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Por Alfredo Schwarcz *
Los datos duros que arrojan las estadísticas sobre mortalidad según la edad
de las personas infectadas del coronavirus han transformado a los adultos
mayores (para algunos a partir de los 60 años y más, para otros a partir de
los 70) en un grupo poblacional de alto riesgo. Se impone entonces con
particular fuerza sobre este grupo etario el imperativo del “quedate en
casa” como un modo de cuidarse y cuidara los demás.Más alla de nuestra
condición de individuos con pleno derecho a elegir y decidir sobre nuestras
vidas también tenemos una responsabilidad social frente al conjunto de la
sociedad: cuidarnos es también un modo de cuidar los recursos
sociosanitarios con los que contamos en el país. Si los viejos nos
enfermaramosmasivamente y ocuparamos todas las camas de terapia
intensiva, todos los respiradores disponibles, etc, estaríamos generando un
colapso del sistema sanitario que afectaría al conjunto de lasociedad. Los
equipos de salud en países como Italia y España tuvieron que afrontar este
dilema de las “prioridades” cuando se vieron desbordados por la cantidad
de pacientes infectados que requerían cuidados médicos especiales.¿Quien
tiene más derecho a la vida? ¿Puede o debe ser la edad del paciente un
parámetro a tener en cuenta? Un dilema ético que merece ser pensado…y
sin embargo cuando trasladoeste dilema a mi situación personal y familiar
no tengo ninguna duda en priorizar la vida de mi mujer,la de mis hijos y la
de mis nietas antes que la mía propia.
Ahora bien, dicho todo esto, quiero también llamar la atención sobre la otra
cara de la moneda: existe en nuestra cultura una tendencia a sobrevalorar
la juventud y desvalorizar el envejecimiento y la vejez. Esto lleva a menudo
a conductas negadoras y maníacas frente al paso inexorable de los años y a
una creciente dificultad en aceptar los cambios y ajustes que este proceso
nos exige. Renunciar a ciertas cosas, correrse de lugar, revisar nuestro rol
en el contexto intergeneracional también forman parte de un buen
envejecimiento. En una sociedad que tiende a negar o evitar la temática de
la muerte se hace difícil encarar la necesaria tarea de confrontar con
nuestra condición de mortales. La crisis del coronavirus impacta fuerte en
ese sentido:más allá de nuestra salud personal, la sociedad en su conjunto
nos visualiza como un sector poblacional vulnerable y en mayor riesgo de
muerte. Esta “mirada” se refuerza con la actitud de nuestros hijos que nos
transmiten su inquietud y preocupación por nuestra salud y “vigilan”
nuestras acciones con la buena intención de cuidarnos y protegernos .
Bienvenida esta actitud de cuidado, inclusive por parte del Estado. Cuando
observo la drámatica situación que atraviesan otros países
latinoamericanos hermanos como Brasil, Chile, Perú y Ecuador, no puedo
más que celebrar y rescatar la postura de nuestro gobierno nacional que
comprendió tempranamente la importancia de la cuarentena y colocó al
Estado – resistiendo a las presiones del mercado- en el rol protagónico del
cuidado de la población en su conjunto. Pero para que este cuidado no se
transforme en una sobreprotección paternalista que anule nuestra
autonomía y capacidad de autocuidadorequiere por nuestra parte de una
conducta responsable capaz dereconocer nuestras posibilidades y
limitaciones. Se trata de no minimizar nisobredimensionar los riesgos,
transformando el miedo en una conducta de cautela sobre la base de un
criterio de realidad.
Como vemos son muchos y complejos los dilemas a los que nos
enfrentamos: ¿Cómo compatibilizar nuestros derechos y aspiraciones
individuales con nuestras responsabilidades sociales? ¿Cómo aprender a
convivir con estos nuevos condicionamientos que impone la pandemia?
¿Cómo nos reinventamos? Y finalmente ¿cómo podemos transformar esta
crisis en una oportunidad única para repensar y desarrollar colectivamente
una sociedad más justa y solidaria? Pero las transformaciones no se
producen por generación espontánea. Para que no queden en meras
expresiones de deseo tendremos que promoverlas y consolidarlas a través
de una activa militancia. Y allí estaremos también los adultos mayores
aportando lo nuestro desde una vejez activa y comprometida.
* Psicólogo y gerontólogo argentino. Durante 15 años fue jefe del
servicio de psicología del Hogar Hirsch en San Miguel, Provincia de
Buenos Aires. Actualmente ejerce como psicoterapeuta de adultos y
consultor familiar.