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¡«Ser catequistas» no es cosa fácil! Es mucho más sencillo «dar catecismo»… a unas horas
establecidas... con un texto que explicar en las manos... con un programa a desarrollar... Se incurre
en este peligro cuando se convierte uno en catequista con demasiada precipitación, en una
situación pastoral que muchas veces demanda con urgencia una contribución inmediata a la
educación de los muchachos en la fe. Antes que nada es importante «ser catequistas» lo demás
viene por si solo.Tú mismo tal vez, después de haber adquirido el método y asimilado mejor el
mensaje cristiano, adviertes en este punto precisamente la necesidad de definir y cualificar tu
identidad.
Deseas «convertirte en catequista», es decir, rehacer un camino que personalmente te compromete
a lo largo y ancho de itinerarios de fe que te sitúan junto a los muchachos para crecer con ellos en
la vida de comunión con el Señor, en la escucha de la Palabra de Dios, en la oración y en la
participación asidua en los sacramentos.
El catequista, por lo mismo, no debe olvidarse nunca de que la eficacia de su magisterio, más que
a aquello que dice, será proporcional a aquello que es, al calor que dimane de los ideales por él
vividos y que irradie de todo su comportamiento. Su preocupación primordial será, pues, la
de adecuar su propia vida espiritual a aquello que él enseña, cultivando la oración, la meditación
de la palabra de Dios, la fidelidad en el propio cumplimiento del deber, la caridad para con los
hermanos indigentes, la esperanza de los bienes eternos. (Card. Giovanni Colombo).
En este camino es donde me acerco a ti para estar juntos delante del Señor, de la Iglesia, ante
nosotros mismos, en el silencio y en la meditación, antes de anunciar la Palabra de Dios.
Solamente de esta manera es posible llegar a descubrir la propia identidad de catequistas, que es
un don antes que un compromiso, una vocación antes que una opción personal, una
respuesta de fe antes que un simple servicio de promoción humana. Puedes, sobre todo, releer en
profundidad tu tarea catequística, captarla en sus aspectos esenciales y específicos; adquirir un
nuevo modo de relacionarte con los muchachos y formarte una imagen de ellos a la luz de Dios.
De hecho, el catequista acierta a dar con las respuestas de fe tan sólo cuando él en persona se pone
con frecuencia a la escucha de la Palabra, la medita con sincera humildad y vive con entusiasmo
su ministerio, redescubriéndolo de continuo de una manera nueva y gozosa. Este es el propósito
que tiene que guiarte a lo largo de los tres itinerarios propuestos: bíblico, teológico y eclesial, para
una relectura espiritual de tu servicio catequético. Te recomiendo evitar la tentación de la prisa.
Detente más de una vez, ya que no se trata de lecciones, sino de sugerencias para
la meditación personal o de grupo.
Por ello, no busques aquí normas o métodos, sino tan sólo tu identidad de catequista a la luz de la
palabra de Dios en la Iglesia actual. Advertirás que el lenguaje empleado, en los momentos de
mayor intensidad, te interpela de una manera directa, a fin de que no te evadas de la provocación
que te supone. Podrás vivir esta experiencia solo o en grupo, durante un curso de formación
espiritual o en retiros para catequistas. Eso si, es necesario que recuperes la conciencia de
la importancia básica de la vida de comunión con Dios, a fin de cumplir con fidelidad tu servicio
de la Palabra, que es un ministerio de gracia y exige competencia y santidad.
MINISTERIO-CATEQUISTICO: VOCACION
«No me escogisteis vosotros a Mi, sino que Yo os escogí a vosotros» (Jn 15,16) ¿Por qué te has
hecho catequista? Es posible que no sepas dar una respuesta inmediata a esta pregunta. Si
reflexionas y tratas de reconstruir el entramado de las circunstancias, a veces fortuitas, de las
situaciones imprevistas, o de los encuentros ocasionales de los que ha brotado tu opción de poner
manos a la obra catequética, te quedas desconcertado. ¿Ha sido una invitación... una toma de
conciencia de tu condición de creyente a fondo... una propuesta... un testimonio... un deseo de
comprometerte con la comunidad cristiana?... No lo sé; tal vez ni siquiera tú mismo lo sepas. Todo
esto, visto de un modo superficial, puede parecer que haya sucedido así, casi como por
casualidad... Pero en realidad nada, a los ojos de Dios, ocurre por casualidad. Sobre todo cuando
él escoge a sus colaboradores inmediatos, como lo es todo catequista. ¡Seria una decisión
irresponsable! Jesús pasa una noche en oración antes de llamar a sus discípulos: «Subió al monte a
hacer oración», (Lc 6,13). En otra ocasión les afirma: «No me escogisteis vosotros a mi, sino que
yo os escogí a vosotros» (Jn 15,16).
Hay una manera equivocada de entender la vocación que consiste en identificarla con
elementos y aspectos extraordinarios, excluyendo todo lo que puede ser ocasional y cotidiano.
La vocación, que está en el comienzo del ministerio catequético, es algo que pertenece al
género de lo extraordinario por ser «don y gracia del Espiritu Santo» (EM 68), sin que esto
implique manifestación exterior excepcional alguna. La vocación es siempre un gesto de
predilección.
El modo como Jesucristo mismo llama a los apóstoles y a los discípulos no tiene nada de
excepcional. Invita a Juan y a Andrés a seguirle mientras éstos van de camino: «Venid
y veréis» (Jn 1,39; llama a Mateo mientras éste se encuentra en su mesa de trabajo: «Sígueme»
(Mc 2,14); a Pedro mientras se afana en arreglar las redes de pesca: «No temas: de ahora en
adelante serás pescador de hombres» (Lc 5,11). Las situaciones cotidianas se convierten en el
lugar en que resuena la palabra del Señor y donde los discípulos acogen su propuesta. Algo
semejante, aunque en un tono diverso, ha ocurrido también en tu propia vida, constituyendo el
comienzo de la historia de tu vocación catequética. PROFETA: La vocación del catequista
nace y se precisa dentro de la llamada sacramental, en la que encuentra su fundamento el
ejercicio del ministerio de la Palabra. Aquí es donde el Señor invita, cita, otorga sus dones,
envía en misión. «La vocación profética de cada uno de los miembros del pueblo de Dios tiene
su origen en la consagración bautismal a Cristo; se desarrolla y se especifica, a través de los
otros sacramentos, en ministerios diversos...» (RdC 197).
Como Catequista, Estás efectivamente comprometido a hacer patente la proclamación de la fe
en correlación con tu experiencia de vida, a fin de que la salvación se haga realidad y sea
proclamada también a los demás. El llamamiento al ministerio catequético no es una «super-
vocación», añadida desde fuera, sino un modo concreto y específico de responder en la
comunidad a la invitación del Señor.
«El catequista es consagrado y enviado por Cristo y puede tener su confianza puesta en esta
gracia: más aún, debe solicitar la abundancia de la misma, a fin de hacerse en el Espíritu
instrumento adecuado de la benevolencia del Padre (RdC 185).
La consagración al ministerio catequético es para ti una garantía de auxilios y de gracia que
debes invocar con fe y con fervor en la oración incesante al espíritu Santo (EN 75). Enviado
por el Espíritu para la comunidad, el ministerio de la Palabra nace de una vocación especifica
que el Espiritu suscita en la comunidad y para la comunidad.
«Mira que pongo mis palabras en tu boca» (Jer 1,8)Ante el llamamiento de Dios a desempeñar
el ministerio de la Palabra, el catequista puede compartir, como los profetas, un
sentimiento profundo y sincero de incapacidad, de insuficiencia, que le asalta casi con
idéntico acento. No me van a creer ni van a escuchar mi voz» (Ex 4,1). ¡No sé hablar, pues
soy muchacho» (Jer 1,6)! ¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy hombre de labios impuros!
(Is 6,5).
Es el comportamiento característico de quien supone que ha de desempeñar por sí solo el
ministerio que le ha sido conferido, partiendo de las propias fuerzas, lo cual le hace ver una
serie de limitaciones que en un primer momento le inducen a declinar la invitación. Tal
verificación es, por el contrario, un componente indispensable de tu misión catequética, la
cual, como la del profeta, nace de la conciencia de hablar «en nombre de otro», de
anunciar palabras que no te pertenecen, porque son de Dios. De hecho, él mismo crea al
profeta con algunos gestos simbólicos: purifica con fuego sus labios (Is 6,5-7; Jer 1,8), le
permite asistir al «consejo del Señor» (Jer 23,18) y lo introduce en la corte celeste (Ez 1,26-
28). Es un conjunto de signos que expresan la familiaridad que Dios mantiene con aquellos a
quienes envía a anunciar su Palabra. «Dios no hace nada sin revelar su secreto a sus siervos,
los profetas» (Amós 3,7).
Idénticas perspectivas se encuentran en el evangelio. Es Jesús quien, a diferencia de los
rabinos de la época, llama personalmente a los discípulos, siendo así que, de ordinario, eran
los discípulos los que buscaban al maestro (Mc 1,14-20; 2,13-17; 8,27-38). Jesús conversa con
ellos como un «rabino», estableciendo con ellos unas relaciones familiares y afectuosas que
eliminan toda distancia. Les tranquiliza diciendo que en los momentos difíciles no deben
preocuparse de lo que han de decir, porque será el Espíritu quien hablará en ellos «No os
preocupe cómo o qué hablaréis; porque se os dará en aquella hora lo que debéis decir. No
seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable por vosotros»
(Mt 10,19-20). San Agustín comenta a propósito de esto: «Si el espíritu Santo habla en
aquellos que, por Cristo, son entregados a sus perseguidores, ¿por qué no habría de hablar en
aquellos que entregan a Cristo a sus oyentes?». «En el nombre y con la gracia de Cristo
Salvador» (EN 59)
Antes de insistir en la respuesta humana que puede brotar del encuentro con el Señor, es
necesario subrayar aún más la voluntad y el deseo de Dios de dar a conocer su gloria, es decir,
de entrar en comunión de vida con toda persona.
El reconocimiento de la proximidad del Señor en la existencia de tus muchachos se
convierte en un motivo de alabanza, que se expresa ya en la oración durante el encuentro
catequético y está destinada a prolongarse en la asamblea litúrgica. De esta manera, el
ministerio de la Palabra tiene también una función cultual y constituye un ejercicio del
sacerdocio universal de los seglares. Es un aspecto de tu misión catequética que
acentúa ulteriormente la importancia de tu ministerio como iniciación permanente de los niños
a la participación litúrgica.
Celebrar es, sobre todo, decir “gracias”. Celebramos la vida en cada cumpleaños, celebramos
la salud, una intervención médica que salió bien, la sonrisa de nuestros hijos… Cada hecho
que celebramos va unido a la gratitud. En el día del catequista demos gracias por ellos, por su
identidad y vocación que, con silencio y mucha humildad, van construyendo el Reino de
Jesús.
Pero, para ser entrañablemente él mismo, el catequista necesita hacerse destinatario, también,
de los procesos catequísticos diseñados para sus catequizandos y catecúmenos. Allí, en la
siempre nueva dinámica del encuentro y del proceso catequístico, allí Dios obra produciendo
siempre lo inimaginable. Allí, en el misterio de una metodología y de unos recursos siempre
imperfectos, Dios logra, una vez más, como aquel día junto al pozo de Zicar, que los
discípulos sean testigos. Y el catequista se hace destinatario de lo que los catequizandos y
catecúmenos dicen.
Cuando los catequistas realizamos nuestro ministerio, es decir cuando conscientes de nuestra
propia fe nos ponemos al servicio de nuestros hermanos para ayudarlos a crecer en la fe,
aprendemos a mirar el mundo desde una óptica: la del Magníficat. Se trata de una mirada
creyente, capaz de ver los signos de esperanza. Mirar la realidad con los ojos de María
significa ver el bien también ahí donde todavía no germinó.
Los ojos de María, que buscan a Jesús, saben encontrarlo y, en ocasiones, invitarlo a mostrar
signos concretos para que el mundo crea, como en las bodas de Caná.[2] Con esa mirada
creyente, los catequistas somos anunciadores del Reino. El mundo hoy, como ayer y como
siempre, tiene derecho al anuncio. No se lo puede privar de él. Y, si bien todos los bautizados
hemos sido convocados a esa tarea, a los catequistas nos compete de modo especial.
El corazón creyente sabe darse cuenta de que el mundo es amado por Dios, sostenido por su
amor. Muchas veces los catequistas somos pobres de recursos, de medios, pero por la gracia
de Dios representamos una fuerza de cambio extraordinaria. Donde está Jesús, ahí está su
Reino, allí madura la esperanza, allí es posible tomar el amor que da vida. El encuentro con
Jesús nos hace testigos creíbles de su Reino, nos asemeja a Él, hasta transformarnos en
memoria viviente de su modo de existir y de obrar
Una vez un explorador fue enviado por los suyos a un perdido lugar en la selva amazónica.
Su misión consistía en hacer un detallado relevamiento de la zona. Como el explorador era
experto en su oficio, hizo su tarea con pericia y extremo cuidado. Ningún rincón quedó sin
haber sido explorado.
Averiguó cuáles eran los vegetales y los animales del lugar, las características de cada época
del año, los secretos del gran río que atraviesa toda la región, las lluvias, los vientos, las
posibilidades para la vida del hombre en aquel remoto lugar…
Cuando, por fin, creyó saberlo todo, decidió regresar dispuesto a transmitir a los que lo
habían enviado el cúmulo de conocimientos adquiridos.
Los suyos lo recibieron con expectativa… Querían saberlo todo acerca del Amazonas. Pero
el avezado explorador se dio cuenta, en ese momento, de la imposibilidad de responder al
deseo de su pueblo. ¿Cómo podría él transmitirles la belleza incomparable del lugar, o la
armonía profunda de los sonidos nocturnos que solían elevar su corazón? ¿Cómo podría
compartir con ellos la sensación de profunda soledad que lo embargaba por las noches, el
temor que lo paralizaba ante las fieras salvajes del lugar o la inusitada sensación de libertad
que lo embargaba cuando conducía la canoa a través de las inciertas aguas del río?
Entonces, después de pensarlo, el explorador tomó una decisión y les dijo: “_ Vayan y
conozcan ustedes mismos el lugar. Nada puede sustituir el riesgo y la experiencia
personales”. Pero tuvo miedo… Si algo les pasaba… Si no sabían llegar… Entonces hizo un
mapa para guiarlos. Todos hicieron copias, las repartieron y se fueron al Amazonas provistos
del conocimiento encerrado en el mapa recibido.
Todos los que tenían una copia se consideraron expertos. ¿Acaso no conocían, a través del
mapa, cada recodo del camino, los lugares peligrosos, la anchura y la profundidad del río,
los rápidos y las cascadas?
Sin embargo, el explorador lamentó durante toda su vida haberles dado el mapa… Hubiera
sido mejor no dárselos.
Esta narración tiene, tal vez, mucho que decir a nuestro ministerio catequístico. No se trata
de ayudar a los catequizandos a explorar la selva, introduciéndolos en los vericuetos o en los
preciosismos de una detallada información doctrinal, sino de ayudarlos, fundamentalmente, a
encontrar al Dios de Jesucristo.
Tal vez ellos, en sus caminos anteriores, ya han recibido muchos mapas y están, por eso,
convencidos de ser verdaderos expertos en las cuestiones de la fe… Pero no aciertan a mirar la
vida con ojos de creyentes. Tal vez esos mapas los han decepcionado, no los han llevado al
encuentro con Jesús y los han mantenido en cuestiones externas que critican duramente o que
aceptan, con resignación o sin reflexión.
Tal vez nosotros mismos, sus catequistas, les ofrecemos ciertos mapas prefabricados, que nos
sirvieron a nosotros; pero que no les sirven a ellos. Les indican caminos que nosotros mismos
hemos recorrido, con más o menos acierto, pero no los dejan explorar y aventurarse para
encontrarse, por fin, con el Señor.
Tampoco se trata de improvisar o de dejarlos solos. Quizás va siendo hora, de desentrañar el
significado y la hondura de una pedagogía que Jesús conocía muy bien: el acompañamiento.
Ese caminar junto al que busca, permitiéndole que siga buscando… Ese caminar, al principio
casi imperceptible y después tan encarnado en la vida del catequizando.
Un caminar que no violenta, que no apura, que no se detiene y que, recorriendo la Palabra, va
dejando llegar… Cada uno lo hace a su tiempo, con respeto a los tiempos del otro, y según sus
posibilidades. Pero, por fin, arde el corazón y se produce el encuentro que se celebra con el
Pan compartido. La pedagogía del acompañamiento no traza mapas, sino que recorre y
acompaña los caminos personales y comunitarios de búsqueda.
Como catequistas, podemos proponernos indagar por aquí algunas de las respuestas
pendientes al actual fracaso de la iniciación cristiana. Quizás así sea posible iniciarse o
retornar a la fe, desechando antiguos mapas y aprendiendo a mirar la vida con ojos de
creyentes.
CONCLUSION
Una catequesis que pretende ser fecunda y en armonía con toda la vida cristiana encuentra su
savia en la liturgia y en los sacramentos. La iniciación cristiana requiere que en nuestras
comunidades se active cada vez más un camino catequético que nos ayude a experimentar el
encuentro con el Señor, el crecimiento en su conocimiento y el amor por su seguimiento. La
mistagógica ofrece una oportunidad muy importante para recorrer este camino con valor y
determinación, favoreciendo el abandono de una fase estéril de la catequesis, que a menudo
aleja sobre todo a nuestros jóvenes, porque no encuentran la frescura de la propuesta cristiana y
la incidencia en su vida. El misterio que celebra la Iglesia encuentra su expresión más bella y
coherente en la liturgia.
¡Qué beneficioso sería para la Iglesia que nuestras catequesis se basaran en captar y vivir la
presencia de Cristo que actúa y obra salvación, permitiendo que experimentemos incluso ahora
la belleza de la vida de comunión con el misterio de Dios el Padre, Hijo y Espíritu Santo!
CONTINUARÄ