Está en la página 1de 7

Diario

statatl le pegan o se cae por la escalera ernesto

los oibes no le diicen nada porqu piensan q se lo viola a ernesto y eso es sufiecin te
castigo los odiaon a los putos

va a la cancha d enuevo con el apde charlan sobre q se siente mal que fue al médico y
tieen alogo epro nosabe que le miente a la madre sobre hacer tramites

rogelio le presenta una maiga

amigos y se alja un pco de marisa

Cuando me trabo mucho con algo de largo aliento aunque no tenga sentido me pongo a
corregir, pierdo más tiempo así y me vuelvo lenta y poco efectiva pero me saca un poco
otras cosas de la cabeza y oxigena las que quedan.

A veces solo uno corrige y se aleja de lo que pensaba que iba a ser una historia y se
acerca a una opinión propia o ajena sobre un sentido u otro de una oración o una idea. A
algunos compañeros mío les dio asco este cuento. Tengo que corregirlo más.

Comer del suelo

No existe no comer. La primera vez que se cayó un plato de comida al piso me quedé
quieta y miré a los fideos con salsa, revueltos y pegados, sobre la cerámica gris de la
cocina. Parecían los sesos de algún animal.

No los junté enseguida y tuve hambre y comí del suelo. Después vomité pero volví a
cocinar más y los devoré de nuevo, otra vez del piso.

Fui a trabajar pero no quise almorzar en el comedor. Solo tomaba agua de a sorbos
tratando de tragar sin que me den naúseas.

Ya no pude seguir comiendo con platos y cubiertos y se me hizo costumbre y preparaba


banquetes para mí sola, donde lo mejor era tirar la comida al piso y saborearla ahí. Pollo a
la naranja, pato relleno de avellanas y ciruelas, cerdo laqueado, ternera asada con papas
y batatas. Todo terminaba descansando sobre el suelo de mi cocina. Nunca nada más me
pareció sabroso.

No existe no comer del suelo. No existe no vivir.


(cosas que le faltan: más escena trabajo y cómo ella se va volviendo más animal como si
fuera un gato callejero que come lo que le tiran)

(este cuento tiene muchas fallas, le faltan un par de páginas y revisar bien el final, tiene
que haber un cambio algo que lo lleve a otra parte no necesariamente un buen lugar,
puede ser cualquier parte pero que mueva, que lo muevan, el personaje tiene que
cambiar)

Cereal

Un hombre se sirve cereal le falta un pedazo de dedo recuerda el día del accidente que
ahora extraña su pedazo su vida anterior se quedó con su pero nomas mira por la
ventana va a un bar ve a un hombre de baja estatura que le sobra un pulgar

Su mujer era religiosa y decía dios da y dios quita

¿y si te quieta todo te lo devuelve o te quedás como Job?

Todavía tenía parte de la indemnización no trabajaba era primavera las flores los pájaros
el fondo de la botella de whisky todavía no se consideraba un alcohólico

maneja una camioneta no tiene mascotas trabaja en una fábrica esta medio sordo turno
nocturno corta piezas no hay mucha gente

todos solitarios

la noche le parece algo

amaba a su pescado de chico lo guardaba en una pecera su madre se lo tiró

vive arriba de un bar pero va a otro lado

se mueve de un lado a otro

camina pausado fuma

los diálogos son solo del pasado de ellos la reconstrucción el desamparo

compro cereal al final y se sirvió un vaso estaba rico y crocante y algo sobre el clima el
clima el tiempo q de contrapunto

Hoy tuve luz casi todo el día.


Yo hoy le dije a tres personas diferentes que era jueves. Ahí tienen por hablarme cuando
estoy zombie.

Redacto con un ACV en los codos.

De este cuento me cuesta el tomo y la pelea y la resolución y que no quiero que se amuy
solemne lo corrijo y se me hace eterno no encontrarle la vuelta sé que hay una historia
más firme pero se me escapa.

Diciembre (rechinidos) 
 
Era temprano. La opresión de la luz matutina despertó su cuerpo, se levantó y fue  al
baño. Se miró al espejo y  notó que sus ojeras habían tomado un color azul verdoso,
como el musgo que crece en las paredes de las casas abandonadas. Arrastraba los pies,
la bata colgaba lánguida en la franqueza desnuda de su cuerpo denso y cóncavo y de
vuelta en su cuarto, abrió las cortinas. El sol veraniego penetró en la habitación y el canto
de las chicharras solitarias ahuyentó el silencio crepuscular. 
 
Sintió golpes en la puerta de entrada. Era su madre que llegó cargada de bolsas y
paquetes, casi se la caían delas manos. Era la mañana de un veinticuatro de diciembre,
calurosa y húmeda como siempre. 
 
— ¿Y mis nietos? ¿Dónde están? 
— Están durmiendo. 
— Mejor, déjalos. Así podemos acomodar toda la comida en la heladera antes de que se
eche a perder. 
—No sé si voy a hacer lacena, además yo tengo lo que me hace falta. 
— Igual yo traje más. 
—  Pero ya le dije que no sé… 
— Es navidad querida. Se debe hacer una gran fiesta. Es la tradición. 
— No tengo ganas mamá, usted sabe bien por qué. 
— Si te vas a empezar a amargar… 
—No está, ¿entiende? Me dijo que se iba a la fábrica.  
— ¿Y? Tenés que creerle, es tu marido. Tu padre, que en paz descanse, siempre trabajó
hasta para las fiestas.  
 
“Papá volvió muchas noches oliendo a alcohol y a perfume de mujer”  Lo pensó pero no
se lo dijo porque recordaba los pasos tambaleantes y nocturnos de su padre y la espera
solitaria de su madre que siempre lo aguardó sentada en la oscuridad sobre el sofá. 
 La misma mujer de baja estatura, pies pequeños y cintura mediana que llevaba un
vestido marrón oscuro sin ninguna arruga y el peinado intacto a pesar de la humedad, que
le pedía hacer la cena de Nochebuena 
 
—Ayudáme a guardar las cosas primero, por favor querida. 
— No quiero hacer nada mamá, entiéndame. 
— No se trata solo de vos, pensá en tus chiquitos. Ellos necesitan un padre… 
— Y yo necesito un marido.  
— Esto se va a arreglar, tené paciencia. Los hombres son así, a veces tienen sus cositas.
Se casó con vos, no te olvides. 
— A veces quisiera olvidarme de eso. Lo dijo en voz baja, casi en un susurro porque
también recordaba su casamiento, el vestido, las manos juntas y las promesas de un
futuro que nunca llegaron. 
 
 
En la cocina, apoyaron  las bolsas en la mesada. Y empezaron a abrirlos y guardaron
todo lo que podía echarse a perder por el calor adentro de la heladera: el pollo, la carne,
el cerdo, los embutidos, las aceitunas negras y rellenas, alcaparras, papas, zanahorias,
los huevos, los tomates, el ananá, los duraznos, las cerezas, el salmón, el atún y las
pequeñas masitas dulces que pensaban comer a la mañana siguiente. Todo lucía
perfecto, apetitoso y tentador, en agobiante cantidad y acomodado en interminables filas
de comida, parecía ocupar casi todo el espacio hasta  torturar la forma y la resistencia de
los estantes. 
Ella se quedó de pie junto a la mesada mientras su mamá preparaba té para las dos. Se
sentaron y notó que, como siempre, su madre nunca dejaba reposar el saquito lo
suficiente como para que tome sabor y terminaron bebiendo un líquido descolorido y
soso. 
 
 
 
— Me voy a cambiar. 
— Pero todavía no terminamos acá, ¿me vas a dejar sola con todo? 
— Sí, tengo que ir a buscarlo. 
— ¿A la fábrica? 
— No, voy a ir a la casa de ella. 
— Es Nochebuena, no podés andar así.Tenés que calmarte. 
— Estoy calmada, mamá. Estoy bien, no se preocupe por mí. 
 
 
Entró a su habitación, se quitó la bata y se puso un vestido azul  de algodón liviano, sin
mangas con dos bolsillos delanteros y se calzó unas sandalias blancas con poco taco.
Quería estar cómoda, iba a tener que caminar mucho.  
Prefirió no llevar sombrero, aunque más tarde el sol del mediodía le calcinase la cabeza.
Se recogió el pelo con un par de invisibles. Uno de ellos cayó al piso, lo quiso levantar 
pero lo pisó por accidente. Quedó deformado y le pareció que tenía la forma de una
pequeña pala, al levantarlo lo apretó bien fuerte entre sus dedos,  se lo apoyó en el pecho
y se quedó así un par de minutos. 
 
Al pasar por delante del espejo, antes de dejar el dormitorio matrimonial, se miró por
última vez  y se quitó el anillo de la mano izquierda. Lo apoyó sobre un mueble y se llevó
la libreta de matrimonio, envuelta en un pañuelo, que guardó adentro desvestido. 
 
 
—No te vayas querida. Mirá que todavía quedan cosas por hacer: cocinar la carne,
preparar las ensaladas, aderezar las salsas… Yo sola no puedo con todo. 
—Me voy. 
—No, no está bien que hagas esto. No es correcto.Tenés que esperarlo, él va a volver a
tiempo para la cena. Ya vas a ver. 
— Yo no puedo esperar más.  
— Vas a tener que poder, por tus hijos.  
— Es por ellos que me voy. 
 
 
Salió por la puerta delantera de su casa y se fue dejando a su madre sola con los 
paquetes y la cena sin armar. Los niños todavía dormían, no los quiso despertar. Les
explicaría al volver. 
 
Era temprano, la mañana permanecía leve pero el sol de diciembre ya iluminaba todo con
precisión: las casas, los eucaliptos, álamos y tilos que adornaban las veredas solitarias. El
viento que pasaba entre las hojas, las hacía sonar con un castañeo seco y apagado que
astillaba la paciencia silenciosa del ambiente. 
 
Cruzó la calle y al caminar sintió  que la libreta guardada en su bolsillo le molestaba. La
sacó y decidió llevarla en la mano. El pañuelo amarillo que la envolvía brillaba con la
intensidad de la luz del sol. Observó el resplandor del día y recordó que su abuela una
vez, cuando era pequeña,  le dijo a las mujeres  no se les debe regalar pañuelos durante
el noviazgo porque significan separación y lágrimas.  
Siguió  por  detrás de la hilera de tilos y avanzó hasta un campo abandonado. Lo cruzó
para cortar camino pero el pastizal estaba muy crecido y le entorpeció el paso. Los
raspones se le marcaron en los brazos y las piernas. Ella pensó que hubiese sido
mejor traer pantalones largos. 
 
Llegó al portón negro de metal del lugar, se acercó y golpeó las manos. 
Después de un rato, vio que el guardia  salió a recibirla tambaleante.  
La camisa verde clara, arrugada y transpirada, los pantalones arremangados por arriba de
los tobillos y el cinturón de cuero negro desabrochado, tal vez buscando el alivio para su
barriga abundante. 
Le preguntó  si la fábrica estaba abierta o si había alguien trabajando. Le contestó entre
risas ahogadas, negando todo. “Acá no hay nadie señora. Hoy es Nochebuena, no se
trabaja hoy”. 
 
 
Siguió  su camino hasta que la calle de asfalto se transformó en tierra. La sombra de los
sauces apenas la aliviaba del sol,  mientras iba mirando la numeración de las casas hasta
que llegó a la correcta.  
El lugar  quedaba cerca de la estafeta de correos, a dos cuadras de la estación del tren.
No quiso ir por el camino más rápido, quería evitar encontrarse con las personas. 
La casa era antigua, blanca de aspecto colonial, con tejas rojas, y rodeada por todo tipo
de plantas y árboles. En la entrada, bajo una gran parra, vio dispuesta una mesa enorme 
con varios manteles blancos, servilletas, vasos, platos, cubiertos. Todo reluciente, vivo y
fresco. Tan festivo y alegre como la Navidad misma. 
 
Antes de entrar, se planchó con las manos el vestido, arregló un poco el pelo con los
dedos y se secó el sudor de la cara con el pañuelo amarillo. 
 
Abrió el portón, entró sin anunciarse y entonces lo vio salir desde adentro de la casa. 
Estaba vestido con un pantalón corto, musculosa blanca de algodón y ojotas. Caminaba
lento, arrastrando los pies con pesadez, tenía bajo el brazo un diario enrollado. Se sentó
en la mesa y se puso a leer. Todo su aspecto le resultó extraño, lejano, cotidiano y
rutinario a la vez, tan abismalmente enmarañado  
Lo vio servirse un vaso de agua de una jarra que había allí depositada, le puso tres hielos,
como a él siempre le gustó. El agua helada y fresca, que ella misma le entregó en la
mano tantas veces en la cocina de su casa. 
Él chasqueaba los dedos antes de cambiar de página al leer el diario porque no le
gustaba mojárselos con la saliva de su propia boca. Todos esos gestos se le repitieron en
un eco insondable y atroz en la memoria penetrante de sus sentidos.  
 
Se acercó hasta él, sin tocarlo, y le dijo en voz baja: 
— Quiero conocerla. Tráela. 
Él levantó su cabeza asustado pero permaneció inmóvil, callado y sentado en la misma
posición. Pero ella volvió a abrir la boca para decirle lo mismo: 
— Quiero conocerla. Tráela, por favor. 
 
Se levantó de la mesa llevándose el diario enrollado bajo los brazos y entró en la casa. 
Desde  adentro se oyó un murmullo de voces agitadas. Al rato, salió un hombre. Ella le
calculó unos cincuenta años, tenía puesto un pantalón negro largo y camisa blanca bien
planchada. Llevaba un pañuelo azul en el cuello y toda su apariencia delataba que era el
dueño de la casa. 
— Acá no hay nada para usted señora, por favor váyase. 
— Yo no me voy nada, señor. Quiero conocer a la mujer que está con mi marido. Es
aquel, el que acaba de entrar con el diario. 
— Señora, le digo que acá no hay nadie. Es Nochebuena, vaya a su casa a descansar. 
 
Se quedaron los dos de pie, mirándose a los ojos, nadie se movió ni emitió sonido alguno
como si la infamia que arrebataba el ambiente no pudiera ser interrumpida. Entonces él
hizo un ademán con la mano en dirección a la casa. 
Salió primero el marido quien volvió a sentarse a la mesa y fue seguido un grupo de seis
mujeres, un desfile de figuras femeninas, todas de diferentes edades, como en una gran
procesión. Ellas estaban a medio vestir y casi sin maquillaje como si se estuviesen
preparando para una gran fiesta y alguien las hubiera interrumpido. 
La mujer mayor, parecía ser la dueña de la casa. Tenía la actitud de una dama noble y al
ver a la mujer joven de cabello castaño, con un vestido azul, sucia y transpirada, llena de
polvo y preguntas, le dirigió por un instante una mirada de pena pero le retiró los ojos
luego. 
La última en salir, fue una muchacha joven de cabello castaño claro largo, sin atar y que
vestía una camisa roja de mangas cortas y una pollera de lino blanco con el ruedo
desprolijo. Era linda, muy joven, los ojos grandes, verdes, y los labios pequeños.  Un
rostro suave casi aniñado. El corazón le empezó a latir fuerte y la respiración casi se
le detuvo por un instante, el sofoco que la invadió fue inmenso. Seguro culpa del calor de
diciembre. 
 
La muchacha joven se acercó hasta el hombre y lo tomó del brazo. Ella se acercó y dijo: 
— ¡Soltalo! Es mi esposo, mientras le mostraba la libreta de casamiento.  
La otra la miró y sin mostrar sorpresa le respondió: 
— Ya sabía. Yo sé todo sobre él.  
— Mejor entonces y también te habrá dicho que tiene tres hijos. El más chico acaba de
cumplir dos meses. Supongo que además sabés todo eso, ¿no? 
Pero no le respondió, en cambio miró a su padre, él no le devolvió la mirada y ella bajó la
cabeza.  
 
Todos permanecieron de pie, en silencio, alrededor de la gran mesa de fiesta. Las
chicharras comenzaron a cantar. El calor del mediodía los estaba quemando, la sombra
de los árboles que los rodeaban no alcanzaban para mitigar al implacable verano. Casi no
había viento que los despojara de la sensación de agobio sobre sus cuerpos y que los
golpeara interrumpiendo a la brevedad desvanecida del tiempo. 
Se sintió cansada, fastidiada, como si el color del mundo se hubiera borrado delante de
sus ojos y le hubiera dejado una versión más descolorida y perversa. Entonces miró a su
marido que estaba sentado en la misma posición y le dijo: 
—Usted se va ir a adentro, se va a cambiar, va a juntar sus cosas y se va venir conmigo.
¿Me escuchó? 
 El hombre sin decir palabra alguna obedeció y fue adentro de la casa. 
 
Después de un rato, él regresó y traía puesto el traje que ella misma le había elegido la
noche anterior. Además cargaba una pequeña valija de cuero marrón que ella nunca
había visto. Estaban listos para irse y volver juntos a su casa. 
Saludó con un gesto al dueño de la casa y no miró a nadie más. 
 
 
 
Salieron a la calle, caminaban en silencio. Él iba detrás, arrastrando un poco el paso,
respirando con pesadez. Las chicharras casi ya no se oían. 
Faltaban todavía unas diez cuadras antes de llegar, pero ella se dio vuelta, lo miró a los
ojos y le dijo con el rostro cubierto de una resistencia endeble, zambullida en la más
infinita tristeza: 
 
— Ya no te quiero. Andáte y no vuelvas nunca más. ¿Me escuchaste? Nunca. 
 
 
 
Él la miró pero no se atrevió a contradecirla, ni a pronunciar palabra alguna. Apretó bien
fuerte la valija entre sus manos, se dio media vuelta y se fue.  
Lo observó partir y se quedó esperando, sentada al costado del camino, hasta que la
figura borrosa de su marido ya no estuviera visible en el horizonte. Fue la última vez que
lo vio, la última que no escuchó su voz. 
 
Continuó sola, sus hijos la esperaban para festejar la Nochebuena. Una brisa fría la
golpeó en el rostro y la sensación que le produjo el contacto con la corriente, le recorrió el
cuerpo como el viento que cruza el río y que separa las aguas que se tocan en dos orillas
distintas. Ella pensó, que a veces, también refresca en diciembre. 
 

También podría gustarte