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No había salido aún del Aeropuerto Internacional de Acapulco, cuando sonó, proveniente del

centro comercial que estaba frente a mí, un traqueteo de metralla que me hizo detenerme de
súbito, nerviosa ante lo que creía una nueva matanza por parte de los cárteles del narcotráfico,
que se disputan, como si fuera cualquier saco de boxeo, todo el territorio mexicano, cobrando,
hasta la fecha, la vida de más de dos mil personas. De inmediato, las personas que estaban la
Sala Central del Aeropuerto, también se quedaron rígidas, inmóviles, mirando para todos
lados, visiblemente nerviosas. Un escuadrón de la Policía Federal, portando armas de largo
alcance, y con los rostros cubiertos con pasamontañas negros, atravesó, corriendo, la Sala con
rumbo al centro comercial. En ese momento, otra ráfaga volvió a retumbar en nuestros oídos,
proveniente, de nuevo, del centro comercial. En los rostros de las personas, unos emitiendo
sonidos de exclamación, y otros moviéndose apresuradamente buscando la salida del
Aeropuerto, se veía, al igual que en el mío, un gesto de infinita y dolorosa contrariedad, como
si fuéramos nosotros quienes estuviéramos sufriendo los disparos. Alguien dijo, con la voz
cortada por un espasmo de terror, que no sería raro que el tiroteo hubiera sido perpetrado por
uno de los cárteles del narcotráfico. La aseveración no me resultó exagerada, pues estaba
enterada, por las noticas que leía y escuchaba, que Acapulco, junto con Torreón, Tijuana y
Gómez Palacio, era una de las ciudades no solo más peligrosas de México, sino también de
Latinoamérica, llegando a ocupar, en el año 2010, el segundo lugar, después de Caracas,
Venezuela. En ese momento, retumbó por el ambiente el sonido atronador de varias sirenas,
que me confirmaron que el incidente, en verdad, era grave. Pese a que en la salida del
Aeropuerto se aglomeró una gran cantidad de gente, puede salir de allí sin contratiempo
alguno. Caminé durante algunos minutos, mientras veía cómo de la Entrada Sur del centro
comercial entraban y salían miembros de la Policía Federal, el Ejercito (cuyos soldados
portaban, al igual que los federales, armas de largo alcance) y decenas de paramédicos,
llevando consigo varias camillas de reanimación. Había varias personas apiñadas alrededor de
la puerta, a la que le habían colocado una cinta de seguridad. Del interior del centro comercial,
me llegaban gritos, imprecaciones, sollozos, alaridos que, muy probablemente, emitían
quienes estaban sufriendo el ardor de las balas. Entretanto, seguían llegando más
ambulancias, así como vehículos blindados del ejército, de los que salían soldados vestidos de
camuflado, corriendo hacia el interior del centro comercial. Caminé durante unos minutos por
la Avenida Concepción, bajo un sol de fuego, sintiendo la extraña sensación de que la suela de
mis zapatos no se quería desprender del suelo, como si se estuvieran derritiendo. En la Calle
Álamos, tomé un taxi, a cuyo conductor, un hombre de aspecto bonachón y de tez morena, le
pregunté qué era lo que había pasado. “pues…Señorita…El cártel, usted ya sabe”,  respondió,
eligiendo muy bien las palabras, pero denotando algo de azoramiento en su voz. Demoré un
rato en responderle, pues miré a través de la ventana las ambulancias y los carros de los
federales que pasaban por nuestro lado derecho, encandilándonos con sus instantáneas luces
azules y rojas. El conductor, como sumergido en un profundo sueño, se quedó en silencio, sin
parpadear, agarrando con fuerza el volante. “para Parque Olaya, gracias”, le dije, no para
indicarle hacía dónde me dirigía, sino para despertarlo de su ensimismamiento. “sí, sí, señorita,
disculpe”, masculló, incorporándose sobre el asiento, y dirigiéndome una tímida sonrisa por el
espejo. Arrancó al instante, tomando la Avenida 13 de mayo, hasta el cruce que la conecta con
la Carrera 43, llegando al barrio La Estrella. Mientras esperaba a que el semáforo cambiara,
puede notar que el ambiente en aquel barrio era muy diferente al que en esos momentos se
vivía en el centro comercial. Había gentes en las azoteas de las viviendas, bebiendo cerveza y
escuchando música estruendosamente. Al fondo de un callejón, unos hombres, sin camisa,
disputaban un pequeño partido de futbol, celebrando con gritos cada uno de los movimientos
que hacían. Se veían jóvenes mujeres en las puertas de las casas, fumando y tomando café de
unos pocillos oscuros. Todos ellos eran, en suma, felices, y, al parecer, no estaban enterados
de lo que había sucedido en el centro comercial. Sin embargo, el conductor, como si tuviera el
poder de leer los pensamientos, me dijo: “ahí están, bebiendo, fumando, disfrutando con las
desgracias que le suceden a los demás. Si supieran cuán doloroso es que una bala te atreviese
las carnes, tendrían un poco de respeto por quienes en este momento están muriendo”. El
semáforo cambio, y el carro, emitiendo un ahogado alarido, aceleró, tomando la Carrera 43
hacia el norte. “¿Por qué celebran?”, pregunté, sin mirar al conductor. “La estrella, desde hace
mucho tiempo, es uno de uno de los bastiones más importantes del…Cártel, señorita”.
Sabiendo cuál iba a ser su respuesta, le pregunté, de súbito: “¿cuál cártel?”. El conductor,
volviendo a sujetar el volante con fuerza (pude ver cómo sus azulosas venas se marcaban,
como una delgada cordillera vista desde el espacio), tembló durante unos instantes, moviendo
intermitentemente los ojos. Llegamos a otro semáforo, cuyas bombillas emitían una luz
exánime, a punto de apagarse, ubicado entre las avenidas 1 de abril y Vásquez Rojas. “pues…
Señorita…El Cártel de Jalisco Nueva Generación. O, como les dicen aquí, “Los Matazetas”,
pues, cuando surgieron, eran una filial armada del Cártel de Sinaloa y su objetivo principal era
asesinar a todos los integrantes de Los Zetas”. Me sorprendió la espontaneidad con la que
habló. No solo el tono de su voz habían cambiado, sino también rostro, que ya no estaban tan
tenso. “¿entonces, el CJNG perpetró el ataque?”, le pregunté, claramente interesa por la
conversación. “eh, sí…Sí, yo creo que ellos fueron”, respondió, otra vez con aquel nerviosismo.
Tras unos minutos de silencio absoluto, el conductor me dejó en el Parqué Olaya, en una de
cuyas esquinas había un pequeño hostal, donde iba a pasar mis próximos dos días.

Una señora canosa y de rostro arrugado, me recibió en la entrada del hostal. Le mostré mi
cédula, y sin mirarla, me dijo que mi habitación era la 304, ubicada en el piso tercero, “al fondo
a la derecha”. Sin decirme palabra, me entregó una llave plateada, sujeta por una llavero con
un logo en relieve de la Selección Mexicana de Fútbol. Subí por unas escaleras de madera
carcomida, sintiendo el crujir de mis pies bajo la madera, que daba la sensación de que, en
cualquier momento, se fuera a desmoronar. Abrí la puerta, y cerrándola despacio, con lentitud
(desde que era pequeña, cuando vivía con mi madre en las estrechas casas del barrio Vicente
Blasco Ibáñez, de Madrid, tengo una gran atracción por hacer las cosas lentamente, sin prisa,
gastando todo el tiempo del mundo en ellas. Lo importante, le decía a mi madre, es hacer las
cosas como si sintieras que nunca van a acabar).

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