JAVIER FERNÁNDEZ O LA INTENSA ABSTRACCIÓN DE LA VIDA COTIDIANA
Carlos Ramírez Vuelvas
Pocas veces la abstracción reveló en sus colores tantas emociones cotidianas,
como en la obra de Javier Fernández. Aquí la violencia gris de una tormenta cayendo detrás de un ventana, sobre un fondo amarillo; allá el paralelo curvo de un par de plátanos negramente tatemados; luego, la verde alegría de una botella cuelga, bailarina, de un marco rojo; y más allá la silueta de una mujer se plasma, entera en su desnudez, encarnada en su desnudez, en el perfil de un rosa ligeramente degradado. En la historia de los colores colimenses (este verde rabioso urgido por el azul desbordado que abraza al sol), tal vez nadie nos reveló, como Javier Fernández, que las figuras del mundo, de nuestro mundo, antes que figuras son colores; y antes que colores, una emoción colorida. Para ello, el pintor habrá interpretado las posibilidades de la figura, eso que los clásicos llamaron su esencia, el peso de su conciencia en el mundo, la identidad de la figura en los lugares. En el trópico, la materia es un manchón que ocupa un sitio en el espacio. Por la obra de Javier Fernández sabemos que el color existe para aguzar la percepción del ojo. Miro Salón México: la noche baila con un rojo encendido, con un blanco nebuloso. Miro After the Storm: en la fuerza del anaranjado, el paisaje no diluye sus colores: después de la borrasca, en la intensidad de una luz que nace, el paisaje recobra su sentido. Miro Campo de Jamaica: toda roja la pupila pareciera llorar, pero mitiga la sed con agua y --en carmesí-- con su delirio. De esta paleta enamorada de los colores más profundos de las cosas, prefiero aquella que sabe desnudar la vida cotidiana. No hay imaginación más delirante que, como la de Javier Fernández, se dispone a interpretar con tanta naturalidad (inteligencia, emoción, colores que acarician la mirada) estos días que pasan.