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Cartografía de las prácticas

Mila Cañón, Carola Hermida y Elena Stapich

(Universidad Nacional de Mar del Plata)

Leer/leer literatura. Una práctica social en crisis

Leer y escribir constituyen prácticas que son redefinidas en cada época, de acuerdo con los diferentes

contextos sociales. En nuestro tiempo se tiende a asociar a la lectura con la idea de crisis. Este es un rasgo que

hace síntoma en la aparición de planes de lectura, campañas de animación lectora, consignas como “leer por

placer”, etc. En realidad, se trata de una situación que, vista de cerca, ofrece matices variados. En primer lugar,

sería importante establecer si la crisis de la lectura es tal, o si nos encontramos frente a nuevas prácticas

lectoras que producen extrañeza en el contexto de la cultura letrada, tal como se la entendía hasta pasada la

mitad del siglo XX. Nos encontramos frente a una etapa de transición o interfase entre diversos modos de leer,

que requiere, como dice Roger Chartier (1997), un equilibrio entre la nostalgia conservadora y la utopía

ingenua.

Los estudios históricos sobre la lectura (De Certeau, 1988; Chartier, 1997) demuestran que la práctica

lectora ha ido transformándose con el transcurso del tiempo. Estaríamos, entonces, frente a una nueva

mutación, análoga a la que produjo la aparición de la imprenta, pero, esta vez, conectada con la aparición de

los medios electrónicos. Se lee –y se escribe- en otros soportes y de otros modos: la navegación por Internet, el

chat, el correo electrónico, el subtitulado de películas, los mensajes de texto, etc., constituyen prácticas

habituales para las nuevas generaciones o, por lo menos, para los sujetos que no han quedado excluidos de la

alfabetización informática. Las generaciones que se han desarrollado en la era de la computadora muestran

nuevas formas de leer que constituyen, de algún modo, nuevas formas de la subjetividad, signadas por la

rapidez, la interrupción, la fragmentariedad, la interactividad, la impaciencia, la simultaneidad, la sustitución

del texto único –privilegiado- por la exposición a una multiplicidad de textos sin jerarquizar. No obstante,
estos nuevos modos de leer y escribir presuponen una alfabetización básica como herramienta que permita la

interacción con los nuevos soportes. A propósito de este prerrequisito, dice Beatriz Sarlo (2000):

Las evaluaciones educativas han demostrado que la capacidad de comprensión de textos sencillos es muy baja
tanto en los alumnos de la escuela primaria como en los de secundaria. Internet produce textos más
complicados y, además, por razones tecnológicas, exige que esos textos sean leídos de manera bastante más
rápida. En este marco, me parece que mi posición ha sido más bien argumentar en favor de una fuerte
consolidación de aquello en lo que capacitaba la escuela argentina de las tres primeras décadas de este siglo: la
lectoescritura. (32)

Esto nos reenvía a la preocupación por la alfabetización, signada por un imperativo democrático que

dirige los esfuerzos hacia la inclusión de sectores cada vez más amplios de la población. Dice Emilia Ferreiro

(2001): “Todos los problemas de la alfabetización comenzaron cuando se decidió que escribir no era una

profesión sino una obligación y que leer no era marca de sabiduría sino marca de ciudadanía.” (12). Los

procesos de la alfabetización básica involucran a niños carentes de un capital simbólico provisto por el hogar.

La escuela no parece encontrar el modo de revertir esta desigualdad y tiende – más bien- a reproducirla

(Bourdieu, 1998).

Otra característica de nuestra época es la relación entre el analfabetismo, problema que padecen los

países periféricos, y el iletrismo, fenómeno global, que se refiere al eclipse de un público lector, debido a que

la escolaridad básica universal no asegura la práctica cotidiana de la lectura ni mucho menos el gusto por ella.

El término inglés literacy se refiere a un desarrollo de la competencia lectora que abarca toda la vida, en tanto

que cada circunstancia vital nos enfrenta con nuevos tipos de textos, con los cuales no hemos tenido

experiencias previas (Ferreriro, 2001).

Es en este contexto en el que autores como Paula Carlino (2005) hablan de alfabetización académica,

que consiste en el aprendizaje que deben realizar los alumnos universitarios para manejarse de un modo

autónomo no sólo dentro de un nuevo campo del saber, sino también dentro de las prácticas discursivas que

son propias de cada campo disciplinar.

Cada año se edita y se vende un volumen mayor de libros. No obstante, es importante indagar cuáles

son los que más se demandan. Las listas de best-seller están pobladas de libros de autoayuda, investigaciones

periodísticas, textos de divulgación histórica, biografías y autobiografías, etc. Los datos del campo editorial
muestran que, comparativamente, no son los textos de ficción los más solicitados. Todo parecería apuntar a

una sustitución del pacto de lectura ficcional por otros pactos, que orientan el acto de lectura hacia la búsqueda

de efectos pragmáticos diversos a los que propone la literatura.

La tendencia de la cultura escolar en las dos últimas décadas ha sido la de sustituir la hegemonía del

texto literario por una diversidad de textos de circulación social. Bajo la influencia de la lingüística textual,

una multiplicidad de formatos discursivos es abordada en la escuela, por lo que el texto literario ha perdido su

especificidad y pareciera no tener utilidad alguna, en comparación con otros géneros, que prometen un

usufructo inmediato.

Teresa Colomer (2005) enumera hipótesis para la declinación de la lectura literaria: otros canales se

hacen cargo de satisfacer la necesidad de ficción y de referencias compartidas: cine, televisión, canción

popular. También nos sugiere que la tarea de formar lectores de literatura –asumida en soledad por la escuela-

adquiere el carácter de utopía, en la medida en que los niños y adolescentes pertenecen a hogares y –en

términos más amplios- a una sociedad que no funcionan como letrados. La escuela no ha encontrado aún la

manera de recrear la práctica lectora de literatura dentro de la cultura escolar y el fracaso se evidencia

tempranamente. Finalizado el primer ciclo (alrededor de los ocho o nueve años) los niños –que hasta entonces

respondían estética y afectivamente a la lectura de poesías, a la narración de cuentos y la exploración de

álbumes infantiles- comienzan a manifestar desinterés por la lectura. Es posible pensar que esta reacción

enmascara la frustración que experimentan frente al texto literario, caracterizado por una complejidad que no

están preparados para enfrentar.

Esta situación, que involucra tanto a los países del primer mundo cuanto a los periféricos, ha llevado a

los gobiernos a generar políticas como las campañas de lectura con distribución masiva de libros. Pero

pareciera que no basta con la existencia de libros: se requieren mediadores que generen situaciones de lectura.

Y, en este punto, las miradas se vuelven hacia los maestros y bibliotecarios. La formación de grado de los

futuros docentes no contempla su desarrollo personal como lectores. Por lo tanto, el círculo se cierra con un

sesgo determinista que deja pocos intersticios por los que se pueda colar el deseo de leer y de compartir la

lectura con otros.


Leer/ leer literatura en la escuela argentina1

En los inicios de la alfabetización, las prácticas de la lectura y la escritura se encontraban netamente separadas.

En Europa, hasta bien avanzado el siglo XIX, la lectura era vista como una paradójica actividad pasiva

consistente en el descubrimiento de un sentido único, legitimado institucionalmente, encerrado en el texto (De

Certeau, M., 1988). La actividad propiamente dicha, la escritura, estaba reservada a otros sujetos, autoridades

letradas con el poder de hacer la palabra escrita. En la Argentina, la situación se repetía: eran menos los que

escribían que los pocos que leían y los métodos de enseñanza se basaban en la repetición y en la memorización

de las respuestas correctas.2 Esta forma de abordar la lectura evidencia la concepción de esta práctica como un

quehacer que sólo puede extraer lo que ya está en el texto, un quehacer que se concreta con éxito al integrar

unidades que se van presentando gradualmente, un quehacer que tiene una respuesta correcta (la que está en el

texto, la que la escuela transmite, la que el alumno memoriza y repite). Aprender a leer de esta manera, por

supuesto, será determinante para la manera en que ese lector leerá (o no) fuera del ámbito escolar y a lo largo

de su vida.

Recién a fines del XIX comienzan a fusionarse lectura y escritura en el seno de la actividad docente, y

se considera deber del Estado consolidar ambas prácticas en la población. En la Argentina de principios del

siglo XX, este deber se vuelve prioritario ya que ante el avance de la inmigración se espera que la escuela

reconstruya una unidad lingüística seriamente en crisis.3 La lectura, entonces, como una práctica cultural

1
Algunas de las ideas que aparecen en este apartado, referidas al papel de la enseñanza de la literatura en el proyecto
del Centenario fueron publicadas en Hermida, 2001.
2
“Se aprendía a leer memorizando el abecedario por medio de “cartillas” o “silabarios”, cuadernillos que presentaban el
alfabeto y avanzaban luego hacia las combinaciones en sílabas (series que también se debían memorizar), para recién
luego enfrentarse a los primeros libros de lectura de corrido. Entre éstos fueron muy difundidos y utilizados el Catón
Cristiano y Catecismo de la Doctrina Christiana y el Catecismo de Astete, textos que debían leerse y repetirse,
generalmente en voz alta y forma colectiva. Al producirse la Revolución de Mayo... a lo sumo, aparecieron “catecismos
patrióticos”, pero las escenas de lectura concretas no variaron”. (Cucuzza, R. y Pineau, P., 2000, 25)
3
Existe abundante bibliografía acerca del denominado “espíritu del Centenario” y su proyecto de “argentinización”. El
papel de la educación, la historia, la geografía y la literatura argentinas, la recuperación de una tradición nacional y la
defensa de la “lengua patria” es remarcado por todos ellos. Ver especialmente Romero, 1976; Sarlo y Altamirano, 1980;
Quatrocchi Woisson, 1995; Devoto, 2002 y Dalmaroni, 2006.
indispensable en la conformación de identidades nacionales se vuelve un derecho y un deber de los ciudadanos

desde fines del siglo XIX y a lo largo del XX en nuestro país.

Los debates “en torno al criollismo”, la literatura gauchesca, el cocoliche, “el idioma nacional de los

argentinos”, prosperan a veces en forma virulenta en los círculos letrados de entonces, exhibiendo cuestiones

ideológicas y fundando los primeros nacionalismos. En este marco, Ernesto Quesada, miembro de la

Academia, del Ateneo, partícipe en la fundación de la cátedra de Literatura Argentina (Terán, 2000: 207-287),

a partir de un minucioso relevamiento de literaturas “marginales” y sumamente consumidas a nivel popular,

escribe su famoso ensayo El “criollismo” en la literatura argentina (1902), donde llama la atención sobre el

peligro que corría el idioma nacional, el español, si se dejaba corromper por esa “jerga gauchi-orillera-

cocoliche”. En su defensa estaba la escuela que lograría consolidar una verdadera unidad lingüística a partir de

la enseñanza de la literatura argentina.4

El campo de la lectura, y especialmente el de la lectura literaria, aparece entonces como un espacio que

la escuela debe colonizar, con el fin de formar lectores que sepan qué y cómo deben leer, con el fin de “ salvar

la lengua patria” y a partir de allí consolidar “la argentinidad”, como propone por ejemplo Ricardo Rojas a lo

largo de toda su obra.

Muchos de los intelectuales de entonces pensaron que el fortalecimiento de las humanidades y el

recurso a la historia en la enseñanza escolar serían los caminos que la educación argentina debía recorrer, en

medio de un país cambiante, sacudido por la inmigración. 5 Así, la escuela se propuso enseñar a leer en

argentino y difundir en estos nuevos lectores la literatura nacional. Sin embargo, esta tarea no se cumplió, ya

4
En un país como el nuestro, de índole exageradamente cosmopolita, donde ideas y costumbres andan en
revuelta confusión, es deber de los cultores de las letras salvar el lenguaje literario –el cual, precisamente, es el
depositario del espíritu de/ la raza, de su genio mismo-, de la contaminación y corruptela de aquel entrevero de gentes y
de idiomas; de ahí que sea menester que, por sobre nuestro cosmopolitismo/ se mantenga incólume la tradición
nacional, el alma de los que nos dieron patria, el sello genuinamente argentino, la pureza y gallardía de nuestra lengua.”
(Quesada, 1902: 228-230)

5
Refiriéndose a esto, afirma Halperín Donghi (1987): “...la conciencia de pertenecer a una comunidad nacional se
está desvaneciendo junto con la identificación con un Estado que es cada vez menos la expresión política de ésta. La
reordenación de la lucha política debe entonces complementarse con una vigorización del sentimiento nacional inducida
por el Estado de modo primordial aunque no exclusivo mediante el adoctrinamiento escolar (...) / El nuevo
nacionalismo, lejos de presentarse como una ideología antiinmigratoria, se propone como la adecuada a un país que
debe reconciliarse con las transformaciones demasiado rápidas que ha sufrido.” (226-228)
que si bien se alcanzan índices de alfabetismo importantes, no se logra "formar lectores" que consuman la

literatura nacional que las elites intelectuales de entonces se proponían difundir.6

Este distanciamiento entre lo que la escuela pretende lograr y lo que efectivamente logra, con respecto a la

lectura, se evidenció desde los inicios de la educación pública, laica y gratuita en nuestro país. 7 La literatura

como materia escolar se va construyendo desde su nacimiento como un campo en el que se debe intervenir, ya

que se trata de una práctica que produce subjetividades con habitus propios. La forma en que se inician las

relaciones entre literatura, lectura y escuela dejará una marca poderosa en toda la historia siguiente. Si bien no

es el objetivo de este trabajo realizar una historia detallada de la lectura en la escuela argentina, sí podría

afirmarse que a partir de ese origen, los proyectos por implantar un modo de leer se suceden: leer para

construir una devoción revolucionaria durante la primera mitad del XIX; leer para forjar ciudadanos

argentinos, receptores de la literatura nacional desde fines del XIX y hasta avanzado el Centenario; y luego,

leer para adherir a los distintos sistemas políticos que tuvieron lugar a lo largo del siglo XX. La lectura en la

escuela era un espacio en el cual volcar nuevos "catecismos" políticos, difundirlos, inculcarlos para forjar

modelos de consumo literario y también social. A pesar de las profundas diferencias de cada uno de los

proyectos políticos que gobernaron nuestro país a partir de la implantación de la escuela pública y obligatoria,

todos tienen en común el hecho de considerarla un dispositivo valiosísimo en la constitución de las

subjetividades nacionales. Así, intervinieron principalmente en el campo de los estudios humanistas y

literarios, promoviendo lecturas y censuras, inclusiones y exclusiones, modos de leer legitimados y

condenados.8

6
Adolfo Prieto explica que la implantación de la enseñanza extensiva propulsada a partir del Centenario ciertamente dio
sus frutos en un notorio desarrollo de la alfabetización, pero esto no significó un acercamiento del público a los libros
literarios, y menos aún los nacionales, como se había pensado que sucedería. Al contrario, el surgimiento de diversas
publicaciones populares como diarios, revistas, folletines no hizo más que atrapar el interés lector del público y alejarlo
en forma tal vez más definitiva del contacto con la literatura consagrada. Afirma Prieto: "En los momentos en que se
vislumbraba por un lado la profetizada etapa de la lectura habitual para todos los sectores de la población, comenzó a
ignorarse el nombre y la obra de los escritores argentinos.” (Prieto, 1956: 75)
7
Al referirse a las relaciones entre la literatura y la escuela, Graciela Montes (1999) habla de “ilusiones en conflicto” y
realiza un interesente estudio de las operaciones que se ponen en marcha para institucionalizar y domesticar los textos
literarios.
8
Un interesante recorrido por la historia de la enseñanza de la literatura en nuestro país puede verse en Bombini,
2004.
Señala Remo Ceserani (1986), refiriéndose a la enseñanza de la literatura en los liceos italianos, que a lo

largo de la historia se evidencian dos tendencias: la humanista y la historicista. Si analizamos lo que ha

ocurrido en nuestro país, podríamos llegar a la misma conclusión. Dentro de la primera línea, señala este autor:

Los textos literarios… o son completamente ignorados en su dimensión y funcionalizados para la


educación del idioma... o son aparentemente exaltados y valorizados pero, en realidad, usados para
operaciones de formación moral. Este es el engaño del viejo, muy noble pero ya obsoleto modelo de la
educación humanista: en ella la literatura era todo, era filosofía, ética, ciencia, historia. Pero para lograrlo
debía renunciar a cualquier especificidad, disolverse en la elocuencia, bella escritura, oropel. Lo bello se
transformaba en lo bueno, lo verdadero. (90)

Esta forma de leer literatura se vuelve así una práctica alienada, que condiciona lo que hay que leer, cómo

y para qué hacerlo. Los textos literarios pueden enseñar a escribir, pueden defender el idioma de la

contaminación y los cambios que lo amenazan, pueden transmitir valores éticos para formar al pueblo de

acuerdo con determinado modelo. Para que esto sea posible sólo hay que saber elegir y recortar, proponer

fragmentos que son ideales para enseñar contenidos retóricos o gramaticales, explicar cómo se interpreta

determinado recurso, imponer ciertos modelos de “análisis literario”. Por su parte, dentro del paradigma

historicista, dice Ceserani, “la literatura se usó como soporte y ejemplificación de una reconstrucción

absolutamente ideológica de la historia nacional.” (92). Nuevamente la lectura literaria en la escuela es usada

con fines que no se relacionan con la formación estética ni literaria, ya que se considera a estos textos como

una zona desde la cual se puede operar sobre los ciudadanos/alumnos, en vistas a ciertos objetivos políticos. El

caso más emblemático en nuestro país es del Martín Fierro y las diferentes lecturas que se promovieron a lo

largo de la historia.

Estos modos de abordar la lectura y la literatura en el ámbito escolar estructuraron los caminos posibles

para acceder a los textos. Se acude a ellos con determinados propósitos y para determinados fines. En función

de ese objetivo se seleccionan, se ordenan y se establece qué buscar en ellos y cómo hacerlo. Se cristaliza así

un corpus, un modelo de consumo literario, una forma institucionalizada de leer.


Nuevos paradigmas: una didáctica social de la literatura

La crisis del modelo didáctico basado en la historia de la literatura tiene varias décadas. Ya en 1969 Barthes

(1994) planteaba sus tres propuestas para la enseñanza de la literatura:

Yo veo tres reformas posibles inmediatas. La primera sería darle la vuelta al clásico-centrismo y hacer la
historia de la literatura de adelante atrás... (...) Segundo principio: sustituir por el texto autores, escuelas y
movimientos. (...) Por último, el tercer principio: a toda costa y en todo instante desarrollar una lectura
polisémica del texto... (57-58)

En su planteo quedan involucradas la conformación del canon escolar, la redefinición del objeto de

estudio y la manera de leer el texto literario. Casi cuatro décadas después, las mismas cuestiones siguen siendo

objeto de polémicas, tal vez por sus profundas implicancias ideológicas.

La cuestión del canon puede ser reducida, desde una perspectiva monumentalista de la literatura, a la

definición de una lista de obras y autores-faro que parecen insoslayables para una codificación de la literatura.

Beatriz Sarlo, en una entrevista ya citada en este artículo, dice:

Quizás sea optimista o simplista, pero no me parece que en el caso de la literatura argentina el problema de las
obras a comunicar sea tan grave. No me cabe la menor duda de que hay que leer el Facundo y el Martín
Fíerro antes que leer a cualquier escritor menor del siglo XIX. Su significación para el debate público en la
Argentina atravesó todo el siglo XX, no sé si atravesará el XXI, pero leyendo el Facundo y el Martín Fierro se
puede poner frente a los chicos todo el debate público del siglo XX. Tampoco tenemos una literatura con miles
de escritores. Obviamente, la escuela tiene que comunicar a Borges, a Cortázar, a Bioy Casares, a Silvina
Ocampo. (35)

Pero esta opinión, que tiende a naturalizar y no a problematizar la cuestión, da por sentado que la

operación didáctica consiste en poner a los adolescentes en contacto con la literatura más legitimada, y soslaya

la dificultad que plantea el acceso a la cultura letrada para los alumnos que constituyen una mayoría: la que

carece de capital simbólico, tanto por su origen familiar y social cuanto por su pertenencia a una sociedad

iletrada, cuando no, directamente, a un ghetto lingüístico, lo que torna a los textos ilegibles para las nuevas

generaciones de lectores. Se plantean, entonces, dos caminos: se puede optar, como de hecho ocurre en

muchos casos, por sustituir esos textos por otros de menor complejidad, o se puede abordar la tarea de

volverlos legibles para los jóvenes, a través de una ardua mediación del docente.
En las antípodas de la postura de Sarlo, el docente y teórico inglés Charles Sarland (2003) propone la

literatura masiva como la vía de acceso ideal para la formación lectora de los adolescentes:

La ficción popular encuentra una audiencia muy amplia porque recurre a los conocimientos comunes
sobre el mundo y otros textos. Estos muchachos se valen de las expectativas del género, de la semántica del
simbolismo con que se hacen las presentaciones, y de los conceptos de autoría y consistencia autoral para
ayudarse a producir sentido. Y la referencia intertextual específica (...) a las películas de terror recurre a
información que es importante en la cultura de muchachos de 14-15 años. Los clichés, sean lingüísticos o
narrativos, están (...) repletos de información cultural, y yo creo que el hecho de alentar a los muchachos a
que los desentrañen proporcionaría a los maestros y a los propios alumnos una ventana única tanto hacia su
cultura como hacia la manera en que el texto en cuestión gira en torno a él e interactúa con él, permitiendo
así a los lectores que construyan el significado. (144-145)

Sarland connota positivamente la noción de clichés, en tanto elementos que facilitan el reconocimiento del

género y de los códigos culturales que lo caracterizan, así como el establecimiento de relaciones intertextuales,

casi siempre con filmes que son populares entre jóvenes y adolescentes. Pero también –y aquí se termina de

configurar la matriz ideológica de su planteo- encuentra en la literatura masiva las claves de una cultura que es

la de sus alumnos. Su preocupación no se centra en el acceso de los adolescentes a la cultura letrada, con la

que no existirían “repertorios comunes” que permitieran la construcción de sentidos, sino que apunta a

proponer experiencias de lectura fuertemente sesgadas por el medio socio -cultural en el que se desempeña:

escuelas suburbanas, atravesadas por las problemáticas de la violencia, la discriminación racial, la pobreza,

etc. En este contexto, se propone lograr una “respuesta” de los alumnos a los textos, basada en la

identificación de repertorios comunes entre textos y lectores, atribuciones de sentido que se generalizan dentro

de una determinada comunidad lectora.

Por el contrario, un grupo de investigadores de la Universidad del Comahue, dirigidos por María Elena

Almada (1999), después de explorar las representaciones que sobre el texto literario tienen docentes y alumnos

de las escuelas de la región, llega a estas conclusiones, en relación con la “poética incorporada” con la que

leen los egresados de la escuela básica:

Tal poética, construida como virtualidad, es la que determinará las condiciones que estos lectores
empíricos exigirán a los textos concretos, conforman el deber ser (...). Entre esas exigencias, podemos citar, el
pedido de muchas acciones, estructura canónica y un final cerrado. (...). Se produce entonces el encuentro
entre la poética y el texto esperado, como dice Bourdieu, "la coincidencia feliz del habitus y el mundo." (...) es
evidente la presencia de otros modeladores secundarios (Lotman) como la religión y otros discursos sociales
que guardan con la literatura relaciones de proximidad.
"Todos estos elementos se amalgaman y se inter - influyen para determinar ciertos modos de percibir la
literatura (...) Creemos que esta construcción es sólida y coherente con la matriz de lectura que la escuela
inculca: fragmentaria, inmediata, utilitaria, reproductiva, unívoca, indiferente al trabajo con el discurso,
desconocedora de las zonas de indeterminación (Ingarden), de los espacios vacíos y de los silencios textuales.
(4-5)
Obviamente, la idea que subyace a estas conclusiones es la de que la escuela debería enfrentar a los

alumnos con un corpus literario que constituiría, por así decirlo, lo otro, en relación con las representaciones

que ellos tienen sobre la literatura y con sus modos de leer. Esta operación soslayaría, en su propósito de

formar lectores, aquellos materiales que constituyen el habitus con el que se manejan los alumnos, para

sustituirlos, creemos, por textos de mayor complejidad, apostando a la impregnación con una literatura

legitimada.

Si pasamos de la consideración de las cuestiones vinculadas con el canon a las que se refieren a las

intervenciones didácticas en las situaciones de lectura literaria, vemos que también en este punto se viene

gestando en las últimas décadas una problematización de las prácticas naturalizadas. Se trata de un

interrogante que supone una pregunta previa, la que se refiere a la enseñabilidad de la literatura, cuestión que

nos remite –una vez más- a Barthes (1992). La dificultad, como señala Bombini (2001), surge del cruce entre

el discurso literario y el discurso didáctico, campos difíciles de articular y que mantienen entre sí relaciones

complejas, signadas por los desencuentros. Uno de ellos tiene su origen en el usufructo que la escuela ha

hecho de la literatura para fines didácticos y que ha llegado a diluir la especificidad de lo literario, primero por

su uso como texto moralizante y modelizante y, más recientemente, por su inclusión como uno más de los

discursos sociales que circulan en la institución escolar. Por otra parte, otro aspecto de la tensión entre ambos

campos lo constituye la deuda que mantiene la teoría literaria con la didáctica de la literatura, el brillo de una

ausencia que se manifiesta en la escasísima producción vinculada con los problemas de la enseñanza. La

cuestión, dice Bombini, no se resuelve con realizar una traducción de la teoría apta para uso escolar, sino que

se trata de diseñar proyectos de investigación interdisciplinarios, focalizados en problemas específicos y con

estudios de campo sobre un contexto determinado.

La escuela tiene el compromiso de formar lectores y de configurar representaciones sobre la literatura.

Se trata de una responsabilidad pedagógica y social, en tanto el ámbito escolar constituye para la mayoría de
los sujetos la única oportunidad de entrar en contacto con la literatura y apropiarse de ella como consumo

cultural y fuente de disfrute y enriquecimiento personal. Este contacto debería producir efectos en las

subjetividades que perduraran más allá del período de permanencia dentro del sistema escolar. Es obvio que

estos objetivos no se logran.

Louise Rosenblatt (2003) señala que el fracaso de la escuela en la formación de lectores de literatura

está vinculado con el modo de leer los textos. Su descripción de las prácticas más comunes en los colleges y

universidades norteamericanas nos resulta familiar, ya que no difiere mucho de las intervenciones didácticas

que podemos observar en nuestras instituciones. Dice esta autora: “Al maestro le interesa lograr que el alumno

‘vea’ en la obra literaria lo que hizo que otros la consideraran significativa. Si el alumno mismo lo ‘siente’ es

algo totalmente distinto, y raras veces se lo tiene en cuenta.” (83-84)

Es decir, que lo que esta autora pone en escena es la cuestión de la anulación de la experiencia

subjetiva de lectura, debida a una serie de dispositivos didácticos que la obstaculizan, el primero de los cuales

sería la guía de lectura proporcionada por el docente. La guía prescribe cómo se debe leer el texto, qué se debe

observar en él, cuál sería la interpretación pertinente de acuerdo con la opinión del docente, con lo que dicen

los manuales o la visión cristalizada de la crítica sobre el texto en cuestión. Rosenblatt propone respetar una

primera aproximación al texto, si se quiere ingenua, aunque a veces no lo es tanto. Luego, se trataría de crear

un espacio intersubjetivo para la confrontación de las lecturas realizadas y la producción grupal de sentidos.

Recién en última instancia el docente proporcionaría elementos del metalenguaje del análisis, aproximaría

algunas lecturas críticas, establecería relaciones intertextuales, para complejizar y enriquecer la interacción de

los alumnos con el texto y entre pares.

De otro modo, el tipo de lectores que se va construyendo, o bien se aleja de la lectura literaria en

cuanto esta deja de ser obligatoria, o bien, si continúa frecuentándola debido a su opción profesional –como

en el caso de los alumnos de Letras- mantiene una actitud heterónoma frente a los textos. Es decir, se siente

incapaz de comunicar su experiencia de lectura o de manifestar una opinión si no se puede apoyar en un

aparato crítico que lo autorice.


Actualmente se están desarrollando algunas líneas de pensamiento, fuertemente sesgadas por la

investigación etnográfica, que permiten profundizar en el problema de la intervención didáctica. Una de ellas

es la que corresponde a Jean-Marie Privat (2001), que cuestiona el rol de la enseñanza de la literatura,

entendida como una práctica que no se problematiza a sí misma y que descansa en el convencimiento de que la

formación de lectores se desprende de un modo natural del valor de las obras literarias que se le ofrecen. Dice

Privat: “Esta concepción carismática de la literatura y esta concepción mágica de su apropiación no resisten la

prueba de la realidad cotidiana de las clases ni (...) las observaciones de los sociólogos y etnógrafos de la

cultura.” ( 48)

Privat, en coincidencia con Sarland, cuestiona el reduccionismo de la representación que la escuela

tiene sobre los lectores: no son solamente alumnos, también mantienen con la literatura una relación juvenil y

popular. El eje de la cuestión se trasladaría, entonces, a la relación entre el objeto y el lector. El rol del docente

se transformaría, entonces, en el de un mediador que busca interesar a los jóvenes en la lectura y encontrar

placer en ella. Propone una relativa “desescolarización” de la lectura, para aproximarla más a la actividad de

las bibliotecas, talleres, y otros espacios donde las prácticas de lectura no están tan comprometidas con lo

pedagógico sino, más bien, con la exploración libre y desprejuiciada de un corpus amplio y variado.

Del aporte de la sociología y de la etnografía surgen consecuencias didácticas que se podrían resumir

en la atención a tres puntos:

1. Las competencias culturales, cuyos modos de adquisición son inconscientes, deberían hacerse

explícitos y ser objeto de aprendizajes metódicos.

2. Las creencias sociales, por ejemplo, en relación con la importancia y el interés de las ficciones

literarias, que son condicionantes del placer estético.

3. Los actores culturales y su lógica específica y cambiante, que los predispone de diversos modos –en

lo social y en lo personal- para entablar relación con la cultura alta.

En la perspectiva de Privat, la práctica lectora, lejos de estar reducida a una actividad solitaria e

individual, está saturada de sociabilidad, a partir de gestos imitados, discursos y objetos intercambiados,
imaginarios compartidos, valores atribuidos, estrategias aprendidas, a través de redes de socialización formales

e informales.

Es decir, que la concepción de la escuela, centrada en los aspectos cognitivos y textuales, debería

ampliarse a la consideración del lector como sujeto social y a la idea de la práctica lectora como apropiación

cultural. La tarea de formación de lectores implicaría, según Privat, la apropiación de: “...un capital de gestos

codificado, de discursos técnicos de saberes especializados, de costumbres culturales específicas exigidas por

el campo lector. Construir esta competencia y esta familiarización supone multiplicar y diversificar las

situaciones de interacción entre libros y lectores.” (55)

En diálogo con la propuesta barthesiana de “darle la vuelta al clásico-centrismo”, Privat propone

“volvernos nosotros mismos el centro de esta historia”. (57) Para ello, es necesario lograr que cada lector

desarrolle una mirada reflexiva sobre su propia dinámica de lectura, sus recursos y sus límites, y,

paralelamente, identificar las características de la comunidad de lectores con la que se trabaja. Los jóvenes

lectores tienen modalidades compartidas con el lectorado popular; por ejemplo, su relación ingenua con las

novelas, que los lleva a superponer ficción y realidad -durante el tiempo de lectura- y su seducción por la

intriga. Ante esta relación con los textos, el docente debería tener el suficiente tacto como para no pretender

sustituir abruptamente este modo de leer por una lectura culturalmente legitimada y prestigiosa, que renuncie

a priori al interés principal por la trama en aras de un distanciamiento teórico y crítico. El riesgo que se corre

es el de destruir un pacto de lectura y transformar lo que podría ser un interés difuso en resistencia por parte

de los incipientes lectores, resistencia que suele enmascarar la pérdida sufrida en su autoestima. Se trata de

medir la distancia cultural y de preservar la diferencia para no ejercer sobre los alumnos una violencia

simbólica.

También coincide Privat con Sarland en la valoración del cliché o estereotipo. Las obras

semióticamente menos complejas y más estereotipadas, artefactos cuya “fábrica” es más visible, tendrían un

valor pedagógico, en la medida en que facilitarían el reconocimiento de tópicos y procedimientos de escritura.

La consigna es: antes de incitar a la lectura culta, simplemente, alentar a leer. La apropiación de los textos –y

de los gestos- de la cultura legitimada es un trayecto personal y grupal que requiere de una mediación
constante pero gradual. Los obstáculos que se presentan en este proceso deben ser objeto de una interrogación

crítica del docente acerca de sus propias prácticas. Pero para eso es necesario que sea consciente de que él

mismo forma parte del campo lector y pueda relativizar su propio discurso.

Es evidente que la lógica de los modelos didácticos de matriz sociológica otorga una gran relevancia a

la forma en que el docente interactúa en el triángulo conformado con los alumnos y con los textos. No se trata

sólo de relativizar su discurso, sino también de desarrollar la capacidad de escucha. Los lectores menos

expertos tienden a dar cuenta de su experiencia de lectura cuando se sienten habilitados para hacerlo. Una

escucha atenta por parte del mediador estimula la participación en la construcción grupal de sentidos.

En este sentido, Cecilia Bajour (2005) describe a la postura de escucha en el docente como atravesada

por la tensión entre los hábitos en los que hemos sido formados y la necesidad de suspender los prejuicios

acerca de lo que el texto “debe” significar para los lectores y habilitar nuevas lecturas, surgidas del

pensamiento divergente que, bajo ciertas circunstancias, es posible estimular en ellos. A su vez, esas nuevas

miradas sobre los textos generarán, en el mediador, interrogantes teóricos, interacciones de saberes, nuevas

aproximaciones a los textos y a las experiencias empíricas de lectura.

Dice Bajour: “Desde esta visión dialógica de la escucha, podríamos afirmar que se trata

fundamentalmente de un vínculo de dos conciencias que se reconocen. Sobre todo, lo que importa en la

relación pedagógica es la forma en que el que escucha atiende a las circunstancias únicas y particulares en las

que una voz, la voz escuchada, tiene lugar.” (5)

La literatura, como discurso caracterizado por la polisemia y la densidad formal y semántica, es

facilitadora de una especial relación con el conocimiento. Obviamente, esta productividad intrínseca de los

textos literarios está condicionada no sólo por la actitud del mediador, sino también por la índole de los textos

elegidos. Muchos de los que circulan en la escuela han sido escritos apuntando a una lectora unívoca y a un

lector poco dispuesto a colaborar en la construcción de sentidos.

Pero en lo relativo a las características de los textos elegidos por el mediador, nuevamente los caminos

parecen bifurcarse a partir de la controvertida cuestión del cliché o estereotipo. Mientras que, como hemos
visto, Sarland y Privat le otorgan un valor pedagógico o una función iniciática en relación con la formación de

lectores, Bajour se inclina por textos de mayor complejidad, que problematicen la lectura de los lectores

incipientes. En ese sentido, comenta: “La elección de textos que desafían de distintas maneras los sentidos

cristalizados o la tendencia al estereotipo es un camino para que las voces diversas aparezcan y sean tenidas en

cuenta.” (6)

Más allá de la divergencia observada, es evidente que un nuevo panorama se abre para la didáctica de

la literatura, a partir de la consideración de la lectura como práctica que se despliega en una dimensión social:

construcción grupal de significados, instalación de un espacio intersubjetivo para la acción del mediador y los

lectores, consideración de los habitus que nos invisten como lectores frente a nosotros mismos, pero también

ante la consideración de los otros, problematización del canon y de las formas de leer en función de los valores

y creencias de las diferentes comunidades lectoras. Todo ello nos indica que hemos recorrido un largo camino

desde los tiempos en que la imagen del lector era la del náufrago solitario. A la clásica pregunta sobre qué

libros te llevarías a una isla desierta, valdría responder que ninguno. Leer es otra forma de la sociabilidad.

Una cartografía escolar

El recorrido de esta cartografía nos puede llevar a lugares diversos porque la lectura es un mapa

complejo, pero es inevitable hacer opciones, discutir enfoques y revisar las prácticas. Las escuelas, como se

verá en adelante, son escenarios en donde cotidianamente los actores leen. Fueron seleccionadas cinco escenas

de lectura registradas en marcos institucionales diversos que atraviesan el camino lector antes de ingresar al

Nivel Superior.

Escena I
Una alumna leyó el libro Viaje en globo de Silvia Schujer (1998).9 Para ella no se llama así, es "el de

Martín", es un libro conocido y querido. Este texto traiciona la linealidad del renglón y empieza por donde

quiere, o sea que el lector tiene que buscar el inicio, así que pregunta: " ¿Por dónde empiezo?", a lo que la

docente responde con otra pregunta: "¿Qué te parece?, ¿buscamos juntas?". La inquietud de la niña es

importante y la lleva a poner el libro de la manera más cómoda para seguir las letras que están en imprenta

mayúscula, fuera de lo convencional, a modo de caligrama.

La pequeña lectora responde a las reglas de la escritura y no tanto de la ilustración porque está

desafiando las letras. Precisamente, ante el desafío de la "ch" en la palabra "corchos" tambalea, pero la imagen

la ayuda a reponer el sonido que se repite en "chicles" y entonces con seguridad continúa.

La mediadora intenta intervenir, leer, pero ella rechaza la ayuda, en principio, porque está leyendo un

cuento en el que el niño está bien posicionado, ella conoce la historia, su maestra la ha leído varias veces. En

este cuento, el adulto opina entre paréntesis (su mamá y el dentista), no tiene poder, por eso, la lectora capta la

sutileza y es cómplice de los logros de Martín.

Ha superado la inutilidad de la letra "h", pero el conflicto surge con la "ch" y el mismo problema lo tiene

con la "qu", ya que no acepta el silencio de la "u". Está construyendo sus hipótesis pero no lo puede hacer sola.

Sus conflictos son los de quien estando alfabetizado y comprendiendo lo que lee, debe desentrañar los desafíos

del código, como en la palabra "recién", cuando el sonido la desestabiliza y ella pregunta con la mirada, es el

momento de la intervención didáctica, el docente se ríe, ellos se ríen de una letra "tan complicada". Como

señala Yolanda Reyes (2005):

No es fácil, por ejemplo, saber que la Q necesita de la U antes de la E para que suene QUE, pero que si
hacemos el mismo truco con Q, la U y la A, ya no nos funciona igual. No es fácil acordarse siempre de
que la H es muda; tampoco es fácil querer conocer todo el contenido del cuento que aparece en la página
del libro y tener que resignarse, con una paciencia infinita, a leer un renglón, invirtiendo en ello una
cantidad del tiempo que podría invertirse en jugar (26)

Hay palabras o carillas que la niña no lee. Lee la imagen porque está cansada, el trabajo es pesado y la

ilustración ofrece otra lectura que no le impide cortar el relato aunque algunas partes sean confusas para el

9
A es una niña de poco más de cuatro años que lee en compañía de un mediador que es su maestra de sala de cuatro.
lector incipiente.10 Respecto de la trama, la lectora no sabe qué decir cuando el personaje construye con el

chicle un globo con un piolín y se remonta, entonces mira a su maestra, una mediadora entrenada en los

silencios y en la escucha necesaria y adecuada - en el sentido de Bajour-, pidiendo confirmación de su duda.

Ella le lee unos fragmentos para que la pequeña descanse y disfrute de la historia en su voz.

Esta escena primaria y escolar de lectura supone los gestos propios de la práctica lectora que es tan

íntima como social, porque el proceso que lleva hacia la soledad del lector está imbuido de otras miradas,

discursos y valores copiados o compartidos; palabras, voces y sentidos que flotan en la intersubjetividad que

señalan más arriba Rosenblatt y Privat.

Escena II

La docente lee el cuento "El problema de Carmela" de Graciela Montes, en Amadeo y otra gente

extraordinaria,11 ya que, durante un cuatrimestre, la propuesta es leer todos los libros de la autora que hay en

la biblioteca del aula.12 Frente a la idea de reflexionar sobre ciertas acciones que la protagonista repite de

distinto modo, el grupo grande habla del título e intentan recordar el nombre de la autora:

Un alumno dice: "¿Quién escribió este cuento?", y otro le responde: "Graciela Montes, ¿no te diste

cuenta?, la que hace cosas con las palabras." Al respecto, la maestra abre el juego, sabe que sus alumnos tienen

la palabra y les da el espacio: "¿Qué quiere decir eso?" a lo que uno responde: "Quiere decir que siempre

transforma las cosas, como en Doña Clementina, que achicaba todo y después lo agrandaba". Ella les

pregunta: "¿Cuál será el problema en este cuento, que es otro diferente y está en otro libro, cuenta otra

historia?" y responden: "El mismo, ¡hace lo mismo!". Se observa que la lectura recurrente de un autor, define

un conocimiento del género, del escritor, construye, en definitiva, una verdadera comunidad de lectores en el

aula (Lerner, 2001).

10
Esa "otra lectura" que ofrecen los libros álbum. Para ampliar: Istvan Schritter, La otra lectura. La ilustración en los
libros para niños. Santa Fe: Lugar Editorial- UNL, 2005.
11
Graciela Montes, "El problema de Carmela" En: Amadeo y otra gente extraordinaria. Buenos Aires: Colihue,
12
Se registra una clase de literatura en tercer año de la Educación Primaria Básica. Esta iniciativa se basa en las
formulaciones de Delia Lerner acerca de construir una "comunidad de lectores " en el aula. A partir de uno de los
quehaceres del lector que es "leer para disfrutar" , se utiliza la estrategia de seguir un autor para compartir la lectura y
poder hablar de sus textos.
La docente, que es la experta, propone un plan de lecturas y luego interviene lo necesario en la

interacción entre pares; pareciera, entonces, que la lectura de niños de ocho años no puede trascender lo literal,

el cuestionario o la opinión superficial, así lo acreditan las actividades propuestas en manuales y libros de

texto y actividades cristalizadas por años en los cuadernos de clase. Sin embargo, en este caso, las

intervenciones infantiles, producto de las "muchas lecturas de un mismo autor", no atienden sólo a lo

superficial, son producto de la posibilidad de construir "un espacio intersubjetivo para la confrontación de las

lecturas realizadas y la producción grupal de sentidos" (Rosenblatt, 2003).

Escena III

En esta otra experiencia de lectura13, los alumnos leyeron La Plaza del Piolín de Laura Devetach

(2004).14 El docente pregunta de qué se trata. El más participativo de la clase hace una síntesis de la novela:

"Se trata de una señora que tiene que escribir una historia y los chicos la ayudan a terminarla". Es un buen

resumen de los hechos y el maestro lo reafirma.

El docente hace una serie de preguntas - guía en forma oral: "¿Dónde comienza esta historia?,

¿quiénes son las protagonistas de la novela?, ¿de dónde vienen?, ¿por qué se muda Celina a Buenos Aires?,

¿en qué capítulo decía?". Durante todo el módulo, principalmente, se utiliza la memoria para recuperar la

historia y los alumnos atienden al modo de operar del maestro: pregunta-respuesta; error-repregunta; acierto-

felicitación. El tipo de intervención docente que se propone es tranquilizador ya que los alumnos confirman

que leyeron la novela y el docente escucha para controlar las respuestas. La construcción de una comunidad

de lectores, donde la palabra respetada y la escucha pedagógica se conviertan en un acto de conocimiento del

otro, está suspendida en este salón: “La pregunta es si la literatura (y podríamos también pensar en los

distintos lenguajes artísticos), tiene algo que produzca una relación con el conocimiento en donde la escucha

pedagógica tiene un lugar especial y deja huellas en quienes son participantes de actos personales y sociales de

lectura” (Bajour, 2005).

13
Una clase de literatura en quinto año de la Educación Primaria Básica. Los alumnos poseen diez años.
14
Laura Devetach, La Plaza del Piolín. Buenos Aires: Alfaguara, 2004
Más tarde un alumno levanta la mano: "A mí me pareció divertida la novela". Pero en este caso no hay

preguntas ni pedido de justificaciones. Se observa que el maestro no logra habilitar la voz de sus alumnos, si

no es bajo la mirada atenta de su pregunta orientadora, las intervenciones que realiza son las del esquema de la

comprobación de lectura, por una parte, o las de la comprensión lectora de la superficie de la novela, por otra.

Escena IV

La docente reparte fotocopias con fragmentos de diarios –el de Frida Kahlo, el de Kafka y algún otro

más- mientras deja los libros correspondientes sobre el escritorio, sin mayores explicaciones. Se forman

grupos. Cada uno tiene un juego de fotocopias, así que optan por elegir a alguien para que lea en voz alta,

mientras los demás escuchan. Pasan 20’ y se hace la puesta en común. La profesora indaga sobre el contenido

de los textos. En algunos grupos se oyen comentarios.

Finalmente, se escucha: “Ah, eran de tres diarios distintos. ¡Con razón! Por eso a veces me parecía que

era un hombre, a veces, una mujer. De repente pintaba, de repente, escribía...”15

Esta experiencia de clase propone múltiples análisis en relación con la lectura y las posibilidades

efectivas de cruzar en el espacio del aula, saberes acerca de los libros y los textos y saberes acerca de lo leído

para construir sentidos nuevos. Esta intervención didáctica, contraria a la escucha pedagógica, se centra en el

rezo de una consigna y los pocos conocimientos que el docente pone en juego a la hora de coordinar una clase

de lectura de diarios íntimos con adolescentes. La docente reparte y luego indaga. No construye el escenario

de la lectura, no da "mayores explicaciones" aunque es la experta; obvia plantear la relación de los libros -

originales-, y las fotocopias, hablar del género discursivo desconocido y de los personajes de esos diarios,

narrar anécdotas, establecer relaciones, reponer conocimientos que sus alumnos no tienen la obligación de

poseer o recordar. Falta introducir la clase y generar, quizás, el deseo de leer, ya que la profesora es quien sabe

acerca de estos autores pero no sabe si sus alumnos saben (Ferreiro, 2001; Carlino, 2005)

Ellos, pasivos, reciben los materiales y leen porque deben dar cuenta de lo leído. Aquí se confirman

varios gestos estereotipados en las prácticas escolarizadas y cristalizadas históricamente en la escuela. El

alumno es receptor pasivo de una consigna de lectura, una práctica que podría ser enriquecedora en el marco
15
Una clase en noveno año de EGB. Los alumnos tienen, por lo menos, quince años.
de una clase con adolescentes se convierte en un proceso de adivinaciones porque lo que falta es la palabra

experta y organizadora del docente que no escucha, y tampoco retoma las intervenciones de los alumnos,

finalmente, para resignificar sus hipótesis más fuertes o los murmullos del aula.

Escena V

La docente ha pedido que lean El lazarillo de Tormes. En esta clase trae una guía para analizar el texto. La

mayoría de los chicos no lo ha leído. Algunos leyeron un par de capítulos. Una chica que parece muy

interesada levanta la mano: “Profe, vos pedís que señalemos los recursos del humor, pero a mí este libro me

parece para llorar...” La profesora le contesta: “Bueno, seguí haciendo el trabajo.”16

En principio, se hace presente la decisión de "enseñar" El Lazarillo de Tormes, la posibilidad de

enseñar a adolescentes en esta época - el registro corresponde al año 2005-, un texto del siglo XVI que suena

así: "Yo por bien tengo que cosas tan señaladas y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de

muchos y no se entierren en la sepultura del olvido". La selección del texto puede relacionarse con diversas

variables: se elige enseñar la historia de la literatura, los movimientos literarios, los géneros, o se estudian

algunos libros y autores de cada país y, entonces, el texto ilustra o describe una noción, un concepto. La

lectura de literatura, en este caso, es de estudio, se elige el estereotipo, y se iguala a las prácticas que se

realizan en otras disciplinas.

En segundo lugar, aunque se optara por algunas de las variables anteriores, la experiencia de lectura

podría no ser sólo de estudio, estereotipada, si el docente se definiera como lector, inclusive "traductor" de un

texto literario maravilloso que se encuentra lejos de los universos de interpretación de la mayoría de los

adolescentes actuales. El lenguaje, el tema, el género del Lazarillo de Tormes no se ubican en la enciclopedia

ni en el imaginario reconocible de los alumnos, por lo tanto, la selección de esta literatura, inicialmente, se

podría habilitar cuando el profesor-mediador se constituye en un animador que acerca este discurso complejo

como todos los literarios a sus alumnos con la certeza de que la lectura del Lazarillo puede convertirse en una

práctica cultural que transformará de algún modo a los lectores.

16
Una clase de cuarto año de Nivel Polimodal. Los alumnos tienen, por lo menos, diecisiete años.
En tercer lugar, la guía para señalar recursos que el docente diseña y propone a partir de su

enciclopedia, de su experiencia personal de lectura o extraída de un manual es un instrumento que, en este

caso, responderán los que no leyeron la novela para cumplir con el pedido del docente y los que leyeron lo

harán a contrapelo de su experiencia subjetiva de lectura: "Pero a mí este libro me parece para llorar". El

recurso y la estrategia docente para esta clase atentan contra los objetivos a largo plazo de formar lectores

autónomos, lectores de literatura que puedan experimentar el deseo más allá de la guía:

Es necesario que el joven tenga la oportunidad y el valor de enfocar personalmente la literatura, de permitir
que ella signifique algo para él directamente. La situación del salón de clase y la relación con el maestro
debería crearle un sentimiento de seguridad. Habría que hacerlo sentir que su propia respuesta a los libros,
aunque pueda no parecerse a los comentarios críticos típicos, es digna de expresarse (Rosenblatt, 2003)

Por último, todos los alumnos tienen derecho a ser escuchados. El lugar del docente que no escucha es

el lugar del poder, de quien seguro en su lugar no promueve al otro, no habilita su palabra: "En esto tiene un

lugar importante la intervención del mediador cuando posibilita que algo interesante suceda en la lectura

colectiva de un texto. ‘Levantar’ un comentario de un lector supone una actitud de escucha que a su vez es

formadora de escuchas" (Bajour, 2005)

Conclusiones

La subjetividad de los lectores frecuentemente queda alienada en los discursos ajenos sobre la lectura. Pero

entre las redes que pretenden atrapar la práctica lectora y encorsetarla dictaminando qué hay que leer, quiénes

deben hacerlo, cuándo y cómo, surgen prácticas (más o menos legitimadas), cortes, escapes, trampas que

liberan y construyen operaciones nuevas (a veces inesperadas, a veces planificadas) y diseñan estrategias

capaces de desatar ese compacto tejido de imposiciones.

Estos movimientos que se insinúan podrán consolidarse si la mirada sobre el campo lector se amplía para

hacer circular los aportes de disciplinas como la sociología y la etnografía. Desde esta perspectiva, los lectores

dejan de ser una abstracción para convertirse en sujetos de una práctica social, a la que atribuyen diversos

valores y significados de acuerdo con sus competencias culturales, con sus creencias sociales, con su historia

personal y grupal.
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