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Delgado Suárez Iván Tarea tres

Voz narrativa y lugar común


La cárcel del amor
José Alejandro Castaño

Para los reclusos, el pabellón de las mujeres no es el infierno. Ellos prefieren llamarlo
“El cielo” y cada uno tiene una razón distinta, a veces la misma.

A fuerza de la proximidad de unos y otros, apenas separados por una reja metálica, la
dirección de la prisión se ha ido convirtiendo en una suerte de oficina de parejas. Los
mayores líos para su director no son fugas, o motines, o riñas, o intentos de suicido,
nada de eso. Son las solicitudes de los internos enamorados que piden verse. Se trata
de un difícil asunto porque, aunque los presos tienen derecho a encontrarse y a tener
visita conyugal cuando deciden hacerse pareja, el director debe asegurarse que no
tengan otros noviazgos en la prisión antes de otorgarles el permiso. La vigilancia de
esa delicada cuestión mantiene en cero el número de motines o peleas. Sí, Casa
Blanca es la cárcel del amor.

... besos robados Wilson Bejarano es un payaso sentenciado a cinco años. Ahora es el
locutor de la emisora de la prisión. Los enamorados le mandan papelitos para que los
lea en el programa de las dedicatorias. Él admite que nunca antes, vestido con
zapatos rojos y nariz de hule, fue capaz de producir tanta alegría como ahora. “Un
beso a Cindy, que lleva en ella algo que es mío, que es nuestro”, lee el payaso y su
voz se riega por los altavoces de los patios como lluvia.

Después se oyen aplausos. En “El infierno” una mujer ríe feliz.

Se llama Cindy Caterine Díaz, tiene 18 años y dos meses de embarazo. Hace apenas
una semana fue coronada Reina del Verano. Es blanca, con ojos grandes y cabello
negro. El sudor se le acumula alrededor de los labios. En un rato se encontrará con
Édgar Javier Monroy, de 27 años, su esposo. Se verán en la reja, esa pared metálica
que los separa. Una mujer a su lado se maquilla los párpados, después se perfuma el
cuello y las muñecas. No es que vaya a verse con su novio. Tiene cita en el
consultorio médico pero deberá pasar por la reja y sabe que todos la verán. Las
normas son estrictas.

A menos que tengan permiso, ninguna mujer puede detenerse en la malla, pero los
presos juran que casi siempre basta con que pasen de largo. Los hombres tienen
contados los pasos: “18 si pasan a la carrera, 25 si pasan lento. Uno las ve y entonces
les pregunta el nombre y comienza a mandarles cartas. En la cárcel hay que moverse
porque el amor pasa muy rápido”, dice un hombre, condenado a 15 años. El correo
del amor tiene sus propias reglas: las mujeres mandan sus cartas los martes, los
hombres las responden los jueves.

A veces, una interna recibe correspondencia de tres y cuatro pretendientes.

“Sí, ahora sé porqué estás presa por robo agravado. Eres una ladrona. Me robaste el
corazón entero”, lee Elena. La carta tiene un corazón que sangra y un arco iris
pintado con crayolas.

Hay internas que sucumben a ese encanto de verse rodeadas y deciden no entregarse
a nadie. Incluso, sólo para mantener el encanto, se niegan a dejarse ver y firman sus
respuestas con nombres ficticios para que sus enamorados no puedan reconocerlas.
Tras años de encierro saben que la imposibilidad estimula el amor, y en todo caso el
ingenio.

Debajo de los colchones, arriba de zarzos improvisados, en fundas convertidas en


cofres, las internas guardan las cartas recibidas, algunas con formas de barco, de
flores, de aviones, todas metáforas de la libertad hechas en hojas de cuaderno.

“Nos veremos este sábado. La espera es muy larga pero el corazón aguanta.
Quiero que te vengas bien linda. Yo me voy a afeitar”. Hay cartas que no tienen la
caligrafía de quienes las mandan. Se sabe por qué.

“Perdona, yo no sé escribir, pero mi amigo me escribe todo lo que yo le dicto. Él es


Jairo, y también me lee tus cartas mi amor. Él lee muy bien y yo te quiero mucho”.

Wilson Bejarano, el payaso convertido en locutor, conoció a Ana Rubiela en “El


cielo”. Fue amor a primera vista, dice él. Se besaron una tarde que ella pasó por la
reja. Fue un beso robado, sin que los guardias los vieran: en la cárcel no puede ser de
otra forma. Se casaron hace un año en el patio de las mujeres. Ahora él está a punto
de quedar en libertad, pero Ana todavía deberá estar en prisión 26 años. ¿Si casarse
casi siempre supone formar una familia, cuál es la idea del hogar para dos personas
que saben que no podrán estar juntas? La promesa que deben cumplir estos hombres
y mujeres no parece ser ese lugar común repetido aquí y allá, ese de: “Hasta que la
muerte los separe”. Quizás sea, ¿hasta que la libertad los separe? ... y también mamás
que aman Pero no todos los amores de Casa Blanca son, digamos, entre hombres y
mujeres apasionados. A veces la cárcel del amor expresa relaciones impensables: las
de madres e hijos condenados que también se mandan cartas y se espían por la reja
que los separa. Josefa Muñoz cumplió 75 años. Es la presa más anciana del país. Su
apodo no es original, apenas literal. Le dicen “La abuela”. Su hijo, al otro lado del
muro, se llama Luis Alberto Muñoz, todos lo llaman “Peligro”, incluso Josefa.

Ella es pequeña, de metro y medio, calza 34 y lleva el pelo recogido. Su vestido es


anaranjado, sus ojos cafés. Se ríe. Está presa por vender droga, su hijo también.
Cuando ambos fueron capturados, los ladrones destruyeron su vivienda en el barrio
El Popular de Villavicencio, manzana D, casa 12. Ahora tienen permiso para verse en
la reja. Abrazarse es imposible. “Peligro”

acerca la mejilla por los orificios, Josefa estira los labios. Ambos ríen, hablan en voz
baja. Como el resto de parejas pueden encontrarse cada mes, pero antes deben
resignarse a verse así, a cada lado del inmenso muro metálico. Su caso no es único.
Otra mujer, Flor Santiago, se pega a la malla para besar a su hijo Pablo Enrique,
encarcelado igual que ella por lesiones personales. Dicen que son inocentes y que
saldrán rápido. Se miran, alargan los dedos para tocarse. Su encuentro es breve. Un
hombre se acerca a la reja y pide que por favor le describan cómo es la mujer con la
que lleva meses mandándose cartas. Es flaco, de bigote pulido y ojos ansiosos, un
feliz condenado, otro preso del amor.

Personajes:

- Wilson Bejarano

- Cindy Caterine Díaz

- Josefa Muñoz

- Flor Santiago

Tipo de narrador: heterodiegético, el narrador se encuentra fuera de la historia.

La crónica tiene como voz narrativa a un narrador heterodiegético, es omnisciente,


sabe cosas que los personajes no podrían saber, un ejemplo es cuando presenta al
locutor de la emisora de radio el cual lee los papeles que se mandan los prisioneros,
en esa parte escribe la frase “Después se oyen aplausos. En “El infierno” una mujer
ríe feliz”.

Frases comunes:

Identifiqué dos frases comunes en la crónica el primero para hacer una metáfora entre
la voz del locutor y la lluvia: “lee el payaso y su voz se riega por los altavoces de los
patios como la lluvia.” La otra frase común la utiliza el autor para hacer una reflexión
sobre la vida amorosa de los prisioneros la cual es incierta debido a la situación en la
que viven, cambia la frase común “hasta que la muerte nos separe” por “¿hasta que la
libertad los separe?: “la promesa que deben cumplir estos hombres y mujeres no
parece ser ese lugar común repetido aquí y allá, ese de: “Hasta que la muerte los
separe”. Quizás sea, ¿hasta que la libertad los separe? ...”

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