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Creo que debería explicar por qué estoy aquí, en Birmingham, ya que puede que
ustedes se hayan visto influidos por las opiniones que critican a los “agitadores
forasteros” llegados a la ciudad. Tengo el honor de ser presidente de la Conferencia
Sureña de Liderazgo Cristiano, una organización que opera en todos los estados del
Sur y que tiene su sede en Atlanta, Georgia. Tenemos unas ochenta y cinco
organizaciones afiliadas en todo el Sur y una de ellas es el Movimiento Cristiano de
Alabama por los Derechos Humanos. Con frecuencia compartimos el personal y los
recursos educativos y financieros con nuestras organizaciones afiliadas. Hace varios
meses, nuestra organización afiliada en Birmingham nos pidió que estuviéramos
preparados para participar en un programa de acción directa no violenta, en caso
necesario. Nosotros accedimos sin dudarlo y, llegado el momento, hemos cumplido
nuestro compromiso. De modo que estoy aquí, junto con varios de mis colaboradores,
porque me han invitado. Estoy aquí porque tengo aquí vínculos organizativos.
Ustedes deploran las manifestaciones que están teniendo lugar en Birmingham, pero
siento decirles que en su declaración se han olvidado de expresar una preocupación
similar por las condiciones que han motivado esas manifestaciones. Estoy seguro de
que ninguno de ustedes se conforma con ese tipo de análisis social superficial que
trata meramente de los efectos, ignorando las causas subyacentes. Es lamentable que
se estén celebrando manifestaciones en Birmingham, pero resulta todavía más
lamentable que la estructura del poder blanco en esta ciudad no le haya dejado a la
comunidad negra ninguna otra alternativa.
Puede que ustedes se pregunten: “¿Por qué la acción directa? ¿Por qué las sentadas,
las manifestaciones y demás? ¿No es más recomendable la negociación?”. Tienen
ustedes toda la razón al pedir negociaciones. De hecho, ese es el principal objetivo de
la acción directa. La acción directa no violenta trata de provocar tal crisis y de inducir
tal tensión, que una comunidad que ha rehusado sistemáticamente negociar, se vea
obligada a enfrentarse al problema. La acción directa busca dramatizar el problema
de tal modo que ya no pueda ser ignorado. Quizá pueda resultar chocante que yo diga
que el provocar tensión es parte del trabajo de los activistas de la no violencia, pero
debo confesar que no me da miedo la palabra “tensión”. Siempre me he opuesto de
manera ferviente a la tensión violenta, pero existe un tipo de tensión constructiva, no
violenta, que resulta imprescindible para el desarrollo. Sócrates creía que es necesario
crear tensión mental para que los individuos se liberen de las cadenas de los mitos y
las medias verdades, y se adentren en un mundo liberador, de análisis creativo y de
apreciación objetiva. De la misma manera, los activistas de la resistencia no violenta
deben crear en la sociedad ese tipo de tensión que ayudará a los hombres a salir de las
oscuras simas del prejuicio y el racismo, para ascender a las majestuosas alturas de la
hermandad y la comprensión.
El objetivo de nuestro programa de acción directa es crear una situación de crisis tal,
que abra inevitablemente la puerta a la negociación. Por tanto, coincido con ustedes
en su llamamiento a negociar. Nuestro querido Sur ha estado atrapado durante
demasiado tiempo en una trágica voluntad de vivir instalados en el monólogo, en
lugar de en el diálogo.
Uno de los puntos básicos de su declaración pública es que la acción que mis
asociados y yo hemos puesto en marcha en Birmingham es extemporánea. Algunos
preguntan: “¿Por qué no han dado tiempo al nuevo gobierno municipal para actuar?”.
Lo único que puedo responder a esta cuestión es que el nuevo gobierno municipal de
Birmingham no actuará a menos que se sienta tan presionado como el gobierno
saliente. Nos equivocaríamos lamentablemente si pensamos que la elección de Albert
Boutwell como alcalde traerá una nueva era a Birmingham. Aunque el Sr. Boutwell
es una persona mucho más amable que el Sr. Connor, los dos son segregacionistas,
comprometidos con el mantenimiento del statu quo. Tengo la esperanza de que el Sr.
Boutwell será lo suficientemente razonable para darse cuenta de lo fútil que es
resistirse de plano a los esfuerzos por acabar con la segregación, pero no se dará
cuenta de ello sin la presión de los defensores de los derechos civiles. Amigos, debo
decirles que no hemos conseguido ni un solo avance en cuanto a derechos civiles sin
presionar con determinación, de forma legal y no violenta. Por desgracia, es un hecho
histórico que los grupos privilegiados raramente renuncian a sus privilegios de
manera voluntaria. Los individuos quizá puedan comprender las razones morales y
abandonar voluntariamente sus posturas injustas; pero, como Reinhold Niebuhr nos
recuerda, los grupos tienden a ser más inmorales que los individuos que los
componen.
Nuestras dolorosas experiencias nos han enseñado que el opresor no concede nunca
voluntariamente la libertad, sino que esa libertad debe ser demandada por el
oprimido. Para ser sincero, todavía estoy por ver una sola campaña de acción directa
que no fuera “extemporánea” a ojos de aquellos que no han sufrido en sus carnes la
injusticia de la segregación racial. Llevo años escuchando la palabra “¡Espera!”. Esa
palabra resuena en los oídos de cada negro con una lacerante familiaridad. Pero ese
“¡Espera!” ha significado casi siempre “¡Nunca!”. Debemos entender, como dice uno
de nuestros distinguidos juristas, que “una Justicia demasiado lenta es una Justicia
inexistente”.
Hemos esperado más de 340 años a disfrutar de los derechos que nos conceden
nuestra Constitución y nuestro Creador. Las naciones de Asia y de África se mueven
a velocidad de vértigo hacia la independencia política, pero nosotros seguimos
avanzando a paso de tortuga en pos del objetivo de que nos sirvan una simple taza de
café en un simple bar. Quizá resulte fácil, para aquellos que nunca han sufrido las
penetrantes heridas de la segregación, decir “¡Espera!”. Pero cuando has visto a
turbas enfurecidas linchar a tus madres y a tus padres a voluntad y ahogar a tus
hermanos y hermanas a su antojo; cuando has visto a policías llenos de odio insultar,
golpear e incluso matar a tus hermanos y hermanas negros; cuando ves a la inmensa
mayoría de tus veinte millones de hermanos negros asfixiándose en una hermética
caja de pobreza en medio de una sociedad rica; cuando de repente ves que la lengua
se te traba y las palabras te faltan al tratar de explicar a tu hija de seis años por qué no
puede ir al parque de atracciones que acaba de anunciarse en televisión, y ves
lágrimas en sus ojos cuando se le dice que Funtown está vedado a los niños de color,
y ves nubes ominosas de inferioridad comenzando a formarse en su pequeño cielo
mental y la ves cómo comienza a distorsionar su personalidad, desarrollando una
amargura inconsciente hacia los blancos; cuando tienes que inventar una respuesta
para tu hijo de cinco años que te pregunta “Papá, ¿por qué los blancos tratan tan mal
a la gente de color?”; cuando atraviesas en tu coche el país y te ves obligado a dormir
noche tras noche en los incómodos rincones de tu automóvil, porque ningún motel te
aceptaría; cuando experimentas, un día sí y el otro también, la humillación de ver
esos ubicuos carteles que dicen “Blancos” y “Negros”; cuando tu nombre de pila pasa
a ser “Negro”, tu primer apellido “Chico” (independientemente de la edad que
tengas) y tu segundo apellido “Eh, tú”; cuando a tu mujer y a tu madre nunca se les
otorga el respetado título de “Sra.”; cuando te sientes agobiado de día y atemorizado
de noche por el simple hecho de ser negro; cuando te ves obligado a vivir siempre
como de puntillas, sin saber muy bien qué esperar a continuación, y te ves inundado
de miedos internos y resentimientos externos; cuando estás constantemente luchando
contra la degeneradora sensación de no ser nadie… entonces entiendes por qué nos
resulta difícil esperar. Llega un día en que la gota colma el vaso de nuestro aguante, y
en que los hombres dejan de estar dispuestos a que los mantengan sumergidos en los
abismos de la desesperación. Espero, señores, que entiendan ustedes nuestra legítima
e inevitable impaciencia.
Expresan ustedes una gran ansiedad acerca de nuestra disposición a violar las leyes.
Se trata, ciertamente, de una preocupación legítima. Puesto que nosotros instamos de
forma tan diligente a todo el mundo a obedecer la resolución de la Corte Suprema de
1954, que prohíbe la segregación en las escuelas públicas, podría parecer paradójico,
a primera vista, que nosotros incumplamos leyes conscientemente. Alguien podría
preguntar: “¿Cómo pueden ustedes defender que se incumplan algunas leyes y se
respeten otras?”. La respuesta está en el hecho de que existen dos tipos de leyes: las
justas y las injustas. Yo soy el primero en defender que se obedezcan las leyes justas.
Todos tenemos la responsabilidad, no solo legal, sino también moral, de obedecer las
leyes justas que se promulguen. Pero, a la inversa, todos tenemos la responsabilidad
moral de desobedecer las leyes injustas. Estoy de acuerdo con San Agustín cuando
dice que “una ley injusta no es ley”.
Ahora bien, ¿cuál es la diferencia entre los dos tipos de leyes? ¿Cómo determinar si
una ley es justa o injusta? Una ley justa es una norma hecha por el hombre que está
en consonancia con las leyes morales o con la Ley de Dios. Una ley injusta es aquella
que no está en armonía con las leyes morales. En palabras de santo Tomás de Aquino:
una ley injusta es una ley elaborada por los hombres que no hunde sus raíces en las
leyes eternas y en el Derecho Natural. Cualquier ley que engrandezca la personalidad
es justa. Cualquier ley que degrade a las personas es injusta. Y así, todas las leyes de
segregación racial son injustas, porque la segregación distorsiona el alma y daña la
personalidad. Esas leyes proporcionan a los segregadores una falsa sensación de
superioridad, de la misma manera que proporciona una falsa sensación de
inferioridad a los segregados. La segregación racial, usando la terminología del
filósofo judío Martin Buber, sustituye la relación “Yo-usted” por una relación “Yo-
ello” y termina relegando a las personas al mero estado de cosas. Por tanto, la
segregación no es solo inadecuada desde el punto de vista político, económico y
sociológico, sino que es moralmente inaceptable y pecaminosa. Dice Paul Tillich que
el pecado es separación. ¿Y acaso no es la segregación racial una expresión
existencial de la trágica separación del hombre, de su espantoso distanciamiento, de
su terrible pecaminosidad? Es por eso por lo que puedo instar a la gente a obedecer la
decisión de la Corte Suprema de 1954, ya que es moralmente correcta, y al mismo
tiempo pedir a las personas que desobedezcan las normas de segregación racial,
porque son moralmente incorrectas.
Veamos un ejemplo más concreto de leyes justas e injustas. Una ley injusta es una
norma que un grupo de personas mayoritario – en términos numéricos o de poder –
impone a otro grupo minoritario, pero sin que ellas mismas se vean obligadas a
cumplir esa norma. Se trata de una diferenciación hecha ley. Por la misma razón, una
ley justa es aquella que una mayoría impone a una minoría, pero que ella misma
también está dispuesta a cumplir: se trata de la equidad convertida en norma legal.
Déjenme darles otra explicación. Una ley es injusta si se impone a una minoría que,
por carecer del derecho a voto, no ha podido tomar parte en el proceso de desarrollo y
aprobación de esa ley. ¿Alguien puede sostener que el Congreso de Alabama que
estableció las leyes de segregación racial de este estado fue elegido
democráticamente? En toda Alabama se utilizan todo tipo de métodos tortuosos para
impedir que los negros se registren como votantes, y hay algunos condados en los que
no existe ni un solo negro registrado, a pesar de ser negra la mayoría de la población.
¿Puede ser considerada democrática ninguna ley aprobada en esas circunstancias?
En ocasiones, una ley puede ser justa en apariencia e injusta a la hora de aplicarla.
Por ejemplo, yo he sido arrestado acusado de manifestarme sin permiso. No hay, en
principio, nada malo en tener una ordenanza que exija pedir permiso para
manifestarse. Pero esa ordenanza se vuelve injusta cuando se la utiliza para preservar
la segregación racial y para denegar a los ciudadanos los derechos de asamblea y de
manifestación pacíficas que la Primera Enmienda les reconoce.
Debo confesaros dos cosas, mis hermanos cristianos y judíos. En primer lugar, debo
confesar que en los últimos años me han desilusionado enormemente los blancos
moderados. Casi he alcanzado la lamentable conclusión de que el principal obstáculo
para los negros en su lucha por la libertad no son los supremacistas del White
Citizens’ Council, ni los miembros del Ku Klux Klan, sino los blancos moderados,
que están más preocupados por el “orden” que por la Justicia; que prefieren una paz
negativa, plasmada en la ausencia de tensión, antes que esa paz positiva que la
presencia de la Justicia proporciona; que constantemente dicen “Estoy de acuerdo con
tu objetivo, pero no puedo aprobar tus métodos de acción directa”; que creen, con una
actitud paternalista, que tienen derecho a fijar el calendario para la libertad de otro ser
humano; que tienen un concepto mítico del tiempo y que constantemente aconsejan a
los negros que esperen “un momento más propicio”. Una comprensión inadecuada
por parte de las personas de buena voluntad es mucho más frustrante que una
absoluta incomprensión por parte de gentes malintencionadas. Una aceptación tibia es
mucho más descorazonadora que un abierto rechazo.
Tenía la esperanza de que los blancos moderados entendieran que la Ley y el Orden
existen con el propósito de hacer prevalecer la Justicia, y que cuando fracasan en ese
objetivo, se convierten en diques peligrosamente estructurados que bloquean el flujo
del progreso social. Tenía la esperanza de que los blancos moderados entendieran que
la actual tensión en el Sur constituye una fase necesaria del proceso de transición
desde una aborrecible paz negativa, en la que el negro aceptaba pasivamente su grave
situación, a una paz sustantiva y positiva, en la que todos los hombres respeten la
dignidad y el valor intrínseco de las personas. De hecho, los que practicamos la
acción directa no violenta no somos los creadores de la tensión, sino que nos
limitamos a hacer aflorar una tensión oculta, que ya estaba ahí presente. La sacamos a
la luz, donde se la puede ver y se puede lidiar con ella. Como un forúnculo, que no
puede curarse si se lo mantiene tapado, sino que debe destaparse para que exponga
toda su fealdad a esas medicinas naturales que son el aire y la luz, la injusticia
también debe ser expuesta, con toda la tensión que su exposición provoca, a la luz de
la conciencia de los hombres y al aire de la opinión pública de la nación, si es que
queremos curarla.
En su carta, declaran ustedes que nuestras acciones, aunque pacíficas, deben ser
condenadas porque provocan violencia, pero ¿es esta una afirmación lógica? ¿No
equivaldría a condenar a una víctima de un robo porque su posesión de dinero
provocó la malvada acción del ladrón? ¿No sería como condenar a Sócrates porque su
inquebrantable compromiso con la verdad y sus investigaciones filosóficas
provocaron que un confundido populacho le obligara a beber cicuta? ¿No sería como
condenar a Jesús porque su conciencia de la divinidad y su eterna devoción a Dios
provocaron el diabólico acto de la crucifixión? Debemos comprender que – tal como
los tribunales federales han establecido sistemáticamente – es incorrecto pedir a un
individuo que cese en sus esfuerzos de obtener sus derechos constitucionales básicos
porque esos esfuerzos puedan provocar violencia. La sociedad debe proteger a la
víctima del robo y castigar al ladrón.
También tenía la esperanza de que los blancos moderados rechazaran el mito relativo
al tiempo, en lo que concierne a la lucha por la libertad. Acabo de recibir una carta de
un hermano blanco de Texas, que me escribe: “Todos los cristianos saben que las
personas de color terminarán por conseguir la igualdad de derechos, pero es posible
que tengas una prisa excesiva, de carácter religioso. Al Cristianismo le ha costado
casi dos mil años conseguir lo que ha conseguido. Se necesita tiempo para que las
enseñanzas de Jesucristo se materialicen en la Tierra”. Esa actitud surge de un trágico
malentendido acerca del tiempo, surge de la noción extrañamente irracional de que
hay algo en el propio flujo del tiempo que terminará por curar inevitablemente todos
los males. Cuando de hecho, el tiempo es, en sí mismo, neutral; se lo puede utilizar
de forma constructiva o destructiva. Tengo cada vez más la sensación de que las
personas malintencionadas han utilizado el tiempo de forma mucho más efectiva que
las gentes de buena voluntad. En nuestra generación, no vamos a tener que
arrepentirnos solo por las odiosas palabras y acciones de la gente de mala voluntad,
sino también por el atroz silencio de las buenas personas. El progreso humano no
discurre nunca sobre ruedas de inevitabilidad; se produce gracias al esfuerzo
incansable de los hombres que están dispuestos a colaborar con Dios. Y, sin este duro
esfuerzo, el propio tiempo se convierte en un aliado de las fuerzas del estancamiento.
Debemos utilizar el tiempo creativamente, sabiendo que siempre es buen momento
para actuar de forma correcta. Ahora es el momento de hacer que se cumplan las
promesas de democracia y de transformar nuestra actual elegía nacional en un
creativo salmo de hermandad. Ahora es el momento de elevar las políticas de esta
nación, sacándolas de las arenas movedizas de la injusticia racial y asentándolas
sobre la firme roca de la dignidad humana.
Permitan que les señale mi otra gran desilusión: he sufrido un enorme desencanto con
la Iglesia blanca y sus ministros. Cierto es que existen algunas excepciones notables:
no ignoro que cada uno de ustedes ha adoptado algunas posiciones significativas en
torno a esta cuestión. Le aplaudo a usted, Reverendo Stallings, por su actitud cristiana
el pasado domingo, al dar la bienvenida a los negros durante los oficios, sin ningún
tipo de segregación. Y aplaudo a la jerarquía católica de este estado por haber
integrado hace ya varios años la Universidad de Spring Hill.
Pero, a pesar de estas importantes excepciones, tengo que reiterar honestamente que
la Iglesia me ha defraudado. No lo digo como uno de esos críticos negativos que
siempre es capaz de encontrar algo equivocado en la Iglesia. Lo digo en mi calidad de
ministro del Señor, que ama a la Iglesia, que creció en su seno, que se ha sostenido
gracias a sus bendiciones espirituales y que seguirá siendo fiel a ella mientras le
quede un hálito de vida.
Cuando me vi de repente aupado al liderazgo de la protesta de los autobuses en
Montgomery (Alabama), hace unos cuantos años, creía que la Iglesia blanca nos
apoyaría. Creía que los ministros, sacerdotes y rabinos del Sur se contarían entre
nuestros más firmes aliados. Pero, en lugar de ello, algunos se han revelado como
enemigos frontales, negándose a comprender el movimiento de la libertad y juzgando
equivocadamente a sus líderes. Y muchos otros han sido más cautos que valientes, y
han preferido mantenerse en silencio detrás de la narcótica seguridad de las vidrieras.
A pesar de mis sueños rotos, acudí a Birmingham con la esperanza de que los líderes
religiosos blancos de esta comunidad comprenderían lo justo de nuestra causa e
intentarían, llevados por la preocupación moral, actuar como canal para que nuestras
justas quejas llegaran a oídos de las esferas del poder. Confiaba en que cada uno de
ustedes comprendería. Pero de nuevo he sufrido un desencanto.
He oído a muchos líderes religiosos sureños aconsejar a sus feligreses que acaten tal
o cual decisión que acaba con la segregación, porque así lo manda la Ley. Pero
todavía estoy esperando que los líderes religiosos blancos digan: “Acatad esta norma
porque la integración racial es moralmente justa y porque los negros son vuestros
hermanos”. Ante las evidentes injusticias sufridas por los negros, he visto a los
hombres de iglesia blancos permanecer al margen mientras formulaban piadosas
irrelevancias y trivialidades mojigatas. En medio de la terrible lucha sostenida para
librar a nuestra nación de la injusticia racial y económica, he oído a muchos hombres
de iglesia decir: “Esas son cuestiones sociales, que nada tienen que ver con el
Evangelio”. Y he visto a muchas congregaciones consagrarse a una religión
completamente de otro mundo, que hace una extraña y nada bíblica distinción entre el
cuerpo y el alma, entre lo sagrado y lo secular.
He recorrido de arriba a abajo Alabama, Mississippi y los demás estados del Sur. En
los calurosos días de verano y en las diáfanas mañanas otoñales, me he quedado
mirando las bellas iglesias sureñas, con sus altos campanarios que apuntan al Cielo.
He visto las impresionantes siluetas de sus enormes seminarios. Y siempre acababa
preguntándome: “¿Qué clase de personas rinden culto aquí? ¿Quién es su Dios?
¿Dónde estaban sus voces cuando los labios del gobernador Barnett pronunciaban
palabras de obstrucción y de desprecio? ¿Dónde estaban cuando el gobernador
Wallace hizo un claro llamamiento al odio y a la provocación? ¿Dónde estaban sus
palabras de apoyo cuando negros y negras magullados y cansados decidieron
abandonar las oscuras mazmorras de la complacencia, para ascender las luminosas
colinas de la protesta creadora?”.
Sí, sigo preguntándome lo mismo. Profundamente desalentado, he llorado pensando
en la laxitud de la Iglesia. Pero tengan por seguro que mis lágrimas han sido lágrimas
de amor. Sí, amo a la Iglesia. ¿Cómo podría no amarla? Me encuentro en la peculiar
situación de ser hijo, nieto y bisnieto de predicadores. Y sí, considero que la Iglesia es
el cuerpo de Cristo. Pero, ¡cómo hemos envilecido y lacerado ese cuerpo con nuestro
olvido de los aspectos sociales y con nuestro temor a ser inconformistas!
Hubo una época en que la Iglesia era muy poderosa – cuando los cristianos primitivos
se alegraban de que se les considerase dignos de sufrir por aquello en lo que creían.
En aquella época, la Iglesia no era un mero termómetro que registraba las ideas y
principios de la opinión pública; por el contrario, era un termostato que pretendía
transformar las costumbres de la sociedad. Cada vez que los primeros cristianos
entraban en una ciudad, aquellos que detentaban el poder se sentían amenazados y
trataban inmediatamente de condenar a los cristianos como “perturbadores de la paz”
y “agitadores forasteros”. Pero los cristianos continuaban con su labor, convencidos
de ser una “colonia celestial”, obligada a obedecer a Dios antes que al Hombre.
Aunque eran pocos en número, su compromiso era grande. Estaban demasiado ebrios
de Dios como para sentirse “astronómicamente intimidados”. Con su esfuerzo y su
ejemplo, pusieron fin a antiguas aberraciones, como el infanticidio y las peleas de
gladiadores.
Las cosas son distintas en la actualidad. Demasiado a menudo, la Iglesia
contemporánea tiene una voz débil e intrascendente, de sonido incierto. Demasiado a
menudo, se manifiesta como acérrima defensora del statu quo. En vez de sentirse
perturbada por la presencia de la Iglesia, la estructura de poder de una típica
comunidad se beneficia del espaldarazo tácito – y a veces explícito – de la Iglesia a la
situación imperante. Pero el juicio de Dios se cierne hoy sobre la Iglesia más que
nunca. Si la iglesia de hoy no recupera el espíritu de sacrificio de la Iglesia primitiva,
perderá su autenticidad, hará que se desvanezca la lealtad de millones de personas y
terminará siendo considerada un club social irrelevante, carente de sentido en el siglo
XX. Todos los días me encuentro con jóvenes cuyo desencanto por la actitud de la
Iglesia se ha convertido en auténtica indignación.
Quizá he sido, una vez más, demasiado optimista. ¿Acaso está la religión
institucional demasiado ligada al statu quo como para poder salvar a nuestra nación y
al mundo? Tal vez tenga que orientar mi fe hacia la Iglesia espiritual interior, esa
Iglesia dentro de la Iglesia, y ver en ella la verdadera ekklesia y la esperanza para
todo el orbe. Pero agradezco nuevamente a Dios que algunas almas nobles de la
jerarquía eclesiástica hayan roto las paralizantes cadenas del conformismo y se hayan
unido a nosotros como colaboradores activos de la lucha por la libertad. Han
abandonado sus tranquilas congregaciones y han marchado con nosotros por las
calles de Albany (Georgia). Han recorrido las autopistas del Sur en tortuosas
caravanas por la libertad. Sí, incluso han ido a la cárcel con nosotros. Algunos han
sido despedidos de sus congregaciones y han perdido el apoyo de sus obispos y de
sus colegas eclesiásticos. Pero han actuado movidos por el convencimiento de que la
justicia derrotada es más poderosa que la maldad triunfante. Su testimonio ha sido la
sal del espíritu que ha conseguido preservar el verdadero significado del Evangelio en
estos tiempos de turbación. Han logrado excavar un túnel de esperanza a través de la
negra montaña de la decepción.
Espero que la Iglesia en su conjunto esté a la altura de las circunstancias en estas
horas decisivas. Pero, aunque la Iglesia no acudiese en ayuda de la Justicia, no pierdo
la esperanza en el futuro. No abrigo ningún temor acerca del resultado de nuestra
lucha en Birmingham, incluso aunque nuestras motivaciones no sean bien
comprendidas actualmente. Alcanzaremos la meta de la libertad en Birmingham y en
toda la nación, porque el objetivo de América es la libertad. Aunque se nos maltrate y
se nos menosprecie, nuestro destino está ligado al de América. Antes de que los
peregrinos desembarcaran en Plymouth, nosotros ya estábamos aquí. Durante más de
dos siglos, nuestros antecesores trabajaron en este país sin cobrar ningún salario;
hicieron del algodón el rey; edificaron las mansiones de sus amos mientras eran
víctimas de enormes injusticias y vergonzosas humillaciones – y, sin embargo,
gracias a una vitalidad sin límites, siguieron multiplicándose y prosperando. Si las
inenarrables crueldades de la esclavitud no pudieron detenernos, es evidente que la
oposición a la que ahora nos enfrentamos está condenada al fracaso. Conquistaremos
nuestra libertad, porque en nuestras exigencias resuenan los ecos del sagrado legado
de nuestra nación y de la voluntad eterna de Dios.
Hubiese preferido que aplaudiesen ustedes a los negros que han participado en las
sentadas y manifestaciones de Birmingham, por su sublime muestra de valor, por su
disposición a aceptar los sufrimientos y por su increíble disciplina a la hora de
enfrentarse a las provocaciones. Algún día, el Sur reconocerá a sus verdaderos héroes.
Se recordará a los numerosos James Meredith de nuestra época, con su noble sentido
de la misión que les anima y les permite enfrentarse a muchedumbres vociferantes y
hostiles, y con esa angustiosa sensación de soledad que caracteriza la vida del
pionero. Se recordará a las ancianas negras oprimidas y maltratadas, simbolizadas por
aquella mujer de setenta y dos años de Montgomery (Alabama) que , cuando los
suyos decidieron no montar en los autobuses que practicaban la discriminación racial,
se levantó movida por su sentido de la dignidad y respondió con sencilla profundidad
a alguien que le preguntaba acerca de su cansancio: “Tengo los pies cansados, pero
mi alma descansa”. Se recordará a los jóvenes alumnos de los institutos y las
universidades y a los jóvenes y no tan jóvenes ministros del Señor, que desafiaron las
leyes de segregación racial sentándose pacífica y valientemente en los restaurantes ,
dispuestos a ir a la cárcel porque así se lo dictaba su conciencia. Llegará el día en que
el Sur se entere de que, cuando esos hijos desheredados de Dios se sentaban en los
restaurantes, de hecho estaban defendiendo lo mejor del sueño americano y los más
sagrados valores de nuestra herencia judeocristiana, conduciendo así de nuevo a
nuestra nación hacia esos grandes manantiales de la democracia, profundamente
cavados por los padres fundadores al formular la Constitución y la Declaración de
Independencia.
Esta es la carta más larga que he escrito nunca. Lamento quitarles una parte tan
considerable de su precioso tiempo. Les aseguro que hubiese sido mucho más corta
de haberla podido escribir sobre una cómoda mesa, pero, ¿qué otra cosa puede hacer
uno cuando está solo en una estrecha celda de la cárcel, como no sea escribir largas
cartas, desarrollar prolijos razonamientos y rezar interminables oraciones?
Les ruego a ustedes que me disculpen si he dicho algo en mi carta que pueda
interpretarse como una exageración de la realidad o que sea indicio de una
impaciencia poco razonable. Y si hay algo en mi carta que no refleje suficientemente
la realidad o que indique que mi paciencia me permite conformarme con algo que no
sea la verdadera Fraternidad, le ruego a Dios que sea Él quien me perdone.
Espero que esta carta les halle firmes en su fe. Espero también que las circunstancias
me permitan, a no mucho tardar, reunirme con cada uno de ustedes, no como defensor
de la integración racial ni como líder del movimiento de los derechos civiles, sino en
mi calidad de ministro del Señor y de hermano en Cristo de todos ustedes. Esperemos
todos que los oscuros nubarrones del prejuicio racial se alejen pronto y que la espesa
niebla de la incomprensión se disipe en nuestras comunidades presas del miedo, y
que en algún futuro no demasiado lejano las radiantes estrellas del amor y de la
fraternidad iluminen nuestra gran nación con toda su deslumbrante belleza.