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EL FORMALISMO RUSO
(por Celia María Gutiérrez Vázquez)
Se produce, por tanto, en una primera fase, una reducción de los estudios literarios al lenguaje
formal en sus tres niveles: fonológico, morfológico y semántico (especialmente en el primero).
Dejando a un lado, por ejemplo, las cuestiones temáticas y macroestructurales, centrales en
la Poética de Aristóteles, pero también los factores sociales o psicológicos que influían al autor
en el proceso creativo y que fueron fundamentales en el Romanticismo.
El formalismo ruso surge dentro del ámbito académico y se puede decir que se origina en dos
focos distintos: el Círculo Lingüístico de Moscú, fundado en 1915, y la OPOJAZ o Sociedad
para el Estudio de la Lengua Poética, que nace en San Petersburgo en 1916. Inicialmente,
al Círculo de Moscú pertenecen Roman Jakobson, de quien oiremos hablar mucho y cuya
influencia se extiende al estructuralismo praguense y luego a Norteamérica, Vinokur o Boris
Tomachevski. A la OPOJAZ se vincularon en un principio Victor Sklovski o Boris Eichenbaum.
La historia del formalismo ruso se resume en tres etapas según su primer biógrafo, Victor
Elrich, tal y como expone Domínguez Caparrós. Algunos autores, sin embargo, la reducen a
dos: una etapa más radical centrada en definir el objeto de estudio dando prioridad a la materia
del lenguaje, centrada en el sonido en los estudios poéticos; y una segunda más abierta hacia
otros niveles del lenguaje, la historia literaria y la sociología. Seguiremos la trayectoria
teniendo en cuenta ambas divisiones.
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La primera etapa comprende los años entre 1916 y 1920, periodo en que se concentra la
preocupación por desvincularse de los estudios precedentes y, por lo tanto, se visibiliza una
intención revolucionaria en términos de oposición. Sus primeros escritos formulaban así una
nueva consideración del lenguaje poético en contra de las teorías vigentes, centrado en señalar
la autonomía de la forma literaria y delimitar así un objeto de estudio desde parámetros
científicos. Como advirtió Roman Jakobson al final de esta etapa, “El objeto de la ciencia
literaria no es la literatura, sino la literariedad”, es decir, aquello que es específico de un
texto literario frente a todos los demás discursos. En otras palabras, se trata de estudiar
la definición de literatura a través de los textos, no los textos en tanto producciones creativas
en un entorno social y psicológico determinado. Los estudios fonéticos y métricos formaron un
corpus muy eficaz en este sentido y, por lo tanto, bastante cerrado.
Sin embargo, la época de auténtico desarrollo de nuevas teorías es la que se extiende desde
1921 a 1926, con una considerable ampliación de los intereses y los campos de investigación.
Como no podía ser de otra manera, se produce una diversificación de las teorías, asistimos a
un proceso de apertura que da lugar a divergencias considerables entre los distintos miembros.
Marca esta época de manera crucial la situación política tras la Revolución Rusa y la
consiguiente pugna teórica. La autonomía radical de la literatura propugnada en los inicios por
los formalistas chocaba gravemente con el materialismo dialéctico y con las reflexiones de
Trotski sobre literatura. Es el círculo de Mijaíl Bajtín el que, dentro del marxismo, logró una
confrontación más fructífera con el formalismo, dando lugar, como veremos, a teorías de
enorme calado posterior. La ampliación de intereses a los niveles sintáctico y semántico
del lenguaje literario, es decir, al estudio de su construcción y su significado, así como la
recuperación de la historia literaria, son los cambios más significativos de esta segunda
etapa.
Dicha ampliación, apuntada en primer lugar por Tinianov, determinará la orientación de los
estudios de Víctor Sklovski, Boris Eichenbaum y el propio Tinianov hacia un formalismo
evolutivo y funcional que toma en consideración el contexto sociohistórico en la producción
del hecho literario. La literatura como “forma lingüística” amplía su especificidad a la función
de las estructuras, como pone de manifiesto el clásico estudio de Vladimir Propp sobre la
morfología del cuento fantástico, y toma definitivamente en consideración la perspectiva
diacrónica de la literatura. Finalmente, en 1930 se disuelve el grupo con el artículo de
Sklovsky Un monumento al error científico. La agresividad política del socialismo de Stalin
había obligado a la dispersión, en ocasiones al exilio y, sobre todo, a renegar explícitamente
de los presupuestos iniciales, como es el caso del citado artículo.
Como venimos diciendo, la importancia del formalismo ruso radica, en primer lugar, en la
inauguración de la moderna teoría de la literatura desde su empeño en delimitar
científicamente objeto de estudio: aquello que hace que un texto sea literario, la literariedad
o especificidad de la literatura. Como reacción a los caducos estudios literarios decimonónicos,
el formalismo se constituye como tal “formalismo” porque centra su interés en el texto como
unidad material y aislada, frente a los estudios psicologistas o sociológicos. Es en el propio
texto, considerado de manera autónoma, donde se genera la respuesta a la pregunta:
¿qué es lo específico del lenguaje literario? ¿Y de qué manera? Como dice Manuel Asensi (2003:
67): “la especificidad de la obra literaria surgirá contra el fondo del resto de los usos
lingüísticos”, es decir, por comparación con los mensajes habituales y también con los
lenguajes propios de otras artes. Para empezar a entender cómo realizaron los formalistas
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dicha confrontación y sus conclusiones hay que tener en cuenta que partían de la influencia
del formalismo kantiano y la fenomenología.
La primera diferencia que los formalistas creen observar de manera muy evidente entre el
lenguaje en su uso habitual y el lenguaje poético es una inversión de la relación entre el
sonido o significante y el sentido o significado. Si en los enunciados producidos en el
ámbito de la vida cotidiana lo que importa es comunicar una información de manera clara y,
por lo tanto, el sentido que queremos transmitir determina cómo lo decimos, las palabras que
escogemos y cómo las organizamos, en el lenguaje de la poesía ocurre justo lo contrario. Para
los formalistas rusos, el ritmo y el sonido (la materia lingüística) no están subordinados al
sentido, sino al revés: el sentido es una consecuencia colateral de unos efectos
eufónicos y rítmicos determinados que constituyen el fundamento organizativo del
poema. Tanto es así que se habla de “palabra eufónica o palabra transmental” cuando
el sentido queda completamente al margen, algo que se manifiesta de manera radical en la
práctica vanguardista rusa del zaum, poema que resulta pura combinación significante: poesía
de sonidos y de letras (Todorov, 1991: 19). El valor significante de la literatura vanguardista
se extiende, por tanto, también a la grafía, a su disposición en el espacio, al uso diferente de
determinados signos, a la alternancia de mayúsculas y minúsculas, alteraciones tipográficas y
ortográficas, etc.
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no es tanto la dedicatoria como hacer patente el lenguaje como materia y como
construcción. Es como si en un edificio importasen mucho más los materiales, las estructuras
y el diseño que el hecho de que sea una biblioteca o un colegio (algo que muchas veces, de
hecho, es así), y para ello, el arquitecto diseñase un laberinto que nos perdiese en la
irregularidad de los pasillos, la luz y la oscuridad de los espacios, y en el lento recorrido nos
obligase a fijarnos en el ladrillo o el acero de los pilares, el color de las paredes, las escaleras
en forma de caracol, el tamaño de las ventanas etc., en cada espacio de nuestro trayecto, sin
percatarnos todavía de dónde estamos. En todo ese deambular, no repararíamos en si hay
pupitres o estanterías con libros, solo una vez hallada la salida, veríamos, quizá, si hay un
letrero que consigne el edificio. Si tomamos como ejemplo la pintura, es lo que ocurre también
en un cuadro cubista o expresionista.
¿Dónde está la contradicción? Pues en que algo que parecía un fenómeno estrictamente
lingüístico, que tomaba el texto empírico como forma de manera autónoma, implica de pronto
en primera línea al acto de percepción y, por tanto, nuestra relación con el mundo. Tal y como
dice el propio Slkovsky, es un mecanismo para “devolver la sensación de vida”, algo que se
acerca a las reflexiones de Heidegger y que recuperarán luego el creacionismo y algunas
vanguardias. Pero entonces, ¿es realmente autónomo el texto poético? ¿Es la literatura una
cuestión de un uso desviado del lenguaje? Si siguiéramos con el ejemplo del edificio, nos
preguntaríamos si lo que lo constituye como tal sigue estando dentro, es la construcción del
laberinto (distribución, materiales, luz, pilares, escaleras, pasillos…) o tiene que ver con su
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relación con el entorno (viene marcado por leyes de fuera, por su relación con el paisaje
urbano, su ubicación o la necesidad de la comunidad de construir un colegio).
A primera vista, por tanto, la desautomatización resultaba un criterio muy radical, novedoso y
fructífero, sin embargo pronto mostró sus limitaciones. Si bien es de fácil aplicación en textos
líricos, y se advierte de manera evidente en determinados movimientos literarios como la
poesía barroca, el modernismo, el simbolismo, o la vanguardia… ¿qué pasa con otros géneros,
como la novela? ¿Y con otras épocas literarias?
En el primer caso, la literariedad del Polifemo de Góngora solo puede valorarse en relación con
lo que ha sido antes la literatura: las obras medievales, la literatura popular y las obras del
Renacimiento, así como con las obras de autores contemporáneos, como Quevedo, para poder
tener una idea completa de su relevancia, su valor, su función y su repercusión, pero, sobre
todo, de si es o no específicamente literatura y de si modifica en algo esta cuestión. Como
dijimos en la introducción, en la Ilustración se consideran textos literarios los ensayos de
Feijoo, pero avanzando en el tiempo, el Romanticismo los hubiera anulado como tales. En el
segundo caso, el ritmo de un poema únicamente adquiere su verdadero sentido en relación
con la sintaxis y los efectos semánticos, pues unos están al servicio de los otros, unos se
subordinan a otros en una estructura compleja, y el producto o efecto final es una interacción
dinámica de todos ellos. Si hasta ahora los formalistas habían despejado la especificidad de la
literatura “sobre el fondo del lenguaje cotidiano y los lenguajes de otras artes”, en una
comparación estática, Tinianov parte de que la obra literaria constituye un sistema: una
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estructura donde las partes ejercen una función activa sobre el todo y en el todo, a su vez,
adquieren sentido las partes. De la misma manera, la serie literaria, en tanto que interacción
entre las obras del pasado y del presente, y de las obras del presente entre sí, es otro sistema.
Como explica Manuel Asensi, sin embargo, Tinianov plantea todavía una dinámica interna a la
propia literatura, pues todo su dinamismo depende de las leyes propias, vigentes dentro de la
misma serie literaria (por ejemplo, el rechazo romántico de la regla de las tres unidades del
teatro ilustrado, o los encabalgamientos y los hipérbatos barrocos frente a la suavidad del
soneto renacentista). La evolución es interna y no se ve afectada por las necesidades
expresivas de una sociedad cambiante, de manera que los cambios literarios suceden al
margen de los cambios sociales, económicos o culturales de otra índole. Esto requería una
corrección urgente, pues resulta obvio que la ruptura del Barroco con las formas renacentistas
tiene que ver también con la propia evolución económica, social, política y cultural que genera
necesidades estéticas nuevas y que, de haber evolucionado hacia otro lugar habría requerido
formas distintas. Como no podía ser de otra manera, esta perspectiva se impondrá desde el
marxismo, de manera particularmente interesante en el círculo de Bajtín, y también con la
figura de Mukarowsky, que logra conjugar la concepción estructural con una perspectiva
diacrónica y dialéctica.
Como conclusión al formalismo ruso podríamos recuperar algo en lo que la mayoría de los
teóricos de la literatura coinciden: el enfoque “formalista” resultó esencial para revitalizar e
impulsar los estudios literarios y redefinir el objeto de estudio. Sus muchas limitaciones no son
sino retos que resolver que ofrecieron, en todo caso, un profundo impulso a la disciplina y que
aún son hoy objeto de debate. A partir del formalismo proliferaron los problemas y los
esfuerzos por poner soluciones incluso más allá del propio concepto de solución, es decir, se
desarrollaron profundas y abiertas reflexiones que de otra forma no habrían sido posibles. En
otras palabras, amplían el campo de nuestra pregunta: ¿De qué hablamos cuando hablamos
de literatura? El cuestionamiento inicial de la figura del autor como reacción contra el
psicologismo decimonónico y la consideración formal del hecho literario, como veremos, tienen
ya el germen de la disolución de cualquier respuesta unívoca a la pregunta.
BIBLIOGRAFÍA GENERAL
Asensi Pérez, M. (2003): Historia de la teoría de la literatura, volumen II (el siglo XX hasta los
años setenta), Valencia: Tirant lo blanch.
García Berrio, A. (1994): Teoría de la literatura (la construcción del significado poético),
Madrid: Cátedra.
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Todorov, T. (1991): Crítica de la crítica, Barcelona: Paidós.