí hablar con él durante el almuerzo y que fuera él quien decidiera si era importante o no. Ibn Hassan, estaba bajo la palmera con su “padre”, como cuando era un niño, Kenan estaba con el ganado y Kella, se había marchado a por agua. Padre e hijo vinieron a almorzar como era su costumbre. ― ¿Dónde está Kella?―Me preguntó Ibn Hassan. ―Ha ido a traer agua. ―Iré a ayudarle, recuerdo bien cuánto pesan esos odres.―Sonrió. ―Hassan, anoche tuve un sueño. No te lo he contado porque no estoy segura de si es malo o bueno, ni tampoco de cómo proceder. ― ¿Qué has visto? ―Había una pareja joven junto al oasis. Me pareció que el joven intentaba forzar a la muchacha y ella se resistía. Luego vi una boda con gran alegría. ¿Qué podemos hacer? ―Vigilaré el oasis estos días y avisaré para que las muchachas no vayan solas a por agua. No se me ocurre nada más. Al poco rato, apareció Kella en la tienda, pero venía sin su hermano. ―Ibn Hassan fue a buscarte. ¿Dónde está? ―Le dije que Tala iba de camino y que me había encontrado en la fuente con su amigo Jamal. Dijo que iba a invitar a Jamal a almorzar con nosotros. ―Bien, no creo que tarden mucho. Oímos a Ibn Hassan discutir con alguien y Hassan salió para ver lo que ocurría. Yo no tuve que hacerlo, una punzada atravesó mi pecho y recé para que no fuera mi hijo el joven que había visto en mi sueño, pero estaba convencida de que aquel alboroto era de algún modo la manifestación de aquella revelación tan oportuna. Jamal había intentado forzar a Tala, la hija de Fátima, y Arnau se había ofrecido a desposarla. Tal vez si le hubiera contado antes a Hassan mi sueño, todo aquello podría haberse evitado. No pude evitar sentirme culpable. Esa fue la última vez que vimos a Jamal. Al principio, me resultó extraña la proposición de Arnau de desposar a Tala, pero solo tuve que fijarme un poco en cómo la miraba para comprenderlo todo. Puede que no la amara aún, pero le gustaba, y la amaría con el tiempo. Tala y yo parecíamos tener vidas paralelas, al menos, en lo concerniente al amor. Ojalá Ibn Hassan la hiciera tan feliz como había llegado a serlo yo. Por la noche hubo una gran fiesta. Ibn Hassan se acercó a Tala y vi que hablaban, nunca les había visto hablar y la imagen me provocó cierta ternura. Mi hijo se iba a desposar y pronto vendrían los nietos. Nietos… ¡Alá era generoso con nosotros! Yo me retiré antes que Hassan, pero antes de que me diera cuenta, cruzó la puerta. Había hablado con Ibn Hassan y sabía que no le disgustaba el arreglo, pero el sentimiento de culpabilidad seguía ahí. Puede que Hassan estuviera enfadado por no habérselo contado a tiempo. Tal vez podría haberlo evitado y me responsabilizara de lo ocurrido. Había estado algo distante durante la noche y no sabía cuál era su parecer, pero me armé de valor y decidí enfrentarme a cualquiera que fuera su parecer y su castigo. Sin embargo, él estaba convencido de que era el resultado de la voluntad de Alá y me liberó de cualquier culpa o responsabilidad sobre aquel asunto, quitándome un peso de mi mente y mi corazón. Las siguientes semanas pasaron lentas. Ibn Hassan nos había dicho que en cuanto se casara, se llevaría a Tala a Tierra Santa. Había recuperado dos de las tres casas que en realidad nos pertenecían y para asegurarse de que nadie las ocupara, las había alquilado con la condición de que cuando él volviera, tendrían que desalojarlas. Así que en poco tiempo volvería a perderle, quizá para siempre, pero ahora era muy distinto, no se iba a la guerra, solo volvía al que fue mi hogar, para crear el suyo. ―Aún no me has dicho qué piensas de todo esto, madre. ¿Te parece mal? Si no recuerdo mal, siempre has tenido una opinión acerca de todo.―Me sonrió Ibn Hassan. ―Ahora soy más observadora y antes de hablar, procuro saber qué es lo que quiere la gente y porqué actúa de la forma en la que lo hace. Ya te perdí una vez por no querer escuchar qué era lo que querías, sería una necia si obrara de nuevo de igual modo, ¿no crees? ―Ahora soy yo quién te pregunta, por favor, dime qué piensas. ―Creo, que Tala será una buena esposa. Pero no sabía que a ti te gustaba tanto…―Le clavé la mirada. ―Sí que es cierto que te has vuelto más observadora.―Yo me reí y asentí.― Nada más llegar, la vi sentada en la puerta de la tienda estaba trabajando una pieza de cuero y entonces, escuchó mis pasos y levantó la mirada y yo tropecé, primero con sus ojos y luego, también con mis pies.― Reconoció algo avergonzado su torpeza.― Ella se rio, aunque intentó no hacerlo. Yo me recompuse y pasé por su lado sin decir una palabra. Y luego, el perro de Jamal… Yo mismo le habría partido en dos, pero sé que no tengo derecho, así que decidí que lo mejor sería llevárselo a Samir. ―Hiciste bien. Eres un buen hombre, eres noble y tienes buen corazón. Tala debe darle gracias a Alá por haber sido tan generoso con ella. ―Ella dice que me está muy agradecida y que me prefiere como esposo a Jamal.―Hacía fresco y le hice un gesto a mi hijo para que entrara conmigo y poder hablar dentro de mi tienda. Estaríamos más tranquilos también. ―También es lista.―Le concedí.― ¿Cuándo os desposaréis? ―No lo sé. Por mí, mañana.― Yo solté una carcajada. ―A veces te pareces tanto a Hassan, que tengo que recordarme que no lleváis la misma sangre. ―Nunca hemos hablado de mi padre. ¿Cómo era? ―Un buen hombre, como tú. Tenía tu piel y el color de tu pelo. ― ¿Le amabas? ―Mucho. Le amé con toda mi alma hasta que murió y si Alá no se lo hubiera llevado tan pronto, aún seguiría a su lado. ―Entonces, ¿no amas a Hassan? Bueno, aunque él no sea mi padre, es el único que conozco. ―Hassan, también es tu padre, aunque de un modo distinto. No tenéis la misma sangre, pero él te quiere como a un hijo. Muchos niños crecen sin conocer a su padre, tú tienes mucha suerte, Alá te bendijo con dos. ―No me has contestado. ¿Le amas? ―Tu padre fue mi primer amor, nos conocimos siendo unos críos y nos enamoramos con el paso del tiempo. Supongo, que era inevitable. Aprendimos juntos a amar y fue un amor sincero y tierno. El amor que siento por Hassan es muy diferente. Él es parte de mí, como yo lo soy de él. No creo que pudiera sobrevivirle si a él le pasara algo. ―Entonces, le amas más de lo que amaste a mi padre.―Concluyó. ―Yo no diría más… ni tampoco menos. No se trata de cantidad, el amor no se puede pesar, ni medir, se trata de calidad. Yo diría que le amo mejor, siendo más consciente de ese amor. ―Entiendo.―No creí que lo hiciera, pero no le contradije. Ya lo averiguaría el día que amara a Tala de verdad. ― ¿Has amado alguna vez a una mujer?―Me miró avergonzado y luego sonrió. ―Esa pregunta es muy indiscreta, madre… pero sí, a una muchacha cristiana que el Sah me entregó. Yo no tenía ningún interés en ella, la verdad, pero ella parecía tan agradecida de alejarse de él, que se me entregó en cuanto estuvimos a solas. ―La forma de amar es distinta entre cristianos y musulmanes, lo sabes ¿verdad?― Vi su expresión y supe que no sabía de lo que yo le estaba hablando, le sonreí y me pregunté si esa, era una buena conversación entre una madre y su hijo.― Puede que sea mejor que Hassan hable contigo. ―Vamos madre, no puede ser tan diferente. Musulmanes o cristianos, todos tenemos lo mismo. ―Sí, pero no lo usamos igual. Créeme, deberías hablar con Hassan. Tala, se merece un buen amante. ―De acuerdo, iré a hablar con él, a ver si él quiere desvelarme el misterio. Ibn Hassan había recuperado dos de las tres casas que nuestra familia poseía en Jerusalén antes de su rendición. Le regalé la casa que un día fue de su padre y él, decidió que yo me quedara con la de Omar, pues la de mis padres, al ser la más grande, se la había quedado el Sah. No me importó, yo prefería la de mi abuelo, siempre me gustó más. Además, yo no pensaba regresar y el alquiler les ayudaría con los gastos. Yo era feliz aquí, con Hassan. Entre el desierto y sus dunas. Ahora me parecía pobre la fuente de mi jardín, cuando tenía un oasis para bañarme y más pobre aún, el muro que me protegía, cuando tenía los brazos de Hassan. ¡Qué pocas eran mis tierras, cuando podía disponer de toda la arena del desierto que se perdía en el horizonte! No, yo ya no pertenecía a aquel lugar y aunque tuviera una casa esperándome, sabía que Hassan jamás abandonaría a su gente y yo, nunca le abandonaría a él. Mucho antes de que se apagara la hoguera y los hombres se retiraran a sus tiendas, Hassan apareció en la mía. ―No me has dicho nada de lo que has hablado con Ibn Hassan.― Me sorprendió su voz. ―No hay nada que decir. Él se marcha. Yo me quedo. Cada uno elige su camino y acepta el del otro. ― ¿No preferirías volver a tu hogar?― Me interrogó. ―Mi hogar está donde tú estés, Hassan. Está contigo. ―Tal vez yo quiera ir a Tierra Santa… ― ¿Para qué ibas a querer tú alejarte de la paz del desierto? ―Eso es cosa mía. Todo buen musulmán debe hacer al menos una vez en su vida la Hajj[17], hay que ir a Bakkah[18]. ―Si puede.―Le recordé yo. ―Yo puedo. Podría descansar en casa de Ibn Hassan y luego seguir hacia el sur, por la costa. Tú podrías esperarme allí con los niños. Ibn Hassan cuidará de ti hasta mi regreso. ― ¿Quieres ir a Bakkah? Nunca habías dicho nada. ―Nunca me lo había planteado, me parecía demasiado camino, pero partiendo el viaje en dos, no será tan pesado. ―Como quieras, pero tendrás que esperar a que el niño crezca un poco, apenas acaba de nacer y no aguantaría un viaje hasta Tierra Santa. ― ¿De verdad no quieres volver a tu casa, con tus fuentes y tus jardines? ―He vivido más tiempo aquí que allí, digamos que tengo dos hogares, y ahora soy feliz en este. La vida allí es más fácil, eso es cierto, pero aquí hay más paz. Si te apetece conocer Tierra Santa, iremos. ―Siempre pensé, que en cuanto tuvieras la oportunidad de recuperar tu casa, querrías marcharte. Creí que sería entonces cuando empezarían los dolores de cabeza. También es cierto que a estas alturas, ya no esperaba una noticia como esta. Aun así, creí que querrías ir y que intentarías convencerme para que cambiara de vida.―Yo solté una risotada y luego le miré con cariño. ― ¡Ay, Hassan…! Sabía con quién me casaba y no me he arrepentido un solo día de mi vida. Eres quién eres y yo estoy orgullosa de ti. Nunca desearé que seas distinto. Soy feliz aquí, contigo, no necesito nada más. ―Tienes un pico de oro y la voz de una sirena. Convencerías a un djinn para que dejara de hacer sus travesuras, pero tienes razón, Idir aún es muy pequeño, esperemos a que crezca y luego ya veremos. ―He pensado, que quien podría acompañarles es Kella. Ibn Hassan es su hermano y cuidará de ella y Tala también. Puede que allí, le resulte más fácil encontrar un marido y si lo encuentra, nuestra casa podría servirle de dote, si nosotros no decidimos vivir allí. ―Yo también lo he pensado, pero tengo dudas. Ella y Kenan están muy unidos, es bueno que los lazos de la sangre sean fuertes, esos lazos en ocasiones evitan guerras. Puede que sea mejor que los dos empiecen a visitar el ahal. ¿No te encontrarás muy sola? Aquí te hace compañía. ―No puedo pensar en mí, cuando hablamos de la felicidad de mi hija. ―Alia, me ha dicho que se marcha, encontró un joven que vino a nuestro ahal desde los pastos del este y van a casarse. No es mi hija, pero me gustaría aportar algo a su dote, un par de cabras, tal vez. ―De acuerdo, pero si Alia se va, Kella debería volver a nuestra tienda. ―Aún falta tiempo para que Ibn Hassan se marche, que empiecen a ir al ahal y si no encuentra esposo para entonces, ya veremos. Si Kenan se compromete a dormir en la tienda todas las noches, no me parece una locura que duerman allí. Además, cuando el pequeño deje de mamar, podrán dormir los tres y Kella, podrá cuidar de su hermano. ―Bien.―Le concedí.―Ya ha pasado tiempo suficiente desde el parto.―Le informé y antes de que pudiera darme cuenta ya le tenía a mi espalda. Me reí y él también se rio. ―Con los años, te estás volviendo más impaciente, mi señor. Deja que le dé de comer antes. Si quieres, puedes ir desvistiéndote y lavándote. ―Me gusta más cuando lo haces tú. ―Entonces, tendrás que esperar un poco más. ―Me parece que llevo esperando toda la eternidad, un poco más no importa.―Suspiró. Empezó a cambiar de posición, a caminar de un lado a otro de la tienda y me estaba poniendo de los nervios, aunque en el fondo me resultaba gracioso verle tan impaciente. Él nunca parecía tener prisa. ― ¿Por qué no sales a tomar el aire un rato? Tanto andar de un lado a otro me pone nerviosa.―Me miró contrariado, pero obedeció. Yo acabé de acostar al pequeño y salí a buscarle. Le encontré en la puerta, sentado sobre la arena.― Pasa, anda… ya se ha dormido. Le ayudé a desvestirse y le lavé como a él le gustaba, con mucho cuidado y cariño, como un infiel limpiaría la estatua de su dios pagano, con fervor. Él se estremecía al sentir el calor de mis manos sobre su piel y yo le besaba allí donde su piel se erizaba. En cuanto yo terminé con él, él empezó conmigo, pero de pronto se detuvo. Yo le miré sin comprender qué podía ir mal. ―Quiero amarte de la forma cristiana.―Me susurró al oído y yo le miré sorprendida, pero le complací sabiendo que no le gustaría mucho. Pensé que se trataría de algún capricho. Mientras preparaba el desayuno, me miraba con un millón de preguntas en sus ojos, esta vez no había respuestas. ―Sabía que no te gustaría.―Le dije yo, adivinando lo que le distraía. ― ¿Por qué me complaciste entonces? ―Pensé que era un capricho, aunque te confieso que aguantaste más de lo que yo esperaba.―Me reí. ― ¿De verdad aman así? ―Ellos creen que el sexo es pecado. Solo lo usan de esa forma con sus esposas, casi con el único propósito de engendrar hijos. El placer lo guardan sus maridos para las mancebías. Ellas, no creo que lleguen a conocerlo jamás. ― ¿El amor pecado? Nunca se está tan cerca del paraíso como cuando se ama a una mujer. ¿Para qué quieren esa parte del cuerpo si no la usan? Estoy seguro de que la pobre Fátima, retajada, siente más placer que muchas cristianas. ―Ellas no conocen el arte de amar, eso es lo que han aprendido. Nunca descubren enteramente sus cuerpos, no conocen el cuerpo del esposo, como él, no conoce el cuerpo de su mujer. Aceptan que sus maridos vayan a buscar fuera, lo que a ellas se les ha prohibido en el propio hogar. ― ¿Y tienen el valor de llamarnos bárbaros?―Yo solté una fuerte carcajada. ―Tienes suerte de profesar la verdadera fe. ―Y tú. Más tú que yo, me atrevería a decir. No entiendo cómo pueden resistirse a la conversión. Si yo fuera una mujer cristiana, estaría rezando para que los ejércitos musulmanes llegaran hasta mi casa.―Se rio.―Me cuesta creer que hayas amado de ese modo. ―Ya te dije que yo nunca fui lo que se dice, una cristiana al uso. Mi marido lo sabía y nunca me lo reprochó. Solo le oculté ciertas cosas que sabía que jamás me permitiría. Puede que las más placenteras. ―Alá, el Misericordioso, las guardaba para mí.―Me sonrió. ―Es posible. ―Aunque mi primera esposa no hubiera muerto, si hubieras llegado hasta aquí, te habría desposado, pero me pregunto… ¿qué habrías hecho tú en el caso contrario, si hubieras llegado con Arnau y me hubieras encontrado?―Yo le miré comprendiendo su pregunta. ―No lo sé.―Reconocí.― Amaba a Arnau con todo mi corazón, pero mi cuerpo nunca reaccionó ante él como lo hace ante ti. ―Eso es, porque no erais libres para amaros de una forma natural. ―No me refería a eso. Es otra cosa.―Hice un esfuerzo por explicarme.― Solo tengo que mirarte o rozarte sin querer y mi cuerpo, reacciona de inmediato. Me atraes, como el hambre de un recién nacido, atrae la leche del cuerpo de su madre.―Le dije al oír la protesta de Idir. Él sonrió.― Supongo, que a pesar de estar casada, si me hubieras buscado, al final habría cedido. Cuando estás cerca, dejo de pensar.―Reconocí avergonzada. ―Eso no está bien, mujer, pero tampoco está bien que yo me alegre de oírlo.―Me levantó la barbilla y me besó con urgencia. Luego tomó al niño en brazos e intentó calmarlo mientras yo ponía el desayuno en la mesa. Se acercaba el día de la boda y ambas familias estábamos inquietas. Por un lado sentíamos una enorme felicidad por la unión de nuestros hijos, pero por otra, cada vez se hacía más presente la sutil nostalgia que conllevaba su marcha. Ibn Hassan tenía que partir, si abandonaba demasiado tiempo sus posesiones en Tierra Santa, las acabaría perdiendo. Así que, tras los ocho días que duró el ritual de casamiento, ambos partieron acompañados por Hassan y Samir. Les acompañaron hasta que atravesaron el desierto y durante algún tiempo, yo me quedé sola, con Idir, Kenan y Kella, que finalmente no quiso ir con ellos. Al parecer, había conocido a un primo lejano de Hassan del campamento del norte que parecía interesado en ella y aunque no llegó a cuajar la relación, ambos hermanos se divertían mucho asistiendo al ahal para conocer a jóvenes solteros. Uno opinaba de la elección del otro, casi siempre para reírse y hacerle enfadar. “Esa está muy flaca, cuando sonríe solo se le ven los dientes”, le decía Kella en tono jocoso. “Pues anda que Hussein… tiene una nariz tan grande que cualquier pájaro podría dormir sobre ella”, se reía Kenan, y así pasaban las tardes. Tras la incorporación de Kella al ahal, muchos eran los que venían de otros campamentos para comprobar su belleza y su gracia al tocar el imzad[19]. Sus ojos azules y su simpatía, habían corrido de boca en boca con la rapidez del mismo viento, pero aún no había encontrado ningún muchacho que despertara su interés. También es cierto que lo tenía más difícil que su hermano. Siempre se quejaba de que él, tenía que ser menos exigente. Ella estaba obligada a escoger entre hombres de la misma condición o superior, ya que entre el pueblo de Hassan y ahora también el mío, el linaje, se transmite a través de la mujer. Ella, no solo era la hija de un amajegh, su padre, era el amenokal. Así que el número de pretendientes se reducía considerablemente. Kella, seguía pasando las tardes en el ahal, sopesando las pretensiones de algunos jóvenes que aspiraban ilusionados a que mi hija aceptara tener una cita más íntima con ellos, cosa que de momento, no había ocurrido. Kenan se cansó antes, decía que aquí no encontraría esposa, que esperaría el retorno de su padre, para poder visitar el ahal de otro campamento. ¡Les echaba tanto de menos! ¡Qué poco había disfrutado de Ibn Hassan! Me obligué a sentirme feliz por ellos y a pensar que Hassan, pronto estaría de vuelta conmigo y el pequeño. 18 Idir crecía deprisa y veía en él a su hermano mayor. Ahora, Kenan ocupaba el lugar de su padre como cabeza de familia hasta que éste regresara. Se parecía mucho a mi abuelo, no solo físicamente, era un muchacho responsable y tenía un gran sentido común, demasiado para su edad. Ahora que faltaba Hassan, él era con quien consultaba las pequeñas cosas del día a día y siempre aportaba soluciones sencillas, pero eficaces. Demostraba una gran inteligencia y un sentido práctico en el que yo aprendí a confiar. Estaba agradecida de que él siguiera allí. Se había convertido en un buen pastor y también bastante hábil al trabajar la madera de acacia. Era un gran muchacho y yo me sentía muy orgullosa de él. No me preocupaba que aún no hubiera encontrado a nadie para casarse, era demasiado joven todavía, pero decidí tantearle para ver si él estaba preocupado, últimamente le notaba algo decaído. ―Hijo, pronto tendrás edad para casarte.―Me miró sorprendido por el tema de conversación que había sacado. ― ¿A qué viene eso ahora, madre? ―No es nada, no te preocupes, solo me gustaría saber si hay alguna muchacha que te interese especialmente. ―Lo cierto es que no. De momento, me contento con la vida que llevo. ―Puede que todavía sea pronto.―Reflexioné. ―No creo que sea pronto, ni tarde. El amor no entiende del tiempo, igual que el desierto. Llegará sin más. He visto que el odre está algo viejo y pierde agua.―Me comentó cambiando de tema. ―Pensaba intentar repararlo hoy, pero puede que tenga que hacer uno nuevo. ― ¿Podrías hacerme unas sandalias nuevas también? Estas se me han quedado pequeñas.―Miré los pies de mi hijo y vi que tenía razón, los dedos sobresalían de la suela. Suspiré. ¿Cuándo había crecido así? ―Está bien, empezaré con el odre y luego te haré las sandalias. ―Me llevaré la lanza, puede que vaya a un pequeño pasto que hay al sur. El otro día vi huellas de gacela en esa dirección, así tendrás bastante cuero para los próximos trabajos. ―No te alejes demasiado. Ahora, eres el hombre de la casa. ―Tres días a lo sumo, si no hay problemas, aunque nunca se sabe. Volveré lo antes posible. ―Podrías esperar a que regresara tu padre. No me gusta quedarme sola. ―Kella está contigo. ―Kella, es una mujer, me refiero a quedarme sin un hombre en el hogar. Tengo suficiente cuero para arreglar el odre y para tus sandalias. Si me falta, le pediré a Fátima. Ya se lo devolveré.―Al final asintió. Era un buen hijo y entendió perfectamente mi temor. ―De acuerdo, entonces volveré para comer. ―Está bien. Hassan, tardaba más de lo que yo esperaba o tal vez, era mi impaciencia por verle la que hacía que los días y el tiempo pasaran con mayor lentitud. ¿Les habría pasado algo? Yo sabía que no, Hassan era parte del desierto, como el desierto lo era de él. Lo conocía, lo respetaba y lo amaba y creo que el desierto agradecido, se mostraba dócil ante él. Además, yo lo habría soñado, Alá en su infinita misericordia, me lo habría revelado. Todo iba bien. Los años me habían aportado sabiduría, pero no paciencia. Lo consideré un aprendizaje más. ¿Cómo lo harían las demás? La mayoría de los hombres que viajaban con nosotros eran pastores. Iban y venían del campamento y pasaban muchas noches fuera de sus hogares. Solo los imajeghan, el morabito y Samir, que era herrero, permanecían en él. De pronto, el perro dejó la leche y sus orejas se tensaron aguzando el oído, volvió la cabeza en dirección al este y salió corriendo. Mi estómago se dio la vuelta. Ese, no era un perro guardián, era un sloughi[20], no se molestaba en avisar de la intrusión de criaturas o extraños en el campamento. Él solo reaccionaría así ante una presa de caza o la vuelta de su amo y ahora, no estaba cazando. Alá había escuchado mis oraciones, el Misericordioso me había devuelto a Hassan. Ató el camello al poste, al mismo que ataba Kenan a las cabras cuando tornaba de los pastos, ya que ahora estaba libre. Entró en la tienda y sentí que todo volvía a ocupar su lugar. ―El desierto cada vez parece más grande.―Me dijo a modo de saludo. Me había echado de menos. ― ¿Has tenido problemas? ―Me entretuve visitando a mi primo Abdel. He traído varias cabras para aumentar la cantidad de leche. Entre el perro, el caballo y mis hijos, hará falta más. Además, aquella ya está preñada y no tardará en parir.― Dijo señalando a la más grande.― Las demás lo harán en la época de lluvias, luego le diré a Kenan que libere a los machos de las ligaduras. ―Hay que vigilar a la camella, también está a punto de parir.― Hassan asintió comprendiendo.― ¿Cómo está Abdel? Hace tiempo que no se une a nuestro campamento. ―El suyo ha crecido bastante, es mejor así. Hay muchos muchachos en su campamento, son jóvenes, pero carecen del linaje necesario para Kella, aun así, les he invitado a pasar por nuestro ahal, Kella no es la única que necesitará esposo. Están las hijas de Samir y las de Bashir. ― ¿También había muchachas? Kenan, no está interesado en ninguna de las de por aquí, quería visitar algún otro ahal. ―Que vaya, puede que encuentre alguna de su agrado. Abdel se casará pronto con la hija del herrero. ―No tardará en volver. Hoy quería ir a los pastos del sur, pero le dije que esperara a tu regreso para irse él. No quería que nos dejara solas. ―Es un buen muchacho. ―Es más que eso, Hassan. Te sentirás orgulloso de él. Es inteligente y responsable, ha sido un buen cabeza de familia en tu ausencia.―Le sonreí. ― ¿Así que ya puedo marcharme de nuevo?―Me preguntó con humor. ―Deberías esperar a mañana al menos… Deja que pase una noche con mi esposo o seré yo quien empiece a ir al ahal.―Me reí ý él me sentó sobre sus rodillas como era su costumbre y me susurró al oído. ―Yo también te he echado de menos. Kella y Kenan aparecieron en la puerta. Kenan, llevaba sobre los hombros una pequeña gacela muerta. ―La paz sea contigo, padre.―Le dijo formalmente, Kenan. ―La paz sea con vosotros, hijos. ―Te traigo cuero, madre.―Luego miró a su padre.― Menos mal que has vuelto, la camella está a punto de parir. ―Me lo ha dicho tu madre, luego iré a verla. ¿Dónde la has encontrado?―Dijo desviando la mirada al pobre animal. ―Debió apartarse de su manada, estaba sola y herida en una pata. Parecía estar esperando mi lanza. ―No he podido empezar con las sandalias.―Informé a Kenan. ―Puedo aguantar un poco más, no hay prisa. ¿Conseguiste reparar el odre?―Yo asentí, mostrándoselo. ―No tendrás que esperar mucho, le pediré a Fátima que me ayude, ella tiene más maña que yo. ―Parece que os habéis apañado bien…― Constató Hassan. ―Te hemos echado en falta. ―Es agradable ver como tu hijo se convierte en un hombre.―Se quedó pensando un momento.― Mañana llegaré a un acuerdo con Bashir para que se ocupe del rebaño. Su familia cuidará de él. ―Padre, ¿y qué haré yo entonces? ―Cumplir con tu casta. Kenan, tú no eres un pastor, eso solo ha sido para ocuparte mientras crecías. Tu sitio está junto a mí, eres un amajegh. Aprenderás a montar como te corresponde y a domar a las bestias. También a manejar la takuba. Mañana, le encargaré a Samir una para ti. Veo que la lanza ya la dominas, pero seguro que puedo enseñarte algo. Ya no es momento para poner trampas a las pequeñas aves, hijo, ni para ocuparte del ganado.―Kenan asintió, creo que complacido por aquella idea. Puse la comida sobre la estera y todos comimos del mismo cuenco, con nuestras manos ¡Qué agradable volver a sentir a mi familia reunida! Solo faltaba Ibn Hassan, pero él estaba formando la suya. Tal vez, algún día pudiera conocer a mis nietos. La camella parió unos días después. Kenan la atendió siguiendo las indicaciones de Hassan. Ahora, padre e hijo estaban más unidos que nunca. Idir cumplía tres años cuando el morabito le colocó el velo a Kenan. Ya era un hombre y ahora, podría ocupar el lugar que le correspondía junto a su pueblo. Ahora sería un amajegh como su padre. Kella había encontrado un joven que la pretendía. Tras la visita de los jóvenes del campamento de Abdel a nuestro ahal, habían llegado otros grupos de otras tribus del norte y fue el hijo del Amenokal de una de ellas, un amajegh como Hassan, quien se ganó su corazón. ― “Sabe recitar poemas y me hace reír, además creo que es bastante guapo, aunque es difícil de adivinarlo con el velo puesto.” ―Había contado mi hija. Fue su primo quien vino para hablar con Hassan de la boda y la dote. Un potro de raza aria y una camella, fue la aportación de Hassan, que era un hombre generoso. A menudo, los caballos eran bienes compartidos por la comunidad, pero Hassan, tenía uno propio y los cuatro caballos que había capturado cuando nos atacaron, los había cedido para uso común. Una de las yeguas parió al año siguiente, así que le regaló al potro que ya contaba con dos años y estaba listo para empezar a trabajar con la doma. Hamid, el futuro esposo de Kella, estaba agradecido. No tardaron en llegar sus familiares para la boda. Las mujeres les recibieron con los tambores y los hombres empezaron a danzar con los camellos a su alrededor. Los festejos duraron ocho días, tras los cuales, el morabito, ofició la breve ceremonia recitando algunos versos del Corán. Kenan, no tardó en ir a buscar a la prima de Hamid a su ahal, al parecer los ojos negros de Zaida, habían despertado su curiosidad y poco después, fuimos nosotros al poblado de Hamid a festejar la nueva unión, después de que éste negociara con el padre de Zaida, la dote y pusiera la fecha para la boda. Ellos no fueron tan generosos como Hassan, pero tampoco necesitábamos nada, saber que nuestro hijo era feliz, era más que suficiente. Ahora tenía a mis tres hijos fuera de casa, ocupando su lugar en el mundo, solo me quedaba el pequeño Idir, al que estaban a punto de circuncidar, en cuanto llegaran las lluvias, cumpliría los siete años de edad. 19 Las lluvias no llegaban. Estábamos a punto de alcanzar la mitad de la temporada y habían caído apenas unas gotas. Parte del ganado había muerto y las familias que siempre permanecíamos juntas, tuvimos que separarnos para no agotar los pocos recursos que quedaban. Hassan decidió que era hora de hacer el viaje que habíamos estado posponiendo y ceder el oasis a Samir. Así que partimos en dirección a Tierra Santa, delegando la función de Amenokal en Kenan, que ya se había hecho respetar en los consejos por su sentido común e inteligencia. Hassan, nunca se había sentido tan orgulloso, como el día en el que le entregó a su hijo el ettebel. Así dejamos el desierto, con la cabeza alta, el orgullo en la mirada y nostalgia en el corazón. El viaje fue pesado y duro, sobre todo por la escasez del agua. Los animales estaban al límite de sus fuerzas y Hassan lo sabía. Caminábamos durante la noche y buscábamos refugio durante el día hasta que por fin llegamos a al-Iskandariyya[21]. La cuidad era hermosa y sus calles amplias. Grandes edificios y mercados tremendamente activos. Todo estaba vivo allí. Había columnas altísimas que parecían disminuir el espacio celeste, pero lo que más me gustó, fue el gran faro. Era hermoso. Hassan decidió entretenerse y echar un vistazo. Era enorme y aterrador, con sus amplias escaleras, vestíbulos y numerosas estancias. No debía resultar muy difícil perderse allí. En la cúspide, había un oratorio y la gente subía para orar en él. Caminamos entre las callejuelas atestadas de gente que exponía sus productos artesanos con orgullo. No faltaban los charlatanes que salieran al paso para entretenernos con la esperanza de vendernos esto o aquello; una túnica de seda de oriente, un cuchillo de acero de Damasco, aceites de colza, linaza, sésamo o aceituna, de distintas variedades y calidades, especias exóticas, perfumes de las más extrañas flores, agua de lavanda o de rosas, esencia de azahar o jazmín… todas ellas competían por adueñarse del aire y colarse, sin el menor pudor, por nuestras fosas nasales, evocando tiempos tan placenteros como lejanos, cuando era una niña y mi padre agasajaba a mi madre con regalos que a escondidas, a veces, compartía conmigo. Dimos con la posada donde haríamos noche, La Fonda del Caldero. Nos habían dicho que estaba cerca de la jabonería y en el camino, encontramos varias escuelas de derecho y también algunos albergues para estudiantes y demás viajeros o peregrinos. Por la noche, la cuidad no dormía, seguía tan activa como cuando el sol brillaba con toda su fuerza ¿Acaso aquella gente no descansaba nunca? A la mañana siguiente, nos pusimos en marcha temprano. Las mezquitas estaban por todas partes, debía de ser gente muy piadosa y devota la que moraba allí. En el desierto, la fe se profesaba con mayor moderación. Era suficiente con mostrar gratitud a El Misericordioso y tenerlo presente en el día a día. Llegamos a Damanhur y sus murallas nos dieron cobijo hasta que llegamos a Misr[22], la parte más antigua. Tuvimos que cruzar el Nilo varias veces en embarcaciones dispuestas a tal fin. En Misr, buscamos el Callejón de las Lámparas, pues nos habían hablado de otra fonda que se encontraba allí, junto a la mezquita. Ante de alcanzar aquel lugar, nos topamos con el Santuario en el que se guardaba la cabeza de Al Hussayn en un cofre de plata, sepultado bajo tierra. Había tapices con distintos brocados y velas por todas partes, la mayoría, sobre candelabros de plata pura. En el mausoleo, las lámparas de plata colgaban suspendidas y su parte más alta, estaba rodeada de una especie de manzanas de oro. Por la noche, Hassan no dejaba de hablar de todo cuanto habíamos visto. Era normal, para quienes llegaban del desierto y acostumbraban a no disponer de refugios de piedra ni a que la comida se preparara sola y mucho menos, ver plata colgada de los techos como si fueran árboles dando su fruto. Era sobrecogedor. Yo no dejaba de preguntarme qué mente brillante había sido capaz de idear todo aquello, sin duda, la mano de Alá estaba presente en su obra. ¡Cuánta riqueza! Aún nos separaban algunas jornadas de viaje para llegar a nuestro destino, pero ya podíamos caminar durante el día y el viaje, una vez fuera del desierto, se hizo más llevadero. Idir lo miraba todo con asombro y admiración y me pareció bien que mi hijo conociera la amplitud de la creación y sus maravillas, pues era importante que no pensara que el mundo solo era arena y viento. Fuimos hacia el norte y nos adentramos más al este, hasta que por fin pisamos Tierra Santa. Llegamos hasta la casa de Ibn Hassan, mi antigua casa, sin llegar a entrar en la ciudad. Todo parecía igual, como si aquel paraíso lo hubiera protegido el mismo Alá, pero no fue así, y todo era distinto. Antes yo pertenecía a ese lugar y lo sentía mío, ahora mi lugar estaba muy lejos, entre las dunas del desierto, y mi hogar, ya no se erigía en mitad de un jardín, sino que moraba en el corazón del hombre que me había llevado hasta allí. Me dio paz sentir que ahora que podía elegir, no escogería nada diferente a lo que ya tenía. Una parte del muro había sido reconstruida y mostraba sin pudor sus cicatrices de guerra como un soldado orgulloso que ha sobrevivido a la batalla. El jardín que se adivinaba desde la entrada, me llamaba con voces prestadas de un pasado repleto de ternura, como un día lo hiciera mi madre. Si cerraba los ojos, aún podía oír su voz, cálida y a menudo en tono de reproche. Recordé sus ojos y esa forma tan maravillosa de mirarme. Una lágrima brotó de mis ojos y me apresuré a hacerla desaparecer, no quería que Hassan pudiera malinterpretarme, no era alegría por recuperar nada de aquello, ni porque la casa fuera importante para mí, pero entre aquellas paredes se atesoraban retales de mi vida compartidos con personas a las que echaba de menos y a las que jamás volvería a ver. Por primera vez desde hacía muchos años, pensé en Arnau. Di las gracias al Misericordioso por el tiempo que habíamos compartido y le rogué en silencio que lo acogiera como a uno más en su paraíso. Nos recibió mi nuera, la hija de Fátima, con su hijo en brazos, mi nieto. Al principio me costó reconocerla. Tala, había cambiado, ya no parecía la chiquilla que hacía unos cuantos años se había casado con mi hijo, ahora lucía llena y madura, como una ciruela, y su voz, era igualmente dulce. Sin embargo, esa chiquilla seguía allí, tras sus ojos afables y su risa abierta. No era especialmente bella, pero sí hermosa y su carácter jovial, le confería un atractivo natural. Cuando nos reconoció, vino corriendo y nos abrazó a ambos y luego se echó a reír y nos llevó dentro. La cara de Hassan no tenía precio. Al ver la fuente del patio interior y a los chiquillos salpicándose con el agua, me miró incrédulo. Vi sus ojos pelear por retener las lágrimas y le toqué el brazo para tranquilizarle. ― ¡Niños!― Les llamó Tala con cariño.― Estos son vuestros abuelos…― Dos críos de apenas cuatro o cinco años jugaban ajenos a todo.― Samir y Laila… y este pequeño, es Omar. ― ¿Dos a la vez? ―No, se llevan un año, pero Samir será un hombre grande, como su padre y su abuelo. ―Seguro que sí. ¿Fueron partos complicados? ―El de Laila fue más largo, pero los tres venían bien. No fueron como el tuyo. Ibn Hassan me lo contó, yo era muy pequeña y no recordaba nada. Estoy deseando ver su cara cuando os vea aquí. Vendrá para la cena. ―Me alegro mucho de veros así de felices y de que todo os vaya tan bien. ― ¿Y allí como están las cosas? ―Pues hay sequía. Eso fue lo que nos animó a venir. El grupo tenía que dividirse para poder sobrevivir, así que decidimos que era el momento de hacer el viaje. Idir ya ha crecido suficiente y a nosotros todavía nos quedan fuerzas para aguantarlo, si esperamos un poco más…―Me eché a reír.― Tus padres no quisieron acompañarnos, dijeron que era un viaje demasiado largo y que tu nuevo hermano no lo aguantaría. Hassan les dejó a ellos el oasis, con el recién nacido, son los que más lo van a necesitar. Te mandan su amor y sus mejores deseos. ―Otro hijo… Me alegro de que estén bien. Anda, dejemos a Hassan que se haga con la casa, tú ya la conoces. Podrías ayudarme a preparar el cordero. Ibn Hassan siempre se queja de que no me sale como a ti. ―Qué grosero, este hijo mío. No le crie para que fuera así. ―Tala se rio. ―No hace falta que lo diga tampoco, todo el campamento sabía que nadie prepara el cordero como tú, de eso, sí que me acuerdo. ¡Hassan!―Le llamó― ¿Por qué no vas a las cuadras y examinas los caballos? Seguro que uno de los dos te dejará satisfecho. Puedes montarlo y recorrer estas tierras tranquilo, no te perderás, además, ellos saben volver. ―No me he perdido en mi vida y vivía en el desierto. ¿Cómo iba a perderme aquí?―Le dijo Hassan orgulloso y luego se rio.― ¿Dónde está Ibn Hassan? ―Montó una pequeña herrería en la ciudad, sus piezas de orfebrería en cobre y plata son muy conocidas y apreciadas. Superó a mi padre hace tiempo. ―Iré a verle. Volveré con él para la cena y así, podréis cotorrear tranquilas. ― ¿Sabrás llegar? ―He llegado hasta esta casa y estaba mucho más lejos. Iré a la ciudad y preguntaré allí, no creo que me cueste dar con él. No te preocupes niña, le encontraré. Cuando regresaron, los chiquillos salieron a recibir a su padre, pero no se acercaron a Hassan, le miraban con cierto recelo. Luego, Tala me contó que le tenían miedo. Nunca habían visto un hombre con velo. Miré a mi hijo, tenía en sus brazos a la pequeña y comprendí que quedaba bien poco del chiquillo que se fue a luchar por su fe y tampoco era ya el que regresó. Ahora, era un hombre. Debía tener casi la misma edad que tenía Hassan cuando nos encontró, había formado su propia familia y levantado su propio negocio. Sí, al verle sentí nostalgia por el niño que había escapado de mis brazos y burlado el paso del tiempo, pero también orgullo por el hombre que tenía ante mis ojos, un hombre que miraba de frente a la vida y que no sentía temor. Puede que fuera hijo de Arnau, pero tenía en su mirada la determinación de Hassan. Cenamos en el jardín. Hacía buen tiempo y la noche, engalanada con las fragancias propias de las plantas ornamentales y aromáticas, nos invitaba a alargar la velada compartiendo los acontecimientos de los últimos tiempos con el fin de ponernos al día. El sol me despertó y vi que ya estaba alto. ¿Cuánto había dormido? Cuando acabé de asearme y vestirme me dispuse a buscar a Hassan. Él estaba sentado a la mesa terminando el desayuno que Tala le había preparado. Luego se reunió con los pequeños, llevándose a Idir con él. Fue agradable verle junto a la fuente rodeado de pequeños. Con velo o sin él, Hassan despertaba la curiosidad de los más pequeños allá donde fuera, tenía ese misterio de los guerreros de su pueblo y mil historias que contar. Por las mañanas, se quedaba con los niños bajo la sombra de una acacia qua había en el jardín, igual que cuando vigilaba desde su palmera en el campamento del norte. Por las tardes, ayudaba al mozo en la doma del potro e intercambiaban conocimientos y formas de tratar a las bestias que eran diferentes aquí y en desierto. Parecía tranquilo. Ibn Hassan trabajaba hasta tarde, no llegaba a casa hasta que estaba a punto de ponerse el sol, no quería retrasar el viaje demasiado, ya que había decidido acompañar a su padre. Por fin una noche, durante la cena miró a Hassan de frente, sonriendo satisfecho. ―He terminado los trabajos de los que te hablé. Podemos partir cuando quieras. ―Bien, saldremos en un par de días. No falta mucho para que empiece el Du l-hiyya[23] ―Habrá que preparar el viaje… ― ¿Qué crees que he estado haciendo? Aquí tengo mucho tiempo libre.―Se rio Hassan. ―Ya veo. Bien, en ese caso lo haremos como lo hayas dispuesto. ―Deberíamos estar allí antes del octavo día del Du l- hiyya. ―Sí, lo sé. Creo que llegaremos para entonces. Si no surge ningún contratiempo, podremos cumplir con la tradición de la Hajj. Si no es así, Alá lo entenderá. ―Llegaremos a tiempo. Iremos hacia el sur, por la costa, será más rápido. A la vuelta podríamos pasar a ver la tumba del Profeta, en la Medina. ―De acuerdo, veo que lo has estado pensando… ―Desde luego. Cuando uno se propone algo, debe esmerarse en hacerlo lo mejor posible, sino, más vale que se esté quieto y no pierda el tiempo. La Hajj no debe tomarse a la ligera, es muy importante para cualquier musulmán. 20 Partieron hacia la ciudad sagrada juntos. Padre e hijo, acompasando el paso de sus monturas mientras echaban el último vistazo a su familia. Tala y yo, nos sentimos orgullosas de ellos y les echamos de menos en cuanto cruzaron el muro. Los días pasaron lentos, como siempre en su ausencia. Yo sabía que volvería junto a mí, siempre lo hacía. Había puesto a prueba mi paciencia muchas veces y ahora menos joven, entendí que aunque la práctica hace maestros, hay cosas que algunos espíritus no son capaz de aprender, solo pueden suavizar. Nos encontrábamos en el porche, tomando un poco de limonada y moliendo almendras cuando mi piel se erizó sin ningún motivo, antes de que mis ojos alcanzaran a distinguir sus figuras atravesando el bajo muro del jardín, mi corazón ya le presentía e instintivamente llevé la mirada hacia el camino de la entrada. Sus hijos corrieron hacia ellos para darles la bienvenida y ellos lo agradecieron con gran alegría. Pasamos la noche hablando de todo lo que habían encontrado durante el viaje y las cosas que habían visto durante su peregrinación. Nos entregaron los presentes que habían traído con ellos. Esa noche, todos bebimos un poco del agua del Pozo de Zamzam[24], incluso los más pequeños. Hassan, había comprado dos velos del azul índigo tan característicos de su pueblo, uno para Idir y el otro, se lo dio a Samir. ―Ahora, cuando vengas a verme al desierto, podrás ponértelo y ser un amajegh como yo. ―Samir, se había acostumbrado a su abuelo y lo adoraba. Ya no le asustaba el velo, ahora quería llevar uno igual.― Bueno, puede que yo no llegue a verte con él puesto, porque has de ser un hombre para poder llevarlo, pero seguro que Idir sí. Él me lo contará en sus oraciones y yo sonreiré allá donde me encuentre.― Todos reaccionamos de igual modo ante la certeza de aquellas palabras, luchando por reprimir las lágrimas que emborronarían un bello recuerdo. Ya en la intimidad de nuestra habitación, Hassan me miró de un modo extraño, buscando las palabras para decirme algo. No encontró las adecuadas al parecer, y entonces buscó en el cinto que aún llevaba puesto. Sacó su pelo oscuro, trenzado, aún adornado con aros de plata, y me lo entregó. Yo le miré extrañada y empecé a quitarle el velo. Cuando hube terminado, se pasó la mano por su cráneo rasurado y me sonrió algo avergonzado. ― ¿Por qué lo has hecho? ―Forma parte de la tradición. ―No lo sabía. Me gustaba tu pelo. ―Le sonreí para restarle importancia. ―Lo sé, a mí también. Es un pequeño sacrificio, pero volverá a crecer.―Yo asentí. Esa noche, hicimos el amor con calma, como si el tiempo fuera nuestro y no fuera a acabarse nunca. Había pasado algún tiempo desde que Hassan volviera de hacer la peregrinación con Ibn Hassan, pero él no había mencionado nada sobre cuando volveríamos junto a nuestro pueblo. Mi hijo, Tala y los pequeños, ya se habían acostumbrado a tenernos allí y creo que Hassan también. Cada mañana, paseaba con sus nietos y les contaba historias del desierto, por la tarde ayudaba al mozo con los animales y al caer el sol, se sentaba en el porche para verlo descender. Tras la cena, salía al patio y contemplaba la fuente y las estrellas. Una noche le miré allí, con la vista clavada en el firmamento y me acerqué hasta él para compartir su visión. Me miró tranquilo, sonriente, pero yo leí en sus ojos algo más. Era nostalgia…― No puedes encerrar a un halcón― pensé― se morirá prisionero. Un halcón necesita la libertad, necesita el cielo abierto, sin muros ni techos que le entorpezcan el vuelo. ― ¿Cuándo nos vamos?―Me miró sorprendido. ― ¿Lo has visto? ―Te veo a ti. No necesito ver nada más.―Le sonreí. ―Tú eres feliz aquí, este es tu hogar. ―Tú, eres mi hogar. Ya lo hemos hablado. Yo seré feliz donde tú seas feliz. ―Me estoy haciendo viejo, Laila… Si volvemos, un día te abandonaré en el desierto, dejándote sola. Puede que sea mejor quedarnos, así cuando me vaya tú tendrás quien se ocupe de ti. ―Kella está en el desierto y Kenan también, no estaré sola. ―No sé cómo estarán las cosas allí, puede que la sequía no haya terminado y que haya muerto gente. ―Esas cosas, también forman parte del desierto y el desierto forma parte de nosotros. Hassan, falta mucho aún para que nos vayamos, Idir tiene apenas nueve años. Aún no, aún no… No te hagas viejo todavía. ―Echo de menos el cielo…y la arena… A mi caballo, a mi perro, el calor de mi tienda, nuestro oasis… ― ¿Y a qué estamos esperando?―Lo pensó solo un segundo. ―A nada. Voy a hablar con Ibn Hassan, mañana lo dispondré todo y saldremos al día siguiente. ―Bien. Ibn Hassan ayudó a colocar el tahawit en mi camella y los niños miraban curiosos a los enormes animales, nunca antes a nuestra visita, habían visto camellos, así que algunas mañanas Hassan les daba un paseo, pero nunca había montado la estructura con las telas blancas, que estaba destinada a protegerme del sol, la arena y las miradas de otros hombres. Su camello era el que más les llamaba la atención. Tenía un ojo de cada color y su pelaje era distinto, no tenía el color de la arena, sino un color grisáceo que convertía al animal en un ejemplar muy apreciado por nuestra gente, un awinagh[25]. Nada más poner un pie en la arena y ver el desierto ante él, quise seguir su mirada y me perdí con ella en el infinito. Hassan luchaba por reprimir un grito, lo leí en sus ojos. ―No te reprimas, sé que sonríes. ― ¡Alá es grande! Compraremos algunas cabras. No sé cómo estarán en los campamentos del sur, pero espero que hayan vuelto a crecer los pastos. ―Seguro que todos estarán bien. Kella dijo que se quedaría con Kenan, así que les buscaremos a ellos. ―Creo que será mejor ir directamente al oasis, no creo que tarden mucho en llegar. ―Tengo ganas de volver a verles. ―Yo también. Pasamos por un pueblo que nos venía al paso y Hassan aprovechó para comprar algunas cabras, cuatro de pelo corto, una de ellas preñada y otra más de pelo largo. Compró también “cura salada”, una mezcla de agua, natrón, tierra y plantas saladas que proporcionaba a los animales un complemento en el alimento, dotándoles de fuerza y salud tras la época de sequía en la que la alimentación era muy pobre. Esas cabras no la necesitaban por el momento, pero nosotros no sabíamos que nos encontraríamos al llegar al oasis y Hassan creyó, que lo más prudente era aprovisionarnos lo mejor posible. Así llegamos por fin a nuestro anhelado oasis. Hassan se dispuso a construir un cerco espinoso para guardar al rebaño durante la noche y que no fuera atacado por las fieras. Idir, me ayudó a mí a montar la tienda que tanto habíamos echado de menos. Luego, llevamos los animales hasta el oasis para que calmaran su sed y los tres aprovechamos para refrescarnos. La cabra no tardaría mucho en parir, así que pronto, tendríamos leche. Una semana más tarde, llegaron Kenan, Kella y Fátima. ¡Qué alegría volver a estar todos juntos! 21 Nuestra vida, volvió a la tranquilidad que proporcionaban la arena y el agua. A la libertad del cielo abierto. Hassan se hacía viejo, y yo también. Una noche, sentí su mano sobre la mejilla y abrí los ojos para contemplar a aquel hombre, que me había colmado de felicidad. Solo me hizo falta un segundo para comprenderlo. Había llegado la hora. Se iba. Mi amor se iba, pero no sin despedirse. Alá, le reclamaba, pero él le hizo esperar un poco más para decirme adiós y el Misericordioso se lo permitió. Yo le entendía, a mí también me resultaba difícil negarle cualquier favor. No es que fuera pronto, habíamos compartido casi una vida, pero… ¿cómo tener bastante? La eternidad no sería suficiente a su lado. Dos lágrimas resbalaron de sus ojos. Me tensé conmocionada por verle llorar y quise impedirle la marcha, pero afortunadamente comprendí a tiempo que contra Alá, no se puede luchar, que su Misericordia es grande y todo lo puede, así que le pedí en silencio que nos reuniera pronto. Intenté que se llevara el mejor de los recuerdos, teníamos que despedirnos, pero era tan difícil… Le besé sin urgencia, no fue un beso apasionado, sino dulce, pacífico. Las lágrimas corrieron con más fuerza. Compartí su emoción y me dejé arrastrar por ella. ―Siempre te amaré, Haytam, siempre serás mi joven halcón. Rezaré para que Alá en Su infinita misericordia me lleve pronto a tu lado. No descansaré hasta que vuelva a reunirme contigo.―Mis lágrimas también brotaron ahora con fuerza, pero me obligué a mirarle una vez más, quería retener su rostro en mi memoria. Intenté que mis ojos imprimieran resolución a mis palabras.― Esa, es la última promesa que te hago. ―Te estaré esperando, mi pequeña Tazerwalt…―Asentí dándole permiso para emprender aquel viaje incierto. Aquel viaje sin retorno. Cerró los ojos y me abrazó con fuerza. Se quedó dormido tal como estaba, amoldado a mi cuerpo. No volvió a despertar. Vivió lo suficiente para ver como el morabito le colocaba el velo a Idir, pero jamás llegó a ver a Samir con él puesto sobre un gran camello awinagh, empuñando su takuba y bailando alrededor de las mujeres en la boda de su tío. Yo se lo contaba, cada noche iba al oasis y me bañaba para él. Sabiendo que estaría protestando porque estaba sola, pero ya no había nadie que se atreviera a interrumpirme. Mi hijo, jamás se acercaría allí para sacarme del agua. Cada mañana, me acercaba a la palmera y le dejaba un vaso con agua. Yo sabía que se evaporaba, pero me gustaba pensar que era Hassan quien la bebía. Esas pequeñas costumbres, hacían que la espera fuera más soportable. Recé cada noche para que viniera a por mí. Le rogué al Misericordioso que no alargara más mi vida. Ya era vieja, había tenido una buena vida y estaba orgullosa de todos y cada uno de mis hijos. Los había visto crecer y convertirse en hombres, ocupando su lugar junto a mi pueblo. La vida, ya no podía ofrecerme nada más. Por fin, una noche, el Misericordioso se apiadó de mí. Vi a Hassan, no llevaba el velo y sus trenzas caían largas y negras como la noche. Extendí mi mano para agarrar la suya y una luz cegadora, nos envolvió a los dos. ◆◆◆ Segunda Parte: Ana. Vemos la luz del atardecer anaranjada y violeta porque llega demasiado cansada de luchar contra el espacio y el tiempo. (Albert Einstein). 1 Ahora, empezarás a despertar lentamente…―Oí que me decía la voz.― Siente tu respiración, el aire llenando tus pulmones… Siente los dedos de tus manos y también tus pies. Cuando cuente hasta tres, abrirás los ojos siendo plenamente consciente del momento presente, pero sin olvidar el pasado… Uno… dos… tres… Abrí los ojos y miré a mí alrededor. Era una habitación pequeña y estaba escasamente iluminada. El hombre que estaba frente a mí, me miraba sonriente. Tuve que hacer un esfuerzo para recordar porqué estaba allí, incluso para recordar quién era yo. Cuando fui consciente de la realidad que me envolvía y también de la que acababa de dejar atrás, dos lágrimas se escaparon de mis ojos. ―Has tenido un buen viaje.―Me dijo mi amigo con su característica voz, siempre calmada y amable. ―Yo… ―No pienses más en aquello. Tu pasado ya se ha ido y no volverá, el futuro no te pertenecerá nunca, el “ahora” es lo único que cuenta. ―Tuve una buena vida. Fui muy feliz. ―Puedes volver a serlo, Ana, eres joven todavía. ―Lo sé, pero la tristeza se ha instalado en mi pecho y me resisto a creer que todo el sufrimiento, no haya servido para nada. Ha sido muy duro ver a Miguel enfermo, Carlos. Ser consciente cada día, de que el cáncer ganaba la batalla a pesar de los esfuerzos y de la medicación. ―Aprende lo que puedas de la vida que habéis compartido y deja que el tiempo haga su trabajo. El tiempo lo cura todo.―Pensé en las palabras de aquel hombre llamado Hassan, que aún flotaban en mi mente: “El tiempo calmará el dolor, el recuerdo permanece y la vida, sigue…” ―Eso decía… ―Hassan, me lo has contado. Ha sido interesante seguirte por tus recuerdos. No todo el mundo tiene recuerdos como los tuyos. ― ¿De verdad fue real? ― Eso, solo puedes contestarlo tú. ¿Qué crees? ―Creo que no podría imaginar todas esas cosas con ese lujo de detalles, aunque quisiera. Ningún sueño es tan largo o explícito. Aunque no acabo de entenderlo. Me quedo con que tal vez, algún día, en otro espacio y otro tiempo, pueda reunirme con Miguel. Gracias, Carlos, creo que me has ayudado mucho. ―Yo solo te he llevado hasta allí, pero los recuerdos, son tuyos.― Me sonrió quitándole importancia. ―Aun así, gracias. ― ¿Qué harás ahora? ―No lo he pensado. Vivir, supongo. Tengo una amiga que siempre me dice que tenemos que ir a Marruecos. ―Puede que sea el momento de hacer ese viaje. ―Ya veremos.― Le di dos besos a mi amigo y me despedí de él. ― ¿Te veré el viernes? ―Quién sabe…―Le sonreí mientras cerraba la puerta. Aquella noche, los ojos de Hassan me acompañaron en mis sueños y por primera vez desde que se fuera Miguel, no me sentí sola. Yo trabajaba en la Universidad de Alicante, en el departamento de informática. Mi padre, era uno de los profesores de historia de la universidad y mi madre, ejercía la medicina en el Hospital de San Vicente, en la unidad de neurología. Ellos vivían en el pueblo, cerca del hospital, en una urbanización de casas bajas adosadas. Mi madre iba a pie a trabajar y mi padre usaba una vieja bicicleta que se pasaba la vida reparando, aunque no quería ni oír hablar de comprar una nueva. No le gustaba reemplazar las cosas. Se acostumbraba a ellas y procuraba sacarles todo el partido: “La gente tiene mucha prisa por cambiar de una cosa a otra, no las valora, se dejan llevar por las modas y procuran estar siempre a la última…”. Luego, nos soltaba el sermón acerca del consumismo y el consumo sostenible, pero después de la décima vez, empezamos a prestarle menos atención. Yo vivía en un pequeño piso en el corazón de Alicante. La calle Mayor, era un nido de gente y todo estaba a mano. Me gustaba aquella zona, llena de edificios antiguos, casi todos reformados. No había comparación entre aquellos pisos y los de nueva construcción. Mi piso era antiguo, lo había reformado, pero respetando sus techos altos y todo el encanto. Tenía solo un vecino más, en el piso de abajo. Un joven bohemio que vivía con su hermana. Ambos se dedicaban al mundo del arte y habían convertido aquel piso en una especie de taller. Habían respetado dos habitaciones, la cocina y el baño, pero el resto lo habían dejado libre y las pinturas y esculturas se apilaban en cada rincón. Eran buena gente. Algunas veces subían a cenar a casa. Les gustaba cenar en la terraza y yo lo sabía. Alguna vez me habían ofrecido cambiar los pisos entre bromas, envidiando aquella zona de la que el suyo estaba desprovisto. Me gustaba mi vida, aunque echaba tanto de menos a Miguel… A veces, iba caminando hasta la playa y me sentaba en la arena a mirar el mar, sobre todo en invierno, cuando la playa amanecía desierta y hacía buen día. Veía el agua en calma, escuchaba el rumor de las olas rompiendo rítmicamente en la orilla y me invadía una sensación de paz, como si el mundo estuviera haciendo el trabajo por mí y colocando cada cosa en su lugar. Esa paz que te da el sentimiento de lo inexorable, el saber que no puedes eludir algo, que hagas lo que hagas sucederá igual y que lo único que puedes hacer, es sentarte y esperar que pase. Así como las olas no pueden evitar llegar hasta la orilla en su ir y venir, yo no podía hacer que Miguel volviera, solo podía esperar que mi dolor se calmara o que la vida, en un alarde de compasión, acabara con el suplicio llevándome con él. Cómo entendía a Laila… Desde que me sometiera a la regresión, y aunque pueda parecer estúpido, me sentía menos sola. Ella me entendía. Estaba sentada allí, sobre la arena, ahora más que nunca buscando aquella paz, y empecé a pensar en todo lo que había visto en aquel extraño viaje a mi pasado. Carlos, siempre me había hablado de sus vidas pasadas y aunque yo tenía serias dudas, me convenció para que me sometiera a una regresión. Mi madre, desde el punto de vista médico, me había hablado de los estados de la mente y muchas de las cosas que ella me contaba coincidían con las que contaba Carlos, así que yo me había decidido a probar. ¿Qué podía perder? No se lo contaría a ella, eso seguro. Terminaría internada y sometida a numerosos exámenes para determinar que no había perdido el juicio. Pero lo cierto, es que había sido una experiencia interesante. Yo había tenido otra vida, al menos una más. No tenía ahora ninguna duda acerca de aquella otra realidad. No había sido un sueño, no. Aquello lo había vivido realmente, cada detalle aparecía claro en mi mente, el desierto… el oasis… la espada de Hassan y sus ojos. Esos ojos negros que me acompañaban desde entonces como mi propia sombra. El dolor por su muerte también estaba presente, lo había sentido de un modo distinto a la muerte de Miguel, lo había afrontado con naturalidad, esperándolo y aceptándolo y aunque había rezado a Dios para que me llevara con él, lo hacía cansada de vivir, orgullosa por mi vida, con esperanza. No había dolor en las oraciones de aquella mujer, en mis oraciones. Qué extraño era todo. Carlos me había preguntado qué pensaba hacer. ¿Qué pensaba hacer? “El tiempo calma el dolor, el recuerdo permanece y la vida, sigue…” Aquellas palabras parecían encerrar una profunda sabiduría, pero no dejaba de preguntarme si serían ciertas. Habían pasado más de dos años desde que viera apagarse la vida de Miguel y yo, aún sentía el dolor. Puede que solo necesitara más tiempo. ¿Qué haría ahora? ¿Qué haría con toda aquella información, que parecía sacada del cuento de las mil y una noches? Nada, no podía hacer nada. Aprender cuanto pudiera de ella y seguir adelante con mi vida. Si tuviera hijos, como Laila, sería más fácil. O tal vez no. Hijos… Yo ya no podría tenerlos, no con Miguel y yo, no quería compartir algo tan especial con nadie más. Puede que yo también debiera rezar. Aunque no sabía cómo hacerlo, yo no era creyente. Un profesor de historia conocía demasiado bien los escasos beneficios que había aportado la religión a la humanidad, cuántos tratados científicos habían sido destruidos por los ignorantes beatos, que en un alarde de fanatismo los habían quemado. Cuántas historias perdidas… Cuánta sabiduría había caído en el olvido y cuántas vidas habían sido masacradas en nombre de Dios. Mi madre no pensaba muy distinto, una doctora en medicina que siempre sometía todo a los hechos y cuya vida estaba regida por un empirismo total y absoluto. Nadie me había hablado de Dios. ¿Qué voy a hacer con mi vida? Podría vender el piso y marcharme lejos, pedir una excedencia. No, eso sería huir. De pronto, me sorprendí preguntándome qué haría Laila. Ella… Ella se habría dejado morir si no hubiera tenido a su hijo o si no hubiera aparecido Hassan. O puede que no, puede que solo hubiera necesitado más tiempo, como yo. Yo, yo, yo… ¡Yo! Siempre yo. ¿Acaso no era capaz de pensar en nadie más? Había mucha gente que moría cada día. Mucha gente que necesitaba ayuda. Pero ¿qué podía hacer yo? Mis padres siempre me dijeron que es importante sentirse útil, sentir que aportas algo a este mundo, que solo el hecho de querer mejorarlo ya es importante. Me había olvidado de que formaba parte del mundo, había centrado mi existencia en mi propia vida y en dolor que sentía por todo lo que había perdido, al menos desde que Miguel enfermara. Puede que si conseguía abstraerme de mi dolor y centrarme en el de otros, lograra mitigar el mío. El mundo era un lugar caótico lleno de gente que necesitaba ayuda, aunque yo no estaba segura de poder ser de utilidad para ellos. Mi amigo Daniel, sin ir más lejos, había pasado la mayor parte de su juventud entre unos campamentos de refugiados y otros. ¿Qué habría sido de él? Puede que siguiera trabajando en aquella ONG. Podía preguntarle si necesitaban ayuda. Sí, buscaría su teléfono y le llamaría. ¿Dónde estaría ahora? Nunca estaba demasiado tiempo en un mismo lugar. Puede que ni si quiera tuviera teléfono o que no fuera el mismo número. Un correo electrónico, sí… ¡Eso era! ¡Hola Daniel! Soy Ana, la hermana de Pablo. Verás, ya sé que hace tiempo que no hablamos, pero me gustaría que te pusieras en contacto conmigo en cuanto te sea posible. Mi número de móvil es el de siempre. Por favor, llámame… Un abrazo. Ana. Pasaron los días, las semanas… y de pronto, un martes por la mañana, sonó el teléfono. Descolgué sin saber quién estaba al otro lado de la línea, pues no tenía grabado el número, sólo esperaba que no fuera una de esas llamadas comerciales. ― ¿Ana? Soy Daniel. Recibí tu correo. ¿Qué tal estás? ― ¡Hola Daniel! ¿Por dónde andas ahora? Gracias por llamar, por cierto. ―Ya sabes que siempre voy como un loco de aquí para allá, si no estás ocupada, tengo dos horas antes de que salga mi avión. Perdona que no pueda ofrecerte más tiempo, pero es que solo estoy haciendo una escala y no he podido ponerme antes en contacto contigo. ―Lo entiendo, está bien, no te preocupes. ¿Cuándo vuelves? ―Seis meses, mínimo… pero, podríamos vernos en media hora en el aeropuerto y tomar un café. ¿Sigues trabajando en la UA? ― ¡Claro! ―Está a 20 minutos, te espero en la puerta de llegadas. ―De acuerdo, te veo allí.―Colgué. Cogí mi bolso del perchero y salí corriendo. ― ¿Ana? ¿Adónde vas?―Oí la voz de Sergio mientras salía. ―Luego te lo cuento. Volveré en dos horas. ¡Solo dos horas! Cogí mi coche y me dirigí a la salida que daba a la autovía y la cogí dirección Murcia. Luego desvié de nuevo dirección “recinto ferial/aeropuerto” y en cinco minutos más, estaba entrando en el parking. Dejé el coche y me dirigí hacia la pasarela que unía el parking con la terminal. Daniel estaba esperándome allí, con una maleta de mano. Llevaba el pelo un poco más largo y se había dejado crecer un poco la barba, pero aún conservaba sus gafas, las mismas de siempre, las mismas desde que estábamos en la Universidad. ― ¡Hola! No estaba seguro de si podrías venir con tanta precipitación, de verdad que lo siento, pero ¡me alegro mucho de verte!― Me abrazó. ―Yo también me alegro de verte. ¡Cuánto tiempo! ―Me sorprendió mucho tu mail. ¿Estás bien? ―Lo cierto es que no, pero eso te lo explicaré luego. ¿Sigues trabajando con la ONG? ―Claro, es difícil desvincularse. A mi madre siempre le digo que es como fumar, un vicio, y por desgracia siempre hay algún sitio en el que nos necesitan, así que… ¿Qué le voy a hacer? No sé decir que no.―Nos reímos.―Pero, cuéntame, ¿qué es lo que va mal? ―Por dónde empiezo… ―Normalmente lo mejor, es empezar por el principio.―Yo asentí, tomé aire y me armé de valor, sabiendo que todo lo que le tendría que contar me causaría dolor. ― ¿Te acuerdas de Miguel?― Él asintió preocupado.― Verás, enfermó de cáncer hará dos años y el año pasado… Bueno, el año pasado su cuerpo ya no aguantó más. ―Lo siento mucho, Ana. No lo sabía. ―No te preocupes, yo lo sabía y tampoco pude hacer nada. Eso ya no tiene arreglo. Pero hay muchas cosas que sí lo tienen. Por eso me he puesto en contacto contigo. Estoy cansada de vivir lamentándome, aquí no soy útil a nadie. Me gustaría poder ayudar a personas que tienen problemas reales. ― ¡Guau! Dame un minuto para que procese toda esa información, ¿vale?―Esperé en silencio, dándole el tiempo que me pedía.― ¿A qué tipo de colaboración te refieres? ¿Económica o efectiva? ―Ambas. Verás, tengo un piso en propiedad, pero ya no me siento bien allí. Demasiados recuerdos. Así que estoy pensando en venderlo. Había pensado invertir parte del dinero en algún proyecto que merezca la pena y además, necesito cambiar mi realidad, ampliar mi visión del mundo y darle sentido a todo esto… a mi vida. ―Lo cierto es que necesitamos gente. Ahora estamos trabajando en un campamento saharaui y necesitamos un profesor de español. Bueno no harías solo eso, ya sabes cómo son estas cosas. Necesitamos alguien que documente todo lo que hacemos y lo ponga por escrito. ―Podría hacerlo. ― ¿Dar clases o redactar el informe? ―Creo que ambas cosas. ― ¡Esa es mi chica! ―Tardaré en vender el piso…―Le avisé. ―No lo vendas. Espera a ver qué tal va todo y luego, decides. No es que no haga falta dinero, siempre falta dinero, pero ahora mismo acabamos de recibir varias subvenciones. Además, creo que esa decisión, debes tomarla cuando hayas sanado. ¿Cuándo podrías venir? ―No lo sé. Tendría que pedir una excedencia, hacer las maletas y comprar el billete… ¿Cuánto tiempo sería? ―Al menos nos quedaremos seis meses. Eso seguro, porque es lo que está pactado, luego si nos renuevan las subvenciones para aquí… ¿Quién sabe? ―De acuerdo. Creo que tardaré al menos dos semanas en prepararlo todo. ―No es problema. Yo tengo que salir hoy, pero coge un vuelo a Orán y de allí otro a Tindouf, necesitarás el visado, pero de eso ya me ocupo yo. Te esperaré en el aeropuerto. Mándame un correo electrónico diciéndome la hora y fecha de tu llegada, me preocuparé de que alguien me haga llegar la información ¿De acuerdo? ―Está bien. Gracias, Daniel. No te imaginas lo que esto significa para mí. ―No, pero eso no importa. Lo importante es lo que esto va a significar para muchas otras personas. ―Espero poder ser de alguna ayuda. ―Estoy convencido de que será así.―Llamaron por megafonía a los pasajeros del vuelo con destino a Orán ―Es mi vuelo. Tengo que irme. Recuerda, te espero en el aeropuerto en dos semanas. ―Allí estaré. Entré en el despacho de mi jefe esa misma mañana con la solicitud de mi excedencia. Tras hablar unos minutos con él y conseguir que me entendiera desoyendo sus consejos, conseguí que la tramitara. Le convencí para que me concediera quince días de mis vacaciones y comenzar la excedencia a continuación. Luego, tras agradecerle su comprensión, me despedí de él. Ahora tocaba lo más difícil, decírselo a mis padres. Mi padre abrió la puerta con ese gesto sereno y amable que predominaba en su semblante por defecto, pero al reconocerme, su sonrisa se ensanchó de inmediato y sus brazos se abrieron para recibirme. Me besó en la sien, siempre lo hacía, al menos desde que podía recordar. ― ¡Hola, cielo! ¿Un café? Tu madre hoy llegará tarde. ―Claro, solo y con dos de azúcar, aprovechando que no está. ―Mi padre me sonrió al tiempo que me guiñaba un ojo comprendiendo mi broma. Mi madre siempre nos estaba riñendo porque tomábamos mucha azúcar, según ella. Vivir con una doctora a veces podía ser un pelín difícil, sobre todo, si hacía de tu dieta su cruzada personal. ― Esperaba poder hablar con los dos. ―Pues me temo que hoy soy tu única opción, a no ser que quieras esperarla y quedarte a cenar…―Puse los ojos en blanco. ―Seguramente debería hacerlo, pero voy a arriesgarme contándotelo a ti primero y si el plan A no funciona, pasamos al B. ―Tú dirás. ―Me miraba tras sus gafas con expectación, escudriñándome con esa carita de profesor sabelotodo esperando una pregunta que le permitiera dar su clase magistral. Estaba sentado al otro lado de la isleta de la cocina esperando. Se quitó las gafas y supe que entendió que la cosa era seria y había entrado en modo padre teniendo una charla con su hija adolescente a la que ha pillado fumando. ¿Cómo podía ser tan difícil? ¡A la mierda! Iba a soltar la bomba y… luego cuerpo a tierra, a aguantar el chaparrón. Se oyó el ruido de unas llaves intentando penetrar la cerradura. La puerta se abrió y mi madre entró refunfuñando cosas inteligibles. A mi padre se le dibujó una sonrisa y puso los ojos en blanco. ― ¡Ana ha venido a contarnos algo! ¡Estamos en la cocina! ― ¡Hola, cariño! ¿Qué ocurre? ¿Estás bien? ―Sí, mamá. Tranquila, solo he venido a deciros que… me voy. ― ¿Cómo que te vas? ¿Adónde? ―No puedo seguir así. Desde que murió Miguel mi vida es un sinsentido. Necesito un propósito, algo que ponga en el centro de mi vida algo que no sea este dolor que no me deja respirar… Creo que me vendrá bien sentirme útil y que tal vez ayudar a otros, sea la mejor forma de ayudarme a mí misma. He hablado con Daniel, seguro que os acordáis de él… Me he ofrecido para colaborar como voluntaria en su ONG. ―Mis padres se miraron cómplices. Ya estaba, solo tenían que mirarse para unir fuerzas y atacar al unísono como un equipo de geos bien entrenado, ni mi hermano ni yo supimos jamás cómo lo hacían, pero su opinión con respecto a cualquier cosa siempre era firme y unánime. Daban miedo. Vi que ya tenían el veredicto y me preparé para aguantar lo que fuera que estaba por venir. ― ¡Eso es fantástico, cariño! No sabes la alegría que nos das… ―Ya era hora de que reaccionaras, sí… Por fin. ―Juro que si ene se momento me pinchan, no habría salido una sola gota de sangre de mi cuerpo. ― ¿Os parece bien? ― ¡Pues claro! ¿Por qué no? Hubiera preferido que te fueras de viaje con algún amante secreto a una isla paradisiaca, pero algo es algo. ¿Dónde irás? ¿Y cuándo? ¿Tu hermano lo sabe? ―Iré a un campamento saharaui. Daré clases a los niños del campamento y documentaré la labor del equipo. Me voy en dos semanas y no, Pablo no lo sabe. Aún. ―Bien. El domingo haré paella. Vendréis y lo celebraremos. Mis padres me sorprendieron. No pusieron ninguna pega, tan solo me pidieron que fuera prudente y me desearon mucha suerte. Sonreían. Cuando les pregunté por qué, me dijeron que volvía a tener esa chispa en los ojos y que por fin, había vuelto a la vida. Llamé a mi hermano y le conté que había visto a Daniel y que había pedido una excedencia, que me marchaba con él al Sahara. Él también se alegró. ― “¡Por fin reaccionas, joder!”― Fueron sus palabras exactas. Luego volví a casa e hice las maletas y compré el billete por Internet. Aproveché esa misma conexión para mandarle el correo a Daniel con la fecha y hora de llegada de mi vuelo, tal como me había pedido, y abrí una botella de vino para celebrar mi nueva vida. ¡Madre mía! Hace unas horas mi vida estaba resuelta y ahora estaba patas arriba. Sin embargo, ahora me sentía viva, eso era cierto. Puede que la razón principal que me había impulsado, fuera egoísta, pero la repercusión final que tendría, no lo sería. A fin de cuentas, la ayuda, era ayuda y si yo podía hacerlo, ¿por qué no? Yo les ayudaba a ellos y ellos me ayudaban a mí. ¿Estaba mal eso? Definitivamente estaba huyendo, pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Seguir esperando? ¿A qué? 2 Llegué a Orán y cogí un vuelo con destino a Tindouf. Daniel me esperaba en el aeropuerto, tal como prometió. Esta vez fui yo quien le abrazó. Estaba tan contenta… Tan ilusionada… ―Creí que al final, no vendrías.―Reconoció.― No sabes cuanta gente me dice que quiere venir, pero nunca viene nadie. ―Yo no tenía elección, supongo. Lo necesito, Daniel. Casi necesito más su ayuda que ellos la mía. Me estaba asfixiando.― Le confesé. ―Muchos empiezan por esos motivos, aunque no son capaces de decirlo en voz alta. Eres más valiente que la mayoría. No creas que tú lo necesitas más que ellos, no sabes cómo están, las cosas que han pasado.―Asentí comprendiendo. Daniel me estaba poniendo sobre aviso de que lo que vería, no sería agradable. ―Solo necesito sentirme útil. Sentir que mi vida no es tan importante ni mi desgracia tan grande. ―Entonces, estás en el lugar perfecto.―Me sonrió. El viaje hasta el campamento se me hizo largo. Cuando llegué, una manada de críos se acercó para recibir a Daniel, que venía con la nueva profesora. Es decir, yo. Hablaban en francés, yo lo entendía, pero ¿Sería capaz de hablarlo? ¿Cuánto tiempo hacía que no lo utilizaba? Ese día lo empleé en acomodarme en la tienda que me indicaron y en echar un vistazo al equipo informático con el que tendría que trabajar para los informes. Aquello era un caos. Ese equipo parecía sacado de algún museo de tecnología prehistórica. Tendría que apañarme con aquello, pero que conste que me entraron ganas de llorar. ― ¿Qué te parece el equipo?―Yo solté una carcajada. ―No es que sea de última generación… ¿Dónde están los pedales? ―Preferimos utilizar los escasos recursos con prudencia. El material médico se lleva casi todo el presupuesto. ―No te preocupes. Tiene bastante capacidad y yo, he traído mi portátil y algunos programas, por si acaso.―Me miró extrañado.― Informática precavida vale por dos.―Me reí. ―Eres buena, ¿eh? ―Cuando termine con esta cosa, parecerá un ordenador.―Ahora se reía él y salió de la tienda sacudiendo la cabeza.―Manos a la obra.― Pensé yo. Fui a por mi portátil y saqué de la bolsa varios cedés que llevaba con algunos programas. Luego, descargué toda la información que contenía aquella máquina arcaica y que consideré útil en mi propio PC, y tras volcarlo todo, pasé a formatearlo. Una vez limpio de polvo y paja, empecé a cargar los programas que pensaba que podría utilizar, lo cual me llevó prácticamente, el resto del día. ― ¿No quieres cenar? ― ¿Qué hora es? ―Hora de cenar. ¿Qué más da?―Se rio.―Anda, vamos.― Me pasó un brazo por los hombros y me empujó fuera de la tienda. Entramos a otra tienda que parecía de alguna de las familias que componían el campamento y nos sentamos alrededor de un montón de cuencos en los que había comida. No sabría decir qué fue lo que comí, pero lo cierto es, que me supo a gloria. El día empezaba pronto en el campamento. Tras desayunar, pasaba la mañana dando clases, no solo de español, también de matemáticas, no demasiado complejas, sobre todo cálculo. Había chiquillos de todas las edades y niveles, así que partí la clase mentalmente en dos; los que acababan de empezar y tenían un nivel muy bajo y los que ya habían asistido a clase antes y tenían un nivel con el que ya se podía empezar a trabajar algunos conceptos más complejos. Por las tardes, aprovechaba para meter los datos y elaborar los informes. Empecé por meter la información que había en el ordenador antes de que llegara, que era bastante escasa y pobre, y luego empecé a elaborar una plantilla para mis propios informes. Para que fuera lo más completa posible, le propuse a Daniel que después de comer se reuniera conmigo para explicarme las dificultades y logros que habían acontecido en otros campos, como el reparto de comida o medicinas. Me sentía bien allí, aunque la aventura no había hecho más que empezar. Entre la gente del campamento se respiraba una cooperación y armonía poco usual. Surgían pequeños roces a veces, pero eso era normal. Pasábamos todo el día juntos, y algunos días, el cansancio mermaba las ganas de hablar o el humor, pero habíamos llegado a conocernos bastante bien y sabíamos que la tormenta, jamás llegaría a estallar. Hacía tres meses desde que yo llegara al campamento. Aunque al principio me sentí un poco extraña y me preguntaba varias veces al día qué narices hacía yo allí, poco a poco, la pregunta fue dejando paso a la rutina y al bienestar. Allí, en medio de todo ese caos, yo empezaba a encontrar un poco de paz. Llegó el reemplazo del equipo médico, yo me despedí de Desireé con tristeza y la promesa de volver a vernos. Intercambiamos teléfonos y correos electrónicos. Tenía más o menos mi misma edad y congeniamos estupendamente desde el principio. Ella me contaba los detalles del trabajo en el hospital y lo duro que resultaba a veces que no llegaran las vacunas o las medicinas a tiempo, pero siempre tenía un sonrisa para todo el mundo y no dejaba que la desdicha de otros, le afectara lo más mínimo. Era de esas personas que siempre ven la botella medio llena. Durante la cena hubo una pequeña presentación del nuevo equipo: un médico y cuatro enfermeras, que se organizarían en turnos. El médico, Omar Kadrahoui, haría un turno partido entre la mañana y la tarde y dejaría instrucciones en cuanto a los cuidados y medicación de los pacientes para la enfermera que hiciese el turno de noche. Las enfermeras, Nicole, Michelle, Carla y Carol, se repartían las veinticuatro horas del día en turnos de ocho horas, mientras una de ellas estaba descansando. Al día siguiente, me levanté con un horrible dolor de cabeza y me acerqué al hospital de campaña a por un analgésico. Entré y vi al doctor atendiendo a un paciente, así que decidí esperar a que terminara. Acabó con ese paciente y ni si quiera me miró, se fue directo a por el siguiente. ―Doctor Kadrahoui… ― ¿Ummm?―Dijo sin llegar a mirarme, mientras examinaba al paciente. ―Necesito un analgésico. ― ¿Está enferma? ―Solo me duele un poco la cabeza.―Levantó la cara para mirarme. Llevaba la mascarilla reglamentaria puesta y sus dos ojos negros se clavaron en los míos. ¡Los mismos ojos que me perseguían desde que hiciera aquel viaje a mi pasado! ¿Cómo no me había dado cuenta durante la cena? Estaba distraída hablando con Daniel. Pero era imposible… ―Están en el armario del fondo. Coja lo que necesite, pero no abuse de los medicamentos, no es que nos sobren. ―De acuerdo, solo necesito un paracetamol.―Siguió pasando consulta como si yo no estuviera. Yo no pude ignorarle como era mi intención, quería volver a ver esos ojos. Me obligué a coger el maldito analgésico y salir de allí. ¿Qué significaba todo esto? ¿Por qué ese hombre tenía aquellos ojos? Tuve que hacer un esfuerzo para pensar con claridad. Puede que simplemente, hubiera sido producto de mi imaginación. ¿Cuánta gente tenía los ojos negros? Solo eran unos ojos. No quería decir nada. Muchos hombres tenían los ojos negros. Pero no eran solo los ojos, era lo que había tras ellos. ¡Qué bobada! Tras los ojos estaba el cerebro. Nada más. Aun así, me descubrí observándole a la hora de la comida y también durante la cena. Después de comer, me reuní como era costumbre con una de las enfermeras, en este caso fue Carol, no era tan simpática como Desi, pero al menos era española y eso era agradable, porque en algún sentido me recordaba a mi casa y eso, me daba confianza. Sabía que en realidad, era un sentimiento de lo más absurdo, pero yo lo sentía así. Le pedí que fuera inventariando todo lo que se iba suministrando con el fin de valorar qué cosas eran más necesarias y tenían un consumo mayor. Creo que no le hizo mucha gracia, pero tampoco lo discutió. No hacía falta que me pasara el inventario de forma diaria, solo que lo fuera apuntando y al menos una vez a la semana me pasara la ficha que yo había preparado a tal efecto. Tampoco era tanto pedir, ¿no? Por la noche, siempre me quedaba hablando con Daniel nos gustaba fumarnos un cigarrillo antes de dormir y hablar de cosas, la mayoría de veces, triviales. Éramos los últimos en irnos a dormir. Una noche, vimos a Omar que se dirigía con bastante prisa al hospital y nos acercamos para ver lo que ocurría. Una niña, estaba en la cama delirando. Empapada en sudor, sus ojos iban y venían, como su consciencia. Yo me había acercado a su cama, casi sin darme cuenta de que posiblemente estaba entorpeciendo la labor del médico. ―Vamos, pequeña… aguanta un poco más… ―De pronto la niña me miró con sus enormes ojos y me habló en una lengua que yo no reconocí. Miré a Omar, interrogándole con la mirada. ―Cree que es su madre. Le pide que no la abandone.―Yo agarré la mano de la niña para hacerle saber que no la dejaría sola, fuera su madre o no, no la abandonaría. La niña, estrechó mi mano con fuerza y volvió a hablar. Esta vez, sí conseguí aislar una palabra: “Laila.” ― ¿Me ha llamado Laila? ―Debe ser el nombre de su hermana. Si va a quedarse, debería ponerse esto.―Me ofreció una mascarilla. La cogí y me la coloqué como pude, sin soltarle la mano. ― ¿Le importaría traducirme lo que ha dicho? ―Ha dicho: “Laila, no olvides quién eres. La señora de las dunas…” Solo está delirando. Habla de un cuento tuareg, la señora de las dunas, era una mujer que vino de tierras lejanas y que tenía el poder de la revelación a través de los sueños. Al parecer, fue muy venerada y consultada por su pueblo y gracias a aquellos sueños, les libró de más de una desgracia. Se llamaba Laila.― No podía ser verdad. ¿Esa niña me había reconocido en aquel estado de semiinconsciencia, como reencarnación de una de mis vidas pasadas? Esto es de locos. Tal vez solo soñara con la historia, pero había dicho que no me olvidara de quién era… ― ¿Podría decirle algo?― El médico asintió― Dígale, que no me iré a ninguna parte y que la he visto jugando con otros niños en mis sueños… que ya no tenía fiebre.―Me miró extrañado por lo que le había dicho, pero no me hizo ningún reproche, se limitó a traducir en aquella lengua. La niña sonrió al escuchar lo que el doctor Kadrahoui le decía y me apretó la mano con más fuerza, luego suspiró y su rostro se relajó de pronto. Yo pensé que se había quedado dormida, pero vi en el rostro de Omar que no era así. Empecé a llorar en silencio al comprender que la niña había muerto. Era tan pequeña… ¡Era una tragedia! Fue Omar quien separó mi mano de la niña y me acompañó fuera del hospital tras dar algunas instrucciones de lo que debían hacer con el cadáver. Luego, encendió dos cigarrillos y me pasó uno. Yo lo cogí agradecida. ― ¿Cómo lo aguanta? ― ¿El qué? ―La muerte, ver morir a niños inocentes a diario. A niños como ella. ―La muerte, forma parte de la vida. No es el final, solo es un paso más. ― ¿Un paso adónde? ― ¿Adónde cree usted? ―No lo sé. Antes creía que a ningún lugar. ― ¿Y ahora? ¿Qué cree ahora? ―Ahora… Solo tengo más preguntas que antes, pero ninguna respuesta. ― ¿Por qué le dijo aquellas cosas a la niña? ―Para ella parecía importante y pensé que si ella creía en aquel cuento y que yo era Laila… Pensé que si le decía que la había visto jugando, mejoraría. Autosugestión, ya sabe, pero parece que solo he acelerado su muerte. ―Eso, a veces no es tan malo. No se culpe.―Creí que buscaba mi nombre y decidí ayudarle. ―Ana.―Le ofrecí la mano y él la estrechó con igual fuerza y ternura. ―Ana, creo que la ayudó a irse sin temor, creo que le ayudó no sentirse sola. No ha sido una mala muerte. ― ¿Qué tenía? ―Diarrea. Entre otras cosas. ― ¿Me está diciendo que ha muerto por una simple diarrea? ―No tan simple. Aquí la calidad del agua es muy mala. Hace enfermar a la gente, así que procuran no consumir demasiada, lo cual provoca a su vez que se originen cálculos en los riñones. El agua, es la causa de muchas muertes aquí. Primero, porque escasea y luego, porque la que hay está contaminada o tiene demasiado calcio. ¿Sabe a cuántos niños he atendido por fracturas? ―Yo negué con la cabeza.― Yo tampoco. He perdido la cuenta. ― ¿Y no se puede hacer nada? ―Claro que se puede, pero no basta con que exista la posibilidad, hay que tener la voluntad de hacerlo. ―Entiendo. Algún día, alguien tendrá que explicarme por qué el mundo funciona así.―Reflexioné. ―Yo he oído muchas teorías, casi todas apuntan a que el fuerte se aprovecha del más débil, pero la verdad es que no terminan de satisfacerme. Si algún día soy capaz de entenderlo, se lo haré saber.―Me sonrió.―Es tarde. ―Anunció su retirada y yo le seguí, desviándome hacia mi tienda. ―Hasta mañana.―Le dije yo. No podía dormir. Intenté conciliar el sueño, sin llegar a lograrlo, cambiando de postura. Me tapé y destapé varias veces. Al final, decidí salir a tomar un poco el aire. Salí de la tienda sin alejarme de la entrada y encendí otro cigarrillo. No podía dejar de darle vueltas. ¡Pobre niña! Qué injusta era la vida a veces. ¿Cómo podía morir alguien a causa del agua? Llamaba a su madre. ¡No, me llamaba a mí! Por otro nombre, sí, pero me llamaba a mí. Me dijo que no olvidara quién era. ¡Me llamó Laila! ¿Acaso ahora el mundo había empezado a girar en el sentido contrario? ¿De verdad todo era al revés de como yo creía? En cuanto regresara, hablaría con Carlos. Tal vez, él tuviera las respuestas. ¡Todo aquello, era una locura! ¿Me estaría volviendo loca? No, Omar estaba conmigo, el tradujo sus palabras, no fui yo. Esa niña había dicho lo que había dicho, no era ninguna invención mía. ¿Reencarnación? ¿Qué sería lo próximo? Necesitaba poner las cosas en orden, y con urgencia. Repasemos los hechos, dijo mi mente analítica de informática, cuando un camino no tiene salida, vuelve al principio. Primero, Carlos me sugiere una regresión y yo la hago. Segundo, en dicha regresión, me identifico como otra persona, Laila, que pierde a su marido cristiano, Arnau y termina viviendo con una tribu tuareg en el desierto. Allí conoce a Hassan y se casa con él. Tiene varios hijos, Arnau, del primer matrimonio y Kenan, Kella e Idir, del segundo. Hassan muere y ella, que se había convertido en una especie de oráculo para su pueblo, por el don de adivinación a través de los sueños, no tarda demasiado en seguirle. Tercero, yo, Ana, acabo en el desierto donde una niña en su lecho de muerte, me llama, entre delirios, por el nombre que tenía en aquella antigua vida, Laila, y me dice que no olvide quien soy, la señora de las dunas. ¿Casualidad? Por mucho que mi mente racional se empeñara en lo contrario, tenía que aceptar la evidencia, yo había vivido otra vida y una niña me había reconocido de alguna forma que yo no alcanzaba a entender. Nunca podría darle una explicación científica, tuve que reconocerlo, pero ¿acaso importaba? Para mí era real, no tenía mucho sentido, pero era real. Yo no necesitaba convencer a nadie, lo guardaría para mí. No era cuestión de razonarlo, sino de asumirlo sin más. ¿Eso era la fe? Ahora lo entendía mejor. Entendía a Carlos, cuando me decía que la fe, es saber que algo es cierto sin la necesidad de demostrar que lo es. Lo sientes en tu corazón y es suficiente. Miré hacia el cielo, instintivamente, no sé muy bien porqué, pero a partir de ahora creo que me haría mucho menos esa pregunta, simplemente lo hice. La imagen de aquel cielo no era comparable a nada que hubiera visto antes…― “como brillantes sobre la seda…”― Recordé las palabras de Laila la noche que se unió a Hassan por primera vez. No me extrañó que el recuerdo de Laila volviera a mi mente, ya no. Sabía que a partir de ahora, eso me pasaría muy a menudo. Tenía los recuerdos de dos vidas, en una sola mente. Sonreí. Terminé el cigarrillo y volví a la cama. Al día siguiente, esperé a la enfermera después de comer, pero en su lugar, apareció el Doctor Kadrahoui. Me entregó un inventario con los medicamentos que habían ido reponiendo y los que había utilizado. ―No está todo.―Me avisó.― Es difícil controlar todo lo que se utiliza, pero creo que no dista mucho de la realidad. ―De acuerdo, solo necesito las cantidades a groso modo, no es necesario precisar demasiado. Así podré justificar en qué cosas se emplean los fondos y argumentar con cifras, por qué necesitamos aportaciones mayores. Voy a incluir la necesidad de construir un pozo o tal vez instalar una especie de cisterna.―Le anuncié. ―Espero que tenga más suerte que sus predecesores.― Me sonrió. ― ¿Ya lo han pedido antes? ―Varias veces. ― ¿Han incluido los nombres de toda la gente que ha fallecido o enfermado a causa del agua, los medicamentos consumidos durante dicha enfermedad, su coste y el tiempo de hospitalización de los pacientes? ―No, creo que no. ―Bien, no quiero darles solo cifras, voy a darles historias, caras a las que puedan decirles, que no es importante disponer de agua en buen estado. Quiero que sopesen también el gasto que genera que una persona enferme a causa del agua. ―Es usted muy tenaz. ―Mi padre sustituiría ese adjetivo por el de cabezota. ― ¿Qué quiere decir cabezota? ―Terca, tozuda…―Se rio. ― ¿Y lo es? ―Desde luego.―Admití con una sonrisa.― ¿De dónde es? Su acento es bastante extraño. ―Soy alemán. Mi padre era iraquí y mi madre, libia. En casa, siempre hemos hablado árabe, pero me crie en Alemania. ―Una mezcla interesante.―Le dije. ― ¿Qué le hizo venir aquí? La mayoría ya nos conocemos porque coincidimos y casi siempre venimos en la misma época cada año, pero a usted no le había visto nunca. ―Es la primera vez que vengo. Me da vergüenza reconocerlo, pero mis motivos no son tan altruistas como los suyos. ―Hablas por lo que has deducido. Todos somos egoístas en algún sentido. ¿Cuál es su caso? Si me permite la pregunta… ―Sí, no importa. Me cuesta hablar de ello, eso es todo. Mi marido… ― ¿Daniel?―Le miré divertida. Él creía que Daniel era mi marido. Me reí. Jamás había mirado a Daniel de ese modo. Él tenía bastante éxito con las mujeres, pero era algunos años menor que yo. De hecho, era amigo de mi hermano Pablo. ―Miguel.―Le corregí. Ahora me miraba contrariado, como si desaprobase mi actitud.― Murió hace algo más de dos años. Yo no lo estaba llevando muy bien, así que decidí que había llegado el momento de dejar de pensar en mí. Creí que si volvía a sentirme útil…―Suspiré. ―Supongo, que buscaba algo que me distrajera de mi propia tragedia. ―Siento mucho su pérdida. ¿Y esto le ayuda? ―Creo que sí. Desde que llegué, casi no he tenido tiempo para pensar en ello. Procuro mantenerme ocupada y siempre hay algo que es más importante que el vacío que siento. ―Si se queda más tiempo, aprenderá muchas cosas. Son cosas que no se enseñan en ninguna escuela. Su manera de afrontar la vida es muy diferente a la nuestra. Son seres extraños, a veces pienso que son ángeles. No tienen nada, mueren por cosas como el agua y a menudo pasan hambre. No saben qué es un e-mail y tampoco lo necesitan, pero son felices. Les ves afrontar las situaciones más difíciles e impensables en nuestro mundo, con una sonrisa. ―Sé a qué se refiere.―Le miré y él sostuvo mi mirada y me sonrió. ―Creo que su novio la está buscando.―Vi a Daniel mirando hacia nosotros. ―Tampoco es mi novio. Le conozco desde hace muchos años, desde el instituto. Somos buenos amigos, eso es todo.― Vi un brillo en sus ojos y también, como luchaba por reprimir una sonrisa. ―Entonces, su amigo le está buscando.―Yo le sonreí y levanté la mano para que se acercara. ―Doctor…―Le saludó Daniel, luego me miró y sonrió.― No me has esperado para tomar café.―Me reprochó. ―Aún no me lo he tomado.―Me defendí. ― ¿Y piensas hacerlo? ―Claro, necesito mi dosis.―Nos reímos.― ¿Nos acompaña? ―No, tengo trabajo.―Dijo mientras se levantaba y se dirigía al hospital. Cuando estuvo lo bastante lejos, Daniel me miró con una sonrisa pícara al tiempo que me sometía al interrogatorio de rigor. ― ¿Qué está pasando aquí? ―No sé a qué te refieres.―Intenté evadir su pregunta. ―Yo creo que sí. Si llega a enterarse alguna de las enfermeras, tendrás problemas. ― ¿Por qué dices eso? ―Es el soltero de oro. Además de guapo e inteligente, también es bastante rico. Herencia familiar.―Dijo encogiéndose de hombros.― Las enfermeras siempre están peleándose por hacer el turno con él, pero jamás habla de otra cosa que no sea medicina y nunca más de lo necesario para no parecer descortés. ―No te lo vas a creer, pero pensaba que eras mi marido.―Me reí. ― ¿Y qué le has dicho? ―Que te conozco desde el instituto y que solo somos buenos amigos. La verdad. ¿Qué querías que le dijera? ―Aún podemos arreglarlo. ― ¿Qué hay que arreglar? ―Tu torpeza. Vamos, está claro… Te estaba tanteando para ver si te interesaba alguien. Ana, lo que quería saber, es si estamos juntos. ―No digas bobadas. ―Mira, puede que no sea ningún lumbreras, pero soy un hombre. Nosotros tenemos nuestro código secreto, nos entendemos. ― ¿En serio? Un código secreto… No… y según ese código, el que se haya confundido con respecto a nosotros, quiere decir que… ―Quiere decir, que está evaluando sus posibilidades. ―Eres imposible. ―Imposible, es que tú tengas casi treinta años y no te enteres de esas cosas. Escucha, este es el plan: Yo fingiré estar interesado en ti y tú muéstrate receptiva, pero no demasiado. ¿Me sigues? Pongámosle un poco nervioso. ― ¡Pero qué burro eres!―Le dije mientras me dirigía a la tienda donde trabajaba con el equipo informático. ― ¡¿Qué pasa con mi café?! 3 Durante la cena, Daniel se sentó a mi lado y se mostró sumamente solícito, complaciéndome en cualquier cosa que yo pudiera necesitar. Hacía comentarios que revelaban cierto grado de complicidad entre nosotros, recordando anécdotas de nuestro pasado común en las que siempre exageraba mis virtudes. Me recordó a un vendedor de camellos. De vez en cuando, me rozaba la mano de forma “accidental” o me colocaba algún mechón de pelo rebelde detrás de la oreja. Me resultó gracioso verle en acción, hacía tanto que no le veía desplegar sus encantos… Yo estaba segura de que Omar no prestaba la menor atención, pero Daniel, seguía con aquel juego estúpido, mientras yo me moría de la vergüenza. ¡Ya no tenía quince años! Después de cenar, Daniel me buscó para nuestro momento de “espacio con humo”. ― ¿Qué tal ha ido?―Le pregunté curiosa. ―Es pronto, dejemos que lo piense un poco. ―Lo imaginaba. Intenté decírtelo, pero tú nunca escuchas. Daniel, ya somos mayorcitos para esto. ―Precisamente, por eso no entiendo tu actitud. ¿A qué estás esperando? ― ¿Yo? No creo, que sea buena idea. Aún no estoy preparada. ―Ana, te vas la semana que viene. Es ahora o nunca. ―No es el momento, eso es todo. ―Te atrae. No miras a nadie como le miras a él. No seas tonta. ― ¿Y quién te dice que la atracción es recíproca? Esto es cosa de dos ¿sabes? ―Lo sabía. Yo soy quién te dice que le gustas. He intentado mantener una conversación con él, tantearle, ya sabes… y no se ha cortado haciéndome preguntas sobre ti, bueno me incluía a mí, pero en realidad quería saber de ti. ― ¿Qué quería saber? ―Qué le ocurrió a tu marido, qué te había parecido la experiencia, si pensabas repetirla… ―Es demasiado pronto.―Le vi salir de la tienda y venir hacia nosotros. Mi estómago se dio la vuelta de inmediato y apreté el brazo de mi amigo para que no se me fuera a escapar. ―Me han dicho, que este es el lugar adecuado para fumadores.―Dijo como si quisiera justificar su acercamiento. ―Le han informado bien.―Le sonreí. ―Ana, yo tengo que terminar algunas cosas, si luego te apetece echar una partidita, estaré en mi tienda. Buenas noches, Doctor Kadrahoui.―Y soltándose de mi presa, el muy traicionero de Daniel, se marchó. Luego me pasaría por su tienda, ya lo creo, pero para asesinarlo. ―Buenas noches.―Contestó él.―Daniel me ha dicho que se van la semana que viene.―Yo asentí.― ¿Qué harán entonces? ―No sé lo que hará Daniel. Yo volveré a casa. Tengo ganas de ver a mi familia, sobre todo a mi hermano. ― ¿Volveré a verla por aquí algún día? ―Bueno, en realidad he pedido una excedencia para dos años, pero no he pensado qué voy a hacer a partir de ahora. Supongo que hablaré con Daniel. Tal vez me necesite en otro sitio. ―Parece un buen muchacho y creo que le gusta. Aún es usted joven para resignarse a una vida en soledad. ―Doctor Kadrahoui… ―dije con todo el aplomo que logré reunir. ―Omar, si no le importa. ―Bien, Omar, no soy un mono que salta de una liana a otra. Mi marido falleció y no por eso necesito otro hombre en mi vida. Puede que vuelva a tener pareja algún día o puede que no. Le aseguro que no me preocupa lo más mínimo en estos momentos. Soy una mujer independiente y mi vida está completa. ―Entiendo. Dime una cosa, Ana ¿por qué las mujeres no dejan de repetir, que son fuertes e independientes y que no necesitan a los hombres para nada? ―Supongo, que porque es cierto y los hombres se empeñan en hacernos parecer débiles y estúpidas. Creen que somos incapaces de dar un paso sin su ayuda o su aprobación. ―Yo no creo eso. No me parece un signo de debilidad reconocer que no somos perfectos y que la compañía de otro, nos puede dar equilibrio. No dudo que sea capaz de enfrentarse a la vida en soledad, pero no es cuestión de demostrar lo bien que caminamos cuando estamos solos, sino de ser consciente de que ese mismo camino, en la compañía de la persona adecuada, puede llegar a ser mucho más rico. Creo que esa es la finalidad de la pareja. Daniel, podría ser un buen apoyo en tu vida. ―Y lo es, pero no de esa manera. ―Él parece muy interesado.― Si supiera la verdad… Intenté no reírme.―Puede que me haya excedido en mi preocupación. ― ¿Por qué te preocupa? ―Porque veo que eres una mujer de gran valía y siento una gran simpatía por ti. Me gustaría verte feliz. Eso es todo. Daniel parece hacerte feliz, pero siento haberlo sugerido.―Me tenía lástima, solo eso. ― ¿Y tú? ¿Acaso tú no estás solo? ¿Qué diferencia hay? ―Me levanté para marcharme. Estaba indignada. ¿Quién demonios se creía que era? ―No hay diferencia. No me avergüenza reconocer que me gusta más la vida en pareja. Claro, que eso no quiere decir que sirva cualquiera. ― ¿Y qué tal le va, Omar? ¿Últimamente ha tenido suerte? ―Pregunté con ironía. ―No sabría decirte.―Parecía dudar si contestar o no, pero al final se decidió a hablar.― A veces, aparece la persona, pero no es un buen momento. ―En eso, tengo que darte toda la razón. ―Supongo, que estoy esperando a la persona adecuada.― Yo le miré sintiéndome despreciada ¿Acaso yo no era adecuada? ―En ese caso, te deseo suerte. Espero que la encuentres. ―Fue lo último que dije antes de marcharme a mi tienda. Otra noche en blanco, dando vueltas en la cama buscando el descanso y sin poder deshacerme de aquellas palabras: “Daniel podría ser un gran apoyo en tu vida… Eres joven para resignarte a una vida en soledad… La mujer adecuada…” Los recuerdos vinieron a mi mente, pero no los de esta vida, sino los de Laila. Ella le entendía… y yo, terminé por entenderle a través de ella. Aunque seguía cabreada y puede que también despechada. Salí de la tienda con la esperanza de que la visión de las estrellas, despejaran mi mente. Encendí un cigarrillo y dejé que mi desánimo se fuera a lomos de aquella nube de humo que impulsaba con fuerza contra aquel manto negro e infinito donde todo podía perderse y no ser encontrado jamás. Lo solté. Dejé que el mal sabor de boca de aquella conversación infructuosa, se fuera lejos, sin permitir que impactara en mi vida. Le evité lo que restó de semana, intentando no empeorar las cosas. Él tampoco insistió. Dejó que me alejara. La hora de partir, llegó demasiado pronto, parece que nunca es buen momento para abandonar un lugar que hace que te sientas de alguna forma, parte de él. Les echaría de menos, a los refugiados y a los compañeros, pero sobre todo a él. No porque estuviera enamorada, no se trataba de amor, sino de la posibilidad de haber encontrado algo que podría valer la pena vivir y que habíamos estropeado. Algunos niños vinieron a despedirse y me obsequiaron con dibujos para que no los olvidara. Los compañeros con abrazos y por su parte, una mirada que me siguió hasta que subí al coche. Uno de los dibujos que me acababan de dar, tenía una chica fumando y un hombre con bata de médico. La chica tenía el ceño fruncido y el hombre le pedía, a través de un bocadillo tipo cómic, perdón. Ese dibujo no lo había hecho ningún niño. Me giré y allí estaba, con la mirada clavada en el coche. Levantó la mano despidiéndose y yo pegué la mía al cristal trasero. No sé muy bien por qué, estaba demasiado lejos para que pudiera verme. 4 El aeropuerto de Alicante me pareció frío. Todo el mundo iba de un lado a otro, con prisas. Las prisas de nuevo. De vuelta a la vida real, al ajetreo, a los relojes que no perdonan un segundo, pero que no dejan de perderlos para no recuperarlos jamás, al sentimiento de culpa por no aprovecharlo, al tiempo estrictamente medido para cada cosa y a la ausencia del mismo para saborearlas. En el campamento no existía esa clase de tiempo, solo contaba lo que hacías, y solo llegaba el momento de empezar una cosa, cuando habías acabado otra. En casa, todo seguía igual. Esa noche cenamos todos juntos, incluso vino mi hermano Pablo. Le estuve contando lo bien que lo había pasado con Daniel y él bromeó diciendo que la próxima vez, se apuntaría él, en cuanto levantasen el primer centro comercial. Daniel me llamó al final de la semana para felicitarme por mis informes. Dijo que había hecho un gran trabajo y que estaban considerando la idea de hacer un pozo. Ojalá llegaran a hacerlo, podía parecer a simple vista algo trivial desde la comodidad de nuestras casas y solo entiendes su importancia, cuando ves a la gente enfermar o incluso morir a causa del agua. Jamás olvidaría a aquella niña, se llamaba Farah, “Alegría”. Quedé esa noche con Daniel para tomar unas cervezas y mi hermano se unió de inmediato. Daniel, me dijo que descansaríamos todo el mes y que si estaba dispuesta a repetir, nos habían renovado para otros tres meses. Le dije que sí, claro. Fuimos a un par de garitos, pero pronto nos retiramos a mi casa, ya que era la que estaba más cerca de la zona de bares y así evitábamos tener que coger el coche. Se quedaron a dormir y Daniel, empezó a contarle a mi hermano lo de Omar. Maldito vino… ― ¿Sabes que tu hermanita está hecha una rompecorazones? ―Estás de broma. ―En serio, se ligó al soltero de oro, nada más y nada menos que el Doctor Omar Kadrahoui. ― ¿Ana? ―Está delirando. Se le ha subido el vino a la cabeza. Ese hombre me pone enferma. Es paternalista y entrometido. ―Lo que tú digas, pero se le quedó una carita cuando nos fuimos… ―Supongo que por el alivio, como la mía. ―Eso no te lo crees ni tú. ―Lo que tú digas.―Bufé. Nos quedamos dormidos, allí mismo, desparramados sobre el sofá que tuvimos el acierto de convertir en cama, antes de que la cosa se nos fuera de las manos. Por la mañana, todo era confuso y un dolor de cabeza incipiente, amenazaba con convertir lo que restaba de día, en un día perdido. Pablo y Daniel, se levantaron al mediodía sin el menor rastro de culpa. Es lo que tenía seguir estando en la decena guay, la de los veinte. ¡Cuánto iba a echarla de menos! Esperé a quedarme a solas para intentar poner las cosas en orden y trazar un nuevo plan para mi vida, pero antes, quería entender lo que estaba pasando y cómo era posible que aquella vida anterior lejana y exótica, estuviera interfiriendo en mi vida actual. A media tarde, llamé a Carlos para ver si podíamos quedar. Necesitaba ponerle al día de todas las cosas que estaba viviendo y que arrojara un poco de luz sobre tanta tiniebla. Fue inútil. Carlos estaba en la India en un áshram[26], disfrutando de un retiro espiritual. Estaba claro que mi caos personal, tendría que esperar para ser ordenado y yo, debía aprender a vivir con aquella enajenación mental, esperaba que transitoria. El mes pasó más rápido de lo que esperaba y la vuelta al campamento fue increíble. Los niños se acordaban de mí, aunque eché a algunos en falta. Dos se habían ido a otro de los campamentos, pero tres de ellos habían enfermado y ahora, sus nombres figuraban en la considerable lista de fallecidos. Ojalá en su próxima vida encontrasen todo lo que se les había negado en esta. Seguí documentando los informes, engrosando las cifras, desgraciadamente, aquello no parecía remitir por mucho que trabajáramos o nos esforzáramos. Aquello solo podía arreglarse cuando occidente tomara consciencia y decidiera empezar a ser justo y reparar todo el mal que habíamos causado, porque si bien es cierto, que Marruecos era la principal responsable de aquella situación en la que el pueblo saharaui era masacrado, expoliado y confinado lejos de su hogar viviendo de prestado de la forma más precaria, lo hacía bajo el amparo de Francia. España se lavaba las manos diciendo que Sahara se había emancipado y ya no era su responsabilidad y el resto del mundo “civilizado”, no iba a generar un conflicto con Francia y Marruecos, por un pueblo que no le importaba a nadie y al que se expoliaba de forma continua e impune desde que se descubrieran sus yacimientos de gas, petróleo, fosfato, circonita, y por si fuera poco, ahora también habían encontrado uranio. Además, sus aguas dotaban de toneladas de pesca a sus saqueadores. Los beneficios obtenidos de las materias primas de Sahara Occidental, eran repartidos entre Marruecos, el gobierno de Rabat y algunas compañías extranjeras, escocesas, canadienses, francesas o rusas. Sahara, era un cuerpo vivo ocupado por parásitos que extraían de él, de lo más profundo de sus entrañas, toda su riqueza. Vivían a su costa sin pagar por lo que obtenían y el resto del mundo, lo consentía. Así de simple. El tiempo en el campamento se acababa y he de decir, que me supo a poco. Tres meses, seis meses… no eran suficiente para arreglar nada. Aun así, me sentía feliz de haber compartido un tiempo maravilloso con personas extraordinarias que me habían hecho entender que la vida es preciosa y que solo tenemos el ahora, sin importar cómo sea, el presente, es el único tiempo que cuenta. Regresé a España con un montón de amigos e historias que no quería olvidar nunca, y le pedí a Daniel, que siguiera contando conmigo. Hacía un par de días que había llegado a casa, pero aún no me había puesto a deshacer la maleta, en parte por pereza, no nos vamos a engañar, pero creo que también me daba nostalgia y cierto temor. Era como asumir que aquella aventura se había acabado y no estaba lista para enfrentarme de nuevo a mi vida tal como era antes. Decidí enfrentarme a aquel almacén de recuerdos y ponerlos en orden. La ropa fue derechita a la lavadora. El portátil ya descansaba sobre la mesita baja del salón y los objetos de higiene en el baño, solo me quedaban los trocitos de aquella tierra y su gente que había conseguido traerme conmigo: otro montón de dibujos, esta vez todos de niños, y un collar hecho a mano por una de las mujeres más ancianas del campamento. Busqué el dibujo de Omar y me arrepentí de no haber aprovechado mejor mi tiempo con él y haberme dejado dominar por el orgullo. Hay oportunidades que solo pasan una vez en la vida y no podemos ir por ahí despreciándolas. Quedé para comer con mis padres. Mi madre preparó el tradicional arroz alicantino, que la gente solía confundir con la paella, pero que en mi opinión, estaba infinitamente mejor. ― ¡Felicidades!― Gritaron a coro. Era mi cumpleaños. Treinta primaveras constituían mi haber y mi hermano, en su infinita generosidad y buen juicio, me regaló un viaje a Múnich. Nos encantaba viajar juntos, siempre nos habíamos entendido y apoyado en todo. Más que hermanos, éramos cómplices de fechorías y aventuras. Jamás juzgábamos al otro. Aprendimos desde muy pequeños que éramos diferentes y nos queríamos así, tan distintos como el sol y la luna. Opuestos y a la vez complementarios. ― ¡Vaya! Gracias. ¿Cuándo nos vamos? ―En tres días. He pensado que cómo ahora no trabajas, no tenías que pedir permiso. ―Está bien. ¡Es perfecto!―Me reí abiertamente, haciéndole saber que realmente me encantaba su regalo. Siempre me resultaba impactante sobrevolar los Pirineos, cuando el cielo estaba despejado y te permitía disfrutar de aquella maravilla natural e imponente. Aunque no fuera la primera vez, no dejaba de sorprenderme cuando aparecían a la vista con sus cumbres nevadas. Pablo, sabía que me encantaba mirar por la ventana, así que no tenía problemas en dejarme ese sitio. Él prefería dormir. Llegamos a Memmingen a eso de las once de la mañana y en el mismo aeropuerto, cogimos un autobús hasta Múnich. No cogimos hotel, mi hermano tenía una amiga allí que se había ido a París y le dejó el piso. Tuvimos que pedirle las llaves a su vecina pero no puso objeción alguna. Audrey, que así se llamaba la chica, ya le había dicho que irían dos amigos a su casa y que debía entregarles las llaves. Así que no hubo ningún problema. Bajamos a comer al kebab que había a la vuelta de la esquina y luego, cogimos el tranvía hasta Marienplatz. Dimos una vuelta por las galerías Kaufhof y recorrimos la calle peatonal que llega hasta el Ayuntamiento. Pronto se hizo de noche y decidimos volver a casa. Cenamos allí, nos dimos una ducha y salimos un rato. Fuimos a una discoteca que mi hermano conocía, Ampere, dónde Audrey había trabajado algún tiempo para poder pagarse la escuela de arte. La sala ofrecía música rock y la mayoría de la gente que vimos era bastante mayor que nosotros, pero no nos importó, siempre habíamos preferido ese tipo de música a otra más comercial y moderna. No abusamos demasiado de la noche, habíamos madrugado bastante para coger el vuelo que salía a eso de las seis de la mañana y estábamos realmente cansados. Al día siguiente fuimos a ver Olympiapark. Aquel parque, había sido en un pasado no tan lejano, sede olímpica y ahora, ofrecía las instalaciones donde antes competían deportistas de élite, al gran público. Comimos en el parque unos perritos calientes y planeamos el día siguiente, aunque los dos coincidimos en que no podíamos marcharnos de Alemania sin ver el famoso Castillo de Neuschwanstein. A mi hermano le encantaba la arquitectura y también los personajes históricos algo excéntricos. Así que era perfecto, un castillo de cuento de hadas, construido por un rey loco. Lo cierto es que era precioso, no solo el castillo, también el paisaje y las vistas. Desde la habitación del Rey Luis II de Baviera, se podía ver una gran cascada. Era un lugar de ensueño, donde era fácil dejarse transportar a un espacio y tiempo lejanos. Uno en el que tuviera cabida la magia y los amores románticos, donde todo salía bien y todos podían vivir felices para siempre. Lástima, que el billete de vuelta me esperara en la capital alemana con la fecha de regreso impresa. ― ¿Ana?―Me volví intentando reconocer la voz que me llamaba.― ¡Ana!― Repitió, esta vez con más seguridad. Un Omar sorprendido me miraba sin dar crédito. Aunque más sorprendida estaba yo, claro. ―Doctor…―iba a llamarle por su apellido, ya que estábamos en público y no sabía quién le acompañaba, pero su cara me dejó claro que las formalidades estaban de más y me corregí. ―¡Omar! ― ¿Qué haces aquí? ―Lo mismo que tú, supongo.―Bufé e intenté no parecer grosera.― Es mi regalo de cumpleaños.―Le expliqué.― Este es mi hermano, Pablo. Pablo, te presento al Doctor Omar Kadrahoui. ―Ambos alargaron sus manos y las estrecharon, pero en la cara de mi hermano, se dibujó una sonrisita burlona que no me gustó nada. Se lo iba a pasar en grande riéndose de mí lo que restara de viaje. ―Es un placer.―Le dijo Omar a mi hermano.― Me gusta venir de vez en cuando, es un lugar especial. ¿No te parece? ―Claro, él era alemán, no sabía de qué parte, puede que no viviera lejos. ―Sí, lo es. ― Convino mi hermano. ― ¿Cuánto tiempo os quedaréis? ―Nuestro avión sale pasado mañana. ―No es mucho tiempo.― Dijo poniendo mala cara, pero en seguida recobró el control, haciendo gala del aplomo que le caracterizaba con aquel tono de voz que no permitía replica alguna. ―Conozco un restaurante bávaro estupendo, apuesto a que aún no habéis probado nuestra comida. ―Lo cierto es que no.―Le dijo mi hermano. Yo me volví para fulminarlo con la mirada y Omar le dedicó una amplia sonrisa, complacido. ―No se hable más, si no tenéis otro compromiso, ―me miró directamente, asumiendo que aquella decisión, me concernía exclusivamente a mí― me encantaría enseñaros mi tierra. ―No pudimos negarnos. La verdad, es que el tono era mucho más relajado, quizá, menos intenso que en el campamento, al menos, así lo percibí yo. Nos acompañó lo que quedaba de visita y amplió con creces la información acerca del castillo. Sin duda podría haberse ganado la vida como guía en aquel lugar, pero él era médico y dedicaba sus vacaciones a viajar a países con pocos recursos o ninguno, para echar una mano totalmente gratis. ¡Qué ser tan aborrecible! Me reprendí irónicamente. Puede que le hubiera juzgado mal, sin duda, aquel era un buen hombre. A Pablo se lo ganó en seguida, sobre todo cuando percibió que su francés era bastante precario y comenzó a hablarle en español. Pude escuchar la mente de mi hermano mientras pensaba…― ¡Gracias al cielo!― ¿Por qué no había hablado en español conmigo? ― ¿Desde cuándo hablas español?―Le pregunté. ―Desde hace bastante tiempo. Conocí a mi mujer en Barcelona.― Yo no daba crédito, de pronto estaba ante una persona totalmente desconocida. ¿Cuántas cosas más iba a descubrir? Seguro que vivía con doce gatos y había descuartizado a su vecina. ― ¿Estás casado? No lo habías dicho. ―No lo habías preguntado. Ya no. Nos divorciamos hará unos tres años. No nos entendíamos muy bien. Así que se marchó. ― ¡Vaya! Lo siento. ―Es mejor así. ―Fue una buena maestra. Hablas muy bien. ¿Por qué no me habías hablado en español? ―Gracias. Me gustaba oírte hablar en francés.―Se rio. ―No lo hablo demasiado bien. ―No lo haces mal, me gusta tu acento. ―Luego se quedó callado un momento― ¿Tenéis que volver?―Yo le miré sin comprender a qué se refería― Me refiero a si os está esperando alguien donde quiera que os hospedéis. ―No enseguida, pero deberíamos mirar los horarios de los trenes. No sé a qué hora sale el último. ―Bueno, si no tenéis que volver, podríais quedaros en mi casa. Hay espacio de sobra y mañana podríamos visitar Augsburgo, creo que os gustará.―Miré a mi hermano, para saber qué le parecía la idea y me hizo un gesto con la cabeza. ―No tenemos nuestras cosas.―Le advertí. ―Podemos comprar lo necesario en el pueblo.―Sugirió mi hermano. ―Está bien.―Suspiré. El restaurante era un lugar lleno de encanto. Estaba ambientado en las raíces de aquel pueblo, de aquella región tan peculiar y a la vez orgullosa, llamada Bavaria. Entramos en unos grandes almacenes para comprar las cosas necesarias para pasar la noche y el día siguiente. Yo compré un par de conjuntos de lencería, un par de medias, una camiseta y un jersey. Pablo, se entretuvo hablando con uno de los dependientes más de la cuenta y me fui a una farmacia que había justo enfrente a por un cepillo de dientes, no lo podía evitar, era un Casanova nato. La casa de Omar no estaba lejos de la zona comercial, era una casa baja, de dos plantas. Estaba decorada con gusto, pero sin pretensiones. Muchos libros por todas partes, eso sí. Me sorprendió la cantidad de objetos étnicos, claramente de origen africano y árabe. Nos mostró nuestras habitaciones, una para cada uno y dejamos allí las cosas que habíamos comprado. Luego fuimos a tomar algo. El ambiente del pub que eligió Omar, era tranquilo. Buena música a un volumen que te permitía hablar. Él pidió una copa de vino, pero mi hermano y yo preferimos cerveza. Mi hermano se había levantado a por otra ronda y Omar aprovechó que estábamos a solas. ― ¿Sigues enfadada? ―No te entiendo.― Podía haber evadido su pregunta haciéndole ver que no sabía a qué se refería, pero decidí ser sincera con él. Siempre he creído en las relaciones cimentadas en la más estricta sinceridad.― Solo eso, pero no estaba enfadada. Quizá un poco molesta. ―Puso su mano sobre las mías que estaban encima de la mesa. ―Siento mucho haberte molestado. No suelo ser tan entrometido, pero despiertas mi parte más protectora. Dije muy en serio que me gustaría verte feliz, pero evidentemente, cada cual debe encontrar la felicidad a su manera. La felicidad, ha de ser un traje hecho a medida. Intenté vestirte con el mío, y lo siento. ―Omar, hoy en día, hay muchas mujeres que deciden vivir sus vidas en solitario. No encuentran al hombre apropiado y no lo necesitan para ser felices. No es una tragedia. Se puede disfrutar de una vida plena en soledad.―No había ninguna nota de reproche en mi voz, solo intentaba explicarle cual era mi punto de vista. ― ¿Es ese tu caso? ¿Has decidido vivir tu vida sin compartirla?― Me clavó sus ojos, esos que me perseguían en mis sueños y de los que yo no podía ni quería escapar. ―En mi caso, la vida decidió por mí. ―No quiero que vuelvas a enfadarte conmigo, pero tengo que decirte esto y espero que entiendas que no lo digo para reabrir tu herida ni causarte más dolor, pero… su vida es la que ha terminado, no la tuya. El mundo seguirá girando, Ana, contigo o sin ti. No creo que seas de esas personas que se sientan a mirar como otros disfrutan en el parque de atracciones, creo que tú eres de las que se suben a todo y si la dejan, repite. Eres la que saluda desde arriba y grita como una loca incapaz de reprimir las carcajadas, ¿me equivoco? ―Negué con la cabeza. Esa era yo, o lo había sido hasta hacía algún tiempo. Un tiempo que ya duraba demasiado. En otra ocasión, o si aquellas palabras hubieran sido pronunciadas por otra boca, me habría enfadado muchísimo, pero supe que no pretendía hacerme daño, solo abrirme los ojos a una realidad que yo empezaba a estar dispuesta a asumir. No le faltaba razón.― Tu vida aún no ha decidido nada, Ana.―Me sonrió. Intentando que aquel comentario no resultase doloroso. Yo le devolví la sonrisa para hacerle saber que no me había molestado. Había echado de menos aquellas conversaciones, y su voz. Llegó mi hermano con las cervezas y él apartó su mano. Terminamos la bebida y yo propuse la retirada. Estaba cansada y quería dormir un poco. Desde que llegamos a Alemania no habíamos parado. ―Ana, ¿te molestaría volver con Omar? Antes he conocido a un grupo bastante majo y me apetece quedarme un rato más. ―No, pero, ¿sabrás encontrar luego la casa? ―Claro, no te preocupes. ―Pablo, te dejaré las llaves en el hueco de la ventana. Así podrás entrar cuando llegues. ―Estupendo, gracias. Omar y yo, nos tomamos las bebidas y luego nos levantamos y salimos del local. Su casa no estaba lejos, fuimos dando un corto paseo. Llegamos a la casa y Omar colocó las llaves en la ventana, tal y como le había dicho a mi hermano que haría y entró después de mí. Yo me dirigía a la habitación que Omar había preparado para mí. ― ¿Te importa si me doy una ducha antes de dormir? ―Estás en tu casa. Tienes toallas limpias en el armario que hay bajo el lavabo. Hay gel y champú en la repisa. Puede que no sean de tu marca favorita, pero cumplirán con su cometido. ―Gracias. ― Cogí mis cosas y me metí en el baño. Me desnudé y abrí el agua de la ducha que empezó a templarse de inmediato. Me enjaboné el cuerpo, pero decidí no lavarme el pelo. Era tarde y no tenía secador. Me sequé con la toalla y me puse las braguitas. ¡Mierda! No había comprado ningún pijama o camisón. Enrollé de nuevo la toalla y asomé la cabeza por la puerta. ― Omar… ―Llamé con la esperanza de que me oyera y no tener que salir de esa guisa. No tardó en aparecer. Me miró de un modo que me hizo tragar con fuerza para dejar espacio a las palabras que se habían quedado atrapadas en mi garganta. ― ¿Necesitas algo? ―Me he olvidado de comprar un pijama…―Dije avergonzada. ― ¿Te importaría prestarme una camiseta para dormir? ―Deja que mire a ver qué encuentro. ―Apareció en unos segundos con una camiseta de color blanco y un bóxer, no de esos elásticos, sino de los anchos de tela, tenían un estampado de rayitas azules, grises y blancas, que no le pegaban nada, pero servirían. ―Ya veo que desapruebas mi ropa interior. ―Me puso a prueba, pero era más una invitación a hablar de algo íntimo que un reproche. ―No soy quien para opinar sobre algo tan personal, pero la verdad es que no te pegan nada… y gracias. ―Susurré de nuevo. Cerré la puerta y me puse mi salto de cama improvisado, recogí el baño, metiendo mis cosas en la bolsa donde antes estaba la lencería, lo dejé todo en mi habitación y salí a su encuentro. Él me esperaba en el salón con dos copas de vino y la voz de Nina Simone entonando su famosa “Feeling good”. Me ofreció una de las copas y yo la acepté agradecida. Iba descalza, pero no hacía frío, me senté en el sofá y crucé las piernas, era una costumbre que tenía desde niña. Él sonrió. ― ¿Qué tal está Daniel?―Me preguntó. Yo no quería hablar de Daniel. No quería seguir justificando por qué no quería estar con él, ni con ningún otro. La razón era sencilla, yo no había sido capaz de mirar a ningún otro hombre tras la muerte de Miguel, excepto a Omar. Era un pulso absurdo y constante detrás de mi consciencia que me empujaba a él, algo visceral. Sus ojos, su olor… Yo necesitaba perderme en ellos, me llamaban a gritos. Me perseguían en mis sueños. ¿De verdad él no se daba cuenta? ¿Qué podía hacer? Solo podía enfrentarlos, así que le miré directamente. ― ¿Qué quieres de mí?―Esperé, pero no me contestó. Estaba cansada de ese juego.― Creo que es tarde y debería irme a dormir. Dejé la copa sobre la mesa y fui a levantarme, cuando su mano agarró mi muñeca con suavidad. ― ¿Puedo elegir?―Yo le miré confusa. No me dio tiempo a contestar.―Preferiría que no lo hicieras.―Luego, tirando de la mano me sentó sobre él. Tras sus ojos negros vi una pequeña explosión, antes de acariciarme la cara y pasear su pulgar por mi labio inferior. Como si me anunciara sus intenciones y me diera tiempo para oponerme, pero no me opuse. Ardí allí mismo en la hoguera de sus ojos. Entonces me besó. Un solo beso bastó para consumirnos. Para anticipar todo lo que estaba por llegar. ― Ven conmigo.―Se levantó cogiéndome de la mano y yo le seguí, caminando entre las sombras, sin plantearme si quiera si quería hacerlo. Fue una respuesta refleja a su voz, no podía negarme a nada de lo que aquella voz me pidiera. Nos detuvimos frente a la puerta de su habitación. Yo le calvé mi mirada y le acaricié la cara y él puso su mano sobre la mía y luego me besó en la palma. Una ola de calor recorrió mi cuerpo y cerré los ojos para concentrarme en el calor de sus labios sobre mi piel. ― ¿Qué quieres de mí, Omar? ―Nada… y todo.―Me dijo en apenas un susurro que recorrió mi espina dorsal y me obligó a estremecerme. Su voz era suave, tranquila, pero firme, y su mirada, estaba cargada de intenciones y deseo. Luego me acarició la mejilla con su pulgar mientras enmarcaba el resto de la cara con la palma de su mano. Le miré y me perdí en su negrura, él respiró profundamente, despacio, sin apartar su mirada mientras iba descendiendo con sus labios en busca de los míos. Los encontró dispuestos, los muy traidores se abrieron y le recibieron agradecidos. Me besó despacio primero, reconociéndome, luego con fuerza, con una pasión que no me había atrevido a imaginar y yo le devolví el beso con la misma urgencia con la que había necesitado sus ojos. Con la misma resolución que había sentido en su voz. Cómo si de pronto hubiera despertado de un largo sueño. Abrió la puerta y fue empujándome adentro sin dejar de besarme. Se quedó parado frente a mí, mirándome. Luego, me acercó por la cintura hasta que nuestros cuerpos estuvieron pegados. ―El tiempo, no ha sabido hacer su trabajo. Ahora, deja que sea yo quién lo intente.―Me susurró, llevando su boca hasta mi oreja y paseándose después por mi cuello. Me estremecí al sentir su cálido aliento y me dejé llevar por el calor de sus manos, sintiéndolas aún sobre mi ropa, que no tardó mucho en desaparecer. Sus manos, aterrizaron de forma eficaz en cada recoveco de mi piel, seguidas de sus labios y cada célula de mi cuerpo cobró vida de nuevo, sacudida por una corriente eléctrica. Aquella noche sobre su pecho, volví a soñar. Oí cerrarse la puerta, ya de madrugada. Daniel acababa de llegar y yo me estreché contrariada a su cuerpo, ahora consciente de que pronto tendríamos que volver a separarnos. Bueno, había sido una noche maravillosa, pero ahí quedaría todo. Me obligué a pensar que aquello llegaría a su final en un par de días, con suerte. Tal vez antes. Puede que no volviera a repetirse jamás. Me sentí abrumada por aquellos pensamientos y fui consciente de que yo no quería que acabase. ¿Pero qué otra cosa podía esperar? Sentí como la tristeza se apoderaba poco a poco de mí y me obligué a levantarme para volver a mi habitación. Una mano apresó mi muñeca. ― ¿Dónde crees que vas? ―A mi habitación…―Dije contrariada. En realidad yo no quería irme, necesitaba sentirle junto a mí, pero no quería hacer las cosas más difíciles, lo mejor era ir haciéndome a la idea. ―Aún no he terminado contigo.― Dijo sonriendo y luego, tiró de mi muñeca obligándome a volver a la cama junto a él.― Cualquier terapia requiere tiempo. ―Pero no tenemos tiempo.―Le advertí yo.― Solo nos queda hoy.― Sonrió comprendiendo mi temor, mis dudas. ―Soy tu médico, la terapia no ha terminado, así que tendremos que encontrar la manera de alargar ese tiempo. Un día no es suficiente. ―Mi avión sale pasado mañana y tengo que pasar por Múnich. ―No tienes porqué coger ese vuelo. No tienes que volver al trabajo todavía. Quédate conmigo un par de semanas. ― ¿Estás loco? ―Puede. Lo bastante loco para correr el riesgo de pedirte que te quedes. Lo bastante cuerdo, para reconocer que no quiero que se acabe. Y lo bastante viejo, para entender que si te dejo marchar, puede que no vuelva a verte. ―Yo tampoco quiero que se acabe.―Le confesé. Me abracé a él hundiendo la cabeza en su pecho. ―Ana, no hay garantías. Nadie sabe qué pasará mañana, pero apuesto a que merecerá la pena descubrirlo contigo. Quédate. ―Bueno, no nos pongamos serios todavía. Veamos qué tal nos va hoy, para mañana, aún falta tiempo.―Le dije dedicándole un sonrisa pícara y buscando sus labios. Él se colocó sobre mí, llevando mis muñecas por encima de mi cabeza y luego me miró pícaramente. ―Así que estoy a prueba… ―Algo así. ―Le sonreí. ―Eres tú la que está en terapia.―Me recordó. ―Precisamente por eso, soy yo quien debe decidir si usted, doctor, es el médico apropiado. Si sus métodos, son efectivos.―Le dije divertida. ―De acuerdo, creo que tendré que aplicar una terapia de choque.― Me advirtió, compartiendo mi juego. ―Estoy en sus manos, doctor Kadrahoui…―Entonces, se acercó a mi oreja y empezó a susurrarme algo en árabe al oído. No entendí lo que me dijo, pero tampoco me hizo falta. Su voz en aquel idioma, me excitó de una manera que jamás había experimentado. Tuve que morder la almohada para ahogar un grito de placer cuando se derrumbó sobre mí. ¿Cuánto tiempo hacía que no me sentía así? Nunca. Me sorprendió la respuesta. Recordé cómo se sintió Laila, cómo me sentía yo, cuando perdí a Arnau y Hassan ocupó su lugar. Cómo explicaba ella, bueno yo, lo diferentes que eran las formas de amar. Ahora lo entendía. Yo quería muchísimo a Miguel y era un buen amante, jamás necesité nada que él no me diera, pero este hombre al que acababa de conocer, me desbordaba. No es que cumpliera mis expectativas o no, es que me complementaba y completaba, es que jamás hubiera imaginado que pudiera hacerme sentir así el hecho de compartir el sexo con alguien. Era fuerte, atento, tierno y eficaz a la hora de complacerme, como si conociera mi cuerpo desde siempre, no tenía que decirle dónde o cuándo, él siempre estaba en el lugar y en el momento oportuno, pero había algo más, una conexión, como si fuéramos dos músicos de jazz retándose cada cual con su instrumento, pero en la misma frecuencia, vibración, clave y tempo, había armonía en la forma que tenían de entenderse nuestros cuerpos. No me cabía ninguna duda de que se trataba de Hassan. Por fin, Laila podría cumplir su última promesa. Le había encontrado de nuevo y volvían a amarse. ― ¿Qué tal va mi periodo de prueba?―Me preguntó. ―Puede que esta terapia funcione.― Le concedí. ― ¿Puede? ―Aún no lo he decidido. ―Creí que te había convencido cuando mordiste la almohada.―Me sonrió un poco pagado de sí mismo ¿Se había dado cuenta? ―Solo comprobaba si era de látex.―Le respondí con dignidad. ― ¿Y bien? ―Parece plumón.―Me reí y él puso los ojos en blanco. ―Deberíamos dormir algo. Yo no tengo veinte años ¿sabes? ― ¿Y cuántos tienes?―Pregunté curiosa, la verdad es que no sabía su edad. ―Unos cuantos más. ―Venga, no eres tan mayor… ¿Cuántos? ―Cuarenta y dos. ―Tienes bastante aguante para ser… casi un viejales.―Me reí y él me cogió por las muñecas colocándose sobre mí. ―Ana, no me provoques, ¿de verdad quieres llevarme al límite? Podría darme un infarto y morirías con un viejo encima de ti. ―Tienes razón, necesitas descansar…―Le recordé. ―Soy un hombre, no puedes cuestionar según qué cosas y esperar que me vaya dormir. ―Yo no estoy cuestionando nada.―Le dije divertida. ―De acuerdo. Tú lo has querido… Deséame suerte. ―No, para, para… está bien así.―Me reí.―Era una broma… ―De eso nada. A la mañana siguiente me desperté y él me rodeaba con sus brazos. Me levanté para darme una ducha intentando no despertarle. ― ¿Otra vez intentando escapar? Si fueras una ladrona, te pasarías la vida en la cárcel.―Me sonrió. ―Solo iba a darme una ducha. ―En el baño no hay salida, por allí no podrás escapar.―Me advirtió. ―De momento, no pretendo hacerlo, quédate tranquilo. Estaba terminando de enjuagarme cuando oí que la puerta se cerraba. Me asomé instintivamente para ver quién era, aunque no podía ser nadie más que Omar y entonces me topé con su torso desnudo. ― ¿Puedo acompañarte? Yo también necesito una ducha.―Me aparté para que él pudiera entrar y sentí su cuerpo, presionando el mío contra la pared. Fui a darme la vuelta, pero no me lo permitió, volvió a susurrarme en árabe y yo me rendí a su voluntad. Cómo si con aquel lenguaje pudiera controlar mi mente. Esta vez fue mucho más violento, más urgente. Después de arrinconarme y hacer conmigo lo que quiso, se sentó bajo la ducha en el pequeño asiento que había para el hidromasaje y conectó los chorros, me atrajo hacia él y me sentó sobre sus piernas, bebiendo el agua que bajaba por mis pechos, marcando el ritmo con sus manos. Yo le necesitaba tanto como él a mí. ¿Acaso no llegaríamos a saciarnos nunca? Bajamos a desayunar y al poco rato bajó mi hermano. ―Buenos días.―Saludó Pablo. ―Buenos días.―Le respondió Omar con una sonrisa.―Hay café recién hecho. ―Pablo cogió una taza limpia que había encima de la mesa y se proporcionó su dosis de cafeína― ¿Qué tal anoche? ―Pues lo cierto es que bastante bien. Conocí a un chico de Barcelona que está estudiando aquí, Marc. Tal vez hoy nos acompañe.―Me guiñó un ojo. ―Estupendo. ― Dijo Omar todavía sonriendo. Luego salió de la cocina y subió las escaleras. ― ¿Qué tal tú, hermanita?―Yo puse los ojos en blanco. Si Daniel, era cotilla, mi hermano lo era el doble. ―Bien. ―Por la sonrisa de Omar, yo diría que fue mejor que bien. ―Pues mejor que bien.―Le concedí intentando no darle demasiada importancia. Pero se me escapó una sonrisa que me delató de inmediato. ―Venga, Ana, Daniel tenía razón, le gustas y a ti también te gusta.― No me gustaba, qué va… esa palabra se quedaba corta, muy corta. Se me escapó otra sonrisa nerviosa. ―Sí, creo que sí. ―Espera, tú también tienes esa sonrisa de idiota.―Me reprochó. ―Si solo la tuviera él, no habría sido mejor que bien.―Al final entré en el juego. ― ¿Qué harás? ― ¿A qué te refieres? ―Vamos, te conozco, sé que cuando encuentras tu presa no la sueltas. Siempre te acabas llevando el gato al agua. ―No lo sé.―Reconocí.― Él quiere que me quede. Pablo, tú sabes que esto no puede llegar a ninguna parte, no gano nada… unos días, unos meses, pero tendré que volver y él no vendrá conmigo. Me quedaré sola y con el corazón destrozado.―Le contesté en valenciano, una lengua local de mi región, para que si Omar estaba escuchando no pudiera entender lo que decía, necesitaba hablar con alguien de aquellas dudas que amenazaban mi felicidad como las nubes presagiaban una tormenta. ―Puede ser, pero nunca conocerás la verdad si no te quedas. Nadie está esperándote, él está dispuesto, hermanita, no hay duda. Desde que se dio cuenta en el castillo de que eras tú, no ha querido alejarse en ningún momento de ti. ―Ya veremos. Me gusta mucho, es cierto, pero sabes que nunca he creído en las relaciones a distancia. Omar entró en la cocina en ese momento. ― ¿Listos para salir? ―Listos.― Le respondí yo con una mueca que pretendía ser una sonrisa.―Cogeré mi bolso. Mi hermano llamó a Marc y pasamos a recogerlo, vivía cerca, a un par de calles. El coche de Omar era grande y muy confortable. Un Mercedes con la tapicería de piel en color crema. Tardamos un rato en llegar a nuestro destino y luego pasamos el día de un lado para otro viendo el lugar, tenía mucho encanto. Omar nos contó las leyendas más importantes y siempre le daba ese toque mágico y místico que las hacían seguramente, más interesantes de lo que eran en realidad. Como la de aquel Robin Hood alemán, Matthäus Klostermayr, al que todos conocían por otro nombre, “Bayerische Hiasl” y que tenía su propia exposición en un museo local. Marc y Pablo habían ido a por bebida y Omar aprovechó aquel momento a solas. ― ¿Qué harás?―Le miré sin comprender a qué se refería.― Te marchas, ¿eh? ¿Acaso no he superado el periodo de prueba? ―Ampliamente superado…―le sonreí― pero la verdad, es que no sé qué hacer.―Le confesé mis dudas. ― ¿Qué ocurrirá si me quedo? Pasaremos unos días juntos o unas semanas, da igual. Lo que es seguro, es que un día tendré que volver. ―Pero no tiene porqué ser mañana. ―Omar, deja que sea sincera contigo. Me siento muy atraída por ti, creo que no hace falta decirlo porque es más que evidente, tenemos una conexión que sé que no es fácil de encontrar y eso hace que ahora mismo, sea víctima de la madre de todas las guerras en mi interior, quiero quedarme y vivir este momento contigo, pero no creo en las relaciones a distancia. ―Le sonreí. ―Lo entiendo y sé que tienes razón, pero algo dentro de mí se rebela ante la idea de dejar que te vayas. ¿Volveré a verte? ―Espero que sí. Tal vez, puedas venir a verme a España… Vayamos despacio y disfrutemos del camino. Dejemos que las cosas se vayan asentando por sí solas, ¿de acuerdo? ―Espero que no lo digas por decir, porque podría tomarte la palabra. ―No lo digo por decir, quiero que lo hagas. Esperaré que lo hagas.―Me abrazó y me besó en el pelo, con ternura y cierta tristeza.―Tres meses en un campamento en el desierto y tiene que ocurrir ahora. ―Las cosas suceden siempre en el momento oportuno. En el desierto, te gustaba más pelear. ―Vamos, no lo dices en serio. No dejabas de provocarme. ―Lo reconozco, discutir contigo en francés es una de las cosas más graciosas que he hecho en mi vida.―Se rio. ― ¡No te burles! Me cabreaste de verdad… ―No me burlo, pero es cierto. ¿Por qué te molestó tanto? ―Supongo, que porque en ese momento yo estaba haciendo el esfuerzo más grande de mi vida por salir adelante sola y sentí que lo menospreciabas. Llegas con ese aire de suficiencia y me dices que debería rehacer mi vida, que debería buscar un hombre… ¡Y pensaste en Daniel! ¿Por qué Daniel y no tú? ¡Él es un crío! Es amigo de mi hermano, jamás lo he visto de ese modo. Pero lo que más me molestó es que pensaras en él y no en ti. Y para colmo, vas y me sueltas que estás buscando a la persona apropiada, y yo delante de ti pensando, ¿qué soy yo, un mono? ―De verdad no te diste cuenta… Yo creía que estabas jugando conmigo, pero tú no te diste cuenta. ― ¿De qué me hablas? ―Cualquier mujer se habría dado cuenta, de hecho, el resto no hacía más que cotorrear al respecto. No suelo buscar a ninguna de ellas para fumarme un cigarro en plena noche. De hecho, no suelo fumar. ―Y eso quiere decir que… ―Ana, no eres una niña. ― ¿Comparada con quién, señor maduro? Pues vaya forma de hacerme saber que estabas interesado… ―Yo no corro detrás de nadie, Ana, al menos hasta el momento. Dejo que las cosas fluyan, sin más. ―Demasiado sutil. ―No esta vez.―Me lanzó una mirada cargada de intenciones. ―No, ―le concedí― esta vez lo he pillado.―Me reí. ―Voy a ponerme serio, pero no quiero que te asustes. No sabes lo que me costó dejarte marchar. Habría salido corriendo detrás del maldito camión como un loco, pero me avisaron del hospital y tuve que atender a tres críos con gastroenteritis. Ya sabes cómo es aquello. Ahora, te encuentro y tengo que dejarte ir de nuevo. Me gustaría encontrar la forma de convencerte, pero creo que empiezo a conocerte y no pienso insistir más. Te he dicho lo que quiero y he escuchado tu postura al respecto, que es lo más sensato que he oído en mucho tiempo, aunque no me guste, no me queda más remedio que admitirlo, pero no sé qué esperas tú de mí y me gustaría saberlo. ¿Quid pro quo? ―No tengo expectativas. Una vez hice planes, pero ya no quiero mirar al futuro como si me perteneciera. Ahora solo vivo en el presente y es de lo único que puedo hablarte. Me has devuelto a la vida en más sentidos de los que puedes imaginar. No creas que me tomo esto a la ligera y que voy a marcharme y a olvidarme de ti. Ojalá… pero sé que eso no va a pasar. No digo que no me asuste, pero puedo con ello, lo único que te pido es que no forcemos las cosas y dejemos que surjan de manera natural, ¿te parece? No le estoy poniendo el punto final, si es lo que piensas, aunque creo que los dos sabemos que sería lo más fácil. Estoy dispuesta a darnos una oportunidad. Te prometo que si tú quieres, volveremos a vernos. ―Ten cuidado con las promesas que me hagas, porque podría obligarte a cumplirlas.―Hablaba como Hassan. ¿Acaso él también recordaba nuestra vida anterior? ¿Era eso posible? ―Puedes obligarme a cumplir esta: Te esperaré en Alicante. ―De acuerdo. ―Me sonrió.― No nos despidamos aún. Aún no. ―Aún no. Pasamos el día de forma más o menos tranquila. Ambos conscientes de la inminente separación, pero sin querer hablar de ella. No pude evitar pensar en Laila y en Hassan. Todo aquello quedaba muy lejano, pero a la vez tan presente… No sabía lo que pasaba, apenas conocía a aquel hombre pero le hacía promesas como si fuera un amor de toda la vida. En realidad, sentía un vínculo muy extraño que me unía a él. Algo que hacía aquella despedida mucho más dolorosa de lo que debía ser en realidad. Sentía que dejaba una parte de mí en aquel lugar. Le pedí que no me acompañara al aeropuerto a pesar de su insistencia. Sabía que si le veía allí no subiría al maldito avión o lo haría llorando y no necesitaba ninguna de esas cosas, o tal vez sí, pero hui de ellas. 5 Llegamos a Alicante en unas tres horas. Mi madre nos esperaba en la terminal de llegadas con su sonrisa y los brazos abiertos. Siempre abiertos y dispuestos para prestártelos para lo que fuera que los necesitases. ―Hola, mamá.―Le abracé. ―Hola, cariño. ¿Qué tal lo habéis pasado? ―Muy bien. ―Unos, mejor que otros.―Añadió Pablo. ―Cállate. ― ¿Qué os pasa? ―Nada.―Dijimos a la vez. Yo con exasperación y él, divertido. Inconsciente. ―De acuerdo. Ya me lo explicaréis, supongo. ―Me encontré con un amigo. Un médico del campamento, y surgió algo. ―Pero… ―Pero él está en Alemania y yo estoy aquí. Eso es todo. ―Entiendo. Vamos a casa, descansa un poco, come algo, date un buen baño y mañana, todo será diferente.―Sonreí soltando el aire por la nariz. ―Puede que sea lo mejor. Llegué a mi casa y dejé la maleta en la entrada, no me entretuve en deshacerla. Abrí una botella de vino, me serví una copa y me fui directa a darme un baño. Necesitaba pensar. Encendí unas cuantas velas y eché sales de baño en la bañera. Puse el agua un poco más caliente de lo necesario y me sumergí en ella. Miré la copa atentamente. Como si intentara descubrir en su interior la respuesta. Solo veía su cara, su boca, sus ojos… Sentí su mirada clavada en la mía y me estremecí. Todo mi mundo estaba patas arriba. Cuando Carlos me hizo la regresión a mi pasado, no habló de las consecuencias. ¿Cómo era posible que ocurrieran esas cosas? ¿De no haberme sometido a aquella regresión habría pasado? ¿Cómo era posible que dos personas que han compartido ya una vida vuelvan a coincidir en otra? Nos separaban océanos de tiempo, unos novecientos años, y nos hemos vuelto a encontrar. ¿Una segunda oportunidad? ¿Acaso la vida era así de generosa? “No esperes nada y lo poco que recibas te lo parecerá todo”, me había dicho siempre mi padre. Yo no esperaba nada, porque sin Miguel ya no había nada y de pronto… TODO. De golpe. Sin avisar. ¿Para volver a perderlo? No, yo no podía permitirlo. Si la vida me daba aquella oportunidad debía de ser por algo, yo tenía que aprovecharla, y lo haría. Laila, a veces pasaba semanas sin Hassan, ¿cómo lo hacía? ¿Cómo podía aguantar? Sentía un vacío en el pecho, una ansiedad que no me dejaba respirar. Tendría que acostumbrarme. Aquella noche, soñé con un avión que despegaba. El sol se reflejaba en algunas de las ventanillas y luego mi teléfono sonaba, era Omar. Sonó el despertador y yo me odié por haberlo puesto. ¿Por qué lo había hecho? No tenía que hacer nada. Costumbre. ― ¿Carlos? ― ¡Hola, Ana! ¿Qué tal en Múnich? ―Carlos, tenemos que hablar. Necesito hablar contigo antes de que yo misma me ingrese en el psiquiátrico. ―De acuerdo. ¿Estás bien? ¿Qué pasa? ―Que hemos abierto la caja de Pandora. Luego te lo cuento. ¿Quedamos para comer? ―Claro. Preparé algo de pasta y una ensalada y cuando sonó el timbre fui a abrir impaciente y recibí a mi amigo con un abrazo cargado de desesperación. ― ¡Vaya, chica! Menudo recibimiento… Cuéntame lo que pasa antes de que explotes. ―Yo asentí agradecida. ―Verás, ¿recuerdas lo que te conté mientras me hacías la regresión? La historia de Laila… ―También es tu historia.― Me corrigió. ―Sí, mi historia y no sabes hasta qué punto. Le he encontrado.―Le miré esperando alguna reacción por su parte, pero no llegó, así que decidí continuar.― A Hassan. Le he encontrado o él me ha encontrado a mí, no sabría decirte. Se llama Omar, llegó con el reemplazo de personal sanitario al campamento. Era el médico. El caso es que me fui a Múnich, mi hermano siempre me regala un viaje por mi cumpleaños y bueno, nos fuimos unos días. Pues bien, cuando estaba visitando un castillo de pronto oí que alguien me llamaba, era él. Omar es alemán, pero yo no pensé si quiera en esa posibilidad cuando decidí ir.―Esperé unos segundos.― Di algo, por favor. Me estoy volviendo loca. ¿He imaginado todo esto? ―No lo creo. Él sabe… ―Yo no le he dicho nada, pero a veces, siento que sí. Habla como Hassan, incluso utiliza las mismas frases. Lo más extraño, es que cuando me habla en árabe… ― ¿Te habla en árabe? ―Solo a veces, cuando no le importa que no le entienda. Me susurra en árabe al oído y yo pierdo el control sobre mí misma. ―Es la historia más increíble que he escuchado en mi vida. ― ¿Qué opinas? ― ¿Sobre qué? ―Sobre lo que sea… ¿Por qué crees que nos hemos vuelto a encontrar en esta vida? ―Puede que os hayáis estado buscando durante novecientos años, en algún momento teníais que volver a coincidir. ―Se rio. ―Pero él era musulmán… ¿No debería estar en un cielo rodeado de un montón de vírgenes? ―Puede que renunciase a él para volver a encontrarte o simplemente, puede que no exista. Yo no tengo todas las respuestas. ― ¿Y ahora qué debo hacer? ― ¿A qué te refieres? ―A Omar…―Bufé.― A mi vida. ―Vivirla. ¿Tú qué quieres hacer? Esta es una vida diferente. Os habéis encontrado, pero no tenéis porqué repetir la vida anterior. Esta es una vida nueva y tienes derecho a hacer con ella lo que quieras. No te debes a él, si es a eso a lo que te refieres. ―Mira, no sé explicarlo mejor, así que procura echarle imaginación para seguirme, ¿vale?― Cogí aire.― Precisamente es eso lo que quiero. No puedo ni quiero escapar de esta historia. Hay algo que me une a él de un modo inexorable. ― ¿Y qué haces aquí? ―No lo sé. Este es mi lugar. Mi familia, mi trabajo, mis amigos. Él quería que me quedara, me dijo que ahora que había vuelto a encontrarme, no quería perderme otra vez. ―Ana, creo que él lo sabe. Al menos tiene que intuir algo. ―No lo creo, es médico, si es la mitad de escéptico que mi madre… ―Algunas personas tienen flashes de imágenes, situaciones, recuerdos de personas… pero no recuerdan haber vivido esas cosas. Yo solo sé que desde que murió Miguel, no te he visto feliz, hasta ahora. Hace ya casi tres años. Tienes que darte permiso para ser feliz de nuevo. Lo que te ha ocurrido es más difícil que… que te toque la lotería. Aprovéchalo. Mira, tú mejor que nadie deberías saber que solo tenemos el “ahora”. Hoy estás aquí, pero nadie te puede garantizar el mañana. La vida te da lo que quiere y te lo quita cuando quiere. Por eso siempre tenemos que vivir en el presente. El pasado ya se ha ido y el futuro aún no ha llegado, pero este segundo, éste, es nuestro. ―Gracias, Carlos. Siempre sabes qué decir. ― ¿Comemos?―Me sonrió.―Tengo hambre y ya sabes, que solo puedo pensar en el ahora―Me reí. ―Tallarines al pesto.―Le guiñé un ojo, sabía que le gustaban. ―Bendita seas, Ana, tú y estos tallarines que me van a alimentar. ―Bueno, ¿qué tal te fue con el hombre en cuestión? Ya me has dicho todo lo importante, lo sé, ahora quiero los detalles. ―Es guapo, inteligente… y habla español. Tiene cuarenta y dos años y es médico. ―Es perfecto. ¿Tiene un hermano?―Nos reímos. ―Pues no lo sé. No sé mucho de él, la verdad.―Sonó el teléfono y me levanté para contestar. Había dejado el móvil en la cocina. Era una llamada de whatsapp. ¡Omar!― Perdona un segundo… ¡Es él! ―Grité eufórica desde la cocina. Carlos se partía de la risa. ― ¿Ya me echas de menos? ―Le dije a modo de saludo. ―Aún no. Te robé unas bragas y de vez en cuando las olfateo. ¿Qué tal tú vuelo? ¿Es mal momento? ¿Puedes hablar? ―Claro, estoy comiendo con un amigo, pero es una persona paciente y no le importará esperar. ―Volví al comedor para avisar a Carlos de que empezara sin mí, pero no hizo falta decir nada. Carlos ya había empezado y un tallarín sobresalía de su boca mientras intentaba engullir los que estaba triturando, me hizo gracia. ―De hecho, no piensa esperar, por lo visto. ―Me reí. ― ¡Lo sientooo, pero estoy famélico! ―Gritó Carlos. ―Tal vez podríamos hablar en otro momento, no quiero molestar. Llámame cuando estés libre, ¿de acuerdo? ―Espera, ya que has llamado, deja que te diga algo…― Bajé el tono para que Carlos no pudiera oírme.― Me encanta tu voz y desde que llegué, no dejo de pensar en ti. Yo no fui tan precavida como tú, se me olvidó robarte tus boxer. ―Me alegra escuchar eso, porque yo tampoco dejo de pensar en ti, aunque estoy un poco enfadado porque te hayas ido y me hayas dejado aquí, solo y triste… y porque me hayas reemplazado por ese amigo famélico. ―Su tono era divertido, en realidad no estaba enfadado. ―Solo quería saber si habías llegado bien. Y ya veo que sí. Si esta noche estás en casa, tal vez podamos hablar un rato por Skype, ¿te parece? ―Me parece perfecto. Carlos te envía un saludo y dice que quiere conocerte. ―Era cierto. No paraba de hacer todo tipo de gestos y pronunciar palabras en susurros para que yo se las dijera, pero hice una breve síntesis de su verborrea. ―Dile que será un placer conocerle en cuanto consiga que una amiga que tengo en Alicante, me invite a visitarla. ―Ya estás invitado, no te hagas la víctima. ―Vete a comer, anda. Hablamos luego. ―Iba a colgar cuando oí su voz llamarme. ―Ana…―Me coloqué el teléfono de nuevo junto a la oreja. ―Dime… ―Sé buena. ―Me llaman Santa Ana, no te preocupes. ―Adiós, Santa Ana. ―Te veo esta noche.―Colgó. Me senté a la mesa con la cara de boba y sin poder disimularla. Carlos, seguía devorando su plato de pasta y me miraba divertido. Yo miré el mío e intenté comer algo, pero no me entraba la comida, solo quería volver a escuchar su voz, cálida y segura, proyectando mi nombre como un mantra. Quería ver esos ojos atrayéndome a sus profundidades como dos agujeros negros y sentir su calor, su pecho latiendo bajo mis manos… ― ¿Te lo vas a comer o estás esperando que se te metan solos en la boca? ―Creo que no tengo hambre. ―Ana, por favor, que no tienes quince años… ― ¿Qué quieres que te diga? Tengo el estómago del revés. ―Lo que tienes es una cara de tonta…―Me reí y él también. ―No seas malo. ― ¡Ay! Si tu hermano me hubiera mirado alguna vez así… ―Calla, anda… No te merece. ― ¡Pero yo sí me lo merezco a él, leches! ¿Qué le pasa al Destino? ¿Cuándo se va a dar cuenta de que estamos hechos el uno para el otro? ― ¿Qué tal con ese hombretón con el quedaste la semana pasada? ―Pues como todos. Parecía que sí… pero no. ― ¿Qué les pasa a los hombres? ―Anda, anda… tú ni me hables, traidora. Cuando Carlos se marchó, me eché en el sofá para dormir un rato la siesta, pero debía estar más cansada de lo que imaginaba porque se me fue de las manos. La musiquilla de Skype me avisó de que algo pasaba, aunque no estaba muy segura de dónde procedía ni de qué se trataba. Aún con la baba colgando, intenté resolver el misterio y me costó un poco más de lo previsto. Encontré el portátil en el despacho, pero la música ya había cesado. ¡Mierda! Era Omar. ¿Qué hora era? Las siete. ¡Las siete! ¡Joder! Fui al baño, me lavé los dientes y la cara, y me recogí el pelo en una coleta. Quería estar presentable. Me senté frente al portátil y le di a la cámara de vídeo. La música empezó a sonar y el rostro de Omar no tardó en aparecer en mi pantalla. Estaba un poco nerviosa, pero contenta también. Tonta. Lo que estaba, era tonta. ―Hola. ¿Te he pillado en mal momento? ―No. Es que cuando se ha ido Carlos, me he echado un rato en el sofá y me he quedado dormida. ― Ah… La siesta. ―Eso no ha sido una siesta, creo que he entrado en un coma profundo. ―Me reí. ―Creo que tu llamada me ha salvado de quedarme así para siempre. ―La Bella Durmiente… ¿Es tu manera de pedirme que vaya a rescatarte con un beso? ―Tal vez… ¿Lo harías? ―Se nos han acabado los corceles blancos, pero tengo un Mercedes negro más veloz que el viento, no tientes tu suerte, Princesa.―Me reí. ―No serías capaz. ― ¿Me estás retando? Te aviso de que estoy deseando que me des una excusa, aunque sea pequeñita para no quedar como un obseso, así que tú misma. Sigue por ese camino y a ver dónde nos lleva.―No estaba muy segura de si hablaba en serio o no y me daba igual. Yo solo quería volver a sentirle cerca. ―No me des ideas. ―Ana…―Usó un tono de voz como el de un padre que advierte a su hijo de que está llegando a su límite. ―Omar…―Imité aquel mismo tono, aunque debo reconocer que no sonó igual. Se rio. ― ¿Qué tal con tu amigo? ― Estábamos hablando de ti, ¿sabes? ― ¿De qué hablabais? ―Bueno, de las casualidades de la vida… ―Las casualidades no existen, todo pasa por una razón. ― ¿Y cuál es la razón de que nos encontráramos? ―Tal vez, nos hayamos estado buscando… ―Yo no te estaba buscando.―Protesté. ―No importa, yo sí te buscaba a ti, y te he encontrado. ―Me alegro de que me encontraras. ― ¿Has sido buena? ―Dibujé con mi dedo una aureola imaginaria sobre mi cabeza. ―Santa Ana, ¿recuerdas? ―Y… ¿te apetece ser mala un rato? ―Como informática he de decir, que no es difícil acceder a las imágenes de la cámara de un ordenador, pero claro, yo tenía mi ordenador protegido a prueba de hackers, la cuestión era si lo tenía él. ― ¿Sabes que soy informática? ―Lo sé… ¿Y? ―Lo que me pides es lo mismo que tener sexo sin protección. Tienes que darme permiso para que acceda a tu ordenador, lo limpie y lo proteja. Cuando acabe, se te habrán quitado las ganas. Además, no me conoces de nada, Omar. No te aconsejo que le des ese acceso a nadie, si no es absolutamente necesario. ―Créeme, es necesario. Una emergencia. ―Mi gesto le reprochaba su actitud infantil, pero estaba claro que también me divertía. ―Ahora voy a tener pesadillas con hackers mirándome desde la webcam. ― ¿A qué crees que me dedico? Tengo todo el día libre, ¿recuerdas? ―Espero que siempre disfrutes de las vistas, ahora que lo sé, voy a explotar mi lado más exhibicionista. ―Solté una carcajada. Era un tipo inteligente y tenía un gran sentido del humor, a pesar de lo que pudiera parecer en el campamento, conmigo no se comportaba de aquel modo distante y frío, todo lo contrario. Era cercano y muy intenso. Era franco y no hay nada en el mundo más sexi, que un hombre que te mira de frente y te habla con honestidad. ―Unos pitidos alertaron a Omar. Miró su móvil o quizá fuera un busca, estaba sobre la mesa y no lo vi bien. Puso mala cara. ―Ana, disculpa, pero vamos a tener que dejar esta conversación tan interesante para otro momento. Me llaman del hospital y he de irme. Te llamo mañana, ¿de acuerdo? ―Claro. Vete y no te preocupes. Espero que no sea grave. ―Por desgracia, parece que sí lo es. Lástima no poder darte un beso, pero te lo mando igual. ―Tranquilo. Vete. Adiós. ―Colgó. Había salido para ver amanecer en la playa. No estaba lejos de casa y me gustaba sentarme en la arena, fría a esas horas y mirar el mar mientras el sol asomaba tímido por el horizonte, como quien asoma la cabeza para ver si hay alguien mirando. Tenía mucho en lo que pensar. No solo se trataba de Omar, tenía que retomar las riendas de mi vida. Estaba de excedencia, pero mis ahorros no eran infinitos y en algún momento tendría que volver a trabajar. El piso me encantaba, pero había demasiados recuerdos de Miguel en él y me recordaba constantemente, que entre aquellas paredes no estábamos todos, que allí siempre faltaría alguien. A las 8:30 de la mañana, entraba en casa. Encendí la cafetera y me preparé una taza de café. El ordenador me avisó de que tenía una llamada de Skype y fui derechita a por él. No me había mirado en ningún espejo, pero me dio igual. La cara de Omar aparecía en la pantalla y descolgué. ―Buenos días, Bella Durmiente. ―Buenos días, Príncipe Madrugador. ―Me sonrió. ― ¿Qué tal anoche? Parecías preocupado cuando te fuiste. ―Pues la cosa se torció un poco, pero conseguimos estabilizar al paciente. Saldrá de esta, pero puede volver a tener otra crisis en cualquier momento. A veces, simplemente, no tenemos las respuestas… ― ¿Estás bien? Si necesitas hablar de ello, estoy aquí. Mi madre también es médico y sé que a veces es difícil desconectar. ―Tranquila. Estoy bien. Solo estoy un poco cansado… ―Bostezó. ― Ha sido una noche larga. ― ¿Y qué haces aquí hablando conmigo en lugar de estar en la cama? ―Le di un sorbo al café. ― ¿Eso es café? ― Hizo un puchero. ― Todo lo que necesito está al otro lado de esta maldita pantalla…―Se quejó y yo me reí. ―No seas llorica. Si quieres, te preparo uno. ―Por favor, con dos cucharaditas de azúcar. Quería verte antes de irme a dormir. ¿Qué harás hoy? ―Tengo que ir al banco y a hacer algunas gestiones. Luego intentaré pensar qué hacer con mi vida. ―Vale, esa conversación requiere de una atención que en este momento no soy capaz de mantener, pero no me lo quiero perder. Así que te llamo cuando me levante y si te apetece, hablamos. ¿Estás bien? ―Estoy bien, vete a dormir y luego hablamos. ―Vale, pero si necesitas algo, me despiertas. Tengo el sueño ligero, gracias a los años y años de guardias, así que no te preocupes. Y… Ana, es tu vida y sé que no tengo derecho a opinar, pero por favor, decidas lo que decidas, tenme presente. ―Me guiñó un ojo y añadió. ―Te veo en un rato… Sé buena. ―Santa Ana.―Me sonrió y colgó. Me resultaba de lo más extraña su actitud hacia lo que empezaba a gestarse entre nosotros. Porque estaba claro que empezábamos a tener algo, pero no habíamos hablado de ello, y de hecho, solo habíamos tenido sexo una noche. Podría haberse quedado en eso, pero tenía la sensación de que él daba por sentado una relación. Me hablaba como si fuéramos una pareja consolidada y prácticamente, nos acabábamos de conocer. No era normal, eso estaba claro, pero lo cierto es que me gustaba, de algún modo llenaba el vacío y hacía que no me sintiera sola. Volvía a formar parte de algo y eso era realmente reconfortante. Pasaron un par de meses más o menos así. Hablábamos mucho por Skype, de hecho, casi todo el tiempo que pasábamos en casa, estábamos conectados. Daba igual si estábamos cocinando o desayunando, hacíamos cosas juntos a miles de kilómetros de distancia. Yo no creía en las relaciones a distancia, pero con él era todo tan fácil… Tal vez pudiera funcionar. Una noche que había salido con mi hermano y unos amigos, bebí más de la cuenta y cuando llegué, casi a gatas hasta el sofá, vi el portátil. No recuerdo haberlo encendido, ni haber buscado su contacto en Skype, pero… le llamé. Descolgó al cuarto tono, era verdad que tenía el sueño ligero. ―Ana, ¿Va todo bien? ―Dijo frotándose los ojos. Miró el reloj. ―Cielo, son las cuatro de la mañana… ¿qué pasa? ―Intenté acariciar su cara a través de la pantalla. ― ¡Omar! ―Grité yo, sin darme cuenta de que había levantado la voz. En cuanto oyó mi tono se hizo una idea del contexto. ― Qué guapo eres… ¿Cuándo vas a venir? ¡¿Cómo lo aguantas?! Yo ya no aguanto más, de verdad que no… ―Ssshhhh, Ana, no grites, cielo, vas a despertar a todos tus vecinos. Baja la voz para que nadie se enfade contigo. ―Yo hice el gesto de taparme la boca, pero me moría de la risa. ― Creo que has bebido un poquito más de la cuenta. Cielo, es tarde y mañana trabajo, así que vamos a hacer una cosa, ve a la cocina a por un vaso de agua y a por algo de comer. ―Asentí. Cogí el portátil para ir a la cocina. ―Ana, tesoro, deja el portátil aquí, no hace falta que te lo lleves, yo te espero, ¿vale? ―Asentí y dejé el portátil sobre la mesa. Cogí un vaso de agua y un donut de chocolate. Se lo enseñé y le di un bocado. ―Muy bien, enseguida vas a encontrarte un poco mejor, ya verás. Luego, métete en la cama y mañana hablamos cuando te despiertes, ¿de acuerdo? ―Negué con la cabeza porque tenía la boca llena de donut. Tragué. ― ¿Cuándo vienes? ―Mañana hablamos y si tú quieres, saco un billete y voy a verte en cuanto pueda, pero ahora, acábate el donut y ve a dormir, anda… ―No quiero dormir… quiero que vengas y que te metas en la cama conmigo. Quiero que me beses y me hagas el amor como aquella vez en tu casa. Me gustó mucho, quiero que vengas y que lo hagamos toda la noche. ―Vale, cielo, nada me gustaría más que eso, pero no podrá ser esta noche. Iré pronto y haremos el amor, pero ahora vete a dormir, ¿vale? ―Vale, pero tienes que venir pronto y besarme. ―Te lo prometo. Venga, acuéstate, que yo te vea… ―Me tumbé en el sofá y le miré en la pantalla. Intenté acariciarle de nuevo en la cara. ―Coge una manta y échatela por encima, seguro que tienes una cerca, antes creo que la he visto sobre el respaldo. ―La cogí y se la enseñé antes de extenderla y ponérmela por encima. ―Ahora estás lista para dormir. Sueña cosas bonitas. ―Voy a soñar contigo. ―Le dije resuelta y ebria a partes iguales. ―De acuerdo. Sé buena. ―Dibujé la aureola sobre mi cabeza con un dedo y cerré los ojos. ―Te quiero… mucho. Al día siguiente un rayo malévolo de sol se coló por la ventana y me golpeó directamente en la cara, sin piedad. ¡Joder! ¿Cómo llegué anoche hasta el sofá? Intenté recordar. ¡Oh, oh! Me tapé la cara con las manos y mordí el cojín mientras gritaba muerta de vergüenza. No me acordaba de todo, de hecho tenía bastantes lagunas, pero me acordaba de haber hablado con Omar y que él me ayudara a acostarme desde Alemania. ¡La madre que me parió! Tendría que disculparme por eso, pero sería más tarde, cuando me hubiese dado una ducha y me hubiese tomado un camión cisterna de café. Miré el reloj: las 11:00. Bien, operación: “AVE FÉNIX” en marcha. Tardé una hora larga en reconstruirme, pero no tenía mucho sentido alargar el momento, así que los malos tragos, cuanto antes, mejor. Llamé. Un tono, dos tonos… tres tonos… Nada. Tal vez estuviera enfadado y no quisiera hablar conmigo. Repasé los fragmentos de la conversación que iban llegando a mi mente como ráfagas de una película en la que yo fuera la protagonista. Y el Oscar a la mejor actriz revelación es para… ¡Ana! Lo intentaría más tarde. Me sonaba vagamente, que me dijo que hoy tenía que trabajar. Revisé la hora de la llamada en Skype. ¡Las 4:00 de la mañana! La conversación duró veinte minutos ¡Joder, Ana, lo has bordado, hija! Desayuné, miré el móvil. Tenía varios audios de whatsapp de mi hermano, diciéndome que había llegado sano y salvo a casa y que me acordara de beber un vaso de agua antes de dormir. Vi que tenía otro de Omar. Lo leí: Espero que la Bella Durmiente haya soñado cosas bonitas (a poder ser, conmigo), y se haya despertado sin secuelas graves de lo que parece haber sido una noche apoteósica. Tengo turno hasta las seis, te llamo cuando llegue a casa. Sé buena. Yo también te quiero. Sí, le dije que le quería… Así, a lo loco. Bueno, a lo loco, no, a lo borracho. ¿Dónde hay un agujero negro cuando lo necesitas? Fui a comer a casa de mis padres. Omar no salía hasta las seis, así que aproveché para ir a verles. Además, quería hablar con ellos de Omar. No es que tuviéramos una relación formal, pero había algo que poco a poco iba cogiendo forma y no quería dejarles al margen de mi vida. Tal vez funcionara o tal vez no, pero en ambos casos, tenían derecho a saberlo. Cuando llegué, mi padre estaba en su despacho y mi madre, parecía preocupada. Le di un beso en la mejilla y le pregunté directamente. ― ¿Qué te pasa? Pareces preocupada… ―Espero que no sea nada, pero ayer le hicimos unas pruebas a tu padre y estamos esperando los resultados. ― ¿Para qué eran las pruebas? ¿Qué le pasa? ―Aún no sabemos nada. No te preocupes tú también, anda, que conmigo ya hay bastante. Ya sabes cómo somos los médicos, lo exageramos todo. ―Algo iba mal, muy mal. Porque eso no era cierto y conocía perfectamente a mi madre, ella no se preocupaba por cualquier cosa, si estaba así, es porque tenía indicios para pensar que las pruebas podían salir mal. Pero tenía razón en una cosa, era una tontería preocuparse cuando aún no sabíamos nada. ―Está bien, pero en cuanto tengáis los resultados, llámame, por favor. ―Por supuesto, cariño. En cuanto sepa algo te llamaré, pero ahora, disfruta de este asado de pollo que está para chuparse los dedos. ― ¡Y qué pinta! ―Mamá, quería hablaros de Omar, el médico del campamento que me encontré por casualidad cuando fui con Pablo a Múnich, ¿Te acuerdas? ―Claro, ¿qué tal os va? ―Pues de eso se trata, creo que nos va muy bien. Y mira que yo no he creído jamás en las relaciones a distancia, pero es que lo hace todo tan fácil… Hablamos a diario por Skype y bueno, espero que pueda venir pronto, porque sin que me diera cuenta, se ha hecho un hueco en mi vida. ―Me alegro de que hayas encontrado a alguien que te haya devuelto la ilusión. Mereces ser feliz y disfrutar de la vida. Pero si no sale bien, no será el fin del mundo. Pase lo que pase, aquí estaremos. ―Lo sé, pero no os pongáis ñoños que hoy tengo el día sensible y acabamos todos llorando. Y no quiero. Cuando llegué a casa eran las seis. Omar tardaría aún un rato en llegar a casa, así que me hice una taza de café y pensé en la forma más apropiada de entonar el mea culpa. Eran casi las siete cuando oí la llamada. Descolgué y allí estaba, con su sonrisa puesta y sus ojos dispuestos a devorarme. ―Hola. ―Hola… Antes de que digas nada, deja que me disculpe, por favor. Lo siento muchísimo. De verdad, estoy avergonzada y eso que no recuerdo toda la conversación, pero espero no haber dicho nada fuera de lugar. Siento haberte despertado en mitad de la noche. Salí a tomar algo con mi hermano y… se nos fue de las manos. ¿Me perdonas? ―Junté las manos en actitud contrita y él se puso serio. ―Ya veremos… De momento, quiero que cumplas penitencia. ―Tú dirás cómo puedo enmendar el daño causado. ―A partir de ahora, cada vez que te despidas de mí, tienes que decirme que me quieres. ―Me tapé la cara con las manos, avergonzada. No por decirle que le quería, sino porque la primera vez que lo hacía, fuera estando borracha como una cuba. ―No te tapes esa cara tan bonita y mírame a los ojos. ―Aparté un dedo para mirarle como quien lo hace a través de un agujero para que no le vean. ―Fuera manos. ―Obedecí y le miré, aún con las mejillas encendidas. ―Ahora repite conmigo: Omar, te quiero. ―Omar… no me toques las narices porque lo siento mucho, pero te estás pasando de listo. ―Se rio con ganas. ―Diría que fue muy divertido porque realmente estabas muy graciosa, pero hoy he querido estrangularte un par de veces. Empiezo a creer que tu hermano es una mala influencia para ti. ―No sería honesto por mi parte dejarle cargar con toda la culpa, digamos que solo es un cincuenta por ciento. De verdad que lo siento. La próxima vez que salga, esconderé el portátil para evitar posibles llamadas intempestivas. ―Si no hubiera tenido que trabajar hoy… No confirmo ni desmiento que tal vez me hubiera aprovechado de la situación. ―Eso es rastrero. ―Lo sé, pero necesito verte ya, no soy un hombre paciente y anoche me lo pusiste muy difícil. Si hubieras ido menos borracha, tal vez ahora estuviera camino de tu casa. Fuiste tan tierna… ―No hagas leña del árbol caído, es muy poco elegante. ― ¿Qué tal te has levantado esta mañana? ¿Te dolía la cabeza? ―No, doctor, me he levantado como una rosa gracias a sus cuidados nocturnos, y eficaces, debo decir. ―Me alegro. ¿Y has soñado cosas bonitas? ―Omar… ―Ana…―Dijo imitando mi tono. ―Me aseguraste que ibas a soñar conmigo, solo quiero saber si lo conseguiste, lo dijiste con tanto aplomo… ―Estoy a punto de colgar. ―Pues acuérdate de decirme que me quieres. No te vayas a olvidar. ―Te crees muy gracioso, ¿verdad? ―Reconoce que tengo mis días. Bueno y aparte de este pequeño incidente, ¿qué tal te ha ido el día? ―Pues… no sabría decirte, la verdad. ―Pensé en la conversación que había tenido con mi madre sobre mi padre y el tono ya no tenía nada que ver con el anterior. Él lo noto de inmediato y también se puso más serio. Lo sabía por la forma de fruncir el ceño, como si se concentrara en una tarea de suma importancia. ―Cuéntame. ―Hoy he ido a comer con mis padres y cuando he llegado he notado a mi madre preocupada. Lógicamente le he preguntado y no me ha convencido su respuesta. Demasiado vaga. Mis padres suelen ser bastante precisos cuando hablan, él es profesor de historia y dice que hay que procurar hablar con propiedad y decir lo que queremos decir, eligiendo cuidadosamente las palabras, mi madre, es neuróloga, creo que ya te lo había dicho. El caso es que cuando le he preguntado, solo me ha contestado que ayer le hicieron unas pruebas a mi padre y que estaban esperando los resultados. ― ¿Qué pruebas le han hecho? ―Ya no hablaba con el “Omar pareja”, el cambio era tan evidente… en estos momentos, hablaba con el Dr. Kadrahoui. ―Esa es la cuestión, no me lo ha querido decir. Ha echado un montón de balones fuera, diciendo que no me preocupe, que seguro que está todo bien, pero que los médicos sois así, que siempre os ponéis en lo peor. Pero no es cierto. La única vez que he visto a mi madre así antes de hoy, fue cuando le diagnosticaron el cáncer a Miguel. Cuando operaron a mi hermano de apendicitis, ni pestañeó. Pasa algo y me temo que no me va a gustar cuando me entere. ―No sé si hemos hablado de esto alguna vez, pero mi especialidad es la oncología. Espero que se trate de alguna prueba rutinaria y que todo quede en un susto, pero en cualquier caso, si necesitáis algo y está en mi mano, puedes contar con ello, solo tienes que decirlo. ―Estoy asustada. ―Solo hablar de aquella enfermedad me hacía temblar de terror. Rompí a llorar. No quería, pero el miedo empezó a hacerse grande en mi interior y no me dejaba respirar. No dejaba de pensar en Miguel. En el infierno que pasó. No me sentía capaz de pasar por aquello una segunda vez. ―Tranquila… ― ¿Tranquila? No… no puedo estar tranquila. No seré capaz de pasar por eso otra vez. No soy tan fuerte. Yo, no podré con esto. ―Mírame, Ana, no estás sola. Voy a coger un vuelo y vamos a ver qué dicen esos resultados. ¿De acuerdo? ―Solo pude asentir, porque la voz estaba atascada en algún lugar entre mi diafragma y mi garganta y pesaba demasiado para dejarla salir. ― Ahora necesito hacer un par de llamadas para organizarlo todo. ¿Estarás bien? ―Me obligué a respirar y a calmarme. Puede que suene estúpido, pero el simple hecho de saber que la caballería estaba de camino y que no estaría sola para afrontar lo que fuera a venir, me hizo sentir alivio. Le miré agradecida, pero en cuanto pude respirar, pensé que no podía consentir que paralizase su vida por un mal día o una sospecha, casi un presentimiento. ―Gracias, Omar, pero no quiero ponerte en un compromiso ni pretendo complicarte la vida. Además, con un poco de suerte, todo quedará en un susto. Puede que el miedo me haya hecho exagerar toda esta historia. ―Ana, ayer te lo dije por otras razones, pero te lo repito ahora, por favor, no me excluyas de tu vida. Si puedo ser de ayuda, quiero serlo y no es ningún compromiso, sobre todo, si hablamos de tu familia. Lo de complicarme la vida, igual llegas un poquito tarde, porque cuando dejamos entrar a alguien en nuestro mundo, asumimos que la vida se va a volver más complicada, pero con un poquito de suerte, también mucho más rica e infinitamente más dulce. Ya no puedo pensar en no complicarme la vida, de hecho, estoy loco por complicármela todo lo que pueda contigo, así que… si prefieres que no vaya por otros motivos, dímelo, de lo contrario, voy a colgar, a hacer dos llamadas y a comprar un billete de avión. ¿Hay algo que quieras decirme? ―Te quiero, Omar Kadrahoui. ―Yo también te quiero. Ahora te llamo. Sé buena. ―Colgó. 6 El vuelo de Omar llegaba a las ocho de la tarde del día siguiente, así que tenía el tiempo justo para prepararlo todo e ir a recogerlo al aeropuerto. Llamé a mi madre para preguntarle por los resultados, pero volvió a darme largas y yo no tuve fuerzas para insistir. Tal vez era una cobarde, pero no estaba segura de estar lista para una respuesta difícil. Fui al supermercado y compré provisiones, para los próximos días. No solía tener la nevera demasiado llena, porque en casa solo estaba yo, pero ahora con Omar aquí, tendría que llenarla un poco más. Cambié las sábanas y limpié un poco la casa. Estaba emocionada por su visita, a pesar de lo que la había propiciado, como pareja, también nos vendría bien pasar algún tiempo juntos. Skype está genial, pero hay cosas que no se pueden sustituir y las ganas, por grandes que sean, no son capaces de cruzar una pantalla. Esperé durante toda la tarde y parte de la noche su llamada. Se suponía que antes de subir al avión me llamaría para confirmarme la hora de llegada, pero el teléfono no sonó y al final, Morfeo me sorprendió tirada en el sofá. Eran las seis cuando sonó el teléfono. Un mensaje: Siento no haber llegado para la cena. Llegaré sobre las 11:00am Te lo compensaré. Puse el despertador a las nueve de la mañana y seguí durmiendo. Soñé con el desierto, con Laila y Hassan, con la tormenta de arena y su regreso tras ir a hablar con el consejo y pedir la ayuda del Sultán. Sentí la emoción de Laila al verle, el alivio por tenerlo de nuevo con ella y el escalofrío que recorrió su espalda cuando él le clavó sus ojos negros y le sonrió, mientras ataba a su camello. Sonó el despertador. Me levanté y me metí directamente a la ducha. Luego preparé café. Me puse unos vaqueros algo desgastados y una camiseta blanca. Cuando terminé de poner un poco de orden eran las diez y media, y salí de mi casa en dirección al aeropuerto. Estaría allí en veinte minutos, tenía tiempo. No tuve que esperar mucho, aparqué en el parking y crucé la pasarela para llegar a la terminal y desde ahí, bajé las escaleras mecánicas hasta la zona de llegadas. En pocos minutos, le vi aparecer. Llevaba una maleta pequeña, el típico equipaje de cabina. Él me sonrió contento de verme y yo, fui derecha hacia él. Le abracé sin contener la alegría que me producía verle de nuevo y él buscó mis labios con discreción. ―No puedo creer que estés aquí de verdad.― Le dije sin dejar de sonreír. Fuimos hasta el coche y en cuanto estuvimos dentro y las puertas se cerraron, Omar buscó mis labios casi con desesperación. Y qué bien me sentaron aquellos besos. Por fin logramos separarnos y recordé que debía conducir hasta casa. Céntrate, Ana… ― ¿Has vuelto a hablar con tu madre del tema? ―La he llamado, pero siempre me dice lo mismo, que no me preocupe y que aún no sabe nada y que tienen que seguir haciendo pruebas para que el diagnóstico sea lo más acertado posible. Me suena a cuento chino, la verdad, y me duele pensar que me está mintiendo porque es mi madre y se trata de la salud de mi padre, pero no sé qué más puedo hacer. ―Bueno, vamos a tranquilizarnos y a esperar un par de días. ¿Tú qué tal lo llevas? ―Como puedo. Intento no angustiarme antes de tiempo, así que vamos a darles un par de días como propones y luego ya nos pondremos serios, pero de momento, quiero que disfrutemos de este tiempo juntos. Nos lo hemos ganado. ―Me alegra oírte decir eso. ― ¿Qué quieres hacer? ―De momento, me gustaría deshacer la maleta…―se rio. ―De acuerdo. A casa, entonces. Metí el coche en el garaje y subimos a casa. Le enseñé el piso y ojeó algunos títulos de libros que había en la estantería y los cedés de música. ― ¿Tienes hambre? Aquí solemos almorzar a media mañana y tú has madrugado. ―La verdad es que sí. ― ¿Qué te apetece? ― ¿Café y una tostada? ―Yo soy tu genio de la lámpara, tus deseos, son órdenes para mí.― Le guiñé un ojo y él se acercó mirándome pícaramente. ―En ese caso, deseo…―me cogió por la cintura y me miró fijamente, sus labios descendieron un poco para tantear los míos sin llegar a besarme― te deseo a ti.―Fui yo quien le besó, pero me aparté antes de lo que me habría gustado, abrumada por el calor que desprendía su cuerpo o el mío, no sabría decirlo. ―Deja que prepare el café y luego, ya hablaremos de tus deseos.―Me reí. ―Puedo esperar. ― ¿En serio? ¿Cuánto? ―Creo, que aguantaré hasta después de almorzar. No mucho más. Luego, genio, tendrás que cumplir con mis exigencias. ― Algo me dice que será un placer. ―Desde luego. ― ¿Conoces las reglas? Solo tres deseos. ―Bien, tres serán suficientes, ya no soy un crío.―Se rio. ―Esos son tus deseos, ¿qué pasa con los míos? ―Yo no soy tu genio, no tengo porqué satisfacer los tuyos. ―No, pero lo harás de todos modos. ―Eso espero. Él terminó de comer antes que yo, pero esperó a que yo también acabara. Me levanté para recoger la mesa y él alargó su mano para agarrar mi muñeca y me acercó a él, sentándome sobre sus rodillas. ― ¿Qué pasa con mis deseos?― Yo le miré divertida. ―Pide y se te dará. ―Deseo que me lleves al éxtasis cada día, empezando hoy mismo.― Yo le miré y decidí jugar un poco. Me levanté y seguí recogiendo. Él me seguía con la mirada, confuso porque no me hubiera puesto de inmediato manos a la obra. ― ¿No vas a concederme mi deseo? ―Has dicho hoy, aún queda día.― Le saqué la lengua y él me miró contrariado. ―Tienes razón. Tendré más cuidado la próxima vez. Puede que yo sí quiera concederte un deseo. ―Pero tú no eres mi genio.―Le recordé. ―Lo que tú deseas no te lo podría dar un genio, ―se rio para sí mismo― solo te lo puedo dar yo. ―Le veo muy seguro de sí mismo, doctor. ¿Y qué es? ―Ven, acércate, es un secreto. Te lo diré al oído.― Yo me acerqué y comenzó a susurrarme algo en aquel idioma que me privaba de mi voluntad. Cerré los ojos para dejar que su voz inundara mis sentidos y me estremecí al calor de su aliento. ―No sé qué es lo que me has dicho, pero creo que eso es exactamente lo que deseo.―Soltó una carcajada. ―Lo sabía…―Me dijo en un tono un poco prepotente y arrugando la nariz. Yo no le contesté, me perdí en su mirada y luego, le cogí de la camisa y empecé a arrastrarle hacia mi habitación, mientras iba desabrochando los botones. Paseé mis manos por su torso, ahora al descubierto y él estalló al instante, desatando su pasión y también la mía. Buscó mis labios con urgencia y yo le correspondí impaciente. Me cogió en brazos y me depositó sobre la cama. Se tendió sobre mí sin dejar de besarme, casi arrancándome la ropa. Se paseó por mi cuerpo sin hacer caso de ninguna frontera, tomando cuanto quiso sin pedir ningún permiso, invadiendo cada lugar sagrado sin hacer prisioneros, acallando cualquier gemido antes de que pudiera convertirse en grito. Lo arrasó todo, hasta que ya no hubo más madera que quemar y entonces, se quedó dormido. Aquello no era deseo, era necesidad. La cuestión era, si algún día podríamos aplacarla. Por la tarde, salimos a dar una vuelta por el centro. Recorrimos la avenida Maissonave, parándonos en cada escaparate, pasamos por el paseo de Federico Soto y la zona de La Explanada, con sus puestos. Ya empezaba a ponerse el sol cuando llegamos a la playa. Nos quitamos los zapatos y caminamos por la arena durante un rato. No estaba demasiado caliente y la sensación al contacto con la piel, resultaba agradable. ―Había olvidado cómo era la vida en España. El sol, la playa, las terrazas… ― ¿Te apetece una cerveza? ―Prefiero una copa de vino. ― ¿No te gusta la cerveza?―Le pregunté curiosa. ―No demasiado, la bebo a veces, pero si puedo elegir, me quedo con el vino. Lo cierto es que no suelo beber mucho. ―Yo tampoco, pero de vez en cuando… ―Ya te vi la otra noche…―se rio. ― ¿Me lo vas a recordar el resto de mi vida? ― ¿Quién sabe? Vamos a ver qué tal nos va estos días y ya hablaremos del resto de nuestras vidas. Creo que es un poco pronto para hablar de matrimonio. ―Ya quisieras tú. ―Puede. ¿Te gustaría volver a casarte? Tener hijos, formar una familia… ―No pienso en esas cosas. Era lo que quería con Miguel, lo teníamos todo pensado y mira… No miro al futuro a largo plazo. ―Entiendo. Debe de ser difícil. ¿Qué tipo de cáncer padecía? Si no te incomoda la pregunta. ―Un gliobastoma multiforme. Nos dijeron que era uno de los tumores cerebrales más invasivos y que a pesar del tratamiento, las posibilidades de éxito eran escasas. Al principio nos dieron ocho meses de vida, máximo un año. Miguel aguantó tres años. Tres largos años de cirugías, quimioterapia y radioterapia que le fueron debilitando hasta convertirlo en una sombra de lo que fue. La última vez que se le reprodujo, Miguel se negó a someterse a ningún tratamiento. Estaba cansado y aunque yo le pedí que luchara, al final no me quedó más remedio que aceptar su decisión. Fue duro. Muy duro. ―Ese es uno de los peores diagnósticos. El hecho de que aguantara tanto tiempo, evidencia que tenía mucho por lo que luchar y que no se quería marchar a ninguna parte. No pienses que se rindió, a veces, simplemente, no podemos más. ― ¿Te importa si cambiamos de tema? ―Le pedí con una sonrisa cargada de tristeza.― O mejor aún, volvamos a casa… Empieza a hacer frío. ―Puedo hacer que entres en calor, si quieres.― Me dijo divertido. ―Estoy convencida de que podrías.―Me reí yo. ― ¿Qué te apetece cenar? Podemos pedir algo si quieres o cenar fuera, lo que prefieras. ― ¿Sabes hacer tortilla de patatas? Es lo que más me gustaba de la comida española. ―Claro, también puedo preparar algo de pasta o arroz… ― ¿Paella? Mi mujer no sabía hacerla. ―Eso, mañana. Hoy la tortilla y verduras a la plancha… ¿qué te parece? ―Que tu casa está muy lejos…―Nos reímos los dos. Preparé una tortilla para cuatro y verduras a la plancha; calabacín, berenjenas, alcachofas, espárragos y champiñones. Cuando vio la tortilla en la mesa, los ojos se le salieron de las cuencas y me miró sorprendido, como si hubiera hecho algún milagro. ―Ya sé cuál va a ser mi próximo deseo. ― ¿Cuál? ―Mañana te lo cuento. Cuando vea si satisfaces el primero. ―Creí que eso ya lo había hecho antes. ―No. Fui yo quien satisfizo el tuyo. ―Te crees muy listo, ¿verdad? ―Bastante, teniendo en cuenta la media. ―Tendré que bajarte esos humos antes de que sea demasiado tarde.―Me reí. ―No entiendo qué es “bajarme humos”.― Me reí. ―Es solo una frase hecha. Quiere decir, que tendré que enseñarte a ser más humilde. ―En España tenéis muchas formas de decir las cosas. Esa no la conocía. ―Así que no se te dan bien los refranes ¿eh? ―Conozco algunos, pero no todos. ―Creo que voy a divertirme bastante con esto. ―No sería muy justo por tu parte. ― ¿Quién ha dicho que la vida tiene que ser justa? ―Haz lo que quieras, pero piensa que la tortilla siempre puede darse la vuelta. Excepto esta, que no le va a dar tiempo. ―A ti sí que te voy a dar yo la vuelta. Terminamos de cenar y empecé a recoger la cocina. Él se subió las mangas de la camisa y empezó a fregar los platos. ―Deja eso que ahora lo hago yo. ―Tú has cocinado, yo friego. No me importa. Y luego podemos ver una película en el sofá. ―Le miré extrañada por aquella petición. No sé por qué, pero no la esperaba. Creí que querría meterse en la cama cuanto antes, teníamos mucho tiempo (y amor) que recuperar. ― ¿No prefieres ir a la cama? ―Eso después. No seas impaciente. Empiezo a pensar que solo me quieres para el sexo. ―Se rio. ―Pronto empezamos con las excusas. Ahora me dirás que te duele la cabeza. ―Soltó una carcajada. ―A mí nunca me duele la cabeza, tranquila, y si me duele, me tomo un paracetamol y arreglado. Por eso no te preocupes. ―Se secó las manos en un trapo seco y luego lo devolvió a su lugar. Me cogió de la mano, tiró de mí y me obligó a sentarme en el sofá y él se dejó caer a mi lado y me dio un único beso, cálido, húmedo y breve que me dejó con ganas de más. ― ¿Qué peli te apetece ver? ―Pon la que quieras, yo suelo quedarme dormida. ―Venga no seas así, dame el gusto. ―Eso luego. ―Calla, anda y dime qué pongo. ¿Acción, comedia, romántica… terror? ―Me han dicho que “Figuras ocultas”, es bastante buena. ―No la encuentro en Netflix. ―Pon otra, la que quieras. ― “Sin límites”. El título es bastante sugerente. ¿Qué me dices? ―Ponla, si quieres. ―Cogí un cojín y me recosté en su regazo. Era agradable volver a sentirme así, tranquila y relajada junto a alguien. La verdad es que estaba realmente a gusto. Él me pasó un brazo por encima y con el otro me acarició el pelo. Se acomodó un poco, buscando su sitio. Y yo quise quedarme así para siempre, sintiendo que nada malo podía pasar entre sus brazos. Que el mundo, podía girar sin nosotros, dejándonos al margen de toda su enfermedad, su dolor y miseria. ―Creo que esta ha sido la mejor idea que has tenido nunca. ―Reconocí. ―Ni de lejos. La mejor idea que he tenido en mi vida, fue ir a Neuschwanstein un 7 de diciembre. ―Fue el día que nos encontramos en Alemania. ―Esa, y no dejar que te fueras a tu hotel. ―Tal vez. Desde luego, pase lo que pase, me alegro de que te cruzaras en mi camino. Es extraño. ― ¿El qué? ―Apenas nos conocemos y yo siento como si… ― ¿Tuviéramos una relación de años? ―Asentí sin separar la cabeza de su estómago. ―Lo sé. Yo también lo he pensado. No sabemos todo el uno del otro, pero creo que da igual. Cuando te vi en el aeropuerto y me abrazaste, sentí algo parecido a cuando regresas a tu hogar después de un largo viaje. Contigo me siento en casa. Es como caminar descalzo por la arena. ―Yo no lo habría explicado mejor. ― Sshhh, nos estamos perdiendo la película. ―Creí que la película era una excusa para meterme mano. ―Para eso no necesito poner una película. ―Metió una de sus manos entre mis piernas y la frotó contra mi sexo. Incluso a través del vaquero, la presión hizo que me estremeciera y quisiera más, mucho más. ―Cuando pongo una película es para verla. ―Eres cruel. Y un rollo, que lo sepas. ―Pero a ese juego, podían jugar dos. Mi cabeza estaba sobre su regazo y mis manos aferraban un cojín que hacía de parapeto entre mi cara y su vientre. Pasé una de mis manos por debajo y froté su entrepierna, notando un bulto bien firme que saltó de alegría con el roce. Soltó el aire por la nariz de forma sonora. Busqué su cinturón y empecé a jugar con él mientras lo desabrochaba. ―Ana…―Puso su tono de advertencia y le imité al contestarle. ―Omar… Tú a lo tuyo, no te preocupes, creo que ya la he visto. ―Ya había desabrochado el cinturón y comencé a separar los botones de sus ojales. Besé la parte baja de su ombligo y seguí hasta un poco más abajo, donde asomaba su erección. Lamí la punta despacio. ―No parece tan buena. A la mierda la película. ―Ya no hubo advertencias, ni protestas. Continué donde estaba y aquel sofá fue testigo de una sinfonía de gemidos, jadeos y sonidos de lo más sugerentes que me transportaron, sin darme cuenta, a otro lugar, pero con él. Siempre él. Cuando aparecieron las letras, yo descansaba sobre su pecho, con mi camiseta destartalada y las braguitas de encaje, el vaquero debía estar en algún sitio por el suelo. Sus brazos me rodeaban la espalda, dándome calor. Estaba a punto de quedarme dormida cuando noté que su cuerpo se movía. Se puso de pie me cargó en sus brazos y me llevó a la cama. Le oí entrar al baño, unos minutos más tarde, la sabana se abrió y su cálido cuerpo se pegó al mío y yo sentí que no podía haber más paraíso para mí que aquel lugar. Me besó en el pelo, se abrazó a mí y ya no recuerdo más. Me desperté antes que él. Seguía profundamente dormido y no quise despertarle, así que tras mirarle unos segundos, me levanté, fui al baño y luego empecé a preparar algo para desayunar. Hice café y calenté un poco de leche también. Tenía pan en el congelador y lo saqué para tostarlo cuando él se levantara, si la tostada no está recién hecha, pierde la gracia. Rallé un poco de tomate con medio diente de ajo y lo puse en un cuenco. Por último, exprimí unas cuantas naranjas sin poner en marcha el exprimidor, no quería hacer ruido y despertarle. De pronto apareció en la cocina, descalzo, con los bóxer y una camiseta de manga corta de algodón. Me dio un beso en el pelo, mientras se abrazaba a mi cintura. ― ¿Has preparado el desayuno? ―Café, zumo y tostadas. ¿Qué le apetece al señor? ―Como sigas cuidándome tan bien, igual me quedo hasta que me eches. ―Se rio. ―Anda, siéntate y sirve el café. Termino de recoger esto y voy. ― ¿Cómo lo quieres? ¿Solo o con leche? ―Solo y con tres de azúcar. ― ¿Sabes que tomas mucha azúcar? ―No empieces tú también que con mi madre tengo bastante. ―No he dicho nada. Pero tu madre te quiere y yo también, igual te lo decimos para que vivas muchos años y los vivas bien. ―Le di un beso rápido en los labios y le metí una tostada con tomate, aceite y sal en la boca. ―Come y calla, anda. Desayunamos en silencio, pero sin dejar de mirarnos y sonreírnos, como dos bobos. Cuando le dio el último sorbo al café, se incorporó y me dio un beso que acabó antes de que la cosa se pusiera seria. Luego se levantó y se metió en el baño. Oí la ducha y estuve tentada de seguirle y continuar aquel beso bajo el agua caliente, pero quise recoger la cocina porque quería llevarle a ver un pueblecito que me encantaba desde niña. Era uno de esos pueblos de montaña que han preservado sus orígenes árabes, así que creí que le gustaría a él también. Estaba estirando un poco las sábanas para hacer la cama, cuando le vi salir de la ducha con una toalla enrollada a la cintura. Por el torso aún resbalaban algunas gotas de agua. Creo que se me cayó hasta la baba, aunque no estoy segura y prefiero no averiguarlo, la verdad. ― ¿Dónde has puesto mi ropa? No encuentro nada. ―Está colgada en el armario. Si no la sacas, se arruga enseguida. Aunque ahora no creo que la necesites…―Le dije yo acercándome despacio. ―Quién a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija.― Dije abrazándome a él. ― ¿Vas a concederme ahora mi deseo? ― ¿Prefieres dejarlo para más tarde?―Me miró de una forma extraña y sonrió. ―Más vale pájaro en mano, que ciento volando.―Me susurró y yo le miré sorprendida. ―Ese refrán me gusta, pero vamos a tener que esperar a esta noche. Tengo planes. ―Que esperen los planes, yo te vi primero. ―Me reí y sacudí la cabeza. ―Quiero llevarte a un sitio.―Le dije. ―Yo también quiero llevarte a un sitio…―Me susurró junto a la oreja. ―Está justo detrás de ti. ―Miré y vi mi cama a medio hacer. ―Omar… ―Ana… Puedo ser muy rápido, lo prometo. ―Eché un vistazo al reloj. ―Tienes diez minutos. ¿Serás capaz de lograrlo? ―Y me sobran dos. ―Y sí. Creo que tardó aproximadamente cinco minutos en lograrlo y con los otros cinco, repitió. ¡La madre que lo parió! Si fuera una atracción de la feria, tendría el bono de temporada y tendrían que echarme del parque para poder cerrar. Me di una ducha rápida, mientras él se vestía y hacía la cama. Salí con la toalla enrollada para coger la ropa interior. ― Ana, vístete rápido o no nos iremos nunca. ¡Joder! Quiero quitarte la toalla y… ―Se mordió el labio y respiró hondo retomando el control. ― ¡Venga ya! ¡Es imposible! ―Se rio. ― ¿Dónde quieres ir? ―Yo le sonreí mientras me ponía las braguitas. ― Es un pueblecito que hay cerca de la costa. Bueno, primero iremos a ver las fuentes del Algar, si nos damos prisa, podríamos pasar la tarde viendo Guadalest, pero donde quiero ir es a Altea. ―Bien, ahora te toca a ti hacer de guía. ―Te encantará la ruta, ya verás.―Sonreí al tiempo que me levantaba de la cama. Él se sentó en la cama y me miró mientras me vestía como si fuera un lobo hambriento y yo un pequeño corderillo.― Vamos, si no nos ponemos en camino pronto, no nos dará tiempo. ―Está bien. ¿Estás segura de que no quieres quedarte aquí? ― ¿Pero es que tú no te cansas nunca? ―Aún no he empezado contigo. ―Empiezas a darme miedo, ¿sabes? ¿De verdad tienes cuarenta y dos años? ―No sé cómo tomarme eso. ―Es un cumplido, créeme. Lo de antes ha sido impresionante. Podríamos invitar a Carlos, me gustaría que te conociera.―Le tanteé. ―Ana, no pienso hacerle a Carlos lo mismo que a ti. Tengo la mente abierta, pero no me van los hombres. ―Muy gracioso. A la excursión… ―Decide tú, es tu amigo. ― ¿Seguro que no te importa? ―No, está bien. Yo también quiero conocerle, si es tan especial para ti, debe ser un buen tipo. ―De acuerdo, voy a llamarle. Marqué su número y tardó en descolgar. ― ¿Carlos? ¡Hola! ¿Qué haces hoy? Voy con Omar a la fuente del Algar, Guadalest y también queríamos pasar por Altea. ¿Te apetece venir con nosotros? Te recogeremos en… ¿media hora? Está bien, ahora te veo. Un beso.― Colgué. ― ¿Un beso? ―Me reí, parecía celoso, aunque el tono era divertido. ―No seas tonto, es un buen amigo, como Daniel. Tengo suerte de tener buenos amigos. ―La suerte la tienen ellos. Recogimos a Carlos que ya nos estaba esperando en la puerta de su casa. Yo conducía, así que las presentaciones las hicimos en marcha. ―Omar, él es Carlos, Carlos, te presento a Omar.―Omar le ofreció la mano sin vacilar y Carlos la estrechó con entusiasmo. ―Por fin te conozco, Ana me ha hablado mucho de ti. ―Es un placer, Carlos. A mí también me ha hablado de ti. ― ¿Qué te parece España? ―Ya había estado antes, pero nunca en Alicante. Debo decir que me gusta mucho. Sobre todo la playa. ―Todos los extranjeros decís lo mismo.―Se rio. ―Es posible. ―Reconoció. ―Aunque en mi caso es porque me recuerda a Ana. Piel clara y ojos azules, como la arena y el mar. ―Nunca lo había visto de ese modo, pero supongo que tienes razón. Mucha gente cuando busca paz se va a la montaña, pero Ana prefiere la playa. Puede que tenga algo que ver. ―Seguro. Ella necesita la arena y el sol. Sería feliz en el desierto.― Se rio, pero nosotros no le seguimos, nos miramos a través del espejo retrovisor y fue Carlos quien decidió hablar. ― ¿Has estado en el desierto? ―Muchas veces. Es uno de los lugares en los que yo encuentro esa paz de la que hablabas. Tengo familia en Libia, me gusta ir a verles, aunque ahora la cosa se ha puesto muy fea. ― ¿De dónde eres? Bueno, ya sé que eres alemán, pero me refiero a tu familia, ¿son todos de Libia? ―No, soy una mezcla extraña. Mi padre y su familia son de Irak. Mi madre es de Libia, cuando mis padres se casaron, vivieron un tiempo en Libia, pero mi padre tuvo que ocuparse del negocio familiar y viajó a Alemania. Al final se establecieron allí, aunque cuando yo era joven andábamos de un sitio para otro, sobre todo entre Bagdad y Sabha. Soy alemán por casualidad, pero jamás me he sentido alemán, debo reconocerlo, siempre he estado más cerca de Oriente que de Occidente. ―Le explicó. ― ¿Musulmán? ―No, aunque mi familia lo es y a mí me educaron para serlo, sin embargo, en cuanto me independicé abandoné el camino recto de Alá. ―Tengo amigos musulmanes. La gente piensa que todos son unos fanáticos, pero en el caso de mis amigos, me atrevería a decir que son mucho más tolerantes que otras personas. ―El Corán invita a la tolerancia, cualquiera que pretenda interpretarlo en otro sentido, lo hace sirviendo a sus propios fines, no a Alá. ―Eso es lo que dicen ellos.―Se sonrieron. ―Deben ser buena gente esos amigos. ¿De dónde son? ―Senegal. ―La guerra civil les ha hecho mucho daño. He estado un par de veces y no es agradable ver lo que está pasando allí. ―Ellos echan de menos su tierra, son del sur del país y se quejan de que el gobierno se lo está llevando todo a Dakar, al norte. ―Es cierto, lo están centralizando todo allí. Como si fuera el cuartel general del país. Las fábricas importantes, los mejores especialistas… Es una pena, al final son los civiles los que terminan enfrentados. ―Háblame de Libia. ¿Cómo era la vida allí? Has dicho que ahora la cosa se ha puesto fea… ―Libia siempre ha sido un país complicado. Lo componen más de cien tribus distintas, pero Gadafi supo crear alianzas y mantener cierta paz, una paz relativa, pero estable. Dotó al país de un sistema de sanidad y educación gratuitas y era fácil ganarse la vida. Llegó a través de un golpe de estado y nunca fue elegido democráticamente, nadie niega que fue un dictador, pero esto es mucho peor. La OTAN lo ha complicado todo. Se visten con buenas intenciones, pero no revelan sus verdaderos intereses, controlar el crudo. Occidente siempre ha tenido muy claro el papel de África en la ecuación. Es su almacén de materias primas, pero no quieren pagar el precio que deberían, así que inventan conflictos armados pactando con los gobiernos rebeldes, animándoles a levantarse contra el gobierno opresor, a menudo gobiernos que quieren dejar de ser expoliados por ellos. Les instruyen y los arman para que le allanen el camino y le den la excusa para poder intervenir en nombre de los derechos humanos, así se los quitan del medio. Lo de Gadafi ha sido un asesinato para evitar llevarle a juicio y que revelara al mundo todo lo que sabía, que denunciara esta situación que lleva siendo así desde que Europa descubrió el continente. Esclavos, diamantes, crudo, uranio, coltán. No digo que no haya cometido errores, pero no era un genocida como quisieron hacernos creer. A la OTAN los civiles les traen sin cuidado. Ahora la situación es muy delicada. Intentan asentar un gobierno aparentemente legítimo, pero no va a ser tan fácil. Si conozco un poco a mi pueblo, es solo cuestión de tiempo que vuelvan a estallar las revueltas. Demasiada gente desplazada y masacrada. Ha sido una guerra civil, pero no ha estallado sin más, es una guerra creada con un objetivo concreto, como un virus de laboratorio, esa guerra enmascara los intereses de las potencias occidentales, no del pueblo libio. No va a ser fácil que olviden lo que ha pasado. Aquí, en España, todavía estáis lidiando con las consecuencias de la vuestra, más de setenta años después, seguís pidiendo justicia y desenterrando cuerpos. Supongo que entendéis lo que quiero decir. Aunque no todo es malo. De vez en cuando tengo que ir por compromisos familiares y aunque el viaje es pesado y no está exento de riesgos, siempre merece la pena. En la costa, el clima es parecido al vuestro, aunque ahora, allí, mejor ni acercarse, pero más al sur, el desierto se extiende ante ti con todo su poder. A algunos hombres les devuelve su alma y a otros sin embargo, se la arrebata y derrota sus cuerpos. El desierto siempre gana, tiene un propósito para cada una de las personas que llegan hasta él y te aseguro, amigo, que su voluntad siempre se cumple. En medio de todo ese caos, es posible encontrar la paz. Mi familia vive en la zona de Fezzan, en Sabha, la mayor parte de ella, pero aún queda parte de la familia en Ghat, entre el pueblo tuareg. ― ¿Lo dices en serio?―Le pregunté al borde del síncope. Él asintió sonriente, ignorando lo que significaba para mí todo lo que decía. ―Yo siempre me he sentido más cercano a la familia de mi madre que a la de mi padre. Me gusta ir a verles, allí me siento bien, como si volviera a mis orígenes. Es curioso que un lugar que está tan lejos, me parezca tan cercano. ―Miré a Carlos que tenía los ojos a punto de salirse de sus órbitas, intentando encontrar las respuestas que se agolpaban en mi mente, confundida, delirante, excitada, intentando encajar las piezas de aquel rompecabezas. ― ¿Cómo era tu madre? Nunca me has hablado de ella. ―Era una gran mujer. Era musulmana, a su manera, a la de su pueblo. En el desierto todo es distinto. Mi madre era tuareg, fue a vivir con su familia de Sabha donde la encontró mi padre. Pero jamás olvidó sus raíces, ni a su pueblo. Ella, en mitad de Alemania, seguía siendo nómada. Le daba importancia a todas las cosas pequeñas, jamás derrochaba el agua, ni permitía que nadie lo hiciera. Me he llevado más de un cachete por dejar un grifo abierto o por tardar demasiado en darme una ducha. Ahora la entiendo.―Sonrió con nostalgia al recordar esos pequeños detalles que hacían de su madre una persona especial para él. ―Sí, debió de ser una gran mujer. Me habría gustado conocerla.― Añadí. ―Me recuerda a ti en parte. ― ¿A mí? ―A ti también te gusta reñirme por las cosas pequeñas. ―Solo te riño cuando te portas como un niño y la mayoría de las veces me provocas deliberadamente, no creas que no me doy cuenta. ―Protesté a la vez que sonreía. ―Sí, lo reconozco, me encanta cuando me miras intentando descubrir si hablo en serio o no. Se te frunce el ceño mientras decides si te enfadas conmigo y casi siempre decides no hacerlo. ―Es un poco gruñona, pero luego se le pasa, cuando consigue entenderte.―Dijo Carlos.― Cuando la conocí, discutíamos todo el tiempo. Ella no compartía mis teorías acerca de la vida y de la muerte, pero creo que poco a poco, las ha ido entendiendo mejor y también a mí. Aunque sigue sin compartirlas enteramente.― Añadió. ― ¿Qué teorías? Me gustaría escuchar alguna.―Le pidió Omar. ―Pues yo creo en la reencarnación.―Reconoció Carlos sin dar rodeos.― Creo que al morir, elegimos nuestra próxima vida y también con quienes la compartiremos. ―Me gusta esa teoría, es interesante. Claro, que eso me deja sin un cielo lleno de vírgenes…―se rio Omar― pero, sería estupendo que fuera así. Poder elegir con quién vas a compartir tu vida. Tener la posibilidad de elegir dónde o cuándo nacer. ― ¿Y si esta no fuera tu primera vida?―Yo le atravesé con la mirada. ¿Qué diablos creía que estaba haciendo?― ¿Y si tú hubieras renunciado a ese paraíso para volver a nacer? ― ¿Por qué iba a hacer eso? ― ¿Por amor? Tal vez, prefirieras encontrarte con una persona a la que amabas, antes que vivir una eternidad en el paraíso. Es solo una teoría, claro.―Estaba decidido. Iba a matar a Carlos. ―Es posible.―Se encogió de hombros como si aquello no tuviera la menor importancia.― Aunque no hay forma de saberlo. ―Bueno, hay prácticas que en teoría te permiten recordar tus vidas pasadas. Se llaman regresiones. ¿Te suena? ―Sí, he oído hablar de ello, pero la verdad es que soy un poco escéptico con esos temas, lo reconozco. ―A mí me parece más plausible, que un cielo lleno de vírgenes y más justo también. Porque entonces el de las mujeres ¿cómo sería? ¿Cielos separados? No sé, tu teoría tampoco es perfecta. ―Puede que ninguna lo sea. ―Bueno, chicos, basta de teorías por hoy. Primera parada, La Fuente del Algar. Bajamos del coche que habíamos aparcado en uno de los restaurantes de la zona e hicimos la reserva para comer. Luego nos encaminamos hacia la zona del río. Omar disfrutaba con la visión de las cascadas y el agua fluyendo por todas partes. Metió una mano para tocarla, suponiendo que su temperatura sería similar a la de la playa y me miró sorprendido. ―Está fría. ―Sí, bastante. ―Es muy bonito. Recorrimos todo el camino de puentes y pasillos de madera, atravesando las pequeñas y grandes pozas de agua dulce y cristalina. Subiendo hasta el nacimiento. Después de deleitarnos con la belleza del lugar, fuimos al restaurante a comer. Era un lugar al que solía ir de niña con mis padres y siempre evocaba buenos recuerdos. También Guadalest. Aquel pueblo, con su castillo y sus calles imposibles, estrechas y empinadas, guardaba todo el encanto y la tradición. Las tiendas que venden sus productos artesanales y souvenirs en cada planta baja y las vistas desde la muralla, te regalaban un billete de ida y vuelta a otra época. Allí sentía el aire de una forma diferente, más limpio, al menos eso me parecía a mí, cuando lo respiraba mirando aquel espejo de agua turquesa desde lo alto del castillo. Todo de piedra, como en la época medieval, sillares sobre sillares, amontonados, luciendo de inmaculado blanco y cobrando forma. Las ventanas enrejadas repletas de macetas de geranios enganchadas a ellas, lucían orgullosas. Era una postal preciosa que Omar también disfrutó. Estaba a punto de ponerse el sol, cuando decidimos abandonar el pueblo. Al final optamos por volver a casa en lugar de ir a Altea. Carlos había quedado para cenar y yo estaba algo cansada. El único que no mostró signos de cansancio, fue Omar. Aunque no protestó. Lo cierto es que al final parecía llevarse estupendamente con mi amigo, no sé si porque me había dado su palabra o porque en realidad le caía bien. El caso es que el día fue de lo más fructífero, no solo porque habíamos disfrutado de los lugares que habíamos ido a visitar, sino porque yo había descubierto muchas cosas acerca de Omar y eso, me resultaba fascinante. Ahora, loca o no, sabía que no había confusión alguna, era el Hassan de Laila, mi Hassan, y yo agradecí, sin dirigirme a nadie en especial, el haberle encontrado de nuevo. Lo increíble, es que él había mantenido prácticamente intactas sus raíces, seguía teniendo contacto con el pueblo tuareg y seguía manteniendo sus raíces musulmanas… ¿Por qué yo no? Bueno, la verdad es que Laila se dejó llevar por la religión que en cada momento de su vida se le suponía, pero en el fondo, no llegó a ser devota de ninguna de ellas. Ella amó a Arnau mientras era cristiana y a Hassan siendo musulmana, era las dos cosas y ninguna a la vez. Ahora, en esta vida, me había definido mejor, ninguna. Omar, tampoco parecía muy exigente con ese tema, así que decidí no darle importancia. Dejamos a Carlos en su casa y nos quedamos a solas. Nada más llegar a casa se sentó en el sofá absorto en algo que le rondaba la cabeza desde que abandonamos el coche. ― ¿Has hablado con tu madre? ―No. He pensado que podíamos ir a comer con ellos mañana, así os conocéis. ¿Te parece bien? ―Me parece perfecto, además, creo que será más fácil sacar el tema en persona. ―No sé si será buena idea. Vayamos con cuidado, ¿de acuerdo? ― ¿Qué te preocupa? ¿Ellos saben que estoy aquí? ―No les he dicho nada. Fue todo tan repentino que no he encontrado el momento. Saben que existes y que nos estamos conociendo. ―Algo es algo. Tal vez deberías haberles avisado. ―Tranquilo, por esa parte todo está bien, se alegran de que haya encontrado a alguien y de que siga adelante con mi vida. ―Como quieras, son tus padres.―Se encogió de hombros y añadió― Voy a darme una ducha, ¿me acompañas?―Me dijo en un tono que no dejaba lugar para segundas interpretaciones. ―Voy a llamar a mis padres antes. ―Entonces, te dejo para que hables tranquila con ellos. Llamé y mi madre descolgó el teléfono enseguida. Noté cierta ansiedad en su voz. Tal vez estuviera esperando otra llamada, una con otra clase de noticias. ―Mamá, soy yo. ―Hola, cariño. ― ¿Qué tal todo? ¿Sabemos ya algo de los resultados de papá? ―Pues seguimos haciendo pruebas, Ana. Espero que me digan algo en un rato. ―Omar ha venido a pasar unos días y pensaba llevarle para que lo conocierais, pero igual no es el mejor momento. ―No digas tonterías. Venid y hago arroz para todos. Os espero a las dos y media. ―Está bien. Mañana nos vemos. Un beso. ―Otro para ti. Diviértete. Bueno, por lo menos me había dicho que esperaba los resultados hoy, aunque no es que quedara mucho día. En cualquier caso, mañana sabríamos algo y acabaría la incertidumbre. Lo peor siempre es no saber nada, andar a ciegas, porque los monstruos son peores cuando estás a oscuras. Entré en la ducha y Omar estaba enjuagándose el jabón. Con su metro ochenta y cinco y un cuerpo que podría haber esculpido Miguel Ángel, la imagen era imponente. ― ¿Qué tal ha ido? ―Su voz me devolvió a la realidad. ―Bien. Nos esperan mañana para comer. Mi madre va a hacer arroz. ― ¿Paella? ―Dijo, colocándome bajo el chorro de agua. ―Es parecido, pero no es exactamente igual, aunque no creo que notes la diferencia y en mi opinión, el arroz alicantino está infinitamente mejor. Dice mi madre que en un rato la llamarán para darle los resultados de las pruebas, así que mañana supongo que me dirán algo. Lo que no entiendo es por qué no me dice para qué eran las pruebas. ―Él salió de la ducha y empezó a secarse, pero no salió del baño, esperó a que yo acabara y me esperó con una toalla en la mano para cubrirme con ella y frotarme suavemente para secarme también a mí. Fue un gesto elegante y tierno. ―Bueno, no te preocupes ahora, mañana saldremos de dudas. Ven, túmbate en la cama bocabajo. ―Obedecí. ―A ver qué se te ha ocurrido ahora. ―Nada, pervertida, solo voy a darte un masaje. Vamos a aliviar un poquito toda la tensión que vienes acumulando y así evitamos que mañana estalle. ¿Te parece bien? ―Estoy a punto de empezar a creer en Dios. ¿Pero tú eres de verdad? ―Y eso que aún no me has visto cocinar. ¿Tienes aceite corporal? ―En la leja del baño. Si planchas me caso contigo. ―Cállate y relaja los brazos. ―Fue a coger el aceite y sentí como lo derramaba sobre mi espalda. Luego sus manos, siempre cálidas, lo extendieron despacio. Empezó a masajear los hombros y fue bajando por los brazos, luego la espalda y continuó por los glúteos y las piernas, cuando llegó a los pies, juro que estaba al borde del éxtasis. ― ¿Qué tal estás? ―En el paraíso. No pares nunca. ―Se rio. ― ¿Te encuentras mejor? ―Si digo que sí, el masaje se acaba, así que no, cada vez estoy peor. ―Me dio un beso en el hombro y se tumbó sobre la cama, desnudo como estaba, con una tremenda erección entre las piernas y sin dejar de mirarme. Yo me puse de rodillas y fui avanzando hacia él, trepando por sus piernas. Miré su miembro y luego a él. ― Habrá que hacer algo con esto, ¿no crees? ―No hay por qué. Todo lo que sube, algún día tiene que bajar. ― ¿Me la dejas para que juegue con ella un rato? ―Dispón de ella a tu antojo, pero trátala con cariño. ― Alargó la mano a la mesita de noche y sacó un preservativo. ―Tal vez podríamos pensar en buscar otro método. Podemos hacernos un reconocimiento y probar con algo menos engorroso. ―Ahora no…― Lamí, hasta que mi juguete estuvo bien húmedo y Omar soltó un gruñido, entonces coloqué el preservativo y me subí a horcajadas sobre él, moviéndome despacio al principio, adelante y atrás, luego fui rotando mis caderas en círculos. Omar me dejó hacer. Se limitó a mirarme y morderse el labio, hasta que decidió que también quería jugar. Buscó con su mano mi clítoris y fue frotándolo al ritmo que yo le iba marcando. Empecé a buscar la presión de su mano con el movimiento y cada vez, nuestra respiración se aceleraba más, como un huracán que va cogiendo fuerza a medida que avanza. Él no apartaba la vista de mi cara. Yo cerraba los ojos, pero cuando los abría, allí estaban los suyos, esperándome, retándome. Empecé a buscar sus embestidas con más velocidad y fuerza y él se ayudó de la otra mano para mantenerme clavada a él, empezó a rotar las caderas con embestidas profundas, como si buscara el mismo centro de mi ser, una corriente sacudió mi cuerpo, no lo vi venir. Grité. Entonces me dio la vuelta y se colocó encima, mordisqueó mi mandíbula, y cogió una de mis piernas por debajo de la rodilla, levantándola y colocándola sobre su antebrazo, embistió una sola vez despacio, con fuerza, atrapó un pezón entre los labios y tiró de él, luego volvió a embestir, aumentando la velocidad con cada penetración, una, dos, tres veces, cuatro, cinco, seis… Volví a estallar y él conmigo. Estaba sudando y yo también, pero no teníamos fuerzas para ir a la ducha de nuevo, ya nos ducharíamos por la mañana. Se deshizo del condón y me abrazó por la espalda. Aspiró el olor de mi cuello y suspiró. ―El paraíso… 7 Nos levantamos tarde. El sol ya estaba alto y después de darnos una ducha y desayunar, fuimos a dar un paseo por la playa antes de ir a casa de mis padres. Omar pasó su brazo por encima de mis hombros y me besó en el pelo. Sus gestos empezaban a ser familiares y predecibles, como si aquellos pequeños rituales, llevaran ocurriendo toda la vida. Caminamos un rato en silencio, disfrutando de olor del mar, el sonido de las olas al romper contra las rocas y las gaviotas que se contaban unas a otras donde encontrar los mejores peces, o eso me imaginaba yo. Nos sentamos en una terraza y pedimos algo de beber. Omar me cogió de la mano y entrelazó sus dedos con los míos. ―Quiero que esto salga bien, pero sé que la distancia puede ser un problema. Vamos a tener que esforzarnos. Ana, yo estoy dispuesto a luchar, pero esto es cosa de los dos. ―Yo también lo he estado pensando. Estoy de acuerdo contigo en que esto no va a ser fácil, pero si hay dos personas capaces de hacer que funcione, somos nosotros. Somos maduros, honestos, creativos, tenemos recursos, tiempo y ganas. Creo que podemos conseguirlo y que merecerá la pena. ―Acerqué nuestras manos entrelazadas hasta mis labios y besé la suya. ―Menos mal que piensas así, porque he contemplado seriamente la opción del secuestro. No me veo capaz de ponerle a esto punto y final, al menos, no aquí y ahora. ―Lo que me faltaba es tener también síndrome de Estocolmo. ―Nos reímos. ―Vamos a hacer que funcione. ―Le guiñé un ojo y él me besó. Pagamos y nos fuimos a casa de mis padres. Debían ser cerca de las dos de la tarde cuando llegamos a casa de mis padres, justo para sentarnos a la mesa y degustar su especialidad. Ese arroz alicantino que tanto me gustaba. Normalmente, lo hacía con carne, pollo y conejo, sobre todo, pero yo le sugerí que hiciera el típico arroz senyoret, con sepia, gambas peladas y atún. Tenía una pinta buenísima y su aroma era lo mejor. Lo había hecho de la forma tradicional, a la leña, en la barbacoa del jardín y ahora se encontraba reposando, tal como le había enseñado mi abuela. ― ¡Hola, mamá!―Mi madre se volvió sonriendo e inmediatamente clavó sus ojos en Omar, como un sargento pasa revista, ella le miró de arriba abajo con cierto recelo, pero al final vi cómo se dibujaba una sonrisa en sus labios y me miró dándome el visto bueno. ― ¿Qué tal cariño? ―Me saludó primero. ―Tú debes de ser Omar… ―Así es. Me alegro mucho de conocerle. ―La comida estará enseguida, ¿sabes que tu hermano va a venir? ― ¿Y a qué debemos ese honor? ―Creo, que no quiere perderse el espectáculo.―Se rio mi madre.― Los dos en casa… Me siento abrumada.―Dijo de forma algo teatral. Yo me reí.―Me alegro mucho de teneros aquí. Deberíamos comer todos juntos más a menudo. ―Y no fue lo que dijo, sino la tristeza con la que lo dijo la que me puso tensa como la cuerda de un arco. ― ¿Qué tal los resultados? ―Pues podrían haber sido mejores, pero también peores, así que toca apechugar. ―Mamá, dime qué es lo que le pasa a papá, por favor. Sé que algo no va bien y ya no soy una niña, necesito saber qué está pasando.― Mi madre me miró contrariada. Supongo que se debatía entre lo que ella pensaba que era mejor para mí y lo que yo le pedía. No podía reprochárselo, ¿qué madre no querría proteger a sus hijos? ―Hemos detectado un tumor. No te lo he dicho porque no quería preocuparte y quería estar totalmente segura. ―Marián, supongo que Ana le habrá dicho que también soy médico, como usted. Mi especialidad es la oncología. Si me lo permite, estaré encantado de ayudar con cualquier cosa que necesiten. Tal vez quieran una segunda valoración. Se lo dije a Ana y ahora se lo digo a usted, cualquier cosa que esté en mis manos. ―Me suena tu cara. Tú no serás por casualidad el Dr. Omar Kadrahoui, ¿verdad? ―Estaré encantado de echarles una mano si me lo permiten. ―He leído varios artículos suyos en la New England Journal of Medicine. Permíteme decirte que eres brillante. ―Gracias, pero mientras no demos con una cura absolutamente eficaz, no podemos considerarnos brillantes. El cáncer siempre parece ir un paso por delante. Ana, te importa si hablo un minuto con tu madre, vamos a soltar un montón de terminología médica y suele sonar peor de lo que es en realidad, no quiero que te asustes. ―Está bien, pero luego me cuentas la versión para tontos. ―No eres tonta, cariño, pero Omar tiene razón en que solo vamos a ponerte nerviosa. No te ofendas, luego te explicamos a qué conclusiones hemos llegado. Si alguien puede aconsejarnos en cuanto a cómo debemos proceder con tu padre, es Omar. Su fama le precede. ―Está bien, os dejo tranquilos, pero quiero toda la información con pelos y señales en términos que yo pueda entender o la próxima vez que os entre un virus en el ordenador, lo alimento para que se coma todos y cada uno de vuestros archivos. ―Sonreí y me fui. ―Lo juro por Macintosh. Vi entrar a mi hermano y lo agarré de la pechera y me lo llevé a la cocina para que me ayudara a poner la mesa. ― ¡Hola a todos! Me voy con la loca esta, espero volver a veros, pero si no vuelvo, ha sido un placer. ―Ayúdame a poner la mesa. ― ¿Cómo dejas a Omar hablando con mamá? ¿Estás loca? Los dos son médicos, en cuanto toquen el tema de la medicina, se acabó la comida. ―Calla y escucha. A papá le acaban de detectar un tumor. No sé cómo de grave es la cosa, por eso Omar está hablando con mamá, al parecer es un reputado oncólogo y querían hablar a solas para decidir cómo tratar a papá. ― ¡Joder, Ana! ―Exacto. ― ¿Y papá? ―Creo que está en su despacho. Vamos a verle y a ver qué nos cuenta él. ―Fuimos a buscar a nuestro padre que efectivamente estaba en el despacho. Toqué a la puerta y su voz nos indicó que podíamos pasar. ― Hola, papá. ―Cada uno le besó una mejilla. ― ¡Uy! Vosotros queréis algo. ―Solo saber qué tal te encuentras. ―Empecé yo. ―Así que ya os habéis enterado. ―Queremos tu versión porque mamá lo adorna todo con jerga ininteligible y no hay quien se entere. ―Pues no hay mucho que decir. Han detectado un tumor en el páncreas. Vamos a hacer todo lo posible para plantarle cara y ganar la batalla y poco más. ― Sonrió. ― ¿Nada más? ¿No sabes qué tipo de tumor es? ¿O en qué fase está? ― ¿Importa mucho? Van a hacer conmigo lo que les dé la gana. Yo solo sé contar historias, los tumores se los dejo a tu madre. Ella sabe a lo que nos enfrentamos y confío en su criterio en cuanto a cómo proceder. Sé que la cargo con toda la responsabilidad, pero la terminaría asumiendo de todos modos, así que… ―Bueno, a ver qué dice Omar. ― ¿Dónde está? Quiero conocerle. ―Está hablando con mamá de tu caso. Resulta que Omar es oncólogo y por lo visto, bastante bueno. ―Entonces ya no tenemos nada de lo que preocuparnos. Si no me mata una, lo hará el otro. ― ¡Papá! ―Protesté. ―No digas esas cosas. ―Cielo, lo único que nos queda es el sentido del humor. Prometedme que no lo perderéis nunca. ―Verás qué risa cuando en tu cumpleaños en vez de gaitas, contratemos un payaso. Nos vamos a reír un montón. ―Mi padre era gallego y desde que yo tenía memoria, mi madre contrataba un gaitero para su cumpleaños, preparaba pote gallego para comer y escanciaba sidra y por la noche… queimada[27]. ―Hay tradiciones que son sagradas y con las que jamás se juega. Te has pasado. Vamos a buscar a tu madre que me muero de hambre y como se hayan puesto a hablar en serio, me da que me suben a la mesa de operaciones y hoy no comemos. ―Por lo menos se le veía animado. Lo malo es que yo ya sabía por experiencia que las personas como Miguel o mi padre, siempre enmascaraban cualquier temor o tristeza con humor para proteger a los demás. Miguel gozó de buen humor durante el primer año. Luego la cosa empezó a torcerse. Llegamos donde se encontraban Omar y mi madre. Ambos con gesto serio, ceño fruncido y actitud solemne. Omar me sonrió nada más verme, pero no era su sonrisa habitual, franca y abierta. Esa sonrisa encerraba muchas cosas, para empezar, compasión y para acabar, intentaba ocultarme información. Yo se la devolví. Mi hermano, levantó a mi madre en peso al tiempo que la besaba en la mejilla― ¿Cómo está la mejor cocinera del mundo? ―Eres un pelota.―Le dijo mi madre sin dejar de reírse.― ¿Quieres bajarme a tierra firme, por favor?―Mi hermano la bajó al tiempo que le ofrecía la mano a Omar. ― ¿Qué tal Omar? Espero que mi hermanita se esté portando bien contigo. ―No puedo quejarme. ―Así que al final has conseguido convencerla para que te invitara a su casa, canalla.―Se rio me hermano y Omar se encogió de hombros. ―Ana, ¿me ayudas a poner la mesa?―Supuse que mi madre quería hablar de algunas cosas conmigo a solas y la seguí. Pablo y yo habíamos empezado a ponerla antes de ir a buscar a mi padre, pero no habíamos acabado el trabajo. ―Omar, te dejo con el angelito un momento. Portaos bien.―Dije mirando deliberadamente a mi hermano. ―Tranquila, nosotros vigilamos el arroz. ―Sería como decirle a un zorro que guarde un gallinero.―Me reí― Omar, que no se acerque ¿de acuerdo? ―Lo siento Pablo, ya la has oído. ― ¿Y tú piensas hacerle caso siempre?―Omar se encogió de hombros. ― ¿Qué quieres que haga? Temo más su ira que la tuya. ―Haces bien.―Le dije entre risas mientras me marchaba. Cuando nos alejamos lo suficiente para que no pudieran oírnos, mi madre me miró intentando averiguar algo, aunque no sabría decir qué. ― ¿De verdad os acabáis de conocer? ―Bueno, hace ya algunos meses. ―Le quieres. Estás enamorada de él y él de ti. ―Eso parece, sí. ¿Qué te parece Omar? ―Me parece un hombre muy guapo, es educado y correcto. Imponente. Pero… ― ¿Pero? ―No va a ser fácil. ¿Has pensado en aprovechar la excedencia y marcharte con él un tiempo? Solo para que tengáis una oportunidad real de conoceros.―Decidió compartir su preocupación conmigo. ―Es pronto para pensar en eso, apenas hemos empezado a dar los primeros pasos. ―Pues creo que él lo tiene muy claro. ¿Qué es lo que te preocupa? ―Me preocupa embarcarme en algo tan serio como compartir casa con alguien a quien no conozco a fondo. ―Mi madre se rio. ―Cielo, hoy en día la gente comparte piso continuamente con desconocidos. No pasa nada. Puedes ir, probar y si no te gusta lo que encuentras, te das media vuelta y listo. ―No puedo irme ahora. Papá nos necesita. ―Tu padre necesita el mejor equipo médico que podamos encontrar y que ese equipo dé con el tratamiento adecuado. Y de eso, se va a encargar Omar. ― ¿Confías en su criterio? ―Cariño, créeme si te digo que no podría estar en mejores manos. Es como si nos acabase de tocar la lotería. ―Pensaré en lo que me has dicho. ―Piénsalo, sin presiones, tómate tu tiempo, pero no lo descartes. ―La verdad es que a pesar de que ninguno de los dos cree en las relaciones a distancia, llevamos meses hablando por Skype y está resultando relativamente fácil. Él, hace que todo sea fácil. ―Me alegro de volver a verte feliz, Ana. No renuncies jamás a tu felicidad por miedo. ―Gracias, mamá. ―Mi padre acababa de dejar la paellera en la cocina. ―Anda, llámales para que se sienten a comer. Voy a ir sirviendo los platos. Pablo, estaba charlando animadamente con Omar. A él se le veía tranquilo, seguro de sí mismo, como siempre. Miré aquella estampa intentando retenerla en mi mente. Me hizo sentir bien, como si cada cosa ocupara el lugar que le correspondía, ahora todo estaba en su lugar exacto. ―La mesa está puesta, si os quedáis aquí más tiempo cotilleando, papá se comerá vuestra parte. ―No sé aquí, Pablo, pero en Alemania cuesta bastante encontrar un lugar donde te sirvan un buen arroz.―Le informó Omar, sonriendo. ―Aquí tampoco es fácil encontrar un arroz como el de mi madre. Será mejor que vayamos a ocupar nuestro lugar en la mesa. Omar ajustó discretamente su paso al mío y me susurró al oído un “¿Todo bien?”, que me puso la piel de gallina. Yo le sonreí para demostrarle que no tenía nada de qué preocuparse. Alabó la comida de mi madre en varias ocasiones y me ayudó a recoger la mesa y meter los platos en el lavavajillas. Pablo, preparó el café y lo tomamos en el jardín. Eran más de las seis cuando llegamos a casa. ― ¿Qué tal ha ido?―Quiso saber nada más subir al coche. ―Bueno, yo diría que bastante bien. Mi madre, solo quiere verme feliz.―Le sonreí.―Es mi turno de hacer preguntas. ―Aún tengo que ver los resultados y hacerle un reconocimiento a tu padre, pero quiero que sepas que vamos a hacer todo lo posible para que esto acabe bien. Sin garantías, Ana, no quiero engañarte. Este es un tumor complicado porque es de los que no da la cara y de pronto, se complica como el más cabrón de todos y no te da tiempo a verlo venir. Sin embargo, ahora lo sabemos y la probabilidad de éxito, es considerable. Vamos a dejarnos la piel para que tu padre salga adelante, pero tienes que estar preparada para verle luchar. Sé que para ti no va a ser fácil. ―Mi madre me ha dicho que eres el mejor en tu campo y que está en buenas manos. ¿Eso quiere decir que el tratamiento lo vas a llevar tú? ―No te enfades porque me he dejado llevar un poco y le he propuesto a tu madre que os vengáis a mi casa mientras dure el tratamiento. Allí dispongo de los recursos, aquí no podré ayudarle como me gustaría. Este clima es mejor, pero vigilaremos sus defensas. ― ¿Todos? ―Todos. Si queréis. Mi casa es grande, ya lo has visto, cabemos de sobra. Así le tendré más controlado y podremos atajar cualquier contratiempo de forma inmediata. ―No sé, Omar… Te agradezco tu generosidad, pero quizá es demasiado. ―Ana, es pronto para plantearnos vivir juntos, pero antes hemos dicho que íbamos a luchar para que lo nuestro funcione, ¿no sería más fácil estando cerca? Sé que es una apuesta alta, pero creo en nosotros. La otra opción es que venga él cuando tengamos que tratarle y regresar a España, pero creo que los viajes le debilitarían y no podemos correr riesgos. Además, tú tienes una excedencia. ―Buscaremos una casa de alquiler para mis padres. No creo que jamás pueda pagarte lo que vas a hacer por nosotros. ―Sobra decir que lo hago porque se trata de ti y de tu familia, pero ten claro que no me debes nada, que esto, no te vincula a mí de ninguna forma y que nuestra relación puede fracasar, pero no afectará al compromiso que he adquirido con tus padres. Este punto quiero que quede claro. Es lo único que me crea dudas. No quiero que te sientas obligada a estar conmigo por miedo a que deje el tratamiento de tu padre, porque eso no pasará de ningún modo. ¿Está claro? ―Eres el mejor hombre del mundo, Omar Kadrahoui. Me ha quedado claro. ―Le besé en los labios. ― ¿Y mi madre qué te ha dicho? ―Me ha pedido que hablara contigo y que tú tenías que estar de acuerdo. Ella hablaría con tu padre. ―Está bien. Hagámoslo. ―Tengo que regresar cuanto antes y empezar a prepararlo todo, reaccionar a tiempo es importante. ¿Por qué no te vienes conmigo? Podrías ocuparte de buscar una casa apropiada para ellos. ―Es un poco precipitado, ¿no crees? ―Quiero empezar cuanto antes y hay mucho que preparar. Aquí no puedes ayudarle, allí nos ayudarás a los dos. ―Está bien. ¿Cuándo piensas irte? ―Cogeré el avión que sale pasado mañana. Tienes un día para pensarlo. ― ¿Me ayudas a hacer la maleta? ―Omar se acercó, me cogió en brazos y me besó con ganas. ―Sé que no debería sentirme feliz en estas circunstancias, pero me alegra que hayas decidido venir conmigo. Será la prueba de fuego.― Me quedé pensando un momento, yo no tenía billete. ―Lo primero es mirar el billete, puede que no haya plazas disponibles.―Soltó una carcajada.― ¿De qué te ríes? ―Tu billete ya está comprado. ¿Crees que iba a correr ese riesgo?― Volvió a reír.― He comprado los billetes para los dos esta tarde. ― ¿Y si hubiera dicho que no? ―Pues quedaría un asiento vacío justo al lado del mío.―Se encogió de hombros. ¿Vienes a la ducha? ―Esta vez no, tengo que hacer una maleta.― Era cierto, pero también quería llamar a mis padres y explicarles lo que había acordado con Omar. Él, se metió en el baño y cerró la puerta aunque sin pasar el pestillo, por si yo cambiaba de parecer. Yo saqué el móvil y llamé a mi madre. Sabía que nada más colgar el teléfono habría ido a contárselo a mi padre, siempre ocurría igual. Mis padres siempre habían funcionado como un frente común, un muro de contención contra el que tanto mi hermano Pablo como yo, chocábamos una y otra vez, se profesaban una lealtad inquebrantable contra la que no se podía luchar. Cuando era más joven no lo entendía, sin embargo ahora, aspiraba a tener algún día ese tipo de relación. Formar un equipo, un tándem perfecto que pedalease con fuerza en la misma dirección. Saqué la maleta de debajo de la cama y empecé a meter ropa dentro. Metí sobre todo ropa de abrigo. Me faltaba espacio por todas partes. Nunca había hecho una maleta sin saber el tiempo exacto que estaría fuera. Decidí que lo mejor era llevarme lo imprescindible y comprar allí lo que me hiciera falta. Al final metí cuatro vaqueros, varias camisetas, un par de camisas, dos jerséis de lana, dos chaquetas y un vestido negro, elegante y bastante sexy, que siempre era una apuesta segura. La ropa interior y el neceser. Ojalá todo saliera bien, pero no quería crearme falsas expectativas. Ni con mi padre ni con Omar. Miré la maleta, parecía una planta carnívora con la boca abierta, esperando a que la alimentase con mi ropa y otros objetos personales. No podía creerlo, me fui hacia la ventana y miré al exterior, me costaba respirar. Hacía unos días, Omar era solo un tipo de esos con los que te cruzas en tu vida, alguien con quien has compartido una experiencia enriquecedora y especial, pero a quien no piensas volver a ver. Ahora, él había dejado su país natal para venir a ayudar a mi familia en uno de los momentos de mayor incertidumbre y se había empeñado en llevarnos a todos con él para intentar salvar la vida de mi padre. De pronto estaba a punto de coger un avión para irme a vivir a un país extraño con un hombre extraño. Aire. No había aire… Me había enrolado en una relación complicada y surrealista, solo porque sus ojos me traían recuerdos de otra vida. Solo porque a su lado yo me sentía completa. Solo porque sentía que entre sus brazos, por fin, había encontrado mi lugar en el mundo y porque cuando estábamos juntos, todo estaba en el lugar que le correspondía. ¿Cómo podía sentirme así con un extraño? La puerta del baño se abrió y su cuerpo atravesó el vapor que se había condensado en el interior. Solo tuve que mirarle una vez a los ojos y todo el aire que se había extraviado, comenzó a llenar mis pulmones. No tenía la respuesta, pero tampoco me pareció importante. Desde que Omar apareció, el mundo había dejado de girar a mí alrededor y giraba conmigo, integrándome y llevándome con él y era tan fácil dejarse llevar… Sabía que corría el riesgo de perderme, pero ese miedo convivía por igual con la esperanza de encontrarme. Ese era motivo suficiente para apostar por ello. Además, no era un viaje sin posibilidad de retorno, salían aviones cada día y podría volver siempre que quisiera. Solo iba a apoyar a mis padres en un momento delicado y de paso a darme una oportunidad junto al hombre que había cruzado océanos en el tiempo para reunirse conmigo. Yo también lo había hecho y no pensaba renunciar ahora por prejuicios y miedo. No podía. ― ¿Todo bien?― La voz de Omar, resuelta y aterciopelada, me acarició como un soplo de viento devolviéndome a la realidad. ―Sí, solo estaba distraída. ―Parecías estar muy lejos. ―Solo pensaba en nosotros.―Era cierto, aunque creí que lo más prudente sería no dar más detalles. ― ¿Tienes dudas? No quiero irme sin ti, pero tampoco que hagas algo si no estás preparada. Puedes venir más tarde con tus padres, si te resulta más fácil o vivir con ellos en la casa que alquilemos, si te parece pronto para venir a la mía. No tengo prisa, Ana. Cuando estés lista. No hay por qué forzar nada. ―Va todo demasiado deprisa, eso es verdad, pero no tengo dudas acerca de nosotros. Solo un poco de vértigo. Es extraño ¿verdad? Creo que si no fueras tú, necesitaría mucho más tiempo para tomar una decisión como esta y sé que parece una locura, pero siento la necesidad de intentarlo. ―Si no fueras tú, yo no creo que la hubiese tomado jamás. Eres como un imán atrayendo una barra de hierro. Me atraes a ti de ese modo. ―Pues ahora estás demasiado lejos.―Bromeé. Él se acercó despacio, hasta que no quedó espacio alguno entre su cuerpo y el mío. ―Solo tienes que decir lo que quieres y mi cuerpo te obedece al instante. Pídeme lo que quieras. ―A mí me ocurre lo mismo. Te propongo un trato: ninguno de los dos se aprovechará de la ventaja que tiene sobre el otro ¿de acuerdo?―Le sonreí. ―Ahora me gustaría aprovecharme de esa ventaja. ―Bueno, si nuestros deseos coinciden, no creo que puedan ser considerados como ventaja.―Lo dije mientras pasaba mis brazos alrededor de su cuello. Él no me besó, pasó un brazo por detrás de mis piernas y me levantó en peso, dejándome sobre la cama. ― Sé que es un momento difícil, pero ¿eres feliz? ―Tú me has ayudado a reencontrarme con mi felicidad y a hacer las paces. Haces que todo sea mejor, más fácil. A tu lado me siento más fuerte, como si estando juntos fuéramos invencibles. Estoy asustada por mi padre, como es lógico, pero agradezco infinitamente que estés aquí. Si no te hubiera conocido… No quiero ni pensarlo.―Decidí que ya era hora de asumir mis sentimientos y hacérselo saber― Desde que murió Miguel, todo ha sido caótico y estaba patas arriba. Yo, sencillamente, había perdido mi lugar. Pero, apareciste tú y todo cambió. Es como si todo hubiera encontrado el lugar que le correspondía y lo hubiera ocupado de una forma natural.―Le dije sorprendida y complacida al mismo tiempo.― Las dudas que puedo tener, son fruto de mis prejuicios, no de mis sentimientos y ya no podría volver a la vida que llevaba antes. Al menos, no sin darme la oportunidad de intentarlo. ―Sé que lo sabes, pero te quiero, Ana… Puede que más de lo que me conviene y de lo que me atrevo a confesar y aunque no lo entiendo, tampoco puedo evitarlo. Es demasiado intenso. Me encuentro en una posición bastante incómoda, así que no te aproveches demasiado. ―No te aproveches tú. Yo siento exactamente lo mismo. ― ¿Puedes creer que no tengo ninguna duda acerca de que te vengas a vivir conmigo?― Reflexionó un momento, algo contrariado.― Soy una persona bastante sensata, aunque ahora no te lo parezca. Sopeso mis opciones con cuidado antes de tomar cualquier decisión y no suelo precipitarme. No entiendo qué me está pasando. Yo no soy así. ―Yo tampoco soy así, jamás me habría ido a vivir con un tipo con el que acabo de empezar una relación. Pero es que siento que nuestra relación no acaba de empezar. Puede que sea una locura, pero ¿sabes qué? Que me alegro. Estoy mandando al cuerno todos esos prejuicios. ―Me gustaría compartir algo más contigo que la locura. ― ¿Qué más quieres compartir? ―La felicidad. Una vida repleta de felicidad. Empezando hoy. 8 Nada más bajar del avión, sentí una brisa de aire frío que arañó mi rostro. Me encogí y busqué el calor y la protección de su cuerpo. Él me recibió estrechándome contra su pecho y ofreciéndole su enorme espalda al viento. Cogimos un taxi hasta su casa y nada más llegar, me obligó a deshacer las maletas e instalarme en el que sería mi nuevo hogar durante algún tiempo. No quería que sintiera que estaba de paso. Ni la tentación de marcharme. Guardó las maletas en el mismo lugar que las suyas, en un trastero anexo a la vivienda. Luego hizo sitio en su armario y me ayudó a colocar mis cosas. No había mucha comida en la nevera y aunque la hubiera, tampoco nos apetecía ponernos a preparar nada ni salir fuera, así que decidimos que lo mejor era la comida a domicilio y pedimos unas pizzas. Una semana más tarde recibí una llamada de mi madre. Mi padre había cambiado de idea y prefería llevar a cabo el tratamiento en España. Así que al final, no vendrían. Me dijo que ya habían hablado con Omar y que lo habían conseguido arreglar para que él pudiera hacer el seguimiento desde Alemania y que Omar y yo, iríamos de vez en cuando para valorar los progresos. Me cabreé. Mis padres eran muy libres de elegir cómo vivir sus vidas, pero no de dirigir la mía. Yo había venido a Alemania por ellos y ahora me decían que no pensaban venir y que aprovechara para darme una oportunidad con Omar. Pero eso, tenía que haberlo decidido yo y no lo habría hecho en aquel momento. Lo habían precipitado todo y no es que tuviera ninguna queja, pero sentía que unos y otros habían jugado conmigo y estaba molesta porque le hubieran podido ocasionar algún perjuicio a Omar. Era tarde cuando Omar llegó a casa, pero yo había decidido esperarle. Necesitaba hablar con él. ―Hola, cielo. ―Me besó. ― ¿Qué haces levantada? Es tarde. ―Me ha llamado mi madre. Dice que ya han hablado contigo y que al final llevarás el tratamiento desde aquí. No van a venir. ―Sí, eso me ha dicho. ―Siento si te hemos ocasionado alguna molestia, Omar. Mis padres no suelen ser así. No toman decisiones a la ligera y cuando se comprometen a algo, suelen llevarlo a cabo. No sé qué ha podido pasar. ―No te preocupes por eso. ¿Quieres decirme algo más? ― ¿Qué más puedo decir? ―Ahora que me fijaba, parecía tenso y eso no era habitual. ― ¿Por qué pareces tenso? ¿Tú tienes algo más que decirme a mí? ―No, perdona. Es que al verte esperándome he creído que ibas a decirme que como tus padres no van a venir, tú te marchabas a España. ― Pues lo he pensado, la verdad, pero no lo he decidido. Es tu casa. ¿Qué quieres tú? Es un paso importante y no tenemos por qué precipitarnos. Si quieres que me vaya y que sigamos como hasta ahora algún tiempo más, me parecerá bien. ―Creía que ya había dejado clara mi postura al respecto. Ana, yo quiero que te quedes, pero solo si te apetece. Creo que esta semana aquí y la anterior en España, no han podido ser mejores. Y quiero más de esto. ― ¿Y qué voy a hacer yo aquí? No puedo quedarme en tu casa todo el día sin hacer nada, esperando a que llegues. Eso, no va conmigo. ―Tal vez, puedes buscar trabajo. Puedo ayudarte a preparar un currículo. ―No hablo alemán y el inglés tampoco es que lo domine. ―Omar se sentó en el sillón de cuero que había en el salón y me cogió de la mano tirando hacia él para que me sentara sobre sus rodillas. Me miró fijamente a los ojos y me dio un beso muy dulce. El beso más dulce que me habían dado jamás. ― ¿No te ves viviendo aquí o no te ves viviendo conmigo? Está claro que estás buscando razones para marcharte. No lo hagas, no las necesitas. Dime que prefieres volver a España y ya está. No pasa nada. Volvemos a Skype y yo iré a ver a tu padre una vez al mes y a ti también, si tú quieres. Te lo he dicho un millón de veces, no tengo prisa. ―Me asusta quedarme y también irme. No sé qué hacer. ―Creo que no puedo ayudarte esta vez, Ana. Tienes que descubrirlo tú. Pero no tienes por qué decidirlo ahora. Piénsalo y haz lo que creas más conveniente. Yo no voy a moverme de donde estoy a no ser que me lo pidas. ― ¿Tú vendrías a vivir a España por mí? ―En este momento, no. No voy hacerlo. En primer lugar porque creo que tienes demasiadas dudas y eso me frena, quiero ser franco contigo. Además, hay algunos negocios familiares que debo gestionar y desde aquí me resulta más fácil que desde España porque ya tenemos la infraestructura, pero podría arreglarlo todo más adelante. Quizá en un año o dos como mucho. La respuesta es sí, lo haría. Si todo va bien y prefieres vivir allí, no tengo ningún reparo en mudarme. Me encanta España, ya lo sabes y yo ya hablo el idioma, soy consciente de que el cambio es más fácil en ese sentido para mí. ―Sin embargo, no lo harías ahora. ―Cielo, voy a pedirte que seas honesta, creo que yo lo estoy siendo contigo y es justo pedirte lo mismo. Desde que empezó lo nuestro, he procurado demostrarte en todo momento que lo que siento es firme y auténtico. Creo que no me has visto dudar, he apostado por nosotros desde el primer momento y quiero seguir haciéndolo. ¿Estás de acuerdo conmigo? ―Claro, no puedo reprocharte nada. ―Entonces, ¿a qué vienen tantas dudas? Cada vez que me doy la vuelta te veo insegura, Ana, y yo no puedo ponértelo más fácil. A veces siento que te empujo constantemente para que esto avance, pero no quiero hacerlo. No porque me haya cansado de empujar, sino porque creo que te estoy presionando y que no estás lista y eso no es bueno, porque algún día puede explotarnos en la cara y no quiero que me reproches nada. Quiero hacer las cosas bien, encontrar un camino que queramos recorrer los dos. Cariño, te quiero y te lo digo por última vez, no tengas miedo. Decidas lo que decidas, yo voy a estar de acuerdo, quiero que encuentres tu manera de estar conmigo. La mía es esta. No sé quererte de otra forma. Construye la tuya y muéstramela. Será suficiente siempre que sea lo que de verdad quieres. No quiero que me quieras como crees que espero que lo hagas o como se supone que debes hacerlo. Quiéreme, sin más. A tu manera. ―Te quiero y me apena no ser capaz de demostrarte lo que siento. ―No es eso, Ana. Sé que me quieres, pero también noto que libras una batalla cada día contra tus prejuicios y tu idea de cómo debería construirse una relación. Creo que eres como esas personas que tienen un boleto de lotería premiado y no lo cobra porque no se lo cree. ―Lloré. En parte porque me dolía lo que me decía y en parte, porque sabía que tenía razón. ― Mírame. Tócame. ―Cogió mi mano y la colocó sobre su pecho, a la altura del corazón. ―Esto es auténtico. Es de verdad y puedes apostar a que seguiré aquí cuando despiertes y espero seguir junto a ti mucho tiempo después. Tranquila, mi vida, encontrarás la forma. Tu forma. Y yo voy a estar deseando descubrirla. Dos días después cogí un avión con destino a Alicante. Omar tenía razón. Yo tenía que encontrar mi forma de asumir y gestionar nuestra relación. No era una relación normal. Como él había dicho en alguna ocasión, era todo demasiado intenso y sí, tuve miedo. Cuando estaba con él me sentía en una montaña rusa de esas que van a toda velocidad haciendo tirabuzones contigo dentro. Adrenalina y vértigo. Y risas y gritos de euforia y tantas cosas… Era difícil gestionar tanta emoción. Mi padre había empezado con el tratamiento y cada día estaba más débil. Yo iba a verle a diario para distraerle un poco. Había dejado de trabajar y se pasaba el día sin hacer nada o pegado al ordenador. Estaba triste, aunque intentaba que no se notara. Me llevé la Play Station y le enseñé a jugar al “Tomb Raider”, no era el mejor juego del mundo, pero creí que le gustaría la temática, y así fue. Al principio se mostraba un poco torpe e inseguro con los mandos, pero en cuanto le pilló el truco, empezó a jugar sin mí. El muy traidor. Con Omar hablaba cada día por Skype y no parecía que afectara a su determinación que yo no hubiera encontrado el valor para quedarme y darle una oportunidad a lo nuestro. Se le veía tranquilo, aunque yo empezaba a reconocer los pequeños signos que revelaban, más que conformidad, resignación. Que hubiera aceptado mi decisión no quería decir que la compartiera, simplemente la respetaba porque no le quedaba más remedio e intentaba que le afectara lo menos posible, pero tenía días en los que por mucho que lo intentara, no conseguía disimular sus ganas y en ocasiones, su frustración. Ya había pasado casi un mes desde que me marchara de su casa y me avisó de que vendría a pasar unos días para hacerle un chequeo a mi padre. ¡Por fin! Lo cierto es que le echaba muchísimo de menos y me comprometí conmigo misma a hacer de aquella estancia, algo especial. Quería demostrarle que apostaba por lo nuestro tanto como él, aunque lo hiciera de un modo diferente y necesitase otros tiempos. Quería compensarle por castigarnos con una separación que no queríamos ninguno de los dos, pero que yo necesitaba para que las cosas se fueran asentando y ocupando su lugar. Nunca me habían gustado los atracones, no sabía gestionarlos y Omar se había dado cuenta y lo entendía. Era un jueves lluvioso y sin gracia, de esos que no quieres salir de casa sin un motivo de peso. Yo lo tenía. Cogí el coche y conduje, con más prisa de la que me convenía, por la autovía A-7, cantando a pleno pulmón sin el menor pudor. Llegué al aeropuerto a eso de las siete y dejé el coche en la cuarta planta del aparcamiento. Crucé la pasarela que conectaba el parking con la terminal y bajé las escaleras mecánicas hasta la zona de llegadas. En cuanto le vi aparecer, salí corriendo hacia él. Él sonrió y abrió los brazos para recibirme y yo salté dentro de su abrazo. Luego busqué su boca y me dio igual que hubiera gente mirando. Le habría devorado enterito allí mismo, pero no me apetecía pasar la noche en el calabozo por escándalo público, ya ajustaríamos cuentas después. ―Hola. ―Me dijo cuándo nos separamos. ―Hola. ―Pasó el brazo por encima de mis hombros y caminamos hasta el coche. ― ¿Me has echado de menos? ―Me preguntó con sorna. ―Tú qué crees. ―Me parece que sí. ― ¿Y tú a mí? ―Muy poco. ―Estábamos metiendo la maleta en el coche y me fijé en el bulto que se evidenciaba en un punto concreto de sus pantalones. Lo toqué con un dedo mientras le miraba directamente a los ojos. ―Mentiroso. ―Entra en el coche y arranca. No estoy seguro de poder esperar a llegar a tu casa. ― ¿Hoy no vas a pedirme que sea buena? ―Creo que estás más que decidida a portarte mal y eso a mí, en este momento, me parece muy bien. Omar vino un fin de semana al mes durante los siguientes seis meses y yo hacía lo mismo. Ese fue el compromiso que adquirí con él la primera vez que vino para hacer el chequeo a mi padre. Él venía uno y yo iba otro, de modo que nos veíamos un fin de semana sí y otro no. Así era más fácil. Y más justo, eso también. La relación se iba consolidando poco a poco. Yo ya no me sentía como una extraña cuando iba a su casa y cuando Omar me disparaba a bocajarro sus sentimientos, había dejado de sentirme como cuando me ponía los zapatos de mi madre siendo niña. A veces, Omar me quedaba grande, pero últimamente, esa sensación había desaparecido y yo me sentía capaz de igualarle. Había encontrado mi forma. Al no tener unas expectativas que cumplir, podía relajarme y ser yo misma. Mi padre no estaba respondiendo al tratamiento todo lo bien que cabría esperar. Yo le notaba cansado y su aspecto estaba muy desmejorado, como si algo le estuviera devorando desde dentro. Cada vez más delgado, más pálido. Omar había venido para el chequeo mensual y le noté algo taciturno. Tal vez hubiera tenido un mal día o estuviera preocupado por algo. ― ¿Estás bien? Te noto preocupado. ―Un beso en el pelo y un suspiro disimulado. ―Son cosas del trabajo. No te preocupes. ―No creo que pueda ayudarte, pero si necesitas hablar, yo estoy dispuesta a escuchar. ―Se me pasará en cuanto me coma un trozo de la tortilla de patatas que me has prometido. ―Es que mi tortilla es mágica. Soy como un druida y en mi tortilla, añado mi pócima secreta contra las cosas inevitables. ― ¿Por qué piensas que lo que me preocupa es inevitable? ―Porque si no lo fuera, no estarías tan preocupado. Estarías ocupado evitándolo. Algo me dice que más que preocupado estás frustrado o decepcionado y siento no saber ser de más ayuda. ―Dame un rato más contigo y se me habrá pasado. Tu sola presencia me reconforta. Eres un bálsamo que me calma las quemaduras. ―Ojalá. Ya me gustaría ser capaz de aliviarte cualquier dolor. ―Dame mi tortilla y verás. Al día siguiente, nos levantamos temprano y fuimos a casa de mis padres para ir al hospital. Nada más llegar y atravesar el laberinto de pasillos y puertas de acceso restringido, mi madre nos hizo pasar a su despacho y le mostró a Omar los resultados de los análisis que le habían hecho a mi padre. Omar frunció el ceño, mi madre cruzó las manos y a mí, se me encogió el corazón. Eso era. La tensión se percibía en el ambiente. Omar seguía mirando los datos, comprobando una y otra vez las mismas páginas, buscaba algo. Tal vez, un error. Mi padre quiso hablar a solas con Omar y mi madre y yo fuimos a tomar un café. Me pareció razonable que mi padre quisiera hablar con el médico que se ocupaba de su tratamiento. Tendría un montón de dudas y mi madre no era de las que daban muchas explicaciones. Estaba acostumbrada a tomar decisiones y no solía consultarlas con nadie, al menos las que tenían que ver con asuntos relacionados con la salud. Cuando llegamos a casa de mis padres, mi padre estaba agotado y le ayudé a llegar a su habitación y a meterse en la cama. Necesitaba descansar. Al bajar las escaleras oí a Omar hablando con mi madre en el despacho. Empezaba a hartarme de sus charlas técnicas que excluían al resto, pero meterse en el despacho y hablar en susurros, era pasarse. Me acerqué con aplomo y entonces Omar levantó la voz, en realidad era un grito contenido. Estaba enfadado. ¿Por qué Omar le hablaba así a mi madre? Me puse a la defensiva de inmediato y entonces le oí: ― ¡Tienes que decírselo! ―Mi madre estaba llorando. ― ¿Qué está pasando aquí? ―Exigí. ―Nada, cielo. Omar me estaba contando que hay un nuevo tratamiento que podemos probar con papá. Es un buen candidato y reúne los requisitos, pero es un tratamiento en fase experimental y puede tener algunos efectos secundarios, estamos valorando otras opciones porque el tratamiento convencional no está funcionando bien. Estamos un poco tensos y frustrados, eso es todo. ―Omar apretó la mandíbula y tragó despacio. Juraría que ahí había algo más que frustración. Indignación, tal vez, puede que desesperación. Estaba segura de que no me decían toda la verdad, pero no tenía forma de averiguarlo sin dudar abiertamente de ellos y no quería empezar una guerra con ninguno de los dos. Me conformé con aquella vaga explicación y la di por buena. Por el momento. Omar me dijo que tendría que volar al día siguiente con la excusa de que le habían llamado por una emergencia y tenía que volver sin dilación. Eso no fue lo que me alertó, lo que hizo saltar todas mis alarmas fue que aquella noche no quisiera hacerme el amor. Le busqué y me soltó eso de: “Cielo, mejor lo dejamos para mañana. Demasiadas emociones para un día. Estoy agotado”. Beso rápido y una espalda enorme que admirar toda la noche. OMAR CANSADO PARA EL SEXO… ¡¿Desde cuándo eso era posible?! Eso no me cabía en la cabeza por más que intentaran convencerme. Omar había llegado a casa después de una guardia de veintiséis horas y me había hecho el amor. Omar, había operado durante seis horas seguidas y nada más llegar, me había metido a empujones en la ducha y me había hecho el amor. Omar nunca estaba cansado para hacerme el amor y no es que no tuviera derecho a estarlo, que lo tenía, todo el derecho del mundo, pero no era normal y después de lo que había visto, pues me mosqueé. ― ¿Vas a decirme lo que te pasa en realidad o seguimos jugando a ver si lo adivino? Si lo conviertes en un reto, tendré que esforzarme y se me da bien hacerme la tonta, pero espero que te hayas dado cuenta de que no lo soy. ―Ana, hoy no. Déjalo, por favor. ―Entiendo que puedas tener un mal día, pero yo no soy el enemigo. ―Nadie dice que lo seas. No te estoy atacando, te estoy pidiendo paz. Dame un respiro. ―Disculpa, pero creo que lo que necesitas, es espacio. Ahí lo tienes. Saqué una manta del armario y me fui al sofá. Omar apareció a los pocos segundos y se plantó delante de mí. ― ¿Quieres volver a la cama, por favor? ― ¿No querías espacio? ―No, Ana. Lo que quiero es tiempo. ― ¿Y eso qué quiere decir? ¿Quieres que lo dejemos? ― ¿De qué estás hablando? ¿Cuándo he dicho yo que quiera dejarlo? ―No sé, solo intento adivinar qué narices te pasa porque tú no quieres decírmelo. Estoy barajando hipótesis así un poco a lo loco, la verdad… Porque no tengo ni idea de por qué estamos discutiendo. ―Estamos discutiendo porque no eres capaz de respetar que hay cosas que prefiero no compartir. Porque has decidido montarte una película cargada de dramatismo en la que eres la víctima y yo soy el malvado villano que quiere dejarte. Una conclusión meditada en profundidad tras haberte dicho que no quiero echarte un polvo. ¿Así vamos a funcionar? ¿Yo tengo un mal día y te pido tiempo para procesar lo que sea que me esté pasando y tú montas un peliculón al más puro estilo Bollywood? No, Ana. Madura. Así, no. Haz el favor de meterte en la cama. ―No me apetece. ―No dijo nada más. Se metió en la habitación y le oí abrir la maleta. Estaba recogiendo sus cosas. ¡Joder! ¡No! Fui a la habitación y le miré unos segundos desde la puerta. ― ¿Qué estás haciendo? ―Tardó unos segundos en contestar y cuando lo hizo, dejó lo que estaba haciendo y me miró de frente. Como siempre. Siempre de frente. ―Me voy. Es tu casa y no pienso consentir que duermas en el sofá por mi culpa. Faltan unas horas para que salga mi vuelo, pero no creo que pueda dormir y dado el ambiente que hemos creado aquí, estaré más cómodo en el aeropuerto. ―No te vayas. Lo siento. Te he visto discutiendo con mi madre y me he puesto a la defensiva. Odio que me oculten la verdad y sé que no me lo estáis contando todo. Me tratáis como si fuera una cría y me estoy cansando de vuestro juego. La vida con la que jugáis, es la de mi padre y creo que el resto tenemos derecho a saber lo que está pasando. ―Estamos todos muy tensos y esto acaba de empezar. O nos relajamos e intentamos hacer las cosas mejor o vamos a terminar de los nervios. ―Estoy de acuerdo. ¿Cómo lo arreglamos? ―Ven aquí, anda. ―Se sentó en la cama y me ayudó a sentarme junto a él. ―Te quiero. No puedes pensar que quiero dejarte porque tenga un mal día o no quiera hacer el amor. Hay veces que llega algo que nos queda grande. Algo que no somos capaces de gestionar. Solo necesito tiempo para averiguar cómo debo proceder y no, no estaba de humor para hacer el amor. Y tampoco para hablar. Solo quería abrazarme a ti, quedarme dormido y esperar un nuevo día, a veces, esa es la medicina. No me des guerra, Ana, no cuando te pida paz. ―Lo he entendido. No voy a presionarte, pero en algún momento voy a volver a preguntar y cuando lo haga, espero respuestas. Nada de echar balones fuera. ¿Tú me has entendido a mí? ―Asintió con cierto pesar, pero no era un hipócrita y sabía que tenía razón. ― Mañana hay que madrugar. Vamos a dormir y a ver si con sol, conseguimos ser más positivos. ―Nuestra primera discusión seria en casi un año, no está tan mal. ―Dijo apartando las sábanas y tumbándose. Yo me recosté junto a él y apoyé la cabeza en su pecho, él echó las sábanas por encima y cerró el abrazo. ―No quiero volver a discutir contigo. ―Declaré. ―Pues me temo que de vez en cuando, será inevitable. No siempre vamos a entendernos, pero no podemos cuestionar el amor del otro por eso. Me ha dolido que pensaras que quería dejarte. Creo que no entiendes lo que siento por ti. ― ¿Cómo voy a entenderlo si no entiendo lo que siento yo? Tenías razón en lo que dijiste sobre que era como esas personas que tienen el boleto de lotería premiado y no van a cobrarlo. Me siento justo así la mayor parte del tiempo. Supongo que temo que en cualquier momento alguien me diga, perdona pero ha habido un error, esto no era para ti. ―Créetelo de una vez. A mí también me cuesta, pero te miro y le doy gracias al cielo por haberte puesto en mi camino. Cobra el puñetero billete de una vez, y vámonos de crucero. ―Está bien. ―Le sonreí y él me besó. Al principio fue algo inocente, pero Omar, mi Omar, estaba de mejor humor y no tardó en hacérmelo saber, así que nos fuimos de crucero al paraíso. De pronto, mi padre empezó a mejorar. Cogió algo de peso, volvió el color a sus mejillas y empezó a recuperar el pelo. Al parecer el nuevo tratamiento le iba mucho mejor. Estaba más animado y yo también, y más tranquila, sobre todo, más tranquila. Las cosas entre mi madre y Omar parecían haberse suavizado, pero la tensión no había desparecido, quedaba un remanente de lo que fuera que pasara entre ellos. Supongo que algún desacuerdo sobre el nuevo tratamiento, sin embargo, estaba funcionando. Tal vez se tratara de una lucha de egos. Este fin de semana me tocaba a mí viajar. Omar me recogió en el aeropuerto y fuimos a comer a un restaurante que había cerca de su casa. Luego, fuimos al supermercado e hicimos la compra para el fin de semana. Cuando llegamos por fin a su casa, colocamos las cosas que habíamos comprado y deshice la maleta, Omar estaba bajo el marco de la puerta, como si la sostuviera, me miraba de un modo extraño y en su cara despuntaba una sonrisa pícara, al más puro estilo “Mona Lisa”. ― ¿Qué tramas? ― ¿Quién dice que tramo algo? ― Mi sexto sentido. Habla o tendré que torturarte. ―Me muero porque empieces y voy a ponértelo muy fácil. ―Entró y se sentó en la cama. Ahora sonreí yo. Yo no era muy dada a los juegos sexuales, pero aquella me pareció una excelente oportunidad para tentarnos. Me acerqué despacio y me coloqué entre sus piernas. Me senté a horcajadas sobre él. No tardó en llevar las manos hasta mi trasero y acomodarme, al tiempo que yo le propinaba un beso devastador, aunque breve. Quería que se quedara con ganas de más. Noté que estaba listo cuando me apretó contra su erección y una carcajada cruzó mi pecho para volverse sonido al salir al exterior. Me sentía como una diosa todopoderosa por encenderle con tan poco esfuerzo. Tuve que obligarme a no arder en su hoguera en aquel momento. Yo quería el control, aunque sabía que no iba a ser fácil mantenerlo en mis manos. La humedad de mi aliento sobre su cuello y mi lengua jugando con su oreja, le hicieron gruñir. Buscó mi boca de nuevo, y de nuevo me retiré demasiado pronto. Me levanté ignorando su intento por retenerme allí, apretada contra él. No abandoné mi posición entre sus piernas, solo que esta vez, me situé más abajo. Me coloqué de rodillas y comencé a desabrochar sus pantalones despacio. Liberé, con su ayuda, aquel miembro de su cuerpo que me moría por saborear y le dediqué toda mi atención. Suavemente, generando expectativas, sin prisa. Él, permanecía de pie y me miraba impaciente mientras lo acomodaba entre mis labios. Le mantuve la mirada mientras provocaba sensaciones que encendían aún más su deseo. Sus dedos se enredaron en mi pelo, guiando con precisión el movimiento, marcando su ritmo. Pero ese no era el plan, esta vez no. Cuando le vi apartar la mirada y echar la cabeza hacia atrás, me retiré dejándole desahuciado e insatisfecho. Se le escapó un gruñido como protesta y me miró algo contrariado, pero dejó que me apartara. ―Te morías por que empezara, pero no has dicho nada de terminar. Te lo preguntaré otra vez, ¿qué tramas? ―No contestó. Frunció el ceño, me cogió sin previo aviso y me echó sobre la cama, bocabajo, luego paso un brazo por debajo de mi vientre y tiró hacia él, levantando mis caderas. Protesté. ― ¿Qué haces? ―Me reí, desmintiendo mi reproche. Entonces apartó el vestido para darme un cachete en el culo. ¿Me estaba “castigando”? ― ¿Disfrutas haciéndome sufrir? A ese juego, podemos jugar los dos. ―Nunca había jugado así con Miguel, con él, había probado geles de placer y nos habíamos atado las muñecas al cabecero o nos habíamos vendado los ojos, habíamos jugado con comida y con hielo, lo típico, pero jamás se atrevió a darme un azote y me sorprendió un poco viniendo de Omar, pero no me molestó y le dejé hacer. Me dio la vuelta y se apartó, se quitó los zapatos y se desvistió sin dejar de mirarme. Su mirada estaba cargada de hambre. Un hambre voraz que no estaba segura de poder satisfacer. Miguel, jamás me miró así. Con él todo era más tibio, igual de auténtico, pero menos intenso. Me quitó los zapatos y las medias, dejándome en el borde de la cama mientras se inclinaba colocándose entre mis piernas, retirando la tela que se interponía entre su boca y mi estómago. Se paseó por mis costados, por mi vientre y se dejó llevar más abajo. Me probó con su lengua y me tanteó con sus dedos, presionando, provocando… Cuando sentí que todo estaba a punto de explotar, me agarré a la colcha con fuerza, mientras esperaba la ola de calor que concluyese con aquella dulce tortura, pero me devolvió el favor, apartándose. Luego me dio la vuelta, dejándome bocabajo de nuevo, levantando mis caderas para encarar mi humedad y penetrar en ella sin cuidado. Omar era alto, pero la cama también y así, de pie como se encontraba, acometió con fuerza, una mano se aferraba a mi hombro, mientras la otra se ocupaba de controlar mis caderas. Dejó que la mano se deslizara desde la cadera hasta mi sexo y jugó con él sin dejar de embestir. De nuevo, sentí la ola de calor que anunciaba el alivio y su mano voló para darme otro cachete, esta vez con más fuerza. Se me escapó un gemido que pretendía ser una queja, aunque no porque me hubiera hecho daño, sino porque para propinar su castigo, había infligido uno mayor al apartarla de donde la tenía. ― ¿Te gusta jugar, Ana? ―Me gusta jugar contigo.―Otro cachete y otra embestida, y otro gemido que se escapaba de mi garganta sin pedir permiso. ― ¿Cuánto te gusta jugar? ―Pruébame. ―Le desafié. Y lo hizo. Salió de mí dejándome de nuevo con impaciencia. Expectante por lo que haría después. Un mordisco en la nalga. Un jadeo. Aquel juego lo había empezado yo, pero ahora no tenía tan claro que fuera a ser yo quien le pusiera el punto y final. De nuevo, mi espalda aterrizó sobre el colchón y él aterrizó sobre mí. Bajó el escote de mi vestido, que aún llevaba puesto, lo justo para devorar mis pechos y mi boca y mordió mi labio, tirando de él, como si quisiera llevárselo consigo. Se frotó contra mi entrada traspasando lo justo para que le notara dentro, pero no lo suficiente como para satisfacerme. Elevó mis caderas para facilitarse el acceso. Arañó con sus dientes mi pezón antes darme un pequeño mordisco en el pecho y hundirse por completo en mi sexo. Entonces fue mío, por fin, enteramente mío. Rodeé sus caderas con mis piernas y le dejé hacer. Esta vez yo estaría preparada para cortarle el paso en su retirada. Me había cansado de jugar y quería mi premio. Era mi juego al fin y al cabo. Entraba y salía de mí con maestría y pasión a partes iguales, acelerando el ritmo, presionando con la palma sobre mi vientre mientras con el pulgar, presionaba mi centro sin parar. Creí que iba a morir justo cuando sentí que se preparaba para salir sin permitirme alcanzar el clímax. Entonces, cerré con fuerza mis piernas sobre su cintura dejando muy claro no había retirada posible. Pero se paró y me miró entre divertido, sorprendido y deseoso de que siguiera retándolo. ― ¿Dónde están tus modales? Pídemelo por favor.―Contraje los músculos que le cobijaban y él empujó, se le escapó un gemido por la presión. ―Venga, Ana… Has perdido. Deja a un lado el orgullo y pídeme lo que quieres con amabilidad. Sabes que me muero por complacerte…―Embistió una sola vez lentamente, colándose hasta lo más profundo de mi ser. Me mordió en el cuello y yo me retorcí de placer. Presioné de nuevo con mis piernas en sus nalgas para evitar que saliera de allí, roté despacio mis caderas, estrechándome alrededor de él. Otro gemido que se le escapaba. Me incorporé y trepé hasta colocarme sobre él y busqué sus labios, apresando el inferior con mis dientes. ―No te lo voy a poner tan fácil… ¿A qué venía esa sonrisa? ―Me deslicé hasta frotarme contra su vientre, rotando las caderas. Gemido. Bien. Repetí la operación. ―Eres muy impaciente, pero aquí y ahora, el ritmo, lo marco yo. ―Y para demostrar lo que decía, me tumbó sobre la cama colocándose encima, embistió varias veces seguidas, acelerando el movimiento, los suspiros, la pasión… ―Sí, sí…―Salió. ¡No! Me arqueé buscándolo. Otra embestida. Salió. Me dio la vuelta de nuevo, un cachete, otra embestida y otra… y otra…. Y otra… y otra… Hasta que los dos nos sincronizamos y explotamos juntos entrando en el paraíso por fin. Cuando él quiso. Mierda. Al menos, no se lo había pedido por favor. Se echó a mi lado mientras metía su lengua en mi boca en un beso que más que un beso, recordaba al general de algún ejército izando su pendón en el castillo conquistado para dejar muy claro, que había ganado y que ostentaba el poder. Aunque hubiéramos alcanzado alivio, la intensidad de aquel momento apasionado seguía flotando entre nosotros. Se levantó de la cama y recogió sus pantalones que seguían en el suelo, sacó algo de los bolsillos, me mostró lo que parecían dos entradas, de nuevo con esa sonrisa que esconde lo que el otro ignora, y se acercó para que pudiera ver de qué se trataba. ¡Dos entradas para el concierto de Ara Malikian! Me dio un beso rápido y yo intenté cogerlas, pero él las apartó. ―No sé si quiero ir con alguien que ha intentado torturarme. ―Se dio media vuelta, dejó los pantalones sobre la butaca que había en la esquina, junto a la ventana y se fue al baño. Abrió la ducha y yo hice un puchero desde la cama. Le había dicho que me gustaba cuando vino a España la primera vez y actuaba esa misma noche. Me sentí afortunada. Era el hombre más maravilloso y atento del mundo y él había decidido compartirse conmigo. Me levanté y fui derechita a buscarle. Le sonreí y él supo que me había encantado su regalo. ―No te acerques a mí. ¿Pretendes matarme? ― Solo si no me llevas a ese concierto.―Imploré. ―No te lo mereces. ― Me dijo cogiéndome por la cintura y sentándome sobre sus piernas. No había nada sexual en aquel gesto, aunque parezca extraño, estando desnudos en una ducha, solo era complicidad. ― ¿Quieres que te lo pida por favor?― Susurré. Él buscó mi boca, acomodando mi postura con sus manos, de nuevo tenso, dispuesto, preparado. Se apartó de mis labios para poder mirarme directamente a los ojos, generando más tensión solo con la fuerza de su mirada y su saber esperar. Me costó apartar mis ojos de los suyos, que eran puro fuego. Desvié mis labios a su oreja de nuevo, para pedírselo allí, bajito, solo para él. Íntimo. Como si fuera el mayor de los secretos que nadie hubiera confesado jamás. ―Por favor… ― Casi exhalé aquellas palabras que brotaron como un viento cálido. No dijo nada. Tal como estábamos se introdujo en mí, aferrándose a mi cuerpo, comiéndose mi boca despacio, provocando a mi lengua con su pulgar antes de adentrarse en la húmeda cavidad y hacerla suya. Me ayudaba con sus manos acompañando mis caderas, respetando esta vez, mi ritmo. No tardé en encontrar el clímax, esta vez sin nadie que me saboteara y él, no tardó en seguirme. Salimos de la ducha con el tiempo justo de arreglarnos y llegar al concierto, que por cierto, fue increíble, de principio a fin. Ara Malikan, era un músico de esos que consiguen proyectar su pasión hacia los demás y contagiar a todo el mundo con ella. Era mágico e intenso, como nosotros. Aquella noche, mientras dormía, vi a un hombre que se acercaba a mí, con un enorme cuchillo en la mano. Yo tropezaba y caía al suelo y el hombre se acercaba más. Su piel oscura y el fuego de sus ojos negros, me hicieron temblar. No era el mismo fuego que veía en los ojos de Hassan o de Omar, ni mis temblores eran por el mismo motivo. Temblaba de miedo, de puro terror. Aquél hombre estaba decidido a poner fin a mi vida, eso era lo que decían sus ojos. El filo de su cuchillo se apretó contra mi garganta, pero no ejecutó su intención de inmediato, un siseo le distrajo. Vi cómo se volvía para localizar su procedencia exacta y tras él, una enorme serpiente, negra como sus ojos, se alzó para atacar. El hombre retiró el cuchillo para enfrentarse al animal, pero ella fue mil veces más rápida que su mano. Ella no dudó. Retrocedí como pude, sin dejar de mirarla, intentando no hacer ningún movimiento que llamase su atención, me arrastré por la arena, solo veía arena y más arena y la serpiente, y el hombre tendido en el suelo. Una mano morena apareció de la nada, me sujetó por el brazo y me subió encima de otro animal, un gran camello que se incorporó de inmediato iniciando la marcha. Estaba en el desierto, un inmenso desierto dispuesto a engullirme se abría ante mí. ―Ana… tranquila… solo es una pesadilla, tranquila.― La voz de Omar me devolvió a la consciencia. Me desperté sobresaltada. ― ¿Estás bien? Solo era un sueño, pero parecías angustiada. ―Siento haberte despertado. ― ¿Quieres contármelo? ―No tiene importancia. ―Cuéntamelo. Ya me he desvelado, ―me animó― y quizá te ayude a volver a dormir. ―Estaba en el desierto. Un hombre de piel oscura me amenazaba con un cuchillo y entonces aparecía una enorme serpiente que se abalanzaba sobre él. Luego aparecía otro hombre y me subía en su camello, adentrándose entre las dunas. ―Es un sueño extraño para alguien que jamás ha estado en el desierto, pero duerme tranquila, te prometo que nadie se acercará a ti para hacerte daño. Yo no lo permitiría. ― ¿Por qué iba a querer nadie hacerme daño? ―Eso digo yo. ¿Quién se atrevería a dañar a mi dulce Ana? ― Me acariciaba el pelo intentando tranquilizarme. Lo extraño es que yo no estaba asustada, pero él sí. Vi el temor en sus ojos, la preocupación. Como si temiera que aquel sueño se hiciera realidad. Entonces recordé que posiblemente aquel sueño no fuera mío, sino de Laila. Algún episodio de mi vida junto a Hassan. Repasé mentalmente lo que recordaba de aquella vida, pero ninguna de las imágenes que venían a mi mente se ajustaba a aquel sueño. No era de mi vida pasada. Laila, tenía el don de la revelación a través de los sueños, ¿acaso se trataba de algo que iba a pasar? ¿Era posible que en esta vida yo también tuviera aquel don? ¿Por qué Omar estaba preocupado? ¿Acaso él sabía de todo aquello y me lo ocultaba? ―Omar… ¿Hay algo que quieras decirme? ― ¿A qué te refieres? ―Solo es un sueño, pero tú pareces realmente preocupado. ¿Por qué? ―Aunque solo sea un sueño, el hecho de pensar que alguien quiera hacerte daño y de verte sufrir, me pone nervioso. ― ¿Nada más? ―Ni nada menos. No quiero que sufras, ni si quiera en sueños.― Me acurruqué entre sus brazos y me quedé dormida de nuevo. En mi siguiente visita, Omar regresó del trabajo, aunque no lo hacía solo. Le acompañaba un hombre de piel oscura, más oscura que la suya y de ojos negros, más negros que los suyos, aunque no tenían su intensidad. Era su primo, Hamid. Aquel hombre no me gustaba. Había algo en él que me animaba a alejarme tanto como pudiera. Solo se quedó un día. Uno de los días más largos de mi vida. Hamid, le informó de la situación de su familia en Libia. Su tío ya era mayor y quería verle antes de morir. Omar le prometió ir a verle tan pronto como le fuera posible. Un par de semanas más tarde, Omar vino para el seguimiento de mi padre. Había vuelto a empeorar y con su recaída, regresaron las tensiones entre él y mi madre. La noche antes de que se fuera de nuevo a Alemania, me anunció que en dos semanas tenía que salir de viaje para ocuparse de unos asuntos familiares en Libia por lo que estaríamos un tiempo sin poder vernos. ―He pensado aprovechar el viaje e ir a ver a mi tío. Supongo que preferirás quedarte y pasar algún tiempo con tu padre. Cuando concluya mis asuntos en Libia, regresaré a España y si quieres, me quedo toda la semana. ―Era un buen plan, pero me habría gustado que me pidiera que le acompañara. Supongo que se me notó en la cara. ― ¿Te parece mal? ―No me parece mal, tranquilo, es solo que me habría gustado acompañarte, en realidad, me habría gustado que lo hubieras hablado conmigo antes de tomar la decisión. Una parte importante de una relación, es tomar decisiones, juntos. ―Perdona, pero es que la situación en Libia no es la mejor en estos momentos y prefiero que no vengas si no es necesario. Podemos esperar a que las cosas se calmen, algún día. Aunque me gustaría que conocieras a mi familia, espero que puedas hacerlo más adelante, bueno, quizá no a todos, mi tío está muy mayor, pero aun así, prefiero no ponerte en peligro. ― ¿Y si yo quisiera ir? ―Puso mala cara. ―Preferiría que no lo hicieras. ―Podría ir por mi cuenta. Siempre he querido ver el desierto. ―No es momento para hacer turismo, créeme. Iremos más adelante si la situación mejora. Yo no tengo más remedio que ir, pero tú no tienes por qué hacerlo y no quiero que corras riesgos por un capricho. La situación es muy inestable. Prácticamente, hablamos de zona de guerra. ―Si tú puedes ir, yo también. Déjame acompañarte. Me gustaría conocer al resto de tu familia y sobre todo a tu tío. Me has hablado mucho de él y sé lo importante que es para ti, tal vez sea la última oportunidad de conocerle y de que me conozca. ―Ana, en otras circunstancia me encantaría que me acompañaras, pero no puede ser. Además, si te quedas, podrás pasar más tiempo con tu padre. Últimamente, no le ves a penas. ¿Cuántas veces me lo has dicho? Quédate. Lo de mi tío es una pena, pero le hablaré de ti y le enseñaré fotos, te prometo que sabrá que existes y lo importante que eres para mí. ―Sigo queriendo ir. ―Y yo sigo pensando que no quiero que vengas. Lo siento. ―Bufé. Aquella noche tuve un sueño estupendo. Soñé con Hassan. Estábamos en el desierto y yo iba a su palmera a llevarle un vaso de limonada. Él me miró y me dijo que prefería tomarlo dentro de la tienda. Nada más entrar, me susurró unas palabras en árabe al oído y todo mi mundo despareció. No entendí una sola de esas palabras, pero la vibración de su voz, recorrió todo mi cuerpo empujando la sangre que se interponía a su avance. Me estremecí. Sus labios recorrieron mi cuello. Al tiempo que sus brazos me hacían prisionera dentro de su espacio, encerrándome en una cárcel de telas, carne y hueso. Una cárcel de la que ningún ser querría escapar. Me desperté agitada y comprendí que era un sueño de inmediato. Omar estaba sentado en la cama, clavándome su mirada, no había preocupación en ella, sino fuego. ― ¿Un buen sueño?―Preguntó en un tono de voz que reflejaba ira y dolor, aunque contenidos, resultaban evidentes. ― ¿Qué? ― Parecía un gran sueño, ¿quién es Hassan?― Madre mía, no podía creer que hubiera pronunciado su nombre y no se me ocurría nada que lo explicara.―Es una pregunta sencilla. ¿Quién es Hassan? Que yo sepa no conoces a muchos árabes. Yo diría que tu círculo se reduce a mí y a mi primo Hamid, así que me gustaría saber quién es Hassan. ¿Es alguien que conociste en el campamento? Puedes contármelo, no pasa nada. Todos tenemos un pasado. ―Solo era un sueño.―Me excusé. ―Parecía un sueño muy bueno por la forma en la que le llamabas. Nadie inventa un nombre en sueños.― Sus ojos se apartaron de los míos y se cerraron con fuerza. Solo era un sueño, pero claro, él pensaba que había algún hombre llamado Hassan que me hacía sentir de ese modo. ¿Cómo explicarle que se trataba de él mismo? ¿Cómo decirle que nadie, nunca, podría hacerme sentir como me hacía sentir él? Qué se trataba de un recuerdo de otra vida. ¿Cómo explicar aquello sin parecer una loca? ―Hassan, no es nadie. No existe. ―Ana, leo en tu cara igual que tú lo haces en la mía. Sé que hay algo más. ― Yo resoplé, podría inventar una explicación razonable, una buena excusa, pero no quería mentirle. Puede que hubiera llegado el momento de contarle la verdad. ―Podría decirse que es un antiguo amor. ―Entiendo. Parece que sigues pensando mucho en él. ―No es lo que tú piensas. ― ¿Cómo lo sabes? ¿En qué crees que estoy pensando? ―Te lo explicaré si dejas de prejuzgarme. Tendrás que abrir también un poco la mente. Esto no va a ser fácil de explicar. ―Ana, no puede ser tan complicado. Hassan es un hombre con el que tuviste una relación en el pasado. Bien, eso puedo asumirlo. ¿Sigues pensando en él? Solo quiero la verdad. Dímelo. Cuanto más me esquivas, más significado le otorgas. ―Bueno, cuando escuches lo que tengo que decir, creerás que estoy loca.― Tomé aire, intentando acompañarlo de un poco de valor y toda la elocuencia que fui capaz de encontrar. ―Cuéntame lo que sea, siempre que sea la verdad. ―Te acuerdas de la conversación que mantuviste con Carlos el día que fuimos a Guadalest?―Asintió.―Pues tenla presente, ¿vale? Te va hacer falta para comprender esto. Hace algún tiempo, Carlos me convenció para que me sometiera a una regresión.―Esperé para observar su reacción, de momento no daba señales de asombro, no me miraba como si estuviera loca ni nada parecido, así que decidí continuar.― En esa regresión, reviví una de mis vidas pasadas. Fue muy extraño, los recuerdos venían a mi mente y yo lo veía todo tan claro como si lo estuviera viviendo en aquel momento.―Hice una pausa, para volver a evaluar su reacción. Todavía nada. Continué.― Hassan, era mi esposo. Lo que viví con él fue tan intenso, tan grande y tan fuerte, que ha atravesado océanos de tiempo para volver a encontrarme.―Ahora sí reaccionó. Sus ojos estallaron en llamas. Sus puños arrugaron las sábanas, estrangulándolas entre sus dedos. ―Así que un hombre con el que viviste en otra vida, ha vuelto para encontrarte.―Se levantó de la cama sin mirarme. Sus puños estaban apretados, blancos, los cerraba con tanta fuerza que ni su propia sangre era capaz de circular por ellos. Se dirigió a la puerta para abandonar la habitación, pero entonces se detuvo un momento. ― ¿Y hace mucho que te encontró? ―Un año, aproximadamente.―Esperé a que hiciera los cálculos. Tenía que darse cuenta. ―Estábamos en el Sahara. ― Exacto. ― ¿Qué quieres decir? ―Tú mismo me lo has confesado en varias ocasiones, lo que sientes por mí, no es normal. Como si ya me conocieras, como si ya existiera un vínculo increíblemente fuerte entre nosotros, como si me hubieras estado buscando. Lo que intento decir, es que me has encontrado. ―Se volvió con el rostro distorsionado por el dolor. ―No te burles de mí. Es la mejor historia que me han contado jamás, pero ya es suficiente. Si no vas a decirme la verdad, será mejor que no digas nada. ―Omar, sé que es increíble. Jamás te hubiera contado nada y no tenías porqué saberlo, pero no quiero perderte por soñar contigo en otra vida, no te he sido infiel de ningún modo, a no ser que te haya traicionado contigo mismo, en otro tiempo, pero eras tú. Yo era Laila…― rompí a llorar, me oía hablar y me deba vergüenza continuar, estaba desesperada. Si alguien me contara algo parecido me reiría y luego me iría lo más lejos posible de una persona capaz de inventar algo así. No tenía sentido y yo lo sabía, pero ya no había vuelta atrás. No me creería, aun así decidí terminar de contar mi historia, nuestra historia.― ¿Recuerdas la primera noche que hablamos, en el hospital de campaña? ¿Recuerdas lo que dijo la niña? ―Estaba delirando, por favor no te sirvas de algo así. ―No me aprovecharía jamás de los delirios de una niña moribunda. Recuerda lo que dijo: “Laila, no olvides quién eres. La señora de las dunas.” Fue entonces cuando comprendí que todo era real. Hasta ese momento, yo pensaba que todo eran fantasías, sueños… coincidencias. No le di la menor importancia, hasta que vi tus ojos. Hasta que oí tu voz. Hasta que escuché a aquella niña. ―Ana, por favor… Para. ¿Tú te estás oyendo? ―Tú sabes que es verdad. Sabes que hay algo irracional en todo esto, algo más fuerte que el amor que sentimos hoy, algo que nos une. ¿De verdad crees que sería capaz de amar a alguien como te amo a ti? ―Yo sé cómo te amo yo y no, no sería capaz. Pero, parece que tú sí.―Salió de la habitación sin decir ni una palabra más. Quise ir tras él, pero había aprendido por las malas que a veces necesitaba tiempo para procesar las cosas y era mejor dejarle hasta que él encontrara el camino de vuelta, así que me obligué a quedarme en la habitación. Pasé toda la noche intentando buscar la manera de hacerle entender, pero no veía la forma de conseguir que me creyera. ¡Maldita sea! Ni si quiera yo me lo creía. Me levanté temprano y salí al salón, necesitaba verle. Puede que se le hubiera pasado o puede que solo hubiera sido un mal sueño. Cualquiera de las dos me valía. ― ¿Omar?―Le llamé. Nadie contestó. La luz empezaba a colarse a través de las cortinas. Me froté los ojos antes de intentar abrirlos. Me dolía todo el cuerpo, no me sentaba bien no dormir y más cuando arrastraba tanta tensión. Miré a mí alrededor y le vi sentado en uno de los sillones, clavándome sus enormes ojos negros. Ya no había fuego en ellos, solo rescoldos de la incertidumbre y el miedo. ―Estás aquí.―Le saludé aliviada. ―Tenía que hacer mi maleta, pero no quería despertarte. ―No he dormido. Siento lo que pasó anoche, pero no tiene sentido continuar con esto si no puedes creerme, porque siempre pensarás que te he engañado. ―No entiendo tu historia y no puedo creerla, pero tampoco creo que me hayas engañado. La verdad es, que no sé qué pensar. ―Así que aún había esperanza. Si existía una posibilidad de que él me creyera, entonces… ―He estado pensando en cómo demostrar que no miento. Solo se me ha ocurrido una cosa, pero es otra locura. Tendrás que seguirme el juego en esto, aunque creas que estoy loca. Luego, si no estás satisfecho, puedes dejarme, incluso dejaré que me internes en un psiquiátrico.―Me miraba de un modo extraño, sin comprender a dónde quería llegar.― Lo único que puede convencerte de que no miento y de que te he contado toda la verdad, es que tú también lo veas. Si a mí me hubieran contado lo que yo te conté a ti, habría reaccionado igual, incluso mucho peor. ― ¿Qué es lo que me estás pidiendo exactamente, Ana? ―Que te sometas a una regresión.―Le vi encerrar la cara entre sus manos y ladear la cabeza de un lado a otro. No podía aceptar una negativa, así que solo me quedaba suplicar. Me arrojé al suelo, de rodillas frente a él. Tomé sus manos y las besé desesperada, llorando… ―Por favor, no pierdes nada. ¡Inténtalo! ―Ana, yo… no sé qué decirte. Esto es demasiado para mí. ― ¿Crees en un cielo repleto de vírgenes y no eres capaz de creerme a mí, a la persona a la que amas? Creo que nunca te he dado motivos para que pienses que no soy una persona razonable. Sé que es difícil de creer. Solo te pido que me concedas el beneficio de la duda. No tienes nada que perder. ¿Acaso no merezco eso? ¿No merezco un último esfuerzo por tu parte? ―Eso, no es justo. ―No, no lo es. Pero tampoco es justo que alguien destroce tu vida por un maldito sueño. No es justo que la persona que supuestamente te ama, te juzgue y condene sin hacer todo lo posible para saber la verdad, no es justo que…―rompí a llorar más desesperada aún y ya no pude continuar. ―De acuerdo. ―Dijo en un susurro. Yo le miré incrédula, lo había conseguido. Lo haría por mí. Solo esperaba que funcionara. ―Gracias.―Dije besando de nuevo sus manos. ―Por favor, levántate, no quiero volver a verte así. ―Y yo no quiero perderte. No me importa nada más. ―Te amo, Ana, eso no lo dudes, pero… ―Shhh…―puse un dedo sobre sus labios―Todo saldrá bien. Ya lo verás, solo te pido un poco de fe. Confía en mí. ―No creo que nadie pueda llevar una mentira tan lejos, al menos, tú no.―Suspiró.― Aunque yo no vea lo mismo que tú, ahora sé que tú lo crees realmente y que lo soñaste porque lo creías. De algún modo, para ti sí es real. No creo que hayas conocido a ningún Hassan últimamente. ―No sabes hasta qué punto ha llegado a ser real para mí. A veces, utilizas las mismas frases que él… que tú, en aquella vida y entonces, viene a mi mente el recuerdo. No dejo de sorprenderme nunca de que sigas siendo la misma persona, de que siga habiendo tanto de él en ti. ― ¿Así que pienso como una persona de hace siglos? ―Sonrió. Estaba intentando bromear y quitarle hierro al asunto. ―Solo a veces.―Intenté seguir con su broma. Secó mis lágrimas con su mano, acariciándome la cara. ―No quiero volver a verte llorar. Siento mucho todo esto. ―Debería habértelo contado antes, pero nunca encontré el momento o las palabras. ―No. Si me lo hubieras contado antes, cuando apenas te conocía, entonces sí que habría pensado que estabas completamente loca.― Se rio. ―Supongo que tienes razón.―Admití avergonzada. ―No creo que estés loca. Yo no creo en esas cosas, pero tú no crees en mi cielo repleto de vírgenes y no piensas que yo esté loco, así que… que cada uno crea en lo que quiera. ―Me gustaría tanto que vieras aquella vida… ― ¿Quieres hablarme de ella? No te juzgaré. Escucharé e intentaré imaginar lo que me cuentes. Será como si me contaras una película que aún no he visto. ― ¿De verdad quieres que te hable de ello? ―Luego, si quieres, yo te contaré mejor lo de mi cielo. ―Está bien.―Tomé aire, sabiendo que sería un relato más o menos largo, intentando decidir qué era lo más importante. Ahora podía contarlo mejor, estaba preparada y él estaba preparado.― Te sorprenderá saber que entonces, ya pertenecías a una de esas tribus del desierto, los hombres del velo los llamaban. ― ¿Era un tuareg? ―Ajá… el jefe de la tribu. Hassan Nauzet Haytam, el joven halcón. ― ¿Cómo sabes tú eso?―Me preguntó sorprendido. Yo le miré sabiendo que ahora sí me creería. ― ¿Vas a interrumpirme o quieres escuchar la historia?― Cerró la boca de golpe al tiempo que hacía un gesto invitándome a seguir.― Bien, pues como ves, tú has continuado sin despegarte de aquellas lejanas y profundas raíces, así que supongo que para ti será más fácil comprender todo lo que voy a contarte o lo que verás si al final decides someterte a la regresión. Yo no pertenecía al desierto, mi padre era cristiano, pero se casó con mi madre que era musulmana. Mi abuelo, que curiosamente se llamaba Omar, sí que procedía del desierto, aunque se instaló en Jerusalén cuando fue conquistada por Saladino, allí fue donde yo nací y crecí. Al menos, hasta que volvió a manos del Rey Federico, entonces asesinaron a mis padres y mi abuelo, creyó prudente volver al desierto. Durante el viaje, nos atacaron y yo estuve a punto de morir. Mataron a mi marido y cuando iban a hacer lo mismo conmigo, apareció una espada y me libró de aquel destino. La mano que empuñaba aquella espada, era la tuya, la de Hassan. Así, nuestros destinos se unieron para siempre. Hassan, o sea tú, nos llevó a su campamento, que curiosamente era justo el lugar al que mi abuelo pertenecía y nos quedamos allí. Tardamos bastante en darnos cuenta de que estábamos hechos el uno para el otro, mi marido había sido asesinado y yo no soportaba mirar a ningún otro hombre, además eras insufrible…―Me reí al recordar lo que pensaba Laila.― Frío, distante, casi arrogante, con esa seguridad en ti mismo y acostumbrado a tener a todo el mundo a tus pies. A mí me ponías de los nervios, te dio por seguirme a todas partes y todo lo que yo hacía, te parecía mal, pero estaba equivocada en tus intenciones, te juzgué mal. Eras el hombre más maravilloso que ha pisado jamás la tierra. Cuando lo comprendí, ya no fui capaz de escapar de tu mirada, la misma mirada que tienes hoy. ―Parece una buena historia, la verdad es que me encantaría que todo lo que cuentas fuera real.―Se quedó callado un segundo, intentando decidir algo y de pronto lo hizo.― Quiero someterme a la regresión, si esa es la historia que voy a ver, merece la pena intentarlo, si no, como tú dijiste, no pierdo nada. ―Me alegro mucho de oírte decir eso. ―Aún queda tiempo. ¿Te importa contarme un poco más? ― ¿Qué es lo que más te interesa saber? ―Creo que el tipo de hombre que era. ―El mejor. Eras distante y seguro de ti mismo, porque era así como tenías que ser, tú eras un guerrero. Conmigo no, conmigo siempre fuiste más cálido que el sol. Me decías que era la sal de tu vida, que a veces escocía, pero que siempre curaba. Entre nosotros siempre hubo un fuego intenso que no se apagó jamás, ni si quiera cuando la muerte vino a buscarte fue capaz de conseguir que se extinguiera. Yo le pedía a Alá cada día que viniera a buscarme y que me llevara contigo. Cada día iba a tu palmera y dejaba junto al tronco desnudo, un vaso con agua. Sabía que se evaporaba, pero me gustaba pensar que eras tú quien la bebía.― Mis ojos, se llenaron de lágrimas al revivir aquel dolor, que aunque se había cebado con Laila, también era mío. Omar me miró, vi en sus ojos que me creía, que sabía la verdad, aunque no lo viese, supe, que en lo más profundo de su ser, su alma se estremecía con su propia historia gritándole desde dentro que todo era cierto. Envolvió mi rostro entre sus manos y mis labios con los suyos, absorbiendo el dolor y la angustia. No el dolor de Laila por perder a Hassan, sino el mío, por perderle a él. Sus labios, calmaban el dolor y encendían mi pasión al mismo tiempo. Se apartó un poco para susurrarme al oído. ―Así que tú eres Laila, la señora de las dunas. ―Para ti no, tú me llamabas Tazerwalt.―Dije sin separar mis labios de su boca. ―Tazerwalt…Ojos azules. ―Susúrrame en árabe.―Le pedí casi en un jadeo. ―No lo entiendes.―Protestó sin dejar de besarme. ―No importa, me gusta cómo suena tu voz en ese idioma. ―Tazerwalt…―Luego, siguió susurrándome cosas al oído, pero yo ya no intentaba aislar las palabras, solo el sonido de su voz en aquella lengua extraña para mí, hacía que me estremeciera de pies a cabeza, como si aquel idioma me devolviera a la vida. Sus ojos más negros que nunca, más encendidos que nunca, pero contenidos. Jamás había sentido la necesidad de entregarme a alguien, yo siempre me había compartido, pero jamás me había entregado. Lo hice, necesitaba hacerlo, mi cuerpo me pedía que me entregase, que me sometiera a su voluntad, a sus deseos, a sus manos. Solo existía él. Lo único que yo deseaba, era complacerle a él. ―Haz conmigo lo que quieras.― Le dije en un susurro. Él no dijo nada, apenas una especie de gruñido, una chispa más en sus ojos y de pronto, todo se volvió más violento, más salvaje. No hubo cuidado alguno, ni contención. Todo quedó liberado, la pasión, el fuego… Sin llegar a consumirnos. Aquello no acababa nunca, no tenía que acabar nunca, no quería que acabase nunca. Siempre así, siempre juntos. Sudorosos aún, nos miramos como si nos viésemos por primera vez. Omar, estrelló sus labios contra los míos. ―Deberíamos darnos una ducha. Tengo que coger un avión y tú tienes que llevarme al aeropuerto.― Me sonrió. Yo me levanté, completamente desnuda y me dirigí hacia el baño. Me volví para ver por qué no me seguía y le vi clavándome aquellos ojos que me hacían enloquecer. ― ¿Tú, no vienes?―Se mordió el labio. ―Si me ducho, tendré que vestirme y coger el maldito avión, cuando lo que me apetece es no moverme de aquí, ni dejar que te muevas…―Yo me reí divertida. ―Anda, no seas bobo y ven a vestirte o llegaremos tarde.―Suspiró teatralmente y se levantó, también desnudo. Yo lo miré y me mordí el labio inferior, imitando su gesto.―Umm… ―Será mejor que entres tú primero. Hoy, no respondo. ―De acuerdo, tal vez podrías cambiar el billete y cogerlo más tarde, había quedado con Carlos para comer, puede que puedas ver todas esas cosas hoy mismo. ―No me importa si es real o no, o si yo puedo verlo, pero supongo que daño tampoco me va hacer y has despertado mi curiosidad. Habla con Carlos y yo voy a retrasar mi vuelo. ―Di unas palmaditas loca de contenta y le oí reír mientras me metía en la ducha y sabía, aunque no podía verle, que en ese momento sacudía la cabeza. Todo volvía a estar en su lugar. 9 ―Así que al final se lo has contado… ―Qué remedio… Al principio pensó que estaba loca y que todo era mentira, pero ahora me cree. Si fuera al revés, yo creo que jamás me hubiera tragado algo así. ―Al final lo habrías hecho. El alma reconoce la verdad mucho antes que el sentido común. En lo más profundo y escondido de tu ser, habrías sabido que él no te engañaba. ―Prefiero no ponerme prueba. ―Bien, pues comemos y lo intentamos. Sin garantías, Ana. Esto no es una ciencia exacta. ―Se lo diré a Omar. ―Entonces, luego nos vemos. ―Sí, hasta luego… y gracias, Carlos, por todo. ―Ya sabes que me lo cobraré en cerveza, ―dijo entre risas―así que no me des las gracias. Una cita con tu hermano, también me vale. ―Luego nos vemos. ―Adiós. Omar estaba sentado escuchando la conversación atentamente. Luego le vi perderse en sus propios pensamientos. ― ¿Crees que funcionará?―Preguntó al fin.― Ya sabes que no me importa si no consigo verlo, no cambiará nada, pero me gustaría ver todas las cosas que me has contado. Siento curiosidad. ―Yo también estoy impaciente porque veas todo lo que yo he visto, me gustaría compartirlo contigo, pero Carlos me ha pedido que te avise de que no es una ciencia exacta. Aunque espero que funcione. Fuimos a casa de Carlos. Él nos estaba esperando. ―Bueno, Omar, al final Ana te ha contado la verdad, ¿eh? Me preguntaba cuánto tiempo tardaría.―Sonrió. ―No el suficiente, reconozco que ahora me alegro de que me lo haya contado, pero no ha sido fácil para mí abrir tanto la mente. Si no fuera Ana, jamás estaría aquí, haciendo esto. ―Lo comprendo. En cualquier caso siempre es mejor saber la verdad. Conocer la historia y más, cuando es una historia como esta.―Volvió a sonreír.― ¿Vamos allá?― Omar asintió. ◆◆◆ Tercera Parte: Hassan. Si la luna te ama, ¿qué te importa que las estrellas se eclipsen? (Proverbio árabe). 1 El sol me cegó al reflejarse en el metal. Intenté esquivarlo, pero venía derecho hacia a mí y no veía nada. Me tiré al suelo y rodé. El hombre que empuñaba el arma no me daba tregua. Seguí rodando hasta que conseguí ponerme en pie, solo para tropezar con una daga que se apretaba contra mi cuello. ―No ha estado mal. ―Si no fueras mi padre, a estas alturas estaría muerto. ― ¿Qué es lo que ha hecho que te venciera? ― Qué eres mejor que yo. ―Ser mejor o peor, solo depende de lo que cada contendiente haya aprendido. No soy mejor que tú, Hassan, simplemente he aprendido más cosas, tengo más experiencia. Cuando seas tan viejo como yo, serás también mucho mejor. ―Lo dudo, padre. Nadie te ha vencido con la takuba jamás. ―Ahora, sin tener en cuenta mi experiencia, quiero que repases nuestros movimientos y me digas qué es lo que me dio la ventaja. ―Medité la respuesta brevemente. ―El sol. Se reflejó sobre tu arma y me cegó. No fui capaz de esquivar el golpe porque no podía verlo.―Mi padre asintió. ―Primera lección: escoge siempre con cuidado tu posición en la lucha y procura mantenerla. Has de tener en cuenta el sol, la elevación del terreno, los posibles obstáculos… Todo lo que te rodea puede ser una ventaja, si lo sabes aprovechar, o tu desgracia. ―Lo tendré en cuenta, padre. Mi instrucción como amajegh acababa de comenzar. Mi padre era el amenokal de mi tribu y había decidido ocuparse el mismo de ello. Yo era el único varón entre las cuatro criaturas que alumbró mi madre. Dos de mis hermanas se habían casado y se habían marchado del desierto. Solo quedaba Adira, que era menor que yo. Mi madre, Karima, era una mujer dulce y atenta, aunque siempre se quejaba de que mi hermana y yo, éramos como los djinns y le provocábamos dolores de cabeza y mi padre, Salah, solía decirle que no se preocupara tanto, que necesitábamos hacer travesuras y que el desierto nos hiciera fuertes. Ambos acudíamos al ahal cada tarde para encontrar pareja. Yo lo tenía más fácil que mi hermana, pero aun así, no encontraba ninguna mujer que me conmoviera lo más mínimo, me servían todas por igual, o ninguna. Una tarde, volvía de cazar y me topé con los ojos de una chiquilla. Se llamaba Nadia y me miraba con curiosidad. Tenía la edad de mi hermana, pero aún no había empezado a visitar el ahal. Le sonreí y ella apartó la mirada y sus mejillas adquirieron otro color. Antes de entrar a la tienda, eché un último vistazo. Me estaba mirando. Dejé de visitar el ahal. ¿Para qué iba a perder el tiempo? Yo ya sabía a quién quería, solo tenía que esperar a que estuviera lista. Mi instrucción cada vez fue más dura. Trabajé cada día a las órdenes de mi padre y al caer el sol, me sentaba exhausto junto al fuego para escuchar las historias. Aprendí a dominar la takuba, la lanza y la daga, y también a domar a las bestias. No tarde mucho tiempo en convertirme en amajegh y cabalgar junto a él. Una tarde, Adira me contó que Nadia había ido al ahal. ¡Por fin! Al día siguiente me presenté allí y sin mirar a nadie más, fui directamente a por ella. La boda se celebró en dos semanas. Aquella noche estaba nervioso. Mi padre me había hablado alguna vez del amor. Siempre decía que la mayoría de los hombres eran torpes con sus mujeres, rudos, y que luego se quejaban de que ellas les evitaban. Él decía, que incluso a las fieras, se las atraía con miel. Por fin nos quedamos a solas en nuestra tienda. Yo estaba impaciente, pero sabía que la primera vez no sería fácil para ninguno de los dos, aunque había soñado con aquel momento muchas veces y quería que fuera placentero para ambos. Yo no quería hacerle daño a Nadia y que ella me evitara el resto de nuestras vidas. Yo estaba decidido a ser un buen amante para que ella viniera siempre a nuestro lecho de buena gana, pero también porque quería hacerla feliz. El amor era entrega, y al casarme con aquella dulce mujer yo me había comprometido a entregarle todo lo que era. Estaba para frente a mí, esperando. Había llegado el momento de demostrarle el tipo de hombre que era. Muchos buscaban aliviar su placer y se olvidaban del de sus mujeres, yo buscaría su placer, ya tendría tiempo de ocuparme del mío después. Ella tenía que saber que siempre la antepondría a mi persona. Me acerqué a ella despacio, acaricié su cara y le sonreí antes de besarla. No era la primera vez que lo hacía, pero en aquella ocasión, ambos sabíamos que los besos solo eran el preámbulo de algo más grande y significativo. Nada más sentir sus labios recibiendo a los míos se encendió mi pasión, pero Nadia era dulce e inocente y me obligué a no sucumbir a ella tan pronto. Ella empezó a desvestirme, pero sus manos temblaban sobre mi túnica. Las cogí y besé sus palmas. ―No debes temerme, Nadia. Yo jamás te haré daño. ―No quise mentirle y todos decían que la primera vez podía ser doloroso para la mujer.―Puede que hoy te duela al principio y ojalá pudiera ahorrártelo, pero me temo que te haré sufrir, pero te prometo que luego todo irá mejor. Confía en mí. Déjame a mí. ― Me desvestí sin prisa, dándome tiempo para calmarme y cuando hube acabado conmigo, empecé con ella. Era hermosa. Su piel morena, enmarcada por unos rizos que le llegaban hasta la cintura. Sus curvas generosas y suaves, como ella. Ardí de deseo al contemplar a aquella mujer que había sido creada para mí y di las gracias a Alá por ello. Me acerqué para besarla de nuevo, los dos desnudos, la tomé en brazos y la llevé hasta nuestro lecho nupcial. Recorrí su cuerpo con mis manos y mi boca hasta que estuvo preparada para mí. Luego la miré avisándole de que había llegado el momento, pidiéndole perdón y rogándole en silencio que soportara aquel sacrificio que yo le exigía por amor. La besé y luego la miré intensamente, ella cerró los párpados, rindiéndose y yo acometí. Me introduje en ella despacio al principio, dejando que se fuera acostumbrando a mi tamaño y cuando noté resistencia, empujé más fuerte hasta que rompí aquella frontera que nos separaba del paraíso. Se le escapó un grito, pero se recompuso mordiéndose el labio. Volví a besarla sin moverme aún, hasta que ella respondió a mi beso. ― ¿Te duele mucho? ―Negó con la cabeza sin articular palabra. Empecé a moverme despacio al principio, pero pronto ella empezó a seguirme con los movimientos propios de sus caderas. Mi pasión fue creciendo con su placer, pero no quise liberarla por completo, ya habría tiempo para eso cuando nos hubiéramos acostumbrado a la rutina del amor. Seguí empujando acariciando y besando hasta que ya no pude aguantar el placer por más tiempo y me derramé. Ella no creo que lo hiciera, pero aún quedaba noche y pasado el amargo trago inicial, todo iría mejor. Ahora los dos sabíamos qué esperar. ―Siento haberte hecho daño. ―Me disculpé. ―No importa, también me ha gustado. ―Conseguí que se derramase antes de que despuntara el alba y no fue hasta entonces que me di por satisfecho. Nadia era estupenda, dulce y cariñosa. Atenta a lo que yo pudiera necesitar. Yo procuré siempre hacerla feliz y que no tuviera jamás motivo de queja. A veces, tenía que sujetar mi carácter y mi pasión, porque ella era dócil y frágil. Su cuerpo era pequeño, su piel suave y su temperamento afable. Tenía miedo de abrazarla demasiado fuerte y que se rompiera en mil pedazos. Yo jamás le haría daño. Habían pasado varios años desde la boda y no venían los niños. Yo empezaba a estar impaciente. No preocupado, siempre podría buscar una segunda esposa, pero me gustaría hacerla feliz y sabía que le haría ilusión llenar la tienda de críos. A ella le encantaban. Una noche la encontré llorando, desesperada. Se agarró a mi túnica y me suplicó que buscara otra mujer, una que fuera capaz de engendrar niños. Le ayudé a levantarse, sequé sus lágrimas con mis manos y la miré a esos ojos oscuros que habían llegado a lo más profundo de mi corazón. ―Tranquila, mi vida, ya vendrán. Aún somos jóvenes.― Esperaría algún tiempo más, no me apetecía buscar una segunda esposa por el momento, aunque tampoco quería parecer el abuelo de mis hijos. Pasó el tiempo y Nadia seguía sin quedarse preñada. Había vuelto a sugerir en un par de ocasiones que tomara una segunda esposa, pero yo no había perdido la esperanza e intentaba hacerle el amor tanto como era posible. Al final llegarían. Pero no llegaban. Fui a visitar a mi primo que en ese momento se encontraba en un campamento al sur. Me invitó a entrar en su ahal y por una vez, estuve tentado de hacerlo. Esperaría hasta la primavera siguiente. Si no venían antes de entonces, empezaría a buscar otra esposa. Regresé al campamento y Nadia me esperaba en la puerta de la tienda con una sonrisa que le llegaba hasta las orejas. ¡Qué hermosa estaba allí de pie! Parecía brillar. Le sonreí y ella espero a que atase a la camella para arrojarse a mis brazos. Me pareció extraño, ella no solía ser tan expresiva. ¿Habría ocurrido algo en mi ausencia? ―Parece que estás de buen humor.― Me aparté un poco para mirarla e intentar descubrir el motivo de su alegría. Estaba distinta, pero no sabría decir por qué. ―Lo hemos conseguido, Hassan. Estoy esperando un hijo tuyo. ―La estreché entre mis brazos y la besé allí mismo. ―Alá el Misericordioso no se ha olvidado de mí y me sonríe. No hay mejor noticia.― Le sonreí. Hacía un par de semanas que ya no se levantaba de la cama. No tardaría mucho en parir y había decidido mudarse a la tienda de su madre para estar cerca de las mujeres cuando llegara el parto. Era lo normal y no me opuse. Aunque algo dentro de mí me decía que la retuviera. Me gustaba dormir junto a su pequeño cuerpo, ahora deformado por mi hijo. Aunque yo sabía que no era solo eso lo que me inquietaba. Las lluvias deberían haber llegado hacía bastante tiempo y no caía ni una sola gota. Los animales empezaron a enfermar y también los más débiles; los ancianos y algún crío. Uno ya había muerto en el campamento del norte y dos más en el del sur, si la cosa seguía así… Prefería no pensarlo. Yo sabía que no era el mejor momento para nacer, pero Alá decidía esas cosas, no yo. Mi padre también había caído enfermo y me mandó llamar. Llegué hasta su tienda y le encontré tumbado en la cama. Tenía algunos almohadones bajo la cabeza que le ayudaban a respirar mejor. Parecía mucho más viejo y estaba muy pálido y débil. Jamás pensé que lo vería así, vencido. ―La paz sea contigo, padre. ―La paz, Hassan. Ven, siéntate.―Obedecí al instante y tomé asiento junto a su lecho. ― ¿Qué tal te encuentras hoy?―Negó con la cabeza y yo comprendí de inmediato que se estaba despidiendo. No había temor en su rostro, solo fatiga y preocupación. ―Debemos convocar al consejo y elegir al nuevo amenokal, debes darte prisa, yo no creo que aguante mucho más. ―Te pondrás bien. ―No, Hassan, los dos sabemos que mi final se acerca y debemos prepararnos. De nada sirve negarse a Su voluntad. ― ¿Te rindes sin luchar, viejo? No es propio de ti. Solo tienes que aguantar un poco más. La sequía ya no puede durar mucho. Tienes que conocer a tu nieto. ―Tienes razón, pero aunque sobreviva, estoy demasiado viejo para hacer sonar el ettebel. Haz lo que te digo. ―Yo asentí y me dispuse a salir de inmediato.― Hassan… ―le miré― una cosa más, si la sequía persiste, debéis separaros. Es más fácil que sobreviváis si os dividís. ―Comprendo. Así se lo diré al consejo. Descansa. Volveré lo antes posible. Cabalgué dos días y dos noches para convocar a todos los miembros del Consejo, pero cuando regresé, mi padre ya no estaba. Me obligué a pensar que era la voluntad de Alá. Ahora ya no sufriría más. Era mejor así. Le echaría de menos, amaría su recuerdo y le pondría su nombre a mi hijo. Era todo cuanto podía hacer por él. Fui a la tienda de Nadia, seguía acostada y me miró con tristeza. ―Nos despertamos hace dos días y mi madre fue a llevarle el desayuno, pero ya se había ido.―Me explicó. Dos lágrimas brotaron de sus ojos. Eso me gustó. Estaba bien que alguien llorase por él. Yo no podía. ―Estaba muy débil.― Igual que ella. Reconocí los síntomas de la deshidratación en su rostro. Ella era más joven, aguantaría. ¿Y mi hijo?― ¿Qué tal tú? ―Esperando que tu hijo se digne a nacer.―Me sonrió. ―Ya debería haber nacido, aunque no es el mejor momento.― Compartí mi temor con ella, quería que estuviera preparada para lo peor.― Puede que sea más listo que el resto y decida quedarse ahí dentro hasta que pase la sequía.―Intenté sonreír, aunque el velo lo ocultaría de todas formas.― ¿Has comido algo?―Vi que había un cuenco con avena prácticamente lleno. ―No tengo hambre.―Eso no estaba bien. Tenía que mantenerse fuerte. El parto la debilitaría, si ya estaba débil, podía ser fatal. ―Tienes que comer. Debes estar fuerte para el parto.―Cogí el cuenco y me acerqué para darle el alimento. Ella no protestó. Yo sabía que no lo haría. Siempre me obedecía. Se limitó a abrir la boca y yo empecé a darle de comer. No llevaba ni la mitad cuando se volvió sacando la cabeza fuera del lecho para vomitar. Estaba peor de lo que yo suponía. ¿Y si no aguantaba el parto? Con las primeras luces del alba, me avisaron de que había llegado el momento. ¡Por fin! Embarazada no tenía ninguna posibilidad, el niño la debilitaba. Por separado, tal vez, ambos sobrevivieran. Fue un parto rápido, el bebé no tardó en llegar, solo que no respiraba. Levanté la vista al cielo intentando comprender la voluntad del Misericordioso, pero no lo logré. Tanto tiempo esperando, orando para que me concediera Su gracia y… No lo entendía. No tenía más remedio que plegarme a sus decisiones, pero ¿cómo podía entender aquello? Nadia, también estaba débil. Lloraba desconsolada consumiendo las pocas fuerzas que le quedaban. Una semana más tarde, Alá se la llevó también. Mi padre, mi hijo y ahora mi esposa. ¡¿Qué quieres de mí?! Esas palabras no salieron de mi garganta, se quedaron allí pegadas, pero tras darle sepultura al último ser que quedaba en la tierra que me importara algo, cogí mi camella y me adentré en la arena. Me alejé sin rumbo. No cogí alimento alguno, ni abrigo. Cuando mi cuerpo se hubo hartado de la bestia, salté a la arena y allí me derrumbé. Grité tan alto que Alá no pudiera ignorar mi dolor y recé. Recé como no había rezado nunca para que me llevara con ellos. Le di un golpe a la camella para que se alejara y me dejara allí con mi pena, pero no fue hasta que los depredadores empezaron a acechar, que decidió alejarse en busca de la seguridad del campamento. El frío se alojó en todas las fibras de mi cuerpo. ¿Qué más me daba una muerte que otra? Frío, hambre o sed. Mi cuerpo terminaría por sucumbir al desierto y los carroñeros darían buena cuenta de él. No sería una muerte apacible, ni digna de un amajegh, pero no quedaba nadie a quién quisiera impresionar y ya había visto suficiente de la vida como para no querer seguir su juego. El cansancio me venció y mi padre vino a buscarme. Estaría enfadado. ¿Lo comprendería? ―Hassan, ¿qué estás haciendo? ―Nada. Lo mismo que he hecho por ti, por mi esposa y por mi hijo. Nada. ―Ninguna culpa debes sentir. Esto no ha sido por tu voluntad sino por la Suya. Nada debes reprocharte. ― ¿Esto es la vida, padre? ¿Perder todo aquello que se ama y quedarse para sufrir su pérdida? ―A veces. Pero la vida es suficientemente larga en cada caso para encontrar lo que el Misericordioso ha dispuesto para cada uno de nosotros. ¿No quieres descubrir lo que ha reservado para ti? ―Se ha llevado todo cuanto quería. ―Debes confiar en Él, Hassan. No pierdas la fe y el Misericordioso te recompensará. No es momento para pensar en tu dolor, hijo, tu gente te necesita. ¿Acaso piensas volverle la espalda? Tienes un deber con tu pueblo y mientras Alá no te reclame, te debes a él. Debes regresar y ocupar tu lugar. ― ¿Para qué, padre? Si no llegan las lluvias, poco puedo hacer yo. Él ya nos ha condenado. ―Tú cumple con tu deber, que Él jamás olvida el suyo. Alá proveerá. Ahora, ve. Abrí los ojos y el sol ya brillaba en lo alto. Las aves de carroña volaban sobre mí, esperando para descender y darse el festín. Aún no, tendrían que esperar un poco más, tanto como Alá me lo permitiera. No sé de dónde saqué las fuerzas para regresar al campamento, pero lo hice. Mi padre estuvo conmigo todo el camino y nada más llegar, el cielo se cubrió y comenzó a caer el precioso líquido. La esencia de la vida. Entonces, comprendí que el desierto podía ser cruel, pero Alá era grande y más fuerte que él. Cuando el consejo se reunió unos días después, echamos de menos a varios hombres, pero la vida seguía su curso y no se detenía por las ausencias. Había mucho que hacer. Lo primero era elegir al nuevo Amenokal. Yo propuse a Hamid, que era algo mayor que yo, pero los demás dijeron que no tenía ni mi sentido común ni mi fuerza. Querían que fuese yo. Ya lo tenían decidido. Querían que ocupara el lugar de mi padre. Yo que acababa de perderlo todo y no había sido capaz de hacer nada. ¿Cómo iba a responsabilizarme de tanta gente si no había sido capaz de mantener a salvo a mi familia? ―Está decidido.―Dijo Hamid.― Hassan, guiará a nuestra gente desde ahora. De nada servía protestar. Asumí mi nueva responsabilidad y recé para que mi padre guiara mis pasos al hacer sonar el ettebel. 2 Hacía un par de días que seguíamos a los extraños. Eran como niños, torpes e ingenuos. ¿Cuándo se darían cuenta de que estaban en el lugar equivocado? El viejo parecía saber lo que hacía. ¿Por qué se habría internado en el desierto en esta época del año y con una mujer y una criatura? Sus ropas eran musulmanas, aunque más delicadas que las que usaba mi pueblo, pero yo intuía que eran cristianos, excepto él. Puede que le hubieran contratado como guía. Pero, ¿qué podían querer encontrar unos cristianos en el desierto? Aquí no hay nada. Nada que a ellos les pueda interesar. Si no caían en manos de las caravanas de esclavos, el desierto acabaría con ellos. Apenas les quedaba agua. Insensatos. ¿Acaso creían que podían desafiar al sol y a la arena y salir indemnes? Miré la estampa que tenía frente a mis ojos. Aquella joven con su hijo… el marido nada podría hacer por ellos, iban al encuentro de su propia muerte. Esa familia perecería como antes lo hiciera la mía, la diferencia entre aquel hombre y yo, era que él lo desconocía y cada vez se acercaba más a su desgracia en lugar de evitarla, en mi caso, yo era completamente consciente de que cada segundo que pasaba, les arrebataba un latido. La coincidencia entre nosotros, era que ninguno de los dos podía evitarlo. Él por pura ignorancia, y yo, por no poder vencer al desierto. ― ¡Hassan!―Me volví para mirar a mi primo. ¿Por qué tenía que gritar siempre? No me preocupaban los cristianos, ellos eran ciegos, sordos y estúpidos, no sabían escuchar ni ver las cosas importantes. Le hice una seña para que no se acercara y fui a ver qué ocurría. ― ¿Qué has visto? ―Una caravana. Van directos hacia ella. ― Sabía que no debía interferir entre el desierto y Su voluntad, pero aquel crío era tan inocente como lo fue el mío. Quizá salvándole a él, salvase también el alma de mi hijo, pero estábamos solos Abdel y yo, no llegaríamos hasta ellos antes que la caravana y sacrificarnos por unos extraños, era una irresponsabilidad que pagaría mi pueblo. A mí tanto me daba, mi vida ya no tenía ningún valor para mí, pero era demasiado pronto para que mi primo hiciera ese viaje y no cargaría con la pérdida de Abdel también, pues sobre mi conciencia ya pesaban demasiadas muertes. Tal vez la caravana pasase de largo o puede que ellos la vieran a tiempo. Si no era la caravana, sería el desierto. Estaban condenados si no hacíamos algo.― ¿Qué hacemos? ¿Vamos a dejar que los capturen? La chica, tiene el porte de una reina. ―La chica, tiene marido y no es asunto tuyo, sino suyo, y desde luego, ninguno de ellos es asunto nuestro. ― ¿Así que nos vamos sin más? ―Eso deberíamos hacer. Ellos se deben a su destino como nosotros nos debemos al nuestro, pero me intriga el viejo. Se dirige hacia nuestro campamento, no llegarán, pero sus pasos se encaminan hacia allí. Me preguntó qué están buscando. ―Salgamos a su encuentro. ―Demasiado tarde, no llegaremos antes que la caravana. Puede que sea lo mejor, al menos vivirán. ―El viejo no es cristiano, sabe manejarse. Mira su forma de tratar al camello, sabe manejarlo y se mueve bien entre las dunas, casi tan bien como nosotros. Me pregunto quién será… ―Si sabe lo que hace, debería saber ya que están todos muertos. ―Aunque esperaba poder hacer algo para remediarlo y llegar a tiempo. ―Ve a buscar a los demás. Yo me quedaré vigilando.―Le vi sonreír por haberse salido con la suya.― No tardes, van hacia el este. Acamparán cuando caiga el sol. Yo te esperaré cerca del campamento. ―De acuerdo, me daré prisa. Llegó la caravana y les hizo prisioneros. No hubo resistencia. Si solo se trataba de eso, era mejor que enfrentarse al desierto sin agua. ¿Por qué seguía allí? ¿Por qué no me había marchado cuando estaba a tiempo, cuando no sabía ni me importaba lo que habían venido a buscar? Ahora ya no podía hacerlo. Les estuve siguiendo durante algunas horas, el sol empezaba a ponerse y buscaban un lugar apropiado para montar las tiendas. En seguida vi a una mujer que llevaba un gran cuenco con la cena. Debía de ser la cristiana. ¿Dónde se había metido Abdel? Esperé un largo rato, escondido entre las dunas. La oscuridad se aliaba conmigo, permitiendo que pudiera acercarme un poco más, pero no lo suficiente para poder ver lo que ocurría. El viejo y el crío, no tenían ningún valor. Solo obtendrían un buen beneficio por la pareja joven. Si no eran demasiado estúpidos y se sometían, no les harían ningún daño, pero mi instinto me decía que eso no iba a ser así. ¿Dónde se había metido mi primo? Oí alboroto. No me hacía falta verlo para saber lo que ocurría, la joven se estaba resistiendo y probablemente, el marido intentaba salir en su defensa. Las mujeres solían ser una fuente de problemas, todas excepto la mía, pero ella ya no estaba. Aparté el dolor y concentré mis sentidos en aquella tienda. Al parecer, la muchacha estaba presentando batalla a aquellos hombres. ¡Qué insensata! ¿Acaso no pensaba en la vida de su esposo y de su hijo? ¿Qué loca se enfrentaría a un ejército de hombres para preservar su honor? ¡Qué valor! ― ¡Abdel, ven ya! ― Entonces, salió de la tienda uno de los hombres llevando a rastras a la mujer. Vi cómo el hombre desgarraba la ropa de la chica. Iba a forzarla. Ella ya no luchaba, creo que por fin había comprendido que no podía ganar. Nadie merecía que lo sometieran de ese modo. No podía esperar más, si lo hacía, ya no habría nada por lo que esperar. Aproveché la distracción del hombre y esquivé a otros dos que se dirigían al interior. El desgraciado se relamía como una fiera que está a punto de probar la carne de su presa. Descargué mi espada contra él. La muchacha, levantó la cara cuando vio la espada caer, sorprendida de que el golpe no fuera para ella, entonces vi sus ojos… tazerwalt. Tras el hielo de aquellos ojos ardía el fuego de mil soles. ¿Cómo Alá permitía que alguien tuviera aquella mirada? Por primera vez desde que mi esposa me abandonara, fui capaz de mirar a otra mujer. Los gritos de los imajeghan, me libraron del hechizo de aquellos pozos de agua clara. Los hombres salieron de la tienda, pero tampoco hubo lucha, mi primo ni si quiera bajó de su caballo. Miré a la muchacha, yacía en el suelo, inconsciente. La cargué sobre mis brazos como a un niño y la dejé en la otra tienda. La examiné sin detenerme demasiado, solo para comprobar que no tenía herida alguna. Afortunadamente, la sangre que teñía su ropa, parecía no ser suya. Su piel, mucho más clara que la de cualquier mujer que hubiera visto y no tanto como la de los cristianos, revelaba que al menos en parte, pertenecía a otro pueblo, parecía un lienzo purificado, listo para recibir las aleyas del Corán. Era suave como la seda y me invitaba a pasear mis manos por ella. Por primera vez en mi vida, desee algo que no me pertenecía. ¡Maldita sea! ¡No! Ella estaba bien. Me obligué a cubrirla y salí de la tienda. ―Nada se ha podido hacer por el esposo, pero el resto parece que están bien. ¿Qué tal la muchacha?―Me preguntó mi primo. ―Necesita descansar. Mañana será peor, pero aquí no hacemos nada. Al alba regresaremos, tú, a tu campamento y yo, al mío. ― ¿Tan pronto? ¿No quieres ir al ahal? Hay una muchacha nueva, la hija de Yusuf. ―No me interesa. ―Venga, Hassan, ya has sufrido bastante, ¿no te parece? Necesitas una mujer que te cuide y que te procure descendencia.― Sus palabras se me clavaron en el corazón destrozado que luchaba por cada latido contra mi voluntad. No lo pensé, le cogí del cuello y apreté con fuerza. Alá el Misericordioso intervino a tiempo y fui consciente de lo que estaba a punto de hacer, así que aflojé la presión. ―He dicho que no me interesa.― ¿Por qué todo el mundo había decidido qué era lo que yo necesitaba? Jamás había necesitado que nadie me dijera lo que tenía que hacer y ahora, ya era demasiado viejo para que un crío empezara a darme órdenes. Estaba harto. Harto del dolor, harto de la gente que me miraba con lástima, harto del desierto que se había llevado mi vida, pero se había olvidado de llevarme a mí. Vi el rostro de mi esposa y mi hijo, demacrados por la sed. No pude evitar que mi estómago se encogiera por el dolor. ¿Cuánto más sería capaz de soportar? ―El viejo, quiere hablar contigo.― Me dijo mi primo cuando pudo respirar. Asentí y me dispuse a entrar en la tienda. Puede que le debiera una disculpa a Abdel, pero primero necesitaba enfriarme. ―La Paz sea contigo.―Saludé. ―La Paz. ―Me respondió el viejo― ¿Eres Hassan, el hijo de Salah? ― Yo asentí ¿Aquel viejo conocía a mi padre? Me sonaba su cara, pero no conseguía recordar quién era.― Soy Omar. Eras un crío cuando me marché a las tierras que baña el Nilo, no te acuerdas de mí, pero soy primo de tu padre.― ¡Sí! Ahora le recordaba con mayor claridad, aún no me habían circuncidado cuando él se marchó, pero le recordaba. Siempre sobre su caballo… Aquel caballo del color de la noche, que cedió a mi padre antes de marcharse. ―Ahora te recuerdo. Gracias por el caballo, era un animal magnífico. Los llevabas a nuestro campamento, ¿verdad? ―Omar asintió― ¿Por qué?―Quise saber. ― ¿No te has enterado? Han rendido Jerusalén, en teoría una rendición pacífica. Es curiosa la idea que tienen los cristianos acerca de la paz. Mi hija y su marido fueron asesinados. He salvado a la familia que me queda. Necesitamos un lugar en el que podamos vivir tranquilos, lejos de la guerra y lejos de la muerte. ¿Se te ocurre algún lugar mejor que el desierto? ―Ibais derechitos hacia esa muerte de la que pretendías protegerlos. ―Tengo los sentidos algo embotados. Hace demasiado tiempo que estoy lejos del desierto. Gracias por intervenir. ―Eres bienvenido, Omar. Tú y tu familia. ¿El muchacho era su marido? ―Así es. ―Una mujer sola y con una criatura, necesitará alguien que cuide de ella.―Pensé en la nieta de Omar, pero no tardaría mucho en encontrar quién le hiciera una proposición, era hermosa y joven y sin duda fértil, y su piel… Se la iban a rifar en el ahal. Mi cuerpo se tensó al imaginarla en manos de cualquier hombre. Ninguno era merecedor de tal belleza. Además, ella era nieta de Omar y aunque sin duda su sangre no era limpia, ella conservaba su linaje, no encontraría muchos que estuvieran a su altura. Tal vez, mi primo Abdel. Él parecía interesado. No. Abdel era un crío y ella… ¡basta de excusas! Ella también era una cría. Sería una unión provechosa, me obligué a pensar.―Es joven. Pronto encontrará algún hombre que quiera ocuparse de ella, no te preocupes.― Le aseguré al viejo. ―No me preocupa. Creo que tu primo parece interesado.―Sentí como se tensaban todos los músculos de mi cuerpo, negándose a aquella posibilidad, que sin duda, mi razón sabía que era la más acertada. Sin embargo, mientras no hubiera un compromiso, debía asegurarme de que no les faltara de nada. Era lo mínimo que podía hacer. Eso es lo que me hubiera gustado que alguien hubiera hecho por mi mujer y mi hijo de haber corrido yo aquella suerte. Me cambiaría por aquel joven sin dudarlo ni un segundo. Ser yo el que se hubiera ido con Alá y dejar a mi familia en manos de mi pueblo. Alguien cuidaría de ellos, seguro. ―Ya veremos. Mientras tanto, estaréis bajo mi protección. ―Laila, es una criatura compleja. La conozco bien, será una buena esposa para aquel que consiga comprender su naturaleza, pues solo así podrá doblegarla.―El viejo, soltó una carcajada ¿Eso le divertía?― Y te aseguro, que no será nada fácil. Abdel, es un buen muchacho, pero dudo que lo consiga. Ella no es una mujer al uso, Hassan. No tiene ese sentido práctico que caracteriza a su género. Solo se entregará a alguien que sea capaz de igualar su fuerza y despertar su pasión. ―Hay buenos hombres. Alguno servirá. Será mejor que durmamos algo. ―Tienes razón. Ya habrá tiempo para hablar. Salió el sol y fui a relevar a mi primo que había hecho la guardia durante la noche. ―La Paz sea contigo. ―La Paz sea contigo, Hassan. ―Anda ve a lavarte y a descansar un poco. Yo haré el siguiente turno. ― ¿Qué tal la muchacha?―Yo sonreí. Desde luego, mi primo estaba interesado en ella. No tardaría mucho en desposarla. Bien, así debía ser. ―Aún duerme. Ve a ponerte guapo para cuando despierte.―Me reí ahora de forma sonora y él me acompañó sacudiendo la cabeza. ― ¿Es hermosa? Aún no he podido verla de cerca. Te la llevaste a la tienda demasiado pronto.―Protestó. ―No sabría decirte.―Mentí.― Es extraña. Quizá demasiado flaca, pero creo que te gustará. De todos modos no hay muchos hombres que puedan cortejarla, es nieta de Omar. Solo tú, Bashir y algunos hombres de otros campamentos. ―Y tú.―Me recordó. ―Ya te dije que no me interesa.― Le miré intentando imprimir determinación a mi mirada, no quería que hubiese ninguna duda al respecto. ― ¿Así que me la cedes? ―Es toda tuya.―Le dije con un gesto displicente. Bajó corriendo y entró en la tienda, supuse que a asearse un poco, comer algo y dormir, pero me equivoqué. No tardó mucho en salir. Probablemente se habría lavado y habría comido algo, pero no se acostó. Le vi hablando con el viejo animadamente. Intentaba ganárselo pensando que si le gustaba a él, le sería más fácil acercarse a ella. Yo sabía que se equivocaba, su mirada, que no duró más que unos segundos, fue suficiente para saber que no solo reflejaba derrota, aunque también. Tenía una fuerza incontenible. Tal como me acababa de confirmar Omar, la chica tenía el espíritu de un guerrero, no se plegaría a la voluntad de su abuelo ni tampoco a la de ningún otro hombre. Esa muchacha, estaba acostumbrada a tomar sus propias decisiones y a salirse con la suya. Algo muy peligroso en una mujer. Abdel tendría que hacerlo mucho mejor si quería conseguir algo de ella. La vi salir de la tienda. Parecía confusa y preocupada, miraba a todas partes buscando algo, buscando a alguien, supuse que a su familia. Abdel, tardó apenas unos segundos en ir a su encuentro. Intentó tranquilizarla y la llevó junto al viejo y a su hijo. Ella ni si quiera le miró. Ahora, con el niño en brazos, le miraba complacida y absorta en su rostro y sus gestos, aunque supe que no era a él a quien buscaba, intentaba descubrir en el pequeño, algún resto de su marido difunto. Abdel no conseguiría nada. Yo lo sabía bien. Lo que ella necesitaba no era un hombre, era tiempo. Le hice un gesto a mi primo en cuanto ellos se perdieron en el interior de la tienda para hablar con él. ― ¿Qué tal ha ido?―Le pregunté con una sonrisa que no pude evitar. No sé si complacido porque ella no fuera capaz de prestarle la menor atención o porque realmente me divertía verle en acción. ―Sus ojos… Es extrañamente preciosa. ―Volví a sonreír.― ¿Por qué no me dijiste nada? ¿De verdad no te perece una belleza? ―Quería ver tu cara cuando lo descubrieras, pero no creo que sea el momento, Abdel. Ella no está preparada para pensar en otro hombre. El cuerpo de su marido aún está enfriándose. ―Tú déjame a mí. Se rendirá a mis encantos antes de que acabe el día.―Soltó optimista entre risas. Yo sabía que eso no pasaría. Ella había arriesgado su vida, la de su abuelo y la de su hijo, aunque fuera inconscientemente, para salvar a su esposo. Eso dejaba claro que le amaba y una devoción como aquella, no desaparecía de la noche a la mañana, bien lo sabía yo por propia experiencia. Hay cosas que para poder sanar, necesitan tiempo, pero Abdel, era demasiado inmaduro para verlo. ―Tú mismo, pero te aconsejo que te armes de paciencia, si es que realmente pretendes algo con ella. Al día siguiente, nos pusimos en marcha. Durante el camino, la observé con mayor atención. Mi primo intentaba acercarse a ella, pero ella jamás mostró el menor interés. Se limitó a ocuparse de su hijo, sin hablar con nadie, salvo con su abuelo, aunque tampoco lo buscaba con frecuencia, necesitaba estar sola y Omar supo verlo, igual que yo. El único que parecía ajeno a algo que resultaba evidente, era mi primo. ¡Qué torpe se mostraba con ella! ¿Acaso no se daba cuenta? Durante el día viajaba entre las telas que la protegían del sol y de las miradas del resto de los hombres, en el tahawit, y por las noches, no salía de la tienda. Necesitaba tiempo. Tiempo para asumir la pérdida y luego, más tiempo para que se calmara el dolor. Aunque en mi caso, el tiempo no había sido suficiente. Cuando llegamos a nuestro destino, la cosa tampoco cambió mucho. Observaba su tienda desde la solitaria palmera que coronaba una de las dunas y me proporcionaba sombra durante mi vigía, pero jamás la vi salir si no era para buscar agua. Tampoco se acercaba al resto de la gente con la que compartíamos campamento. Yo entendía cómo se sentía. Perdida y fuera de lugar. Mi primo, no dejaba de visitar nuestro ahal con la esperanza de que un día, ella apareciera. Aquello significaría que ya estaba preparada, dispuesta para rehacer su vida. Pero aquello no ocurrió. Él empezó a perder la esperanza y al cabo de un tiempo, dejó de venir. No sin antes pedirme, que en cuanto estuviera disponible, le avisara. 3 El campamento estaba cerca de un pequeño oasis y aquella noche la luna brillaba con debilidad, dejando que las estrellas hicieran su trabajo. El cielo estaba en calma y se respiraba cierta paz. Caminé alrededor de las tiendas para asegurarme de que todo estaba bien antes de irme a descansar. Entonces la vi. Salió de su tienda en dirección al oasis ¿Dónde creía que iba a esas horas y completamente sola? Esa mujer era más insensata de lo que yo imaginaba. Decidí seguirla, probablemente, iría a buscar agua para el pequeño, puede que tuviera que lavarlo y no tuviera suficiente agua en la tienda. Tal vez, necesitara ayuda. Llegó hasta su destino y dejó algo en el suelo, el odre, supuse yo. Me equivocaba. Se quitó la túnica, quedándose completamente desnuda. Debería haberme dado la vuelta, pero algo se me agarró por dentro impidiéndome apartar los ojos de aquella visión. Por fin se metió en el agua, sumergiéndose hasta el pecho. Solo estaba dándose un baño. Rompió a llorar. Nadie podía imaginar la forma en la que yo era capaz de entenderla. Necesitaba desprenderse del olor a sangre y a muerte. Necesitaba que el agua limpiara su piel, llevándose la suciedad, los recuerdos y también la culpa. Eso le vendría bien. La dejaría unos minutos, pero después, ella tenía que empezar a comprender las reglas. El desierto no era el jardín de su casa en la ciudad. El desierto, no perdonaba el menor descuido. Había animales que acechaban en busca de una presa fácil, y la tranquilidad de la noche, les animaba a bajar hasta el agua. No, ella tenía que entender que no podía alejarse del campamento durante la noche y sin protección. Cuando consideré que ya se había lavado y llorado suficiente, me hice notar. ―No deberías estar aquí tú sola.―Le dije, avisándole de mi presencia.― Sal y vístete.―Sus ojos me buscaron entre la oscuridad, ardían con un fuego intenso, no por la sorpresa, esa no era la causa, estaba molesta porque la hubiera interrumpido. Tampoco mostró pudor, más bien, cierta desidia. ―No te preocupes, estoy bien aquí.― Entonces me miró, por segunda vez. Sus ojos se me clavaron en lo más profundo del alma y deseé colarme tras ellos y descifrar todos y cada uno de sus misterios. Deseé que fuera mía. Pero no fue deseo lo que vi en los suyos, sino resentimiento. ¿Por qué me miraba así? ¿Y por qué no salía del agua? ¿Acaso era sorda? ¿Acaso no entendía lo que le acababa de decir? Sí, claro que me entendía, pero me estaba desafiando. ― ¿Mujer, acaso te atreves a desafiarme? Si no sales por tus propios medios, entraré a buscarte.―No salió enseguida, esperó unos segundos sin apartar su mirada de mí. Evaluando mi amenaza. Di un paso, dejando clara mi postura. Ella tenía que saber que yo no hablaba en vano, que estaba dispuesto a llevar a cabo lo que acababa de decirle. Hizo un gesto con la mano para que me detuviera. Ella había medido nuestras fuerzas y esta vez, yo había ganado. ¡Lástima! Me hubiera encantado meterme en el agua para sacarla de allí, pero ella no era estúpida y supo retirarse a tiempo. Me di la vuelta para que pudiera salir. Luego la acompañé hasta su tienda. No hablamos más. La vi entrar y sabía que aquella noche no volvería a intentarlo, así que yo también me fui a dormir. Todo el tiempo que permanecimos junto al oasis y también mucho tiempo después, en otros campamentos, lo dediqué a estudiarla. Aquella cría se colaba en mis sueños y ocupaba la mayor parte de mis pensamientos, pero yo sabía que aún era pronto, que aún no estaba preparada para enfrentarse de nuevo a la vida. Intenté adivinar si le interesaba algún otro hombre, pero ella no parecía mostrar especial predilección por ninguno. De vez en cuando, intentaba sacar el tema con Omar, siempre de forma casual, pero el anciano no parecía preocupado por aquello, él como yo, sabía que necesitaba tiempo. Solo había algo que no entendía, su forma de mirarme. El resto de hombres parecían no existir para ella, a mí al menos me miraba, pero la forma que tenía de hacerlo me decía que no era por nada bueno. Cada vez que nuestras miradas se cruzaban, sentía como si intentara atravesarme con esos enormes ojos azules. Normalmente aparecían apagados, sin vida, pero en cuanto yo la miraba, aparecía una pequeña explosión tras ellos, sutil, contenida, yo sabía que me despreciaba, aunque no entendía la razón. Puede que todo fueran imaginaciones mías, puede que ni si quiera me mirara. ¿Por qué iba a hacerlo? Me estaba volviendo loco. ¡Maldita cría! De día la buscaba, pendiente de que no se le ocurriera hacer ninguna estupidez. Siempre desde cierta distancia intentaba ponerme donde ella pudiera verme, sabía que me intuiría, como la presa al cazador, ella me presentía e instintivamente se volvía hacia mí para torturarme con ese fuego. No me importaba, yo dejaba que el fuego me consumiera, que se cebara conmigo, no me hacía daño como claramente era su intención, sino que me hacía arder de un modo bien distinto. Estaba dispuesto a que me abrasara, cada vez, el dolor era menos intenso y el deseo, más urgente. Me acostumbré de tal forma a aquel fuego, que rezaba para que se acortaran las noches y poder someterme a él durante el resto del día. Al cabo de un tiempo, descubrí algo más tras aquel fuego, seguía habiendo desprecio, yo lo sabía, pero también había algo más. Recé para que fuera deseo. Entonces comprendí, que el trabajo del tiempo empezaba a dar sus frutos, con los dos. Omar, estaba preocupado por la situación en Tierra Santa. Creo que era el orgullo el que le impedía aceptar la derrota. Pero entendía su dolor. Si los cristianos hubieran asesinado a mi familia, yo también querría devolverles el golpe. Por desgracia, yo no podía culpar a nadie de la suerte de la mía, no tenía nadie contra quien descargar mi ira. En primavera convoqué al consejo, decidí hacer la reunión cerca de la tierra del gran río, pues seguramente habría que ir a hablar con el Sultán. Nosotros no éramos quienes para empezar una guerra y desde luego, no éramos suficientes para ganarla. Tras los saludos y bienvenida a los nuevos miembros, pues siempre había alguna baja que lamentar y alguna incorporación que celebrar, nos sentamos junto al fuego. Mis primas, Zaida y Halima, hermanas de Abdel, se ocuparon de preparar la cena para todos y un poco de té y dulces para después. ― ¿Qué tal está Omar? ―Me preguntó Hamid, uno de los más ancianos. ―Me sorprende que aún esté con vida. Es mayor que yo y yo siento que ya tengo un pie en la tumba. ―Se rio. ―Te aseguro que está mejor que tú. ―Bromeé. ―La vida en la ciudad le ha tratado bien, aunque él asegura que siempre quiso volver al desierto. Dice que jamás se sintió tan libre como cuando vestía el velo. Después de tantos años, teníais que haberle visto moverse entre las dunas. Parece que algunas cosas no se olvidan nunca, deben de estar impresas en nuestra sangre. ―Salúdale cuando le veas y dile que le recuerdo. ―Así lo haré. ― ¿Y su nieta? ―Preguntó Mohamed, curioso. ― ¿Es tan hermosa como cuentan? Dicen que tiene los ojos de agua y que un djinn mira a través de ellos.― Casi suelto una carcajada al oírle hablar así de ella. ¿Acaso había sido víctima de sus miradas de hielo? ¿Qué sabía él de sus ojos de agua y de lo que era capaz de hacer con ellos? ¿Acaso ella le había sometido a su fuego? Ellos no eran más que una panda de supersticiosos y ella, se había convertido en un trofeo. ―Su nieta es una mujer hermosa, joven y fértil. ―Arisca, altiva, fría y rebelde, también vinieron a mi mente, pero preferí guardármelo para mí. Si quieres vender un burro, mejor hablar de sus virtudes y no de sus faltas. ―Pues debe tener a los hombres haciendo cola en el ahal. ―Me tensé al pensar en Laila en el ahal. En cuanto lo visitara, no le iban a faltar pretendientes, eso estaba claro, la cuestión es, si lo haría algún día. Algo dentro de mí se rebeló. ―La muchacha aún no visita el ahal. Es nieta de Omar, no son muchos los que pueden cortejarla y además, aún llora por su marido. ―Tonterías. Una mujer joven con una criatura debe estar al cuidado de un esposo. Es una insensata, si no lo hace por ella, debería pensar en la criatura. ¿Qué vida le espera si no? ―Muchos estuvieron de acuerdo, pero a mí me pareció que la juzgaban a la ligera. Ellos no podían comprenderla. Yo sí. Y la respetaba más si cabía por aquella declaración de principios. Solo era leal a su difunto esposo y a su corazón. ¿Qué había de malo en eso? ―Ella es joven aún y a Omar no parece preocuparle el asunto. ―Intenté justificarla, aunque no sé por qué. A mí, tanto me daba. ―Pues debería preocuparse. Si ella no tiene sentido común, alguien debería tomar la decisión. Está a su cargo. Si dependiera de mí, ya la habría casado. Deberías hablar con Omar y hacerle entrar en razón. ―No sabía quién de los dos podía resultar más terco. Omar no consentiría que nadie le dijera lo que tenía que hacer y me atrevería a aventurar que Laila, mucho menos. Que lo intentasen ellos, si querían. Aquella batalla sí que estaba perdida y no la de Tierra Santa. Nadie que la conociera, se atrevería a pensar si quiera tal cosa. Con cualquier otra mujer, habría sido algo natural, pero con ella no. No sabría decir por qué, pero poseía una autoridad natural. Ella era dueña de su destino, le pesase a quien le pesase y compadecía a aquel que tratara de imponérsele por la fuerza, pues se estaría condenando al peor de los infiernos. Ella era muy capaz de hacérselo pagar, de eso estaba seguro. Yo sentí una punzada de orgullo al reconocer en ella, fuerza y determinación. Omar la conocía bien. Laila, no era una mujer corriente. Fue entonces cuando reconocí, con cierto alivio, que la quería para mí. Desde que me dejara mi esposa, era la única mujer que había despertado en mí nuevamente el deseo y la pasión, aunque también despertaba muchas otras cosas; curiosidad, admiración, un instinto protector incontrolable, ganas de verla feliz, esperanza para los dos. Sabía que estaba a punto de embarcarme en algo que sería más parecido a una batalla que a un cortejo. No sería fácil, pero estaba seguro de que si lograba mi objetivo, merecería la pena. ―Dejemos este asunto a quien le concierne, ―dije dando por zanjado el tema― y centrémonos en lo que nos ha traído aquí. Ya sabéis que Omar tuvo que huir de Tierra Santa porque su familia fue masacrada y el tratado de paz, se ha convertido en una pantomima. ―El Sultán se la ha cedido a los cristianos, ¿qué podríamos hacer nosotros? ―Cuestionó Mohamed. ―El Sultán negoció una rendición pacífica con los cristianos a cambio de que pusieran fin a sus ansias de conquista y dejaran el resto de territorios en paz. Pero no creo que su concepto de paz y el de los lugareños, se parezcan en nada. ―Omar debe de estar muy apenado por lo ocurrido, pero no estoy seguro de que aquello sea asunto nuestro. Tierra Santa está muy lejos. A nosotros, no nos afecta.―Intervino Alí. Yo le miré comprendiendo su dilema, pero tenía un propósito y pensaba llevarlo a cabo y para eso, ellos debían conocer la verdad. ―Aún. Omar sigue siendo el hombre que algunos conocisteis. Igual de fuerte, pero más sabio. No es un loco que desvaría por el dolor. Está dolido, desde luego, más que apenado, y no le faltan motivos. Vio arder a su familia, su hogar, toda su vida… Vio a hombres extraños pisando sus tierras como si fueran una estampida de elefantes, destrozándolo todo a su paso. Avergonzaron a nuestras mujeres y golpearon a nuestros hijos. Porque aunque no les conozcamos, somos hermanos en la fe y su dolor, debe ser nuestro dolor. Omar se mantiene fuerte porque es fuerte, pero tiene motivos para exigir justicia al sultán y espero que el Misericordioso tenga a bien restaurarle todo lo que le ha sido arrebatado sin miramientos. ―Ya que estamos aquí no perdemos nada por ir a hablar con él. Puede que no sepa de lo acontecido en Tierra Santa y que nuestras noticias le alerten para futuras negociaciones. Los cristianos no son de fiar. Ha de saberlo para poder obrar en consecuencia. ―Agradecí con un gesto el apoyo de Hamid. Y tras un largo debate con opiniones a favor y en contra, llegamos a un consenso. Iríamos a hablar con el Sultán, aunque ninguno tenía muchas esperanzas puestas en él y menos en que hiciera un llamamiento a la yihad. El palacio era ridículamente ostentoso. Una muestra de poder y riqueza, sin duda, pero de nada servía un edificio glorioso cuando el líder del pueblo que representaba se escondía tras sus muros, mientras en sus fronteras, la gente moría aniquilada. Intenté convencer al Sultán de que los cristianos habían roto el tratado, que habían asesinado a muchas personas, después de que él rindiese Jerusalén, pero el sultán de Egipto, Al-Kamil, no quiso escucharme. ¿Cómo iba a hacerlo si fue él quien entregó Jerusalén a los cristianos? Dijo que había sido una decisión política y diplomática, pero solo intentaba proteger Egipto y su palacio, no a su gente. Detestaba a ese hombre, no solo era un cobarde, sino que además, era obvio que su pueblo le traía sin cuidado. Intentó convencerme de que las bajas no habían sido tantas, solo algunos buenos musulmanes que habrían ido directos al paraíso y ahora, compartían morada con Alá. El muy cínico. El sah de Persia tampoco podía hacer gran cosa, tenía suficientes problemas para mantener sus dominios alejados de los mongoles, como para intentar ocupar Jerusalén. No era el momento. Tendríamos que esperar nuevos tiempos. Eso fue lo que decidió el Consejo. Yo coincidí con ellos, sin la ayuda de todos nuestros hermanos en la fe, no era posible recuperar Tierra Santa. Bien, la decisión estaba tomada. A Omar no le gustaría, pero no tenía más remedio que acatarla. No era un loco. Él lo entendería e impondría nuestra razón a su orgullo. Me separaban algunas jornadas de viaje del oasis y durante el camino de regreso, la imagen de Laila, no me abandonó ni un solo momento. Estaba impaciente por volver a verla. Sabía que me había marchado en el peor momento, si es que yo pretendía algo con ella, pero el mejor para mi pueblo. Por mucho que deseara quedarme para dejar que me abrasara con su mirada de hielo, era consciente de que tenía que hacer aquel viaje. Tenía una responsabilidad con mi pueblo, y Omar, se había ganado mi respeto. Era bueno tener cerca, a un hombre como él. Se parecía tanto a mi padre… La misma fuerza, la misma convicción y el mismo sentido de la justicia y del honor. Había más nobleza en un solo gesto suyo, que en toda la vida de aquel sultán, sin importar cuánto tiempo durara esta. Pero ahora ya había cumplido con mi deber. Ahora, ya podía volver junto a mi pueblo y junto a aquel djinn de ojos azules que me esperaba para seguir desafiando mi paciencia y mi deseo. No me preocupaba. Si había algo que los hombres del desierto sabíamos hacer, era esperar. La impaciencia nunca fue uno de mis defectos. El desierto me había enseñado que todo llegaba cuando Alá lo disponía, cada cosa, terminaba siempre por encontrar su lugar. Solo había que darles tiempo y allí, entre la arena y el sol, solo había eso, tiempo. Apenas ya me separaba una jornada de viaje del campamento, cuando la oí venir. Llegaba cargada de malas intenciones, de voces del pasado y de tristeza. Llegó rauda y mortífera, como la picadura de una serpiente para llevarme con los míos tal y como le había suplicado a Alá en tantas ocasiones, para sepultarme con su violento manto de polvo y arena, en una tumba de culpa y remordimientos. Estuve tentado de dejarme hacer, de rendirme ante ella. Nadie me tacharía de cobarde por no sobrevivir a la cólera del desierto. Era una tormenta como pocas se habían visto y era toda para mí. Moriría solo y sin nadie que me llorara. Solo su rostro me hizo pensar en algo que no fuera mi muerte. Sus labios provocándome, sus ojos desafiantes prohibiéndome abandonarme y anclándome a la vida. Y por primera vez desde que perdiera a mi familia, quise vivir. Quise luchar y resistir para volver junto a aquel ser extraño con ojos de agua. Busqué el punto más elevado que pude encontrar, aunque no era gran cosa, serviría para aliviar la carga del aire, obligué a tumbarse a mi camello, me pegué a su cuerpo para que me sirviera de refugio contra la tormenta y rogué al Misericordioso para que me bendijera con una nueva oportunidad, mientras esperaba pacientemente que su furia pasara de largo. Tal vez le había ofendido al despreciar el regalo de la vida en tantas ocasiones o por no aceptar que sus designios, iban más allá de mi entendimiento. Pensé en el campamento, pues su rumbo la llevaría hacia allí y no pude evitar preocuparme, aunque sabía que no podía correr más que la tormenta y mi pueblo, estaba preparado para enfrentarse a ella. Posiblemente, mi tienda sería la que sufriera los mayores destrozos, pues no sabía si Alia podría ocuparse de reforzarla a tiempo, aunque tenía la esperanza de que fuera así. Fue Omar quien se ocupó de mi tienda, siempre atento. No había duda de quién habría ocupado el puesto de mi padre si no se hubiera marchado del desierto. Busqué a Laila entre todos los que salieron a darme la bienvenida, pero no la encontré. Puede que todo hubiera vuelto al principio. Tal vez, no fue deseo lo que reflejaban sus ojos después de todo. Ignoré aquellos pensamientos y me senté junto a mi pueblo a la hora de cenar para informarles de las decisiones que el Consejo había tomado. Busqué la mirada de Omar, intentando medir cuánto dolor y decepción le provocaban mis palabras, pero solo encontré comprensión. Le vi asentir, creo que agradecido. Era mucho más noble de lo que yo imaginaba. Le acompañé a su tienda antes de retirarme a la mía y la encontré vacía, el niño dormía plácidamente, pero ni rastro de ella. Miré a Omar, interrogándole con la mirada y él me contestó con un gesto. Estaba en el oasis. ¿Acaso no le había dejado claro que no podía ir allí sola? No a escondidas, sin protección y durante la noche. Llegué hasta allí y la vi disfrutando tranquilamente de su baño. Ajena al peligro que podía acecharle. Estaba claro que tenía un problema de comprensión con el lenguaje verbal, así que decidí que no valía la pena desperdiciar más palabras. Me hice notar, quería darle tiempo a salir, aunque recé para que me ignorara. Lo hizo, se quedó en el agua, mirándome, desafiando mi paciencia como sabía que haría. Me quité el cinto y lo dejé caer. Luego, una bota. ¿Cuánto tardaría en comprender que no tenía más remedio que salir? ¿Hasta dónde estaba dispuesta a poner a prueba mi determinación? Le di tiempo más que suficiente para que saliera y no lo hizo, así que no me quedó más remedio que entrar a buscarla. Cuando comprendió que había perdido, empezó a escupirme todo su veneno. Aquella mujer era arrogante y mezquina, pero yo le enseñaría a respetarme, aunque tuviera que domarla como a una camella rebelde y obstinada. Era un hombre paciente, pero incluso la paciencia forjada por la dura vida del desierto, tenía un límite y yo, había llegado al mío. Busqué dentro de mí, algo que ayudara a contener la ira que se agolpaba en cada poro de mi piel, luchando por salir y hacérselo entender, aunque fuera a golpes. Ahora me miraba. Yo no desvié mis ojos de los suyos, necesitaba que entendiera que por mucho que me despreciara, tenía que cumplir con ciertas reglas. Reglas que podían parecer más o menos justas, pero que era a mí a quién le correspondía imponerlas y nunca eran por nada ¿Acaso yo era un tirano? ¿Es que no tenía sentido lo que le pedía? Le acompañé hasta su tienda, asegurándome de que entraba en ella y me fui a dormir, aunque sabiendo que me costaría hacerlo, eso, si es que lo conseguía. Por la mañana, estaba de mal humor. La muchacha, con su desafío, había encendido mi deseo, pero sin la intención de aplacarlo y para colmo, había logrado enojarme como pocas veces lo había hecho nadie en mi vida. Tras el desayuno que me había preparado Alia, fui a ocupar mi lugar bajo la palmera. Era el mejor sitio para otear el horizonte, ya que era el más elevado y además, la planta daba una sombra suficiente para protegerme del sol. Desde allí, no solo conseguía ver todo el campamento, también veía alrededor de él una buena distancia. Siempre había tenido buena vista. Mi nombre fue un acierto de mis padres, Haytam, el joven halcón. Fue entonces, cuando vi a la mujer de Samir salir de la tienda algo alterada, parecía estar persiguiendo algo. Bajé curioso para ver de qué se trataba. Lo vi, estaba a punto de enterrarse y descargué mi lanza para detenerlo, partiéndolo en dos. La mujer me miró agradecida y cuando le devolví la mirada, me encontré con otra mucho más intensa, Laila estaba con ella, pero su forma de mirarme esta vez era diferente, no había resentimiento alguno, me pareció ver dulzura y tal vez, admiración. ¿A qué venía aquella mirada? No me quedé para averiguarlo, ya había tenido bastante de aquella mujer por algún tiempo. Me di la vuelta y empecé a alejarme, pero una mano me detuvo, la suya. Me volví para enfrentarme a ella ¿Qué diablos querría ahora de mí? ―Hassan, yo… Lo siento.― Se disculpó.― No tenía ningún derecho a decirte las cosas que te dije. Siento mucho tu pérdida.― Omar, le habría contado lo que ocurrió en la sequía. ¿Qué sentido tenía darle más vueltas? Ella estaba arrepentida, parecía sincera. Y no conocía mi pasado cuando me escupió su veneno. Mejor no pensar más en ello. ―Está bien así. No te preocupes más. Me sorprendió que estuviera con Fátima. ¿Qué haría allí? Ella nunca salía de su tienda ni hablaba con nadie si no era imprescindible. Me pareció extraño. Pronto descubrí el motivo. Por la tarde, cuando nos sentamos junto al fuego para contar historias como cada noche, nadie me pidió que contara alguna de las veces que me había enfrentado a algún enemigo. En lugar de eso, todo el mundo le preguntaba a Samir por la historia del escorpión. Al parecer, Laila había soñado con él y había ido a la tienda de Fátima para contárselo. Y no era la primera vez. Según contó su abuelo, también soñó con la tormenta de arena. Así que, Laila tenía el don. Recuerdo que su abuela también lo tenía. Cada cosa que iba descubriendo de ella, hacían que me resultara más interesante. Era una criatura de belleza excepcional, puede que un poco flaca, entre mi pueblo se valoraba a las mujeres con curvas, cuanto más gruesas, mejor, aunque reconozco que a mí nunca me pareció bella ninguna, en cambio ella… Su mirada no solo era distinta, sino que denotaba cierta inteligencia y por su forma de hablar, obviamente había tenido una educación esmerada. Tenía carácter, sí, demasiado genio, pero yo había visto que tras todo ese fuego que explotaba arrasándolo todo a su paso, también había dulzura y comprensión. Era extraña, única, misteriosa en cierto sentido y el Misericordioso, la había puesto en mi camino. Mi primo Abdel tendría que perdonarme por arrebatársela, pero aquella mujer, capaz de contener el fuego y el hielo en la mirada, tenía que ser mía. Omar se acababa de marchar y yo decidí no demorarme más. Abandoné el fuego más pronto de lo habitual y fui a su tienda. No tuve que inventar ninguna excusa porque todo el mundo estaba absorto escuchando la historia de Samir. Esta vez, no tenía nada que decirle a Omar, fui directamente a hablar con ella. No sabía qué le iba a decir, pero ya se me ocurriría algo. Me ofrecí para acompañarla hasta el oasis a darse un baño. Sabía que le encantaba hacerlo y que solo se privaba porque yo se lo había prohibido. Temí que si era demasiado directo me rechazase, pero estaba seguro, de que a eso, no me diría que no. No había prisa. Quería acercarme a ella poco a poco y que se fuera acostumbrando a mí. Que me conociera. Sin duda no habíamos empezado con buen pie. Tal vez, así tuviera alguna posibilidad más adelante. Caminamos en silencio al principio y luego, le pedí que me hablara de su don. Ella decía que Alá le ocultaba mi presencia en esos sueños. Le pregunté que para qué quería verme en ellos y me pareció que se sonrojaba. Esta era la Laila que yo sabía que estaba escondida tras el hielo. La Laila que había estado buscando, aunque reconozco, que cuando explotaba en llamas, la deseaba más aún. Aunque también la odiara. Llegamos hasta el agua y me di la vuelta para que pudiera entrar en ella. Hablamos de cosas importantes y de otras más livianas. De su tierra y de la mía, de la guerra, del dolor y la pérdida, y de cómo el tiempo, a veces, podía ser el mejor de los bálsamos para calmar algunas heridas. Me sorprendieron su sentido del humor y sus chanzas. Viéndola así, relajada y sonriente, pude adivinar a una Laila muy distinta a la que me había mostrado hasta ahora y quise que esa Laila, se quedara conmigo para siempre. Cuando empezó a sentir frío, me pidió que me volviera para salir del agua. Eché mano de todo el control que encontré en lo más profundo de mi ser para no cometer ninguna estupidez y me obligué a esperar el momento apropiado para liberar mi pasión. Ella me lo haría saber cuándo estuviera preparada. Oí sus pasos acercándose a mí y luché contra el deseo de volverme. Entonces escuché un suave siseo justo dónde ella se encontraba. Detuve su mano intentando no volverme, pues sabía que ella seguía desnuda y esta vez, no había nada que la ocultara. ―Quieta. No te muevas.― Le avisé. Saqué mi espada lentamente y esperé el nuevo aviso de la alimaña, en cuanto llegó revelándome su posición, descargué un golpe contra el siseo. Sentí como su cuerpo se tensaba, pegándose al mío.― ¿Estás bien?―No me contestó y entonces sí que me volví para comprobarlo. Estaba pálida y aterrorizada, pero estaba bien, no le había mordido. Era preciosa… No pude evitar detenerme a mirarla. Entonces, ella fue consciente de que estaba completamente desnuda y de que yo, en un gesto muy poco noble por mi parte, la estaba mirando. Me armé de valor. Al cuerno con la paciencia. Ella estaba allí, desnuda y yo, estaba allí, dispuesto. ¿Por qué no? Estaba imponente, allí, parada sobre la tierra, con sus pies descalzos, su piel desnuda, arrancándole destellos a la luna y atravesándome con dos estrellas donde debiera tener los ojos. Solté mi espada y sin dejar de mirarla, empecé a quitarme el velo. Ella tampoco apartó los ojos de mí, me dejó hacerlo, vi como crecía el deseo en sus ojos, como su cuerpo me esperaba impaciente. Mi deseo también crecía con el suyo. Sus pechos erizados, me provocaban deliberadamente. El hielo y el fuego… Su piel, su boca y su corazón, me necesitaban tanto como yo a ella. Cuando se fueron las dudas, solo quedaron sus jadeos sobre mi oído y mi aliento sobre su hombro, consumiéndonos por entero en una pira de deseo, carne, alma y corazón. Ella no era el veneno, sino el antídoto. Sentí como el fuego me consumía. Esta vez, no el de sus ojos, sino el de mi propio deseo llevado a término. Sentí el alivio. El dolor, la soledad, la amargura… Todo despareció. Aquella, fue la primera vez que nos amamos y ya no volvimos a separarnos. Nos hicimos promesas a la luz del alba y acordamos casarnos lo antes posible. Ninguno de los dos quería perder más tiempo. La vida, ya nos había mostrado su lado más amargo y cruel y los dos necesitábamos, desesperadamente, descubrir otra cara más amable y sentir que existía una posibilidad de volver a ser felices. Esa misma mañana, fui a la tienda de Omar. Él me ofreció té. No había una forma mejor para empezar a hablar, que hacerlo con una taza de té en las manos. Yo iba a darle la noticia. No estaba nervioso, el anciano era un hombre realmente sensato y yo gozaba del respeto de mi pueblo y del linaje necesario para desposar a su nieta. Incluso le complacería que fuese yo. Omar me apreciaba, tanto como yo a él y no puso pegas. Salí de la tienda y fui derecho a la tienda de Samir. Quería hacerle un regalo a Laila y Samir, era un artista haciendo el zakkat, así que le encargué uno muy especial y le pedí que lo tuviera listo para mi regreso. Afortunadamente, él disponía de la plata suficiente y me dijo que no habría ningún problema. Me hubiera gustado hablar con Laila antes de marcharme, pero si me entretenía más, no llegaría a tiempo para mi propia boda y eso, lo pagaría muy caro. Ella me lo haría pagar. Sonreí al pensar en ella y más cuando la imaginé enfadada. No sé por qué, pero me resultaba gracioso imaginarla con el ceño fruncido, reprendiéndome. Tal vez fuera, porque era una cría con el genio de un djinn y la cara de una virgen inocente. Omar se lo explicaría. Preparé mi caballo y salí al galope. Llegué a mi destino cuando el sol empezaba a retirarse. ― ¡Abdel! ―Le llamé sin llegar a bajar de mi montura. ― ¡Hassan! ¿Qué ocurre? ―Todo va bien, tranquilo, pero tienes que venir conmigo, no tenemos mucho tiempo. ― ¿Ya está disponible?― Él pensó que se trataba de eso. No sería fácil decirle la verdad. Yo creía que él ya se habría olvidado de ella. Si hubiera sido otro hombre el que me hubiera hecho esa pregunta, le habría molido a palos, pero era mi primo y no podía imaginar lo que yo estaba a punto de contarle. Bajé del caballo y le encaré para darle la nueva. ―En realidad, no. Se trata justo de lo contrario. ― ¿Le ha ocurrido algo a la muchacha? ¿Ella está bien? ―Lo que quiero decir, es que ya no estará disponible. ―Entiendo.―Admitió comprendiendo mis palabras. ― ¿Quién es el afortunado? ―Lo tienes delante.―Esperé su reacción para evaluar el disgusto, pero no vi que se disgustara.― Todo ha ocurrido muy deprisa y no he tenido tiempo de avisarte. ―Sabía que serías tú.―Me dijo complacido. ― ¿No te disgusta? ―Si fuera otro, me habría molestado, pero no puedo competir contigo.―Me palmeó en el hombro y me sonrió.―Enhorabuena. ¿Cuándo os casáis? ―Mañana. Llevo cabalgando todo el día para llegar a tiempo y tendremos que cabalgar durante toda la noche.―Le advertí. ―Comamos algo primero, así descansarás de la montura. Puedes dejar aquí tu caballo para que descanse y coger uno de los que hay aquí, ya vendrás a por el tuyo si es que quieres recuperarlo, luego partiremos sin demora.― Se rio. ―Gracias, Abdel. Eres un buen hombre. ―Parece que tú eres mejor hombre que yo…―Reconoció con una sonrisa. ―Solo estaba más cerca.―Admití yo. ―Eso es cierto.―Bromeó y nos reímos los dos. La boda no fue demasiado ceremoniosa, en realidad, se trataba más de celebrarlo y hacerlo público que de otra cosa. Mi compromiso era con ella y yo no necesitaba que nadie me diera su bendición, pero como amenokal, no me quedaba otra que dar ejemplo y cumplir con las costumbres de mi pueblo. Estaba cansado tras el viaje al poblado de mi primo y tenía ganas de que la fiesta acabara pronto, miré a Laila, ya mi esposa y leí en sus ojos que ella se sentía igual. Sería una buena esposa. Sabía que era una mujer complicada, pero fuerte y valiente, dulce y sincera. Mientras todo el mundo danzaba, ella me buscaba de vez en cuando con la mirada y se topaba con la mía, sin el menor esfuerzo. ¿Dónde iba a mirar si no? Era lo más hermoso que yo había visto en mi vida. Mi anterior esposa, fue una buena mujer y yo la amé por ello cada día de su vida. Dulce y atenta, pero desde luego, no poseía la belleza ni otras virtudes que encontraba en Laila. Ella era tranquila, sumisa y obediente, jamás me dio el más mínimo problema. Laila, me desafiaría todos los días de mi vida, pero eso ya lo sabía cuándo decidí hacerla mía, ya lo hacía de todos modos sin serlo, así que… Jamás ninguna mujer, me había encendido de la forma en la que ella lo hacía, solo con su presencia. Cada vez que nuestros ojos se cruzaban, estallaba en llamas y yo, tenía que luchar para controlar mi deseo con todas mis fuerzas para no tomarla en aquel preciso instante y lugar. Me desbordaba. Entonces la vi entrar en la tienda, seguramente a dejar algún regalo. No pude reprimirme y entré tras ella discretamente. No le dije nada. La sorprendí por detrás y le tapé la boca con la mano para que no gritara, aunque luego comprendí que no iba a hacerlo. Le di la vuelta para encararla y la besé ardientemente. Ella me devolvió el beso con la misma pasión. Luego se apartó y salió de la tienda. Yo no tardé demasiado en salir. En cuanto me hube calmado lo suficiente para poder hablar y no ponerme a gritar para que todo el mundo se fuera a su tienda y poder llevarme a Laila a la mía. Ahora, era mía, la tendría para mí solo durante el resto de nuestra vida y podría amarla siempre que quisiera. ¡Qué lento pasaba ahora el tiempo! 4 Cada mañana, cogía al pequeño Arnau y me lo llevaba a la palmera conmigo, así ella estaba más tranquila para hacer sus cosas. No era un chiquillo especialmente inquieto. Siempre me miraba con sus ojos atentos, los mismos ojos de su madre, llenos de curiosidad. Era pequeño, aunque fuerte para su edad. Le gustaba corretear con los demás críos y aunque era más joven, nunca le vi plegarse a su desventaja y se esforzaba por estar a la altura de los otros. A veces se caía, cuando intentaba correr demasiado, pero nunca le vi llorar, se levantaba de inmediato y seguía corriendo con más ganas. Sería un hombre fuerte. Sus ojos y su piel le delataban, pero su carácter aún estaba por definir y yo, le enseñaría a ser el hombre que debía ser. Al cabo de poco tiempo, Alá volvió a sonreírme. Laila me anunció que estaba preñada y yo quise salir de la tienda y ponerme a gritar eufórico. La vida a su lado no era dulce, yo había sido comedido en mis aspiraciones, con Laila, la vida era extraordinaria. Habíamos esperado un poco más de lo previsto para emprender el viaje al campamento del este. Laila, había engordado bastante y yo sabía que el tahawit ya no le resultaba cómodo. Sin duda, era mejor que ir a pie, pero no lo suficiente para una mujer en su estado. De vez en cuando, desandaba mis pasos para acercarme a comprobar que todo iba bien. Aquella mujer, era capaz de parir allí mismo sin decir una sola palabra para no alterar mi paz. Era fuerte, mucho más fuerte que cualquier otra mujer. La misma noche que llegamos al oasis, ella me pidió que la acompañara hasta el agua y yo no pude negárselo. Me desnudé y me metí en el agua con ella. Luego salí sin esperar a que ella lo hiciera y me senté en la orilla contemplando su belleza. Creo que necesitaba estar un rato a solas, pero no sin mí. Entonces me miró de un modo extraño y se acercó despacio, sin dejar de mirarme. Se sentó sobre mis piernas y me besó en la cara, absorbiendo las gotas que aún resbalaban por ella. Mi cuerpo reaccionó a sus besos y caricias de inmediato, aunque ahora yo era mucho más cauteloso, seguía amándola cada noche. Los días pasaban tranquilos y las noches ahora, solo las empleábamos en dormir. El embarazo ya estaba demasiado avanzado para arriesgarnos a nada más. Últimamente, Laila estaba preocupada por Omar. El viejo, no se encontraba bien y hacía varios días que no había sido capaz de abandonar el lecho. Yo acompañé a Laila cada día a visitarle, le ofrecí que se viniera a nuestra tienda, pero él lo rechazó, dijo que Alia se ocupaba bien de él. Yo sabía que era verdad, antes se había ocupado de mí y era una buena mujer, eficiente en sus cuidados. Una noche, Omar le pidió a Laila que se quedara con él. Ella me miró para saber si yo estaba de acuerdo. No protesté, me quedé con Arnau para que ellos pudieran estar tranquilos y ella pudiera ocuparse mejor. Sabía que no les quedaba mucho tiempo que compartir, era evidente, y ella necesitaba enfrentarse a la muerte de su abuelo de un modo diferente a todas las demás. Necesitaba despedirse y ver que la muerte no tenía por qué ser un tránsito violento, que podía ser dulce y apacible. Yo estaba a punto de entrar en mi tienda cuando un grito recorrió mi cuerpo sacudiéndolo de arriba abajo. ¡Laila! Estaba llamando a Alia, supuse que los días de Omar habían acabado. Ahora tendría que enfrentarse al dolor de la pérdida, pero no estaba sola. Yo la sostendría durante ese camino hasta que se fuera volviendo menos tortuoso. Si estábamos juntos, todo iría mejor. Para mí también sería duro, realmente apreciaba a Omar en muchos más sentidos de los que llegaba a imaginar. Llegué hasta la entrada y lo vi, ya no había vida en aquel cuerpo. Entonces, la miré para que comprendiera que no estaba sola, que yo cuidaba de ella, pero sus ojos no reflejaban tristeza, había algo más en ellos. La examiné mejor y entonces lo vi, había un charco junto a ella. ¡Estaba de parto! Llamé a Fátima y a Alia, que no se hicieron esperar, y salí de la tienda para que ellas pudieran ayudar a Laila a alumbrar a la criatura. Estaba resultando un parto largo. Yo esperaba impaciente para ver a mi hijo, pero debía de haber alguna complicación porque llevaba demasiado tiempo con dolores. Recé a Alá para que no se llevara a Laila. Sabía que eso, no lo soportaría. Entonces, oí el llanto, por fin. Alia salió de la tienda con el niño en brazos y me lo entregó, era un varón. ¡Qué orgulloso me sentía! Fui a entrar a la tienda para ver cómo se encontraba Laila, pero Alia me lo impidió. Yo la miré contrariado. Supliqué al Misericordioso que se apiadara de mí. No podía llevarse a Laila. ¡A mi Laila, no! Entonces salió Fátima, mirándome de un modo extraño, buscando las palabras adecuadas. ―Viene otro. ― Explícate. ―Que tiene otra criatura dentro, pero no puede salir. Viene al revés.― ¿Cómo que tenía otro bebé? Sabía que eso era posible, pero no lo había visto nunca, al menos en una mujer. ― ¿Hassan?― La oí llamarme con apenas un hilo de voz. Alia, intentó impedirme el paso, pero ni si quiera me molesté en pedirle que se apartara, la hice a un lado de un empujón y entré en la tienda. Extendió la mano y yo me apresuré a estrecharla entre las mías.― Hassan, cuida de él.― ¡¿Qué?! ¿Qué estaba diciendo? ¿Se estaba despidiendo? ¡No! No podía permitir que eso pasara, ella tenía que luchar. ―Eres tú quien debe cuidarle. Aguanta un poco más.―Le supliqué aterrado.― No te atrevas a dejarme, ¿me oyes? Laila… ― Vi como sus ojos se rendían y se sumía en la inconsciencia y todo mi cuerpo se estremeció por el miedo y la desesperación. Le golpeé en la mejilla suavemente para que despertara.― Laila, aguanta un poco más, le sacaremos.― Fui a buscar a Abdel, uno de los pastores que compartían campamento con nosotros. Algunas veces esto mismo ocurría con las bestias y aunque Laila no fuera una de ellas, no podía ser muy diferente el proceso. Yo le había visto hacerlo con las cabras, pero el muy imbécil, no quiso hacerlo. Me dijo, que ese era trabajo de Alá, que él proveería. Eso estaba claro, pero yo iba a ayudarle a proveer. No estaba dispuesto a dejarla morir sin hacer nada. Decidí asistirla yo mismo. Primero intenté reconocerla con cierto temor. Tal vez me estuviera equivocando, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Introduje una mano hasta que toqué a la criatura Había que sacarla de allí como fuera, no solo por Laila, sin el agua de la bolsa, terminaría por asfixiarse, pero mi mayor preocupación, era ella. Intenté concentrarme en adivinar que parte del cuerpo era la que tocaba. Un pie, sin duda. ¿Debía intentar darle la vuelta o podría nacer en aquella posición? Decidí que podía intentar darle la vuelta. No conseguía hacerlo. El bebé ya no tenía una bolsa llena de líquido dentro por la que desplazarse a su antojo. Observé el rostro de Laila, descompuesto por el dolor. Estaba cansada y las fuerzas ya no le acompañaban. Tenía que hacer algo y pronto. No tenía más tiempo. Recé para que saliera bien y para que ella me perdonara si no era así. Yo no podría perdonarme jamás si la perdía. Le pedí a Alá que guiara mi mano con el mismo acierto que el día que empuñé mi espada contra su verdugo y no lo pensé más, cogí el pie de la criatura y tiré hacia mí. Estaba saliendo bien. Laila, se retorcía de dolor, pero tendría que aguantar un poco más. Ya no quedaba mucho. Conseguí que salieran los hombros y supe que lo peor ya había pasado. Apareció entonces su cabecita ensangrentada y suspiré aliviado. Estaba fuera por fin y todo había acabado. Era una niña. Me dieron ganas de azotarla por el sufrimiento que le había causado a su madre, pero entonces la vi patalear entre mis manos y su llanto, me recordó que no era más que un bebé. Una criatura preciosa. Se la di a Fátima para que la examinara y dejé que ella terminara de atender a Laila. Luego, se llevó a los dos pequeños a su tienda para ocuparse de ellos aquella noche. Ella también estaba criando y podía alimentarlos, eso ya se había hecho otras veces. Fátima, se llevó a los dos pequeños sin protestar, compadeciéndose de mi esposa que aquella noche, sería incapaz de hacer nada más. Me lavé los brazos y miré a Laila, estaba profundamente dormida, pero creía que bien, agotada, exhausta, dolorida… pero viva al fin y al cabo. Y yo no pude sentirme más agradecido por ello. Me llevé a Omar de la tienda y di las órdenes oportunas para honrar su cuerpo. Luego volví con Laila, la tapé con una tela y le lavé un poco la cara, intentando no despertarla. El paño húmedo le sentó bien, estaba sudando y noté que la calmaba. Estaba preciosa. Su rostro reflejaba el cansancio, pero también brillaba de satisfacción. Estaba tranquila y en paz. Quise besarla, pero me contuve, no quería despertarla, tenía que descansar. Ya habría tiempo para nuevos besos y caricias. Me quedé allí toda la noche. Intenté dormir, pero me daba miedo dejar de mirarla y que le ocurriera algo. Le besé en la frente despacio y la vi sonreír al sentir mis labios. No se despertó. ¿Y si algo salía mal? ¿Y si ella no estaba bien como yo pensaba? ¿Y si no despertaba jamás? Aquella posibilidad me golpeó de pronto con una brutalidad que yo no esperaba. Intenté alejar aquellos pensamientos, pero volvían a mí una y otra vez, decididos a instalarse en mi corazón. Cuando ya no fui capaz de contenerlos, rompí a llorar. Las lágrimas se derramaron de mis ojos y yo no intenté impedirlo. Yo tampoco tenía fuerzas para nada más. Las dejé correr libres y no me importó. Solo me quedaba una cosa por hacer, rezar. Y lo hice. Recé y lloré con el alba, desesperado. ― ¿Están bien?― Ya brillaba el sol, imponiendo su poder con fuerza, cuando su voz me interrumpió. Limpié mis lágrimas, no por vergüenza, sino porque ya no eran necesarias, y la miré aliviado. ―Están sanos y Fátima se está ocupando de ellos. Tú debes descansar.―La tranquilicé. ―Quiero a mis hijos conmigo. ―Qué protestara y me plantara cara, era buena señal, volvía a ser mi Laila, pero aún no estaba recuperada ni tenía fuerzas para alimentar a nadie y mucho menos a dos niños ávidos del alimento de su madre. ―Para poder alimentar, primero debes alimentarte.―Le dije en tono tajante y dejando claro que no estaba dispuesto a someter aquel asunto a ningún tipo de discusión. Sin embargo, una sonrisa se escapó de mis labios o de mi corazón. Me levanté para colocarme de nuevo el velo antes de salir de la tienda para buscar algo de comida que Alia había preparado para mí. Le ayudé a incorporarse para que pudiera tragar el caldo. No protestó y acabó con el cuenco impaciente. Entonces comprendí que se recuperaría. Le besé en la frente, agradecido y aliviado, antes de ir en busca de los pequeños, al fin y al cabo, era su madre y necesitaba verlos. Le ofrecí primero al varón y ella se descubrió uno de sus pechos para ofrecérselo. Sus pechos, ahora eran mucho más voluminosos y al pequeño no le costó ningún esfuerzo conseguir su alimento. Yo me ocupé de la pequeña hasta que le llegó su turno. Era preciosa, conseguí que se calmara ofreciéndole mi dedo para que se entretuviera hasta que su madre pudiera darle algo mejor. Ella lo chupaba con fuerza, si heredaba algo de la belleza de su madre, por poco que fuera, sería la muchacha más bonita de todo el desierto. Durante las primeras semanas, Laila no daba abasto con los pequeños. Si atender a una criatura recién nacida era fatigoso, ocuparse de dos a la vez, era una locura. Estaba cansada y dormía poco. Alia, le echaba una mano durante el día, pero por la noche, era agotador. Yo procuraba entretener a uno, mientras ella se ocupaba del otro, pero no era suficiente. Sin embargo, no quedaba más remedio que aguantar. Aquello no duraría mucho más. Una noche al llegar a la tienda, vi que mis hijos no estaban allí, solo estaba ella, mi Laila, vestida con una túnica que dejaba adivinar su figura con bastante facilidad. No solo se había recuperado ella tras el parto, también lo había hecho su cuerpo y aunque había tardado más que su ánimo, lo había hecho con toda eficacia. Qué hermosa era. Comprendí de inmediato sus intenciones y suspiré aliviado e impaciente. Se había decorado las manos con alheña y había dispuesto una palangana con agua. Entonces me acerqué y ella empezó a desvestirme con delicadeza, sin prisa, al menos eso me parecía a mí, puede que yo tuviera demasiada, pero no le interrumpí, la dejé hacer su trabajo y no luché por reprimir mi deseo, que crecía imparable, al amparo de la certeza de que pronto sería satisfecho. Se entretuvo más de la cuenta lavando cada palmo de piel, deleitándose en el proceso. Yo sabía que le gustaba mi cuerpo, tanto como a mí me gustaba el suyo. Eso nunca lo llegaría a comprender. Cuando terminó, me senté sobre los almohadones que había dispuesto en el suelo, llevándomela conmigo. Me deleité con el olor de su pelo; tara, tidikt, aambar, garanful… Con la suavidad de su piel y con el fuego de sus ojos, que ahora, con la ayuda del carbón, parecían aún mayores y más intensos. Dejé que aquellas sensaciones se apoderaran de mí, embriagándome con ellas y solo cuando la deseé más de lo que mis pulmones deseaban el aire, la besé con fuerza. Sus labios agradecidos, se movían entre los míos devolviéndome la misma pasión que yo sentía. Recorrí cada centímetro de su piel con mis manos y cuando ya no quedó más piel, volví a empezar. Mucho antes que mis gemidos, llegaron los suyos, y yo me estremecí, no por mi placer, sino orgulloso de mi victoria. Bebí de sus pechos generosos, Fátima se habría ocupado de mis pequeños y no tenía por qué perderse aquel exquisito alimento. No era exquisito por su sabor, o su textura, sino por su procedencia. Era la esencia del ser que yo más amaba en la tierra. Cada parte de aquella mujer, tenía para mí un valor incalculable ¿Acaso podía dejar que una parte de ella se derramara echándose a perder? ¿Quién mejor que yo a falta de sus hijos para beber de ella? Para consumirla. Pasamos toda la noche, sin dejar de acariciarnos y atacarnos al menor signo de debilidad. Como coyotes hambrientos, que han encontrado la presa más exquisita al paladar y no pueden dejar de devorarla. Recé para que el sol no se alzara nunca más y aquella noche, se prolongara en la eternidad. Fue una de las noches más maravillosas que había vivido hasta aquel momento de mi vida, pero Alá era grande y generoso, y no quiso que fuera la última. 5 Los días pasaban con el acostumbrado ajetreo del campamento. El sol salía temprano, siempre demasiado temprano, pero abrir los ojos merecía la pena cuando era el rostro de Laila lo primero que veía. Solía dormir plácidamente cuando no soñaba y a menudo, sonreía. Verla así, tan feliz, tan en paz y tan mía, me hacía sentir el hombre más afortunado de la tierra. El mundo había recuperado su orden natural y yo disfrutaba sus días y sus noches como si fueran regalos. Los días eran una bendición a su lado, pero las noches… por las noches, ella me llevaba de la mano hasta las puertas del cielo y luego, las cruzaba todas. Yo pensaba que con los niños, las cosas se calmarían un poco, no estaba preocupado por ello, me parecía lo más natural, pero no contaba con que Laila no era una mujer común. Ella era excepcional y ocurrió todo lo contrario. Ahora, nos necesitábamos más que nunca y nos buscábamos con mayor urgencia. Ella, me esperaba cada noche impaciente por comenzar con su ritual. Me lavaba el cuerpo y toda mi piel respondía bajo sus manos tiernas y precisas. Laila, no era solo el antídoto al dolor, era la garantía de una felicidad completa e infinita. Era mi paraíso en vida. ¿Qué más podía desear yo? No se me ocurría nada que pedirle al Misericordioso, así que todas mis oraciones iban destinadas a darle las gracias por su generosidad. Una mañana en la que me encontraba en mi puesto habitual, vigilando el campamento y rodeado de críos, me fijé en que Arnau destacaba sobre los demás por su estatura. No me equivoqué con él, sería un hombre fuerte y más grande que los otros, algunos mayores que él, pero todos más bajos. Arnau, debía tener al menos ocho años. Decidí que ya era hora de empezar a educarlo como a un hombre. Empecé por acabar con Abaraï Baraï. Le conté que solo era una historia para mantener a los niños pequeños cerca del campamento, pero que él ya era mayor y aunque, no debía de contarle a los otros niños aquello que le estaba confiando, él tenía derecho a saber la verdad, puesto que era más inteligente y fuerte que los demás. El pobre, me miró intentando decidir si lo que le contaba era cierto. ― ¿Puedo preguntarle a mi madre?―Me pidió permiso. ¿Acaso no le bastaba con mi palabra? No me molestó. Buscar una segunda opinión denotaba inteligencia y buen juicio. ―Pregúntale a ella. Ella te contará la verdad. Las madres, no saben mentir.―Le animé. Cuando satisfizo su curiosidad y decidió que ninguno de los dos le engañaba, empezó a preguntar por temas más prácticos y yo pude empezar a instruirle en los misterios del desierto. Arnau era un hijo más para mí, cuando encontré a su madre, él apenas se mantenía erguido sobre sus pequeños pies. Era mi hijo y como tal, estaba condenado a entenderse con el desierto. Le enseñé a leer en el cielo y en las dunas, en el viento. Le enseñé a poner trampas para los animales y cuando ya se desenvolvía con soltura, le mandé durante un año como aprendiz con los hijos de Abdel, que ya se ocupaban del ganado. Cuando ya estuvo preparado, fui a los demás campamentos a buscar algunas cabras para que él las gobernara. Cada mañana, después de desayunar, se iba presto con sus cabras en busca de los pastos y no regresaba hasta la hora de comer, si encontraba alimento cerca. Algunas veces, tardaba varios días en volver y aunque no podía dejar de sentir cierta preocupación, sabía que le había enseñado todo lo necesario y estaría bien. Era fuerte. Luego, como uno más, se sentaba junto al fuego y escuchaba atento las historias que contábamos, riéndose con algunas y conmoviéndose con otras. Lo que más le gustaba, eran los poemas. Los más pequeños, ya no dormían en nuestra tienda, sino que lo hacían en la de Omar desde que dejaron de mamar. Alia, los tenía a su cuidado por las noches y bajo su atenta mirada, los tres crecían sin dar demasiada guerra. Laila y yo, teníamos la tienda para nosotros solos y cada noche, cuando todo el mundo se retiraba a descansar, yo entraba en mi hogar y ella, me esperaba para lavarme y llevarme al paraíso. Nunca le vi quejarse, ni tampoco me dio jamás la impresión de que no quisiera hacerlo. Ella me hacía pensar que disfrutaba con ello y lo hacía entregándose a aquel acto como si fuera el ritual más sagrado del mundo. Como si lavar mi cuerpo le purificase también a ella. Yo esperaba paciente, casi siempre, mi turno. Le demostraba mi devoción de la forma en la que mejor sabía hacerlo, amándola, no solo con mi cuerpo, yo la amaba con todo mi corazón, con mi alma… y se la entregaba en cada caricia y en cada beso. La entrega y la pasión, habían derretido el hielo de sus ojos, hasta que no quedó ningún vestigio en ellos. También ella había conseguido con sus manos suaves y prestas a calmarme, lo que ninguna espada o látigo habría logrado jamás, doblegarme. El amor, había vencido a la desconfianza y al dolor, el calor había derretido al hielo, y la dulzura, había domado al león. A fuerza de tratarme como a su amo, me había convertido en su esclavo, y lo sabía. Yo sé que ella lo sabía. Yo era suyo, completamente suyo, le pertenecía como ningún ser debe pertenecer jamás a otro. Y jamás se aprovechó de eso. Una noche, me pidió que le contara un cuento. ¿Cómo iba a negarle un capricho tan insignificante? Yo solo quería complacerla. Empecé a recitar un poema que había oído cientos de veces de labios de mi padre. ―Este poema se llama “El destino”. Es un canto de despedida. “El amor de una mujer es la sombra de una palma sobre la arena. El amor del hombre es el único simún que puede romper esa palma y fijar, así, su sombra… ¡Messaudá! ¡En la noche de tu tumba recuerda el jardín solitario adonde te conduje un día! Era un jardín engarzado entre murallas tan altas que las cimas de los árboles no las alcanzaban. Era un jardín engarzado entre murallas blancas, como una esmeralda escondida en una flor de magnolia… ¡Messoudá, Messoudá! ¡Recuerda aquella mañana en que te doblegaste bajo mi amor, como una palma bajo el simún! Pero a fuerza de soplar, el simún cubre ahora la rama que rompiera… ¡Oh, mi larga palma, que la arena sea ligera y no pese ya sobre tu tumba…!”*[28] ―Es un poema muy bonito, pero triste. ¿Sabes alguno más alegre?― Pensé en uno que siempre hacía reír a mi primo. ―Ya sé, este te va a gustar. Trata sobre una serpiente: “Se había sentado sobre mis rodillas…―Entonces, la cogí a ella por la cintura y la senté sobre las mías. Yo había deslizado mi mano bajo su túnica, ―lo hice también y fue divertido ver su cara de reproche, aunque sabía que no le molestaba― y con voz indiferente hablaba de los rebaños, de la agilidad de los perros, de la hierba que crece… Sus piernas eran lisas y firmes. ―Le apreté la carne de los muslos, aunque sin hacer demasiada fuerza, mientras iba ascendiendo hasta su unión.―Al fin me pareció advertir que la acariciaba…― Deslicé mi mano hasta su sexo y ella se estremeció. ― ¡Hay una serpiente bajo mi vestido! ―Dije divertido por su cara de desaprobación. ―Justamente, ―le contesté―, la estoy buscando…”*― Yo retiré la mano y ella, mitad divertida y contrariada, me besó en los labios. ― ¿Esos son los poemas que le enseñas a nuestro hijo? A saber cuántas veces has usado ese truco…― Sabía que estaba bromeando, pero decidí tentar la suerte. A estas alturas, ya no podía tener dudas acerca de mis sentimientos. ―La verdad es que nunca lo había usado, pero parece que funciona. Tal vez debería hacerlo más a menudo.―Me encantaba verla celosa. Aún recordaba la noche que le comenté la posibilidad de buscar una segunda esposa y aunque luego me arrepentí de inmediato porque aquello le había herido, en ese momento me pareció tan dulce que quise volver a ver aquel despunte de celos en su mirada. ―Estás en tu derecho.― Yo sabía que esa sería su respuesta, y mi capricho tenía un precio, pero merecía la pena tener que jurarle mi amor, a cambio de ese destello en sus ojos. Me limité a recordarle mi promesa y todo lo que conllevaba, pues cuando la hice, era perfectamente consciente de todas y cada una de sus consecuencias. ―Nunca haré nada a sabiendas de que puede causarte dolor. ―Ahora entendió mi promesa completamente. ― ¿Y Alia? ¿Nunca has…?― Yo pensé en Alia, al principio, cuando la acogí en mi tienda, ella intentó agradecérmelo, pero por gratitud, yo entendía otra cosa y la rechacé, no se lo tomó muy bien, pero con el tiempo, entendió que era lo mejor.― No deberías haberme hecho aquella promesa. Puede que algún día…―Decidí quitarle importancia y empecé a bromear. Ahora lo que más deseaba era verla sonreír, segura de mi amor y de que el suyo, no representaba carga alguna para mí. No era capaz de imaginar la forma en la que yo le amaba. ¿Alia? ¿Esa era la fuente de sus celos? ¿Quién era Alia? ¿Acaso existía? ― ¿Crees que podría con más? Me temo que no soy tan fuerte como crees.― Le dije para que supiera que estaba completamente satisfecho. Mi respuesta no pareció convencerle. ―Alia, siempre me ha servido bien, pero a pesar de que muchos no lo entienden, nunca he permitido que lo hiciera de esa forma, no quiero que el amor sea un acto de servicio. Ella tiene un trabajo y aunque al principio mi actitud le confundía, ahora, es consciente de lo que yo espero de ella.―La miré de frente, sin prisa, para que pudiera leer en mis ojos la verdad.― No necesito más. ¿Dónde encontraría yo, otros ojos como los tuyos?― Los besé.― ¿Otras manos que me calmaran con tanta eficacia?― También las besé.― ¿Y una mujer que me ame de verdad, como todo hombre sueña ser amado? El Corán permite al hombre desposar a varias mujeres, pero hay condiciones.―Levanté una ceja para llamar su atención.― Debes poder mantenerlas a todas por igual y no solo me refiero a comida o agua, sino que debes tratarlas por igual en todo lo demás, amarlas por igual, con el cuerpo y el corazón. Tal vez, mi cuerpo podría contentar a otra mujer, pero mi corazón, no puede amar a nadie más, al menos no de la misma forma.― Por fin apareció la sonrisa que buscaba. La besé con fuerza, intentando absorber cualquier duda que tuviera acerca de lo que le había dicho. Y ella reaccionó al instante, como siempre, perdonándome por el arañazo, que yo deliberadamente, había lanzado contra su corazón. Esta vez, me comprometí conmigo mismo a no volver a hacerlo. Y le pedí perdón de todas las formas que conocía, aunque sabía que ya me había perdonado, sentía la necesidad de compensárselo. Primero con mi cuerpo y luego con mis labios, esta vez los usé de un modo más recatado. Me disculpé. Errar es humano, pero no disculparse cuando uno se equivoca, sabiéndolo, es mezquino. Mis hijos crecían y se iban definiendo poco a poco. Arnau había empezado a trabajar como aprendiz del herrero y le encantaba doblegar el hierro. Samir, alababa su fuerza y su destreza y yo, sentía orgullo de padre cada vez que me enumeraba sus cualidades y su predilección por él. Decía que el alumno, no tardaría en aventajar al maestro. Ahora, era Kenan quién llevaba el rebaño a pastar y Kella, que a sus doce años era ya una belleza, ayudaba en los quehaceres a su madre y demostraba talento con el cuero. Una noche, Laila se removía agitada por algún sueño. No tenía pinta de que fueran buenas noticias. Esperé a que el sueño terminara y entonces despertó. Vi como encerraba el rostro entre sus manos y empezó a llorar. Yo intenté consolarla, pero no había manera. No sabía de qué se trataba, pero fuera lo que fuera lo que había visto, aún no era real. Cuando se hubo calmado un poco, me contó que en su sueño veía con total claridad que unos hombres a caballo atacaban el campamento. La vida en el campamento era sencilla. Pasaba las mañanas como vigía, luego, solía trabajar con los animales si había algún potro que domar y si no, practicaba con el resto de imajeghan con la lanza y la takuba. Casi siempre había algún joven que se unía a la casta de guerreros de la tribu y había que instruirle. Normalmente solía hacerlo algún familiar, pero todos colaborábamos orgullosos de la nueva incorporación. Tener una casta guerrera fuerte, significaba más seguridad y menos conflictos para la tribu. Eran pocas las que podían enfrentarse a mi tribu y tener alguna posibilidad de ganar la contienda si hacía sonar el ettebel. Puede que una o dos, pero estaban lo suficientemente lejos para que mi territorio les resultara atractivo. ¿Quién querría atacar el campamento? Pasé varios días más alerta que nunca, no bajé de mi puesto en ningún momento hasta que llegaba mi relevo, aun así, no estaba tranquilo, si Laila lo había visto, aquellos hombres tenían que llegar de un momento a otro. Oteaba el horizonte, esperando que aparecieran sus figuras, atento para caer sobre ellas antes de que pudieran acercarse si quiera. Había apostado hombres a una distancia prudencial del campamento y en todas direcciones. Por fin los vi, intentaban ocultarse, moviéndose torpemente entre las dunas. Cogí el ettebel y lo hice sonar. Eran jinetes a caballo, tal como había predicho Laila, todo el mundo se puso a cubierto excepto los imajeghan. Montamos sobre los camellos y salimos a su encuentro, unos con lanzas, otros con la takuba. Yo iba el primero, no porque fuera más valiente que mis hermanos, es que mi camello, era el más veloz. Iban cubiertos como nosotros, pero yo sabía que no pertenecían a mi pueblo. El que parecía el jefe, daba las órdenes en una lengua muy distinta. Le arrojé mi lanza en cuanto lo tuve a tiro y fue el primero en caer. Al impactar en su pecho, el caballo se encabritó y el hombre cayó al suelo, ya sin vida. A partir de ahí, fue una masacre. Le abrí el cuello a otro con la takuba y vi a Bashir atravesar a otro más con la suya. No tuvieron ninguna oportunidad, no tardé mucho en averiguar por qué. Eran unos críos. Enterramos sus cuerpos. No porque lo merecieran, sino porque era mejor no atraer a las alimañas cerca del campamento y aunque había una distancia suficiente, preferimos pecar por exceso de prudencia que por defecto. A nuestro regreso, la gente comenzó a salir de sus tiendas y el campamento reanudó su vida. La pobre Laila se había preocupado por nada. Nos recibieron con gritos de victoria y alabanzas, pero yo no me sentía con ánimo de celebrar nada, más bien todo lo contrario, sentí que alegrarse de arrebatarle la vida a unos muchachos, estaba fuera de lugar, pero era el jefe y mi pueblo necesitaba festejar. La vida en el desierto es dura, por eso cualquier victoria, es motivo de alegría y celebración, no podía negárselo. Busqué con la mirada a Laila, que esperaba mi regreso en la puerta de la tienda. Ella no salió a celebrar la victoria con el resto. Até el camello al poste y fui a lavarme. No dijo nada, no hacía falta, su cara reflejaba el alivio por verme regresar. Uno de los hombres degolló un carnero, sonó la música y comenzaron las danzas. Luego, junto al fuego, cada guerrero contaba la historia a su manera, el más apreciado para esos menesteres era Bashir, que siempre adornaba sus cuentos, exagerándolo todo. Comparada con la suya, mi versión, era menos emocionante y la gente volvió a pedir la de Bashir. A la mañana siguiente, Laila me confesó que había soñado de nuevo con la guerra. Aunque se trataba de una guerra muy distinta, una guerra en Tierra Santa. En su hogar. Estaba muy afectada y me obligó a prometerle que no iría a luchar, no si podía evitarlo. Ella quería que mi promesa fuera más allá, pero si había un llamamiento a la Yihad, no tendría más remedio que acudir y no pensaba hacer una promesa que no pudiera cumplir. Hasta ahora no había fallado nunca, pero yo sabía que a veces, la mente nos jugaba malas pasadas. Ella había estado sometida a una gran presión con el ataque que predijo al poblado. Puede que simplemente, fuera una forma de enfrentarse al terror de la violencia. Además, en Tierra Santa fue donde conoció el horror por primera vez, cuando sus padres fueron asesinados. Todo aquello le habría afectado, sin duda. Tal vez, solo fuera una forma de liberar un temor. El sol estaba a punto de esconderse, tal vez, quedaran un par de horas de luz, cuando avisté una caravana que se acercaba al campamento y busqué al resto de imajeghan para que me acompañaran a ver qué intenciones tenían. Solo buscaban un poco de hospitalidad durante una noche. Los examiné detenidamente y hablé durante un rato con el que parecía el jefe. No me pareció que tuvieran otras intenciones más allá de lo que ya habían expuesto y además, conocían a mi primo, Abdel. Aun así, decidí ser cauteloso y no quitarles el ojo de encima. Ninguna mujer salió de su tienda mientras aquellos extraños permanecieron al amparo de nuestro campamento. Explicaron que iban a unirse al sah persa. Se dirigían a Tierra Santa, a luchar por la fe y a su paso, iban reclutando tantos hombres como querían unirse a la causa. Por la noche le conté a Laila lo que aquel hombre me había contado a mí. Sin duda guardaba cierta relación con el sueño, aunque no era la yihad y por supuesto, no tenía la intención de unirme a ellos. Antes de que despuntara el alba, oí ruidos en la tienda. Me levanté sin hacer ruido y vi la figura de un hombre. Estaba cogiendo algo. ¿Cómo era posible que aquellos extranjeros se atrevieran a robarme en mi propia casa y más aún, después de darles protección y cobijo? Desagradecido. Le agarré por detrás, tapándole la boca para que no gritara, no porque fuera a alertar a los otros, sino porque no quería despertar a Laila y asustarla. Antes de hundir mi cuchillo en su carne, sus ojos buscaron los míos y los reconocí en el acto. Le solté aterrado por lo que había estado a punto de hacer, pues no se trataba de ningún extraño, sino de mi hijo, Arnau. Lo saqué de la tienda de un empujón para que se explicara. Si su madre se enteraba de esto, se llevaría un gran disgusto. ―Explícate. Y elige tus palabras con cuidado. ―Me marcho a Tierra Santa. Solo necesitaba una espada.―Me confesó con dolor y gravemente avergonzado.― Si te la hubiera pedido se lo habrías contado a mi madre y ya sabes cómo piensa acerca de la guerra. ―Es una mujer sensata, puede que debas escuchar lo que dice. ―Padre, sé que no he hecho esto de la forma apropiada. Debería haberos pedido permiso, pero sé que lo único que habría logrado es disgustarla. Jamás aceptará que yo parta a luchar por nuestra fe. Pero ya soy un hombre. Quiero decidir qué hacer con mi vida y creo tener derecho a arriesgarla, si creo que algo lo merece. ―No creo que esto sea asunto tuyo, hijo. Aquí le eres útil a tu gente y Tierra Santa, está muy lejos. ―Alá, es asunto de todos.―Me corrigió y yo, no pude reprenderle por hacerlo. Seguramente, si yo no tuviera a Laila, también me habría marchado con ellos.― Me iré de todos modos, pero no quería dejarla después de haber discutido. No lo soportaría. Cuéntaselo cuando la caravana ya esté lejos. Dile que volverá a pasear por sus jardines, que voy a luchar para devolverle su hogar y que los que la obligaron a marcharse, los que asesinaron a mis abuelos, pagarán por lo que hicieron.―Tenía tanta convicción en su mirada… Era un hombre, joven, pero un hombre al fin y al cabo y comprendí que era algo que necesitaba hacer. Algunas tribus obligan a sus jóvenes a enfrentarse a algún peligro para que puedan ser considerados como hombres. Él, había decidido que este era el desafío que le daría un lugar en el mundo adulto. Lo había escogido voluntariamente, con valor y decisión. ¿Qué mejor motivo que Alá para luchar o morir por algo? Yo mismo le di mi takuba, y le ayudé a ensillar uno de los caballos que hacía unos días, se había quedado sin su jinete. Imploré a Alá, que Arnau no terminara sus días como aquellos muchachos insensatos. Sabía que Laila se enfadaría, pero con ese problema lidiaría después. Si yo lo había entendido, ella también conseguiría hacerlo. Antes de que el sol despuntara con sus primeras luces, ya estábamos en camino. Avise a Bashir de que me marchaba con la caravana y que volvería a media mañana para que los imajeghan estuvieran más atentos en mi ausencia. Me alejé tanto como pude sin que supusiera un peligro para mi gente, pero necesitaba acompañar a mi hijo para aprovechar esos momentos y despedirme. No me engañaba, cabía la posibilidad de que fueran los últimos. Aunque no fuera así, en cualquier caso, tardaría mucho en regresar. Acompasamos las monturas y caminamos en silencio durante un rato. Arnau tenía mucho en lo que pensar y yo también, pero no podía alejarme mucho más y no quería despedirme sin decirle algunas cosas. Cosas importantes que un hijo debe oír de su padre. ―Padre, ―empezó adelantándose― necesito un nombre musulmán. Puede que mi aspecto lleve a engaño, pero me gustaría que mi nombre fuera mi carta de presentación y no diera lugar a dudas. ¿Puedo decir que me llamo Ibn Hassan? ―Le miré sorprendido por aquella petición que no esperaba y no pude evitar sentir una punzada de orgullo. ―Claro, hijo. Será un honor que lleves mi nombre. ― ¿Crees que me perdonará algún día? ―Le preocupaba más la furia de su madre que un ejército de hombres dispuestos a acabar con su vida. Era una insensatez, pero que me destriparan una manada de hienas si no le entendía. ―No hay nada que perdonar, hijo. Tu madre es una mujer sabia y precisamente porque lo es y ha vivido los horrores de la guerra, la teme y procura evitarla. Le costará aceptarlo porque se preocupa por ti y quiere que siempre estés a salvo, es normal, pero acabará por entenderlo, no te preocupes. ―Temo que serás tú quien sufra su ira. ―No te preocupes de tu madre más, que para eso estoy yo. Arnau, si vas a enfrentarte a un ejército, debes dejar aquí cualquier remordimiento, culpa o temor. Deja que se pierda entre las dunas y no cargues con más peso que el de tus armas y tu valor. No olvides tu objetivo. En la batalla no hay espacio ni tiempo para las dudas. El hombre que duda ante otro dispuesto a matarle, es hombre muerto. ¿Me has entendido? ―Sí, padre. ―Eres fuerte e inteligente, si creyera que no puedes hacerlo, no te permitiría ir, pero conozco al muchacho que tengo ante mí, le he visto trabajar sin descanso y esforzarse para conseguir el mejor resultado en todo lo que hace. Cuando luches, hazlo concentrado en tu objetivo y no dejes que nada te distraiga, lucha con plena consciencia, usando todo lo que tienes a tu alcance y lo que eres; mente, cuerpo y corazón. Yo rezaré para que sea suficiente. ―Así lo haré, padre. No tengo prisa en reunirme con El Profeta. ―Qué Alá te proteja, Arnau, pero si no es así, nos veremos en el paraíso de nuevo, hijo. Confío en ti y en tu buen juicio, no hagas que me arrepienta y vuelve a casa sano y salvo. ―Nos estrechamos los brazos sin llegar a bajar ninguno de la montura y así nos despedimos. Llegó corriendo hasta mí como una tormenta de arena y recé para que su ira pasase igual de rápido. Me clavó su mirada imprimiendo en ella su amenaza. Ya se había enterado. Ahora, desataría su furia sobre mí, me golpearía con la fuerza de un rayo. Yo esperaba que fuera así, pero sabía que tras ella, llegaría la calma, cuando lo entendiese. Ordené a los chiquillos que fueran a jugar a otra parte y les dije que si se portaban bien, luego les contaría más cosas acerca de las estrellas. Mientras esperaba a que los críos se alejaran, vi prenderse la primera chispa en sus ojos. ― ¿Lo sabías?― No contesté. Ella sabía que sí― ¿Lo sabías? ¡Contesta, Hassan!―Dejé que descargara su ira conmigo, cualquier cosa que dijera, la usaría contra mí. Era mejor dejar que se desahogara y cuando ya no le quedara veneno que escupir, entonces estaría preparada para escuchar― ¿Cómo has podido? Tú sabes…― Rompió a llorar, pero se recompuso mucho antes de lo que yo esperaba y se marchó a la tienda. Eso no lo esperaba ¿Ya había acabado? No, aquello era solo el principio, quedaba más, yo sabía que faltaba lo peor, eso lo reservaba para el final. Fui tras ella, prefería enfrentarme de una vez a lo que fuera y acabar con ello cuanto antes. Cuando llegué a la tienda, la vi coger un pequeño hatillo. ¡Pensaba marcharse! ¿Adónde creía que iba? ¿De verdad pensaba que la dejaría marchar sin más? ¿Sin que me dejara explicarle la verdad? Bloqueé la salida con mi cuerpo. No se iría así a ninguna parte. Si luego quería marcharse, yo mismo la llevaría donde me pidiese, pero no sin escuchar lo que yo tenía que decir. ¿A qué venía tanta prisa? Entonces lo vi claro. La caravana. Sabía que estaba desesperada, pero adentrarse en el desierto de esa forma, no salvaría a su hijo, solo la condenaba a ella y eso, no podía permitirlo, aunque me odiara por ello. Tendría que perdonarme, pero no estaba dispuesto a perderlos a los dos. No cuando estaba en mi mano evitarlo. Lloró de nuevo, no de tristeza sino de impotencia. Me quebraron primero sus lágrimas y luego sus puños sobre mi pecho, pero no cedí. Le permití hacerlo, sabía que necesitaba hacerlo. Me había convertido en el culpable que necesitaba una vez más. Ya lo había soportado antes y podría hacerlo de nuevo, aunque ahora me resultaría mucho más duro volver a la mirada de hielo y los desaires. Ahora yo conocía la Laila dulce y atenta, la amante y la esposa. Aguanté mi posición hasta que terminó de golpear, comprendiendo que no le serviría de nada. Me suplicó desesperada, derrotada, que la dejara ir en su busca. Intenté explicarle por qué no podía dejarle marchar. Cuando comprendió que no cambiaría de opinión, me pidió que fuese yo a por él. Me odiaría también por ello, pero eso tampoco estaba dispuesto a hacerlo. ¿Por qué le costaba tanto entender que a veces un hombre tiene que dar un paso al frente para defender sus ideas, sus raíces y sus convicciones? Aunque arriesgara su vida al hacerlo, a veces, Alá nos medía con pruebas que ayudaban a definirnos. Arnau se estaba definiendo, tomando decisiones como el hombre que era y yo me sentía orgulloso de su arrojo y su devoción. Era un buen musulmán y algún día sería también un gran hombre. Al menos, yo rezaría para que llegara a convertirse en uno. Ella seguía allí, llorando desconsolada. Entonces vi algo en sus ojos que no había visto nunca y por primera vez, sentí miedo. Sus ojos estaban vacíos. Ni hielo, ni fuego… ni ira, ni dolor, era otra cosa, y aunque no supe de qué se trataba, sabía que era mucho peor que sus golpes. Me acusó de faltar a mi palabra y romper mi promesa. Y cada una de sus palabras se clavó como un cuchillo dentro de mi corazón. Me aparté de la entrada de la tienda, dejándole el paso libre. Ahora yo también estaba enfadado con ella. Yo sabía que tenía razón, sabía que había hecho lo correcto y aunque esperaba que algún día se tragara cada una de aquellas palabras que me había escupido sin compasión, no pude evitar odiarla, a pesar de amarla y comprenderla, la odié por aquello. No sabría decir que me impulsó a volver a la tienda aquel día. No fue por la comida, pues me sentía incapaz de comer nada, supongo, que fue por costumbre. No hubo bromas, ni risas, ni riñas, ni juegos, y Kenan y Kella, adivinando que algo pasaba, prudentemente guardaron silencio. La noche transcurrió de la misma forma. Yo no entré a la tienda hasta que ella no se quedó dormida. No era capaz de soportar más hielo aquel día. La primera pelea seria desde que nos casamos y aunque seguía enfadado con ella, también la echaba de menos. ¡Qué lento pasaba el tiempo sin sus manos! Varios días, o siglos enteros, pasaron igual. Yo la echaba de menos y la odiaba por ello con la misma intensidad. La amaba más que a nada en el mundo, eso no era cuestionable, pero tampoco lo era mi palabra y ella la había despreciado con total ligereza. Me había acusado de romper mi promesa. ¿Acaso no iba a reconocer nunca que el dolor no era por mi causa? ¿Qué el arma que la había destrozado, no la empuñaba yo? Era su hijo el que se había marchado a luchar y lo había hecho de forma coherente con sus ideas y principios. ¡Era ella la que estaba equivocada! Pero claro, tenía que darse cuenta. No era un hombre que peleara por causas perdidas o sin sentido. Yo solo luchaba cuando tenía algo que ganar, pero con ella, estaba condenado a perder. No sabía si sus ojos seguían vacíos, pues ya no la miraba. Al menos no directamente, cada mirada de indiferencia o desprecio, era como un latigazo. No lo soportaba. El espacio entre nosotros era un abismo insalvable. Sin sus caricias, sin sus besos y su alegría, estaba perdido como un perro sin amo, pero esta vez, no podía ceder. ¡No quería! Decidí que solo podía esperar y me resigné a hacerlo. Convoqué al consejo para ponernos al día de lo que acontecía en cada campamento y repartir equitativamente el ganado y otras provisiones con las que pudieran mercadear en función de las nuevas necesidades. Al menos, estaría algún tiempo lejos de ella. Lejos de aquel infierno helado al que nos había condenado a los dos, donde podía fantasear con que se hubiera derretido el hielo. No verla, me daba esperanza. Cuando regresábamos, Bashir acompasó su montura a la mía. Parecía preocupado por algo y esperé a que empezara a hablar. ―Antes de partir, Farah me dijo que hace tiempo que nota rara a tu mujer. Nunca ha sido especialmente habladora, pero dice que la encuentra alicaída e intranquila y también triste. Dice que siempre tiene mala cara y teme por su salud. Puede que solo esté cansada. ―Se aventuró. ― Con los dos críos y ahora sin la ayuda del mayor… Tal vez deberías buscar una segunda esposa, seguro que Laila lo agradece. ― ¿Laila? ¿Quién se creía que era para pronunciar su nombre? Nuestras monturas iban parejas y tal como avanzábamos, alargué la mano y le así por la túnica para no errar en mi empeño y le asesté un puñetazo que lo hizo caer al otro lado. ―Cuando quiera tu opinión sobre mi esposa o mi matrimonio, la buscaré. Laila, es una mujer excepcional que no merece estar en boca de tu esposa, y mucho menos en la tuya. ¿Queda claro? ―Eso no era necesario. Ni mi mujer ni yo pretendíamos ofenderte. ―Hablando de Laila, ninguna mujer puede ofenderme, en cuanto a ti, quedas advertido. Que no vuelva a oír su nombre saliendo de tu boca. ―Mi mujer es una chismosa. No he dicho nada, olvídalo, hombre. ―Está olvidado. ―Seguí avanzando sin esperarle. No pensaba darle más importancia. Había sido un malentendido y estaba resuelto, pero tampoco me apetecía compartir con Bashir el resto del camino y él supo entender que debía dejarme solo. Llegué de mal humor y aquella noche no probé bocado. La observé con atención y disimulo mientras trajinaba y recogía los útiles de la cena. Bashir tenía razón, se la veía triste y cansada. Había perdido peso y estaba algo demacrada. Ya no tenía ese brillo que siempre la rodeaba como un halo de alegría y satisfacción. ¿Cómo podía ser tan terca? Me eché en la cama, frustrado y lleno de preocupación. Puede que esto estuviera llegando demasiado lejos. La observé mientras volvía a guardar mi parte de la cena, siempre en el más absoluto silencio. Luego se tumbó a mi lado, con cuidado de no rozarme si quiera. ¡Maldita fuera! Me estaba volviendo loco. Sentía el calor que desprendía su cuerpo y quise pegarme a ella, pero me sujeté los brazos y me di la vuelta, dejando nuestras espaldas enfrentadas, como nuestro orgullo, pero jamás nuestros corazones. Una noche, cuando entré en la tienda, más tarde como ahora era mi costumbre, ella me esperaba despierta y me pareció que estaba nerviosa y algo tensa. ¿Para qué me esperaba? Tal vez le ocurriera algo. Si caía enferma a causa de la pena, no me lo perdonaría. Me decidí a encontrar la forma de poner remedio a este sinsentido que no nos conducía a otra parte que al sufrimiento y la desesperación. ¿De qué me servía el orgullo si me enfrentaba con mi corazón? ¡Qué hermosa era! Me enfrenté a sus ojos, no porque ya no temiera su desprecio, simplemente, víctima de mi curiosidad, se me olvidó apartar la mirada. Sus ojos ya no estaban vacíos. Tampoco había hielo en ellos, puede que cierto temor, pero no supe adivinar a qué. Había preparado algunos dulces y limonada, era algo habitual y no me extrañó. También vi la palangana con la que solía lavarme, preparada, no fui capaz de evitar que se rasgara la máscara de indiferencia que me había autoimpuesto y sin quererlo, surgió una brizna de esperanza. No dije nada. Comí un poco y bebí el refresco. Ella seguía esperando pacientemente a que yo terminara. Entonces se acercó con cierta cautela y comenzó a desvestirme. Sentí el temor en sus manos temblorosas. ¿Acaso temía que yo me apartara? ¡Yo estaba enfadado y herido, pero no estaba loco! No me había ayudado a asearme desde que se marchara Arnau y yo, agradecí cada roce de su piel sobre la mía. La dejé hacer, comprendiendo que lo peor ya había pasado y agradecí al cielo que fuera así. Sus labios besaban cada parte que sus manos limpiaban y mi cuerpo se estremeció por la victoria. No por haber ganado aquella batalla, sino por lo que significaba. Si habíamos conseguido superar aquello, ahora seríamos invencibles. Nunca volveríamos a separarnos de aquella forma. ¡Jamás! El deseo se fue apoderando de mí al saber que podía volver a tenerla, que no encontraría el desprecio tras sus ojos. ― ¿Me has perdonado?― Yo sabía que sí, pero necesitaba verlo en su mirada. ―Eres tú quien tiene que perdonarme a mí.― ¿Cuánto tiempo llevaba castigado sin escuchar su voz? Me pareció música celestial y mi corazón dio un brinco. Los dos nos habíamos equivocado y los dos habíamos pagado las consecuencias de nuestro error.― Siento mucho lo que te dije. Debería controlar mi lengua… y también mis manos.―Reconoció avergonzada. Ya era mi dulce Laila de nuevo. Intenté que se olvidara de la culpa, pues de nada servía ya. ―Solo estabas asustada por lo que pudiera pasarle a tu hijo. Yo, tampoco supe hacerlo mejor. ―Reconocí. ―Ninguna mujer habría golpeado y gritado a su esposo.― En eso tenía razón, pero ¿cuándo había sido ella como cualquier otra mujer? ―Tú no eres cualquier mujer y yo, no quiero a cualquier mujer.― La abracé con fuerza, deleitándome de nuevo con el calor de su cuerpo junto al mío. Le acaricié la cara y me deleité en aquel rostro divino que volvía a ser la luz de mi vida. ¡Cuánto la había echado de menos! Vi en sus ojos el mismo alivio que yo sabía que ella leía en los míos y la besé con urgencia. Ella, me fue conduciendo con dulzura hasta que quedé tumbado sobre el lecho. Solo quería resarcirse y compensarme por la condena que nos había impuesto a los dos. Se mostraba complaciente, sumisa y entregada. Besó cada parte de mi cuerpo, sin excepción. Sentía su lengua, cálida y húmeda recorriendo mi pecho, besando mi cuello, mordisqueando mi oreja… Su aliento sobre mi piel. De pronto, un susurro hizo que estallara en llamas.―Haz conmigo lo que quieras. ― Yo no necesitaba su permiso, pero saberla así, rendida, esperando el castigo que la redimiera y me aplacara, hizo que me volviera loco de pasión. Ella me había castigado con su frío e indiferencia más tiempo del que sabía que podía soportar y ahora, era mi turno. Porque aunque mi cuerpo necesitaba amarla con desesperación y vibraba de felicidad por el reencuentro y lo que significaba, mi corazón también exigía venganza por cada arañazo sufrido, por cada deseo frustrado, por cada viento helado que apagaba la llama de la esperanza de anhelar un indulto que no llegaba. Tal vez, imprimí a mis manos y a mi boca, más violencia de la que jamás le había mostrado, pero el amante herido que habitaba en mí, quiso hacerle pagar por tanta frustración. Ella no protestó. Aceptó de buena gana todo cuanto yo quise darle y aunque en parte, era un castigo, sabía que incluso de aquella forma, ruda y salvaje, ella no quería que dejara de amarla. Tuve que taparle la boca para que no despertara a todo el campamento con sus gemidos. Adoraba esos sonidos involuntarios que burlaban su autoridad y se escapaban para confesarme sus más íntimos secretos. Yo entendía aquel lenguaje a la perfección y lejos de apaciguarme o instarme a sujetar mi pasión, me encendían más, si es que eso era posible. Y así fuimos creciendo los dos, hasta horizontes que no imaginaba que podían existir en la vida terrenal. ¿Para qué iba a querer yo un cielo lleno de vírgenes en un paraíso celestial? Yo la quería a ella, así, de carne y hueso, siempre. No dormimos a penas, pero ¿quién quería dormir? Ya había dormido bastante durante mi condena. A pesar de pasar la noche en vela, mi cuerpo estaba descansado. Sus caricias habían apaciguado cualquier intención de más guerra. Ahora, reposaba completamente satisfecho. Al amanecer, la luz que se colaba le hacía brillar suavemente. Estaba dormida, había amoldado su cuerpo al mío y yo no podía escapar de su olor. Empecé acercándome más para degustar mejor aquel aroma que provenía de su cabello; tara, aambar… y entonces vi su cuello y también quise olerlo, mi boca, estaba pegada a él y se abrió para percibirlo mejor, sentir el sabor de su piel en mi lengua, era tentar demasiado la suerte. Yo sabía que ya no podría parar, que tendría que devorarla. Ella se despertó y entornó los ojos sonriendo, triunfal por nuestra reconciliación. 6 Llegaban caravanas de gente que iba o venía de las ciudades, algunas a Tierra Santa, otras, de buscar la sal. En el desierto el agua es la vida, pero la sal la hace mejor y nos ayuda a soportar la dureza de estas tierras. Laila, siempre me preguntaba por las noticias que traían aquellos extraños que estaban de paso. Yo veía en sus ojos la resignación al escuchar siempre la misma respuesta. Nadie nos traía la noticia que esperábamos, que la guerra había acabado. Dos años habían pasado desde que Arnau partiera y ninguno había sido capaz de dejar de esperar su regreso. Reconozco que en lo que a mí se refiere, también me atormentaba aquel momento, pues ningún hombre volvía de la guerra siendo el mismo que era al partir. Sabía que si volvía, lo haría un hombre distinto, la cuestión era, si ese hombre sería mejor o peor que el que se fue. Muchos se hacían huraños, toscos o insensibles, otros vivían el resto de sus vidas atormentados por sus horrores, y los había que encontraban entre esos horrores su lugar y buscaban una tras otra, batallas en las que pelear, algunos por su naturaleza inquieta o belicosa, otros, porque habían perdido lo que tenían y ya no tenían hogar al que regresar. De cualquier manera, todas las opciones eran buenas comparadas con la peor, que no regresara jamás. O quizá no. Morir, si se hacía con honor, no era el peor final. Ninguno de esos pensamientos me consolaba, pero intentaba que tampoco dominaran mis días y me robaran la tregua que por fin había firmado con Laila, sin embargo, ahí estaban, acechando en la oscuridad como un vulgar ladrón para robarme la paz. Yo, rezaba cada noche al Misericordioso para que nos lo devolviera pronto y no hubiera nada que lamentar, no porque pensara que Laila podría volver a castigarme de no ser así, sino porque su dolor también sería el mío y no estaba preparado para desprenderme de otro hijo más. No hacía mucho que nos había vencido el sueño, cuando Laila empezó a agitarse por alguna visión. Se despertó entre sollozos que intentaba amortiguar para no despertarme. Demasiado tarde. Cuando vio que ya estaba despierto dejó que las lágrimas corrieran libres. Había visto a Arnau caminando entre los muros de su casa en Tierra Santa. Estaba vivo. Si Arnau había sobrevivido, volvería en cuanto le fuera posible. Yo sabía que se sentía culpable y querría resarcirse ante su madre, pedirle perdón y contarle orgulloso sus logros. Le dije que partiríamos hacia los pastos que estaban más al este, para que le resultara más fácil encontrarnos. Nos amamos durante el resto de la noche hasta que quedamos completamente satisfechos. Luego me quedé dormido. Antes de que saliera el sol, mis manos ya la buscaban entre las sábanas. Gimió de placer antes de poder abrir los ojos si quiera y entonces, se dio la vuelta para encararme mientras yo llevaba mi lengua hasta sus pechos para jugar con ellos. Le sujeté las manos por encima de la cabeza y me eché sobre ella. Cuando el placer fue incontenible, fui a apartarme de ella para que mi amor no diera fruto. Ya tenía suficientes hijos y jamás quería volver a ver a Laila al borde de la muerte. Sus manos me agarraron con fuerza apretándome contra su cuerpo. Luché al principio, pero ella mantuvo su agarre y al final, me rendí, derrumbándome contra su pecho y hundiendo la cabeza entre ellos. Desde ese día, ya no me apartaba, mi placer concluía, en el lugar que Alá había destinado para ello. Solo Él sabía lo agradecido que le estaba por haberlo escogido tan bien para mí. Laila era, sin ninguna duda, el mayor de mis aciertos. Últimamente estaba de peor humor, provocaba una discusión por cualquier tontería. No me molestaba, sabía que era cruel por mi parte, pero me encantaba verla furiosa. Su ceño se fruncía de una forma graciosa y su pequeño cuerpo, dejaba salir la fuerza de un ejército de mil hombres. Pronto me confirmó que estaba preñada de nuevo. Yo sabía que pasaría, pero no tan pronto y entonces, comenzó mi agonía. Al tiempo que su barriga crecía, la hora del parto se acercaba. Yo ya no estaba preocupado, ahora estaba completamente aterrado. Intentaba que ella no lo notara, pero era inevitable pensar en ello. Había estado tan cerca de perderla… ¿Qué ocurriría si el parto venía igual? ¿Podría soportarlo de nuevo? Por muy fuerte que fuese, yo sabía que no. ¿Y si la perdía? ¿Cómo se me había ocurrido? ¿Cómo había sido tan egoísta? ¿Cómo había podido arriesgar su vida de aquella manera? Podía vivir sin otro hijo, pero sin ella no. No podía. Ella era valiente, pero yo era un temerario. Yo era quien había decidido jugarme su vida y por consiguiente la mía. La mía, ningún valor tenía sin la suya, no era por mí por quien estaba preocupado. Sin embargo, ella no estaba preocupada, se pasaba el día canturreando mientras yo la miraba perplejo, intentando atesorar cada sonido de su voz, cada gesto, cada curva de su cara, temiendo que algún día tal vez me faltaran. Todo era por mi culpa. La había sacrificado como al ganado, solo por orgullo y vanidad. Yo siempre había sido un hombre cabal, responsable de cada uno de mis actos. Siempre había afrontado sus consecuencias sin temor, pero la condena a la que me enfrentaría si las cosas salían mal, aquella condena, no sería capaz de cumplirla. ¿Y ella? ¿Qué culpa tenía ella? Iba a morir por amarme demasiado para decirme que no. Tanto, que no fue capaz de negarse a uno de mis caprichos, aunque perdiera la vida al satisfacerlo. Qué generosidad… Qué maravillosa era. ¡Extraordinaria! No solo por lo que había en sus ojos, era extraordinaria en sí misma. Derrochaba dulzura, comprensión y nobleza, en cada uno de sus gestos. Ternura, eficacia y paz, en cada una de sus caricias. Honestidad, fuerza y generosidad, en cada uno de sus besos. Amor. ¿Cómo no iba a temer perderla? La amaba más que a mi propia vida. Estaba sentado, esperando que terminara de preparar la cena. Su barriga sobresalía notablemente de su figura. Me fijé en que no era tan grande como la otra vez, al menos no me lo parecía. Me acerqué y vi un bultito que destacaba en su enorme vientre, era el ombligo. Lo acaricié, no lo presioné, aunque deseé que volviera a su lugar con todas mis fuerzas. No quería que nada cambiara en ella. Era perfecta. Cualquier cambio, tenía que ser un error. Un error del que yo era responsable. Si algo le ocurría, yo no podría perdonármelo jamás. Me obligué a pensar de otro modo, a intentar ver su barriga como el milagro que sabía que era. El misterio de la vida. Todo aquello tenía un sentido, un objetivo muy concreto, crear la vida de un niño y ese niño, era mi hijo. Estaba allí dentro, en alguna parte, protegido por su madre. Algún día, le contaría a aquel pequeño, lo valiente que era. Apoyé la cabeza sobre aquel vientre que cobijaba a mi pequeño y lo besé. Le rogué en silencio que se portara bien al nacer y que no dañara a su madre. Que ella era buena y valiente y que no se merecía sufrir. Luego, me comprometí a cuidarle pasase lo que pasase. Laila, no daría su vida en vano, eso jamás. Ella era una mujer perspicaz y no le había pasado desapercibida mi desazón. No puedo decir que no fuera paciente, porque lo fue, pero una noche me enfrentó y me obligó a reaccionar. Solo ella podía hacerlo y lo hizo. La miré a los ojos y encontré en sus pupilas el mapa para volver a casa, como una estrella que guía a los barcos en mitad de la noche. Me desperté algo tarde y Laila, ya se afanaba preparando el desayuno. Me acerqué y la abracé, pegando mi cuerpo a su espalda. Su aroma inundó mis sentidos y busqué su cuello. Ella me necesitaba fuerte y yo sería fuerte por ella. Quería que lo supiera. No quería que se preocupara más por mí. ―Voy a portarme bien…―Le prometí. ―Calla…―Ella ya lo sabía. No pude evitar sonreír al ver lo bien que me conocía ― Desayuna y vete a tu palmera, pero regresa para almorzar.―Me advirtió. ―Me haré viejo, pero el apetito no lo he perdido. Me alimento cómo si tuviera veinte años.―Me reí. Ella me miró complacida. ―Pues a ver si es verdad…―Me retó con un desayuno del que podrían comer perfectamente dos hombres. Iba a protestar, pero su mirada me dejó claro que sería en vano, así que me resigné y comí. Pasaba el mediodía cuando vi unos jinetes que iban derechos hacia nuestro campamento. Laila, no me había comentado nada. No debían de suponer ningún peligro. Aun así, decidí ser precavido. No estaba de más salir a su encuentro y comprobar qué querían. Llamé a Bashir y a Hussein , al principio me dio la impresión de que venían más, pero ahora estaban más cerca y comprobé que solo había dos monturas, así que si buscaban problemas, podríamos arreglárnoslas bien. Me acerqué a ellos y observé al que iba delante. ¡Alá es grande! Solté una carcajada y bajé del camello, igual que el hombre que tenía ante mí. ― ¡Dichosos los ojos! ¡Alá es grande!―Él me ofreció su brazo, pero era mi hijo y tantas veces había considerado la posibilidad de perderle que… No quería pensar más en eso. ¡Estaba vivo! Sano y salvo. Le abracé con fuerza. ―La paz sea contigo, padre. ―La paz sea contigo, hijo. ¡Qué alegría va a llevarse tu madre! ― ¿Ella está bien? ―Es más fuerte que los dos juntos. Ya la conoces. ―Demasiado bien. ¿Te ha dado algún dolor de cabeza?― Yo pensé irremediablemente en el día que él se marchó, pero para qué decirle nada. No quería que se sintiera culpable y además, eso quedaba tan lejos… ―Ninguno que recuerde ya.― No podía dejar de mirar el hombre en el que se había convertido. Había crecido aún más y ensanchado mucho. Era tan grande como yo.― Estás enorme.― Él se rio y yo también. ― ¿Kenan y Kella?― Yo puse los ojos en blanco y él volvió a reír.―No puede ser tan malo. Solo son unos críos. ―Tú eras un crío cuando te marchaste a la guerra y ahora, mírate. ¿Qué tal fue todo? ¿Te hirieron? ―Varias veces, pero ninguna de gravedad. El Sah, tiene buenos médicos y yo le caía bien. ― ¿En serio?― ¿Ahora se codeaba con el Sah? Sonreí para mí mismo. ―Incluso, me ha devuelto nuestras tierras. Bueno, lo que queda de ellas. ―Eso es estupendo. Tu madre se alegrará mucho y tu abuelo, allá donde se encuentre, se sentirá muy orgulloso de ti.―Laila se alegraría. La forma en que hablaba de su hogar… Tal vez, quisiera regresar allí. Ya pensaríamos en todo aquello más tarde.― Anda, vayamos a darle la noticia. ―De algún modo le sentí conmigo, siempre estuvo presente en mi mente y en mi corazón y me atrevería a decir que guio mis pasos en más de una ocasión, pero eso, no se lo digas a mi madre. ―Bromeó. No sabría decir porqué, pero le creía. Omar no se habría perdido aquella batalla por nada del mundo y menos, si uno de los contendientes era su nieto. Sí, estuviera donde estuviera, debía estar orgulloso y feliz. Por fin se había hecho justicia y había sido su nieto quien había logrado que así fuera. Sabía que Laila estaría en la tienda. Asomé la cabeza. Me miró y luego echó un vistazo a la figura que había tras de mí. Al principio no le reconoció con el velo, hasta que miró sus ojos. Luego todo pasó muy rápido. Las lágrimas, la emoción por el reencuentro y su túnica empapada anunciando la llegada de otro hijo al mundo. Con más terror que un reo espera su sentencia de muerte, temía yo aquel momento. Me miró con aplomo, sin apartar sus ojos de los míos y le pidió a Arnau que fuera en busca de Fátima. Luego me pidió que la acompañara con las mujeres hasta la sombra de un gran árbol. Obedecí y la llevé al oasis. Fátima y Alia no se hicieron esperar. Cogí su mano entre las mías y me arrodillé a su lado. Hasta que me echó de allí. Me obligué a pensar que todo iba a salir bien, aunque no quise alejarme demasiado. El parto no fue largo, aunque a mí se me hizo eterno. En apenas unas horas mi hijo estaba en el mundo y Fátima me lo ofreció. Eché un vistazo, buscando a Laila, necesitaba ver que ella también estaba bien. Ahora la veía, venía sonriendo, apoyándose en Fátima. Cogí al niño en brazos y lo levanté hacia el sol para que todo el mundo pudiera verle. ― ¡Alá es grande!―Grité, eufórico por la alegría de un nuevo hijo, pero sobre todo, agradecido porque Laila, siguiera conmigo. 7 Una mañana, mientras tomaba el desayuno me fijé en Kella. Ya era una mujer. El amigo de Ibn Hassan también lo había notado. Yo veía que la miraba con interés, a veces demasiado. Acordamos comer ese día todos juntos e invitar a la familia de Fátima también. Ibn Hassan, me acompañaba aquella mañana. Estábamos bajo la palmera, como cuando era un niño y los críos, que andaban revueltos por su presencia, le pedían que contase historias de su tiempo combatiendo en aquel lugar remoto y exótico que tan poco tenía que ver con el nuestro. Cuando el sol estuvo en su cénit, nos tomamos un descanso para refrescarnos un poco y almorzar. Ibn Hassan fue a buscar a su hermana a la fuente y Laila me habló de un extraño sueño que había tenido durante la noche. Alguien se aprovechaba de una joven y luego todo acababa en una gran celebración. Estaría atento por si acaso y le diría a las familias que tenían hijas que no se alejaran del campamento solas. Poco más podía hacer. Llegó Kella y lo hizo sin su hermano. Al parecer, Jamal se había quedado en el oasis con Tala e Ibn Hassan fue a buscarles para invitarles a almorzar. Laila y yo nos miramos con la misma idea inquietante planeando en nuestras cabezas. Entonces escuchamos un gran alboroto fuera de la tienda. Salí para constatar nuestro temor. Primero vi a Tala, la hija de Samir. Llevaba la túnica destrozada y la cara enrojecida por el llanto. Ibn Hassan, traía a Jamal a rastras con una mano, con la otra empuñaba mi espada. Se paró frente a la tienda de Samir y le llamó. ― ¡Samir! La muchacha se abrazó a su madre llorando. Tenía la túnica destrozada y su padre le ordenó entrar. Yo miré a mi hijo, interrogándole con la mirada. Pero él se volvió hacia Samir para contestar a mi pregunta. ―Samir, Jamal te ha ofendido. Se ha aprovechado de tu hija y ha manchado tu honor. Te lo traigo para que tú puedas disponer de él.―Samir golpeó en la cara a Jamal. Si se hubiera tratado de Kella, yo no le habría golpeado, no habría acercado mi piel a la suya corrupta. Le habría atado a un poste en mitad de la nada y me habría sentado bajo mi palmera a mirar mientras el desierto acababa con él. No merecía una muerte rápida. ―Si tanto le gusta mi hija, debería desposarla. ¿Dónde está el morabito? Que decida él. ―El morabito, se marchó esta mañana al campamento del norte.―Le informé yo. ―Bien, entonces Hassan, debes decidirlo tú.― Ibn Hassan, arrojó al muchacho hacia mi posición, yo sabía que intentaría escapar, sudaba cobardía por todos los poros de su piel y antes de que pudiera intentarlo me tuvo delante, intentó esquivarme, pero mi mano ya agarraba su pescuezo con fuerza. Un hombre podía cometer un error como ese, lo había visto más de una vez, pero un buen hombre habría enfrentado las consecuencias de sus actos de un modo distinto, no se habría echado a temblar, habría sido él mismo el que se ofreciera para desposarla. Él no era un buen hombre. Ibn Hassan lo miró esperando alguna reacción por su parte, pero obviamente no llegó nunca. Luego me miró de un modo extraño, como si intentara avisarme de algo, pedirme permiso o perdón. Luego se volvió hacia Samir. ―Padre, Jamal me salvó la vida en el campo de batalla, así que te pido que perdones la suya, sin embargo, el honor de Samir ha de ser reparado y por eso, yo me casaré con su hija. Samir, he trabajado contigo en la herrería, me conoces y sabes que soy un buen hombre, seré capaz de alargar el negocio familiar. Además, yo traje aquí a este perro. Me siento responsable. Si no te parece mal, seré yo quien se case con ella.― Le miré con orgullo, sin comprender del todo su decisión, pero respetándola, igual que cuando me dijo que se marchaba para luchar. ―No se hable más, esta noche durante la cena, lo celebraremos.― Samir me miró aliviado, sin duda prefería que fuese Ibn Hassan quien desposara a su hija. ―En cuanto a ese, ―señaló a Jamal― confío en que sabrás qué hacer con él. Yo no quiero verle más, cerca de mi familia.― Asentí comprendiendo lo que me pedía y lo hice con gusto. Yo tampoco quería verlo cerca de la mía. Me lo llevé a rastras hasta su camello y le di un odre con agua, que sin duda, no merecía. Ibn Hassan se acercó hasta él y me pareció razonable dejar que estuviera presente cuando le impusiera su castigo. ―Márchate de aquí, muchacho, y jamás regreses. ―Señor, por favor… perdonadme, no volveré a hacerlo.― Miró al desierto que se extendía ante él― ¿Dónde queréis que vaya? Ahí solo está el desierto…―Protestó. ¿Cómo se atrevía? Ibn Hassan le golpeó en la boca del estómago sin mediar palabra. Su amigo cayó al suelo, luchando para que el aire volviera a entrar en su cuerpo. A él, le sentó bien descargar su ira y a mí, me alivió un poco el mal humor. Ibn Hassan le miraba con desprecio y decepción. Él le había abierto a un amigo las puertas de su hogar y este le había traicionado, deshonrando su amistad. ―Si ahí solo está el desierto, Jamal, recuerda que aquí solo están mis puños. Tú eliges. Así pago mi deuda. Ya no te debo nada.― No le costó mucho decidir, subió a su camello y se marchó hacia el este. La fiesta aún estaba animada, pero algunos ya empezaban a retirarse para descansar. Todo el mundo parecía satisfecho con la unión, pero Laila parecía inquieta, algo rondaba por aquella cabeza y yo quería saber de qué se trataba. La vi despedirse de Tala, de Fátima y de su hijo, y quise unirme a ella. Puede que Laila estuviera disgustada con la decisión de su hijo, pero no me lo había parecido, así que debía de ser otra cosa. Entré tras ella y la tanteé. ―Has estado muy callada esta noche. ¿Qué te preocupa? ¿Hay algo que no me hayas contado? ― Solo Alá sabía que aquella mujer dejaría que la preocupación le devorase las entrañas si pensara que al compartirla conmigo, podía añadir algún peso sobre mis hombros. ―No he soñado nada más, pero tal vez, de habértelo contado antes, podría haberse evitado. Me siento responsable. ―Tal vez fuera este precisamente el plan de Alá… ―Siempre que me revela un acontecimiento, es porque puede evitarse. Al menos, eso creía hasta ahora. ― ¿Quién sabe? No me atrevo a aventurar Sus intenciones, pero parece que todo ha acabado bien. Ibn Hassan está contento y Tala también. Creo que esta boda habría acabado por celebrarse de todos modos y puede que esto solo lo haya adelantado. En cualquier caso, lo hecho, hecho está y no hay nada que lamentar. Quédate tranquila. ―Creí que estarías enfadado por no habértelo contado a tiempo. ―Así que, eso es lo que te preocupa. Mujer, ¿tan exigente me crees? ― La tomé con ternura por la barbilla para que me mirase y viera que en mis ojos no había decepción en absoluto. ― Hasta el mejor de los guerreros puede dudar en el fragor de una batalla. No pensaste que fuera importante porque no viste ningún peligro en tu sueño. Nunca me has dado motivos para desconfiar de tu buen juicio, pero me parece muy dulce que a estas alturas aún temas decepcionarme. ¿No ves que eso es imposible? Aunque hayas cometido errores, nunca he visto maldad tras ellos. Siempre has sido mi mayor motivo de orgullo, Tazerwalt, y te amo, incluso si yerras. No te preocupes más.―No quería que nada empañase una noche de júbilo como debía ser aquella. La abracé pegándola más a mi cuerpo y le susurré al oído. ―Aún recuerdo el día de nuestro casamiento y mucho mejor la noche…―Olí el perfume de su pelo y recordé cuando entré tras ella en la tienda mientras todos festejaban afuera, solo para poder besarla. Le di la vuelta para abrazarla desde atrás como hiciera entonces y mi boca buscó hambrienta la piel erizada de su cuello. Mis manos volaron precisas a las zonas de su cuerpo que exigían revoltosas su atención. ―Es demasiado pronto, mi señor…―Un gruñido en señal de protesta se escapó de mis labios, pero tenía razón. El parto estaba muy reciente. Sin embargo, yo necesitaba demostrarle mi amor, aunqu