hay que volverse a la realidad, tal como ella se muestra y, sobre todo, tal como se muestra en
su máximo grado de realización. Y el máximo grado de realización es, por lo que toca a la
realidad intramundana, la realidad personal en su proceso histórico. La metafísica
intramundana culmina así en el estudio de la realidad personal y, tal vez, pueda superarse a sí
misma, si es que esta realidad personal hace presente algo que no pueda llamarse ya
estrictamente intramundano.2
Precisamente por ello Ellacuría prefiere hablar de ‘realidad histórica’ y no de ‘historia’ a secas
como el objeto de la filosofía:
La realidad histórica, ante todo, engloba todo otro tipo de realidad: no hay realidad histórica
sin realidad puramente material, sin realidad biológica, sin realidad personal y sin realidad
social, en segundo lugar, toda otra forma de realidad donde da más de sí y donde recibe su
para qué fáctico –no necesariamente finalístico- es en la realidad histórica; en tercer lugar, esa
forma de realidad que es la realidad histórica es donde la realidad es ‘más’ y donde es ‘más
suya’, donde también es ‘más abierta’ [...] Por eso se habla estrictamente de ‘realidad
histórica’. Con ello no se elude la consideración de qué es lo que pasa últimamente en la
historia [...] pero la metafísica atiende, si se quiere hablar así, a la historia de la realidad, a lo
que le pasa a la realidad misma cuando entra en contacto con el hombre y la sociedad en eso
que llamamos historia [...] Así por ‘realidad histórica’ se entiende la totalidad de la realidad tal
y como se da unitariamente en su forma cualitativa más alta y en esa forma específica de
realidad que es la historia, donde se nos da no sólo la forma más alta de realidad sino el campo
abierto de las máximas posibilidades de lo real. No la historia sino la realidad histórica, lo cual
significa que se toma lo histórico como ámbito histórico más que como contenidos históricos y
que en ese ámbito la pregunta es por su realidad, por lo que la realidad da de sí y se muestra
en él.3
De lo que se trata es de estudiar esta unidad real de las cosas no desde sus orígenes, que ya no
son puros, pues lo originado ha revertido sobre lo originante de múltiples formas, sino desde
su etapa última, la que muestra lo que hasta ahora al menos es la realidad, conozcámosla o no
como es en realidad. “Esta etapa última no es un concepto ni es una idea o un ideal; es algo
que nos está dado y que, mientras se hace, se nos está dando”.4
Es importante destacar que Ellacuría comenzó a perfilar esta tesis desde la realización de su
tesis doctoral en la que interpreta el esfuerzo filosófico de Zubiri como un intento por justificar
y radicalizar lo que es el ser humano como realidad física abierta, más allá de cualquier
esencialismo, naturalismo o existencialismo.5 Tal y como señalamos antes, a partir la lectura
de Sobre la esencia, Ellacuría es consciente que la filosofía zubiriana se mueve en un horizonte
nuevo justamente porque no ve la realidad ni desde el horizonte clásico de la movilidad ni
desde el medieval y moderno de la nihilidad sino desde el horizonte de la factualidad
intramundana que es el único al que tiene acceso el hombre como aprehensor de la realidad.6
Enmarcado en este horizonte Zubiri, de acuerdo a Ellacuría, ha logrado radicar lo histórico en
un concepto válido de realidad, construido no sólo desde y para la naturaleza sino desde y
para la historia:
La gran dificultad que en este punto se da estriba o en la falta de sensibilidad intelectual para
captar la importancia metafísica de lo histórico, o de querer dar la primacía al ser o a la
realidad hipostasiados sobre la esencia real. Zubiri en los tiempos de Naturaleza, Historia, Dios
había reconocido la importancia metafísica de la historia y la había estudiado en su singular
peculiaridad. Zubiri en Sobre la esencia ha logrado una idea de la esencia real en la que sin
distorsiones cabe tanto lo histórico como lo natural. Queda así manifiesto el carácter
profundamente integrador de su metafísica en un tema propenso a tratamientos poco
metafísicos.7
Y es que en esta obra Zubiri no intenta fundamentar la realidad humana ni desde una esencia
universal como término de una definición predicativa ni desde una interpretación ya fija de la
naturaleza, del mundo o de su fundamento; pero tampoco desde lo que es su existencia como
raíz de sí mismo y de todo lo formalmente humano.8 Sobre la esencia ve la realidad humana
como una realidad en el ámbito estructural del todo de la realidad y la tipifica como esencia
abierta al hilo del análisis de su realidad factual, de su animalidad física, que es de por sí una
exigencia de apertura a la realidad para poder seguir viviendo; una animalidad que, en el caso
concreto del hombre, está constituida estructuralmente, en unidad primaria con la
inteligencia. Con ello se atiende al hombre como apertura, historicidad y transcendencia pero
se los radica en una realidad física previa. Se cuenta con lo que hay de irreductible en la vida
humana y en sus resultados, pero se la entiende formalmente como un poseerse, como una
esencia que de suyo se comporta operativamente respecto de su propia realidad de un modo
determinado, justamente porque es una esencia abierta:
La esencia abierta [...] es abierta, porque no es sólo tal como es, sino que a su talidad misma le
compete de suyo pertenecerse en acto segundo según las notas que tiene y, muy
particularmente, en vista de su propio carácter de realidad. Por esta apertura la esencia
abierta es formal y reduplicativamente suya, se posee en su propio y formal carácter de
realidad, en su propio ser suyo [...] este modo de ser suyo es lo que constituye la persona.9
El hombre aparece así como una realidad material vinculada estructuralmente a las demás
realidades materiales del universo físico, pero a la vez como una realidad que en virtud de su
inteligencia sentiente está abierta impresivamente a la realidad, impelida hacia ella y forzada a
realizarse autoposesiva y transcurrentemente en el mundo de lo real. No es un mero
fragmento del cosmos ya que su especial carácter de esencia abierta hace de él una realidad
transcósmica12; es decir, una realidad que está en el cosmos, en respectividad estructural con
el resto de realidades, pero lo está en forma de transcendencia en virtud de su intrínseco
carácter abierto y por su capacidad de autodeterminarse y darse su propia figura de realidad,
aunque sea en forma limitada y condicionada:
El hombre no es ni polvo del universo ni envolvente del mismo; es a la vez ambas cosas en
intrínseca determinación. Tiene, como dice Zubiri, un constitutivo carácter monádico: mónada
porque son evidentes los límites de su talidad; abierta porque su inteligencia le instala en el
orden transcendental. La apertura de su esencia no es sino modificación, bien que radical, de
su ser en sí.13
Hoy ya no podemos seguir considerando la historia como una simple ciencia, ni como lo que
pasa sobre el hombre afectándole tan sólo incidentalmente. Existe una realidad histórica, pues
la historicidad es una dimensión real de la realidad que se llama hombre. Esta historicidad [...]
no proviene exclusiva ni primariamente de que el pasado avanza hacia un presente y lo
empuja hacia el porvenir [...] La verdad, por el contrario, consiste más bien en que una realidad
actual –por tanto presente- el hombre, se halla constituido parcialmente por una posesión de
sí misma, en forma tal que, al entrar en sí, se encuentra siendo lo que es, porque tuvo un
pasado y se está realizando desde un futuro.16
Y en cuanto la historia está basada en las posibilidades reales que se apropia opcionalmente el
animal humano se la puede considerar como un verdadero acto creador en el sentido que lo
plantea Zubiri en Naturaleza, Historia, Dios:
Ahora bien, como estas posibilidades se fundan en última instancia en la realidad en cuanto
tal, es la respectividad de lo real en tanto que real la que se ve afectada por el dinamismo
histórico en tanto que dinamismo de la realidad. “Lo cual significa que el mundo, la realidad en
tanto que mundo, es constitutivamente histórica. El dinamismo histórico afecta la realidad
constituyéndola en tanto que realidad”. 19
A partir de estas tesis Ellacuría asumirá la historia como horizonte y objeto de la metafísica.20
Si la metafísica pretende ocuparse de lo que es últimamente la realidad total en cuanto tal,
esta totalidad de lo real exige una total concreción y esta total concreción está determinada
por su última realización y, a su vez, cobra su ultima realización en la historia y por la historia
[...] Lo último de la realidad, lo metafísico, no es accesible por el camino de la máxima
abstracción, sino por la vuelta a lo que es el máximo de concreción. Que este máximo de
realización suponga sólo un máximo de conciencia, un paso de lo que es en sí a lo que es
además un para sí; que este para sí aumente o no la realidad del en sí, etc., son cuestiones
discutibles [...] Basta con sostener que la ultimidad de la realidad está de algún modo
relacionada con su total concreción y que esta total concreción es no sólo procesual –y en ese
sentido, evolutiva- sino formalmente histórica [...] En la historia, que incluye y supera la
evolución, es donde la realidad va dando cada vez más de sí, según la feliz conceptuación de
Zubiri, y donde esa realidad va desvelándose cada vez más, va haciéndose más verdadera y
más real. Por eso el que vive al margen de la historia vive al margen de la filosofía; querer
relegar la concreción histórica al antiguo esquema naturalista sustancia-accidente y formas
inmutables, es, ciertamente, una opción intelectual ya superada. De ahí que el logos adecuado
para ahondar en lo más real de la realidad sea un logos histórico, que asume y supera al
natural.21
Este viraje de su pensamiento filosófico se consolida hacia finales de la década de los años
sesenta en los que Ellacuría orienta su actividad intelectual hacia el análisis crítico de los
problemas humanos y sociales que caracterizaban la realidad histórica de América Latina y del
Tercer Mundo en aquella época,22 especialmente los generados por la violencia revolucionaria
y la violencia institucionalizada como expresiones de una situación de injusticia y opresión.23
Es una época en la que Ellacuría participa en el movimiento de transformaciones que se están
produciendo en la Iglesia latinoamericana después de la Segunda Conferencia del Episcopado
Latinoamericano en Medellín, en la renovación de la Compañía de Jesús de cara al problema
social en América Latina a partir de la ‘Carta de Río’ de todos los provinciales latinoamericanos
(mayo de 1968) y en la experiencia de las nuevas organizaciones eclesiales de base que
alimentará el surgimiento de la teología de la liberación.24 Todo ello en un contexto de crisis
social y política caracterizada por la emergencia de movimientos revolucionarios y de
organizaciones populares que buscaban la transformación de las estructuras capitalistas
vigentes hacia formas sociales y políticas de carácter socialista.
Tanto los documentos de Medellín como la ‘Carta de Río’ proponían una redefinición de la
Iglesia a la luz de la pobreza de la mayoría de los pueblos latinoamericanos y del Tercer Mundo
y propugnaban el abandono del paradigma del “desarrollo” con su reformismo y su sustitución
por el paradigma de la “liberación” con su consiguiente exigencia ideológica y política más
radical para superar la injusticia estructural. Este cambio de paradigma estaba sustentado
teóricamente por la llamada teoría de la dependencia que criticaba fuertemente el modelo de
desarrollo de los países industrializados y la iniciativa desarrollista impulsada en América latina
a través de la Alianza para el Progreso del presidente Kennedy.25 Sus autores argumentaban
que el desarrollismo había profundizado la dependencia estructural de los países
subdesarrollados con relación a los países industrializados sin poder resolver sus problemas
económicos y sociales. 26 En la concepción desarrollista subyacía una concepción muy precisa
del “desarrollo” basada en los siguientes supuestos: 1. Se creía que el cambio de una
desarrollo “hacia fuera” a un desarrollo “hacia dentro” sacaría a los países subdesarrollados de
la dependencia del comercio exterior. 2. Se esperaba que la industrialización –como resultado
de un proceso de sustitución de importaciones- tendría como efecto el debilitamiento de las
oligarquías tradicionales dedicadas a la agroexportación y una consecuente redistribución del
poder nacional en una dirección democratizadora. 3. Esta democratización se vincularía con
una tendencia hacia una