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Terciopelo Azul, una película extrema que salvó la carrera de David Lynch.

Por Hernán Ferreirós, para La Nación.

Terciopelo azul fue la película que salvó la carrera de David Lynch, rescató a Dennis Hopper del
olvido y convirtió en una actriz a la ex modelo Isabella Rossellini. También fue la que terminó de
configurar el adjetivo “lyncheano”, bien definido por el novelista David Foster Wallace en un largo
artículo sobre el realizador como “un tipo particular de ironía en la que lo muy macabro y lo muy
mundano se combinan para revelar la perpetua imbricación de uno en otro”. Como todas las obras
maestras, ésta expandió las posibilidades del cine. Lynch creó una nueva forma narrativa, un
interregno entre la lógica de la vigila y la del inconsciente, entre la luz de la superficie de las cosas
y la oscuridad del mundo inverso que se esconde tras ella. A la fecha del estreno, en 1986, los
espectadores jamás habían sido expuestos a un villano tan atroz como Frank Booth (Hopper) o a
una mujer tan rota como la cantante Dorothy Vallens (Rossellini). La película opera con
saturaciones y extremos: colores saturados, pulsiones saturadas, artificio extremo. Lynch inaugura
un pacto distinto con el público que le permite estirar al límite el realismo incluso en el más normal
de los escenarios (como un pueblito del interior de Estados Unidos) para incluir lo insondablemente
extraño o lo inexplicable sin tener que dar el salto al fantástico. Sin embargo, sus películas tienen, al
menos, un rasgo de este género: suelen armarse en torno a la literalización de una metáfora.
Terciopelo azul sucede en un pueblo chico que es, literalmente, el infierno.

Aunque Lynch terminó su opera prima, la alarmante Eraserhead (1977), recién a los 31 años, luego
su carrera avanzó a pasos de gigante. Eraserhead se volvió una de las más exitosas películas de
culto y esto lo puso en el radar de Mel Brooks, quien venía de una racha de films extraordinarios
(El joven Frankestein, Locuras en el Oeste), acababa de fundar su compañía productora,
BrooksFilms, y estaba buscando un director para su primera producción, que llevaba el intrigante
título de El hombre elefante y no era una comedia sino la trágica historia real de Joseph Merrick, un
hombre que nació con deformaciones tan extremas que era exhibido como un freak y luego como
una curiosidad médica en la Inglaterra victoriana.

Aunque Lynch no conocía su historia (llevada a Broadway en 1980 con David Bowie en el rol de
Merrick), solo el título y su intuición lo convencieron de que era el proyecto indicado para él. Por su
parte, Brooks pidió una proyección del debut del director (que era, claramente, la obra de un
outsider: había sido filmada a lo largo de cinco años, sin presupuesto, con amigos que no cobraron
por su trabajo y con una visión muy poco idílica de la paternidad: trata acerca de un hombre-niño
que vive en un desolado paisaje industrial con un bebé mutante -es como una tortuga sin caparazón,
brazos, ni piernas- que nunca para de llorar). Lynch sabía que no tenía chance de obtener trabajo en
una película mainstream con semejante carta de presentación. Sin embargo, cuando terminó la
función, Brooks lo abrazó, le dijo “sos un demente, te adoro” y no dudó en entregarle el comando
del proyecto.

Además, fue un incansable defensor del trabajo del realizador. Un ejecutivo de la corporación NBC,
que sería uno de los financistas, pidió conocer a Lynch y leer el guión antes de que comenzara el
rodaje. Brooks lo cortó en seco: “¿Conocer a Lynch? El hecho de que aún no lo conozcas solo
demuestra lo idiota que sos. ¿Y qué querés decir con “leer el guión”? ¿Acaso estás tratando de
decirme que sabés mejor que yo cómo hacer una película exitosa?”. Así lo recuerda entre risas el
productor ejecutivo de El hombre elefante Stuart Cornfeld (entrevistado por Chris Rodley para su
libro Lynch on Lynch). Cuando la película estuvo terminada Barry Diller, el entonces mandamás del
estudio Paramount, pidió algunos cambios y Brooks le contestó: “Estamos juntos en un
emprendimiento comercial. Les mostramos la película para que estén al tanto del estado de ese
emprendimiento. No confundan esta gentileza con que estamos solicitando la opinión de unos
primates como ustedes”. El hombre elefante (1980), protagonizada por John Hurt y Anthony
Hopkins, fue un éxito de crítica y público y obtuvo ocho nominaciones a los Oscars. Brooks no se
había equivocado. Previsiblemente, perdió en todas las categorías importantes con el debut como
director de Robert Redford, Gente como uno, ante lo que Brooks sentenció: “En diez años, Gente
como uno será la respuesta a una pregunta de trivia y El hombre elefante, una película que la gente
seguirá viendo”. Volvía a tener razón.

A pesar del excelente vínculo que tenía con Brooks y del suceso de su proyecto conjunto, Lynch no
volvió a trabajar con el cómico. El siguiente film que le propuso su productora fue una biografía de
Frances Farmer, actriz inconformista y rebelde de los años 40 que fue, quizás erróneamente,
diagnosticada con esquizofrenia paranoica y sometida a cruentos tratamientos para cambiar su
carácter. Así como su intuición lo llevó a aceptar El hombre elefante, esta vez Lynch sintió que la
película no era para él (finalmente, quedó al mando del módico realizador australiano Graeme
Clifford, con Jessica Lange en el protagónico) y, en cambio, aceptó la propuesta del productor Dino
de Laurentis (que venía de tener éxitos con Flash Gordon y Conan, el bárbaro) para ponerse a
cargo de la adaptación de la monumental y reverenciada novela Duna de Frank Herbert, aunque no
tenía ninguna experiencia, ni interés en la ciencia ficción.

En unos años, Lynch había pasado de trabajar con sus amigos a dirigir a John Hurt, Anthony
Hopkins y John Gielgud. Duna sería un salto cuantitativo aún mayor. Con un presupuesto de 45
millones de dólares fue, para principios de los 80, una de las películas más costosas de la historia.
No era la primera vez que se la intentaba llevar a la pantalla. Alejandro Jodorowsky, otra estrella de
las midnight movies (El Topo fue la primera película de culto de los 70) y actualmente convertido en
un intenso twittero zen, había planeado una adaptación con protagónicos de Salvador Dalí y Orson
Welles, música de Stockhausen, una narrativa psicodélica que actuaría como un mandala para
alterar la conciencia de los espectadores y 12 horas de duración. Desde luego, ni le permitieron
acercarse a una cámara. Sin embargo, su versión probablemente habría resultado más coherente que
la de Lynch, quien se vio forzado a comprimir en poco más de dos horas una novela de 700 páginas,
que transcurre en tres planetas muy diferentes y presenta con dedicación las culturas de múltiples
etnias a través de medio centenar de personajes. Lynch llegó a poner a sus actores a contar, mirando
a cámara, y no por brechtiano sino por necesidad, todo lo que no pudo filmar. A pesar de algunas
imágenes logradas, sobre todo en el mundo sádico de los Harkonnen, la película va de lo errático a
lo indescifrable y fue un fracaso de fuste. La productora la reeditó en 190 minutos, cuyo logro es
extender los problemas de la original por una hora más. Lynch retiró su nombre de esta versión.

La ventas internaciones salvaron a De Laurentis de la debacle financiera pero la relación con el


realizador quedó resentida y los planes de futuros films conjuntos, congelados. Sin embargo, Lynch
logró interesar al productor en un guión en el que llevaba trabajando buena parte de la década,
llamado Terciopelo Azul. Con el antecedente de la mala recaudación de Duna, De Laurentis no
quiso volver a correr riesgos monetarios y aceptó hacer la película con la condición de que Lynch
redujera el presupuesto de 10 millones de dólares a la mitad, lo que implicaba que los actores y
técnicos trabajarían por el salario mínimo. Tras toda la interferencia que había sufrido en Duna,
Lynch aceptó con la condición de que se le otorgue el corte final. De Laurentis se negó a ponerlo
por contrato pero prometió que si se reducía el presupuesto como pedía, Lynch tendría el control
creativo total. “Eramos la película más barata de las trece que estaba haciendo Dino en sus estudios
de Carolina del Norte, y eso me proporcionaba un sentimiento eufórico de libertad. Lo bueno de un
fracaso es que no hay otro lugar para ir que no sea hacia arriba”, dice el realizador en una entrevista
publicada como extra en la reciente edición de Criterion de su film.

En Terciopelo Azul se reveló que Lynch, como Scorsese, Tarantino o Jarmusch, era un connaisseur
de la música popular que podía ceder a una canción pop un rol crucial en la narrativa. De hecho, la
película surgió del estándar homónimo interpretado por Bobby Vinton: “La canción me sugirió la
trama: un misterio que tendría lugar en un pueblo pequeño con un personaje que se mete en el
cuarto de una chica para espiarla y allí descubre pistas fundamentales; luego vino a mí la idea de la
oreja amputada en un terreno baldío, que sería la puerta de entrada a otro mundo”.
El encuentro fortuito con un tema de Roy Orbison terminaría de redondear otro de los momentos
centrales. “Estaba en un taxi en Nueva York y escuché por la radio la canción “Crying” de Orbinson
y pensé que podía usarla en la película. Compré un “Grandes Exitos” y fue ahí que descubrí “In
dreams”. Esa canción me aclaró muchos puntos clave del guión. Quería que Dennis Hopper la
cantara, pero él no podía recordar la letra, de modo que su amigo Dean Stockwell, que interpreta a
Ben en el film, lo ayudaba a memorizarla. Cuando vi a Dean cantando y a Dennis mirándolo
emocionado y murmurando los versos fue algo hermoso y terminó en la película desde ese modo,
que era el modo en que debió ser desde el comienzo”, recuerda Lynch.

El film marcó el inicio de su prolífica colaboración con el músico Angelo Badalamenti, quien llegó
al set recomendado por el productor Fred Caruso. En la película, Isabella Rossellini debía
interpretar “Blue Velvet” en el escenario de un night-club de mala muerte. Aunque, dado el calibre
del lugar, su voz no tenía que descollar, a medida que pasaban los días de ensayo con una coach
vocal se hacía penosamente obvio que Rossellini no podía cantar. Caruso propuso llamar a su amigo
Angelo para que diera una mano. Lynch no tenía idea de quién era el tal Angelo y se negó varias
veces hasta que la insistencia del productor y la realidad de que la canción no funcionaba hicieron
que accediera. Angelo llegó una mañana y pasó dos horas ensayando con Rossellini en el lobby del
hotel en el que se hospedaban. Al mediodía llegó Lynch sin demasiadas expectativas. El músico dijo
“es lo que es” y puso la grabación casera en un walkman. Al cabo de un par de minutos, Lynch se
quitó los auriculares y exclamó “podemos poner esto en la película tal como está, es maravilloso”.

La relación con Badalamenti se consolidó a partir de otro contratiempo. Para la escena romántica
entre Jeffrey (Kyle McLachlan) y Sandy (Laura Dern) Lynch quería usar “Song to the Siren”, una
sensacional composición de Tim Buckley versionada por This Mortal Coil (con la etérea voz de Liz
Frazer de Cocteau Twins) en su primer disco, que acababa de publicarse. Lynch se obsesionó con el
tema, al punto de que se convirtió rápidamente en su canción favorita. Sin embargo, la banda (un
supergrupo armado por Ivo Watts-Russell, el director del sello británico 4AD, con todas las
luminarias de su compañía) pedía 15.000 dólares por los derechos y De Laurentis no estaba
dispuesto a desembolsar ese dinero solo por 30 segundos de música de fondo. Otra vez Caruso
sugirió usar a Badalamenti para que compusiera una canción. “¿Una canción para que ocupe el
lugar de esta canción, esta canción que tengo que tener sí o sí?”, contestó Lynch. “Hay 10 trillones
de canciones en el mundo, pero no quiero ninguna de ellas, necesito “Song to the Siren”. Caruso
persistió con la negativa: “Ya que David siempre estaba escribiendo cosas sueltas, le dije que
armara una letra y luego le pediríamos a Angelo la música”. Badalamenti cree que Lynch accedió
solo para demostrar que la idea era ridícula y así obtener lo que quería. “Me enviaron un papelito
amarillo con unos versos” recuerda el músico en el documental Misteries of love. “Decía “el viento
sopla y tu y yo nos flotamos en el espacio para siempre en la oscuridad...” Yo me dije “esto no es
una letra; ¿cuál es la estrofa, cuál es el estribillo, donde está el puente, donde está el gancho?” Nada
rimaba. No tenía ni idea de qué hacer. Entonces lo llamé a David y le pregunté que música
imaginaba para esa letra. El me dijo que tenía que ser algo que se moviera como la marea en el
océano, le contesté “ya veo” pero no tenía la mas remota idea de qué quería decir. Escribí algo que
pensé que podía funcionar y llamé a mi amiga Julee Cruise para que cantara”. El final de la historia
es que no solo la canción, llamada “Misteries of love” fue a parar a la banda sonora reemplazando a
la de Buckley, sino que Badalamenti, Lynch y Cruise empezaron una colaboración que se prologó
por dos discos y hasta tuvieron un hit internacional con el tema “Floating”. “Más tarde conseguí
“Song to the Siren” para Carretera perdida”, concluye Lynch. “Es una canción que amo
profundamente, pero no más de lo que ahora amo “Misteries of love””.

Además de la inclusión de la inexperta Rossellini, la decisión más cuestionada del casting de


Terciopelo Azul fue la incorporación de Dennis Hopper en el rol del patológico villano Frank Booth.
Lynch recuerda que “cuando surgió su nombre, todos me decían “no podés trabajar con Dennis, es
un adicto y un alcohólico”. Sin embargo, su agente se contactó con nosotros y nos dijo que estaba
rehabilitado y que ya había rodado una película completamente sobrio. Acto seguido, Dennis me
llamó y me dijo “tengo que interpretar a Frank Booth, porque yo soy Frank Booth”, esto para mí era
una muy buena y una muy mala noticia”. La buena noticia era que entonces Hopper entendería a un
personaje tan radical; la mala, que sería imposible convivir con él.

Durante el rodaje, Hopper mantuvo distancia con sus compañeros del trabajo. “No conocía a Dennis
y estaba un poco intimidada porque la primera escena que teníamos juntos era una violación brutal,
entonces le propuse que nos encontráramos antes del rodaje”, recuerda Rossellini en Misteries of
love. “Fui a desayunar a su hotel y él parecía aburrido, su actitud era “¿qué, querías conocerme?
Bueno, aquí estoy” y yo pensaba “esto va a ser difícil”. Pero él tenía su razón para comportarse así.
En la escena, tenía que mantener las piernas abiertas frente a él y no podía usar ropa interior porque
se notaba debido al ángulo de la cámara, de modo que le dije que estaba un poco avergonzada por
estar mostrándole mi vagina tan de cerca y él me respondió “bah, ya las he visto antes”. Así, con su
modo hosco, logró que me sintiera más cómoda”.

Para esa escena, Lynch quería que Frank inhalara helio de una mascarilla. El helio es un gas más
liviano que el aire que hace que las cuerdas vocales vibren a mayor frecuencia y la voz suene más
aguda, como la de un dibujo animado. Hopper sentía que el resultado era más cómico que aterrador
y, dada su amplia competencia farmacológica, pensaba que sería más coherente con el personaje si
usaba nitrato de amilo, conocido vulgarmente como “popper”, que es un euforizante que no tiene
efecto alguno sobre la voz. “Yo pensé que ésta había sido una gran contribución al guión, pero años
después entendí lo que había imaginado David y cuánto mas extraño y siniestro habría sido que el
psicópata que grita “Mommie, baby wants to fuck!” lo hubiera dicho con la voz de un niño”.

Este momento, la violación de Dorothy, es el centro de gravedad del film: un nodo de referencias
que cruza a Hitchcock con Freud y la puerta de entrada a un plano oscuro y extremo. Hasta ese
momento, la película mantenía la inocencia de un policial de los hermanos Hardy, los célebres
detectives amateurs de la literatura infantil. Jeffrey, un adolescente que regresa a casa en el pueblito
de Lumberton tras que su padre quede postrado por un ataque, descubre una oreja amputada en un
baldío y, ante la desidia policial, decide investigar por su cuenta. Una pista proporcionada por
Sandy, la hija virginal del jefe de policía, lo lleva a espiar a la sensual cantante Dorothy Valens.
Oculto en un placard, en una escena calcada de Psicosis, observa como la mujer se desnuda. La
fantasía termina abruptamente con la irrupción de Frank, un psicópata sádico que tiene secuestrada
a la familia de Dorothy. Frank exige que se lo llame “papi”, bebe whisky y, en un hallazgo que
proyecta el momento a una dimensión superior, aspira gas de una máscara. Acto seguido somete a
Dorothy ferozmente, en una sobreactuación de la masculinidad, mientras Jeffrey mira desde su
escondite. Se trata, claro, de una reproducción al pie de la letra de lo que Freud llamó la “escena
originaria”: el niño contempla perturbado la violencia de la relación sexual de los padres. Frank es
una figura paterna porque encarna la potencia que el padre incapacitado de Jeffrey perdió. Aquí, la
investigación como un juego infantil termina porque Jeffrey ingresa a un mundo terrible, el mundo
de Frank, que no es otro que la adultez. En las películas de Lynch, los protagonistas suelen ser
hombres-niños que deben enfrentar ese pasaje aterrador bajo diferentes formas horribles (la
paternidad en Eraserhead, el matrimonio en Carretera perdida). Todo lo que sigue sucede en el
recurrente “otro lugar” de Lynch, un espacio nocturno en el que las reglas de la vigilia ya no corren.
El dualismo de realizador suele ser comparado con los de Freud, en pares como
consciente/inconsciente, manifiesto/reprimido, heimlich/unheimlich (íntimo/siniestro). Esta es la
película que establece estas coordenadas y las lleva a su punto más alto.

En un primer momento no fue bien recibida. De Laurentis la proyectó por sorpresa ante una
audiencia que esperaba para ver Top Gun y, previsiblemente, obtuvo los peores comentarios de su
vida. Sin embargo, tras una reseña muy favorable de la decana de la crítica norteamericana, Pauline
Kael, en el New Yorker, el film comenzó a ganar tracción y a encontrar un público. Woody Allen
llegó a retirar la campaña publicitaria de Hannah y sus hermanas para los Oscars, porque consideró
que ninguna otra película merecía ganarlo. Aunque Lynch obtuvo una nominación a mejor director,
perdió ante Oliver Stone, ese año director de Pelotón. Parafraseando a Mel Brooks, se puede decir
que hoy Oliver Stone ya ni siquiera es la respuesta a una pregunta de trivia, mientras que Lynch fue
el responsable de la que para decenas de críticos fue la mayor experiencia audiovisual del año
pasado: la segunda temporada de Twin Peaks. Esa vertiente de surrealismo norteamericano comenzó
aquí. Tras pasar por una película experimental, una de qualité y una superproducción, con
Terciopelo Azul David Lynch finalmente encontró su voz, revulsiva, divisiva y perturbadoramente
original.

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