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«La magia es un intento de controlar las fuerzas desconocidas, de penetrar en su secreto para no enfrentarnos a ellas
totalmente inermes. Se ha dicho que la técnica tradujo este conato al plano racional explorando la trama funcional de
la naturaleza para poder disponer de ella. Este proceso estuvo precedido de la desmitificación cristiana del mundo, que
libró al hombre de la idea de unas fuerzas divinas misteriosas y le enseñó que vivimos en un mundo creado por Dios
con arreglo a unas pautas racionales; él nos confió ese mundo para que conozcamos con nuestro entendimiento los
pensamientos del suyo y aprendamos a administrar, ordenar y configurar su creación a partir de ellos. Pero de este
modo se ha ido imponiendo la idea de que Dios es superfluo, y al final ha resultado ser un estorbo. Para Dios quedó
sólo la subjetividad, ya que lo objetivo lo hemos conocido sin él. Pero en esta esfera de la subjetividad que le resta, Dios
se convierte en un mero sentimiento, que significa poco, o aparece como el espía que escucha a la puerta de mi existencia
privada y me impide la libertad. Aun siendo tan poca cosa, es el último peligro que me impide el libre desarrollo. Así
comienza de nuevo, de un modo más sutil, lo que antaño había intentado la magia de la naturaleza: hay que protegerse
de Dios, debe desaparecer, hay que desenmascararlo para poder combatirlo. El psicoanálisis y la psicoterapia son esta
magia del mundo interior donde el hombre se hace con el poder sobre el alma para librarse de la amenaza que representa
Dios. Pero el alma escrutable ya no es libre, y el poder adquirido contra Dios se convierte en poder del hombre contra
sí mismo»
JOSEPH RATZINGER, El poder de Dios, esperanza nuestra, pp. 50-51.
Esta colección de apuntes se vio como algo interesante hace unos años, cuando los alumnos vieron
la necesidad de contar con un material que recogiera a los autores que –de forma tan amplia-
componen la historia de la filosofía contemporánea. Este crecimiento exponencial de la Filosofía –
como de otros saberes- en los últimos dos siglos ha llevado a muchas Universidades a dividir la
materia en dos: una parte dedicada al siglo XIX y otra al siglo XX. Ese empeño por dotar de este
medio a los alumnos fracasó en primera instancia, muriendo a principios del siglo XX, en el
pensamiento de Husserl. Si se nos permite el ejemplo militar, nuestra situación era similar a la de los
ejércitos que han invadido Rusia: el territorio era tan vasto que las energías se agotaban antes de llegar
al objetivo. Algo similar me sucedió. Por eso, hubo que esperar tres cursos académicos para tener
completa la primera versión de este empeño. Con todo este lento proceder, los primeros alumnos
que trabajaron conmigo la materia, recibirán este mismo año la ordenación sacerdotal.
A juicio del autor, el resultado es muy dispar. Hay temas –sobre todo los del siglo XIX- que tienen
un desarrollo propio y más amplio. No en vano fueron los temas que sirvieron de investigación para
el doctorado (Nietzsche) o la obtención de la Cátedra (Hegel). Aunque hay algunos en el siglo XX
que alcanzan un desarrollo similar, otros no pasan de ser un resumen del manual que nos ha servido
durante estos años como material de apoyo: el texto de Mariano Fazio y de Francisco Fernández
Labastida, de editorial Palabra. Es lógico que sea así, porque algunos de esos temas sólo se plantean
como punto de partida para un trabajo más profundo en los próximos años.
Como en trabajos anteriores, este manual (dudo si aplicarle esta palabra) se pone bajo la autoridad
del Rector del Seminario y, con él, del Obispo diocesano. Indiscutiblemente, estaré encantado de
revisar cualquier doctrina que aparezca en el texto y cuyo contenido sea contrario a la fe que nos
gloriamos de profesar.
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN. 5
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TEMA 8 LA FILOSOFÍA DEL LENGUAJE. 115
Gottlob Frege 115
Bertrand Russell 117
Ludwig Wittgenstein 131
TEMA 9 EL PRIMER EXISTENCIALISMO. 133
Karl Jaspers. 134
Martin Heidegger: metafísica y nihilismo. 136
José Ortega y Gasset. 142
EL MUNDO EN GUERRA: LA PERSPECTIVA DEL FILÓSOFO. 150
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INTRODUCCIÓN.
1.De modo similar, se tiende a resaltar en la contemporaneidad los desarrollos críticos que se oponen a la existencia de
Dios como la única vía de desarrollo de la mentalidad actual. Si es indudable la presencia de pensadores ateos como
Feuerbach, Marx, Schopenhauer, Nietzsche o Sartre entre los grandes, no faltan al mismo nivel la presencia de pensadores
como Hegel, Kierkegaard, Husserl, Bergson o Marcel que afirman expresamente su teísmo. Esta visión tendenciosa es fruto
de una opción preconcebida que influye indudablemente en las tesis posteriores sobre la contemporaneidad.
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Esta “fidelidad” no va a impedir, por ejemplo, modificar todo el contenido de la ética kantiana: éste
había concebido que era imposible vivir moralmente sin tres postulados: libertad, alma, Dios. Los
pensadores de la segunda mitad del siglo XIX se empeñarán en demostrar que se puede vivir
moralmente (ser feliz y hacer el bien) no sólo sin estos postulados sino contra ellos. Si se fracasa en
el intento (y la biografía de estos filósofos contemporáneos –basta pensar en Schopenhauer,
Nietzsche, Marx o Comte- es todo un aviso para navegantes), sus seguidores del siglo XX concluirán
anunciando la imposibilidad del proyecto moral mismo.
Hemos dicho que la filosofía de Kant vivía en un equilibrio inestable. Los pensadores posteriores
querrán resolver ese equilibrio intentando volver, sin renunciar al inmanentismo, a una visión de lo
real. Los primeros sistemas del siglo XIX van a asumir como un hecho la tesis central de la
gnoseología racioempirista: que hay una separación entre lo real y lo mental. Para salir de esa
encrucijada, desarrollarán dos caminos, ambos antagónicos, pretendiendo que su fidelidad a Kant
consistía en dar el paso que el maestro no se atrevió a dar.
El primer sistema que procede a dar ese paso es el idealismo en el que se niega la separación,
proponiendo que el Objeto es siempre desarrollo de un sujeto. La mayoría de los estudiosos coinciden
en señalar que Kant se había acercado mucho a esta posición en su Opus postumum. El idealismo
desarrolla una metafísica plenamente inmanente que asume el mundo como contenido de las Ideas.
Éstas no son sólo las propias de una subjetividad particular (cada ser humano) sino las propias del
sujeto absoluto (divino).
A la vez se va a iniciar la corriente opuesta: el irracionalismo vitalista, cuyo éxito no llegará hasta
que deje de brillar la estrella idealista (fines del siglo XIX). Certifica la separación, rompiendo la
realidad en dos modos de vivencia: la representación, propia de la mente, que distorsiona el mundo
a imagen de la propia razón; y la voluntad, entendida como impulso prerracional, que capta el mundo
pero en un sentido intuitivo, no lógico. La verdadera realidad nos llegará a través de las vivencias no
racionales. Si Hegel es el prototipo de la primera visión, Schopenhauer y Nietzsche lo van a ser de la
segunda.
El fracaso de ambos sistemas como absolutos provoca ya en las puertas del siglo XX la conciencia
de que no es posible abarcar toda la riqueza de lo real desde un solo sistema. En muchos casos, se
intentará una vía intermedia entre el idealismo y el irracionalismo. De todos modos, ambos sistemas
van a marcar a la posteridad con algunas de sus tesis:
- Por parte idealista, permanece la visión dialéctica del cambio. Se entiende el movimiento, y
singularmente la historia, como un proceso en el que el avance se da por el enfrentamiento
de contrarios que son superados en una síntesis.
- Por parte vitalista, se va a recibir como algo esencial en muchos sistemas la noción de vida
como realidad última.
Si la primera mitad del siglo XIX asistimos a un triunfo aparente del hegelianismo, en la segunda
mitad se advierte una reacción contra el sistema hegeliano, bien en forma de inversión del sistema
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como último intento de hacer una metafísica global (Marx); bien como crítica y reivindicación de un
aspecto del sistema.
Frente a la reacción vitalista, coetánea al pensamiento hegeliano (Hegel y Schopenhauer coincidieron
en Berlín, para desgracia del segundo, como veremos), esta segunda reacción se caracteriza por su
particularismo: asume la reivindicación de un aspecto concreto frente al sistema absoluto hegeliano:
- La reivindicación de la existencia en el pensamiento de Kierkegaard, con el establecimiento
de una filosofía del individuo existente. Esta doctrina será continuada en el siglo XX en el
existencialismo de Jaspers, Marcel, Camus y el premio Nobel Jean Paul Sartre. En una línea
más ontológica, se sitúa el colosal esfuerzo de Martín Heidegger.
- La definición del hombre como ser histórico con el desarrollo de las ciencias históricas y
humanas cuyo representante teórico principal en el campo de la filosofía es William Dilthey.
- La consideración de la ciencia positiva como único saber objetivo, con el intento de construir
una sociedad científica en Comte, esfuerzo que es continuado en el siglo XX por medio del
neopositivismo. A él se une el esfuerzo de la filosofía analítica por desentrañar la esencia del
lenguaje científico y humano. Con un marcado acento antimetafísico en algunos de sus
autores, debate con Karl Popper, más abierto al valor de la metafísica. Relacionado con esta
corriente y muy influido por el marxismo, se constituye en la posguerra la Escuela de
Francfort, a la que pertenece Jürgen Habermas, cuya influencia es todavía notoria pues se
encuentra en activo.
Hemos dicho que la herencia del criticismo kantiano no es la única corriente que se da en nuestro
tiempo. Frente a ella se dan pensadores que quieren reaccionar y volver –desde el inmanentismo- a
lo real. Se dan diversos intentos en este sentido:
- La propuesta de una metafísica que supere el dilema sujeto-objeto en pensadores como N.
Hartmann o A. Whitehead.
- La escuela fenomenológica, iniciada por el aristotélico Franz Brentano y llevada a plenitud
por Edmundo Husserl, uno de los pensadores más importantes de nuestro tiempo. En una
línea metafísica desarrollará su doctrina Edith Stein, y en línea de los valores morales Max
Scheler.
- El vitalismo intelectivo de Henri Bergson, premio Nobel, que abrió un cauce para la
recuperación de lo real desde los postulados de la filosofía moderna.
En una línea de continuidad con la filosofía realista surgen dos movimientos de profundo calado y
producción: el neotomismo, que afronta los problemas actuales desde la filosofía de Santo Tomás.
Son destacados pensadores de esta escuela Jacques Maritain, Etienne Wilson o el gaditano Antonio
Millán Puelles, entre otros; el personalismo, que ha venido a ofrecer una imagen profunda del ser
humano superando su concepción como mero individuo. En esta escuela, actualmente en
crecimiento, destaca Enmanuel Mounier.
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No podemos dejar de lado a la filosofía española, que tiene un lugar de honor en la historia del
pensamiento con José Ortega y Gasset, más reputado fuera de nuestras fronteras que dentro de ellas,
como corresponde al carácter celtíbero. Sus discípulos han sido notables y si hemos de destacar a dos
de ellos es a Xavier Zubiri y a María Zambrano, que constituyen por sí mismos actualmente una
fuente de estudio e interés notable.
Tal vez sea preciso presentar un cuadro de relaciones para observar el profundo desarrollo de la
filosofía en nuestro tiempo a la vez que advertir, aunque sea de modo superficial, las profundas
relaciones que se establecen entre las escuelas.
Para terminar esta introducción, debemos indicar algunas cuestiones específicas que nos sirvan para
comprender el desarrollo de la Filosofía en la época contemporánea:
1. El crecimiento y la diversidad de las corrientes de pensamiento es tal que todo intento de
ofrecer una reflexión global de nuestro tiempo ha de ser no sólo sintético sino también
excluyente. Nos hemos visto obligados a dejar fuera algunas corrientes que, tal vez, lleguen
a ser las más importantes en el futuro, pero que hoy no tienen un lugar tan principal en el
desarrollo de las ideas.
2. El primer dato significativo para entender nuestro tiempo es advertir que, tanto desde el
punto de vista cultural como político o histórico, el siglo XX es el desarrollo de las
condiciones presentes en el siglo XIX. En Filosofía se produce un fenómeno sorprendente:
grandes autores del siglo XIX que pasan más o menos desapercibidos en vida, eclosionan en
una gran popularidad durante el siglo XX. Le sucede, de hecho, a algunos de los más grandes:
Marx, Nietzsche, Kierkegaard o Comte.
3. Es importante tener en cuenta igualmente que –en buena parte- la filosofía contemporánea
es una filosofía centroeuropea y, específicamente, alemana. Manifiesta –en muchos casos- la
corrupción de un sistema cultural surgido entre el siglo XVI y el XVII que conocemos como
protestantismo. No pocos de estos pensadores son hijos de pastores protestantes (Nietzsche
o Dilthey) o estudiaron para clérigos (Hegel o el mismo Dilthey), y muchos reaccionan
negativamente contra esta corriente bien en forma de reforma intelectualista (Hegel), de
enfrentamiento ateo (Nietzsche) o de reforma cristiana (Kierkegaard). No podemos olvidar
este dato porque, como advirtió Hegel, hay una profunda coincidencia íntima entre las
condiciones culturales que producen la Reforma y las que gestan la filosofía inmanentista
alemana.
4. Todos estos autores vienen a aportar su grano de arena para constituir lo que podríamos
denominar “el alma del hombre occidental contemporáneo”, que es núcleo de la cultura en
la que vivimos: un alma pluriforme, inquieta, inconsciente de su origen y de sus posibilidades,
insegura, encerrada en las trampas que ella misma ha construido por su afán de
independencia y libertad. Sólo su conocimiento nos permitirá comprenderla –y
comprendernos, en cierto modo- lo que es el primer paso para redimirla. La determinación
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de los caracteres, a veces contradictorios, de esa alma contemporánea es –sin duda- el primer
objetivo de este tratado.
5. Por último, hay que indicar otro aspecto novedoso: la sorprendente caducidad de las escuelas.
No hace cuarenta años –en 1968- dos pensadores conmovieron el orbe con sus ideas y
removieron los cimientos de una civilización bimilenaria hasta dejarla en un estado de
revuelta que todavía subsiste: Jean Paul Sartre y Herbert Marcuse. Hoy no pasan de ser
espacios ocupados en la Biblioteca, que apenas suscitan interés. Las escuelas van a pasar del
cenit al ocaso a una velocidad extraordinaria, algo propio de esta cultura. Sin embargo, cada
una de ellas dejará una esquirla, un poso, que se solidificará con la aportación de la corriente
posterior hasta constituir ese cuerpo deforme y plural del lebenswelt occidental
contemporáneo, crítico e inocente, pragmatista e idealista, escéptico y deseoso de creer en
algo, que anhela lo permanente pero sólo vive para lo cambiante. Un objeto indudablemente
digno de someter a reflexión.
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PARTE PRIMERA: LA FILOSOFÍA POST-ROMÁNTICA EN LA
SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX.
Una lectura aparente de los siglos XVIII y XIX nos presenta un triunfo completo de la humanidad
en la consecución de los nuevos objetivos que se propuso a partir del humanismo: el dominio del
planeta y la extensión máxima del conocimiento racional. Ambos siglos, sobre todo el siglo XVIII,
están llenos de propuestas que nos muestran la complacencia ante lo obtenido. Sin embargo, junto
con este aparente triunfo de la razón, que se une a un progreso técnico imparable y a la
universalización del ideal de la autonomía humana, crecen sombras que van haciéndose cada vez más
alargadas:
- Una doctrina científica que, por su determinismo mecanicista, amenaza la libertad humana,
negando su posibilidad (toda la ética kantiana es un esfuerzo por proponer un espacio propio
para la libertad al lado de la ciencia newtoniana).
- El triunfo del fenomenismo como doctrina del conocimiento que niega la capacidad humana
de conocer la verdadera realidad.
- El tecnicismo sobre el que se asienta la gran esperanza moderna empieza a volverse contra
el hombre y la naturaleza en forma de alienación industrial o de terror bélico (las guerras
napoleónicas alcanzan, por el uso indiscriminado de la artillería, una crudeza inconcebible
que se irá multiplicando exponencialmente a lo largo del siglo XIX).
Por esto, no es extraño que si el siglo XVIII se presenta como el siglo de las esperanzas autónomas,
que lleva en el siglo XIX a la eliminación radical de las demás esperanzas (como abandono “adulto”
del hogar paterno de la religión y la tradición), se transforme en los mismos albores del siglo XX –
aumentada tras las dos Guerras Mundiales- en un nihilismo lleno de desencanto y pesimismo, que
concluye en la propuesta de la postmodernidad.
Todo este desarrollo contemporáneo se inicia con la eclosión de un movimiento cultural conocido
como Romanticismo. Aunque su mayor relevancia se sitúa habitualmente en el arte y la literatura,
tiene notables consecuencias en la Filosofía e incide poderosamente en los cambios políticos y
sociales que se van a dar en Europa.
En su origen, el Romanticismo es un movimiento centroeuropeo y tiene un papel hegemónico en la
primera mitad del siglo XIX. Su punto de partida son dos pensadores alemanes, Goethe y Schiller,
con el movimiento Sturm und Drang (Tempestad e ímpetu). Los románticos son naturalistas. Entienden
la naturaleza como un todo viviente, primordial y enigmático que existe fuera de nuestro
conocimiento fenoménico. No tiene una finalidad trascendente (o no se hace referencia explícita a
Dios o se adoptan tintes panteístas por influjo de Espinoza). Desarrolla un gran amor por la libertad,
que se entiende en muchos casos como exigencia nacionalista o revolucionaria; y promociona el
concepto de “alma bella”, tomando el arte como elemento central de la cultura y reivindicándolo en
sí mismo (el arte por el arte). Se opone al movimiento ilustrado. Si el primero se centra en la razón, el
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Romanticismo opta por el sentimiento; si la Ilustración busca la luz racional, el romántico ama el
misterio; si el siglo XVIII es cosmopolita y tiende al futuro; el siglo XIX ama la historia (Antigüedad
y Edad Media) y es nacionalista; por último, si los ilustrados se centran en la idea de límite, los
románticos desarrollan el ansia de infinito.
Aunque esto resulte paradójico en apariencia, su máxima expresión es el Idealismo alemán, que pese
a llevar el Racionalismo a su extremo, es también una doctrina romántica. La misma reacción contra
el idealismo (en forma revolucionaria en Marx, vitalista en Schopenhauer- Nietzsche, o individualista
en Kierkegaard) sigue participando de muchos caracteres del pensamiento romántico.
En Filosofía, el Romanticismo deja cuatro herencias fundamentales que van a perdurar a lo largo del
siglo:
- El valor del sentimiento como eje del conocimiento humano. El hombre se entiende como
una libertad sin límites. Por eso, el modelo de humanidad pasa del sabio racional a un genio
artístico que es –a la vez- héroe revolucionario (tal vez nadie sintetiza tan bien ambos
aspectos como Lord Byron). Se destaca la fuerza de las pasiones. El camino para llegar a la
plenitud humana es el sentimiento, no la razón.
- La reflexión sobre lo infinito que se entiende como totalidad de la naturaleza y del espíritu.
Tiene dos desarrollos coincidentes pero opuestos:
una revalorización de la religión frente al deísmo y
al mecanicismo (se producen bastantes
conversiones entre intelectuales como Mahler o
Schlegel); o una visión de la naturaleza como una
totalidad viviente y divina. Esta tesis panteísta será
la base de los nuevos sistemas ateos como los de
Marx, Schopenhauer o Nietzsche.
- El interés por la tradición y la historia, en la que se
desarrolla el encuentro entre lo infinito y lo finito.
La historia es, ante todo, historia del espíritu y la
movilidad se va a convertir en la esencia humana, que es entendido como ser histórico. Esta
reflexión sobre el origen se hace en clave nacionalista, sobre todo en Alemania.
- La nueva función del arte que permite asumir las contradicciones de la vida en una unidad
superior. La música, la pintura o la poesía cumplen tres funciones: aparecen como medios
de educar y armonizar las pasiones, son el medio para un consuelo culto en el nihilismo, y
aparecen como vías de acceso a lo infinito, entendidas como verdaderos medios de redención
que sustituyen a la religión en muchos casos.
El Romanticismo es una época religiosa pero de una religiosidad singular. El modo como muchos
autores de la segunda mitad del siglo XIX van a entender el hecho religioso depende de la visión de
los pensadores románticos, entre ellos, principalmente de Friedrich Schleiermacher. Defiende la
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separación fe-Iglesia (como último desarrollo del protestantismo), la divinización de la vida terrena y
la inclusión del ideal de la autonomía en el hecho religioso.
En su núcleo está el panteísmo de Espinoza, que le lleva a entender el universo como un todo. La
religión no es tanto una relación con Dios como un acceso e integración del hombre en el conjunto
del universo. La base de la religiosidad es para él la experiencia, que es entendida como un sentimiento
de dependencia, imposible de traducir a un lenguaje conceptual, pero sin una referencia objetiva a
Dios. Aunque considera el cristianismo como la religión más perfecta, es sólo un momento en ese
proceso de unión con el todo. Para la posteridad alemana, Schleiermacher será el prototipo de
pensador religioso2.
2.No es extraño que, tomando como canónica esta visión vacua de la religión, Hegel la considere como algo sentimental
que está por debajo de la Filosofía o que Nietzsche convierta ese sentimiento de dependencia (que sería el núcleo de la
experiencia religiosa) en un acto de debilidad, incompatible con la dignidad del hombre moderno.
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absoluto divino está aquí en germen. Pero quien más influye en la posteridad es Friedrich Heinrich
Jacobi, que al mostrar los supuestos errores de la doctrina de Espinoza, la difundió como alternativa
al Kantismo. Con la recepción de Espinoza -un sistema completo visto desde el objeto, en el que el
sujeto (el pensamiento) queda también contenido- los dos amigos de Tubinga (Schelling y Hegel) se
vieron obligados a aceptar el reto de construir un sistema en el que la sustancia real de Espinoza se
expresase a la vez y en el mismo sentido como el sujeto espontáneo de Kant y Fichte.
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2. HEGEL: CUESTIONES GENERALES.
Jorge Guillermo Federico Hegel nació en Stuttgart en 1770 y fue educado en el Seminario protestante de Tubinga con
figuras tan estelares de la filosofía como Schelling o de la literatura como Hölderlin. Tras pasar muchas dificultades para
asentarse, consigue ser profesor en la Universidad de Jena, donde escribió La Fenomenología del Espíritu, coincidiendo –
según dice él mismo- con la toma de la ciudad por las tropas de Napoleón. Al ser cerrada, debió dar clase en la enseñanza
media. En 1816 pasa a Heidelberg y dos años más tarde obtiene el éxito pleno al ser llamado a Berlín para ocupa la
cátedra de Fichte, el primero de los idealistas. Llegó a ser rector de esta Universidad en la que escribe o dicta sus grandes
obras. Muere en Berlín de cólera en 1831.
2.1. Antecedentes
La concepción de la Filosofía que tenía Hegel le hacía sentirse continuador de todas las corrientes
anteriores, con la convicción de que su filosofía suponía un salto cualitativo en el proceso de
autoconciencia del Absoluto. Por ello, su pensamiento refleja -en un prodigioso esfuerzo de síntesis-
muchas de las escuelas de la época.
1. Una idea del sujeto que aúna el primado gnoseológico del cogito cartesiano, la espontaneidad
del Ich denke de Kant y el yo absoluto de Fichte.
2. La noción de mundo como espíritu inmaduro de Schelling, que esconde a su vez la influencia
de Espinoza.
3. La idea del siglo XIX de génesis y evolución, representada tanto en las nuevas corrientes
biológicas como en el dominio de la historia como primer saber cultural.
4. La presencia de la Ilustración como saber de la razón. De hecho, Hegel es -frente a los
verdaderos ilustrados- el auténtico fiador de la razón, a la que toma en serio en un sentido
radical.
5. La irrupción de los grandes valores románticos: el renacimiento de los mitos y la cultura
clásica, el primado existencial de la libertad, el valor profundo de la estética, la necesidad de
cambiar el mecanicismo del Estado y el valor de la religiosidad en el entorno de una cultura
que se seculariza. En él influye notablemente la importante cultura no filosófica conocida
como Sturm und Drang (Tempestad e ímpetu): especialmente el Primer Goethe y Schiller.
6. La preocupación por los grandes problemas políticos: la conjunción entre libertad (la huella
de la revolución francesa) y el Estado operativo.
7. La permanencia -de un modo muy propio y específico- de la dogmática cristiana que
aprendió en Tubinga.
2.2. El sujeto.
Si lo comparamos con la filosofía precedente (Hegel está pensando en Leibniz, Wolff y Hume) Kant
es un gran paso adelante: dogmatismo y empirismo eran filosofías pasivas, en las que no hay acción
del sujeto porque se parte de realidades -inteligibles o sensibles- al margen del conocimiento. En Kant
aparece por vez primera la espontaneidad del sujeto, pero limita esta espontaneidad al ámbito del
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conocimiento. En Kant hay una exterioridad que está más allá del sujeto y que convierte su
conocimiento en apariencia -y por tanto, como después dirán Schopenhauer y Nietzsche- en velo de
Maya, en falsedad.
Hay que dar un paso más en la espontaneidad y reconocer que nada puede ser exterior al sujeto. Esto
es así porque las categorías no son sólo el modo necesario de enlazar los objetos sino determinaciones
de los objetos mismos, pero esto sólo puede ser así si el pensamiento humano es parte -momento se
diría mejor- del pensamiento absoluto que no sólo piensa el objeto sino que lo constituye como
realidad. En Kant el saber estaba roto. Al separar la conciencia del Absoluto, pierde su conexión con
la verdad, debe limitar su certeza a sus propias leyes y al limitado alcance de los fenómenos; pero al
separar al Absoluto de la conciencia, éste se convierte -para nosotros- en el vacío más allá de todo
saber. El resultado es la negación del conocimiento (un pensar vacío de todo ser) y la negación del
Absoluto (un ser vacío de todo pensar). Kant, por más que defienda los ideales de la Ilustración, sitúa
la razón en unos ámbitos en los que no puede sobrevivir: en el escaso litoral entre los dos mares de
la irracionalidad: el noúmeno -que produce el contenido de lo racional sin serlo- y las Ideas -que dan
límite a los objetos-. Una razón en el entorno de la sinrazón es una irracionalidad como observarán
Schopenhauer y Nietzsche.
Hegel plantea lo contrario: la razón sólo puede ser verdadera si conecta -si es parte- de la Razón
Absoluta que gobierna el mundo. ¿Significa esto volver a las posiciones clásicas? No, en cuando que
éstas -representadas en Espinoza- sólo concebían a Dios como sustancia (como núcleo ontológico),
la novedad hegeliana será entender al Absoluto ciertamente como sustancia pero a la vez como sujeto
(como autoconciencia en desarrollo), es decir, como un pensar que es a la vez ser. ¿Qué relación tiene
el Absoluto con los seres concretos? Hegel radicaliza hasta el extremo el concepto de contingencia.
Lo finito no tiene ningún sentido propio; sólo puede existir en lo infinito, ya que como algo que se
pone para ser superado. En cambio, lo infinito, el Absoluto, sí es en sí mismo y por sí mismo, sólo
Él es ontológicamente suficiente. No puede decirse que el Absoluto sea Dios en el sentido cristiano,
aunque Hegel utiliza con mucha frecuencia el lenguaje teológico cristiano como figura de lo que él
consideraba la verdadera realidad conceptual. El Dios cristiano es trascendente y diferente de las
criaturas que, al ser creadas, ya no son Él.
Hegel sí tiene claro -desde sus primeras obras maduras- el carácter específico del Absoluto. El
Absoluto es espíritu, pero esto es algo que se logra, que no se tiene plenamente desde el principio.
En este proceso, pasamos por tres fases si hacemos caso a la Fenomenología: tenemos un primer
momento, en el que está el sujeto sustancial único, donde Hegel plantea los grandes problemas
epistemológicos en los que se pretende superar la opinión sumergiéndola en la verdad; un segundo
momento, de negatividad, donde el Absoluto se divide en diversas autoconciencias (que son sujetos
en cierta medida) pero que se enfrentan entre sí, donde Hegel analiza las cuestiones políticas en busca
de su soñada comunión de hombres libres; un tercer momento, en el que la limitada positividad del
primer momento y la negatividad del segundo se reconstruyen en un nosotros, una subjetividad
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compartida en el espíritu absoluto, el momento de la religión y la filosofía, o lo que Hegel llamó el
reino de Dios.
Con esta noción de sujeto, Hegel pretende aglutinar las nociones de sustancia o sujeto de las filosofías
precedentes y la idea del espíritu del cristianismo, pero no como entidad separada de toda materia
sino como ser en sí que se hace para sí por la mediación material, esto es, que precisa del oscuro
devenir del mundo y de la historia. Hegel intenta aglutinar dos extremos indispensables para su
doctrina que se desmembrarán en la filosofía posterior y sin los que se hace imposible un sistema
necesario como el que Hegel pretende. Por una parte, la identidad (lo infinito) que debe estar presente
desde el principio, que supone el plan, el orden, lo que no cambia y da sentido al proceso; por otra
parte, la mediación (lo finito) que da vida y contenido a la
identidad, haciendo del infinito en sí un para sí.
La confianza en el papel de la razón asegura a Hegel de que
tal cuestión es posible. Por eso, de la extraordinaria síntesis
de la Fenomenología, que integra el mundo divino y el
humano, se pasa a la de la Enciclopedia -ya expuesta entre
1801 y 1806 en los cursos de Jena- en la forma tripartita de
la lógica (en sí), la filosofía de la naturaleza (negatividad y
particularidad) y la filosofía del espíritu (para sí). Pero eso
es, justamente el contenido del sistema hegeliano.
3. EL SISTEMA HEGELIANO
Como toda la filosofía de Hegel, su sistema es dialéctico, está constituido por una unidad móvil y
tripartita que se compone de un momento inicial, de su negación en la particularidad y de su
resolución en la asunción de lo finito en lo infinito, de lo particular en lo universal. Con ello se
pretende, por una parte, explicar la esencia misma de la realidad móvil, que se presupone dialéctica.
Pero la doctrina dialéctica va más allá. Es un nuevo método lógico opuesto al pensamiento de tres de
sus predecesores: Kant, Schelling y Schleiermacher. La de Kant es una filosofía del entendimiento
como ya hemos visto, la de Hegel es una filosofía de la razón; pero no es una razón intuitiva -como
en Schelling o en Schleiermacher- que pretenden captar lo real a través de una intuición inmediata.
El concepto hegeliano se opone a la intuición porque es un saber mediato por definición, porque -al
hilo de la dialéctica real- la verdad está en el desarrollo. La de Hegel es una razón dialéctica, concreta
y totalizadora. Es, por tanto, a la vez una lógica y una ontología, y esto es -nuevamente- por el hilo
racional que guía todos los procesos de la realidad pues -como se dice en la conocidísima frase de las
Líneas fundamentales de la filosofía del derecho de 1821- lo real es racional y lo racional es real.
¿Por qué tiene Hegel tanto interés en concebir un sistema necesario? Para comprender su urgencia
debemos situarnos en la óptica del hombre del siglo XIX, muy similar -por otra parte- a la nuestra.
El romanticismo es la reacción del individuo contra el crecimiento del mundo moderno y muestra la
incapacidad del sujeto para reconocerse en unas formaciones culturales que se han hecho autónomas,
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impenetrables y hostiles. La subjetividad se ahoga en un crecimiento desproporcionado de la
objetividad. Esto afecta tanto al conocimiento teórico (filosofía y ciencia), práctico (ética y política) y
técnico. El hombre precisa una respuesta que le haga comprender el mundo en el que vive y su papel
en él. El idealismo supone uno de los últimos actos ilustrados en un mundo romántico: considera
que la razón es capaz de reconciliar al hombre con lo real en una nueva unidad en la que todos los
hechos adquieran sentido y, especialmente, los de la historia humana.
Como hemos visto de forma muy general, la dialéctica tiene tres momentos que posteriormente se
conocerán como tesis-antítesis-síntesis. Hegel prefiere la terminología afirmación-negación-negación
de la negación. Como momentos interactivos, no pueden aislarse entre sí. La afirmación es un
momento positivo pero sólo parcialmente verdadero. Con ello evita Hegel caer en el dogmatismo.
De su seno surge la contradicción que, aunque es negativa, sólo es parcialmente falsa, con lo que
logra igualmente caer en el escepticismo. Ni lo positivo ni lo negativo son otra cosa que momentos.
La verdad filosófica es una verdad de la totalidad, del proceso. No hay ninguna proposición aislada
que sea lugar de la verdad. Por eso, la negación de la negación es una superación, denominada por
Hegel aufheben, lo que significa a la vez supresión, conservación y elevación. Pero esto no es nunca el
fin del proceso: este tercer momento se convierte en afirmación limitada, inicio de una nueva triada.
El primer momento describe la realidad en sí; el segundo, la realidad fuera de sí; y el tercero, la realidad
para sí.
Insistamos en el papel trascendental que el segundo momento tiene en la filosofía de Hegel. Vimos
antes que el hombre occidental se encuentra incapacitado para entender una realidad que incluye
factores aparentemente negativos. Hegel no sólo pretende asumir el mal dentro del proceso. Esto es
poco para sus esperanzas: se trata de mostrar como lo malo es algo necesario para el avance, para la
realización del bien y, por tanto, es algo bueno. En la Ciencia de la lógica indica este carácter de motor
que tiene la negación: «la negatividad (...) es la fuente interna de toda actividad, de todo movimiento espontáneo y
vivo y espiritual, el alma dialéctica que contiene en sí todo lo verdadero»3.
3.1. La lógica
Es el primer momento de la filosofía. El momento de la inmediatez. El Absoluto está aquí como la
idea del ser en sí, una identidad o infinitud abstracta, sin realizar. Este momento tiene unas
características específicas que es preciso comentar: al revés que Fichte o Goethe, no está al principio
la acción sino el logos. La racionalidad debe presidir desde el principio para permitir un desarrollo
veritativo. Según Hegel, este momento es «el reino de la verdad, tal como, sin velos, es en sí y para sí. Podríamos
decir que este contenido es la representación de Dios, tal como es su esencia eterna antes de la creación de la naturaleza
y del espíritu finito»4. Esta cita no debe engañarnos: no hay en Hegel una anterioridad temporal de Dios
al mundo. Más bien parece que se nos está hablando de un momento previo de universalidad lógica,
pág. 17
de la convicción que Bloch llama veritas ante rem5, de que existe una estructura lógica que anima la
naturaleza y la historia.
El contenido de esta lógica -a la vez real y mental- son las categorías del pensamiento divididas en
una triada ser-esencia-concepto. Los dos primeros se contraponen como la pura existencia y su
contenido, y de ellos surge -como síntesis- el concepto, que no es algo muerto sino la unión rica y
móvil de la fuerza del existir y del contenido existencial. Todos tienen, a su vez, triadas interiores. El
concepto en sí o ser está compuesto de la cualidad, la cantidad y la medida como unión-superación
de ambas. Algo similar ocurre con la doctrina de la esencia, cuyo en sí es la identidad, la apariencia
responde a su negación y, por último, la realidad como esencia plenamente realizada y actualizada
aquí y ahora. Por último, la doctrina del concepto es el pensamiento que retorna a sí mismo, en sí y
para sí, compuesto por el concepto subjetivo, objetivo y absoluto o idea, «lo verdadero en sí y para sí, la
unidad absoluta del concepto y la objetividad»6.
pág. 18
hace considerar a la naturaleza como una caída de la idea, porque en la forma de la exterioridad la idea es inadecuada
a sí misma»9.
pág. 19
LÓG-NAT-ESP: Es el orden ontológico de los sucesos vistos desde el sistema general. Es el que
hemos descrito.
NAT-ESP-LÓG: Es el proceso visto desde el ser humano. Primero está la naturaleza que permite su
existencia biológica, luego la aparición del espíritu y, por fin, la lógica (y con ella el saber) que es su
fruto más maduro.
ESP-LÓG-NAT: Fue el proceso del propio Hegel, que primero escribió la Fenomenología, después la
Lógica y sólo más tarde -dentro de la Enciclopedia- la filosofía de la naturaleza.
4. EL ESTADO EN HEGEL.
La filosofía del espíritu es la parte más importante del pensamiento de Hegel tanto por su importancia
en el sistema como por el número de estudios que le dedicó, y dentro de ella se articula la doctrina
hegeliana del Estado, que -sin ser la parte más importante de la filosofía del espíritu- ocupa un lugar
central. Como ha indicado W. Kaufmann, «la historia no es la culminación del sistema de Hegel, como tampoco
lo es el Estado; su aprecio de éste, relativamente elevado, se apoyaba en su creencia de que el desarrollo del arte, de la
religión y de la filosofía, así como su cultivo, dependen de él»11. Hegel trata aspectos de filosofía política hasta
en cuatro grandes obras: la Fenomenología, la Enciclopedia, las Líneas fundamentales de la Filosofía del Derecho
y las Lecciones de filosofía de la historia universal. Al hilo del proceder metódico de la Enciclopedia iremos
intercalando las aportaciones de las otras obras.
pág. 20
superior o libertad verdadera, que es aquella que se hace universal (patrón de conducta) y por tanto,
buena y justa. Sólo la última merece el nombre de libertad, pues es la única que supera el abismo de
indeterminación que supone la libertad natural de un modo que sea compatible con la dignidad
humana. Esta libertad está, para Hegel, más en las instituciones y los pueblos que en los individuos.
Hegel sigue, con ello, una tradición iniciada por Kant y seguida con fervor por Fichte y Schelling de
colocar la libertad en un posición privilegiada, pero unos y otros advierten que la época de la libertad
puede ser, en realidad, la época de la ausencia de la libertad. Si la modernidad es -como veremos- el
momento de la autoconciencia de la libertad interior, ésta se encuentra más amenazada que nunca
por tres factores: una ciencia determinista, un estado mecanicista y la ausencia de instituciones en las
que la persona pueda reconocerse. Tres elementos se precisan para alcanzar ese concepto maduro de
libertad:
1. Un saber verdadero sobre el mundo y el hombre que no sea relativo, que no sea sólo
patrimonio de una subjetividad sino que pueda ser participable por todos, universalizable. La
conciencia crítica -una de las victorias de la modernidad- se convierte en un grave peligro
por su capacidad de relativizar toda verdad.
2. Un marco de derecho en el que todos los hombres sean tratados de modo justo e igual.
3. Un conjunto de instituciones que hagan realidad la libertad subjetiva. Ésta no es, ante todo,
emancipación sino especialmente autonomía. Sin una serie de instituciones éticas que,
surgidas de la libertad, den cauce a ésta en el marco de la generalidad, a la libertad sólo le
quedan dos posibilidades: o corromperse en forma de independencia infantil o perderse
donándose a las fuerzas externas que la comprometen.
En todos estos casos, se trata de ver como la naturaleza física y la comunidad humana en la que se
vive no son obstáculos para la libertad sino sus condiciones de posibilidad. El espíritu objetivo es,
justamente, ese sistema de determinación de la libertad.
pág. 21
Como nota singular pero clarificadora, hay que insistir en que la pena es un derecho, que permite a
la persona volver a ser persona, sujeto de derechos y deberes como los demás.
Con ser importante, el derecho es sólo un ensayo imperfecto hacia la libertad. El nacimiento del
derecho en Roma es -en la Fenomenología- un momento negativo porque implica la disolución de la
singularidad individual convirtiendo a cada hombre en un individuo abstracto, en el que son las
propiedades externas del derecho las que dan contenido y posibilidad a su existencia. No es extraño,
por eso, que Hegel diga que «llamar a la persona individuo es la exposición del menosprecio»13. El derecho es
el momento de la exterioridad no moral. Por eso, tenemos que dar paso a un segundo momento: la
moralidad. Hegel entiende por este término la doctrina práctica kantiana, conocida como moralität,
que -frente a la entidad colectiva del derecho- es la actuación individual medida por el deber. La
dignidad humana reclama que la norma jurídica sea asumida en el hombre maduro por una reflexión
subjetiva. El gran riesgo para Hegel consiste en que esa determinación subjetiva venga a sustituir el
asentimiento que se debe al derecho, base de la vida común en justicia e igualdad. La moralidad se
asienta sobre la buena intención, pero -pese a las pretensiones universalistas de Kant- a Hegel no le
parece una base segura. Por eso, aunque en sus primeras obras de juventud, Hegel siguió fielmente
las tesis kantianas, ya en 1803 plantea en una obrita llamada sobre las maneras científicas de tratar el derecho
natural, una alternativa a la moralität kantiana: la eticidad.
4.3. La eticidad
La síntesis entre el derecho objetivo y la moralität subjetiva debe estar -para Hegel- en instituciones
que, por su generalidad, asumen la universalidad del derecho pero por su procedencia de la libertad
subjetiva encarnan ésta en estructuras, hábitos y costumbres donde pueda tener realidad social. El
origen de esta eticidad, conocida por Hegel como sittlichkeit, está en el mundo griego. En la ciudad
griega había una plena sintonía entre el hombre y el Estado en que vivía, era una actitud de gran
belleza, sin problematizar ya que la individualidad no reclamaba una escisión entre lo privado y lo
público. Más bien al contrario: se encontraba en el Estado toda la identidad personal, pues el todo
social asumía las convicciones de la moral y de la religión.
El mundo romano, al universalizar el Estado e imponer una ley común, acabó con esa armonía.
Aunque se reitere el recuerdo de Hegel a esta época que consideraba dorada, no hay nostalgia en su
reflexión: el mal se hace necesario para el progreso. En Grecia había una belleza que no había
descubierto la suprema verdad: la de la libertad interior del espíritu. Ésta es la gran aportación del
cristianismo: los griegos -dice Hegel en la Enciclopedia- «sabían solamente que el hombre es realmente libre
mediante el nacimiento (como ciudadano ateniense, espartano, etc.) o mediante la fuerza del carácter y la cultura,
mediante la filosofía (el esclavo, incluso como esclavo y encadenado, es libre). Esta idea llegó al mundo por obra del
cristianismo, por el cual el individuo como tal tiene valor infinito, y siendo su objeto y fin el amor de Dios, está destinado
pág. 22
a tener relación absoluta con Dios como espíritu y hacer que éste more en él; esto es, el hombre está destinado a la suma
libertad»14.
Sin embargo, ese espíritu interior quedó latente mientras hizo una lenta caminata por el desierto del
feudalismo y de la monarquía absoluta. Sólo con la revolución francesa se hicieron realidad esas
esperanzas. En Tubinga, plantó con Schelling el árbol de la libertad y desde entonces brindó todos
los 14 de julio por la toma de la Bastilla. Sin embargo, como todos los jóvenes de su generación,
Hegel ha vivido el fracaso de la revolución francesa, desangrada primero en el Terror, en el que la
totalidad se ha apoderado del individuo y ha convertido en sospecha cualquier actividad que sea
contraria a la facción dominante; se ha hecho a través de la Convención, una obra liberal burguesa en
el Directorio, donde lo privado (los intereses de algunos) ha asumido la totalidad. Tras todos estos
sucesos, la joven generación romántica se encuentra desesperada. Son años de suicidios y
enloquecimientos. En su Fenomenología, escrita en ese mismo año, mientras las tropas de la revolución
napoleónica, se transformaban en vulgares saqueadores en la propia casa del filósofo, Hegel es
incapaz de ir más adelante. La Revolución no ha sido esa síntesis esperada. Diez años después, en la
Enciclopedia, la respuesta está muy clara: la unión entre la exterioridad legal y la interioridad autónoma
sólo puede darse en el seno de la nueva concepción ética del Estado.
pág. 23
Esta concepción ha dado lugar a muchos equívocos: Hegel no es defensor de cualquier tipo de
Estado. Es más, a la hora de mostrar si su concepción se ha realizado en la práctica, reconoce que «al
pensar en el Estado no hay que ponerse ante los ojos de los estados particulares, las instituciones particulares: hay que
considerar más bien la idea»15. De hecho, fue un adversario radical -como Kant- del Staatmachine, el Estado
mecánico -fuerza carente de espíritu y de moralidad- propuesto por Hobbes. La nueva fórmula debe
compatibilizar el ideal antiguo de Estado -que hacía a los griegos vivir conforme a una idea- con la
libertad interior del hombre moderno. Como Kant, propone la reposición de la figura del organismo
frente a la máquina, es decir, algo que precisa de sus partes, pues cada una de ellas contiene en sí la
idea y los fines del Estado.
Frente a las otras instituciones éticas, el Estado es en sí y para sí, la sustancia ética autoconsciente,
unión del amor familiar y las corporaciones. Por eso, no duda en clasificarlo como «el tránsito de
Dios por el mundo»16, puesto que se presenta como el modo real de la realización de la voluntad de
Dios en la historia humana. La historia, entendida como el proceso de acrecentamiento de la libertad,
no es un proceso fácil y claro. En las Lecciones de filosofía de la historia, Hegel no puede ser más claro:
«la historia no es el terreno de la felicidad. Las épocas de felicidad son en ella hojas en blanco»17. Sin embargo, el
avance se produce cada vez que un pueblo se aglutina conforme a una idea y aparece un nuevo modo
de volkgeist (espíritu del pueblo). Éste se encarna siempre en un Estado. Con la unión del derecho y
la libertad interior es posible la aparición de un Estado racional, lugar donde la libertad no es
coaccionada sino que, por el contrario, se hace realmente posible como libertad verdadera: sólo en el
Estado que es familia y comunidad autárquica es posible la libertad de hecho que permiten el derecho
y la educación; sólo hay felicidad en el seno del Estado. De modo concreto, Hegel se inclina por la
forma de la monarquía constitucional: el todo concentrado en un individuo pero sin que éste sea un
tirano. Contra su supuesto racionalismo, considera que la constitución no puede hacerse a priori. Debe
ser resultado de la experiencia y sólo es válida para un pueblo determinado en un momento concreto.
pág. 24
Se produce cuando en la cultura los seres humanos toman conciencia de sí mismos, de los otros seres
finitos y del Absoluto. En ese momento se supera la limitación y la finitud y se accede a un saber
verdaderamente universal. Esta autoconciencia, como todo en la dialéctica hegeliana, se da en tres
fases.
5.3. La religión como aprehensión del Absoluto bajo la forma del símbolo.
Como es imposible llegar a esa armonía entre contenido espiritual y sensibilidad (pues lo finito jamás
puede expresar plenamente lo infinito) es preciso dar el salto desde el arte a la religión, como forma
superior de autoconciencia: «la esfera de la vida consciente más próxima, en un orden ascendente al reino del arte,
es la religión»19.
Hegel considera a la conciencia religiosa como un modo legítimo de aprehender lo absoluto, superior
al arte pero intermedio frente a la filosofía. Comparado con el arte, es pensamiento, pero frente a la
filosofía está teñida de fantasía. Si el arte es para Hegel imaginación autoconsciente y la filosofía es
pensamiento autoconsciente, la religión es la síntesis –el puente- entre imaginación y pensamiento.
Esto explica los numerosos textos en los que Hegel valora la religión y la profunda desvaloración que
sufrió en muchos de sus discípulos. Para Hegel, religión y filosofía tienen el mismo contenido pero
con una expresión diferente: la idea lógica objetivada en la naturaleza es captada por la conciencia
religiosa con el concepto de la libre creación por un Dios trascendente; del mismo modo, la idea
central de que el espíritu finito es un momento de la vida del infinito es “representada” bajo la forma
de la doctrina de la Encarnación.
Hegel no precisa pruebas de la existencia de Dios pues pretende que todo su sistema lo sea: la
necesidad del orden dialéctico no puede pertenecer a lo finito, debe ser algo emanado de lo infinito,
pues lo finito es contingente; pero estudia las pruebas de la existencia de Dios tras su crítica por parte
de Kant. Las valora pero indica que tienen el defecto de partir de una separación entre lo finito y lo
infinito, que su sistema vino a negar. Estudia las religiones históricas cuyo desarrollo ve de un modo
dialéctico: la primera fase es la religión de la naturaleza (que concibe a Dios como una realidad
indiferenciada, única e infinita); luego viene la de la individualidad espiritual (en la que Dios es
concebido como espíritu personal); por fin, la religión absoluta: el cristianismo, que busca como
pág. 25
síntesis la unión entre el hombre y Dios a través de Cristo. Ese cristianismo es, por tanto, a nivel
imaginativo, la verdad absoluta.
5.4. La filosofía como aprehensión del Absoluto bajo la forma del concepto.
Aunque la materia en la religión y en la filosofía es la misma, «la verdad eterna en su objetividad, Dios y sólo
Dios y la explicación de Dios»20, la conciben de modo diferente: la filosofía se despoja de lo imaginativo
y desarrolla la verdad de un modo conceptual. Hegel piensa que ambas son compatibles, de hecho
considera que ambas son –en cierto modo- religión21, pero «convierte a la filosofía especulativa en el árbitro
final del significado último de la revelación cristiana»22. La filosofía tiene su propio desarrollo dialéctico-
histórico, aunque no deje de ser, por eso, una sola filosofía, en cuanto los anteriores sistemas son
asumidos en su propio sistema absoluto: «la última filosofía es resultado de las anteriores; nada se ha perdido,
todos sus principios se han conservado»23. En este caso, la dialéctica es muy fácil de presentar: del realismo
se pasa al criticismo, cuya síntesis es el idealismo, que tiene a su vez tres momentos: Fichte, Schelling,
y Hegel24. Como el cristianismo, y singularmente el protestantismo, es la religión absoluta; también
el hegelianismo es la filosofía absoluta.
autocanonizarse como saber absoluto. Esto no aparece en ningún momento en la doctrina hegeliana, cuyo autor era poco
amigo de frivolidades. Es, sin embargo, una conciencia directa de su visión de la historia, en la que lo último es lo más
perfecto. En muchos sentidos seguimos manteniendo esta visión. Hegel pensaba que la historia no era un continuo caótico
de hechos sino una línea de desarrollo. Si a él le había tocado estar al final de esa línea, su sistema debía asumir a los
anteriores, pero nunca se planteó que su doctrina fuese el punto final. Si lo pensó, estuvo lejos de manifestarlo. Lo
importante es advertir que de esa concepción depende todo el efecto mágico que han tenido sobre nuestros contemporáneos
dos doctrinas: la del progreso indefinido y el marxismo como explicación científica de la historia. Su pérdida de prestigio
en nuestros días explica la pérdida de esperanza que caracteriza a la humanidad de principios de siglo. Esa vana fe,
inmanente, en la historia sustituyó a la fe en la providencia divina (no necesaria, gratuita) pero no ha sido sustituido por
nada y su hundimiento tampoco ha permitido la vuelta a la concepción original, cristiana, de la historia como un proceso
lineal.
pág. 26
Esa correlación entre lo divino y lo humano, que Hegel cifraba como el valor supremo de su doctrina, explica parte de
las reacciones que ha motivado: la marxista, negando a Dios para conseguir la autonomía del hombre; la de Kierkegaard,
exigiendo un espacio para la persona; y la de Schopenhauer-Nietzsche dando prioridad a la vida frente a la razón. Esa
misma correlación, entendida como necesidad por parte de Dios, es lo que enfrenta a la concepción cristiana y a la
hegeliana, por más que éste se esforzó –posiblemente con sinceridad- por mostrar que no eran diferentes. Tanto la vida
natural como la sobrenatural son, para el cristianismo, un acto gratuito, no debido, no necesario de Dios. Ese es su valor
supremo: un regalo, y esa es la posibilidad misma de la existencia de Dios (pues si no, se convertiría en un ser necesitante
y, por tanto, precario). Por eso, Hegel siempre se ha acercado a dos sistemas que el cristianismo ha repudiado como
ajenos a sí:
El panteísmo, que concibe lo finito como parte de la sustancia divina. Es notoria la admiración de Hegel hacia el
más firme panteísta de la modernidad, Baruch Spinoza.
El gnosticismo, que consideraba la revelación como un saber verdadero pero que debía ser conceptualizado por la
inteligencia hasta eliminar lo que se consideraba su expresión imaginativa: el misterio.
Ésta es la gran diferencia entre Hegel y Santo Tomás, para el que la fe es hoy el árbitro último de la verdad porque es
revelación directa de Dios, pero su negación a poner en nuestra situación actual el saber racional en primer lugar está
teñida de esperanza pues la fe se transformará mañana en visión. El racionalismo de Hegel no le permite esa posibilidad
y en su esfuerzo por conceptualizar la realidad destruye el misterio y, con él, la posibilidad de la relación gratuita y amorosa
que esconde el misterio.
La filosofía de Hegel es fundamental para entender el pensamiento moderno: por una parte, por su visión de la
dialéctica, como síntesis superadora de contrarios; por otro, por su visión de la historia como lugar de la existencia
humana. Después de él, sin embargo, la filosofía parece llegar a una conclusión: no es posible un saber absoluto,
omniexplicativo. Hay que limitarse a reflexionar sobre breves parcelas de lo real.
pág. 27
póstumamente hasta 1891. El verano de 1881 muere su mujer y el 14 de marzo de 1883, lo hace el propio Marx cerca
de Londres.
pág. 28
Ésta es la razón de que se indique que «el marxismo es el fruto de la síntesis entre la filosofía alemana, Hegel y
Feuerbach principalmente, la economía política y el ideal socialista»25.
1.1. Antecedentes filosóficos: La huella de Hegel desde Feuerbach.
El pensamiento hegeliano es el punto acostumbrado de partida del estudio del marxismo. En realidad,
más que discípulo de Hegel, el joven Marx fue discípulo -si cabe esa palabra- de autores que tomaban
algunos elementos de Hegel negando otros capitales. A la muerte del idealista, sus discípulos se
agruparon en dos facciones: los que aceptaban en conjunto la filosofía del germano y los que,
criticándola, utilizaban las herramientas conceptuales de Hegel para volverlas contra él. Los primeros
autores de este sector, llamada izquierda hegeliana, dirigieron sus críticas al papel de Dios y de la
religión en la filosofía de Hegel. La segunda hornada de jóvenes hegelianos de izquierda puso el
acento en la crítica a la postura política de Hegel y a su idealismo. Como Marx pertenece por pleno
derecho a este segundo grupo es necesario estudiar la influencia que ejerció sobre él tanto Hegel
como los críticos de la primera hora.
Hegel constituye la casa y la cruz del sistema marxista. Por un lado, Marx se consideró siempre como
un crítico del hegelianismo, doctrina con la que pretendía acabar. Por otro, Marx debe acudir una y
otra vez al maestro en busca de claves para el entendimiento del mundo. Lo dice el propio Engels:
«Esta nueva filosofía alemana tuvo su culminación en el sistema hegeliano, en el que por vez primera
-y esto es su gran mérito- se exponía conceptualmente todo el mundo natural, histórico y espiritual
como un proceso, es decir, como algo en constante movimiento, modificación, transformación y
evolución»26. En especial, Marx es consciente y agradecido deudor de un principio hegeliano que se
constituirá en la llave de su sistema: la dialéctica y su aplicación a la historia. Esta es un proceso en
devenir que se produce por el conflicto y la unión de los diversos elementos, que buscando su triunfo
van produciendo pasos hacia adelante, que a su vez se constituyen en principios para nuevas
transformaciones. La historia no es un conjunto desordenado de sucesos sin relación entre sí.
Es posible una ciencia histórica de pleno derecho que aplique la causa de los sucesos pasados y nos
permita predecir los futuros. Y este saber no es posible porque sea planteado de ante mano sino
porque se ha descubierto el mecanismo por el que la historia se produce: Ese mecanismo es la
dialéctica, base de las transformaciones, que encadenan los procesos unos a otros buscando su
enfrentamiento para mejorar la situación y llevarla a término. La dialéctica permite una sabiduría
histórica, porque es el método de conocimiento, y un progreso en los hechos reales, porque es el
medio de transformación de estos mismos. De todos modos, entre la dialéctica hegeliana y la marxista
hay diferencias notables, no tanto en el contenido como en el sentido mismo del proceso. Para Hegel,
la dialéctica histórica es el proceso de autocomprensión y desarrollo del Absoluto, esto es, un asunto
trascendente cuyo sujeto es fundamentalmente Dios. La dialéctica marxista es, por contra, inmanente
y materialista. Este cambio, que Marx consideraba como una vuelta de calcetín del hegelianismo, fue
posible gracias a la influencia de uno de los autores de la primera generación crítica: Feuerbach.
25. COLOMER, E. El pensamiento alemán. De Kant a Heidegger. Tomo III. Herder, Barcelona 2000, p. 140
26. ENGELS, F., Anti-Dühring OME 35, p.23
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Con Feuerbach se produce la «antropologización» de la dialéctica de Hegel, su reducción a clases
humanas. Como él mismo dirá, «la esencia divina no es más que la esencia humana, o mejor dicho, es la esencia
del hombre en cuanto está liberado de las limitaciones del hombre individual, es decir, del hombre corporalmente
actualizado, objetivado y venerado en cuanto ser independiente y distinto del hombre en sí mismo»27. Feuerbach era
todavía un teólogo, pues su preocupación incidía sobre la relación entre Dios y el hombre, pero ya
no es transcendente. Este autor considera que la divinidad no tiene un ámbito propio de realidad
distinto del humano y que la religión no es otra cosa que antropología. Lo sorprendente de estas
convicciones es que para Feuerbach esto era un resultado legítimo y lógico del pensamiento de Hegel.
Si la historia es el proceso por el que el Espíritu Absoluto se comprende y desarrolla, y este proceso
es promovido sólo y necesariamente por agentes humanos, entonces la historia de la gestación de
Dios y la de la humanidad son la misma. Esta consecuencia,
aceptada plenamente por Hegel, que servía al idealista para
entroncar la caducidad del acontecer humano con la seguridad y
necesidad de Dios, va a dar pie a Feuerbach para negar la posibilidad
de la trascendencia divina: Dios no es otra cosa que la humanidad
sublimada, la meta que el hombre se pone para su propio proceso,
la elevación que el hombre hace de sus propias perfecciones hasta
colocarlas hipostasiadas en un ámbito ideal.
Con esto queda sin resolver el problema de la naturaleza: ¿de dónde
ha surgido lo real? Feuerbach ya se dio cuenta de esta objeción e
intentó resolverla del mismo modo que luego propondrá Engels, el compañero de Marx:
fortaleciendo el papel de la naturaleza que extraía de sí el proyecto y la realidad. Para consolidar esta
posición y fortalecer la doctrina marxista de la historia, se produjo el esfuerzo -iniciado por Engels y
terminado por Lenin- de explicar el conjunto de la realidad desde la propia materia. Tal cuestión es
lo que se conoce como materialismo dialéctico. A la visión antropológica de Feuerbach, Marx añadió
una nueva dosis de materialismo. Para ello se apoyó en los grandes filósofos materialistas griegos
Epicuro y Demócrito y en la corriente sensista francesa e inglesa. Con ello pudo dar lugar a su visión
de la historia, dialéctica como Hegel, pero cuyos sujetos eran los hombres y sus relaciones materiales.
pág. 30
irrealismo que todavía es patente en el pensamiento de este autor, es una crítica al valor del
pensamiento teórico en su conjunto. Esta reinversión del pensamiento hacia claves prácticas no está
tan propiciada por la formación de Marx como por su preocupación política y social, interés que va
creciendo día a día después de dejar la Universidad. Asunto a diarios liberales, Marx va advirtiendo la
negativa situación humana y laboral del trabajador. Ya en Alemania colabora activamente en la
denuncia del gobierno prusiano. Al ser deportado a Francia, toma contacto con todo el movimiento
social teórico y práctico que estaba tan en auge en la Nación gala.
Así, en el campo práctico, Marx se encuentra con varios movimientos. Uno de tipo político, que
partiendo de la revolución francesa reclama igualdad de derechos para todos. Si el proceso de 1879
sólo tenía como fin la igualación entre burguesía y nobleza, las revoluciones de 1830 y 1848 van a
pedir derechos políticos iguales para todos los ciudadanos. Si en la primera, Marx solo contaba 12
años, en la segunda participa personalmente. Sobre todo en la época francesa, pero también
posteriormente, está presente en las grandes reuniones del naciente socialismo, del que terminará
constituyéndose en uno de sus líderes.
Por otra parte, están los pensadores sociales, en especial, los ilustrados, Rousseau y los socialistas
utópicos. Los primeros eran grandes divulgadores del nuevo conocimiento científico y se distinguían
por varios caracteres: su ateísmo o ataque a la religión más o menos larvado; su confianza en el
progreso humano a través de la razón y su seguridad en que la pronta aplicación de la razón a la
realidad social propondría un mundo de paz e igualdad para los hombres. Estas tres convicciones las
mantuvo Marx toda su vida. En esta corriente además, el interés político y humano se contraponía
radicalmente al interés religioso, y aparecía como su inversión: la fuerza que el hombre había dedicado
a Dios debía ocuparla en sí mismo, y las esperanzas puestas en el futuro cielo debían secularizarse
para alcanzarlas ya en la tierra, sin más ayudas que las que el hombre podía prestarse a sí mismo. El
contrato social, libro de Rousseau, que ya había influido grandemente en Kant, produjo también una
huella en nuestro autor, la huella de una voluntad general que aglutine los deseos y necesidades de los
individuos, la proposición de subordinar los intereses particulares al fin de la colectividad, y la idea
de una vida profundamente comunitaria en la que cada hombre aporte su porción al conjunto en
régimen de igualdad están presentes en el marxismo, tanto el inicial como el posterior. Más notable
es la aportación de los socialistas utópicos. Estos autores, Fourier y Saint-Simon, sobre todo, eran
nobles o burgueses adinerados que, preocupados de la situación de los obreros, habían abierto
comunas de producción en las que los medios, el trabajo y las ganancias se repartían entre los propios
trabajadores. Aunque éstos procesos habían fracasado por su incapacidad de hacer frente a la
competencia de los otros propietarios, dejaron un anhelo en Marx de conseguir asociaciones, no ya
parciales, sino universales, de este tipo.
pág. 31
una gran voluntad pero con un desconocimiento total de las realidades económicas. Por contra, el
socialismo marxista se presentaba como socialismo científico. Este apodo estaba en un principio
cimentado sobre el conocimiento de las leyes dialécticas de la historia, pero luego se fortaleció con el
descubrimiento del factor eje de las relaciones sociales: la economía. Para Marx, como veremos, las
relaciones de producción determinan las relaciones personales y sociales de los individuos. Los
grandes economistas ingleses, como en especial David Ricardo y los demás teóricos del liberalismo,
fueron su primera fuente de estudios cuando, trasladado a Inglaterra, pudo dedicarse a su análisis. La
economía se convierte al final del pensamiento marxista en la principal puente de producción
intelectual. En ella descubre la relación con la prestigiosa ciencia matemática, el cálculo que debía
hacer exacto su saber sociológico y político.
Este estudio presenta unas consecuencias que están muy lejos de ser un retrato óptimo: entre el
modelo ilustrado de hombre, dueño de sí mismo y eje de su propio destino, y el hombre real hay un
abismo. El ser humano está, en terminología marxista. «alienado». Con este concepto se pretende
indicar esa distancia. Alineación viene de alienus que significa "otro que". Está alienado todo ser que
no se posee y en el que todo él, o parte de su persona, ha sido dado a otro indebidamente. La
alienación es el robo, la sustitución de la propia persona en otra.
Conforme más alienado está un individuo, menos se posee, mayor es la distancia que hay entre su ser
actual y su deber ser. Devolver al hombre lo que le es propio, restituirle en su ser es el gran propósito
de la filosofía y de la actuación de Marx. La postura de Marx es coincidente pero opuesta a la del ideal
ilustrado. Para éste -al igual que para Marx- el objetivo es un hombre libre y realizado por sus solas
fuerzas, pero mientras que los ilustrados tenían fija la esperanza en que la distancia entre el ser y el
deber ser se consumaría por sí sola, Marx pertenece al grupo de hombres del siglo XIX que, si no
han perdido esa confianza, sí se han cansado de esperar que ésta se produzca. Por eso proceden
críticamente con la realidad: ésta no solo no es la mejor situación, sino que ha de ser modificada
radicalmente para que pueda mantenerse la posibilidad de un futuro humano para el hombre. Esto
pág. 32
llega a Marx a profundizar en la crítica para poner en claro la urgencia para poner en la crítica para
poner en claro la urgencia de la situación. Esa conciencia de la alienación permitirá al proletario
atreverse a la revolución como quien nada puede perder: «Una clase oprimida es la condición vital de toda
sociedad fundada en el antagonismo de clases. La emancipación de la clase oprimida implica, pues, necesariamente la
creación de una nueva sociedad. Para que la clase oprimida pueda emanciparse, es preciso que los poderes productivos
adquiridos ya y las relaciones sociales existentes no puedan coexistir. De todos los instrumentos de producción, el mayor
poder productivo es la misma clase revolucionaria (...) Entretanto, el antagonismo entre el proletariado y la burguesía
es una lucha de clase a clase, lucha que, llevada a su más alta expresión, es una revolución total. Por lo demás, ¿hay
que extrañarse de que una sociedad fundada en la oposición de clases se resuelva en la contradicción brutal, en un choque
de cuerpo a cuerpo como último desenlace? (...) Sólo cuando exista un orden de cosas en que no haya clases ni
antagonismo de clases, las evoluciones sociales cesarán de ser revoluciones políticas; hasta entonces, a cada cambio general
de la sociedad, la última expresión de la ciencia social será siempre: "El combate o la muerte; la lucha sangrienta o la
nada. Así es como la cuestión se halla planteada de una manera invencible" (Jorge Sand)»30.
pág. 33
«La crítica de la religión tiene su meta en la doctrina según la cual el hombre es para el hombre el ser supremo y, por
consiguiente, en el imperativo categórico de echar por tierra todas las condiciones que hacen del hombre un ser humillado,
esclavizado, abandonado y despreciable»32. El punto de partida está
naturalmente en Feuerbach para el que, como ya se ha visto, la
religión es un factor de sublimación de la propia humanidad.
Homo homini Deus. Aunque ésta es positiva porque concentra en
sí todos los valores de lo humano, tiene la negatividad de que
por ella el hombre afirma en Dios lo que se niega a sí mismo.
Esta crítica fue anunciada por Marx con toda radicalidad y le
hizo eliminar todos los factores positivos que lo religioso tenía
todavía para su predecesor: la característica clásica de la religión
no es la sublimación sino el vampirismo, y mientras esta se
enriquezca, el hombre perderá fuerza día tras día.
A esto añadió un segundo aspecto novedoso: el origen social de toda religión, que aunque es causa
de alienación, en verdad es más bien efecto e indicativo de que la sociedad anda mal, porque la religión
es un producto de la miseria y de la desilusión: cuanto mayor es la desgracia y el abatimiento, menos
gusto tiene la visión de este mundo y más agrado la expectación del mundo venidero. Según Marx, la
piedad religiosa es una protesta contra el mundo en que nos toca vivir y su mal es doble, en primer
lugar, es impotente, porque ni alcanza la raíz del mal ni lo soluciona; y en segundo lugar, lo que es
peor, es contraproducente, ya que sirve de narcótico y adormece las fuerzas que al restaurarse podrían
erradicar el problema. El problema es, para Marx como para Nietzsche, la imposibilidad de conciliar
dos ejes en la misma rueda: Dios y el hombre, la trascendencia y el mundo. O uno u otro, y ambos
apuestan por la humanidad contra Dios.
pág. 34
tomando la razón como eje de todo conocimiento, pues desde su pureza -dicho en terminología
kantiana- puede erigirse en juez de toda verdad; y guía para el progreso, pues de sus decisiones se
esperan reglas eficaces y certeras para los problemas humanos. En Marx, esta crítica revierte en la
noción de ideología. La filosofía no es una visión teórica pura que pretende conocer el mundo tal
como éste es; es una visión parcial, determinada desde la praxis, cuyo fin es convencer al otro de
nuestra posición: no es conocimiento, es ideología. La vida, la actuación, el interés es quien determina
la teoría y no al revés. De este modo, la ideología no encubre sino motivaciones de clase, ella es la
tapadera del afán que busca -con buenas razones- convencer a los otros para que se dejen dominar,
y así, la alienación filosófica, visión inmanente de la alienación religiosa, da paso a la alienación
política.
pág. 35
(presupuestada la misma intensidad) es, por lo tanto, la medida de los valores»33. El hombre es lo que es capaz
de hacer, lo que lleva a cabo, y su realización es tanto mayor conforme más revierte en él mismo el
fruto de su propio trabajo. Ahí es donde se enmarca la crítica de Marx, en la situación del hombre
moderno como trabajador alienado, como ser que no reintegra en sí el fruto de su trabajo. En la clave
económica de Marx, hablar de trabajador alienado es hablar de trabajador asalariado, o sea, aquel al
que otro le paga a cambio de su trabajo, aquel que vende su actividad (lo que para Marx significa
vender su propio ser) a otro. La primera alienación que el obrero sufre es casi una necesidad, y es
fruto de que el tiempo y la actividad vital que éste pone en su trabajo, pasan a la mercancía que
produce, ya no le pertenecen. La producción es un enemigo del propio obrero pues es lo que éste se
ve obligado a hacer y se le coloca frente a él «como un ser extraño, como una potencia independiente del
productor»34.
A ésta alineación pasiva, se le añade la situación del obrero en el trabajo, forzada y molesta. El
hombre no trabaja porque quiere, y en lo que quiere; trabaja por necesidad, más tiempo del que debe
y en lo que encuentra. El trabajo no satisface en sí, sino que se convierte en medio de satisfacción.
Lo sorprendente es que esa misma relación no beneficia tampoco verdaderamente a quien paga el
trabajo, ya que éste recibe el beneficio, pero no desarrolla su posibilidad. De este modo, el trabajo no
perfecciona al obrero, porque al no ser suyo, no revierte en él, y tampoco perfecciona al patrono, que
aunque toma el trabajo como suyo, no lo hace.
La causa de toda esta errónea confusión, para Marx, está en el régimen de propiedad privada de los
medios de producción. La realidad social se encuentra así rota en dos partes: el que trabaja pero no
recibe los beneficios de su trabajo (el proletariado) y la que vende el beneficio sin trabajar (el burgués).
Esta situación produce una máxima alineación ya que separa al hombre de su producto, pues no le
pertenece; lo aleja de sí mismo, en cuanto no le gusta su trabajo; le distancia de la naturaleza, ya que
no desarrolla las cosas sino que las esclaviza y se esclaviza en ella; y por fin, le aparta de los otros
hombres, ya que se enfrentan con ellos como trabajadores o como propietarios. Esta situación, mala
de por sí, se vuelve pésima cuando se analiza desde ella la economía política. Objetivada por la
producción, las clases han sellado un duelo a muerte en el que solo llegará el fin con la aniquilación
de uno de los participantes. En su estudio de la alineación socioeconómica, Marx concluye que la
liberación del hombre debe pasar por la redistribución de la propiedad sin perder la efectividad de
producción. Por ello analiza a fondo las causas que promueven el desajuste socioeconómico. Tal es
el objetivo de la obra cumbre de Marx: El Capital.
El descubrimiento de los factores económicos de la productividad, resultado del estudio de sus
primeros años en Inglaterra, va a permitir a Marx reconocer la causa de esa disociación entre
proletariado y burguesía. En principio, Marx reconoce más clases sociales que éstas. En concreto, en
sus estudios sobre la situación social en Francia propone hasta seis: aristocracia terrateniente,
burguesía capitalista, pequeños burgueses, campesinos, proletariado y proletariado del hampa. Sin
pág. 36
embargo, con la posibilidad de poder vender y comprar todo a que da lugar la nueva situación
subsiguiente a la revolución de 1879, las clases van poco a poco agrupándose en dos: los poseedores
y los desposeídos, los alienadores y los alienados.
Para recuperar de verdad al hombre sin perder los niveles productivos, es necesario analizar con
profundidad el sistema capitalista. En esto se distingue Marx de las otras propuestas socialistas que,
como hemos visto, nuestro autor llama «utópicas». Ya se ha dado un paso al describir la situación de
alineación del hombre con respecto al trabajo. Hay que observar ahora la situación de alineación con
respecto al capital en sus tres fases: la de generación del capital, la de su circulación y la de su
repercusión a nivel externo. Estas tres cuestiones forman los tres libros del Capital, y el más decisivo
es el primero. Para Marx la economía es un juego de mercancía, valor y producto. La mercancía no
es más que un objeto manufacturado por un obrero. A la hora de ser valorada, la mercancía puede
ser tratada de dos maneras: como valor de uso o como valor de cambio. En el primer caso, lo que se
plantea es el valor natural de la mercancía, esto es, la utilidad que procura a la vida humana. A mayor
que sea ésta, mayor valor tendrá. En principio, valores de éste tipo son los alimentos o el vestido, y
al parecer, en las primeras épocas de la civilización, se intercambiaban entre sí. A partir del
surgimiento de la economía, se va a buscar una medida homogénea para poder tasar todos los todos
los productos: trigo, en origen, y luego metales diversos, hasta llegar a la moneda. Con su integración
en el sistema económico, el producto ya no se distribuye como tal, sino en unidades homogéneas
distintas del mismo producto. Eso implica la transformación del valor de uso en valor de cambio; el
paso del valor natural al económico: «La forma directa de la circulación de las mercancías es M-D-M, o sea,
transformación de la mercancía en dinero y de éste nuevamente en mercancía: vender para comprar. Pero junto a esta
forma nos encontramos con otra, específicamente distinta de ella, con la forma D-M-D, o sea, transformación del dinero
en mercancía y de ésta nuevamente en dinero: comprar para vender. El dinero que gira con arreglo a esta forma de
circulación es el que se transforma en capital, llega a ser capital y lo es ya por su destino»35.
Lo que nos interesa es, por tanto, el valor de cambio. ¿En que reside éste? Marx, siguiendo a A. Smith
y a D. Ricardo, responde con una afirmación que va a tener una importancia capital en el resto de sus
análisis: la igualación entre valor de uso y trabajo. Pero esto no es así. Nadie que compra algo por mil
pesetas supone que el empresario ha pagado al obrero que lo ha hecho las mil pesetas. Si esto no
ocurre hoy, en los tiempos de Marx -con una ausencia casi generalizada de legislación laboral- la
diferencia entre el salario del obrero y el valor de su trabajo en la calle era abismal. ¿Dónde se va esa
diferencia? Tal elemento constituye el beneficio que el capitalista roba a sus asalariados, y Marx lo
llama por un término ya utilizado por el liberalismo económico, pero sin la carga crítica de la que
Marx lo va a dotar: LA PLUSVALIA. Ésta es el secreto del enriquecimiento del capital, es decir, la
explicación de la posibilidad de que éste sea algo más que un valor de cambio, que se comporte como
un ser vivo: en definitiva, la plusvalía es la forma como el dinero se reproduce. De esta manera
revoluciona la burguesía tanto la economía como la productividad. La diferencia cualitativa entre los
pág. 37
dos sistemas es la plusvalía, que produce el enriquecimiento del patrono y el empobrecimiento del
trabajador. El proceso de ésta es el siguiente: la búsqueda de beneficios hace que el empresario quiera
sacar la máxima rentabilidad. Esto sólo puede hacerse pagando menos a quien lo hace. De este modo,
la primera mercancía que se pone en el mercado capitalista es el propio obrero, que vende su trabajo
a cambio de un salario. Del valor de esa misma mercancía depende el beneficio futuro, y así se
produce una rueda sin fin: a mayor beneficio, más capital dispuesto para contratar mano de obra; y
como consecuencia de esto, mayor aumento del capital. Así, en la economía capitalista se dan -desde
el momento del surgimiento del capital- dos líneas contrarias pero igualmente extremas: la del índice
de aumento del capital y la del índice de empobrecimiento del proletariado. Tal gráfica que significa
el triunfo completo de la burguesía es la gráfica de su ruina. El capital es como un globo que mientras
se hincha, amenaza con quedarse con todo el aire, pero -para el que sepa observarlo- a más que se
hinche, más seguro es que explotará.
La plusvalía es el índice máximo de alienación. En primer lugar, porque en todo beneficio desaforado
(y el del siglo XIX lo es) implica una injusticia segura. Además, porque compartiendo las tesis
económicas de la igualación entre trabajo y valor del producto (que Marx aprendió del liberalismo),
el beneficio es una cesura entre ambos aspectos y por tanto un robo de lo debido. Pero, en tercer
lugar, desde el punto de vista de la antropología marxista, la plusvalía no es un robo al obrero al estilo
de a quien le quitan la cartera. Es una mutilación, en cuanto que al separar trabajo y salario, se le quita
al obrero su actividad, esto es, su propio ser. Como hemos visto antes, el marxismo critica -como
otros movimientos de este siglo- la consideración de una esencia inmutable en el hombre. Este es
historia, actividad, y éstas determinan, constituyen radicalmente, la existencia humana. La plusvalía es
un robo al hombre en su propia esencia. «Mediante el cambio con el trabajador el capital se ha apropiado el
trabajo mismo; éste se ha convertido en uno de sus monumentos, que ahora actúa como vitalidad fructificadora.. El
trabajo es el fermento que es arrojado al capital, que le hace fermentar»36.
pág. 38
alienación, la religiosa, tónico para las penas del obrero, que si ha perdido sus esperanzas en este
mundo, fortalece la del próximo; y auxilio para la conciencia atormentada del burgués, que con unas
pocas monedas consigue no sólo ser rico, bien considerado, protegido y listo, sino además,
bondadoso.
La plusvalía es así la verdadera sustancia de la sociedad y de la realidad humana, y en cuanto que Marx
no se preocupa (Engels sí lo hará) de la naturaleza sino como producto para ser transformado, la
plusvalía es la nueva metafísica, «arjé» omniexplicativo y sostén de todos los cambios. Es la sustancia
del mundo humano, de la que todo lo demás es epifenómeno, accidente, y principio de
transformación del acontecer, pues al ser el móvil de enriquecimiento de la burguesía, producirá por
el deseo incontrolado de ésta el mayor salto cualitativo en toda la historia: la liberación del hombre
por el hombre, la dictadura del proletariado.
3. EL MATERIALISMO HISTÓRICO
Junto con la doctrina de la alienación y de la economía como factor explicativo clave hay en Marx un
intento enorme por entender el conjunto de la historia como un proceso material necesario en el que
la pugna de los diversos elementos van dando lugar a un progreso en las condiciones que concluirá
en la victoria total del hombre, así como su situación en un status social y económico que permita su
realización sin trabas. Con su doctrina de la historia, llamada materialismo histórico, se cierra
completamente el intento de entender la existencia de la humanidad explicando su pasado, su presente
y su futuro.
La exposición de los factores económicos como primeros productores de la realidad social humana
permite -según Marx- advertir las condiciones que nos han permitido llegar a la situación actual,
aclarando -por tanto- el pasado. La doctrina de la alienación es una fenomenología de la situación
presente del hombre cuyo estudio debe servir como acicate para la rebelión. Tal revolución sólo es
posible si es parte del proceso necesario de la historia. El futuro libertario solo puede darse si ya está
en germen en el propio proceso. A la demostración de la seguridad del futuro dedica Marx su análisis
de la historia.
En primer lugar, porque para Marx el sujeto de la historia no es Dios sino las clases sociales, que
surgen de unas relaciones económicas básicas: el modo de producción y el modo de apropiación de
pág. 39
los bienes. Si Dios no es el sujeto de la historia, tampoco puede decirse que lo sea el hombre
individual. Este el producto de la clase en la que vive. La dialéctica entre producción y realización
individual registra para Marx las siguientes fases históricas: en los tiempos antiguos, la relación de
justicia era más o menos correcta aunque la productividad y el rendimiento muy escaso. El prototipo
de esta actitud era el artesano que fabricaba el producto y el material, no dependiendo de otro que de
sí mismo. Con el capitalismo se invierte la actuación pues si bien la productividad -y por tanto la
humanización y el triunfo del hombre sobre la naturaleza- aumenta vertiginosamente, las relaciones
de justicia se deterioran: unos poseen los medios y los beneficios, otros ponen el trabajo. Con la
instauración del socialismo comunista, se producirá una recuperación de la justicia, pero sin perder la
productividad. En tal actuación sintética será posible el triunfo del hombre.
En segundo lugar, el motor de la historia no es la búsqueda de conocimiento. Como en el estudio de
la sociedad, en la historia rige el principio del determinismo económico. Esta es fruto del desarrollo
de las relaciones de producción que van conformando la realidad. El objeto de la historia no son las
ideas sino los hechos materiales; sus sujetos no son los héroes individuales sino las masas trabajadoras.
El principio fuerte de la inteligibilidad histórica son, por tanto, las relaciones de producción,
cuestiones que dan lugar a las luchas de clases a través de las cuales se va produciendo el avance
histórico.
De este modo, la salida de Hegel provoca una doble consecuencia: por una parte, las clases sociales
son el sujeto de la historia. Por otro, el motor es la economía y su resultado, las diversas agrupaciones
de clases. De esta manera las clases sociales son a la vez productoras y producto. La composición
entre ambas caras de la realidad histórica es lo que constituye el materialismo histórico.
Todo esto ocurre según la más rigurosa necesidad: cada clase tiene una misión en la historia
sometiéndose a un fin, no ya espiritual, sino material, esto es, inmanente. Los diversos sucesos
particulares -que la ciencia histórica toma como su verdadero objeto- no lo son sino en sentido
superficial o ilusorio. Estos son las formas empíricas que adoptan las clases, las coartadas de la
historia, los modos como ésta se desarrolla. Los hechos y los hombres se someten a esta ley
inexorable. En ellos recibe el individuo todo lo que le constituye: su ideología, su sentido social y
personal. No es la conciencia quien forma la realidad social, sino ésta la que es formada por la presión
de la sociedad.
pág. 40
La importancia de la dialéctica en la historia ya está en Hegel, así como el papel de lo negativo como
elemento de impulso del progreso. La historia para Hegel es un proceso en el que los diversos
elementos se van intercambiando, enfrentando. El progreso es fruto de la propia finitud de los
contendientes y de la necesidad que tienen de llegar a la perfección. Sin conflicto, sin oposición, no
hay historia. Para que ésta sea posible, se necesita que uno posea lo que el otro no tiene para que
entre el primero (tesis) y su contrario (antítesis) constituyan un nuevo elemento (síntesis) que recoja
las perfecciones de uno y otro.
En Marx esta concepción se acentúa si cabe: el antagonismo, no entre individuos sino entre clases,
constituye el motor de cambio de la historia. «La historia de toda la sociedad existente hasta la fecha se ha
movido dentro de contradicciones de clase, diferentemente conformadas en las distintas épocas»37. Es más, en los
primeros tiempos -cuando no hay división del trabajo ni comercio- no hay todavía historia. Hace falta
que la producción engendre dos clases, la opresora y la oprimida, y que del lado malo se de una
superación de la parte que parece tener la superioridad. El esquema de la lucha de clases, constitutiva
de la historia, tiene los siguientes pasos:
a. Una clase se distingue especialmente y obtiene beneficios y triunfos. Es el momento positivo, en
el que se destaca la productividad.
b. Se descubre que, por su particularidad, cada clase debe sacar sus beneficios de otra a la que oprime.
Es el momento negativo, en el que se extrae del contenido de la clase preferente -como su producto-
su contrario.
c. Tal contrario, que en principio está en condiciones de desigualdad con la clase primera, contiene
en sí el germen de superación de la historia y acaba por triunfar. Tal proceso es posible porque en su
intento de conseguir ser la única clase negativiza tanto la existencia de la otra, que ésta termina
considerando preferible la muerte a las condiciones actuales. En tal lucha desmonta a la clase
preferente y se coloca en su lugar.
De este modo intenta Marx explicar la génesis de toda la historia, pero en especial, la de la historia
moderna. De la tensión entre la aristocracia y los comerciantes surge la alta burguesía, que reúne
condiciones de uno y otro (posee tierra y dinero). A partir de ésta se genera la última de las clases: la
que no posee nada. Desde ella es posible el fin de todas las clases, pues al ser llevada hasta la
depauperación por el capital, organiza la revolución destruyendo la clase burguesa, y con ella todas
las clases.
La historia humana es, en su conjunto, la historia de la lucha de clases, pero lo es de modo definitivo
en la era moderna, cuando la división del trabajo llega a sus últimas consecuencias. Con la aparición
de una clase económica que obtiene beneficios pero no produce, como la burguesía, surge otra clase
radicalmente opuesta, que produce pero no obtiene beneficios: el proletariado. La clase proletaria es
el germen del hombre futuro, y su opresión, el muelle que lanzará a la historia hacia el último de sus
progresos: la eliminación de la burguesía y la instauración de la dictadura del proletariado. Esa
pág. 41
opresión debe ser tan radical como sea posible para que -igual que el muelle- se comprima para llegar
todo lo lejos posible.
En Marx se advierte un interés mayor en la rotundidad de la dialéctica como sistema de todos los
procesos históricos concretos. La razón, por otra parte, es fácilmente entendible: aunque la historia
es el lugar de desenvolvimiento del espíritu, y ella es además el ámbito propiamente humano, no se
espera de la historia todo lo que Marx supone que ésta va a traer. Para Hegel, la historia es
desenvolvimiento; para Marx es desenlace. En el caso del primero, lo importante ya ha sucedido (el
plan) y de él deviene todo lo demás. Para el segundo, lo verdaderamente trascendente está por venir.
En el judío, «el futuro es la razón del presente»38.
La historia debe ser entendida por cánones explicativos cada vez más profundos y omniabarcantes.
En un primer vistazo, podría parecer -a nivel empírico- que son los individuos concretos quienes
realizan la historia. Ahondando un poco más, se observa que los individuos pertenecen a una clase
social que les da forma y contenido. Estos no son, sin embargo, la causa última que explica los sucesos
históricos. La historia comienza con la división del trabajo y por la producción. La tecnología, la
política y la economía conforman y crean las clases sociales que a su vez dan lugar a los individuos.
Con esto Marx no hace sino cumplir dos objetivos básicos: explicar el transcurso de la historia desde
el mismo principio que ha servido para entender la alienación del hombre: las causas económicas, y
convertir la historia con ello en un proceso inteligible donde el conocimiento del pasado nos permite
asegurar lo que será el futuro y como éste necesariamente conducirá a lo que de él se espera: la
redención del hombre por el hombre.
4. EL MATERIALISMO DIALÉCTICO
Como hemos visto, Marx realiza un estudio dialéctico y materialista en el que pretende fundar el
conocimiento de los sucesos históricos. La vida de los hombres en el tiempo -que tal es la historia-
estaría reglada por la agrupación en clases contrarias, que a su vez responden a movimientos de tipo
económico. Marx no pareció dar importancia al problema que llevaría reconocer una dialéctica en la
historia, sin subordinarla a una doctrina general del universo.
pág. 42
Lo pedía -por un lado- la misma convicción del marxismo como saber verdadero sobre la realidad y
-por otro- el afianzamiento del sistema. Desde sí mismo considerado, el materialismo dialéctico estaba
herido de una cierta falta de fundamento: ¿de dónde le viene a la materia esa capacidad para organizar
complejos procesos económicos y someter a ellos al individuo, a
las clases sociales y a la misma economía, que al final se ve regulada
por la causa necesaria de la liberación del hombre? Se pide mucho
a la materia y se explica bien poco como lo hace.
La falta de preocupación de Marx por estas cuestiones venía dada,
en primer lugar, por su desinterés en los temas de ciencia natural.
En segundo lugar, por su consideración de la materia o naturaleza
como producto del trabajo, sin un verdadero valor en sí misma.
En tercer lugar, por la imposibilidad de aplicar las claves
economicistas fuera del mundo humano. Si nuestro autor no se
preocupó por esta cuestión, su íntimo colaborador -Friedrich Engels- sí se dio cuenta de su
importancia y, desde 1873, comenzó a derivar sus estudios para esta vía, con el consentimiento del
propio Marx. Por lo que sabemos por cartas y comentarios, Marx no manifestó un gran entusiasmo
por este proyecto, pero lo permitió sin ningún tipo de dudas como algo necesario. De hecho, en
forma consciente, Engels no pretendió sino aplicar lo que Marx ya había utilizado en otros campos:
la versión materialista de la dialéctica.
El objetivo que asume Engels, luego reafirmado por Lenin, es demostrar que la misma dialéctica que
sirve para los sucesos históricos, es competente en la explicación de la naturaleza. Esto es tanto como
aumentar el papel de Hegel, aplicando también la dialéctica a la naturaleza. Ciertamente ya no se trata
del Hegel genuino, sino de su sistema «dado la vuelta». El materialismo dialéctico es, de esta manera,
la revisión ontológica del marxismo y su reinterpretación en claves especulativas.
Con esta doctrina se eleva la dialéctica al rango de ontología, esto es, al nivel de resorte explicativo
de toda la realidad. Con ello el marxismo cierra su intento de constituirse en el nuevo saber sobre el
hombre y la naturaleza, en clave fenoménica, de acuerdo con los principios de las ciencias y del
materialismo. Esta revisión consiste en explicar desde sí mismo el movimiento de lo material por
medio de la dialéctica, mostrando -en un primer momento- que en las ciencias de la naturaleza obran
las mismas leyes que dominan la historia, y -en un segundo momento- que la historia no es más que
un modo concreto de realización de la dialéctica universal. De esta manera, se consiguen dos objetivos
fundamentales: se integra a la naturaleza en el mismo proceso que sirve para constituir que sirve para
constituir el progreso humano y se devuelve al hombre al seno de la materialidad, pues su modo de
existir no se realiza por factores diversos a los que operan en la naturaleza. En uno u otro caso, se
articula un sistema unitario de interpretación de la realidad. Dialéctica y movilidad son dos términos
pág. 43
equivalentes para Engels. Como se pretende explicar la realidad desde la propia materia, se elimina
toda rigidez e inmutabilidad que implicaría la exigencia de un Principio: la naturaleza es un remolino
continuo e incesante, al estilo del pensamiento griego primitivo, sólo que ahora se presenta
fundamentado por los descubrimientos de las ciencias. Nada es rígido y permanente, la existencia es
el continuo tránsito en el que los individuos solo tienen una validez relativa. La dialéctica es así el
sustituto de la vieja metafísica racionalista que, al entender, fosilizaba en la universalidad el
movimiento continuo de los seres.
pág. 44
La convicción de la materia concebida como totalidad permite a Engels dar portazo al problema de
Dios, en cuanto que, según este principio, la materia no necesita de nadie para existir y tiene que
haber existido siempre. De algún modo, la filosofía de Engels es un intento de expresar, al modo
dialéctico, la existencia de la res extensa cartesiana como si ésta fuera la única sustancia existente. La
naturaleza es un todo único, coherente de fenómenos. La materia es el único ser, el ser absoluto, y la
propiedad básica, esencial, de la materia es el movimiento, que para Engels es entendido como
automovimiento completo. Ni que decir tiene que tal visión forma parte no sólo del marxismo, sino
también del positivismo y cientifismo, que son dos sistemas filosóficos que pretenden quedarse al
nivel de las ciencias sin ir más allá de lo que éstas pueden decir.
La solución al problema de fundamentación consiste en atribuir a la materia como conjunto una
capacidad autoexplicativa que obvie la necesidad de la afirmación de Dios. Para explicar cómo se
desarrolla la materia, Engels enuncia tres leyes de transformación dialéctica de la materia. Estas son:
LEY DE LA CONVERSIÓN DE LA CANTIDAD EN CUALIDAD: La naturaleza cuando se
desarrolla por medio de agrupaciones cuantitativas que dan lugar a cambios cualitativos. Aunque la
cantidad de energía no varía, la agrupación de ésta sí da lugar a modificaciones de orden. Así toda
modificación a nivel formal está producida por una condensación o separación cuantitativa.
LEY DE COMPENETRACIÓN DE OPUESTOS. Esta es la clásica ley dialéctica. La realidad es
unión o compenetración de contrarios. En todo ser, en toda realidad existe una contradicción
inherente; las contradicciones internas son lo propio de todas las cosas que existen.
pág. 45
el arte, dan muestra de ello. Su ateísmo le hace singularmente incapaz de comprender al ser humano y sus aspiraciones
más profundas, incluso materiales.
Subsiste mientras hay conflicto. Por mucho que le duela esta consideración, es evidente que el ser humano huye del
marxismo conforme mejoran sus condiciones de vida. De este modo, cuando el capitalismo agresivo del siglo XIX se
transformó en el capitalismo social del XX, las condiciones del obrero mejoraron vertiginosamente en los países
capitalistas, mientras que quedaron ancladas en los países socialistas. Basta ver la presencia del marxismo en nuestro
mundo actual, para advertir que él es el verdadero “opio del pueblo”, la adormidera a la que se recurre sólo cuando la
alienación es máxima.
Desconfía plenamente de la libertad del ser humano por la profunda influencia hobbesiana que hay en el pensamiento de
Marx. El individuo es un lobo que debe ser controlado socialmente. Aunque se presenta como el lugar de la libertad (de
la marginación, de los sin-voz, incluso de la ecología y la paz) cuando ésta en minoría, al alcanzar el poder siempre ha
presentado su rostro totalitario, igualitarista, de uso del terror). La propaganda ha sido especialmente dura con el terrible
régimen nazi por razones justificadas, pero no lo ha sido con los sistemas marxistas, cuyos muertos –en números
comprobados- sextuplican los de la barbarie nazi.
Como sistema de pensamiento, bebe de la grandeza y de la debilidad del sistema hegeliano. Pretende como él,
y a raíz de él, ser una explicación absoluta de lo real, pero su ateísmo le impide tener el factor que hacía del hegelianismo
una doctrina absoluta: la conexión entre lo finito y lo infinito. El marxismo es un aviso singular para los jóvenes que
observan y critican el modo de vida de sus mayores. Sólo desde Dios puede ser absoluto un sistema. Cuando pretende
ser una reflexión finita en lo finito, no puede pretender ir más allá. Una historia trascendente –como la de Hegel- puede
ser falsa pero tiene sentido que sea necesaria; una historia inmanente como la de mar, hecha desde dentro, sin más sujeto
que ella misma, no puede ser necesaria. En el fondo, en mar hay el mismo espejismo que en Demócrito, tan admirado
por él: la necesidad no puede explicar la perfección.
Pero, a la vez, el marxismo es una de las consecuencias del pensamiento hegeliano. A modo de “lado oscuro”, muestra lo
que Hegel está anunciando: que en su sistema no hay libertad ni para Dios ni para el hombre. La dialéctica, aplicada por
Marx a la historia y por Engels a la naturaleza va a formar parte constitutiva de la nueva visión de lo real que a partir de
Hegel y Darwin invierte el orden de la filosofía del ser. El inglés concibe el mundo de los vivos, y especialmente el del
hombre, como fruto de un proceso de evolución en el que unos seres van surgiendo de otros. Contra Linneo, se afirma
que las especies no pueden haber existido como tal desde el principio de los tiempos. El alemán, desde una posición
filosófica, integra en la evolución al hombre y a Dios. La realidad es un proceso que está primitivamente contenido en la
Idea divina y que se desarrolla gracias a particularizarse en materia y recuperarse por medio del espíritu humano. Todo se
produce entonces por evolución dialéctica en la que unas cosas surgen de las otras. Hegel fundamenta el mundo gracias
a hacerlo parte de la realidad divina: todo es entonces necesario pues es parte del plan de autoconstitución del Absoluto,
a la vez el Absoluto no es más que el conjunto de todo lo finito. Trascendencia e inmanencia pierden su sentido en Hegel,
pues «Dios no lo es sino en la medida en que se conoce; el conocimiento que tiene de sí mismo es la conciencia que tiene de sí mismo en el
hombre y el conocimiento que los hombres tienen de Dios» (G.W.F. HEGEL. Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas. Comentario
al par. 564.).
La reducción al ámbito de la inmanencia, exclusivamente a “escala humana”, nace con los mayores deseos de mejora pero
concluye en la destrucción de lo mismo que desea elevar: la libertad y la grandeza del hombre.
1. SÖREN A. KIERKEGAARD
Nació en Copenhague el 15 de Mayo de 1813. Sus padres le dieron una educación extremadamente religiosa. Siguiendo
los deseos de su padre, realizó estudios de Teología, aunque pronto se dedicó a los de Filosofía, Historia y Literatura.
Fue en su época de estudiante cuando se familiarizó con el hegelianismo. Alejado de su padre, habla de la asfixiante
pág. 46
atmósfera creada por el Cristianismo y de su incompatibilidad con la Filosofía. Al morir su padre, volvió a la práctica de
su religión y se licenció en Teología. Un año antes de morir ideó un ataque directo a la Iglesia danesa oficial la cual, en
su opinión, de cristiana sólo conservaba el nombre y, por eso, dicha Iglesia debía reconocer que no era cristiana. Falleció
el 4 de Noviembre de 1855.
de su propia vida, en el sentido de que se le presentan en forma de alternativas para una opción personal, opción que implica
un compromiso radical.
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objetividad si no la ha reconocido y aceptado vitalmente. Pero esto no quiere decir que Kierkegaard
niegue la posibilidad de una verdad objetiva e impersonal, como la de las Matemáticas, sino sólo que
este tipo de verdad no afecta al individuo existente en cuanto tal, con lo que son irrelevantes para la
vida comprometida del hombre total. En definitiva, Kierkegaard acepta la verdad objetiva porque
no la puede rechazar, pero sostiene que su importancia es menor que la que tiene la verdad subjetiva
porque no compromete. La definición de la verdad en cuanto subjetividad es idéntica a la
definición de fe: «no se da fe que no implique algún riesgo. La fe es precisamente la contradicción que se establece
entre la pasión infinita de la interiorización del individuo y la incertidumbre objetiva»42.
Por eso, la existencia se va a convertir en el principal concepto de la filosofía de Kierkegaard,
preparando así el camino de la futura filosofía existencialista. Para Kierkegaard, la existencia es una
categoría que se refiere al individuo libre. Existir es realizarse a sí mismo por medio de la libre elección
entre alternativas y por el propio compromiso. Es llegar a ser, cada vez más, un individuo y, cada vez
menos, un simple miembro de un grupo. En otras palabras, trascender la universalidad en beneficio
de la individualidad. Por ello, el individuo existente no puede ser el que se deja arrastrar por la masa,
sino el que se dirige decididamente hacia un objetivo, que nunca podrá ser logrado por completo y
que se encuentra en un estado de devenir, de irse haciendo a través de sucesivos actos de elección
libre, comprometiéndose. En definitiva, el individuo existente es el actor, no el espectador, pues se
compromete a sí mismo y, de este modo, da sentido y dirección a su vida. Aunque el concepto de
existencia puede aplicarse a cada uno de los tres estadios que veremos a continuación, su connotación
tiende a ser específicamente religiosa. El individuo existente es infinito, pero eso no implica su
identificación con Dios, pues su devenir es un constante esfuerzo hacia Dios43. En resumen, para
Kierkegaard el individuo existente por excelencia es el individuo ante Dios, el hombre situado en el
punto de vista de la fe.
esfera de la mente y reclamar para sí el individuo, el yo, el singular y concreto, el que tiene que decidir por sí.
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En último lugar, mientras que Hegel afirmaba que el proceso histórico está determinado lógicamente,
Kierkegaard sostiene que el mundo es una paradoja y que el hombre se encuentra siempre en su vida
entre el riesgo y el salto. Es decir, Kierkegaard afirma que la historia no es continuidad, sino que se
realiza basándose en decisiones o saltos arriesgados. Aquí entra en juego un concepto fundamental
en la filosofía de Kierkegaard: la angustia. Kierkegaard sitúa este concepto en el ámbito de lo
religioso, asociándolo íntimamente a la idea de pecado45. La angustia, como tendremos ocasión de
ver, es el estado que precede al salto cualitativo de uno a otro de los estadios de la vida. Él la define
como una simpatía antipática o como una antipatía simpática46 que apunta hacia lo indefinido y
desconocido47. Para Kierkegaard, la angustia es superada por el salto, en cuyo trasfondo está la
libertad infinita, surgida de la nada. Y puesto que el hombre tiene libertad, puede elegir. Pero la
capacidad de elección exige, a su vez, la capacidad de desechar otras opciones. De esta manera, la
angustia se apodera del ser humano, manteniéndolo en una tensión existencial, existencial éste que
marcará la filosofía de Kierkegaard y, como su filosofía es vida, entonces es claro que la angustia fue
vivida por él durante su vida. La fe, junto con la angustia, va también unida al salto y al riesgo, pues
sin fe no tendría sentido el riesgo. La fe tiene su expresión eminente en la religión.
Kierkegaard ve tres caminos que llevan a la interioridad del yo y que son incompatibles entre sí, por
lo que no existe transición de uno a otro, sino un salto para pasar al siguiente, renunciando al anterior.
Estos caminos son los siguientes:
- Estado estético: en este estadio critica profundamente la concepción romántica de la
existencia. El esteta quiere llenar su existencia mediante la persecución ininterrumpida de
efímeros placeres sensibles, los cuales quiere probar y apurar en el mayor número posible,
sin buscar coherencia ni continuidad vitales. Luego su vida se caracteriza por una ausencia
de principios morales universalmente aceptados y por la ausencia de una determinada fe
religiosa. La vida del esteta es errante, intentando conseguir placeres que se desvanecen en el
momento mismo en que los posee. También el esteta goza imaginándose placeres, por lo
que el único medio que tiene el esteta de sentirse vivo es repitiendo placeres, lo cual, en vez
de aumentar el placer, lleva al aburrimiento. Toda existencia estética está abocada a la
desesperación propia de una vida sin verdadero hilo conductor. Kierkegaard llama a esta
desesperación desesperación-debilidad, pues es la propia de quien se ignora a sí mismo
porque se ha olvidado del componente espiritual en su vida. Para salir de esta desesperación,
hay que abandonar el estadio estético y saltar a otro estadio distinto, lo cual no significa
denigrar los valores estéticos, sino integrarlos en la unidad que le aporte el nuevo estadio.
- Estado ético: es contrapuesto al anterior ya que aquí se coloca la moral en primer término
y se entiende que la vida es un conjunto de episodios con sentido, que deben aparecer
con el miedo.
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sometidos al deber. Este estadio conduce a la acción decisiva, a la elección libre48. Es aquí
donde encontramos al hombre cara a cara con la angustia porque, al ser nuestros deberes
eminentemente personales, hemos de soportarlos y decidirlos. Kierkegaard cierra su examen
de este estadio con la noción de arrepentimiento pues, al reconocer los errores y pecados
del pasado, el hombre se da cuenta de que no puede cambiarlos, sino que tiene que cargar
con ellos como una especie de perturbación en su ser ético. De modo que la única salida que
le queda, si no quiere cargar con este sentimiento de culpa, es emplear ese arrepentimiento
como estímulo para saltar a otro estadio diferente. Es decir, la conciencia de pecado da lugar
a la antítesis en este estadio, antítesis que únicamente el acto de fe puede superar al relacionar
al hombre mismo con Dios.
- Estado religioso: aquí el hombre conquista la más radical interioridad, la máxima
autenticidad existencial, pues la fe en Dios exige un acto de obediencia tal que el hombre no
puede recibir entonces apoyo de nada humano, con lo que se queda sólo consigo mismo y
tiene que echar sobre sí la carga de la decisión, lo cual conlleva cierto estado de desesperación.
Pero si, a pesar de todo, el individuo sigue creyendo, entonces encuentra aquí su mayor
seguridad49. Para ver que el estadio religioso es distinto del ético, Kierkegaard dice que la
vida en la fe puede exigir excepciones en la generalidad de las normas éticas. Para ello, pone
el ejemplo de la fe de Abraham, cuando Dios le pide que sacrifique a su único hijo Isaac
(también se ve, incluso, lo que de paradoja tiene la opción por una existencia religiosa). Por
eso, para Kierkegaard, como la religión sobrenatural que trajo Cristo es plenamente
paradójica, así debe continuar. Esta exposición que hace Kierkegaard sobre la fe es una
protesta contra la filosofía especulativa, sobre todo la de Hegel, que elimina la distinción
entre el hombre y Dios y racionaliza los dogmas, convirtiéndolos en conclusiones
filosóficamente demostrables. Además, Kierkegaard llega a la conclusión de que, como Dios
es la frontera del hombre y éste no puede trascenderse a sí mismo, la existencia de Dios no
es demostrable por procedimientos ordinarios. Luego queda claro que no existe mediación
alguna entre Dios y el mundo. Tan sólo existe un salto de riesgo, porque ni siquiera podemos
conocer a Dios por la analogía del ser. En conclusión, para Kierkegaard Dios es lo
enteramente otro, lo paradójico, el Absoluto trascendente, el tú absoluto. De Dios, de lo
totalmente otro, de lo paradójico, sólo espera Kierkegaard la salvación del hombre, un
hombre incapaz de vencer el pecado, enfermo espiritualmente, desesperado de sí mismo.
Esta enfermedad hace que el individuo esté muriendo constantemente y convierta su vida en
una continua opresión por parte de lo eterno, de la que no puede zafarse. Ésta es la
desesperación-obstinación, distinta de la desesperación-debilidad, a la que sólo cabe
superar con el salto definitivo que significa la fe.
48 Es posible que el hombre ético cuente con la debilidad humana, pero piensa que es superable por medio de la fuerza de
voluntad, iluminada por ideas claras.
49 El hombre que realiza y afirma su relación con Dios en la fe deviene en lo que realmente es: un individuo ante Dios.
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LA FILOSOFÍA DE KIERKEGAARD: UNA VISIÓN CRÍTICA
Estamos ante un hombre profundamente religioso, que defiende a capa y espada la identidad del hombre individual y
concreto. Él apuesta por cada persona en particular, hasta el punto de afirmar, como buen cristiano, que cada hombre es
capaz y, por eso, debe relacionarse con Dios de tú a tú, como un amigo cuenta cosas a otro, en un ambiente de confianza
total.
Todo ese proceso lo efectúa Kierkegaard desde la profunda angustia que nos ha legado el hombre decimonónico, en la
que descubre como el estado estético y el ético no bastan para desarrollar plenamente a la persona, sino que es preciso el
salto –igualmente angustioso para el danés- al estadio religioso. El momento supremo de la angustia es, para Kierkegaard,
la conciencia de la situación de pecado y la incapacidad de salir de él, salvo por una entrega radical a Dios: sólo el acto de
fe puede quitar el sentimiento de culpa en el hombre al ponernos ante Dios, que nos perdona.
Se ha interpretado su crítica a la Iglesia nacional danesa, de la que su hermano era obispo, como una búsqueda de un
cristianismo más puro, menos comprometido con el Estado. Sus citas de autores católicos pueden hacernos pensar que
tal vez, en un ambiente cultural menos cerrado que el danés, podría haber conocido el catolicismo. Su figura dramática
nos muestra la profunda decadencia en la que el Protestantismo Liberal sume al reformismo del siglo XIX. Su lectura ha
ayudado a muchos a acercarse a Dios y supone un contrapunto a autores como Nietzsche o Schopenhauer. Como aspecto
crítico, podemos hacer nuestra la impresión que recibió Edith Stein al leer sus escritos como parte del recorrido hacia
Dios pero «su insistencia en la soledad del hombre ante Dios, su concepción unilateral de la fe, que es interpretada tan sólo como aventura,
como salto hacia lo incierto, no la satisfacen» (THERESIA A MATRE DEI, Edith Stein. En busca de Dios, p. 71)
2. ARTURO SCHOPENHAUER
Nació en Danzig el 22 de Febrero de 1788. Se dedicó al comercio, como su padre, pero no era algo que le atrayese. Al
morir su padre en 1803, su madre le autorizó a proseguir sus estudios. En 1809 ingresó en la Universidad de Göttingen
para estudiar Medicina. Al segundo año, optó por la Filosofía. En 1809 va a Berlín y allí escucha a Fichte y
Schleiermacher. En un retiro pacífico redactó su tesis doctoral, titulada La cuádruple raíz del principio de razón suficiente y
publicada en 1813, con la cual ganó una cátedra en Jena. Pero el libro apenas se vendió y pasó prácticamente
desapercibido. En Dresden, entre 1814 y 1818, compuso su principal obra filosófica, El mundo como voluntad y representación.
Igualmente, alcanzó escasa venta. En 1844 publicó la segunda edición de esta obra, a la que le añadió cincuenta capítulos.
Y en 1855 salió a la luz la tercera edición de su “opus magnum”, de nuevo aumentada. Falleció un año después.
Schopenhauer es otro de los filósofos hostiles a Hegel, pues le critica que haya olvidado lo inmutable
que ha tenido siempre la Filosofía como objeto y que haya vaciado toda la Metafísica del ser en una
concepción histórica que cambia con el devenir del tiempo.
La filosofía de Schopenhauer se caracteriza por un pesimismo mordaz y agresivo, posiblemente
consecuencia del poco éxito que tuvo como profesor y escritor. Platón, Kant, los idealistas
postkantianos (aunque se opusiera a ellos, como es el caso de Hegel), el pensamiento hindú y el
budismo influyeron en su pensamiento.
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formula así: «nada es sin una razón para que sea más bien que para que no sea»50. Puesto que Schopenhauer
encuentra cuatro tipos principales de objetos, entonces el principio de razón suficiente tiene cuatro
raíces, según se indica a continuación:
La primera clase de objetos es la de las representaciones intuitivas, empíricas y
completas51. Se trata, pues, de objetos materiales, causalmente relacionados en el espacio y en el
tiempo. El principio de razón suficiente que rige el conocimiento de estas representaciones u objetos
materiales es el devenir52.
La segunda clase de objetos la constituyen los conceptos abstractos, cuya forma
principal de relación es el juicio53. El principio de razón suficiente que rige los conceptos abstractos
es el conocimiento. Pero, ¿por qué formamos estos conceptos abstractos?, ¿qué función tienen?
Schopenhauer contesta que su función primaria es práctica. «La gran utilidad de los conceptos radica en el
hecho de que facilitan el manejo, la ordenación y el dominio del material original del conocimiento»54. Schopenhauer
menciona también la importancia ética de los conceptos y del razonamiento abstractos: un hombre
moral dirige su conducta según unos principios. Y los principios requieren conceptos. Además, afirma
Schopenhauer que el conocimiento está al servicio de la voluntad, por lo que la función de la razón
es fundamentalmente biológica. De esto se deduce que la razón no está capacitada para rasgar el velo
de los fenómenos y tocar la realidad subyacente, el noúmeno.
La tercera clase de objetos son los objetos matemáticos, pues comprende las
intuiciones a priori de sentido externo e interno de espacio y tiempo. El principio de razón suficiente
que rige las Matemáticas es el ser. También aquí podemos preguntarnos: ¿de qué manera es posible
la Metafísica? Schopenhauer contesta que, aunque el intelecto esté por naturaleza al servicio de la
voluntad, en el hombre es capaz de desarrollarse de tal manera que puede alcanzar la objetividad.
Finalmente, la cuarta clase de objetos contiene un solo elemento: «el sujeto del querer
considerado como objeto por el sujeto cognoscente»55, es decir, el objeto de que aquí se trata es el yo como
sujeto de conocimiento. El principio de razón suficiente que rige este objeto es el motivo de la
acción o la ley de la motivación. Su implicación es el determinismo del carácter.
Hay que hacer notar que el principio de razón suficiente sólo es válido en la esfera de los fenómenos,
esto es, de los objetos en cuanto son para un sujeto, no en el ámbito del noúmeno. Y ni siquiera es
aplicable este principio al mundo de los fenómenos en su totalidad pues lo que hace es dirigir las
relaciones entre los fenómenos.
Como nuestro conocimiento necesita siempre de un fundamento último, tendemos a aplicar al
mundo la misma exigencia, cuando resulta que la cadena de causas en este mundo es siempre
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empírica, es decir, la tradicional cuestión de la existencia de un fundamento último del mundo no es
pertinente para Schopenhauer porque queda reducida a una condición lógica en el conocimiento, no
a la esfera de lo real. Desde este momento, el único objetivo de Schopenhauer es describir lo que lo
real es y no investigar su porqué. Por eso, para él, las religiones confesionales en sus contenidos
teóricos son un conjunto de supersticiones producidas por el miedo a la muerte, con lo que la
Teología queda convertida en una sustituta de la Metafísica.
56 Cuando Schopenhauer afirma que el mundo es mi representación se refiere a las representaciones intuitivas, esto es, el
objeto es simplemente lo que yo percibo y mi manera de percibirlo.
57 El mundo como voluntad y representación p. 3. Schopenhauer quería considerar su filosofía de la voluntad como un desarrollo
de la teoría kantiana del primado de la razón práctica como voluntad racional. Pero su voluntarismo metafísico era
totalmente ajeno al pensamiento kantiano. Fue una creación original de Schopenhauer.
58 Kant sostenía que la cosa-en-sí no se puede conocer. Schopenhauer, en cambio, dice que dicha cosa-en-sí es voluntad,
pero una voluntad singular, porque la multiplicidad sólo existe en el mundo de los fenómenos.
59 En Schopenhauer, voluntad y voluntad de vivir se identifican.
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la realidad es voluntad60. La voluntad es querer y querer es buscar algo que no se tiene. Por tanto,
toda la realidad es una objetivación de la voluntad, es decir, es por medio de esta voluntad como
entramos en contacto con el mundo como cosa-en-sí, ya que el vivir es mucho más rico y expresivo
que la intuición sensible y que la representación del mundo externo fenoménico. Pero como el querer
supone insatisfacción (cuando no se alcanza lo que se quiere, ya que el hombre busca una satisfacción,
la felicidad, pero no la alcanza), entonces la voluntad es constante dolor. La vida, en su fondo mismo,
es dolor. La voluntad de vivir, siempre insaciable, es un mal. Todo lo cual hace que la filosofía de
Schopenhauer sea un riguroso pesimismo61. Aunque hay que decir que este pesimismo es más bien
una opción personal de Schopenhauer antes que una imposición de la realidad de las cosas. Esto es
así porque él nunca demostró que todo en el mundo y en la vida sea dolor, ni siquiera que la suma de
todo el dolor supere a la de todo el bien en el mundo. Por lo tanto, para él es impensable que un
mundo tan malo pueda ser producto de una creación por un ser superior. Llega a afirmar: «si
pudiéramos poner toda la miseria del mundo en un platillo de la balanza y toda la culpa del mundo en el otro, la aguja
señalaría precisamente el centro»62.
No queda otra salida si se quiere la liberación del dolor que marchar decididamente hacia la negación
de la voluntad, es decir, la única salvación definitiva será la superación de la voluntad de vivir.
Schopenhauer propone dos caminos para liberarnos de la esclavitud a que nos somete la libertad:
Una primera vía hacia esta salvación la da el arte, pues nos proporciona una mirada desinteresada del
mundo que se alza a lo universal. El arte es la pura contemplación63. Elevándose a lo universal y
trascendiendo así lo particular, el hombre encuentra la liberación de su individuación. Existe una
estrecha correspondencia entre la gradación de las artes (arquitectura, escultura, pintura, poesía) y los
grados de objetivación de la voluntad, la naturaleza interna de la cosa-en-sí misma. Pero entre todas
las artes, para Schopenhauer la más perfecta es la música, ya que supone un fiel reflejo de la misma
voluntad del mundo64. Hay que decir aquí que Ricardo Wagner se entusiasmó con esta concepción,
de tal manera que su música es, en realidad, una orquestación de la filosofía de Schopenhauer del
dolor del mundo, así como de la liberación mediante una inmersión en la unidad total. En resumen,
el hombre se libera temporalmente de la esclavitud de la voluntad al contemplar lo bello o lo sublime.
60 Todo esto se deriva de la teoría de Schopenhauer de la función biológica de la razón, pues la función primaria de la razón
manifiesta el carácter de la voluntad como voluntad de vivir.
61 El pesimismo de Schopenhauer es metafísico en el sentido de que se presenta como una consecuencia de la naturaleza
de la voluntad metafísica.
62. El mundo como voluntad y representación II p. 454.
63 Pero esta contemplación estética debe excluir el interés, pues si un hombre ve una cosa hermosa como objeto de deseo
o como estímulo de un deseo, su punto de vista no es, ciertamente, el de la contemplación estética, ya que es un espectador
interesado. De hecho, es un instrumento de la voluntad o está a su servicio. Sin embargo, puede perfectamente no considerar
un objeto hermoso ni como objeto de deseo en sí mismo ni como estímulo, admirándolo únicamente por el significado
estético que pueda tener. En tal caso es un espectador desinteresado y, al menos entonces, se libera de la esclavitud de la
voluntad.
64 El hombre recibe al escuchar música una revelación directa, no de forma conceptual, de la realidad subyacente de los
fenómenos, esto es, intuye esta realidad que se le revela en forma de arte de un modo objetivo y desinteresado y no como
expresión de la tiranía de la voluntad. Además, en caso de que fuese posible expresar audazmente en conceptos todo lo que
la música expresa prescindiendo de los conceptos, estaríamos ante la filosofía verdadera.
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Pero ocurre que esta liberación por el arte es aún escasa pues, para Schopenhauer, la plena salvación
la dará la ética. Su ética es una ética de la compasión (vemos sus raíces budistas), es decir, el
sentimiento moral es la compasión (cuyas manifestaciones son la justicia y el amor a los hombres), la
tendencia a aliviar el dolor de los otros.
De manera que la libertad duradera se consigue renunciando a la voluntad que nos induce a vivir. Si
la voluntad se anula, entramos en el nirvana (vemos sus raíces hinduistas). Y esto, que parece una
aniquilación, es, en realidad, el mayor bien, la verdadera salvación, lo único que pone fin al dolor y al
descontento del querer siempre insatisfecho, pues todo el mal del mundo, según Schopenhauer,
emana de la voluntad de vivir, de sus manifestaciones de egoísmo, de autoafirmación, de odio y de
conflictos. De aquí deduce Schopenhauer que la moralidad, si es posible, tiene forzosamente que
implicar un rechazo de dicha voluntad. Y, considerando que el hombre es una objetivación de la
voluntad, rechazar ésta significa negarse a sí mismo: significa ascetismo y mortificación65.
El primer paso de este ascetismo para sumergirse en el nirvana y rechazar la individualidad es la
negación del impulso sexual, una vida de castidad perfecta. A continuación, hay que llevar una vida
paciente en medio del dolor, optar por la pobreza, elegir el sacrificio…, todo ello encaminado a
separar la voluntad de vivir de su propia condena y así romper el dolor que atenaza cada existencia
concreta.
Además, la ética de Schopenhauer es determinista, en el sentido de que el hombre es bueno o malo
esencialmente y para siempre, sin que haya posibilidad de cambiarlo. Por este motivo, en contra de
Sócrates, para Schopenhauer la virtud no se puede enseñar, con lo que el hombre es bueno o malo
por naturaleza. Por eso ve que existe una carencia de libertad en la voluntad humana. Así conseguimos
explicar un poco mejor su determinismo: el hombre puede hacer lo que quiera, pero resulta que lo
que quiere está fijado por el encadenamiento causal del mundo, es decir, la cadena de determinantes
de nuestros actos voluntarios está fuera de nosotros y, como no la podemos cambiar, no somos libres
para elegir. Schopenhauer afirma, sin embargo, que el determinismo del carácter no excluye la
posibilidad de cambios de conducta.
Por último, tenemos que decir que la ética de Schopenhauer es diametralmente opuesta al formalismo
moral de Kant aunque, a favor de Kant, hay que decir que Schopenhauer desfigura ciertamente el
cuadro de la moral kantiana. Ello es debido a que Schopenhauer se alinea más con el pensamiento
empirismo, psicologista y emotivista de Hume que con el imperativo categórico de Kant. Una prueba
de ello es que Schopenhauer vuelve a introducir en la moral humana el sentimiento.
En definitiva, su moral de la compasión exige un “sentir” al unísono con todos los seres, buscando
la unidad cósmica, el desinterés y la negación de la voluntad individual. Lo que queda tras la supresión
65. No debemos olvidar que en su sentido genuino, el ascetismo y la mortificación no son negación de la vida sino
reconducción de ésta para su afirmación superior. Pretende sacar lo mejor de uno mismo y por eso, como el atleta, fuerza
el cuerpo hasta el límite. No es, por tanto, una negación sino una afirmación. Por eso, visto en sus protagonistas, el ascetismo
cristiano ortodoxo es, paradójicamente, alegre y hasta tierno, con el mundo y los demás. Esta visión negativa de la ascética
cristiana, muy propia del protestantismo (que, por otra parte, rara vez se acercó a ella de forma concreta) influyó mucho en
la concepción nietzscheana de la religión como difamación de la vida.
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total de la voluntad es la nada, el nihilismo, por lo que, afirma Schopenhauer, no hay que tenerle
miedo a la muerte, pues ya sabemos con lo que nos vamos a encontrar: la nihilidad. En esta superación
de la voluntad individual estriba para Schopenhauer la regeneración moral del hombre.
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TEMA 4. POSITIVISMO Y UTILITARISMO.
Hasta Kant, nuestra exposición ha seguido una linealidad recogiendo casi todas las direcciones del
pensamiento, si excluimos al pensamiento de orientación tomista, que sin reconocer el primado de lo
gnoseológico ha continuado su propio camino. Sin embargo, tras el Regiomontano, la filosofía se
abre hacia objetivos muy diversos. La crítica kantiana a la metafísica abría, como hemos visto, tres
posibilidades distintas. En primer lugar, un intento de recuperar la realidad por medio de la razón,
objetivo que persigue el idealismo. En segundo lugar, un proyecto de volver a las cosas pero negando
que la razón fuese el instrumento para esa posibilidad: eso intenta el vitalismo irracionalista. Hemos
visto a A. Schopenhauer y después estudiaremos con detalle a F. Nietzsche. Por último, una tercera
corriente que niega todo valor propio a la metafísica y que considera a la ciencia como el único
conocimiento válido. Esta corriente surge en el siglo XIX con Augusto Comte, y toma el nombre de
positivismo.
1. AUGUSTO COMTE.
Nace en Montpellier en 1798. Educado como monárquico y católico, reaccionó contra ambas concepciones (muy unidas
en ciertos ambientes franceses) en la adolescencia. Inició sus estudios en la Escuela Politécnica bajo eminentes científicos,
de donde fue expulsado. De ahí le viene su admiración rendida hacia la Ciencia. Fue secretario de Saint Simon, que a su
vez se relacionó con el enciclopedista D´Alembert. Acabaron mal pues Comte le acusó de querer publicar un trabajo
suyo. Se dedicará a dar clases privadas. Entre 1830 y 1842 publicó los seis volúmenes de su Curso de filosofía positiva.
Quiso desarrollar una sociedad nueva organizada por la ciencia que cambiara radicalmente la sociedad cristiana aunque
imitando su estructura. En 1844 se enamoró perdidamente de Madame Clotilde de Vaux, cuyo marido había
desaparecido para evitar el encarcelamiento por desfalco. Fue sostenido por sus discípulos. Murió en París en 1857.
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Comte parte de la superioridad absoluta de la ciencia con respecto a cualquier otro saber y de la
estructuración de la historia bajo un progreso a mejor. Esta visión secularizada del optimismo
cristiano estaba ya presente en Turgot y Condorcet, y adquiere en Saint-Simon un orden concreto: la
existencia de estadios o épocas en la historia. La diferencia reside en el papel que tendrá el saber
científico: la ciencia es la fase última del desarrollo humano de conocimiento. La humanidad, y cada
ser humano, pasan por tres fases. «Cuando contempla su propia historia ¿no repasa cada uno de nosotros lo que
ha ido siendo sucesivamente (...) teólogo en su infancia, metafísico en su juventud y físico en su madurez»67:
o Al principio estaba en la ETAPA TEOLÓGICA. En ella se ponían las últimas causas de los
sucesos en las voluntades de varios seres sobrenaturales o de uno sólo. Se buscan causas
últimas. Tiene tres momentos: fetichismo, politeísmo, monoteísmo. Comte lo entiende
como la niñez de la humanidad y le corresponde una forma política concreta: el absolutismo
de la autoridad. Da lugar a una sociedad militarista que cree en el derecho divino de los reyes.
Implica toda la Antigüedad y la Edad Media.
o En un segundo momento, o ETAPA METAFÍSICA, se transforman las deidades religiosas
en principios filosóficos. Sustituye, por tanto, a los seres personales como causas últimas por
entidades abstractas. No incluye aquí las metafísicas teístas de los grandes pensadores
medievales. Para este autor tiene muy poco valor, incluso menos que el momento anterior
ya que -a sus ojos- no es más que su disolución crítica. Del mismo modo que la adolescencia
es un periodo de transición entre la niñez y la madurez, también el estadio metafísico es un
periodo intermedio entre la etapa teológica y la positiva. Comte –como Marx- consideran
que la etapa moderna sólo ha tenido un valor: desembarazarse de las creencias que han
dominado la humanidad desde antiguo. La etapa metafísica se corresponde con las primeras
fases del pensamiento moderno. Políticamente, implica la fase de los Derechos del hombre,
y del gobierno anónimo de la Ley. Se corresponde con el siglo anterior: la llegada de la
Ilustración y el desarrollo de la revolución.
o A partir de aquí comienza el tercer y definitivo momento: la ETAPA POSITIVA, en la que
hay un interés por los fenómenos observados por los sentidos, poniéndolos bajo leyes
generales. Es, naturalmente, la madurez de la humanidad. Este conocimiento es
metódicamente agnóstico, esto es, no se preocupa de causas finales. Por eso, es un
conocimiento relativo pues sólo conocemos el universo tal como nos aparece. Frente a los
anteriores, es un saber real, cierto y útil. Esta sociedad del futuro, que Comte cree en germen
en la sociedad industrial, es una sociedad gobernada por los científicos. Impondrá los
esquemas racionales en la convivencia. Supondrá un futuro de paz, orden y progreso.
Como hemos visto, «cada uno de estos momentos supone un Weltanshauung, un paradigma distinto, una doctrina
de la ciencia, una filosofía de la historia»68. En cada momento se pone una causa de lo real, a la que se une
un modelo de saber y un proyecto de sociedad. Aunque ha sido muy usada por la mentalidad
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positivista, esta tesis –de limpieza extraordinaria- recibió muchas críticas. «Si nos contentamos con las
impresiones de conjunto, la teoría de los tres estadios de Comte es obvio que puede parecer plausible. Vale decir, si
consideramos tan sólo la posición dominante que tuvo la teología entre los temas de estudio durante la Edad Media, o
atendemos a ciertos aspectos del pensamiento de la Ilustración dieciochesca y al subsiguiente desarrollo de la convicción
de que la ciencia es el único modo viable de aumentar nuestros saberes acerca del mundo, podrá parecer entonces
perfectamente razonable el dividir la historia europea en los estadios teológico, metafísico y positivo. Pero en cuanto nos
ponemos a considerar la historia europea con mayor detenimiento, en seguida se hace claro que si las divisiones de Comte
se toman en sentido estricto no se las puede adaptar a los hechos»69: existe actividad científica en Grecia; hay
metafísica en la Edad Media y durante la primera modernidad, la física y la química se desarrollaron
ampliamente. El propio Comte reconoce que –al ser analizadas en detalle- las etapas se pisan entre
sí. Parece realmente que la teoría de las etapas es un esquema expositivo previo en el que se intenta
encajar los hechos. Cuantos más ajustes se ve obligado a hacer, tanto más elástica se hace la división.
Es su idea de la historia europea, heredada de la Ilustración, la que produce esa descripción en
etapas70.
69. COPLESTON, F., Historia de la filosofía, Tomo IX, p. 91. «Apenas hace falta recordar que Comte, en medio de su prurito científico,
cae no sólo en curiosas ingenuidades, sino que contradice sus propios principios mediante especulaciones que pueden considerarse gratuitas».
COMELLAS, J.L., El último cambio de siglo, p. 24.
70. «Cuesta evitar la impresión de que la ley de los tres estadios tiende a llegar a ser, para Comte, más que una hipótesis falsable, la expresión de
una fe o de una filosofía teleológica de la historia, a cuya luz haya que interpretar los datos históricos». COPLESTON, F., Historia de la
filosofía, tomo IX, p. 101.
71. Curso de filosofía positiva I, p. 5.
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Lo propio de la ciencia es utilizar el método positivo, que consiste en una coordinación y
generalización rigurosa de los hechos obtenidos por observación y experimentación. Dos son las
armas del conocimiento científico: la experimentación y la matematicidad. Dependiendo del grado de
matematización de una ciencia, más perfecta será. Como ciencia puramente deductiva, Comte la
considera como el modelo del método científico. Conforme más nos alejamos de las matemáticas,
más difícil es mantener ese ideal deductivo de la ciencia.
Pese a toda esta firme confianza en la ciencia, Comte no considera que sea posible una unificación
completa del saber. Se adivina aquí una limitación de las capacidades humanas que anuncia –aunque
sea por debajo de las proclamas optimistas- el pesimismo de final de siglo: «de acuerdo con mi profunda
convicción personal, considero estos intentos de lograr la explicación universal de todos los fenómenos por medio de una
única ley evidentemente quiméricos, aun cuando tales intentos los hagan las inteligencias más competentes. Creo que los
medios de los que dispone el entendimiento humano son demasiado débiles y el universo es demasiado complejo para que
semejante perfección científica podamos alcanzarla nunca»72.
72.Curso de filosofía positiva I, p. 44. El subrayado es nuestro. En otro momento, al analizar los sentimientos, Comte dirá que
«en toda existencia normal domina constantemente el afecto sobre la especulación y la acción». COMTE, A., Sistema de
política positiva p. 67.
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Su rotundidad en este aspecto no permite dudas: «a la palabra Derecho debería hacérsela desaparecer del
verdadero lenguaje de la política tanto como a la palabra causa del verdadero lenguaje de la filosofía (…). Dicho de
otro modo; nadie posee otro derecho que el de cumplir siempre su deber. Sólo así podrá finalmente subordinarse la
política a la moral, conforme al admirable programa de la Edad Media»73 De hecho, esta eliminación de la
libertad es imprescindible para su “sueño” de una sociedad perfectamente organizada. De ahí la
insistencia en la escasa capacidad individual humana. Como Marx, piensa que el hombre no puede
alterar el orden de los sucesivos estadios del desarrollo histórico. Lo único que puede hacer es acelerar
o retardar ese desarrollo. Aunque da cabida a la iniciativa individual, el espacio que le deja es limitado.
El ser humano no puede alterar las leyes históricas más de lo que puede alterar las leyes físicas.
De este modo, el anhelo de libertad del estadio metafísico debe dejar paso a otra época de obediencia.
Del mismo modo que los individuos aceptaban la enseñanza de la Iglesia en la Edad Media, ahora
deben aceptar los principios de la élite positivista como equivalente moderno del poder espiritual del
Medievo.
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una cierta inmortalidad por la pervivencia «en el corazón y en la mente de los demás»74. Con una visión
mesiánica, Comte y sus seguidores conforman la Iglesia positivista, que «llegada plenamente la Edad
positiva, se suprime la “regencia de Dios” y se implanta la religión del Hombre, erigida por él para la plena realización
de sí mismo. El amor, la solidaridad, el desprendimiento hacia los demás deben ser sus valores supremos. Los santos
quedan sustituidos por los Grandes Hombres, modelo de los demás. Y la Humanidad, consciente de sí misma, vivirá
en un mundo feliz, dirigido por sabios, sin discriminaciones sociales ni raciales, sin colonias y sin guerras»75
Es la antítesis del positivismo y del inmanentismo que coinciden en considerar que sólo podemos conocer lo fenómenos.
El realismo como actitud implica un desprecio de lo que se ve y un reduccionismo hacia lo práctico, despreciando los
aspectos intelectuales o los ideales.
77. STROMBERG, R. Historia intelectual europea desde 1789, Debate, Madrid 1990, p. 169.
pág. 62
jamás se contenta con lo conocido y que pretende explorarlo y controlarlo todo. El correlato de esta
mentalidad es el desarrollo colonial de la Europa del Norte por toda Asia, África y Oceanía. Esto es
posible por la fe indefectible en el progreso técnico, del que se espera un progreso en toda índole.
No un progreso cualquiera, sino «la convicción inamovible y entusiasta, al parecer al abrigo de toda prueba en
contra, de la marcha hacia delante del progreso»78. Es ante todo un homo faber, que confía su ser y su verdad
a la acción79. Por eso mismo el pragmatismo aparece como su contrapunto ético.
2. UTILITARISMO Y PRAGMATISMO.
Como filosofía inglesa es una filosofía eminentemente práctica, que no sólo conecta con el
positivismo por afinidad intelectual sino por la conexión entre uno de sus autores más sobresalientes,
John Stuart Mill con Augusto Comte. El pragmatismo afirma la prioridad de la acción sobre la verdad
teórica. El bien no es algo que está previamente sino algo que se construye, en última instancia, un
resultado.
78. FRIEDMANN, G., La crisis del progreso, Laila, Barcelona 1971, p. 32-33. «Posiblemente nunca se ha dado una fe tan firme, tan
optimista, con menos reservas y más universal en el poder de la ciencia natural, como en los años que van de 1870 hasta el inicio de la Primera
Guerra Mundial (…) El progreso será capaz de producir un hombre nuevo, radicalmente reconciliado con la materia cuyas leyes está llegando a
conocer y que, en consecuencia, se sabe destinado a dominar» (REDONDO, G., Historia universal, tomo XII: “La consolidación de las
libertades”, p. 24).
79. Eso no impide que su doctrina no tenga ciertas contradicciones: es positivista de talante pero no siempre de doctrina;
aunque dice defender sólo los hechos, idealiza el materialismo; y, sobre todo, como hemos visto en Comte, reconoce que
sólo conoce los fenómenos y que la historia es un proceso necesario en el que la libertad humana tiene un escaso papel.
Esta doctrina que se convertirá en el alma europea durante años, la secará hasta producir la mentalidad nihilista de finales
de siglo. En la cultura divulgativa, ese optimismo positivista se mantendrá hasta la Primera Guerra Mundial y en algunos
ámbitos, hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial.
80. Ya Platón puso en duda en el libro VI de La República la equiparación entre bien y placer. La razón es muy simple: hay
placeres malos (como disfrutar pegando a los demás). En realidad, todo placer llevado al exceso se convierte en un mal. Sin
embargo, una referencia populista o empírica hace sencillo equiparar lo placentero con la felicidad.
81. BENTHAM, J., Introducción a los principios de la moral y de la legislación, p. 11.
pág. 63
Este hedonismo admite la existencia de placeres del alma y no siempre hay que buscar el placer
inmediato. Sin embargo, Bentham considera que el ser humano es individualista y egoísta, sólo busca
su propio interés. Como Hobbes, considera que las relaciones sociales no son naturales. La sociedad
no es más que la suma de los intereses individuales. Sin embargo, considera que es posible una
felicidad general, indicando que el bien está en aquello que es mejor para la mayoría. Según piensa, la
propia utilidad individual lleva al fortalecimiento de la sociedad, de la que todos salen beneficiados.
Siendo consecuente con esta doctrina, considera que no hay derechos naturales. Es la ley quien
construye los derechos y, por tanto, son mutables si afectan a la felicidad general. El objetivo de la
legislación es reducir los males al mínimo, creando circunstancias para que el mayor número de
individuos se puedan beneficiar de ellos.
Por eso, defiende el sufragio universal. Bentham representa la democratización del liberalismo del
siglo XVIII que, desde su posición censitaria (que sólo admitía el voto para determinadas situaciones
económicas) pasa a defender el voto para todos los ciudadanos.
pág. 64
Estado no debe intervenir. Stuart Mill defiende la libertad de pensamiento como algo pleno y
absoluto, o la libertad de prensa. Congeniando ambos aspectos, propone reformas sociales aunque
sin impedir la tradicional libre competencia del sistema liberal. Como Bentham, se integra en el
sistema correctivo del liberalismo que promoverá el nuevo capitalismo, con mayor sensibilidad social,
del siglo XX, un capitalismo que integre a los obreros dentro de una extendida clase media. Una línea
paralela a Mill la siguen en Estados Unidos autores como Charles S. Peirce, William James o John
Dewey.
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Unido al positivismo está el pragmatismo. También ha tenido mucho éxito en la sociedad, por lo que si la verdad se
decidiese por criterios pragmatistas, habría que decir que es la respuesta correcta a la pregunta por el bien, pero no parece
que sea así:
- El criterio de utilidad o éxito en temas morales nos llevaría a consentir con maldades profundas que fueron útiles en
cierto momento (o lo serían ahora): el engaño, el robo, la esclavitud.
- El éxito momentáneo no parece un criterio. Durante buena parte del siglo XX parecía que los sistemas comunistas se
impondrían en el mundo. Luego se vio que se autodestruyeron. ¿Qué era lo bueno, la democracia o el comunismo?
Afirmar que cada uno en su tiempo sería negar el sentido propio de la acción moral, que no puede ser buena en un
momento y mala en otra.
- Aplicado a la sociedad, el pragmatismo se inclina por “lo mejor para la mayoría”. Pero, ¿eso implica, como en las
matanzas étnicas en África que si la mayoría está de acuerdo, éstas pasan a ser buenas?
- El pragmatismo tiene dos grandes problemas: En primer lugar, al presentarse como movimiento hedonista, sabe que el
placer vulgar es nocivo por lo que promueve los “placeres superiores”; pero salvo que se introduzca un criterio superior
(extrahedonista), la persona no conseguirá superar la trampa que implican los “placeres inferiores”. En segundo lugar, se
parte de que la persona es egoísta y sólo busca su propio beneficio, pero que luego es capaz –“milagrosamente”- de buscar
una felicidad común. La realidad es que esta visión sólo puede provocar el enfrentamiento. Así, el pragmatismo termina
convirtiéndose en una fuente de inmoralidad y de conflicto social.
Nietzsche nació en Röcken (Sajonia) en 1844 en el seno de una familia profundamente tradicional. Su padre, Ludwig,
era párroco protestante de la localidad y ferviente seguidor del rey prusiano Federico Guillermo IV, por lo puso eligió
ese mismo nombre para su primer hijo varón y falleció cuando Friedrich tenía sólo 4 años por lo que éste fue educado
por su madre y sus tías en el más rígido ambiente protestante, que asumió en su juventud. Aunque fue a la Universidad
a estudiar teología, quedó deslumbrado por la filología. Su maestro, Schlick le consigue una cátedra en la Universidad de
Basilea (Suiza) con tan solo 24 años, lo que hace augurarle un gran futuro. En esos años, pasa a formar parte del círculo
íntimo de los Wagner en Tribschen. Sin embargo, en los años siguientes todo se modifica: participa como camillero en
la guerra francoprusiana, donde coge una enfermedad infecciosa, que reactiva sus dolores y mareos de juventud. Además,
publica su primera gran obra, El nacimiento de la tragedia, que es rechazada unánimemente por los demás estudiosos de su
tiempo. Por último, se produce un cierto distanciamiento de los Wagner. El fracaso profesional y la enfermedad le lleva
a jubilarse voluntariamente con tan solo 35 años. Pasará el resto de su vida en busca de la salud pérdida. En enero de
1882 descubre un pensamiento novedoso sobre la vida que describe en La Gaya Ciencia, y poco después en Así habló
Zaratustra. En ese momento se escriben las grandes obras de los últimos años: Más allá del bien y del mal, La genealogía de la
moral, el ocaso de los ídolos, el Anticristo y Ecce Homo. Es un completo desconocido y sus obras apenas se venden. Durante
estos años Nietzsche se encuentra cada vez peor. Le cuesta concentrarse y pierde la objetividad en sus juicios. En enero
de 1889 sufre un colapso definitivo, por lo que es internado en un sanatorio. En uno de ellos permanecerá hasta su
muerte, cuidado por su madre y hermana, ya en plena fama aunque sin poder tomar conciencia de ella.
1. ANTECEDENTES FILOSÓFICOS
pág. 66
que es sustancialmente diferente de la realidad exterior. Los pensadores posteriores se vieron
obligados a integrarse en dos grupos opuestos: los primeros, conocidos como idealistas, que
afirmaron que la única realidad existente era la que producía la razón. Triunfaron durante la primera
mitad del siglo XIX. Los segundos, llamados irracionalistas, plantearon que nuestra mente era incapaz
de conocer la verdadera realidad que debía ser captada por otros caminos: el sentimiento, el arte, etc..
Estos pensadores reaccionaban contra el idealismo que parecía destruir los principios vitales y
congeniaban con la nueva cultura romántica. Nietzsche se inscribe plenamente en este movimiento,
pero no es el iniciador de él. Este honor le cabe a Arthur Schopenhauer, que en su obra El mundo
como voluntad y el mundo como representación indica que razón y vida son dos realidades antitéticas. El
mundo que produce nuestra razón está lleno de orden y seguridad, pero no es verdadero. El único
real es el mundo de la voluntad, que es caótico y sin sentido. La única salida es el pesimismo trágico
que lleva al nihilismo. Schopenhauer trasmitirá a Nietzsche 4 conceptos básicos:
Nietzsche encontró también en el arte el modelo inicial para ese proyecto. En sus primeras óperas,
especialmente en el héroe Sifgrido del anillo de los nibelungos se encuentra un modelo distinto de hombre
que Nietzsche llamará dionisíaco, alegre, lleno de deseos de vivir, sin someterse a los
convencionalismos y sin miedo a la irracionalidad de la vida. Su ruptura posterior con Wagner le dejó
una huella permanente que nunca cerró, e intentó promover una filosofía moral en la que tuviesen
lugar esos individuos superiores, capaces de aceptar la vida tal como ella es, pero no de forma
pesimista sino alegremente trágica.
pág. 67
1.3. Heráclito
Como filólogo clásico, Nietzsche quedó muy influido por la visión griega del mundo, especialmente
por las corrientes culturales anteriores a Sócrates. Entre esos primeros respetará singularmente a
Heráclito de Éfeso. De él tomó su visión de la realidad como principio único que va subsistiendo a
través del enfrentamiento de los individuos y que actúa más allá de toda moralidad, como un niño o
un artista.
2.1. Apolo-Dionisos
En la interpretación tradicional, que existía antes de Nietzsche y que permaneció paralela a su
posición, los valores distintivos de la cultura griega eran la mesura y el desarrollo intelectual. Frente a
los pueblos orientales, en Grecia se desarrolló el valor individual de cada persona y de su razón, del
que eran muestra las grandes construcciones arquitectónicas y el arte de la escultura. Frente a ese
saber asentado, el hombre griego se permitía momentos de licencia viviendo ciertos ritos de pérdida
de la personalidad, en la que los griegos danzaban rítmicamente hasta disolverse en las fuerzas de la
naturaleza. Esos momentos, secundarios e integrados en la línea general de cordura, tenían un efecto
medicinal para liberar al ser humano de las tensiones producidas al captar la realidad.
Nietzsche no niega esa cultura. Él la denomina apolínea, pues la relaciona con los cultos de Apolo.
Pero la interpreta justo al revés que el resto de los estudiosos: para Nietzsche, la verdadera cultura es
la otra, la que se pone al servicio de la vida y disuelve la individualidad. Esa cultura, que Nietzsche
pág. 68
llama dionisíaca por su relación con los cultos a Dionisos, conecta con la realidad primordial y única
que subsiste debajo de las individualidades. Esta doctrina –cuyo eje es estético, no intelectual- se
preocupa por dar a la vida un sentido festivo, lúdico, sin preocuparse por lo que suceda después y sin
pretender que la vida se adapte a las necesidades o intereses humanos. La cultura dionisíaca se
distingue por ser fiel a la vida sin pedirle pretensiones. «Con la palabra dionisíaco se expresa un impulso
hacia la unidad, un tratar de aprehender lo que se encuentra más allá de la persona (…); una extática afirmación del
carácter complejo de la vida, como un carácter igual en todos los cambios, igualmente poderoso y feliz (…) Con la
palabra apolíneo se expresa el impulso para existir completamente para sí, el impulso hacia el “individuo”. Es claro,
no equívoco, típico: la libertad bajo la ley»84. Vivir así no es fácil porque exige aceptar que la existencia
juegue con nosotros y que no podamos controlarla. Además, la vida desenfrenada y sometida a los
instintos más animales, suele ser corta. Si todos los seres humanos siguieran estas inclinaciones, que
son las naturales para Nietzsche, el enorme potencial de crecimiento y de producción cultural que
está dentro de la especie humana se frustraría. Por ello, la vida engaña al ser humano dándole el
segundo tipo de cultura, apolínea, para que crea en el valor de su individualidad y practique la mesura.
Esta actitud era la característica del hombre antiguo, pero coincide con algunas líneas de la filosofía
contemporánea de Nietzsche. Como hemos visto, Schopenhauer interpreta a Kant siguiendo la
distinción entre voluntad y representación. La verdadera realidad es una sola, sin distinción, pura
fuerza de voluntad que sólo busca su permanencia, y la individualidad que nos muestran los sentidos
no es la realidad plena, sino sólo el primer paso de la transformación que realiza el Velo de Maya, es
decir, nuestro conocimiento representativo. Nietzsche, como Schopenhauer, piensan que esa es la
verdadera interpretación del pensamiento kantiano, cúspide de la filosofía moderna y que coincide
con la religión dionisíaca.
84.NIETZSCHE, F., La voluntad de poder III, 1043. Como es sabido, la Voluntad de poder es una obra inacabada que Nietzsche
dejó sin un orden definitivo y que luego publicaron Peter Geist y Elizabeth, la hermana del filósofo, siguiendo el orden que
mejor le pareció.
pág. 69
XIX, piensa que no existe objetividad en la razón sino que ésta se encuentra predeterminada por los
instintos naturales. Para el pensador alemán, Sócrates demuestra su debilidad al proceder de este
modo: era «monstrum in fronte, monstrum in animo; un monstruo por dentro y un monstruo por fuera». Para
Nietzsche, Sócrates no representaba en ningún sentido el ideal griego: era un decadente, incapaz de
vivir la vida en plenitud, que detesta esta existencia vigorosa y plena porque él no ha recibido fuerza
física. Sócrates es un resentido y trasmite todo ese resentimiento a la cultura posterior.
pág. 70
3. EL NIHILISMO Y LA VOLUNTAD DE PODER.
3.1. La muerte de Dios: el nihilismo
Centrado en el mundo griego, Nietzsche llega a la misma conclusión que su maestro de las primeras
obras, A. Schopenhauer: si no existe el binomio verdad racional-realidad, la vida humana deja de ser
el centro alrededor del cual gira todo lo demás. Si lo distintivo del ser humano es su racionalidad, y
ésta no conecta con la realidad, entonces no tiene ningún valor. Nietzsche define esta situación con
uno de sus términos más conocidos: «Dios ha muerto»86. En Dios, el pensamiento occidental ha puesto
todas las convicciones superiores, todas las esperanzas últimas, todos los valores supremos. Para ello
debía estar en el centro de toda la realidad, pero desde la
aparición de la filosofía moderna, el hombre se ha ido
retirando de Dios, lo ha ido poniendo en un papel
secundario frente al propio ser humano. Para Nietzsche,
los individuos del siglo XIX ya no creen realmente en
Dios. Por eso afirma como señal fundamental de los
tiempos modernos: la muerte de Dios.
Pero sin Dios, indica Nietzsche, todo deja de tener
sentido. Sin un valor absoluto, todos los elementos se
relativizan y pierden su sentido. Sin una esperanza final,
fundada en la realidad última, todas las esperanzas
pierden su sentido. Sin Dios, no existe verdad ni bondad
ni belleza que resista el paso del tiempo. Como
Schopenhauer, Nietzsche es consciente de la tremenda
herida que supone para el espíritu humano la pérdida de
Dios. Como ocurre con el resto de los grandes
pensadores de su siglo, la ausencia de Dios –cuando se produce- se presenta como una ganancia en
forma de independencia, pero a nivel personal se atisba como una gran tragedia. «No hay derecho ninguno
ni a la existencia, ni al trabajo, ni a la felicidad: el destino del hombre no se distingue del más vil gusano»87.
La consecuencia natural de esa pérdida es el nihilismo, la consideración de que la vida humana sólo
puede tener un sentido subjetivo, pero nunca un sentido objetivo. Al ser humano sólo le queda vacío
cuando se pone a reflexionar sobre el fundamento de sus esperanzas. Éste es el término final de la
filosofía de Schopenhauer que busca –en el arte- un narcótico para resistir el deseo de acabar con su
vida. Nietzsche llama a ese nihilismo negativo o pasivo. Es propio de los que aceptando externamente
la muerte de Dios, se dejan anular por esa tragedia. En el fondo, les gustaría que no fuese así y suspiran
por un pasado que no pueden mantener. Ese nihilismo es débil y triste.
Justamente aquí empieza la filosofía de Nietzsche, sobre las cenizas del pensamiento de
Schopenhauer. Para nuestro autor, el que fue su primer maestro, inspirador de su juventud
86. Cfr. NIETZSCHE, F., La gaya ciencia, 125. vid. tb. 108 y 343. Así hablo Zaratustra Vorrede, 2.
87. La voluntad de poder III 753.
pág. 71
universitaria y de sus años de docencia, sólo era un decadente, similar a los pensadores anteriores. Su
propuesta es un nihilismo que, sin negar la nada en la que debe vivir un ser humano que asume la
caducidad –y con ella, la muerte de Dios- afirme la vida sin negarla. En plena madurez, Nietzsche
definirá ese saber con un término sorprendente, pero muy clarificador para sus intenciones: gaya
ciencia. Ciencia, porque afirma la verdad del nihilismo aunque de un modo alegre. Ese es otro
nihilismo, denominado positivo o activo. Este nihilismo es, para Nietzsche, condición de posibilidad de
una verdadera liberación humana.
Es importante entender esto: Nietzsche no dedica tiempo a criticar las pruebas de la existencia de
Dios. En su sistema, el ateísmo es un punto de partida. La conciencia religiosa es propia de una
realidad débil y desgraciada que no se atreve a vivir la vida en plenitud. El temor es quien le da sentido.
Pero el temor es siempre recorte de la libertad, ya que impone unos límites a la acción. Si alguien
fuese capaz de superar ese miedo, sería plenamente libre, se convertiría en Dios para sí mismo. El
nihilismo es, por tanto, el inicio de su proyecto. Frente al pesimismo como declive, propio de
Schopenhauer, afirma un pesimismo como fortaleza, como prueba de dureza. Se convierte en un proyecto
que él pretende haber realizado siendo el «primer gran nihilista de Europa, pero que ya ha superado el nihilismo
que moraba en su alma, viviéndolo hasta el fin, dejándolo tras de sí, debajo de sí, fuera de sí»88.
pág. 72
convertir esta noción en la explicación del mecanismo básico de la vida y transita por los tres reinos:
mineral, viviente y humano. Aunque Nietzsche propone alguna explicación para mostrar como la
voluntad de poder está presente en los niveles inferiores de la realidad, se centra en el mundo humano.
Toda la actuación humana está predeterminada por la voluntad de poder, pues no existe especie que
la manifieste más. En su individualidad, se manifiesta como el ser capaz de durar. No existe obstáculo
que la especie humana no esté dispuesta a vencer. Al buscar su permanencia como individuo de forma
directa, lleva la vida a los extremos de máximo poder. La voluntad de poder se manifiesta de tres
modos en el ser humano:
1. La voluntad de verdad: consiste en buscar el máximo conocimiento objetivo. Nietzsche
considera, como Marx, que ese esfuerzo no es puro, que depende de elementos prácticos. El
hombre no puede vivir sin la verdad y, por eso, recurre a las ideas de su razón. Con eso, la
voluntad de poder hace la vida agradable para el hombre y éste se arriesga a acometer
empresas más difíciles. Por eso, «la filosofía es ese instinto tiránico mismo, la más espiritual voluntad
de poder»89.
2. La moral: es un principio de cohesión de la vida humana, sin la que ésta se haría caótica e
ineficaz. Eso lleva a los hombres a actuar de la misma manera, logrando las metas que sólo
pueden obtener actuando juntos.
3. La voluntad de belleza: el mundo es realmente duro para el ser humano. Por eso, la mayor
grandeza consiste en aceptarlo tal como es y volverlo bello. Ese es el objetivo de arte: captar
la realidad sin acudir a las categorías intelectuales, aceptándolo tal como es, y a la vez
embellecerlo hasta en sus momentos más feos. La tragedia –de la que la ópera es la versión
decimonónica- refleja perfectamente ese esfuerzo: el anhelo de sacar belleza de los
momentos más difíciles, sin anular su ansia de vivir.
pág. 73
de los señores. Al servicio de la vida y de los impulsos, los nobles viven en la parte superior de la
escala social. Es una moral ascendente, que pone las leyes y las reglas morales bajo su deseo de
dominar e imponerse. Los aristócratas aparecen como instrumentos privilegiados de la voluntad de
poder, seres que se distinguen por su fuerza y poderío vital. Utilizan a su antojo al resto de los seres,
más débiles que ellos, porque la fuerza irracional de la vida tiene que extenderse por encima de
cualquier obstáculo, pero lo hacen sin mala voluntad y con conciencia alegre de que existen dos
categorías de seres: los que han nacido para mandar y vencer, y los que han nacido para obedecer y
someterse.
Los nobles son pocos, ya que su estilo de vida reclama una individualidad superior. Para sus obras de
gloria o conquista, precisan de una masa ingente de seres que vivan sometidos a ellos. Esos seres, por
su incapacidad, no pueden producir valores, no tienen capacidad creativa. Sólo saben someterse a lo
que otros crean por ellos.
90. NIETZSCHE, F., El Crepúsculo de los ídolos, “el problema de Sócrates”, 11.
pág. 74
El momento álgido del triunfo de esta segunda moral se centra en el sometimiento de los fuertes a
sus criterios. Se domestica de este modo al hombre superior, se critican a los instintos de dominio y
se invierten esas tendencias. Este modo de proceder se singulariza en la cultura judía, donde el
sacerdocio ocupa un papel principal y se hace universal con el cristianismo, que resulta ser el hijo
paradójico del cristianismo ya que será perseguido y atacado por él, pero –bajo la capa de un amor
universal- trasmite a toda la cultura universal el odio judío a los instintos superiores de la vida y del
poder.
El último momento de esta profunda decadencia es la secularización del cristianismo en el socialismo
y la democracia que no son para Nietzsche sino versiones encubiertas del odio cristiano a los valores
superiores. Pero, al negar la vida, esa moral termina haciéndose nihilista, vacía, incapaz de aceptar
grandes logros. Todavía el cristianismo tenía una cierta belleza, pero estos sistemas son –para él-
singularmente aborrecibles: para Nietzsche, ha perdido todo crédito el hombre moderno común,
incapaz de afrontar cualquier grandeza. De hecho, han abandonado las virtudes cristianas no por algo
mejor, sino porque les parecen demasiado duras, que sólo quiere evitar el dolor y que se encuentra
imposibilitado de vivir una vida plena por temor a arriesgarse.
pág. 75
el eterno retorno, que es la vuelta constante y sin remisión al instante anterior en que consiste
la existencia para Nietzsche. En esta concepción, que retorna a la visión circulas griega y
renuncia al modelo lineal cristiano de la historia, se resume su visión de la realidad: un
instante constantemente repetido sin esperanza. El eterno retorno, como confirmación y
superación del nihilismo, es la prueba necesaria que debe asumir todo el que ame la vida
como realidad caduca y cambiante.
Este paso será terrible para el hombre pero debe desaparecer para dejar paso a la nueva especie: un
ser humano sin temor ni compasión. «La grandeza del hombre está en ser puente y no meta: lo que hay en él
digno de ser amado es que es un tránsito y no un ocaso. Yo amo a los que no saben vivir de otro modo que hundiéndose
en su ocaso, porque ellos son los que pasan más allá (…) Mirad: yo soy un anunciador del rayo, una pesada gota que
cae de la nube; pero este rayo se llama Superhombre»91.
El superhombre cumple las características con las que hemos descrito al espíritu libre: como el
camello, es capaz de vivir en el dolor y en la soledad; como el león, se enfrenta a todo deber exterior
a él; como el niño, se atreve a decir sí al libre juego de la vida, que lo ha de aniquilar. Es un ser sin
miedo, que se atreve a reír frente a lo tremendo en sentido físico (el dolor y la muerte) y espiritual (la
soledad y la desesperanza del nihilismo). Es un ser sin ideales y, por tanto, sin idealismos, mezcla de
los grandes hombres que han existido, capaz de aunar una colosal fuerza exterior y una gran
delicadeza de espíritu. Un César con alma de Cristo.
pág. 76
cátedra de filosofía en la Universidad de Basilea donde tenía su cátedra de filología, pues sabía que sus conocimientos de
la materia no podían ser tomados en serio). De hecho, puede decirse que su filosofía es la universalización de un
interpretación determinada del mundo griego (en clara oposición a todos los estudiosos de la filología griega de su tiempo
que condenaron sus tesis al ostracismo).
El tema de la salud perdida es el eje de su obra. Esa decadencia que experimentaba en su cuerpo, inverso a sus sueños
pasionales, le despertaron un odio feroz contra el Dios cristiano, débil y compasivo, muerto por su amor a los hombres,
y –frente a Schopenhauer- le hizo concebir en la revelación del Sanctus Ianuarius que ilustra la Gaya Ciencia la siguiente
promesa: si era fiel a la vida, ésta le devolvería la plenitud perdida.
El nihilismo de Nietzsche, pese a su acento positivo, es más radical y –por tanto- más teórico que el de Schopenhauer.
Nuestro autor sabía que no se podía vivir sin esperanzas, pero intentó hacerlo él. Es más, creyó haber superado todos los
efectos negativos del nihilismo más radical: su locura, al menos en su sentido intelectual, fue fruto de esa tensión
imposible.
Por todo esto, puede ser un motivo de reflexión profunda porqué Nietzsche es el filósofo más leído de nuestro tiempo.
La respuesta nos parece clara: él describe como nadie la inconsecuencia del hombre contemporáneo: racionalista,
empirista, pesimista, deseoso de emociones pero con un hondo vacío interior, lleno de acidez que nada humano puede
llenar. Enemigo de todo y principalmente de sí mismo, temeroso de todo amor real que exige un compromiso sin
posibilidad de retorno. Algunos autores que coincidieron con él en sus últimos momentos insisten en su carácter de
buscador. Es difícil de saber qué vio tras la locura, tras la unión entre Dionisos y el Crucificado. Tal vez pudo ser la
respuesta última a sus preguntas.
1. LA CORRIENTE NEOKANTIANA.
La renovación de la filosofía de Kant no sólo se hace desde corrientes nuevas sino también desde el
mismo seno de la filosofía trascendental. Tras el auge del idealismo, surge –a fines del siglo XIX- una
escuela que pretende reflexionar desde el mismo pensamiento kantiano. Por eso, se va a dar a conocer
como neokantismo. Su influencia, por ejemplo, sobre Ortega va a ser importante. Consideran que
tanto el materialismo naturalista como el idealismo van más allá de los límites que permite el
objetivismo, pero –como un sino connatural al pensamiento de Kant- estos pensadores se mueven
en la esfera de uno u otro movimiento.
92. NOACK, H., La filosofía europea occidental, Gredos, Madrid 1966, p. 191.
pág. 77
de que la psicología no puede explicar los elementos más importantes de la cultura y la moral, pero
defiende en líneas generales la filosofía kantiana en sus obras principales: la tesis de la experiencia en Kant
(1871), la fundamentación kantiana de la experiencia (1877), y la fundamentación kantiana de la estética (1889).
Como hemos visto, se apoya en el concepto de experiencia de Kant no referido a las cosas sino a sí
mismo, es decir, como producto intelectivo. Como su
maestro, no toma como medida del conocimiento la
captación ordinaria y habitual de los conceptos en la
experiencia, sino la ciencia y la creación cultural. El
conocimiento es una síntesis en la que se engendra el
objeto. Cohen lleva esta tesis a su última consecuencia: «las
estrellas no están en el cielo, sino en los libros de astronomía»93.
Cohen rechaza incluso la distinción entre intuición y
pensamiento. El punto de partida radical de todo
conocimiento es el pensamiento. En ética, Cohen parte del principio kantiano de la libertad
autonomizada. Se centra en la voluntad pura. Como Kant, considera a la religión como parte de la
ética con una peculiaridad: se refiere al individuo y lo vincula no sólo al yo de la totalidad (humanidad)
sino también al yo de la unicidad (Dios).
pág. 78
conciencia: teorética, práctica y poiética o estética. Coinciden en su estructura categorial que presenta
de un modo dialéctico (lo que muestra el influjo de Hegel). Da una primacía última a la razón práctica.
La escuela de Baden tuvo un importante desarrollo entre los años 20 y 30. Supuso una cierta
continuación del neokantismo en el suroeste de Alemania. Su pensador principal es W. Windelband
(1848-1915) y H. Rickert (1863-1936). Es un nuevo ejemplo de fidelidad nominal a Kant que consiste
en ir más allá de él. Desarrollan su pensamiento en torno a dos ejes que van a ser muy importantes
en el futuro inmediato: realidad de los fenómenos culturales y el sistema de valores.
2. WILHELM DILTHEY.
Wilhelm Dilthey nació en Biebrich (Renania) el 19 de noviembre de 1833, hijo de un pastor luterano. Estudió teología
pero se dedicó a la historia, centrándose en el cristianismo primitivo. Tras dar su primer sermón, volvió a la Universidad
donde estudió filología e historia. Tras pasar por diversos puestos docentes, llegó a ser en 1882 profesor ordinario en
Berlín. En los últimos años se retiró de la Universidad, pero continuó su tarea investigadora muriendo del 1 de octubre
de 1911.
Como va a ser común entre los grandes pensadores de fines del siglo XIX, su pensamiento se
desarrolla en este siglo pero su influjo llena el siglo XX. Como Kierkegaard, Nietzsche o Marx, pasará
más o menos desconocido en su tiempo y será redescubierto en el nuestro. En Dilthey se plasma algo
que está presente ya en Hegel: el reconocimiento de la historia como lugar donde se desarrolla la
cultura. El extraordinario desarrollo que han vivido las ciencias históricas deben mucho a Dilthey y a
la corriente de historiadores que se reunió antes y junto a él.
2.1. El historicismo.
Dilthey no sólo cultiva la historia sino que hace de ella una filosofía, especialmente necesaria porque
es hijo del positivismo destructor de finales del siglo XIX, profundamente antimetafísico. En su
vocación como historiador, descubre como elemento fundamental la conciencia histórica en la vida
humana como una actitud, como un modo de ser y de ver la realidad. En su pensamiento se fusiona
la escuela histórica alemana y el neokantismo. Frente a las ciencias de la naturaleza que eran
consideradas por el propio Kant como las ciencias por definición, Dilthey quiere descubrir cuál es el
estatuto gnoseológico de las ciencias del espíritu: «era preciso, pues, buscar un fundamento a las ciencias del
espíritu, elevándolas a razón histórica»96. Como dirá Ortega al analizar el pensamiento de Dilthey, este
pensador estudia, después de Kant y en clave kantiana, un modo concreto de conocimiento: el de la
historia97.
En clave kantiana, el eje de la ciencia histórica es para Dilthey la conciencia. Por eso la convierte en
ciencia por excelencia ya que todo saber es –en el esquema gnoseológico del inmanentismo- un acto
de conciencia ante todo. «Toda ciencia es ciencia de la experiencia, pero toda experiencia encuentra su nexo original
96. COLOMER, E., Historia de la filosofía alemana, tomo III, Herder, Barcelona 1990, p. 339.
97. Cfr. ORTEGA Y GASSET, J., Dilthey y la idea de la vida in O.C. tomo VI, p. 186.
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y la validez que ésta le presta en las condiciones de nuestra conciencia, dentro de la cual se presenta: en la totalidad de
nuestra naturaleza. Designamos este punto de vista –que reconoce, consecuentemente la imposibilidad de ir más allá de
esas condiciones, ya que eso equivaldría a pretender ver sin ojos o enderezar la mirada del conocimiento detrás del
aparato visual –como gnoseológico; la ciencia moderna no puede reconocer ningún otro»98. Dilthey asiste desde su
óptica concreta a un movimiento ya repetido numerosas veces desde la muerte del maestro: acepta
con rotundidad el postulado inmanente (no podemos salir de nuestras percepciones) pero intenta
desde ese mismo postulado superar el dilema clásico kantiano entre fenómeno y noúmeno. Para ello
pretende salir de la razón y dirigirse al hombre íntegro, asumiendo su yo, no sólo como razón sino
como ser entero: volitivo, afectivo y representativo, advirtiendo que todos son actos de conciencia.
La unión entre sujeto y objeto, entre yo y mundo, como realidades
correlativas la hace Dilthey en torno a la noción de conciencia que
es, a la vez, conciencia del yo y de lo exterior. Para él, es el único
modo de conocer al hombre: «sólo la conciencia histórica puede
mostrarnos que es el espíritu humano en aquello que ha vivido y producido, y
sólo esta autoconciencia histórica del espíritu puede permitirnos elaborar poco
a poco un pensamiento científico y sistemático acerca del hombre»99.
pág. 80
Dilthey, como Nietzsche, da a la vida una significación propia, inmanente. Su sentido es el modo de
relación que guardan las partes con el todo. No le viene de fuera, es algo que se da la vida a sí misma.
Defiende una estricta inmanencia: «la vida es el hecho fundamental, que debe constituir el punto de partida de la
filosofía, lo conocido por dentro, aquello más allá de lo cual no se puede ir»100. La vida es su propio absoluto,
aunque sea un absoluto caduco.
100. DILTHEY, W., Teoría de las concepciones del mundo III/2, p. 261.
101 . Ibid I, p. 78.
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a su extremo en el cristianismo con la doctrina de la creación y la constitución de un mundo
trascendente.
- El idealismo objetivo (Heráclito, Parménides, los estoicos, Bruno, Spinoza, Goethe,
Schelling, Hegel y Schopenhauer) que parte de la experiencia de la unidad y la mutua
interdependencia de todo. Se conciben los fenómenos como duales, exteriores pero en
conexión con nuestro interior. La ética tiende a un cierto determinismo: lo singular se
encuentra condicionado por el todo.
pág. 82
PARTE SEGUNDA: EL NIHILISMO DE LOS AÑOS 90 Y LAS REACCIONES A LA CRISIS
Si el siglo XIX es –durante buena parte- el siglo de la confianza del hombre en sus posibilidades,
gracias sobre todo a los avances técnicos, los últimos años del siglo dan lugar a una inversión de esta
mentalidad optimista que se manifiesta especialmente en los campos intelectuales. Es lo que
Chesterton ha llamado «el nihilismo de los años 90»102. La concepción de la crisis es patrimonio de una
minoría, pues la era del optimismo y de la promesa de un futuro perfecto tuvo una amplia penetración
social: la masa sigue disfrutando de las nuevas posibilidades hasta la decepción en la Primera Guerra
Mundial, pero –en el pensamiento- el optimismo de 1850 se tuerce. Lo paradójico es que este
pesimismo no es fruto del incumplimiento de las expectativas puestas en los nuevos sistemas sino de
su desarrollo. El positivismo, negando todo sentido verdadero más allá de los hechos, y el
irracionalismo, afirmando que toda actividad intelectual es un añadido extraño a la realidad, producen
esta mentalidad en la que el ser humano se siente fuera del mundo. Parece que sólo hay dos
alternativas: o el idealismo, que afirma que sólo la mente existe; o el positivismo materialista, que
niega todo lo que no se percibe. «En la época de la cual escribo, toda esa filosofía era muy negativa e incluso
nihilista (…). Se presta naturalmente a sugestiones metafísicas, verbigracia: que las cosas sólo existen tal y como las
percibimos, o que las cosas no existen en absoluto. La filosofía del impresionismo está necesariamente próxima a la
filosofía de la ilusión. Y esta atmósfera tendía también a contribuir, aun directamente, a cierto estado de ánimo irreal
y de aislamiento estéril que planeaba, por entonces, sobre mí y creo que sobre muchos otros también»103
En estos años se modifican, además, aspectos notables de la cultura y de la ciencia:
- En 1899 Freud publica El lenguaje de los sueños donde proclama la centralidad del
subconsciente. En ese mismo año, Hilbert duda públicamente de la geometría clásica.
- En 1900 Max Planck descubre el quantum o átomo de energía, que compromete gravemente
los conceptos elementales de la física de Newton.
- En 1901 se publica la obra póstuma de Nietzsche La voluntad de poder, monumento del
irracionalismo. Su teoría cuántica se formulará en 1903.
- En 1902 Pavlov da a conocer sus estudios sobre el reflejo condicionado, en los que considera
al hombre como un autómata más.
- En 1904 Braque pinta el primer cuadro que no representa nada. Al año siguiente, en el Salón
de Otoño de París se presenta una exposición de pintores jóvenes en los que se rompe con
todas las reglas del arte. Arnold Schönberg escribe los Gurrelieder, en que se prescinde de los
elementos sustentadores de la música tradicional. En 1907 Braque y Picasso descubren el
cubismo.
- En 1905 Einstein da a conocer la primera teoría de la relatividad que rompe las nociones
clásicas de dimensión y velocidad.
102. CHESTERTON, G.K. Autobiografía, O.C. Tomo I, p. 89. Plaza y Janés. Barcelona 1952.
103. Autobiografía p. 79.
pág. 83
- En 1908 Mach niega la infalibilidad y el mismo concepto de ley física. En 1909 se expone el
principio de incertidumbre.
- En 1913, James Joyce comienza a trabajar en Ulises, la primera novela sin argumento y sin
relación lógica entre las partes.
Los veinte años que van de 1890 a 1910 llevan a pasar de la seguridad a la incertidumbre: ya nada
parece claro, nada seguro y –por tanto- toda actitud en la vida es un riesgo. Esa falta de apoyo se irá
haciendo convirtiendo en agónica sospecha entre las personas cultivadas. De la conciencia del
progreso se pasa a la de decadencia. El “decadentismo”, como corriente intelectual, es uno de los
más tempranos síntomas de ese cambio de signo. Ya ni los apóstoles del positivismo, como Ernest
Renan, ven con claridad el futuro. Comienza a apoderarse de las conciencias como un melancólico y
desengañado desdén de lo presente. El epílogo vendrá, ya en el siglo XX, con La decadencia de Occidente
de Spengler.
Todavía dentro de los círculos más intelectuales, se pasa de la fe en la ciencia como fuente absoluta
de certezas a la desconfianza en sus métodos. Si en el ámbito divulgativo, esta crisis no trasciende, sí
eclosiona otra en la que está en juego el futuro mismo de la ciencia: se pasa de la enfática afirmación
de la razón como don humano capaz de garantizar todas las verdades y todas las tranquilidades
necesarias para la buena marcha del género humano en este mundo, a la admisión de la presencia de
la irracionalidad, y muy pronto, a la glorificación de la irracionalidad. Nuestra razón es tan falible
y poco fiable como la imaginación o la fantasía. Se acepta lo irreal en el mismo plano –o incluso más
excelso- que lo real.
Como consecuencia de todo lo anterior, se pasa de la homogeneidad en las mentalidades a la
diversidad y dispersión. Los comienzos del siglo XX están dominados por los ismos. Por eso, del
normativismo o convencionalismo se pasa a la ruptura total, indignada y escandalizada con todo lo
que pueda oler a norma o a convención. Esta tendencia que se inicia en el arte, se llevará después a
la moral. El primer manifiesto dadaísta de Tristan Tzara dirá: «Yo odio la crasa objetividad (…) La lógica
es siempre falsa»104. Las cosas pueden ser como son, pero no lo sabemos. Lo único que sabemos es que
no son como las vemos.
Finalmente, del orgullo de lo humano a la vergüenza y repulsa de ser hombre, del que serán resultado
el asco de Kafka y el náusea de Sastre. Crece el complejo de inferioridad del hombre de Occidente
autohumillado.
Para buena parte de los europeos, «la Primera Guerra Mundial, con su sin sentido y sus bárbaras
matanzas, casi no se sabía por qué, que estaba ensangrentando precisamente a los países
supercivilizados que las estimaban desaparecidas para siempre, fue un amargo despertar, y más en sus
años finales y desesperados que durante los entusiasmos iniciales»105. La filosofía, ya antes del
despertar de truenos de la guerra, advirtió que la supervivencia del juicio humano debía pasar por una
104. DE MICHELLIS, M., Las vanguardias artísticas del siglo XX, p. 156.
105. COMELLAS, J.L., El último cambio de siglo, p. 218. Hemos utilizado este análisis como base de este estudio.
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crítica del positivismo y del racionalismo del que había surgido, para intentar recuperar la realidad
perdida.
106.Éste es quizá uno de los aspectos más complejos del pensamiento de Bergson y que más confunden cuando se inicia su
estudio. En sus escritos siempre será fiel a este principio que le llevará muy lejos del positivismo y del cientifismo, pero que
no le permitirá afirmar públicamente cosas que su método no le afirme como ciertas, por más que él como persona tenga
una plena confianza en su verdad. Aunque no tiene dudas de la existencia de Dios o del alma, descarta las pruebas de su
existencia porque no se adecuan a su método. Por eso, en un sentido, Bergson es un gran libertador; pero, en otro, su
doctrina no coincide completamente con el dogma revelado por más que él, como persona, llegó a aceptarlo a lo largo de
su vida. Llegó a tener tres obras en el Índice de libros prohibidos: Un ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, Materia y
Memoria y La evolución creadora.
pág. 85
- El evolucionismo materialista que mostraba la singularidad humana como un resultado
directo de la pura evolución material.
En su juventud estudia la teoría mecanicista de Herbert Spencer y le parece –en un principio-
ajustarse a sus exigencias de exactitud, claridad y precisión. Sueña con extender esa doctrina al
universo entero por medio de la ciencia. Por ello, se da cuenta de que el mecanicismo no explica los
hechos. Por ejemplo, no es capaz de explicar el problema del tiempo. De este modo, abandona el
mecanicismo de Spencer.
Algo parecido le ocurre al dilema entre materialismo e idealismo: los materialistas piensan que todo
es materia y son incapaces de ver el espíritu. Con ella cae la libertad o el ansia de inmortalidad, sin los
que el ser humano resulta irreconocible. Frente a ellos, los idealistas consideran que la totalidad del
mundo no es más que una proyección de la mente. La única fundamentación para la vida moral es
razonar a Dios, a la libre voluntad o a la vida imperecedera y actuar como si existieran. Bergson es
demasiado equilibrado para ser confundido por el idealismo o por el determinismo materialista.
Realidad y libertad son dos elementos sustanciales de la experiencia. La vida interna –como lo
exterior- es algo dado, refractario a toda construcción. Esta es la posición de Bergson: dando a la
ciencia lo que le corresponde, rehusa adorarla como un fetiche. Bergson conoce la ciencia mejor que
muchos filósofos que le precedieron pero igualmente advierte tanto su esfera como sus límites. Eso
le permite liberar a la filosofía del yugo del cientifismo.
pág. 86
la vida, o los lógicamente encadenados, sino los relativos a uno de los sentidos o a movimientos
corporales. Lo que se lesiona son los conductos nerviosos, los nexos cerebrales, que permiten
manifestarse a los recuerdos. En los ejemplos de amnesia –que implican a los recuerdos de una época
determinada- no se halla una lesión determinada.
Bergson recoge la corriente espiritualista de Maine de Biran. Afirma que el hombre no puede ser
reducido a naturaleza. Tiene interioridad y reflexión, conciencia y libertad. Una experiencia completa
debe hacer relación al interior humano: «la verdad es que habría un modo, sólo uno, de refutar el materialismo:
el de probar que la materia es ni más ni menos que lo que parece ser»107. Si la materia no es otra cosa que lo que
parece ser, no se le pueden atribuir propiedades como el pensamiento o la autoconciencia. Por eso,
es posible la metafísica, aunque la entiende sobre todo como conocimiento de la propia interioridad.
Bergson reserva para ella el espíritu mientras que la ciencia positiva se ocupa del mundo material108.
Pese a este origen común, que procede de Dios, cuerpo y alma son distintos y nada tienen que ver
entre sí. El alma necesita del cuerpo como instrumento de manifestación pero no como condición
de su existencia: usa el cuerpo para trabajar pero puede vivir sin él. Leal a su principio de no afirmar
nada que la experiencia científica no pueda demostrar en su momento, Bergson habla de la
supervivencia del espíritu no de su inmortalidad. Tiene claro que no es necesario que la vida termine
con la muerte del cuerpo: los que niegan la inmortalidad no pueden reclamar el apoyo de la ciencia.
Como filósofo humilde, señala a la religión como respuesta final a la pregunta por la vida tras la
muerte.
de Chardin, para componer el genuino pensamiento cristiano con las tesis de Bergson. La vida, guiada por Dios, dirige la
existencia a la plenitud de la conciencia, pero ésta –a su vez- se dirige a una plenitud mayor: la Humanidad. Chardin usa esta
tesis para explicar la unión en el Christus totus de todos los seres humanos e incluso, de la misma naturaleza regenerada. El
término final de lo que posiblemente sea una intuición brillante es la figura del “Cristo cósmico” de Chardin, en la que la
persona de Jesucristo parece diluida (junto con la de cada uno de nosotros) en una especie de colectividad mística. La
doctrina de la Iglesia ha conciliado siempre –en el seno del Misterio- la unión de todos los bienaventurados en Cristo sin
que eso suponga la disolución del ser personal de Uno y de los otros.
pág. 87
en la materia, libertad encarnada. Aunque Bergson tiene la grandeza de redescubrir el espíritu cuando
se ha puesto de moda empequeñecerlo, sumerge al hombre en la evolución cósmica y plantea un
único origen natural para el cuerpo y el alma, así como una finalidad última de los seres humanos
dentro de algo más grande que ellos: la humanidad. El ser humano participa del plan finalista que
inunda toda la naturaleza. Bergson es un firme defensor de la finalidad como elemento inherente al
proceso vital, que llega desde los primeros seres hasta el hombre.
Usando el segundo principio de la Termodinámica, conocido poco antes, define la materia como lo
que se deshace a sí misma. En consecuencia de este principio de entropía, la energía del mundo es
finita. Por eso, se plantea: ¿cuál es su origen? Debe proceder de Aquel que es Infinita energía. Dios.
Bergson tiene claro –en sus cartas personales- la noción de un Dios Creador y Libre, autor de la
materia y de la vida. Sin embargo, al ser sus oyentes hombres relacionados con el pensamiento
moderno que se siente más a gusto hablando de una fuerza o de Algo que de un Ser Personal. De
ahí que el título de la evolución creadora pueda sugerir que la evolución ocupa el lugar de Dios pero
una lectura cuidadosa nos muestra que es Dios quien actúa y crea a través de la evolución. Para él,
lo propio de Dios es la eternidad (que nada tiene de la inercia de la materia y sí toda la intensidad de
la vida). En cambio, lo nuestro es la duración. El tiempo es oportunidad creadora, gracia, hijo de la
eternidad110.
Así, aunque acepta firmemente la hipótesis evolucionista, la toma como eso: como algo probable.
Disiente, además, de que la selección natural darviniana sea el único motor de la evolución. Eso, dice,
puede explicar lo que ha perecido, pero no lo que ha sobrevivido. Define ese principio como élan
vital, una corriente de dirección que penetra la vida. De este modo, Bergson es profundamente
vitalista, pero no por ello irracionalista. La vida no es de por sí capaz de producir el espíritu. No
deifica la vida como Nietzsche. Se opone, sin embargo, al racionalismo que ha eliminado el mundo
real sustituyéndolo por una entidad puramente pensada. El ímpetu vital es un impulso de vivir dado
por la libertad divina. Ésta es creadora y tiende hacia la libertad espiritual como fin de la materia. Lo
más sorprendente del mundo natural es su belleza y ésta se acentúa a medida que se asciende de lo
inorgánico a lo orgánico, de la planta al animal, del animal al hombre.
En su evolución, esta fuerza sigue tres caminos: el vegetativo, de gran pasividad; el del instinto y el
de la inteligencia.
Tiene razón Copleston al indicar que «a buen seguro, las ideas de Bergson no son siempre, ni mucho menos,
claras e inequívocas»111. Esta defensa del instinto frente a la inteligencia le conecta con la corriente
vitalista del siglo XIX y le enfrenta tanto con el positivismo racionalista como con la filosofía
escolástica. Por ello, es preciso entender qué quiere decir Bergson con “inteligencia”. Como hemos
visto, con ella se refiere al modelo racionalista que aparece en las Reglas del método cartesiano y que
propugnan que el orden verdadero es el que propone la mente, no el que se encuentra en la realidad.
Esa visión nos separa de la realidad y tiene como referente el mecanicismo (que no es más que
pág. 88
suponer que el mundo natural se rige por los mismos esquemas que el producto técnico). Al romper
con ese modelo, Bergson identifica la inteligencia con ese modo de proceder y busca conectar con la
realidad con otro medio, inmediato e instalado en nuestra estructura vital. Llama a ese medio instinto.
pág. 89
al deber mientras que el amor va mucho más allá. No exime de la obligación moral sino que la excede.
La verdadera obligación se sitúa entre la servidumbre social y la entrega mística.
En esta obra, propone una teoría de la religión. Ha habido sociedades sin ciencia, arte o filosofía,
pero no la hay sin religión. Hay dos tipos de religión: la estática y la dinámica. La primera es obra de
la naturaleza, una defensa de la vida corporativa de la naturaleza que se disgregaría si no fuese
protegida por la capacidad de formar mitos. Abandonada a sí misma, la inteligencia individual no
aconsejaría otra cosa que el egoísmo. Reacciona también contra la conciencia que el hombre tiene de
su propia muerte y que le atormenta como pensamiento deprimente, limitador. La naturaleza se
opone a ese pensamiento de la inevitabilidad de la muerte con la idea de una vida posterior. La religión
primitiva pinta la vida posterior con colores brillantes pero ninguna noción. En un tercer aspecto,
rivaliza la naturaleza con la inteligencia individual: la naturaleza animal es optimista; en cambio, la
inteligencia toma conciencia de lo imprevisto que no puede gobernar. Le hace falta un apoyo de
credibilidad para arriesgarse. Contra otras opiniones, Bergson afirma que no es el temor quien
engendró a los dioses, sino que las supersticiones primitivas son una reacción contra el temor.
Incluso en el seno de la religión tribal está presente la aspiración del hombre por Dios. Pese a eso,
los mitos son una visión deformada del hombre. Para cambiarlo, para despertarle y elevarle, le hace
falta una fuerza exterior a la suya.
Esta convicción creó desasosiego a muchos que consideraban que el desarrollo religioso del hombre
alcanza su cima en la ausencia de religión. Bergson es, sin embargo, humilde ante los hechos, vengan
de donde vengan, sabe que los místicos cristianos son modelos de salud mental pues poseen
inclinación a la acción, adaptabilidad a las circunstancias, firmeza combinada con flexibilidad,
discernimiento entre lo posible y lo imposible, espíritu de simplicidad frente a la complicación. Pone
de ejemplo concreto a Pablo de Tarso, Teresa de Ávila, Catalina de Siena, Francisco de Asís o Juana
de Arco.
Aunque solemos señalar como propio de los místicos los éxtasis y raptos, Bergson –tras analizarlos
con profundidad- consideran esos fenómenos extraordinarios como de segunda importancia. Su
única meta es la identificación de su voluntad con la divina. En ellos desaparece la distancia entre el
que ama y al amado. Para ello el alma debe pasar por una profunda oscuridad: la noche oscura de la
que hablan todos y que resulta –para Bergson- lo más instructivo del misticismo cristiano112. Lo
portentoso no es sólo esto sino el resultado: el amor que les consume no es su propio amor por Dios,
sino el amor de Dios por los hombres.
No podemos tampoco llevar más allá la filosofía de Bergson de donde éste mismo la dirige. En su
obra manifiesto ir al manantial mismo de la religión con independencia de lo que de ella se enseña en
la tradición, la teología y las iglesias. Esto es característico de su método, influido –sin duda- por la
modernidad. En sus obras sólo expresa lo que como filósofo le parece legítimo, por más que como
hombre llega mucho más allá. Así, por ejemplo, acerca de Cristo encontramos una cierta duda. A
112. Esto evidencia la comprensión en Bergson de algo singularmente difícil para la mentalidad judía: el misterio de la cruz
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Bergson le queda muy clara la singularidad de su doctrina y el impacto indudable de su obra. Tiene
claro que los místicos no buscan sino imitarle y continuar su obra. No llega, sin embargo, a afirmar
en esta obra su divinidad. Ésta forma parte de su pensamiento personal.
La conversión de Bergson.
Nos interesa singularmente el camino del ser humano en el que vive el filósofo y que le llevó a las puertas de la
conversión. Es indudable que la presencia de Bergson en los círculos intelectuales significó mucho para los que ya eran
cristianos, o para los que lo fueron posteriormente. Raissa Maritain nos cuenta como los filósofos de la Sorbona sólo les
habían dejado en la puerta del suicidio por su desesperación metafísica. «Fue entonces cuando la piedad de Dios nos hizo encontrar
a Henri Bergson»113. En un sentido amplio, su figura fue profundamente bienhechora, aunque los que usaron su
pensamiento para intentar desarrollar un nuevo modo de filosofía cristiana o de teología, terminaron siendo censurados
al adoptar posiciones cuanto menos equívocas.
¿Qué se puede decir del camino recorrido por el propio Bergson? Sus amigos nos indican que –a nivel personal- traspasó
completamente la cuestión crucial que deja abierta su obra: la de la creencia en la divinidad de Jesucristo. Tanto Georges
Catanui, como Jean Wahl o el padre Sertillanges insisten en que, de forma cada vez más clara, Bergson se acercaba con
firmeza a la doctrina de la Iglesia114. En conversación con éste último, dirá Bergson en 1940: para mí, el santo es el verdadero
superhombre, del que Nietzsche sólo presenta una imitación115. Desde varios años antes, en su habitación privada sólo había
colgado dos cuadros, ambos de grandes maestros representando la Asunción de la Virgen. En 1933 ya confesará al padre
Romeyer su creencia en el Cuerpo místico de Cristo. Ese es el último gran paso en su ideario personal: advertir, tras una
larga meditación, el papel esencial de la Iglesia en la existencia de los místicos. El 8 de febrero de 1937, lleno de achaques,
había escrito su testamento, dirigido a las autoridades eclesiásticas y que su mujer hizo público tras su fallecimiento. En
él se indica lo siguiente: «mis reflexiones me han llevado cada vez más cerca del catolicismo, en el que veo la plenitud
del judaísmo. Me hubiera convertido, si durante años no hubiera visto en preparación (desgraciadamente, en gran parte,
por culpa de cierto número de judíos desprovistos por completo de sentido moral) la ola formidable de antisemitismo
que se va desencadenando sobre el mundo. Quise permanecer entre los que mañana serán perseguidos. Pero confío en
que un sacerdote católico tendrá la bondad de venir –si el cardenal arzobispo de París lo autoriza- para rezar en mi
funeral. Si esta autorización no fuera concedida, sería necesario dirigirse a un rabino, pero sin ocultarle, ni a él ni a nadie,
mi adhesión moral al catolicismo. Así como mi expreso deseo de recibir las oraciones de un sacerdote católico». Así se
hizo cuando –de modo imprevisto- falleció súbitamente. Confirmando de algún modo esta decisión, su hija Jeanne
recibió poco después el bautismo.
Nace en Dijon (Francia) en 1861. Tendrá como maestro a Ollé-Laprune. En 1893 se gradúa en filosofía con la tesis
L´Action. Al suponer una crítica al dominante positivismo, suscitó muchas polémicas y obstaculizó su carrera
universitaria. Terminó siendo profesor en Aix-en-Provence. En 1935 publica Létre et les etres, y sobre todo LÁction en
1936-37 y La philosophie et l´esprit chrétien entre 1944 y 1946. Morirá en 1949 a los 88 años. En 1950 se publicará
póstumamente su Exigentes philosohiques du Christianisme.
Blondel es un pensador cristiano que reacciona vigorosamente contra el positivismo de principios del
siglo XX. Por eso, unos estudiosos lo sitúan como un existencialista cristiano, por la poderosa
influencia que recibe de Kierkegaard, pero otros lo consideran espiritualista, al estilo de Bergson. Su
pág. 91
pregunta fundamental es por el sentido y destino de la existencia humana en su totalidad. Su agudeza
consiste en advertir que ese sentido exige no privilegiar ninguno de los aspectos parciales de la
existencia como la voluntad, la razón o los sentimientos. Sólo de este modo pueden superarse las
escisiones producidas por la filosofía post-kantiana. Blondel dirige poderosas críticas a los diversos
intentos que se han dado para explicar la realidad humana a partir de aspectos parciales:
- El intelectualismo, que plantea una total independencia del pensamiento frente a la acción.
- El pragmatismo, que pretende que la acción se explique por sí misma.
- El racionalismo, que pone a la razón como último juez de la verdad.
- El fideísmo, que consiste en la pretensión de la autosuficiencia de la fe, sin vínculos con el
conocimiento natural.
Ese es el motivo de que su filosofía sea un análisis de la acción humana: «la acción es la síntesis del conocer,
del querer y del ser, el vínculo del compuesto humano, que no se puede escindir sin destruir todo lo que se ha escindido.
Es el punto preciso donde convergen el mundo del pensamiento, el mundo moral y el mundo de la ciencia. Si no se
unieran en la acción, todo estaría perdido»116
La filosofía de la acción es una crítica de la vida. Para Blondel toda acción humana es un movimiento
originario de la voluntad que surge del interior del sujeto. Por eso, plantea un “método de
inmanencia”, al estilo del método introspectivo socrático o agustiniano, no al modo de la inmanencia
moderna. Ese método permite superar la inmanencia y llegar a la trascendencia. Así, la acción es
inmanente, sintética y dinámica. Inmanente porque parte del interior del sujeto; sintética porque
es la fuente de los distintos aspectos de la existencia humana; y es dinámica porque su ser se manifiesta
en el hacerse.
Ese carácter dinámico al asociarse con los principios cristianos de Blondel se convierte en una
apologética del cristianismo, pues se centra en la pregunta fundamental: ¿tiene la vida un sentido?
Según su pensamiento, una atenta reflexión acerca del modo como se manifiesta la acción humana
lleva a la Trascendencia. Sin embargo, ésta no ha sido la única respuesta. Siguiendo un camino que
van a frecuentar otros grandes pensadores de su tiempo, distingue entre una vivencia plena de la
existencia y otras deficientes. Entre estas últimas destaca:
- El diletantismo, en el que la vida no lleva a ninguna parte y que consiste en reducirla a gozar
y jugar. Viene a asemejarse al período estético del que habla Kierkegaard: el diletante es
egoísta y sólo piensa en sí mismo.
- El nihilismo, que identifica con la solución de Schopenhauer, y que consiste en renunciar a
la voluntad de vivir. Es, para Blondel, una posición absurda, pues no existe no el concepto
ni la voluntad de la nada. En realidad, el pesimismo es un misticismo: un deseo frustrado de
ser el Absoluto.
116.BLONDEL, M., La acción, p. 28. Se advierte aquí una poderosa intuición: es en la acción donde se hace verdadero o
falso el comportamiento, y es justamente ahí donde fracasa el hombre contemporáneo: en la unidad de vida, en la coherencia
entre el pensamiento y las obras.
pág. 92
- El cientifismo que quiere eliminar toda inquietud y toda trascendencia, dando certezas
objetivas, pero –como ya hemos visto en Jaspers- es incapaz de explicar la acción, que nace
de la intimidad del sujeto.
En ese análisis de la acción no sólo está reflejada la vivencia individual sino también la condición
social. En ella se ve la singular paradoja que constituye la vida humana, en la que la plenitud consiste
en el darse, especialmente en la familia o en la patria, en las que hay que alienarse para reencontrarse.
Blondel critica las grandes ideologías modernas, como el liberalismo, el nacionalismo o el marxismo,
que desnaturalizan a la persona.
Cuando la acción se centra en la consecución de un ideal que trasciende los fenómenos, se entra en
la esfera moral. Blondel distingue entre una voluntad que quiere y una voluntad querida. La primera
es trascendental, desea la totalidad, el infinito; la otra, en cambio, es la voluntad de lo concreto. La
vida es la tensión entre ambas voluntades y ese es el motor del dinamismo de la acción. Para alcanzar
el bien hay que superar lo particular, buscar el Absoluto, reconociendo la presencia de lo único
necesario: Dios. Todo lo que impide aclimatarse al mundo, como la mortificación o el sufrimiento,
son saludables pues posibilitan la verdadera experiencia metafísica: la conciencia de que toda
divinización de lo humano es un engaño. Esto abre a la existencia de lo sobrenatural, que es «aquello
absolutamente imposible y absolutamente necesario para el hombre»117, imposible porque está más allá de sus
fuerzas pero necesario porque sólo eso puede satisfacer su ansia de infinito.
Piensa que lo sobrenatural no se puede demostrar pero puede mostrarse su posibilidad. Consiste en
una acción: vivir de acuerdo con la verdad revelada, según el dicho pascaliano, fac et videbis, “hazlo y
verás”.
«La archidiócesis de Aix celebra este año el centenario de La Acción de Maurice Blondel, que ha marcado profundamente el pensamiento
católico del siglo XX. Del 11 al 13 de marzo queréis rendir homenaje a este pensador y explorar los múltiples aspectos de su obra a través
de un congreso internacional, cuyo rico programa he podido apreciar. Esa obra brinda a los lectores, además de un razonamiento filosófico, un
alimento espiritual e intelectual, capaz de sostener su vida cristiana, pues el aspecto intelectual forma parte de los «preámbulos racionales de
la fe» (M. Blondel, Le problème de la mystique, 6); pero esto no debe llevarnos a desconocer los límites de todo pensamiento y de toda escuela.
«¿Sí o no? ¿Tiene la vida humana un sentido? ¿Tiene el hombre un destino?» (L’Action, p. VII). Éste es el interrogante inicial de la
tesis de 1893, interrogante que ningún hombre puede evitar. Maurice Blondel responde con un fino análisis
fenomenológico de la acción humana, desde su origen hasta su fin, pasando por las diferentes circunstancias a través de
las cuales se perfecciona incesantemente; más aún, pone al día sus múltiples aspectos. Al manifestar la libertad humana
—este escándalo de la ciencia (p. 118)— mediante la que el hombre participa de un poder infinito (p. 121) que prolonga la obra
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creadora de Dios, el obrar es expresión y realización de la conciencia y de la ley moral, in actu perfectio (p. 409), y nosotros
moralizamos nuestra naturaleza gracias a la virtud operante del deber (p. 142). Más aún, en opinión del filósofo de Aix, la acción
tiene la posibilidad de manifestar el amor y, de este modo, abre el alma a Dios. La originalidad de Blondel reside en que
abarca la acción humana en todas sus dimensiones —individual, social, moral y, sobre todo, religiosa—, y en que muestra
la conexión íntima de estos diferentes aspectos. De aquí se sigue que, en su obrar, todo hombre revela el poder de su
ser y de su vida interior como vínculo profundo con su Creador. Por eso, nos explica el filósofo, el alma religiosa
encuentra, en definitiva, su perfección en la práctica literal y sencilla de la religión revelada. Más allá de las maravillas
dialécticas y las emociones fascinantes de la conciencia (p. 409), se sitúa la acción por la que Dios penetra en nosotros. ¿Acaso
no es modelo de ello el acto eucarístico, que abre a lo infinito y da al fiel lo infinito finito?
En una época en la que el racionalismo y la crisis modernista desnaturalizaban la revelación y amenazaban la fe de la
Iglesia, Maurice Blondel recordaba, en una visión positiva, que la acción permite vislumbrar el obrar divino, comprometido
con nuestra carne (p. 114), así como el vínculo entre el misterio de la gracia divina y la conciencia o la acción del hombre.
Pero, al final de su exposición filosófica, Blondel nos lleva al umbral del misterio, pues no existe una medida común
entre lo que proviene del hombre, esta acción a la que atribuye un poder tan grande, y lo que proviene de Dios.
Esta obra no dejará de suscitar el asombro de filósofos y teólogos. Los primeros, porque Blondel parece demostrar
demasiado; los últimos, porque, demostrando demasiado, Blondel no parece observar suficientemente la distinción del
orden natural y el orden sobrenatural. Pero a medida que los estudios sobre Blondel han ido progresando, ha aparecido
con mayor claridad el rigor de toda la obra. La Acción nos permite captar, desde el punto de vista del creyente que utiliza
el instrumento filosófico, que existe una armonía maravillosa entre la naturaleza y la gracia, entre la razón y la fe. Como
en Pascal, el hombre, a medio camino entre la nada y el todo, es conducido pacientemente a reconocer el precio divino de
la vida.
En un mundo en que el relativismo y el cientificismo aumentaban, la tesis de Blondel era preciosa por su búsqueda de
unificación del ser y por su preocupación por la paz intelectual: es el razonamiento de un creyente dirigido a los no
creyentes, el razonamiento de un filósofo sobre lo que supera la filosofía; estimula la búsqueda del vinculum, esta victoria
de la conciencia por la que se alcanza la unidad del obrar humano, se revela la consistencia de todo lo que existe y se
expresa la connaturalidad que establece un puente entre el misterio de Dios y la acción humana.
Así, recordando esta obra, queremos sobre todo rendir homenaje a su autor que, en su pensamiento y vida, supo aunar
la crítica más rigurosa y la investigación filosófica más intrépida con el catolicismo más auténtico, sacando su inspiración
de las fuentes de la tradición dogmática, patrística y mística. Esta doble fidelidad a ciertas exigencias del pensamiento
filosófico moderno y al magisterio de la Iglesia no estuvo exenta de incomprensiones y sufrimientos, en un tiempo en
que la Iglesia debía afrontar la crisis modernista, cuyos riesgos y errores Blondel había sido uno de los primeros en
discernir. Alentado muchas veces por mis predecesores León XIII, Pío X, Pío XI y Pío XII, Blondel prosiguió su obra
aclarando incansable y obstinadamente su pensamiento, sin renegar de su inspiración. Los filósofos y los teólogos
actuales que estudian la obra de Blondel deben aprender de este gran maestro precisamente su valentía de pensador,
unida a una fidelidad y a un amor indefectible a la Iglesia. La Iglesia, hoy como siempre, tiene necesidad de filósofos que
no teman abordar las cuestiones decisivas de la vida humana, de la vida moral y espiritual, para preparar la adhesión y el
testimonio de la fe, principio de acción (p. 411), para dar razón de la esperanza y abrirse al ejercicio de la caridad. La Iglesia,
además, tiene necesidad de teólogos que, apoyándose en un sólido razonamiento filosófico, sean capaces de expresar el
dato revelado, a fin de iluminar tanto a los fieles como a los no creyentes.
Esperando que el ejemplo que Maurice Blondel, creyente y filósofo, que de la intimidad con el Maestro tomó su deseo
de la verdad, inspire a los filósofos cristianos de nuestros días, pido a Cristo, sabiduría divina y reflejo de la gloria del
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Padre, que nunca deje de enviar su Espíritu para iluminar la inteligencia de sus hermanos. Imparto de todo corazón mi
bendición apostólica a todos los participantes en el congreso de Aix-en-Provence» (Carta de Juan Pablo II al arzobispo
de Aix con ocasión del Colloque du Centennaire de l´Action).
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verificables. No nos muestra la realidad sino que es un simple medio para la conservación
biológica. Esta tesis se difundió popularmente entre los jóvenes intelectuales a finales del
siglo XIX118.
Los maestros de Husserl le inspirarán para encontrar una salida a la situación, lo que provocará –en
muchos alumnos de Husserl- una vuelta al Realismo.
La primera gran influencia que recibe Husserl es la de Franz Brentano. Sacerdote separado de la
Iglesia con ocasión del Concilio Vaticano I, mantuvo buena parte de las reminiscencias de la Filosofía
escolástica. Singularmente le entrega un concepto: el de intencionalidad. El conocimiento es un acto
de inmanencia-trascendencia. En la mente se da una posesión del objeto conocido que remite a la
cosa. La intencionalidad (de intendere, tender hacia) permite el realismo y evita el representacionismo
moderno119. Brentano considera que todas las experiencias psicológicas son intencionales: amar,
desear, querer, sentir, conocer remite siempre a lo conocido. De este modo, todo acto de conciencia
es conciencia de algo. La intencionalidad es una característica fundamental de la vida del espíritu.
Difiere del instinto porque éste es ciego para la significación y nos permite establecer un diálogo entre
el objeto y el sujeto. Éste es el punto de salida del subjetivismo pues posibilita la vuelta al objeto.
Frente al cierre cartesiano, Husserl muestra que el mundo está presente en el mismo acto de conocer.
Descartes pone como verdad central el cogito, pero eso es una reducción arbitraria de toda la realidad
al polo subjetivo. Cuanto menos el acto primero de conciencia es cogito cogitata. Para presentar la
completa experiencia humana hay que unir el elemento subjetivo y el objetivo. Eso nos permite salir
de la inmanencia.
De aquí surgirá el nuevo lema husserliano que se difundirá entre los jóvenes estudiantes: «El término
fenomenología expresa una máxima que puede ser formulada así: “a las cosas mismas”- Frente a todas las
construcciones en el aire, a los hallazgos fortuitos, frente a la recepción de conceptos sólo aparentemente legitimados,
frente a las pseudopreguntas que con frecuencia se propagan como “problemas” a través de generaciones»120.
Una segunda influencia es la de Bernardo Bolzano, también sacerdote católico, que perseveró en la
fe hasta el final de su vida, aunque algunas de sus doctrinas fueron muy discutidas, sobre todo por el
Estado austríaco. Hombre de honda piedad y cultura, considera la Filosofía como la ciencia de las
relaciones objetivas entre verdades: «Hemos hecho consistir nuestra empresa en penetrar tan profundamente como
sea posible en los últimos fundamentos de éstas, para llegar a ser más sabios y mejores»121. Provocará en Husserl
impulsos decisivos.
118 .Así nos dirá Chesterton: «En aquel entonces, no distinguía muy claramente entre el estado de sueño y el de vigilia; no sólo como estado
de ánimo, sino como duda metafísica, sentía como si todo pudiera ser un sueño. Era como si hubiese proyectado el universo dentro de mí mismo,
con todos sus árboles y sus estrellas; y esto está tan cerca de la noción de ser Dios, que indudablemente está todavía más cerca de volverse loco (…).
Cuando ateos soporíferos venían a explicarme que tan sólo existía la materia, yo escuchaba sumiso en una especie de desasimiento, terriblemente
tranquilo, porque tenía la sospecha de que lo único que existía la mente». Autobiografía pp. 79-80.
119. Encontramos esa doctrina en SANTO TOMÁS, Suma Teológica I q 84, a.1; y en q 85 a. 1, ad. 4. La intencionalidad nos
indica que todo conocimiento de la realidad (sensación o concepto) no son representaciones distintas de las cosas, sino las
mismas cosas sólo que poseídas no por el ser real sino por el ser mental. De este modo, entre la cosa y la mente no se instala
una representación. Conocemos las cosas mismas por medio del ser inmanente del conocimiento.
120. HEIDEGGER, M., Ser y tiempo, O.C., p. 51.
121. BOLZANO, B., Was ist Philosophie, Viena 1849, p. 27. Bolzano insiste tanto en el objetivismo que considera que hay una
moral objetiva, incluso por encima de Dios, como oposición al relativismo moral.
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En 1891, Husserl escribe Filosofía de la aritmética, examinando los principios de la matemática. Al leerla,
Gottlob Frege, gran estudioso del pensamiento lógico, la criticará como obra imbuida en el
psicologismo. Decidido a salir de él, Husserl escribe en 1900-01 Las investigaciones lógicas. Se
compromete a defender sólo una teoría que sostenga que el conocimiento depende de lo racional y
no de otros factores como la constitución psicofísica o la época en la que se vive. En esta obra se
convierte en un gran crítico del psicologismo: si el psicologismo es cierto, no hay teoría verdadera.
Es la pretensión de reducir toda verdad (religiosa, moral, lógica, ¿y por qué no científica?) a
experiencias psíquicas inmanentes. Pero conocer es juzgar, y por eso, todo juicio tiene una pretensión
de verdad y de realidad. Sin eso, el conocimiento es absurdo122.
Husserl reacciona contra esto y propone varios argumentos:
- La especie humana no es más que un momento en la historia. Basar en ella la verdad del
mundo no tiene sentido: es posible lógicamente que la humanidad desaparezca. Eso no haría
desaparecer la verdad.
- Para juzgar, tengo que ser hombre y tener una cultura. Sin embargo, los juicios de verdad no
están determinados por ambos elementos. Nuestros juicios son universales, no dependen de
quien los profiere.
- Si el psicologismo es verdadero, el hombre sería causa de la verdad, sería –de algún modo-
causa sui. Pero una especie no puede ser causa de lo real ya que puede dejar de existir123.
El psicologismo es fruto de tres prejuicios:
1. Las reglas de la actividad psíquica (interior) son psicológicas. Por tanto, las normas del
conocimiento también deberían serlas. Es un error: las leyes lógicas no son normas sino
preceptos. Son autónomas, verdades evidentes por sí mismas.
2. Se confunde contenido y método. Como nuestras realidades mentales son fenómenos
psíquicos, se deben regir por la psicología. Si fuese así, las matemáticas serían una rama de la
psicología. Los conceptos matemáticos pueden surgir de la psicología, pero sus leyes no124.
3. Identifican la evidencia con el sentimiento de evidencia. Piensan que la verdad reside en el
juicio. Su base sería el sentimiento psicológico de la verdad. Eso no es así. La verdad reside
en sí misma. La evidencia no es un sentimiento, sino la experiencia de la verdad, percatarse
122. En realidad, esta es una consecuencia lógica del planteamiento moderno que es puro antropologismo. Le resulta difícil
librarse de la tesis de Protágoras: “el hombre es la medida de todas las cosas”. No tanto cada ser humano como el empuje
técnico de la humanidad. La verdad termina siendo algo que se construye.
123. El psicologismo lleva a la visión subjetiva del mundo, que se extiende inmediatamente a una concepción subjetiva y
relativa de la propia existencia. En un primer momento, esto seduce a la voluntad, pero provoca un cataclismo intelectual:
no hay nada firme. Hasta afirmaciones como “yo soy”, “yo experimento esto o lo otro” dejan de ser estables y significativas.
La vida se convierte en un haz de vivencias sin unidad. Si la existencia es sólo –como dice Kant- una categoría mental,
afirmar que yo existo es decir que sólo existo en mi conciencia. Esto es camino hacia la duda y el desconcierto.
124. Aunque Husserl no lo tematiza, hay otro argumento importante contra el psicologismo: nuestro conocimiento está
relacionado con la libertad, no con la naturaleza física. El hombre descubre gracias a su capacidad de separarse de los
dictados de la especie, cosa que no ocurre en las otras especies animales. Si el conocimiento novedoso procediera de nuestra
naturaleza, todos tendríamos una capacidad similar, como tenemos una capacidad física similar. Eso no sucede con las ideas:
unos las tienen y otros no. En condiciones similares, un ser humano descubre la solución a un problema que queda ignorado
para otros. La estructura psicológica de la especie (no tenemos estructura psicológica material que tenga trazos individuales)
no explica esto.
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de la armonía entre la significación y lo significado; entre la afirmación y el hecho. En la
verdad, el objeto es reconocido como lo que es. Es de este modo y no de otro. En cambio,
el sentimiento subjetivo de evidencia depende de otras cosas: de la atención, de la
concentración, de la lucidez, de la práctica (o incluso, podríamos decir, del conocimiento
previo y de la rectitud del corazón).
Husserl afirma un absolutismo lógico. Las leyes lógicas son duraderas, constantes, intercambiables,
iguales para todos los que las juzgan. El evento psicológico está detrás de ellas pero no puede
convertir el error en verdad. Esto supone la recuperación del modelo clásico de pensamiento, en el
que hay una prioridad de la verdad. La filosofía relativista queda deshecha como filosofía de la verdad:
si todo es opinión, todo es falso, incluso mi propia afirmación125.
No puede imaginarse el bien que hizo esta posición a las mentes atribuladas de los jóvenes
intelectuales: la verdad es absoluta, no nace del cognoscente. «Lo que es verdadero es absolutamente
verdadero, verdadero en sí mismo; la verdad es una, bien sea concebida por un hombre, por un
monstruo o por un ángel»126. Husserl denomina a este modo de ser de la verdad “existencia ideal”.
Es una unidad válida en el mundo intemporal de las ideas, bien sea en las verdades intuidas o en las
demostradas. Es algo a priori. La verdad es, para Husserl, «una identidad, el acuerdo completo entre
lo que es significado y lo que es dado»127.
125. Así lo indicó Aristóteles: «el que dice que todo es verdadero convierte la afirmación contraria a la suya en verdadera, y
por tanto, la suya en no verdadera». Metafísica IV, 4, 1009a, 10-14; IV 8, 1012b, 13-17.
126. HUSSERL, E., Investigaciones lógicas I, 117.
127. Investigaciones lógicas II, 2. Si no se advierte el matiz inmanente de esta definición (lo “significado” y lo “dado” hacen
referencia al conocimiento), cosa que tampoco hicieron sus discípulos, nos remite al realismo más clásico, a la concepción
de la verdad como adaequatio, presente en Isaac Israelí en el siglo X y que queda inmortalizada en el De veritate de Santo
Tomás.
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certezas que no partan de teorías preconcebidas o de opiniones. La fenomenología usa dos
principios:
- Abstenerse de todo supuesto previo. Sólo está definitivamente alcanzado lo que esté
plenamente justificado. El conocimiento debe restringirse a lo que es realmente dado en la
experiencia. «En la fenomenología se debe tener el valor de aceptar en el fenómeno, sin
retorcimiento alguno, lo que él presenta realmente a la visión mental, exactamente como se
presenta y describirlo honradamente»128. Racionalismo y empirismo no han sido honestos
con la experiencia. El primero ha despreciado el valor del conocimiento particular; el
segundo ha reducido la experiencia a él. La fenomenología pretende “mirar” simplemente y
observar con detalle lo que capta.
- Desarrollar la intuición eidética. Es algo inmediato que pone al margen todo lo accidental y
extrae la esencia, el eidos. Da lugar a una visión directa de las esencias. En el momento de la
captación fenoménica, la inteligencia “lee dentro” y descifra la naturaleza de las cosas. Esa
honestidad que reclama Husserl nos lleva a reconocer que en la captación del fenómeno el
ser humano recibe un conocimiento esencial. Husserl distingue esta intuición eidética del
concepto. Este es inmediato y bastante indeterminado. La intuición eidética es la conciencia
de que estamos captando una esencia y exige una mayor elaboración.
Adolf Reinach, discípulo de primera hora, amigo de Edith Stein, muerto en los campos de batalla de
la Primera Guerra Mundial, describe en un trabajo de 1914 lo que llama el “ojo fenomenológico”. Lo
presenta como un modo de filosofar diferente del modo habitual de experiencia práctica o del método
científico. Como ya hemos visto, recoge la crítica de Husserl a la psicología: al centrarse en el acto
perceptivo resalta los aspectos psíquicos (reflexión, atención, reacción admirativa) y olvida el
contenido, que pertenece al mundo. Éste es objetivo y no se puede tratar como si sólo fuese parte de
nuestra conciencia. La intencionalidad esencial del conocimiento nos lo muestra como algo ajeno a
nosotros.
El psicologismo falsifica y empobrece nuestra conciencia que es siempre conciencia de algo. Esto no
sólo se da en el conocimiento sino en todos los actos mentales. Reinach pone el ejemplo del perdón.
Es un acto único y asombroso que sale de la profundidad del alma. Es más que una percepción, más
que un juicio o que el fin del sentimiento de cólera. Es algo positivo, con derecho propio. Elimina el
daño y –en la medida de lo posible- vuelve el tiempo hacia atrás.
La misión de la fenomenología es penetrar en la esencia. Debe desarrollar una completa investigación
eidética. Debe empezar por las palabras y sus significados, ejercitando el arte de la distinción. Luego
hay que ir a las cosas mismas. El análisis filosófico de las esencias nos descubre las leyes necesarias
de su modo de ser, leyes que no son fruto de nuestro ingenio129. Es un a priori objetivo: no está
128.
HUSSERL, E., Idea de una fenomenología pura, p. 221.
129.
Adolf Reinach pone como ejemplo el análisis eidético del amor que nos indica las siguientes reglas: 1) Mueve a una
unión interminable. 2) Pide una respuesta aunque no ama a condición de ser amado. 3) Nunca fuerza a ser correspondido,
aunque el amor exija la correspondencia. 4) No abandona la esperanza de la correspondencia por fidelidad a su amor. 5)
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enraizado en las condiciones psicológicas del pensar subjetivo sino en la verdad. Por eso, no depende
del consentimiento universal. Es así porque es de ese modo, con independencia del reconocimiento.
Esos universales no son simples reglas de nuestro pensar. Están abiertos a todos, siempre que se esté
dispuesto a una investigación laboriosa. Para Husserl, todo objeto –incluso los sensibles- tiene
esencia. Esto supone el definitivo rechazo de la visión meramente positivista de la ciencia: ir más allá
de los fenómenos es la condición de posibilidad de la propia ciencia como saber veritativo.
Tanto más fuerte es, más aptitud tiene para el sacrificio. 6) Se eleva según la altura del objeto. Sólo puede ser sublime si
excede el plano físico.
pág. 100
suspendida»130. El ser de la conciencia es lo único evidente a priori. Husserl piensa que esto es sólo
una cuestión metodológica: una suspensión del juicio no una negación de la realidad. Lo cierto es que
el mundo fenomenológico aparece como “un mundo para mí” (aunque afirma que por la
comunicación intersubjetiva, se convierte en un “mundo para nosotros”. Husserl usa dos términos
que, a veces, parecen equivalentes: mundo por la conciencia (Ideen I) o mundo para la conciencia (Ideen
II-III). El primero parece más inmanentista que el segundo. Para profundizar más en este giro,
Husserl escribe en los años 30 sus Meditaciones cartesianas. Hemos dicho en la introducción a su vida
que Husserl escribe en sus últimos años La crisis de las ciencias europeas, obra en la que revisa el
pensamiento moderno. Advierte que éste es unilateral y reductivo: ha dado demasiado peso a las
matemáticas y ha roto con el saber común. Su consecuencia es una imagen distorsionada de la realidad
en la que sólo es verdadero lo que pueden conocer las ciencias. Por esa tendencia al naturalismo, deja
fuera muchos temas que la ciencia no puede resolver pero que son fundamentales.
El problema es que deja al hombre desnudo: no le da claves para interpretar su vida y le impide tener
puntos de referencia donde anclar su libertad para hacerse a sí mismo y modelar el mundo.
Reduciendo la racionalidad al método científico, obliga a resolver esos problemas de forma emotiva,
lo que es inadecuado. La causa es que la Ciencia se ha absolutizado por encima del mundo de la vida,
que es el modo originario como el hombre se percibe y experimenta el mundo. Al separarse de él,
provoca una fractura entre el mundo objetivo y el mundo vital, con lo que la razón deja de ejercer su
principal cometido: enseñar a vivir. Veremos el impacto de esta crítica en autores coetáneos a Husserl
como Ortega y Gasset. Por todo esto, hay que poner al descubierto el peligro de idolatrar la ciencia
y la técnica. Él considera que, justamente por poner entre paréntesis el ser fáctico del mundo, la
fenomenología se libera de la cerrazón objetivista, descubriendo horizontes de sentido.
pág. 101
oportunidad de advertir esto en la reflexión de Edith Stein). ¿Influyó en esta profundización en el inmanentismo los
años difíciles, sin reconocimiento, de Gottinga? Lo cierto es que, poco después de la publicación de las Ideen (más
compatibles con el neokantismo que dominaba la Universidad alemana), recibió el nombramiento en Friburgo.
Se da en la influencia posterior de su pensamiento una cierta paradoja. Sus discípulos hicieron uso del método
fenomenológico en direcciones diferentes, convirtiéndolo en base del existencialismo: el propio Heidegger, Jaspers,
Sartre, Merleau Ponty o Emmanuel Levinas. Algunas de estas direcciones indican los defectos del sistema. La
fenomenología es un método de análisis de la experiencia que puede ayudar a descubrir cómo veo las cosas, insistiendo
en la realidad de las cosas (como la primera hornada de fenomenólogos) o darle un sesgo subjetivista al centrarme en
como veo las cosas (como la segunda generación de fenomenólogos).
Desde el punto de vista personal, la trayectoria de varios de sus discípulos (que, aunque se apartaron filosóficamente de
él, no dejaron de estar a su lado) le fue acercando al catolicismo. Convertido al protestantismo por una pura cuestión
cultural, y educado con el protestantismo liberal, los misterios dogmáticos le resultaban muy difíciles. Sin embargo, el
sufrimiento de sus últimos años (perseguido por su origen judío) y el afecto con el que le protegieron y cuidaron de él
hasta su muerte tanto personas como instituciones católicas, le acercó notablemente a la fe católica. Tras la Guerra
Mundial, su esposa, protegida como él por los benedictinos, se convirtió al catolicismo.
3. MAX SCHELER.
Nace en Munich el 22 de agosto de 1874. Su madre era hebrea y su padre se había convertido al judaísmo para casarse
con su madre. Sus inquietudes le llevaron a convertirse en el catolicismo durante el Bachillerato. Se traslada a Berlín
donde recibe las lecciones de Dilthey. Se traslada a Jena donde ejerce como privadozent (profesor particular) desde 1900.
Se casa civilmente –por entonces- con una mujer divorciada. En 1901 conoce a Husserl con el que desarrolla una
fructífera relación intelectual. Sus relaciones extramatrimoniales provocan la separación de su mujer y frustran su carrera
universitaria. De 1910 a 1914 trabaja en Gotinga con Husserl, publicando en el Anuario de filosofía e investigación
fenomenológica. De 1913 es su obra cumbre: el formalismo en la ética y la ética material de los valores. En 1912 se había vuelto a
casar. Cuatro años después, vuelve públicamente a la Iglesia Católica y su mujer se convierte. Al terminar la Primera
Guerra Mundial, acepta el nombramiento de director del instituto de ciencias sociales en Colonia. Son años de trabajo
intelectual y gran producción. Sin embargo, en 1921 se separa de su mujer para casarse civilmente con una estudiante. A
partir de entonces, se distancia de la fe católica. Acepta en 1928 la cátedra de filosofía en Frankfurt. Ese mismo año, el
19 de mayo fallece. El año anterior había dado una conferencia en Darmstadt, publicada póstumamente con el título El
puesto del hombre en el cosmos, donde expone su nueva visión panteísta e historicista del mundo y del hombre.
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Scheler observa como una simple mirada natural hacia las cosas lleva a la transformación del mundo
por la técnica. Esta actitud es la propia de lo que Scheler llama “saber de dominio”. Es precisa «una
nueva actitud contemplativa de entrega pura y desinteresada a todo aquello que se ofrece a la mirada
del hombre»131. Esta segunda actitud puede librar al hombre del egocentrismo y aportarle un amor
desinteresado por la esencia y el valor de las cosas. Ese saber diferente es llamado por Scheler “saber
de esencias”.
Como en Husserl, ese saber de esencias es a priori, pero no en el sentido kantiano. En el formalismo en
la ética y la ética material de los valores, desarrolla que entiende por a priori. «Por su propia naturaleza, lo
a priori no tiene por qué ser formal. Ni tampoco se puede identificar lo a posteriori con lo material
como dice Kant»132. Con esta identificación, Kant llega a otra identificación indebida: la de lo material
con lo sensible, convirtiendo todo lo pensado en formal. Para un realista como Scheler, la
contraposición entre fenómeno y cosa en sí no tiene sentido. La intuición fenomenológica no pone
nada sino que encuentra en el fenómeno la esencia. Esta reducción de lo a priori a lo racional provoca
en Kant –según piensa Scheler- una serie de errores entre los que sobresale la exclusión de la voluntad
y del sentimiento en la constitución de la experiencia. Scheler piensa que sólo con la inclusión del
componente emotivo es posible una valoración moral. De hecho, al aplicar la reducción
fenomenológica a la intuición emocional descubre valores a priori, es decir, universales y necesarios.
Es tarea de la ética, siguiendo la lógica del corazón, mostrar esos valores.
pág. 103
- El punto más bajo son los valores de los sentidos (placentero, alegría, utilidad, etc.)
- Encima están los valores de la vida (bienestar, nobleza, valor, etc.).
- Después están los valores del espíritu (verdad, belleza, justicia, etc.).
- En lo más alto de todo están en los valores religiosos.
134.En el personalismo se insistirá en un carácter relacional –no relativo- de la persona, que en otro sentido es un absoluto,
un fin, no un medio. De hecho, pone el ejemplo en El formalismo en la ética y la ética material de los valores, OC, tomo II, p. 393
y ss., de que Dios es persona, pero no un yo relativo a un tú y al mundo. Ciertamente, Dios no hace relación al mundo ni a
las personas humanas o angélicas con las que mantiene sólo una relación de razón y no real (al contrario que éstas con
respecto a él), pero en su profundidad trinitaria, sí es un nosotros, en el que las personas existen en relación unas con otras.
Puesto que la filosofía de la persona es posterior a la gran teología agustiniano-tomista sobre Dios, me parece más correcto
hablar de Dios como tripersonal que como ser personal (Ellos no dicen que Dios sea una persona sino que en Dios hay
tres personas). En todo ello, me someto gustoso de antemano a corregir esta doctrina o a adecuarla ante cualquier juicio
que plantee el Magisterio ordinario o extraordinario.
pág. 104
o dolorosas, apuntan a algo que se encuentra más allá de lo finito y momentáneo. El hombre es, por
eso, esencialmente homo religiosus, no le es posible vivir de espaldas a lo absoluto: la negación de Dios
sólo lleva a su sustitución por un ídolo. Distingue entre dos experiencias diferentes: la admiración
que da lugar a la metafísica y el anhelo de salvación que origina la religión. La metafísica es un saber;
la religión es, en cambio, un camino de salvación. Ambos están encarnados por dos tipos modélicos:
el sabio y el santo. Aunque el Dios al que ambos llegan es el mismo, a la metafísica no le incumben
tareas de fundamentación de la religión. Ésta tiene una lógica propia que se desprende de la
experiencia religiosa misma.
Como hemos visto en su biografía, Max Scheler varió drásticamente su pensamiento a partir de 1923,
planteando un panteísmo evolucionista que no desarrolló plenamente por su prematura muerte. En
estos escritos acentuará una oposición entre metafísica y religión, insistiendo en la irracionalidad de
la experiencia religiosa.
4. EDITH STEIN.
Hija de padres judíos, Edith nació en Breslau el 12 de octubre de 1891. Realizó estudios de Filosofía, dedicándose
durante mucho tiempo a la búsqueda de la verdad. Tras ser discípula de Edmundo Husserl, sus contactos con
intelectuales cristianos, le lleva a recibir el don de la fe y a convertirse a la Iglesia católica, paso que causó un gran dolor
a su madre. Recibió el bautismo el 1 de enero de 1922. Desde entonces se dedicó a profundizar en la fe, primero en su
puesto de profesora en un internado, y después de forma más activa en la reelaboración de su pensamiento
fenomenológico al tomar contacto con el realismo tomista. En 1933 consigue permiso para ingresar en la Orden
pág. 105
Carmelitana y profesa en Colonia con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz. Cuando arrecia la persecución física
(la intelectual y moral ya era manifiesta desde años antes) contra cualquier descendiente del pueblo judío, es enviada a
un convento de Holanda el 31 de diciembre de 1938. Al tomar Holanda los alemanes, es detenida en agosto de 1942 y
deportada con su hermana al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau (Polonia) donde es asesinada con gas letal
el 9 de agosto de ese mismo año. Canonizada por Juan Pablo II el 11 de octubre de 1998, es Co-patrona de Europa
desde el 1 de octubre de 1999 (Carta apostólica “Spes Aedificandi”).
4.1. La fenomenología.
La introducción de nuestra pensadora en el mundo filosófico se debió, a partes iguales, a dos causas:
la presencia de un maestro de la altura de Edmundo Husserl y el ansia indomable de buscar la verdad,
allá donde estuviese, que caracterizó su vida. La fenomenología suponía un modo diferente al
positivismo dominante de analizar y permitía una salida más allá de los hechos, al mundo del sentido.
Con un sentido antropológico muy marcado, Edith Stein toma como fundamental la existencia del
espíritu como lo distintivo del ser humano. Una filosofía será correcta si da razón de ese elemento
distintivo del ser humano y falsa si obvia o niega ese elemento. En estos momentos están tomando
auge en psicología las corrientes conductistas que niegan valor a la interioridad humana. Husserl y
sus discípulos reaccionan contra este modo de pensar que niega este elemento distintivo del ser
humano. Con fuerza escribirá en su Diario: «todos mis estudios sicológicos sólo me han servido para convencerme
de que esta ciencia se encuentra todavía en mantillas, de que carece de la necesaria fundamentación de conceptos básicos
claros y que de por sí no está capacitada para elaborarse esos conceptos fundamentales»135. Eso le llevará a la
fenomenología.
Junto a la cuestión psicológica, aparece como fundamental el problema crítico. Edith Stein es una
pensadora asentada en la corriente moderna que, surgiendo de Descartes y Kant, ha encerrado a la
filosofía dentro del pensamiento. Tomando como eje la tesis de Husserl de ir “a las cosas mismas”,
busca –como el resto de sus discípulos- un camino para acceder desde la intimidad de la conciencia
a la realidad exterior. Para este tránsito no tenía posibilidad de acceder a la tradición aristotélico
tomistas, que estaba al margen de los círculos culturales en los que se movía.
Como ella misma advertirá años después, «la separación total de la filosofía moderna de la verdad revelada tuvo
consecuencias aún de mayor peso. La filosofía moderna no veía ya en la verdad revelada una norma para verificar sus
resultados. Tampoco aceptaba ya las tareas que le fijaba la teología, sino que quería resolver las dificultades por sus
propios medios. Consideraba su deber limitarse a la luz natural de la razón, y no rebasar el mundo de la experiencia
natural. Quería ser una ciencia autónoma en toda la acepción del término. Esta tendencia la llevó en gran medida a
ser una ciencia atea. Por eso, la filosofía se dividió en dos grupos que caminaban separadamente, hablaban lenguas
diferentes y no se cuidaban ya de comprenderse mutuamente: a saber, la filosofía moderna y la filosofía escolástica
católica, que se consideraba a sí misma como la philosophia perennis, pero que ante los ojos de las personas que le eran
extrañas no pasaba de ser la doctrina privada de las facultades católicas, de los seminarios y de los colegios religiosos.
135.SOR TERESA RENATA DEL ESPÍRITU SANTO, Edith Stein, Biografía de una Filósofa y Carmelita, Nuremberg 1954,
p. 27
pág. 106
La philosophia perennis quedó como un sistema rígido de nociones que se trasmiten de una generación a otra como
propiedad inanimada»136.
El interés por la psicología integral le llevó a realizar su disertación, dirigida por Husserl y publicada
en 1917 bajo el título de Sobre el problema de la empatía. La empatía es el modo como me son dadas las
vivencias ajenas y tiene un contenido muy singular: es originaria en cuanto vivencia presente pero no
en cuanto su contenido, puesto que el sujeto de la vivencia empatizada no es el mismo que el que la
empatiza. Justamente por eso, resulta una realidad psicológica compleja, pero también un modo para
acceder a la vivencia de otros y salir del yo. Contra Lipps, considera que la empatía no es proyección
sino transferencia dentro del sujeto empatizado, captando sus vivencias. Dicho en lenguaje kantiano,
«supone pretender la constitución de algo trascendente en lo dado inmanentemente»137. Es una vivencia que existe
en mí pero como cualitativamente distinta de las que yo vivo y perteneciente a otro. Significa, por
tanto, una superación concreta del solipsismo en la línea intencional del conocimiento tal como la
afirma su maestro Husserl. Éste es, ante todo, referencia a otro, a la realidad que permanece fuera del
sujeto.
Desde el estudio de la empatía, Stein comienza a plantearse el que será tema central de su reflexión:
la estructura de la persona humana como individuo psicofísico. Sus dos constitutivos son cuerpo vivo
(no tanto el cuerpo físico planteado por Descartes como res extensa) y alma. Ambos elementos
interactúan entre sí. A ellos añade Stein un tercer elemento: el espíritu, la conciencia que constituye
al mundo como correlato. Por el espíritu accede la persona al mundo de los valores, que es lo
distintivo y más profundo que tiene. Entre ellos, el principal valor es la persona misma que es incluso
superior al bien que pueda realizar. El tema de los valores y la empatía se unen en esta afirmación
posterior de Edith: «Tan sólo aquel que se viva a sí mismo como persona, como un todo lleno de sentido, puede
comprender a otras personas»138.
La pregunta por una empatía que tenga como correlato un espíritu puro sin cuerpo vivo, abre a Edith
Stein al estudio fenomenológico de la religión. En realidad, Edith confesó después que –tras el
contacto con la escuela- se le hizo muy difícil creer en un Dios personal entre los 13 y los 21 años.
Es el espíritu liberal de la época que casi elimina la religiosidad familiar judía sostenida por la madre.
El encuentro con Husserl fue el primer paso en esta dirección porque le permitía salir de la prisión
de una subjetividad autónoma en la que se encontraba encerrada buena parte del pensamiento
moderno. La fenomenología estudia los diversos modos de ser y se abre a un conocimiento a priori
de la esencia. De este modo, va más allá del muro positivista de los hechos. Aunque cuando ella llega
al lado de su maestro, ya ha pasado el principal apogeo de la escuela de Gotinga, Edith se entusiasma
con la personalidad del profesor, llegando a ser su más inteligente alumna. Con él realizará también
su tesis doctoral, cuyo tema se centra en este esfuerzo por salir del solipsismo: En torno al problema del
conocimiento intuitivo.
136. STEIN, EDITH, Ser finito y ser eterno. México 1994, p. 23.
137. CABALLERO, J.L., Stein (1891-1942), Ediciones del Orto, Madrid 2001, p. 20.
138. STEIN, EDITH, Cartas a Hedwig Conrad-Martius, Estella 1990, p. 62.
pág. 107
Ya están en estos primeros años diseñadas las preguntas que ocuparán su reflexión a lo largo de toda
su vida:
- ¿Qué lugar ocupa en el mundo la persona humana?
- ¿Qué relación hay entre alma y espíritu?
- ¿Qué es la verdad?
139.
STEIN, EDITH, Estrellas amarillas, Madrid 1992, p. 232.
140.
THERESIA A MATRE DEI, Edith Stein. En busca de Dios, Estella 1987, p. 53. Edith colaboró intensamente durante la
Guerra en el hospital epidémico de Mährisch-WeissKirchen. Por ello recibió la medalla al valor (Cfr Ibid pp. 54-55). Cuando
Adolf Reinach murió en los campos de batalla, la actitud sobrenatural de su esposa terminó de conmover las resistencias de
Edith Stein frente al valor de la fe cristiana. En esos momentos, empieza a leer el Nuevo Testamento.
pág. 108
armónico que se irá clarificando lentamente. Su bautismo se fijará finalmente –como ya hemos visto-
para el 1 de enero de 1920. Ya es de entonces la decisión de acompañar a Teresa en el Carmelo.
141. Para entender el profundo espíritu de dedicación con el que Edith Stein acoge esta tarea puede estudiarse esta reflexión
suya sobre el valor de esta tarea: «Lo más importante es que las maestras posean realmente el espíritu de Cristo y lo asimilen vitalmente.
Pero, además, es misión suya conocer la vida en la que los niños han de entrar. La actual generación joven ha pasado por muchas crisis; ella es
incapaz de comprendernos, pero debemos procurar comprenderla, pues sólo así podremos tal vez ayudarla un poco». EDITH STEIN, Cartas
IV, 104.
142. Que nuestra pensadora lo estimase así ciertamente, no evita que nos demos cuenta del gran sacrificio que supuso: «En
una edad en que con razón podía ella llamarse maestra de filosofía, se ve obligada a dar a su pensamiento una orientación
totalmente nueva. Esto exige gran humildad y receptividad intelectual». THERESIA A MATRE DEI, Opcit, p. 101.
143. Ibid. p. 103
144. STEIN, EDITH, ¿Qué es Filosofía? Un diálogo entre Edmundo Husserl y Tomás de Aquino, Encuentro, Madrid 2001.
145. Ibid pp. 13-14.
pág. 109
realidades que asoman a nuestra vida son naturales y sobrenaturales. Actúa así por el carácter propio
de nuestra razón natural, que es limitado y tiene su fundamento fuera de sí. Sin la consideración de
lo que está más allá de la razón natural, su investigación se convierte en un camino infinito que nunca
llega a la meta. En definitiva, es lo que Popper llamará una “búsqueda sin término”, algo que termina
rindiéndose al escepticismo o al cansancio. La fe aporta los límites y con ello el ámbito de operatividad
de la razón: ahora viene mi mayor reparo (dirá el Santo Tomás de Edith): «no puedo admitir que este sea en
general el único camino del conocimiento, que la verdad no sea más que una idea que tiene que realizarse en un proceso
infinito; por tanto, nunca totalmente. La verdad total existe, hay un conocimiento que la comprende por completo, que
no es un proceso infinito, sino una infinita plenitud que no está en movimiento; tal conocimiento es el conocimiento
divino»146. La fe y la razón natural son dos modos de conocer de la razón que se hacen uno en su
origen: el conocimiento divino.
Esta visión conecta con el meollo de la reflexión cristiana, interpretada por Edith como luz para salir
del atolladero crítico en el que se ha encerrado la filosofía contemporánea: «la fe no es para mí nada
irracional, es decir, algo que no tuviera que ver con la verdad y la falsedad. Muy al contrario, es un camino hacia la
verdad, más concretamente: en primer lugar, un camino para alcanzar verdades que de otro modo nos estarían vedadas,
y en segundo lugar, el camino más seguro hacia la verdad, puesto que no hay certeza mayor que la de la fe. Aún más:
no hay para los hombres in statu viae ningún conocimiento de certeza comparable
a la propia de la fe, aunque ésta sea una certeza no intelectual»147. Tanto es
así que Edith no tiene ningún reparo en hablar de un doble
significado de la palabra “filosofía”: natural y sobrenatural. La
conclusión es clara: «una comprensión racional del mundo, es decir, una
metafísica –y, en última instancia, a ésta apunta la intención de toda filosofía,
oculta o abiertamente- sólo puede conquistarse por medio de la razón natural y
sobrenatural juntas»148. La ausencia del conocimiento sobrenatural
explica el carácter abstruso de la filosofía moderna y su aversión a
la metafísica.
El ideal moderno de un conocimiento totalmente evidente es imposible porque intenta ponerlo en
un ámbito de inmanencia, es decir, dentro del sujeto humano. Así, una y otra vez, la filosofía
inmanentista fracasa en su objetivo de dotar al conocimiento humano de una seguridad indudable.
El método cartesiano –que nace del recelo escéptico de Montaigne- concluye en el escepticismo
larvado del fenomenismo de Hume. La tesis hegeliana de que no existe fuerza capaz en el Universo
de resistirse a la razón concluye igualmente en la tesis nihilista de Nietzsche, en la que la razón misma
es un fenómeno extraño al conjunto del universo (citar el presunto). Descubrir que esto no es posible,
no debería llevar al escepticismo sino a descubrir que el pensamiento moderno se ha equivocado de
146. Ibid p. 15. Como dirá más adelante, «no se trata de una pregunta filosófica cualquiera, sino del trazado de los límites de la razón
natural y con ello, a la vez, de los límites de una filosofía que parte de la razón meramente natural». STEIN, EDITH, Ibid p. 17.
147. Ibid p. 18.
148. Ibid p. 22.
pág. 110
fundamento: «el ideal del conocimiento, tal como acabo de caracterizarlo, está realizado en el conocimiento de Dios:
para él son uno ser y conocer, pero para nosotros están separados»149.
En el fondo, Edith descubre que está en juego dos modos de hacer filosofía, con consecuencia éticas
indudables: una teocéntrica, la otra egocéntrica. La primera parte de la metafísica, de la que deriva
todo lo demás; la segunda, de la Teoría del Conocimiento (pero, como hemos visto, no puede
encontrar un fundamento en sí misma salvo en clave humiana, es decir, sobre lo que es evidente en
sí mismo: las verdades de hecho (matter of fact) y las verdades de razón (relation of ideas). Eso es, sin
embargo, lo menos importante del conocimiento humano. La verdadera grandeza consiste en la
capacidad de descubrir principios generales a partir de lo contingente). Por su método, esta segunda
corriente es incapaz de salir de la prisión de la conciencia. Desde ella, no es posible recuperar la
objetividad que es, paradójicamente, el punto de partida y el objetivo de llegada. Partimos de lo real
para conocer lo real. Esta intención, tan sencilla en apariencia, termina haciéndose algo imposible.
Edith analizará en esta obra los dos métodos que ha usado en su vida: el fenomenólogo y el
escolástico. Advierte las profundas similitudes entre ambos y las verdades básicas que tienen en
común. Es manifiesto el esfuerzo del Tomás de Stein por mostrar las cercanías entre ambos. No sólo
está aquí en juego el afecto hacia el Maestro, sino la conciencia de la propia Edith de que su tránsito
hacia el tomismo es algo posible desde el inicio fenomenológico150.
149. STEIN, EDITH, ¿Qué es Filosofía? Un diálogo entre Edmundo Husserl y Tomás de Aquino, p. 22.
150. Desde el punto de vista emotivo, resulta muy hermoso el deseo de la alumna con respecto al maestro. Casi al final, dirá
Stein a través de Santo Tomás: «con esto debemos terminar por hoy. Pero nos volveremos a ver, y entonces nos entenderemos a fondo».
STEIN, E., Ibid, p. 45. Queda claro que está hablando del cielo y de la perfección de la visión beatífica, que anulará toda
ignorancia.
151. THERESIA A MATRE DEI, Op.cit. p. 127.
pág. 111
singularmente cualificada y otras que suponen una atrofia o dispersión de sus energías. Eso no implica
que no deba estar en la vida profesional en igualdad de condiciones. Edith tiene claro que la
designación corriente como esposa y madre no es suficiente para dar un perfil completo de la posición
de la mujer, pero su objetivo no es la uniformidad. En sus conferencias, plantea la necesidad de
reformar el sistema tradicional de enseñanza propugnando una formación que posibilite el desarrollo
de las cualidades femeninas. Es propio de la mujer «fusionar su vocación femenina con su vocación especial y
de este modo dar a esa vocación o profesión especial un sello femenino»152. La fe cristiana le ha proporcionado
también un prototipo de verdadera feminidad: «María nos ha alumbrado a la vida de la gracia al entregar
todo su ser, cuerpo y alma, para la maternidad divina. Por eso existe una íntima vinculación entre ella y nosotros: ella
nos ama, nos conoce, se afana por hacer de cada uno de nosotros lo que está llamado a ser»153.
152. STEIN, E., La mujer. Su misión según la Naturaleza y la Gracia. Estudios sobre la formación de la joven y del mujer, 1922-1932,
Lovaina 1959, p. 86.
153. STEIN, E., Formación femenina y vocaciones femeninas. Colección de estudios desde 1930, Munich 1956, p. 125.
154. THERESIA A MATRE DEI, Op.cit. p. 154.
155. También esta etapa resulta admirable. La reconocida profesora se convierte en novicia y además entra por el camino de
infancia espiritual de Teresita de Lissieux. La complicada profundidad de su intelecto no va a ser obstáculo para que crezca
en ella un alma sencilla como la de un niño. Pero no tiene ni 20 años ni la falta de experiencia o criterio que acompaña a
esta edad. Tiene 42, pero Edith no reclama derechos frente a las novicias jóvenes. El crecimiento interior es notable: «sigue
pobre a Jesús, pobre, pequeña, impotente, crucificada con su propia impotencia, no puede ofrecer a Dios sino su amor. Pero a esto ha estado Él
esperando en su incomprensible misericordia. Todo se lo ha quitado: profesión, fama, personas amigas, es más, hasta la propia familia, y Edith
siempre ha dicho que sí. Este sí incondicional a la divina voluntad es el fundamento de su propia alegría y gratitud». THERESIA A MATRE
DEI, Op.cit. p. 182.
pág. 112
Esta reelaboración dará lugar a su obra final: Ser finito y ser eterno. Su madre morirá por esos días sin
que Teresa Benedicta pueda estar con ella, pero este motivo de dolor permite una nueva dicha: la
conversión de su hermana Rosa, proyectada desde antaño, el alma gemela que la acompañará hasta
el final. Ser finito y ser eterno es su testamento filosófico, sin que esté exento de tonos autobiográficos.
De Santo Tomás ha aprendido a considerar a la filosofía como precursora de la fe pero sin olvidar su
origen fenomenológico156. En su obra se ensambla la metafísica, la mística, la vida y la obra. Si había
admirado la unidad de teología y filosofía en el santo real que era Santo Tomás, en esta obra vuelve
a producirse esa misma unidad porque quien la escribe también participa de esa santidad.
La experiencia del ser es el hecho fundamental de la filosofía: «siempre que el espíritu humano, en su
búsqueda de la verdad, ha tratado de encontrar un punto de partida indudablemente firme, ha tropezado con este dato
inevitablemente próximo: la realidad del propio ser»157. La experiencia del ser se da, sin embargo, en una
escisión, en ser y no ser, en pasado y futuro, en potencia y acto, en posibilidad y realidad. La intuición
fenomenológica capta el ser gravitando sobre la limitación; le hace falta al otro polo del ser divino.
Sin embargo, su análisis fenomenológico y existencial es paralelo al que realizarán autores de su
tiempo como, por ejemplo, Martín Heidegger (con el que Stein es singularmente crítica). En realidad,
enfrenta a estos dos discípulos de Husserl toda una visión ontológica y del hombre. Lo que Stein ha
ganado con el cristianismo es algo que Heidegger debería poseer pero que ha perdido. Stein posee
una ventana a la esperanza. Esta ventana no es, sin embargo, una convicción ética sino una visión
metafísica. A Heidegger le falta el realismo que posee Edith, pues «Heidegger consulta al yo, no a las
cosas»158. Edith tiene un panorama más amplio: ha aprendido del proceso de su Maestro: «en la metafísica
se trata del sentido del ser como tal, no sólo del ser humano. El que pasa por alto el problema del sentido del ser
humano. El que pasa por alto el problema del sentido del ser, que va implícito en el concepto del ser, y sin preocuparse
de ello `esboza´ la interpretación del ser humano, corre el riesgo de apartarse del sentido del ser»159. Si no se abre a
lo real, el hombre queda encerrado en sí mismo.
Por eso, en Heidegger la comprensión dcl ser está ligada a la conciencia de finitud del hombre. En
Stein se relaciona con el ser espiritual personal que se abre al ser en sí mismo mientras que en
Heidegger se reduce al ser humano que se convierte en término último de cualquier análisis. La finitud
es, entonces, el límite y por eso, una prisión. «Heidegger opera con el prejuicio de que todo ser es temporal y echa
el cerrojo ante cualquier perspectiva de lo eterno; ha olvidado también que el estar arrojado en el ser como característico
del hombre postula un ser que lo arroje; ha unilateralizado la finitud humana en el concepto de angustia»160.
156. En realidad, la lectura de Santo Tomás que realiza Edith Stein es anterior al redescubrimiento del concepto fundamental
del tomismo que permitirá la corriente neotomista a partir de 1960: el actus essendi como última realidad. Por eso, su lectura
es singularmente esencialista (como resultaba natural en una discípula de Husserl). Por eso, podría decirse que en su análisis
del ser es más escotista que tomista: «toda la ontología steiniana está transverberada por la noción de ser esencial. Como ha subrayado M.
Esparza, esto puede deberse a que no conoció la riqueza del concepto de ser como actus essendi, como fundamento de la perfección del ente, en el
pensamiento de Santo Tomás. La perspectiva esencialista y formalista propia de la fenomenología le lleva a soluciones más acordes con la gran
tradición del platonismo cristiano». CABALLERO, J.L., Stein (1891-1942), p. 52. No se olvide que la perspectiva esencialista era
dominante en el pensamiento de Husserl, su maestro.
157. STEIN, E., Ser finito y ser eterno, p. 34-35.
158. THERESIA A MATRE DEI, Op.cit. p. 214.
159. STEIN, E., Ser finito y ser eterno, p. 21.
160. CABALLERO, J.L., Stein (1891-1942), p. 55.
pág. 113
De las cosas salta a la consideración del que se define como “Yo soy”. Aquí late todo el amor y la
reverencia de la judía a la unidad divina, pero detrás de ella se desborda la revelación personal del
Dios trino, término último de la vida humana: «gozo sin fin, bienandanza sin sombras, amor sin límites, vida
suprema sin aflojamiento, la más vigorosa actividad que al mismo tiempo es perfecto sosiego y liberación de toda clase
de tensiones: esto es la felicidad eterna. Éste es el ser a que aspira el hombre en su existencia»161.
pág. 114
en el plan de la divina Providencia, y, a los ojos de Dios, que todo lo ven, es una perfecta contextura llena de sentido. Entonces empiezo a
alegrarme de la luz de la gloria, en la que también a mí se me revelará el profundo sentido de mi vida»163.
El interés filosófico nos obliga a poner en segundo lugar los años que van desde 1938 a 1942, pero sin una somera
mención quedaría incompleta la visión de nuestra autora, pues las decisiones y vivencias de esos años son también hijas
de la unidad de criterio que crece en ella y, por tanto, de su visión de la persona y de la realidad. Las amenazas externas,
cada vez más visibles, coinciden con un notable crecimiento en la paz. Ha convertido lo sucedido a sus hermanas
españolas del Carmelo, durante los años de la guerra civil, en un aviso para ella misma 164. Mientras hace sus votos
perpetuos, el maestro Husserl agoniza. Se le ahorrará el terrible trance de verse deportado y asesinado por sus
compatriotas165. El odio racial y la muerte atraviesan Alemania en la noche del 8 al 9 de noviembre de 1938. Edith
escribe por entonces: «pienso que, en todo caso, es un camino muy seguro el hacer todo lo posible por convertirse en recipiente vacío para
la gracia de Dios»166. Debe irse de Colonia a la entonces segura Holanda. Termina el índice de su gran obra Ser finito y ser
eterno. Las oraciones de inmolación se suceden a lo largo de 1939 con intenciones concretas: la santificación de la Orden,
la superación de la incredulidad del pueblo judío, la aceptación del Señor por todos, la salvación de Alemania y la paz
del mundo167. Las noticias no ayudan: el nazismo empieza a suprimir un Carmelo detrás de otro en Alemania y
Luxemburgo. En 1940 se ocupa Holanda. Está llena de paz. Recibe el encargo de escribir un libro sobre San Juan de la
Cruz con motivo del cuarto centenario de su nacimiento. Juan la encamina al Calvario.
En enero de 1942 parece claro que no podrá permanecer mucho tiempo en Holanda. Las seguridades inicialmente dadas
son papel mojado. El 2 de agosto son detenidos todos los judíos católicos y los miembros judaicos de los conventos
holandeses. Es la respuesta a una clara pastoral del Obispo de Utrecht criticando la situación de los judíos. Censurada
por el gobierno títere de Seyss-Inquart, se leerá en todas las Iglesias de Holanda. A las 5 de la tarde se la llevarán dos
miembros de la SS junto con su hermana Rosa. Sor Benedicta le dice: «ven, vamos a sacrificarnos por nuestro pueblo»168. Podrá
hacerlo en la triste ignominia que se consumará, poco después, entre el 8 y el 10 de agosto, casi con toda seguridad el 9,
por los testimonios de los asesinos condenados en los juicios tras la Guerra. Sirva de conclusión lo que escribió a una
médica judía el 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración: «si es verdad que nuestros sufrimientos se han intensificado un poco, también
la gracia correspondiente será mucho mayor, y una magnífica corona real nos está preparada en el cielo. Alégrense ustedes conmigo. Voy con
ánimo y confianza; también las religiosas que están conmigo. Podemos dar testimonio de Jesús y con nuestros obispos testimoniar a favor de
la verdad»169.
abierto le indicará: «no tengo la menor preocupación por nuestro querido maestro. Jamás he podido pensar que la misericordia de Dios se
reduzca a los límites de la Iglesia. Dios es la verdad. El que busca la verdad, ése busca a Dios, si lo advierte como si no». STEIN, E., Cartas
I, 23.
166. Ibid III, 26.
167. Cfr. Papeles personales de Edith Stein, 34 a.
168. THERESIA A MATRE DEI, Op.cit. p. 285.
169. STEIN, E., Cartas I, 4.
pág. 115
Frege trabaja en la frontera entre la lógica, la filosofía y las matemáticas, siendo considerado el
fundador de la lógica matemática. Con su
Conceptografía presenta una teoría de la inferencia
deductiva que sirva para cualquier rama del saber.
Como él mismo dice, pretende construir un
instrumento que le permitiera detectar las trampas en
el uso del lenguaje170.
Es un crítico del psicologismo, como hemos visto
que le pasó a Husserl. De hecho, el propio pensador
fenomenológico consideraba que debía a la crítica de
Frege haber abandonado el psicologismo. Frege se
dio cuenta de que esta insistencia en la parte interior
del conocimiento perdía la referencia esencial de todo
conocimiento hacia el mundo que quedaba reducido
a puros hechos. Consideraban que cualquier
pensamiento, la lógica por ejemplo, no era más que un desarrollo particular de las leyes psicológicas.
Esto es un error para Frege. Lo importante del pensamiento no es la actividad de pensar sino lo
pensado. Ahí es donde se decide la verdad o mentira de un enunciado. Por eso, el pensamiento posee
una índole propia e independiente de la actividad mental. Son las leyes de la lógica las que determinan
la verdad o falsedad de una proposición, con independencia de las estructuras psicológicas. Por eso
insiste en que «hay que separar tajantemente lo psicológico de lo lógico, lo subjetivo de lo objetivo»171. Separación
no significa rechazo, pero sí la necesidad de superar el relativismo. En su obra encontramos una
encendida defensa de la realidad y de la verdad: «si en el flujo continuo de todas las cosas no persistiera nada
firme, eterno, desaparecería la inteligibilidad del mundo y todo se precipitaría en la confusión. Parece que algunos piensan
que los conceptos nacen en el alma individual como las hojas en los árboles, y creen que pueden investigar su esencia
investigando su surgimiento y tratando de explicarlo psicológicamente a partir de la naturaleza del alma humana. Pero
esa concepción lo aboca todo a lo subjetivo y, si se prosigue hasta el fin, suprime la verdad»172.
La gran distinción de la obra de Frege es la que realiza entre sentido y referencia. El
trascendentalismo kantiano tiende a reducir el concepto a una representación interna que se establece
entre el sujeto y lo real. Con frecuencia, esta última queda sustituida por el concepto. La referencia
(bedeutung) es algo exterior al lenguaje, es lo real significado por la expresión lingüística; en cambio, el
sentido (sinn) es el modo como se describe la referencia. Frege pone un conocido ejemplo: hay dos
sentidos, el “lucero matutino” y el “lucero vespertino” para la misma referencia: el planeta Venus. En
ambos casos, el sentido es diferente. La referencia es extramental y no se reduce al sentido, que es un
pág. 116
pensamiento puro. Diferente de ambos, es la representación que es mental y depende de cada sujeto.
Esto da lugar para Frege a tres mundos:
- El mundo extramental de las referencias, independiente de sentidos y representaciones.
- El mundo subjetivo de las representaciones, que pueden ser diferentes según los sujetos.
- El mundo atemporal e inmutable del sentido.
Frege significó, sin duda, un apoyo más en la doble línea realista-platónica que se va a ir imponiendo
en algunas corrientes de principios del siglo XX.
Bertrand Arthur William Russell nació en Gales el 18 de mayo de 1872, era noble de origen. Sus antepasados habían
jugado un papel importante en el ala más liberal de la historia de Reino Unido. Huérfano de padres desde muy joven,
fue acogido por su abuela, lady John, tan singular como todos sus antepasados. Fue educado por tutores privados
agnósticos. Estudió en el Trinity Collage de Cambridge. Años más tarde, cuando ejercía la docencia, tuvo allí de discípulo
a Wittgenstein. Se hizo famoso por su manifiesto pacifista en la Primera Guerra Mundial por el que llegó a estar en
prisión. Miembro de la Royal Society desde 1908, condecorado con la Orden del Mérito en 1949, obtuvo el Nobel de
Literatura en 1950. Murió en su Gales natal el 3 de febrero de 1970. Escribirá en 1962 su Autobiografía. En ella consideraba
que su vida había estado guiada por tres pasiones: la sed de amor, la búsqueda de conocimiento y una intensa compasión
por los sufrimientos humanos. Como personaje singular, defendió el amor libre, casándose cuatro veces tras tres
sonados divorcios. Fundó en 1927 junto con su segunda esposa, Dora Winefred Black, una escuela basada en principios
absolutamente libertarios: los niños leían lo que querían, nunca se les castigaba, niños y niñas se bañaban juntos y corrían
desnudos por el parque. La escuela fracasó.
En la biblioteca de su abuelo descubrió las matemáticas, a las que cogió una enorme afición. Aunque
fue hegeliano durante un tiempo por influjo de J.M.F Mac Taggart, principal representante del
idealismo es las Islas Británicas, reaccionó poderosamente contra esta escuela –según él mismo dice-
a partir de 1898, gracias a los argumentos de G.E. Moore, defensor del sentido común en ética. Su
actitud será marcadamente contrario al hecho religioso, que combatió activamente a lo largo de su
vida: «Bradley había defendido que cualquier cosa en la que crea el sentido común es una mera apariencia; nosotros
pasamos al extremo opuesto, y pensamos que eran reales todas las cosas que el sentido común, no influido por la filosofía
y la religión, supone que son reales»173.
173.
Cit por REALE, G – ANTISERI, D., Historia del pensamiento filosófico y científico, Herder, Tomo III, Barcelona 1988, p.
570
pág. 117
- Está directamente relacionado con la ciencia, que considera el saber pleno. Son las
concepciones científicas las que deben guiar al filósofo y no al revés como afirma en La
evolución de mi pensamiento filosófico de 1959. La filosofía tendrá valor sólo si está construida
sobre amplios y sólidos fundamentos de conocimiento no específicamente filosófico. En los
años 70 afirmará que su concepción del mundo se basa en cuatro ciencias: la física, la
fisiología, la psicología y la lógica matemática.
- Este último saber marca la dirección de su pensamiento empirista y constituye la marca
singular de su doctrina: el atomismo lógico, que es una filosofía que pretende establecer
una simbiosis entre el empirismo y la lógica. A él dedica una de sus primeras obras: la filosofía
del atomismo lógico de 1918.
Expliquemos esta doctrina: para el inglés existen unas sensaciones básicas o primarias llamadas
"átomos empíricos" que, semejantes a las impresiones de Hume, forman el fundamento del resto del
conocimiento. Esto se aplica también al lenguaje y al
conocimiento lógico. Russell considera que existe un último
nivel de análisis lingüístico dotado de sentido: la proposición
atómica. Por ejemplo: “Sócrates es ateniense” o “Sócrates es
el marido de Jantipa”. Por debajo de ella se pierde el sentido
y sólo quedan los elementos individuales.
En 1905 va a proponer su teoría de las descripciones. Coincide con Frege en defender el idealismo
platónico con respecto a los objetos matemáticos pues considera que estos poseen una existencia
independiente tanto de los sujetos como de la experiencia, pero no acepta la distinción que este realiza
entre sentido y significado. Russell se plantea el problema de las proposiciones que designan objetos
no existentes. Cuando decimos “la montaña de oro no existe”, indicamos algo que es verdad. ¿Cómo
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puede tener significado algo que es inexistente? Russell intentó reformular lógicamente estas
expresiones, desapareciendo la denotación. Por eso, en los Principia Mathematica va a distinguir entre
descripciones indefinidas o ambiguas y descripciones definidas. Con ello pretende eliminar las
paradojas metafísicas de la existencia y la no existencia.
Pese a su amistad con Wittgenstein, se separó de él al derivar este hacia los “juegos lógicos” que son
la base de su segunda época. Russell estaba centrado en la relación entre el lenguaje y los hechos en
clave empirista. Aunque era consciente de la limitación que esto significaba175, consideraba que era la
mejor teoría que tenemos a nuestra disposición. Se opuso por ello tanto al pragmatismo como a los
neopositivistas como Neurath o Hempel que no iban más allá de las palabras. Sus mayores ataques
se dirigieron –como hemos dicho- hacia Wittgenstein al que acusó de hacer un pensamiento poco
serio. Atacó con ello a toda la filosofía analítica que se centraba en el lenguaje común, mientras que
para Russell era esencial la distinción entre lenguaje técnico y común. Considera que se interesa más
por el sentido de los discursos que por su verdad. Así lo dirá en uno de sus escritos: «cuando era pequeño,
tenía un reloj al cual se le podía quitar el péndulo. Me di cuenta que sin el péndulo el reloj iba mucho más de prisa. Si
el objetivo fundamental de un reloj es el de funcionar, era preferible quitarle el péndulo. Ya no servía para indicar la
hora, claro está, pero la cosa no tenía importancia si uno aprendía a mostrarse indiferente ante el paso del tiempo. La
filosofía lingüística, que se ocupa del lenguaje y no del mundo, es como un niño que prefiere el reloj sin el péndulo porque,
aunque ya no indique la hora que es, funciona con más facilidad y a un ritmo mucho más divertido»176
Como defensor tenaz de la libertad de individuo contra toda norma, fue un activo valedor del
pacifismo, sobre todo en la Primera Guerra Mundial, pues en la Segunda apoyó a los aliados ante los
crímenes nazis. Crítico con el capitalismo, también fue muy duro con el bolchevismo, contra el que
escribirá en 1920 Teoría y práctica del bolchevismo, tras haber mantenido una conversación con Lenin.
Allí dirá: «el sectarismo y la crueldad mongol de Lenin me helaron la sangre en las venas». En 1954
promoverá una campaña contra las armas nucleares, apoyado por Albert Einstein. Escribirá también
dos cartas memorables a Kruschev y a Kennedy durante la crisis de los misiles cubanos en los años
60.
Fue muy crítico con el cristianismo, escribiendo contra él no conocida obra Por qué no soy cristiano.
Considera la religión como un elemento sin sentido, y además, algo inhumano, desde el punto de
vista ético. Es posible que no conociera realmente otra versión del cristianismo que la que podía
ofrecerle la moral victoriana (ya hemos visto que sus maestros fueron agnósticos).
175. Russell advierte que el principio básico del empirismo: “todo el conocimiento sintético está fundado en la experiencia” es un
principio universal y, por tanto, no se funda en la experiencia. Popper radicalizará posteriormente estas tesis al criticar el
neopositivismo.
176. RUSSELL, B., Prólogo a Palabras y cosas de Gellner. Cit. por REALE, G. – ANTISERI, D., Historia del pensamiento
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Un interesante testimonio del pensamiento de Russell y su relación con el cristianismo, lo forma el debate que mantuvo
en la BBC con el conocido historiador de la filosofía, Frederic Copleston, sacerdote jesuita. Al cumplirse en 2008 el
sesenta aniversario de ese encuentro, puede ser interesante recogerlo
para conocer el pensamiento de Russell y su contraposición con el
pensamiento cristiano.
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de la existencia. Así, diría, con el fin de explicar la existencia, tenemos que llegar a un ser que contiene en sí mismo la
razón de su existencia, es decir que no puede no existir.
RUSSELL: Eso plantea muchas cuestiones y no es del todo fácil saber por dónde empezar, pero creo que, quizás,
respondiendo a su argumento, el mejor modo de empezar es la cuestión del ser necesario. La palabra «necesario», a mi
entender, sólo puede aplicarse significativamente a las proposiciones. Y, en realidad, sólo a las analíticas, es decir, a las
proposiciones cuya negación supone una contradicción manifiesta. Yo sólo podría admitir un ser necesario si hubiera
un ser cuya existencia sólo pudiere negarse mediante una contradicción manifiesta. Querría saber si usted acepta la
división de Leibniz de las proposiciones en verdades de razón y verdades de hecho. Si acepta las primeras, las verdades
de razón, como necesarias.
COPLESTON: Bien, yo, desde luego, no suscribo lo que parece ser la idea de Leibniz sobre las verdades de razón y las
verdades de hecho, ya que al parecer, para él, a la larga, sólo hay proposiciones analíticas. Al parecer, para Leibniz, las
verdades de hecho se pueden reducir en último término a verdades de razón. Es decir, a proposiciones analíticas, al
menos para la mente omnisciente. Yo no estoy de acuerdo con eso. Por un lado, no se corresponde con los requisitos
de la experiencia de la libertad. Yo no deseo apoyar toda la filosofía de Leibniz. Me he valido de su argumento de la
contingencia para el ser necesario, basando el argumento en el principio de la razón suficiente, simplemente porque me
parece una formulación breve y clara de lo que es, en mi opinión, el argumento metafísico fundamental de la existencia
de Dios.
RUSSELL: Pero, a mi entender, «una proposición necesaria» tiene que ser analítica. No veo qué otra cosa puede
significar. Y las proposiciones analíticas son siempre complejas y lógicamente algo lentas. «Los animales irracionales son
animales» es una proposición analítica; pero una proposición como «Esto es un animal» no puede ser nunca analítica.
En realidad, todas las proposiciones que pueden ser analíticas son un poco lentas en la construcción de proposiciones.
COPLESTON: Tomemos la proposición «Si hay un ser contingente, entonces hay un ser necesario». Considero que esa
proposición, hipotéticamente expresada, es una proposición necesaria. Si va a llamar proposición analítica a toda
proposición necesaria, entonces, para evitar una discusión sobre terminología, convendré en llamarla analítica, aunque
no la considero una proposición tautológica. Pero la proposición es sólo una proposición necesaria en el supuesto de
que exista un ser contingente. El que exista realmente un ser contingente tiene que ser descubierto por experiencia, y la
proposición de que existe un ser contingente no es ciertamente una proposición analítica, aunque, como usted sabe, yo
una vez sostuve que, si hay un ser contingente, necesariamente hay un ser necesario.
RUSSELL: La dificultad de esta discusión estriba en que yo no admito la idea de un ser necesario, y no admito que tenga
ningún significado particular el llamar «contingentes» a otros seres. Estas frases no tienen para mí significado más que
dentro de una lógica que yo rechazo.
COPLESTON: ¿Quiere decir que rechaza usted estos términos porque no encajan en lo que se denomina «lógica
moderna»?
RUSSELL: Bien, no les encuentro significación. La palabra «necesario» me parece una palabra inútil, excepto cuando se
aplica a proposiciones analíticas, no a cosas.
COPLESTON: En primer lugar, ¿qué entiende por «lógica moderna»? Que yo sepa, hay sistemas un poco diferentes.
En segundo lugar, no todos los lógicos modernos reconocen seguramente la falta de sentido de la metafísica. De todos
modos, ambos sabemos que había un pensador moderno muy eminente, cuyos conocimientos de lógica moderna eran
bien profundos, que no pensaba ciertamente que la metafísica carece de sentido o, en particular, que el problema de
Dios carece de sentido. De nuevo, aunque todos los lógicos modernos sostuvieran que los términos metafísicos carecen
de sentido, eso no significaría que tuviesen razón. La proposición de que los términos metafísicos carecen de sentido
me parece una proposición basada en una supuesta filosofía. La proposición dogmática que hay detrás de ella parece ser
ésta: lo que no cabe dentro de mi máquina no existe, o carece de sentido; es la expresión de la emoción. Sencillamente,
estoy tratando de destacar que cualquiera que afirma que un sistema particular de lógica moderna es el único criterio
sensato, afirma algo superdogmático; insiste dogmáticamente en que una parte de la filosofía es toda la filosofía. Después
de todo, un ser «contingente» es un ser que no tiene en sí mismo la completa razón de su existencia, que es lo que yo
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entiendo por ser contingente. Usted sabe, tan bien como yo, que no puede ser explicada la existencia de ninguno de
nosotros sin referencia a algo o alguien fuera de nosotros, nuestros padres, por ejemplo. Por el contrario, un ser
«necesario» significa un ser que tiene que existir y no puede dejar de existir. Puede decir que no existe tal ser, pero le va
a ser difícil convencerme de que no entiende los términos que uso. Si no los entiende, ¿qué motivos tiene entonces para
decir que no existe ese ser, si es eso lo que dice?
RUSSELL: Bien, aquí hay puntos en los que no quiero profundizar. No sostengo en absoluto que la metafísica carezca
de sentido en general. Sostengo la falta de sentido de ciertos términos particulares, no basándome en alguna razón
general, sino simplemente porque no he sido capaz de ver una interpretación de esos términos particulares. No es un
dogma general; es una cosa particular. Pero, por el momento, dejo esos puntos. Y diré que lo que ha dicho nos lleva, a
mi entender, al argumento ontológico de que hay un ser cuya esencia implica existencia, de forma que Su existencia es
analítica. A mí eso me parece imposible, y plantea, claro está, la cuestión de lo que uno entiende por existencia, y, en
cuanto a esto, pienso que no puede decirse nunca que un sujeto nombrado existe significativamente, sino sólo un sujeto
descrito. Y que la existencia, en realidad, no es, definitivamente, un predicado.
COPLESTON: Bien, usted dice, me parece, que es mala gramática o, mejor dicho, mala sintaxis el decir, por ejemplo,
«T. S. Eliot existe»; debería decirse, por ejemplo, «El autor de Asesinato en la Catedral existe». ¿Va usted a decirme que
la proposición «La causa del mundo existe» carece de significado? Puede decir que el mundo no tiene causa; pero yo no
veo cómo puede decir que la proposición «La causa del mundo existe» no tiene sentido. Póngalo en forma de pregunta:
«¿Tiene el mundo una causa?» «¿Existe la causa del mundo?» La mayoría de la gente entendería seguramente la pregunta,
aun cuando no estén de acuerdo sobre la respuesta.
RUSSELL: Bien; realmente la pregunta «¿Existe la causa del mundo?» es una pregunta con significado. Pero si dice «Sí,
Dios es la causa del mundo», emplea a Dios como nombre propio; luego «Dios existe» no será una afirmación con
significado; ésa es la postura que yo defiendo. Porque, por lo tanto, se deduce que no puede nunca ser una proposición
analítica decir que esto o aquello existe. Por ejemplo, supongamos que toma como tema «el círculo cuadrado existente»;
parecería una proposición analítica decir «el círculo cuadrado existente existe», pero no existe.
COPLESTON: No, no existe, pero no se puede decir que no existe hasta que se tenga un concepto de lo que es la
existencia. En cuanto a la frase «círculo cuadrado existente» yo diría que carece absolutamente de significado.
RUSSELL: Completamente dé acuerdo. Entonces yo diría lo mismo en otro contexto en lo que respecta a un «ser
necesario».
COPLESTON: Bien, parece que hemos llegado a un callejón sin salida. El decir que un ser necesario es un ser que tiene
que existir y no puede dejar de existir tiene para mí un significado definido. Para usted carece de significado.
RUSSELL: Bien, podemos llevar el asunto un poco más lejos, me parece. Un ser que tiene que existir y que no puede
dejar de existir sería, según usted, un ser cuya esencia supone existencia.
COPLESTON: Sí, un ser que es la esencia de lo que ha de existir. Pero yo no querría discutir la existencia de Dios
simplemente partiendo de la idea de Su esencia, porque no creo que hasta ahora tengamos una clara intuición de la
esencia de Dios. Creo que tenemos que discutir partiendo de la experiencia del mundo hasta llegar Dios.
RUSSELL: Sí, veo claramente la diferencia. Pero, al mismo tiempo, un ser con el conocimiento suficiente podría decir:
«¡Aquí está este ser cuya esencia supone existencia!»
COPLESTON: Sí, ciertamente, si alguien viera a Dios, vería que Dios tiene que existir.
RUSSELL: Por eso digo que hay un ser cuya esencia supone existencia aunque no conozcamos esa esencia. Sólo sabemos
que ese ser existe.
COPLESTON: Sí, yo añadiría que no conocemos la esencia a priori. Sólo a posteriori, a través de nuestra experiencia
del mundo, llegamos a un conocimiento de la existencia de ese ser. Y entonces, uno se dice, la esencia y la existencia
tienen que ser idénticas. Porque si la esencia de Dios y la existencia de Dios no son idénticas, entonces habría que buscar
más allá de Dios alguna razón suficiente de esta existencia.
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RUSSELL: Luego, todo gira en torno a la cuestión de la razón suficiente y tengo que declarar que no me ha definido
aún la «razón suficiente» de un modo que yo pueda comprenderla. ¿Qué entiende por razón suficiente? ¿No quiere decir
causal?
COPLESTON: No necesariamente. La causa es una especie de razón suficiente. Sólo un ser contingente puede tener
una causa. Dios es Su propia razón suficiente; y Él no es la causa de Sí. Por razón suficiente, en sentido absoluto,
entiendo una explicación adecuada de la existencia de algún ser particular.
RUSSELL: Pero ¿cuándo es adecuada una explicación? Supongamos que yo me dispongo a encender una cerilla. Usted
puede decir que una explicación suficiente es que la frote contra la caja.
COPLESTON: Bien, en lo que respecta a la práctica, sí, pero teóricamente esa es sólo una explicación parcial. Una
explicación adecuada tiene que ser en último término una explicación total, a la cual no se puede añadir nada más.
RUSSELL: Entonces sólo puedo decir que usted busca algo que no se puede conseguir, y que no debemos esperar
conseguir.
COPLESTON: El decir que no se ha encontrado es una cosa; el decir que no debe buscarse me parece demasiado
dogmático.
RUSSELL: Bien, no lo sé. Quiero decir que la explicación de una cosa es otra cosa que hace la otra cosa dependiente de
otra cosa aún, y que hay que captar todo este lamentable sistema de cosas para hacer lo que usted quiere, y eso no lo
podemos hacer.
COPLESTON: ¿Pero me va a decir que no podemos o que no deberíamos siquiera plantear la cuestión de la existencia
de esta lamentable serie de cosas... de todo el universo?
RUSSELL: Sí. No creo que tenga ningún sentido. Creo que la palabra «universo» es una palabra útil con relación a algo,
pero no creo que represente algo que tenga un significado.
COPLESTON: Si la palabra carece de significado, no puede ser tan útil. De todas maneras, no digo que el universo sea
algo distinto de los objetos que lo componen (ya lo indiqué en mi breve resumen de la prueba); lo que hago es buscar la
razón, en este caso la causa, de los objetos, cuya totalidad real o imaginada constituye lo que llamamos universo. ¿Usted
dice: yo creo que el universo -o mi existencia si lo prefiere, o cualquier otra existencia- es ininteligible?
RUSSELL: Primero voy a rebatir el punto de que si una palabra carece de sentido no puede ser útil. Eso suena bien,
pero no es verdad. Tomemos, por ejemplo, la palabra «el» o «que». Usted no puede indicarme ningún objeto con esos
significados, pero son muy útiles; yo diría lo mismo de «universo». Pero dejando eso aparte, usted pregunta si creo que
el universo es ininteligible. Yo no diría ininteligible; creo que no tiene explicación. Inteligible para mí es una cosa
diferente. Se refiere a la cosa en sí, intrínsecamente, y no a sus relaciones.
COPLESTON: Bien, mi criterio es que lo que denominamos mundo es intrínsecamente ininteligible, aparte de la
existencia de Dios. Verá, yo no creo que el carácter infinito de una serie de acontecimientos -me refiero a una serie
horizontal, por así decirlo-, si ese carácter infinito pudiera ser probado, tenga alguna relevancia. Si usted suma chocolates,
obtendrá chocolates y no una oveja. Si suma chocolates hasta el infinito, es presumible que obtendrá un número infinito
de chocolates. Así, si suma seres contingentes hasta el infinito, seguirá obteniendo seres contingentes, no un ser
necesario. Una serie infinita de seres contingentes será, de acuerdo con mi modo de pensar, igualmente incapaz de ser
su causa, como un solo ser contingente. Sin embargo, usted dice, según creo, que no se puede plantear la cuestión de lo
que explicaría la existencia de cualquier objeto particular, ¿no es así?
RUSSELL: Sí, si entiende que explicarla es simplemente hallar su causa.
COPLESTON: Bien, ¿por qué detenernos en un objeto particular? ¿Por qué no presentar la cuestión de la causa de la
existencia de todos los objetos particulares?
RUSSELL: Porque no encuentro la razón para pensar que la hay. Todo concepto de causa está derivado de nuestra
observación de cosas particulares; no encuentro ninguna razón para suponer que el total tenga una causa, cualquiera que
sea.
COPLESTON: Bien, el decir que no hay causa no es lo mismo que decir que no debemos buscar una causa. La
afirmación de que no hay causa debería venir, si viene, al final de la indagación, no al principio. En cualquier caso, si el
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total carece de causa, entonces, a mi manera de ver, tiene que ser su propia causa, lo que me parece imposible. Además,
la afirmación de que el mundo existe, aunque sólo sea como respuesta a una pregunta, presupone que la pregunta tiene
sentido.
RUSSELL: No, no necesita ser su propia causa; lo que digo es que el concepto de causa no es aplicable al total.
COPLESTON: Entonces, ¿está de acuerdo con Sartre en que el universo es lo que él llama «gratuito»?
RUSSEU: Bien, la palabra «gratuito» sugiere que podría haber algo más; yo digo que el universo simplemente existe, eso
es todo.
COPLESTON: Bien, no comprendo cómo suprime la legitimidad de preguntar cómo el total, o cualquiera de las partes,
ha adquirido existencia. ¿Por qué algo, mejor que nada? El hecho de que sostengamos nuestra noción de casualidad
empíricamente de causas particulares no excluye la posibilidad de preguntar cuál es la causa de la serie. Si la palabra
«causa» careciera de sentido, o si pudiera demostrarse que el criterio de Kant sobre la materia era el verdadero, la pregunta
sería ilegítima; pero usted no parece sostener que la palabra «causa» carezca de sentido, ni creo que sea kantiano.
RUSSELL: Puedo ilustrar lo que me parece su falacia por excelencia. Todo hombre existente tiene una madre y me
parece que su argumento es que, por lo tanto, la raza humana tiene una madre, pero evidentemente la raza humana no
tiene una madre: ésa es una esfera lógica diferente.
COPLESTON: Bien, realmente no veo ninguna similitud. Si dijera «todo objeto tiene una causa fenoménica; por lo
tanto, toda la serie tiene una causa fenoménica», habría una similitud; pero no digo eso; digo: todo objeto tiene una causa
fenoménica si insiste en la infinidad de la serie, pero la serie de causas fenoménicas es una explicación insuficiente de la
serie. Por lo tanto, la serie tiene, no una causa fenoménica, sino una causa trascendente.
RUSSELL: Eso, presuponiendo siempre que no sólo cada cosa particular del mundo sino el mundo globalmente tiene
que tener una causa. No encuentro la razón para esa suposición. Si usted me la da, le escucharé.
COPLESTON: Bien, la serie de acontecimientos tiene causa o no tiene causa. Si la tiene, debe haber, evidentemente,
una causa fuera de la serie. Si no tiene causa, entonces es suficiente por sí misma, y si lo es, es lo que yo llamo necesaria.
Pero no puede ser necesaria ya que cada miembro es contingente, y hemos convenido en que el total no tiene realidad
aparte de sus miembros, y por lo tanto no puede ser necesario. Por lo tanto, no puede carecer de causa, y tiene que tener
una causa. Y me gustaría anotar, de pasada, que la afirmación «el mundo existe sencillamente y es inexplicable» no puede
ser producto del análisis lógico.
RUSSELL: No quiero parecer arrogante, pero me parece que puedo concebir cosas que usted dice que la mente humana
no puede concebir. En cuanto a que las cosas no tengan causa, los físicos nos aseguran que la transición del cuántum
individual de los átomos carece de causa.
COPLESTON: Bien, yo me pregunto si eso no es simplemente una inferencia transitoria.
RUSSELL: Puede ser, pero demuestra que las mentes de los físicos pueden concebirlo.
COPLESTON: Sí, convengo en que algunos científicos -los físicos- están dispuestos a permitir la indeterminación
dentro de un campo restringido. Pero hay muchos científicos que no están tan dispuestos. Creo que el profesor Dingle,
de la Universidad de Londres, sostiene que el principio de la incertidumbre de Heisenberg nos dice algo sobre el éxito
(o la falta de él) de la presente teoría atómica basada en observaciones correlativas, pero no sobre la naturaleza en sí, y
muchos físicos comparten este criterio. Sea como sea, no comprendo cómo los físicos pueden no aceptar la teoría en la
práctica, aunque no la acepten en teoría. No comprendo cómo puede hacerse ciencia, si no es basándose en la suposición
del orden y la inteligibilidad de la naturaleza. El físico presupone, al menos tácitamente, que tiene cierto sentido investigar
la naturaleza y buscar las causas de los acontecimientos, como el detective presupone que tiene un sentido el buscar la
causa de un asesinato. El metafísico supone que tiene sentido buscar la razón o la causa de los fenómenos y, como no
soy kantiano, considero que el metafísico está tan justificado en su suposición como el físico. Cuando Sartre, por ejemplo,
dice que el mundo es gratuito, creo que no ha considerado suficientemente lo que implica «gratuito».
RUSSELL: Creo... me parece que de eso no podemos hablar por extensión; un físico busca causas; eso no significa
necesariamente que haya causas por todas partes. Un hombre puede buscar oro sin suponer que haya oro en todas
partes; si encuentra oro, enhorabuena; si no lo encuentra mala suerte. Lo mismo ocurre cuando los físicos buscan causas.
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En cuanto a Sartre, no sé exactamente lo que quiere decir, y no querría que pensasen que lo interpreto, pero, por mi
parte, creo que la noción de que el mundo tiene una explicación es un error. No veo por qué uno debe esperar que la
tenga, y creo que lo que dice sobre la justificación de la suposición del científico es una afirmación excesiva.
COPLESTON: Bien, me parece que el científico hace ciertas suposiciones. Cuando experimenta para averiguar alguna
verdad particular, detrás del experimento se esconde la suposición de que el universo no es simplemente discontinuo.
Existe la posibilidad de averiguar una verdad mediante el experimento. El experimento puede ser malo, puede no tener
resultado, o no el resultado deseado, pero, de todas maneras existe la posibilidad de hallar la verdad que supone mediante
el experimento. Y esto me parece que presupone un universo ordenado e inteligible.
RUSSELL: Creo que está generalizando más de lo necesario. Sin duda el científico supone que probablemente la hallará
y con frecuencia es así. No da por supuesto que la hallará seguro y ése es un asunto muy importante en la física moderna,
COPLESTON: Bien, creo que lo da por supuesto, o está obligado a darlo tácitamente, en la práctica. Puede ocurrir,
citando al profesor Haldane que «cuando encienda un gas bajo la marmita, parte de las moléculas de agua se evaporarán,
y no habrá modo de averiguar cuáles serán», pero no hay que pensar necesariamente que la idea de la casualidad tenga
que ser introducida excepto en relación con nuestros propios conocimientos.
RUSSELL: No, no es así, al menos si puedo creer en lo que él mismo dice. Descubre muchas cosas el científico; descubre
muchas cosas que están sucediendo en el mundo, que son, al principio, comienzos de cadenas causales, primeras causas
que no tienen causa en sí mismas. No supone que todo tiene una causa.
COPLESTON: Seguramente hay una primera causa dentro de un cierto campo elegido. Es una primera causa relativa.
RUSSELL: No creo que diga eso. Si existe un mundo en el cual la mayoría de los acontecimientos, pero no todos, tienen
causas, el científico podrá describir las probabilidades e incertidumbres suponiendo que este acontecimiento particular
en que uno está interesado, probablemente tiene una causa. Y como, en cualquier caso, no se tiene más que la
probabilidad, con eso basta.
COPLESTON: Puede ocurrir que el científico no espere obtener más que la probabilidad, pero, al plantear la cuestión,
supone que la cuestión de la explicación tiene un significado. Pero su criterio general es, entonces, Lord Russell, que no
es siquiera legítimo plantear la cuestión de la causa del mundo, ¿no es así?
RUSSELL: Sí, ésa es mi postura.
COPLESTON: Si esa cuestión carece para usted de significado, es, claro está, muy difícil discutirla, ¿no es cierto?
RUSSELL: Sí, es muy difícil. ¿Qué le parece si pasamos a otros problemas?
LA EXPERIENCIA RELIGIOSA
COPLESTON: Muy bien. Voy a decir unas palabras sobre la experiencia religiosa, y luego pasaremos a la experiencia
moral. Yo no considero la experiencia religiosa como una prueba estricta de la existencia de Dios, por lo que el carácter
de la discusión cambia un poco, pero creo que puede decirse que su mejor aplicación es la existencia de Dios. Por
experiencia religiosa no entiendo simplemente sentirse a gusto. Entiendo una apasionada, aunque oscura, conciencia de
un objeto que irresistiblemente parece al sujeto de la experiencia algo que le trasciende, algo que trasciende todos los
objetos normales de experiencia, algo que no puede ser imaginado, ni conceptualizado, pero cuya realidad es indudable,
al menos durante la experiencia. Yo afirmaría que no puede explicarse adecuadamente y sin dejarse cosas en el tintero;
sólo subjetivamente. La experiencia básica real, de todos modos, se explica fácilmente mediante la hipótesis de que existe
realmente alguna causa objetiva de esa experiencia.
RUSSELL: Yo respondería a esa argumentación que todo el argumento que se derive de nuestros estados de conciencia
con respecto a algo fuera de nosotros es un asunto muy peligroso. Aun cuando todos admitimos su validez, sólo nos
sentimos justificados al hacerlo, me parece a mí, en virtud del consenso de la humanidad. Si hay una multitud en una
habitación y en la habitación hay un reloj, todos pueden ver el reloj. El hecho de que todos puedan verlo tiende a hacerles
pensar que no se trata de una alucinación: mientras que esas experiencias religiosas tienden a ser muy particulares.
COPLESTON: Sí, así es. Hablo estrictamente de la experiencia mística pura, y ciertamente no incluyo lo que se llaman
visiones. Me refiero sencillamente a la experiencia, y admito plenamente que es inefable, del objeto trascendente o de lo
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que parece ser un objeto trascendente. Recuerdo que Julian Huxley dijo en una conferencia que la experiencia religiosa,
o la experiencia mística, es una experiencia tan real como el enamorarse o el apreciar la poesía y el arte. Bien, yo creo
que cuando apreciamos la poesía y el arte apreciamos poemas concretos o una obra de arte en concreto. Si nos
enamoramos, nos enamoramos de alguien, no de nadie.
RUSSELL: Permítame interrumpirle un momento. Eso no sucede siempre así. Los novelistas japoneses nunca creen que
han conseguido su objetivo hasta que gran cantidad de seres reales se han suicidado por amor a la heroína imaginaria.
COPLESTON: Bien, le creo lo que dice que sucede en el Japón. No me he suicidado, gracias a Dios, pero me vi
fuertemente influido, al tomar dos importantes decisiones en mi vida, por dos biografías. Sin embargo, debo aclarar que
encuentro poca semejanza entre la influencia real de esos libros sobre mí, y la experiencia mística pura, hasta el punto,
entiéndase, en que alguien ajeno a ella puede tener una idea de tal experiencia.
RUSSELL: Bien, yo quiero decir que no debemos considerar a Dios al mismo nivel que los personajes de una obra de
ficción. ¿Reconocerá que aquí hay una diferencia?
COPLESTON: Desde luego. Pero lo que yo diría es que la mejor explicación parece ser la explicación que no es
puramente subjetiva. Claro que una explicación subjetiva es posible en el caso de cierta gente, en la que hay escasa
relación entre la experiencia y la vida, como en el caso de los alucinados, etc. Pero cuando se llega al tipo puro, como
por ejemplo San Francisco de Asís, cuando se obtiene una experiencia cuyo resultado es un desbordamiento de amor
creativo y dinámico, la mejor explicación, a mi entender, es la existencia real de una causa objetiva de la experiencia.
RUSSELL: Bien, yo no afirmo dogmáticamente que no hay Dios. Lo que sostengo es que no sabemos que lo haya. Yo
sólo puedo tener en cuenta lo que se registra, y encuentro que se registran muchas cosas, pero estoy seguro de que usted
no acepta lo que se dice sobre los demonios, etc., aunque todas esas cosas se afirman exactamente con el mismo tono
de voz y con la misma convicción. Y el místico, si su visión es verdadera, puede decir que él sabe que existen los
demonios. Pero yo no sé que los haya.
COPLESTON: Seguramente en el caso de los demonios ha habido gente que ha hablado principalmente de visiones,
apariciones, ángeles o diablos, etcétera. Yo excluiría las apariciones porque pueden ser explicadas con independencia de
la existencia del sujeto supuestamente visto.
RUSSELL: Pero ¿no cree que hay suficientes casos registrados de personas que creen que han oído cómo Satán les
hablaba dentro de su corazón, del mismo modo que los místicos afirman a Dios? Y ahora no hablo de una visión exterior,
hablo de una experiencia puramente mental. Ésa parece ser una experiencia de la misma clase que la experiencia de Dios
de los místicos, y no veo por qué, por lo que nos dicen los místicos, no se puede sostener el mismo argumento en favor
de Satán.
COPLESTON: Estoy completamente de acuerdo en que hay gente que ha imaginado o pensado que ha visto u oído a
Satán. Y de pasada, yo no tengo el menor deseo de negar la existencia de Satán. Pero no creo que la gente haya afirmado
haber experimentado a Satán, del modo preciso en que los místicos afirman haber experimentado a Dios. Tomemos el
caso de Plotino, que no era cristiano. Éste admite la experiencia de algo inexpresable, el objeto es un objeto de amor, y
por lo tanto no un objeto que causa horror y disgusto. Y el efecto de esa experiencia está, diría, refrendado o, mejor
dicho, la validez de la experiencia está refrendada por las crónicas de la vida de Plotino. De todas maneras, es más
razonable suponer que tuvo esa experiencia, si hemos de aceptar el relato de Porfirio sobre la bondad y benevolencia de
Plotino.
RUSSELL: El hecho de que una creencia tenga un buen efecto moral sobre un hombre no constituye ninguna evidencia
en favor de su verdad.
COPLESTON: No, pero si pudiera probarse de verdad que la creencia era realmente la causa de un buen efecto en la
vida de ese hombre, la consideraría una presunción en favor de alguna verdad; en todo caso, de la parte positiva de la
creencia, no de su entera validez. Pero, sea como sea, utilizo el carácter de su vida como prueba en favor de la veracidad
y la cordura del místico más que como prueba de la verdad de sus creencias.
RUSSELL: Pero incluso eso no lo considero como prueba. Yo he tenido experiencias que han alterado mi carácter
profundamente. Y de todas maneras, en aquel momento pensé que fue alterado para bien. Aquellas experiencias eran
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importantes, pero no suponían la existencia de algo fuera de mí, y no creo que, si yo hubiere pensado que la suponían,
el hecho de que tuvieran un efecto saludable constituiría una prueba de que yo tenía razón.
COPLESTON: No, pero creo que el buen efecto atestiguaría su veracidad en la descripción de la experiencia. Por favor,
recuerde que no estoy diciendo que la mediación de un místico o la interpretación de su experiencia deban ser inmunes
a la crítica o discusión.
RUSSELL: Evidentemente, el carácter de un joven puede verse, y con frecuencia se ve, inmensamente afectado para
bien por las lecturas sobre un gran hombre de la historia, y puede ocurrir que el gran hombre sea un mito y no exista,
pero el muchacho queda tan afectado para bien como si existiera. Ha habido gente así. En las Vidas de Plutarco
encontramos el ejemplo de Licurgo, que no existió de verdad, pero se puede uno ver muy influido leyendo cosas sobre
Licurgo, teniendo incluso la impresión de que ha existido. Entonces uno habrá recibido la influencia de un objeto que
ha amado, pero no habrá objeto existente.
COPLESTON: En eso estoy de acuerdo con usted; un hombre puede sufrir la influencia de un personaje de ficción. Sin
profundizar en la cuestión de qué es lo que precisamente le afecta (yo diría que un valor real), creo que la situación de
ese hombre y del místico son diferentes. Después de todo, el hombre influido por Licurgo no ha tenido la irresistible
impresión de que ha experimentado, en alguna forma, la última realidad.
RUSSELL: No creo que haya captado bien mi criterio sobre estos personajes históricos, estos personajes no históricos
de la historia. No supongo lo que usted llama un efecto sobre la persona. Supongo que el joven, al leer sobre esa persona
y creerla real, la ama, cosa que ocurre con mucha facilidad, pero, sin embargo, ama a un fantasma.
COPLESTON: En un sentido ama a un fantasma, eso es perfectamente cierto; en el sentido, quiero decir, que ama a X
o Y que no existen. Pero, al mismo tiempo, creo que el muchacho no ama al fantasma como tal; percibe el valor real,
una idea que reconoce como objetivamente válida, y eso es lo que despierta su amor.
RUSSELL: Sí, en el mismo sentido en que hablábamos antes de los personajes de ficción.
COPLESTON: Sí, en un sentido el hombre ama a un fantasma; perfectamente cierto. Pero, en otro, ama lo que percibe
como un valor.
EL ARGUMENTO MORAL
RUSSELL: Pero ¿ahora no está diciendo, en efecto, que entiende por Dios todo cuanto es bueno, o la suma total de lo
que es bueno, el sistema de lo que es bueno, y, por lo tanto, cuando un joven ama algo bueno, ama a Dios? ¿Es eso lo
que dice? Porque, si lo es, hay que discutirlo.
COPLESTON: No digo, claro está, que Dios sea la suma total o el sistema de lo bueno en el sentido panteísta; no soy
panteísta, pero sí creo que toda bondad refleja a Dios de alguna forma y procede de Él, de modo que el hombre que
ama lo que es realmente bueno, ama a Dios, aun cuando no advierta a Dios. Pero convengo en que la validez de esta
interpretación de la conducta de un hombre depende del reconocimiento de la existencia de Dios, evidentemente.
RUSSELL: Sí, pero ése es un punto que hay que probar.
COPLESTON: De acuerdo, pero yo considero que lo prueba el argumento metafísico y ahí diferimos.
RUSSELL: Verá, yo entiendo que hay cosas buenas y cosas malas. Yo amo las cosas que son buenas, que yo creo que
son buenas, y odio las cosas que creo malas. No digo que las cosas buenas lo son porque participan de la divina bondad.
COPLESTON: Sí, pero ¿cuál es su justificación para distinguir entre lo bueno y lo malo, o cómo se las arregla para
distinguir ambas cosas?
RUSSELL: No necesito justificación alguna, como no la necesito cuando distingo entre el azul y el amarillo. ¿Cuál es mi
justificación para distinguir entre el azul y el amarillo? Veo que son diferentes.
COPLESTON: Estoy de acuerdo en que ésa es una excelente justificación. Usted distingue el amarillo del azul porque
los ve, pero ¿cómo distingue lo bueno de lo malo?
RUSSELL: Por mis sentimientos.
COPLESTON: Por sus sentimientos. Bien, eso era lo que yo preguntaba. ¿Usted cree que el bien y el mal hacen
referencia simplemente al sentimiento?
pág. 127
RUSSELL: Bien, ¿por qué un tipo de objeto parece amarillo y otro azul? Puedo darle una respuesta a eso gracias a los
físicos, y en cuanto a que yo considere mala una cosa y otra buena, probablemente la respuesta es de la misma clase,
pero no ha sido estudiada del mismo modo y no se la puedo dar.
COPLESTON: Bien, tomemos por ejemplo el comportamiento del comandante de Belsen (ver al final del debate). A
usted le parece malo e indeseable, y a mí también. Para Adolfo Hitler, me figuro que sería algo bueno y deseable. Supongo
que usted reconocerá que para Hitler era bueno y para usted malo.
RUSSELL: No, no voy a ir tan lejos. Quiero decir que hay gente que comete errores en eso, como puede cometerlos en
otras cosas. Si tiene ictericia verá las cosas amarillas aun cuando no lo sean. En eso comete un error.
COPLESTON: Sí, uno puede cometer errores, pero ¿se puede cometer un error cuando se trata simplemente de una
cuestión referida a un sentimiento o a una emoción? Seguramente Hitler sería el único juez posible en lo relativo a sus
propias emociones.
RUSSELL: Tiene razón al decir eso, pero puede decir también varias cosas sobre los demás; por ejemplo, que si eso
afectaba de tal manera las emociones de Hitler, entonces Hitler afecta de un modo totalmente distinto a mis emociones.
COPLESTON: Concedido. Pero ¿no hay criterio objetivo, aparte del sentimiento, para condenar la conducta del
comandante de Belsen, según usted?
RUSSELL: No más que para una persona daltónica que se encuentra exactamente en la misma posición. ¿Por qué
condenamos intelectualmente al daltónico? ¿Porque se trata de una minoría?
COPLESTON: Yo diría que es porque le falta algo que normalmente pertenece a la naturaleza humana.
RUSSELL: Sí, pero si se tratara de una mayoría, no diríamos eso.
COPLESTON: Entonces, usted diría que no hay criterio aparte del sentimiento que nos permita distinguir entre la
conducta del comandante de Belsen y la conducta, por ejemplo, de Sir Strafford Cripps, o del Arzobispo de Canterbury.
RUSSELL: Lo del sentimiento es demasiado simple. Hay que tener en cuenta los efectos de los actos y los sentimientos
hacia ésos efectos. Como verá, puede provocar una discusión, si usted dice que cierta clase de sucesos le agradan y que
otros no le agradan. Entonces, tendría que tener en cuenta los efectos de las acciones. Puede decir muy bien que los
efectos de las acciones del comandante de Belsen fueron dolorosos y desagradables.
COPLESTON: Indudablemente lo fueron, de acuerdo, para toda la gente del campo.
RUSSELL: Sí, pero no sólo para la gente del campo, sino también para los extraños que los contemplaban.
COPLESTON: Sí, completamente cierto. Pero ése es mi criterio. No apruebo esos actos, y sé que usted no los aprueba,
pero no veo razón alguna para no aprobarlos, porque, después de todo, para el comandante de Belsen esos actos eran
agradables.
RUSSELL: Sí, pero ve que en este caso no necesito más razones que en el caso de la percepción de los colores. Hay
personas que piensan que todo es amarillo, hay gentes que sufren de ictericia, y yo no estoy de acuerdo con ellas. No
puedo probar que las cosas no son amarillas, no hay prueba de ello, pero la mayoría de la gente está de acuerdo conmigo
en que el comandante de Belsen estaba cometiendo errores.
COPLESTON: Bien, ¿acepta alguna obligación moral?
RUSSELL: El responder a eso me obligaría a extenderme mucho. Hablando en términos prácticos, sí. Hablando
teóricamente, tendría que definir la obligación moral muy cuidadosamente.
COPLESTON: Bien, ¿cree que la palabra «debo» tiene simplemente una connotación emocional?
RUSSELL: No, no lo creo, porque, como decía hace un momento, uno tiene que tener en cuenta los efectos, y yo opino
que la buena conducta es la que probablemente produciría el mayor saldo posible en valor intrínseco de todos los actos
posibles de acuerdo con las circunstancias, y hay que tener en cuenta los efectos probables de una acción al considerar
lo que es bueno.
COPLESTON: Bien, yo traje a colación la obligación moral porque pienso que uno puede acercarse por ese camino a
la cuestión de la existencia de Dios. La gran mayoría de la raza humana hará, y siempre ha hecho, alguna distinción entre
el bien y el mal. La gran mayoría, a mi entender, tiene alguna conciencia de una obligación en la esfera moral. Yo opino
que la percepción de valores y la conciencia de una ley y una obligación morales tienen su mejor aplicación en la hipótesis
pág. 128
de una razón trascendente del valor y de un autor de la ley moral. No entiendo por «autor de la ley moral» un autor
arbitrario de la ley moral. Creo, en realidad, que esos ateos modernos que han sostenido, a la inversa, «no hay Dios; por
lo tanto, no hay valores absolutos ni ley absoluta» son completamente lógicos.
RUSSELL: No me gusta la palabra «absoluto». No creo que haya nada absoluto. La ley moral, por ejemplo, cambia
constantemente. En un período del desarrollo de la raza humana casi todo el mundo pensaba que el canibalismo era un
deber.
COPLESTON: Bien, no veo que las diferencias entre juicios morales particulares constituyan ningún argumento
concluyente contra la universidad de la ley moral. Supongamos por el momento que hay valores morales absolutos;
incluso manejando esta hipótesis sólo se puede esperar que diferentes individuos y diferentes grupos posean diversos
grados de percepción de esos valores.
RUSSELL: Me siento inclinado a pensar que «debo», el sentimiento que uno tiene acerca de «debo», es un eco de lo que
nos han dicho nuestros padres y nuestras ayas.
COPLESTON: Bien, yo me pregunto si se puede acabar con la idea del «debo» solamente en términos de ayas y de
padres. Realmente no sé cómo puede ser transmitida a nadie en otros términos que los propios. Me parece que, si hay
un orden moral que pesa sobre la conciencia humana, entonces ese orden moral es ininteligible sin la existencia de Dios.
RUSSELL: Entonces, tiene que elegir una de las dos cosas. O Dios sólo habla a un pequeño porcentaje de la humanidad
-que da la casualidad que le comprende a usted-, o deliberadamente dice cosas que no son ciertas, cuando se dirige a la
conciencia de los salvajes.
COPLESTON: Bien, yo no estoy sugiriendo que Dios dicte realmente los preceptos morales a la conciencia. Las ideas
humanas del contenido de la ley moral dependen, desde luego, en gran parte de la educación y del medio, y un hombre
tiene que usar su razón al estimar la validez de las ideas morales reales de su grupo social. Pero la posibilidad de criticar
el código moral aceptado presupone que hay un patrón objetivo, que hay un orden moral ideal, que se impone (quiero
decir, cuyo carácter obligatorio puede ser reconocido). Creo que el reconocimiento de este orden moral ideal es parte
del reconocimiento de la contingencia. Implica la existencia de un fundamento real de Dios.
RUSSELL: Pero el legislador siempre ha sido, a mi parecer, los padres o alguien semejante. Hay muchos legisladores
terrestres, lo que explica por qué las conciencias de la gente son tan extraordinariamente distintas en diferentes tiempos
y lugares.
COPLESTON: Eso ayuda a explicar las diferencias de percepción de los valores morales particulares, diferencias que
de lo contrario son inexplicables. Ayudará también a explicar los cambios en materia de ley moral, en el contenido de
los preceptos aceptados por esta o aquella nación, o este o aquel individuo. Pero su forma, lo que Kant llama el
imperativo categórico, el «debo», yo realmente no sé cómo puede ser inculcado a nadie por los padres o las ayas, porque
no hay términos posibles, que yo sepa, con que se pueda explicar. No puede definirse con otros términos que los suyos
propios, porque una vez que se le ha definido en otros términos que ésos, se ha terminado con él. Ya no es un deber
moral. Ya es otra cosa.
RUSSELL: Bien, yo creo que el sentimiento del deber es la consecuencia de la imaginaria reprobación de alguien; puede
ser la imaginaria reprobación de Dios, pero es la reprobación imaginaria de alguien. Y eso es lo que yo entiendo por
«deber».
COPLESTON: A mí me parece que todas las cosas externas, las costumbres y tabús, son las que pueden ser explicadas
en base al medio y la educación, mas todo eso pertenece, a mi entender, a lo que llamo la materia de la ley, al contenido.
La idea de «deber» es tal que no puede ser inculcada a un hombre por un jefe de tribu ni por nadie, porque no hay
términos para ello. Me parece perfectamente... (Russell interrumpe).
RUSSELL: Pero no encuentro ninguna razón para decir eso. Todos sabemos algo sobre reflejos condicionados. Sabemos
que un animal, si se le castiga habitualmente por un determinado acto, a1 cabo de un tiempo dejará de hacerlo. No creo
que el animal deje de hacerlo porque se ha dicho «mi amo se enfadará si hago esto». Tiene la sensación de que no debe
hacer aquello. Eso es lo que ocurre con nosotros y nada más.
pág. 129
COPLESTON: No veo ninguna razón que nos haga suponer que un animal tiene conciencia de la obligación moral; y
la verdad es que no consideramos a un animal moralmente responsable por sus actos de desobediencia. Pero el hombre
tiene conciencia de la obligación y de los valores morales. No creo que se pueda condicionar a los hombres, como se
puede «condicionar» a un animal, ni supongo que usted quisiera hacerlo realmente, aun cuando se pudiera. Si el
conductismo fuera cierto, no habría distinción moral objetiva entre el emperador Nerón y San Francisco de Asís. No
puedo menos que pensar, Lord Russell, que usted considera la conducta del comandante de Belsen como moralmente
reprensible, y que usted jamás, bajo la circunstancia que fuese, actuaría de ese modo, aun cuando pensase, o tuviera
razones para pensar, que posiblemente el saldo de felicidad de la raza humana podría aumentarse si se tratase a algunas
personas de esa manera abominable.
RUSSELL: No. Yo no imitaría la conducta de un perro rabioso. Pero el que no lo hiciera no incumbe a la cuestión que
estamos discutiendo.
COPLESTON: No, pero si usted estuviera dando una explicación utilitaria del bien y del mal en términos de
consecuencias, podría sostenerse, y yo supongo que algunos de los mejores nazis lo habrán sostenido, que, aunque es
lamentable proceder de este modo, sin embargo, a la larga el saldo de felicidad es mayor. No creo que usted afirme eso,
¿verdad? Yo creo que usted dirá que esa acción es mala, en sí, aparte de que aumente o no la felicidad general. Entonces,
si está dispuesto a decir esto, creo que debe de tener cierto criterio del bien y del mal, al margen del criterio del
sentimiento. Para mí, ese reconocimiento tendría como último resultado el reconocimiento de Dios, como suprema
razón de los valores existentes.
RUSSELL: Creo que nos estamos confundiendo. No es el sentimiento directo hacia el acto el que me sirve de juicio,
sino más bien el sentimiento hacia sus efectos. Y no puedo reconocer circunstancia alguna en la cual ciertas clases de
conducta como las que ha estado poniendo como ejemplo podrían causar un bien. No concibo circunstancias en las
cuales pudieran tener un efecto beneficioso. Creo que las personas que lo creen se engañan. Pero si hubiera circunstancias
en las que produjesen un efecto beneficioso, entonces podría verme obligado a decir, aunque de mala gana, «No me
gustan esas cosas, pero las aceptaré», como acepto el Código Penal, aunque el castigo me molesta profundamente.
COPLESTON: Bien, quizás ha llegado el momento de que yo haga un resumen de mi postura. He discutido dos cosas.
Primero, que la existencia de Dios puede ser probada filosóficamente, mediante un argumento metafísico; segundo, que
sólo la existencia de Dios da sentido a la experiencia moral y a la experiencia religiosa del hombre. Personalmente, opino
que su modo de explicar los juicios morales del hombre lleva inevitablemente a una contradicción entre lo que exige su
teoría y sus juicios espontáneos. Además, su teoría da de lado a la obligación moral, y eso no es una explicación. Con
respecto al argumento metafísico, aparentemente estamos de acuerdo en que lo que llamamos mundo consiste
sencillamente en seres contingentes. Es decir, en seres carentes de razón para su propia existencia. Usted dice que la
serie de acontecimientos no necesita explicación: yo digo que, si no hubiera un ser necesario, un ser que tuviera que
existir y no pudiera dejar de existir, no existiría nada. El carácter infinito de la serie de seres contingentes, aun probado,
no conduciría a nada. Hay algo que existe; por lo tanto tiene que haber algo que explique este hecho, un ser que esté al
margen de la serie de seres contingentes. Si usted hubiera admitido esto, podríamos haber discutido si ese ser es personal,
bueno, etc. En el punto sobre el que hemos realmente discutido, si hay o no un ser necesario, yo estoy de acuerdo con
la gran mayoría de los filósofos clásicos. Usted sostiene, según creo, que los seres existentes existen sencillamente, y que
no hay justificación para plantear la cuestión de la explicación de su existencia. Pero yo querría indicar que esta posición
no puede fundamentarse mediante el análisis lógico; expresa una filosofía que necesita pruebas. Creo que hemos llegado
a un callejón sin salida porque nuestras ideas filosóficas son radicalmente diferentes; me parece que a lo que yo llamo
una parte de la filosofía, usted lo llama el total, al menos en lo que tiene de racional la filosofía. Me parece, si me perdona
que se lo diga, que además de su sistema lógico, que llama «moderno» por oposición a la lógica anticuada (un adjetivo
tendencioso), defiende una filosofía que no puede ser verificada mediante el análisis lógico. Después de todo, el problema
de la existencia de Dios es un problema existencial mientras que el análisis lógico no trata directamente los problemas
de la existencia. Luego, a mi modo de ver, declarar que los términos que suponen una serie de problemas carecen de
pág. 130
sentido, porque no son necesarios para tratar otra serie de problemas, es establecer desde un principio la naturaleza y la
extensión de la filosofía, y esto en sí mismo es un acto filosófico que necesita justificación.
RUSSELL: Bien, también yo diré unas cuantas palabras como resumen. Primero, en cuanto al argumento metafísico: no
admito las connotaciones del término «contingente» o la posibilidad de explicación en el sentido del padre Copleston.
Creo que la palabra «contingente» inevitablemente sugiere la posibilidad de algo que no tendría lo que llamaría usted el
carácter accidental de existir simplemente, y no creo que esto sea verdad excepto en el sentido puramente causal. A veces
se puede dar una explicación causal de algo diciendo que es el efecto de otra cosa, pero esto es sólo referir una cosa a
otra y no hay -a mi entender- explicación alguna en el sentido del padre Copleston, ni tiene sentido tampoco llamar
«contingentes» a las cosas, porque no podrían ser de otra manera. Esto es lo que yo diría acerca de eso, pero querría
decir unas palabras sobre la acusación del padre Copleston acerca de que considero la lógica como el total de la filosofía,
lo que no es así. No considero en absoluto la lógica como el total de la filosofía. Creo que la lógica es una parte esencial
de la filosofía y que la lógica tiene que ser usada en filosofía, y creo que en eso él y yo estamos de acuerdo. Cuando la
lógica que él usa era nueva, a saber, en la época de Aristóteles, hubo que darle una gran importancia; Aristóteles le dio
pues una gran importancia a la lógica. Ahora se ha hecho vieja y respetable y no hay que darle tanta importancia. La
lógica en que yo creo es relativamente nueva y, por lo tanto, tengo que imitar a Aristóteles dándole mucha importancia;
pero no es que yo crea que representa toda la filosofía, no lo creo. Creo que es una parte importante de la filosofía y,
cuando digo eso, que no encuentro un significado para esta o la otra palabra, se trata de una apreciación basada en lo
que he averiguado sobre esa palabra en particular, al pensar acerca de ella. No se trata de una postura general que implique
que todas las palabras usadas en metafísica carezcan de sentido, o cosa semejante, que realmente yo no creo. Con
respecto al argumento moral advierto que cuando uno estudia antropología o historia se da cuenta de que hay personas
que piensan que su deber consiste en realizar actos que yo considero abominables y, por lo tanto, no puedo atribuir
origen divino a la materia de la obligación moral, cosa que el padre Copleston no me pide; pero creo que incluso la forma
que toma la obligación moral, cuando se trata de ordenarle a uno que se coma a su padre, por ejemplo, no me parece
una cosa muy noble y bella; y, por lo tanto, no puedo atribuir origen divino a la obligación moral en este sentido que
creo que puede explicarse fácilmente de otras muchas maneras.
NOTA: Joseh Kramer fue el comandante del campo de concentración de Belsen, liberado el
11 de abril de 1945 por la XI División blindada inglesa. Supuso una gran conmoción para la
opinión pública inglesa. Con capacidad para 8.000 personas, se hacinaban en él m ás de 40.000.
Había 10.000 cadáveres sin enterrar. De febrero a abril habían muerto de hambre o ejecutados
más de 34.000 personas. El estado de los supervivientes era tan lamentable que –pese a los
esfuerzos del Cuerpo médico británico- murieron 14.000 más hasta finales de junio. Kramer,
conocido como “la bestia de Belsen”, fue ejecutado en diciembre de 1945.
pág. 131
como profesor en Cambridge. Llegó a hacerse inglés en 1938. Murió en Cambridge en 1951 cuando preparaba otra obra
denominada Investigaciones filosóficas. De sus notas se han extraído otros trabajos como los Cuadernos azul y marrón.
El pensamiento de Wittgenstein, austriaco como Carnap y Popper, es tan singular como su vida.
Influido enormemente por Russell, estudió con él y llegó al principio a unas conclusiones semejantes,
recogidas en uno de los libros más importantes de la filosofía de nuestro siglo, el Tractatus logico-
philosophicus, trascendental para la posterior filosofía analítica. Como su maestro, considera que la
lógica es el eje para el estudio del lenguaje y del conocimiento, pues
una proposición es una figura lógica de la realidad. El mundo es la
totalidad de los hechos y el lenguaje la totalidad de las
proposiciones, por lo que debe haber una similitud entre los límites
del mundo y los del lenguaje. De este modo, la lógica -al delimitar
el mundo de lo decible- delimita también el mundo de lo posible.
Lo que queda fuera del conocimiento científico se puede mostrar,
pero no se puede decir. La ética y la estética estarían en este reino
de lo inexpresable.
Esta parte de su filosofía recibió el apoyo de los positivistas lógicos,
que consideraban la filosofía como una actividad de clarificación
de ideas (lo que se va a llamar “función pragmática” de la filosofía)
y no el descubrimiento de hechos. El Tractatus cree delimitar con claridad lo que puede ser pensado
y expresado de modo significativo177. Obra de extraña composición y difícil lectura, parte de 7
proposiciones básicas que se van desglosando en otras menores. Ella presenta al mundo como un
conjunto de hechos no de cosas. Los hechos son estados de cosas, que pueden ser actuales o posibles.
De este modo, el mundo es la totalidad de los estados de cosas existentes178, mientras que la realidad
incluye los estados de cosas existentes y posibles179. Para el Wittgenstein del Tractatus, hay una exacta
correspondencia de las representaciones con la estructura lógica de los estados de cosas que éstas
representan. De este modo, en esta obra se intenta unir el pensamiento de Russell con el de Frege:
«solo la proposición tiene sentido; solo en el contexto de una proposición un nombre posee un significado»180. De este
modo, para que una proposición sea sensata, su estructura se debe conformara las leyes de la lógica
y sus elementos tienen que tener una referencia. Esta “sensatez” se limita al mundo empírico, tal
como indica la filosofía de Russell. De hecho, esto le supone un problema al propio Wittgenstein:
por ejemplo, las proposiciones lógicas y matemáticas no tienen sentido (sinnlos) pues carecen de
imagen o representación pero no son insensatas (unsinnig), pero el juicio de las proposiciones
177. Aunque Wittgenstein es un autor bastante más abierto que Russell al tema religioso, las tesis del Tractatus, al plantearse
desde el empirismo lógico de Russell, venía a negar no sólo la existencia a las entidades estudiadas por la Metafísica, sino
hasta su posibilidad lógica. Estamos en la antípoda del pensamiento de San Anselmo de Canterbury. Este dice en el
Monologion, siguiendo la Escritura: “¿Cómo pudo decir el ateo lo que no pudo pensar?, en referencia a la existencia de Dios.
Ahora es al contrario, Dios no es ni decible ni pensable.
178. Cf. WITTGENSTEIN, L., Tractatus logico-philosophicus, 2.04
179. Cf. WITTGENSTEIN, L., Tractatus logico-philosophicus, 2.06
180. WITTGENSTEIN, L., Tractatus logico-philosophicus, 3.3
pág. 132
filosóficas es –en coherencia con el pensamiento de Russell- mucho más severo: «la mayoría de las
proposiciones y de las preguntas que han sido escritas sobre temas filosóficos, no son falsas sino insensatas. Por tanto,
no podemos responder en absoluto a tales preguntas, sino únicamente comprobar su insensatez. La mayoría de las
preguntas y proposiciones de los filósofos se originan en el hecho de que no entendemos nuestra lógica del lenguaje. (Estas
son preguntas del tipo ¿el bien es más o menos idéntico a la belleza?). No es sorprendente que los problemas más
profundos no sean propiamente un problema»181.
Wittgenstein fue, sin embargo, abandonando las posiciones del Tractatus, e interesándose más por el
lenguaje ordinario, lo que le hizo indicar que el lenguaje científico no era el único verdadero, y que
existían formas diversas de decir las cosas. Esta derivación –que tanto sorprendió a Russell y que les
enfrentó al menos filosóficamente- era lógica a partir del último punto que hemos leído: los
verdaderos problemas no son un “problema” según la visión del atomismo lógico. En esta obra
reconoce los errores de su primer libro (tal ruptura supuso esta convicción para Wittgenstein que –
ya editada- prohibió la publicación de estas obras posteriores hasta que no falleciera).
Lo importante para él no es ya tanto el significado como el uso. El significado no tiene un sentido
esencial sino sólo pragmático. Esos usos o formas de decir son los juegos del lenguaje, esto es, que
existe una pluralidad en la utilización de la lengua y en la relación realidad-pensamiento. «Se trata de
las reglas que los hablantes deben seguir en los distintos ámbitos en los que se utiliza el lenguaje» 182.
El nuevo pensamiento puede ser entendido de maneras diferentes:
- Por una parte, abren posibilidades a la filosofía y al lenguaje religioso, que se entiende ya
como una posibilidad, un posible juego del lenguaje. La metafísica aparece como un lenguaje
sensato.
- Pero, por otro lado, elimina el realismo. Su valor no depende de su correspondencia con un
estado previo de cosas sino de su congruencia y uso adecuado dentro del juego lingüístico
que le corresponda. De hecho, rechaza la existencia de un lenguaje trascendental que regule
las relaciones entre los distintos juegos. Eso sería –para Wittgenstein- volver al objetivo del
Tractatus: proponer un lenguaje ideal. La función del lenguaje metafísico tendría valor, pero
solo en sentido gramatical, interno.
Estas tesis serán recogidas por la escuela analítica de Oxford.
De forma general, puede decirse que el existencialismo es la doctrina que más ha influido durante
buena parte del siglo XX. Esta doctrina se inicia a principios del siglo y eclosiona en los años 60 con
181. WITTGENSTEIN, L., Tractatus logico-philosophicus, 4.003. El mismo atomismo lógico iba más allá de las leyes lógicas y
empíricas que formulaba el Tractatus. Aunque no todos se dieron cuenta, Wittgenstein sí lo hizo: «mis proposiciones resultan
esclarecedoras si el que me entiende las reconoce como insensatas, después de que haya pasado por ellas, ha subido por
ellas, se ha colocado sobre ellas (por así decir, tiene que tirar la escalera, después de haber subido por ella). Tiene que superar
estas proposiciones para poder mirar correctamente el mundo» Tractatus 6.54. Luego, hay que ir más allá del Tractatus, para
mirar correctamente el mundo.
182. FAZIO, M. – FDEZ LABASTIDA, F., Historia de la filosofía contemporánea, p. 234.
pág. 133
el pensamiento de Sartre. Tanto es así, que es imposible de entender la década de los 60 y 70 –
trascendental en la vida de nuestro tiempo y de la misma Iglesia- sin este movimiento.
No hay un solo existencialismo sino muchos existencialismos, con signos y características diferentes.
A la primera influencia de Kierkegaard se une la de la fenomenología y, en Heidegger, la de Nietzsche.
En este tema vamos a analizar tres modos diferentes de realizar el existencialismo: el de Jaspers, más
característico de lo que luego será el existencialismo; el de Marcel, que desarrolla un existencialismo
cristiano; y el de Heidegger, que es un pensamiento tan original y novedoso, que merecería convertirse
en una corriente en sí misma. En Heidegger se unen el existencialismo y la metafísica, que alcanza
con este autor uno de sus momentos más importantes. Por último, se ha integrado el pensamiento
del autor español más importante del siglo XX, que participa –tanto en el tiempo como en los
intereses- con estos autores.
Nacido en la Baja Sajonia el 23 de febrero de 1883, estudia en varias ciudades alemanas. Se interesó primero por el
derecho pero luego se centró en la psicología. Esto le lleva a defender su tesis en medicina en 1908 en la Universidad de
Heidelberg, trabajando como médico hasta 1915. Recibe la influencia de Windelband, pensador neokantiano, lo que le
lleva a dejar la práctica médica para centrarse en la docencia en Heidelberg, donde será nombrado catedrático en 1920.
Escribe en 1919 la Psicología de las concepciones del mundo, que ponen ya la filosofía en el centro de su vida. Inicia su amistad
con Heidegger, separándose de él cuando éste se une al partido nazi en 1933. Sus obras tienen gran resonancia en los
ámbitos académicos. Su obra principal, Filosofía, es publicada en el mismo año 1933. Tiene muchos problemas con el
régimen nazi, tanto por su oposición teórica como por el hecho de que su mujer fuese judía y se le prohíbe enseñar. Sin
embargo, sigue publicando en los años siguientes. Al finalizar la Segunda Guerra mundial, se va a vivir a Basilea en Suiza.
En 1948 publica Acerca de la verdad y La fe filosófica. Seguirá publicando en los años siguientes, hasta morir en esa misma
ciudad el 26 de febrero de 1969.
Como ocurre en otras corrientes existencialistas, en Jaspers confluyen influencias muy diferentes: el
neokantismo, el historicismo, Kierkegaard o Nietzsche. A esto se une el interés por el conocimiento
científico y su relación con los problemas existenciales de la
persona. En su análisis de la vida psíquica, analiza la existencia
a la luz de ciertas “situaciones límite”, como el dolor, la muerte,
la desgracia o la culpa.
En los tres volúmenes de Filosofía condensa la trayectoria que
debe recorrer el pensamiento filosófico, parejo a las tres
grandes ideas de la Filosofía racionalista: el yo, el mundo y Dios.
La perspectiva es bastante diferente: son para Jaspers ideas
límite en las que se concreta la existencia pero que son
inaferrables para el pensamiento abstracto y objetivante de la
ciencia. Lo importante para su filosofía no es conocer el mundo sino orientar la vida en él. Su esfuerzo
no va a demostrar la existencia sino a esclarecerla (Erhellen).
pág. 134
1.1. El mundo.
Para Jaspers, el mundo es la totalidad de las cosas. Lo abarca todo. Es el objeto del conocimiento
científico. Por eso, los límites de su conocimiento se van avanzando constantemente. Sin embargo, y
esto es un factor esencial en la nueva visión existencialista, «el conocimiento objetivo no es capaz de alcanzar
la visión de la totalidad que la idea del mundo representa»183. El mundo es un todo más allá de los conceptos,
es una idea184.
Todas las tentativas de elaborar una imagen del mundo a partir del modelo científico desembocan en
un reduccionismo de tipo positivista, que no hace justicia a la experiencia del mundo. Esta reflexión
nos muestra algo que está latente en el alma occidental desde principios de siglo: que el desarrollo
científico es óptimo en muchos aspectos, especialmente los dirigidos al avance técnico, pero que deja
sin satisfacer las profundas necesidades de sentido que tiene el conocimiento humano. Por eso, como
veremos en autores posteriores, ese mismo aumento de investigaciones científicas, en vez de aquietar
el ansia de saber, lo convierte en causa de angustia. Además, la misma ciencia se vuelve inexplicable:
ésta –como isla de saber en medio de la irracionalidad- se muestra incapaz de demostrar
científicamente la legitimidad de sus aspiraciones y no puede dar un sentido autónomo a su quehacer.
1.2. La existencia.
Si el mundo no es objetivable, lo es menos todavía la totalidad del ser humano. Especialmente en este
momento, el hombre se hace consciente de que su ser propio no es algo abstracto que pueda ser
objetivado. La existencia no es un dato fáctico sino una cuestión personal. El hombre no está
dado, como le ocurre a los objetos del mundo. En lo que será una constante del pensamiento
existencial, se experimenta al ser humano como una libre posibilidad de ser, como apertura a
posibilidades por realizar. Por eso, ningún concepto puede comprenderla realmente. Es –ante todo-
una situación, un punto de partida, en el que están presentes los factores biológicos, psíquicos y las
circunstancias socio-históricas.
Como antes indicábamos, el ser humano sólo aparece en su radicalidad en las llamadas “situaciones
límite” (Grenzsituationem). Para Jaspers, «experimentar situaciones límite y existir es lo mismo»185. Esta
experiencia no es conocimiento objetivo, es más bien lo que Jaspers llama denkende Erhellung,
“esclarecimiento pensante”. Es una experiencia personal e intransferible que exige, sin embargo, la
comunicación con los demás, pues sólo en ella puede darse el recíproco reconocer el propio yo en el
otro.
pág. 135
1.3. La trascendencia.
Tanto el mundo como la existencia remiten a un fundamento último que los trasciende. Esta
correlación con el principio divino, que es clara para Jaspers, no se trata de una demostración
metafísica. Se trata de entrever existencialmente el fundamento en el mundo y en los existentes. La
trascendencia no significa, sin embargo, la realidad de Dios como un ser personal, sino más bien el
ser mismo que todo lo abarca y que –por tanto- es lo inabarcable por excelencia.
Ciertamente, ese principio se identifica con Dios, pero de Él sólo se pueden decir cosas en sentido
negativo: su radical trascendencia nos imposibilita conocerlo. Por eso, esta actitud lleva –en la
práctica- a una postura agnóstica desde el punto de vista filosófico: el único camino para conocerle
es la fe, aunque ésta no tiene que ser religiosa. Puede ser filosófica: un sentimiento de llamada a la
trascendencia.
pág. 136
ser y de la razón. Más bien al contrario: la ontología fundamental es el verdadero saber, frente al que
el modo de conocer de las ciencias no es primaria ni paradigmática, sino más bien un modo de ser
parcial y derivado de ese análisis existencial. Por medio de ese análisis metafísico, acepta la propuesta
del vitalismo de recuperar para la vida el primer rango epistemológico, sin por ello renunciar al
conocimiento.
Esa vuelta a la metafísica no implica plantear una metafísica al estilo del pensamiento clásico (por
más que Heidegger valora enormemente el pensamiento de Duns Scoto), sino que se presenta como
una filosofía trascendental al estilo kantiano. La “Experiencia” (concepto central en Heidegger) es la
condición de posibilidad de los objetos, el medio y fundamento no sólo de la percepción sino también
de los objetos mismos. Esa experiencia es un campo intermedio, una mediación, entre el sujeto y el
objeto.
Heidegger recoge de Husserl el carácter intencional del conocimiento, es decir, la presencia bipolar
de lo objetivo-subjetivo en todo acto de conocimiento: no hay conciencia sin objeto conocido. La
experiencia fenoménica es, por tanto, una unidad de un sujeto que conoce objetos. Para Heidegger,
esa experiencia tiene un carácter metafísico: incluye al ente y al sujeto pensante. En su segunda época,
Husserl radicaliza el sentido trascendental de su filosofía renunciando a lo en sí. Para él, como ya
hemos visto, la experiencia intencional tiene en sí todo lo que necesita, y no considera precisa una
explicación genética de los objetos que están absolutamente dados.
La mayoría de sus primeros discípulos desemboca en el realismo mientras el maestro Husserl sigue
su camino trascendental. Heidegger desarrolla una línea propia. Piensa que Husserl ha congelado el
carácter fáctico de la experiencia, abstrayendo en su “reducción fenomenológica” lo esencial de la
experiencia: su sentido histórico. Esto es así porque el eje de Husserl es la epistemología; Heidegger
va más allá. No sólo quiere solucionar el problema de la objetividad cognoscitiva sino también la
presencia de lo que puede ser realmente. En la experiencia aparece el ente mismo en sus múltiples
modos de presencia. Esto le lleva a acceder a un concepto de experiencia en el que quepa no sólo el
objeto conocido sino el ente mismo: «a Husserl, situado por sus intereses temáticos en el ámbito más estricto de
la epistemología, le interesa el análisis descriptivo de este dominio de la experiencia intencional sólo con el fin de ganar
las categorías lógicas que hacen posible el saber científico qua apodíctico. Para ello Husserl tiene que renunciar a todo
lo que es dación absoluta; pero en esa renuncia se le escapa –ésta es la crítica de Heidegger- precisamente el fluir fáctico
de la corriente vivencial»186.
La “Existencia” es el modo propio de ser del hombre, en el que la realidad de las cosas se hace
consciente a la vez que su propio vivir. Para él, Heidegger reserva un término que ha adquirido
sustantividad propia en el lenguaje filosófico: dasein, existencia como “ex sistere”, estar fuera de sí
volcado hacia lo otro187. La vida humana consiste en existir, volcarse en la comprensión de lo otro,
de las cosas, personas e instituciones. Sin embargo, para Heidegger, ese existir no es un existir
absoluto sino un existir relativo al tiempo.
186. HNDEZ PACHECO, J., Corrientes actuales de Filosofía, Tecnos, Madrid 1996, p. 165.
187. Cf. HEIDEGGER, M., Ser y tiempo, 9, p. 56.
pág. 137
3.2. La Existencia: el ser en el mundo.
El análisis de la experiencia humana demuestra la singularidad del hombre. Parte de una vivencia
subjetiva y alcanza al objeto. Es una síntesis de dentro y fuera. «El estar junto al ente conocido no es
un abandonar la esfera interior; también en este “estar fuera” junto al objeto la Existencia está –en
un sentido que hay que matizar- “dentro”; ella misma es cono ser-en-el-mundo que conoce. Y, de
nuevo, captar lo conocido no es un volver del captante salir con la
presa ganada al “albergue” e la conciencia; también en el captar,
guardar y retener permanece la Existencia cognoscente, en tanto que
Existencia fuera»188. Sin embargo, lo sorprendente de la experiencia
humana es que trasciende lo inmediato y llega hasta lo que Heidegger
llama “horizonte”: el ente, determinado y articulado en concreto, se
sitúa siempre en una totalidad. Es en este marco de trascendencia
donde la experiencia existencial se articula como comprensión. Cada
uno de esos horizontes son unidades de sentido, condiciones de
posibilidad de la comprensión al estilo kantiano.
De esta manera, la existencia es un todo intencional que precede al
ente. Esta noción resiste en Kant a toda reducción, especialmente a la racionalidad científica. En el
polo opuesto al cientifismo, Heidegger considera que la ciencia es un horizonte, pero es un horizonte
fundado y no fundante. El modo de ser-en-la-ciencia es, ante todo, un modo de ser-en-los-aparatos-
de-medida. El último horizonte de trascendencia es el mundo, y puesto que el hombre es capaz de
trascender los horizontes inmediatos, es por eso, un ser-en-el-mundo. Éste es, para Heidegger, el
modo máximo de comprensión, en el que se da el ser189.
El ser no está más allá del ente al modo de otro ente. Es la condición trascendental para la
presentación del ente en cuanto ente. «El ser es lo que el hombre comprende en su última trascendencia hacia y
en el mundo, y sólo eso»190. La existencia está ligada inexorablemente al tiempo y, por tanto, a un
horizonte. La mayoría de los horizontes son limitados y superables, pero el mundo es el horizonte
final. Heidegger lleva el idealismo a su plenitud. Va mucho más allá de Kant. La existencia y sus
formas son la condición de posibilidad no sólo gnoseológica sino entitativa. Kant pensaba que más
allá del fenómeno hay algo en sí incognoscible. Para Heidegger no hay nada más que la existencia en
el ser: «la comprensión del ser que corresponde a la Existencia comporta por tanto con igual originalidad la comprensión
de algo así como un “mundo” y la comprensión del ser del ente que resulta accesible dentro de ese mundo. Las ontologías
que tienen por tema al ente de carácter ontológico no existencial, están según ella fundadas y motivadas en la estructura
pág. 138
óptica de la Existencia misma»191. De este modo, surge en Heidegger algo aparentemente paradójico: una
ontología del ser que no sale de la inmanencia, una comprensión del mundo a partir de las categorías
kantianas.
En la Experiencia se integran el ser de los entes, el hombre y el mundo. El hombre, como sujeto, no
es algo más allá del mundo; y el mundo no es la suma de todos los entes sino el lugar de la
trascendencia máxima del hombre. Es la condición de posibilidad del conocimiento. Esto provoca
un giro hermenéutico: el ser sólo existe en cuanto comprendido por el sujeto en la Existencia.
pág. 139
1. Ya hemos visto el primero de los existenciarios, alrededor del cual se articulan los demás:
ser-en-el-mundo. El hombre no es sólo un ser-a-la-vista, sino que es el que ve a los demás
(en sentido de comprenderlos), y no sólo los ve, sino que se instala en el horizonte más pleno:
el mundo. El ser humano se encuentra arrojado entre las cosas, con una actitud práctica y
activa. Por existir en el mundo, se establece una relación entre el Dasein y las cosas: éste debe
“cuidar” de ellas (como primera nota distintiva del existir humano).
2. El ser-en-el-mundo no vive sólo rodeado de cosas, sino también de personas. Por eso, es
también un-ser-con-otros, a los que debe referir su vida.
3. El mundo supone el máximo de los horizontes pero es también, como hemos visto, un
horizonte insuperable. Por eso mismo, no puede situarse más allá de la temporalidad. Su
límite es la muerte, por eso el Dasein es un ser-para-la-muerte, que aparece como el último
referente nihilista de la vida del ser en el tiempo: «La muerte es una posibilidad de ser que ha de
tomar sobre sí en cada caso el ser-ahí mismo (…). En esta posibilidad le va al ser-ahí su ser-en-el-mundo
absolutamente. Su muerte es la posibilidad del ya-no-poder-ser-ahí (…) Así inminentemente para sí mismo,
son rotas en él todas las referencias a otro ser-ahí (…) En cuanto poder-ser no puede el ser-ahí rebasar la
posibilidad de la muerte. La muerte es la posibilidad de la absoluta imposibilidad del ser-ahí. Así se
desemboza la muerte como la posibilidad más peculiar; irreverente e irrebasable»192.
Esta imposibilidad de superar la muerte, en clave nihilista, le hace ver al ser humano la posibilidad de
no ser nada. Por eso, «el ser-para-la-muerte es en esencia angustia»193. La angustia, para Heidegger, ante la
nada. Sin embargo, es propio de la existencia auténtica tener la valentía de experimentar la angustia
considerando anticipadamente la muerte. Esta aceptación positiva de la finitud, en la que influyen
indudablemente sus lecturas de Nietzsche, es la consumación de la apertura ideológica del hombre.
Si la actitud propia del ser-ahí, el Dasein, ante el ser-a-la-mano y el ser-con-otros es el cuidado, en
relación a su condición de ser-para-la-muerte es el proyectarse y adoptar el “estado de resuelto”
(Entschlossenheit). «El estado de resuelto es por ello consciente ser para el fin, decidido correr al encuentro de la muerte,
en una palabra “libertad para morir” (Freiheit zum Tode). En el estado de resuelto, el ser-ahí toma animosamente
sobre sí su destino y emprende, resueltamente, su camino. Ni la huida, ni la desesperación, sino una heroica y desnuda
fidelidad a sí mismo»194.
Frente a esta visión “auténtica” del tiempo, que Heidegger llama “ontológica”, estaría otra visión
“óptica” que existe de forma mundanizada, sin realizarse como verdadero proyecto, sino –
simplemente- lanzada en medio de las cosas. La existencia auténtica, por el contrario, eleva al hombre
por encima de los afanes mundanos.
Ser y tiempo es el resultado, por tanto, de un proyecto de ontología trascendental, en el que el ser y la
verdad son dependientes del ser del hombre. El ser vive sólo en la conciencia humana porque el ser-
indirectamente, dirige Edith Stein a Heidegger en su obra Ser finito y ser eterno.
pág. 140
ahí es el único que se pregunta por el ser. Se pretende un elemento intermedio entre el puro
subjetivismo y la pretensión de absoluta objetividad de la metafísica tradicional: el enfoque
trascendental, que es la visión de lo real a través del existente consciente, el Dasein. Ve entonces la
historia de la metafísica como un intento fracasado de alcanzar la verdad del ser desentrañando y
estudiando al ente. Si era visto como idea en Platón, pasa a ser energeía o acto en Aristóteles, ser creado
en la tradición judeocristiana, sujeto en Descartes, espíritu en Hegel o voluntad de poder en
Nietzsche. Es, sin embargo, para Heidegger –en otro de sus términos afamados- la historia del olvido
del ser a favor del estudio del ente, y en consecuencia, su cosificación.
El resultado es una reflexión sobre el hombre como ser finito, entendido este en sentido literal. Para Heidegger no es
solo un ser finito, limitado en su origen sino también un ser de finis, con un término: la muerte. En definitiva, estamos
ante una mezcla del pensamiento de Kierkegaard con el de Nietzsche: el pensamiento del danés sin estadio religioso.
Una concepción en la que tras asumir plenamente la angustia de vivir, se encuentra –sorprendentemente- el remedio de
pág. 141
ésta en su propia asunción. No hay más horizonte que la muerte. Esto convierte la filosofía de Heidegger en una antesala
del existencialismo posterior.
En sentido positivo, la filosofía de Heidegger es –quizá- el más poderoso esfuerzo del siglo XX por reflexionar sobre la
caducidad de la vida humana, que toma como eje de la realidad metafísica. Sin embargo, ésta no es una verdadera
novedad. No es un descubrimiento sorprendente: quien viva en la naturaleza asiste a un ciclo constante de nacimiento
y muerte que ningún poder puede alterar. Ciertamente, esa realidad en cuanto es examinada por un ser consciente
provoca angustia. Lo sorprendente es la capacidad original y exclusiva del ser humano de sobreponerse a esa realidad de
la finitud, viviendo como si ya fuese eterno: el deseo de permanecer en la mente de los demás y el anhelo de vivir después
de la muerte que se da en tantas religiones. Esto es lo que realmente provoca desconcierto en la mente humana pues
sólo es posible en un ser que ya es eterno, aunque sólo sea en su voluntad. El ser humano nunca es simplemente “un
animal para la muerte”. El deseo de vida del hombre natural, ligado en muchos casos a la religiosidad, ha sido despreciado
por Nietzsche y por el propio Heidegger, al entenderlo como un verdadero acto de decadencia. Sin embargo, su único
resultado es –como acontecerá en el existencialismo posterior- será el absurdo, la naúsea, el hombre entendido como
pasión inútil.
Resulta muy interesante su visión de la muerte como desvelador de la existencia auténtica o inauténtica. La muerte es
siempre el horizonte de plenitud de la vida: una muerte intrascendente da lugar a una vida intrascendente (esto es lo
propio del hedonismo); una muerte como puro término de la vida convierte ésta en un sin sentido. Es curioso que una
conciencia de finitud tan examinada no despierte la cuestión metafísica por el infinito. Si es tan claro que el hombre es
un ser finito, ¿cómo no se plantea automáticamente la pregunta por su origen? El problema está en el método del que
se parte: el método trascendental no puede sacar al hombre de sí mismo, no le instala en la realidad, sólo le lleva a ver el
ser como si la conciencia del hombre fuese originaria, como si ella crease lo que podemos conocer.
pág. 142
pensativo y la convicción de que era ello, además, un servicio a mi país. Por eso mi obra y toda mi vida han sido servicio
de España. Y esto es una verdad inconmovible, aunque objetivamente resultase que yo no había servido de nada»197.
Tras la crisis del 98, Ortega participa de la preocupación por España y de la corriente regeneracionista:
debe conducir, desde el pensamiento filosófico, a la altura de la cultura europea.
Ortega tiene la conciencia clara del influjo que suponen los autores anteriores en su pensamiento: «en
cada filosofía están todas las demás como ingredientes, como pasos que hay que dar en la serie dialéctica. Esta presencia
será más o menos acusada»198. La filosofía es, para Ortega, fundamentalmente dos momentos: por una
parte la filosofía griega; por otra, la que surgiendo a partir de Descartes, se desarrolla en el siglo XIX
y en los primeros años del siglo XX. «Grecia es una piedra de toque para el intelectual. El sonido que emite
su alma al chocar con ella nos revelará sus propias cualidades íntimas»199. Ortega analiza esta época del
pensamiento, fundamentalmente Platón y Aristóteles, desde el pensamiento moderno al que lo une y
compara. De hecho, para Ortega el tránsito entre la antigüedad clásica hasta el siglo XVII no tiene
interés. Como ocurre en la Historia de la Filosofía de Hegel, se pasa –casi sin referencia- por todos
esos años.
Descartes sí constituye una referencia directa del pensamiento de Ortega, al que considera
certeramente como el padre del pensamiento moderno y el creador de la corriente racionalista que
pretende corregir sin negar el valor de la razón.
Sin embargo, la principal influencia en Ortega es la que le proporciona el siglo XIX, que es la época
en la que se forma culturalmente. Tras terminar la carrera y antes de obtener la cátedra en Madrid,
marcha a Marburgo, donde se forma con los pensadores neokantianos H. Cohen y P. Natorp, a
los que Ortega siempre considerará sus maestros. Estos autores postulan la vuelta a Kant como modo
de superar el callejón sin salida en el que había llegado la filosofía con Hegel. Es la vuelta atrás a un
idealismo formal, no del contenido. Ortega renunciará a este pensamiento en el futuro, pero durante
diez años vivió dentro de la atmósfera neokantiana. Ortega considera que «debe a Alemania las cuatro
quintas partes de su haber intelectual y que siente hoy con más consciencia que nunca la superioridad indiscutible y
gigantesca de la ciencia alemana sobre todas las demás»200.
El resto del pensamiento alemán del siglo XIX y de principios del siglo XX influye notablemente en
su formación filosófica:
- F. Nietzsche: que desarrolla un vitalismo irracionalista que critica poderosamente al
racionalismo y que pone a la vida en el centro de la realidad. Ortega compartirá una crítica
menos radicalizada al racionalismo con la intención de considerar la vida como la realidad
radical.
- E. Husserl: ya en pleno siglo XX, intenta volver a las cosas mismas superando tanto el
positivismo como el idealismo. Con su doctrina fenomenológica, propone un camino para
197. ORTEGA Y GASSET, J., Obras Completas, Alianza Editorial, Madrid 1983, tomo VI, pp. 350-51.
198. ORTEGA Y GASSET, J., OC, IX, p. 360.
199. ORTEGA Y GASSET, J., OC, III, p. 533.
200. ORTEGA Y GASSET, J., OC, IV, p. 347.
pág. 143
superar el cierre en el que se encontraba la filosofía racionalista. Ortega también buscará a su
manera un acceso directo a la realidad.
- M. Scheler: su doctrina de los valores tendrá una gran relevancia en la ética de la primera
mitad del siglo XX. Ortega comentará su doctrina y se apropiará de algunos de sus elementos.
- M. Heidegger: al final de su vida, en 1950, mantuvo un debate filosófico con este pensador,
el más sobresaliente de ese momento, sobre el hombre y el lenguaje. Sin que constituya una
influencia directa, Heidegger supuso el último punto de confrontación de su pensamiento
con el de los demás autores de su tiempo.
4.2. El objetivismo.
Según sus estudiosos, la filosofía de Ortega pasa por varias fases que se organizan entorno a tres
elementos: la aceptación inicial del pensamiento neokantiano, que en sus propias palabras fue «su casa
y su prisión»201; el desarrollo hacia su pensamiento maduro con la propuesta del perspectivismo; y, por
último, el desarrollo –en línea con éste- del raciovitalismo y de la concepción histórica del ser humano.
Ortega siempre consideró que estos momentos no suponían rupturas entre sí sino momentos de
afirmación de su propia respuesta a los problemas de su tiempo.
Desarrollado entre 1902 y 1914, recoge una doble orientación: por un lado, su afán de regenerar el
pensamiento español; por otro, la influencia de la filosofía neokantiana en la que se forma durante
esos años. El objetivismo es aquella filosofía que –en la línea de Kant- se centra en los aspectos
comunes del conocimiento, rechazando la prioridad de los valores subjetivos. El objetivismo es la
terapia que necesita España a la que Ortega acusa de dejarse guiar por factores pasionales y subjetivos,
lo que Ortega denomina «la secreta lepra de la subjetividad»202, la ausencia de precisión y actitud metódica.
Lo que distingue a Europa de España es la centralidad de la ciencia, que Ortega considera «la única
garantía de supervivencia moral y material de Europa»203. Esa garantía es fruto de una disciplina intelectual,
del esfuerzo por hacer ciencia desde un método riguroso, implantando hábitos críticos y metódicos.
Esto supone para Ortega la defensa del valor lógico de la razón y el contraste con las cosas, cuya
relevancia está defendiendo Husserl. Ortega siempre conservará el aprecio a lo teórico como
elemento indispensable para el conocimiento de la realidad y, sobre todo, la importancia del sistema.
«Creo que entre las tres o cuatro cosas inconmoviblemente ciertas que poseen los hombres, está aquella afirmación
hegeliana de que la verdad sólo puede existir bajo la figura de un sistema»204.
4.3. El perspectivismo.
A partir de 1914 y de sus Meditaciones del Quijote, Ortega empieza a mostrar la que va a ser su aportación
más importante al pensamiento filosófico: la importancia de la circunstancialidad. La vuelta a las
pág. 144
cosas mismas que propugna la filosofía de Husserl y que va a adoptar diversas formas en los autores
de principios del siglo XX, adquiere en Ortega el descubrimiento del papel que las circunstancias
tienen en la vida humana. Es algo que no sólo resulta un descubrimiento teórico sino que impregna
la obra completa de Ortega: «Mi obra es, por esencia y presencia, circunstancial. Con esto quiero decir que lo es
deliberadamente, porque sin deliberación, y aun contra todo propósito opuesto, claro es que jamás ha hecho el hombre
cosa alguna en el mundo que no fuera circunstancial»205.
La referencia a lo circunstancial implica el impacto de las críticas vitalistas de Nietzsche y otros autores
sobre el objetivismo neokantiano y quiere decir varias cosas:
- La trascendencia de lo aparentemente secundario en la vida de la persona, y por tanto, la
atención hacia aspectos a los que la filosofía apenas ha prestado atención: la herencia
histórica, el arte, etc…
- La necesidad de incluir junto al yo kantiano (puramente objetivo) de los elementos
circunstanciales que son característicos y distintivos de cada persona. Ortega formula por
ello una de sus tesis más conocidas: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo
yo. Benefac loco illi quo natus es, leemos en la Biblia. Y en la escuela platónica se nos da como empresa de
toda cultura, ésta: “salvar las apariencias”, los fenómenos. Es decir, buscar el sentido de lo que nos rodea»206.
- No debe quedar ningún dato, por nimio que parezca, que deba ser dejado de lado. Esto no
significa perderse en el seno de las diferencias. Hasta ahora la razón en su ejercicio ha
rechazado los aspectos particulares –y singularmente lo cambiante- porque ha sido incapaz
de subsumirlo a lo universal. Es preciso que la razón asuma esa parte de la realidad sin que
eso implique renunciar a sí misma y al valor del sistema: «poniendo mucho cuidado en no confundir
lo grande y lo pequeño; afirmando en todo momento la necesidad de la jerarquía, sin la cual el cosmos se
vuelve caos, considero de urgencia que dirijamos también nuestra atención reflexiva, nuestra meditación, a lo
que se halla cerca de nuestra persona»207.
Ese es el objetivo del perspectivismo. Ortega, desde su atalaya de profesor que conoce los últimos
desarrollos del pensamiento europeo, advierte dos corrientes que se oponen. De una parte, el
idealismo considera que atender a las circunstancias es renunciar a captar la verdad, que sólo se da en
lo universal. Considera la verdad como algo intemporal y fuera de lo concreto. De otra parte, el
vitalismo se fija tanto en la vida concreta que niega la capacidad de la razón humana para conocer.
Ortega intenta unir ambos polos: lo real se da en vertientes muy diferentes y la razón no puede
renunciar a esas facetas, pues cada una de ellas: supone una parte de esa misma realidad. Por eso, es
preciso complementar las diferentes posibilidades: «la realidad, pues, se ofrece en perspectivas individuales
(…). La perspectiva visual y la intelectual se complican con la perspectiva de la valoración. En vez de disputar,
integremos nuestras visiones en generosa colaboración espiritual, y como las riberas independientes se aúnan en la gruesa
pág. 145
vena del río, compongamos el torrente de lo real»208. Es importante recordar que esta doctrina no se opone al
objetivismo, sino que pretende complementarlo. El único modo de tener una visión verdaderamente
objetiva es reuniendo las diversas perspectivas.
El perspectivismo es, por tanto, la defensa de que en el conocimiento humano tienen una importancia
no desechable los aspectos particulares que forman parte insustituible de la existencia concreta de
cada persona. A la vez, implica la afirmación de que no existe una perspectiva única o absoluta,
permanente, sino que –en los asuntos humanos- es preciso sumar las diferentes perspectivas para
obtener el enfoque global que supone la realidad. Es muy conocida la indicación de Ortega sobre que
el pensamiento divino no es una visión particular absoluta que posee toda la verdad, sino la suma de
todas las perspectivas.
Esta doctrina no implica una caída en el relativismo sino una superación del eterno dilema entre
relativismo y dogmatismo racionalista. Para el escepticismo relativista, la observación de la
mutabilidad de lo real y la pugna entre las diversas opiniones es la prueba de que la verdad es
inalcanzable para el hombre. Es una renuncia a la filosofía en cuanto que es renuncia del hombre a
tener relación con la verdad. Para el escéptico, la verdad es tan excelsa que no puede ser conocida
por el entendimiento humano.
Por su parte, el racionalismo es el intento de relacionarse el hombre con la verdad más allá de la
variación de las cosas, y el intento de postular una única perspectiva posible sobre la realidad. El
racionalismo, cuando fracasa, lleva a reafirmarse al escéptico en su postura. Considerando el
escepticismo como un suicidio teórico, Ortega quiere mantener la dignidad del teorizar, pero
frente a la abstracción de lo real que subyace en todo racionalismo, quiere mantener la riqueza
cromática de la multiplicidad. Su camino es el perspectivismo: «es inconsecuente guillotinar al príncipe y
sustituirle por el principio. Bajo éste, no menos que con aquél, queda la vida supeditada a un régimen absoluto. Y esto
es precisamente lo que no puede ser: ni el absolutismo racionalista –que salva la razón y nulifica la vida-, ni el
relativismo, que salva la vida evaporando la razón»209. Ortega intenta unir ambos elementos en una común
armonía. La realidad debe ser unificada desde algún principio rector (Ortega admite esta tesis básica
del racionalismo), pero sin negar la tesis básica del relativismo: que la realidad es múltiple y que de
ella caben múltiples perspectivas. Esas perspectivas no son contradictorias y excluyentes sino que en
cada una de ellas hay una gota de verdad.
4.4. El raciovitalismo.
Supone la madurez filosófica de Ortega. Esta extraña denominación, “raciovitalismo”, es la
conclusión de un ensayo de la misma época que el que vamos a analizar: ni racionalismo ni vitalismo.
Esta doctrina es el desarrollo congruente del perspectivismo, como intento de superar críticamente
las posturas filosóficas vitalistas y racionalistas. Es una meditación sobre las dos perspectivas más
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radicales en las que el hombre está situado. Ambas gozan del privilegio de ser las dos perspectivas
radicales y el fundamento de cualquier otra perspectiva. Es importante recordar que Ortega no puede
hacer una crítica de la razón porque debe usar la razón misma para hacerla. Más que hacia la razón
misma, la crítica se dirigirá hacia los excesos del racionalismo. Igualmente tampoco hay en él una
crítica de la vida, sino de la estrechez filosófica del vitalismo.
- La crítica del vitalismo. Debe hacerla primero porque algunos calificaron su posición
filosófica como vitalismo. En primer lugar, critica el modo como se utiliza la noción pues es,
de por sí, ambigua. Entre las diferentes posiciones que se denominan vitalistas, Ortega
defiende la primacía absoluta del método racional de conocimiento y sitúa en el centro de la
reflexión filosófica el problema de la verdad. Es decir, se enfrenta al vitalismo irracionalista
que defendía Nietzsche y que supone la anulación de la razón; pero a la vez, afirma la
primacía de lo vital. La vida es la realidad principal y el principal objeto de la razón debe ser
el análisis de la vida. Por eso, Ortega considera que lo racional es una «breve isla rodeada de
irracionalidad por todas partes»210. Aquí, la razón sigue teniendo un papel de primera magnitud
en el conocimiento. La razón tiene límites pero eso no supone descalificarla. Es preciso que
sea así porque, paradójicamente, la crítica de la razón sólo es posible desde una teoría.
- La crítica del racionalismo. Hay que defender a la razón pero denunciar al racionalismo:
«Mi ideología no va contra la razón, puesto que no admite otro modo de conocimiento teórico que ella: va sólo
contra el racionalismo»211. Evita así la acusación de que minusvalora la razón. Quiere mantener
la primacía de lo racional y por ello se ve obligado a pensar la vida desde la razón y a criticar
los excesos teoréticos del racionalismo. Ortega se remonta a Platón y a Leibniz, cuyas
posturas en este tema considera análogas. Ambos consideran la razón del modo siguiente:
«cuando de un fenómeno averiguamos la causa, de una proposición la prueba o fundamento, poseemos un
saber racional. Razonar es, pues, ir de un objeto –cosa o pensamiento- a su principio. Es penetrar en la
intimidad de algo, descubriendo su ser más entrañable tras el manifiesto y aparente»212. Ortega tiene que
recriminarle al racionalismo que no admite la existencia de zonas de irracionalidad, de zonas
opacas a la razón. Por eso cree que la realidad entera tiene que comportarse en su
funcionamiento con la misma trabazón lógica. Esta ceguera para con lo irracional es
consustancial al propio racionalismo. Éste nace de un acto de fe en la razón y tiende a hacer
absoluto el objeto de la fe: «olvidamos que a la hora de su nacimiento en Grecia y de su renacimiento en
el siglo XVI, la razón no era juego de ideas, sino radical y tremenda convicción de que en los pensamientos
astronómicos se palpaba inequívocamente un orden absoluto del cosmos; que, a través de la razón física, la
naturaleza cósmica disparaba dentro del hombre su formidable secreto trascendente. La razón era, pues, una
fe. Por eso, y sólo por eso –no por otros atributos y gracias peculiares-, pudo combatir con la fe religiosa hasta
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entonces vigente»213. El racionalismo podría haber encarado la cuestión de lo irracional de forma
crítica. No hizo eso sino un acto de fe que no nace de una actitud teorética. Eso no supone
una descalificación de la razón. Lo que hay que intentar es desenmascarar lo que de místico
hay en el racionalismo.
La solución raciovitalista intenta superar ambos extremos: Ortega no deja de reconocer la
importancia de las conquistas indiscutibles que el hombre ha hecho desde la razón pura. Su mayor
atención a la vida tiene la pretensión de ser una teoría. Él no puede aceptar las connotaciones
irracionalistas que rodean al término “vitalismo”. De hecho, pretende diferenciar su filosofía de
cualquier vitalismo de estricta observancia. Tras siglos de racionalismo e idealismo, se hace preciso
reformular el pensamiento, afirmando la primacía ontológica de la vida. El pensamiento viene
después: «el destino del hombre es, pues, primariamente acción. No vivimos para pensar, sino al revés: pensamos para
lograr pervivir (…). [Hay que ] resolverse a negar que el pensamiento, en cualquier sentido suficiente del vocablo, haya
sido dado al hombre de una vez para siempre, de suerte que lo encuentra, sin más, a su disposición, como una facultad
o potencia perfecta, pronta a ser usada y puesta en ejercicio, como fue dado al pájaro el vuelo y al pez la natación»214.
La tarea de la razón no puede ser pretender rehacer la realidad de acuerdo con sus imperativos sino
la de dar razón de aquello que lo precede. Aceptar esta tesis supone una cura de humildad pues la
razón se sitúa en un segundo plano ontológico. El aspecto que más interesa a Ortega investigar es la
vida, «la Idea de la Vida como realidad radical»215. Esta vida es la que cumple ciertas condiciones: es la
vida personal, es la vida intransferible que aparece de forma ineludible como responsabilidad mía.
Con ello introduce Ortega el tema de la circunstancialidad en el raciovitalismo. Es la vida de quien
tiene conciencia para dar cuenta y razón de ella.
pág. 148
Ortega señala como central la libertad humana: «El hombre es una entidad infinitamente plástica de la que se
puede hacer lo que se quiera. Precisamente porque ella no es de suyo nada, sino mera potencia para ser “como usted
quiera”»217. Su naturaleza consiste en no tener naturaleza sino en ser lo que es porque lo ha recibido
de los que lo precedieron. Esto implica tres consecuencias:
- Que el ser del hombre consiste en su mutabilidad.
- Que esa mutabilidad se puede estudiar en la historia.
- Que puede aumentar o dilapidar el caudal cultural heredado de sus antepasados.
Para Ortega, el hombre no es que cambie, es que es cambio, sustancial cambio. «En suma, que el hombre
no tiene naturaleza, sino que tiene (…) historia. O lo que es igual: lo que la naturaleza es a las cosas, es la historia –
como res gestae- al hombre»218. El hombre de cada época está constituido por lo que ha heredado de la
historia. Es mera potencialidad indeterminada. El hombre puede ser muchos actos. La posibilidad
del hombre de tener futuro es la que hace necesario que tenga que recurrir al pasado. Ese pasado hay
que vivirlo, hacerlo actualidad de algún modo. Quien quiera ser un hombre de hoy y de mañana, debe
necesariamente vivir el pasado. No se trata de quedarse a vivir en el pasado sino de vivir de él. Esa es
tarea ineludible de todo hombre. Esto lo hace singularmente la historia de la filosofía.
La idea de las generaciones es el modo de comprender el pasado. La naturaleza del hombre no puede
ser entendida de modo genérico, es la naturaleza del hombre concreto. La historia nos aparece como
un todo continuo que hay que poder diseccionar para comprenderlo. Por eso, Ortega prefiere
dividirla en generaciones, que divide en unidades de quince años, aunque lo importante es que forma
una respuesta de la sensibilidad vital a los problemas de la realidad. Este concepto le permite una
cierta distinción en el caos de informaciones que nos proporciona la historia. Cada generación, al ser
heredera de otras muchas, participa del mismo depósito cultural. Sin embargo, no todos los hombres
que podrían pertenecer a una misma generación, pertenecen de hecho a ella. A la vez, hay tres
generaciones convergentes: la generación emergente, la que está en plenitud y la que va
desapareciendo poco a poco.
Toda generación conlleva un cambio en la perspectiva que el hombre tiene sobre su mundo. Hay
cambios que son pacíficos y otros que suponen una modificación completa de la visión de la realidad:
son las crisis históricas. En la crisis, se trata de un cambio “revolucionario” que afecta a las
convicciones más profundas del hombre y que hace nacer un mundo nuevo. El ejemplo clásico es el
Renacimiento. En El tema de nuestro tiempo ya aparecen los dos tipos de generaciones: las acumulativas
y las eliminatorias y polémicas. En esta segunda, se produce un abandono radical de las convicciones
que se tenían. Al hombre el mundo antiguo ya no le vale y, por otro lado, el mundo nuevo aún no ha
nacido. Sólo le caben dos posibilidades: recurrir al pasado o convertirse en un hombre de acción. Es
una época de la acción por la acción.
pág. 149
Estas cuatro nociones conforman la doctrina de Ortega: sin renunciar al objetivismo, pretende una
razón vital que asuma como valiosas las diversas perspectivas y que acoja al ser humano como ser
histórico. Es el raciovitalismo que pretende aunar vida y razón.
Tenemos la fortuna de contar con una conferencia dada por Johan Huizinga en 1935. Este
catedrático, que se hizo famoso por su análisis del final de la Edad Media, fue invitado a dar estas
lecciones el 8 de marzo de 1935 en Bruselas219. No había todavía Guerra Civil en España, ni Guerra
Mundial, pero la inteligencia del pensador nos muestra un mundo en declive que camina hacia la
barbarie (un mundo muy parecido al nuestro). Aumenta su veracidad el hecho de que fuese apresado
por los nazis en 1942, al tomar Holanda, y que murió en prisión.
219.
La revisión que hizo el propio Huizinga poco después fue publicada bajo el título Entre las sombras del mañana y ha sido
reeditada recientemente por Península, Madrid 2007, siguiendo la traducción de María de Meyere en 1936.
pág. 150
1. Análisis de la situación.
«Vivimos en un mundo enloquecido» (p. 15). Con estas palabras casi se inicia el texto. Esto no es extraño,
porque como dice ha «huido el espíritu» (p. 15). Nadie se ha dado cuenta de las dimensiones de la
decadencia hasta que se ha experimentado la crisis económica (se refiere a la de 1929). Esto nos ha
permitido saber que nuestra sociedad no es tan perfecta como se decía. Durante la primera década
del siglo XX se consideraba que la raza blanca podría encauzar al mundo por la concordia y el
bienestar (eran los rescoldos de la teoría del progreso decimonónica). Eso habría sido posible si la
política no hubiese perdido la cabeza, pero eso es lo que ha pasado.
¿Qué diferencia tiene esta crisis con respecto a las anteriores? Para Huizinga son tres: este sentimiento
no se resuelve –como en el pasado- por la expectación de un próximo
fin del mundo; se pensaba que era posible reformar la naturaleza bien
por la religión primero, bien por la política después; por último, se
partía de un pasado perfecto al que había que volver. Por todo esto,
Huizinga advierte que «en la crisis de la época actual, la sociedad se halla más
radicalmente minada en su base que en las precedentes del Renacimiento y
Reforma, y de la Revolución y Napoleón» (p. 29). Las nuevas doctrinas de
la contraposición y lucha de clases han destruido en su base el orden
y la unidad sociales. No tenemos motivos para pensar que esto vaya a
arreglarse por sí solo.
220.Explica Huizinga que la conciencia humana comprender rápidamente que es deudora. Por eso, la gratitud se transforma
en un deber. A partir de la maternidad y de la protección de la familia, ese deber se transforma en forma de tabúes, normas
y formas de culto. Defiende el sentido del “tabú”, que ha recibido un cierto menosprecio por alguna «corriente sociológica que
con incomprensión inaudita y muy moderna, aplica también el término a las culturas más desarrolladas y mete sencillamente en la botella rotulada
tabú todo lo que se llama moral, justicia y temor de Dios» (p. 41).
pág. 151
veces, como si la naturaleza humana, con la libertad que le ha proporcionado la dominación de lo material, se rebelara
contra todo dominio de sí misma y rechazara todo lo que ha adquirido merced a ese espíritu, que consideraba como más
que naturaleza» (p.44)221. Tampoco hay un concepto común que unifique ese anhelo de salvación. Se
desprecian los valores antiguos pero no se pueden sustituir por otros nuevos de igual valía: «¡Conceptos
metafísicos anticuados, de insuficiente determinación!, dice el espíritu contemporáneo. Pero abandonar esos conceptos es
poner en tela de juicio la unidad de la cultura. Porque lo que ha venido a sustituirlos no es sino un enjambre de deseos
encontrados» (p. 45). No hay, por último, equilibrio entre los valores espirituales y materiales, y no por
falta de producción intelectual: «hay exceso de palabras impresas o lanzadas al aire, y una casi incurable
divergencia de los pensamientos» (p. 47). De este modo, se tambalean los tres soportes de la cultura.
3. La destrucción de la intelectualidad.
El mismo desarrollo de la ciencia es un fenómeno propio de una crisis. Sigue un firme progreso desde
el siglo XVII, sobre todo en su aplicación a la técnica. A finales del siglo XIX, se consideraba que la
ciencia había llegado a su límite. Sin embargo, estos conocimientos «no han sido todavía organizados en
una nueva y armónica imagen del universo, que nos ilumine como la clara luz del sol cuando caminamos bajo sus rayos.
La suma del saber no se ha convertido todavía en cultura dentro de nosotros» (p. 55). Además, estos nuevos
conocimientos hacen deficiente la misma facultad cognoscitiva: la lógica aristotélica no sirve ante
estos nuevos elementos.
El pensamiento aplicado a la cultura general se encuentra lleno de corrupción y de peligro. Parece
muy ingenuo aquel pensamiento que consideraba que el avance científico garantizaría una sociedad
perfecta. Jamás se ha estado –en conjunto- mejor informado, «y, sin embargo, nunca como hoy la necedad
ha celebrado tales orgías en todo el mundo, la necedad en todas sus formas, la baladí y la ridícula, la malvada y la
perniciosa» (p. 63). Hay un silogismo equivocado: la sociedad se conoce mejor, luego es más sabia.
Primero, la sociedad no es algo real, sólo son reales los individuos; segundo, el vocablo conocer no
implica verdadera sabiduría.
El hombre anterior tenía unos esquemas que le permitían medir su vida y el mundo. Conocía su
horizonte mental, y por eso, podía ser sabio. Antes, el pueblo mismo creaba y practicaba sus
diversiones. «En la cultura moderna lo más general es hacer que otros canten, bailen y jueguen por uno» (p. 67). El
elemento pasivo aumenta cada vez más. Ya no hay acción sino sólo producción. Con todo esto, sufre
la cultura una cierta anemia espiritual. Indica la diferencia, por ejemplo, entre seguir una comedia de
Moliere y ver una película: «el elemento del elevarse y entregarse queda suprimido ante la reproducción mecánica de
lo visto y oído. Falta el recogimiento y la unción. El recogimiento es lo más íntimo del alma y la consagración del instante
son, empero, cosas que el hombre necesita absolutamente para poseer cultura» (p. 69). En la situación actual, la
221.El alcance de esta reflexión es muy valioso: la libertad contemporánea, conquistada en gran parte por el dominio técnico,
se vuelve contra la persona individual, que –al rebelarse contra toda norma- pierde el dominio sobre sí mismo y acaba siendo
dominado por la misma técnica.
pág. 152
rápida sugestión visual es el punto por donde el reclamo hace presa en el hombre moderno, halagando
su debilidad por el pensamiento disminuido222.
Esto lleva a un debilitamiento de la facultad crítica, una disminución del sentimiento de la verdad.
Hay tres factores: el aumento de los conocimientos, la educación de la comunidad y la creación de
un poder que domine la naturaleza. En los primeros siglos de la modernidad, se desarrollan los dos
primeros dejando el tercero retrasado. No se dudaba del valor formativo de la ciencia y del alcance
ético de sus investigaciones: «la relación entre las funciones de la ciencia (educación, aumento de conocimientos y
aplicación técnica), podría formularse durante el siglo XVIII con la siguiente proporción: 8, 4, 1. Expresemos la
misma relación en nuestro tiempo. Tendremos que hacerlo con 2, 16, 16» (pp. 72-73). Todo se ha desplazado.
Mientras que el contenido en conocimientos y el valor técnico de la ciencia no cesan de incrementarse,
el valor educativo es menor que el de hace un siglo.
Sólo en raras ocasiones busca el hombre actual (hablamos siempre de los años 30, pero podríamos
aceptarlo para nuestros días) la comprensión de la vida. Ya no se cree en el poder orientador de la
ciencia. Es más débil el sentimiento de pensar y de comprobar críticamente ese pensar. Se atiende de
forma deliberada a una separación de las funciones lógica, estética y afectiva. «El sentimiento se inmiscuye
en el juicio y hasta labora conscientemente en contra del juicio, sin que el entendimiento crítico lo impida» (p. 74). Se
declara como intuitivo lo que es elección deliberada del deseo. Se confunden las inspiraciones del
interés y del deseo con las convicciones basadas en conocimientos.
Hemos aprendido que la razón por sí sola no basta, y se busca otro elemento para dar sentido, pero
con ello, «el espíritu del tiempo, al hacerse cargo de las limitaciones impuestas a la validez del antiguo esquema
racional, ha perdido al mismo tiempo su antigua inmunidad contra el absurdo» (p. 75).
4. La antropología política.
Los años 30 son un tiempo de crecimiento de la antropología racial, especialmente en el nazismo.
Huizinga se manifiesta radicalmente contra ella, lo que explica la persecución nazi: «no se puede de ningún
modo pretender que la calidad espiritual brote directamente de la determinación antropológica» (p. 76). La unión
entre raza y nación gustó mucho en el Romanticismo y ha crecido en los años 20 por mediación de
H.S. Chamberlain, Schemann y Woltmann.
La tesis racial implica siempre el autoelogio de quien la enuncia223. Cuando hay varias razas en la
misma nación, puede haber conflictos, pero entonces es lo propio del hombre culto esforzarse por
comprender y reprimir las reacciones animales, en vez de fomentarlas: «como ha observado acertadamente
el “Observatore Romano”, la política no puede hacerse “sobre bases zoológicas” en una sociedad fundada sobre bases
222. Huizinga hace una descripción profunda sobre un factor distintivo de nuestro tiempo: la publicidad. Esto pasa tanto en
la publicidad comercial como en la política: el cártel, factor novedoso del siglo XX, evoca con el pensamiento la realización
de un deseo. Fija un estado emotivo e incita a una opinión que se fija en una mirada superficial. Huizinga se pregunta si no
convence por medio de una reacción mecánica en el cerebro. De este modo, «nuestro tiempo se halla ante el hecho espantoso de que
dos grandes logros culturales, la enseñanza pública y la publicidad moderna, en vez de elevar el nivel de la cultura, acarrean, por el contrario, en
su acción continua, ciertos síntomas de degeneración y debilitación» (p. 70).
223. «¿Ha sucedido alguna vez que un teórico de las razas confiese con temor y vergüenza que la raza a que él mismo pertenece es inferior? Siempre
se trata de elevarse y de elevar a los suyos por encima de los demás, y a costa de los demás. La tesis racial es siempre hostil, siempre “anti” algo;
mala señal, por cierto, para una teoría que se precisa de científica» (p. 78)
pág. 153
cristianas. Para una cultura que deja el campo libre a la animosidad racial y aun la alienta y fomenta, la condición de
que la cultura debe ser dominio de la naturaleza no tiene ya consistencia» (p. 79). Con cierta sorna, dice que «la
aplicación de la teoría racial es siempre una prueba elocuente de lo poco exigente que es la opinión pública en lo que
respecta a la pureza del juicio crítico» (p. 80).
La teoría racial es una pseudociencia que ocupa el lugar de la ciencia, y eso muestra un grave peligro:
la utilización de la ciencia. «La ciencia, sin el freno de un principio superior, entrega en seguida sus secretos a la
técnica, que se orienta en sentido gigantesco y mercantil; y la técnica, a su vez, menos frenada aún por principios supremos
de cultura, crea con los medios de la ciencia todos los instrumentos que el organismo del poder reclama de ella» (p. 84).
Esto termina poniendo en peligro la vida humana. Pasa Huizinga, sin solución de continuidad, al
tema de los nacimientos. El límite de su restricción lo debe poner el dictamen moral. Sin este, se
puede llegar a la destrucción de un pueblo224.
224.
«Según cálculos basados en la teoría de la herencia y de la demografía, la extinción de la provisión de hombres en Europa
Occidental, si continúa la restricción del número de hijos con la marcha que lleva hasta ahora, será cuestión de pocas
generaciones» (p. 86). Recuerdo que este análisis es de 1935.
pág. 154
Se produce ahora una crítica aguda al planteamiento de Nietzsche que hace valorizar tanto la vida
presente que termina condenándola. En la época anterior, cristiana, musulmana o budista, se
manifestaba un contraste entre la dicha terrenal y la bienaventuranza celeste. «Precisamente porque tenían
clara conciencia de lo precario que es cualquier momento de bienestar terrenal, tasábanlo en su justo valor. Una
orientación firme hacia la otra vida puede inducir sin duda a renunciar al mundo; pero no admite que la vida en el
mundo sufra de sí misma, es decir, eso que se llama “dolor del mundo”» (p. 99). La mejora de la vida conduce
paradójicamente a otras renuncias: la negación filosófica de su valor y el hastío de la vida. Huizinga
se pregunta: ¿puede mantenerse una cultura sin una cierta orientación hacia la muerte, como han
hecho todas las culturas anteriores? El resultado es muy curioso: «extraños son los tiempos en que vivimos.
La razón, que antaño combatió a la fe y creyó haberla derrotado, tiene ahora que acogerse a esa misma fe para salvarse
del derrumbamiento. Porque sólo sobre la base no debilitada e inquebrantable de un vivo sentimiento metafísico puede
asentarse seguro un concepto absoluto de la verdad, con la consecuencia de normas absolutamente válidas de moralidad
y justicia, frente a la corriente cada vez más fuerte del impulso vital instintivo» (p. 100).
Ciertamente la vida es lucha. «Es esta una antigua verdad, que el cristianismo ha sabido siempre» (p. 102).
Toda cultura implica aspiración y toda aspiración es lucha. De hecho, el organismo vivo se distingue
por la capacidad de luchar. ¿Contra qué hay que luchar? El cristianismo dice que contra el mal. Es
una lucha «por el hombre. Contra lo malo en sí mismo» (p. 103). Al abandonar el cristianismo, la noción
absoluta de bien y mal deja de ocupar un lugar en el pensamiento político, pero crece el sentido de la
lucha por la vida. La lucha se convierte en una lucha de unos contra otros: «los que detentan los medios
de producción, o los que poseen cualidades biológicas indeseables, o sencillamente unos vecinos, más o menos afines, que
cohíben la expansión del poder» (p. 106). Se está describiendo la situación política de ese momento: se
termina odiando al otro, y poniendo en él la maldad225.
225. Ese odio no tiene el límite que antes tenía del sentido ético. Antes, el otro podía ser catalogado como malo (con razón
o sin ella), pero era persona. Ahora es el otro el que es antológicamente malo, por eso debe ser eliminado. El fin no es la
conversión, es la eliminación.
226. Aunque no lo dice Huizinga porque no corresponde a su tiempo, ésta es la base justificativa del terrorismo: al actuar
pág. 155
reconocimiento de la anarquía. «Entonces la usurpación de un pequeño Estado por uno grande se convierte en
mera cuestión de deseo y de ocasión» (p. 111). Esto se está cumpliendo tristemente en ese momento: la
Alemania nazi se anexionará Austria, Checoslovaquia y Polonia. El Estado grande debe conquistar
para existir. Freyer, otro teórico de esta visión belicista, dirá que la política no es más que la
continuación de la guerra por otros medios. Su cinismo es citado por Huizinga: «Durante la tregua que
llamamos paz, el Estado debe tender hacia el regreso de la situación normal: guerra»227. Al hacer esto, la persona
se vuelve una fiera. Ese pensar violento, «que pasa por realismo porque arregla hábilmente sus cuentas con todos
los principios molestos, ejerce una gran fuerza atractiva en la edad pubescente. Una característica de nuestro tiempo es
que muchos hombres no superan las representaciones de la pubertad. La confusión y la mezcla de la pasión y de la
intelección no es vencida ya por la existencia moderna. Y en ella se basa la filosofía de la vida» (p.113). Al abandonar
el primado del conocer, se abandona la norma del juzgar y del deber. Esta concepción parte de que
el hombre es malo (al estilo de Hobbes o Maquiavelo).
Huizinga se pregunta si estamos en una época de decadencia moral movida por la indiferencia crítica
y la decadencia de la facultad de pensar, que ya hemos visto. Él distingue entre moral y moralidad.
Los moralistas siempre han pensado que su sociedad era decadente moralmente, pues miraban a un
pasado perfecto. Externamente se ha luchado mucho contra ciertos comportamientos (indica la
bebida, la prostitución o el maltrato de niños), pero hay peligros notables: «sin el sentimiento personal de
que el individuo debe resistir a un vacío radical, llamado impudor, la sociedad está irremediablemente entregada a la
degeneración sexual, cuyo resultado es el aniquilamiento» (p. 117). Más allá de los hechos concretos, ha sido
afectada la teoría misma de la moral. Es mucho más frágil la base de convicciones sobre la que se
sustentan las obligaciones morales (salvo aquellos –dice textualmente- que se sientan sujetos a una
ley moral dictada por la fe). Todavía la moral cristiana domina externamente pero ya el hombre no
se preocupa por el porqué de ese comportamiento decente. Para Huizinga la base moral está minada
por tres factores: «por el inmoralismo filosófico, por determinados sistemas doctrinarios de índole científica y por
doctrinas estético-sentimentales» (p. 118). El primero ejerce su influjo en círculos muy reducidos, pero su
influencia indirecta es grande. Más directo es el influjo del relativismo marxista y freudiano (que
convierte la moral en sublimación)228. El factor estético ya está presente desde el siglo XVIII, ganando
terreno en el romanticismo, en el que pasa de moda la virtud y la integridad. En la literatura, «la
supresión de la censura la conduce a permitírselo todo. Para seguir excitando la atención del público, un género literario
ha de sobrepujarse a sí mismo incesantemente, hasta sucumbir. El realismo se propuso la tarea de poner progresivamente
al desnudo los detalles, primero de lo humanamente natural, y luego también de lo perverso» (p. 122). Con ello, el
227. FREYER, H., Der Staat, Leipzig 1925, p. 146. Lo cita Huizinga en la p. 111. Hay que advertir la diferencia de concepción
que Huizinga resalta con toda justicia. Citando a San Agustín (De civitate Dei XIX, cps. 12-13), recuerda que toda lucha debe
tender al restablecimiento del estado de equilibrio y armonía que es la paz. La inversión aparece en Spengler con toda
claridad: «la historia humana, en la edad de las culturas superiores, es la historia de los poderes políticos. La forma de esa historia es la guerra.
También la paz pertenece a ella».
228. Huizinga lo critica hondamente: «pese a la potencialidad que concede a cierta independencia espiritual, es, en realidad, mucho más
anticristiano que la teoría ética del marxismo. Porque al colocar primariamente los apetitos infantiles en la base de toda vida anímica y espiritual,
subordina –hablando en términos cristianos- la virtud al pecado y establece la carnalidad como origen de los más altos conocimientos» (p. 120).
pág. 156
público se acostumbró a tolerar excesos de licencia y amoralidad. El cine le parece –por el contrario-
mantener los factores morales por interés comercial.
Esta debilitación de la moral tiene un objetivo político: permite excusar y aprobar las formas agudas
de violencia, mentira y crueldad. A medida que el delito se comete en mayor escala, aumenta la
tolerancia, a la que se une la admiración: «el estafador mundial encuentra más simpatía que el vulgar cajero
infiel» (p. 125). En la política basada sólo en el éxito, muchos están dispuestos a admirar un resultado
político que se funda en principios aborrecidos si se logra el fin perseguido: «¿Iniquidad, crueldad,
coacción de las conciencias, opresión, mentira, felonía, engaño, infracción del Derecho? Sí, sí; pero ¡estas calles están tan
limpias! ¡Estos trenes llegan tan en punto!» (p. 126). Se considera que el orden y la disciplina garantizan un
Estado sano.
Esto es lógico porque si el Estado está más allá del juicio moral, sólo puede ser juzgado según el éxito
con el que se mantenga en el poder. Antes, se justificaba al Poder por su coincidencia con los grandes
fines de la fe, pero al prescindir de ellos, el nuevo derecho de gentes concede al Estado el permiso
para todos los medios. Así lo indica Karl Mannheim, citado por Huizinga: «hasta ahora, la moral del robo
sólo era conscientemente valida en situaciones extremas y para grupos directores. Ahora este elemento de violencia, no
sólo no disminuye en la democratización de la sociedad (en contraposición con las esperanzas puestas en ella), sino que
se convierte en la sabiduría pública de toda la sociedad» (pp. 132-133). Al Estado le está permitido todo, si es
el propio: «en la práctica esa magnífica teoría que presenta al Estado como ajeno a toda moral, no es
válida más que para el propio Estado. Porque tan pronto como la enemistad se agudiza, la soberbia
del acerado razonamiento se convierte en histérico vocerío y acude ansiosamente al viejo arsenal de
la virtud y del vicio para enarbolar el ultraje y la insinuación contra el enemigo, a quien califica de
falso, engañador, cruel, astuto y diabólico. Pero ese enemigo, ¿no es también un Estado? ¿En qué
quedamos?» (p. 135). La conclusión es clara: «Regna regnis lupi. Los Estados son lobos para los demás Estados.
Y esto se dice, no como suspiro pesimista, a la manera del viejo homo homini lupus, sino como dogma e ideal político»
(p. 135). Si se admite a su lado la Iglesia y la fe, «estas comunidades no son ya ni siquiera equivalentes, sino que están
subordinadas a la doctrina seguida por el Estado» (p. 139). No es ingenuo y sabe que los Estados sólo han
concedido un milímetro a los dictados de la moral, pero «ese único milímetro constituye ya un margen de
honor y de confianza» (p.139). Si pierde de vista por completo la norma moral cristiana naufragará en las
consecuencias de su propia negación.
7. Heroísmo y puerilidad.
A principios del siglo XIX, bastaba con pedir a un hombre que cumpliese su deber para que se
comportase como un héroe. Hoy se apela a esos principios pero ya no se les llama deber. Siempre
han necesitado los hombres la visión de una humanidad más alta para ser elevados a la potencia. «En
el pensamiento cristiano, la idea de heroísmo hubo de palidecer ante la idea de santidad» (p. 142). El pensamiento
caballeresco lo continuó y el naciente pensamiento democrático lo situó en las figuras de la virtud
cívica romana. Sin embargo, «el espíritu del siglo XIX, tal como se expresa en el utilitarismo, la libertad
civil y económica, la democracia y el liberalismo, era poco propenso a formular normas
pág. 157
sobrehumanas» (p. 145). Jacob Burckhardt elude ese término de su concepto de hombre y lo traslada
a la figura del “gran individuo”, del que Nietzsche sacará sus tesis sobre el Superhombre. Con ello
sufre una inversión este concepto, que antes era algo reservado para los muertos, a los vivos se les
daba el deber.
A medida que crece la técnica, aumenta paralelamente la buena voluntad para exponerse sin vacilación
a intensos peligros, que tiene mucha relación actual con los procedimientos más técnicos: aviación y
navegación. Esto es propio de una época de crisis: «significa que los conceptos de servicio, quehacer,
cumplimiento del deber, ya no poseen la potencialidad necesaria para actualizar la energía pública. Hay que reforzarla
por medio de un altavoz» (p. 150). El valor del heroísmo viene determinado por la pureza del fin y la
práctica de la conducta. El caballero medieval debía restringir los medios sólo a aquellos permitidos
por el código del honor. Hoy, «el que tiene un lema que manejar –aunque sea sólo un término político, como
racismo, bolchevismo, etc.- tiene un palo para pegar al perro. La publicidad política vende al por mayor palos para
pegar a perros, y excita en sus clientes un estado de delirio, que les hace ver perros en todas partes» (p. 151). Ese
nuevo heroísmo se desarrolla mucho en el fascismo y en el comunismo. El partido monopoliza el
heroísmo y es compatible con excesos de crueldad con los otros. Se considera como un héroe
justamente al que aglutina la violencia, que «en el fanatismo de un movimiento popular, se convertirían
indefectiblemente en los servidores del verdugo» (p. 152).
Este heroísmo se compatibiliza con un crecimiento del puerilismo. En la modernidad, todo lo que el
hombre ha logrado dominando la naturaleza, lo ha puesto al servicio de un juego que nada tiene que
ver con la cultura y la sabiduría. Ese puerilismo lleva a una represión completa del interés por lo
espiritual y por la madurez. Por ejemplo, no se sabe perder: «no saber perder ha sido siempre considerado
como niñería. Si la nación entera no sabe perder, ¿qué otra calificación merece?» (p. 158). El verdadero juego es
el que se acaba, el que rompe con la realidad y permite el descanso. Ahora la realidad se convierte en
un juego, algo «no termina nunca y, por consiguiente, deja de ser un juego» (p. 160). Por todo esto, hay muchas
personas en un estado de pubertad permanente: «falta el sentimiento de lo correcto y de lo incorrecto; falta la
dignidad personal, el respeto a los demás, el acatamiento de opiniones ajenas; existe, en cambio, una concentración
excesiva de la propia personalidad. La debilitación general del juicio y la creciente indiferencia crítica constituyen la base
de ese estado que describimos. La masa se siente cómodamente instalada en una semivoluntaria insensatez, que puede
llegar a ser peligrosísima, porque relaja los frenos de las convicciones morales» (p. 161). Lo más curioso es que esa
estado de espíritu es fomentado por el portentoso adelanto de la ciencia: «el hombre se encuentra dentro
de un mundo maravilloso, exactamente como un niño; es más, como un niño de cuento de hadas. Puede viajar en
aeroplano, hablar con el otro hemisferio, extraer golosinas de un cajón automático, meter en su casa la voz radiada de
otros continentes. Basta apretar un botón para que la vida venga hacia él. Y esa vida que se ofrece tan fácilmente, ¿le
dará cordura? Al contrario. El mundo se ha convertido en un juguete para el hombre. ¿Podemos extrañarnos de que
el hombre se conduzca como un niño» (pp. 161-162). Esto lleva a no tomarse en serio ni el trabajo, ni el
deber, ni el destino; y en cambio, se otorga mucha seriedad a ocupaciones que son fútiles e infantiles.
Hay dos ejemplos notorios de este puerilismo: la idolatría de la juventud y el recrudecimiento de la
superstición, que siempre reaparece en «tiempos de grandes confusiones y trastornos espirituales» (p. 167). La
pág. 158
primera de esas supersticiones, de la que muy pocos se libran, es la aprensión por el destino; la
segunda es la fe en la eficacia de la guerra: «la guerra moderna no puede traer más que mutilación y destrozo;
pero no la paz» (p. 171).
El último elemento de la crisis es la expresión estética que se aleja de la razón y la naturaleza. Es un
abandono de la sumisión a la naturaleza que es paralela a la sumisión a la razón, algo en lo que tiene
afinidad con la ciencia, pues ésta también se sitúa al límite de lo cognoscible. En el arte es más grave
porque ya acepta mandatos que procedan del exterior. El arte es lo que más ha asumido la filosofía
de la vida. Sin embargo, «la primacía de la voluntad, la presencia clamorosa de una libertad absoluta, el abandono
de todo vínculo con la razón y la naturaleza son los resortes que empujan al arte a todos los excesos y degeneraciones»
(p. 181). Al carecer de disciplina y aislamiento, incurre especialmente en el puerilismo.
Todo esto conlleva –según concluye Huizinga- en la pérdida del estilo, que es el vértice de todo el
problema cultural. Y lo más peligroso es que se produce de forma paralela con el más alto
desenvolvimiento de la capacidad técnica y con una exasperación del deseo de bienestar y de bienes
terrenales. El culto a la vida incrementa necesariamente las tendencias inhumanas y egoístas en el afán
de dominio y posesión. Huizinga termina con una llamada a la esperanza: «siempre queda espacio para la
esperanza y la confianza, que nunca puede excluirse. Pero no es nada fácil llenar ese espacio» (p. 191). El camino
de solución proviene del mismo lugar por donde se huye, y lo ha planteado en las páginas anteriores.
Ellas nos sirven de conclusión para el análisis de una época que se parece tanto a la nuestra: «el
contrapeso a esta colaboración destructora de diferentes factores sólo puede hallarse en los más altos valores éticos y
metafísicos. Un regreso a la simple razón no nos sacaría del remolino» (p. 189).
pág. 159
PARTE TERCERA: DE LA POSTGUERRA A NUESTROS DÍAS.
La llamada “Escuela de Frankfurt” surge en torno al Instituto de investigación social, fundado sobre
1920 en esta ciudad. Fue dirigida en un principio por Pollock, un marxista austríaco, pero alcanzó
relevancia con la dirección de Max Horkheimer. Muchos de sus miembros se vieron obligados a
emigrar a Estados Unidos, aunque tras la Segunda Guerra Mundial muchos volvieron a Alemania.
Esta escuela es contemporánea del crecimiento estatalizado del marxismo soviético, de la presencia
del fascismo y el nazismo, así como del desarrollo de la civilización tecnológica. De hecho, centran
su crítica en este modelo de sociedad, tras la derrota del fascismo-nazismo en la Guerra. Unen tres
corrientes: el marxismo (aunque en su sentido más humanista), el hegelianismo (sobre todo el joven
Hegel) y el pensamiento de Freud visto desde el marxismo.
1. Horckheimer229 y Adorno230.
Son los grandes defensores de la Teoría crítica de la sociedad. Aunque los estudiaremos unidos, pues
han seguido una trayectoria en común, cada uno tiene sus propias publicaciones. Sobre todo en su
obra común, Dialéctica de la Ilustración, entienden la sociedad como un enorme mecanismo que oprime
y aplasta a los individuos. La sociedad occidental, centrada en la tecnología, pone la eficacia y la
utilidad al servicio del poder, no del hombre. Es un instrumento del capital. No sólo es que no la
sirva, es que la sociedad humana se enfrenta con la persona humana. Se han creado en nuestro tiempo
sociedades opulentas que conviven junto a sociedades donde se muere de hambre: manda la lógica
del dominio y se ha perdido la cultura del don. Consecuencia de esta falta de vida verdadera es el
aburrimiento, que Adorno tematiza de forma concreta. El hombre actual vive en soledad porque en
los otros encuentra frialdad. Los controles sociales son tan refinados que anulan su capacidad crítica.
229. Hijo de un fabricante judío, nació el 14 de febrero de 1895 en Stuttgart. Tras la Primera Guerra Mundial, decidió
estudiar Filosofía y Psicología en Munich, Friburgo y Frankfurt, donde conoció a Theodor Adorno. En 1926 comienza a
trabajar en la Universidad de Frankfurt y se casa con Rosa Rieker. En 1931 fue nombrado director del Instituto para la
Investigación Social (IIS). En 1933, al cerrarse el instituto, se vio obligado a abandonar Alemania, pasando por Suiza y
terminando en la Universidad de Columbia (Nueva York), donde Horkheimer instala el Instituto. A comienzos de los 40
escribirá, junto a Adorno Dialéctica de la Ilustración. En 1949 vuelve a Alemania y trabaja como profesor de Filosofía social
en la Universidad de Frankfurt, reabriendo un año después el Instituto. Entre 1951 y 1953 fue rector de esta Universidad.
En estos años continúa con sus estudios sociológicos y publica obras críticas como Crítica de la razón instrumental, Ocaso, o
Teoría tradicional y teoría crítica, donde recopila artículos anteriores. En estos años su reflexión recupera a Schopenhauer y la
religión judía que aprendiera en su familia. En 1959, convertido ya en profesor emérito, emigra a Lugano, donde continuará
con su labor filosófica. Murió el 7 de julio de 1973 en Nüremberg.
230. Theodor Wiesengrund Adorno nació el año 1903. Al terminar sus estudios, se matriculó en la universidad de Frankfurt,
pág. 160
Eso da lugar a una terminología en la que profundizan los diversos miembros de la Escuela: el
hombre unidimensional.
Auschwitz y Hiroshima han destruido el mito ilustrado de una razón que nos lleva necesariamente al
progreso. Como europeos (y más como judíos) se les impone una autorreflexión acerca de la
modernidad. Con un planteamiento bastante pesimista, consideran que toda cultura es basura, y que
el pensamiento no alcanza la verdadera realidad, que es el sufrimiento del individuo.
Esta crítica debe servir para construir una sociedad digna del hombre. Para ello, realizan una crítica
de la razón instrumental, denunciando la ilusión de los falsos ídolos. Para ello, hay que recuperar
231. HORKHEIMER, M., Sociedad, razón y libertad. Ed. Trotta. Madrid 2005, p. 61.
pág. 161
al otro en su diversidad, de modo que se recupere la dimensión reveladora del pensamiento abierto a
la verdad y al don. De hecho, en su último periodo crece notablemente entre estos autores la
valoración del hecho religioso como medio para destruir la opresión.
Aunque Horkheimer no era creyente, en sus últimos escritos redunda en la idea del alma, la religión
y la familia. No pensar lo religioso impide entender el verdadero sentido de los Estados modernos ya
que la nación ha ocupado, como ídolo general, el lugar de lo supremo. La deificación del Estado sólo
pudo realizarse alterando el sentido de la familia. Por eso Horkheimer asocia el III Reich con la
culminación del Estado jacobino: «El Tercer Reich ha sido la única dictadura moderna que ha intentado
prescindir sistemáticamente de toda instancia mediadora entre el individuo y el estado llevando el jacobinismo hasta el
límite»232. El Estado moderno debía disolver dos cosas: Dios y la familia, como aquello que se
interpone entre él y el individuo. Pensando la familia, Horkheimer anuncia una crisis, aunque
reconoce su universalidad y por tanto su difícil desaparición. La idea más interesante que nos propone
el filósofo alemán, es que la crisis de la familia ha estado precedida de una crisis de la amistad, harto
imposible en una sociedad modulada por la cultura de masas. Quizá Horkheimer no vivió lo bastante
como para adentrarse en la solución ante las “amenazas a la libertad” que comporta la actual sociedad,
pero al menos dejó apuntado el problema.
pág. 162
considera que en la construcción del mañana, es fundamental la relación mutuamente creativa y fecunda entre la fides y
la ratio. Frente a la lógica del poder, Benedicto XVI reivindica la fuerza del amor, la virtud teologal de la caridad que
abierta a la esperanza es capaz de transformar las estructuras de pecado en pilares de un mundo nuevo. El Papa parte
de la idea que el ser humano es capax amoris y que, en tanto que imagen y semejanza de un Dios-Amor, es capaz, con la
ayuda de Él, de conducir la historia hacia la verdadera plenitud humana. Lo que verdaderamente salva al ser humano del
perverso final es el amor y no la ciencia o la técnica. Max Horkheimer no es, de ningún modo, un pensador cristiano,
aunque tampoco se puede considerar un autor ateo. Es un marxista heterodoxo que va más allá de las tesis canónicas
del materialismo histórico y dialéctico y detecta en el ser humano una nostalgia de eternidad, más concretamente del
Totalmente Otro que Benedicto recoge y reinterpreta en clave cristiana. «Horkheimer -afirma el Papa- ha excluido
radicalmente que pueda encontrarse algún sucedáneo inmanente de Dios, pero rechazando al mismo tiempo también la imagen del Dios bueno
y justo. En una radicalización extrema de la prohibición veterotestamentaria de las imágenes, él habla de la ‘nostalgia del totalmente Otro’,
que permanece inaccesible: un grito del deseo dirigido a la historia universal» (Spes salvi 42). El Santo Padre nos muestra que el
Totalmente Otro, Dios, se ha revelado gratuitamente en la historia, se ha dado a conocer al ser humano para salvarle y
mostrarle el auténtico camino de liberación. Ya no es el Totalmente Otro del judaísmo pues se ha revelado en Jesucristo.
La constatación de esta nostalgia en un pensador de raíz marxista es un indicio que no pasa desapercibido al Santo Padre
y le vincula con su antropología de corte agustiniana, donde el ser humano es una semilla de eternidad (semen aeternitatis)
que siente nostalgia.
Jürgen Habermas nace en Düsseldorf (Alemania) en 1929. Conoció el nazismo, en cuyas juventudes debió participar –
como era obligatorio- y las penalidades de la Guerra Mundial. La experiencia nazi le marcó como a muchos alemanes y
le condujo a una simpatía hacia el marxismo, común con los otros pensadores del Instituto de Investigación Social, fundado
por T.W. Adorno en 1923. En este Instituto trabajó desde 1956 a 1959, siendo considerado por eso como el más joven
miembro de la Escuela de Fran kfut. En 1968 publica su primera gran obra: Conocimiento e interés, a la que sigue ese mismo
año Técnica y Ciencia como “Ideología”. Desde 1971 es directo del Max Planck Institut de Stanberg en el apartado
“Investigación de las condiciones de vida en el mundo científico-técnico”. Escribe en 1981 su obra Teoría de la acción
comunicativa, a la que siguió en 1983 Conciencia moral y acción comunicativa. Recibió en 2003 el Premio Príncipe de Asturias.
233.
Para la elaboración de este texto sobre Habermas hemos recogido, con mínimas modificaciones, el estudio de
ANTONIO ROMERO ISERN, en la obra colectiva: Estudios sobre historia del pensamiento, CDL, Cádiz 1995, pp. 349-357.
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De entre los miembros de la Escuela, participaron de manera fundamental en el Instituto T.W.
Adorno (1903-1969) y M. Horkheimer (1895-1973) (que colaboraron entre otras en una obra clave
dentro de la Escuela: Dialéctica de la ilustración), y H. Marcuse (1898-1979). En menor medida, lo hizo
E. Fromm (1900-1980). (Por último, W. Benjamin (1892-1940) no sólo tuvo menor vinculación con
los miembros de la escuela, sino que su pensamiento está ya mucho más alejado de los tópicos de
ésta).
Sin embargo lo que une a estos autores, lejos de ese propósito inicial del que sí puede considerar
heredero a Habermas, es precisamente lo que los hace muy diferentes del espíritu de la filosofía de
Habermas: su rechazo absoluto y radical de la civilización occidental (El Gran Rechazo del que
hablaba Marcuse). Ese tono apocalíptico de cariz casi religioso (o abiertamente “religioso” como en
el último Horkheimer) es explícitamente rechazado por Habermas, cuya crítica a la sociedad
occidental está mucho más matizada. Recuérdese lo que hemos dicho respecto al alejamiento de
Habermas respecto a la actitud revolucionaria hipercrítica con las democracias occidentales de los
jóvenes revolucionarios de los sesenta, inspirados por Marcuse o, más lejanamente, por Adorno.
Si hubiera que buscar autores contemporáneos recientes cercanos a Habermas, habría que buscarlos
más bien en otras corrientes. Así, por ejemplo, Habermas mismo dirá en 1983 al comienzo de
Conciencia moral y acción comunicativa, que es Karl-Otto Apel (1922) el filósofo vivo que más ha influido
en su pensamiento. Las ideas que habremos de explicar luego de una «ética comunicativa» es
básicamente compartida por ambos filósofos.
Aunque nos hemos referido a la filiación neomarxista de Habermas, su figura resulta especialmente
interesante hoy precisamente porque transciende su filiación neomarxista y pone a dialogar
tradiciones filosóficas inconexas (capacidad que, por cierto, comparte también con Apel). En
concreto, en la que es hasta ahora la gran obra de Habermas, su Teoría de la acción comunicativa de 1981,
encontramos una influencia decisiva de la filosofía de ámbito anglosajón: la filosofía de corte analítico
o post-analítico, centrada sobre todo en el estudio del lenguaje, que procede del segundo Wittgentein
(el de las Investigaciones filosóficas) y que engloba autores como Austin o Searle.
Si hemos calificado a Habermas como un ilustrado, como un continuador de ese proyecto de
emancipación, habría que citar ahora a toda una serie de pensadores contemporáneos e incluso
actuales no porque estén cercanos al filósofo alemán, sino porque constituyen el punto de referencia
negativo de nuestro autor. Y ello justamente porque son pensadores que de una u otra manera
consideran ese proyecto de la Ilustración como algo acabado, muerto, que ya no tendría vigencia. Se
trata de autores sobre todo franceses como G. Bataille, M. Foucault, J. Derrida o J.F. Lyotard. Es este
último el que acuño un término que ha tenido fortuna, el de postmodernidad, como definitorio de
esta nueva época en que viviríamos después del acabamiento del proyecto ilustrado. A estos autores
les une una cierta desconfianza en la Razón, a la que consideran el gran mito de la Ilustración. Todos
enfatizan la existencia de una multiplicidad de épocas, de modos de interpretar el mundo, sobre las
cuales ningún punto de vista puede pretender ser esa razón con mayúsculas.
pág. 164
Por último, hay que señalar como Habermas muestra en sus obras (particularmente en la Teoría de la
acción comunicativa) un conocimiento enciclopédico no ya de filosofía, sino de diversas ciencias
(lingüística, sociología, antropología...) que suele decirse que corresponde más bien a una labor de
equipo, encabezada por él mismo.
pág. 165
manera de ver la realidad, de conocer, de ese alumno de manera particular. E incluso en él, sería algo
accidental. Es decir, que no sería extraño que si el alumno finalmente aprobase, cambiase súbitamente
su opinión sobre el profesor. Pero ese no es el tipo de interés en el que está pensando Habermas
cuando afirma que el conocimiento siempre es interesado. Porque el interés en el está pensando
nuestro autor es por el contrario, universal y necesario. Es universal porque no afecta a esta o aquella
persona, sino a la especie humana en su conjunto. Y es necesario porque no es algo eliminable, una
especie de incorrección del conocer humano que se pudiera arreglar, como el miope arregla su defecto
con unas lentes.
Hemos empleado antes, para sintetizar estas características de universalidad y necesidad, una
expresión importante. Decíamos que los intereses de la razón son condiciones de posibilidad del
conocimiento. La expresión que utilizamos es justamente la misma que empleaba Kant para referirse
a aquellos elementos que hacían posible el conocimiento, los elementos trascendentales: el espacio y
el tiempo y las categorías. Pues bien, para Habermas ese es precisamente el papel que desempeñan
los intereses del conocimiento, el de elementos trascendentales del mismo. Y al igual que para Kant,
se trata de elementos a priori, anteceden a toda experiencia concreta.
¿Cuáles son esos intereses trascendentales del conocimiento, según Habermas? Esos intereses serían
de tres tipos en función del tipo de ciencia de que se trate:
1. En el caso de las ciencias naturales, el interés es tecnológico. Se investiga la naturaleza teniendo
como marco los esquemas que rigen para manipular cosas mediante el trabajo. Acabamos de
referirnos a como diversos autores desde Bacon y Descartes habían hablado de la orientación técnica
del conocimiento. Esa apreciación es justa. El problema de algunos autores de la Modernidad es que
confundirán ese conocimiento científico de interés técnico, con el único conocimiento y el único
interés válido.
2. En el caso de las ciencias históricas, el interés es práctico. Esto quiere decir que el propósito de
estas ciencias no es otro que el esfuerzo por ponernos en el punto de vista de la época que estudiamos.
Pues bien, para Habermas ese esfuerzo nace del que tiene lugar en la relación entre los hombres para
poder dialogar y poder ponerse de acuerdo. El esquema de la comprensión histórica es el esquema
de la práctica que requiere la comprensión del punto de vista del otro gracias al lenguaje.
3. Pero a Habermas le interesa especialmente un tercer caso. Las ciencias sociales (economía,
sociología, política) tienen un interés emancipatorio. El descubrimiento e investigación de situaciones
humanas que podrían ser de otro modo, nos sitúa antes el interés de emancipación: Se investiga esas
ciencias desde el horizonte de auto-transformación y liberación de prejuicios, desde el
cuestionamiento de las formas diferentes de dominación. Es decir que estas ciencias lo que persiguen
es hacer ver como elementos presentes en una sociedad y que pueden ser vistos dentro de ella como
algo natural, son sin embargo situaciones evitables, modificables, que no tienen ese carácter de
necesidad como se imaginan lo que viven los sujetos inmersos en el seno de determinada colectividad.
A esas representaciones colectivas que inventan justificaciones que convierten en natural lo que no
lo es, Habermas, en consonancia con la tradición marxista lo denomina ideología.
pág. 166
Hay que hacer notar el carácter ilustrado de la filosofía de Habermas: la invitación a la emancipación,
a liberar a los individuos de sus prejuicios. Es el mismo lema de Kant cuando en ¿Qué es Ilustración?
resumía esta desde este imperativo: Sapere aude! (¡atrévete a saber!). Habíamos empezado diciendo que
la filosofía habermasiana se concebía así misma de un comienzo como una crítica del cientifismo. Ya
sabemos en qué consiste esa crítica. El cientifismo reduce las posibilidades legítimas de conocer a lo
que en realidad es sólo una de las facetas que tiene el interés humano.
Atendamos a esos tres ámbitos que hemos mencionado para cada uno de los respectivos intereses de
conocimiento: trabajo, lenguaje y dominación. Tres ámbitos presentes en la vida social del hombre
que no son reducibles los unos a los otros. El cientifismo, por ejemplo, pretendía reducir los otros
dos al ámbito del trabajo. Por eso Habermas, cuando en Conocimiento e interés rastrea la historia de la
pervivencia del cientifismo en algunos autores del XIX, lo encuentra también incluso en el mismo
Marx. Habermas considera que Marx piensa con un esquema reductivista cuando considera que en
las sociedades todo se reduce finalmente a cuestiones económicas y, finalmente, de cambio
tecnológico. Y es, sin embargo, en el joven Hegel de Jena, como decíamos, donde mejor encuentra
Habermas expuesto esa triple dimensión de la sociabilidad humana.
Aun así, finalmente coincide con Marx y contra Hegel en una postura materialista. Antes
comparábamos el carácter trascendental de los intereses de la razón con el que tenían los elementos
a priori para Kant. Esos elementos a priori existían porque había un sujeto de conocimiento que no
era ningún hombre en particular, sino cualquier sujeto de conocimiento racional. Lo que llamaba
sujeto trascendental. Pues bien, para Habermas el sujeto de esos intereses trascendentes es simple-
mente la especie humana. Los intereses de la razón son los intereses que tiene la especie humana para
sobrevivir... pero no para sobrevivir sin más, como sí ocurre en el caso de las otras especie. El conocer
es un medio para la autoconservación de la especie, pero a la misma vez va más allá de ella. En la
especie humana hay un componente podíamos decir de insatisfacción continua con lo que hay. El
hombre no se conforma, como especie, con subsistir. Aspira siempre a más, tiene siempre un compo-
nente utópico.
pág. 167
Decimos de manera ideal porque como es obvio ante cada proposición no espero un acuerdo de
hecho con todo el mundo (un acuerdo fáctico), sino que se trata de una especie de experimento
mental que está implícito en el propio uso del lenguaje.
Expliquemos esto más detenidamente. Podemos utilizar el lenguaje para varias funciones, con varias
intenciones. Puedo exclamar, puedo preguntar... Pero cuando lo uso con intención de afirmar algo,
supongo siempre que lo que digo puede ser entendido por quien me escucha. Aún más, si afirmo
algo como verdadero, aunque no lo diga, estoy suponiendo que él me escucha también puede
entender eso que yo estoy entendiendo. En realidad, si afirmo algo como verdadero, lo que estoy
diciendo es que cualquiera puede entender lo que yo estoy entendiendo. El lenguaje, en este uso, es
esencialmente comunicativo. Pretende siempre poner en común lo que el hablante quiere decir. Con
la primera proposición, desde la pretensión de verdad más humilde, pretendo que todos estuviesen
de acuerdo conmigo. Esto naturalmente no quiere decir que de hecho en cada uso particular del
lenguaje esté esperando esa aprobación general. Eso es simplemente un rasgo del lenguaje que no se
concreta en cada caso particular. Lo interesante es el sentido emancipador, de liberación que tiene
esa herramienta humana porque el lenguaje encierra la posibilidad en sí mismo de que nada humano
tenga que ser porque sí, sino todo puede ser en principio susceptible de un acuerdo racional.
Ahora bien, si el lenguaje lleva inscrito la pretensión de un acuerdo sin restricciones, entonces tiene
también una carga normativa, ética. Sólo por usar del lenguaje con pretensión de verdad, estamos
queriendo implícitamente eliminar las distorsiones que imposibilitan esa situación ideal de habla: la
situación en la que el posible acuerdo entre hombres pudiera darse sin que hubiera mentalidades que
distorsiones esa posibilidad. Distorsiona sobre todo cualquier forma de autoengaño, de ideología. El
lenguaje está cargado con la utopía de una sociedad de personas autónomas, personas que no
necesitan de ningún engaño colectivo para vivir.
Volvamos por última vez al ejemplo del alumno que tiene condicionada su percepción de la realidad
por su suspenso y se autoengaña haciendo culpable al profesor. Pues bien, el lenguaje mismo que ese
alumno utiliza, en tanto en cuanto lleva consigo el querer que el otro (un oyente concreto, pero en
definitiva a cualquier oyente) me comprenda, lleva también consigo la posibilidad de que el alumno
salga de su enclaustramiento mental y vea más allá de su punto de vista inicial. El lenguaje es aquello
que nos permite ir más allá de nuestras propias representaciones, es la rendija por la que escapamos
de nuestra posición siempre parcial.
Cuando la filosofía desenmascara las formas en que se violentan un habla libre de coacciones,
contribuye al despliegue de las posibilidades latentes en la misma racionalidad presente en el lenguaje.
Pero cuando actúa como si esa situación ideal de habla fuese de hecho siempre posible, está actuando
ideológicamente, es decir justificando las situaciones que imposibilitan desplegar el potencial de
racionalidad del lenguaje. Dicho de otra forma, si tomamos la capacidad comunicativa del lenguaje
como una posibilidad suya a desarrollar, el desarrollo de esa capacidad conducirá a la emancipación
de los hombres. Pero lo que no podemos suponer es que ya se dan las circunstancias de ese uso del
lenguaje en el que todos nos podemos entender con todos sin más. Eso todavía no es posible, porque
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están presentes los autoengaños colectivos, las ideologías. Y la peor de las ideologías es la que piensa
que esa sociedad ideal en la que las ideologías habrían desaparecido existe ya. Justamente porque eso
paralizaría ya todo el espíritu de crítica que anida en el lenguaje. Pero esa precisamente es la ideología
del cientifismo, que concibe a los hombres como desinteresados investigadores de la verdad. Como
si la búsqueda de la verdad no supusiese como condición la búsqueda de una sociedad en donde sea
posible esa misma búsqueda.
El desarrollo pormenorizado de esta idea llevó a Habermas a lo largo de los años setenta a un estudio
de la filosofía del lenguaje, especialmente en lo que se refiere a su vertiente pragmática, y por ello a
una aproximación a la tradición filosófica anglosajona, procedente en gran medida del Wittgenstein
de las Investigaciones Filosóficas, y donde sobresalen Austin y Searle.
Habermas ha tratado a lo largo de varios artículos de concretar lo que él mismo ha denominado una
pragmática universal, es decir una investigación acerca de las "condiciones universales del entendi-
miento posible" (¿Qué significa pragmática universal?, 1976). Esas investigaciones aparecerían vertidas
luego en la faraónica Teoría de la acción comunicativa de 1981.
Pero es justo después de esa obra, cuando Habermas ha insistido más en el aspecto ético de su
proyecto filosófico, así en los artículos reunidos en Conciencia moral y acción comunicativa (1983) y otros.
Esta ética, directamente emparentada con las ideas de la lección inaugural de 1965, podría
considerarse sintetizada en el principio de universalidad (U): «Toda norma válida ha de satisfacer la condición
de que las consecuencias y efectos secundarios que se derivan, previsiblemente, de su aceptación general para la satisfacción
de los intereses de cada particular, pueda ser aceptada libremente por cada afectado»235.
Como se deduce de (U), la ética habermasiana es una ética universalista (contra el relativismo, los
juicios morales tienen una pretensión de validez universal), cognotivista (contra el emotivismo, los
juicios morales tienen una pretensión de razonabilidad) y formalista (contra las éticas materiales, no
se prescriben contenidos, sino procedimientos). Se trata de una ética del discurso, por cuanto se
pretende que la validez de una norma depende de su hipotética aceptación en una discusión resultado
de la argumentación.
El proyecto ético de Habermas está explícitamente emparentado con las teorías del desarrollo de la
conciencia moral que, en la línea de Piaget, ha desarrollado L. Kohlberg: El ser humano desde su
nacimiento desarrolla su conciencia moral pasando por una serie de etapas. La última etapa de
Kohlberg, la etapa 6 o etapa de los principios éticos universales, se correspondería justamente con la
del grado de madurez y autonomía que supone el guiarse por (U) como norma de conducta.
Insistamos de nuevo en el parentesco con las tesis presentes en Habermas desde un comienzo y con
la que es en definitiva su idea fundamental: la existencia de un razón práctica, frente al cientifismo
que abandona el campo de las cuestiones éticas al ámbito de las decisiones en último término
irracionales (Y en esta idea nuestro autor es claramente heredero de los frankfurtianos).
pág. 169
La ética habermasiana tiene un indudable tono kantiano. Pero la presencia de Hegel es finalmente
decisiva. Por eso, Habermas no concibe ese principio (U) como un deber-ser que cada hombre se
esforzaría impotente por conseguir, ni se trata de soñar con la bella utopía de una comunidad de
hombres buenos que se regirían por él. Habermas está muy lejos de ser un moralista.
La ética de Habermas no es en absoluto un piadoso deseo, sino la expresión depurada de lo que está
en realidad latiendo en todo uso moral del lenguaje. No se trata, pues, sino de lo que en el fondo
todos queremos decir cuando damos un uso moral al lenguaje, ya que recordemos que es el lenguaje
mismo el que tiene esa pretensión de universalidad.
Pero no sólo es que la universalidad no sea "música celestial", sino la práctica común del discurso
moral. Es que además son unas circunstancias históricas muy concretas las que dan auténtica realidad
a esa práctica: El conjunto de circunstancias históricas a las que llamamos Modernidad. En la Teoría
de la acción comunicativa se expone como son los procesos de racionalización del mundo de la vida, por
los cuales el fondo primero religioso que organiza las sociedades primitivas, se han ido sustituyendo
por convenciones susceptibles de crítica, fundamentadas en la capacidad de consenso que tiene el
lenguaje.
El problema de este proceso de racionalización es que también ha ido destruyendo formas de
convivencia tradicionales, sin sustituirlas por esta otras formas de integración basadas en el consenso.
Eso es lo que crea el desarraigo, la pérdida de sentido, anomia, algo muy parecido a lo que Marx llamó
alienación.
Habermas no cree como sí lo hizo Max Weber (1864-1920) que eso sea inevitable: la secularización
de las imágenes del mundo no tiene por qué tener esos efectos patológicos inevitables. Y desde luego
está totalmente en desacuerdo con aquellos que caen en una evocación nostálgica e idealizada de
formas de vida premodernas. La solución está en considerar la modernidad como un proyecto
inacabado, como algo que no está concluido mientras existan esas patologías que hemos señalado, y
no como algo muerto o respecto a lo cual haya que involucionar.
Estas tesis acerca de la modernidad son las que sitúan polémicamente a Habermas respecto a otros
autores contemporáneos, ya sea en un marco más estrictamente filosófico (como en El discurso filosófico
de la modernidad, de 1985), ya sea en otro más directamente político, en referencia a los autores en los
que la crítica a la Ilustración se hace desde planteamientos netamente conservadores.
La filosofía de Habermas es un corolario perfecto al pensamiento cientifista, que este autor analiza con profundidad
crítica. El eje de su pensamiento, como el del “Popper práctico” es la doctrina de la emancipación, de la libertad indicada
en otros términos. En ese sentido, Habermas merece la alabanza por haber sabido distanciarse del marxismo de sus
orígenes en momentos en los que éste parecía la única doctrina universal. Es, por eso, que su pensamiento haya sido
referente común entre los intelectuales postmarxistas socialdemócratas tras el desastre que supuso la caída del Muro de
Berlín.
pág. 170
La filosofía de Habermas, todavía activa, es –sin embargo- una filosofía muy pobre si la comparamos con los grandes
esfuerzos ontológicos del pasado pues está limitada al análisis crítico de las formas culturales. Su doctrina del acuerdo
comunicativo y del consenso ha inspirado una ética sobre el acuerdo universal que no sólo es muy vaga sino que niega el
sentido profundo de la verdad como conocimiento verdadero (la verdad sería aquello en lo que estamos de acuerdo).
En ese “no pretender ir más allá” está la caducidad de su proyecto: es una doctrina de la libertad que no tiene bases
ontológicas, que incluso es compatible con su tesis del “interés universal” y que anhela el viejo proyecto ilustrado, que
intenta separar de la voluntad de dominación presente en la tecnología y en la política moderna, pero que –en realidad-
es parte intrínseca de ese mismo proyecto. Afirmar la modernidad como un proyecto inacabado es una actitud muy poco
crítica, pues no advierte que lo que se quiere afirmar: la teoría de la acción comunicativa universal es imposible desde esa
misma ansia de autonomía. El consenso como arma arrojadiza puede dar una apariencia de corrección pero esconde
muchas veces el rechazo y la pérdida de una doctrina sobre la verdad.
El entonces cardenal Joseph Ratzinger, actual Papa Benedicto XVI, y el filósofo Jürgen Habermas, profesor de la escuela
de Frankfurt y padre del patriotismo constitucional, celebraron el día 19 de enero del 2004 un diálogo en la Academia
Católica de Munich sobre los Fundamentos morales prepolíticos del Estado liberal, desde las fuentes de la razón y de la
fe. La diversidad de las posiciones de uno y otro respecto a las raíces de la legitimidad del Estado democrático puso de
relieve la oposición entre revelación y razón. Pero también hubo coincidencias entre ambos, como es la necesidad de
controlar los peligros que religiones y razón suponen para los derechos del hombre, mediante lo que Habermas califica
de aprendizaje recíproco entre razón y fe. La Vanguardia ofrece los textos completos leídos por Jürgen Habermas y
Joseph Ratzinger, en un diálogo que, a buen seguro, será referencia básica en el futuro.
pág. 171
JÜRGEN HABERMAS
El tema que hoy debatimos me hace evocar aquella pregunta que Ernst-Wolfgang Böckenförde planteó a mediados de
los años sesenta en términos claros y concisos: ¿es posible que el Estado liberal secular se sustente sobre unas premisas
normativas que él mismo no puede garantizar?. Lo que se pregunta Böckenförde es si el Estado democrático
constitucional es capaz de renovar sus presupuestos normativos valiéndose de recursos propios, ya que no es
inconcebible que pueda depender en realidad de tradiciones éticas autóctonas, ya sean ideológicas o religiosas; en
cualquier caso, vinculantes a escala colectiva. Para el Estado, que debe hacer profesión de neutralidad en el terreno
ideológico, esto representaría un obstáculo ante el "hecho innegable del pluralismo" (Rawls), aunque esta conclusión no
basta para descartar la mencionada sospecha.
Para empezar, quisiera caracterizar el problema en dos sentidos. En sentido cognitivo, la duda se circunscribe a la
cuestión de si el poder político, consumada la total positivización del Derecho, sigue admitiendo una justificación secular,
es decir, no religiosa o posmetafísica. Aun en el caso de que se acepte esa clase de legitimación, desde el punto de vista
motivacional se mantiene la duda de si es posible estabilizar desde un punto de vista normativo -es decir, más allá de un
mero modus vivendi- una colectividad ideológicamente pluralista sobre la base de un consenso fundamental que no
pasaría de ser en el mejor de los casos meramente formal y limitado a procedimientos y principios. Aun en el caso de
que se pueda despejar esa duda, resulta indiscutible que los ordenamientos liberales dependen de la solidaridad de sus
ciudadanos, cuyas fuentes podrían agotarse por completo si se produjera una secularización desencaminada de la
sociedad. Este diagnóstico no se puede rechazar de plano, pero eso no significa que los elementos cultos entre los
defensores de la religión puedan extraer de él, por así decirlo, una plusvalía. En lugar de ello, propongo entender la
secularización cultural y social como un doble proceso de aprendizaje que obligue tanto a las tradiciones de la ilustración
como a las doctrinas religiosas a reflexionar acerca de sus límites. Finalmente, en lo que respecta a las sociedades
postseculares, cabe preguntarse, desde el punto de vista cognitivo y expectativo, qué premisas normativas debe imponer
el Estado liberal a sus ciudadanos creyentes y no creyentes en su relación recíproca
1. EL LIBERALISMO POLÍTICO -al que me adhiero en su variante específica del republicanismo kantiano (2)- se
concibe a sí mismo como una justificación no religiosa y posmetafísica de los fundamentos normativos del Estado
democrático constitucional. Esta teoría se encuadra en la tradición de un derecho racional que renuncia a las hipótesis
fuertes cosmológicas o histórico-teológicas de las doctrinas clásicas y religiosas del derecho natural. La historia de la
teología cristiana en la edad media, en especial la escolástica española tardía, se encuadra, por supuesto, en la genealogía
de los derechos humanos. Pero los fundamentos de legitimación de la autoridad estatal ideológicamente neutral proceden
en última instancia de las fuentes profanas de la filosofía de los siglos XVII y XVIII. La teología y la Iglesia no fueron
capaces de afrontar hasta mucho más tarde los desafíos del Estado constitucional surgido de la revolución burguesa. Sin
embargo, a mi entender, desde el punto de vista católico, que asume sin problemas la existencia del lumen naturale, nada
se opone en lo esencial a una fundamentación autónoma (es decir, independiente de las verdades reveladas) de la moral
y el derecho.
En el siglo XX, la fundamentación poskantiana de los principios constitucionales liberales ha adoptado preferentemente
la forma de una crítica historicista y empirista, y ha descuidado el análisis de las consecuencias negativas del derecho
natural objetivo (como por ejemplo la ética material de valores). Desde mi punto de vista, para defender frente al
contextualismo un concepto de razón no derrotista y frente al positivismo jurídico un concepto no decisionista de la
validez del derecho, basta con formular algunas hipótesis débiles acerca del contenido normativo de la constitución
comunicativa de formas de vida socioculturales. La tarea fundamental consiste en explicar: -por qué el proceso
democrático es considerado un proceso de legislación legítima: en la medida en que satisface las condiciones de una
formación de la voluntad colectiva inclusiva y discursiva, justifica la hipótesis de la aceptabilidad racional de los
resultados; y -por qué la democracia y los derechos humanos se limitan recíprocamente de manera equiprimordial en el
proceso constituyente: la institucionalización jurídica del proceso de legislación democrática exige la simultánea
garantización de los derechos fundamentales, tanto liberales como políticos.
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El punto de referencia de esta estrategia de fundamentación es la constitución que se otorgan los ciudadanos asociados,
y no la domesticación de una autoridad estatal ya existente, pues ésta todavía ha de ser creada por medio de un proceso
constituyente democrático. Una autoridad estatal constituida (y no sólo domesticada constitucionalmente) está
fundamentada en derecho hasta lo más íntimo de su esencia, de modo que el derecho impregna por completo la autoridad
política, sin excluir ningún aspecto. Con la concepción positivista de la voluntad de Estado, la doctrina del derecho
público alemana (de Laband y Je-hasta Carl Schmitt), cuyas raíces se retrotraen a la época del imperio alemán, dejaba
abierta una puerta para una sustancia ética del Estado o de lo político no sometida a derecho; en cambio, en el Estado
constitucional no existe ninguna autoridad que se sustente en una sustancia prejurídica. La soberanía preconstitucional
del monarca no deja libre ningún hueco que fuera necesario rellenar -en forma del ethos de un pueblo más o menos
homogéneo- por medio de una soberanía popular igualmente sustancial.
A la luz de este problemático legado, la pregunta de Ernst-Wolfgang Böckenförde ha sido entendida en el sentido de
que un ordenamiento constitucional completamente positivizado necesitaría la religión o algún otro poder sustentador
como respaldo cognitivo de sus fundamentos de validez. De acuerdo con esta interpretación, la aspiración de validez del
derecho positivo dependería de su fundamentación en las convicciones éticas-prepolíticas de las comunidades religiosas
o nacionales, ya que tal clase de ordenamiento jurídico no puede justificarse únicamente de modo autorreferencial a
partir de procesos jurídicos generados democráticamente. En cambio, si se concibe el proceso democrático no a la
manera positivista de Kelsen o Luhmann, sino como método para la creación de legitimidad a partir de la legalidad, no
puede hablarse de un déficit de validez que deba ser compensado mediante la eticidad. En contraste con la concepción
del Estado constitucional procedente de la derecha hegeliana, la doctrina procedimentalista de inspiración kantiana
insiste en una fundamentación autónoma de los principios constitucionales con la pretensión de ser racionalmente
aceptable para todos los ciudadanos.
2. EN LO QUE SIGUE partiré de la base de que la constitución del Estado liberal puede satisfacer su necesidad de
legitimación de forma autosuficiente, es decir, a partir de los recursos cognitivos de una economía argumentativa
independiente de toda tradición religiosa y metafísica. Sin embargo, aún bajo esta premisa persiste una duda desde el
punto de vista motivacional. En efecto, las premisas normativos del Estado democrático constitucional exigen al
individuo un mayor compromiso en la medida en que éste asume el papel de ciudadano del Estado (y por lo tanto autor
del derecho), y un compromiso menor en la medida en que se concibe a sí mismo como miembro de la sociedad (y por
lo tanto mero destinatario del derecho). De los destinatarios del derecho sólo se espera que no traspasen los límites
legales a la hora de materializar sus libertades (y aspiraciones) subjetivas. Las motivaciones y actitudes que se esperan de
los ciudadanos en su papel de colegisladores democráticos tienen poco que ver con la obediencia prestada a las leyes
coercitivas que regulan la libertad; se espera de ellos que materialicen sus derechos comunicativos y participativos de
manera activa, y no solo en un legítimo interés propio, sino en pro del bien común. Esto requiere un mayor esfuerzo
motivacional, que no puede imponerse por vía legal. En un Estado de derecho democrático, la obligación de votar en
las elecciones estaría tan fuera de lugar como la solidaridad por decreto ley. La disposición a tomar bajo su
responsabilidad, en caso necesario, a conciudadanos desconocidos y anónimos, y a hacer sacrificios en nombre del
interés colectivo, es algo que a los ciudadanos de una comunidad liberal solo se les puede, como mucho, sugerir. Por eso
las virtudes políticas, aunque solo se recauden en calderilla, son esenciales para la existencia de una democracia. Forman
parte de la socialización y de la habituación a las prácticas y maneras de pensar de una cultura política liberal. El estatus
de ciudadano del Estado se halla, en cierto modo, insertado en una sociedad civil que se nutre de fuentes espontáneas,
prepolíticas por así decirlo. De ello no cabe deducir, sin embargo, que el Estado liberal sea incapaz de reproducir sus
presupuestos motivacionales a partir de recursos seculares propios. Sin duda, los motivos para la participación de los
ciudadanos en la opinión pública y los procesos de decisión tienen su origen en proyectos de vida éticos y formas de
vida culturales; pero las prácticas democráticas desarrollan una dinámica política propia. Sólo un Estado de derecho sin
democracia, algo a lo que en Alemania hemos estado acostumbrados largo tiempo, sugeriría una respuesta negativa a la
pregunta de Böckenförde: "¿Pueden los pueblos unificados estatalmente apoyarse sólo en la garantización de las
libertades individuales, sin que exista un vínculo unificador previo a esas libertades?". En efecto, el Estado de derecho
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constituido democráticamente no solo garantiza libertades negativas para los miembros de la sociedad preocupados por
su propio bien, sino que, al ofrecer libertades comunicativas, moviliza también la participación de los ciudadanos del
Estado en el debate público en torno a temas que afectan a toda la colectividad. El vínculo unificador perdido es un
proceso en el que se discute, en última instancia, la interpretación correcta de la constitución.
Así, por ejemplo, en las discusiones actuales en torno a la reforma de Estado del bienestar, la política de inmigración, la
guerra de Iraq y la abolición del servicio militar obligatorio, lo que se juzga no son meramente políticas concretas, sino
también, en todos los casos, la interpretación correcta de los principios constitucionales, y, de modo implícito, el modo
en que queremos entendernos a nosotros mismos como ciudadanos de la República Federal Alemana y como europeos,
a la luz de la multiplicidad de nuestras formas de vida culturales y del pluralismo de nuestras ideologías y convicciones
religiosas. Ciertamente, al volver la vista atrás debe reconocerse que el hecho de compartir religión y lengua, y sobre
todo la recuperación de la conciencia nacional, fueron útiles para el surgimiento de una solidaridad ciudadana, por otra
parte sumamente abstracta. Pero entre tanto las convicciones republicanas se han desprendido en buena parte de esos
lastres prepolíticos: el hecho de que no estemos dispuestos a morir por Niza no representa objeción alguna contra una
constitución europea. Piensen ustedes en los discursos político-éticos en torno al holocausto y la criminalidad de masas,
que han permitido a los ciudadanos de la República Federal ser conscientes del logro que representa la Constitución. El
ejemplo de una política de la memoria de carácter autocrítico (algo que hoy en día ya no es excepcional, pues también
está presente en otros países) muestra hasta qué punto la propia política puede ser un caldo de cultivo para la formación
y renovación de los vínculos del patriotismo constitucional.
Al contrario de lo que sugiere un malentendido muy frecuente, el patriotismo constitucional significa que los ciudadanos
se hagan suyos los principios de la Constitución no solo en su contenido abstracto, sino en su significado concreto,
desde el contexto histórico de su respectiva historia nacional.
El proceso cognitivo no basta para que los contenidos morales de los principios fundamentales se afiancen en las
convicciones de los ciudadanos. El razonamiento moral y la coincidencia mundial en la indignación ante las violaciones
masivas de los derechos humanos solo bastarían para fomentar la integración de una sociedad constituida de ciudadanos
del mundo (si tal cosa llega a existir algún día). Entre los miembros de una comunidad política, la solidaridad, tan abstracta
como se quiera, y jurídicamente mediada, sólo puede surgir en el momento en que los principios de justicia encuentran
acomodo en el entramado, más denso, de las orientaciones de valor culturales.
3. DE ACUERDO CON las anteriores consideraciones, la naturaleza secular del Estado democrático constitucional no
muestra ninguna debilidad inherente al sistema político como tal, es decir, interna, que pueda dificultar su
autoestabilización desde el punto de vista cognitivo o motivacional. Esto no excluye factores externos. Una
modernización desencaminada de la sociedad en su conjunto podría muy bien debilitar el vínculo democrático del que
depende necesariamente (pero no puede forzar por vía legal) el Estado democrático. En ese caso nos hallaríamos
exactamente ante la situación que describe Böckenförde: la transformación de los ciudadanos de las sociedades liberales
bienestantes y pacíficas en mónadas aisladas que actuarían sólo por su propio interés y sólo se dedicarían a usar las unas
contra las otras como armas sus derechos subjetivos. En un contexto más amplio, se aprecian indicios de esa clase de
desmoronamiento de la solidaridad interciudadana en la dinámica, no controlada políticamente, de la economía y la
sociedad globales. Los mercados, que como es sabido no pueden democratizarse como si se tratara de instituciones
estatales, asumen de manera creciente funciones de control en sectores de la vida cuya cohesión se había mantenido
hasta ahora de modo normativo, es decir, por vías políticas o mediante formas prepolíticas de comunicación. Con esto,
no sólo las esferas privadas se invierten transformándose en medida creciente en mecanismos de acción al servicio de
las preferencias propias de cada uno, que persiguen exclusivamente el éxito, sino que también se reduce el ámbito
sometido a las necesidades de legitimación de la esfera pública.
El privatismo del ciudadano se ve reforzado por la desmoralizante pérdida de función de un proceso democrático de
formación de opinión y voluntad que a estas alturas ya sólo funciona, y de manera parcial, en los ámbitos nacionales, y
por ello ya no alcanza a los procesos de decisión desplazados a niveles supranacionales.
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También la esperanza cada vez más mermada en la capacidad estructuradora de la comunidad internacional fomenta la
tendencia a la despolitización de los ciudadanos. A la vista de los conflictos y de las sangrantes desigualdades sociales de
una sociedad global fuertemente fragmentada, crece la decepción con cada nuevo tropiezo en el camino, iniciado sólo a
partir de 1945, hacia la constitucionalización del derecho internacional.
Las teorías posmodernas, ejerciendo una crítica de la razón, entienden las crisis no como consecuencia de un agotamiento
selectivo de los potenciales de racionalidad acumulados en la modernidad occidental, sino como resultado lógico de un
proyecto de racionalización intelectual y social autodestructivo. Aunque el escepticismo radical con respecto a la razón
es algo intrínsecamente extraño a la tradición católica, lo cierto es que hasta los años sesenta del siglo pasado el
catolicismo tuvo dificultades para asumir el pensamiento secular del humanismo, la ilustración y el liberalismo político.
Por eso hoy en día vuelve a encontrar eco el teorema según el cual sólo la orientación religiosa hacia un punto de
referencia transcendente puede sacar del callejón sin salida a una modernidad que se siente culpable. En Teherán, un
compañero me preguntó si, desde el punto de vista de la comparación entre culturas y la sociología de la religión, no
sería precisamente la secularización europea la anomalía necesitada de corrección. Eso me hace pensar en la atmósfera
intelectual de la República de Weimar, en Carl Schmitt, Heidegger o Leo Strauss. Personalmente prefiero no llevar al
límite, desde un punto de vista de la crítica de la razón, la cuestión de si una modernidad ambivalente puede estabilizarse
únicamente por medio de las fuerzas seculares de la razón comunicativa; lo mejor es huir de todo dramatismo y tratarla
como una mera cuestión empírica no resuelta. Con esto no pretendo contemplar el hecho de la pervivencia de la religión
en un entorno cada vez más secularizado como un mero fenómeno social. La filosofía debe tomar en serio este dato y
contemplarlo, por así decirlo, desde dentro, como un desafío cognitivo. Sin embargo, antes de proseguir la discusión
por esta línea, quisiera mencionar una derivación plausible del diálogo en otra dirección. Debido a la creciente
radicalización de la crítica de la razón, la filosofía se ha implicado también en la autorreflexión acerca de sus propios
orígenes religioso-metafísicos, y ocasionalmente también en el diálogo con una teología que, por su parte, busca conectar
con los intentos filosóficos de autorreflexión poshegeliana de la razón. Excurso. Uno de los posibles puntos de arranque
del discurso filosófico sobre la razón y la revelación es una figura de pensamiento que reaparece continuamente: la razón,
al reflexionar acerca de sus fundamentos más profundos, descubre que tiene su origen en otra cosa; y si no quiere perder
su orientación racional en el callejón sin salida de la autoapropiación híbrida, debe aceptar el poder fatal de esa otra cosa.
Como modelo sirve el ejercicio de una mutación llevada a cabo, o por lo menos puesta en marcha, mediante las propias
fuerzas, una conversión de la razón por medio de la razón; el desencadenante de la reflexión puede ser la autoconciencia
del sujeto cognoscente y actuante (como en Schleiermacher), o la historicidad de la autoconfirmación existencial del
individuo (como en Kierkegaard), o el desgarro doloroso de los valores éticos imperantes (como en Hegel, Feuerbach y
Marx). A pesar de carecer inicialmente de intención teológica, la razón que se hace consciente de sus propios límites
acaba convirtiéndose en otra cosa, sea por medio de la amalgama mística con una conciencia de aspiraciones cósmicas,
o la espera desesperada de un acontecimiento histórico en forma de mensaje redentor, o la solidaridad anticipatoria con
los humillados y ofendidos, que pretende acelerar la redención mesiánica. Estos dioses anónimos de la metafísica
poshegeliana -la conciencia de alcance cósmico, el acontecimiento inmemorial y la sociedad no alienada- son presa fácil
para la teología, pues se prestan a ser descifrados como seudónimos de la trinidad del Dios personal que se comunica a
sí mismo.
Estos intentos de renovación de una teología filosófica después de Hegel despiertan, en cualquier caso, más simpatía
que ese nietzscheanismo que se limita a tomar prestados los conceptos, de connotación cristiana, de escuchar y aprender,
devoción y expectación de la gracia, llegada y acontecimiento, a fin de proyectar un pensamiento vacío de proposiciones
hacia una era arcaica indefinida, más allá de Cristo y Sócrates. Frente a esto, una filosofía consciente de su falibilidad y
de su posición frágil dentro del complejo edificio de la sociedad moderna, ha de insistir en la diferenciación genérica,
pero de ningún modo peyorativa, entre el discurso secular, que aspira a ser accesible a todo el mundo, y el discurso
religioso, que depende de verdades reveladas. A diferencia de lo que sucede en Kant y Hegel, esta delimitación gramatical
no se vincula con la aspiración filosófica de determinar de modo autónomo qué hay de verdadero o falso en el contenido
de las tradiciones religiosas, más allá del saber mundano socialmente institucionalizado. El respeto que va asociado a esa
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renuncia cognitiva al juicio se fundamenta en la consideración hacia las personas y modos de vida que claramente extraen
su integridad y autenticidad de sus convicciones religiosas. Pero hay algo más que respeto: a la filosofía no le faltan
motivos para adoptar ante las tradiciones religiosas una actitud dispuesta al aprendizaje.
4. A DIFERENCIA de la austeridad ética del pensamiento posmetafísico, al que resulta ajeno todo concepto general
vinculante de vida buena y ejemplar, en los libros sagrados y las tradiciones religiosas se articulan intuiciones de error y
salvación, de la redención de una vida que se experimenta como huera de esperanza, que han sido deletreadas sutilmente
durante milenios y refrescadas continuamente gracias a la hermenéutica. Por eso en la vida de las comunidades religiosas,
en la medida en que eviten el dogmatismo y las restricciones a la conciencia, puede permanecer intacto algo que en otros
lugares se ha perdido y que no puede recuperarse sólo por medio del saber profesional de los expertos: me refiero a la
sensibilidad y la capacidad de expresión diferenciada para hablar de la vida carente de objeto, para las patologías sociales,
para el fracaso de proyectos de vida individuales y la deformación de contextos de vida desfigurados. A partir de la
asimetría de las aspiraciones epistémicas se puede fundamentar la disposición de la filosofía al aprendizaje con respecto
a la religión, y no por motivos funcionales, sino -en recuerdo de sus exitosos procesos de aprendizaje hegelianos-por
motivos de contenido. Como es sabido, la influencia recíproca del cristianismo y la metafísica griega no sólo ha dado
lugar a la concreción intelectual de la dogmática teológica y a una helenización -no siempre positiva- del cristianismo,
sino que, por otro lado, también ha fomentado la asunción de ideas genuinamente cristianas por parte de la filosofía.
Esa tarea de apropiación se ha plasmado en redes de conceptos normativos fuertemente connotados, como los de
responsabilidad, autonomía y justificación, historia y recuerdo, recomienzo, innovación y retorno, emancipación y
realización, renuncia, interiorización y encarnación, individualidad y comunidad. Esa tarea ha transformado el sentido
religioso original de los conceptos, pero sin deflacionarlo y consumirlo hasta dejarlo vacío. Un ejemplo de ese tipo de
transformación salvadora es la traducción de la idea del ser humano a imagen y semejanza de Dios a la idea de que todos
los hombres poseen la misma dignidad, que debe respetarse incondicionalmente. Así se expande el contenido de los
conceptos bíblicos más allá de las fronteras de una comunidad religiosa hacia el público general de creyentes y no
creyentes. Por ejemplo, Walter Benjamin logró más de una vez realizar ese tipo de transformaciones. A partir de esa
experiencia de la liberación secularizadora de potenciales de significado encapsulados en la religión, podemos conferir
un sentido no capcioso al teorema de Böckenförde. Ya he mencionado el diagnóstico según el cual el equilibrio
conseguido en la modernidad entre los tres grandes medios de integración social está en peligro debido a que los
mercados y el poder administrativo expulsan de cada vez más ámbitos de la vida la solidaridad social, es decir, la actuación
coordinada en lo que afecta a valores, normas y usos lingüísticos al servicio del entendimiento. Por eso al Estado
constitucional le conviene, por su propio interés, tratar de modo respetuoso a todas las fuentes culturales de las que se
nutre la conciencia normativa y la solidaridad de los ciudadanos. Esa conciencia que se ha vuelto conservadora se refleja
en el discurso en torno a la sociedad postsecular. Con ello no se alude sólo al hecho constatable de la supervivencia de
la religión en un entorno crecientemente secularizado y la persistencia en el tiempo de las comunidades religiosas. La
expresión postsecular tampoco se limita a pagar peaje público a las comunidades religiosas por su aportación funcional
a la reproducción de motivaciones y actitudes deseables. No: en la conciencia pública de una sociedad postsecular se
refleja, ante todo, una visión normativa que tiene consecuencias para las relaciones políticas entre ciudadanos no
creyentes y ciudadanos creyentes. En la sociedad postsecular se abre paso la noción de que la modernización de la
conciencia pública abarca y modifica, por medio de la reflexión y de modo asincrónico, todas las mentalidades, tanto las
religiosas como las mundanas. Así, ambos bandos, si entienden conjuntamente la secularización de la sociedad como un
proceso de aprendizaje complementario, pueden tomar en serio recíprocamente, y por motivos cognitivos, sus
respectivas aportaciones al debate público sobre temas sujetos a controversia.
5. POR UN LADO, la conciencia religiosa se ha visto forzada a llevar a cabo procesos de adaptación. Toda religión es
originariamente visión del mundo o doctrina omniabacadora, y también en el sentido de que reclama la autoridad para
estructurar en su conjunto una forma de vida completa. La religión debería abandonar esa aspiración a erigirse en
monopolio de la interpretación y a organizar la vida en todos sus aspectos, para lo cual deberían cumplirse condiciones
como la secularización del saber, la neutralización de la autoridad estatal y la generalización de la libertad religiosa. Con
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la diferenciación funcional de los sistemas sociales parciales, la vida de la comunidad religiosa se separa también de sus
entornos sociales. El papel de miembro de la comunidad religiosa se disocia del papel de miembro de la sociedad. Y
como el Estado liberal depende necesariamente de una integración política de los ciudadanos que vaya más allá de un
mero modus vivendi, esa disociación no debe agotarse en una adaptación, privada de aspiraciones cognitivas, del ethos
religioso a las leyes impuestas de la sociedad secular. Antes bien, el ordenamiento jurídico universalista y la moral social
igualitaria deben conectarse de modo interno al ethos de la comunidad religiosa de modo que los primeros se deduzcan
de manera consistente a partir del segundo. Para esa inserción (Einbettung), John Rawls escogió la imagen de un módulo:
a pesar de que ha sido construido sobre fundamentos ideológicamente neutrales, ese módulo de la justicia mundana
debe poder insertarse en los respectivos contextos de fundamentación ortodoxos.
Esa expectación normativa con la que el Estado liberal confronta a las comunidades religiosas se da la mano con los
intereses propios de dichas comunidades en la medida en que de este modo se les abre la posibilidad de ejercer, a través
de la opinión pública política, una influencia sobre la sociedad en su conjunto. Ciertamente, las consecuencias de la
tolerancia, como muestran las distintas regulaciones del aborto más o menos liberales, no reparten simétricamente entre
creyentes y no creyentes; pero también la conciencia secular tiene que pagar un precio por el ejercicio de la libertad
religiosa negativa. De ella se espera la práctica de una autorreflexión que permita familiarizarse con los límites de la
ilustración.
En las sociedades pluralistas dotadas de una constitución liberal, el concepto de tolerancia fuerza a los creyentes a
comprender, en su trato con los no creyentes o los creyentes de otras religiones, que deben contar, razonablemente, con
el desacuerdo persistente de aquellos; pero por el otro lado, en el marco de una cultura política liberal también se fuerza
a los no creyentes a asumir esa misma posibilidad en su trato con los creyentes. Para el ciudadano carente de oído para
la religión, esto significa la nada trivial exigencia de determinar autocríticamente la relación entre la fe y el saber desde la
perspectiva del saber global. Y es que la expectativa de una falta de coincidencia persistente entre la fe y el saber sólo
merece el calificativo de racional si, a su vez, a las convicciones religiosas también se les concede, desde el punto de vista
del saber secular, un estado epistémico no totalmente irracional. Por eso, en la opinión pública política, las visiones del
mundo naturalistas, deudoras de una elaboración especulativa de informaciones científicas, y relevantes para la
autoconciencia ética de los ciudadanos (9), no tienen ni mucho menos preponderancia prima facie ante las concepciones
ideológicas o religiosas que les hacen la competencia. La neutralidad ideológica de la autoridad estatal, que garantiza las
mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del
mundo secularista.
Los ciudadanos secularizados, en la medida en que actúen en su papel de ciudadanos del Estado, no deben negarles en
principio a las visiones del mundo religiosas un potencial de verdad, ni negarles a sus conciudadanos creyentes el derecho
a hacer aportaciones a los debates públicos utilizando un lenguaje religioso. Una cultura política liberal puede esperar
incluso de los ciudadanos secularizados que tomen parte en los esfuerzos para traducir las aportaciones relevantes del
lenguaje religioso a un lenguaje más accesible al público en general.
JOSEPH RATZINGER
En la época de aceleración del ritmo de la evolución histórica en la que nos encontramos, hay, a mi entender, ante todo
dos factores característicos de un fenómeno que hasta ahora se había venido desarrollando lentamente: por un lado, la
formación de una sociedad global en la que los distintos poderes políticos, económicos y culturales se han vuelto cada
vez más interdependientes y se rozan e interpenetran recíprocamente en sus respectivos espacios vitales. El otro es el
desarrollo de las posibilidades humanas, del poder de crear y destruir, que suscita mucho más allá de lo acostumbrado la
cuestión acerca del control jurídico y ético del poder. Por lo tanto, adquiere especial fuerza la cuestión de cómo las
culturas en contacto pueden encontrar fundamentos éticos que conduzcan su convergencia por el buen camino y puedan
construir una forma común, jurídicamente legitimada, de delimitación y regulación del poder. El eco que ha encontrado
el proyecto de ética global presentado por Hans Küng muestra, en cualquier caso, que la cuestión está abierta. Y eso no
cambia aunque se acepte la perspicaz crítica que Spaemann dirige a ese proyecto (1), ya que a los dos factores
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mencionados anteriormente se añade otro: en el proceso del encuentro y la interpenetración de las culturas se han
quebrado en buena parte una serie de certezas éticas que hasta ahora resultaban fundamentales. La cuestión de qué es
entonces realmente el bien, especialmente en el contexto dado, y por qué hay que hacer el bien, aunque sea en perjuicio
propio, es una pregunta básica que sigue careciendo de respuesta.
Me parece evidente que la ciencia como tal no puede generar una ética, y que por lo tanto no puede obtenerse una
conciencia ética renovada como producto de los debates científicos. Por otro lado, es indiscutible que la modificación
fundamental de la imagen del mundo y el ser humano a consecuencia del incremento del conocimiento científico ha
contribuido decisivamente a la ruptura de las antiguas certezas morales. Por lo tanto, sí existe una responsabilidad de la
ciencia hacia el ser humano como tal, y especialmente una responsabilidad de la filosofía, que debería acompañar de
modo crítico el desarrollo de las distintas ciencias, y analizar críticamente las conclusiones precipitadas y certezas
aparentes acerca de la verdadera naturaleza del ser humano, su origen y el propósito de su existencia, o , dicho de otro
modo, expulsar de los resultados científicos los elementos acientíficos con los que a menudo se mezclan, y así mantener
abierta la mirada hacia las dimensiones más amplias de la verdad de la existencia humana, de los que la ciencia solo
permite mostrar aspectos parciales.
PODER Y LEY. En un sentido concreto, es tarea de la política someter el poder al control de la ley a fin de garantizar
que se haga un uso razonable de él. No debe imponerse la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley. El poder sometido
a la ley y puesto a su servicio es el polo opuesto a la violencia, que entendemos como ejercicio del poder prescindiendo
del derecho y quebrantándolo. Por eso es importante para toda sociedad superar la tendencia a desconfiar del derecho
y sus ordenamientos, pues solo así puede cerrarse el paso a la arbitrariedad y se puede vivir la libertad como algo
compartido por toda la comunidad. La libertad sin ley es anarquía y por ende destrucción de la libertad. La desconfianza
hacia la ley, la revuelta contra la ley se producirán siempre que ésta deje de ser expresión de una justicia al servicio de
todos y se convierta en producto de la arbitrariedad, en abuso por parte de los que tienen el poder para hacer las leyes.
La tarea de someter el poder al control de la ley nos lleva, en fin, a otra cuestión: ¿de dónde surge la ley, y cómo debe
estar configurada para que sea vehículo de la justicia y no privilegio de aquellos que tienen el poder de legislar? Por un
lado se plantea, pues, la cuestión del origen de la ley, pero por el otro también la cuestión de cuáles son sus propias
proporciones internas. La necesidad de que la ley no sea instrumento de poder de unos pocos, sino expresión del interés
común de todos, parece, al menos en primera instancia, satisfecha gracias a los instrumentos de la formación democrática
de la voluntad popular, ya que estos permiten la participación de todos en la creación de la ley, y en consecuencia la ley
pertenece a todos y puede y debe ser respetada como tal. Efectivamente, el hecho de que se garantice la participación
colectiva en la creación de las leyes y en la administración justa del poder es el motivo fundamental para considerar la
democracia como la forma más adecuada de ordenamiento político.
Y, sin embargo, a mi entender queda una pregunta por responder. Dado que difícilmente puede lograrse la unanimidad
entre los seres humanos, los procesos de decisión deben echar mano imprescindiblemente de mecanismos como, por
un lado, la delegación, y por el otro la decisión de la mayoría, esta última de distintos grados según la importancia de la
cuestión a decidir. Pero las mayorías también pueden ser ciegas o injustas. La historia nos proporciona sobrados ejemplos
de ello. Cuando una mayoría, por grande que sea, sojuzga mediante leyes opresoras a una minoría, por ejemplo religiosa
o racial, ¿puede hablarse de justicia, o incluso de derecho en sentido estricto? Así, el principio de la decisión mayoritaria
no resuelve tampoco la cuestión de los fundamentos éticos del derecho, la cuestión de si existen cosas que nunca pueden
ser justas, es decir, cosas que son siempre por sí mismas injustas, o, inversamente, cosas que por su naturaleza siempre
sean irrevocablemente justas y que por lo tanto estén por encima de cualquier decisión mayoritaria y deban ser respetadas
siempre por ésta.
La era contemporánea ha formulado, en las diferentes declaraciones de los derechos humanos, un repertorio de
elementos normativos de ese tipo y los ha sustraído al juego de las mayorías. La conciencia de nuestros días puede muy
bien darse por satisfecha con la evidencia interna de esos valores. Pero esa clase de autolimitación de la indagación
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también tiene carácter filosófico. Existen, pues, valores que se sustentan por sí mismos, que tienen su origen en la esencia
del ser humano y que por tanto son intocables para todos los poseedores de esa esencia. Más adelante volveremos a
hablar del alcance de una representación semejante, sobre todo teniendo en cuenta que hoy en día esa evidencia no está
reconocida ni mucho menos en todas las culturas. El islam ha definido un catálogo propio de los derechos humanos,
divergente del occidental. En China impera hoy una forma cultural procedente de Occidente, el marxismo, pero eso no
impide a sus dirigentes preguntarse -si estoy bien informado- si los derechos humanos no serán acaso un invento
típicamente occidental que debe ser cuestionado.
Lo que nos angustia en nuestros días no es el temor a una guerra a gran escala, sino el miedo al terror omnipresente, que
puede golpear eficazmente en cualquier momento y lugar. Ahora nos damos cuenta de que la humanidad no necesita
una guerra a gran escala para hacer imposible la vida en el planeta. Los poderes anónimos del terror, que pueden hacerse
presentes en todo lugar, son lo bastante fuertes para infiltrarse en nuestra vida cotidiana, y ello sin excluir que elementos
criminales puedan tener acceso a los grandes potenciales de destrucción y desencadenar así el caos a escala mundial
desde fuera de las estructuras políticas. Así, la cuestión en torno a la ley y la ética se ha desplazado hacia otro terreno:
¿de qué fuentes se alimenta el terrorismo? ¿Cómo podemos poner freno desde dentro a esa nueva enfermedad del género
humano? A este respecto, resulta muy inquietante que el terrorismo consiga, aunque sea parcialmente, dotarse de
legitimidad. Los mensajes de Bin Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos excluidos y oprimidos a la
arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a la soberbia de estos y a su autoritarismo y crueldad sacrílegos. Parece
claro que esa clase de motivaciones resultan convincentes para las personas que viven en determinados entornos sociales
y políticos. En parte, el comportamiento terrorista también es presentado como defensa de la tradición religiosa frente
al carácter impío de la sociedad occidental.
En este punto cabe hacerse una pregunta sobre la que igualmente deberemos volver después: si el terrorismo se alimenta
también del fanatismo religioso -y efectivamente, así es-, ¿debemos considerar la religión como un poder redentor y
salvífico o más bien como una fuerza arcaica y peligrosa, que erige falsos universalismos y conduce, con ellos, a la
intolerancia y el terror? ¿No debería la religión ser sometida a la tutela de la razón y limitada severamente? Y en tal caso,
¿quién sería capaz de hacerlo? ¿Cómo habría que hacerlo? Pero la pregunta más importante sigue siendo: si la religión se
pudiera ir suprimiendo paulatinamente, si se pudiera ir superando, ¿representaría tal cosa un necesario progreso de la
humanidad en su camino hacia la libertad y la tolerancia universal o no?
En los últimos tiempos ha pasado a primer plano otra forma de poder que en principio aparenta ser de naturaleza
plenamente benéfica y digna de todo aplauso, pero que en realidad puede convertirse en una nueva forma de amenaza
contra el ser humano. Hoy en día, el hombre es capaz de crear hombres, de fabricarlos en una probeta, por así decirlo.
El ser humano se convierte así en producto, y con ello se invierte radicalmente la relación del ser humano consigo
mismo. Ya no es un regalo de la naturaleza o del Dios creador: es un producto de sí mismo. El hombre ha penetrado en
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el sanctasanctórum del poder, ha descendido al manantial de su propia existencia. La tentación de intentar construir
ahora por fin el ser humano correcto, de experimentar con seres humanos, y la tentación de ver al ser humano como un
desecho y en consecuencia quitarlo de en medio, no es ninguna creación fantasiosa de moralistas enemigos del progreso.
Si antes habíamos de preguntarnos si la religión es realmente una fuerza moral positiva, ahora debemos poner en duda
que la razón sea una potencia fiable. Al fin y al cabo, también la bomba atómica fue un producto de la razón; al fin y al
cabo, la crianza y selección de seres humanos han sido también concebidos por la razón. ¿No sería, pues, ahora la razón
lo que debe ser sometido a vigilancia? Pero ¿quién o qué se encargaría de ello? ¿O quizá sería mejor que la religión y la
razón se limitaran recíprocamente, se contuvieran la una a la otra y se ayudaran mutuamente a enfilar el buen camino?
En este punto se plantea de nuevo la cuestión de cómo, en una sociedad global con sus mecanismos de poder y con sus
fuerzas desencadenadas, así como con sus diferentes puntos de vista acerca del derecho y la moral, es posible encontrar
una evidencia ética eficaz con suficiente capacidad de motivación y autoridad para dar respuesta a los desafíos que he
apuntado y ayudar a superarlos.
FUNDAMENTOS DEL DERECHO: LEY-NATURALEZA-RAZÓN. En este punto se impone ante todo echar una
mirada a situaciones históricas comparables a la nuestra, suponiendo que sea posible la comparación. En cualquier caso
vale la pena recordar brevemente que Grecia también tuvo su propia Ilustración, que la validez del derecho
fundamentado en lo divino dejó de ser evidente y que se hizo necesario indagar en busca de fundamentos más profundos
del derecho. Así nació la idea de que frente al derecho positivo, que podía ser injusto, debía existir un derecho que
surgiera de la naturaleza, de la esencia del hombre, y que había que encontrarlo y usarlo para corregir los defectos del
derecho positivo.
En una época más cercana a nosotros, podemos examinar la doble fractura que se produjo en la conciencia europea en
el inicio de la modernidad, y que puso las bases para una nueva reflexión sobre el contenido y los orígenes del derecho.
En primer lugar está el desbordamiento de las fronteras del mundo europeo-cristiano, que se consumó con el
descubrimiento de América. En ese momento se entró en contacto con pueblos ajenos al entramado de la fe y el derecho
cristianos, que hasta entonces había sido el origen y el modelo de la ley para todos. No había nada en común con esos
pueblos en el terreno jurídico. Pero ¿eso significaba que carecían de leyes, como algunos afirmaron -y pusieron en
práctica- por entonces, o bien había que postular la existencia de un derecho que, situado por encima de todos los
sistemas jurídicos, vinculara y guiara a los seres humanos cuando entraran en contacto diferentes culturas? Ante esa
situación, Francisco de Vitoria puso nombre una idea que ya estaba flotando en el ambiente: la del ius gentium (literalmente
el derecho de los pueblos), donde la palabra gentes se asocia, sobre todo, a la idea de paganos, de no cristianos. Se trata
de una concepción del derecho como algo previo a la concreción cristiana del mismo, y que debe regular la correcta
relación entre todos los pueblos.
La segunda fractura en el mundo cristiano se produjo dentro de la cristiandad misma debido al cisma, que dividió la
comunidad de los cristianos en diversas comunidades opuestas entre sí, a veces de modo hostil. De nuevo fue necesario
desarrollar una noción del derecho previa al dogma, o por lo menos una base jurídica mínima cuyos fundamentos no
podían estar ya en la fe, sino en la naturaleza, en la razón del hombre. Hugo Grotius, Samuel von Pufendorf y otros
desarrollaron la idea del derecho natural como una ley basada en la razón, que otorga a ésta la condición de órgano de
construcción común del derecho, más allá de las fronteras entre confesiones.
El derecho natural ha seguido siendo -en especial en la Iglesia católica- la figura de argumentación con la que se apela a
la razón común en el diálogo con la sociedad secular y con otras comunidades religiosas y se buscan los fundamentos
para un entendimiento en torno a los principios éticos del derecho en una sociedad secular pluralista. Pero por desgracia
el derecho natural ha dejado de ser una herramienta fiable, de modo que en este diálogo renunciaré a basarme en él. La
idea del derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en el que naturaleza y razón se daban la mano y la
naturaleza misma era racional. Pero esta visión ha entrado en crisis con el triunfo de la teoría de la evolución. La
naturaleza como tal, se nos dice, no es racional, aunque existan en ella comportamientos racionales: ese es el diagnóstico
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evolucionista, que hoy en día parece poco menos que indiscutible. De las diferentes dimensiones del concepto de
naturaleza en las que se fundamentó originariamente el derecho natural, solo permanece, pues, aquella que Ulpiano
(principios del siglo III después de Cristo) resumió en la conocida frase: "Ius naturae est, quod natura omnia animalia docet".
Pero precisamente esa idea no basta para nuestra indagación, en la que no se trata de aquello que afecta a todos los
animalia, sino de cuestiones que corresponden específicamente al hombre, que han surgido de la razón humana y que
no pueden resolverse sin recurrir a la razón.
El último elemento que queda en pie del derecho natural (que en lo más hondo pretendía ser un derecho racional, por
lo menos en la modernidad) son los derechos humanos, los cuales no son comprensibles si no se acepta previamente
que el hombre por sí mismo, simplemente por su pertenencia a la especie humana, es sujeto de derechos, y su existencia
misma es portadora de valores y normas, que pueden encontrarse, pero no inventarse. Quizá hoy en día la doctrina de
los derechos humanos debería complementarse con una doctrina de los deberes humanos y los límites del hombre, y
esto podría quizá ayudar a renovar la pregunta en torno a si puede existir una razón de la naturaleza y por lo tanto un
derecho racional aplicable al hombre y su existencia en el mundo. Un diálogo de esas características solo sería posible si
se llevara a cabo y se interpretara a escala intercultural. Para los cristianos ese concepto tendría que ver con la Creación
y el Creador. En el mundo hindú correspondería al concepto del Dharma, la ley interna del ser, y en la tradición china a
la idea de los órdenes del cielo.
Ante todo es importante tener en cuenta que dentro de los diferentes espacios culturales no existe unanimidad, y todos
ellos están marcados por profundas tensiones en el seno de su propia tradición cultural. En Occidente esto salta a la
vista. Aunque la cultura secular rigurosamente racional, de la que el señor Habermas nos acaba de dar un excelente
ejemplo, ocupa un papel predominante y se concibe a sí misma como el elemento cohesionador, lo cierto es que la
concepción cristiana de la realidad sigue siendo una fuerza activa. A veces, estos polos opuestos se encuentran más
cercanos o más lejanos, y más o menos dispuestos a aprender el uno del otro o rechazarse mutuamente.
También el espacio cultural islámico está atravesado por tensiones similares; hay una gran diferencia entre el absolutismo
fanático de un Bin Laden y las posturas abiertas a la racionalidad y la tolerancia. El tercer gran espacio cultural, la
civilización india, o, más exactamente, los espacios culturales del hinduismo y el budismo, están también sujetos a
tensiones parecidas, por más que, al menos desde nuestro punto de vista, puedan parecer menos dramáticas. También
esas culturas, a su vez, se ven sometidas a la presión de la racionalidad occidental y a la de la fe cristiana, ambas presentes
en sus ámbitos, y asimilan tanto una cosa como la otra de formas muy variables, sin dejar de mantener pese a todo su
propia identidad. Las culturas tribales de África (y también las de América Latina, que experimentan un resurgimiento
gracias a la acción de determinadas teologías cristianas) completan el panorama. En buena parte parecen poner en
cuestión la racionalidad occidental, pero al mismo tiempo también la aspiración universal de la revelación cristiana.
¿Qué se deduce de todo esto? Para empezar, tal como lo veo, el hecho de que las dos grandes culturas de Occidente, la
de la fe cristiana y la de la racionalidad secular, no son universales, por más que ambas ejerzan una influencia importante,
cada una a su manera, en el mundo entero y en todas las demás culturas. En ese sentido, la pregunta del compañero iraní
del señor Habermas me parece de una cierta entidad; se preguntaba si desde el punto de vista de la sociología de la
religión y la comparación entre culturas, no sería la secularización europea la anomalía necesitada de corrección.
Personalmente no creo imprescindible, ni siquiera necesario, buscar la clave de esa pregunta en la atmósfera intelectual
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de Carl Schmitt, Martin Heidegger y Leo Strauss, es decir, de una situación europea marcada por la fatiga del
racionalismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que nuestra racionalidad secular, por más plausible que aparezca a la luz de
nuestra razón configurada a la manera de Occidente, no es capaz de acceder a toda ratio, y que en su intento de hacerse
innegable acaba topando con sus límites. Su evidencia está ligada fácticamente a determinados contextos culturales, y
debe reconocer que no es reproducible como tal en el conjunto de la humanidad y, en consecuencia, no puede ser
operativa a escala global. En otras palabras, no existe una definición del mundo, ni racional, ni ética ni religiosa con la
que todos estén de acuerdo y que pueda servir de soporte para todas las culturas; o por lo menos actualmente es
inalcanzable. Por eso mismo, esa ética denominada global tampoco pasa de ser una mera abstracción.
CONCLUSIONES. ¿Qué se puede hacer, pues? En lo que respecta a las consecuencias prácticas, estoy en gran medida
de acuerdo con lo expuesto por el señor Habermas acerca de la sociedad postsecular, la disposición al aprendizaje y la
autolimitación por ambas partes. Voy a resumir mi propio punto de vista en dos tesis y con ello concluiré mi intervención.
1. Hemos visto que en la religión existen patologías sumamente peligrosas, que hacen necesario contar con la luz divina
de la razón como una especie de órgano de control encargado de depurar y ordenar una y otra vez la religión, algo que,
por cierto, ya preveían los padres de la Iglesia (4). Pero a lo largo de nuestras reflexiones hemos visto igualmente que
también existen patologías de la razón (de las que la humanidad hoy en día no es consciente, por lo general), una
desmesurada arrogancia de la razón que resulta incluso más peligrosa debido a su potencial eficiencia: la bomba atómica,
el ser humano entendido como producto. Por eso también la razón debe, inversamente, ser consciente de sus límites y
aprender a prestar oído a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Cuando se emancipa por completo y pierde
esa disposición al aprendizaje y esa relación correlativa, se vuelve destructiva.
Hace poco, Kurt Hübner formuló una exigencia similar, afirmando que esa tesis no implica un inmediato "retorno a la
fe", sino "que nos liberemos de la idea enormemente falsa de que la fe ya no tiene nada que decir a los hombres de hoy
en día, porque contradice su concepto humanista de la razón, la ilustración y la libertad". De acuerdo con esto, yo
hablaría de la necesidad de una relación correlativa entre razón y fe, razón y religión, que están llamadas a depurarse y
redimirse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y que deben reconocerlo ante el otro lado.
2. Esta regla básica debe concretizarse luego de modo práctico en el contexto intercultural de nuestro presente. Sin duda,
los dos grandes agentes de esa relación correlativa son la fe cristiana y la racionalidad secular occidental. Esto puede y
debe afirmarse sin caer en un equivocado eurocentrismo. Ambos determinan la situación mundial en una medida mayor
que las demás fuerzas culturales. Pero eso no significa que las otras culturas puedan dejarse de lado como una especie
de quantité négligeable. Eso representaría una muestra de arrogancia occidental que pagaríamos muy cara y que de hecho
ya estamos pagando en parte. Es importante que las dos grandes componentes de la cultura occidental se avengan a
escuchar y desarrollen una relación correlativa también con esas culturas. Es importante darles voz en el ensayo de una
correlación polifónica en el que ellas mismas descubran lo que razón y fe tienen de esencialmente complementario, a fin
de que pueda desarrollarse un proceso universal de depuración en el que, al cabo, todos los valores y normas conocidos
o intuidos de algún modo por los seres humanos puedan adquirir una nueva luminosidad, a fin de que aquello que
mantiene unido el mundo recobre su fuerza efectiva en el seno de la humanidad.
La palabra “hermenéutica” deriva del verbo griego érmeneúo, que significa interpretar. En su sentido
básico, es cualquier tarea de interpretación. Heidegger empieza a usarlo ya en un sentido más preciso,
asociando el término épmeneutiké al Dios Hermes: la hermenéutica sería el hecho de llevar un mensaje
y la capacidad de escuchar, acoger e interpretar dicho mensaje. No se limita, por tanto, a la exégesis
textual sino que pretende que sea un proceso existencial de escucha y recepción de la verdad.
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Ha sido Gadamer uno de los promotores principales de este relanzamiento del lenguaje que –desde
otras perspectivas como el pensamiento lógico- se convierte en el centro de buena parte de la
reflexión durante la segunda mitad del siglo XX. Es más, «el lenguaje ha asumido para un gran sector del
pensamiento filosófico el lugar que ocupaba la noción metafísica del ser»236. Tiene dos grandes objetivos:
a) Aclarar cómo lleva a cabo el ser humano la comprensión de sí mismo y del mundo a través
del lenguaje.
b) Desentrañar el problema de la palabra como fundamento de la verdad. Este es su objetivo
final, por eso es mejor hablar de filosofía hermenéutica que de una simple hermenéutica
filosófica.
Hans Georg Gadamer nació en Maburgo (Alemania) el 11 de febrero de 1900. Es, por tanto, un pensador nacido ya en
el siglo XX. Su padre era profesor de universidad. En 1919 comienza los estudios de filosofía y filología clásica. En
Marburgo, se convierte en uno de los primeros discípulos de Martin Heidegger junto con Karl Löwith y Hannah Arendt.
También recibió la docencia de Hartmann y de Husserl en Friburgo. Heidegger dirige su habilitación universitaria en un
tema centrado en Platón. En 1937 es profesor extraordinario en Friburgo y catedrático en Leipzig desde 1939. Tras
acabar el conflicto bélico, es rector durante dos años pero la presión del comunismo –con el que no está de acuerdo- le
obliga a buscar un ambiente más libre en Frankfurt en 1947 y Heidelberg en 1949, donde sucederá a Karl Jaspers en la
cátedra de filosofía hasta la jubilación de Gadamer en 1968. En esos años desarrolla una intensa actividad de
conferenciante y profesor invitado por Europa y América. De 1960 es su obra más importante: Verdad y método. Morirá
en Heidelberg en 13 de marzo de 2002.
Para la filosofía moderna el método es esencial ya que es lo que ha permitido el desarrollo de la nueva
ciencia, tanto es así que el método científico se ha convertido en el único instrumento plenamente
legitimado para adquirir conocimiento verdadero. Hemos visto esa imagen en el positivismo contra
la que Gadamer reacciona con claridad.
No se trata de que el método científico no sea un método válido. Lo malo es el carácter reductivo de
los que dicen que es el único modo de acceder a la verdad: «si la verdad supone la verificabilidad –en una y
otra forma-, el criterio que mide el conocimiento no es ya su verdad sino su certeza»237. Para él, la experiencia de la
verdad no se agota en el horizonte del saber definido por la ciencia empírico-positiva: «no todo lo que
es, es o puede ser objeto de la ciencia»238. Fuera de lo que pensaba Descartes, se da la experiencia
“extrametódica” de lo que es la verdad. Gadamer cita como ejemplos la historia y el arte. Cuando se
ha querido aplicar a ellos el método cartesiano –aunque sea en una de sus variantes- se ha sufrido un
empequeñecimiento del horizonte. De hecho eso pasa frecuentemente con todos los fenómenos
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humanos. Como hemos visto en Dilthey y después en Heidegger, esa realidad específica de lo humano
se especifica en la distinción entre explicar y comprender.
Para desarrollar su propia visión de la filosofía, Gadamer parte de la ontología heideggeriana, a la que
añade influencias de la filosofía platónico-aristotélica y de la dialéctica hegeliana. Entiende al hombre
como un ser que se encuentra existencialmente calado en el mundo y abierto a él, en constante
interacción con la naturaleza. El ser humano posee un carácter esencialmente dialógico, en el que
pensar implica interacción: llamada y escucha, pregunta y respuesta. En sentido estricto, no hay para
Gadamer monólogo, incluso en el caso de que la persona esté sola, pues existe un diálogo interior.
Esa actitud inmanente que intenta comprender las estructuras de sentido es lo que Gadamer va a
llamar “comprensión o interpretación”. No es una actitud objetivante o científica, sino más bien la
actitud natural del hombre «que mira las cosas sin buscar en ellas una verdad “objetiva”, dejándose
interpelar por el logos que se esconde en tales estructuras»239. El lenguaje es, para Gadamer, tan
importante, que el hombre se convierte para él en un ser “logocéntrico”, ya que se alcanza la
comprensión por medio del lenguaje. Éste vive en el diálogo. La comprensión y el lenguaje dan forma
a las estructuras fundamentales del hombre y de su mundo. De hecho, para Gadamer, «el ser que
puede ser comprendido es el lenguaje»240: es la realidad del mundo como texto, que ahora el lugar de
la realidad misma.
De esta manera, como ya hemos visto en Thomas S. Khun, no es posible una interpretación aséptica
de otras épocas históricas: el hombre no puede despojarse de sus propios condicionamientos pues
pág. 184
eso destruiría ipso facto la condición misma de la comprensión. Es preciso lo que Gadamer llama una
“fusión de horizontes” entre el presente y el pasado.
Esto hace que el saber hermenéutico nazca y viva del diálogo, aunque también surge de la
contradicción y del diálogo. Su modelo es, por tanto, el diálogo socrático, ya que el pensamiento nace
siempre dentro de una comunidad dialógica, en la que se pregunta y responde, buscando un objetivo
común. Para poder responder hay en primer lugar que saber escuchar. De este modo, el diálogo es
un intercambio recíproco que requiere respeto del interlocutor y la voluntad de alcanzar un
entendimiento.
Aunque vamos a tomar como punto de partida para este análisis crítico la filosofía de Gadamer, nos remitiremos también
a la Escuela de Frankfurt. Ambas corrientes manifiestan un esfuerzo de enfrentarse críticamente con los resultados de
la modernidad, advirtiendo las líneas oscuras que se inscriben en el proceso moderno de emancipación, y que no afectan
a aspectos accidentales sino al meollo mismo del pensamiento moderno. Se ve ese proyecto no desde su origen idílico
sino desde su resultado real: la liberación se ha convertido en esclavitud y el sueño en pesadilla. La lógica del dominio
que ocultaba la modernidad se ha dirigido primero a la naturaleza y luego al ser humano. Nunca se ha sentido el hombre
tan esclavo.
El problema de estas respuestas es que son “la emancipación de la emancipación”. No es una vuelta al principio errado
para seguir en otra dirección, sino una revolución hecha a partir de la revolución anterior. No es una conversión, y por
eso, el resultado no es mejor. Se tomaba como ideal liberalizador el marxismo, que es –en realidad- un sistema que niega
la libertad. Esto es característico de buena parte del pensamiento contemporáneo. La verdad profunda ha quedado
tapada por aderezos que se hacen sustanciales y la oscurecen; se promueve una revolución contra esos elementos que
concluye en la pérdida de la verdad profunda; al tiempo se cae en el hastío y la desesperación, y se promueve una nueva
revolución que es un profundizar más en los errores anteriores. Hay que aprender una lección: sólo hay un verdadero
humanismo, el trascendente.
En cuanto a Gadamer, se sitúa en la línea contemporánea de una filosofía que da centralidad al lenguaje. Esta valorización
del lenguaje ha sido un descubrimiento central en el siglo XX, llevando a un crecimiento notable de todas las ciencias
hermenéuticas en todos los ámbitos de la cultura, también claramente en el bíblico. Tiene un riesgo que la filosofía de
Gadamer quería evitar: quedarse en el texto (lo que es un riesgo grave en Sagrada Escritura) cayendo en una visión
humiana: lo verdadero sería sólo lo que podemos ver, el lenguaje, convirtiendo el pensamiento en un epifenómeno del
lenguaje. En el caso de la Sagrada Escritura es todavía más grave, porque lo que tiene ésta de sobresaliente no es que sea
fruto de un hombre o de una comunidad, de un momento de la historia o de otro, sino que es un acto progresivo y
encadenado de manifestación de la verdad divina al hombre de ese tiempo y de todo tiempo.
En el fondo, se olvida que el lenguaje es hijo del pensamiento, y que éste no es más que mi captación de lo real, no una
muestra de la realidad. Así, la hermenéutica puede correr el riesgo de convertirse en un kantismo de la exterioridad. Kant
reduce el ser a pensamiento y el siglo XX reduce el pensamiento a lenguaje. Algo valioso pero cada vez más limitado,
cada vez más en el seno de la inmanencia, cada vez más lejos de la verdad.
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TEMA 11. LA RUPTURA DE 1968. H. MARCUSE Y EL EXISTENCIALISMO FRANCÉS.
Nació en Berlín en 1998, sirvió como soldado en la primera Guerra Mundial y participó posteriormente en la revolución
socialista que fue aplastada por las fuerzas de la República de Weimar. Tras años de estudio en Friburgo, regresó a esta
ciudad en 1929 para escribir una «habilitación» (disertación de profesor) con Martin Heidegger. Por ser judío no pudo
terminar su proyecto en 1933 e ingresó en el Instituto de Investigación Social en Frankfurt del Meno y, junto con Max
Horkheimer y Theodor Adorno, se convirtió en uno de los más destacados teóricos de la Escuela de Frankfurt. Emigró
de Alemania ese mismo año, yendo primero a Suiza y luego a los Estados Unidos, donde obtuvo la ciudadanía en 1940.
Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó para la Oficina de Servicios Estratégicos de los Estados Unidos (US Office
of Strategic Services), precursora de la CIA, analizando informes de estrategia sobre Alemania (1942, 1945, 1951). En 1952
inició una carrera magisterial como teórico político, primero en la Universidad de Columbia y en Harvard, luego en la
Universidad de Brendeis desde 1958 hasta 1965, donde fue profesor de filosofía y política, y finalmente (ya jubilado), en
la Universidad de California, San Diego. Trabajar como profesor en esta universidad, le permitió introducirse en los
debates sociopolíticos de la década de los sesenta, en los que se llegó a hablar de las 3M: Marx, Mao y Marcuse. En la
época después de la guerra, fue el miembro más políticamente explícito e izquierdista de la Escuela de Frankfurt. Marcuse
murió el 26 de julio del año 1979, después de haber sufrido una apoplejía durante una visita a Alemania. Jürgen Habermas
cuidó de él durante sus últimos días.
La importancia de Marcuse en los sucesos de mayo del 68 es paralela a la de Sartre (aunque Marcuse
se consideró al margen de este movimiento). Como los otros miembros de la Teoría crítica comparte
el análisis negativo de la sociedad occidental, añadiendo elementos de la psicología freudiana.
Considera en una de sus obras principales, Eros y civilización (1955), que la sociedad actual está basado
sobre la represión de la líbido. Mientras que Freud consideraba necesaria esa represión, para Marcuse
ésta es profundamente negativa. Se plantea –como proyecto- si es posible una cultura no represiva.
Sin embargo, para tal liberación es un obstáculo la sociedad tecnológica, ya que se funda en el trabajo
alienante. Sin embargo, el mismo desarrollo tecnológico produce las condiciones para la existencia
de tiempo libre en el que sí puede nacer una sociedad en la que el eros sea liberado y donde el sexo
se convierta en juego y fantasía241. La sociedad de la represión debe dejar paso a la sociedad de la
satisfacción.
Más cerca todavía de las posiciones de Adorno y Horckheimer está en el hombre unidimensional (1964).
En ella se nos presenta el producto de la sociedad tecnificada, que vende una ilusión de libertad pero
en realidad oprime con sus estructuras burocráticas y con la imposición de una ideología. Se destruye
así toda oposición crítica al proyecto verdadero de la modernidad, que –como han dicho sus
precedentes- no es la liberación del hombre sino la dominación de la naturaleza. Es preciso poner en
movimiento a todos los sectores que están ajenos a las reglas del juego para poner en marcha la
241.El impacto de este modo de pensar –ciertamente novedoso- sobre las generaciones de jóvenes sin agobios económicos
y con deseos de disfrutar de la vida inmediata (además de cierta conciencia de que tenían derecho a ello) fue muy grande.
De ahí surgirá el lema: haz el amor y no la guerra, relacionado con la Guerra de Vietnam y el lema all you need is love de The
Beatles.
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revolución: extranjeros, explotados, desocupados o minusválidos. Estos, al estar sin esperanza, dan
vida al Gran Rechazo, es decir, la oposición al totalitarismo del Estado occidental242. De este modo,
llegó a la justificación de los grupos terroristas.
Nació en París en 1905, procediendo por parte de madre de una familia protestante. Termina sus estudios en la Escuela
Normal en 1928, enseñando posteriormente en Liceos de todo el país hasta volver a su ciudad natal. En 1929 conoce a
Simone de Beauvoir, con la que vivirá toda su vida pero sin casarse. De 1933 a 1935 sigue unos cursos de especialización
en Berlín y Friburgo, lo que le permite pasar a enseñar en el Lycée Condorcet de París. Participa activamente en la
Segunda Guerra Mundial siendo hecho prisionero en 1940. Liberado en 1941, sigue enseñando filosofía y participa
activamente en la Resistencia. De 1938 es su famosa obra La Nausea. En 1943 publica su escrito más importante: el ser y
la nada, ensayo de una ontología fenomenológica. Entre 1940 y 1960 escribe varias novelas y obras de teatro que difunden su
pensamiento más allá del ámbito filosófico. De 1946 es su conferencia el existencialismo es un humanismo, a partir de la cual
combina el marxismo con el existencialismo, lo que da lugar a Crítica de la razón dialéctica, su última gran obra, en 1960,
donde expone su visión propia del marxismo. Muere en su París natal el 7 de abril de 1980.
«Desde un punto de vista académico, Sartre ha desarrollado su pensamiento, en parte, reflexionando sobre los métodos
y las ideas de Descartes, Hegel, Husserl y Heidegger, mientras que, en cambio, el empirismo británico apenas si lo tiene
en cuenta, y el materialismo, al menos en sus versiones no marxistas, no es una filosofía que parezca decirle gran cosa»243
La estancia en Friburgo en los años 30 supuso una notable influencia por parte de la fenomenología
de Husserl, a la que Sartre dedicará sus primeras obras. En ellas, aplica el saber fenomenológico a la
vida psíquica. Por este método, realiza agudos análisis del yo. Sin embargo, Sartre rechaza la
fundamentación trascendental de la segunda época de Husserl: para él, el problema crítico es un falso
problema. Para el pensador francés, el dato básico es la conciencia prerreflexiva de existir entre las
cosas. El yo no tiene que inventar puentes para salir de la conciencia a las cosas porque ya está en
medio de ellas. El yo es, antes que nada, un habitante del mundo: un ego rodeado de cosas y de otros
egos.
242. Visto desde su momento histórico, la propuesta de Marcuse supuso un gran impacto entre los jóvenes y una revisión
positiva del marxismo, realizada de forma paralela por Sartre. Además, coincidía con las críticas realizadas por los pensadores
cristianos. Sin embargo, planteada en paralelo con el totalitarismo soviético –que Marcuse alababa- resulta una broma de
mal gusto.
243. COPLESTON, F., Historia de la filosofía, tomo VIII, p. 328.
244. SARTRE, J.P., Bosquejo de una teoría de las emociones, p. 29.
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que «el ser de lo que aparece no existe sólo en tanto en cuanto que aparece» 245. A eso que se
experimenta en la conciencia, Sartre lo llama ser en-sí.
La conciencia no se identifica con ninguno de los objetos que conoce y aunque se encuentra en el
mundo, lo trasciende. Como ser, la conciencia no es nada, no es un objeto, pero remite todo a sí
mismo. Según Sartre, la conciencia surge de una “rendija” del en-sí. Como algo separado del ser, que
no es nada en sí mismo, no puede ser determinado por el ser: es por eso, esencialmente libre. Por
eso, Sartre lo llama para-sí. El “para-sí” está lleno de posibilidades y se enfrenta al “en-sí” de las
cosas, que posibilitan o dificultan el desarrollo de su libertad. Como tal “para-sí” es una pura entidad
libre, en la que la existencia precede a la esencia. El hombre es el no-ya-hecho. Condenado a elegir,
el ser humano se construye a sí mismo a partir de sus decisiones.
Si el hombre es una pura libertad autorreferida a sí mismo, como Sartre lo define de entrada, todo lo
que se intente poner sobre él, niega su ser en libertad pura.
Por eso, a la vez que se afirma al hombre como pura
libertad, se niega programáticamente la existencia de Dios.
Si existiera, Dios me pensaría y determinaría mi ser, con lo
que yo no sería verdaderamente libre. Por eso, si hay que
escoger entre Dios y la libertad humana, Sartre escoge la
segunda. Sin Dios, el mundo queda sin causa, pero eso no
preocupa a Sartre pues considera que la conciencia no
encuentra en sí misma ninguna razón necesaria que
fundamente la existencia del mundo, sino que éste se le
aparece como algo esencialmente contingente y gratuito:
«Increado, sin razón de ser, sin relación a ningún otro ser, el ser-en-sí es gratuito por toda la eternidad»246. Para Sartre,
el ateísmo se convierte en un punto de partida que configura su propia doctrina: «el existencialismo no
es más que un intento de sacar todas las conclusiones de una tesis coherentemente atea»247
Ante esta falta de respuestas, ante el vértigo de una libertad que se sustenta sobre sí misma, es natural
que se despierte en el individuo una sensación de nausea provocada por la ausencia de sentido. «El
ser por el que la nada se introduce en el mundo es un ser en el que, en su propia entidad, se cuestiona la nada de su ser:
el ser por el que la nada entra en el mundo ha de ser su propia nada»248.
Según Sartre, el hombre intenta eliminar esta sensación acudiendo a la magia, la religión o la ciencia,
pues no es capaz de aceptar la posibilidad de una libertad absoluta. Todos estos intentos angustiosos
pág. 188
pretenden inútilmente “liberarse de la libertad” poniéndole límites. La única actitud loable para Sartre
es la del que acepta de modo consciente, heroico e incondicionado la libertad.
Pero no sólo es Dios quien constriñe la libertad. El cuerpo convierte al hombre en una cosa entre las
demás cosas y lo determina. También los otros “yo”, al desarrollar su libertad, aspiran a cosificar y
alienar al “para sí”, convirtiéndolo en parte de su proyecto. Como había hecho Marx con la
inteligencia –al convertirla en un subproducto ideológico- lo hace Sartre con las relaciones
interpersonales: el amor no es sino un modo encubierto de esclavizar a los demás,
instrumentalizándolos para los propios fines. Así lo dirá en su obra de teatro A puerta cerrada: «no hay
necesidad de parrilla: el infierno son los otros». Por eso, la reacción más auténtica y defensiva es el
odio, que afirma la propia libertad y reconoce la libertad de los otros. Es lógico que sea porque –
como Sartre dice- «Dios es aquí tan solo el concepto de “el Otro” llevado al límite»249
De esta manera, el hombre aparece como un teatro en el que se representa una relación dialéctica
entre el ser “en sí” y el ser “para sí”, en la que la libertad absoluta lucha por superar los límites que el
mundo le impone. Este proceso es llamado por Sartre “aniquilación” y convierte al hombre en un
semidios, llegando a ser “un en sí para sí”. Esta tarea, a la que el hombre está llamado, no sólo es
infinita sino que también es contradictoria porque sólo con la muerte se llega a ser algo determinado,
pero con la muerte desaparece la libertad. El hombre se convierte en un imposible.
Sin renegar del humanismo ateo, a partir de 1946, su relación con el marxismo le lleva a plantear su
filosofía como un humanismo. Advierte que la libertad incondicionada es en sí misma
responsabilidad. El hombre se ve obligado a querer junto con la propia libertad, la libertad de los
otros. La acción humana se convierte en un campo de liberación de las alienaciones, lo que supone
un punto de contacto con el marxismo.
Sin embargo, en la Crítica de la razón dialéctica, muestra sus diferencias con el marxismo ortodoxo (el
escolasticismo soviético) pues acepta el materialismo histórico, pero rechaza el materialismo
dialéctico, que sería un intento de explicar el origen de la naturaleza desde la propia materia. El
materialismo le parece un mito, aunque sea «el único mito que le va bien a las exigencias revolucionarias»250.
En el fondo, es lógico que fuese así: el marxismo, como filosofía, es poco compatible con el
existencialismo libertario de Sartre, por cuanto niega de origen la existencia de la libertad. Considera
además que la historia es un proceso de significación propia, al margen de los individuos (los “para-
sí” de Sartre), que son un puro resultado de las leyes materiales. Ya hemos visto la escasa importancia
que tiene la conciencia para Marx. Sin embargo, Sartre acepta el ateísmo y la definición del hombre
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como ser alienado, así como la importancia de la revolución para superar la alienación. Por eso, se
moverá en sus obras a lo largo de una pendiente resbaladiza que le hará alejarse del existencialismo
para abrazar el marxismo o desechar algunos aspectos del marxismo para seguir acogiendo el
existencialismo251.
Para Sartre, sólo cabe una filosofía viva, la que representa plenamente a su tiempo. Esta es el
marxismo, pero –para él- el marxismo ha dejado de crecer: «los conceptos abiertos del marxismo se han
cerrado; ya no son claves, esquemas interpretativos; se los afirma por sí mismos, como un saber ya perfecto»252. Los
teóricos marxistas ocupan el lugar de Dios cuando ven la historia no como una totalidad en marcha,
sino como algo ya terminado que sólo tiene que desarrollarse. Esto ha sido así porque han olvidado
la inspiración genuina del marxismo: su humanismo. Cuando eso ocurra, el existencialismo ya no
tendrá razón de ser253.
Sartre está de acuerdo en que la historia sólo se puede conocer de modo dialéctico, pero les reprocha
que no lo fundamenten a priori. Sartre considera que las alienaciones pueden ser una «una posibilidad
a priori de la praxis humana»254. Con ello intenta conciliar su tesis existencialista de que el hombre
construye la historia, con la tesis marxista de que el hombre es construido en la historia. Esto es
complicado: «su decisión de hacer de la libertad humana el factor básico de la historia significa que le es imposible
aceptar cualquier interpretación mecanicista de la historia que implique que los seres humanos son meras marionetas o
simples instrumentos de una ley que opera en la naturaleza aparte del hombre y rige asimismo la historia humana»255.
Su intento de resolver esta cuestión es afirmando que la dialéctica histórica estriba en la praxis
individual, que ya es dialéctica. Todo sucedería por un proceso de afirmación, negación y negación
de la negación.
Aunque hay notables diferencias entre el pensamiento de Sartre en el Ser y la nada, y la Crítica a la razón
dialéctica, no puede dejarse de lado la existencia de una línea de continuidad, centrada en el
enfrentamiento como base de la existencia (entre el en-sí y el para-sí) y de la historia; o el carácter
251. En la revista Los tiempos modernos, que sirvió de altavoz al pensamiento existencialista de Sartre, hay artículos suyos de
indudable dirección política, en los que anima a afiliarse al partido comunista, como único partido revolucionario. Sin
embargo, el Sartre real –incapaz de comprometerse con nada de forma completa, ni con Simone de Beauvoir, ni con el
marxismo- no se afilió.
252. SARTRE, J.P., Crítica a la razón dialéctica, p. 28.
253. Haciendo un ejercicio imposible desde un punto de vista histórico, podría reflexionarse sobre lo que le hubiese parecido
a Marx esta interpretación sartriana de su doctrina: a mi juicio, habría oscilado entre el enfado y la risa cínica. El enfado, ya
que su pensamiento real no se distingue sustancialmente del de esos seguidores a los que Sartre critica (si el marxismo
estatalista estaba fosilizado, ya era algo senil en Marx); y la risa cínica, por lo interesante que resultaba el pensamiento
sartriano para justificar al marxismo y limpiarle de todos sus crímenes y atentados a la libertad. El marxismo estatalista sólo
sería una desviación del verdadero marxismo, que admitiría la libertad y aceptaría al hombre como fin. De este modo, este
marxismo promisorio conquistó el Occidente europeo, en los mismos años que el marxismo estatalizado (el marxismo real)
esclavizaba al Oriente europeo (y a media Asia). El resultado de esta labor de intelectuales como Sartre ha sido la bonanza
con la que siempre se han juzgado las terribles consecuencias del marxismo (algo que nunca se ha hecho con otro sistema,
igualmente aborrecible, pero no muy diferente en sus tesis básicas: el nazismo), y por tanto, la posibilidad de que renazca
de sus cenizas.
254. SARTRE, J.P., Crítica a la razón dialéctica, p. 154.
255. COPLESTON, F., Historia de la filosofía, tomo VIII, p. 355.
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ateo de su pensamiento. Su intento consiste en elevar al marxismo desde la filosofía del obrero
alienado, a la filosofía del hombre alienado256.
Nace en París el 7 de diciembre de 1889. Marcel pierde a su madre en su infancia, a los cuatro años, algo que siempre le
pesó. Fue educado por su abuela y su tía, en un ambiente tan cariñoso como sofocante. De origen judío, se convirtió al
catolicismo en 1929. Fue profesor de la École Normal Supérieuere de París. Como le pasó a otros autores de su tiempo,
el impacto de la Segunda Guerra Mundial fue muy grande en su reflexión, aunque el acontecimiento personal distintivo
que marca su biografía es la muerte de su esposa, Jacqueline Boegner, a quien guardará fidelidad hasta el final de sus
días. En 1950 le dedicará una de sus obras más importantes, el misterio del ser, con las palabras: «bien amada, siempre
presente». Gran dramaturgo, como le pasa a otros autores existencialistas, escribió no sólo obras filosóficas sino también
dramas teatrales. Escribir es la manera de exteriorizar su riqueza interior, de comunicarse con obras que son narrativas,
no analíticas o didácticas.
Por la persecución religiosa, defendió a los sublevados en la Guerra Civil española (al contrario, por ejemplo, que
Maritain). Son sus obras principales: Diario metafísico (1923), Ser y tener (1933), del rechazo a la invocación (1940), Homo Viator
(1944) y el misterio ontológico (1959).
Como indica José Luís Cañas, las investigaciones más recientes sobre la filosofía existencial muestran
la enorme actualidad del pensamiento de Marcel257. Su obra aparece como un esperanzado “canto al
ser humano”, creciente conforme se compara con el paradigma del existencialismo ateo, es decir,
Sartre. Como ocurre con otras reflexiones existenciales, el nexo que une todo su pensamiento son las
cuestiones antropológicas, pero no es el hombre en sentido teórico, sino el hombre en sentido real.
Hemos visto en su biografía como las muertes de sus seres queridos (su madre, su esposa) le marcaron
y condujeron su reflexión en el sentido inverso al que había conducido a Heidegger. Si para este,
desde el análisis ontológico inmanente, el hombre es un ser para la muerte, para Marcel, «el hombre no
es un ser para la muerte»258.
La filosofía de Marcel es, por tanto, una filosofía de tipo práctico, una reflexión socrática sobre los
problemas humanos vistos desde la misma realidad humana encarnada.
En sus obras, Gabriel Marcel plantea la existencia de dos métodos:
a) La reflexión primaria: el método científico, centrado en la universalización y el sentido
técnico de la realidad, que deja fuera al hombre y a las cuestiones espirituales. Esta reflexión
primaria tiene que ver con los objetos y las abstracciones. Es analítica, reductora y
256. «J.P. Sartre ha señalado como drama propio del hombre, como su tragedia, el hecho de que está condenado a una libertad que deja en sus
manos decidir qué es lo que debe hacer de sí mismo. Pero esto es justamente lo que él no sabe, y con cada decisión se lanza a una aventura de
resultado incierto. Me parece que no pocos pensadores y artistas de nuestro tiempo se han alienado con el marxismo únicamente a causa de eso,
debido a que el marxismo les proporcionó una respuesta englobadora y, en cierto modo, concluyente a esta cuestión fundamental de la humanidad,
y que parecía poner todas las fuerzas de nuestra existencia en el servicio de una gran meta moral: crear una humanidad mejor y un mundo mejor.
Pero en realidad, para muchos este marxismo fue sólo un paliativo con el que querían acallar el sentimiento del sinsentido y de la perplejidad que
les atormentaba» (J. RATZINGER, Evangelio, catequesis, catecismo, p. 10).
257. Cf. CAÑAS, J.L., «Gabriel Marcel y el hombre contemporáneo» en Anales del Seminario de Historia de la Filosofia, 2001, p.
259.
258. Cit por CAÑAS, J.L., «Gabriel Marcel y el hombre contemporáneo», p. 260.
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objetivante. Es el ámbito del problema: al objetivar, problematizamos intentando esclarecer
completamente la realidad, pero al hacerlo, la diluimos. Como consecuencia, lo propio de
este nivel es la dualidad sujeto-objeto.
b) La reflexión secundaria: un nuevo método, humanista podríamos decir (este término no
aparece en la filosofía de Marcel), que analiza las condiciones metafísicas de la existencia
personal, realizando –por inspiración de Husserl- un análisis fenomenológico de la existencia
humana. Es un método sintético, recuperador. La reflexión secundaria, a diferencia de la
otra, es capaz de abrirse a un elemento esencial de la existencia humana: el misterio, que no
diluye la realidad en categorías racionales, sino que lo acepta. Aunque no puede ser verificada
por el método científico, permite un acercamiento personal al mundo real en el que vive el
hombre. Esta verdad filosófica, moral o religiosa no necesita ser verificada porque su valor
consiste en iluminar la vida del ser humano concreto. Es un acto que nos pone frente al ser,
desapareciendo la dualidad sujeto-objeto.
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comunicación; por las discriminaciones raciales y la xenofobia; por la denegación de asilo político a personas del Tercer
Mundo, que está dando origen al llamado Cuarto Mundo; por la experimentación con seres humanos, etc.»259.
En los hombres contra lo humano de 1951 (prologado por Paul Ricoeur) estudia en que consiste esa alarma
existencial que provoca el siglo XX. Nos encontramos con varios elementos externos que presionan
a la sociedad occidental:
En primer lugar, el desarrollo técnico que implica la posibilidad de un conflicto atómico que asolase
el planeta. Es por esto una era escatológica, en la que el ser humano tiene poder para poner fin a la
existencia en la tierra. A él se contrapone la amenaza de la expansión soviética por toda Europa.
Aunque el progreso técnico no es malo, ha expuesto al hombre al peligro de la idolatría, creyéndose
seguro y poderoso. Esto le lleva a minusvalorar a otros seres humanos, aparentemente menos útiles:
«en un mundo tecnocratizado, un ser cuyo rendimiento ha caído por debajo de cierto nivel y se vuelve prácticamente nulo
aparecerá como una carga sin compensación para la Sociedad que se creería obligada a mantenerle. El término
“mantenimiento” resulta muy revelador. El mantenimiento de un hombre es asimilado al de una máquina, al de un
material cualquiera –porque, en efecto, al propio hombre se le trata como a un material»260. De este modo, el
hombre degradado hasta el infinito, es condenado a anular sus sentimientos más fundamentales.
Marcel advierte que la técnica como absoluto está detrás de la destrucción de los valores: el nihilismo
tiende a adoptar un carácter tecnocrático y la tecnocracia es inevitablemente nihilista.
En segundo lugar, le preocupa el desarrollo de ciertos ámbitos en la cultura y la política democrática
como el fortalecimiento de la tiranía burocrática en Occidente o el espíritu de abstracción que pierde
la realidad concreta. Marcel distingue entre abstracción y espíritu de abstracción. El segundo es un
engaño en el que cae el espíritu a consecuencia de una especie de fascinación por lo racional,
sometiendo el pensamiento a un reduccionismo atroz.
También son preocupantes, las técnicas de envilecimiento que despojan a las víctimas de todo
respeto. En este contexto, el hombre agoniza y se enfrenta con los demás. Es este nivel el que van a
constatar otros grandes existencialistas como Sartre. Aquí la solidaridad desaparece y sólo queda una
especie menor de ella, entre subhombres. Así lo indica Marcel. En este ámbito, «el otro es para mí aquel
cuyos ojos se le van tras mi empleo o, más sutilmente, aquel que me daña íntimamente porque obtiene un puesto mejor
retribuido que el mío»261. La crisis profunda es, por tanto, una crisis metafísica, y por eso, es necesario
que todos trabajemos para la restauración de los valores, «igual que un paralítico que ha recobrado el uso de
sus miembros ha de aprender de nuevo a andar»262. Justamente porque existe un amplio desarrollo de técnicas
de envilecimiento, es preciso que cada uno luche por guardar en sí y en los demás la dignidad humana,
la humanidad, que estas técnicas pretenden borrar. Vivimos una transvaloración masiva que provoca
un cambio completo de horizonte espiritual. Un ejemplo manifiesto es, para Marcel, la degradación
de la idea de servicio y la despersonalización de las relaciones humanas. Como hemos visto al hablar
259. URABAYEN, J., El pensamiento antropológico de Gabriel Marcel: un canto al ser humano, Eunsa, Pamplona 2001, p. 313.
260. MARCEL, G., Los hombres contra lo humano, p. 77.
261. MARCEL, G., Los hombres contra lo humano, Ed. Caparros, Madrid 2001, p. 37.
262. MARCEL, G., Los hombres contra lo humano, p. 40.
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de la técnica, se reduce el servicio (algo propio de toda persona por el hecho de existir) a la “función”
lo que lleva a considerar que hay seres humanos que no tienen función (niños, enfermos, ancianos) y
a los que tienen función, se les despersonaliza.
Por último, el nuevo papel de los medios de comunicación con un lugar central para la propaganda.
Marcel advierte que estamos cercados por el fanatismo, que se manifiesta tanto en las sociedades
totalitarias (nazismo, estalinismo) como en las democráticas. En estas se usa la propaganda como
medio de fanatización
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Para Marcel, una civilización en que la contemplación se encuentra recusada, pierde inevitablemente
la reflexión filosófica. El progreso técnico tiende a crear una atmósfera antiespiritual que no favorece
en nada a la reflexión. Uno de los temas principales de la reflexión humana es el amor.
3.3. La trascendencia.
A diferencia de Sartre y otros existencialistas, hizo hincapié en la participación en una comunidad en
vez de afirmar el aislamiento humano como realidad ontológica. En sus obras de teatro se observan
ambos aspectos: por un lado, las situaciones que atrapan a las personas y las conducen a la soledad y
la desesperación; a la vez que las relaciones satisfactorias que se establecen con los demás y con Dios.
La trascendencia aparece como el lugar de la afirmación de la verdadera libertad. En el orden del
espíritu, que es también el orden de la gracia, hay sitio para reconocerse en libertad.
Marcel no aceptó de Sartre la denominación de “filósofo cristiano” que éste le asignó en su obra El
existencialismo es un humanismo. Marcel se consideró como un filósofo de la existencia que se abría
naturalmente a la trascendencia, con grandes exigencias éticas y claras aspiraciones religiosas. Su
filosofía está abierta al ser que incluye al yo, a las cosas y a Dios. El modo de captar el ser no es por
la objetivación sino por la participación vital que puede ser de tres modos:
a) Encarnación. Esta trascendencia se inicia por la valoración positiva del cuerpo, que es mi
cuerpo y no un cuerpo entre otros. Ningún ser humano es un objeto porque es un espíritu
encarnado que se relaciona con los demás por su cuerpo.
b) Comunión, que es la vivencia con los demás seres humanos por la intersubjetividad.
c) Trascendencia plena, que es el ámbito en el que el ser humano se abre a Dios. Marcel no
realiza aquí una distinción clara entre el nivel natural y el sobrenatural. La participación en el
ser trascendente divino se da por la fe, la esperanza y el amor. Es en este nivel donde se
sostiene nuestra existencia. En contacto con Dios, advierte que su ser es el don.
Las actitudes que permiten el recogimiento y con él, el acceso a la trascendencia son la presencia, la
fidelidad, la esperanza y el amor. Aunque esta visión de la realidad nos acerca al análisis de Heidegger
que divide la existencia en banal (óntica) y auténtica (ontológica), Marcel se separa de Heidegger en
dos elementos fundamentales que clarifican mucho su doctrina:
1. Para Heidegger, el ser –pura temporalidad- está encerrado entre dos nadas.
2. Para Heidegger, la trascendencia es sólo el acceso al ser del hombre.
Para Marcel, el hombre está abierto a la auténtica trascendencia que se verifica primero en la
comunión con los otros, por medio del cuerpo. En el término de su finitud, el espíritu humano puede
acceder a la trascendencia plena al encontrarse abierto y en comunicación con Dios.
Todo esto es un misterio moral. A la verdad trascendente no se llega por un puro esfuerzo de
recogimiento sino que es preciso una salida de sí, una decisión libre, una aceptación de nuestro ser
tal cual es y tal como se nos da en la comunicación con los demás seres y con el ser de Dios. Por eso,
exige la actitud moral de fidelidad y acatamiento.
Marcel encuentra dos grandes obstáculos:
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- El quedarse en la superficie, conceptuando la realidad como problema. Esta actitud
desemboca en la contradicción de la actividad problematizadora, que no puede
esclarecer todo al dejar sin analizar al sujeto y que –por otro lado- no penetra en el
ser. Su fin es un modo teórico de desesperación: el escepticismo.
- Decir no al ser trascendente, negándolo, y encerrándose libre y orgullosamente en
el propio ser finito. Ésta es una cerrazón contra naturam de nuestro ser que, por su
propia realidad, está abierto a los demás y a Dios. Nos aleja de nuestro ser auténtico
y nos instala en una orgullosa desesperación.
Estos son para Marcel los dos grandes elementos que amenazan constantemente nuestra captación
real del ser (teórico-práctica): la concepción problemática que reduce el conocimiento a racionalidad;
y la actitud de orgullo que lo deforma encerrándolo en su finitud.
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resulta irrespirable. La cultura secularista ha alterado las relaciones sociales. La pretensión de organizar la sociedad con una racionalidad
puramente tecnológica, la primacía del hedonismo individualista y la marginación de la dimensión religiosa de la cultura, han minado los
cimientos mismos de la civilización».
En el personalismo, que analizaremos a continuación, se encuentra una réplica al existencialismo sartriano y una
continuación del existencialismo de Marcel. El propio Karol Wojtyla se dedicó en sus años de profesor a profundizar en
ese camino que realzara la singularidad de la persona (su ser-para-sí) sin negar por ello su vinculación con los demás. El
ser personal es trascendente, algo que olvida Sartre, no sólo en relación a Dios sino también a los demás seres humanos.
«La trascendencia es una experiencia en la que el hombre se sobrepasa a sí mismo, pero a la vez se trata de la experiencia en la que el hombre
es verdadera y plenamente él mismo» (GUZOWSKI, K., “El personalismo de comunión en Karol Wojtyla” en VVAA, El
personalismo de Juan Pablo II, p. 196). Reconocer la alteridad del “otro” no significa considerar al otro como algo fuera de
mí, sino como “otro” yo, como otra persona que me aparece en la experiencia. No puedo experimentarlo como un “sí
mismo”, pero al experimentarlo como persona, no lo veo como un factor “exterior”, contradictorio con mi propia
interioridad. Me reconozco como yo ante los demás “tú”, porque estos se me aparecen como verdaderos “yo”. Éste
sólo toma conciencia de su verdadero ser por medio de la relación con el otro. Si Sartre experimenta vergüenza ante la
mirada de los demás, pues piensa que le cosifican, Karol Wojtyla insistió en que en el contacto personal hay una verdadera
“revelación recíproca”. Hay que preguntarse qué es lo que uno quiere para sí y para los demás.
Aunque a veces la historia de la Filosofía funcione como si ésta no existiera, se mantiene una fructuosa
corriente de pensadores seguidores de Santo Tomás a lo largo de los siglos. Si en la mayor parte de
la modernidad, estos autores adoptan más la faceta teológica, en el siglo XX se asiste a una
revitalización de pensadores tomistas que son –ante todo- filósofos. Gran parte de este auge tiene
que ver con la encíclica Aeterni Patris de León XIII en la que se aconseja vivamente el uso de la
filosofía tomista.
De las muchas figuras que ilustran este movimiento, nos centraremos en Jacques Maritain, para
sintetizar luego la aportación de otros grandes tomistas. Al margen, como movimiento propio,
hablaremos del personalismo iniciado por E. Mounier.
«¿Quién soy yo? ¿Un profesor? No lo creo: enseño por necesidad. ¿Un escritor? Tal vez. ¿Un filósofo? Lo espero. Pero
también una especie de romántico de la justicia pronto a imaginarse, después de cada combate, que ella y la verdad
triunfarán entre los hombres. Y también, quizás, una especie de zahorí con la cabeza pegada a la tierra para escuchar
el ruido de las fuentes ocultas y de las germinaciones invisibles. Y también, y como todo cristiano, a pesar y en medio de
miserias y fallos, y de todas las gracias traicionadas de las que tomo conciencia en la tarde de mi vida, un mendigo del
cielo disfrazado en guisa de hombre del mundo, una especie de agente secreto del Rey de los Reyes en los territorios del
príncipe de este mundo, que decide arriesgarse como el gato de Kipling, que caminaba solo»264.
pág. 197
Jacques Maritain nace en 1882 en el seno de una familia liberal-protestante de fuerte tradición republicana. Desde joven
se siente atraído por el idealismo socialista. Los estudios universitarios le llevan a una fuerte crisis existencial. En el año
1900 conoce a Raïssa OumanÇoff, hebrea rusa emigrada a Francia, que se convertirá en su mujer y en su compañera de
estudios. Los Maritain formarán una verdadera “unidad de dos”, “un alma con dos cuerpos” a lo largo de su vida. Tras
el encuentro con Bergson, despierta en ellos la esperanza de poder conocer la verdad. El trato con el intelectual católico
León Bloy les lleva a la conversión, que se produce el 11 de junio de 1906. Para ambos supone una ruptura con sus lazos
familiares pero el comienzo de una vocación filosófica totalmente nueva. Maritain empieza a ser conocido por sus
escritos. Gracias a una herencia recibida, puede comprar una casa que se convertirá en lugar de encuentro y reflexión
intelectual para los jóvenes pensadores católicos. Desde 1914 enseñó en varias instituciones tanto en Francia como en
Estados Unidos. En los años 20 participa en el proyecto político de Action francaise, que acaba siendo disuelto al recibir
una condena oficial de la Santa Sede en diciembre de 1926. Maritain apoya la decisión del Papa y colabora activamente
a la explicación del motivo de la condena. Los años de la guerra y la postguerra son años de intensa producción
intelectual. Será una de las influencias fundamentales de dos documentos cruciales de la segunda mitad del siglo XX: la
Declaración de los Derechos Humanos de la ONU en 1948, en la que colaboró expresamente, y la Declaración Dignitatis
humanae del Concilio Vaticano II. Pablo VI quiso entregarle personalmente el mensaje del Concilio a los hombres de
cultura. Maritain se retira del debate público en 1960 por la muerte de Raïssa y se recluye en la Comunidad de los
Pequeños hermanos de Jesús, fundada por Charles de Foucauld, pero vuelve a salir a la palestra en 1966 al escribir Le
paysan de la Garonne, en defensa de la fe de la Iglesia ante los tiempos convulsos del post-concilio. Muere en Toulouse el
28 de abril de 1973.
Como hemos visto a la hora de estudiar la filosofía de principios del siglo XX, la situación intelectual
era muy negativa. Aunque los alumnos llegaban a la Universidad con un amplio deseo de conocer la
verdad, lo que encontraban era la negación misma del conocimiento. Como nos indicará la propia
Raïssa Maritain, «los jóvenes salían de sus estudios filosóficos instruidos e inteligentes, pero sin
confianza en las ideas si no era como instrumento de retórica, y perfectamente desarmados para las
luchas del espíritu y para los conflictos del mundo»266. Tal era la situación de desesperación ante lo
que hemos llamado “el nihilismo de los años 90” que los entonces novios se llegan a plantear el
suicidio.
Sin embargo, el encuentro con Bergson cambia totalmente la situación. Él les mostró, a través de su
doctrina de la intuición y de la crítica al positivismo, que se podía conocer lo real y obtener un
conocimiento plenamente verdadero, yendo más allá de las apariencias. Aunque luego Maritain
criticará las tesis filosóficas de Bergson, será el punto de partida de un camino nuevo que tomará
cuerpo gracias al contacto con León Bloy267, que les llevará a la conversión.
265. Seguiremos como marco general el artículo de J.M. BURGOS, «Cinco claves para comprender a Jacques Maritain» en
Acta Philosophica, vol 4 (1995), pp. 5-25.
266. MARITAIN, R., Les grandes amitiés, p. 87.
267. Bloy es un singular personaje de cristiano-asceta-literario. Su vida de testimonio evangélico, centrada en la pobreza y el
sufrimiento atrae a muchos intelectuales en búsqueda del sentido de la vida: los esposos Maritain, Pierre van der Meer y
otros.
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En este acto, que supone un nacimiento nuevo para Maritain, se inicia un camino y se cierra buena
parte del mundo vital, familiar y cultural que reaccionó negativamente ante la noticia del bautismo de
la pareja. El nuevo camino se convierte en un reflexionar la verdad en el seno de la fe, algo que
nunca abandonará a Maritain. El cristianismo no aparece para él como un aspecto importante pero
secundario; más bien al contrario, es la respuesta a la pregunta que late desde su juventud por la
verdad absoluta. «Es el cristianismo quien explica radicalmente el mundo, quien salva y radica vitalmente en lo
absoluto»268. Su filosofar –en sentido opuesto a lo que hemos visto, por ejemplo, en su maestro
Bergson- será ya siempre un filosofar desde la fe, sin por ello convertirse en un teólogo. Su eros
filosófico no es separable de su amor a Jesucristo y a la Iglesia.
- En un primer momento, sobre todo en obras como Antimoderne, manifiesta una estrecha vinculación
entre tomismo y verdad. El pensador francés encuentra en la Summa una explicación científica,
profunda y técnica de aquello que cree. La obra de Santo Tomás le permite una conversión no sólo
moral sino intelectual. Aunque esto implica –al menos en esta fase- una infravaloración de los
aspectos positivos de la modernidad, no impide que desarrolle con gran inteligencia la obra de Santo
Tomás.
- En un segundo momento, opta por un tomismo menos crítico que permite abrirlo a nuevos
elementos filosóficos positivos que no formaban parte del sistema. Del mismo modo, lo abre a temas
nuevos. Se centra en la relación de la filosofía de Santo Tomás con la historia, la cultura y la evolución
del pensamiento. Se centra en la filosofía social y política, la pedagogía, la filosofía de la historia o la
estética. Todo ello le lleva a la distinción entre el tomismo esencial y el tomismo histórico, es decir,
entre sus raíces inmutables y la formulación concreta que se da en ciertos momentos históricos. Esto
le llevará a tener controversias con otros pensadores tomistas. El propio Maritain propone, en su
obra el Doctor Angélico de 1930 las claves de su tomismo:
- Es tomista pero no neotomista (considera que la fidelidad a Santo Tomás debe ir en lo profundo
de su sistema).
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- No quiere destruir el pensamiento moderno sino purificarlo e integrar todo lo verdadero que tiene.
- Considera la sabiduría metafísica como una reflexión que parte de unas formas históricas concretas
pero que las trasciende: «Según nuestro pensador, si el Aquinate hubiese vivido en la época de Galileo y Descartes,
habría liberado a la filosofía cristiana de la mecánica y la astronomía de
Aristóteles sin dejar de ser fiel a los principios de la metafísica aristotélica»269.
Su propia adhesión al tomismo le lleva a plantearse el sentido del tiempo en el que vive. Esta reflexión
se inicia en una obra en la que toma como objeto la filosofía de su antiguo maestro: La philosophie
bergsonienne. Pese a que debe a Bergson la apertura al realismo, tiene serias dudas de que su
epistemología –de tipo anti-intelectualista- sea compatible con el cristianismo. Es su relación con la
modernidad lo que impide al maestro acceder plenamente a las nuevas verdades (algo similar
observaron los discípulos de Husserl con éste). Husserl y Bergson son el extremo de un modo de
pensar específico, que conocemos como modernidad.
La pregunta que Maritain se hace es la siguiente: ¿por qué la modernidad no ha recibido la influencia
de un pensamiento tan iluminador y coherente como el de Santo Tomás? Eso se tradujo en un buen
número de estudios sobre filosofía de la historia, que concluye en la consideración de que la
modernidad, aunque sigue una línea esencialmente negativa, tiene aspectos aprovechables. Estos
aspectos irán creciendo conforme profundice en su reflexión.
La modernidad ha salido de una civilización cristiana. ¿Cómo ha sido esto posible? Maritain piensa
que esta transformación debió estar motivada por un periodo de empobrecimiento de la cultura, la
civilización y la vida cristiana; en definitiva, por una infidelidad del cristianismo a su propia vocación.
El carácter antitrascendente de gran parte de la cultura moderna es la manifestación del fracaso de
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los cristianos para hacer presente su fe de manera operativa en el mundo post-medieval. Si la
modernidad es una enfermedad cristiana, su renovación debe provenir de una nueva vitalización del
cristianismo, de una nueva cristiandad: «una renovación social vitalmente cristiana será obra de
santidad o no será; pero de una santidad vuelta a lo temporal, hacia lo secular, hacia lo profano. ¿Es
que no ha conocido el mundo jefes de pueblos santos? Pues si una nueva cristiandad surge en la
historia será el resultado de esta santidad?270».
Como le sucederá a Mounier, también Maritain se implica en proyectos políticos, como la Action
francaise, que tendrá un triste final271.
Su origen son seis lecciones pronunciadas en agosto de 1934 en los cursos de verano de la Universidad
de Santander. Supone el punto culminante de su pensamiento, tanto en sentido teórico como político.
Esta obra de 1936 conlleva un rechazo del tradicionalismo católico a nivel político e implica una
crítica matizada de la cristiandad medieval y de su visión antropológica. No se trata de un modelo
aplicable a todo tiempo sino algo limitado a un tiempo histórico determinado. Además, advierte que
el nivel cristiano de una sociedad depende más de la actitud y de la calidad personal de los cristianos
que de estructuras institucionales. El modelo medieval tenía sus defectos y el moderno sus virtudes:
Maritain indica, como elemento clave, la falta de reflexión sobre la interioridad de la persona en el
medievo. Esto será, en cambio, un aspecto sustancial de la modernidad, en la que lo humano y la
lícita autonomía de lo profano quedan rehabilitados. Sin embargo, no por eso considera que estas
conquistas han sido indoloras. Se ha redescubierto al hombre a costa de olvidarse de Dios. Como
humanismo antropocéntrico y no geocéntrico (que olvida la condición de imagen de Dios) está
condenado al fracaso y se convierte en el siglo XX en un humanismo trágico. Tras afirmar
completamente al hombre como centro de la realidad, el darwinismo –por un lado- y la doctrina
freudiana –por otro- lo han convertido en un desecho. No es más que un simio más (sin que se
explique la singularidad de su comportamiento) y su interioridad es una lucha entre la líbido sexual y
el instinto de muerte. Como Maritain dirá textualmente, es «una caricatura antinatural de su propia
naturaleza»273. Este humanismo termina siendo una tragedia para el hombre y una tragedia para Dios,
que pasa por tres etapas:
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- En los siglos XVI-XVII se dan mejores frutos, y se concibe todavía la realidad con un cierto
orden de acuerdo con el modelo cristiano. Se da una inversión del orden de los fines: la
cultura como bien terrestre se convierte en el fin principal y, con ella, el dominio del mundo.
Dios es su garante.
- En los siglos XVIII-XIX, la cultura que toma partido contra lo sobrenatural. Se trata de lo
que Maritain llama un imperialismo demiúrgico: se domina lo exterior y el hombre reina en
la naturaleza por un proceso técnico, que toma la primacía. Dios se hace una idea, algo que
sólo alcanza sentido en la mente.
- El siglo XX es el momento de la inversión materialista. Es un momento revolucionario.
Consciente de su herencia, el ser humano postula su destino por la eliminación de Dios y se
inicia una guerra desesperada para hacer surgir de un ateísmo radical una humanidad nueva.
Todo esto supone una tragedia para el hombre concreto. Si la humanidad parece aumentar su
autosuficiencia, cada ser humano retrocede, esclavo y subordinado, ante sus necesidades materiales.
Por eso, frente a una apariencia externa de prosperidad, las condiciones interiores o psicológicas de
vida se hacen cada vez más inhumanas.
Esto también supone una tragedia para Dios. Si el Dios cartesiano todavía era necesario para
garantizar el dominio sobre la materia, es ya una razón geométrica incapaz de elevarse a la analogía y,
por tanto, enemiga del misterio. El infinito divino aparece como algo inescrutable. Como observa
Maritain, ya hay aquí un germen de agnosticismo. La realidad es un acto arbitrario de Dios que
gobierna por medio de la eficacia mecánica.
En los grandes metafísicos idealistas, Dios se hace idea. En Hegel, Dios ya sólo aparece como límite
ideal del desarrollo del mundo. En Nietzsche, como hemos visto, se proclama la muerte de Dios y
aparece el ateísmo ruso, al que se dedica un capítulo de la obra, es el momento final del humanismo
antropocéntrico.
El futuro consiste en una nueva unión entre el hombre y Dios: «en este nuevo momento de la historia de la
cultura cristiana, la criatura no sería desconocida ni aniquilada en relación a Dios; pero tampoco sería rehabilitada sin
Dios o contra Dios. Será rehabilitada en Dios (…) La criatura sea verdaderamente respetada en su relación con Dios
y porque lo tiene todo de él: humanismo, por tanto, humanismo geocéntrico, enraizado donde el hombre tiene sus raíces,
humanismo integral, humanismo de la Encarnación»274.
Con esto nace un nuevo proyecto filosófico-político, que tiene cinco caracteres:
Es propio de una sociedad plural (no confesional o sacralizada) pero en la que caben los
valores trascendentes.
Afirma la autonomía de lo temporal, como fin intermedio
En ese proyecto, la sociedad tiene que estar al servicio de la persona y de su libertad.
pág. 202
Mantiene la unidad de la raza social, «que no quiere decir sino que todos, gobernantes y gobernados,
ricos y pobres, gozan de la misma dignidad en cuanto personas»275.
Debe ser una comunidad fraterna a realizar. El principio dinámico de la vida común de la
nueva cristiandad no es la Clase, ni la Raza, ni la Nación o el Estado, sino «la dignidad de la
persona humana y de su vocación espiritual y del amor fraternal que se le debe»276.
Maritain, como otros autores de su tiempo, distingue entre individuo y persona. El individuo es sólo
la estrechez del yo; la persona es autodonación en libertad y en amor. La nueva antropología
geocéntrica debe ser una superación del individualismo liberal burgués (hijo del nominalismo) que
trata al ser humano como individuo, y del totalitarismo que resalta los valores generales por encima
del ser personal, e implicará una decidida mejora de las condiciones de vida, pues «es en vano afirmar la
dignidad y la vocación de la persona humana, si no se trabaja en transformar las condiciones que la oprimen y en hacer
que puedan comer dignamente su pan»277.
- El mantenimiento de la posibilidad de una “filosofía cristiana” sin que esto suponga una
contradicción ni una paradoja. No se trata de identificar la filosofía cristiana con el pensamiento de
Santo Tomás ni de volver a los planteamientos culturales y sociales del siglo XIII, sino de pensar en
el siglo XX desde Santo Tomás.
- Supone un conocimiento directo de las obras de Santo Tomás, no a través de sus comentadores
modernos, que quedan reconocidos por estos autores –que se llaman a sí mismos tomistas o
“neotomistas”- como verdaderos mutiladores de la obra de Santo Tomás. El primer esfuerzo será,
por tanto, presentar a Santo Tomás en la pureza originaria de su pensamiento.
- El Instituto católico de París, donde enseñaron Gilson o Maritain, que cobró nueva pujanza en el
Instituto Pontificio de estudios medievales de Toronto.
pág. 203
- La Universidad Católica de Milán.
- En España encontramos muchas vertientes del tomismo en Madrid (Ángel González Álvarez,
Eulogio Palacios, Antonio Millán Puelles), Cataluña (Jaume Bofill, Francesc Canals, Eudaldo
Forment) o Navarra (Leonardo Polo278).
Entre estos pensadores, vamos a destacar la figura de Etienne Gilson279. Aunque educado
profundamente en el cristianismo, desconocía su filosofía. Fue por mediación del sociólogo Levy-
Bruhl como entró en contacto con el pensamiento de Santo Tomás. Éste le planteó estudiar la
influencia de los pensadores medievales en Descartes como tesis doctoral. La sorpresa fue enorme:
frente a la opinión ilustrada de que el Renacimiento supuso una ruptura con el pensamiento anterior,
Gilson demostró que Descartes dependía de la Escolástica y que ésta tenía una filosofía propia de
indudable interés. Aunque reflexiona sobre otros pensadores, se centrará en la filosofía tomista.
Como le hemos visto a Maritain y lo veremos en Mounier, la reflexión cristiana le lleva a Gilson a
proponer una solución concreta a la vida social de inspiración cristiana280
278. Sin renunciar al tomismo, Leonardo Polo –del que me siento humildemente discípulo (como de tantos otros)- se centra
más en la reflexión filosófica extraída del aristotelismo, en lo que Santo Tomás coincide con él.
279. Nacido en París en 1884 en una familia cristiana de clase media. Escribe en 1932 El espíritu de la Filosofía medieval. Junto
con ésta, es también importante el Tomismo (1919) y el ser y los filósofos. Dará clase en Francia y en Toronto entre otros lugares.
Falleció en 1978. Personalmente, tengo una deuda singular de gratitud con este pensador, que iluminó mis primeros años
de estudiante, mejoró mis conocimientos, reformó mi capacidad expresiva, y conformó mi vocación como filósofo cristiano.
280. Este proyecto está descrito con detalle por FAZIO, M., Cristianos en la encrucijada, pp. 61-93.
281. FAZIO, M.- FDEZ LABASTIDA, F., Historia de la Filosofía contemporánea, p. 283.
pág. 204
Sus estudios le llevan a proponer la existencia de una filosofía cristiana, es decir, de un pensamiento
puramente filosófico (por sus temas y su metodología racional) que debe su inspiración inicial a
aquellos aspectos de la revelación cristiana que afectan a temas naturales: la existencia de Dios, la
unidad sustancial entre cuerpo y alma, los grandes principios morales, la igualdad esencial de la especie
humana, la concepción del ser humano como persona, etc… Con independencia de que tanto los
Padres de la Iglesia como la mayoría de los pensadores medievales hayan sido teólogos, su concepción
de la relación entre fe y razón como un acuerdo provechoso para ambos les ha llevado a producir
una verdadera filosofía. «La filosofía cristiana es el uso que el cristiano hace de la especulación filosófica en su
esfuerzo por conquistar la inteligencia de su fe, tanto en las materias accesibles a la razón natural como en aquellas que
la exceden»282. Un esfuerzo notable en este mismo sentido, resaltando la natural comunidad entre la fe
y la razón, puede verse en la encíclica Fides et ratio de Juan Pablo II283.
La adhesión incondicional pero reflexiva hacia el tomismo, en el que provocó –junto con otros autores- un verdadero
renacimiento es la primera nota a señalar del pensamiento de Maritain. Así lo indicó Juan Pablo II en carta al Congreso
en el que se festejaba el Centenario de su nacimiento: La “iluminación de la razón” suscitó en el joven Maritain una adhesión tan
profunda al pensamiento de Santo Tomás que, por un movimiento espontáneo de su espíritu, llegó a ser uno de los principales artífices de aquel
“renacimiento tomista” que el Magisterio de la Iglesia, con León XIII, había deseado y promovido como respuesta a las principales necesidades
de la cultura moderna, y como vía para superar el divorcio “contra natura” entre razón y fe (Aeterni Patris 1879). A esa vocación, que le
llevó a sufrir dificultades, incomprensiones y enfrentamientos, permaneció fiel hasta la muerte (JUAN PABLO II, Carta al “Convengo
promosso nel centenario della nasita di Jacques Maritain”, 5-VIII-1982, en Jacques Maritain oggi, Vita e Pensiero, Milano
1983, p. 18).
Estamos inmersos en un gran esfuerzo por dotar de luz a nuestros días y ha sido tesis constante del Magisterio tomar a
Santo Tomás como base para ese esfuerzo. ¿En qué consiste esa sustancia tomista que debe tener nuestra reflexión? Estos
autores, cada uno con sus valores y deficiencias, han permitido sintetizar cuáles son esos elementos:
1. El realismo gnoseológico: la prioridad de las cosas sobre la inmanencia. A partir de ella hay que repensar la
modernidad.
2. La consideración del ser humano como una unidad subsistente corporeo-espiritual, no como cuerpo y espíritu.
3. El sentido espiritual de la persona en el seno de la unidad corporea.
4. La defensa de la Metafísica como saber al lado de la Ciencia.
5. La ética centrada en la consideración racional de la Ley natural. Eso lleva a priorizar la ética sobre la política.
6. Defiende la capacidad autónoma de la razón para conocer la verdad, especialmente en relación con los aspectos
que enlazan la Teología con la Filosofía.
7. Considera que es posible un profundo conocimiento razonable en el seno del misterio.
Las diversas vicisitudes que han recorrido ciertos pensadores nos muestran que prescindir de esos principios es abandonar
un medio seguro, al que le quedan muchos caminos que recorrer. Sin embargo, el mayor enemigo de este esfuerzo somos
nosotros mismos. El tomismo está fuera de lo políticamente correcto y muchas veces los pensadores cristianos hacen
cualquier cosa antes de aceptar que se les llamen tomistas. En cuanto aparece alguien que dice algo interpretable en clave
282.
GILSON, E., El filósofo y la teología, Guadarrama, Madrid 1967, p. 240.
283.
Aunque se estudia en otros momentos de la iniciación filosófica en los dos primeros cursos del Seminario, puede verse
un resumen en FAZIO, M.- FDEZ LABASTIDA, F., Historia de la Filosofía contemporánea, p. 286-290.
pág. 205
cristiana, caemos en sus brazos evitándonos el “disgusto” de seguir a Santo Tomás Pero, al buscar antes cualquier otro
camino, se termina frustrando la vocación que tiene el intelectual cristiano: conformar su tiempo, no otro, en clave
cristiana. Curiosamente, el gran pensador domínico ha terminado convirtiéndose en el “gran desconocido”. Maritain,
Gilson y los demás autores son un gran ejemplo que desarrolla tres objetivos: conocer bien a Santo Tomás (en sí mismo),
aplicar su pensamiento a la tesitura actual, e integrar en su núcleo las ideas que vayamos recibiendo. No olvidemos que el
mejor modo de ser fiel a Santo Tomás es ser fiel a la verdad. Así se construye la tradición, como intermedio entre el
integrismo y el progresismo.
El término “personalismo” aparece por vez primera en el libro Democratic vistas del poeta
norteamericano Walt Witman (1867). Pasa al vocabulario filosófico de la mano del francés Renouvier
en 1903, pero es conocido e impulsado especialmente por Mounier. Se ha definido como un
“existencialismo cristiano” o como un inconformismo de base religiosa, que se desarrolló en un
principio entre católicos franceses (como el propio Emmanuel Mounier, Jean Wahl, Jean Lacroix, y
algunas obras de Gabriel Marcel o el mismo Jacques Maritain) aunque acoge a pensadores
protestantes (como Ellul) o a judíos (como Martin Buber, Paul-Ludwig Landsberg o Emmanuel
Levitas). Tiene como referente inmediato las obras del primer Max Scheler y la filosofía de Alain, un
profesor de instituto que consiguió una importante audiencia en los ambientes culturales de la primera
mitad del siglo XX. El Concilio Vaticano II ha asumido buena parte de sus tesis al explicar las
relaciones entre la Iglesia y el mundo secular. Esta doctrina ha sido revitalizada a partir de 1980 por
la aparición de nuevos pensadores personalistas y por el apoyo intelectual del propio Papa Juan Pablo
II, cuyos escritos como profesor en Polonia pueden situarse dentro de la esfera de esta escuela284.
Mounier nace en Grenoble en 1905, en el seno de una familia católica pero no excesivamente piadosa. Su hermana,
Madeleine, será su gran confidente a lo largo de su vida. Su padre quiso que estudiara medicina pero él se decide por la
filosofía. Estudia con Jacques Chevalier y obtiene una cátedra de instituto a los 23 años. Le influyen otros pensadores
cristianos como Maritain, Berdiaeff, Marcel o Peguy. Sin embargo, abandona pronto esa prometedora carrera para
dedicarse a su gran proyecto: la difusión teórica del personalismo y su desarrollo práctico con la construcción de
comunidades personalistas, en las que participó con su esposa Paulette Leclercq. Su labor intelectual se desarrolla sobre
todo entre 1930 y 1950, cuando está fresca la terrible experiencia de las dos devastadoras guerras mundiales. En agosto
de 1932, en la localidad del Pirineo francés de Font-Romeu se inicia la revista Esprit, que se convertirá en el medio de
expresión del pensamiento de Mounier y del personalismo. Sus escritos le hicieron pasar a ser protagonista de la vida
cultural francesa.
284.Superando una de las consecuencias del falso laicismo que se ha impuesto en la cultura: la de ignorar aquellas posiciones
filosóficas que surgen entre pensadores de indudable identidad cristiana, hay autores que ya incluyen un capítulo, breve pero
significativo, a Karol Wojtyla en su reflexión sobre el personalismo. Vid FAZIO, M., -FDEZ LABASTIDA, F., Historia de
la Filosofía contemporánea, pp. 301-306. Como dirá el propio Wojtyla en una de sus obras: «No basta definir al hombre como individuo
de la especie homo (ni siquiera homo sapiens). El término “persona” se ha escogido para subrayar que el hombre no se deja cerrar en la noción
“individuo de la especie”, que hay en él algo más, una plenitud que no se puede expresar más que empleando la palabra “persona”». WOJTYLA,
K., Amor y responsabilidad, Razón y fe, Madrid 1978, pp. 13-14.
pág. 206
En 1936, año clave para la historia europea, escribe su Manifiesto al Servicio del Personalismo, mientras las dos grandes
ideologías totalitarias (nazismo-fascismo contra comunismo) se consolidaban como bandos contrarios. A ellos se une
como tercer bando, el liberalismo capitalista que Mounier denuncia con más ahínco si cabe. Aunque, tras la ocupación
nazi, en un primer momento colabora con el gobierno de Vichy, después no duda en alinearse con los comunistas en la
resistencia antinazi. Mounier morirá agotado, de un ataque al corazón, en 1950. Muchas de sus obras aparecen
póstumamente: Personalismo (1952), No temáis: estudios de sociología personalista (1951), el despojo de los violentos (1955), el carácter
del hombre (1956) y la edición de sus Obras en cuatro tomos (entre 1961-963).
285. MOUNIER, E., Manifiesto al servicio del personalismo. Prefacio. O.C. Tomo I, Sígueme, Salamanca 1992.
286. GUEVARA, I., La doctrina de Enmanuel Mounier, p. 3
pág. 207
a) Es una perspectiva que ve al hombre como un ser material pero a la vez interior y trascendente.
b) Es un método para analizar la historia y la acción humana desde la persona.
c) Es una exigencia de compromiso total y condicional a la vez. Es total porque no se limita a la
simple crítica de lo que ocurre, pero esa crítica no le lleva al aturdimiento o a la evasión.
Para concluir esta primera parte, hay que señalar dos notas del personalismo en general y del
pensamiento de Mounier en particular:
En primer lugar, es un pensamiento para la acción. Como indicará Mounier al renunciar a su puesto
de profesor: «¿Cómo ceñirse a una confrontación teórica, cuando el Cristo sigue mutilado o esclavizado en tres cuartas
partes de la humanidad? Hay que lograr el equilibrio entre la teoría y la praxis, al menos mientras toda la humanidad
no tenga satisfecha las necesidades vitales». Por eso, supo ser pobre entre los pobres287. El objetivo no es
escribir libros sino hacer hombres. «No es una pura reflexión filosófica sino un llamado, una proclama política
para mover a los ciudadanos a participar y a modificar su entorno social con organización y con acciones políticas bien
meditadas y dirigidas al fin de justicia propuesto»288. El pensamiento auténtico se prueba en acciones, pues
la vida es la mejor prueba de la verdad.
En segundo lugar, el influjo del cristianismo no es simplemente externo sino que constituye la médula
de su pensamiento. Aunque pretende instaurar un razonamiento sobre la persona que pueda ser
común a creyentes y no creyentes289, Mounier no renuncia al reconocimiento de la centralidad de la
fe cristiana, no sólo pensada, sino –ante todo- vivida. La esperanza no puede provenir del cristianismo
sociológico, muerto en muchos sentidos, sino del cristianismo vivificante de la santidad. Así dirá: «en
este mundo inerte, indiferente, inquebrantable, la santidad es en lo sucesivo la única política válida y la inteligencia,
para acompañarla, debe conservar la pureza del relámpago»290. Propugna un cristianismo rebelde, no
desvirilizado –como veremos que es el burgués- que hace extraordinario lo ordinario y que –por
medio de la revolución interior- provoca la exterior. Ésta es, en primer lugar, hacer la justicia por
amor.
287. Cit. por CALVO, A. «El personalismo de Mounier» en Revista Arbil nº 61. Esto no fue para Mounier un compromiso
puramente externo. El misterio cristiano de la pobreza fue –al menos en los primeros años- vivido, incorporado en su
propia existencia. Ser persona es superarse, trascenderse y por eso mismo desprenderse, desposeerse, anonadarse. Mounier
dejó reflejada en sus obras la enseñanza de San Juan de la Cruz: «para venir a serlo todo no quieras ser algo en nada» (Subida al
monte Carmelo I, 13, 11.
288. BATIZ, B., «Emmanuel Mounier: La acción con sentido y la revolución» en La Jornada Semanal, n. 657 (2007).
289. «No se trata solo de un deseo mío, sino del fundamento mismo de mi vocación (si es verdad que llegamos a descubrir en cada uno de nosotros
una vocación), el hacer trabajar juntos unos con otros: comunicar a los no cristianos una imagen menos descorazonadora de la práctica cristiana;
constreñir a los católicos o a los cristianos a no vivir más en una campana de cristal, replegados en su fe». MOUNIER, E., «Carta a un
abonado desconocido», 19-IX-1934 en Lettere e Diari, Città Armoniosa, Reggio Emilia 1982, p. 187.
290. Cit. por CALVO, A. «El personalismo de Mounier» en Revista Arbil nº 61.
pág. 208
sistemas del siglo XIX la han propugnado desde un ámbito colectivo, pero se la han negado al hombre
concreto. Al final, han hecho desaparecer toda libertad. Para Mounier tiene 4 notas:
- Afirmándola de cada persona, Mounier la exige también para el conjunto social: la libertad ha de
hacerse en comunidad. Es para todos o para ninguno. No puede hablarse de libertades individuales
a costa de las libertades colectivas (liberalismo) ni de libertad colectiva a costa de la libertad individual
(totalitarismo). «Se dice que Kart Schmidt, jurista del régimen hitleriano, afirmó en alguna ocasión que un rasgo
fundamental del instinto político es la facultad de discernir al enemigo, a lo que Emmanuel Mounier respondió: “El
rasgo fundamental del hombre, sea o no político, ha de ser descubrir al prójimo»291
- La libertad va unida a la vocación de servicio.
- Es, además, movimiento hacia la trascendencia: ser libre es experimentar los valores interpersonales
hacia el valor pleno que es Dios.
- Ser libre es hacer, no sólo pensar o decidir. Por eso, la libertad verdadera es la que se realiza en el
compromiso. Su reclamación de la libertad se da bajo condiciones. Su condición esencial es que haya
personas y sólo hay personas si hay amor. Exige por eso la presencia en la lucha por la liberación que
es tanto espiritual como estructural.
La persona es el ser espiritual dotado naturalmente de cuerpo. Con la espiritualidad se hace referencia
a una condición irrenunciable del ser humano, que tiene una vida profunda. Por eso, el personalismo
se presenta como un humanismo total, que no renuncia a ninguna faceta del hombre. A la vez, lo
entiende como una espiritualidad encarnada, tanto en el cuerpo concreto como en la sociedad y la
historia. Lo dirá magníficamente el propio Mounier: «Su vocación no es una vocación solitaria. Es una devoción
permanente a las tres sociedades unidas: bajo él, la sociedad de la materia a la que debe llevar la chispa divina; al lado
de él, la sociedad de los hombres, que su amor debe atravesar para encontrar su destino; por encima de él, la totalidad
del espíritu que se ofrece a su acogida y le empuja más allá de las limitaciones»292
Esta visión del hombre nada tiene de “platónica”. Acepta que el hombre es carne, pero carne
espiritualizada, trascendida por el amor que se vive en lo concreto y en lo material. Para el
personalismo, el hombre es “todo cuerpo” pero también es “todo espíritu”. Esto restaura la dignidad
inherente al ser humano combatiendo la convicción de Marx de que el hombre es únicamente cuerpo.
La persona implica la existencia objetiva del cuerpo combinada con las experiencias subjetivas del
espíritu.
El personalismo no desprecia al cuerpo, pero insiste en la necesidad de una primacía de lo espiritual
sobre la materia, de la cultura sobre la vida.
Es también un humanismo concreto, que se opone a convertir al hombre en un símbolo y los asume
como personas.
Esto mismo lleva a dos elementos novedosos:
291. BATIZ, B., «Emmanuel Mounier: La acción con sentido y la revolución» en La Jornada Semanal, n. 657 (2007).
292. MOUNIER, E., Revolución personalista y comunitaria, O.C. Tomo I, p. 185.
pág. 209
- La consideración de la educación no como un proceso que tiene la finalidad de modelar al niño al
conformismo con el medio social o con la doctrina del Estado, sino como un aprendizaje en libertad,
que dirige a la persona por las vías de la prueba personal y el desarrollo del libre compromiso.
- Una valoración nueva del papel de la mujer, mucho antes de que se reconozca.
pág. 210
Frente al individualismo que recela de la sociedad, el personalismo afirma que es en la comunidad
(modo de asociación donde cabe una relación concreta de comunicación con los demás) donde se
constituye la persona. La persona es una realidad singular dotada de interioridad (conciencia espiritual
y libertad) y trascendencia (apertura a los demás y conciencia de don). Por eso, en el personalismo
hay dos términos que están constantemente enlazados: persona y amor. La victoria frente al
individualismo sólo será posible en el reconocimiento del papel esencial de la comunidad en la vida
humana. Ese es el motivo de que Mounier lo llame “una persona de personas”.
Mounier comenta que –aunque ya aparecen en el pensamiento liberal y en el romanticismo- se han
usado de forma puramente instrumental y alienante. La crítica del marxismo tiene razón al denunciar
el idealismo y la superficialidad con la que se tratan ambos conceptos, convirtiéndolos en puras
abstracciones “descarnadas”. Es preciso cambiar el punto de
vista: la persona es esencialmente relacional. Persona y amor
son trascendentales que expresan la sacralidad de la vida. Son
tan centrales que el proyecto personalista debe educar para el
amor, despertando a la persona para que se sienta llamada a la
perfección. Se trata de redescubrir una comunidad donde el
hombre logre ser persona y no sólo un número.
Eso exige –como veíamos en el primer punto- superar la
perspectiva tecnológica e instrumental del humanismo
renacentista.
293. Cit. por CALVO, A. «El personalismo de Mounier» en Revista Arbil nº 61.
pág. 211
personal, algo que sólo es posible en la comunidad. La burguesía ha olvidado que el hombre es un
misterio profundo.
La crítica al liberalismo se enuncia desde las tesis del “desorden establecido”. Hay un orden aparente
que encubre un desorden establecido. En la situación actual, el orden se asienta exclusivamente sobre
lo económico. El hombre ha perdido el Ser y la vida ha quedado trivializada en el reino de la banalidad
y lo superficial. La misma cristiandad –que Mounier distingue del cristianismo- es una “cristiandad
difunta”, que ha muerto por connivencia con el mundo. Con el liberalismo no cabe comunidad
porque no asume lo gratuito, lo simbólico, que debe mantenerse al margen del dinero.
El liberalismo tuvo un tiempo inicial heroico, con una virtud hecha de astucia y a menudo de
ascetismo. Se ha extendido a los cinco continentes, pero ha ido adoptando una inercia cada vez más
tranquila: la ganancia industrial, arriesgada y costosa, se sustituye por el beneficio de la especulación.
Los valores de la comodidad suplen a los de la creación. Por eso, el héroe ya no existe en la sociedad
individualista. Como dijimos antes, ha perdido el sentido del Ser. No se mueve entre valores sino
entre cosas utilizables, despojadas de su misterio. El hombre burgués es un cristiano sin inquietud o
un incrédulo sin pasión. «Del derecho, que es una organización de la justicia, el mundo burgués ha hecho la fortaleza
de sus injusticias, de ahí su radical juridicismo»294. Por eso, conduce infaliblemente a la decadencia de la
posesión cuya otra cara es el mundo del pobre.
No es menor la crítica a las posiciones totalitarias: marxismo y fascismo-nazismo. La persona es el
fin supremo de la sociedad y del Estado. Si el liberalismo reduce la persona a individuo, lo que no
es más que su sombra o caricatura; los sistemas totalitarios pierden la dimensión personal y
trascendente (de forma manifiesta en el marxismo y larvada en los otros sistemas).
Sin embargo, su acercamiento en algunos aspectos externos al marxismo hizo que algunos de los
seguidores de Mounier se pasasen a esta corriente. De hecho, la revista Esprit se ha movido
políticamente –tras la muerte de Mounier- en la órbita del socialismo democrático, aunque con un
rasgo intelectual y sin dejar de leer los sucesos en clave creyente. Enfrentados con el liberalismo (tras
haber luchado contra el nazismo) manifiestan cierto compañerismo con el marxismo. Sus diferencias
son significativas: el marxismo ignora la dimensión interior y se entromete en el gobierno de las vidas
humanas. «El comunismo es una filosofía de la tercera persona, impersonal. Pero hay dos filosofías de la primera
persona, dos maneras de pensar y de pronunciar la primera persona: estamos en contra de la filosofía del yo y a favor
de la filosofía del nosotros como dice Mounier en Revolución personalista y comunitaria»295.
Anarquismo y marxismo aportan valores parciales296 pero no realizan lo esencial: la transformación
del corazón. Así aparece como lema en la primera edición de la revista Esprit, tomada de Charles
Peguy: «La revolución será moral o no será». En uno u otro caso, Mounier se declara por una vía intermedia que
sobre la condición del hombre, entre las cuales algunas se aproximan a los más profundos puntos de vista de Pascal y del cristianismo».
MOUNIER, E., Revolución comunista y personalista, p. 259.
pág. 212
supera ambos sistemas: «la solución no está ni en la mística del individuo ni en la mística de lo colectivo: radica en
volver a considerar al hombre como persona, que se realiza dándose, entregándose a los demás»297
297.FAZIO, M,. Cristianos en la encrucijada, p. 103. Para ver el pensamiento político-social de Mounier puede ser útil la lectura
de las pp. 95-128.
pág. 213
Su crítica al capitalismo no es diferente de la que hace la Doctrina Social de la Iglesia o de la que desarrollan autores que
hemos estudiado anteriormente como Maritain o Gilson. Es más actual que nunca una de sus afirmaciones: «La
democracia fue estrangulada en su propia cuna por el mundo del dinero».
Con respecto al marxismo, también sus palabras son agudas. Mounier dirá que si la primera tarea es hacer revolucionarios
a los espirituales, la segunda es hacer espirituales a los revolucionarios. Aunque no le pasó a Mounier porque tenía una
personalidad cristiana de una pieza, es una pena que muchos de sus seguidores –sin saber distinguir entre el marxismo
real y el promisorio (refulgente en los años 50 en los que era desconocida en Occidente su profunda incapacidad para
mejorar la vida social)- terminaron inclinándose hacia las filas del marxismo que –frente al capitalismo- parecía tener una
raíz ética.
Este primer personalismo fue una oportunidad perdida.
Por una parte, para descubrir que el capitalismo salvaje y el marxismo nacen del mismo modelo de pensamiento moderno
que –como dice Mounier- han abandonado a la persona pero también a la comunidad, sustituyendo una y otra por el
individuo y el Estado. Ojalá descubramos que un sistema ateo y materialista –sea del signo que sea- nunca puede resolver
los problemas humanos pues desconoce al hombre y a la verdadera sociedad. Por eso, al pretender redimirlas, las aliena.
Por otra, porque entonces el cristianismo europeo gozaba de unas energías físicas e intelectuales que le podrían haber
permitido “rehacer el Renacimiento”. La respuesta del Espíritu estuvo clara y pronta: el Concilio Vaticano II.
Tristemente, una parte sustancial de esas fuerzas o permaneció al lado del anonimato burgués, o cayó en brazos del
marxismo.
Han pasado más de cincuenta años de la muerte de Mounier: han caído los totalitarismos, pero ha quedado el nihilismo.
Marx ha desaparecido del horizonte, pero ha quedado Nietzsche, y en el fondo, la misma burguesía dominante y, sobre
todo, el dominio del espíritu burgués y de la idolatría del dinero. Puesto que nació para enfrentarse con el primer
nihilismo, ¿no podría afrontarse –como dice Carlos Díaz en Emmanuel Mounier: un testimonio luminoso- con los elementos
de análisis aportados por Mounier la actual crisis posmoderno-nihilista? Esa debe ser nuestra tarea.
¿Cuáles son esos elementos de análisis?
a) La visión realista del mundo, entendiendo éste como una realidad externa e independiente del hombre en la
que hay diversos grados de perfección con una prioridad para la persona. Hay una insalvable distinción entre
cosas y personas (ésta tiene categorías filosóficas propias).
b) La concepción de la persona como ser social que alcanza su plenitud en el don libre de sí mismo.
c) La importancia de la afectividad como parte esencial de la persona con una tematización filosófica de la
corporeidad y de la sexualidad. Considera al hombre como espíritu encarnado y sexuado.
d) La conciencia de que el hombre puede conocer esa realidad, pero también de que ésta le trasciende (en el ser
humano se unen dignidad y humildad). Abre una puerta al misterio, del que forma parte el propio hombre.
e) La afirmación de la libertad como capacidad de autodeterminarse, convertirse y de modificar el mundo
(entendido sobre todo como esperanza).
f) La comprensión de la persona como una realidad sustancial y no como un mero sucederse de vivencias, tal
como aparece en el Existencialismo (sin embargo, no gusta del término “sustancia” por su estatismo).
g) El reconocimiento de una dimensión ética y religiosa sustancial.
h) La admisión de la modernidad como momento positivo de la humanidad que debe ser reconducido. Se une
la fe y la cultura y se critica al fideísmo
Incluimos en este tema un breve resumen de una doctrina que ha ido cogiendo peso en la última
parte del siglo XX y cuyos autores están siendo todavía objeto de estudio y definición.
pág. 214
13.1. EL ESTRUCTURALISMO.
Surge en Francia en la segunda mitad del siglo XX como un estilo nuevo de pensar. Como le pasaba
a la hermenéutica, surge como un método de investigación en las ciencias humanas, centrado en un
primer momento en la lingüística pero que se extendió posteriormente al resto de los saberes
humanos. Si la hermenéutica pretende desde el primer momento usar los textos como camino hacia
la verdad, que estaría (al menos en la intención) más allá de los textos, en el estructuralismo, los textos
son (por decirlo llanamente) la verdad. «En muchos de los autores estructuralistas, el método ocupa
un lugar tan central, que termina por configurar una visión del mundo y del hombre»298. Su precursor
es Ferdinand de Sausurre al afirmar en su Curso de lingüística general que el lenguaje no es ni una forma
ni una sustancia sino un sistema de signos.
El estructuralismo se presenta como un nuevo intento de imitar desde los estudios humanísticos a
las ciencias físico-experimentales, frente a los intentos (Bergson-Husserl-Heidegger-Gadamer) de
constituir un saber humano al margen del método científico. Para los estructuralistas, el lenguaje es
un conjunto de estructuras que hay que individuar. Aunque muchas de ellas no son conscientes,
determinan el comportamiento humano (en esta línea fisicista, muchos de estos autores ponen en
entredicho la libertad humana). Según la línea que desarrollan, tenemos tres grandes desarrollos:
Jean-Francois Lyotard en 1979 publica un libro titulado La condición postmoderna, en la que alcanza
éxito este término. En realidad, toda esta tercera parte vemos intentos diferentes de romper con el
paradigma moderno. Sin embargo, el concepto de “postmodernidad” implica la aparición de una
nueva sensibilidad. En torno a la revolución del 68 que hemos visto anunciada en el tema anterior, se
declaran diversas muertes: la del racionalismo, la del humanismo, la de los valores tradicionales, etc…
La postmodernidad lleva a extremo este discurso, considerando agotado el proyecto de la
Modernidad.
Aunque muchos de estos autores no aceptan esta terminología, sí tienen una serie de rasgos comunes:
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Se rebelan contra los grandes mitos modernos: la razón, el progreso, las grandes narraciones
totalizantes.
Presentan un escepticismo radical frente a la capacidad de la razón.
Defienden (y de ahí su diversidad) no lo que unifica sino lo que diferencia, lo diseminado, lo
irreductible.
Como periodo postmetafísico, se abandonan las explicaciones globales para quedarse en lo
contingente.
Estos autores acusan a la Modernidad de defender sólo uno de los polos de oposiciones binarias:
sujeto-objeto, realidad-apariencia, razón-naturaleza. Para Derrida, por ejemplo, hay que deconstruir
esta actitud para mostrar el modo de privilegiar una opción sobre otra.
Algunos de estos autores han desarrollado críticas frontales al pensamiento político, abonándose a
micropolíticas en la que se resalta el inconformismo o la diferencia: el feminismo, el ecologismo, la
defensa de la homosexualidad.
Iniciamos el resumen del pensamiento de algunos autores de esta corriente que, en cursos futuros, se
irán ampliando.
Es un gran crítico de las llamadas “metanarrativas”, que son los intentos modernos de explicación
global del mundo: las escuelas filosóficas, los credos religiosos, los sistemas éticos o las ideologías
políticas. Habitualmente intentan legitimar los vínculos sociales jerarquizados, el papel de la ciencia o
el valor del conocimiento.
Para él no son más que juegos lingüísticos que sólo se legitiman de forma inmanente. De este modo,
hasta las ciencias deben renunciar a explicaciones trascendentes. Pide que se abandone toda visión
totalizante y única del universo, para pasar a entender el conocimiento como una pluralidad de
mundos no abordables entre sí. No hay, por tanto, un discurso único, ni desde luego, la posibilidad
de llegar a un consenso.
299.1924-1998.
300.Nacido en Argelia en 1930, es judío sefardí. Fue por esta condición maltratado en la escuela. Se traslada a París para
estudiar filosofía en la Escuela Normal Superior. Fue profesor en la Sorbona desde 1960 a 1964 de Filosofía general y lógica,
y hasta 1984 fue profesor ayudante en la Escuela Normal Superior. Posteriormente se traslada a Estados Unidos donde
trabaja como profesor visitante, volviendo a Francia en 1984 como director de estudios de la École des Haudes Études en
Sciences Sociales de París.
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de comprender por su propio método deconstruccionista. Derrida critica el “logocentrismo” de la
filosofía occidental, que interpreta la realidad como si el logos humano desvelara el ser. Este
logocentrismo se ha planteado habitualmente como fonocentrismo, primacía de la voz, lo que
significa colocar la conciencia (lo dicho y oído) en primer plano. El habla remite siempre a un
fundamento último, lo que lleva a conceptualizar la realidad.
Para desenmascarar las supuestas falacias que aquí nos encontramos, propone el método de la
deconstrucción, que prima el lenguaje escrito sobre el oral. La escritura es polisémicas, no ofrece un
único significado. Con este método invierte la jerarquías establecidas y disuelve las oposiciones,
indicando que hay conceptos no asimilables que no remiten a una verdad última. Con ello se afirma
la diferencia como elemento distintivo. Para él, el lenguaje es –ante todo- un sistema de diferencias.
Definir algo es diferenciarlo de lo demás. De este modo, el significado revela una presencia-ausencia.
Para definir algo, tengo que aislarlo de todo lo demás. Por eso, para Derrida todo significado es
convencional, se enmarca en torno a una negación de significado al resto de las cosas (Definir sería
dejar sin definir a lo demás).
No hay una verdad última porque no hay un sentido previo, ni siquiera el del autor del texto. Al
escribir, el autor se separa del texto, se ausenta, y éste cobra vida y se vuelve independiente, como
algo no humano. Esta es la razón de que el decostruccionismo emprenda la lectura del texto desde
los márgenes: se intenta desmontar el proceso de escritura para manifestar que en su centro está lo
indecible.
No se suele ser consciente de la gravedad filosófica que implican las tesis de estos autores. Su pensamiento, con sus
diferencias propias, anula la posibilidad de la metafísica, pues no hay verdad sino sólo interpretación de textos, de
símbolos. De hecho, estos autores consideran a la metafísica como algo arrogante, como un intento de violencia. El
resultado es un mundo babélico que se precipita en el sin sentido. Es más, el hombre mismo es entendido como un
invento de finales del siglo XVIII. Foucault no puede ser más claro –ni más tenebroso- en una de sus obras: «A todos
los que quieran todavía hablar del hombre, de su reino, y de su liberación, a todos los que se preguntan todavía sobre
qué es el hombre en su esencia, a todos los que quieren apoyarse en él para acceder a la verdad…, a todas estas formas
de reflexión deformes y alteradas, no podemos más que contraponer una risa filosófica, es decir, en parte silenciosa»
(Las palabras y las cosas, p. 333).
Es una actitud antihumanista, ya que niega la libertad centrándose en la estructura (justamente, en una época sin
estructuras, donde caben todas las posibilidades). Esto es, en el fondo, una herencia marxista, intentando hacer ciencia
tomando al hombre como objeto, algo que Gadamer había mostrado que no era posible.
La postmodernidad es un fenómeno de profunda decadencia, en la que aparece una conciencia alegre del fracaso de la
razón, sin humildad, como el viejo cuento del zorro y las uvas (con la diferencia de que en algunos de estos autores ya
ni siquiera hay uvas). No se trata de llegar a conocer –como hacen otras corrientes actuales- una razón operativa, válida,
pero limitada, en definitiva humana. Se trata, por el contrario, de otro desgarro por no ser dioses. Es el estado cínico en
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el que se vive dentro del nihilismo. En el fondo, denota una verdadera incapacidad de reacción: los mitos modernos
son criticados pero no se sale de ellos, no se dan cuenta de que su pensamiento es hijo de esos mismos mitos.
En el fondo, el método deconstructivo es la fase última de divinización del lenguaje. Se trata de un fenomenismo
lingüístico al estilo de Hume: sólo sé que hay palabras, y mejor que estén escritas porque así elimino hasta al emisor. No
sé de donde vienen. Estos autores podrían llegar a decir, como Hume, que los textos son “innatos”, están ahí desde el
principio. El lenguaje se convierte en un fin en sí mismo, con un sentido inmanente radical. No comunica verdad porque
no hay verdad que comunicar; no es ni siquiera un sistema de comunicación emisor-receptor como sería necesario en el
lenguaje oral. En la visión polisémicas de Derrida ni siquiera el que escribe tiene derecho de propiedad sobre lo que
escribe. No hay un sentido previo, pues no hay verdad. Pese a mostrarse tan aparentemente crítico con la Modernidad,
¿no es esto la versión secularizada de la tesis central protestante de la libre inspiración de la Escritura?
Lo cierto parece justo lo contrario: ciertamente un texto puede vivir de modo diferente porque “es escrito cada vez que
se lee”, pero hay un sentido primero, el que propone quien lo escribe. Sin él, no habría sido escrito. De hecho, tal vez si
se hubiese sabido que ese sentido iba a ser traicionado, no se habría escrito.
Nos encontramos con la segunda generación de la sospecha. Si la primera vive a finales del siglo XIX: Marx, Nietzsche,
Freud; la segunda se instala a finales del siglo XX: Lacan, Foucault, Derrida. Aquella pretendía dar el fundamento último
de todo en la materia, la vida o la pulsión sexual; esta afirma en consecuencia que no hay sentido global. Es el cierre
inmanentista pleno.
Es muy fácil ver tras estas tesis simplemente la destrucción de una cultura, pero lo más sorprendente es que sean
asimiladas con tanta facilidad. Ante la declaración de la muerte del hombre por los mismos hombres, ¿dónde tiene la
cultura actual sus alarmas? ¿Cómo pueden estar tan escondidas que nadie vea nada raro en la destrucción de cualquier
expectativa a partir de prometerlas todos por nosotros mismos. Como indican Fazio y Fernández Labastida, este sistema
«es la conclusión paradójica de la pretendida atribución de autonomía absoluta a la criatura humana» (Historia de la filosofía
contemporánea, p. 409).
«La influencia estrictamente filosófica de Ortega ha sido tan profunda, que no hay en la actualidad ninguna forma de
pensamiento en lengua española que no le deba alguna porción esencial; pero ese influjo se ha ejercido de modo más
directo y positivo en sus discípulos en el sentido más riguroso de la palabra, especialmente los que se han formado en
torno suyo en la Universidad de Madrid, o los que, sin darse esta circunstancia, han recibido de Ortega ciertos principios
y métodos de pensamiento»301
Concluimos este paseo por la Filosofía Contemporánea con un breve análisis de la Escuela de Madrid,
en la que debería incluirse como primera figura a José Ortega y Gasset. Hemos preferido situar al
maestro Ortega en línea con sus contemporáneos, pues su principal aportación a la filosofía se realiza
antes de la Segunda Guerra Mundial. Pasa justo lo contrario con un joven profesor que inspirándose
en Ortega, siguió su propio camino (X. Zubiri) y con dos de los más importantes discípulos de Ortega:
María Zambrano y Julián Marías. Nos hemos servido de la figura de Manuel García Morente, profesor
contemporáneo de Ortega, famoso por traducir e introducir el pensamiento de Kant en la cultura
301. MARÍAS, J., Historia de la Filosofía, Alianza Editorial, Madrid 1979, p. 449.
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española, pero que –desde el punto de vista personal- vive los momentos más álgidos de su biografía
con su conversión al cristianismo y su posterior ordenación como sacerdote.
Nace en Arjonilla (Jaén) el 22 de abril de 1888. Huérfano de madre desde pequeño, su padre decidió que marchase a
Francia para realizar estudios, tanto los de secundaria como los universitarios. Se cuenta que ya entonces había
abandonado la fe en Dios. Se licencia en la Sorbona, revalida su título de Filosofía en Madrid y obtiene una beca para
estudiar en Marburgo, Berlín y Munich, donde conoce el pensamiento neokantiano. Allí coincide con Ortega y Julián
Besteiro. A su vuelta es profesor en la Institución Libre de Enseñanza, obteniendo el 23 de mayo de 1912 la cátedra de
Ética de la Universidad Central. Gana mucha fama, sobre todo por sus traducciones de los grandes autores modernos
tanto franceses como alemanes. En 1926 alcanza el decanato de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad
Central. Como hombre moderado en su posición política, recibe en el final de la dictadura de Primo de Rivera el cargo
de Subsecretario de Instrucción Pública y Bellas Artes con Elías Tormo como ministro. En 1932 ingresa en la Academia
de Ciencias Morales y políticas, con la asistencia del presidente de la República. Sin embargo, al iniciarse la Guerra Civil,
es destituido de sus cargos por la República, logrando huir a París. Su yerno, miembro de la Adoración Nocturna, es
asesinado. En París, solo, con su familia en España, sufre una profunda crisis que le lleva a la conversión religiosa. Recibe
el ofrecimiento de la Universidad de Tucumán en Argentina, y acepta para poder mantener a su familia, trasladándose a
América en 1937. Sin embargo, su decisión está tomada. Viudo desde 1920, se embarca hacia España en junio de 1938
con la idea de ingresar en el Seminario. Tras una estancia con los monjes mercedarios, en Pontevedra, es ordenado
sacerdote, celebrando su primera Misa el 1 de enero de 1941. Es constituido Consejero de la Hispanidad por el gobierno
franquista y retoma sus clases en Madrid. Sin embargo, al someterse a una operación quirúrgica –en apariencia
intrascendente- el 19 de noviembre de 1942, surgen complicaciones que provocan su fallecimiento el 7 de diciembre de
1942.
Profesor de dilatada fama, García Morente es conocido por continuar el proyecto de Ortega de
introducir el pensamiento moderno europeo en España. Gran conocedor tanto del pensamiento de
Bergson como de Kant, ayudó a traducir sus escritos, algunos de los cuales siguen siendo hoy norma
de traducción al castellano. De este modo, el pensamiento de García
Morente recibe varias influencias:
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materia y atenida a la inteligencia, tiene que limitarse a ir de un dato a otro dato, ligándolos todos por medio
de leyes y relaciones, pero sacrificando la interioridad, la realidad plena de cada elemento del enlace»302
- El pensamiento kantiano y neokantiano. No en vano, estudió con los neokantianos de
Marburgo: Cassirer, Cohen y Natorp, cuyo pensamiento le cautivó. En 1912 escribió su tesis
doctoral sobre la estética de Kant, lo que dio pie a su estudio sobre el pensamiento kantiano
(1917), y a las traducciones de la Crítica del juicio (1914), la Crítica de la razón práctica (1918) y la
fundamentación de la metafísica de las costumbres (1921).
- A partir de los años 20 analiza el biologismo histórico de Splenger, y otros autores éticos
como Rickert, Simmel, la axiología (Scheler, Hartmann) y la fenomenología (Brentano,
Husserl). Por influjo de estos autores se dirige a una concepción objetivista de los valores
frente al subjetivismo kantiano.
- Tras la conversión se centra en un estudio profundo de la filosofía tomista (entre sus escritos
inéditos se encuentra la traducción de las cinco primeras cuestiones de la Suma Teológica.
- También en esos últimos años, como le ocurre a otros estudiosos que pertenecen a esta
misma Escuela (como María Zambrano o Julián Marías) reflexiona profundamente sobre el
ser de España.
Humanista fecundo y polifacético, García Morente fue un revulsivo para las corrientes de
pensamiento moderno. Uniendo a Ortega las tres grandes líneas de la filosofía de principios del siglo
XX (Neokantismo, Husserl y Bergson) fue una ayuda notable para las primeras generaciones de
filósofos españoles del siglo XX. Su periodo en el decanato de la Universidad Central en Madrid se
recuerda como el más fecundo y brillante de dicha Universidad.
Su pensamiento pretende diferenciar las ideas de proceso y de progreso. Pese a que el progreso sea
uno de los grandes mitos de la época moderna, Morente advierte «que existe una gran diferencia entre
describir algo en su ser real, en su efectividad contingente, y definirlo en su esencia, con abstracción de lo que de hecho
sea o haya dicho»303. Pretendió también una síntesis entre realismo e idealismo, con una ontología
desarrollada en la línea de Ortega y Heidegger. El yo y la realidad de las cosas deben ser admitidos
ambos como parte de la vida, constituyendo dos aspectos parciales de esta realidad que los comprende
a ambos. Siguiendo a Bergson, el modo de conocimiento más desarrollado es la intuición, que
pertenece al orden de lo espiritual. Su inquietud última por el tema de Dios, que centró su reflexión
en los últimos años, aparece en su obra póstuma Fundamentos de Filosofía, editada por Juan Zaragüeta.
García Morente ha contado detalladamente el suceso de la noche del 29 al 30 de abril de 1937 en su obra El hecho
extraordinario, carta escrita a don José María García Lahiguera y sólo publicada tras la muerte del filósofo. Vamos a
extractar los aspectos más significativos de este relato.
302. Gª MORENTE, M., La filosofía de Bergson, Espasa Calpe, Madrid 1972, p. 36.
303. Gª MORENTE, M., “Ensayos sobre el progreso” en El hecho extraordinario y otros ensayos, Rialp, Madrid 1986, p. 71.
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"Llegué, pues, a París, sin dinero, y con el alma transida de angustia y de dolor, y además corroída por preocupaciones
de índole moral. ¿Había hecho bien en abandonar mi casa y a mis hijas (estaba viudo desde 1923) y ponerme egoístamente
a salvo?" (…)"Así, en París, el insomnio fue el estado casi normal de mis noches tristísimas" (…)
"La primera vez que la idea «castigo de Dios» rozo mi mente fue cosa fugaz y transitoria, en la que no paré mientes. Pero
por la noche la misma idea reapareció, y esta vez ya con claridad y persistencia tales que hube de prestarle mayor atención.
Pero fue para mirarla, por decirlo así, despectivamente y rechazarla con un movimiento de enojo, de orgullo intelectual
y de soberbia humana. «No seas idiota», me dije a mí mismo. Y el pensamiento volcó sobre la pobre ideíta, humildita y
buena, un montón rápido de representaciones filosóficas, científicas, etc., que la ahogaron en ciernes" (…)"Yo
permanecía pasivo por completo e ignorante de todo lo que me sucedía. Se diría que algún poder incógnito, dueño absoluto
del acontecer humano, arreglaba sin mí todo lo mío. (...) Por tercera vez la idea de la Providencia se clavó en mi mente. Por
tercera vez, empero, la rechacé con terquedad y soberbia. Pero también con un vago sentimiento de angustia y de
confusión. Era demasiado evidente que yo, por mí mismo, no podía nada y que todo lo bueno y lo malo que me estaba
sucediendo tenía su origen y propulsión en otro poder bien distinto y harto superior. Con todo, me refugiaba en la idea
cósmica del determinismo universal, y una vez que se me ocurrió tímidamente el pensamiento de pedir, de pedir a Dios,
esto es, de rezar, de orar -que era, sin duda, la actitud más lógica y congruente con todo lo que me estaba sucediendo-,
lo rechacé también como necia puerilidad" (…)«¿Qué está haciendo de mí -pensaba- Dios, la Providencia, la Naturaleza,
el Cosmos, lo que sea?». La impotencia, la ignorancia, una noche sombría en derredor y nada, nada absolutamente, sino
esperar la sentencia de los acontecimientos. ¡Esperar! ¿Y cómo esperar sin saber? ¿Qué esperanza es esa esperanza que
no sabe lo que espera? Una esperanza que no sabe lo que espera es propiamente... la desesperación" (…)
"¿Quién es ese algo distinto de mí que hace mi vida en mí y me la regala? Claro está que enseguida se me apareció en la
mente la idea de Dios. Pero también enseguida debió asomar en mis labios la sonrisa irónica de la soberbia intelectual.
«Vamos -pensé-, Dios, si lo hay, no se cura de otra cosa que de ser. Dejémonos de puerilidades». Y en efecto, realicé el
acto interior de rechazar esas que yo llamaba puerilidades. Pero he aquí que las puerilidades insistían en quedarse y se
negaban a ser rechazadas" (…)"Por una parte, la idea de una providencia divina, que hace nuestra vida y nos la da y
atribuye, estaba ya profundamente grabada en mi espíritu. Por otra parte, no podía concebir esa Providencia sino como
supremamente inteligente, supremamente activa, fuente de vida, de mi vida y de toda vida, es decir, de todo complejo o
sistema de hechos plenos de sentido. Llegado a esta conclusión, experimenté un gran consuelo. Y me quedé estupefacto al
considerarlo. «¿Cómo es posible -pensé- que la idea de esa Providencia sabia, poderosa, activa y ordenadora, pero que
acaba de asestarme tan terrible golpe, me sea ahora de consuelo?». No lo entendía bien. Pero el hecho era evidentísimo.
El hecho era que me sentía más tranquilo, más sereno y reposado. (Mucho tiempo después, leyendo a San Agustín, he
descubierto la verdadera clave del enigma en la frase «inquieto está mi corazón hasta que en Ti descansa»)" (…)
"Pensaba en Dios; pero siempre en el Dios del deísmo, en el Dios de la pura filosofía, en ese Dios intelectual en el que
se piensa, pero al que no se reza. Dios humano, trascendente, inaccesible, puro ser lejanísimo, puro término de la mirada
intelectual". Ante un Dios así concebido sólo cabe una postura: la resignación. Lo intentó, pero sintió primero la frialdad,
después la rebeldía. "En mi alma se produjo una especie de protesta, y creo, Dios me perdone, que algo así como una
blasfemia subió a mi mente. Creo que acusé de cruel, de indiferente, de burlona, de sarcástica a esa Providencia que se
complacía en zarandear mi vida, en traerla y llevarla a su antojo inexplicable, en darle y atribuirle acontecimientos y
hechos que yo no quería, que yo repudiaba. ¿Qué puedo esperar -pensaba yo- de un Dios que así se complace en jugar
conmigo, que me engolosina de esa manera con la inminente perspectiva de la felicidad, para hacerla desaparecer en el
momento mismo en que yo iba a tenerla ya entre las manos? (...) No me someto al destino que Dios quiere darme; no
quiero nada con Dios, con ese Dios inflexible, cruel, despiadado"
(Se le ocurrió la idea del suicidio) "Pero tan pronto como me di cuenta de la conclusión a que había llegado, me espanté
de mí mismo. No por la idea de suicidio en sí, que ya en otras ocasiones había estado en los ámbitos de mi conciencia,
sino más bien por la absoluta ineficacia de un acto así, que a nada conducía, que nada resolvía"
(Pone la radio, tras varias melodías, surge L'enfance de Jésus de Berlioz. Todo se desencadena): "Algo exquisito, suavísimo,
de una delicadeza y ternura tales que nadie puede escucharlo con los ojos secos. (...) Cuando terminó, cerré la radio para
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no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido. Y por mi mente empezaron a desfilar -
sin que yo pudiera ofrecerles resistencia- imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo. Le vi, en la imaginación,
caminando de la mano de la Santísima Virgen, o sentado en un banquillo y mirando con grandes ojos atónitos a San José
y a María. Seguí representándome otros episodios de la vida del Señor: el perdón que concede a la mujer adúltera, la
Magdalena lavando y secando los pies del Salvador, Jesús atado a la columna, el Cirineo ayudando al Señor a llevar la
Cruz, las santas mujeres al pie de la Cruz. (...) Y los brazos de Cristo crecían, crecían, y parecían abrazar a toda aquella
humanidad doliente y cubrirla con la inmensidad de su amor, y la Cruz subía, subía hasta el cielo y llenaba el ámbito de
todo y tras de ella subían muchos, muchos hombres y mujeres y niños; subían todos, ninguno se quedaba atrás; sólo yo,
clavado en el suelo, veía desaparecer en lo alto a Cristo, rodeado por el enjambre inacabable de los que subían con Él;
sólo yo me veía a mí mismo, en aquel paisaje ya desierto, arrodillado y con los ojos puestos en lo alto y viendo
desvanecerse los últimos resplandores de aquella gloria infinita, que se alejaba de mí". Aquello "tuvo un efecto fulminante
en mi alma" (…). "¿Y qué me había sucedido? Pues que la distancia entre mi pobre humanidad y ese Dios teórico de la
filosofía me había resultado infranqueable. Demasiado lejos, demasiado ajeno, demasiado abstracto, demasiado
geométrico e inhumano. Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más
que yo, a ése si que le entiendo y ése sí que me entiende, a ése sí que puedo entregarle fielmente mi voluntad entera, tras
de la vida. A ése sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre,
puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y puesto de rodillas empecé a balbucir el
Padrenuestro. Y ¡horror!, ¡se me había olvidado! No importaba demasiado; lo cierto era que una inmensa paz se había
adueñado de mi alma".
(Se sentía otro hombre, el "hombre nuevo" del que hablaba San Pablo. Miró por la ventana: vio lo de siempre,
Montmartre. Pero los ojos eran nuevos, y vio un significado que no había aparecido antes: ¡Mons Martyrum!, el Monte de
los Mártires. Vio los mártires, que aceptaban libremente el supremo sacrificio) "¡Querer libremente lo que Dios quiera! He
aquí el ápice supremo de la condición humana. «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»"
(Inmediatamente, su hábito de profesor se puso en marcha): "Lo primero que haré mañana será comprarme un libro
devoto y algún buen manual de doctrina cristiana. Aprenderé las oraciones; me instruiré lo mejor que pueda en las
verdades dogmáticas, procurando recibirlas con la inocencia del niño, es decir, sin discutirlas ni sopesarlas por ahora. Ya
tendré tiempo de sobra, cuando mi fe sea sólida y robusta y esté por encima de toda vacilación, para reedificar mi castillo
filosófico sobre nuevas bases. Compraré también los Santos Evangelios y una vida de Jesús. ¡Jesús, Jesús! ¡Misericordia!
Una figura blanca, una sonrisa, un ademán de amor, de perdón, de universal ternura. ¡Jesús!" (Entonces sucedió lo que
él relata como «el hecho extraordinario»: "Allí estaba él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí.
(...) Y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que le percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es esto
posible? Yo no lo sé"
García Morente y Zubiri conforman dos extremos biográficos. Morente fue profesor primero y sacerdote después;
Zubiri, ordenado sacerdote en su juventud, recibió la dispensa y se dedicó plenamente a la filosofía. Nació en San
Sebastián el 4 de diciembre de 1898, año en el que terminan los sueños del Imperio español. Acepta el deseo de sus
padres para entrar en el seminario diocesano, dirigiéndose a Madrid para compatibilizarlo con los estudios de Filosofía
en la Universidad. Al parecer, concibe el sacerdocio sólo como un medio tranquilo para la reflexión. Hace estudios en
Europa (Lovaina) y se ordena en 1920. Se aprueba su tesis en Filosofía sobre Husserl. En 1926 obtiene la Cátedra de
Historia de la Filosofía de la Universidad Central. Conoce a Husserl y Heidegger en viajes de estudio a Alemania, donde
también estudia la nueva Física con sus creadores como Einstein y Heisenberg. Se le concede la secularización en 1933.
Se casa con Carmen Castro. Queda fuera de España durante la Guerra y a su vuelta se reintegra a la Universidad pero
en Barcelona. En 1941 renuncia a la Cátedra. Llega a un acuerdo con una sociedad privada para dar conferencias e ir
pág. 222
publicando sus obras, que empiezan a alcanzar fama. Tras muchos años de intenso trabajo, en los que se van publicando
lentamente sus grandes obras, fallece en Madrid el 21 de septiembre de 1983.
2.1. La religación.
Su primera gran obra es Naturaleza, historia y Dios, que pretende la sistematización de sus primeros
cursos universitarios. Cierra una etapa muy marcada por el influjo de Heidegger e implica un
profundo diagnóstico sobre la civilización europea y sus grandes temas. Completado en 1942, supone
la primera madurez de Zubiri. Parte de una convicción: hay que arraigar la verdad en el ser y en la
realidad, esto es, en la metafísica y en la ontología. Zubiri, por su propio camino, afirma un realismo
que no sólo va más allá de Kant sino también del objetivismo de Husserl. No debe pensarse que
Zubiri repite simplemente el pensamiento clásico. Más bien, es el intento original de producir una
nueva Metafísica, cuyo eje será el concepto de religación.
Aunque en sus primeros escritos ya aparece la fórmula de la religación, este concepto no estará
plenamente dotado de sentido hasta la culminación del desarrollo de la idea de inteligencia sentiente,
en la obra que lleva este nombre. La religación es la realidad apoderándose del individuo, se trata de
un hecho experiencial, de una vivencia, de la “dimensión teologal del hombre”. La religación es el
fundamento que nos liga a la realidad y que plantea claramente el “problema de Dios”. El carácter
incoativo de la razón presenta a Dios como vía posibilitatoria; y la que parte de la religación nos lleva
de hecho, al problema. Toda búsqueda de fundamento, (en cuanto que intelección con detenimiento)
nos presenta ante la principalidad. Zubiri crítica la vía epistemológica tradicional, en la que Dios es
una realidad-objeto. Para él, Dios no puede ser nunca objeto del hombre, sino en todo caso
fundamento.
pág. 223
El planteamiento de Zubiri niega que la substancia sea la estructura de las cosas, afirmando que ésta
es substantividad, no es más que el conjunto de notas infundadas y fundantes de las demás. De este
modo la esencia no es lo específico de una substancia, sino el sistema físico y real de propiedades que
forman su constitución. Este replanteamiento obliga a distinguir los conceptos tradicionales de la
ontología (realidad, ser, ente). La realidad es previa al ser, y consiste en lo que hay. El ente es cada
cosa real en cuanto es. A los atributos trascendentales del ente (unidad, verdad, bondad) Zubiri añade
la respectividad. Esta señala la interdependencia entre los entes.
Este es el título de la última obra de Zubiri, publicada en tres partes (1980-1983). Intenta una nueva
revisión de la antropología y la Teoría del Conocimiento insistiendo en la unidad del ser humano. El
uso constante de una terminología propia engrandece la obra de Zubiri, pero dificulta su
comprensión.
Zubiri pone la inteligencia como característica principal de las diferencias entre hombre y animal. La
inteligencia sentiente de Zubiri consiste en la reflexión humana- inteligencia – incluyendo los propios
sentidos- sentiente-. El animal es capaz de sentir pero no de reflexionar sobre los sentidos. Otra de
las características del hombre frente al animal es su capacidad de aprehender las cosas: la impresión
de la realidad es la habitud. Todos los animales tienen su habitud, o modo de conducirse en el
ambiente pero no van más allá. El hombre, es un animal de realidades. Este hecho deriva de que la
inteligencia humana está abierta a la realidad. Este concepto está implantado en el ser (impuesto por
una fuerza que lo supera) y que enlaza con la teoría de la religación.
Nacido en Valladolid el 17 de junio de 1914, Marías fue educado en el seno de una familia católica, cuya fe siempre
mantuvo. En 1931 inicia sus estudios en la Universidad Central con Ortega, Zubiri y García Morente. Termina en 1936
sus estudios, justo un mes antes del estallido de la Guerrea Civil. Por su miopía no es destinado al frente sino que forma
parte del servicio de traducción, y colabora con el ABC de Madrid. Al terminar el conflicto, pasó varios meses en la
cárcel. Se cuenta que pudo ser fusilado y aunque salvó la vida, no obtuvo las simpatías del régimen franquista que le
negó siempre la docencia universitaria. Se casa con Dolores Franco en 1941 con la que tendrá 5 hijos. Alcanzó gran
fama al escribir, con 26 años, una Historia de la Filosofía, uno de los primeros de los más de 70 libros que publicó en su
vida. Funda con Ortega el “Instituto de Humanidades de Madrid” que dirigirá a la muerte de Ortega. Desde 1964 fue
miembro de la Real Academia de la Lengua, siendo nombrado senador por designación real entre 1977 y 1979. Juan
Pablo II le invitó en 1982 a formar parte del Consejo Internacional Pontificio para la cultura. Obtendrá en 1996 el
Premio Príncipe de Asturias junto con Indro Montanelli, y en 2002 el XVI Premio Internacional Menéndez Pelayo.
Falleció en Madrid el 15 de diciembre de2005 a los 91 años.
pág. 224
El estilo de Julián Marías ha estado más presente en su pluma y en su función de orador que en la
enseñanza, de la que tuvo que alejarse en la época franquista por ser demasiado poco adicto al régimen
y en la democracia por su talante indiscutiblemente católico. De su estilo literario destaca la claridad
y trasparencia en la exposición, el rigor en las fuentes y la explicación del pensamiento desde la noción
de razón vital que comparte con Ortega.
Marías ha desarrollado todas las doctrinas filosóficas pero destaca especialmente en Metafísica,
Antropología y Ética. Ya hemos hablado de su Historia de la Filosofía que resulta todo un
monumento a los autores que le rodeaban: dedicada a Manuel García Morente, «que fue Decano y alma
de aquella Facultad de Filosofía y Letras donde yo conocí la Filosofía»304; el prólogo es de Xavier Zubiri y el
epílogo es de José Ortega y Gasset. En ese libro se nos
indica que la Filosofía son dos cosas distintas: una ciencia
y un modo de vida. «El problema de su articulación es, en buena
parte, el problema filosófico mismo»305. En esta situación propia
de la Filosofía hay una inseparable conexión entre filosofía
e historia de la filosofía. Hay por eso, en Filosofía, una
notable relación (quizá como en ningún otro saber) entre
verdad e historia. En esta obra de juventud, Marías
defiende el perspectivismo de Ortega: «Ningún sistema puede pretender una validez absoluta y exclusiva, porque
ninguno agota la realidad; en la medida en que cada uno de ellos se afirma como único, es falso. Cada sistema filosófico
aprehende una porción de realidad, justamente la que es accesible desde el punto de vista o perspectiva; y la verdad de
un sistema no implica la falsedad de los demás, sino en los puntos en que formalmente se contradigan; y la contradicción
sólo surge cuando el filósofo afirma más de lo que realmente ve»306. En las obras posteriores observaremos
crecer una distancia frente al pensamiento del maestro y un desarrollo de su propia doctrina.
pág. 225
problematismo se vivía ya desde luego. Y por esta razón, el problema de la Divinidad no es inventado, formulado o
construido, sino descubierto»307.
3.2. El hombre.
Su Antropología metafísica es de 1970 (con reedición en el año 2000) indica ya la plena madurez e
independencia de su pensamiento. Acusa al pensamiento metafísico de haberse centrado demasiado
en las cosas y poco en las personas. Esto dificulta entre otras cosas la relación entre Dios y el hombre:
«La propensión helénica a pensar desde las cosas conduce insensiblemente a desvirtuar –sin negar- la gran intuición
cristiana: a pensar a Dios como la “supercosa”. Y esto explica –lo veremos más de cerca en otro momento- el riesgo de
panteísmo que está rozando todo el pensamiento occidental, la recaída involuntaria, indeliberada, en formas de
interpretación que “resultan” panteístas, como si la “mundificación” o “cosificación” de Dios se deslizara como un
viento insidioso en toda la especulación helenizante. Y mientras tanto quedan relegadas a la sombra o a la periferia de
la filosofía las verdaderas cuestiones, que resultarán en cierto momento imprescindibles y que arruinarán buena parte
del pensamiento que había prescindido de ellas; la creación, la persona humana, las personas divinas, la verdadera
cercanía y la verdadera lejanía de ese Deus absconditus que, siendo la suma realidad, “brilla por su ausencia”»308.
Insiste en el carácter personal del ser humano y profundiza en su sentido originario. Muestra como
el término es griego, pero el sentido profundo es teológico: supone la “descosificación” del ser
humano. A esta visión, en la que caben las personas divinas, angélicas y humanas, se debe añadir la
reflexión fenomenológica para situarnos plenamente ante el yo y el tú humanos. Evita centrar la
persona en el yo, indicando que «en la persona hay mismidad, pero no identidad: soy el mismo pero
nunca lo mismo»309. Esta visión que pretende ser compatible con el pensamiento moderno sin dejar
la tradición, se sitúa en el contexto orteguiano de la vida como algo en movimiento que se dirige del
pasado al futuro y que se va realizando constantemente. Esto tiene muchas consecuencias éticas: «la
mentalidad moderna propendería a pensar que alguien es feliz, cualquiera que sea lo que el futuro le reserve; pero el
griego pensaba agudamente que dentro de la configuración total de la vida, ello es problemático. Lo que es depende de
lo que será; es decir, ni siquiera el pasado puede darse por dado y hecho. “Ni está el mañana –ni el ayer- escrito” –
decía perspicazmente Antonio Machado-. Y siempre me ha parecido expresión de la más profunda sabiduría la oración
de la Misa: “Líbranos, Señor, de todos los males, pasados, presentes y futuros”. Frente a lo que el racionalismo podría
pensar, tiene el más hondo y riguroso sentido pedir a Dios que nos libre de los males pretéritos»310.
Siendo Julián Marías alabado por su capacidad de exponer doctrinas difíciles con notable sencillez, nada mejor que
conocer directamente sus escritos. Hemos escogido un capítulo de su Idea de Metafísica, escrito en 1954, en el que se
mezcla la importancia de la Metafísica con la doctrina orteguiana de la vida como realidad radical.
307. MARÍAS J., Introducción a la Filosofía, Alianza, Madrid 1981, p. 325. Para que se advierta el impacto de la obra de Marías,
basta ver el desarrollo de estas primeras obras. La introducción al alemán, portugués e inglés (Inglaterra y Estados Unidos); la
edición que manejamos de la Historia es la numero 31, y no es la última.
308. MARÍAS, J., Antropología metafísica, Alianza, Madrid 2000, pp. 33-34.
309. MARÍAS, J., Antropología metafísica, p. 43.
310. MARÍAS, J., Antropología metafísica, p. 49.
pág. 226
«La metafísica no es una certeza en que "se está"; es una certeza a que "se llega"; supone, pues, un estado de previa
incertidumbre, es derivada y originada. Tiene que justificarse a sí misma, tiene que dar razón de cada una de sus verdades.
En ese sentido —pero sólo en ése— es sin supuestos. Porque no es posible el adanismo no se hace metafísica desde
cero, sino desde una situación que obliga a hacerla; esta situación está definida por diversas certidumbres y, a despecho
de ellas, una incertidumbre radical; con esas certidumbres cuenta la metafísica, parte de ellas; pero como realidades, no
como certidumbres; es decir, no deriva la suya de éstas, sino al revés: éstas la reclaman y postulan. Cuando la situación
vital se radicaliza y el hombre se pone en busca de esa certidumbre radical, está haciendo metafísica, sea cualquiera la
idea que tenga de esta ciencia; y por eso se puede hablar con pleno sentido de la metafísica de los antimetafísicos, de la
que han hecho los que negaban su posibilidad, es decir, una cierta figura de ciencia que habían encontrado en su tradición
inmediata.
Pero al decir que la metafísica es teoría de la vida humana, conviene dar algunas precisiones sobre el carácter de esta
teoría. Porque surge una dificultad: hemos dicho que se trata de la realidad radical, y que ésta es justamente lo que queda
cuando elimino todas las ideas, teorías e interpretaciones, cuando me quedo con lo que, por ser la nuda realidad con la
cual tengo que habérmelas, me obliga a hacer esas teorías e interpretaciones; y se ocurre preguntar: "la vida humana"
¿no es una teoría?
Sin duda alguna. Lo que es realidad estricta es mi vida, es decir, yo con las cosas, yo haciendo algo con mi circunstancia.
Hablar en general de "vida humana" es ya una interpretación, teoría o doctrina, todo lo justificada y verdadera que se
quiera, pero no por eso menos teórica. La vida humana "en general" no existe, no es real; la que lo es es mi vida —la de
cada cual, en la medida en que cada uno va dando su significación a esta expresión circunstancial—; mi vida, que no sólo
es ésta en el sentido de ser vida individual, sino en otro más profundo y decisivo: que es una absoluta posición de realidad
irreductible, circunstancial y concreta. Y si no hubiese más que esto, no tendría siquiera sentido hablar de "vida humana";
esta noción es una interpretación a la cual llego en virtud de ciertas razones sumamente precisas.
No puedo exponerlas aquí en forma; baste con indicar la primera, suficiente por sí sola para forzarme a elaborar esa
interpretación. Mi vida me aparece como convivencia; quiero decir que encuentro en ella, en mi circunstancia, como
ingredientes suyos, ciertas realidades en las que reconozco otros "yo" que son por su parte sujetos de otras vidas, de
suerte que funcionan como centros de circunstancias de las cuales formo yo parte; es decir, mi vida — única realidad
irreductible e inmediata— incluye la referencia a algo que me veo obligado a considerar como "otras vidas"; esto tiene
dos consecuencias: primero, me hace descubrirme como un yo frente a un tú —secundariamente un él o ella—, y por
tanto confiere un primer sentido a la expresión "mi vida"; segundo, me muestra el carácter "disyuntivo" de la vida (el ser
ésta o ésta o ésta), y de este modo me remite a una nueva noción, "la vida", que tiene una peculiaridad decisiva: no es
tanto un universal, una especie o género, digamos la vida en general, sino que la forma concreta en que aparece ese
extraño "universal" que es "la vida" es: la vida de cada cual.
Resulta, pues, que mi vida, la realidad radical, me aparece secundaria pero inexorablemente como esta vida concreta, como
una disyunción circunstancial de la vida, pero ésta, por su parte, y también inexorablemente, es la vida de cada cual. Esto
implica que la relación entre "mi vida" y "la vida" no se parece mucho a la de un individuo con su especie. En este último
caso, dada la especie —en sí misma suficiente, al menos como objeto ideal—, puede acontecer que, mediante un
"principio de individuación", se individualice en diversos individuos que en cierto respecto —a saber, el de la especie—
son intercambiables; o a la inversa, dada una pluralidad de individuos, se descubren en ellos algunas "notas" comunes,
de tal manera que, si atiendo a ellas solas y prescindo del resto de su realidad, me ofrecen un aspecto coincidente, que es
precisamente el de la especie. Con la vida no ocurre así. Mi propia vida está condicionada por la convivencia; en ella
acontece el hecho insoslayable de los otros, y su realidad intrínseca está constituida por el componente histórico-social de
las interpretaciones recibidas, a las cuales llamo "cosas". En mi vida se da ya, pues, una referencia a otras vidas, y por
tanto a la vida humana. Por el contrario, mientras puedo descansar en un universal cualquiera, la noción "la vida humana"
es impensable sin circunstancializarla, sin fundarla en la intuición directa de esta vida, más concretamente de mi vida,
única que me es directamente accesible, y sin la cual la "vida en general" es pura y simplemente ininteligible. Frente a
pág. 227
todo accidentalismo de la individuación o de la especificidad, la relación entre la estructura funcional e irreal "vida humana"
y la realidad singular, circunstancial y concreta "mi vida" es absolutamente intrínseca y necesaria.
La consecuencia de todo esto resultaría, sin este recorrido, inesperada y sorprendente: si bien es cierto que "la vida" no
es realidad estricta, sino teoría, esta teoría no es en modo alguno arbitraria, innecesaria o gratuita, sino que viene impuesta
por la aprehensión de esa realidad irreductible que es mi vida; y no es esto lo más grave, sino que esta aprehensión
tampoco es innecesaria, sino que pertenece a la realidad misma de la vida; con otras palabras, que la vida no es posible —
entiéndase bien, posible— sin aprehensión de sí misma, sin proyección imaginativa de su figura, es decir, sin presencia
ante sí misma de su estructura como tal "vida humana". A la vida le pertenece intrínsecamente, para poder hacerse, una
peculiar "transparencia" en que su propia consistencia se manifiesta. Y esto constituye la justificación última de la
metafísica: si recordamos la idea de las funciones "homologas" y "vicarias" y prescindimos, por tanto, de lo que la
metafísica tiene de teoría filosófica precisa para retener sólo su función vital, encontramos que ésta pertenece inexorable
e intrínsecamente a la vida humana. Dicho con otras palabras, la metafísica no es sino una forma histórica concreta de
realizarse uno de los requisitos constitutivos de la vida humana».
«”Porque yo tengo que pensar”. Entonces, no tengo más remedio que aceptar que mi verdadera condición, es decir,
vocación, ha sido la de ser, no la de ser algo, sino la de pensar, la de ver, la de mirar, la de tener la paciencia sin límites
que aún me dura para vivir pensando, sabiendo que no puedo hacer otra cosa»311.
María nace en Vélez-Málaga (Málaga) el 22 de abril de 1904. Se traslada con sus padres, maestros de escuela, a Segovia
donde su padre toma posesión de la cátedra de Gramática Castellana en la Escuela Normal. Allí, su padre, Blas Machado,
entabla amistad con Antonio Machado. En 1913 comienza el Bachillerato, siendo –como luego ocurrirá en la
Universidad- una de las primeras mujeres que lo hace. En 1921 se matricula en la Universidad Central donde conoce a
León Felipe y a Federico García Lorca, junto con sus maestros: Ortega, García Morente y Zubiri. En 1930 se manifiesta
a favor de la República y escribe Horizontes del liberalismo. En 1931 es nombrada profesora auxiliar de Metafísica,
sustituyendo a Xavier Zubiri. Ya en 1934, su escrito Hacia un saber sobre el alma, muestra la orientación propia de su
filosofía en el respeto a Ortega. El 14 de septiembre de 1936 se casa con Alfonso Rodríguez Aldave, recién nombrado
secretario de la Embajada de la República Española en Santiago de Chile, adonde marcha con él. Allí publica los intelectuales
en el drama de España. Vuelven a España en 1937 con la conciencia de que la guerra está perdida. Su marido se incorpora
al frente y sus destinos se separan (él años después le pedirá el divorcio). Su padre muere en Barcelona en octubre de
1938 e inician el camino hacia el exilio, coincidiendo en la frontera con Antonio Machado. Consigue unas clases en la
Habana, quedándose en Sudamérica durante todo el conflicto mundial, agobiada por la permanencia de su madre y su
hermana en París, acosadas por la Gestapo (ya que Araceli Zambrano se había casado con un conocido activista
comunista). En 1948 abandona América para ir con su familia, especialmente por una enfermedad de su madre. Ésta
fallece antes de que pueda llegar. Decide no abandonar a su hermana y quedarse en Europa, pese a que eso significará
posteriormente épocas de verdadera penuria. Conoce a toda la intelectualidad francesa, especialmente con René Char y
Albert Camus. El pintor inglés Timothy Osborne se convertirá en su protector económico. Vive en Suiza e Italia, aunque
marcha de vez en cuando a América, donde va alcanzando gran fama. Araceli muere en 1972, y comienza su deterioro
físico que hace temer por su vida. Se recupera y sigue trabajando. En 1980 comienzan los reconocimientos: el Príncipe
de Asturias en 1981 y en 1988 el Premio Cervantes. El 20 de noviembre de 1984 vuelve a pisar suelo español, residiendo
en Madrid hasta su muerte, acaecida en 1990. Descansa en el cementerio de Vélez-Málaga junto con su hermana y su
madre, vestida por propio deseo con el hábito de terciaria carmelita, y con una lápida que recuerda el texto del Cantar de
los Cantares:
pág. 228
1.1. Filosofía y poesía.
Los pensadores del siglo XX miran al siglo XIX como el lugar donde se plantean las grandes líneas
de dirección del pensamiento. En ese siglo se han confrontado dos corrientes que están latentes a lo
largo de toda la historia del pensamiento. Por una parte, los que buscan en la Filosofía un desarrollo
de la razón pura, buscando verdades seguras y firmes, en las que no quepan dudas. Una y otra vez, a
lo largo de su historia, la Filosofía ha emprendido el camino para convertirse en una ciencia estricta.
Pero ese camino ha llevado una y otra vez a producir engendros en los que la razón aprisionaba a la
realidad en una red en la que le resultaba imposible desarrollarse. Por eso, tras el idealismo hegeliano
surge la respuesta radicalmente contraria del irracionalismo, que niega toda capacidad a la razón
hundiendo la vida humana en el pozo del nihilismo.
Frente a ambos sistemas, una buena parte de pensadores del siglo XX conservan la conciencia de que
la razón es el eje de la vida humana, pero suspiran por encontrar un camino que no les haga abandonar
la realidad circundante. La crítica de Nietzsche ha calado hondo en estos pensadores: ninguno desea
el concepto racionalista de razón que ha demostrado ser fecundo en algunos sectores pero que ha
dejado otros completamente estériles, especialmente aquellos que hacen referencia a la vida. Como
Ortega, defiende la centralidad de la vida y el modo práctico de vivirla. Dice María Zambrano al
reflexionar sobre un personaje de Galdós: «El ser ganado a costa de la vida, con la vida, puede en un instante
colocarse tan lejos como al principio, pero ya habiendo sido visto y mostrado. Y esto será para más tarde, si hace falta.
Y era tan simple la justificadora respuesta: su ser ganado aquí, en el tiempo, a través de un tiempo múltiple que
resultaba ser uno. Lo que hace que se pueda decir “toda una vida”. La vida huidiza y fragmentaria, se hace “toda”;
inconsistente, se hace una a fuerza de darla y de usarla, a fuerza de… servir»312
Ortega inició esta línea en Ni racionalismo ni vitalismo, pero María Zambrano quiere ir mucho más allá.
Aunque es inicialmente su discípula, y nunca criticará su doctrina, no continúa la línea planteada por
Ortega. Zambrano quiere ser mucho más audaz: Ortega le parece todavía nieto de Hegel. De hecho,
al leer uno de sus escritos, Ortega le comentará que va muy deprisa: no hemos llegado todavía allí y usted
se empeña en ir más adelante, le dirá textualmente.
María dirige una crítica radical al racionalismo. En este sentido, adelanta a toda la filosofía
postmoderna que se separa de los anhelos de una razón pura. Ésta no sirve para conocer la realidad.
María se instala junto a los grandes filósofos de la sospecha: Nietzsche, Marx y Freud. Pero no llega
al extremo que ellos desarrollaron. Su crítica no es contra la razón, como hizo Nietzsche, sino contra
un uso de la razón: el de la razón discursiva que se centra en lo universal y olvida la realidad cambiante.
María Zambrano intenta intercalar la razón intuitiva, que va a lo concreto, en una filosofía que ha
supervalorado la razón discursiva. La pensadora andaluza se plantea una nueva síntesis en el que
312. ZAMBRANO, M., El mundo de Galdós, Biblioteca de Autores Andaluces, Málaga 2004, pp. 74-75.
pág. 229
ambos elementos queden igualados. Para ello, prepara tres conferencias en el centenario de la
Universidad de Morelia, que terminarán produciendo una de sus obras más importantes: Filosofía y
poesía.
Zambrano es consciente de que está al nacer una nueva filosofía en la que la intuición debe tener un
papel relevante. La crisis del racionalismo nos muestra que nos hemos equivocado de modelo: hemos
producido un mundo de intelectuales, especialistas en una materia que no les ayuda a mejorar y a
vivir, no un mundo de sabios, seres que viven de su conocimiento. La filosofía ha intentado imitar la
síntesis de ciencia y técnica como el único camino posible y, no ha estado a su altura, ni ha mantenido
el mundo de la vida. Es preciso aunar filosofía y poesía.
María Zambrano tiene muy claro el problema que se ha producido. El anhelo de la filosofía
racionalista era obtener un conocimiento divino, pero eso no es propio del ser humano. El proyecto
cartesiano de una claridad absoluta conduce en muy poco tiempo al túnel del escepticismo, pues el
campo de la absoluta claridad no está hecho para el hombre. Platón lo planteó con nitidez en El
Banquete: el ser humano se mueve entre la absoluta perfección de Dios que no admite la sombra de la
duda y el desconocimiento radical de los animales. El
hombre se mueve en la tierra de penumbra. Está
situado entre dos absolutos: la diafanidad del saber y
la oscuridad plena de la ignorancia. Es preciso
encontrar un saber para lo que palpita dentro del ser
humano: «¿Permanecerán sin luz estos abismos del corazón,
quedará el alma con sus pasiones abandonada, al margen de los
caminos de la razón? ¿No habrá sitio para ella en ese “camino de vida” que es la Filosofía? ¿Su corriente tendrá que
seguir desbordada con peligro de encharcarse? ¿No podrá fluir recogida y libremente por el cauce que abre la verdad a
la vida? Hay, sí, razones del corazón, hay un orden del corazón que la razón no conoce todavía»313.
b. El valor de la poesía.
313. ZAMBRANO, M., Hacia un saber sobre el alma, Alianza, Madrid 1989, p. 24-25.
pág. 230
Para recuperar la realidad, es preciso pasar de una razón dominadora a una razón servidora: la razón
poética314; de una razón que domina al ser (manifestada singularmente en el giro Kantiano, donde es
la realidad quien debe someterse al sujeto y no al revés) debe pasarse a una razón que se abre
amorosamente al ser. María Zambrano insiste en que esto ha pasado justamente en los grandes
pensadores. Cuando llegaron a la cúspide, accedieron a la razón intuitiva. Así Sócrates, en la noche
anterior a su ejecución, escuchó que su daimon le pedía: haz música.
Filosofía y poesía son formas complementarias aunque insuficientes. La poesía se centra en el ser
humano y en su actualidad; la filosofía va más allá pues incluye el poder ser; la poesía se conforma
como encuentro o don, y precisa de una revelación, de una apertura de la realidad; la filosofía es
búsqueda y método, esfuerzo por llegar a la verdad. Ambas nacen en la admiración, pero la poesía se
queda en ese momento y la filosofía quiere ir más allá, al saber que se esconde. El poeta busca el
pasmo estático, la degustación del sello de la obra de Dios: la belleza. Cuando abandona este
momento y quiere llegar a una verdad indudable, el filósofo cae en la duda, en un tremendo
distanciamiento de la razón con lo inmediato. La poesía no pone nada en duda, acepta lo dado; la
filosofía se plantea como paradoja: se aparta de la opinión natural pues considera dudosas las
costumbres habitualmente admitidas y busca el ser tras las apariencias.
María Zambrano acoge una de las corrientes más provechosas de la filosofía del siglo XX: la filosofía
hermenéutica. Ésta sigue el método de la poesía: busca el sentido a partir de la aceptación de lo dado.
La poesía es una forma de amor. «El amor eleva siempre la forma de lo amado, aunque sólo sea por ver el ser
amado en una cumplida forma. Una forma no vista por ojos algunos antes de ser así amada, una forma naciente»315.
Considera que todo tiene sentido, el problema es encontrarlo. La filosofía debe dar un paso para
acercarse a la poesía y volver a partir de lo dado. Enamorarse de la realidad como hace la poesía.
Buscar no la unidad de la dominación, que planteaba el racionalismo, sino la unidad de la creación.
314. «En la expresión zambaraniana “razón poética” el término “poético” está usado en el doble sentido que tenía esta palabra entre los griegos
y especialmente en Platón. El poeta es un hombre inspirado, como nos dice éste en el Ión. En este sentido es un vate, un adivino, un ser que recibe
una revelación. Este término en Zambrano tiene el valor de intuición. Nous la llamó Aristóteles –“nous kai episteme philosophia”-. Pero en
segundo lugar el término griego “poieo” significa crear y especialmente crear con la palabra. El ser humano, al conocer, ha de realizar un trasvase
de la realidad, que podríamos calificar como “física”, hasta el nuevo ámbito conceptual, que es algo así como verla en un espejo, y de aquí que este
conocimiento se llame “especulativo”. En virtud de ello la mente humana inventa la realidad –del latín invenire, salir al encuentro-, da forma
conceptual a lo que era simple presencia intuitiva» ORTEGA, J.D., “María Zambrano, filósofo de la aurora”, en Breve Antología,
Junta de Andalucía, Sevilla 2004, p. 7.
315. ZAMBRANO, M., El mundo de Galdós, p. 157.
pág. 231
Esa es una capacidad exclusiva de la poesía, que nos lleva al sentido profundo más allá de lo dado,
abarcando el ser y el no ser. Es preciso establecer una filosofía débil que no pretende saberlo todo
sino establecer hilos de luz en la penumbra. Debe olvidar la pretensión de una verdad absoluta,
sistémica. Sólo podemos hacer filosofía de la aurora, entre dos luces, que nunca llega a plenitud, pero
que va mucho más lejos del error y la ignorancia, en el camino de la sabiduría.
1.2. Lo divino y lo humano.
Para María Zambrano no hay tema más filosófico que el de Dios. Es constitutivo del ser humano su
relación con Dios. Para María, Dios no es un invento de hombre, es algo con lo que éste se encuentra
y a lo que está orientado. Sin embargo, es consciente de que nos movemos en un mundo desacralizado
en el que no solemos tener en cuenta la intervención de lo divino en nuestras vidas. En la época
actual, Dios es eclipsado, pero ese eclipse –que Zambrano reconoce en Nietzsche, Feuerbach y Marx-
que supone la negaron radical de Dios, implica también de permanencia de forma solapada, como un
fantasma (en expresión que usa Feuerbach) o como “Dios desconocido” en el pensamiento de
Nietzsche.
Así aparecen diferentes “caricaturas” de Dios en el pensamiento contemporáneo, «dioses insaciables que
devoran las entrañas del ser humano»316. María alude a tres paradigmas idolátricos: la Historia, la Sociedad
y el Futuro. El primero es obra de Hegel, el segundo de los materialistas dialécticos, y el tercero
aparece en Nietzsche, aunque está presente en Descartes y después en la doctrina ilustrada del
progreso. ¿Cómo se ha dado todo este proceso? María habla de varias etapas:
1. En el hombre primitivo, el Dios “natural” es el que devora y destruye, el que reclama ser
alimentado. En este estadio, el hombre se siente un ser perseguido, anonadado y poseído.
2. Se da en la religión griega, puras formas en las que la naturaleza se hace trasparente.
3. La filosofía es la siguiente manifestación de lo sagrado: al hombre no le basta con lo que alcanza a
su vista. Necesita traspasar el horizonte y eso se lo permite la Metafísica.
4. El cristianismo supone la revelación de Dios como lo totalmente otro con relación a las restantes
manifestaciones de lo sagrado.
5. La siguiente manifestación es la nada como enmascaramiento de lo divino. Lo que se eclipsa no es
el fondo real, divino, sino su manifestación. Nuestro tiempo es el de la medianoche, la hora de la
máxima ausencia de Dios.
«”Dios ha muerto”. Se ha hundido otra vez en su semilla, ahora en las humanas entrañas, cuando engendramos.
Cuando se abisma el ser, la realidad luminosa y una, no caemos en la nada, sino en el laberinto infernal de nuestras
entrañas de las que no podemos desprendernos. Pues todo puede aniquilarse en la vida humana: la conciencia, el
pensamiento y toda idea en él sustentada, y aún la misma alma, ese espacio mediador viviente, puede también replegarse
hasta dar la ilusión de un total aniquilamiento. Todo lo que es luz o acoge la luz puede caer en las tinieblas. Mas las
tinieblas mismas quedan; es la nada, la igualdad en la negación, quien nos acoge como una madre que nos hará nacer
de nuevo. Una oscuridad que palpita y de donde inexorablemente hay que renacer nos acoge, unas tinieblas que nos dan
pág. 232
de nuevo a luz. Dios, en su semilla, sufre con nosotros, en nosotros, este viaje infernal, este descenso a los infiernos de la
posibilidad inagotable; este devorarse, amor vuelto contra sí. Dios puede morir; podemos matarlo… mas sólo en nosotros,
haciéndolo descender a nuestro infierno, a esas entrañas donde el amor germina; donde toda destrucción se vuelve en
ansia de creación. Donde el amor padece la necesidad de engendrar y toda la sustancia aniquilada se convierte en semilla.
Nuestro infierno creador. Si Dios creó de la nada, el hombre sólo crea desde su infierno nuestra vida indestructible. De
ella, agotada nuestra humana comunión, saldrá un día a la claridad que no muere, pero invisible casi, confundido con
la luz, volver, quizá a decir a nuestro amor rescatado: Noli me tangere»317.
En la segunda parte de El hombre y lo divino ensaya un intento de fundamentar un retorno a lo divino.
Ella está convencida de que apuntamos a una nueva aurora de lo divino, en la que se puede gritar con
Ortega: “¡Dios a la vista!”, pues está segura de que Dios aparece en el horizonte del mundo nuevo
que alborea. Religión y poesía, sus dos grandes temas, afluyen en la admiración que le produce el
pensamiento de San Juan de la Cruz: «el Santo de una ciudad castellana, temblorosa y ardiente, el Santo de una
antiquísima religión cuyo nombre es ya la poesía, el Santo que es poeta. Santa Teresa también de la religión del Carmen
fue poeta: ¿qué religión, qué rara religión es esta que hace a sus santos poetas? Si San Juan ha escrito en prosa no ha
sido sino para comentar la poesía, determinado y como compelido por la poesía en su cruce con la religión»318.
317. ZAMBRANO, M., El hombre y lo divino, FCE, Madrid 1993, pp. 137-138. «El hombre tiene un nacimiento incompleto. Por eso no
ha podido jamás conformarse con vivir naturalmente y ha necesitado algo más, religión, filosofía, arte o ciencia. No ha nacido ni crecido enteramente
para este mundo, pues que no encaja con él, ni parece que haya nada en él preparado para su acomodo; su nacimiento no es completo ni tampoco
el mundo que le aguarda. Por eso tiene que acabar de nacer enteramente y tiene también que hacerse su mundo, su hueco, su sitio, tiene que estar
incesantemente de parto de sí mismo y de la realidad que lo aloje». ZAMBRANO, M., Hacia un saber sobre el alma, p. 94.
318. ZAMBRANO, M., La Verónica, citado por LOBATO, J., El acontecer y la presencia, Fundación María Zambrano, Velez-
Málaga 1998, p. 50. Pero no se limita a San Juan de la Cruz como un caso esporádico: «Sólo el tiempo, la historia, cuando al fin
haga que se sitúe la razón, agotado el tema del ser y del no-ser y el de la creación, más allá: allí donde, desde hace largos tiempos espera la verdad
revelada e indescifrable; la verdad donde, real y sustantivamente, la caridad está hechizada. Caridad y comunión que no han trascendido al
pensamiento, porque nadie ha podido todavía verter en pensamiento el “Logos lleno de gracia y de verdad”». ZAMBRANO, M., Filosofía y
poesía, p. 25
pág. 233
es algo más que el individuo; es el individuo dotado de conciencia, que se sabe a sí mismo y que se entiende a sí mismo
como valor supremo, como última finalidad terrestre»319.
Su concepción de la persona incluye tres elementos:
- El fundamento, que define como la entraña profunda del ser que incluye la vocación, que –
en sentido orteguiano- es el sentido y la tarea en la vida.
- El rol, que es el modo como esa vocación se concreta en una función social.
- El yo, entendido como una autoposesión que posibilita la libertad.
La libertad es lo que define y diferencia a la persona, pero –para Zambrano- no es algo que se posea
en origen, hay que aprender a vivir en libertad. Por eso, la nueva teoría política no puede ser el
liberalismo –que critica con dureza desde finales de los años 20 con Horizontes del liberalismo- sino una
verdadera teoría de la libertad. El liberalismo toma al ser humano como una realidad segregada de los
demás; en cambio, la visión de la persona la entiende como una realidad abierta que incluye
necesariamente a los otros, tomándolos como parte de su proyecto. De esta manera, el objetivo de la
verdadera teoría política es convertir a los individuos en personas. «Si se hubiera de definir la democracia
podría hacerse diciendo que es la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona»320.
No toda sociedad puede hacer esto, sólo la democrática; pero indica con lucidez que no toda sociedad
que lleve ese nombre lo es realmente (en los años 30, los diversos gobiernos de opciones políticas
muy distintas se rodeaban del término “democracia”, según ésta fuese liberal, popular, racial o
censitaria). No basta con que haya un gobierno del pueblo, es preciso superar la lucha de clases. María
ve dos posibles desviaciones que degradan al pueblo convirtiéndolo en masa:
- La demagogia, que es arte de dominar al pueblo para usarlo, no para servirlo.
- La ideología, que intenta que se permanezca en el pasado sin buscar el futuro.
La democracia debe buscar la igualdad, no la uniformidad, superando las antinomias y,
principalmente, la que se da entre lo masculino y lo femenino. En la línea de Ortega, plantea la
necesidad de que haya minorías que dirijan honestamente al pueblo hacia su futuro.
Por último, el nuevo proyecto político precisa –según palabras de María Zambrano- “fe en lo
invisible”, amando a todo hombre (con una renuncia de la economía liberal) y realzando los valores
superiores.
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