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"LA JOVEN QUE BUSCABA A DIOS"

Vida de la Beata María Elisabetta


Hasselblad
Presentación

Pocos meses después de haber concluido la celebración del primer centenario


de la fundación de la Orden del Santísimo Salvador de Santa Brígida (1911-2011),
por obra de la beata Madre M. Isabel Hesselblad (+1957), es para mí un gran gozo
presentar el primer volumen de la colección “Brigidinas”.

Este libro del dr. Aldo María Valli describe con habilidad la figura de nuestra
amada fundadora, “La joven que buscaba a Dios”, hasta conducirnos a aquella mujer
de fe profunda, que continuó durante toda la vida a buscar el Rostro de Jesús.

Isabel Lo había conocido en el seno de su familia luterana. Al Señor Jesús se


había consagrado totalmente después de haber madurado la vocación a la vida
consagrada después de su entrada en la Iglesia católica.

Ella es nuestra Fundadora, la que ha sabido hacer resurgir en el mundo el


carisma y el mensaje de Santa Brígida con una clara orientación ecuménica para que
los cristianos puedan llegar a ser “un solo rebaño bajo un solo Pastor” (Jn 10,16).

Durante el segundo conflicto mundial testimonió la fuerza de la caridad,


acogiendo en nuestra Casa de Plaza Farnese en Roma a los refugiados y
escondiendo, consciente de poner en riesgo su vida y la de sus hermanas, a algunas
familias de hebreos, a los que exhortaba a no renunciar al propio credo religioso y a
celebrar sus oraciones de cada día. Por este motivo, sea Suecia que Israel, han
querido rendirle homenaje a esta mujer excepcional, concediéndole el honor de la
“Estrella Polar” y de la medalla del “Justo entre las Naciones”.

La que fue denominada “la mujer más extraordinaria de Roma” ha ofrecido la


vida por la unidad, mereciendo entrar en la compañía de los Beatos. Esperamos
ahora, con esperanza cierta, la Canonización de la Madre para que su vida, ofrecida
totalmente al Señor y a los hermanos, pueda mostrar a muchos hombres y mujeres
la aventura de la fe para llegar a la santidad.

Con el corazón lleno de gratitud hacia Aldo Maria Valli por haber sabido
trasmitir los trazos esenciales de Madre Isabel, contándonos las maravillas que Dios
ha obrado en ella a través de su divina Providencia, confío a la atención de cada
lector la presente publicación, para que encuentre la inspiración y la fuerza para la

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propia vida de creyente, y todos podamos dar un paso más hacia el deseo de Jesús
por la unidad.

MADRE M. TEKLA FAMIGLIETTI, O.SS.S.

Abadesa General

Presentación...............................5
01. Dos mujeres extraordinarias................9
02. ¿Cuál es el único redil?..................17
03. Radiante y fuerte.........................21
04. Humildad, obediencia, silencio............27
05. En los lugares de Jesús...................33
06. Más allá del océano.......................39
07. ¡“Yo soy aquel que tú buscas!”............43
08. La primera oración a María................49
09. “Ahora veo todo claro”....................53
10. El gran día...............................57
11. Regreso a casa............................61
12. ¡A Roma!..................................65
13. “Ven y sígueme”...........................69
14. Una sonrisa maravillosa...................73
15. Un santo hábito gris .....................79
16. Tras las huellas de las brigidinas........85
17. España, Holanda, Alemania.................91
18. Un paso decisivo..........................97
19. Nace una comunidad.......................103
20. Regreso a Suecia.........................109
21. En la casa de santa Brígida..............113
22. Un proyecto ecuménico....................119
23. Pasaje a la India........................125
24. Al trabajo por la paz....................131
25. La última estación.......................137
26. Beata por la unidad de los cristianos....145
27. Especialistas del espíritu...............151

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LA JOVEN QUE BUSCABA A DIOS

Quando miro mi vida pasada


me veo como una de esas pequeñas figuras
de madera sobre una mesa de ajedrez,
una de las que tienen poca importancia
y que, no obstante, tienen un lugar.

Maria Isabel Hesselblad

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Advertencia

Para no cansar al lector con una larga serie de notas, precisamos aquí que los
pasajes autobiográficos relativos a la vida de la beata Maria Isabel Hesselblad han
sido tomados de las memorias de la Madre, y precisamente del volumen Memorias
autobiográficas de la beata Madre Maria Isabel Hesselblad (1870-1957) fundadora
de la Orden del Santísimo Salvador de Santa Brígida, Casa General, Casa de Santa
Brígida, Roma 2000.

Por lo que se refiere a las revelaciones de Santa Brígida, las citas han sido tomadas
de ‘Lo que dijo Cristo a Santa Brígida’. Las revelaciones, San Pablo, Cinisello Balsamo
2002.

Las breves reflexiones de la beata Maria Isabel colocadas al principio de cada


capítulo han sido tomadas de Con amor maternal. Pensamientos de Madre Isabel
Hesselblad, Casa Generalicia, Casa de Santa Brigida, Roma 1979, y de Escucha hija ...
la Madre te habla, a la atención de padre Cristoforo Bove, Casa General, Casa de
Santa Brigida, Roma 1994.

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Dos mujeres extraordinarias

Las palabras espirituales te las he dicho en imágenes


de otra forma no podría entenderlas tu espíritu.
Pero la cosa más admirable es que mi espíritu
es escuchado en tu corazón.

Santa Brígida

Te doy gracias, Dios mio, porque me has concedido


el deseo de la búsqueda. En verdad en mí se han realizado
tus palabras: “Quien pide, obtiene; quien busca, encuentra;
a quien llama, se le abrirà”.

Beata Maria Isabel Hesselblad

Tan distintas, tan iguales

“La mujer más extraordinaria de Roma”. De esta manera el cardenal Rafael


Merry del Val definió una vez a la beata Elisabetta Hesselblad, fundadora de la
Orden del Santisimo Salvador de Santa Brígida. Es una definición significativa, con la
que el noble purpurado español, secretario del Estado Vaticano desde 1903 al 1914,
quiso rendir homenaje a una mujer de carácter y de recursos espirituales
ciertamente no comunes. No obstante, la expresión se demuestra casi reductiva si
se piensa a la vida de Isabel, a sus proyectos, a sus viajes y al alcance no solo
religioso, sino cultural, del proyecto que marcó su existencia e hizo de una simple
joven sueca un testigo del Evangelio y del compromiso ecuménico.

En las páginas que siguen contaremos la historia de Isabel, en muchos


aspectos aventurosa e inquieta, entrelazando necesariamente sus vicisitudes con la
vida y el testimonio de otra mujer extraordinaria, también sueca: santa Brígida,
primera fundadora de la Orden religiosa que Maria Isabel hará florecer juntamente
a la identidad espiritual y al carisma brigidino.

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Brígida e Isabel están separadas por más de cinco siglos de historia y por
notables diferencias, a partir de sus respectivas condiciones sociales, pero también
están unidas de manera indisoluble por un proyecto divino que las ha hecho
protagonistas de un camino singular y precioso, marcado por la total obediencia a la
Palabra de Dios y a la vez por una fuerza llena de creatividad evangelizadora.

Brígida, de origen aristocrático, nace en la Suecia del siglo XIV, cuando la


Iglesia no ha vivido todavía la herida de la Reforma protestante y Europa está
marcada por las trágicas vicisitudes de una época de cambio: la guerra de los cien
años entre Inglaterra y Francia, la crisis de la autoridad papal, el exilio a Aviñón de
los Papas, el azote de la peste negra. A pesar de advertir una fuerte inclinación hacia
la vida religiosa, contrae matrimonio y se convierte en madre de ocho hijos, y propio
en esta dimensión maternal y educativa realiza una parte importante de su llamada
a la santidad.

María Isabel, de origen humilde, nace en Suecia a finales del Ochocientos y


nace luterana, o sea, hija de la reforma, en una nación donde el luteranismo es la
religión del Estado, en una Iglesia no unida y en un continente europeo que está
para abrirse al siglo de las dos grandes guerras mundiales, a la separación de
imperios milenarios y de las matanzas causadas por el nazismo y el comunismo.
Isabel además no se casará y no conocerá otra maternidad que la espiritual.

Si se excluye la común raiz escandinava, los dos mundos parecen, y


efectivamente lo son, muy distintos. Sin embargo, estudiando los dos recorridos, se
descubren infinitos puntos de contacto y se revelan muchas circunstancias,
históricas y espirituales, que hacen a Brígida y a Elisabetta inseparables, como si una
fuera el reflejo de la otra.

El primer aspecto que las une es el impulso místico, que nace de la relación
directa con el Señor pero que no se traduce en una fuga del mundo, sino en un
fuerte lazo entre la dimensión contemplativa y la activa.

Brigida e Isabel están en contacto directo con lo sobrenatural, y lo están en un


modo casi espontáneo, simple y cotidiano, al punto de hacerlo parecer casi
ordinario. Es un vínculo que para las dos se alimenta esencialmente mediante la
oración y la solidariedad con los pobres y los enfermos, dos caminos a través de los
cuales el alma se eleva hacia Dios sin abandonar a la humanidad, al contrario,
poniendose al servicio de quien, sufriendo y siendo repudiado, muestra el Rostro de
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Cristo. De esta manera, para ellas, es normal responder a los deseos del Señor y
hacerlo con todas las fuerzas, poniendose en juego completamente, a pesar de las
limitaciones físicas y las dificultades ambientales.

Ahora veamos el segundo aspecto que tienen en común: la total e


incondicionada disponibilidad de convertirse en instrumentos de un proyecto del
que perciben la extraordinaria magnitud en relación a las fuerzas disponibles y que
sin embargo, para realizarse, tiene necesidad de ellas, de su tenacidad y de su
energía, como demuestran repetidamente, sobre todo, frente a las realidades más
adversas.

Además, y es el tercer punto de afinidad, aún en circunstancias históricas


diferentes, las dos son misioneras de la unidad entre los cristianos, y lo son no solo
en el papel, en modo abstracto o intelectualístico, sino en los hechos, a través de
acciones y elecciones concretas conscientes de que aquella enseñanza y aquel
deseo, “ut unum sint”, o sea, “para que sean una cosa sola”, expresiones de Jesús en
la hora suprema de la pasión.

Pero hay un cuarto punto en común entre Brígida e Isabel, y es el deseo


común de dar una forma bien estructurada y completa a la espiritualidad de la que
se sienten mensajeras y que las involucra completamente.. En medio de tantas
dificultades e incomprensiones, de hecho, Brígida e Isabel no están satisfechas de
una predicación genérica, sino que luchan por dejar un signo indeleble a través de
una Orden religiosa con características bien claras: una presencia femenina y
masculina, con raices en Suecia y en Roma, la funcionalidad recíproca de
contemplación y acción, la hospitalidad como signo distintivo y la tendencia
constante hacia la unidad en un cuadro de valorización de la cultura europea como
expresión de una común pertenencia y no de fatal propensión al enfrentamiento.

Católica, o sea universal

Hacer la voluntad de Dios. En silencio, sin ponerse en primer plano, pero con
determinación y esencialidad muy femenina. Como para Brígida, también para
María Isabel este ha sido el hilo conductor de una vida vivida en dos continentes

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(América y Europa), entre dos siglos (XIX y XX) y entre dos confesiones religiosas
(antes el luteranismo, después el catolicismo).

Quizás está en esta doble perspectiva (que es geográfica, cultural y religiosa)


el secreto de esa catolicidad, en el sentido original de universalidad, que es otro de
sus trazos distintivos. Una prospectiva compleja y que sin embargo María Isabel
sabe reconducir a la unidad en fidelidad a la Iglesia católica y al Papa.

Nace de aquí su deseo potente de dar a la Orden brigidina, un nuevo ramo


sobre un antiguo tronco, una base propio a Roma, cerca de la tumba de San Pedro, y
de restituir a las brigidinas la casa de plaza Farnese, donde Brígida vivió los años que
estuvo en Roma.

Para el que mira desde lejos la situación humana de Isabel, la cuestión de la


casa de Roma puede parecer casi una obsesión. Sin embargo, es una promesa que
María Isabel hace al Señor desde que era una niña y que se convierte en una especie
de brújula interior. Aún en medio de tantas vicisitudes y cambios, y en medio de
tantos viajes y contactos con las personas más diversas, la aguja de su calamita
señala siempre derecha hacia Roma y hacia Plaza Farnese, la bella casa que todavía
hoy podemos admirar, con la elegante fachada de la pequeña iglesia, las amplias
ventanas y aquel campanario, un poco coquetón, que apunta hacia el cielo.
Hay en esta tensión, una determinación toda femenina que alguien podría
cambiar por materialidad y que sin embargo es generosidad. Isabel quiere dejar algo
a sus hermanas y a su Iglesia. Quiere que los peregrinos escandinavos tengan un
lugar donde los puedan recibir en Roma. Quiere que las brigidinas estén radicadas
sea en Suecia que en la ciudad donde vive el Papa y está la tumba del príncipe de los
apóstoles. Es una inquietud materna, expresión de preocupación. Y es otra señal de
aquella unión indisoluble que une a Isabel con Brígida, porque en la casa de plaza
Farnese, regalo a Brígida de una amiga romana cuando en realidad la plaza todavía
no existía y tampoco había sido construido el famoso palacio que más tarde se
convertiría en la sede de la embajada de Francia, la santa vidente sueca ha vivido y
ha muerto, dejando a su Hija Catalina, santa ella también, una única recomendación,
también ésta típica de una madre acostumbrada a ir a lo esencial: “Paciencia y
silencio”.

Beatificada por Juan Pablo II el 9 de abril del 2000, el pleno año jubilar, María
Isabel Hesselblad ha sido marcada, como ha dicho el cardenal Angelo Amato, “por

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una cuádruple conversión: a la Iglesia católica, a la vida consagrada, a la fundación
de la Orden del Santisimo Salvador de Santa Brígida, a la santidad heroica. Son los
cuatro peldaños de su personal subida a la perfección, que la elevó hacia su esposo
divino, el Crucificado Resucitado. Todas estas elecciones fueron dictadas por la
caridad y por una gran libertad de espíritu.” (homilia en el décimo aniversario de la
beatificación, 9 de abril del 2010).

La conversión de Isabel al catolicismo sucede lentamente, en manera


meditada, bajo el signo de la pasión por el único rebaño en el que el Señor quiere
reunidos a todos a sus hijos. La conversión a la vida consagrada viene preparada en
manera minuciosa, con la ayuda decisiva de un padre jesuita, Johan Georg Hagen,
que es también astrónomo y que por lo tanto une el aspecto espiritual y la
investigación científica. La fundación de la Orden la establece con una fuerza de
ánimo increible, y con capacidad de responder golpe sobre golpe a todas las
situaciones adversas y a las muchas incomprensiones. Finalmente la santificación se
consolida en el sufrimiento (la “brillantez del diamante”, como la llama Isabel) a
causa de una enfermedad que se manifiesta muy pronto y que no la abandonará ya
nunca.

Y es así que la beata Isabel se ha puesto al seguimiento de Cristo, sabiendo


bien que la vida cristiana es una conversión continua. Y hoy, recorriendo la vida de
Isabel, podemos tocar con mano una fe activa, operosa, luminosa, nunca reducida a
simples actos de culto o a una serie de prescripciones morales, sino vivida como una
relación contínua con el Señor y como abandono a su voluntad. Una fe que ha
permitido a una mujer débil y enferma hacer florecer el árbol brigidino, hoy
presente en tres continentes con más de cincuenta comunidades.

Moderna en su actitud abierta al mundo y en el estilo misionero, Isabel ha


sabido leer los signos de los tiempos, como habría dicho Juán XXIII. Muerta dos años
antes de ser anunciado el Concilio Vaticano II, ha encarnado una espiritualidad
marcadamente conciliar. Lo ha hecho con el propósito de centrar el camino de
conversión sobre la figura de Cristo, con la búsqueda del diálogo ecuménico e
interreligioso, con el empeño concreto en favor de los más pobres y de la paz entre
todos los hombres de buena voluntad, independientemente de las distintas
creencias y culturas. Emblemática resulta la relación de amistad establecida con
Eugenio Zolli, rabino jefe de Roma, convertido al catolicismo, un hombre recto que

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esperó el final de la segunda guerra mundial para hacerse bautizar, para evitar la
acusación de haberse convertido solo para evitar caer en las leyes raciales.

La catolicidad a 360º de María Isabel Hesselblad ha sido además caracterizada


de un europeismo ante litteram y convencido. Si hubiera vivido en nuestro tiempo
habría sido feliz con la ampliación a la Unión europea de tantos paises y de la
realización práctica de los proyectos que animaron a estadistas como Konrad
Adenauer, Alcide De Gasperi e Jean Monnet. Isabel vivió Europa como una gran
oportunidad, nunca como un problema, y para una mujer de su generación,
obligada a vivir sea la primera que la segunda guerra mundial, esta confianza
constituye un factor importante.

Conocer a Isabel y su historia quiere decir por lo tanto, no solo entrar en


contacto con un espíritu elevado y una religiosidad intensa, marcada por la
búsqueda de Dios en todos los aspectos de la vida y de las relaciones humanas.
Significa también revivir la lección civil de una mujer que todavía hoy logra
hablarnos a todos, superando todas las barreras y todos los confines.

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¿Cuál es el único redil?

Dios es el huésped de mi alma.


Él vive allí dia y noche.
Él es mi más íntimo amigo
A quien ofrezco mi amor y mi adoración.

“Nací la vigilia de Pentecostés de 1870”. Así escribe Maria Isabel Hesselblad al


iniciar sus recuerdos autobiográficos. Es el 4 de junio y en Suecia, en aquella
estación, una breve primavera comienza a florecer después de un invierno largo y
oscuro.
El pueblecito de Fäglavik, donde la niña viene al mundo, en aquella época es
un pueblo de pocos habitantes, en la provincia de Västergötland, situado en la parte
sud-occidental del país.
Maria Isabel es la quinta de trece hijos. El papá, August Robert, hombre
sensible y amante de la naturaleza y de la poesia, no posee una gran fuerza física.
Artesano del papel y vendedor de periódicos y libros, en 1860 decide abrir una
tienda de ultramarinos, pero los negocios no van bien y la familia, tan numerosa, es
decididamente pobre.
La mamá Karin, hija de un soldado, al contrario del marido tiene un carácter práctico
y enérgico. Logra de alguna manera hacer cuadrar las cuentas familiares y trabaja
como modista, cosiendo y arreglando repetidamente los vestidos de los hijos.
Cuando nace Isabel sucede un episodio aparentemente extraño. La anciana
comadrona toma a la recién nacida y la pone, completamente desnuda, sobre la
piedra de la chimenea apagada. “¿Por qué pone a mi tierna niña sobre la piedra fria
y dura de la chimenea?”, pregunta mamá Karin. Y la mujer responde: “Esta niña
necesita fortalecerse desde ahora, poque tendrá que pasar a través de grandes
dificultades en su vida”.
Cuando nace Isabel todavía viven los cuatro abuelos, entre ellos sobresale el padre
de August Robert, el abuelo Johan, personaje singular y generoso: maestro de
escuela, sacristán, organista y veterinario, ayuda a los campesinos analfabetos a

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escribir cartas y tiene en casa numerosos animales, entre ellos una serpiente y una
tortuga.
Padres y abuelos trasmiten a Isabel, desde pequeña, virtudes como la
amabilidad, la sencillez, la finura de espíritu y la capacidad de ser responsable y
escrupulosa permaneciendo de todas formas alegre y simpática.
La familia tiene las dimensiones de una gran tribu. Tres hermanitos de Isabel
(dos chicos y una niña) mueren en tierna edad. Los otros, siete hermanos y dos
hermanas, están muy unidos. A pesar de las dificultades económicas, que obligan a
emigrar a algunos de ellos a los Estados Unidos, las relaciones familiares son
intensas y en el grupo se respira un profundo sentimiento de comunidad.
La familia Hesselblad, de fe luterana, vive una religiosidad sencilla y sincera.
Isabel se siente naturalmente atraida por los temas religiosos y muy pronto toma la
costumbre de leer cada día algunas páginas de la Biblia.
En Suecia la religión nacional es la luterana, pero otras Iglesias cristianas,
incluida la católica, cuentan con grupos de fieles, aunque sean minorías. Cuando la
niña, en la escuela, descubre esta realidad y comienza a confrontarse con ella,
enseguida nace en ella una pregunta. Escribirá: “De pequeña, yendo a la escuela y
viendo que mis compañeros pertenecían a muchas Iglesias diversas, comencé a
preguntame cuál sería el verdadero redil, porque había leido en el Nuevo
Testamento que habría un solo redil y un solo pastor”.
Isabel observaba con interés, pero también con creciente sufrimiento, las
diferencias entre cristianos pertenecientes a diferentes confesiones: “Recé a
menudo para ser conducida a aquel redil y recuerdo haberlo hecho especialmente
en una ocasión, cuando, caminando debajo de los pinos de mi pueblo, miré hacia el
cielo y dije: “Querido Padre que estás en los cielos, muéstrame dónde está el único
redil en el que Tú nos quieres a todos reunidos”. Me pareció que una paz
maravillosa entrase en mi alma y que una voz me respondiese: “Sí, hija mia, un día
te lo indicaré”.
En aquel tiempo la niña tiene una visión. Hay “una amplia plaza” sobre la que
se asoma la casa en la que Santa Brígida de Suecia vivió mientras estaba en Roma:
“Me llamó muchísimo la atención especialmente una ventana que estaba a un lado,
y me vi justo dentro de la habitación en la que se encontraba aquella ventana”.
La jovencita no imaginaba que ventiocho años después, iria a vivir propio en
aquella habitación, pero la referencia a santa Brígida hace entender que Isabel tiene
ya bien claro delante de ella y dentro de ella el modelo en el cual inspirarse,

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destinado a marcar tan profundamente su camino humano y espiritual: la figura es
la de la grande santa sueca, venerada por los protestantes y por los católicos, que
vivió en el siglo XIV, cuando los cristianos no estaban todavía divididos; la mujer
enérgica que, cinco siglos antes, había ido hasta Roma para denunciar lo que había
de equivocado en la Iglesia de la época, un acto tan valiente que coloca a la santa,
según algunos, entre los precursores de la reforma.
En la escuela la joven conoce siempre mejor la historia de Brígida: el
abandono de los privilegios de la corte, de los cuales podía gozar como prima del
rey, para seguir a Dios y a la vocación religiosa; después su viaje a Roma y el cuidado
de los enfermos y los necesitados.
A los doce años María Isabel enferma: son los primeros avisos de aquellas
úlceras intestinales que le causan hemorragias internas y que la acompañarán
durante toda la vida. Una continua “fuente de sufrimientos físicos”, pero también un
mal que “me ha ayudado – dirá – a dominar mi naturaleza instintivamente
impaciente”.
La enfermedad, de todas formas, no le impide rezar y estudiar en vista de la
primera comunión. “Durante un año entero me preparé a la primera comunión con
asiduidad y cuidado, y cuando llegó el gran día, tenía la seguridad de que iba a
recibir al Señor. Las gracias que Él me concedió fueron sin duda extraordinarias; me
sentí tan anulada y tan pecadora que pedí que me dejaran sola durante el resto del
día y lo pasé rezando y llorando delante de nuestro Señor”.
Isabel no sabe todavía que aquella será la única comunión recibida en el seno
de la Iglesia luterana.
Los éxitos en la escuela son extraordinarios. La joven ama la cultura y el arte.
Estudia con gozo y participación, y a dieciseis años está llena de proyectos y de
esperanzas.
Pero las condiciones económicas de la familia empeoran, el negocio del padre
resulta un fracaso e Isabel se ve en la obligación de buscarse un trabajo. Asiste a la
familia de un militar en Karlsborg, se ocupa de los dos niños del matrimonio y de
varios servicios más. La nostalgia de su casa es estremecedora. Escribe a menudo a
su madre pidiendo noticias. Recibe una paga baja, vive en condiciones de extrema
pobreza: no tiene dinero ni para arreglarse los zapatos y coser los vestidos. Se
preocupa siempre de las condiciones de los demás y no se queja nunca pero
advierte con dolor las injusticias. En las cartas habla de la ingratitud, de la mala

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educación y de las mentiras de los señores de la casa y dice que no hay que aceptar
la injusticia.
Se abre camino en ella la idea de dejar Suecia en busca de fortuna. El destino
obligado es América. En esa época muchos de sus connacionales viven una especie
de fiebre. En un país prevalentemente campesino y pobre, muy distinto de la Suecia
de hoy, el viaje a América se presenta como la única posibilidad de futuro.

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Radiante y fuerte

La actividad apostólica deve extraer su vitalidad


de la contemplación y de la oración,
de otra forma muy pronto se volverá
vacía agitación y se arruinará.

Dejemos pendiente por el momento la historia de Isabel y concentrémonos en


la santa que está ejercitando sobre ella una atracción tan fuerte y decisiva. ¿Quién
es Santa Brígida? ¿Cómo y cuándo nació? ¿Cuál fue su historia humana y espiritual?
Para responder tenemos que ir a la Suecia del siglo XIV, cuando la Iglesia
todavía no está dividida y el país escandinavo ya ha sido evangelizado desde hace
unos cuatrocientos años.
En ese tiempo en Suecia existen unos cuarenta conventos y monasterios
masculinos y femeninos, sobretodo cistercienses, dominicos y franciscanos.
El país está escasamente habitado y la naturaleza domina casi incontrastada.
Como a Finsta, a cincuenta kilómetros a nord-est de Estocolmo, donde el azul del
cielo, el azul de los lagos, el verde intenso de los bosques de abetes y el más tenue
de las betulias son las notas dominantes, y donde en junio de 1303 (o quizás en
1302: sobre la fecha exacta hay alguna duda) viene a la luz Brígida, llamada
familiarmente Brita, primera hija de las segundas nupcias de Birger Persson, Juez y
Gobernador de la región de Uppland, hombre de leyes que introduce por primera
vez los valores cristianos en las normas que gobiernan el reino de Suecia.
La mamá se llama Ingeborg y ella también pertenece a una familia
importante, emparentada con el rey de Suecia. El nombre Brígida se escoge en
honor de santa Brigid di Kildare, segunda patrona de Irlanda, que vivió en el cuarto y
quinto siglo después de Cristo, cuyo culto fue difundido en Europa del norte por los
monjes irlandeses.
Se cuenta que mamá Ingeborg, estando embarazada de Brígida, mientras
regresaba de una peregrinación en honor de santa Birgid, se salva milagrosamente
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de un naufragio y la noche después tiene una visión. Un anciano misterioso le dice
que se ha salvado del naufragio porque lleva en su vientre una criatura especial, que
tendrá que ser alimentada del amor de Dios, porque de Dios ha sido regalada.
No es éste el único signo premonitor. El día del nacimiento de Brígida un
sacerdote de nombre Bengt, canónigo de una localidad cercana a Finsta, mientras
está sumergido en la oración oye una voz que anuncia el nacimiento de una hija de
Birger que tendrá cualidades extraordinarias.
La niña crece rodeada del amor de su familia, en un ambiente rico de
profunda religiosidad. Oraciones y ayunos forman parte de la experiencia común. El
castillo de Finsta, dende reside la familia, es un centro de espiritualidad y de cultura
religiosa, con un velo de misticismo que pronto, a través de las visiones de la Virgen
y de Jesús, se manifiestan también en Brita.
Radiante y fuerte como dice su nombre (de una raiz céltica y gótica, brig, que
tiene propio estos significados), Brígida vive la bondad cristiana, según las
enseñanzas de sus padres, pero muy pronto será probada. Tiene solo once años
cuando su madre Ingeborg muere.
La niña deja Finsta y se traslada a casa de su tia Katharina, hermana de
Ingeborg. Y aunque cuidada con afecto, Brígida no encuentra en su entorno el
mismo ambiente atento a las cosas del espíritu. En estos años aprende a vivir en
autonomía, también desde el punto de vista espiritual, pero el verdadero cambio
llega a los catorce años. Según la costumbre del tiempo, el padre le combina un
matrimonio. El esposo es un coetáneo suyo, Ulf Gudmarsson, hijo del gobernador de
la región de Västergötland, y en la misma circunstancia una hermana de Brígida,
Katharina, esposa a un hermano de Ulf. Es el 1316 y para Brígida se abre una
prospectiva completamente nueva. Ella hubiera querido consagrarse enteramente al
Señor, pero acepta la decisión de su padre, y de la unión con Ulf, en veitiocho años
de matrimonio, nacen ocho hijos.
En Ulvasa, donde el matrimonio se establece, Brígida se dedica a las
actividades caritativas y asistenciales, mejorando la calidad de los asilos para
enfermos y contribuyendo a la fundación de otros. Desde el punto de vista social y
político la época es turbulenta, entre luchas dinásticas, guerras entre agricultores e
insurrecciones populares. En 1321 muere Birger Persson y es enterrado en la
catedral gótica de Uppsala. Mientras, Ulf sube muchos grados en la jerarquía del
reino, se convierte también en consejero del soberano y viaja a menudo, tanto que
Brígida tiene que llevar ella sola, el peso de la educación de los hijos, pero no por

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ello renuncia a las obras asistenciales. Algunos la critican porque lleva con ella a sus
hijos entre la gente pobre y enferma, pero ella responde que los niños tienen que
aprender desde pequeños a servir al Señor en las personas menos favorecidas.
Del testimonio de la hija Catalina sabemos que Brígida es generosa donando
todo lo que puede a los pobres (entre otras cosas regala la dote a las jóvenes que
quieren casarse pero no tienen los medios económicos para hacerlo), es afable con
los servidores, le gusta leer la Biblia y la vida de los santos y está muy atenta a la
educación de sus hijos, de la que ella se ocupa personalmente pero también con la
colaboración de algunos preceptores elegidos con atención, entre los que
encontramos al jurista Nils Hermansson, del que ella misma aprende el latín, y el
biblista Matthias, que la introduce en el conocimiento de las corrientes culturales
europeas y al que Brigida pide que traduzca la Biblia en sueco.
En 1335 Brigida se traslada a Estocolmo, a la corte de jovencisimo rey Magnus
y de su también jovencísima esposa. Son propio los soberanos los que la llaman para
asistir a la reina Bianca. La invitación no se puede rechazar. Brígida lleva consigo a su
hijo de ocho años, Gudmar, y confía a los otros a los dominicos. Es una nueva
situación, pero Brígida, no obstante el dolor por la separación de sus hijos, acoge
docilmente también éste cambio. En la corte desarrolla un fuerte interés por la
política y asiste a los reinantes con buen criterio y amplitud de miras, a la luz de los
valores cristianos de la bondad del altruismo, de la justicia y de la misericordia, pero
después de un periodo inicial de concordia comienzan a aflorar de manera siempre
más clara los contrastes con la pareja real que ama sobretodo vivir en el lujo,
contrayendo también muchas deudas, no se preocupa de las exigencias del pueblo
y no admite observaciones críticas. En estos trances el carácter fuerte de Brígida
emerge con fuerza y los contrastes se hacen tan fuertes que la obligan a dejar la
corte. Es el 1338, Brígida tiene 35 años. Pero al origen de su marcha hay un motivo
muy doloroso: la muerte de su hijo Gudmar de solo 11 años.
De regreso a su casa, Brígida siente la necesidad de hacer, junto a su marido,
una serie de visitas y peregrinaciones. Van a pie en oración a Trondheim, a la tumba
de Olaf II, el santo sueco al que se debe la consolidación de la obra de cristianización
de las tierras escandinavas. Es un viaje durísimo, porque se trata de superar la
cadena montuosa que separa Suecia de Noruega, pero la empresa viene llevada a
cabo con determinación y el beneficio recibido empuja a la pareja a hacer proyectos
para otras peregrinaciones.

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Al regreso, Brígida retorna por un breve periodo a la corte, pero se da cuenta
definitivamente que sus esfuerzos son inútiles. Regresa junto a su familia y en 1341,
en ocasión de sus 25 años de matrimonio, emprende con su marido el camino hacia
Compostela, a la tumba del apóstol Santiago, una tradición radicada desde
generaciones en su familia. Durante el largo viaje, a través de Alemania, Francia y
España, van a orar delante de las reliquias de los Magos en la catedral de Colonia,
después sobre la tumba de Carlo Magno en Aquisgrana, y después a Tarascona,
donde se conserva la memoria de santa Marta, hermana de María de Betania y de
Lázaro, y a Saintes Maries de la Mer, en Camargue, donde se supone que habrían
desembarcado María Magdalena, María la madre de Santiago y María Salomé.
Para Brígida, así como para el marido, la peregrinación a Santiago de
Compostela tiene claramente un profundo significado religioso, pero atravesar
Europa le permite también tocar con mano la situación política y social del tiempo y
sobretodo le ayuda a preguntarse sobre el por qué del exilio de los Pontífices,
obligados a vivir en Aviñón por un largo periodo (1309-1377) a causa de las luchas
entre las grandes familias romanas y de una compleja situación política y
económica.
Cuando Ulf y Brígida, regresando a Suecia, se encuentran en Flandes, en Arras,
el marido enferma gravemente. Brígida reza al santo del lugar, San Dionisio, por la
salud de su marido, y tiene una visión en la que le aseguran que Ulf no morirà y que
ella viajará todavía mucho, también a Roma y a Tierra Santa, con la finalidad de
hacer conocer más y mejor la Palabra de Dios.
Ulf, de hecho sana, pero el sufrimiento padecido y la experiencia de la
peregrinación lo inducen a tomar una decisión radical: es el 1342 cuando viene
aceptado como novicio en el monasterio cisterciense de Alvastra, donde vive ya un
hijo del matrimonio.
La elección monástica del marido, que tiene la aprobación de Brígida, no
puede llegar a término porque antes de dos años, en febrero de 1344, Ulf muere.
Para Brígida ha llegado el momento de seguir la vocación religiosa que sentía desde
la infancia. Dividido el patrimonio de familia entre sus hijos y conservando para ella
una parte que le permita vivir modestamente, se dedica a la oración y a la
meditación. Y es en este periodo cuando, durante un éxtasis, escucha la voz de Dios
(“No te hablo a ti sola y para ti sola, sino para la salud de los otros. Tú serás mi
esposa y mi canal y oirás y verás cosas espirituales, y mi espíritu estará contigo hasta
la muerte”), una experiencia que marca definitivamente su vida.

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Con el consentimiento del maestro Matthias, se dirige al convento de Alvastra
(en cuya foresteria había vivido durante la enfermedad de su marido y donde puede
vivir gracias a una especial concesión del prior) y durante cuatro años vive inmersa
en la oración y en experiencias místicas cada vez más frecuentes, recibiendo de
Jesús numerosas enseñanzas que le dan la seguridad de tener una misión que
cumplir por el bién de la Iglesia y de toda Europa, puesta a duras pruebas con la
guerra de los cien años (que en realidad fueron muchos más, desde el 1337 al 1453)
entre Inglaterra y Francia. Durante las visiones, a Brígida le confían los mensajes
para los potentes de la época y también le confían un proyecto: la fundacion de una
nueva Orden religiosa.

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Umildad, obediencia, silencio

La vida sobrenatural de un alma


se evalúa por su unión
con Dios por medio de Jesucristo
en la fe y en el amor

Mientras está en éxtasis, Brígida recibe incluso la regla de la Orden, con todos
los detalles: tendrá hombres y mujeres (como en ese tiempo ya sucedía en otras
Ordenes, y como Brígida había visto a lo largo de sus viajes), los frailes tendrán que
ser trece (los doce apóstoles más san Pablo), los diáconos cuatro (como los grandes
padres de la Iglesia: Ambrosio, Agustín, Jerónimo, Gregorio), ocho los laicos al
servicio de los consagrados, sesenta las religiosas. Sobre el velo de las religiosas y
sobre la capa de los frailes tendrán que aparecer las llagas de Cristo, bajo forma de
cinco llamas de tela roja. La Abadesa tendrá la responsabilidad del monasterio, pero
tendrá que obedecer al primero de los sacerdotes, confesor general. Todos tendrán
que vivir en humildad, sencillez, obediencia y silencio. Los monasterios estarán
amueblados con sobriedad: ningún cuadro, ninguna escultura, ningún órgano.
Solamente representaciones de Jesús.
Brígida transcribe todo, somete la regla al maestro Matthias y obtenida su
aprobación, después de dos años pasados en retiro, comienza la nueva misión
advirtiendo al rey de todo lo que el Señor le había ordenado. Al Soberano le pide
que apoye la petición de aprobación para mandarle al Papa y la disponibilidad del
castillo de Vadstena como sede del monasterio. Después una petición de tipo
político: que Suecia, históricamente neutral, se dirija al Papa pidiendo la mediación
de la Santa Sede para lograr la paz entre Francia e Inglaterra.
El programa de Brígida está claro: espiritualidad y política, oración y acción. Y
muy claros son también los objetivos. Es Dios, en sus revelaciones el que pide a
Brígida que escriba al Papa Clemente VI, que reside en Aviñón, para que regrese a
Roma, proclame un año jubilar para el 1350 y se esfuerce para costruir la paz.
Brígida está metida de lleno en estos proyectos cuando el dolor la golpea:
muere su hijo Bengt y le entierran en Alvastra, donde ya reposan el padre, Ulf, y el
hermano menor, Gudmar. Es un duro golpe, pero Brígida no se detiene. Ha recibido
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una misión y tiene la intención de llevar a término los encargos que le han sido
confiados.
Una noticia esperanzadora llega desde la corte real sueca: el rey y la reina
han decidido hacer la donación del castillo de Vadstena con algunos terrenos y una
suma de dinero para los trabajos de adaptación. Así el monasterio se convierte en la
sede que Brígida deseaba, pero noticias no tan positivas llegan desde Aviñón, donde
el Papa no hace caso de los invitados suecos. Clemente VI proclamará un año jubilar,
pero ésta es la única concesión. Por cuanto se refiere a la nueva Orden, al regreso
del Papa a Roma y a la posible mediación entre Francia e Inglaterra, la respuesta es
rotundamente negativa.
Brígida no es una mujer que se rinda facilmente ante las negativas. El
contacto directo con el Señor le conceden una fuerza y una lucidez extraordinarias.
Y cuando, en una nueva visión, Dios le pide que vaya a Roma, ella, inmediatamente
se pone en camino.
La marcha tiene lugar en 1349 y el viaje resulta particularmente dificil por el
azote de la peste negra, en ese tiempo extendida por toda Europa. Pero la
protección divina es potente y Brígida y sus compañeros de viaje logran pasar
indemnes a través de Alemania, (donde Brígida, para poder dar de comer a los
caballos, compra un terreno cerca de la ciudad de Mayingen, sobre este terreno, en
el siglo XV, surgirá un convento brigidino que dará origen al monasterio de
Altomünster), de los Alpes y finalmente pueden llegar a Italia.
La primera etapa es Milán, para rezar sobre la tumba de san Ambrosio (el
gran obispo se aparece dos veces a Brígida para recordarle la falta de pastores en la
Iglesia), después el grupo se dirige a Pavía, para rendir homenaje a san Agustín, y
más tarde a Génova, desde donde se embarcan hacia Ostia.
Desde aquí los peregrinos llegan a Roma a pie, visitando primero la basílica
de San Pablo y más tarde la de San Pedro. El alojamiento tiene lugar en el albergue
del Oso, pero después de algunos dias Brígida recibe la visita de un mensajero que le
ofrece hospitalidad en el palacio del cardinal Hugo de Beaufort, junto a la iglesia de
San Lorenzo in Dámaso. El nombre Brígida es conocido, y también su fama.
Y es en ese palacio del cardenal donde Brígida recibe el “sermón angélico”,
un conjunto de revelaciones, provenientes de un ángel, que años después serán
utilizadas en sus reflexiones por las hermanas de la nueva Orden.
La vida de Brígida en Roma es muy activa: visita los lugares santos, reza,
practica la mortificación de la carne para que su cuerpo lleve los signos de la pasión

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de Cristo. La situación política y social es desesperada. La ciudad eterna, en ausencia
del Papa, no tiene gobierno. Bandoleros, anárquicos, luchas entre las familias
Colonna y Orsini, moralidad libre: el cuadro es desolador. Las ruinas romanas,
abandonadas al desinterés, son la imagen de una sociedad incapaz de reaccionar y
necesitada de purificación.
Brígida está sobrecogida, pero no pierde nunca la esperanza y lucha con
todas sus fuerzas por un renacimiento espiritual, moral y político. Se da cuenta de la
necesidad del retorno del Papa, censura las faltas y los pecados del clero, denuncia
el laxismo moral. Las cartas escritas por ella en aquel tiempo hablan claro.
Mientras continúan las visiones y las revelaciones, particularmente duras a
propósito del Papa, que el Señor ha definido “más enemigo que Judas” porque
“vende también las almas de mis elegidos por deseo de ganancias y por vanidad”, y
“más abominable que aquellos que crucificaron mi cuerpo, porque crucificas y
castigas las almas de mis elegidos”.
Conocida de la nobleza europea por su rigor moral y también temida, Brígida
manda cartas, mantiene contactos, viaja. El recorrido espiritual que ha comenzado
no la aleja nunca del mundo, al contrario, la hace participar más de los cambios de
su tiempo.
En el 1350 visita la Abadía de Farfa. Ha sido una revelación la que le ha
aconsejado el viaje, motivo para ella de una gran indignación, porque también los
monjes viven en el laxismo moral. La hacen vivir al margen del monasterio, mal vista
por los religiosos y obligada a vivir en un cuchitril, Brígida, no obstante, persiste en
sus denuncias, y también allí en Farfa tiene el gozo de volver a ver a su hija Catalina,
que a su vez ha llegado de Suecia con un grupo de peregrinos y que ya no dejará
nunca más a la madre.
Vivir en Italia para la madre y la hija no es fácil. Existen también problemas
económicos y la noble Brígida, cuando es necesario, no vacila en pedir limosna. La
Providencia, en todo caso, le ayudará siempre, aunque en formas misteriosas,
permiténdole continuar su obra de denuncia y de emprender nuevos viajes a lo
largo de la península, como a Asís para rezar en la tumba de San Francisco (Brígida
es terciaria franciscana, como lo fue el marido), al santuario de San Ángel en el
Gargano, a Bari en honor de san Nicolás, y a Nápoles, donde, a través de personas
conocidas, entra en la corte de la reina Giovanna, mujer de comportamiento moral
más que discutible.

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También en Nápoles Brígida no deja de denunciar el laxismo de costumbres,
la corrupción y los recursos a las prácticas mágicas. La reina acoge solo en mínima
parte las amonestaciones de la huésped sueca, pero Brígida no renuncia por esto a
su obra. En las revelaciones el Señor le indica un camino de purificación y ella
ejecuta todo lo que se le pide, sin dejarse abatir. Además se dedica constantemente
a obras de misericordia con los pobres y alimenta la fe con la cercanía de los lugares
santos y las visitas a iglesias y santuarios.
En 1367 el papa Urbano V, finalmente, decide regresar a Roma de Aviñón. La
multitud lo acoge exultante: la ciudad tiene de nuevo su guía, y Brígida, con la hija
Catalina, ve realizado el sueño por el que tanto se ha esforzado y por el que ha
rezado tan intensamente. Teniendo en cuenta la situación de decadencia de la
ciudad y la falta de alojamientos adecuados para la corte papal, Urbano V decide
vivir en Montefiascone, donde Brígida se dirige para una visita, recibiendo una
demostración de estima y de gran consideración, pero ninguna respuesta positiva en
relación a la petición de fundación de la nueva Orden religiosa dedicada al Santísimo
Salvador.
En estos años Brígida conoce a un hombre que tendrá un papel importante
para la realización de los proyectos de la vidente y en hacer llegar hasta nosotros su
memoria. Es un religioso español, Alfonso Pecha de Vadaterra, de la Orden de los
ermitaños de san Jerónimo, que fue obispo de Jaén, en Andalucía, y que había
llegado a Monteluco, cerca de Spoleto, después de la invasión islámica de su tierra.
Habiendo oido hablar mucho de Brígida, Alfonso decide ir a Roma para
conocerla y se convierte en su confesor. Entre los dos se establece una especial
sintonía. Brígida se fía de este obispo ermitaño, de sólida espiritualidad, y encuentra
en él un apoyo en medio de tantas dificultades. Por su parte Alfonso se toma a
pecho las vicisitudes de Brígida y pone orden en el numerosísimo material de las
Revelaciones revisando la redacción definitiva y subdividiéndolas en ocho libros.

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En los lugares de Jesús

Olvidarme y perderme en Ti,


ser nada y someterme a los otros
ha sido mi más grande deseo:
no de mandar o dirigir, sino de obedecer.

Propio a Alfonso Pecha, que más tarde será el promotor de la causa de


canonización de Brígida, debemos un retrato de la mujer: “profesaba la máxima
obediencia hacia sus padres espirituales, hasta el punto de mortificar la propia
voluntad, porque cada cosa que hacía era sometida a la opinión de los citados
padres; no salía de casa sin su consentimiento y cuando iba a Roma a visitar los
santuarios lo hacía siempre en su compañía; y tampoco osaba levantar los ojos del
suelo sino después de haber pedido y obtenido permiso para hacerlo. También las
otras actividades del día, la subdivisión del tiempo, el silencio y la oración habían
sido sometidos a la opinión de los padres espirituales, así como también las visiones
divinas que recibía cuando oraba.”.
En 1370 Brígida propone nuovamente al Papa la cuestión de la Orden
religiosa y esta vez su Regula Sanctissimi Salvatoris no es rechazada totalmente. Con
una bula papal dirigida al obispo de Uppsala, Urbano V concede el permiso para la
construcción de un monasterio para las monjas a Vadstena, con el monasterio
masculino adjunto. No se habla sin embargo del privilegio de poder conceder
indulgencias y la Regla es aprobada solo como suplemento de la Agustiniana.
Es un tímido paso hacia adelante, pero Brígida está triste sobre todo al
constatar que el Papa, asustado por las enormes dificultades para poner orden en
Italia, por la crónica inestabilidad política y por la falta de seguridad, quiere volver a
Aviñón. Hace llegar a Urbano V una carta, inspirada por la Virgen, con la cual le
anuncia en términos muy firmes, que en el caso de su vuelta a Francia, irá al
encuentro de graves desgracias y “tendrá que rendir cuentas a Dios de todo lo que
ha hecho y ha omitido”.
El Papa, sin embargo, hace caso omiso de la advertencia y regresa. Hacia
mitad de septiembre está de nuevo en Aviñón, pero enferma y el 19 de diciembre, a
la edad de sesenta años, muere.
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El 30 de diciembre, después de un cónclave de un solo día, es elegido el
sucesor: es un francés, el cardenal Pierre Roger de Beaufort, que toma el nombre de
Gregorio XI. Brígida, que todavía confía en el regreso a Roma del nuevo Papa, no
espera mucho para hacerle llegar su mensaje. Ya en enero de 1371 le manda el
texto de una revelación en la cual la Virgen le hace saber que, si Gregorio XI
regresará a Italia, ella misma, la Virgen, lo alimentará como hace una madre con su
hijo y lo abrazará con su calor maternal. Si al contrario, por miedo, se quedará en
Francia, tendrá que padecer el castigo del Señor, su vida será y tendrá que
presentarse ante el tribunal de Dios.
Son expresiones fuertes, que golpean al nuevo Papa, y junto a las palabras
de otra mujer, Catalina De Siena, tendrán un peso en su decisión de volver a Roma,
en enero de 1377.
Estamos ya a finales del 1371 y Brígida, movida por una revelación, no
obstante su edad avanzada, la debilidad física y la escasez de medios económicos,
decide emprender una peregrinación a Tierra Santa. Con ella, entre otros, están sus
hijos Birger y Karl. Este último, cuando el grupo llega a Nápoles, muere
improvisamente, se dice que después de una historia de amor con la reina Giovanna
(Juana).
No se sabe si la circunstancia sea real, sabemos sin embargo que Brígida
acepta la muerte del hijo en total obediencia a la voluntad divina, sin llorar ni
desesperarse. Y en el mismo día del funeral, el 14 de marzo de 1372, el grupo se
embarca con dirección a Messina.
Otra de las etapas es Cipre, donde Brígida se toma a pecho las complejas
cuestiones políticas de la isla y la suerte de la reina Eleonora d’Aragona, dándo
muchos consejos a ella y al joven hijo que pronto sería coronado rey.
En la última etapa del viaje, de Cipre a Jaifa, la nave está a punto de
naufragar, pero Brígida los tranquiliza a todos: ella sabe con seguridad que nadie
morirá.
Cuando llegan a Jerusalem, los peregrinos visitan los lugares santos, y visitan
también la cercana Belén y el Jordán. Las visiones de Brígida, durante los cuatro
meses de permanencia en Palestina, son numerosas, y se refieren a la pasión y a la
muerte de Jesús y a su nacimiento.
Durante el tiempo transcurrido en Tierra Santa las condiciones de salud de
Brígida empeoran notablemente. En todo caso logra superar el viaje de regreso (con
escalas en Cipre y en Nápoles) y entra en Roma, donde en febrero de 1373 visita por

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última vez las iglesias de la ciudad. Desde ese momento, cada vez más débil y
enferma, no abandonará ya la casa de Campo de’ Fiori, hasta la muerte, que le llega
el día 23 de julio de ese mismo año.
Antes de despedirse de la vida terrena hace llamar a sus hijos Birger y
Catalina y a esta última le entrega un mensaje sencillo pero elocuente: “Paciencia y
silencio”. Los restos, compuestos en una caja de madera dentro de un sarcófago
romano, son enterrados como había pedido la misma Brígida, en la iglesia de san
Lorenzo in Panisperna, pero es una colocación provisoria, porque en la última visión
Jesús le había dicho: “Debes saber que tu cuerpo será enterrado aquí en Roma, pero
más tarde será llevado a un lugar que ya le ha sido preparado”. Y este lugar no
puede ser otro que Vadstena, donde efectivamente los restos de Brígida, después
de un largo viaje, llegan el 4 de julio de 1374.
La fama de santidad de la vidente sueca, confirmada con milagros que
acontecen inmediatamente después de su muerte, es tan grande que el proceso de
canonización se abre en breve tiempo, bajo el impulso de Catalina y de las personas
que la habian conocido.
Todo el material, junto al texto en latín de las Revelaciones, se entrega a
Gregorio XI, que mientras tanto había regresado a Roma, pero otros dos papas,
Urbano VI y Bonifacio IX, subirán al solio de Pedro antes de llegar a la solemne
canonización, el 7 de octubre de 1391, la primera celebrada en la basílica de San
Pedro.
Para el papado son años bastante tenebrosos. En esa época la Iglesia católica
está dividida: si en Roma reina Bonifacio IX, en Aviñón hay otro papa, Clemente VII,
nombrado por los cardenales franceses. Tendremos que esperar hasta 1419 para la
confirmación de la canonización de santa Brígida, cuando bajo Martino V, la Iglesia
estará de nuevo unida.
Pero lo que más cuenta es la herencia espiritual y cultural que Brígida ha
dejado. Una herencia hecha de obediencia, intensa oración en relación directa con
Jesús y María, profundo misticismo y además un marcado sentido práctico, ayuda a
los que sufren, pasión por las cuestiones sociales y políticas.
Una mujer moderna, se podría decir, y también profundamente católica si
con el término católico pensamos, como lo hizo en el 1991 el entonces cardenal
Joseph Ratzinger, “apertura a la totalidad, a la amplitud y a la profundidad de la fe,
que no hace selecciones y no se pierde en devociones particularísticas, sino que se
nutre de lo esencial, de lo que es grande, de lo que es común a toda la Iglesia”.

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Por lo tanto una santa también profundamente y marcadamente ecuménica,
porque en ella el sentido de la unidad del pueblo de Dios es fortísimo. Por eso en
1999 Juán Pablo II ha querido proclamarla compatrona de Europa junto a otras dos
mujeres extraordinarias como Catalina de Siena y Edith Stein.
Como sabemos, durante el siglo XVI la catolicidad se divide otra vez, de
manera todavía más dolorosa. Después del gran cisma de Oriente del 1054, durante
el Quinientos, nace y se desarrolla el luteranismo, que se difunde en el norte de
Europa y encuentra terreno particularmente fértil en Escandinavia.
Habiendo vivido antes de estos acontecimientos, Brígida no conoció la
palabra ecumenismo, pero de hecho trabajó por la unidad de todos los fieles
cristianos, de tal forma que papa Juan Pablo II, en la carta apostólica Spes
aedificandi, puede con razón hablar de la santa sueca como de “un precioso lazo
ecuménico, reforzado también por el esfuerzo en este sentido realizado por su
Orden.

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6

Más allá del océano

No basta esforzarse en servir a Dios:


es necesario también conocer la amplitud
del servicio que se realiza.

Volvamos ahora a Isabel Hesselblad y a su gran decisión de cruzar el océano


para ir a los Estados Unidos en busca de trabajo. Cuando la joven parte, en 1888,
tiene solo dieciocho años. Escribirá: “Oyendo hablar de las grandes posibilidades
que se ofrecían a las mujeres en aquel tiempo en los Estados Unidos, decidí marchar
con el permiso de mis padres. Me puse en viaje para América, pasando a través de
Inglaterra, con un grupo de amigos de nuestra familia y, con su ayuda, encontré un
buen trabajo”.
Hay una fotografía de la época que nos muestra una Isabel poco más que
adolescente. Es muy guapa, los rasgos delicados, la mirada dulce y profunda, los
abundantes cabellos recogidos. En New York, como primer empleo, trabaja solo la
mitad de la jornada. Han sido sus amigos suecos los que le han encontrado esta
colocación. Durante el día trabaja y por la tarde estudia inglés: un ritmo
extenuante. Vuelven los consabidos problemas de salud, pero la joven no hace caso
de ellos: demasiado fuerte el deseo de abrirse camino y de mandar algo de dinero a
casa para ayudar a su familia en Suecia.
Durante el segundo verano en New York, sin embargo, se tiene que internar
en un hospital. Son días tórridos y como cura le aplican compresas calientes en el
abdomen. La joven yace de esta forma durante horas, sin quejarse y sin pedir nada,
hasta que una enfermera, la nota, ve que la compresa le ha provocado una
quemadura en la piel. Elisabetta sufre terriblemente y es allí, en aquella cama del
hospital, donde le sale del corazón una oración que es también una promesa: “Oh
Señor, hazme sanar! Si no quieres que sane completamente, por razones que yo no
conozco, hazme por lo menos estar lo suficientemente bien para poder ayudar a los
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débiles y enfermos que necesitan ayuda. Señor, si me das la fuerza de superar todo
esto, te prometo que me dedicaré a cuidar de las personas que sufren. Ayúdame a
ayudar, ayúdame, para que yo vea que nadie queda abandonado, como yo lo estoy
ahora”
No obstante la gravedad de las úlceras la joven mejora. Se queda en el
hospital Roosvelt cerca de dos meses y en ese tiempo, durante la convalecencia, en
vez de reposar ayuda a las enfermeras. Humilde y atenta como es, se gana
enseguida la confianza de todos. Y cuando sale tiene una idea bien clara: quiere ser
también enfermera, para ponerse a disposición de los que sufren.
Leemos en sus memorias: “Después de haber dejado el hospital, hice una
petición para inscribirme en la escuela del hospital y estudiar enfermería en New
York, pensando en poder juntar el deseo de ayudar a mis hermanitos y al mismo
tiempo prepararme para servir a Dios en los enfermos. Y Le agradecí haberme
guiado tan providencialmente”.
Los amigos no están de acuerdo. Le quitan la idea de emprender una carrera
tan empeñativa y la ponen sobre aviso: “Piensa en tu salud, no tienes las fuerzas
suficientes”. Pero ella no atiende a razones.
Cuando empieza las prácticas en el hospital queda conmocionada por la
cantidad de enfermos y de la cantidad de patologías distintas. Además, a poca
distancia se está construyendo la catedral de San Patricio, y casi cada día hay
obreros y albañiles que curar por los accidentes de trabajo. Mientras los cuida,
medica y consuela, María Isabel piensa a menudo: “¿Por qué los católicos quieren
construir una iglesia tan grande?”.
En aquellos días algunos encuentros son para ella motivo de una reflexión
particular. Asiste a un joven albañil irlandés, católico, que ha caido del andamio.
Tiene fracturas múltiples en todo el cuerpo, está vendado como una momia, y sin
embargo no se queja. Llama repetidamente a su madre, que ha quedado en Irlanda,
pero también a otra madre, María, a la que se dirige con confianza: “¡Madre, Madre
santa, María, Madre de Dios, ayúdame!”. Durante la noche, cuando el dolor no lo
deja reposar, repite las oraciones que la madre le ha enseñado cuando era niño.
Isabel está maravillada y al mismo tiempo desconcertada: ¿por qué los católicos
rezan así?
Otro día la enfermera jefe, una enérgica canadiense de origen alemana, le
pide que lave a una mujer que han recogido por la calle, borracha, sucia y en estado
de inconsciencia. María Isabel la cuida con amor y mientras la limpia y le cambia los

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vestidos se da cuenta que de los vestidos cae un hilo con muchos granos enlazados.
Es un objeto que no ha visto nunca, pero pensando que para la mujer es algo
precioso, lo guarda. Cuando recobra el conocimiento, la paciente lo primero que
hace es pedir a la joven que llame a un sacerdote y que le dé su rosario. La
enfermera jefe comenta con acidez: “He aquí otra de esas católicas irlandesas
borrachas”. Isabel, sin embargo obedece, llama al sacerdote y le da el rosario a la
mujer, descubriendo de esta forma que ese objeto sirve para rezar. Cuando se va el
sacerdote, la paciente se tranquiliza. Dice: “Gracias, joven, por haberme llamado a
un sacerdote. He hecho las paces con Dios y ha sido un bién para mí, pecadora”.
Transcurre la noche y al día siguiente María Isabel encuentra la cama vacía: a causa
de hemorragias internas la mujer ha muerto, pero le ha sido concedido el tiempo de
hacer las paces con Dios”.
En el gran hospital, donde hasta hace poco había vivido como enferma, la
joven de origen sueco trabaja incansablemente y, mientras, observa y reflexiona.
Muchas veces las personas, cuando están a punto de morir, piden a un sacerdote, y
entonces ella misma lo va a buscar a la cercana iglesia católica, a cualquier hora,
aunque llueva o haga frio. “Dios te bendiga querida pequeña hermana. Dios te
recompense por tu solicitud y por tu celo”, le dice un anciano sacerdote. “No puedes
todavía comprender el maravilloso servicio que estás realizando, pero un día lo
comprenderás, encontrarás el camino”.
Mientras asiste a un anciano senador enfermo de cáncer y ya próximo a la
muerte, el hombre, que a causa de la enfermedad no puede hablar, escribe en su
pizarra: “Dios la recompense y la bendiga”.
Este dolor no es en vano, el buen Dios lo aceptará como mi purgatorio”.
¿Purgatorio? La joven no ha oido pronunciar nunca antes esta palabra. Por eso pide
una explicación a una colega católica que le contesta: “Mira, nosotros creemos que
Dios ha establecido un lugar, donde aquellos que no son suficientemente puros y
limpios para verLo, después de la muerte se pueden purificar. Eso es lo que quiere
decir el anciano senador: que sus sufrimientos, sufridos ahora con resignación y
amor, lo purificarán de los pecados cometidos por él durante su vida, sirviéndole de
Purgatorio”.
Escribe María Isabel en las memorias: “Hasta entonces había creído que de la
manera en que se moría así se quedaba para la eternidad, pero, pensándolo bien,
me dí cuenta de que era una cosa razonable, y al mismo tiempo, una señal de su
misericordia hacia las almas creyentes.

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7

“¡Yo soy aquel que tú buscas!”

Señor mio, esposo del alma mia,


haz que cada día me encuentres
más unida a ti en abandono y amor.

En aquel periodo Isabel se ocupa también de un hermano suyo, Sten Ture,


que tiene nueve años menos que ella y que también ha emigrado a América. En su
condición de hermana, y también de madre, le infunde ánimos para que dé lo mejor
de sí mismo, le sostiene en las dificultades, y le perdona algunas de sus costumbres.
Es pobre y viste siempre con la máxima simplicidad; y logra sustraer de su sueldo
algo de dinero para ayudar a su hermano y hacerle algún regalo.
En medio de tanto trabajo le llega también la posibilidad de unas vacaciones:
cuatro semanas en el mar, a bordo de un barco capitaneado por el hermano de una
compañera enfermera de origen noruego.Es un viaje largo, de Filadelfia a Jamaica,
con escala en Cuba.
María Isabel lee, escribe, recoge semillas exóticas para mandárselas a un
hermano jardinero. Observa con atención a las personas de color que en los puertos
cargan y descargan las mercancias, sobretodo fruta: plátanos y cocos. Está admirada
por la dignidad de los negros, mientras juzga negativamente la calidad humana de
muchos de los marineros blancos. Siempre respetuosa, educada y amable,
distribuye libros a todos, trasmitiendo simpatía y participación en los
acontecimientos de cada uno.
Al terminar el viaje el capitán, al saludarla, le revela que, por primera vez, en
aquellos días ha logrado mantenerse sobrio, sin tocar el alcohol. Por lo general, le
confiesa, está tan borracho que le tienen que subir a bordo sujetándole por los
brazos. “Capitán – responde la joven – ha sido Dios quien le ha ayudado. De ahora
en adelante recuerde que Dios le hará fuerte en el mar de las tentaciones así como
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usted ha sido fuerte cuando las olas de las tempestades han puesto la nave en
peligro de zozobrar”. Más tarde la compañera enfermera le hará saber: después de
aquel viaje el hermano volvió a Noruega, con la mujer y los hijos, completamente
transformado.
A propósito de los años pasados en el hospital Roosvelt como enfermera hay
un episodio que no consta en las memorias, pero que Isabel contará más tarde. Una
vez, en ocasión del cumpleaños de uno de los médicos, los doctores más jóvenes,
después de haber festejado, proponen hacer una cosa bastante extraña, para medir
la sangre fria de las enfermeras: ir todos al depósito de cadáveres. María Isabel se
opone, porque le parece una broma inútil e irrespetuosa. Pero como los otros van,
decide unirse al grupo para poder intervenir en el caso de que alguna de las
enfermeras se sintiera mal. Allí abajo, a la débil luz de alguna lámpara, se
encuentran alineados numerosos cadáveres, y ella encuentra natural ponerse a
rezar por todas aquellas almas. Sumergida en la oración no se da cuenta que el
tiempo pasa y cuando el grupo deja el local, ella queda encerrada dentro. En un
silencio profundo, en esa situación que pondría a dura prueba los nervios de
cualquiera, la joven queda en calma. No tiene miedo de la muerte ni de los muertos.
Pero cuado a un cierto punto advierte un leve rumor, como una ligera respiración,
tiene un sobresalto. Moviéndose entre los cadáveres, descubre que efectivamente
un joven, dado por muerto a causa de un ataque al corazón, respira todavía, aunque
de manera imperceptible. Le practica entonces la respiración artificial, hace todo lo
posible por calentarlo, y al día siguiente, cuando llegan los encargados y abren el
depósito de cadáveres, la escena que se encuentran delante tiene algo de increible:
una enfermera con un joven que había vuelto a la vida.
Comenta Isabel: “No me pregunten cómo sucedió, no lo sé. Dios obró. Yo fui
solo un simple instrumento”.
El trabajo se convierte para ella, cada vez más, en una ocasión de
confrontación y de reflexión religiosa. Estando en contacto con personas de distintas
confesiones religiosas, está en constante búsqueda de aquel “verdadero redil” que
Dios, años antes, había prometido indicarle. Tiene ocasión de frecuentar las salas de
los protestantes y las iglesias católicas, pero en ningún lugar se encuentra
verdaderamente en su casa. De los lugares de culto católicos le gusta el clima de
recogimiento, pero se pregunta el por qué de todos aquellos gestos, aparentemente
inútiles, como levantarse, arrodillarse, hacer la señal de la cruz. En la iglesia luterana
le han enseñado que no hay necesidad de exteriorizar y que la fe hay que

33
mantenerla en secreto. Y después ¿Por qué invocar a María y a los santos? Escribe:
“¿Cómo podría creer en el poder de intercesión de la beata Virgen María y de los
santos? ¿No disminuirían de esta forma la pasión y muerte de Cristo? ¿No quitarían
el honor y la gloria que se deben solo a Dios? ¿No sería idolatría anteponerlos a
Dios?”.
Las preguntas se acumulan en la mente de la joven, pero son siempre los
hechos a darle, misteriosamente, las respuestas.
Es el 1896. Después de haber dejado el trabajo en el hospital, Isabel presta
servicio a domicilio y un día le llaman para asistir a una señora sudamericana,
gravemente enferma y madre de dos hijas. La familia, de nombre Cisneros, es
acomodada y acogedora, y las dos hijas, Emma e María, simpáticas y fervientes
católicas. En diciembre de 1897 la señora pide volver a Colombia y allí, en
Barranquilla, su país de origen, muere después de haber expresado entre sus
últimos deseos el que la joven pudiera quedarse a vivir con ellos.
Por razones de trabajo el señor Cisneros, un rico financiero, decide tornar
también él, con las hijas, a Sud América, e invita a Isabel.. El viaje es largo. Bajo un
cierto aspecto podría parecer un crucero para ricos, pero para una enfermera
generosa y disponible hay siempre trabajo. Pasajeros y miembros del equipaje a lo
largo del viaje tienen necesidad de sus servicios.
Una vez desembarcados, el viaje es cada vez mas cansado y peligroso. En los
Andes los caminos son malísimos, cada día se arriesga la vida y María Isabel se
siente extenuada a causa del cansancio y del calor. Escribe al hermano describiendo
una experiencia “verdaderamente impresionante”. Encuentra a la gente del lugar
perezosa y discutidora, y como buena protestante expresa un duro juicio sobre los
resultados sociales y morales de la colonización española. A causa del trabajo se
pone enferma, tiene fiebre alta, y también el señor Cisneros está muy mal, y un día
su corazón, sometido a demasiadas fatigas, cede.
En solo dos meses las hermanas Cisneros han quedado huérfanas y por este
motivo se refuerza el lazo con María Isabel. De esta manera, cuando Emma y María,
al terminar el 1899, le proponen un viaje a Europa para saludar el nuevo siglo, ella
acepta una vez más.
Los paises que visitan son numerosos, incluida Suecia. Después de más de
diez años Isabel vuelve a ver a su familia, y podemos imaginar sus sentimientos,
pero en sus memorias el episodio que sobresale como central sucede en 1900, en
Bruxelas. Es el mes de mayo, el mes mariano, y en las iglesias a María se la honora

34
con misas y procesiones. Mirando las decoraciones floreales y la inmensa cantidad
de velas encendidas, María Isabel queda fascinada. Habla de un espectáculo
“encantador”, un verdadero esplendor, pero al mismo tiempo, con el consabido
rigor luterano, sostiene que los católicos no parecen tener una correspondiente
madurez espiritual. Nota también que los niños católicos llegan a la Confirmación
muy pronto, cuando todavía “no se dan cuenta de lo que hacen”, y que las mamás
parecen más preocupadas por los vestidos de sus hijos que por los contenidos
religiosos.
El 14 de junio, por la fiesta del Corpus Domini, las dos hermanas la llevan a la
catedral de Santa Gúdula, donde se celebra una solemne procesión. Isabel asiste a la
entrada del Obispo, que tiene entre las manos el ostensorio con el Santísimo
Sacramento , y no entiende el significado de la ceremonia: “No sabía qué era lo que
llevaba el obispo y miraba la procesión como hubiera mirado un desfile militar”.
Cuando sus amigas y los demás fieles se arrodillan, ella se queda en pie y,
para no ofender a nadie, se esconde detrás del portón. Piensa: “Yo me arrodillo
delante de Ti, Dios mio, pero no aquí”. Sin embargo algo dentro de ella comienza a
moverse. Y he aquí que cuando el obispo pasa junto a ella llevando el ostensorio,
oye una voz interior que le dice: “¡Yo soy Aquel que tú buscas!”.
En aquel momento María Isabel cae de rodillas y todo toma una nueva forma
a su alrededor: “El aire estaba lleno de un dulce perfume, como el de un prado
cubierto de flores de primavera: ¿Era quizás el hielo que se derretía y la primavera
que brotaba en mi alma?”. De esta forma, en aquel día especial, “allí, detrás de la
puerta de la iglesia, hice mi primera adoración a la presencia real de nuestro Divino
Señor en el Santísimo Sacramento”.
La experiencia deja señal. Durante el viaje a Europa, cada vez que Isabel
entra en una iglesia católica busca el Santísimo Sacramento y se arrodilla en oración.
La describe como una fuerza magnética”, y no obstante la conversión todavía no se
ha dado, sobre todo porque hace falta hacer la cuenta con las dificultades de la vida
de cada dia.

35
8

La primera oración a María

Pararse para decir Mater Purissima:


que la Madre celeste haga puros
nuestros pensamientos, nuestros corazones,
nuestros cuerpos.

Con las dos hermanas Cisneros se encuentra bien, pero no deja de estar
siempre al servicio de alguien, y estar al servicio quiere decir que tienes que
doblegarte a los deseos de los demás, a veces “muy caprichosos”. Como sucede a
menudo a las personas de cultura nórdica y protestante, María Isabel posee un
marcado sentido de la libertad personal, y sufre.
A su vuelta a los Estados Unidos, en septiembre de 1900, la relación con
Emma y María se debilita, quizás también a causa de una temporánea dificultad
económica de las Cisneros.
Con ocasión de unos dias de reposo, una compañera católica le propone
pasar unos dias en el convento de las dominicas de Saratoga Springs, en el Estado de
New York. Isabel acepta, pero se siente inquieta: “Había leído durante años la
historia protestante y la católica. Un profundo miedo, como una agonía de muerte,
me invadió al pensar que la Iglesia católica romana pudiera ser la verdadera”.
En ese estado de ánimo, procura delicadamente evitar conversaciones de
argumento religioso, pero “la providencia se valió de una circunstancia que marcó
un cambio fundamental”.
En el convento vive una religiosa que no puede mover un brazo. Isabel se le
acerca y le propone ayuda para curarle. Bastaría, dice, un tratamiento de algunas
horas al día, durante un mes y medio. La madre superiora acepta y de esta forma la
joven enfermera vuelve al convento durante ese tiempo y además frecuenta
también la biblioteca.

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Un día nota sobre un estante una colección de textos escritos por el cardenal
inglés Nicholas Wiseman (1802-1865) sobre la presencia real de Cristo en el
Santísimo Sacramento. Leyendo, aunque todavía estaba “llena de dudas y de
perplejidad” sobre las distintas confesiones religiosas, se da cuenta que siempre
había creído, desde pequeña, lo que escribía el cardenal, y se siente como
transportada a otra dimensión. Tiene una visión. Está sentada en una mesa,
alrededor de la cual hay algunos sacerdotes católicos que discuten seriamente sobre
argumentos importantes y he aquí que se acerca el pastor luterano que la había
preparado para la primera comunión. “Me puse de pié por el respeto que le tenía,
reconociendo que me había dado todo lo que tenía de Dios. Con gran asombro, no
se paró para saludarme, sino que caminó rápidamente alrededor de la mesa, y
cuando estuvo delante de mi vi que su rostro se volvió gris como la arcilla y lo
mismo todo el cuerpo. Después con un ruido tremendo la forma de arcilla que
estaba delante de mi se rompió en mil pedazos a mis pies. Abrí los ojos”.
Sobrecogida, María Isabel cayó de rodillas. Allí cerca hay un cuadro que
representa a San Ignacio de Loyola, por lo que de manera natural se dirige a él
además de santa Brígida. Exclama: “Brígida, Ignacio, rogad por mí!”. Es su primera
oración a los santos.
Isabel no ha aprendido todavía a dirigirse a la Virgen María como a una
madre, pero siente un profundo respeto por la Virgen como Madre del Salvador. En
el convento de Saratoga Springs hay una estatua de la Virgen de Lourdes y los ojos
de la Virgen parece que la siguen “con una mirada de profunda tristeza”.
Un día la joven se da cuenta que en la cavidad de los ojos de la Virgen se ha
depositado un poco de polvo. Va a buscar un poco de algodón y los limpia. Más
tarde en el jardín, busca algunas flores para ponérselas en las manos, pero
encuentra solo una rama verde. Decide cogerla y la pone entre los brazos de la
Virgen. Las religiosas, notando estas atenciones, se ponen a rezar con más
intensidad todavía por el alma de la amiga luterana y la rama, inexplicablemente, se
conserva verde y fresca durante varios meses.
Entre Isabel y la Virgen se establece un camino de acercamiento progresivo
que tiene su cúlmen en un día de abril de 1902: mientras se encuentra en el
hospital, para sustituir durante unos meses a una jefe de reparto, le traen un
telegrama. Ella intuye inmediatamente: aquel mensaje contiene la noticia de la
muerte del padre August. Y aunque triste por la lejanía y por no haber estado cerca
del papá, justo ella que ha acompañado hacia la muerte a tantos enfermos, decide

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no abrir enseguida el telegrama y lo conserva sobre su corazón hasta el final de su
turno de trabajo: “Pude de esta forma retirarme a mi habitación, estar sola y dar
libre espacio a las lágrimas. En cuanto cerré la puerta, una maravillosa dulzura llenó
mi alma y, arrodillándome, alcé las manos hacia alguien que yo sabía que estaba allí
presente conmigo y dije “María, Madre mia, yo te lo encomiendo. Tómalo, o Madre,
y dale la felicidad”. Fue mi primera oración a María”.
María Isabel entra en una fase decisiva de su vida, marcada por una
búsqueda interior cada vez más consciente y por sucesos que la llevarán a un
cambio.
Es el mes de junio de 1902 cuando una de las hermanas Cisneros, Emma, que
ha decidido abrazar la vida religiosa, pide una vez más a Elisabetta que la acompañe.
La destinación esta vez es Washington, donde Emma quiere entrar en el convento
entre las hermanas de la Visitación de Santa María, conocidas como visitandinas.

38
9

“Ahora veo todo claro”

Te doy gracias, Señor por el don precioso de la fe,


por la fe fuerte che no vacila,
que las tempestades no han podido nunca turbar
en esta fe tu estás cerca de mi
y mi alma está llena de paz y de esperanza.

A Isabel le cuesta comprender la decisión de la amiga y decide seguirla para


hacerle cambiar idea. Le parece inutil e inhumano retirarse del mundo en nombre
de la fe. Se pregunta: “¿Cómo es posible que una religión que exige sacrificios tan
dolorosos pueda ser la verdadera?”.
En Washington se encuentra el prestigioso ateneo de los jesuitas, la
Georgetown University, y María Isabel decide llevar allí a Emma, para consultarlo
con los padres, los cuales parecen divertidos frente a esta combativa sueca, de fe
luterana, que quiere impedir a la amiga que se haga religiosa. Le explican que la
elección del convento no implica una huida de las responsabilidades. Sí, es verdad
que algunos pueden ir para librarse de los problemas personales, pero en general, le
hacen entender, no es este el motivo, y de todas formas quien elige el convento sin
una llamada sobrenatural no logra vivir allí, porque antes o después lo considera
una prisión. Ella no lo entiende del todo, pero reflexiona: quizás algunas elecciones
de los católicos no son después de todo tan insensatas.
Isabel vuelve a New York y se sumerge de nuevo en el trabajo, pero su
búsqueda espiritual no para. Continúa a preguntarse sobre la verdadera fe y sobre la
manera de reconocerla, y poco a poco intuye que su necesidad de absoluto y de
perfección no podrá ser nunca satisfecha sobre la tierra. Medita sobre el hecho de
que, después de todo, ni siquiera Jesús, con los apóstoles escogidos por Él mismo,
logró formar un grupo de hombres tan puros y perfectos. El único verdadero redil,
buscado desde que era una niña, no puede ser encontrado así como así. Al
contrario, necesita verlo como una realidad, aunque sea humanamente insuficiente
39
e inadecuada, ha sido querida de todas formas por Jesús. Si se la mira de esta forma,
esta realidad es menos lejana de lo que se pueda imaginar. ¿Es quizás la Iglesia
católica?
Isabel, mientras crece su concientizacion, siente que está cercana a la meta
tan soñada y deseada. De hecho en el verano de 1902 escribe a la amiga Emma,
postulante en las Visitandinas, palabras que no dejan dudas sobre el resultado de su
recorrido interior: “¡Ahora veo todo claro. Voy a Washington!”.
Es el 12 de agosto cuando María Isabel se encuentra otra vez con el padre
jesuita que conoció algunos meses antes, y esta vez su petición es completamente
distinta de la anterior: “Pido humildemente ser acogida en la Iglesia católica”.
El religioso se siente feliz con la petición y responde que quisiera ocuparse él
mismo de una cuestión tan importante, pero está para marcharse a una misión,
tiene ya la maleta preparada. “Le presentaré – dice – a uno de nuestros padres, un
hombre muy santo que le ayudará en todo lo que necesite”. Pasan pocos minutos y
he aquí que llega este otro jesuita: es el padre Johan George Hagen, en aquel
tiempo director del observatorio astronomico de Georgetown. Recuerda Isabel:
“Mirando su cabeza gris y su rostro profundamente espiritual, sentí una gran
seguridad en mi alma: “Este es el hombre de Dios para mi”.
El padre Hagen, de origen austriaca, en esa época tiene cincuenta y cinco
años, nacido en Bregenz, junto al lago de Costanza, en el 1847. Fue ordenado
sacerdote en Inglaterra después de haber estudiado matemáticas, física y teología,
es un astrónomo afirmado y un apreciado profesor. Fundador de un observatorio en
Wisconsin, desde 1898 es director del observatorio de Georgetown, donde estudia
las estrellas variables. Adquiere la ciudadanía americana, se dedica también a
mejorar tecnicamente los instrumentos, logrando obtener los medios económicos
para comprar un nuevo telescopio que se instala en 1893.
Cuando conoce a María Isabel Hesselblad, el padre Hagen no sabe todavía
que dentro de algunos años, basándose en los juicios favorables otorgados sobre él
por los directores de Harvard College Observatory de Cambridge y del Observatorio
naval de Washington, Pio X lo llamará a Roma para nombrarlo director del
observatorio vaticano (Specola). Por el momento está dedicado a sus estudios, que
lo llevan a publicar un importante manual, pero es también director espiritual, y
justo por eso viene presentado a la señorita de origen sueco que quiere ser admitida
en la Iglesia católica.

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Elisabetta tiene prisa. Como sucede a menudo a los convertidos, después de
haber superado tantas dudas y tantos momentos de obscuridad, ahora que lo ve
todo claro quiere proceder rápidamente al gran paso, y lo dice sin darle tantas
vueltas al padre jesita: “Se lo ruego, sea tan amable de recibirme enseguida en la
Iglesia!”.
El motivo de tanta prisa se basa en el hecho de que Isabel está de nuevo a la
vigilia de una nueva travesía atlántica hacia Europa. María Cisneros la ha invitado a
acompañarla en un viaje que tocará varios paises, entre los cuales se encuentra
Suecia: una ocasión única para volver al pueblo de origen y encontrar a su familia.
La respuesta del padre Hagen es previsible y comprensible: “Mi querida
joven, ¿cómo puedo hacer eso? No la conozco, aunque me la hayan presentado
bien. Es imposible”.
La respuesta está llena de tristeza: “Oh no, reverendo padre, perdóneme,
pero no puede ser imposible”. Desde hace casi veinte años he combatido en la
oscuridad; por muchos, muchos años he estudiado la religión católica y rezado para
obtener una fe robusta, una fe tan fuerte que aunque si el Papa de Roma y todos los
sacerdotes abandonasen la Iglesia, yo nunca lo haría. Poseo ya esta fe y estoy
preparada a someterme al examen sobre cada punto de ella”.
La resolución de Isabel sorprende al padre jesuita, que decide someterla a un
verdadero y propio interrogatorio sobre los temas de la fe y de la religión católica.
La conversación se prolonga, y al final el padre Hagen tiene que admitir que tenía
razón ella: “No encuentro ninguna razón para no admitirla en la Iglesia”.

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10

El gran día

¡Solo Dios! Cuando a menudo he perdido la confianza


en las criaturas habiendo necesitado ayuda.
Solo Dios ha sido mi sustento.
Te doy gracias, mi Señor; aumenta en mí
el amor y la gratitud por todos tus maravillosos dones.

Es el 2 de agosto de 1902. Faltan tres días para el 15, fiesta de la Asunción de


la Santísima Virgen, y el padre Hagen decide que será ese el gran día: “Celebraré la
misa en la capilla del convento y la aceptaré en la Iglesia. El domingo siguiente, el
17, podrá recibir la sagrada comunión. Los días que quedan los puede pasar en
retiro en el convento y venir dos veces al dia a hablar conmigo para seguir con las
instrucciones”.
Son dos personalidades complejas y temperamentales las que entran en
contacto en Washington. Por una parte la luterana sueca de treinta y dos años que
ha viajado por medio mundo y quiere hacerse católica. Por otra parte un jesuita de
fuerte espiritualidad, matemático y científico que ama observar el cielo indagando
sobre los misterios de la creación. Lo que los une es sin duda la búsqueda de la
verdad, pero también la determinación unida a un marcado sentido práctico. Se
establece entre ellos una intensa relación. Los papeles quedan bien definidos, pero
los dos en cierta manera se complementan entre sí.
En espera del bautismo fijado para el día 15, las hermanas tratan a María
Isabel con gran delicadeza, mientras los encuentros con el padre Hagen continúan
regularmente. Al final, el jesuita hace una última pregunta: “¿Ha comprendido todo
con claridad? ¿No le quedan dudas sobre alguna cosa?”.
La respuesta es firme: “Ninguna duda sobre la fe. Hay solo una cosa, admite
Isabel, que todavía no comprendo plenamente y que me parece “bastante extraña”:
es la disciplina corporal.

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La respuesta es decidida: “¿Usted, que ha leído tanto la Biblia, no ha
reflexionado sobre las palabras de San Pablo? “Ahora yo me alegro en los
sufrimientos que padezco por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los
sufrimientos de Cristo, por su cuerpo que es la Iglesia”.
Esto no significa que la pasión de Cristo haya sido incompleta. Nos
demuestra más bien que su pasión continúa en los miembros de la Iglesia, su
cuerpo místico”.
Para Isabel es una revelación. Unida todavía a la forma de pensar luterana,
fundada en el desapego o indiferencia, he aquí que se abre ante Isabel un escenario
completamente nuevo: “Se insinuó en mi alma el deseo secreto de que se me
permitiera estar con mi amado Señor en su pasión. ¡Que distinto era todo esto de
las ideas de los protestantes que buscan solo evitar todos los sufrimientos!”.
De este modo, delante del Santísimo Sacramento custodiado en la capilla de
las hermanas visitandinas, Isabel ofrece su deseo más profundo: participar en la
pasión de Jesús. “Solo entonces podré decir con san Pablo: no vivo yo, sino que
Cristo vive en mi”.
El bautismo nos lo cuenta con estas palabras: Fui bautizada en la Iglesia
católica en las gradas del santuario. Estaban junto a mí mis dos amigas madrinas,
una a la derecha y la otra a la izquierda, teniendo entre sus manos una vela
encendida. Derramaron sobre mi cabeza el agua bautismal, me ungieron con el
santo crisma, las manos consagradas sobre mi cabeza, escuché la bella oración de la
Iglesia: “Suplico tu bondad eterna, Señor santo, en favor de esta tu sierva a la cual
quisiste conceder tu luz, purificarla, santificarla, introducirla en tu verdadera luz”.
Regresé a mi reclinatorio y todo el mundo desapareció ante mí. Sería imposible
describir aquella experiencia. Era como si se me pusiera delante toda mi vida pasada
en un abrir y cerrar de ojos; todas las bellas escenas naturales de las que había sido
testigo en mis viajes a través de las montañas de Suecia, de Noruega, de los Alpes, y
otras escenas por mar y por tierra; todas las obras de arte que había visto en las
numerosas galerias; todo aquello que había deseado de bueno y las cosas bellas de
este mundo. Todo estaba colocado en un inmenso cuadro y una mano fuerte, de un
golpe, lo tiró al suelo. La sola realidad que veía, que sentía, era Dios. El único deseo
era el de hacer su santa voluntad a toda costa. Esto no significa que no pudiera ver
más a Dios en su creación; era como una gracia interior, por medio de la cual Él se
mostraba a mí de una forma más completa. Estoy firmemente convencida, Él se
había convertido en la plenitud para mí, como nunca antes: podría decir ‘todo en

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todo’. No deseaba nada más. En un instante el amor de Dios se derramó sobre mí.
Comprendí que este amor podía ser correspondido solo con el sacrificio, con un
amor preparado para el sacrificio por su gloria, por su Iglesia. Sin dudarlo ofrecí mi
vida, mi voluntad de seguirlo por el camino de la cruz”.
Dos días después, el 17 de agosto, Elisabetta recibió por primera vez el
sacramento eucarístico. “He aquí el momento maravilloso. El venerado padre tiene
en la mano frente a mí la Hostia sagrada, mi Dios, mi Señor y Redentor, escondido
bajo las especies del pan y del vino y escucho aquellas admirables palabras: “Corpus
Domini nostri Jesus Christi custodiat animam tuam in vitam aeternam”. Recibo a mi
Señor y le susurro: “Sí, mi Dios, custodia mi alma para la vida eterna”. Sabía que dos
días antes, en el santo bautismo Dios se había convertido para mí todo en todo;
pero hoy lo sentía todavía más profundamente: era como sellar un pacto con toda
solemnidad”.
En septiembre de 1902 Isabel y la amiga María se ponen en viaje. Se
embarcan en el barco Celtic y aquí le llega a María Isabel una carta del padre Hagen,
la primera de una larga serie, en respuesta a una carta suya en la que le pedía
consejo sobre la práctica de algunas penitencias para conmemorar la crucifixión:
“Mi querida hija en Cristo, ‘en Cristo os he engendrado’, decía san Pablo a sus
cristianos. ¿Por qué no te podría decir lo mismo a ti? Tu propuesta de conmemorar
la pasión de nuestro Señor los viernes es buenísima y encuentra mi aprobación.
Quisiera solo concederte mayor libertad en el tiempo y extenderlo desde el jueves
por la tarde al viernes por la tarde. Es muy frecuente la celebración de la Hora Santa
el jueves por la tarde. A las tres no estás siempre libre. Puedes ofrecer todo tu eficaz
trabajo, especialmente tus santas comuniones, por tu amada Suecia”.
Quedamos sorprendidos frente al diálogo entre estas dos personas. Las dos
viven en el mundo y están completamente comprometidos; ella en la atención a los
enfermos, él como científico. Y no obstante mantienen viva esta dimensión
espiritual que se manifiesta también en las prácticas devocionales más populares y
de ellas recibe alimento.
El padre Hagen, astrónomo como es, en aquella primera carta le dá también
otros consejos: “No olvides mirar el planeta Júpiter a sur-este y un poco más a su
derecha Saturno (la estrella luminosa más cercana a Júpiter, a la derecha). Unos
buenos anteojos podrían hacerte ver los cuatro satélites de Júpiter y quizás también
el anillo de Saturno. Te saludaré cada tarde desde mi observatorio”.

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A mitad del viaje Isabel se sintió mal. La patología que sufre vuelve a
manifestarse en la peor de las maneras. La hemorragia debida a las úlceras gástricas
la obliga a estar encerrada en su cabina durante el resto de la travesía. María Isabel
está muy débil y sufre, pero al mismo tiempo está feliz de tener algo que ofrecer al
Señor, en unión con su pasión. “Los que estaban a mi alrededor pensaban que
habría muerto, y yo me preparé a morir con gozo y resignación: no deseaba nada,
tenía a Aquel que lo era todo”.

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11

Regreso a casa

Nuestro mayor gozo debería consistir


en hacer la voluntad de Dios, lo que para nosotros,
consiste en vivir nuestra vocación
no en nuestra propia satisfacción
o en los deseos sentimentales de todo aquello
que es inútil a nuestro progreso espiritual.

Finalmente el barco llega al puerto de Liverpool, pero las dos amigas tienen
que ir hasta Londres. María manda un telegrama a un médico para que venga
enseguida, cuando lleguen al convento de la Asunción en Kensington Square, y
cuando el doctor se entera de que la enferma ha viajado desde Liverpool a Londres
en aquellas condiciones comenta: “Dadme una cuerda y atémosla a la cama. Estoy
sorprendido de que no haya muerto desangrada”.
Al día siguiente María Isabel ingresa recibí con gozo el santo viático. A los dos
sacerdotes que venían regularmente a darme los santos sacramentos pregunté que
dónde se encontraba el convento de Santa Brígida en la clínica de San Thomas. “Allí
permanecí durante seis semanas. Uno no lo sabía, el otro me dio la dirección del
lugar donde se encontraba el monasterio antes de la reforma, o sea, Isleworth-on-
Thames, ahora castillo del duque de Northumberland. Escribí a aquella dirección y
después de seis meses la carta volvió a través de la oficina del correo extraviado. De
este modo el Señor me escondía a las brigidinas inglesas, hasta que me llevó a la
casa de Santa Brígida de Roma”.
En una carta del 10 de octubre de 1902, escrita dos días después de la fiesta
de Santa Brígida, el padre Hagen expresa admiración por la amiga: “Tu enfermedad
actual me demuestra la grandiosidad del esfuerzo que te imponían tu profesión de
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fe y su práctica”. Después, con el afecto de un padre, le dice que no se preocupe por
los errores de ortografía inglesa, por los cuales ella misma se disculpa: “Yo también
cometo errores y tengo las mismas dificultades, y a menudo mis amigos me hacen la
caridad de corregirme. Todavía no has aprendido el arte católico de tragar la
humillación sin pedir disculpas”.
Isabel una vez más se recupera, y en diciembre está ya en grado de
emprender el traslado a Suecia. Allí, con el dinero que ella había enviado desde los
Estados Unidos, la familia ha podido comprar una pequeña casa en el campo, en la
campaña de Västergötland. María Isabel, en sueco, la llama Fridhem, casa de paz, y
habla de ella como de ‘nuestro rinconcito’. Su intención, al principio, era de volver
ella misma a vivir allí, pero ahora la perspectiva ha cambiado. Siente que ha sido
llamada a realizar otra misión.
El relato de su vuelta a Suecia es apasionado y lleno de tormento. Gozo y
preocupación se mezclan en un torbellino de sentimientos. Isabel por una parte está
atraida por su tierra, que encuentra encantadora, y por el amor a sus familiares,
pero por otra parte teme su juicio sobre su conversión al catolicismo y llega a pensar
que había sido una tonta por el paso que había dado.
En Göteborg es acogida por uno de sus hermanos. Juntos viajan en tren
hacia casa, y desde la ventanilla Isabel puede admirar los pequeños lagos helados,
las rocas grises, la campaña cubierta de nieve. En la estación de llegada los espera
un trineo llevado por caballos, e Isabel describe la belleza de aquel momento: las
campanillas de las decoraciones que suenan alegremente, el trineo que resbala
sobre el manto blanco, su hermano y ella bajo la manta que los mantiene calientes.
Cuando llegan a la Fridhem, la mamá y las hermanas corren a su encuentro y la
abrazan. Enseguida quieren saber si se quedará para siempre, pero ella se obliga a
responder: se quedará solo durante las vacaciones de Navidad.
Nadie sabe todavía nada sobre su conversión, pero a la hora de la comida el
secreto no puede ya ser escondido: “Cuando estuvimos todos en pie alrededor de la
mesa para decir las oraciones antes de comer, me santigué con la señal de la cruz,
aquel signo maravilloso que nos une a todos los hijos de la única y verdadera Iglesia.
En un instante todos los ojos se volvieron hacia mí. Yo los miré a todos y dije: “¿Por
qué, queridos mios, demostrais tanta sorpresa y temor?”, e hice por segunda vez el
signo de la cruz pronunciando en voz alta las palabras: “En el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo”.

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El desconcierto entre los familiares es palpable. Los luteranos piensan que
no son necesarios estos gestos exteriores, tan queridos a los católicos. Una de las
hermanas, uniendo las manos, observa: “¿No es suficiente esto?”. Durante toda la
comida no se vuelve más sobre el argumento, pero podemos imaginar la tensión.
Por la tarde María Isabel le cuenta a la madre su conversión. La mujer está
preocupada, teme un escándalo. Pide a la hija que no se lo diga a nadie más, pero en
una familia tan unida es dificil no compartir algo tan precioso. Llegan las demás
hermanas, quieren saber de qué se está hablando, y enseguida nace una discusión
religiosa. Le dicen: “¿Qué puedes encontrar, querida hermana, en esa religión tan
extraña que te atrae? Algunas cosas son imposibles como por ejemplo el celibato de
los pastores de la Iglesia y de las religiosas. ¡Nuestro Señor no prohibió nunca a
nadie casarse!”. La respuesta de María Isabel es inmediata y combativa: “Queridas
mias, habeis tocado propio el argumento que antes que ningún otro me atrajo hacia
la Iglesia católica, o sea, la firme convicción de que Dios puede dar a las criaturas
humanas la fuerza y el poder de llevar una vida angélica aún estando revestidos de
carne. Dudar de esto significa dudar de la omnipotencia de Dios. También en la
naturaleza ordinaria de las cosas no todos están llamados al estado matrimonial”.
La discusión se prolonga, con citas de la Biblia por una parte y por otra. Nos
parece ver a estas hermanas que se confrontan con intensa participación emotiva,
mientras la mamá las observa en silencio.
Llega la Navidad, que en las regiones nórdicas se festeja con ceremonias tan
bellas e íntimas. No lejos de casa, en un bosque de pinos, hay una gruta natural,
reparada de la nieve. Allí María Isabel va a rezar cada día. No pudiendo hacer un
pesebre materialmente, lo hace en su corazón. Ayudada por sus hermanos, logra
llevar algunas piedras, para que la gruta tomara el aspecto de un pequeño oratorio
rústico. El escenario es estupendo y María Isabel se sorprende pensando que aquel
sería de verdad un lugar estupendo para un convento. Pero, reflexiona, “El hombre
propone y Dios dispone”.
En la vigilia de Navidad la familia se reune para escuchar el evangelio del
nacimiento de Jesús, leido por la mamá en su vieja Biblia, y a la mañana siguiente
todos participan al julottan, el servicio celebrado al salir el sol.
En aquella atmósfera pacífica y familiar, rodeada de tanto cariño y de las
tradiciones que la trasportan al tiempo de su niñez, María Isabel siente una lucha
interior. ¿Qué quiere el Señor de ella? ¿Que se quede allí, para dar testimonio de
que su elección de convertirse al catolicismo no la ha separado de sus seres

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queridos? ¿O al contrario, que emprenda su viaje, hacia algo que no es todavía
definitivo?.
Pasadas las fiestas de Navidad, decide partir. María Cisneros la está
esperando en Londres, pero no es solo por esto. Aunque en manera confusa ,
advierte que una fuerza superior, a la que no puede oponerse, la está arrastrando.

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¡A Roma!

¡La vida más perfecta es la vida de Jesús!


Vida de oración y de caridad hacia el prójimo.
Haber sido llamadas a imitar esta vida
es una vocación sublime.
Dificil, sí, pero Él, que da la vocación,
da los medios para cumplirla.

En Londres Isabel vive como si estuviera en otra dimensión. Aún en medio


del tráfico de Piccadilly está tan absorta en sus pensamientos y en los misterios de la
fe que pierde la noción del tiempo y del espacio. “Si mis amigas me llevaban al
teatro, a mitad del espectáculo no había visto ni oido nada; sabía solamente que
Dios estaba conmigo y yo con Él. Este fue para mí otro motivo de sufrimiento,
porque mis amigas no podían comprender el cambio de mi alma y me reprendían a
menudo por no demostrar suficiente interés por las cosas, como si yo no las
apreciara”.
Hacia finales de enero llega a Inglaterra la otra hermana Cisneros, Emma, y
es entonces cuando María Isabel comienza a comprender mejor el proyecto que se
está preparando para ella. Las amigas han decidido ir a Italia, a Roma, y le proponen
unirse a ellas.
¡Roma! Isabel tiene un solo pensamiento: finalmente podrá ver la casa de
Santa Brígida, y podrá verificar si la realidad corresponde a la visión que tuvo de
niña.
El viaje en tren comienza el miércoles de ceniza. De Londres a París y de aquí
a Turín y Pisa, cada etapa ofrece la ocasión de visitar lugares ricos de historia y de fe.
Y finalmente Roma, la ciudad eterna, donde siendo ya de noche, las amigas tienen
solo el tiempo de ir al convento en el que residirán, cerca de la Fontana de Trevi.
50
El momento tan deseado es aplazado hasta el día siguiente. Durante la
noche Isabel casi no duerme por la excitación. A la mañana siguiente, lo primero que
hace es ir a misa, después con las amigas sube a una carroza: destino obligatorio,
plaza de San Pedro.
Ella no tiene idea de dónde se encuentre la casa de Santa Brígida, ni tampoco
cual sea su aspecto. Por eso observa todo con particular atención, en busca de
indicios. El cochero, hace también un poco de cicerón y propone a las señoritas
extranjeras ir al Vaticano pasando por Campo dei Fiori, donde hay un mercado en la
calle, y cuando llegan ensalza la belleza del Palacio Farnese, que tienen delante.
Pero María Isabel, de pie, mira en otra dirección, a la derecha, cerca de una fuente.
No puede creer a sus propios ojos: ¡He aquí la casa de Santa Brígida! ¡La pequeña
iglesia entre dos imponentes columnas! Todo como en la visión de hace tantos años.
También la plaza es la misma, y que aquella sea la casa lo confirma la inscripción
sobre la puerta de la iglesia: “In honorem Sanctae Birgittae”.
Hacen parar la carroza y pagan al estupefacto cochero; las tres amigas
entran de impulso en la iglesia. Recuerda Isabel: “Mientras estaba de rodillas , llena
de gratitud por todas las gracias que había recibido, escuché una voz que me decía:
“ Es aquí donde quiero que me sirvas”. Pasó una media hora, y cuando la amiga me
tocó diciendo: “Tenemos que irnos”, me pareció que acabábamos de llegar. Había
sentido y escuchado a Dios como a una persona humana y cercana a mí, pero
cuando me puse en pie tuve miedo de que todo hubiera sido una ilusión, e invoqué
al Señor para que me protegiese y no permitiese que fuera engañada por mi
fantasía”.
Durante el tiempo de residencia en Roma, un domingo por la tarde, sucede
un episodo desconcertante. Deseosa de ir de nuevo a la casa de Santa Brígida, María
Isabel camina por las calles del centro histórico buscando la calle. Improvisamente
una mujer, vestida con dignidad, se le acerca, le escupe en la cara, pronuncia una
frase llena de hostilidad (“Toma, extranjera cazadora de iglesias”) y desaparece.
Isabel queda desconcertada. La agresión es del todo gratuita. Pero cuando se
repone, su primer pensamiento es para el Señor. Dice: “No soy digna de que me
hayan hecho lo que te hicieron a ti”. Después advierte un sentido de gratitud por
aquella mujer misteriosa que le ha permitido participar, aunque sea en pequeña
parte, a un aspecto de la pasión de Jesús.
Llegada a la plaza Farnese, Isabel se lava la cara con el agua de la fuente y
entra en la iglesia, donde observa con más atención y serenidad los cuadros y los

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ornamentos. Descubre de este modo que en la casa viven las hermanas Carmelitas y
que siendo ellas de clausura, no las puede visitar. ¿Pero dónde están las hermanas
de Santa Brígida? ¿La Orden existe todavía? ¿Y si existe, dónde trabaja?
Con el consejo de padre Hagen, María Isabel se dirige a otro jesuita, el padre
Salvatore Brandi, escritor y futuro director de la revista La Civiltà Cattolica, que
promete hacer todo lo posible por procurarle un encuentro con las Carmelitas en el
locutorio del convento. El padre Brandi le hace también una propuesta. Sabiendo
que dentro de poco habría venido a Roma el obispo sueco Albert Bitter, dice: “Yo
pienso que podría hacerse administrar la Confirmación por él. Una hija de Suecia
tendría que ser confirmada por un obispo sueco”.
El proyecto se concreta el 19 de marzo de 1903, fiesta de San José, cuando
María Isabel recibe el sacramento de la Confirmación de las manos de monseñor
Bitter, en la capilla de la Santa Cruz, junto a la residencia del obispo.
En ocasión de la Confirmación, Papa Leone XIII envía una bendición que
desgraciadamente llega cuando el obispo Bitter ha ya dejado el altar. Informado de
lo sucedido, éste propone leer la especial bendición papal el 25 de marzo, fiesta de
la Anunciación, en la iglesia de Santa Brígida. El obispo piensa que en aquella
circunstancia María Isabel podrá encontrar a la superiora de las Carmelitas y visitar
las habitaciones en las que vivió Santa Brígida, y es justo lo que ocurre.
Entrando por el ingreso de Via Monserrato, el grupo visita antes que nada la
habitación de la Santa, después es el momento del diálogo con la superiora, cuando
María Isabel tiene finalmente la posibilidad de hacer la pregunta que lleva en el
corazón: ¿existen todavía las hermanas de la Orden de Santa Brígida? ¿Y dónde se
encuentran?
La respuesta es decepcionante. La superiora de las Carmelitas no tiene
información sobre ello. Quizás, dice, hay algunas en España, o en otros sitios, pero
verdaderamente no lo sabe.
La estancia en Roma se acerca al fin. En los últimos días, Isabel se queda en
oración el mayor tiempo posible en la iglesia de Santa Brígida, y es propio allí donde,
una vez más, oye dentro de sí una voz. Dice: “Es aquí donde tienes que trabajar. Tú,
hija de santa Brígida, tienes que trabajar por Dios. ¿No es esto bastante claro?”.
La última mañana en Roma, antes de la marcha, Isabel se dirige una vez más
a santa Brígida para recibir la comunión. Quisiera olvidar aquella voz y llega a pensar
que ha sido una especie de alucinación, pero no puede esconderse a sí misma que
se siente atraida por aquel lugar de una manera del todo especial: “Cuando el tren

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estaba dejando la ciudad eterna, mi alma parece que se quedaba atrás, junto a
santa Brígida”.

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13

“Ven y sígueme”

Solo un amor ardiente e inalterable


es capaz de arriesgar una existencia,
porque solo el amor posee el secreto
de alegrar el corazón
en medio a los mayores dolores.

Durante el viaje de regreso a Londres el grupo de amigas se para, entre otros


lugares, en Genova, donde visita los lugares de santa Catalina, y en Paray-le-Monial,
donde la mística Margarita María de Alacoque tuvo las visiones de Jesús y de su
sagrado corazón.
Sea durante el viaje sea en Londres, Isabel continúa a rezar para ser liberada
de lo que ella llama ‘ilusiones’, pero he aquí que una tarde, en el convento en el que
se aloja, mientras está en adoración del Santísimo Sacramento, de nuevo advierte
dentro de sí la voz: “¡Regresa a Roma, a la casa de santa Brígida!”.
Isabel corre a su habitación y se pone de rodillas. La voz interior se está
convirtiendo en una obsesión. Pero de nuevo tiene otra visión: “Mientras estaba
rezando, me pareció perder mis pensamientos y me ví vestida con un hábito gris,
detrás de la ventana de la casa de santa Brígida, en Roma. Dos manos heridas, bellas
y delicadas, sostenían una cruz y me la ofrecían. Por un momento dudé,
extrañamente con miedo, pero improvisamente algo dentro de mí me hizo más
fuerte y yo tendí los brazos para recibir la cruz, diciendo: “Hágase tu voluntad; es
todo lo que yo busco”. Volví a la realidad, me levanté y me dí cuenta que eran las
cuatro de la mañana. No obstante fuese invierno y tuviese frio, mi cuerpo estaba
cubierto de sudor, tan intensa había sido la batalla de mi espíritu, pero
interiormente estaba de nuevo en paz y llena de confianza”.
La estancia en Inglaterra le ofrece la posibilidad de una visita a Suecia. Es
mayo de 1903 y María Isabel hace una etapa en Göteborg, en el convento de las
hermanas elisabetinas, que trabajan en la asistencia de los enfermos y de los
pobres. La iglesia se abre solo los domingos, para los pocos católicos de la ciudad,
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pero las religiosas le dan una llave a María Isabel, para que ella pueda estar en
compañía, como ella desea, del Santísimo Sacramento.
Un día, mientras ella está entrando, un grupo de holgazanes entra en la
iglesia. Gritan fuertemente, destruyen y pisan algunos ornamentos sagrados. A
María Isabel la empujan con violencia, pero en aquellos momentos en ella prevalece
el gozo: piensa poder asociarse a la pasión del Señor. Cuando los agresores se van,
siente la necesidad de pedir perdón al Señor por la presunción de haber deseado el
martirio. Pero la respuesta que le llega es una vez más esa voz: “Regresa a Roma, a
la casa de santa Brígida”.
La visita a la familia se desrrolla en un clima de afecto pero también de gran
pena, porque María Isabel está dividida entre dos opuestos deseos: por un lado
quedarse al lado de la mamá y de las hermanas, en su Fridhem tan amada, y por
otro hacer todo lo posible para responder a la petición de la voz.
Comprensiblemente, María Isabel en aquel mes y medio es bastante
“mimada” por su familia: le dan la habitación más confortable de la casa y la cama
más cómoda, pero ella no quiere aceptar estos mimos. Por la noche quita el colchón
y los almohadones de la cama, durante el día da grandes paseos por el bosque, va a
visitar la capilla construida con las piedras, reza el rosario. La voz se hace cada vez
más persistente: “Vete, vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y después ven
y sígueme”.
Es su hermana Agnese la que comprende la situación. Le dice a María Isabel:
“Yo creo que tú tienes obligaciones completamente diversas que te esperan. Ya has
hecho suficiente por nosotros. Ahora yo cuidaré de mamá. Todo se puede arreglar.
Venderemos Fridhem”.
Podemos imaginar el tormento interior de María Isabel. Aquella casa era su
regalo a la familia, el resultado de tantas fatigas. Pero son sus mismos familiares tan
queridos los que la ayudan. Le dicen: “Hemos recibido todo esto prestado”.
La decisión está tomada. En julio de 1903 María Isabel deja Europa y regresa
a América. Primero a Göteborg, donde encuentra a monseñor Bitter y le pide
consejo. El obispo responde: “Querida hija, se puede servir a Dios de muchas e
innumerables maneras. Ahora no puedes tomar en consideración ninguna
institución católica aquí en Suecia. ¿Religiosa en Roma, en la casa de Santa Brígida?
Un hermoso sueño. Regrese a América, tiene buenas relaciones en New York. Mi
consejo es el de marchar y emprender allí una actividad en favor de Suecia”. Para el
obispo la elección del monasterio no se debe tomar en consideración, pero María

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Isabel continúa pensando en la casa romana de santa Brígida e intuye que es aquel
el lugar donde está llamada a actuar.
En aquel periodo, deseosa de encontrar su verdadero camino, María Isabel
se dirige con insistencia también al querido padre Hagen, que le responde siempre
con afectuosa sabiduría. En las cartas del verano de 1903 el jesuita intenta hacerle
entender que no es trabajo del director espiritual indicar soluciones prácticas. Él
debe solo ayudarle a comprender la voluntad de Dios. Aconseja confrontar las
diversas órdenes religiosas para evaluar cual de ellas podría valorizar mejor los
talentos de una enfermera profesional, pero dice que no hay que olvidar también la
posibilidad de vivir como una laica consagrada, una solución que se adaptaría bien al
tipo de vida que llevaba María Isabel y su amiga María Cisneros.
No obstante, en una carta de agosto de 1903, frente a las reflexiones de
María Isabel, también él debe admitir que una cosa está clara: “Tu última carta era
una genuina “manifestación de conciencia”, dice expresamente y claramente que
estás llamada por la Providencia a una vida más alta en una Orden Religiosa, puedes
considerar este hecho como definitivo”.
Mientras trabaja como enfermera, María Isabel no deja nunca de pensar en
la casa de santa Brígida. Por eso decide escribir a la superiora de las Carmelitas que
había conocido en Roma, madre Hedwig, de nacionalidad polaca, pidiéndole si
existía la posibilidad de ser acogida entre ellas. Cuando le llega la respuesta positiva,
su gozo es incontenible, pero mientras tanto las úlceras gastricas vuelven a
manifestarse en la peor de las maneras, con numerosas hemorragias, y María Isabel
debe ingresar nuevamente en el hospital.
Las amigas le encuentran un lugar en una lujosa clínica, pero Isabel lo
rechaza. Con una decisión sorprendente desde el punto de vista humano, pero
perfectamente en línea con la visión de sí misma y de su propia vida, pide ser
trasladada a un hospital para los pobres, y allí, en una humilde habitación, con solo
una cama y una silla de hierro, permanece durante más de tres meses. Sus
condiciones son de verdad preocupantes, y esto la llena de preocupación. ¿Si está
para morir allí, en New York, cómo es posible que aquella voz continúe a empujarla
a tomar el camino hacia Roma? ¿Y cómo ponerse en viaje en su estado de salud?
Una vez más, lentamente, el cuadro clínico, aún permaneciendo crítico,
mejora, al punto de consentirle dejar el hospital. La decisión está tomada: irá a
Roma. También el padre Hagen le da su autorización. En espera de emprender su
viaje, para recuperar un poco las fuerzas, es huésped en un convento de New York.

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El amigo jesuita, en las cartas de ese tiempo, está lleno de atenciones. La
conforta, le aconseja lecturas bíblicas, la sostiene en la decisión de comenzar una
vida tan dificil, y como siempre le da muchos consejos prácticos. “No espere mucho
– le escribe en febrero – porque para finales de marzo están previstas las tormentas
equinocciales en el hemisferio del norte. Te acompañaré con mis oraciones”.

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14

Una sonrisa maravillosa

Las debilidades físicas no me angustian


cuando sé que poseo una tan copiosa riqueza,
la de ser conducida por el amor
y por la paterna voluntad de Dios.

María Isabel no viajará sola hacia Europa. Con ella está el hermano más joven,
Sten Ture, oficial de marina en una nave en el Oceano Pacífico. Dado que Sten llega
a San Francisco un mes antes de la partida de la hermana hacia Europa, es la misma
María Isabel la que le pide que la acompañe. Él es lo que se dice un hombre de
mundo: ama vestir elegantemente y trabaja para construirse una luminosa carrera.
Cuando llega a New York y ve a la hermana tan mal, encerrada en la celda de un
convento y dedicada por completo a la oración, no entiende lo que está pasando:
“¿Qué te ha pasado? Te consideramos la mujer más responsable de la familia, y ¿Y
qué significa todo esto?”.
Mi querido muchaho – es la respuesta – no debes preocuparte. Significa que
después de años de búsqueda tu hermana ha encontrado la verdadera fe, y paz y
gloria en Dios. Que Él te conceda el mismo don. Esta es mi ardiente oración”.
Sten responde sin medios términos: “¡Oh no, tengo otras cosa en que
pensar!”.
Hay que reconocer la sinceridad del muchacho y también la generosidad. De
hecho acepta acompañarla durante la travesía.
¿Qué habrá sentido Isabel, en el puente del barco, mientras veía alejarse la
estatua de la Libertad? Podemos imaginar sus sensaciones. Había vivido en los
Estados Unidos dieciocho años. Cuando llegó era una jovencita. Ahora para ella se
abre una página completamente nueva, llena de incertidumbre.
Durante el viaje, Sten se comporta como una ‘pequeña enfermera’. Así lo
define Isabel, que en el barco no renuncia a hablarle de Dios y de la fe, poniendole a
menudo bajo el brazo una copia del Catecismo. No obstante el mes de febrero fuese
conocido por sus tormentas, la German Lloyd procede rápida por un mar tranquilo y
la tarde del 24 de marzo llega a Nápoles.
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Aquí permanecen solo una noche, y el 25 de marzo de 1903, después de
haber ido juntos a la primera misa, toman el tren hacia Roma, donde llegan el
mismo día. La fecha es para recordarla porque ha pasado justamente un año desde
aquel día de la Anunciación, cuando el obispo Bitter dio a María Isabel la especial
bendición de León XIII en la iglesia de santa Brígida.
El encuentro con las Carmelitas es amigable – algunos bizcochos
acompañados de una copita de vino son la señal de la bienvenida de la superiora –
pero si lo vemos con los ojos de Sten, también un poco inquietante. Aquellas voces
que llegan de la oscuridad, detrás de la reja de la clausura, lo asustan. ¿Por qué
aquellas mujeres han decidido vivir así, como prisioneras?
Para Sten las monjas han encontrado un alojamiento no lejos de allí,
mientras María Isabel es introducida en el convento. Aquella primera noche el
sueño es profundo y al despertar, al alba, no conociendo las reglas impuestas a las
carmelitas, la primera cosa que hace es abrir la ventana. Ve la fuente de plaza
Farnese, escucha el gorgoteo del agua. He aquí la visión que tuvo de niña: ella a la
ventana, en la habitación de santa Brígida. Han pasado muchos años, pero aquella
imagen no se ha borrado de su alma, ¡Y ahora ella se encuentra verdaderamente
allí! ¿Es todo verdad, o se trata solamente de un sueño?.
En aquellos primeros días las monjas son amables y amorosas con la
huésped sueca. Hacen de todo para que pueda encontrarse bien entre ellas.
Mientras tanto, con la ayuda del padre Brandi, María Isabel se ocupa de la
formación religiosa de su hermano y él, poco a poco, acepta dejarse conducir: será
acogido durante la Semana Santa en la Iglesia católica. El padrino es un noble sueco
que vive en Roma, el conde Lagergren, que más tarde , en sus memorias, nos dejará
esta descripción de María Isabel y de Sten: “El joven Hesselblad era un marinero de
la flota americana y tenía una buena presencia. Su hermana era una joven mujer
sobre los treinta años, con una expresión particularmente atrayente: su rostro y sus
ojos irradiaban delicadeza. En su personalidad había algo indefinible. Cuando me
dijo que había venido a Roma para ser religiosa tenía una sonrisa maravillosa. Faltan
las palabras para describir la profunda impresión que hizo sobre mí.
Antes de su regreso a Nápoles, camino hacia los Estados Unidos, Sten había
decidido convertirse al catolicismo, recibe su primera comunión y María Isabel está
arrodillada junto a él. No se verán nunca más. Durante la primera guerra mundial,
en 1915, el oficial Sten Ture Hesselblad morirá ahogado, junto a toda su tripulación,
en el mar de Filipinas, en el intento de salvar a los marineros de un barco

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bombardeado. María Isabel lo sabrá solamente al terminar la guerra, en 1920, y
entonces ella entiende el significado de una visión tenida cinco años antes. Dos
barcos que se iban a pique en el mar, en medio de una tormenta. En el puente del
barco más pequeño una mujer, esplendente de luz, alza los brazos al cielo, mientras
un marinero está arrodillado delante de ella. En el agua hay muchos hombres, viejos
y jóvenes, y todos demuestran serenidad. La marina americana les hará saber que
Sten, para la operación de rescate en la que ha perdido la vida, se había ofrecido
como voluntario.
En el convento de las Carmelitas Isabel vive una condición toda particular.
No es considerada una postulante, ni tampoco una carmelita como las otras.
Además su salud, tan inestable, requiere prudencia, y madre Hedwig sabe bien que
su huésped no puede adoptar el severo régimen de oración, ayunos y penitencias
que requiere la regla.
La superiora es solícita y comprensiva. No pone condiciones ni mete prisa.
Siempre disponible y acogedora, deja que Isabel, enferma y débil, transcurra la
mayor parte del tiempo en oración, en la habitación donde murió santa Brígida, o en
la cama, sumergida en la lectura de los textos sobre la historia de la Iglesia católica.
Obligada, a causa de acusaciones injustas, a dejar el convento polaco del que
era superiora, a madre Hedwig se le puede considerar una emigrada. Perteneciente
a la aristocracia de su país, carácter fuerte y al mismo tiempo amable, es probable
que se identifique un poco con la joven sueca que ha pedido vivir con las monjas
Carmelitas de plaza Farnese. También ella, como Isabel, ha sufrido mucho, y
también ella ama esta antigua residencia en la que ha podido abrir una nueva fase
en su vida.
La vida en el monasterio transcurre día tras día. Isabel, pacientemente, crea
relaciones con los conventos brigidinos europeos de los que tiene noticias y
especialmente con la Abadía de Syon, cerca de Londres.
El estado de salud de Isabel es tan frágil que sus familiares insisten para que
regrese a su patria, donde según ellos, podría curarse mejor. Isabel sin embargo es
irremovible y no obstante las dificultades (también climáticas: el calor, la falta de
aire, para ella que es del norte, son un sufrimiento) ve solamente los aspectos
positivos. En pleno agosto, mientras echa de menos más que nunca la brisa de
Suecia, escribe: “Las hermanas son muy buenas conmigo y hacen por mí todo lo que
pueden. Tienen gallinas en el patio, y me dan los huevos frescos. El pequeño capital

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que poseo no sería suficiente en ningún otro lugar fuera de aquí, porque aquí lo que
se hace por un enfermo no se mide con dinero, sino por amor de Dios”.
No obstante los cuidados de las Carmelitas, el estado de salud de Isabel es
tan precario que la madre superiora manda llamar a un sacerdote para que le
administre la Unción de los enfermos.
El cuadro clínico está delineado, por la misma enferma, en una carta.
Enfermera experta, María Isabel sabe bien cual es su condición: “las numerosas
úlceras, que durante los últimos doce años se han ido formando en el tejido del
estómago, han permitido que el estómago se adhiriera a los músculos de detrás del
estómago y del hígado hacia la parte derecha. Algunas de las antiguas úlceras se han
abierto y en otros sitios se han abierto las cicatrices donde la comida se detiene y
esto me causa otras molestias como el dolor de cabeza, que no me permite estudiar.
Durante largas temporadas puedo solo estar sentada a la mesa de la celda y hacer
paquetes, que van por el mundo para la devoción de nuestras santas, o estar en la
cama cosiendo un poquito, bordando o trabajando la madera”.
Habiendo recibido el conforto de la Unción de los enfermos, Isabel se
recupera, pero la pregunta sobre su futuro es inevitable y la superiora, pasados
algunos meses, es obligada a retomar el argumento. Vivir en el convento y rezar por
la conversión de los pueblos escandinavos es bello y noble, pero el estado religioso
de esta católica sueca, convertida del luteranismo, tiene que ser aclarado. Es la
maestra de las novicias la que pone el interrogativo abiertamente: ¿Quiere ser
Carmelita, una laica consagrada, o qué quiere ser? ¿Qué hábito quiere llevar? ¿Y
dónde quiere ir, ya que en sus condiciones de salud ningún convento la puede
aceptar?
Nos cuenta Isabel: “Una terrible lucha se desencadenó en mi alma. Era como
si estuviera entre dos fuegos que me devoraban, pero tenía los ojos de mi alma fijos
en mi querido y dulce Señor Jesús, del que deseaba ser su esposa, y dejé todo en sus
manos. Tuve la fuerza de responder y dije: “Mi querida madre perdóneme todas las
molestias que la he procurado. No puedo dejar esta casa. Póngame en el sótano o
en la torre, y vístame como crea conveniente, aunque sea con esto”, y diciendo esto
señaló el trozo de tela que le servía como alfombra de sus pies. En aquel momento
la habitación se llenó de una luz maravillosa, clara y pura; todo desapareció y lo
único que veía era una pequeñísima mancha, como el más pequeñísimo de los
átomos. Miré y miré aquella pequeñísima mancha, una nada, mucho más pequeña
que las partículas de polvo que se ven cuando los rayos del sol penetran en una

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habitación oscura. Pero la luz era mucho más intensa que el rayo del sol, y la misma
voz que me ordenó atravesar el mar me dijo: “Eres tú”. Después de pronunciar estas
palabras la luz desapareció”.
Después de este episodio, madre Hedwig hace llamar a Isabel y la conduce a
la capilla de santa Catalina, donde un cuadro a óleo representa la segunda hija de
santa Brígida vestida con el hábito gris. Indicando el cuadro la monja carmelita
pregunta: “¿Es esto lo que deseas?”. Cayendo de rodillas y abrazando a la superiora,
María Isabel exclama: “¡Sí, madre mia, he rezado mucho para que Dios pudiese
hacer conocer su voluntad y mi deseo!”.

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15

Un santo hábito gris

Es una pena para mí ver a tanta gente segura de sí,


que son católicos desde su nacimiento y todo
han recibido sin esfuerzos o sacrificios,
mirar por encima del hombro a los convertidos.
¡Si conocieran lo que cuesta la lucha heroica
que tantos hermanos separados
han tenido que afrontar
para abrazar la fe y seguir la divina llamada!

¿Pero cómo consagrar a una hermana que quiere ser brigidina en un convento
carmelita? La situación es compleja. Durante dos años María Isabel, en el fondo, ha
vivido como una carmelita, sintiéndose a todos los efectos no hija de Santa Teresa y
de San Juán de la Cruz, sino de santa Brígida de Suecia. También madre Hedwig se
pone el problema y, no obstante, se demuestra siempre disponible y acogedora
hacia Isabel.
Viene en su ayuda el padre Salvatore Brandi, que en Roma, a petición de su
amigo y hermano padre Hagen, hace de confesor y director espiritual de María
Isabel.
El padre Brandi, como director de la revista de los jesuitas La Civiltà
Cattolica, encuentra a menudo al Papa, y tiene ocasión de pedirle el permiso
necesario para la vestición de Isabel. Pio X hace saber que no tiene nada que
objetar, y María Isabel no esconde su temor y su emoción a la vigilia del gran paso:
“Más se acerca el día en que recibiré el santo hábito, y más me siento indigna, y más
me doy cuenta de la responsabilidad que tengo al llevar este vestido. No es
solamente un cambio exterior de vestido y de formas. Tú, que ves los pensamientos
y los rincones escondidos del corazón, purifica el vestido interior de mi alma.
Purifícame de las manchas del orgullo, de la vanidad y del amor propio. He dejado el
mundo y con él todas sus vanidades”.
Los meses vividos como novicia transcurren sobre todo en la oración
silenciosa, en la habitación que la superiora le ha destinado. La mirada de Isabel ya
se extiende a toda Europa, a las comunidades brigidinas aún existentes. Escribe
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cartas, investiga, profundiza, quiere conocer cada detalle del estilo de vida de una
brigidina. Escribe a la Abadía de Syon, en Inglaterra, donde hay una comunidad, para
tener informaciones detalladas sobre cómo debe ser el hábito.
Y de esta forma, el 22 de junio de 1906, fiesta del Sagrado Corazón de Jesús,
en la capilla de santa Catalina, Isabel recibe y viste el hábito gris de las brigidinas.
Presentes a la santa misa y a la vestición hay dos monjas carmelitas, madre
Hedwig y otra monja, pero hay también un gran amigo de María Isabel: el padre
Hagen. Este padre ha dejado Washington y ha venido a Roma porque mientras tanto
el Papa lo ha nombrado director de la ‘Specola Vaticana’, el observatorio
astronómico de la Santa Sede.
La ceremonia ha sido descrita por Isabel de esta forma: “Por amabilidad de la
madre y en honor de santa Brígida, la ceremonia tuvo lugar en la pequeña capilla
donde ella murió y donde fue místicamente vestida por nuestro Señor. Nuestra
querida madre preparó todo con mucho cariño. El santo hábito fue depositado
sobre el altar de santa Catalina bajo el cuadro donde ella es representada con este
mismo hábito. En esta pequeña capilla mi querido padre bendijo el hábito y después
nuestra madre, hermana Birgitta y yo fuimos a la capilla de santa Brígida. Hermana
Birgitta llevaba el hábito: yo me arrodillé unos momentos y dije dentro en mi
corazón: “Vísteme, mi Señor, y adorna mi alma, divino esposo, con las virtudes que a
ti te gustan más, especialmente la humildad, la caridad, la obediencia y la pureza en
todas mis intenciones, y una verdadera correspondencia a tu gracia”. Después se dió
una especie de pasaje de entregas. “Fui a ver a mi queridísima madre carmelita,
besé su mano y el escapulario por última vez en el hábito del carmelo. La querida,
pequeña madre me dio su bendición y dulcemente me dijo: “Hija mia, yo te doy a
santa Brígida y a santa Catalina las cuales yo pensaba que te habían dado a mi”.
El 10 de julio sucesivo, en la capilla de santa Brígida, delante del padre
Hagen, María Isabel pronuncia los votos privados recitando la fórmula escrita a
propósito para ella por el padre jesuita: “Omnipotente y Eterno Dios, yo, hermana
María Isabel de santa Brígida, aunque indigna de tu mirada, estoy convencida de tu
infinita bondad y misericordia, y llena del deseo de servirTe, hago voto y promesa,
delante de la bienaventurada Virgen María, de nuestra santa Madre Brígida y de la
entera corte celestial, a tu divina majestad, que deseo conservar perpetua castidad y
virginidad, que deseo obedecer siempre a mi director en todas las cosas espirituales,
y que en el uso de mis bienes yo quiero ser siempre limitada a todo lo que es para el

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honor y la gloria de nuestra santa madre Brígida y sometida a mi director espiritual,
para practicar siempre la pobreza religiosa.“.
Hermana María Isabel de santa Brígida. Éste de ahora en adelante es su
nombre, pero ¿Qué sentido tiene ser hija de santa Brígida sin una comunidad de
hermanas brigidinas? ¿Cuál es el significado de la condición en la que se
encuentra? ¿Y cuáles serán las manifestaciones? Esta hermana enferma y sola, que
ha podido vestir el hábito gris gracias a la condescendencia de una carmelita
generosa, ¿Cómo puede pensar en hacer regresar a las brigidinas a Roma, a la casa
de la santa fundadora? Admite: “Tengo solo la buena voluntad y el deseo que Dios
ha puesto en mi".
Angustia y esperanza se alternan en el ánimo de la hermana María Isabel.
Bajo el plan humano todo parece inestable e insensato, pero la fe abre otras
perspectivas. “Un día, mientras caminaba por el salón que lleva a la terraza, vi
delante de mí cinco monjas con hábito brigidino y yo caminaba detrás de ellas. La
impresión que tuve fue tan fuerte que las lágrimas me corrían por la cara, y de
nuevo pedí a Nuestro Señor que no me dejara engañar por las ilusiones”.
La misión se clarifica cada vez más. Se trata de restablecer los contactos con
las comunidades brigidinas esparcidas por Europa, poner en relación los diversos
monasterios y trabajar para lograr el regreso de las brigidinas a Suecia y para que las
hermanas de hábito gris puedan regresar y estar presentes en Roma, en la casa en la
que santa Brígida vivió.
Hermana María Isabel hace imprimir unas estampas con la imagen de santa
Brígida y las manda por media Europa, a sacerdotes, religiosas, laicos. En cambio
recibe objetos de devoción que llegan desde conventos brigidinos, y que para ella
son inyecciones de entusiasmo. Contemporáneamente profundiza la espiritualidad
brigidina y toma conciencia de aquel carisma de la hospitalidad tan central en santa
Brígida. “Ella es la guardiana de sus reliquias en Roma”, escribe a padre Brandi.
La vida en el monasterio no es sencilla para la hermana. La convivencia con
las carmelitas requiere delicadeza, discreción y prudencia: “Tengo que tener mucho
cuidado y usar todo el tacto posible con la comunidad. Habiendo ofrecido mis votos
a santa Brígida, todo debe ser para su honor, y yo siento que tengo que trabajar por
todo aquello que le pertenece. Procuro también hacer todo lo que puedo por mi
madre carmelita y ofrecerlo por el progreso de nuestra Orden”.
La complejidad de la situación se simplifica con una circunstancia: Hermana
María Isabel pide a la priora de Syon que le mande las cartas no al convento de plaza

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Farnese, sino a la dirección de padre Brandi. Un gesto de delicadeza hacia las
Carmelitas, pero también de autodefensa, porque ha descubierto que algunas de las
cartas destinadas a ella, y que probablemente tenían un contenido demasiado
brigidino, no se las han entregado y otras han sido señaladas como los cuadernos de
los niños”. Formaba parte de las costumbres de aquella época abrir las cartas de las
monjas y la cosa era aceptada por las religiosas, pero hermana María Isabel teme
que el contenido de las cartas, si se interpreta en manera no correcta, pueda
deteriorar la relación de manera irreparable.
La salud es la que es, pero hermana María Isabel está llena de ideas, y su
sentido práctico, unido a una buena dosis de astucia femenina, no decae. Por
ejemplo, a propósito de los posibles modos de hacer regresar las brigidinas a
Suecia, piensa a una actividad para evitar las severas normativas de su país de
origen. Dado que las autoridades no darían nunca la autorización para abrir un
monasterio católico, ¿Por qué no pensar en una casa para ancianos y para retiros en
honor de santa Brígida? Podría ser un primer paso. Sin embargo, escribe, es por
ahora solo una idea mia”.
A las hermanas de la Abadía inglesa de Syon, con las que tiene contactos más
frecuentes, pide repetidamente que manden a Roma a alguna brigidina. La
respuesta, sin embargo es negativa: el proyecto es excelente, pero la Abadía no
posee fuerzas suficientes para realizarlo.
A la Abadía inglesa hermana Maria Isabel se dirige con numerosas
peticiones. Por ejemplo, expresa el deseo de poder recibir un breviario brigidino,
dado que no ha visto nunca ninguno, así como los textos de la Regla y de las
Constituciones de los padres brigidinos. Además busca unión de oraciones con la
comunidad de Syon, no obstante la lejanía física, al fin de poder formar parte, en
cierto modo, de aquella comunidad y miembro de la Orden Brigidina.
En el plano humano, no obstante, reconoce que la situación es extraña: de
hecho ella es una brigidina sola, aislada, dentro de un convento de Carmelitas. Con
una imagen eficaz llega a admitir: “Me parece que he corrido delante de mi amado
Señor y maestro en lugar de ir humildemente detras de Él”. Sin embargo un
resquicio se abre cuando desde Syon le responden que, si no propio a la Orden,
puede agregarse a ellas como “hermana del capítulo”: un tipo de unión solo
espiritual.
Separada de su verdadera comunidad, hermana Maria Isabel busca consuelo
en la unión con las hermanas inglesas. Y cuando se da cuenta de haber sido

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entrometida, pide humildemente perdón a la Abadesa con la promesa de “crecer en
fortaleza y en el espíritu”.

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67
Tras las huellas de las brigidinas

Damos gracias a Dios por nuestra maravillosa


vocación y procuremos vivir según
el ejemplo de Jesús. Nuestras casas religiosas
tienen que ser formadas en el ejemplo de la casa
de Nazareth: oración, trabajo, sacrificio.

El sentimiento de soledad percibido por Isabel aumenta por el hecho de que,


a veces, en la casa de Roma las personas que vienen a visitarla o preguntando por
ella, no son recibidas. Cuando ella se da cuenta, no acusa a nadie, al contrario
comprende la turbación de las Carmelitas. Dado que ella, de hecho, está haciendo
todo lo posible para traer a las brigidinas a Roma, a la casa en que habitó la grande
santa sueca, las Carmelitas tienen un buen motivo para preocuparse.
Además se crea un curioso malentendido. Dado que hermana María Isabel
manda continuamente estampas y medallas de santa Brígida, sucede que le
responden con cartas de agradecimiento dirigidas a la “Abadesa Isabel”. Y cuando
por fin aclara que es solamente una “pobre hija huérfana de santa Brígida en Roma”,
la cantidad de correspondencia aumenta ulteriormente, como signo de solidariedad,
y aumentan también las personas que llegan a la casa para conocerla.
Todo esto agudiza la tensión latente con las Carmelitas, que ya no saben como
controlar la presencia de la hermana brigidina e temen que ella esté proyectando
sustraer su casa.
A un cierto punto a hermana María Isabel le viene la duda de que madre
Hedwig quiera vender la casa de plaza Farnese y se lo dice a las hermanas inglesas,
pero es la misma madre la que la tranquiliza: “Querida hija, yo no venderé nunca a
nadie la casa si no es a las hijas de santa Brígida”, y diciendo esto toma el rostro de
Isabel entre sus manos y la besa en la frente.
Una amiga americana muy rica (el nombre no es mencionado en las
memorias, pero casi ciertamente se trata de María Cisneros) se propone para la
compra de la casa. Esto parecería el fin de todos los problemas, pero hermana Isabel
advierte que no es esa la voluntad del Señor, y cuando al final la oferta es retirada
ella no siente ninguna desilusión. Al contrario, se siente aliviada: “Fue como si
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nuestro Señor permitiera esto, como para decirme: “¿Ves qué cosa puedo hacer?”
Pero no es esa mi voluntad”.
Como si no fueran suficientes todos estos problemas, en Roma comienzan a
surgir maldicencias sobre ella. Cuando se esparce la voz de que con las Carmelitas
vive una monja de otra Orden, no faltan las malas lenguas que difunden calumnias:
¿Qué habrá bajo todo esto?
Y en esta situación, en enero de 1907, acompañada por el padre Brandi,
hermana María Isabel es recibida en el Vaticano por Pio X.
Escuchando del padre jesuita que la hermana es “aquella hija de santa Brígida
de Suecia a la cual Su Santidad había concedido el permiso de vestir el hábito de
brigidina”, el Papa dice: “Pobre hija de santa Brígida, tan sola en Roma en la casa de
santa Brígida”.
“Sí, Santidad – responde hermana María Isabel – pero ruego que las hijas de
santa Brígida puedan volver de nuevo a Roma, a la casa de su santa madre”.
“La vida de un Papa - responde Pio X poniendo una mano sobre la cabeza de
la hermana – no es a veces bastante larga para ver satisfechos todos sus deseos”
El empeño es propio como lo indica el Pontífice. En los tres años que ha vivido
en Roma, hermana Isabel no ha dejado de buscar las huellas de las comunidades
brigidinas presentes en el mundo, y su investigación ha dado fruto. De hecho ha
encontrado nueve, que han sobrevivido a las veintisiete que surgieron en época
medieval. Además del monasterio de Syon Abbey en Inglaterra, cinco conventos
están en España, dos en Holanda y uno en Alemania.
El deseo de hermana María Isabel, no obstante la salud precaria, es el de
visitar cada una de estas comunidades, comenzando por la de Inglaterra, que
conserva la memoria del sacerdote brigidino Ricardo Reynolds, encarcelado y
condenado a muerte por Enrique VIII en 1535, como Tomás Moro, por no haber
firmado el Acto de supremacía con el que el Soberano establecía que el Rey es el
único jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra.
La víspera de la visita en tierra inglesa está llena de preocupación por un
problema menos formal de lo que puede parecer. La Abadesa de Syon, de hecho,
escribe a hermana María Isabel recomendándole energicamente que no se ponga en
viaje vistiendo el hábito brigidino. ¿Por qué?
He aquí la respuesta: “Cuando le enviamos a Roma, a su comunidad de
clausura de las Carmelitas, nuestro hábito de oblata, iba todo bien, pero si ahora se
trata de dejar su clausura y de hacer grandes viajes con este santo hábito, creemos

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que usted esté pidiendo más de lo que nosotras podemos concederle. Me permitirá,
querida hermana, si pongo las cosas tan claras delante de usted, puede entender
que si viene a Inglaterra con nuestro hábito va al encuentro de una severa crítica, y
nosotras también. Esto, estoy segura, que es la última cosa que desearía hacer, y yo
espero que si usted visitará Inglaterra, lo hará, teniendo en cuenta nuestros deseos,
con vestido seglar”.
El problema es doble. Hermana María Isabel, habiendo pronunciado solo los
votos privados, no pertenece a ninguna comunidad religiosa reconocida
canónicamente. Es por lo tanto una seglar y, como tal, no puede ser admitida en un
convento de clausura sin el permiso del obispo local. La Abadesa de Syon le ha
enviado el hábito pensando que María Elisabetta lo habría vestido solo dentro del
convento, en Roma.
María Isabel reacciona con elegancia. En una carta explica que se esperaba
algo así (“tuve una especie de presentimiento de que habría venido un tiempo en el
que vuestras mentes habrían estado llenas de temores y dudas contra mí”) y
asegura a todos: “Le será útil saber que que el vestido que llevaré en el viaje es mi
herencia por tantos años de trabajo entre los enfermos y los pobres, el uniforme de
enfermera”.
La cuestión del permiso necesario para entrar en un convento brigidino
volverá a la actualidad en otra ocasión, cuando hermana Maria Isabel tenga que ir a
España, a Valladolid, y en aquel caso será el padre Hagen el que hará de
intermediario, escribiendo a la Abadesa para garantizar por ella y precisando:
“Cuando su eminencia el señor arzobispo vea a hermana Isabel no tendrá ninguna
dificultad para concederle el permiso deseado. Delante de su eminencia el señor
arzobispo, podría quizás valer mi palabra de que hermana Isabel ha sido dotada por
Dios con una rara prudencia y tacto además de humildad de espíritu. Vuestra casa
no tendrá que tener ningún motivo de temor para recibir la visita, al contrario, se
edificarán y alabarán a Dios por las cosas buenas que descubrirán en ella. Puedo
asegurar esto delante de Dios con toda verdad y me alegro conmigo mismo por
haber sido elegido por la divina Providencia como testigo del plan de Dios sobre
esta alma elegida”.
Los buenos auspicios del padre Hagen sin embargo no serán suficientes, y
hermana Maria Isabel tendrá que esperar todavía mucho tiempo antes de poder
entrar en el convento español. De hecho el arzobispo se dirige al Vaticano, al
cardinal secretario de Estado, Rafael Merry del Val, y al cardenal José Vives,

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presidente de la entonces Congregación de los ritos (en nuestros días Congregación
para el culto divino y la disciplina de los Sacramentos), para obtener una
autorización que se hará desear, al punto de poner nervioso al mismo padre Hagen
que hará notar: “Aquí en Roma el cardenal vicario otorga el permiso a las mujeres
de entrar en los conventos” y “tú viste como era sencillo para tí entrar en la clausura
de Georgetown: pero entre América y España hay demasiados siglos” y además,
reflexionando en todos estos obstáculos: “Es como si una potencia invisible hubiera
sido enviada contra ti”.
Pero volvamos al viaje a Inglaterra. Hermana Maria Isabel emprende su viaje a
primeros de junio de 1908. Con ella viaja una religiosa de Mary Ward (Congregación
inglesa unida a la espiritualidad de san Ignacio de Loyola) y una joven señora
italiana. Más tarde, en Londres, la espera su amiga María Cisneros, y es ella la que le
hace de guía. María le acompaña a Isleworth (donde antiguamente surgía el
monasterio brigidino fundado en 1415 y suprimido en 1539, durante la Reforma,
cuando las brigidinas fueron exiliadas a Portugal) y al convento de Tyburn,
construido en el lugar en el que el beato Reynolds (después proclamado santo por
Pablo VI en 1970) padeció el martirio.
La estancia en Inglaterra le permite a Hermana María Isabel conocer no solo
las tradiciones y las costumbres de la Orden brigidina, sino también a las brigidinas
inglesas, que viven ahora en Syon Abbey, y que obtienen beneficios con su llegada.
De hecho, cuando intuye el espíritu práctico y la pasión que existen en aquella
hermana sueca, la priora no duda en darle algunos encargos.
El viaje a Londres es el primero de una larga serie, y se quedan perplejos ante
la fuerza de ánimo de esta hermana que, aunque enferma y débil, logra cada vez
ponerse en marcha y realizar sus misiones investigativas.

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17

España, Holanda, Alemania

Abandono completo en Dios,


renuncia de nosotras mismas,
glorificación de Él a través
de nuestro sacrificio:
estas son las cosas que tenemos
que hacer, en el convencimiento pleno
de que nosotras solas no podemos nada.

España, Holanda, Alemania, otra vez en Inglaterra. El ritmo de estas visitas es


increible. En todos los lugares Isabel establece relaciones, crea una estrecha
correspondencia, se confronta con las hermanas, se hace útil, descubre nuevos
aspectos de la espiritualidad del carisma brigidino, les cuenta sobre la casa de santa
Brígida en Roma, y lanza una vez más su idea de una refundación de la Orden,
pidiendo ayuda, disponibilidad y sobre todo el envío de religiosas que la puedan
ayudar en esta empresa.
En ciertos casos, como en Alemania, en Altomünster, sus condiciones de salud
empeoran a tal punto que las hermanas llegan a prepararle un lugar en la cripta del
convento, pensando que su fin sea inminente. Pero los planes de Dios son
misteriosos. Una vez más María Isabel se repone y encuentra las fuerzas, mientras
que el Señor llama a sí a la superiora del convento, madre Michaela, que muere
improvisamente.
Su disponibilidad y su espíritu de colaboración son tan grandes que la
segunda vez que vuelve a Londres a hermana María Isabel le encargan un viaje a
Irlanda, para recuperar a una joven religiosa que, según los consejos de sus médicos,
había sido mandada de nuevo a su familia por motivos de salud, pero que estaba
deseando volver al convento.
Antes de llegar a Valladolid, en abril de 1909, se para en Lourdes, en los
Pirineos, donde la joven Bernadette en 1858 tuvo las apariciones de la Virgen:
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“Llegando a Lourdes – escribe – quedé en éxtasis admirando el maravilloso
santuario en honor de la Bienaventurada Virgen y puse toda mi alma en Dios
suplicando por las necesidades de nuestra Orden”.
En Lourdes se queda tres dias, rezando el rosario. Después viaja a San
Sebastián y al monasterio brigidino de Lasarte, donde el consabido problema del
permiso necesario para entrar en clausura viene explicado así por hermana María
Isabel en sus recuerdos: “Muchas falsas noticias sobre mí habían llegado a España y
mucho más de prisa que yo y eran el motivo por que el obispo se negaba a firmar mi
petición”.
Con infinita paciencia, María Isabel llega a la residencia del obispo, para
entregarle las cartas de presentación escritas en Roma, pero éste se niega a
recibirla.
Las humillaciones las vive con espíritu de obediencia y son ofrecidas al Señor.
A menudo, las oraciones de esos días son de acción de gracias: cada dificultad la
acerca cada vez más a la pasión de Jesús, a lo largo del camino de la cruz.
Cuando hermana María Isabel encuentra a las hermanas hay una grande
emoción. Todas quieren saber cómo es la casa de santa Brígida en Roma, y cuando
escuchan que la hermana trae consigo una bendición especial del Papa, exultan de
gozo.
En todos los lugares que visita se encuentra con el mismo problema de la
entrada en clausura, pero las monjas la reciben en las habitaciones reservadas a los
huéspedes y de este modo, de una manera o de otra, es posible hablar con ellas y
discutir del estado en que se encuentra la Orden brigidina y del proyecto de llevar
algunas hermanas a Roma.
En los casos en que, aunque con retraso, el permiso llega, la escena es
siempre la misma: abrazos y lágrimas de gozo por la visita de esta obstinada sueca
que quiere reunir a la antigua familia brigidina y poner fin a la dispersión.
A propósito de las muchas dificultades creadas por el hecho de su entrada en
los conventos, será la propia María Isabel, años después, a confiarse con la Abadesa
de Syon que al pricipio hubo la maquinación de “una persona que mandó falsas
noticias contra mí a la Sagrada Congregación” vaticana. No conocemos la identidad
de esta persona, pero es la misma hermana María Isabel la que nos informa que el
responsable o la responsable, un día se arrepintió y fue a hacer penitencia a un
monasterio benedictino.

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En España, en enero de 1910, a hermana María Isabel le llegan noticias de que
los calumniadores de siempre han levantado otras acusaciones infundadas: ella, se
dice, iría de convento en convento para recoger ofertas en dinero para abrir un
monasterio brigidino no autorizado. En estos casos la receta mejor es la de no
rebajarse a estos niveles e ir adelante con confianza, y es justo lo que hace María
Isabel. Aunque sí, un poco de desánimo, inevitablemente, se apodera de ella, ella se
deja morder sin responder. Es una lección que ha aprendido a caro precio, y propio
por este motivo lo trasmitirá a todas sus hijas espirituales.
Entre los muchos momentos señala especialmente uno ocurrido en Holanda,
en el monasterio de Weert, donde vive Sofia Caterina Ehrenpohl, nacida en
Estocolmo de antepasados suecos y polacos, en esa época la sola brigidina sueca
existente. Crecida en una familia protestante, amante de la pintura, hermana María
Catalina (este fue el nombre que tomó de religiosa) se ha convertido al catolicismo y
ha dejado todo para retirarse a la clausura estricta de las brigidinas, donde por otra
parte ha continuado a pintar, produciendo también retratos de santa Brígida.
Podemos imaginar el encuentro entre las dos connacionales, entre las que
enseguida se debió establecer una sintonía particular, porque sabemos que
hermana María catalina se puso a disposición para ir a Roma, aunque no le fue
otorgado el permiso. En Holanda, hermana Maria Isabel, probablemente, no recibe
una acogida particularmente afectuosa de parte de las hermanas de Uden y de
Weert. Se intuye por el hecho de que en las memorias se habla poco de estas visitas.
Dado que no quiere expresar críticas hacia las personas, María Isabel, generalmente,
escribe poco a propósito de los aspectos negativos. De Weert, por ejemplo, en
septiembre de 1910, escribe con tono lapidario: “Mi estancia no será larga, porque
mis asuntos aquí terminarán enseguida”. Las hermanas holandesas temen a la
visitadora que llega de Roma y no quieren intromisiones en sus vidas.
Muy distinta es la acogida recibida en Alemania, en Altomünster, donde la
priora, madre Michaela, se muestra disponible y expresa simpatía por el proyecto de
hermana María Isabel, definido “un noble deseo”. De todas formas la priora (que
tiene sesenta y cinco años y dice que, si hubiera sido más joven, hubiera ido ella
misma), hace presente que por el momento no puede enviar religiosas a Roma,
porque en el convento hay mucho trabajo, y diciendo esto describe las actividades
de las hermanas, permitiéndonos también así comprender en qué modo se vivía en
aquel tiempo en un convento brigidino: “No puedo enviarle una profesa adecuada,
sin ofender a nuestro convento. Créame, queridísima hermana María Isabel, que por

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ejemplo, ahora tengo dificultad para hacer frente a los distintos trabajos de la casa.
Nuestro santo oficio necesita espacio y dura mucho tiempo, además tenemos otras
muchas oraciones; cada semana, durante la noche, la adoración al Santisimo
Sacramento; tenemos que lavar los manteles del altar y hacer las hostias para otras
iglesias de nuestro entorno. Tenemos una casa grande, dos jardines; todo lo
hacemos nosotras, aún los zapatos para la comunidad. Algunas hermanas están
enfermas y otras son ancianas. Siento decirle estas cosas, porque yo misma quisiera
que una comunidad de hijas de santa Brígida fuera fundada en Roma”.
Altomünster tiene un significado especial porque, junto a Vadstena, es el
único lugar donde se pueden ver la iglesia y las casas construidas según la regla
originaria querida por santa Brígida, pero si en Vadstena durante siglos no ha habido
ninguna brigidina, en Altomünster, en la católica Baviera, ha habido una presencia
continua.
Nos cuenta hermana María Isabel: “Era un gran gozo escuchar nuestro oficio
brigidino cantado tan bien, ver las antiguas ceremonias y costumbres, y tomar parte
en ellas en la medida en que era capaz. La comunidad estaba formada por cuarenta
miembros: veintiseis hermanas coristas, catorce hermanas laicas que cuidaban el
jardín, las vacas, los cerdos, las gallinas, ect. Sentí mucho ver que el original, tan
significativo, querido habito de nuestra Orden había sido cambiado de gris a negro
(...). Las celdas eran unas sesenta, todas alrededor del patio en el primer y segundo
piso, formando un cuadrilátero perfecto (...). Altomünster es la única casa de la
Orden que ha podido mantener una cripta para enterrar a las difuntas de la
comunidad”.

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18

Un paso decisivo

Mirando nuestro hábito gris tendríamos


siempre que recordar que es símbolo de penitencia
y reparación, y que hemos abrazado
esta vida con toda nuestra voluntad, o sea,
servir a nuestro Esposo divino en amor y humildad.

La salud de hermana María Isabel es siempre inestable. Las fatigas de los


viajes y los alojamientos precarios se han reflejado negativamente en su
enfermedad crónica. Sin embargo ella procura hacerse útil y siempre se pone a
disposición de los monasterios, incluso limpiando relicarios, como en Valladolid.
Durante los viajes no deja la relación epistolar con el padre Hagen, que no
solo, como de costumbre, la conforta y la sostiene, sino que le da consejos prácticos.
Por ejemplo en una carta de agosto de 1909, a propósito de la estructura de la
Orden escribe: “Tiene que tener una Madre General que tenga la facultad de poder
destinar a las hermanas de una casa a otra”. Y más: “Estoy de acuerdo con todo lo
que me dices en tu última carta, o sea, que la casa del noviciado para las hermanas
esté fuera de Roma. Tendría que estar en una colina, bastante alta para que se
pudiera ver el mar. Quizás no te des cuenta de lo que te digo, pero he visto muchas
monjas de clausura dentro de estrechos muros, y he podido constatar su depresión
mental y emotiva a causa de aquella estrechez y del martirio que soportaban, no
obstante su buena voluntad y su virtud”.
En marzo de 1911, después de casi tres años de misiones por toda Europa,
hermana María Isabel vuelve a la casa de Roma y puede hacer el primer balance.
Desde el punto de vista práctico no ha obtenido mucho. De la Abadía inglesa y de los
conventos españoles ha recibido la promesa de un envio de hermanas a Roma, pero
cada vez el proyecto viene obstaculizado por alguna dificultad. Sin embargo ha
acumulado un patrimonio importante bajo el punto de vista de la competencia y de
76
la sabiduría. Escribe en las memorias: “ Con toda humildad puedo declarar que no
fue por deseo de aventura ni por amor a viajar que emprendí estas fatigosas
peregrinaciones; mi salud en aquel tiempo estaba en tales condiciones, que sin una
especial gracia de Dios, me hubiera sido imposible. Después de mi regreso a Roma,
en 1911 y 1912, hice otro intento para obtener hermanas, pero otra vez estas
renovadas peticiones fallaron. A mi no me quedaba otra alternativa que la de
aprovechar el conocimiento y la experiencia que había adquirido durante los años
vividos en los distintos conventos brigidinos”.
Forma parte de esta experiencia también la evaluación del grado de fidelidad
a la espiritualidad brigidina de las comunidades visitadas. Por ejemplo, a propósito
del estilo de vida de las hermanas de Syon, hermana María Isabel nota que en aquel
monasterio se ha apagado el espíritu de mortificación interior y que sería necesario
un “trasplante” de religiosas que sintieran de verdad qué es la santa pobreza”.
En otras ocasiones, con su sinceridad característica, explica directamente a
sus hermanas che, si Dios concederá una fundación en Roma, no tendrá que ser
como las antiguas casas, “sino con algunos cambios, con los cuales la Orden pueda
ser más facilmente difundida en otros paises, y de este modo ganarían tambien las
antiguas casas, porque la devoción a nuestros santos sería mayor”.
Como se puede ver, no son ciertamente observaciones hechas para
conquistar la benevolencia de las religiosas a las que visita. No hay que maravillarse
que en muchos casos María Isabel encuentre una cierta desconfianza, y a veces una
abierta hostilidad. Por ejemplo, las brigidinas españolas han hecho de la clausura un
punto intocable y, mira por donde, llega de Roma esta sueca que imagina revisar
toda la organización de la Orden y de establecer la vida en base a cánones
renovados, proponiendo entre otras cosas llevarse a algunas religiosas consigo.
Durante sus viajes María Isabel ha constatado que los comportamientos y las
costumbres se diferencian de un convento a otro. Syon tiene una conducta mucho
más abierta hacia la vida exterior respecto a las comunidades españolas, ligadas a
una clausura estrecha. Ella prefiere seguramente el estilo de Syon, y no lo niega. Los
muros altisimos que ha visto alrededor de los conventos españoles le han trasmitido
un estado de opresión y de encerramiento que no concuerdan con sus ideales de
acogida. Ella opina que es necesaria una combinación de oración y de trabajo activo.
No se trata de excluir una de las dos dimensiones o de mortificar una a daño de la
otra. Más bien se necesita armonizarlas.

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Sin embargo las anotaciones de hermana María Isabel, propio porque son tan
claras y directas, hacen comprender cómo ella, aunque no tiene todavía un papel
de dirección y de coordinación, se esté ya moviendo en aquella dirección. En algunas
cuestiones se expresa como una auténtica superiora general, como cuando,
reflexionando sobre la aplicación de las reglas, sostiene la necesidad de adaptación
según las distintas nacionalidades, porque, explica, según su criterio no hay que
imponer algunas reglas desde lo alto, sino valorizar las ventajas, incluidas las
culturales, para poder tener conventos en los cuales las laicas puedan tener acceso,
para rezar y poder mejorar la propia formación religiosa, y se puedan tener cursos
para niños y para adultos convertidos en vista de la primera comunión.
Si los viajes a Europa, aunque entre luces y sombras, le han proyectado en una
dimensión nueva, el regreso a Roma está marcado por notables complicaciones. La
querida madre Hedwig ha muerto de repente y en su lugar hay una priora mucho
menos disponible y acogedora. La entrada en la clausura le ha sido prohibido, y no
es posible para ella recitar el oficio en el coro con las otras hermanas. Como
alojamiento le dan una habitación de alquiler en el sector del convento destinado a
los huépedes y se le dice claramente que esta sistemación es solo temporal. En
realidad es un preaviso: será alejada.
Parecería el final de todo, pero María Isabel advierte que aquello es sin
embargo un nuevo incio. Con el consuelo y el apoyo real de los amigos jesuitas,
padre Hagen y padre Brandi, decide dar un paso decisivo hacia la realización del
proyecto de traer algunas hermanas brigidinas a Roma.
El padre Brandi logra alquilar un piso con seis habitaciones en via Monserrato,
un lugar en el que hermana Maria Isabel pueda vivir en modo autónomo. La
propiedad es de las hermanas carmelitas y el piso forma parte de su residencia, pero
tiene un ingreso independiente.
Además, y es esta la segunda circunstancia decisiva, existe la posibilidad de
hacer venir a Roma tres jóvenes postulantes conocidas del padre Benedetto
Williamson, sacerdote inglés, bien conocido de hermana María Isabel desde 1904,
cuando Williamson, arquitecto de Londres que ha abandonado su carrera por la vida
religiosa, viene a Roma para estudiar en el Pontificio Colegio Beda. Puesto al
corriente de los proyectos de la hermana sueca, padre Williamson se siente también
un poco en deuda con la hermana María Isabel, porque ella lo ha ayudado y
animado en su intento de fundar una comunidad de hermanos, y así ahora puede
comunicar con gozo los nombres de las postulantes provenientes de Inglaterra.

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Entre ellas hay dos jóvenes que tendrán un papel importante en la vida de
María Isabel. Son Florence Flanagan, que después será hermana Catalina en honor
de la hija de santa Brígida, y Amy Davis, que tomará el nombre de hermana
Reginalda en honor del mártir brigidino Ricardo Reynolds.
El piso se presta muy bien para acoger a la pequeña comunidad. La entrada,
en via Monserrato, es la que viene usada en general por los peregrinos para llegar a
las habitaciones de santa Brígida y de santa Catalina en los dias de fiesta o en
especiales ocasiones. Las habitaciones están situadas a lo largo de via Monserrato
hasta la esquina de plaza Farnese. Uno de los dos saloncitos se convierte en capilla,
y al final del largo corredor hay un local que se convierte en sala común, con amplias
ventanas que dan a la plaza.
Esta sala se encuentra propio bajo la primera celda que fue habitada por
hermana María Isabel cuando, llegada a la casa de santa Brigida, se asomó a la
ventana y vio que todo era igual a la visión que tuvo de niña.
La cocina y la lavandería se encontraban en la parte de atrás, más bien
pequeñas y tampoco la calefacción es ideal, porque hay solo una pequeña estufa,
pero en su conjunto las ventajas superan las desventajas y sobre todo el piso es
parte integrante de la residencia que surgió alrededor de la antigua estructura y de
la iglesia de santa Brígida, casi pared contra pared con la habitación en que la santa
murió. Y como hermana María Isabel y las postulantes pueden visitar libremente
estos lugares tan preciados, se puede decir que la pequeñísima comunidad vive en
intimidad con la fundadora y con sus recuerdos más queridos.
Pero revivamos aquel día especial, el 8 de septiembre de 1911. Son las siete y
treinta de la mañana cuando hermana María Isabel, ocupada en preparar el altar
para la misa en la habitación de santa Brígida, oye tocar el timbre. En la puerte de
via Monserrato encuentra al padre Benedetto Williamson con las dos postulantes
inglesas y con otra joven que se quedaré en Roma solamente pocos dias.

19

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Nace una comunidad

Si buscamos a Jesús, su Espíritu


habitará en nosotros, vivirá en nosotros,
y nuestra vida será una oración perpetua.
¡Jesús vive en nosotras! ¡Jesús es el Amor!

En este punto de la narración, como fuente nos serviremos sobretodo del


diario llevado por hermana Reginalda. Pocos minutos para la bienvenida y los recién
llegados entran en la habitación de santa Brígida, donde padre Benedetto celebra
seguidamente la misa y distribuye la comunión a la comunidad naciente. Hermana
María Isabel, que desde ese dia se convierte en madre María Isabel, dirige una
oración de agradecimiento al Señor pidiéndole que acepte el humilde inicio de la
comunidad y de continuar a conceder abundantes dones de gracia.
Aquellos primeros tiempos están marcados por un estilo de vida frugal, pero
también por tantos dones de amistad. Nos cuenta hermana Reginalda: “La vida era
dura, pero los corazones eran fervientes. Eramos felices por participar en la pobreza
de nuestro Señor. Nuestra madre nos consolaba siempre diciendo: “La Providencia
proveerá”. Al dia siguiente vinieron algunos amigos. En realidad no estuvimos nunca
sin amigos. Uno traía sábanas para nuestras camas de paja, otro provisiones para
nuestra pobre mesa, otro una lámpara para la iglesia y velas para nuestro pequeño
oratorio. Regalos útiles, incluso un antiguo cuadro de santa Brígida, enviado desde
Altomünster. Una artista sueca, no católica, pintó un cuadro de la “Mater Salvatoris”
rodeada de los santos brigidinos”.
Madre Isabel está tan atenta a las costumbres y a las exigencias de las jóvenes
inglesas que se preocupa de garantizarles una taza de té. Pero como en Roma no
existe esta costumbre y el té es caro, pide a la Abadesa de Syon que le mande un
poco. El padre Hagen también les manda naranjas y el padre Brandi una caja de
dulces.
En verdad, de la Abadia de Syon la madre quisiera un regalo mucho más
grande: que la comunidad inglesa pudiera acoger a sus postulantes para un periodo
de formación, pero el proyecto no se realiza. En todo caso el visitador eclesiástico se
declara favorable al estilo de vida de la comunidad, y esto es ya un gran paso.
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En noviembre de 1911 el arzobispo de Westminster, Francis Bourne, después
de haber sido elegido cardenal en el consistorio, visita el pequeño convento,
mientras entra, le dice a la madre Isabel: “Esta será la primera bendición que daré
fuera del colegio desde que he sido nombrado cardenal”.
De todos modos la paz dura poco. El 11 de mayo de 1912, de hecho, la
superiora de las Carmelitas avisa a la madre Isabel que para finales de agosto
necesitaba el piso. Además a las brigidinas se les ha negado el permiso de entrar
libremente en las habitaciones de santa Brígida y de celebrar allí la misa, y no les
será ya posible entrar ni siquiera en el día de san Enrique mártir, rey de Suecia, no
obstante la oferta hecha por madre Isabel a las Carmelitas para que en aquella
especial circunstancia se celebrase la misa perpetuamente por la Orden brigidina y
por la Escandinavia.
Madre Isabel ha usado, con finalidad de lucro, el privilegio de entrar en
aquellas habitaciones: Esta es la acusación infamante lanzada para justificar las
medidas restrictivas. Escribirá Isabel: “Los sufrimientos y las humillaciones de
aquellos años fueron muy saludables para mi alma (...). Recibí una gracia enorme
después de haber hecho al Señor un don tan pequeño: el de haber callado mientras
me acusaban injustamente. Mi deseo de sufrir por su gloria, por su Iglesia y por la
salvación de las almas creció muchísimo”.
Desde Londres escribe el padre Hagen: “La Providencia arreglará ciertamente
todas tus cosas, pero evidentemente nuestro Padre celestial espera de ti heroicos
actos de esperanza. Estás en el camino real hacia el cielo, que es el camino de
nuestro Señor al Calvario. No tendría que quedar nada de ti, para permitirle a Cristo
vivir en ti”.
Gracias al interés del padre Hagen y del portero de su residencia, el señor
Carlo Diadori, logran encontrar un hotelito en la via Aurelia. La casa, que se
encuentra cerca de las murallas vaticanas, por la parte de los jardines, le gusta a la
madre, especialmente porque está muy cerca de las murallas vaticanas, por la parte
de los jardines, y por encontrarse tan cerca de San Pedro. La residencia, que ha
estado deshabitada durante muchos años necesita algunos trabajos de reparación.
Nos cuenta hermana Reginalda: “Nuestros simples preparativos quedaron
ultimados. Con el corazón triste, pero con completa resignación a la voluntad de
Dios y con la esperanza de poder volver algún día, cantamos por última vez el himno
Ave Maris Stella en la santa casa donde Brígida lo cantó por primera vez”.

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Es a finales de agosto cuando la pequeña comunidad se traslada al hotelito.
María Isabel deja así el convento de plaza Farnese en el que vivía desde el 1904. “Lo
primero que había que hacer – escribe hermana Reginalda – era restituir la
habitabilidad a la casa. Había estado deshabitada durante muchos años, por lo que
se había reducido en muy mal estado. Las manos trabajadoras y el amor lograron
una rápida transformación”.
El 17 de diciembre el padre Hagen consagra la casa y cinco días después se
celebra la primera misa. En ese mismo mes el Papa Pio X recibe en audiencia a
madre Isabel, la bendice junto a todos los hijos de santa Brígida esparcidos en el
mundo y, escribe hermana Reginalda, “la saludó con paterna benevolencia”.
En aquel periodo, mientras los problemas de salud una vez más la ponen a
dura prueba, la madre escribe: “Yo seré siempre la humilde sierva de la Orden. He
procurado ir adelante y preparar el camino a lo que tiene que venir. A todos
aquellos que me llaman reverenda madre, señora Abadesa, superiora ..., yo
respondo que soy una voz que grita en el desierto para lo que tiene que venir. Todas
las Ordenes religiosas se esfuerzan por tener una casa en Roma. Si nuestra Orden
mostrara un justo interés por nuestros esfuerzos aquí, estoy segura de que los
recursos llegarían. Es importante que esta casa romana esté unida a una de las otras
casas de la Orden.
El 13 de junio de 1913 el Papa aprueba la forma de vida de la comunidad,
pero las tres componentes, para la Congregación vaticana, son consideradas oblatas,
o sea, laicas consagradas.
El 2 de julio Amy Davis e Florence Flanagan piden vestir el hábito gris de las
brigidinas con el velo blanco de las novicias, convirtiéndose así en hermana
Reginalda y en hermana Catalina.
Para tener una pequeña entrada las hermanas trabajan, también para las
otras iglesias y comunidades, intensificando de este modo los contactos externos.
Para la fiesta de santa Brígida de 1913, el 8 de octubre, en su pequeño oratorio se
reunen personas de nueve distintas nacionalidades, comprendidas tres
escandinavas. La oración común es para el regreso de los protestantes de
Escandinavia al único verdadero redil. Toma así inicio el apostolado de acogida
ecuménica que será siempre central en el carisma y en la vida de la comunidad.
El 12 de enero de 1914 llega el permiso para poder
conservar en la casa la Eucaristia. Los domingos y en las solemnidades es
posible impartir la bendición eucarística. Para estar más unidas a la Iglesia universal,

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la comunidad adopta el misal romano en substitución del antiguo misal brigidino. El
altar para la capilla ha sido esculpido por la madre Isabel.
El pequeño grupo comienza a crecer. De Inglaterra, mandadas por el padre
Benedetto, llegan otras dos jóvenes, que toman el nombre de hermana Brígida y
hermana Ricarda.
El 20 de agosto de 1914 muere Pio X. A la cátedra de Pedro sube el cardenal
Giacomo Della Chiesa, con el nombre de Benedicto XV. La primera guerra mundial,
que el nuevo papa definirá “Inútil exterminio”, comienza a ensangrentar a Europa
propio en aquellos dias.
En Italia la situación es todavía más trágica a causa del dramático terremoto
que golpea Marsica, en Abruzzo, y parte del Lazio. Los muertos son cerca de treinta
mil, decenas de millares de heridos y sin techo. La comunidad brigidina acoge a seis
niñas y provee a sus exigencias con generosidad.
Madre Isabel está tan enferma que pide recibir una vez más la Unción de los
enfermos. El padre Hagen la consuela y le dice que puede recibir el viático todos los
días, sin el ayuno, mientras dure el peligro. “Tus hijas – añade – no tienen que tener
miedo, como aquellos que tienen una fe débil, pero deben desear darte esta ayuda
sacramental”.
En febrero los propietarios del hotelito anuncian el aumento del alquiler y la
comunidad no teniendo los medios necesarios, se prepara de nuevo a un traslado.
La casa que han encontrado se encuentra en via Córsica, cerca de via Nomentana.
Para las exigencias del grupo es demasiado grande, pero tiene un bonito jardín y una
terraza. Es en esta época cuando madre Isabel tiene la ya recordada visión del
naufragio, sin saber que se refería a su hermano Ture, de cuya muerte será
informada solo cinco años más tarde.
Es en esta casa donde la comunidad da el último saludo, a finales de febrero
de 1917, a la hermana María Brígida, que junto a hermana Ricarda se había unido al
primer grupo de hermanas. Como en todas las familias, la enfermedad y la muerte
hacen visita periodicamente. Si la familia está unida por un sólido amor, estas
pruebas no las destruyen sino que las unen todavía más. Y esto es propio lo que le
sucede a la comunidad brigidina, conducida por madre Isabel la cual, no obstante
esté enferma también ella, está más que nunca dedicada al proyecto de llevar a las
hijas de santa Brígida a la casa de plaza Farnese.
En 1919 la comunidad se traslada una vez más: de via Córsica a via delle Isole,
a poquísima distancia. Y es propio aquí que en marzo de 1920 las hermanas pueden

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cantar el Te Deum de acción de gracias después que el grupo de oblatas ha recibido
la aprobación eclesiástica. La madre se convierte en abadesa de la Orden del
Santísimo Salvador, erigida canónicamente.
Los años en via delle Isole están carácterizados por los muchos encuentros. La
comunidad se convierte en punto de referencia para los escandinavos que viven en
Roma o visitan la ciudad. También el hermano del rey de Suecia, el príncipe Oscar
Bernardotte, es acogido junto a su esposa y sus dos hijas.
Un hecho conmovedor, en aquellos años, concierne a una religiosa de solos
veintiun años, hermana Maria Magdalena. Estudiante en el colegio de las ursulinas,
se siente atraida por la comunidad brigidina. Sus padres, ricos napolitanos, son
absolutamente contrarios a la elección de la joven hija, y así cuando Gilda (este era
el nombre de la joven) entra en el convento, acogida afectuosamente por madre
Isabel, los padres de la joven se presentan en la puerta del convento pidiendo que la
hija sea puesta “en libertad”. La situación se pone tan tensa que a un cierto punto
tienen que intervenir hasta los carabineros, pero es la misma joven la que aclara
todo diciendo que nadie la ha obligado, la elección es solo suya.
Quizás también porque ha sido sometida a muchos sufrimientos y tensiones,
Gilda enferma gravemente de tuberculosis. Se decide entonces aprovechar la visita
de un arzobispo para hacerle emitir sus votos, antes del empeoramiento fatal, y así
sucede, en presencia de madre Isabel y de todas las hermanas. Antes de morir, la
joven recibe la visita de su madre y las dos pueden, finalmente, reconciliarse.
Frente a éste y a otros muchos hechos que suceden en el convento, el padre
Hattais, capellán de las brigidinas, comenta: “Ninguna comunidad me ha dado nunca
tanto consuelo como la de via delle Isole. Estoy convencido que Dios piensa como
yo. Hay en esta comunidad un élite de almas que es verdaderamente notable”.

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Regreso a Suecia

¡Nada es demasiado pequeño en el servicio de Dios!


Ningún sacrificio es demasiado grande
para las misioneras
cuyo corazón está encendido de amor.

Con el consabido espíritu práctico, que nunca le ha abandonado ni siquiera en


los momentos más difíciles, en este periodo madre Isabel está procurando recoger
todo el dinero necesario para la compra de la casa de plaza Farnese, pero la
empresa es de verdad fatigosa. Cuando se entera de que la cifra que piden es de un
millón de liras de la época, la madre comenta: “El millón lo tiene Dios y nosotras
dejaremos la cosa en sus manos”. No es una rendición, sino más bien, una vez más,
un confiar en los proyectos de la Divina Providencia.
Mientras tanto un segundo proyecto, impulsado por la madre, está animando
la actividad de las brigidinas: formar una comunidad en tierra sueca. Este deseo
tiene raices lejanas, pero viene reavivado cuando, a finales de febrero de 1923, el
vicario apostólico en Suecia. Monseñor Müller, visita la comunidad de via delle Isole.
Sería estupendo, dice el obispo por iniciativa suya, si las brigidinas pudieran
volver a Suecia y si pudieran obtener la casa de plaza Farnese. De estos objetivos el
monseñor y madre Isabel pueden hablar también al nuevo Papa, Pio XI, durante una
audiencia.
Algunos meses antes madre Isabel ha enviado al pontífice una súplica,
pidiendole ayuda, y ahora, cara a cara, papa Achille Ratti se demuestra partícipe y
bien dispuesto. No puede prometer nada, dice, pero rezará y verá qué se puede
hacer.
En el verano de 1923 para madre Isabel existe la posibilidad, después de
tantos años, de volver a Suecia, y comprende que la ocasión no se puede
desperdiciar. La invitación llega de los condes Erik y Mary von Rosen, para el 55º
aniversario de la muerte de santa Brígida.

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Animadora, junto a su marido, de un grupo de luteranos suecos reunidos en la
Societas Sanctae Birgittae, la condesa tiene correspondencia con madre Isabel
desde 1911, cuando, enterada de que una hermana brigidina vivía sola en un
convento de carmelitas de Roma, había viajado para visitar plaza Farnese. Entonces
el encuentro no había sido posible, porque la hermana estaba de viaje, pero el lazo
de unión se mantuvo y se intensificó a traves de los años.
Madre Isabel comprende que el viaje es una ocasión única para fundar una
comunidad brigidina en Suecia. Y como la invitación ha llegado de manos de los
protestantes, nadie podrá decir que ha sido el obispo el que ha mandado a las
hermanas católicas. El mismo obispo, no solo está perfectamente informado de la
operación, sino que se ha declarado abiertamente favorable, y tienen hasta la ayuda
del papa, a quien madre Isabel se dirige personalmente, antes de su marcha,
durante una de las audiencias.
Acompañada de hermana Reginalda, en julio de 1923 la madre llega a
Estocolmo (donde la recibe su hermana Eva) y después a Vadstena, la ciudad en la
que santa Brígida en 1346 puso la primera piedra del monasterio de su Orden. La
prensa habla del hecho, las dos religiosas participan a los convenios y a las funciones
luteranas, el hermano del rey de Suecia las invita al castillo y el trato hacia ellas es
de grande respeto.
La celebración en honor de santa Brígida es solemne como nunca. La caja de
madera en la que fueron transportados los restos de Brígida de Roma a Suecia está
adornada con coronas de flores traidas por las autoridades civiles y religiosas, el
primero entre todos el príncipe Eugene y el pastor luterano Turner.
Escribe hermana Reginalda: “Estábamos profundamente impresionadas por lo
que el pueblo sueco estaba haciendo por amor y devoción de nuestra santa madre
Brígida. Estaban presentes unas dos mil personas mas algunos centenares que no
pudieron entrar en la iglesia, aunque era muy grande, y quedaron en la puerta de
entrada”.
Sin embargo madre Isabel, sin faltar al realismo que la caracteriza, comenta:
“Suecia es terreno duro. Para convertir a este pueblo se necesitan milagros”.
De las crónicas escritas por hermana Reginalda hemos sabido que la madre,
para nada engañada por los festejos y por la acogida, queda lúcidísima y va al grano.
Al día siguiente de la fiesta va tempranísimo, (el despertador suena a las cuatro y
media), a la antigua iglesia brigidina, donde por su iniciativa, después de tres siglos y

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medio, se celebra de nuevo una misa. El celebrante es un sacerdote católico llegado
de Estocolmo, padre Assarson. El pequeño altar ha sido traido de Italia.
La misa se celebra tan temprano porque se trata de una celebración secreta. En
aquel tiempo la ley sueca prohibe las misas católicas, juzgando que eran peligrosas
para el luteranismo. No piensan de este modo algunos amigos luteranos de madre
Isabel, que no solo le dan la llave para entrar en la iglesia, sino que durante la
celebración están de guardia en la puerta de la iglesia.
En una postal enviada a las hermanas que habían quedado en Roma, fechada el
26 de julio de 1923, madre Elisabetta escribe: “Aquí hemos podido rezar en el
mismo lugar en el que nuestras queridas hermanas, hace mucho tiempo, alabaron a
Dios con corazón ardiente. Después de más de trescientos cincuenta años hemos
obtenido la bendición de participar a la santa misa en la misma abadía y de recibir la
santa comunión. Nosotros tenemos que rezar muchísimo, queridas hijas. Aquí no
hay sitio para nosotras todavía. Las hijas de Santa Brígida tienen que rezar y esperar
con infinita paciencia. El Señor las bendiga a todas”.
Después de dejar Vadstena, madre Isabel, siempre acompañada por hermana
Reginalda, se dirige a Lindesborg para encontrar a su familia: la madre de 82 años y
a sus hermanas Agnese y Eva.
Es una tierna paréntesis de conmoción, pero la misión tiene que continuar, y la
meta obligada es Estocolmo, para las consultaciones con el obispo Wüller. ¿Dónde
encontrar la casa para hospedar a la primera comunidad brigidina en tierra sueca?
¿Y cómo moverse para no levantar sospechas?
Para la cuestión de la casa una ayuda determinante les viene del hermano
mayor de madre Isabel, Gustav, que encuentra una bella residencia de tres pisos,
sumergida en el verde, en Djursholm, en la periferia de la capital. El proyecto es el
delineado ya hace tiempo por madre Isabel: dar vida, por lo menos en via oficial, no
a un convento sino a una casa de reposo. Un modo para sortear la ley, sin duda,
pero también el inicio de una nueva forma de apostolado, siempre a la enseña de la
hospitalidad brigidina, abierta a todos, sin distinción de cultura y de fe religiosa.
En pocos meses la casa comienza a ser frecuentada y a ser un punto de
referencia para muchos amigos. Llegan también, desgraciadamente, algunas
amenazas. Una carta anónima quiere intimidar a la madre avisándole que la
matarán si ella y las otras hermanas no se van dentro de una semana. Pero se
requieren más amenazas para asustar a la madre Isabel.

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El día 8 de octubre de 1923 las hermanas de santa Brígida van a Estocolmo para
participar al solemne pontifical celebrado por monseñor Müller para la fiesta de
santa Brígida, y cinco días después es el mismo obispo el que va a Djursholm para
inaugurar la nueva estructura. Después de cuatro siglos la Orden Brigidina ha vuelto
a Suecia.

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21

En la casa de santa Brígida

Solo un amor ardiente e inalterable


es capaz de arriesgar una existencia,
porque solo el amor posee el secreto
de alegrar el corazón
en medio de los más grandes dolores.

La enfermedad vuelve a debilitar a madre Isabel, al punto de que un


especialista insiste para intervenir quirúrgicamente, pero Isabel se opone. Siente
que una operación sería fatal para ella. A las hermanas les dice que aquella
eminencia de médico no puede entender que yo tenga una razón para sufrir. Su
deseo es el de ofrecer cada sufrimiento por la misión de las hermanas y por Suecia.
El 25 de noviembre en el principal periódico de Estocolmo, el Dagens Nyheter,
sale un largo artículo sobre el “primer convento de monjas después de
cuatrocientos años” y sobre una extraordinaria mujer sueca que ha vuelto a la patria
llena de amor y de proyectos para su país.
La capilla de la casa Djursholm está siempre llena durante las funciones
religiosas. Las familias católicas de la zona son solo tres, pero muchos luteranos
participan con gusto en la liturgia porque encuentran que allí hay un buen ambiente
de acogida y de respeto.
Llega la Navidad y estos lazos ecuménicos, favorecidos por los miembros de la
Societas Sanctae Birgittae, se hacen cada vez más intensos, tanto que el padre
Hagen, habiendo leido algunas noticias a este propósito en la prensa internacional,
escribe desde Roma: “Estoy cada vez más convencido de que madre Isabel no está
conducida por consejeros humanos, sino directamente por el Espíritu Santo”.
En febrero de 1924 muere improvisamente Karin, la anciana madre de madre
Isabel. Aunque se encontraba en Suecia, a causa de la enfermedad su hija no pudo
asistir al funeral. Manda una corona de ramos de pino adornada con 21 flores
blancas, tantas como son, en esa época, las hermanas de santa Brígida en Italia y en
Suecia.
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Isabel está pensando en regresar a Roma, pero una nueva crisis en su
enfermedad la obliga a permanecer en Suecia. Su permanencia se prolonga durante
casi un año, lo que la permite asistir al éxito de la casa, cuyas habitaciones están
todas ocupadas.
La atraccíon ejercida por la residencia de las brigidinas es tal que también una
famosa escritora noruega muy famosa en esa época, Sigrid Undset, pide y obtiene
poder residir allí para realizar su trabajo y para seguir mejor su camino de
convertida al catolicismo.
Se llega así al 15 de agosto de 1924, cuando monseñor Müller celebra la fiesta
de la Asunción con una procesión que desde entonces se repetirá cada año. He aquí
el obispo con el Santisimo Sacramento, y he aquí a las hermanas brigidinas con los
hábitos grises, los niños con ramos de flores, los fieles llegados de Estocolmo y de
otras localidades de Suecia. ¿Quién habría podido imaginar todo esto solo tiempo
atrás?
Al mes siguiente madre Isabel puede dejar Suecia con aquella imagen en los
ojos y en el corazón. La casa será gobernada por hermana Reginalda, que se queda
en Suecia.
La madre no va enseguida a Roma. A petición del obispo de Lugano, monseñor
Aurelio Bacciarini, se queda en la Suiza Italiana para abrir una nueva casa brigidina,
la tercera.
El obispo Bacciarini, que conoce bien a las hermanas de santa Brígida y aprecia
su estilo de vida y su apostolado, ha individuado una bella residencia en la orilla del
lago. Es inaugurada en diciembre de 1924, después de algunos meses de trabajo a
los que madre Isabel da su contributo en mil maneras: incide en madera un ambón
para el misal y durante los trabajos de arreglo de la casa, para ahorrar, endereza los
viejos clavos para que puedan ser utilizados de nuevo.
También la casa de Lugano es de reposo, pero al mismo tiempo es un
convento. Como en Suecia, acogida y oración forman una unidad, con una atención
especial hacia los huéspedes escandinavos.
A propósito de huéspedes, tenemos que señalar la presencia durante algunos
meses, de la vieja amiga de María Isabel, la rica María Cisneros. Casada con un
inglés, el señor Potter, María transcurre en el clima bueno de Lugano un periodo de
reposo a causa de una enfermedad pulmonar y el éxito de la cura es bueno porque
la señora puede volver a casa, a Inglaterra, completamente restablecida. Ella y el
marido no tienen hijos, pero durante la primera guerra mundial han adoptado

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dieciocho niños belgas que habían quedado huérfanos: una obra de caridad y de
solidariedad verdaderamente fuera de lo común. Lo que no impide que María Isabel
critique el modo de educar a estos niños como ‘pequeños señores’, en vez de
enseñarles el arte de ganarse la vida.
Para madre Isabel, después de la paréntesis en el Ticino, es la hora de regresar
a Italia. El regreso ha sido acelerado a causa de una noticia importante: el papa
desea que en la casa de plaza Farnese se realice una obra de acogida para los suecos
y los otros escandinavos que visitan Roma en ocasión del año jubilar de 1925. En
práctica significa que las Carmelitas tienen que vender, Pero ¿Aceptarán? ¿Y a qué
condiciones?
El papa en persona envía una carta al procurador de la Orden Carmelita
comunicándole su deseo. Un conde noruego, Christopher Tostrup de Paus, regala al
pontífice, para este fin, una cantidad notable de dinero para la adquisición, pero por
cuanto enorme la cantidad es insuficiente. Ninguna de las sistemaciones alternativas
propuestas es acogida por las Carmelitas, que desean la adquisición de un terreno
para la construcción de un convento nuevo, y todo esto aumenta el precio.
Madre Isabel, que está dispuesta a vender también la casa de via delle Isole,
para obtener otras ayudas económicas, llega hasta poner anuncios en los periódicos
suecos que dan la noticia del deseo del papa. Sin embargo el 1925 termina sin que el
problema esté resuelto.
En el medio de este problema, llega inesperada la posibilidad de abrir un nuevo
convento en Londres. María Cisneros, que ha quedado viuda, ofrece su casa a las
brigidinas. Es una bella residencia en estilo Tudor, en Iver Heat, junto a Uxbridge, y
las primeras hermanas, después de algunos trabajos para adecuar el lugar, entran
en 1931, y como priora madre Catalina. Pero la circunstancia de verdad increible es
que la casa está situada en un terreno que en tiempos de la reforma era propiedad
de la abadía de Syon. ¿Habría podido nunca imaginar una historia igual la joven
enfermera Isabel cuando, muchos años atrás, se había puesto al servicio de una rica
familia sud americana?
Los caminos del Señor son inescrutables. Mientras en otros lugares se
presentan nuevas ocasiones del todo inesperadas, la tratativa para la adquisición de
la casa de Roma se hace cada vez más complicada.
Una circunstancia, en esta situación, es de verdad singular. Dado que en 1928,
en ocasión del desastre del dirigible Italia en los hielos del Polo Nord, los suecos se
prodigaron con las ayudas al comandante Umberto Nobile y a los demás

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supervivientes (además, será propio un piloto sueco, Einar Lundborg, el que salvó la
vida a Umberto Nobile, antes de quedar él mismo bloqueado en el hielo a causa de
un accidente), algunos políticos italianos proponen, poco tiempo después, para
agradecer el gesto, regalar al país escandinavo, y en concreto al Instituto sueco de
arqueología y geografia que tiene la sede en Roma, propio la casa de plaza Farnese.
Frente a esta prospectiva, podemos imaginar el desconcierto y el temor de
madre Isabel. Es necesario emprender otra batalla, y ella, una vez más, decide
combatir.
Fallecido el querido padre Salvatore Brandi, la madre se dirige al nuevo director
de la Civiltà Cattolica, el padre Enrico Rosa, y este, gracias también a los continuos
contactos con el Papa, logra desenredarse bastante bien, si es verdad que no solo
desaparece la propuesta de regalar la casa al gobierno sueco, sino que finalmente,
después de otras dificultades, en octubre de 1930 las Carmelitas dejan la residencia.
Es el Vaticano, gracias también a los fondos recaudados durante años por
madre Isabel y a las ofertas de algunos grandes bienhechores, el que adquiere el
inmueble de plaza Farnese y de via Monserrato, concediéndolo en uso perpetuo a la
Orden de santa Brígida.
Es un sueño que finalmente se realiza, pero entre los amigos que pueden
felicitar a madre Isabel no está desgraciadamente el padre Johan Georg Hagen. El
grande amigo de la madre brigidina, el hombre de las estrellas, que la acogió en la
Iglesia católica y siempre la condujo con tanto afecto, ha muerto el 5 de septiembre
de 1930, a la edad de ochenta y tres años. En una de sus últimas cartas, dirigiéndose
a Isabel no con el ‘tú’ que usaba cuando era una joven, sino con el nombre de
‘reverenda madre’ y llamándola de Usted, había escrito: “Sus sufrimientos son para
mi un ejemplo vivo de cómo se puede llegar a ser santos”. Comenta madre Isabel:
“Él es un santo, Tenemos un protector en el cielo”.
Desde el momento en el que las Carmelitas dejan la casa hasta el dia que las
brigidinas pueden finalmente entrar, pasan algunos meses. De hecho, las llaves se
las entregan a la madre solo el día 8 de abril de 1931, miércoles de Pascua. Grandes
arreglos son necesarios para la sistemación de la casa: desde la instalación eléctrica
hasta la red hidráulica, la calefacción y los baños, cada ángulo de la casa es
renovado, mejorado, haciéndolo más funcional y bonito. Los gastos, una vez más,
son notables y madre Isabel se ve obligada a hacer una fuerte hipoteca. Pero vale la
pena.

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22

Un proyecto ecuménico

Acelera, oh Señor, la unión de los cristianos:


Escucha la oración de tus humildes
hijas brigidinas las cuales se consagran a ti,
en el amor y en el sacrificio, por esta intención.

La solemne celebración para la inauguración de la casa en plaza Farnese se


tuvo el 15 de noviembre de 1931. La iglesia está llena de gente, sobre todo
escandinavos. Asisten importantes prelados, padres jesuitas, sacerdotes. Muchos de
ellos han ayudado a la madre en su largo camino. Todos son acompañados en su
visita a las habitaciones y en el salón del último piso se ofrece un refresco.
Al día siguiente la madre reune a toda la comunidad y dirigiéndose a las
hermanas es como si reanudase los hilos: “Queridas hijas mias, este es un día
memorable, un día significativo, que yo he creido siempre que no habría nunca
visto. Vivía en esta casa muy enferma, no pensaba sino en morir, aunque
esforzándome debilmente, dentro de mis posibilidades, de ladrar como un pequeño
perrito, procurando hacer un poco de ruido aquí en Roma y deseando tanto
despertar la devoción a nuestra santa madre Brígida. En esta sala del capítulo, aquí
en el centro, de rodillas, he hecho, queridas hijas mias, mi primera culpa en la vida
religiosa, y nunca hubiera imaginado que habría llegado un día en el que me habría
sentado en el lugar de la priora. Esto es para meditarlo: ¿Qué es la sabiduría
humana y cuáles las disposiciones divinas hacia sus criaturas?”.
Durante el tiempo de cuaresma en 1932, después de que en noviembre del
año anterior hubiera sido recibida en audiencia, junto a dieciseis hermanas, por Pio
XI, madre Isabel propone una reflexión significativa sobre su espiritualidad: “La
cuaresma, como sabeis, es en primer lugar un tiempo de gracia para todos aquellos
que hacen un uso justo de ella. Por eso trascurrimos estos días en un mayor
recogimiento y en una más fuerte unión con Dios, esforzándonos para descubrir
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nuestras faltas y dónde necesitamos repararlas. Si hay todavía egoismo en nosotras
en las pequeñas cosas y deseo de ser apreciadas, cambiemos todo esto por medio
de la gracia de Dios en un completo abandono, aceptando todo lo que nos sucede,
las pequeñas contradiciones y tribulaciones de esta vida, con calma, resignación y
confianza, manteniendo nuestras almas en paz”.
Mientras el mundo vive nuevas tensiones que acabarán rápidamente en un
segundo conflicto mundial (los Estados Unidos están sufriendo las consecuencias de
una catastrófica crisis económica y en Alemania sube al poder un ex caporal de
nombre Adolf Hitler), en madre Isabel se va clarificando cada vez mejor, y siempre
con mayor determinación, un plan ecuménico enriquecido por una certeza: la
religión tiene un papel decisivo en la construcción de la fraternidad, y deber de los
cristianos es el de dar testimonio de la unidad deseada por Cristo.
A cerca del temperamento y del aspecto de la madre en aquella época
tenemos el testimonio que nos ha dejado una novicia sueca: “En mayo de 1932 vine
a Roma, a la casa de santa Brígida, como postulante, en la histórica casa que madre
Isabel había adquirido para el ramo de la Orden Brigidina, nuevamente fundada.
Madre Isabel poseia todas las cualidades de la fundadora de una Orden religiosa.
Tenía una mente abierta y tolerante, tenía un corazón ardiente de afecto. Tenía un
gran atractivo y sentido del humor; en los negocios era un genio. La madre tenía
bonitos ojos oscuros, llenos de bondad y compasión. Era reservada, pero siempre
ecuánime. Su voz era baja y melodiosa, su sonrisa era cautivadora. Cuantas luchas y
dolores tuvo que sufrir nuestra querida madre”.
Via delle Isole, Djursholm, Lugano, Iver Heath, plaza Farnese. A principios de
los años Treinta ya son por lo tanto cinco las comunidades brigidinas en Italia,
Suecia, Suiza e Inglaterra. Y madre Elisabetta decide destinar la casa de santa
Brígida, la más querida, a casa noviciado.
Con cinco comunidades esparcidas en cuatro paises, madre Isabel podría estar
satisfecha justamente de su obra. Pero hay un objetivo que todavía tiene que
alcanzar, y se resume en un nombre que lo dice todo: Vadstena. El objetivo que
pocos años atrás parecía imposible ahora está al alcance de la mano: traer a las
brigidinas no solo a Suecia, sino al lugar exacto en el que todo comenzó.
Es enero de 1935 cuando el obispo Müller pide a Roma la autorización para
erigir un convento brigidino propio allí donde en el 1346 santa Brígida puso la
primera piedra del monasterio. También gracias a las investigaciones de algunos

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amigos suecos, indivíduan, cerca del lago, una gran casa de campo construida hace
apenas veinte años.
La difilcutad mayor, en este caso, no se refiere a la extructura, sino a la
reacción de la población de fe luterana. De hecho mientras las personas más cultas y
más abiertas al diálogo ecuménico no ponen objeciones, al contrario en muchos
casos son favorables a la venida de las religiosas católicas, una parte del pueblo,
menos preparado y más cerrado, la prospectiva de tener una casa monasterio
católico se vive como si fuera un auténtico peligro. Escribe a este propósito Sigrid
Hult, una luterana de la Societas Sanctae Birgittae: “El pastor recibe cartas
preocupadas cada día y escucha observaciones no agradables. Está desalentado y
cansado; también el obispo se muestra poco comprensivo. Pienso que teneis que
conocer la situación en la que tendreis que vivir. No espereis ser recibidas con los
brazos abiertos”. Además, entre los pocos católicos de la zona corre el rumor de que
la llegada de las religiosas pueda hacer despertar antiguos contrastes.
Madre Isabel sabe bien cual es la situación, porque ya la ha experimentado a
Djursholm, pero ciertamente no se desanima. La experiencia le ha enseñado que el
estilo de vida de las hermanas brigidinas, su afabilidad, su disponibilidad hacia todos
y el espíritu de solidariedad vencerán sobre cualquier perjuicio. De este modo, a
finales del verano de 1935, llega a Vadstena para tomar posesión de la casa del lago.
Con ella vienen algunas hermanas destinadas a vivir allí, entre las que está
hermana Catalina, que ha sido requerida desde Iver Heath: ella será la responsable
de la nueva residencia.
Una vez más madre Isabel, se remanga y se pone a trabajar. Junto a las
hermanas prepara antes que nada la capilla y el coro, para poder celebrar la misa. La
fatiga es grande, pero es mayor el deseo de restablecer la presencia de las
hermanas brigidinas propio donde santa Brígida había proyectado su convento y
desde donde sus hijas se habían visto obligadas a salir en el 1595.
Como demostración del hecho de que el regreso de las hermanas católicas es
aceptado positivamente por un amplio número de la opinión pública y del mundo de
la cultura sueco, he aquí el resumen de un artículo que aparece en aquellos dias en
el principal periódico semanal ilustrado del país, Vecko-Journalen: “Hace casi
trescientos cincuenta años, en el 1595, fue cerrado el convento de Vadstena. Hemos
sabido que las hermanas de santa Brígida, que ya están presentes en Djursholm, han
comprado una bella casa a orillas del lago de Vadstena. Quieren abrir una pensión
para la curación de almas cansadas, Así, una vez más, las estrechas y empedradas

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calles de Vadstena se verán adornadas por la presencia de las gentiles y silenciosas
monjas de Brígida, que con sus hábitos darán un nuevo tono, o mejor dicho, darán
un toque medieval, a la antigua ciudad del monasterio”.
En breve tiempo el pensionado a orillas del Troll-Sjö (o sea, “lago de los
remolinos”) atrae a personas de todos los puntos de Suecia. No solo ancianos
necesitados de asistencia, sino estudiosos, intelectuales, estudiantes. La belleza del
lugar, la simpatía de las hermanas, el ambiente profundamente espiritual y los
antiguos recuerdos brigidinos contribuyen a hacer de esta casa un reclamo
irresistible para muchos.
El escritor danés Johannes Jorgensen, que propio en Vadstena compone la
monumental biografía de santa Brígida, escribe en 1954: “ No hubiera podido
imaginar un lugar mejor para trabajar. Desde la capilla cercana a mi estudio me
llegaban las voces limpias que cantaban himnos a santa Brígida: Ave Maris Stella,
rosa rorans bonitatem. Si alzaba los ojos de mis papeles, la mirada iba a los blancos
abedules, más allá del lago azul o, cuando las aguas del Troll-Sjö estaban compactas
en el hielo, lejos, más allá del lejano desierto de hielo hacia la costa del
Västergötland, azulada en la distancia.
Le agradezco, madre Isabel, ahí en Roma, porque me ha dado refugio durante
tanto tiempo”.
Parece un cuadro idiliaco, y bajo muchos aspectos, de hecho, lo es. Pero para
llegar a este resultado han tenido que afrontar y superar dificultades frente a las
cuales muchos hubieran tirado la toalla, como se puede bien comprender por una
confidencia que madre Isabel hará años más tarde: “Nos han obligado a ir donde no
teníamos ninguna persona amiga, y también los sacerdotes estaban asustados con
nuestra llegada y durante tres o cuatro semanas no han tenido el valor de venir a
celebrar la santa misa para nosotras. Todas las personas que nos conocían se
alejaban de nosotras llenas de temor, y un anciano sacerdote ha huido diciendonos:
“Es mejor para vosotras que regreseis a Roma”. Había una rica señora que nos podía
ayudar; estaba en una sala cercana al obispo y cuando nos presentaron nos dijo:
“¡Oh,! ¡La madre Isabel! ¡Vuelva a Roma, por caridad! No es posible quedarse aquí”.
Yo la respondí: “No se asuste, señora, si no es voluntad de Dios no se hará nada”.
En esta última frase está el secreto de todo lo que madre Isabel hace por la
Orden Brigidina y por la unidad de los cristianos.

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23

Pasaje a la India

La religiosa que ama su voto


de pobreza nunca se lamentará
de la privación de algo.

El deseo ecuménico que ha animado siempre la oración y la acción de madre


Isabel ahora encuentra expresión en seis comunidades que desde el norte al sur de
Europa proponen y viven la armonia entre los cristianos bajo el título del servicio y
de la solidariedad. Pero la madre, aunque consciente de haber realizado un gran
cuadro, está atenta a cada una de los miembros que componen la familia.
Lo demuestra una carta enviada en 1936 a una hermana con grandes dudas
sobre su destino. Un documento que nos hace comprender como madre Isabel viva
su vocación y comprenda la de cada una de las brigidinas: “Con mis pensamientos
estoy siempre cerca de ti y pido por ti. La decisión sobre tu futuro debe venir de tu
interior (...). El sacrificio es contra nuestra naturaleza, los atractivos del mundo con
sus satisfacciones nos encantan, pero, como sabes, nuestra vida es una vida de
sacrificio que nos da no solo la paz interior, sino también el gozo que podemos
encontrar en el Señor. Pero para llegar a este acto, la donación de nosotras mismas
a Dios debe ser completa y sin derrumbamientos”.
Son palabras que explican bien el espíritu con el que madre Isabel enfrenta
ahora, a mitad de los años Treinta, una nueva empresa.
Todo nace, una vez más, de la amistad con un jesuita. Se llama padre Edoardo
Beretta y como joven seminarista ha sido misionero en la India, en Calcuta, en la
región de Kerala, desde donde ha vuelto con un sueño: hacer nacer justo allí un
convento de la adoración perpetua, con un centro espiritual tan potente que pueda
dar fuerza vital a la obra de evangelización llevada adelante por los católicos en ese
enorme país.
El encuentro con las brigidinas tiene lugar cuando padre Beretta, durante un
viaje al Norte de Italia, es invitado por hermana Francesca, en ese tiempo superiora
de la casa de Lugano, a predicar un curso de ejercicios espirituales. La superiora ha
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oido hablar muy bien de este jesuita, está deseando conocerlo y la sintonía que se
crea debe haber sido fuerte si el padre Beretta, impresionado por la espiritualidad
brigidina, pide hablar con la madre Isabel en Roma, donde le expone su proyecto
para la India y le propone considerar la posibilidad de mandar a Calcuta a algunas
hijas de santa Brígida.
Mientras el mundo mira con creciente aprensión la agresividad de la Alemania
nacista y los contrastes internacionales, se esperaría una respuesta negativa, sobre
todo porque la dirección de las seis comunidades le piden ya grandes esfuerzos. Sin
embargo madre Isabel acepta. Para ella vale solo un principio, siempre el mismo: si
no es la voluntad de Dios, no se hará nada.
El padre Beretta escoge cuatro postulantes indianas y las invita a Roma para el
noviciado. En Calcuta el nuevo convento viene situado no lejos de la casa de los
novicios jesuitas y el 10 de abril de 1937, desde el puerto de Brindisi, doce intrépidas
brigidinas, entre las que van siete italianas, parten para la nueva aventura.
El lugar donde está ubicado el convento no está entre los más atrayentes: es
conocido como “la colina del diablo”. Aunque los evangelizadores cristianos hayan
cambiado el nombre en “La colina de María”, la situación ambiental no es de las
mejores. Las hermanas tienen que tener presente el calor, los insectos, la malaria, la
falta de agua y de electricidad, y con la fastidiosa propensión de algunas serpientes
a entrar en la casa, que inicialmente no tiene ni puertas ni ventanas.
No obstante las dificultades, la primera preocupación es la de proceder con la
Adoración eucarística: al principio solo de día, después también de noche. En breve
tiempo el convento se convierte en un polo de atracción para los católicos de la
región: llegan algunas postulantes, las hermanas comienzan a recoger niños que han
quedado sin familia y se da inicio a un dispensario que a lo largo de los años se
convertirá en un hospital, dirigido por un médico italiano.
Al convento de Calcuta seguirán otras numerosas realizaciones, con la
implicación de un numero de hermanas siempre mayor. El padre Beretta, muerto en
1951, no llegará a ver este desarrollo, pero sin su coraje y su obstinación la
presencia brigidina en la India no hubiera sido posible.
Los años Treinta llegan a su fin y el mundo cae en una nueva y devastante
guerra. Quando en septiembre de 1939, Alemania invade Polonia, madre Isabel
tiene ya bien claro el cuadro de la situación: la presunción, la arrogancia y la sed de
poder de algunos hombres están provocando otra espantosa tragedia, que se
pagará a un caro precio por millones de inocentes. En el curso de los años Treinta,

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en algunas cartas, el juicio de la madre es bastante exacto sobre Hitler y sobre
Mussolini. Ya en el 1936, en una carta al conde Von Rosen, escribe a propósito del
dictador nacista: “La paz sobre la tierra está todavía muy lejos. Mucha gente parece
que esté completamente hipnotizada por este moderno Nerón y acepta esta
horrible guerra moderna como algo completamente necesario y natural para la
humanidad”. Por lo que se refiere a Mussolini, piensa que todo lo que hace lleva “la
marca del orgullo y de la arrogancia”; y escribe más: “Dudo que haya tenido una
intención sincera en todo lo que ha hecho por la Iglesia: lo ha hecho solo para atraer
hacia él a la multitud del pueblo italiano”.
En 1940, con la guerra que en Europa se extiende como una sombra de
muerte, los problemas aumentan también para las brigidinas. Las conexiones y los
viajes se hacen cada vez más difíciles y los huéspedes de la casa de plaza Farnese
disminuyen.
No faltan tampoco algunos signos de esperanza. Dos jóvenes escandinavos
son ordenados sacerdotes y celebran su primera misa en la casa de santa Brígida, y
en el mes de abril madre Isabel, acompañada por madre Ricarda y de otras
hermanas, es recibida en audiencia por Pio XI. La madre desea que la Congregación
pueda conservar la antigua denominación de la Orden del Santísimo Salvador y se lo
pide explícitamente al Papa Pacelli, el cual demuestra una gran implicación en la
situación de las brigidinas, les concede una particular bendición apostólica y les
promete su ayuda. De esta forma, el 12 de septiembre llega la respuesta positiva: la
familia religiosa brigidina, aprobada como Instituto, puede llamarse oficialmente
Orden del Santisimo Salvador y, dada su naturaleza misionera, puede pasar a las
dependencias de la Congregación de Propaganda Fide, cambio che será oficial en
noviembre de 1942.
Cuando Alemania invade Francia y más tarde, el 10 de junio de 1940, Italia
entra en guerra, en Roma la realidad de cada día es alterada por el ambiente de
peligro. El embajador británico invita a los connacionales a dejar la capital italiana y
ochenta y dos seminaristas del colegio inglés se van, después de haber pedido a las
hermanas brigidinas que les guarden sus libros y sus indumentos. Cierra también el
colegio americano y unos cuarenta jóvenes vuelven a su patria. En la plaza Farnese
está situada la embajada de Francia, y la policia rodea la zona por temor a las
manifestaciones. Además, desde que, años antes, una joven irlandesa, que después
se supo que estaba desequilibrada, atentó a la vida de Mussolini después de haber
sido huésped en la casa de via delle Isole (el Duce tuvo solo una herida no grave en

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la nariz), si bien se hubiera aclarado enseguida que la mujer no tenía ningún vínculo
con las religiosas, las brigidinas son vistas con recelo por las autoridades fascistas.
Para las brigidinas un oasis de tranquilidad es el convento que desde algún
tiempo poseen en Genzano, a orillas del lago de Nemi, a una hora más o menos de
Roma, done hay un bonito jardín, muy cuidado. Pero estas son solo pausas. En Roma
no faltan personas a las que atender y consolar.
En diciembre de 1940 desde Djursholm llega una mala noticia. Madre
Catalina, una de las primeras brigidinas que, casi cuarenta años antes, habían
vestido el hábito gris ayudando a María Isabel, está enferma con cáncer y para ella
no hay nada que hacer. Y es propio Catalina, con la espontaneidad de los primeros
años y con la misma confianza en Dios, la que advierte a la madre en una carta
ardiente, en la que acepta la voluntad de Dios, ofrece todos sus sufrimientos al
Señor, pide oraciones por ella y pide perdón por los errores del pasado.
Madre Isabel, con lágrimas en los ojos, recuerda a Florence Flanagan, la joven
inglesa, poco más que adolescente, cuando le fue mandada por el padre Benedetto.
Le había puesto el sobrenombre de “San Pedro”, mientras que a Amy Davis,
hermana Reginalda, era “San Pablo”. Y propio con el nombre de San Pietro se firma
ahora madre Catalina. Isabel había pensado encargarle una nueva misión: mandarle
a los Estados Unidos, para abrir un nuevo convento en Minneapolis, y sin embargo,
una vez más, el hombre propone y Dios dispone. Catalina muere el 19 de marzo de
1941 y es enterrada bajo las murallas de la antigua iglesia de santa Brígida, en
Vadstena.

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24

A trabajar por la paz

Es la sencillez, la pequeñez, la humildad


lo que le gusta a Dios, lo que atrae la mirada de Dios;
Dios acaricia al alma humilde, la llena
de su amor, de sus gracias.

Durante los años de la guerra la casa de plaza Farnese se convierte en un


refugio para muchos, amigos y extraños, junto a un número de hebreos obligados a
esconderse a causa de la persecución anti-hebraica, puesta en acto por el régimen
fascista de manera cada vez más dura.
Desde Suecia algunos bienhechores logran enviar alimentos y ropa, sobre
todo para los niños, y las hermanas se encargan de la distribución y a veces de la
confección, porque la ropa, en ciertos, casos no está todavía terminada. Las
hermanas brigidinas están acostumbradas a trabajar, especialmente para los
pobres, pero durante la guerra es dificil encontrar los materiales necesarios.
En relación a la obra de asistencia ofrecida por Madre Isabel a los hebreos han
sido recogidas numerosas demostraciones de testigos. Nos cuenta, por ejemplo
hermana Antida, que en esa época vivía en el convento: “Durante la última guerra,
cuando la ciudad de Roma estaba ocupada por los alemanes, madre Isabel dió
refugio y protección a un grupo de hebreos, en la casa de plaza Farnese. Lo hizo con
serio riesgo de su propia vida y de la de sus hermanas, pero con la generosa
intención de sustraer los hebreos a la muerte, ya que estaban buscados por la
policia alemana. La madre sufría mucho por la matanza que se estaba realizando con
este pueblo, tanto que dio refugio a muchos también en la casa de via delle Isole”.
Un día se presentó en el monasterio de plaza Farnese un oficial nazista que
pidió inspeccionar la casa. Madre Isabel está débil, ya sea por la enfermedad ya sea
por las continuas privaciones, pero tiene la fuerza de ánimo suficiente para dar una
respuesta con firmeza: “Usted, como general, conoce las leyes y las hace respetar;
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yo como madre general de esta casa conozco las leyes monásticas y quisiera que
fueran respetadas. Nadie puede entrar en la clausura si no tiene el permiso escrito
de la Santa Sede”. El general alemán se marchó sin poner objeciones. En la casa, en
aquel momento, había dos familias hebreas que se quedarán durante cinco meses.
En el verano de 1943, cuando las bombas de los aliados destruyen el barrio de
San Lorenzo, en el cementerio del Verano sufre daños también la tumba donde
están enterradas varias hermanas brigidinas, pero sus restos quedan preservados y
es posible darles una nueva sepultura.
Los meses de la ocupación alemana en Roma, desde el 8 de septiembre de
1943 hasta enero de 1944, son los más duros de soportar. No obstante la
deseperada resistencia de los ‘granatieri’ de Cerdeña en la zona del Eur y de Puerta
San Pablo, las tropas nazistas entran en la ciudad sin que la capital disponga de un
plan de defensa, con la total destrucción de las instituciones civiles y militares
italianas.
Quando el VI Cuerpo de la Armada Americana desembarca en Anzio, en enero
de 1944, también la casa de las brigidinas de Genzano queda involucrada en los
bombardeos. Las hermanas, obligadas a huir, llegan a Roma a pie, bajo el fuego de
los cañones. Gracias al interés del embajador sueco Sven Lagerberg, madre Isabel
puede desplazarse en coche para visitar el convento y lo encuentra en ruinas, como
el resto del pueblo. “Viva Lenin” han escrito en las paredes de la casa algunos
partisanos que lo han usado como refugio. La madre anota: “Italia se encuentra en
una triste situación. Desertores de todas las nacionalidades están por todas partes”.
El embajador Lagerberg pide al gobierno militar aliado que pongan la casa de
Genzano a disposición de las hermanas.
Cuando la guerra termina, madre Isabel, no obstante su edad avanzada,
advierte más que nunca el deseo de trabajar por la paz y por realizar caminos de
fraternidad. Su mensaje ecuménico y de dialogo con las demás religiones no podría
ser más actual en una situación histórica tan delicada, caracterizada por la necesidad
de restaurar no solo las estructuras materiales, sino, antes que nada, al hombre,
comenzando por su alma.
Recuerda Madre Tekla Famiglietti, actual abadesa general: “La Madre, además
de las obras de caridad de misericordia corporal, en periodo inmediatamente
después de la guerra fue promotora de un movimiento por la paz, implicando en él
a católicos y a personalidades de distintas confesiones cristianas, por el bien común
que se puede obtener viviendo unidos, en amor, entre hermanos. Con esta intensa

102
actividad en favor del prójimo, hizo comprender el alto grado logrado en el ejercicio
por el bien de los hermanos en Cristo, meta no muy fácil de alcanzar aún para las
personas animadas de buena voluntad. Hay que tener presente que la madre
desarrolló su obra en condiciones de salud verdaderamente inestable, claro indicio
de su comportamiento heroico”.
En 1946 Madre Isabel funda una asociación entre personas influyentes de
varios paises y de diversa fe religiosa, los caballeros de la paz, y lanza la idea de
constituir en Roma la Universidad de la paz. La iniciativa, para la que pide la
colaboración de las autoridades suecas, no tendrá una continuidad, pero demuestra
como la madre tenía bien claro el cuadro de la situación y como fuese lúcido el
análisis en cuanto a las estrategias que habría que seguir.. Escribe: “Si la guerra es
considerada como una calamidad de la vida – castigo por el pecado, como la
enfermedad – ¿Por qué no se la combate educando la mente para algo mejor y más
noble? El deseo de la guerra es una perversión de la voluntad. La enfermedad es
atacada por la ciencia médica, las tendencias criminales son combatidas por la
religión y por los sistemas educativos; de esta forma la guerra tendría que ser
combatida dirigiendo a los pueblos hacia algo mejor, a las obras de misericordia y de
amor que ennoblecen a la naturaleza humana”.
En aquella época la madre escribe un programa en doce puntos que se
demuestra modernísimo. La sintaxis italiana cojea un poco, pero las ideas son
clarísimas. Después de haber propuesto, entre otras cosas, cerrar las fábricas que
producen juguetes de guerra, porque no se deben poner armas en las manos de los
niños, y de dirigir a los jóvenes a una sana actividad deportiva que sea ocasión de
encuentro y de conocimiento, concluye invitando a levantar los ojos hacia el cielo. El
hombre no busque el ‘espacio vital’ (clara referencia a la famosa expresión usada
por Hitler y Mussolini para justificar la guerra de ataque) aquí en la tierra, a daño de
los demás: “si esta tierra no basta para vosotros, Dios, en su omnipotencia, hará un
puente que se extenderá a otros mundos del universo. ¡Mirad al cielo! ¡Millones de
estrellas!”.
Este último es un pensamiento que habría dado mucha alegria al querido
padre Hagen, y quién sabe si madre Isabel, escribiéndolo, no haya pensado propio al
amigo jesuita, el científico que estudiaba las estrellas a través de los poderosos
telescopios, pero al mismo tiempo abría el corazón, lleno de asombro y de gratitud,
a la paternidad de Dios.

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Cuando llegó a la ancianidad, la mirada de la madre se amplía, de tal manera
que algunos la juzgan una soñadora un poco ingenua, una idealista llena de visiones
irrealizables. Pero al mismo tiempo se acentúa también la atención hacia los detalles
aparentemente más pequeños y cotidianos, especialmente en lo que se refiere a la
vida de comunidad.
Después de tantos años y de tanta experiencia acumulada, siente que tiene
que dar a las brigidinas algunas advertencias que parecen sencillas, pero que van al
corazón de la realidad que se vive en los conventos, especialmente a la luz de las
contrariedades que evidentemente se han manifestado con fuerza y que la han
herido: “Si la comunión la hacemos con superficialidad, sin fervor y por costumbre,
propio como si nos pusiéramos los zapatos, es cierto que no puede dar los frutos
que le son propios. Y es por esto que a la mínima cosa, la más pequeña dificultad,
una tontería, el egoismo toma ventaja, y luego tantos resentimientos, mal humor ...
Creanme, queridas hijas, que son propio pequeñas cosas, cosas de nada: un
pequeño cambio de lugar, de trabajo, de hermana, y se produce un gran fastidio, se
pierde la paz y la serenidad. No deben nunca dejarse engañar así por el demonio, el
cual, celoso de nuestro adelanto en lo espiritual, busca todas las ocasiones para
hacernos perder tanto mérito. No debemos nunca permitir dejarnos cegar, sino que
tenemos que sofocar todo al principio, levantar el corazón hacia Jesús para poder
vencer todas las dificultades que solo nuestro orgullo y nuestro amor propio nos
pone delante”.
Es sorprendente ver como para madre Isabel, esta mujer que durante toda la
vida ha perseguido metas ambiciosas sin poner nunca límites a la Providencia y
cultivando visiones de grandes horizonte, sea tan central la certidumbre de las
simples relaciones de cada día. Propio ella, que se ha puesto siempre la cuestión del
único redil, del diálogo ecuménico y de la paz, explica que nada es posible si no se
parte de la vida de cada día y si no se construye un sentido de comunidad a través
de las pequeñas cosas. Y su reprobación es firme hacia las hermanas que no
entienden esto: “Es suficiente escoger a una para hacer un encargo o ir a algún sitio,
que enseguida la otra se ofende o se entristece pensando que aquello lo hubiera
tenido que hacer ella; pero ¿Cómo puede una comunidad ir adelante de esta
manera? Yo he vivido bastante en el mundo entre ricos, pobres, sufrimientos y
dificultades, dolores y contrastes, pero no he visto nunca tanta desunión donde más
tendría que reinar el orden y la tranquilidad”

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25

La última estación

Cuanto más se progresa en la verdadera humildad,


más es absorbido por Dios. Si nos esforzamos
constantemente por vaciarnos de nosotros mismos,
Dios, con su gracia, obrará en nosotros
por nuestro medio,
y nosotros en comunión con Él.

En 1946 madre Isabel recibe finalmente noticias, después de cinco años de


silencio, de las brigidinas que viven en la India. Los reflejos de la guerra y las
dificultades de las comunicaciones las habían eliminado de las relaciones con el
resto del mundo, pero ahora informan que su actividad continúa. Al mismo tiempo
se celebran los seis siglos de la donación del castillo de Vadstena a santa Brígida por
parte del rey de Suecia. Un gran aniversario, pero que solo tendrá sentido, nos
cuenta la madre, solo si se convierte en ocasión para un renovado empeño en el
camino del ecumenismo y de la paz.
Es propio sobre el terreno del ecumenismo que se abre para la madre la
posibilidad de comenzar una actividad más específica e intensa. Esto tiene lugar
cuando el pastor bautista Piero Chiminelli, que está para convertirse al catolicismo
(será bautizado propio en la capilla de santa Brígida, en presencia de madre Isabel),
le presenta al padre jesuita Charles Boyer, de la Universidad Gregoriana, fundador
de la asociación Unitas, nacida dos años antes. La revista de la asociación necesita
una sede, y madre Isabel pone enseguida a disposición la casa de plaza Farnese.
En el recuerdo del padre Boyer, muchos años más tarde, estará todavía viva la
impresión por el entusiasmo y la disponibilidad de la madre: “Yo le expliqué que
estaba buscando una sede para Unitas, porque la primera que teníamos se había
cerrado para nosotros. Ella, sin preámbulos, me dijo: “¿Y por qué no aquí?”. Me
quedé sin palabras: no esperaba que yo pidiera, ofrecía. Dije: “¿Aquí dónde?”.
Respondió abriendo los brazos: “Pues en este salón”. Se me ocurrió preguntar:
105
“¿Aquí habría una máquina de escribir?”. Respondió sin titubear: “ ¡Y además una
hermana para escribir en ella!”. Comprendí que el Señor me había dado la ayuda de
un gran corazón”.
El ambiente internacional y multicultural de la casa de plaza Farnese es ideal
para Unitas. Madre Ricarda escribe los artículos en inglés y otras hermanas los
traducen en diversas lenguas. Se hacen reuniones y conferencias con la participación
de exponentes de diversas confesiones. El programa de la asociación y los
contenidos de la revista anticipan temas y propectivas de diálogo que estarán al
centro del Concilio ecuménico Vaticano II, querido por Juán XXIII, y hasta de la
Declaración de Augusta, que en 1999 puso fin a casi cinco siglos de contrastes entre
católicos y luteranos.
El camino del diálogo está hecho de amistad, y en la amistad verdadera hay
espacio para una confrontación sincera. Por ejemplo, cuando un amigo luterano,
Harald Schiller – que escribe en el Sydsvenska Dagbladet, periódico de la Suecia del
Sur – le envia un artículo polémico contra el culto católico de las reliquias, la
respuesta de madre Isabel es de las más definitivas. Yendo hacia atrás con la
memoria a un día de hace sesenta y tres años, cuando ella, joven enfermera, asistía
a un profesor enfermo que le suplicó que le encontara un pequeño trozo de lápiz
guardado en un bolsillo de la chaqueta, la madre recuerda como aquel hombre se
iluminó cuando aquel trozo de lápiz le fue puesto entre sus manos: Era un recuerdo
de su papá, y eso le daba fuerzas. He aquí , explica madre Isabel, lo que son las
reliquias para los católicos: “Los protestantes afirman a menudo que dependen solo
de la Biblia, pero olvidan que el pueblo era sanado de las enfermedades cuando
tocaba los huesos de los profetas, como dice la misma Sagrada Escritura. Y todavía
más: “Las personas curaban si se extendían sobre ellas los vestidos del apóstol. Mi
pensamiento es este: “No son los huesos ni los vestidos los que hacen prodigios, es
el amor de Dios omnipotente que se irradia y los permite. Las almas y estos cuerpos,
de los que quedan solo huesos, mientras vivieron estuvieron unidos a Dios en el
amor. El amor de Dios es la cosa más fuerte en todo el Universo.”.
Años después, será propio Harald Schillern el que habla de madre Isabel en
estos términos: “Emanaba de esta mujer una fuerza extraordinaria. Estaba
completamente en otro mundo y, al mismo tiempo, completamente en este. Me dio
su fotografía con una dedicatoria en la parte de atrás, y yo, västgöte (habitante de
Västergötland, nda) como ella, la he enmarcado entre dos cristales, de esta forma

106
puedo leer su dedicatoria y recordar: aquí se posó una mano, la mano de una mujer
a la que aprendí a amar y a admirar”.
Entre los muchos amigos protestantes de la madre, merece una especial
mención el pastor Nunstedt di Faglavik, el pueblo donde nació Isabel. En 1950,
consultando los registros parroquiales, el pastor se da cuenta de que la madre
cumple ochenta años y le manda un mensaje de felicitación. Una agradable sorpresa
para Elisabetta, que responde con una carta en la que, entre otras cosas, escribe:
“Mi vida puede parecer extraña a muchos de nuestros hermanos separados. Pero le
aseguro que ha sido Dios el que ha guiado mis pasos. En todo caso, no me han
influido las fuerzas externas. Al contrario, en toda mi vida he tenido la más increible
confianza en aquello que mi seguridad interior me decía: seguir la voz de Dios, hacer
su voluntad.”.
La apertura de madre Isabel hace que su horizonte se ensanche también hacia
el diálogo inter-religioso, como demuestra la relación de amistad con Eugenio Zolli,
el Rabí jefe de Roma que se convertirá al catolicismo junto con su mujer y su hija, y
en 1946 recibirá el bautismo. Una relación que anticipa de cuarenta años la visita de
un papa, Juan Pablo II, a la Sinagoga de Roma y el célebre apelativo de ‘hermanos
mayores’ referido en aquella ocasión por el pontífice a los todos hebreos.
A principios de los años Cincuenta llegamos a la conclusión de la vida terrena
de madre Isabel. La joven sueca que un día se preguntó sobre el único redil de los
cristianos y comenzó una búsqueda que durante años sería tan infatigable como
apasionada, es ahora una anciana religiosa, fisicamente cada vez más débil pero
interiormente cada vez más unida al Señor.
En los años del ocaso hay espacio todavía para un proyecto ambicioso y para
otra situación dolorosa. Esta última, particularmente amarga y penosa, concierne
una disputa entre dos hermanas italianas de la comunidad de via delle isole(que
dejarán después la Orden, en los años Sesenta), que había terminado en duras
acusaciones recíprocas y en la petición, por parte de las dos religiosas, de la visita de
un superior eclesiástico para resolver la cuestión. En este cuadro a madre Isabel se
le acusa de no hacer nada para resolver los problemas, ya sea porque es anciana, ya
sea por falta de conocimiento, sea por la incapacidad de ponerse en relación con las
personas italianas y con su mentalidad. En otras palabras: sería demasiado anciana,
demasiado nórdica, demasiado sueca.
Isabel en realidad ha vivido en Suecia solo hasta su adolescencia, para
marchar a New York y más tarde a Roma y por toda Europa. Ha entrado en contacto,

107
ya desde New York, con muchísimos italianos, encontrados y curados durante su
actividad como enfermera. Ha siempre trabajado por la unidad de los cristianos, por
el regreso de las brigidinas a la casa de plaza Farnese, por la conversión de los
hermanos protestantes, por el bien de la Escandinavia, y no ha puesto nunca nada ni
nadie ante estos objetivos.
La madre tiene ya ochenta y cinco años cuando el prefecto de la Congregación
para la evangelización de los pueblos le anuncia la llegada del visitador, el dominico
padre Cristoforo Berutti, con el fin de “hacer una investigación sobre la observancia
de las Constituciones por parte de todas las hermanas y la manera de comportarse
en la vida común”.
La investigación se lleva a cabo en todas las casas brigidinas y el enviado
vaticano, que tiene un mandato de tres años, no debe haber sido un campeón de
delicadeza y de educación si madre Ricarda, a un cierto punto, siente la necesidad
de informar al Papa en persona, “en nombre de aquella justicia que tanto ama su
corazón”, del trato al que se está sometiendo a la anciana madre Isabel.
Algunas brigidinas se rebelan y rechazan la presencia del visitador, la madre es
firme: “Hijas mias, os obligo a obedecer al visitador apostólico. Ha sido mandado por
la Santa Sede, y si la Iglesia dice que cerremos las puertas del convento, os ruego
que obedezcais. Si es obra de Dios, las puertas se abrirán”.
Dentro de sí, la madre sabe que este ulterior sufrimiento, en el proyecto de
Dios, es un sacrificio que se le pide a favor de la última fundación a la que se ha
dedicado: un convento brigidino en los Estados Unidos, su segunda patria, en
Connecticut.
El antiguo deseo de madre Isabel, el proyecto de un convento en tierra
estadounidense, que estaba para realizarse en los años Cuarenta, había sido
interrumpido a causa de la guerra. Pero he aquí que se abre, años después, una
inesperada posibilidad cuando en plaza Farnese se presenta una ciudadana
americana. Es Marguerite Tjader Harris, hija de un evangélico sueco emigrado en los
Usa, que en Darien ha fundado la ‘Unión misionera internacional transformando su
casa de campo, llamada Vikingsborg, en un centro de encuentros de espiritualidad.
Muertos sus padres, los hijos quisieran ceder la residencia manteniendo de todas
formas para la estructura, que ha sido consagrada al Señor, un destino de tipo
religioso. He aquí el motivo de la visita a madre Isabel: habiendo leido sobre ella, de
sus orígines suecos y de su empeño ecuménico, los herederos del pastor evangélico
quieren hacerle la donación de la casa.

108
Madre Isabel acepta enseguida. Hace personalmente algunos dibujos para
transformar la que fue sala de música en una capilla y dice: “Vikinsborg tendrá una
gran actividad dedicada a Dios”.
Es su última realización. El 8 de junio de 1956 celebra el cincuenta aniversario
de su profesión religiosa quedándose en oración en su celda. El Papa le envía un
telegrama de felicitación, pero la atmósfera, a causa de la visita apostólica en acto,
no es gozosa.
Asistida con devoción por dos hermanas italianas, la madre transcorre los
últimos meses. La vieja y cruel enfermedad la obliga a ingerir solamente líquidos. No
se queja nunca, y a las otras brigidinas dice: “Estoy en la estación, en espera del
tren”.
Para hacerla sonreir, de vez en cuando la madre cocinera le manda el gato del
convento: atado al collar pone un trocito de carne o de pescado, de esta forma
Isabel puede desatar el paquetito y compensar al gato por su visita.
Si hay una cosa que la madre no ha sabido hacer nunca es cantar, pero ha
amado siempre escuchar los cantos de sus hijas brigidinas, y lo hace también ahora,
susurrando con un hilo de voz las palabras de las melodías.
Con la llegada de los últimos días el ritmo cotidiano no sufre modificaciones.
La tarde del 22 de abril de 1957 el padre Boyer le lleva a la habitación la comunión y
la bendice, y al día siguiente es ella la que bendice a las brigidinas. Mirando hacia lo
alto murmura: “Id al cielo con las manos llenas, llenas de amor, de virtudes”.
Más tarde la hermana que está con ella nota un empeoramiento y está para
llamar a madre Riccarda, pero Madre Isabel dice: “No molestes a mamina”. Hacia la
una, la respiración se hace más fatigosa y llaman a todas las hermanas a su
cabecera. Cerca de las tres, mientras las hermanas están en oración con el sacerdote
de su parroquia, la madre pierde el conocimiento y poco después muere. Son las
cuatro y veintisiete del 24 de abril de 1957. Maria Isabel Hesselblad ha concluido su
camino terreno.
Las hermanas presentes dan testimonio de que, después de su muerte, el
rostro de la madre asumió una bella expresión de nobleza y de paz.
Durante dos días el cuerpo es dejado en la habitación de la madre. Las
brigidinas están en oración a la luz de las velas. Más tarde el féretro es trasladado a
la iglesia, para que los amigos puedan rendirle homenaje. Muchas son las personas
que la visitan, y muchos pobres del barrio. Ella los ha ayudado y ellos ahora la
saludan y le rinden homenaje.

109
Llegan hermanas de otros conventos, sacerdotes, religiosos, altos prelados,
representantes del Vaticano. En el día del funeral las puertas de la iglesia de plaza
Farnese se mantienen abiertas y las notas de la misa de Requiem se difunden en el
aire por todo el barrio, mezclándose al murmullo de las fuentes. Flores amarillas y
azules, los colores nacionales suecos, adornan la iglesia y el féretro.
En los primeros bancos se sientan los miembros de la colonia sueca en Roma.
En representación de la familia Hesselblad hay un sobrino de la madre, el hijo de un
hermano. Veintinueve son las brigidinas presentes y son ellas las que escoltan el
féretro fuera de la iglesia.
En el cementerio del Verano el sobrino pronuncia un breve discurso y, según
la tradición nórdica, tira un ramo de flor de lis sobre el féretro. Las flores de los
prados suecos.
Un año después, llega el permiso de trasladar los restos al convento de plaza
Farnese, detrás del altar, pero de manera que la tumba sea visible también desde el
patio interior. De esta forma María Isabel Hesselblad, la joven que buscaba a Dios,
reposa cerca del Santisimo Sacramento y en medio de sus brigidinas.

110
26

Beata por la unidad de los cristianos

Apremia, oh Señor, la unión de los cristianos:


escucha las oraciones de tus humildes hijas brigidinas
las cuales se consagran a ti, en el amor
y en el sacrificio, por esta intención.

“Recuerden todos los fieles cristianos que mucho mejor promoverán, mejor,
practicarán, la unión de los cristianos, cuanto más procurarán llevar una vida más
pura según el Evangelio. En efecto, cuanto más estrecha sea la comunión con el
Padre, el Hijo y el Espiritu Santo, mucho más intimamente y más facilmemente
podrán hacer crecer la mutua fraternidad”.
Este pasaje tomado del Concilio Vaticano II sobre el ecumenismo, Unitatis
redintegratio, es citado expresamente al inicio del decreto sobre las virtudes de
Maria Isabel Hesselblad, presentado por la Congregación para la causa de los santos
el 26 de marzo de 1999 en vista de la beatificación de la sierva de Dios.
La unión con Dios, con la Iglesia y con el Papa es al mismo tiempo, para Isabel,
la finalidad de la Orden y el camino a través del cual promover, en la acogida, la
unión entre todos los cristianos. “Todo lo que enseñaba con la palabra y con los
escritos – se lee en el decreto – estaba confirmado por su santidad de vida, siempre
iluminada con las virtudes, que ejercitó con gran empeño, perseverancia, gozo y
perfección”.
Son propio éstas las condiciones requeridas por la Iglesia para que se dé el
reconocimiento de la heroicidad de las virtudes teologales y cardinales, y es gracias
a tal reconocimiento si María Isabel se encamina a la gloria de los altares.
El camino comienza el 4 de febrero de 1988, cuando la Santa Sede comunica
su Nulla Osta al inicio del proceso canónico. Desde julio de 1988 está abierto el
proceso a nivel diocesano, en el Vicariato de Roma, mientras que la Positio super

111
virtutibus, o sea, el documento en el que se recogen noticias, textos y testimonios
sobre la vida y virtudes de la candidata, es presentado el 7 de noviembre de 1996.
El milagro ocurrido por intercesión de Madre Isabel, paso obligado en el
camino de la beatificación, es reconocido oficialmente, después de haberlo
examinado en profundidad, a principios del 2000. Se trata de una religiosa brigidina
indiana, hermana Martín Kochuvelikakate, que ahora vive en Cuba, pero que en
aquel tiempo se encontraba en una comunidad de México.
Es el 1985 cuando la hermana comienza a advertir fuertes dolores en las
rodillas, tanto que tiene serias dificultades para moverse y se ve obligada, dos años
más tarde, a someterse a una intervención quirúrgica. El diagnóstico es de
tuberculosis osea, y durante el intervento el quirurgo se constata desgraciadamente
la total destrucción de los cartílagos de la rodilla derecha. Las curas sucesivas,
después de una leve mejoría, se revelan ineficaces. La hermana sufre terriblemente
por los fuertes dolores y, no obstante el uso de las muletas, no logra caminar ni
subir y bajar las escaleras. Obligada a estar a menudo en la cama, llega en estas
condiciones a 1989, cuando, en el aniversario de su profesión religiosa, sintiéndose
muy mal, decide arrastrarse hasta la capilla para rezar a madre Isabel. En las
condiciones en las que está no puede trabajar ni ser útil a la comunidad. Está
decidida a pedir a la Madre la salud.
Ponerse de rodillas implica para hermana Martin un sufrimiento tremendo,
pero decide hacerlo, y se queda mucho tiempo en la capilla, horas y horas. A la
mañana siguiente se despierta a las 5,45, como cada día, al toque de campana, pero
no logra levantarse de la cama a causa de los muchos dolores. Pide ayuda, pero
todas las hermanas están en la capilla. Quedándose en la cama, completamente
sola, improvisamente advierte junto a ella la presencia de una hermana. No
distingue su rostro, pero siente que la hermana, llamándole “hija”, la invita a
levantarse. Hermana Martin, pensando que la voz sea la de la superiora, responde:
“Madre, me encuentro muy mal y no puedo levantarme”. Entonces la hermana que
está junto a su cama replica: “Sí, Hijita, estás enferma, acuestate y duerme”. Así
diciendo, la hermana le arregla la almohada debajo de la cabeza y hermana Martín
se duerme.
Al despertar, unas tres horas después, hermana Martín se encuentra
completamente bien, como si fuera otra persona. Advierte nuevas energías y los
dolores han desaparecido. Pregunta a la superiora si ha sido ella la que la ha visitado
esta mañana temprano, pero esta le responde que ni ella ni ninguna otra hermana

112
la han visitado, porque han ido enseguida todas a la capilla para la misa. ¿Pero
entonces la hermana que le ha hablado era propio madre Isabel?
El hecho es que desde aquel día hermana Martin recupera el uso de las
piernas: los dolores han desaparecido y ella puede moverse de nuevo y ponerse a
trabajar. En 1991 le piden que se someta a nuevos análisis y radiografías, con éxito
sorprendente: los cartílagos, antes destruidos, ahora aparecen reconstruidos y en
buen estado. Para la medicina no hay explicación posible.
La curación instantánea es examinada en el 1996 en La Paz, en la región
mexicana de Baja California Sur, y dos años después la Congregación para la causa
de los santos aprueba la investigación, cuyos resultados son confirmados el 13 de
octubre de 1999 por la consulta médica del mismo dicasterio vaticano: la curación
ha sido inmediata, completa y duradera, con la plena restituitio ad integrum de los
cartílagos articulares de la rodilla, demostrada también a través de exámenes
histológicos.
Llega así el gran día de la beatificación de madre Isabel. Es el 9 de abril del
2000, en pleno año jubilar. La ceremonia está presidida por Juán Palo II en la plaza
de San Pedro, en presencia no solo de católicos sino de fieles luteranos. El perfil
biográfico de la beata es leido por el cardenal Camillo Ruini, que la define “madre de
los pobres y maestra del espíritu”. La reliquia de la nueva beata es llevada al altar
por la abadesa general madre Tekla Famiglietti y por hermana Martín.
En la homilía, Juán Pablo II define a María Isabel “pionera del ecumenismo” y
rinde homenaje al coraje con el que, en medio de tantos obstáculos, persiguió el
objetivo de fundar la Orden del Santísimo Salvador de santa Brígida.
Al día siguiente, en la especial audiencia concedida a los peregrinos,
recordando una vez más el empeño ecuménico de la beata Isabel, el Papa saluda a
los luteranos presentes dirigiéndoles una calurosa bienvenida (“a warm welcome”).
“Mediante la santa intercesión de María Isabel – dice Juán Pablo II – la causa de la
unidad entre los cristianos pueda progresar, y su obra y su carisma puedan recordar
a los cristianos europeos las comunes raices evangélicas de su cultura y de su
civilización”.
En ese mismo día, 10 de abril del 2000, en la basílica de San Juán de Letrán el
cardenal Ruini celebra una misa, en la que define a Isabel “una gran mujer, una gran
cristiana, una grande sueca”, mientras el 11 de abril, en la basilica de san Lorenzo en
Dámaso (la parroquia de las brigidinas en Roma), el prefecto de la Congregación
para la causa de los santos, cardenal José Saraiva Martins, durante la homilía dice:

113
“María Isabel Hesselblad es beata porque ha recorrido el camino de la belleza de la
santidad. Al final de aquel camino se ha sumergido en la belleza del rostro de
Cristo”.
El 12 de abril, en el convenio de estudio ‘Una vida de santidad para la unidad’,
intervienen madre Tekla Famiglietti, el padre franciscano Cristoforo Bove (relator de
la causa de beatificación), el teólogo carmelita Padre Jesús Castellano Cervera y
monseñor Mario Russotto. Se resalta la “fidelidad creativa” de Isabel, la pasión
ecuménica en continuidad con las raices suecas, la capacidad de conjugar tradición y
novedad, el constante camino de conversión, el espíritu de comunión con Jesús
crucificado, la caridad operosa.
“¿Por qué – se pregunta padre Jesús Castellano – madre Isabel ha sido
proclamada beata por Juan Pablo II y es una perla de su pontificado? Porque la ha
reconocido como una palabra de Dios para nuestro tiempo. Porque con el jubileo
del 2000 hemos abierto un milenio que debe ser un gran milenio de la unidad, un
gran milenio de comunión en el futuro de la Iglesia y de las Iglesias”.
La fiesta litúrgica de la beata María Isabel Hesselblad ha sido fijada el 4 de
junio.

114
27

Especialistas del espíritu

Recemos con más ardor


por todos nuestros hermanos
y hermanas que están fuera de la verdadera Iglesia,
de manera que haya un redil y un pastor:
este es el fin principal
de nuestra vocación.

Hemos hablado mucho sobre la fundadora, pero ¿Cómo se presenta hoy la


Orden que ella ha edificado después de tantas vicisitudes recorridas en las páginas
anteriores?
Aprobada como Instituto de derecho pontificio el 7 de julio de 1940, hoy la
Orden del Santisimo Salvador, tan ardientemente querido por María Isabel
Hesselblad, cuenta con 51 casas esparcidas en tres continentes.
En cada una de ellas las hermanas brigidinas (que se reconocen por su hábito
gris y el típico velo, con dos bandas blancas que forman una cruz y con cinco llamas,
una al centro y cuatro en el borde, como recuerdo de las llagas de Cristo) trabajan
en fidelidad a la inspiración de la madre fundadora: oración litúrgica, adoración
eucarística, acogida, espiríritu ecuménico, en una línea de estrecha continuidad,
dentro de los cambios necesarios debidos a las cambiantes situaciones históricas,
con el modelo de santa Brígida y la originaria regla aprobada por Urbano V en el
1370.
Madre Isabel enseñaba que las casas brigidinas tienen que ser como la de
Nazareth: oración, trabajo, sacrificio, y el rostro actual de las residencias se
conforma a esta línea tan sencilla como exigente.
Cuando Pablo VI recibió en el Vaticano a las madres capitulares, habló de la
Orden como de un “puente entre los paises escandinavos y Roma” y una garantía de
la asistencia divina”. Esta es la realidad cotidiana y esto, al mismo tiempo, el
objetivo perenne.
115
El beato Juán Pablo II dijo una vez a las brigidinas: “sois llamadas para ser
especialistas del espíritu, almas llenas del amor divino, contemplativas y
constantemente dedicadas a la adoración. Solamente si sois especialistas del
espíritu, como lo fue Santa Brígida, podréis encarnar fielmente en esta nuestra
época el carisma de radicalidad evangélica y de unidad heredado por la beata María
Isabel Hesselblad”.
La finalidad de la Orden en las palabras de Papa Wojtyla, está clara: A través
de la hospitalidad y de la acogida que ofrecéis en vuestras casas, podréis dar
testimonio del amor misericordioso de Dios hacia cada hombre y el deseo de unidad
que Cristo ha dejado a sus discípulos. Os pido, queridas hermanas, que seais en todo
lugar constructoras infatigables del grande ecumenismo de la caridad y de la
santidad. Vuestra acción ecuménica es particularmente apreciada porque interesa a
las naciones del Norte de Europa, donde es menor la presencia de los católicos e
importante la promoción del diálogo con los hermanos de otras confesiones
cristianas”.
La unidad como acogida, a través del carisma de la hospitalidad. En todas las
casas brigidinas, a partir de la de plaza Farnese, se vive así, como ha podido verificar
el mismo Pablo VI y el beato Juán Pablo II, cuando visitaron la residencia: papa
Montini en el VI centenario de la muerte de santa Brígida (1973), y papa Wojtyla en
el sexto centenario de la canonización (1991).
Es una obra que continúa a dar frutos, porque la semilla esparcida por la
madre fundadora ha caido en una tierra fértil.
La primera que ha recogido la herencia de Isabel, en el gobierno de la Orden,
ha sido madre Ricarda Beauchamp Hambrough (Londres 1887 – Roma 1966), de la
que está en acto la causa de beatificación. Le ha tocado después a madre Hilaria
Laubenberger (1916 – 1985), original del Cantón San Gallo en Suiza, y desde 1979 a
madre Tekla Famiglietti, que todavía rige el gobierno de la Orden en calidad de
abadesa después de haber sido superiora y vicaria general.
Original de Sturno, en provincia de Avellino, madre Tekla (que alguien ha
definido como la “tercera Brígida” después de la santa sueca y la beata Isabel) ha
entrado entre la brigidinas jovencísima, a los catorce años, y ha sido reelegida como
guía de la Orden por cuatro veces.
Durante su mandato se han abierto treinta y cinco nuevas casas en muchos
paises, entre los cuales Dinamarca, Noruega y Estonia.

116
En 1999 ha promovido un convenio internacional de estudios con ocasión del
año santo, con la participación de cuatrocientos exponentes cristianos de todas las
confesiones y en presencia de los reales de Suecia y de obispos y arzobispos sea
católicos que luteranos. En el 2011, para el primer centenario de la fundación de la
Orden por obra de madre Isabel, madre Tekla, dirigiéndose a los participantes que
habían intervenido en el Palacio de la Cancillería, ha dicho: “El motivo principal de
este centenario es para dar gracias al Señor, porque esta viña plantada por Él ha
producido muchos frutos para su Iglesia y continúa a producirlos con su gracia,
enviando a nuestra Orden buenas y generosas vocaciones”.
A la guía de una Orden a la que pertenecen alrededor de setecientas
hermanas, madre Tekla explica que los carismas brigidinos se pueden definir así: la
alabanza al Señor, la reparación, la unidad. La alabanza al Señor se vive cada día, no
solo en la oración, sino en todas las actividades. La reparación se produce
ofreciendo la propia vida por la Iglesia y en particular por la unidad, en un camino
que no concierne solamente a los teólogos y a los especialistas, sino a cada uno de
los bautizados. Es el “ecumenismo de la amistad” surgido durante el Concilio
Vaticano II, y que la Beata María Isabel Hesselblad anticipó.
En la era de la globalización, la Orden aparece hoy orientada hacia un
desarrollo sin fronteras, con una particular atención hacia Asia y América Latina.
Además de la India, donde existen dieciocho casas, las brigidinas se han establecido
en México, en las Filipinas y más recientemente en Cuba (2003) e Indonesia (2005-
2006).
La media de las novicias son alrededor de treinta cada año, provenientes la
mayor parte de los paises de más reciente adquisición.
Conscientes de la necesidad de adecuados centros de encuentro para
favorecer el diálogo, madre Tekla ha instituido en Farfa un centro internacional en el
que la confrontación se desarrolla a varios niveles, bajo el impulso de un comité
académico del cual forman parte exponentes católicos y luteranos. Desde 1995
hasta hoy en el centro de Farfa se han promovido numerosos convenios con el fin de
despertar en los paises europeos la conciencia del común patrimonio espiritual,
teológico, cultural y filosófico y de favorecer el conocimiento mutuo en un clima de
respeto, familiaridad y disponibilidad. De la unión de los cristianos depende la
credibilidad del testimonio y sobre todo de la supervivencia de la Iglesia.
A Farfa santa Brígida fue en 1351, procedente de Roma, y allí transcurrió
algunos meses con la finalidad de sugerir al abad una reforma disciplinar de la vida

117
monástica. De aquí parte el lazo de unión de las brigidinas con la abadía benedictina
y con la localidad de la Sabina, donde las religiosas han vuelto después de seis siglos.
La realidad de la Orden del Santisimo Salvador de santa Brígida es multiforme,
pero la huella espiritual deseada por María Isabel, es siempre la misma, pero ella no
tuvo, desgraciadamente, el gozo de ver realizado el ramo masculino.
Santa Brígida había imaginado monasterios dobles y en la regla había dado
indicaciones precisas a este propósito, basado en la experiencia de lo que había
visto durante su peregrinación a Santiago de Compostela. En 1422, sin embargo, el
papa Martino V prohibió esta fórmula, y ulteriores dificultades surgieron con la
reforma protestante. De esta forma el ramo masculino se extinguió en 1863, con la
muerte del último religioso brigidino, un monje de Altomünster, en Baviera.
En 1904, como hemos dicho, el inglés Benedetto Williamson, estudiante del
Colegio Beda de Roma, conoció a Isabel y juntos proyectaron el renacer del ramo
masculino, para ser fieles a la idea original de santa Brígida, que había imaginado los
religiosos brigidinos como estudiosos y predicadores al servicio de los peregrinos y
en contacto con el mundo externo. Santa Brígida había visto las dificultades de las
monjas faltas de ayuda y de asistencia espiritual y sabía que una presencia
masculina habría sido importante.
Cuando Isabel estableció la colaboración de padre Benedetto el renacer del
ramo masculino le pareció cercano, pero la primera guerra mundial rompió ese
sueño. En 1914 los jóvenes ingleses de la parroquia de Earfield, donde padre
Benedetto trabajaba y donde estaba cultivando algunas posibles vocaciones, fueron
llamados a las armas a la explosión del conflicto y el mismo padre Benedetto fue
capellán militar. Sufrió una fuerte intoxicación de gas y sufrió consecuencias
gravísimas. Otros jóvenes murieron en combate, mientras que los sobrevivientes,
algunos de ellos, no continuaron el camino vocacional y otros se encaminaron hacia
otras Órdenes religiosas.
Seguidamente madre Isabel procuró otras veces el renacer del ramo
masculino, especialmente en 1916 y en 1941, pero las dos veces sus esperanzas
chocaron con dificultades reales.
Padre Benedetto, antes de morir, hacia finales de los años Cuarenta admitió
de haber cometido un error no habiendo evaluado con mayor empeño el camino
indicado por madre Isabel. Fue enterrado con la capa gris y la cruz brigidina, y en el
nuevo Colegio Beda hay una capilla dedicada a su memoria.

118
Todavía en 1950 madre Isabel pensaba en cómo hacer renacer el ramo
brigidino masculino, al punto de liberar algunas habitaciones de la casa en la parte
de via Monserrato. Pensaba que los padres habrían podido dar un contributo
decisivo al trabajo ecuménico, pero los imaginaba del todo independientes de las
comunidades de las hermanas y pensaba que la regla tenía que ser adaptada para
ponerla al paso con los tiempos. Queda un empeño para el futuro.
En una carta de Isabel a su hermana Agnes (1904) se lee: “Él (el Señor) nos
conduce siempre hacia lo que es mejor para nuestro bien eterno, hasta que
nosotros, con sincera confianza, pongamos nuestra esperanza en Él y sometamos
nuestra voluntad a Su santa voluntad”. Durante toda su vida Elisabetta no ha hecho
otra cosa que practicar esta sumisión, en una actitud de total confianza hacia los
proyectos divinos. Pensaba que ninguna criatura, por muy pequeña y humilde que
fuese, estaría escondida a la mirada de Dios. Conoció el sufrimiento interior y el
dolor físico, pero ofreció su vida día a día, dejando todo en las manos de Dios,
porque “Él hace cada cosa en el tiempo oportuno”.
Más que entristecerse por los insucesos, agradeció siempre por lo que había
recibido. A su madre, en 1905, escribió: “Miremos nuestro interior y preguntémonos
si siempre hemos hecho el mejor uso del precioso tiempo de gracia que Dios nos ha
concedido”.
Queda una enseñanza válida para todos, en cualquier época.

119
Oración para obtener la canonización
de la beata María Elisabetta Hesselblad

Padre santo, Dios de bondad infinita,


te doy gracias porque has colmado con los dones de tu Espíritu
a la beata María elisabetta Hesselblad
que ha consagrado toda su vida a amarte y adorarte
para hacer en todo tu voluntad.
siguiendo el ejemplo de Santa Brígida de Suecia,
ha vivido la Palabra de la vida y ha trabajado incansablemente
por la unidad de los cristianos, para que todos reconozcan,
en la plenitud de la fe católica, a Cristo Salvador
que ha querido la comunión visible de aquellos que,
sumergidos en las aguas del bautismo
y marcados por el Espíritu de amor,
vivan en un único redil bajo un solo Pastor.
Te pido, en comunión con toda la Iglesia,
que aumentes en mí y en todos los cristianos
la fe, la esperanza y la caridad, para que,
siguiendo el ejemplo de Isabel,
nuestra vida sea siempre una alabanza perenne
y una acción de gracias si fin a Ti, oh Dios, Trino y Uno.
Te ruego, con humildad y confianza, que me concedas,
por intercesión de la Beata Madre Isabel, esta gracia
(se pide la gracia que se desea obtener)
para que, por tu gloria y para el bien de todos los cristianos,
llegue pronto el día de su canonización
y sea venerada por la Iglesia universal
en la comunión de los Santos.
Por Cristo nuestro Señor.
Amén.

120
Indice
Presentación .................................................................................pag. 5

1. Dos mujeres extraordinarias................................................. 9


2. ¿Cuál es el único redil?........................................................ 17
3. Radiante y fuerte................................................................. 21
4. Humildad, obediencia, silencio............................................. 27
5. En los lugares de Jesús.......................................................... 33
6. Más allá del océano............................................................... 39
7. ¡“Yo soy aquel que tú buscas!”.............................................. 43
8. La primera oración a María.................................................... 49
9. “Ahora veo todo claro”.......................................................... 53
10. El gran día.............................................................................. 57
11. Regreso a casa........................................................................ 61
12. ¡A Roma!................................................................................. 65
13. “Ven y sígueme”...................................................................... 69
14. Una sonrisa maravillosa............................................................ 73
15. Un santo hábito gris ................................................................ 79
16. Tras las huellas de las brigidinas............................................... 85
17. España, Holanda, Alemania...................................................... 91
18. Un paso decisivo...................................................................... 97
19. Nace una comunidad................................................................ 103
20. Regreso a Suecia....................................................................... 109
21. En la casa de santa Brígida......................................................... 113
22. Un proyecto ecuménico............................................................. 119
23. Pasaje a la India......................................................................... 125
24. Al trabajo por la paz................................................................... 131
25. La última estación....................................................................... 137
26. Beata por la unidad de los cristianos............................................ 145
27. Especialistas del espíritu.............................................................. 151

Oración para obtener la canonización


De la beata María Elisabetta Hesselblad............................................ 157

121
Contraportada

La colección “brigidinas” está dedicada a las figuras y a los temas más relevantes
de la espiritualidad brigidina, como fue hecha renacer por Madre Isabel
Hesselblad a principios del siglo XX y encarnada hoy por la Orden del Santísimo
Salvador de S. Brígida, con sede central en Roma.

Una historia fresca y cautivadora de la vida aventurosa de


María Isabel Hesselblad (1870 – 1957), la fundadora de las
brigidinas. Marcada por el deseo de lo divino y por la voluntad
de estar siempre al servicio de los “últimos”, María Isabel,
nacida en Suecia de una familia luterana, abrazó el
catolicismo, llegando a Roma. Injertó su obra en el surco de la
espiritualidad de la gran mística santa Brígida de Suecia
(1303-1373), patrona de Europa. Juán Pablo II en el 2000 ha
beatificado a Madre Isabel, definiéndola “pionera del
ecumenismo”.

Aldo Maria Valli (Rho, 1958), periodista profesional, es vaticanista en el Telediario 1.


Entre sus libros más recientes, Mi querido Karol (dedicado a Juán Pablo II), La verdad
del Papa (sobre las enseñanzas de Benedicto XVI) y Pequeño mundo vaticano (Sobre
la vida cotidiana en la ciudad del papa). Con la editorial Áncora ha publicado Historia
de un hombre. Retrato de Carlo María Martini.

122

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