Está en la página 1de 2

Clémence se lo contó

todo: Lucette, Fabien,


el asesinato de Fabien a
manos de Lucette, su
nacimiento en la cárcel,
el suicidio de Lucette.

CLAUDIA
Nunca has sido mi hija.

ROCíO
¿Por qué me hablas así? ¿Acaso no soy tu hija?

Lo peor era la voz dura con la que la mujer le asestó su veredicto.

CLAUDIA
Si de verdad sufrieras, no tendrías tanto apetito.

ROCíO
Pero si ya no puedo bailar, mamá. Ya no soy una
bailarina. ¿Sabes hasta qué punto estoy sufriendo
por ello? ¡No hurgues en la herida!

CLAUDIA
Lo dices para no sentir remordimientos. Necesitabas
calcio, no peso. ¡Si te crees que así pareces una
bailarina, te equivocas!

ROCíO
¡Los necesitaba!

CLAUDIA
Lo que yo decía: has engordado ocho kilos.

ROCíO
¡Por favor, mamá! Peso cuarenta kilos.

CLAUDIA
No. Estás gorda.

ROCíO
¿No te parezco guapa ahora?

CLAUDIA
¡Menuda ocurrencia! ¡Con lo guapa que eras antes!

ROCíO
Sí, mamá
(—balbuceó la pequeña.)

Como había previsto, su


curación curó a su
madre, que abandonó
finalmente su
habitación y volvió a
ver a su hija, en la que
no se había fijado desde
el día en el que había
vomitado. Su madre la
miró con consternación
y gritó:

CLAUDIA
¡Has engordado!

El apetito había vuelto. No era bulimia sino una sana gazuza. Tomaba tres copiosas
comidas al día, con una especial debilidad por el queso, como si su cuerpo le informara
de sus propias y más urgentes necesidades. Su padre y sus hermanas estaban encantados.

Con ese régimen, Plectrude recuperó peso rápidamente. Volvió a sus buenos cuarenta
kilos y a su hermoso rostro. Las cosas no podían ir mejor. Incluso conseguía no
experimentar culpabilidad, lo cual para una antigua anoréxica resulta extraordinario.

También podría gustarte