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Cuando atendían la pescadería, Baltazar y Claudia eran felices.

Los avatares de
cada jornada diluían las asperezas de su matrimonio. Sin ellos, se habrían
divorciado. Con las mutaciones del tiempo y de sí mismos, el deseo no podía morir:
eran jóvenes. Además, los clientes contribuían a mantener viva la novedad. Pero
cierta mañana la novedad no fue bien recibida. Camila, cliente y amiga de la
pareja, llegó con una pregunta delirante: ¿estaban vendiendo filetes de peces
abisales del lago San Roque?

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